El milagro del hermanuco

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El milagro del hermanuco Emilia Pardo Bazán Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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El milagro delhermanuco

Emilia Pardo Bazán

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Para contrastes, el de la comunidad de Reco-letas de Marineda con su hermanuco, donado osacristán, que no sé a punto cierto cuál de estosnombres le cae mejor. Son las Recoletas de Marineda ejemplo deausteridad monástica; gastan camisa de esta-meña; comen de vigilia todo el año; se acuestanen el suelo, sobre las losas húmedas, con unapiedra por almohada; se disciplinan cruelmen-te; se levantan a las tres de la mañana para oraren el coro; hablan al través de doble reja y unvelo tupido; para consultar con el médico nodescubren la cara, y son tan pobres, que losrepublicanos carniceros o polleros del mercadoy las lengüilargas verduleras, al ver pasar alhermanuco con la cesta, deslizan en ella el pe-dazo de vaca, el par de huevos, la patata, elcuarto de gallina, el torrezno, diciendo expresi-vamente: "Que sea para las madres, ¿eh?; paralas enfermas." Porque saben que siempre hayen la enfermería dos o tres recoletas, lo menos,y que si no lo reciben de limosna, no tendrían

caldo, pues ni la regla ni la necesidad les permi-ten salir de bacalao y sardina. No quedaban tranquilas, sin embargo, las cari-tativas verduleras, y lo probaba lo recalcado dela frase: "Que sea para las madres, ¿eh?" Porqueasí como se figuraban a las recoletas escuálidas,magras, amarillas y puntiagudas, así veían derechoncho, barrigón, coloradote y enjundioso aldonado. Constábales, además -y a alguna por expe-riencia-, que el ejemplo de las madres surtía enel donado efectos contraproducentes, y quetanto cuanto eran las madres de castísimas,humildes, ayunadoras y sufridoras, era el do-nado... de todos los vicios opuestos a estas vir-tudes. No obstante, su humor jovial y bufones-co, sus cuentos verdes, sus equívocos, sus di-charachos, sus sátiras, le habían granjeado cier-ta popularidad en puestos y tenduchos. Referíanse de él gorjas enormes, convites bur-lescos en que hacía de mesa un ataúd y de ser-villeta una pierna de calzoncillo; escenas cómi-

cas de exorcismos y conjuros en que sacaba losdemonios del cuerpo a las mozas con un gan-cho de escarbar la lumbre... y otras mil inven-ciones que se reían a carcajadas, y que lejos deperjudicar al donado le formaban aureola. Acaso la plebe, subyugada y confundida antela sublimidad de las mártires recoletas, encon-traba alivio y descanso festejando en el herma-nuco al gremio de la pecadora Humanidad. Había en cambio una clase de mujeres queprofesaban al hermanuco ojeriza singular ydeclarada, y decían de él horrores: eran las bea-tas, cosa de docena a docena y media de vesti-gios que no sabían salir de la iglesia del con-vento de Recoletas y a quienes no les parecíabuena y cabal la misa, la novena ni ningunaclase de devoción, sino dentro de aquellas cua-tro paredes. La antipatía entre el hermanuco y las beatasnació precisamente de que andaba rabiandopor cerrar, para largarse a donde el diablo sa-bía. En vano recorría la iglesia repicando el

manojo de llaves; en vano tosía y mondaba elpecho y describía semicírculos alrededor de lasarrodilladas, pues éstas, como si lo hiciesen apropósito, con los ojos en blanco y las manosjuntas, continuaban bisbisando sus intermina-bles, sus kilométricos rosarios. Si el hermanucose dejase llevar de su genio, claro está que lesdaría con la escoba como a las cucarachas; lomalo era que la madre abadesa le tenía severa-mente prohibida toda viveza, todo regaño, todadescortesía con aquellas recoletas seculares, y sifracasaban las insinuaciones, no había más queaguardar cachazudamente a que se acabasenlos "misterios gloriosos", o el septenario, o lameditación. Distinguíase entre las demás una devota, nosolo por la morosidad de sus rezos, sino por sucatadura y años. Era el rostro de doña Mariqui-ta de aquellos que, según Quevedo, puedenservir a San Antonio de tentación y cochino: enmitad de la chupada boca quedábale un solodiente, largo, temblón, diente que había inspi-

rado a un ingenio local esta frase: "Así comohay ojos que muerden, hay dientes que miran yhasta que hacen guiños." Para no creer que do-ña Mariquita iba a salir volando por la chime-nea, a horcajadas en una escoba, era precisorecordar su mucha piedad, su continua oración,su incesante persecución de confesores, su sedperpetua de agua bendita. Así y todo, el her-manuco la nombraba siempre "la bruja". Es de saber que cada devota tenía en la iglesiade las Recoletas su rincón predilecto, y que elhermanuco, al hacer la diaria requisa antes decerrar, sabía de fijo que a doña Petronila, verbi-gracia, la encontraría bajo las alas de San Mi-guel; a doña Regaladita Sanz, acurrucada anteel Corazón de Jesús, y a doña Mariquita, enmonólogo al pie del Cristo de la Buena Hora. En esto de devoción, como en todo, hay genteafecta a novedades; y si Regaladita Sanz y otrasde su escuela andaban siempre averiguando laúltima moda de la piedad y no hablaban sinode los Corazones, ni rezaban sino a esos cromos

abigarrados que hoy se ven en todas las igle-sias, las beatas del temple de doña Mariquita seatenían a las antiguas advocaciones y a las for-mas que ya van cayendo en desuso. Para doñaMariquita no había en las Recoletas más efigieque la del Cristo de la Buena Hora. Segura estoy de que a mí me pasaría lo mis-mo, y si entro en la iglesia, flechada me voytambién a la sombría capilla, de negra verjarechinante, y altar donde, sobre un fondo rojooscuro, se alza la inmensa cruz, sosteniendo elcuerpo lívido, estriado de sangre, pendiente ydesplomado sobre las crispadas piernas. Está elCristo de la Buena Hora representado en oca-sión de pronunciar alguna de las siete desga-rradoras Palabras, pues tiene la boca entre-abierta y la faz no caída sobre el pecho, sino untanto erguida, con esfuerzo doloroso. No lefalta la correspondiente enagüilla de terciopelonegro, bordada de plata, y bajo sus pies tala-drados y contraídos, tres huevos de avestruzrecuerdan la devoción de algún navegante.

Una sola lamparita mortecina alumbra la ima-gen y deja entrever -o dejaba, porque ahora seha procedido a recoger estos ingenuos emble-mas- amarillentos exvotos, brazos, piernas, fi-guritas de niños. El nombre de Cristo de la Buena Hora da aentender, sin embargo, que lo que se pide aaquella efigie no es la salud del cuerpo, sino ladel alma, la muerte no repentina, sino con arre-pentimiento, con sacramentos, con todos losauxilios y remedios espirituales. Y esto solicita-ba con tal fervor doña Mariquita -según lasinvestigaciones del hermanuco-, y por eso, co-mo cada día estaba la buena hora más próximay la gordivieja beata arrastraba las piernas conmayor dificultad cada día, también prolongabamás las oraciones y cada día obligaba al dona-do a cerrar más tarde: así es que el donadohabía llegado a aborrecer al vejestorio, y al cabose propuso jugarle alguna pasada que le quita-se el hipo de tanto rezuqueo.

Discurriendo y discurriendo, acabó por encon-trar una traza a su parecer muy linda. El cama-rín del Cristo era bastante hondo y tenía accesopor la sacristía, y el paño o cortinaje que lo re-vestía estaba suelto, de modo que, trepando alaltar, no era difícil quedarse escondido detrásdel paño, de suerte que nadie pudiese sospe-char allí la presencia de un hombre. Habiendo ensayado la habilidad, el hermanu-co esperó el momento en que, abierta la iglesiapor la tarde, se aparecía doña Mariquita. Todo sucedió según estaba prevenido. Cuan-do la devota se hincó de rodillas en el suelo decostumbre, el hermanuco, agazapado, la espia-ba por un agujero hecho en la cortina. Conviene no omitir una circunstancia, y esque aquel donado irreverente, mofador epicú-reo de sacristía y volteriano de plazuela, solosentía cierta aprensión muy parecida al respetoante la efigie del Cristo de la Buena Hora.Hubiese preferido mucho que su maligna tra-vesura tuviera por teatro la capilla del Arcángel

o el altar nuevo de la Saleta. Hasta creo que alsubir agarrándose a las piernas del Cristo, letemblaban un poco las suyas al donado. El de-seo de venganza contra doña Mariquita pudomás que aquella medrosa impresión, y desdeque vio llegar a la vieja saboreó anticipadamen-te el placer del triunfo. Dejó a la devota enfrascarse en su monólogo,prestando oído a fin de graduar mejor el efecto,y así que la vio con las manos enclavijadas y losojos fijos en el rostro de la imagen; así que laoyó murmurar con ansia: "Señor mío Jesucristo,dame una buena horita, una buena horita", elmaldito hermano se aferró bien, adelantó lacara hasta subirla a la altura de la del Cristo y,lentamente, con voz sepulcral y cavernosa arti-culó estas terribles palabras: "Tus oraciones nollegan a mí." Se oyó un golpe sordo. Doña Mariquita habíacaído al suelo. El hermanuco, sin poderse reprimir, soltó larisa.

Transcurrieron dos minutos, tres, y ya ningúnruido turbó el silencio de la capilla. Entonces elhermanuco, algo alarmado, salió de su escondi-te y, bajándose, tomó en peso a la devota, alparecer privada de sentido. Un recelo inexplicable se apoderó del burla-dor: corrió a la pila del agua bendita, mojó unpañuelo y lo aplicó a las sienes de la vieja. Nipor ésas; lejos de volver en sí, doña Mariquitapesaba cada vez más, como pesa el cuerpomuerto. "¡Zambomba! -pensó-. ¿A que esta bruja mequiere dar un susto y se hace la desmayada?"Tomó una aguja del moño de doña Mariquita yse la afincó en un carrillo, primero suave, luegorecio. Nada: como si la hubiese clavado en untapón de corcho. Gotitas de sudor frío asomaron en la raíz decada pelo del hermanuco, que empezó a entre-ver la espantosa verdad. Por no mirar a la difunta, que estaba más feaaún que de viva; por no verle en la sima de la

abierta boca aquel único diente acusador, ytambién por el instinto de pedir socorro quenos asalta en las grandes congojas, el sacrílegohermanuco miró al Cristo como si le dijese:"Resucítame este estafermo, Señor; resucítameeste estafermo, y haré penitencia, y seré honra-do, piadoso, continente, sobrio y humilde." Al implorarle, y en medio de su turbación, elrostro de Cristo le pareció más importante, mu-cho más, que el de la beata; y de sus ojos aira-dos, de sus labios entreabiertos, sintió caer unamaldición solemne.

***

Así fue como las Recoletas de Marineda sequedaron sin hermanuco. Tuvo que dejar eloficio, porque no hubo fuerzas humanas que lemoviesen a cruzar otra vez el umbral de la ca-pilla del Cristo.

No por eso se convirtió. Al contrario, arrecióen sus vicios y en sus maulas; pero repito que ala capilla, ni atado. Y cuando oía nombrar la Buena Hora, un esca-lofrío le corría por la espalda. Hízose muy bo-rrachín de aguardiente de caña, y al preguntar-le las verduleras por qué andaba siempre chis-po, respondía cínicamente: -Porque así no sabe el hombre cuándo viene lahora. "La Voz de Guipúzcoa", 15 de octubre de 1892.

Madre

Cuando me enseñaron a la condesa de Serena,no pude creer que aquella señora fuese, harácosa de cinco años, una hermosura de esas queen la calle obligan a volver la cabeza y en lossalones abren surco. La dama a quien vi con unniño en brazos y vigilando los juegos de otro,tenía el semblante enteramente desfigurado,

monstruoso, surcado en todas direcciones porrepugnantes cicatrices blancuzcas, sobre unatez denegrecida y amoratada; un ala de la narizera distinta de la compañera, y hasta los últi-mos labios los afeaba profundo costurón. Sololos ojos persistían magníficamente bellos, gran-des, rasgados, húmedos, negrísimos; pero sicabía compararlos al sol, sería al sol en el mo-mento de iluminar una comarca devastada yesterilizada por la tormenta. Noté que el amigo que nos acompañaba, alpasar por delante de la condesa, se quitó elsombrero hasta los pies y saludó como única-mente se saluda a las reinas o a las santas, ymientras dábamos vueltas por el paseo casisolitario, el mismo amigo me refirió la historiao leyenda de las cicatrices y de la perdida her-mosura, bajando la voz siempre que nos acer-cábamos al banco que ocupaba la heroína delrelato siguiente: -La condesa de Serena se casó muy niña, yenviudó a los veintiún años, quedándole una

hija, a la cual se consagró con devoción idolá-trica. La hija tenía la enfermiza constitución del pa-dre, y la condesa pasó años de angustia cui-dando a su Irene lo mismo que a planta delica-da en invernadero. Y sucedió lo natural: Irenesalió antojadiza, voluntariosa, exigente, con-vencida de que su capricho y su gusto eran loúnico importante en la tierra. Desde el primer año de viudez rodearon a lacondesa los pretendientes, acudiendo al cebode una beldad espléndida y un envidiable cau-dal. De la beldad podemos hablar los que laconocimos en todo su brillo y -¿a qué negarlo?-también suspiramos por ella. Para imaginarse lo que fue la cara de la conde-sa, hay que recordar las cabezas admirables dela Virgen, creadas por Guido Reni: faccionesmuy regulares y a la vez muy expresivas, tez nimorena ni blanca, sino como dorada por unreflejo solar; agregue usted la gallardía delcuerpo, la morbidez de las formas, la riqueza

del pelo y de los dientes, y esos ojos que aúnpueden verse ahora..., y comprenderá que tan-tos hombres de bien anduviesen vueltos ta-rumba por consolar a la dama. Perdieron, digo, perdimos el tiempo lastimo-samente; ella se zafó de sus adoradores, despa-chando a los tercos, convirtiendo en amigosdesinteresados a los demás, convenciendo atodos de que ni se volvía a casar ni pensaba enotra cosa sino en su hija, en fortalecerle la sa-lud, en acrecentarle la hacienda. Vimos que erasincero el propósito; comprendimos que nadasacábamos en limpio; observamos que la con-desa se vestía y peinaba de cierto modo queindica en la mujer desarme y neutralidad abso-luta y nos conformamos con mirar a la hermosalo mismo que se mira un cuadro o una estatua. Y empleo la palabra mirar, porque hasta laspalabras lisonjeras y galantes conocimos que noeran gratas a la condesa, sobre todo desde queIrene empezó a espigar y presumir. Quiso lamala suerte que la hija de tan guapa señora

heredase, al par que el temperamento, los ras-gos fisonómicos de su padre, por lo cual Irene,en la flor de la juventud, era una mocita delga-da y pálida, sin más encantos que eso que suelellamarse belleza del diablo y yo comparo alsaborete del agraz. Y la misma suerte capricho-sa hizo que la condesa, acaso por efecto de lavida metódica y retirada en que economizó susfuerzas vitales, entrase en el período de treintaa treinta y cinco luciendo tan asombrosa frescu-ra, tal plenitud de todas sus gracias, que a sulado la chiquilla daba compasión. De nada servía que su madre la emperejilase yse impusiese a sí propia la mayor modestia entrajes y adornos; los ojos de las gentes se fijabanen el soberano otoño, apartándose de la prima-vera mustia, y en la calle, en la iglesia, en elcampo, en los baños, doquiera que la madre yla hija apareciesen juntas, indiscretas y francasexclamaciones humillaban a Irene en lo másdelicado de su vanidad femenil y herían a la

condesa en lo más íntimo de su ternura mater-nal. Fue peor todavía cuando, llegado el momentode introducir a Irene en lo que por antonomasiase llama sociedad, la condesa, que no había depresentarse hecha la criada de su hija, tuvo queadornarse, escotarse y lucir otra vez joyas ygalas. Por más que ajustase su vestir a reglas deseveridad y seriedad que nunca infringía; pormás que los colores oscuros, las hechuras senci-llas, la proscripción de toda coquetería picanteen el tocado dijesen bien a las claras que solopor decoro se engalanaba la condesa, lo ciertoes que el marco de riqueza y distinción dupli-caba su hermosura divina, y de nuevo la ase-diaban los hombres, engolosinados y locos. DeIrene apenas sí hacía caso algún muchacho im-berbe, y hubo ocasiones en que la madre, conpiadosa astucia, toleró las asiduidades deapuesto galán para adquirir el derecho de quesacase a bailar a Irene o la llevase al comedor.

Lo triste era que ya Irene, mortificada, ulcera-do su amor propio, se mostraba desabrida consu madre y pasaba semanas enteras sin hablar-le. Notaba también la condesa que los párpadosde la muchacha estaban enrojecidos y variasveces, al animarla a que se vistiese para algunafiesta, Irene había respondido: "Ve tú; yo novoy, no me divierto." De estas señales infería lacondesa que roían a Irene la envidia y el despe-cho, y en vez de enojo, sentía la madre lástimainfinita. Con vida y alma se hubiese quitado -aser posible- aquella tez de alabastro y nácar,aquellos ojos de sol, y poniéndolos en una ban-deja, como los de Santa Lucía, se los hubieseofrecido a su niña, al ídolo de toda su honraday noble existencia. No pudiendo regalar su beldad a Irene, pensóque resolvía el conflicto buscándole novio. Sa-tisfecha con el amor de su esposo, pudiendo ircon él a todas partes y retirada la condesa en suhogar, cesaba la tirante situación de madre ehija.

Encontrar marido para la rica Irene no eradifícil, pero la condesa aspiraba a un hombre demérito y su instinto de madre la guió para des-cubrirle y para aproximarle a Irene, preparandolos sucesos. El elegido -Enrique de Acuña- erauno de los muchos admiradores y veneradoresde la condesa, y puede asegurarse que influyóen él ese sentimiento que nos lleva a preferirpara esposas a las hijas de las mujeres a quienesprofesamos estimación altísima, y a quienes nohemos amado, pura y simplemente, porquesabemos que no se dejarían amar. Persuadida lacondesa de que Enrique reunía prendas no co-munes de talento y corazón; viéndole tan gua-po, tan digno de ser querido, tan hombre y tancaballero, en suma, trabajó con inocente diplo-macia y triunfó, pues no tardaron Irene y Enri-que en ser amartelados prometidos. Casáronse pronto y salieron a hacer el acos-tumbrado viaje de luna de miel, que fue unsiglo de dolor para la condesa. Acostumbrada aabsorber su vida en la de su hija, a existir por

ella y para ella solamente, ni sabía qué hacerdel tiempo, ni podía habituarse a no ver a Ireneapenas despertaba, a no besarla dormida. Ya sesentía enferma de nostalgia, cuando regresarona Madrid los novios. La condesa notó con alegría que su yerno ledemostraba vivo cariño, gran deferencia y fa-miliaridad como de hermano. Le consultabatodo; juntos trabajaban en el arreglo de lascuestiones de interés, y en broma solía repetirEnrique que, solo por tener tal suegra, cien ve-ces volvería a casarse con Irene Serena. La satis-facción de la condesa, no obstante, duró poco,pues advirtió que, según Enrique extremaba loshalagos y el afecto, Irene reincidía en la antiguasequedad y dureza y en los desplantes y mu-rrias. Delante de su marido conteníase; peroapenas él volvía la espalda, ella daba suelta almal humor y a la acritud de su genio. Cierto día, saliendo la condesa a ver unos so-lares que deseaba adquirir, encontró en la puer-ta a Enrique, que se ofreció a acompañarla. A la

mesa, por la noche, Enrique habló de la excur-sión, y dijo, riendo, que por poco le cuesta unlance acompañar a su suegra, pues todos ledecían flores y hasta un necio la siguió, reque-brándola... -¿No sabes? -añadió Enrique, dirigiéndose aIrene-. Tuve que llamarle al orden al caballeri-to... Lo gracioso es que me tomó por marido detu mamá, y yo, para hacerle rabiar, le dije que sílo era... Al oír esto, Irene se levantó de la mesa, arro-jando la servilleta al suelo; corriendo salió delcomedor y la oyeron cerrar con estrépito lapuerta de su cuarto. Miráronse la madre y elesposo, y aquella mirada todo lo reveló; no ne-cesitaron hablar. Enrique, ceñudo, siguió a sumujer y se encerró con ella. Al cabo de mediahora vino inmutadísimo a decir a la condesaque Irene no quería vivir más en la casa mater-na, y que era tal su empeño de irse, que si no serealizaba la separación, amenazaba con hacercualquier disparate.

-Pero tranquilícese usted -añadió en amargotono de reconcentrada cólera-, he sabido impo-nerme y la he tratado con severidad, porque lomerece su locura. Y como la condesa, más pálida que un difunto,se apoyase en un mueble por no caer, exclamóEnrique: -¡Señora, el carácter de su hija de usted preveoque nos costará muchas penas a todos!... Estas interioridades se supieron, según cos-tumbre, por los criados, que las cazaron al vue-lo entre cortinas y puertas; y ellos, los enemigosdomésticos, fueron también los que divulgaronque el día del disgusto la señora condesa seacostó dolorida y preocupada y no se fijó enque quedaba la luz ardiendo cerca de las corti-nas; de modo que, a media noche, despertóenvuelta en llamas, y aunque pudo evitar ladesgracia mayor de perder la vida, no evitó quela cara padeciese quemaduras terribles. Con el susto y la impresión y la asistencia,Irene olvidó su enfado, y desde aquel día vivie-

ron en paz: el señorito Enrique, muy metido ensí; la señora, cada vez más retirada del mundo,pensando solo en cuidar a los niños que le fue-ron naciendo a la señorita. -¿Qué opina usted de las quemaduras de lacondesa? -preguntó al llegar aquí el narrador. -Que esta María Coronel vale más que la otra -respondí, inclinándome a mi vez ante la madrede Irene, la cual, sospechando que hablábamosde ella, se levantó y se retiró del paseo con susnietecillos de la mano. "Nuevo Teatro Crítico", núm. 30, 1893.

Cuento primitivo

Tuve yo un amigo viejo, hombre de humor yvena, o como diría un autor clásico, loco debuen capricho. Adolecía de cierta enfermedadya anticuada, que fue reinante hace cincuentaaños, y consiste en una especie de tirria siste-mática contra todo lo que huele a religión, igle-

sia, culto y clero; tirria manifestada en chanzo-netas de sabor más o menos volteriano, histo-rietas picantes como guindillas, argumentosmaterialistas infantiles de puro inocentes, yteorías burdamente carnales, opuestas de todoen todo a la manera de sentir y obrar del quesiempre fue, después de tanto alarde de impie-dad barata, persona honradísima, de limpiascostumbres y benigno corazón. Entre los asuntos que daban pie a mi amigopara despacharse a su gusto, figuraba en pri-mer término la exégesis, o sea la interpretación-trituradora, por supuesto- de los libros sagra-dos. Siempre andaba con la Biblia a vueltas, yliado a bofetadas con el padre Scío de San Mi-guel. Empeñábase en que no debió llamarsepadre Scío, sino padre Nescío, porque habríaque ponerse anteojos para ver su ciencia, y lasmás veces discurría a trompicones por entre loslaberintos y tinieblas de unos textos tan vetus-tos como difíciles de explicar. Sin echar de verque él estaba en el mismo caso que el padre

Scío, y peor, pues carecía de la doctrina teológi-ca y filológica del venerable escriturario, miamigo se entremetía a enmendarle bizarramen-te la plana, diciendo peregrinos disparates que,tomados en broma, nos ayudaban a entretenerlas largas horas de las veladas de invierno en laaldea, mientras la lluvia empapa la tierra y go-tea desprendiéndose de las peladas ramas delos árboles, y loscanes aúllan medrosamente anunciando imagi-narios peligros. En una noche así, después de haber apuradoel ligero ponche de leche con que espantába-mos el frío, y cuando el tresillo estaba en suplenitud, mi amigo la tomó con el Génesis, yrehízo a su manera la historia de la Creación.No vaya a figurarse nadie que la rehízo en sen-tido darvinista; eso sería casi atenerse a la seriemosaica de los seis días, en que se asciende delo inorgánico a lo orgánico, y de los organismosinferiores a los superiores. No; la creación, se-gún mi amigo -que, sin duda, para estar tan en

autos, había celebrado alguna conferencia conel Creador-, fue de la guisa que van ustedes aver si continúan leyendo. Yo no hago sinotranscribir lo esencial de la relación, aunque norespondo de ligeras variantes en la forma.

***

En el primer día crió Dios al hombre. Sí, alhombre; a Adán, hecho del barro o limo delinforme planeta. Pues qué, ¿iba Dios a necesitarensayos y pruebas y tanteos y una semana deprácticas para salir al fin y al cabo con una patade gallo como el hombre? Ni por pienso; loúnico que explica y disculpa al hombre es quebrotó al calor de la improvisación, aun no bienhubo determinado el Señor condensar en formade esfera la materia caótica. Y crió primero al hombre, por una razón biensencilla. Destinándole como le destinaba a rey yseñor de lo creado, le pareció a Dios muy regu-lar que el mismo Adán manifestase de qué

hechura deseaba sus señoríos y reinos. En su-ma, Dios, a fuer de buen Padre, quiso hacerfeliz a su criatura y que pidiese por aquellabocaza. Apenas empezó Adán a rebullirse, doloridoaún de los pellizcos de los dedos divinos quemodelaron sus formas, miró en derredor; ycomo las tinieblas cubrían aún la faz del abis-mo, Adán sintió miedo y tristeza, y quiso ver,disfrutar de la claridad esplendente. Dios pro-nunció el consabido Fiat, y apareció el gloriososol en el firmamento, y el hombre vio, y su al-ma se inundó de júbilo. Mas al poco rato notó que lo que veía no era nimuy variado ni muy recreativo: inmensa exten-sión desnuda, calvos eriales en que reverberabaardiente la luz solar, y que la devolvían enabrasadoras flechas. Adán gimió sordamente,murmurando que se achicharraba y que la tie-rra le parecía un páramo. Y sin tardanza suscitóDios los vegetales, la hierba avelludada y mu-llida que reviste el suelo, los arbustos en flor

que lo adornan y engalanan, los majestuososárboles que vierten sobre él deleitable sombra.Como Adán notase que esta vestidura encanta-dora de la superficie terrestre parecía languide-cer, aparecieron los vastos mares, los caudalo-sos ríos, las reidoras fuentecillas, y el rocío cayóhecho menudo aljófar sobre los campos. Y que-jándose Adán de que tanto sol ya le ofendía lavista, el infatigable Dios, en vez de regalar a suhechura unas antiparras ahumadas, crió nadamenos que la luna y las estrellas, y estableció elturno pacífico de los días y las noches. A todas éstas, el primer hombre ya iba encon-trando habitable el Edén. Sabía cómo defender-se del calor y resguardarse del frío; el hambre yla sed se las había calmado al punto Dios, ofre-ciéndole puros manantiales y sazonados frutos.Podía recorrer libremente las espesuras, lasselvas, los valles, los pensiles y las grutas de sumansión privilegiada. Podía coger todas lasflores, gustar todas las variadísimas y golosasespecies de fruta, saborear todas las aguas, re-

costarse en todos los lechos de césped y vivirsin cuitas ni afanes, dejando correr los días desu eterna mocedad en un mundo siempre jo-ven. Sin embargo, no le bastaba a Adán estaidílica bienandanza; echaba de menos algunacompañía, otros seres vivientes que animasenla extensión del Paraíso. Y Dios, siempre complaciente, se dio prisa arodear a Adán de animales diversos: unos, gra-ciosos, tiernos, halagüeños y domésticos, comola paloma y la tórtola; otros, familiares, jugue-tones y traviesos, como el mono y el gato; otros,leales y fieles, como el perro, y otros, como elleón, bellos y terribles en su aspecto, aunquepara Adán todos eran mansos y humildes, y losmismos tigres le lamían la mano. No queriendoDios que Adán pudiese volver a lamentarse deque le faltaba acompañamiento de seres vivos,los crió a millones, multiplicando organismos,desde los menudísimos infusorios suspensos enel aire y en el agua, hasta el monstruoso mega-terio emboscado en las selvas profundas. Quiso

que Adán encontrase la vida por doquiera, lavida enérgica y ardorosa, que sin cesar se re-nueva y se comunica, y que no se agota nunca,adaptándose a las condiciones del medio am-biente y aprovechando la menor chispa de fue-go para reanimar su encendido foco. Al principio le divirtieron a Adán los avechu-chos, y jugueteó con ellos como un niño. Noobstante, pasado algún tiempo, notó que ibacansándose de los seres inferiores, como sehabía cansado del sol, de la luna, de los mares yde las plantas. Si el sol todos los días aparece yse oculta de idéntico modo, los bichos repitenconstantemente iguales gracias, iguales accio-nes y movimientos, previstos de antemano,según su especie. El mono es siempre imitadory muequero; el potro, brincador y gallardo; elperro, vigilante y adicto; el ruiseñor, ni por ca-sualidad varía sus sonatas; el gato, ya es sabidoque se pasa el muy posma las horas muertashaciendo ron, ron. Y Adán se despertó cierta

mañana pensando que la vida era bien estúpiday el Paraíso una secatura. Como Dios todo lo cala, en seguida caló queAdán se aburría por diez; y llamándole a capí-tulo, le increpó severamente. ¿Qué le faltaba alseñorito? ¿No tenía todo cuanto podía apete-cer? ¿No disfrutaba en el Edén de una paz so-berana y una ventura envidiable? ¿No le obe-decía la creación entera? ¿No estaba hecho unarchipámpano? Adán confesó con noble franqueza que preci-samente aquella calma, aquella seguridad, eranlas que le tenían ahíto, y que anhelaba un pocode imprevisto, alguna emoción, aunque la pa-gase al precio de su soñoliento reposo y amo-dorrada placidez. Entonces Dios, mirándole con cierta lástima,se le acercó, y sutilmente le fue sacando, no unacostilla, como dice el vulgo, sino unas miajitasdel cerebro, unos pedacillos del corazón, unoshaces de nervios, unos fragmentos de hueso,unas onzas de sangre..., en fin, algo de toda su

sustancia; y como Dios, puesto a escoger, no ibaa optar por lo más ruin, claro que tomó lo me-jorcito, lo delicado y selecto, como si dijéramos,la flor del varón, para constituir y amasar a lahembra. De suerte que al ser Eva criada, Adánquedó inferior a lo que era antes, y perjudicado,digámoslo así, en tercio y quinto. Por su parte, Dios, sabiendo que tenía entremanos lo más exquisito de la organización delhombre, se esmeró en darle figura y en mode-larlo primorosamente. No se atrevió a apretartanto los dedos como cuando plasmaba al va-rón; y de la caricia suave y halagadora de suspalmas, proceden esas curvas muelles y esoscontornos ondulosos y elegantes que tanto con-trastan con la rigidez y aspereza de las líneasmasculinas. Acabadita Eva, Dios la tomó de la mano y sela presentó a Adán, que se quedó embobado,atónito, creyendo hallarse en presencia de unser celestial, de un luminoso querubín. Y enesta creencia siguió por algunos días, sin can-

sarse de mirar, remirar, admirar, ensalzarse eincensar a la preciosa criatura. Por más que Evajuraba y perjuraba que era hecha del mismobarro que él, Adán no lo creía; Adán juraba a suvez que Eva procedía de otras regiones, de losazules espacios por donde giran las estrellas,del éter purísimo que envuelve el disco del sol,o más bien del piélago de lumbre en que flotanlos espíritus ante el trono del Eterno. Créeseque por entonces compuso Adán el primer so-neto que ha sido en el mundo. Duró esta situación hasta que Adán, sin nece-sidad de ninguna insinuación de la serpientetraicionera, vino en antojo vehementísimo decomerse una manzana que custodiaba Eva congran cuidado. Yo sé de fijo que Eva la defendiómucho, y no la entregó a dos por tres; y estepasaje de la Escritura es de los más tergiversa-dos. En suma, a pesar de la defensa, Adán ven-ció como más fuerte, y se engulló la manzana.Apenas cayeron en su estómago los mal mas-cados pedazos del fruto de perdición, cuando...,

¡oh cambio asombroso!..., ¡oh inconcebible ver-satilidad!..., en vez de tener a Eva por serafín, latuvo por demonio o fiera bruta; en vez de creer-la limpia y sin mácula, la juzgó sentina de todaslas impurezas y maldades; en vez de atribuirlesu dicha y su arrobamiento, le echó la culpa desu desazón, de sus dolores, hasta del destierroque Dios les impuso, y de su eterna peregrina-ción por sendas de abrojos y espinas. El caso es que, a fuerza de oírlo, también Evallegó a creerlo; se reconoció culpada, y perdióla memoria de su origen, no atreviéndose ya aafirmar que era de la misma sustancia que elhombre, ni mejor ni peor, sino un poco másfina. Y el mito genesíaco se reproduce en lavida de cada Eva: antes de la manzana, el Adánrespectivo le eleva un altar y la adora en él;después de la manzana, la quita del altar y lalleva al pesebre o al basurero... Y, sin embargo -añadió mi amigo por vía demoraleja, tras de apurar otro vaso del inofensi-vo ponche-, como Eva está formada de la más

íntima sustancia de Adán, Adán, hablando pes-tes de Eva, va tras Eva como la soga tras el cal-dero, y solo deja de ir cuando se le acaba la res-piración y se le enfría el cielo de la boca. Enrealidad, sus aspiraciones se han cumplido:desde que Dios le trajo a Eva, el hombre no havuelto a aburrirse, ni a disfrutar la calma y des-cuido del Paraíso; y desterrado de tan apeteci-ble mansión, sólo logra entreverla un instanteen el fondo de las pupilas de Eva, donde seconserva un reflejo de su imagen. "El Imparcial", 7 de agosto de 1893.

La cena de Cristo

Había un hombre lleno de fe, que creía a piesjuntillas cuanto nos enseñan la religión y lamoral, y, sin embargo, tenía horas de desalientoy sequedad de alma, porque le parecía que elcielo dista mucho de la tierra, y que nuestrossuspiros, nuestras efusiones de amor, nuestras

quejas, tardan siglos en llegar hasta el Dios queinvocamos, el Dios distante, inaccesible en laslumínicas alturas de la gloria. No dudaba de larealidad divina, pero la creía muy alta y habíallegado a ser en él idea fija la de ponerse enrelación directa con el que todo lo puede y loconsuela todo. Persuadido de que el claustro está bastantespeldaños más cerca del cielo que de la socie-dad, Eudoro -así se llamaba el creyente- entróde novicio en los Carmelitas. Espantó a sushermanos el fervor de su vida monástica, ycuenta que en el convento estaban acostumbra-dos a ver austeridades y adivinar rigores que lahumildad encubría. Los de Eudoro, sin embar-go, pasaban de la raya y llegaban a asombrar alos viejos, curtidos por una vida entera de ma-ceraciones, verdaderos veteranos de la peniten-cia. Eudoro ascendía por la áspera cuesta de lamortificación, creyendo que así se aproximabaa la gloria, y no tanto por merecerla después desu muerte, como por sentirla en vida, por cer-

ciorarse de su realidad. Juzgo evidente que eldemonio del escepticismo era quien a la sordi-na inspiraba tales anhelos, porque si Eudoroestuviese completamente seguro de que al mo-rir el cielo se abre al que lo gana, no experimen-taría tan ardiente afán de percibirlo, de acortardistancias, y, pordecirlo así, de tocarlo con sus manos y verlocon sus ojos. Fuese lo que fuese, Eudoro practi-có terribles asperezas consigo mismo; descalzo,debilitado por el ayuno, acardenalado por lasdisciplinas, de rodillas en la celda, cuyas des-nudas paredes aparecían salpicadas de sangre,se pasó las noches enteras velando y pidiendo aDios, entre lágrimas y sollozos, que se dignaseaproximarse a su siervo. Fue inútil: solo el tristeaullido del viento en los árboles del huerto con-ventual respondió a sus llamamientos desespe-rados. Entonces salió del convento sin profesar,y los frailes viejos, edificados antes, hicieron lacruz sobre el pecho, con rostro grave y labioscontraídos.

Eudoro se retiró a su casa, y descorazonado,imaginando que ya nunca se aproximaría alcielo, se dedicó a una vida activa, laborista ymodesta, emprendiendo algunos negocios delos cuales se prometía lucro. El socio que admi-tió gozaba fama de probo; sin embargo, lo cier-to es que engañó a Eudoro malamente, despo-jándole de su capital y haciéndole pasar ante elmundo por tramposo y estafador. Esto últimofue lo que más dolió a Eudoro, porque estima-ba su honra y sufría vergüenza horrible al verseinfamado y notar que se apartaban de él lasgentes con desprecio. En su espíritu germinóun odio tenaz contra el calumniador, y la sedde venganza le amargó la boca. Una noche, pasando por cierta calle desierta,Eudoro vio a un hombre que se defendía detres que ya le tenían acorralado e iban a darlemuerte. El farol contra el cual se apoyaba lealumbraba el rostro de lleno y Eudoro recono-ció a su enemigo. Tuvo un instante de fluctua-ción; quiso alejarse..., y de pronto volvió; iba

armado; cargando con denuedo a los asesinos,los obligó a emprender precipitada fuga. Antesque el socorrido le diese las gracias, Eudoro sealejó también. Casi llegaba a la puerta de su casa, cuando heaquí que le sale al camino un mendigo, descal-zo, harapiento, encorvado, pidiéndole en vozlastimera, no dinero, sino algo de comer. "Mecaigo de necesidad", gemía el pordiosero, yEudoro, tomándole de la mano: "Vente conmi-go -le dijo benignamente-. Partiremos la cena...y dormirás al abrigo del temporal y de la llu-via." Subieron la escalera uno tras otro: Eudoroencendió luz y pasó a la cocina a calentar elcaldo de la víspera y la humilde pitanza; al en-trar en el comedor, llevando la tartera olorosa,pudo ver la cara del pobre, que le esperaba sen-tado a la mesa ya, y notó con sorpresa que niera viejo, ni feo, ni tenía enmarañado el pelo, nisucias las manos, según suelen los mendigos;en cuanto a edad, representaba unos treinta

años a lo sumo, y su rostro oval y su cabellerarubia, partida y flotante en bucles, eran de ad-mirable belleza. Sonreía dulcemente, y Eudoro le sirvió conreverencia, no atreviéndose a sentarse hastaque se lo ordenó el pobre. Comieron en silen-cio; pero Eudoro experimentaba un bienestarinexplicable, y parecíale tan suave el yugo de lavida y tan ligera la carga de todos sus dolorespasados, que su corazón, inundado de gozo, sequería derramar en un llanto más refrigeranteque el rocío de la mañana. Así que hubo saciado el hambre, el mendigo,tomando el pan que estaba sobre la mesa, lopartió y ofreció la mitad a Eudoro. Y al ejecutartan sencilla acción, Eudoro advirtió una imper-ceptible claridad que, naciendo en las sienes,rodeaba toda la cabeza del mendigo y jugabaen sus cabellos, como el sol juega en el irisadoplumaje de un pájaro. Eudoro se levantó con ímpetu irresistible, ypostrándose rostro contra el suelo, vino a besar

y a empapar de lágrimas los pies del mendigo,conociendo que era Cristo, Hijo de Dios, y que,en aquella noche venturosa, por fin se habíaaproximado el cielo a la tierra. Cristo le miraba amorosamente, fijando en éllos grandes y meditabundos ojos. Y como Eu-doro se confundiese en protestas de humildad,preguntando por qué se había dignado el Señorvisitar aquella casa, respondió lentamente: -Yo vago siempre por las calles. Cada nochequiero cenar con el que durante el día hayavuelto bien por mal y perdonado de todo cora-zón a su enemigo. ¡Por eso me acuesto sin cenartantas noches! "El Liberal", 8 de septiembre de 1893.

Apostasía

Cuando Diego Fortaleza visitó la ciudad deVillantigua, sus amigos y admiradores le tribu-taron una ovación que dejó memoria. Es de

notar que a la ovación se asociaron todas lasclases sociales, distinguiéndose especialmentelas señoras y el clero. Y nada tiene de extrañoque despertase entusiasmo y cosechase fervien-tes simpatías mozo tan elocuente, de tanto sa-ber, de corazón tan intrépido y fe tan inque-brantable: el de la frase briosa y acerada, quedefendía en el Parlamento y en el periódico, enlos círculos y en los ateneos, los puros idealesdel buen tiempo viejo, la santa intransigencia,las creencias robustas de nuestros mayores ytodo lo que constituyó nuestra gloria y nuestragrandeza nacional. A la voz de Diego Fortaleza,derrumbábase el hueco aparato de la ruin civi-lización presente: resurgía la visión heroica delpoderío y del vigor moral que demostramosantaño, y dijérase que nuestro eclipsado solvolvía a fulgurar en los cielos. Paladín y poetaala vez, Diegoarrullaba las esperanzas muertas, y los que leescuchaban creían firmemente que del caos denuestra actual organización no podía tardar en

salir reconstituida sobre sus venerados cimien-tos la España de ayer, la sana, la honrada, laamada, la llorada, la eterna. Echaron, pues, la casa por la ventana en Vi-llantigua para obsequiar al que llamaban Niñode Plata del partido. Hubo solemne velada enel Círculo tradicionalista, con mucho piano,himnos, discursos y lectura de composicionespoéticas alusivas; al final, cuando Diego se le-vantó a pronunciar "dos palabras", estallaroninmediatamente aplausos frenéticos, y a la sali-da fue llevado a su residencia casi en triunfo.No faltó la serenata, ni el banquete monstruode ciento ochenta cubiertos, ni se omitió la jira alas pintorescas orillas del Narrio, ni la visita a laVirgen de la Ortigosa. Las gentes de fuste deVillantigua sobra decir que se rifaban a Diego,el cual todos los días se veía precisado a rehu-sar, en galante forma, varios convites, pues sifuese a comer dondequiera que le invitaban, notendría bastante con una docena de estómagos.

Últimamente, cansado ya de enseñarle iglesiasy paisajes, museos provinciales y fábricas, losgabinetes de física e historia natural del Institu-to, y hasta la colección de monedas medallasque el respetable numismático señor Mohoso,C. de la Historia, ocultaba a todo el mundo co-mo un crimen y por especial favor dejó admirara Diego, los admiradores del joven diputadoresolvieron llevarle a la casa de Orates, o dígaseal manicomio. Con gran acompañamiento de médicos y sa-cerdotes entró Diego en la morada triste. Eldirector, avisado de antemano, había puestoorden en las dependencias, procurando queresaltase y luciese la inteligencia de su gestión.Sonriendo picarescamente, llevó a Diego al de-partamento de las locas, por donde pasaronaprisa, pues a algunas infelices las exaltaba lapresencia del varón, y quitado de su espíritu elfreno de la vergüenza, que la razón no que-branta jamás, declaraban con palabras y auncon acciones su penoso extravío. Llegados al

departamento de los hombres, el director fuemostrando a Diego varios casos curiosos y dig-nos de ser observados: un loco místico, cuyamanía era haberse encerrado en una cueva ypracticar allí la pobreza, la austeridad y la ora-ción; un inventor que enseñaba los planos deun globo dirigible a voluntad y una mecánicade palitroques con la cual declaraba resuelto elproblema del movimiento continuo; un enamo-rado que escribía el nombre de su amadahasta en las suelas de las botas, y un economis-ta que proponía planes de hacienda dignos delfamoso arbitrista de Quevedo. Entre tanto tipooriginal, vio Diego uno que pareció despertaren sumo grado su interés. Era un vejezuelo calvo, pálido, de ojos sumi-dos y párpados amarillentos. Su rostro teníaalgo de sepulcral; diríase que ya no estaba en elmundo de los vivientes: la ausencia de color, lainmóvil solemnidad de su fisonomía, eran pro-pias de cadáver. Su voz resonaba hueca y sor-da, sin inflexiones. Hablaba con escogida frase,

con palabras dignas y majestuosas, y tomó porasunto del discurso, que dirigió a Diego, la in-justicia que se cometía al retener cautivo, y enel manicomio, a un hombre cuyo único delitoconsistía en haber realizado, a fuerza de cavila-ciones, cierto descubrimiento soberano. Como Diego le preguntase qué descubrimien-to era ése, el loco explicó que se trataba nadamenos que de parar el mundo, el pícaro mundoen que habitamos y que hasta que el día no hacesado de rodar con perenne y vertiginoso vol-teo. Ese giro incesante -añadió el loco- es lacausa de todos nuestros males y luchas. ¿Seconcibe que existan paz, estabilidad, institucio-nes duraderas y próvidas, en un planeta des-quiciado, precipitado en carrera insensata através del espacio y sometido a una trepidaciónprofunda que todo lo desmorona y lo hace pol-vo? ¿Es mucho que pasen y se desvanezcan losimperios, las civilizaciones, las grandezas ypoderíos, si el mundo, epiléptico, agitado porperpetua convulsión, no puede evitar cubrirse

de ruinas, destrozarse a sí propio, en el estéril yvano temblor que le consume? El verdadero redentor de la Humanidad seríael que lograse fijar con clavos de diamante laesfera andariega y corretona, dándole la her-mosa quietud, la serenidad del reposo, la gran-deza de lo inmutable que ya por sí solo tienealgo de divino. Y ese redentor estaba allí: era él,indignamente sujeto entre cuatro paredes porlos que no le comprendían, ni se daban cuentade los beneficios del invento. Y el loco desarrollaba su vasto plan, el sistemade poleas, pesos, compensaciones, tornillos ybarras que habían de fijar, mal de su grado, alrebelde planeta, quitándole las ganas de hacercabriolas... -¡Con qué atención oía nuestro don Diego aese demente! -observó el director, siemprebromista, cuando salieron del patio-. Hastaparece que se ha quedado meditabundo. ¿Aque sí?

-En efecto -contestó Diego, alzando la cabeza-,le aseguro a usted que me ha dado qué pensarel hombre. -¡Extraña manía! -advirtió uno de los queacompañaban a Diego, rico propietario muyrígido y neto en sus ideas-. Es el primer casoque veo. Diego calló, y al día siguiente salió de Villan-tigua, despedido por entusiasta multitud quequiso vitorearle una vez más. Honda y amarga fue la decepción que pade-cieron los villantigüenses o villantigüeñosaquel invierno mismo, cuando se reunieron lasCortes. ¡Diego Fortaleza, el propio Diego, elNiño de Plata, el adalid del pasado, apostató,reconociendo lo presente, deponiendo su acti-tud quijotesca y noble, envainando su fulguran-te espada de arcángel exterminador, y dedi-cándose exclusivamente a una campaña de mo-ralidad administrativa, raquítico fin de tan bri-llantes esperanzas! La Voz del Empíreo le ex-comulgó, y La Santa Maldición fue más lejos,

pues le supuso vendido al Gobierno por unplato de lentejas viles. En Villantigua se organi-zó un comité numeroso, sin más programa queel de silbar a Diego Fortaleza cuando aporteotra vez por allí, ¡que no aportará el muy Judas! La única persona que aún habla bien de Diegoes el director del manicomio, porque el jovendiputado le envió varias cajas de soberbiosLondres, con encargo de ofrecer una al loco queha descubierto la manera de parar el mundo. "El Imparcial", 25 de septiembre de 1893.

La flor de la salud

-No lo dude usted -declaró el médico, afir-mándose las gafas con el pulgar y el anular dela abierta mano izquierda-. He realizado unacuración sobrenatural, milagrosa, digna de lapiscina de Lourdes. He salvado a un hombreque se moría por instantes, sin recetas, ni píldo-ras, ni directorio, ni método... sin más que ofre-

cerle una dosis del licor verde que llaman espe-ranza... y proponerle un acertijo... -¿Higiénico? -¡Botánico! -¿Y quién era el enfermo? -El desahuciado, dirá usted; Norberto Quiño-nes. -¡Norberto Quiñones! Ahora sí que admiro suhabilidad, doctor, y le tengo, más que por mé-dico, por taumaturgo. Ese muchacho, que habíanacido robusto y fuerte, al llegar a la juventudse encenagó en vicios y se precipitó a milenormes disparates, apuestas locas y brutalesregodeos: tal se puso, que la última vez que levi en sociedad no le conocía: creí que me habla-ba un espectro, un alma del otro mundo. -El mismo efecto me produjo a mí -repuso eldoctor-. Difícilmente se hallará demacraciónsemejante ni ruina fisiológica más total. Ya sabeusted que Norberto, rico y refinado, vivía en unpiso coquetón, muy acolchadito y lleno de ba-ratijas; su cama, que era de esas antiguas, salo-

mónicas y con bronces, la revestían paños bor-dados del Renacimiento, plata y raso carmesí.Pues le juro a usted que en la tal cama, sobre elfondo rojo del brocado, Norberto era la propiaimagen de la muerte: un difunto amarillo, contez de cera y ojos de cristal. Para acentuar elcontraste, a su cabecera estaba la vida, repre-sentada por una mujer mórbida, ojinegra, decutis de raso moreno, de boca de granada par-tida, de lozanísima frescura y alarmante lan-guidez mimosa: la enfermera que manda eldiablo a sus favoritos para que les dispongasegún conviene el cuerpo y el alma. Norberto me alargó la mano, un manojo dehuesos cubiertos por una piel pegajosa que ar-día y trasudaba, y mirándome con ansia infini-ta, me dijo cavernosamente: -No me deje usted morir así, doctor. Tengoveintiséis años, y me da frío la idea de invernaren el cementerio. Es imposible que haya ustedagotado todos los recursos de la ciencia.

¡El ruego me conmovió, y eso que la prácticanos endurece tanto! Tuve una inspiración; sentíun chispazo parecido al que debe de percibir elcreador, el artista..., y con los ojos hice seña deque la individua estorbaba. -Vete, chiquilla -ordenó, sin más explicaciones,Norberto. Y nos quedamos solos. Le apreté la mano con energía, y sacando elpomo del consabido licor verde, lo derramé ensus labios a oleadas. -Ánimo -le dije-. Usted va a sanar pronto. Vol-verá usted a tener vigor en los músculos, hierroen la sangre, oxígeno en el pulmón; las funcio-nes de su organismo serán otra vez normales,plácidas y oportunas: el ritmo de la salud haráprecipitarse el torrente vital, rápido y gozoso,de las arterias al corazón, y subiéndolo luego alcerebro despejado, engendrará en él las clarasrepresentaciones del presente y los doradossueños del porvenir... Estoy seguro de lo queprometo; seguro, ¿lo oye?: usted sanará. No

debo ocultarle a usted que la ciencia, lo que sedice la ciencia, ya no me ofrece recurso algunonuevo ni útil. Humanamente hablando, no tie-ne usted cura; pero donde acaba la naturalezaprincipia lo sobrenatural y portentoso, que noes sino lo desconocido o inclasificado... La ca-sualidad me permite ofrecer a usted el miste-rioso remedio que le devolverá instantánea-mente todo cuanto perdió. Cualquiera pensaría que al hablarle así a Nor-berto iba a mirarme con honda desconfianza,sospechando una piadosa engañifa. ¡Ah, y quépoco conocería quien tal imaginase la condiciónde nuestro espíritu, en cuyos ocultos repliegueslate permanente la credulidad, dispuesta aadoptar forma superior y llamarse fe! Los ojosde Norberto se animaban; un tinte rosado sedifundía por sus pómulos. Ansioso, incorpora-do casi, se cogía a mi levita, interrogándomecon su actitud. -Hay -le dije- una flor que devuelve instantá-neamente la salud al que tiene la fortuna de

descubrirla y cortarla por su propia mano. Estacondición precisa, y el no saberse dónde nicuándo se produce la tal flor, son causa de quepor ahora se hayan aprovechado de ella poquí-simos enfermos. Digo que no se sabe dónde nicuándo se produce, porque si bien suele encon-trarse en las más altas montañas, también afir-man que brota en la orilla del mar, a poca pro-fundidad, entre las peñas; pero a veces, en le-guas y leguas de costa o de monte, no apareceni rastro de la flor. En cambio, tiene la ventajade que no puede confundirse con ninguna otra:¡imagínese usted la alegría del que la ve! Es deltamaño de una avellana: su forma imita bastan-te bien la de un corazón; su color, encarnadovivísimo; el olor, a almendra. No la equivocausted, no. Pero si va usted acompañado; si esotro el que la coge..., entonces, amiguito, hagausted cuenta que perdió malamente el tiempo. No afirmo que Norberto creyese a pies junti-llas lo que yo iba encajándole con imperturba-ble seriedad y calor persuasivo. Si he de ser

franco, supongo que dudó, y hasta me tuvo aratos por un patrañero, un visionario o un soca-rrón malicioso. Sin embargo, yo sabía que nohabían de caer en saco roto mis palabras, por-que a la larga siempre admitimos lo que nosconsuela, y más en la suprema hora en que nosinvade la desesperación y quisiéramos agarrar-nos aunque fuese a un hilito de araña muy su-til. La expresión del rostro de Norberto cambiódos o tres veces; le vi pasar del escepticismo ala confianza loca, y, por último, tomándome lamano entre las suyas febriles, exclamó trémulode afán: -¿Puede usted jurarme que no se está burlan-do de un moribundo? No sé si usted conoce mi modo de pensar enesto del juramento. Le atribuyo escasísimo va-lor; es una fórmula caballeresca, romántica eidealista, que entraña la afirmación de la inmu-tabilidad de nuestros sentimientos y conviccio-nes -de que se derivan nuestros actos-, siendoasí que la idea y la acción nacen de circunstan-

cias actuales, vivas y urgentes. No dando valoral juramento, ni moral tampoco se lo da al per-jurio. Juré en falso, pues, con absoluta frescura,calma y convencimiento de hacer bien; y juréen falso, invocando el nombre de Dios, en laseguridad de que Dios, que es benigno, tam-bién quería que el milagro se hiciese... Y empezó a hacerse desde aquel mismo punto.Norberto, electrizado con la certeza de podervivir, se irguió, se echó de la cama, sin ayudade nadie fue hasta la puerta, llamó a su ayudade cámara y le ordenó preparar inmediatamen-te maletas y mantas de camino... -Solito, ¿eh? -le repetí-. ¡No olvidarse! ¡Solito! Ya lo creo que se fue solito Norberto.Desde su partida, todas las mañanas me des-perté con miedo de recibir la esquela orlada deluto. Pasó, sin embargo, año y medio; encontréa los amigos del enfermo; averigüé que nada sesabía de su paradero, pero que vivía. Y al cabode dieciocho meses, una tarde que me disponíaa salir y ya tenía enganchado el coche para la

visita diaria, entró como un huracán un fornidomozo, de traje gris, de hongo avellana, de oscu-ra barba, de rostro atezado, que me estrujó conímpetu entre los brazos musculosos y recios. -¡Soy yo! -repetía con voz sonora y alegre-.¡Norberto! ¿No me conoce usted? No me extra-ña; debo de estar algo variado... ¿Qué le parez-co? ¡Cuánto se ha reído usted de mí! Y lo peores que ha hecho muy bien, muy bien. Si no espor usted, no encuentro la flor de la salud. ¿Lave usted? Aquí la traigo. Abrió un estuche de cuero de Rusia y vi brillarsobre raso blanco un alfiler de corbata de unsolo rubí, cercado de brillantes, en forma decorazón, que me entregó entre empujones amis-tosos y carcajadas. -La he buscado primero a orillas del mar. To-dos los días registraba las peñas. Al principiome cansaba tanto, que me daban síncopes lar-gos en que pensé quedarme. Pero me sosteníala ilusión de descubrir la flor. El aire del mar yel perseverante ejercicio me prestaron alguna

fuerza. Ya no me arrastraba: andaba despacio.Registré bien la costa, peñón por peñón: la florno la vi. Entonces me interné en un valle muyrústico y retirado. Me pasaba todo el día aga-chadito, busca que te buscarás. Vivía entre al-deanos. Comía pan moreno y bebía leche. Acada paso me encontraba mejor... ¡Usted adivi-na lo demás! De allí subí a las montañas neva-das y fieras, que en otro tiempo me parecíanhorribles... Trepé a los picachos, recorría losdesfiladeros, evité los aludes, cacé, tuve frío,dormí a dos mil metros sobre el nivel del mar...Y un día, embriagado por el ambiente purísi-mo, sintiendo carnes de acero bajo mi piel debronce, recuerdo que caí de rodillas en unameseta, y creí ver entreel musgo nuevo, húmedo y escarchado por eldeshielo, la roja flor. -¡Pues ahora que se ha cogido la flor -advertíal mozo-, a cuidarla! ¡Que no se seque! Norberto volvió la cara... Al anochecer del díasiguiente le vi por casualidad, de lejos; acom-

pañaba a una mujer, y me pareció que se escu-rría entre callejuelas, para no tropezarme. En-tonces -me había dejado sus señas- le escribíeste lacónico billetito: "El santo doctor *** no repite los milagros." "El Liberal", 26 de junio de 1893.

La flor seca

El conde del Acerolo no había dado mala vidaa su esposa; hasta podía preciarse de maridocortés, afable y correcto. Verificando un exa-men de conciencia, en el gabinete de la difunta,en ocasión de hacerse cargo de sus papeles yjoyas, el conde sólo encontraba motivos paraalabarse a sí propio: ninguno para que la con-desa se hubiese ido de este mundo minada poruna enfermedad de languidez. En efecto; elmatrimonio -según el criterio sensatísimo delconde- no era ni por asomos una novela román-tica, con extremos, arrebatos y desates de pa-

sión. ¡Ah, eso sí que no podía serlo el matrimo-nio! Y el conde no recordaba haber faltado ja-más a estos principios de seriedad y cordura. Sele acusaría de otra cosa; nunca de poner en ver-so la vida conyugal. La respetaba demasiadopara eso. No hay que confundir los devaneos ylos amoríos con la santa coyunda. Y no los con-fundía el conde. Abiertos el secrétaire y los armarios de tripleluna, su contenido aparecía patente, revelandotodos los hábitos de una señora elegante y deli-cada. La ropa blanca, con nieve de encajes suti-les; las ligeras cajas de los sombreros; las som-brillas de historiado puño; el calzado primoro-so, que denuncia la brevedad del estrecho pie;las mantillas y los volantes de puntos rancios yviejos, en sus saquillos de raso con pintado bla-són; los abanicos inestimables en sus acolcha-das cajas; los guantes largos de blanda Suecia,que aún conservan como moldeada la redondezdel brazo y la exquisita forma de la mano...,iban saliendo de los estantes, para que el viudo,

de una ojeada sola, resolviese allá en su fuerointerno lo que convenía regalar a la fiel donce-lla, lo que debía encajonarse y remitirse al Ban-co, por si andando el tiempo..., y lo que, a títulode recurso cariñoso, debía ofrecer a las amigasde la muerta, entre las cuales había algunasmuy guapas... ¡Ya lo creo que sí! Esparcíase por el ambiente un perfume vago ysuave, formado de olores distintos: el iris de laropa interior, el sándalo y la raíz de violeta dealgún abanico, el alcanfor disipado de las pie-les, el heliotropo de las mantillas que tocaron alcabello, y la madera de cedro de los cajones.Cuando el conde hizo girar la tapa del secrétai-re y empezó a registrarlo, la fragancia fue másviva: el saquillo del papel timbrado y el cuerode Rusia de los estuches del guardajoyas seunieron a los imperceptibles efluvios que yasaturaban el aire, comunicándoles algo de vivoy embriagador, como si del profanado secrétai-re fuese a salir un interesante drama.

Metódicamente, el conde escudriñaba los di-minutos cajoncitos, y con instintiva curiosidadse apoderaba de las cartas y las repasaba aprisa.Eran de esos billetes -en papel grueso de capri-chosa forma, trazados con letra inglesa de pro-longado rasgo rectilíneo- que se cruzan entredamas, y que no contienen nada íntimo ni serio.La chimenea estaba encendida, y sobre la pirá-mide de inflamados troncos fue el conde de-jando caer aquellos desabridos papeles. Cuan-do ya no quedó en el secrétaire ningún manus-crito, sintióse alegre el conde -alegre sin causa-y procedió al expurgo de otros cajones en quese contenía mil monadas revueltas con joyas ydijes. Al llegar al cajoncito central, tiró con más cui-dado y lo sacó del todo; porque no ignorabaque el secrétaire -magnífico mueble hereditario-tenía lo que se llama un secreto: un hueco entreel cajón y las columnas de cincelado bronce quelo encerraban, hueco en que nuestros candoro-

sos y felices abuelos solían encerrar rollos deonzas. El escondrijo solo contenía una bolsita de raso,y dentro, un diminuto envoltorio de papel deseda, algo oscuro y gastado, como si hubiesepermanecido mucho tiempo en la bolsa. Esta, asu vez, mostraba señales evidentes de haberestado en contacto con una epidermis, pues lamás limpia siempre empaña la superficie delraso. El conde deshizo el envoltorio, y vio ad-herido al último doblez un ancho pensamiento,prensado y conservado perfectamente. Sobrelas hojas amarillas de la flor había escrita, enletra microscópica y desconocida, una detalladafecha: año, mes, día y hora. Era bastante recien-te la fecha, y anterior a la época en que la con-desa empezó a decaer, hasta postrarse heridade muerte. El primer efecto que el hallazgo produjo en elconde fue un estupor sólo comparable al decierto personaje de El barbero, cuando sor-prende a don Alonso y Rosina en coloquio har-

to animado. La inofensiva florecilla le pareció lacabeza de Medusa. Sus pétalos de crespón ad-quirieron desmesuradas proporciones, y a mo-do de negras alas de gigantesco pajarraco, pal-pitaron y le envolvieron, aturdiéndole. ¿Quédemonios era aquel pensamiento de Lucifer?¿Qué conmemoraba? ¿Qué sentido debía atri-buirse a la minuciosa inscripción? Eso: ¿quésentido? En lo del sentido hizo hincapié el con-de... Su despecho, su indignación fueron tales, quepisoteó la flor maldita, reduciéndola a polvo. Ycasi al punto mismo se acordó de que era preci-so no olvidar la fecha, si algo había de rastrearde aquella grande, imprevista y espantosa in-famia... Cogió papel y pluma y apuntó la fechacuidadosamente antes que se le borrase de lamemoria. Después, bufando y con ganas deromper algo, dio un puntapié al secrétaire ydesparramó los estuches de collares y brazale-tes. Ciego y desatentado, registró a empellonesel mueble entero, con esperanzas de encontrar

algo más que le iluminase: volcó cajones, des-tripó cajas, y convencido ya de que el secrétairenada acusador contenía, lanzóse a los armariosy empezó a echar al suelo ropas y prendas devestir, que cayeron en revuelto montón: a abrirlos saquillos, a revolverlo y remirarlo todo...,sin que ni el más leve indicio, la más insignifi-cante menudencia sospechosa, viniese a desci-frar la oscura, pero elocuentísima revelación delsaquito. "¡Cuán preferible sería -pensaba el viudo- en-contrar uno de esos mazos de correspondencia,atados con la indispensable cinta, que no dejanlugar a la duda, que narran la historia del aten-tado y descubren el nombre del cómplice! Unaflor seca, una fecha en sus hojas..., ¿qué expre-san, qué quieren decir? ¿Son una ñoñería idíli-ca, el tímido primer paso, o sirven de insolenteemblema al último baldón que cabe arrojar so-bre un marido? ¿Quién había dado a la condesael pensamiento? ¿Qué mano criminal trazó lafecha? El conde repasó nombres, recontó per-

sonas... ¡Bah! ¡Se trata a tanta gente; son tantoslos primos, amigos del esposo, hermanos deamigas, conocidos de sociedad, parejas del ri-godón, en quienes podrían recaer las sospechasde maldad tan inicua como robar en la sombrael honor y la calma al conde del Acerolo! ¡Si él pudiese concretar la fecha y partir de esedato para saber cómo empleó su esposa el díafatal; adónde fue; quién la acompañó; quiénvino a casa con ella! El conde oprimió el botoncito de la campanillay dio tres sacudidas. Entró la doncella de ladifunta dama. -Conteste usted claro y pronto. ¿Qué hizo suseñora de usted tal día..., tal mes..., tal año?... La chica le miró atónita. -¿Señor conde?... El señor conde quiere que yole diga... Pero ¡El señor bien comprende que esimposible acordarse! ¡Sobre que se le olvida auna lo que una misma hizo ayer, señor conde! Obcecado y todo como se hallaba, el viudoconoció la razón, y dejó libre a la admirada y

escamada sirviente. Casi al punto, una inspira-ción súbita le movió a sacudir el botoncito dosveces seguidas: -Manuel tiene un memorión..., ¡un memoriónya fastidioso de puro exacto! Quizá recuerde...¡A ver! A la pregunta sacramental: "¿Qué hizo la se-ñora tal día..., tal mes..., tal año?...", contestó, enefecto, el ayuda de cámara, algún tanto risueño,y con tono meloso, sin separar del suelo la vis-ta: -Lo que hizo la señora, no lo sé...; pero ése esun día en que tengo muy presente lo que hizovuestra excelencia... Porque justamente... va-mos... -A ver..., ¿qué? ¿Qué justamente es ése? ¿Quéhice yo ese día? -¿Quiere el señor que lo diga? -¿Hablo chino? Contesta a escape. -La víspera pasó vuestra excelencia la nochefuera..., ¡una casualidad!, porque el señor nosolía pasar fuera muchas... Le llevó el coche...,

ya sabe vuestra excelencia..., al barrio... Y paraque la señora no maliciase nada vine yo a con-tarle que el señor estaba en la Venta de la Rubiacorriendo liebres, y que hasta muy tarde novolvería... Volvió su excelencia pasada la horade comer; pero la señora se había retirado ya. No chistó el conde, y el criado hizo mutis dis-cretamente. "El Liberal", 7 e agosto de 1893.

La cruz roja

En pintoresco caminito de aldea, no lejos de lacosta, hay un sitio que siempre tuvo el privile-gio de fijar mi atención y de sugerirme ideasrománticas. Aquel nogal secular, inmenso, detronco fulminado por el rayo; aquel crucero depiedra, revestido de musgo, de gradas rotas,casi cubiertas por ortigas y zarzas; y, por últi-mo, en especial, aquel caserón vetusto de ven-tanas desquiciadas y sin vidrios, que el viento

zapateaba, y que tenía sobre la puerta, ya reves-tida de telarañas, fatídica señal: una cruz traza-da en rojo color, parecida a una marca san-grienta... ¿Quién habría plantado el nogal, erigido elcrucero y habitado la casa? ¿Quién estamparíaen su fachada la huella de sangre? ¿Qué dramaoscuro y misterioso se desarrolló entre aquellascuatro paredes, o a la sombra de aquel nogalmaldito, o al pie del signo de nuestra reden-ción? ¿Por qué nadie vivía ya en el siniestroedificio, y cómo su actual dueño la dejaba pu-drirse y desmoronarse, si no era que el recuer-do de la desconocida tragedia le erizaba el ca-bello, impulsándole a huir de tan funestos lu-gares? Solíamos pasar ante la casa muy de prisa, acaballo, de vuelta de alguna excursión, y nuncase veía por allí alma viviente a quien preguntar.En las aldeas vecinas tampoco dí con personaque supiese nada positivo de la roja cruz. Soloconseguí respuestas reticentes, movimientos de

cabeza significativos, indicaciones vagas: lacasa llevaba su estigma; a la casa no conveníaacercarse. ¿Por qué? Sobre esto, chitón. Estabadeshabitada desde hacía veinticinco años lomenos; nadie supo decirme el nombre ni lacondición de sus últimos moradores. Ni siquie-ra averigüé quién la poseía en la actualidad.Llegué a creer que todo lo concerniente a laruinosa casa estaba envuelto en densas tinie-blas. Esto mismo me determinó a indagar por dis-tintos medios. Cierto día, provistos de una es-calera de mano, a la casa nos dirigimos. El cielo,cómplice de nuestra imaginación, aparecía car-gado de nubarrones densos y plomizos, ama-gando borrasca. Al llegar al pie del crucero, sulfúrea exhala-ción alumbró con luz azulada el horizonte, y untrueno lejano hizo empinar a los caballos lasorejas. Echamos pie a tierra, dispuestos a reali-zar nuestro propósito, que no ofrecía dificultadalguna; tratábase de entrar en el caserío, no por

la puerta, sino por la ventana de arrancadosgoznes. Saltamos dentro de una sala grande, que co-municaba con una alcoba, donde aún se veíaesparcida la hoja de maíz del jergón. De unclavo colgaban hábitos eclesiásticos: una sotanaraída y unos apolillados manteos. Nos estreme-cimos: sus fúnebres pliegues remedaban sobrela pared la silueta de un cura ahorcado. No sincierta aprensión recorrimos la casa, y tambiéncon algún peligro, pues las tablas carcomidasdel piso temblaban, y recelábamos que algunaviga o algún pedazo de roto techo, al despren-derse, nos aplastase. Era, sin embargo, el edifi-cio de recia construcción, y aún podía resistiraños. No estaba la vivienda desmantelada deltodo: quedaban muebles en muchas habitacio-nes; en la cocina aún se veían las cenizas delúltimo fuego. Registramos intrépidamente, sinque nos arredrase ni el mal estado del edificioni los avechuchos que salían de los rincones,despavoridos y asquerosos. Esperábamos a

cada momento hallar en el piso inveteradasmanchas de sangre, o descubrir unesqueleto en las arcas que abríamos. Curiosea-mos hasta la artesa del pan. Ni rastro de cri-men; mas no por eso apagó sus fuegos nuestraimaginación. ¿Acaso todos los crímenes dejanrastro? Íbamos de un aposento a otro, ceñudos, som-bríos, preocupados y con caras de jueces. Nonos comunicábamos impresiones: cada cualquería ser el primero a olfatear el drama. Sali-mos de allí cuando no nos quedó nada por ver,y emprendimos la vuelta al pazo, reconcentra-dos y silenciosos, rumiando la historia que sehabía forjado cada uno. Las cuatro novelas par-tían de un mismo dato evidente, auténtico:quien vivía en la casa maldita era un cura. A la hora de la cena, cuando las patatas coci-das con su piel humeaban en los platos de pel-tre, y el fresco mosto del país teñía de líquidogranate el vaso de antigua talla, las lenguas se

desataron, y por turno formulamos nuestrashipótesis. -El cura -afirmó sentenciosamente el cazadorviejo- estaba podrido de dinero. ¿No han vistotanta arca y tantísimo cofre? Todo para encerrarlos ochavos. Prestaba a rédito y chupaba lasangre a los infelices. Una noche se metieronseis enmascarados en la casa: eran los deudoresmás comprometidos, que ya los iba a ejecutar lajusticia y a dejarlos sin cama ni techo. El curatenía una criada vieja y sorda... ¿Que cómo losé? Porque la maldita ni sintió ladrar al perro nientrar a los ladrones, y ellos tuvieron que for-zar la puerta del cuarto en que dormía... ¿Nohan visto la cerradura violentada? Bueno; pueslos ladrones, así que se hallaron dentro, des-pués de atar a la sorda, van, ¿y qué hacen? Meagarran al cura y me lo llevan a la cocina, y melo descalzan, y me lo aplican los pies a la lum-bre... El hombre canta y suelta los cuartos. Losladrones le acercan más a la brasa. "Dinos dón-

de tienes las obligas, o te asamos como a SanLorenzo." Y así que aciertan con las obligas,las traen a brazados, y sin cuidarse de escogerlas suyas, las echan al fuego y arden las deudasde toda la comarca... ¿No se acuerdan que en elhogar había ceniza muy negra, así como depapeles quemados?... Antes de la madrugadase larga la gavilla, dejando al cura moribundo,y al salir pintan en la puerta la cruz roja, comoel que dice: "No vinimos a robar, sino a castigara un usurero infame." -¡Ah! -exclamó el cazador joven-. Todo eso nolleva traza. Lo que ahí pasó fue que el cura te-nía una sobrina muy bonita y moza, que vivíacon él. ¿No repararon, en el cuarto de la cerra-dura rota, en unas sayas de mujer y unos zapa-tos bien hechos, pequeños, llenos de polvo, enun rincón? Pues el cura se chifló por la sobrina,y empezó a darle vueltas a la idea..., y andabacomo loco: ni dormía ni comía. Sucedió que larapaza se echó novio, y trataba de casarse, y eltío, cuando lo supo, daba con la cabeza por las

paredes. Vino una noche en que el demonio letentó más fuerte que otras..., y en puntillas sefue al cuarto de la rapaza; pero como estabacerrado con llave, tuvo que forzar la cerradu-ra... ¡Y mientras tanto, ella saltó por la ventanay escapó para casa del novio, y el novio, paraavergonzar al cura y amenazarle, pintó en lapuerta la cruz colorada! Había oído las dos versiones el coronel retira-do, y la sonrisa medio burlona y medio desde-ñosa no se apartaba de sus labios, fija entre elerizado y canoso bigote. -Señores, yo lo veo de otro modo..., y mi expli-cación es tan clara y tan sencilla, y se justificatan bien con ciertos detalles existentes en lacasa, que no sé cómo no se les ha ocurrido austedes. El cura, cuando andaban mal las cosaspolíticas, se señaló por su ideas carlistas, comouno de tantos, y eso le valió persecuciones ymolestias de todo género. Él era hombre dearmas tomar; habrán ustedes observado que envarios muebles se conservan tacos, restos de

cajas donde hubo pólvora, perdigones y bali-nes. Un día le salieron al camino para apalearle,pero él les zorregó un tiro y dejó malherido alque cogió más cerca. Comprendió entonces quele iban a echar a presidio; llegó a casa, tomódinero, colgó los hábitos de aquel clavo y pasóa Portugal, y por Badajoz se unió en Extrema-dura a las facciones. Al salir, él mismo pintó lacruz roja, como quien dice: "Guerra en nombrede Dios." Era llegado mi turno de arriesgar la hipótesispropia, o de aceptar alguna de las ajenas. Nome correspondía quedarme atrás en imagina-ción, y he aquí lo que me inspiró este numen: -Ustedes han visto en la casa mil detalles que,en su opinión, revelan al usurero, al enamoradoenergúmeno y al trabucaire... Yo me he fijado,especialmente, en otros que descubren al sacer-dote estudioso, al místico solitario y enfrascadoen meditaciones que acaban por trastornarle elseso. Tanto libro apolillado, en montones quedevoran las ratas; tanta estampa devota colga-

da de las paredes, delatan las preocupacionesfavoritas del infeliz que allí vivió. No le creo unsabio: para mí, su cerebro era pobre, y la lectu-ra, en vez de iluminarlo, lo poblaba de fantas-mas, que bien pronto adquirieron cuerpo y seconvirtieron en horribles dudas y en extrava-gancias heréticas. Tal vez en su perturbadomeollo renacieran las viejísimas doctrinas anti-trinitarias de Sabelio; tal vez negó la consustan-cialidad del Verbo, como Arrio, o la humani-dad de Cristo, como Nestorio; o la absorbió enla divina, como Eutiquio; o soñó, cual los ma-niqueos, que el diablo comparte con Dios eldominio delUniverso; o desconoció las virtudes de la gra-cia, como Pelagio; o cayó en los éxtasis y lasflagelaciones de los montanistas... Imprudentey fanatizado, no supo callar, y entre los demásclérigos cundió la noticia de que sostenía pro-posiciones condenables, anticanónicas, dignasde tremendo castigo. Y corrió la voz, y fue ais-lado en su guarida, y los aldeanos le huyeron

persignándose. Cada vez se secó más su cere-bro; en vano su leal criada le escondió los librosfatales con propósito de quemarlos; él forzó lapuerta del cuarto y los sacó y se engolfó enellos y en sus cavilaciones y austeridades, hastaque, acabado de perder el juicio, negóse a co-mer por penitencia, y expiró diciendo que veíalos cielos de par en par y los ángeles sobre nu-becillas de oro, con palmas, coronas y muchosviolines... El rayo hirió el árbol que daba som-bra a la casa; y el pueblo, no conociendo que elhereje era un pobre mentecato, trazó en supuerta, en señal de reprobación y sentencia deinfierno,la sangrienta cruz. No necesito decir que todos cuatro sostuvimosnuestra respectiva versión con lujo de argu-mentos y pruebas. Cuando más nos habíamosenzarzado en la disputa, ladraron los perros,bajó el gañán a abrir la portalada, y entró elnotario de Cebre, dispuesto a terciar en la par-tida de tresillo con que engañábamos las no-

ches. Enterado del asunto que discutíamos,soltó una carcajada zafiota, se pegó un cacheteen el testuz y exclamó, sin cesar de reír: -¡Alabada la Virgen, lo que discurren! Pero¡santos de Dios, si nunca en tal casa hubo nisombra de cura! -Pues ¿y los hábitos? ¿Y los libros? ¿Y...? -Miren, esa casa... ¿Por qué no me pregunta-ron? ¡Se ahorraban el viaje y la visita a las ratasy a los ciempiés! Esa casa fue de una buenafamilia, un matrimonio y una cuñada o herma-na que vivía con ellos. Cuando el cólera..., ¿nosaben?, ¡que lo hubo terrible!, les murió en elpueblo un tío cura, dejándolos por herederos.Al marido le tentó la codicia, y fue a recoger laherencia. La trajo en ocho o nueve arcas y baú-les; pero también trajo el cólera. La gente ya loolfateaba; nadie se acercó a la casa, y le pusie-ron esa señal de almazarrón, como quien dice:"Escapar de aquí." Y en la casa y sin auxilioperecieron los tres con diferencia de horas. Lacuñada se encerró en su cuarto para morir en

paz y no oír los lamentos de la hermana... Huboque romper la cerradura para sacar el cuerpo yenterrarlo. Esos manteos y esa sotana que uste-des vieron, a la cuenta eran de la herencia tam-bién, y los colgarían en el primer momento pa-ra que no se apolillasen... De bastante les sirvió. Quedamos callados y confusos los novelistas.Yo pensaba en las tres víctimas, expirando solasen una casa abandonada que aisló el miedo, ydeducía que, bien mirado, lo real es tan patéticocomo la ficción. Al mismo tiempo compadecía alos jueces que, registrando el teatro de un cri-men, buscan la huella del reo, y a los historia-dores que interpretan documentos caducos. "Nuevo Teatro Crítico", núm. 30, 1893.

Linda

Después de una larga carrera literaria de tra-bajo y lucha, Argimiro Rosa no había consegui-do, ya no digamos la gloria, ni siquiera asegu-

rar el cotidiano sustento. La extrañeza de sunombre y apellido, que juntos parecían formarcaprichoso seudónimo, le fue útil al principio,en esos años juveniles en que brotan reputacio-nes efímeras, pronto derrocadas, si no descan-san en merecimientos positivos. Las primeraspoesías y artículos inocentes de Argimiro Rosase leyeron con cierto interés, y quedó en lamemoria de muchos el eco de tan raro nombre."¡Argimiro Rosa! -decían vagamente-. ¡Argimi-ro Rosa! Sí, sí, ya caigo... Aguarde usted... En elSemanario..., en el Museo de las familias... Enfin, no sé. Debe de ser de aquellos románticosmelenudos." Verdaderamente, aunque Argimiro llevó largotiempo trova negra, reluciente y bien atusada, ysolo la suprimió al advertir que se gastaba unsentido en remudar cuellos de gabanes, no se lepodía afiliar a la escuela romántica genuina.Desde que los editores de obras por entregashicieron presa en él y le impusieron su estéticapropia, Argimiro fluctuó entre un seudorro-

manticismo ojeroso y espeluznante y un seudo-rrealismo de presidio y taberna. Amarrado alduro banco de la producción forzada y del gé-nero de pacotilla, Argimiro imitó por turno ysegún lo requería el caso a Fernández y Gonzá-lez, a Ortega y Frías, a Ayguals de Izco, a PérezEscrich, en suma, a los maestros del género; yhasta llegó a competir con ellos, disputándolesasuntos efectivistas y melodramáticos encon-trados por editores ingeniosos. Cierta popula-ridad oscura, que le valieron obras como Loscanallas de guante blanco, Emperador, Fraile yverdugo, La Sombra del parricidio y Los híga-dos de un prestamista,pudo en ocasiones hacerle creer que, si hubiesedispuesto de libertad, dejaría escrito algo másselecto que salvase del olvido su nombre. Perohacía bastantes años que Argimiro no acaricia-ba ese luminoso ensueño, hijo de la aurora.Aspiraba únicamente a ganar con sus engen-dros lo necesario, el duro pan de cada día a finde no ser gravoso a nadie.

Porque conviene decir que Argimiro guardabaen su alma nociones de innata honradez y deese nobilísimo orgullo que impulsa a trabajarpor la independencia; además, tenía la cautela,la parsimonia, la callada modestia en el vivirque caracterizan a las personas delicadas, enquienes es una segunda Naturaleza la probi-dad. En este sentido, nadie menos bohemio queArgimiro Rosa, porque si conoció a fondo elarte de someterse a una privación oculta, igno-ró siempre el de rehuirla pidiendo prestado unduro. Bien podía Argimiro no ser ningún ge-niazo de esos que señalan su paso por el mun-do con huella esplendente; pero tampoco era,de fijo, de los que confunden el genio con lastrampas. Hasta cabía sostener la paradoja de que erarico Argimiro porque él no gastaba un céntimomás de sus ganancias y aun economizaba pi-quillos, que tenía de reserva "para el entierro",solía decir con humorismo apacible. Repugná-bale, en efecto, la idea de esos sepelios de cari-

dad a que parecen sentenciados los escritores, yconsideraba una profanación de la muerte elsentimentalismo de ultratumba. Quería irse deeste mundo como había vivido en él: sin impor-tunar, sin abusar, sin avergonzarse. Con este criterio, ya se deja entender que Ar-gimiro había renunciado deliberadamente a losintranquilos goces de la familia. Sostener espo-sa y niños no cabía en los posibles del buennovelista, y ni las horrendas fechorías de la altaaristocracia, ni las inauditas guapezas de loschulos, referidas en interminables entregas,daban para tanto. Se resignó Argimiro a notener más sucesión que los aventureros de fracy los rufianes de marsellés que creaba a doce-nas, a brochazos y en menos que canta un po-llo, y formó su hogar en una casa de huéspedes,eligiendo patrona de buena entraña, manida yapacible, capaz de servir una tacita de caldocon cierta cordialidad afectuosa; y allí, en elreducido cuartucho, sobre angosta mesa, insta-ló el molino al vapor de las cuartillas. Solo Dios

sabe cuántos raptos, desafíos, asaltos a conven-tos, intoxicaciones, puñaladas y desafueros detoda clase salieron de aquel modesto asilo, en-tre la cama de hierro, desvencijada ya, y unacómoda privadade tiradores. Mientras Argimiro deliberabasobre si convenía emparedar al duque o seríamejor acuchillarle por la espalda, la perrita deaguas, Linda, única compañera de la soledadde Argimiro, dormitaba hecha una rosca, pro-bando que los irracionales son más dichososque el rey de la creación. No porque se hubiese condenado a celibatovoluntario carecía Argimiro de sensibilidad. Alcontrario: su alma tierna rebosaba cariño, y seasfixiaba con no poder desahogarlo. Si Argimi-ro hubiese sido perfecto -ya se sabe que nopuede jactarse de serlo ningún hombre-, nocarga con la perrita; al cabo, Linda era un lujo,una superfluidad del corazón, un capricho sen-timental, y nadie ignora que el más pequeño, elmás humilde de estos caprichos entraña peli-

gros sin cuento. ¡Imprudente Argimiro! ¿Dequé te ha servido vedarte lo más dulce, abste-nerte de lo más apetecible y natural, no teneresposa que te aguarde en la puerta, hijos que sete agarren a las rodillas? Para ti, el ser vivienteque te da la bienvenida con alegres ladridos,que te mordisca y te baba las manos y se tiendeen el suelo de puro gozo cuando te ve, quecomparte tu lecho y al que guardas siempre elazúcar del café y las golosinas del postre..., teva a costar tan caro como podría costarte esegran derroche dealma y bolsillo, ese gran poema en prosa que sellama el matrimonio. ¿Qué te valió atrincherar-te? Dejaste un portillo, y por él entró la muerte. A fuerza de velar y de poner la imaginaciónen tortura para discurrir nuevos desatinos; afuerza de vida sedentaria y de comidas insul-sas, de esas cuyo secreto poseen las pupileras,Argimiro había contraído un padecimiento delestómago que amenazaba arruinar para siem-pre su salud. El médico, consultado seriamente,

opinó que el enfermo necesitaba alimentaciónescogida y sana, algo muy variado, nutritivo yapetitoso, que a la vez combatiese la atonía y laanemia. De no ser así, auguraba pésimos resul-tados. Sabia era la prescripción, pero mala deseguir para Argimiro, que pagaba catorce realesde pupilaje y jamás había puesto tacha ni repa-ro a las negras albóndigas, a la seca lonja devaca, a las flatulentas judías y a la deslavazadasopa de fideos, si bien le infundían repugnanciaindecible. Quiso la casualidad que el médico, paisano yamigo constante de Argimiro, hablase del asun-to con el opulento negociante don Martín Casa-llena, también paisano y amigo del médico ydel escritor. Casallena era un rico de clara inte-ligencia y sentimientos generosos; adivinó queel enfermo no podía aplicar el método del doc-tor, y se apresuró a enviar a Argimiro una carti-ta, convidándole a comer aquella misma noche.El obsequio, aceptado, fue encantador, la seño-ra del banquero prodigó a Argimiro las más

corteses atenciones; reinó gratísima confianzaen la mesa, y el escritor quedó invitado conempeño para todos los miércoles. Al miércolessiguiente, se extendió el convite también a lossábados, y más adelante, con habilidad piado-sa, se le rogó que viniese todos los días, exceptolos pocos en que la familia Casallena salía con-vidada a su vez. Sorprendente fue el efecto de la reparadoracomida en Argimiro. Cesaron los desvaneci-mientos que nublaban su vista, los doloresagudos y las desconsoladoras molestias diarias;el trabajo se hizo relativamente fácil, el bienes-tar del estómago contento irradió a todo el or-ganismo. El novelista parecía otro; así se lo de-cían en la casa de huéspedes y se lo repetían enel café. Una nube tenía, sin embargo, la reciente dichade Argimiro. Su conciencia no estaba tranquila:mientras él disfrutaba de tan espléndida hospi-talidad y tan opíparos banquetes, la pobre Lin-da, olvidada y sola, se aburría esperándole, y le

acogía con bostezos llorones de hembra nervio-sa que no se acostumbra al abandono en que ladejan y se desquita en malos humores y en gi-moteos. En la mente de Argimiro nació el pro-pósito de introducir a Linda en la buena socie-dad que él frecuentaba. A fuerza de sacar con-versaciones, de encarecer su apego a Linda, ylas gracias y monerías de Linda, y de insistir enlo acostumbrada que estaba la perrilla a no se-pararse de su amo, logró que un día exclamasedon Martín Casallena: -Vamos, mañana se trae usted la Linda. Yatenemos curiosidad de conocer a ese avechuchotan simpático. -Aunque la señora de Casallena había torcidoel gesto a esta espontaneidad de su consorte,Argimiro no quiso oír más, y Linda hizo suentrada solemne en los salones del banquero.Es de advertir que la señora de Casallena ado-raba sus magníficos muebles, y no podía resis-tir que le estropeasen o manchasen las cortinasde crujidora seda y las tupidas y muelles al-

fombras. Al principio, Linda se condujo muydiplomáticamente en este terreno: correcta ydistinguida, cogió las galletitas con la punta delhocico, las devoró en silencio y se hizo una ros-ca al pie de la chimenea, sobre el guardafuego,sin molestar a nadie. Por desgracia, así que em-pezó a tomar confianza y a dominar la situa-ción, el animalito fue permitiéndose libertades,al pronto retozonas e inofensivas, después tandescomedidas, inconvenientes y enormes, queuna noche yendo la señorita de Casallena arecoger del musiquero la sonata en fa para es-tudiarla al piano exhaló un chillido ratonil yhuyó despavorida a sucuarto, a lavarse las manos con triple extractode colonia... Por lo cual, el señor de Casallena llamó aparteal escritor, y con suma política y bastantes ro-deos, hubo de manifestarle que la presencia deLinda era incompatible con la tranquilidad desu hogar y el aseo de su mobiliario, y que lerogaba no la volviese a traer adonde producía

tales disturbios. Y Argimiro, pálido, demudadoy tartamudo de enojo, respondió al banqueroque insultar y expulsar a Linda valía tanto co-mo insultarle y expulsarle a él; a lo cual replicóCasallena, a su vez amoscado, que ciertamentemerecería la expulsión el dueño si cometiese losmismos desmanes que la perra. Inclinóse Ar-gimiro con altivo gesto; hizo un saludo tieso yforzado, y abandonó la estancia llevando enbrazos a Linda. Ni al día siguiente ni nuncavolvió a comer..., ¿qué es comer?, ni a cruzar lapuerta de su antiguo y opulento anfitrión. Ex-plicaciones, recados, mensajes por el médico...,todo se estrelló contra la dignidad herida de laperrita de aguas. A los dos años, Argimiro Rosa falleció de uncáncer en el estómago, y como en la enferme-dad se habían consumido sus economías, porfin le enterraron a expensas de algunos amigos.Casallena, que fue de los que dieron más, reco-gió a Linda y la mantuvo hasta que murió devejez.

"El Imparcial", 25 de diciembre de 1893.

Rosquilla de monja...

Las quintas de don Florencio Abrojo y donEladio Paterno tenían una tapia común, desuerte que cuanto se hacía y decía en alguno delos dos jardines había de oírse por fuerza en elotro. Mientras don Florencio, solterón y solita-rio impenitente, entregado a su única manía,regaba, podaba o acodaba arbustos raros, lasniñas de Paterno, que eran siete, y casi todaslindas, alegres y bulliciosas, correteaban comoloquillas. Sus argentinas carcajadas, sus chilli-dos de júbilo, sus pasajeras grescas por un frutoo una flor, iban, cruzando el muro, a perturbarla calma y el silencio en que se complacía elfatigado y desengañado Abrojo. La índole de la molesta algazara fue modifi-cándose según crecían en años las señoritas dePaterno. Primero, juegos propiamente infanti-

les, escondites entre los rosales y las magnolias,paseos en carreta y pedradas a los árboles: des-pués, chácharas interminables con amiguitasque venían de Marineda, partidas de crocket,mucho columpio, todo acompañado de me-riendas de almíbar y pan: luego se agregó alelemento femenino el masculino, los señoritosanimados y obsequiosos, y don Florencio pudoescuchar, con irritación creciente, las bromasintencionadas, los piropos rendidos, el tiroteode frases agridulces entre ellas y ellos. A esteperíodo de escaramuzas siguió aquel en que,habiéndose echado novio dos o tres de las mu-chachas, las parejitas se sentaban en bancos depiedra, bajo los árboles que sombreaban la ta-pia misma, y sus voces llegaban como un arru-llo a los dominios del señor de Abrojo. El cual, precisamente, aspiraba a no ser moles-tado por ningún eco de las vanidades y ansiasociosas a que la humanidad se entrega. Misán-tropo, azotado por la vida como una barca porlas olas, se había recogido a aquel huerto, bus-

cando la paz y concretando sus deseos a inter-eses pequeñísimos, a aspiraciones que no cau-san goce ni dolor, a la floración de un jacinto, alcrecimiento de una orquídea extraña. Sordacólera le hervía dentro al entreoír las divinastonterías del palique de los enamorados, y doso tres veces estuvo a punto de lanzarles la re-gadera a la cabeza. Lo peor fue que circunstan-cias fortuitas le obligaron a entrar, mal de sugrado, en relación con la familia Paterno, y que,a los pocos días de tratarse los vecinos, una delas niñas, María Consolación, se atrevió a desli-zarse en el jardín de don Florencio y a pedirleclavelones para lucirlos en una corrida de toros.Solo siendo muy desatento se podía rehuir elcompromiso; gruñendo interiormente, don Flo-renciodejó saquear los arrietes: María reunió un hazmagnífico, embriagador, y después, con la son-risa en los labios, lo curioseó todo en la finca,preguntando el nombre de cada planta desco-nocida y admirando las que conocía ya. Pensa-

ba el señor de Abrojo ocultarle a la chiquilla lostesoros del invernáculo; no obstante, sin darsecuenta de por qué lo hacía, abrió de par en parla puerta vidriera, y paseó a María por entre lasflores maravillosas, llegando al extremo deofrecerle la más bonita, la admirable sterliciaregia. María salió afirmando que el vecino noera un señor tan ridículo como decían, y quecon ella había estado sumamente amable. Alen-tadas por tal precedente, las demás hermanasquisieron pedir claveles a su vez. Encontraroncerrado el portal; nadie contestó a los aldabo-nazos, y hubieron de comprender que don Flo-rencio resistía. Las señoritas no apretaron elcerco, y ninguna osó molestar más al solitario. Los años corrieron; la familia de Paterno su-frió cambios y vicisitudes. El padre murió, treshijas se casaron, marchándose con sus respecti-vos esposos, y María Consolación, la alborota-dora niña de los claveles, sintió de pronto voca-ción religiosa, e ingresó en un monasterio com-postelano. La madre de María, por no sostener

la quinta, la dio en arriendo a un industrial deMarineda, que solo pasaba en el campo losdomingos, y don Florencio, cada día más re-traído y huraño, notó que el jardín próximo nole mandaba ya sino alto silencio y soñolientamodorra. Cierto día, cuando menos se lo esperaba, reci-bió el señor de Abrojo una carta de angostosobre, escrita con letra tímida y fina, letra fe-menil, y al abrirla, en la cabecera de la misiva sedestacaron una cruz y las iniciales J. M. J. (Je-sús, María y José). Era Consolación, hoy sorMaría del Consuelo, la que enviaba a don Flo-rencio dos páginas difusas, ingenuas y meli-fluas, donde la monjita expresaba afectuosa-mente un sentimiento halagüeño y delicado; lagratitud por aquella distinción del regalo de losclavelones y el deseo de que quien había sidopara ella tan deferente pasase unas Pascuas deNavidad felicísimas y un Año Nuevo muy di-choso, si lo permitía el Señor, a quien rogabasiempre por don Florencio. Sí, sor María rogaba

por él; sor María solicitaba de Nuestra Señoraque apartase de él toda desgracia. Lo único quesor María lamentaba era que aquellos claveles,destinados a la profanidad, no hubiesen sidoofrecidos a la Virgen. Venida de la soledad y del retiro, la cartaconmovió un poco al solitario. Representóse ala graciosa criatura de revuelto pelo y encendi-das mejillas, que un tiempo le pedía claveles -hoy pálida, macerada, bajo la austera toca, dehinojos en una iglesia desierta, apoyando lafrente en la reja negra y fría-, y como la primeravez, repentino impulso desarrugó su corazón yle dictó un rasgo galante, un golpe de sus anti-guos tiempos. Arrasó el invernáculo, encajonóentre musgo las flores más preciosas que aúnquedaban, las camelias de nieve, los resedas deinvierno, las precoces violetas, y dirigió el cajónal convento para sor María. La respuesta fue otra cartita más suave, mástierna, más llena de amistosa unción y atrevi-mientos inocentes. Sor María no se cansaba de

alabar las flores: ¡qué cosas tan bonitas haceNuestro Señor, y cómo serán los jardines delcielo, cuando así adorna los de la tierra! ¡El altarestaba tan rico con los floreros cuajados, y lacomunidad admiraba tanto aquellos primo-res!... Sor María, en su pobreza, no podía pagarel obsequio sino con un escapulario; pero lohabía bordado ella misma, y rogaba a su amigoque lo llevase puesto siempre. Y el señor deAbrojo, con más viveza de lo que consentíansus años, sacó el doble rectángulo de seda, des-hizo el pulcro nudo del cordón y pasó el esca-pulario al cuello. Más tarde se lo quitó; pero ungozo pueril le hizo releer la carta. A los quince días, la monja volvió a escribir.Don Florencio también releyó la epístola, masno por saborearla, sino por cerciorarse de loque envolvían las cuatro carillas de letrita bienprieta. En las tres primeras solo halló candoro-sas efusiones: tratábase de la música, de SantaCecilia, del piano a que sor María era aficiona-da cuando vivía en el siglo, y del armonio, que

ahora estaba aprendiendo a tocar con el fin deservir de organista. Pero ¡qué fatalidad, lucharcon un armonio de alquiler, de mala muerte,sin voces, sin sonoridad alguna! Si la comuni-dad no fuese tan pobre -aquí empezaba la cuar-ta plana-, se resolverían a adquirir un buenarmonio, y a ella, a sor María, sin duda porinspiración de Dios, y sin que la prelada se en-terase, ¡quía!, se le había ocurrido que su predi-lecto amigo don Florencio, de tan nobles senti-mientos y generosa alma, no tendría quizá in-conveniente en garantizar las dos mil pesetasdel armonio, que se le irían abonando a plazos,segúnpudiese la pobrecilla comunidad. ¡Cuánto ma-yor gusto sentiría en estudiar en aquel instru-mento, debiéndolo, como lo debería, a la limos-nita afectuosa del señor de Abrojo! Don Florencio soltó la carta, y sardónica mue-ca crispó sus labios, que ocultaba el lacio bigotegris. ¡Ah! ¡La eterna perfidia de la mujer, susilbo de culebra, que solo halaga para empon-

zoñar, su insinuante dulzura, peor que los másactivos venenos! No era el desengaño presente,la tenue y espiritualísima ilusión perdida lo queinundaba como ola de hiel el alma del viejo,sino tantos recuerdos que salían del olvido yrevoloteaban azotándole con sus polvorientasalas de murciélago, al evocar historias honda-mente tristes, de ajenos egoísmos y de propiosdolores. Siempre el trueque interesado, la cari-cia moral y material a cambio de algo útil;siempre la misma comedia, que hasta desde elclaustro podía representarse con éxito. ¿Conéxito? Se vería. El solterón tomó papel y plumay contestó a la monja, una carta larga, borrasco-sa, incoherente, que al repasarla, antes de con-fiarla al correo, le hizo soltar, a solas, estruen-dosa carcajada, mientras malignamente se res-tregaba lasmanos. -Pero ¿no me decía usted que don Florencio esun señor ya anciano y formal, muy formal? -preguntó la abadesa a sor María, después de

repasar la carta que ésta presentaba ruborosa ycon los ojos bajos. -Madre, sí que lo es; pero a mí me parece quese ha vuelto loco, o que chochea antes de tiem-po. -¡Válgame Dios! Pues, hija, ¿sabe usted lo queyo creo? Que ni es loco ni chocho, sino un taca-ño de mucha habilidad. Y este papelucho sequema ahora mismo -añadió, severamente laprelada, que, ejecutado el auto de fe, dijo a sorMaría, viéndola arrodillarse-: No se altere us-ted, hija, no se angustie... Claro que ya no vuel-ve usted nunca a escribir a ese... caballero, ni aacordarse de que existe. Así puntualmente sucedió. El señor de Abrojono supo más de la monjita, y siguió vegetandoentre sus flores, que nada piden ni hacen soñarnada. "Nuevo Teatro Crítico", núm. 30, 1893.

Geórgicas

Fue por el tiempo de las majas, mientras larubia espiga, tendida en las eras, cruje blanda-mente, amortiguando el golpe del mallo, cuan-do empezó la discordia entre los del tío Am-brosio Lebriña y los del tío Juan Raposo. Sucedió que todo el julio había sido aquel añoun condenado mes de agua, y que sólo a prime-ros de agosto despejó el cielo y se metió calor,el calor seco y vivo que ayuda a la faena. "Hayque majar, que ya andan las canículas por elaire", decían los labriegos; y el tío Raposo pidióal tío Lebriña que le ayudase en la labor. Esteruego envolvía implícitamente el compromisode que, a su vez, Raposo ayudaría a Lebriña,según se acostumbra entre aldeanos. No obstante, llegado el momento de la majade Lebriña, el socarrón de Raposo escurrió elbulto, pretextando enfermedades de sus hijos,ocupaciones; en plata, disculpas de mal paga-dor. Lebriña, indignado de la jugarreta, tuvocon Raposo unas palabras más altas que otras

en el atrio de la iglesia, el domingo, a la salidade misa. Por la tarde, en la romería, Andrés, elmayor de Lebriña, después de beber unos tra-gos, se encontró con Chinto, el mayor de Rapo-so, y requiriendo la moca o porra claveteada,mirándose de soslayo, como si fuesen a santi-guarse...; pero no hubo más entonces. Vivían las familias de Lebriña y Raposo paredpor medio, en dos casas gemelas, que el señorhabía mandado edificar de nuevo para dos lu-garcitos muy redondos. Al recogerse aqueldomingo, mientras los hombres, gruñones yenfurruñados, mascullaban la ira, las mujeres,sacando a la puerta los tallos o asientos hechosde un tronco, se disponían a pasar las primerashoras de la noche al fresco. En vez de armartertulia con las vecinas, cada bando afectó si-tuarse lo más lejos que permitía la estrechez delos corrales. La tía Raposo y su hija Joliana, quetenían fama de mordaces y satíricas, tomaronsus panderetas e improvisaron una triada muyinjuriosa; en sustancia, venía a decir que, en

casa de Lebriña, los hombres eran hembras ylas mujeres machos bigotudos. Es de advertirque los Lebriñas debían su apodo, convertidoen apellido ya, a cierta mansedumbre tradicio-nal en los varones de la familia, y también con-viene saber que Aura Lebriña, moza soltera deunos veinticinco años deedad, lucía sobre sus gruesos y encendidos la-bios un pronunciado bozo oscuro. Aura no sa-bía improvisar como las Raposos; pero, ni tardani perezosa, recogió el guante, y en prosa vil lessoltó una carretera de desvergüenzas gordas,mezcladas con maldiciones a los hombres, ga-llinas cluecas, que no tenían alma para cosaninguna. Al oír la pauliña de Aura, el tío Am-brosio asomó la nariz, y empujando a su hijapor los hombros, la hizo retirar, mientras los deRaposo la perseguían con pullas irónicas. Pocos días después, yendo Chinto Raposoarmado de gavilo, a cortar tojo en el monte, vioa Aura Lebriña que lindaba su vaca en unaheredad de maíz. Aunque tostada del sol, como

la heroína de los cantares, y aunque de bocasombreada y recias formas, la moza no era des-preciable, y al mozo se le ocurrió burlarla, mástentado por el fino gusto de pisotear a los Le-briñas que por los atractivos de la pastora. Yavínole mal, porque en el país galiciano, la mu-jer, hecha a trabajos tan rudos como el hombre,le iguala en fuerza física, y a veces le supera, yen el juego de la lucha no es raro el caso de quesalgan vencedoras las mujeres. Sin más armasque sus puños, Aura sujetó a Chinto y le diouna paliza con el mango de la guadaña, mien-tras la vaca, pendiente el bocado de hierba en-tre los belfos, fijaba en el grupo sus ojazos pen-sativos. Molido y humillado, Chinto Raposo sevengó cobardemente; aprovechó un descuidode Aura, y metiéndole de pronto la mano en laboca y apartando conviolencia los dedos pulgar e índice, rasgó lascomisuras de los labios. La sorpresa y el dolorparalizaron un instante a la amazona, y Chintopudo huir.

Todo el día lloriqueó la muchacha desespera-damente, porque el eterno femenino salta tam-bién de entre los terrones, y la infeliz temíaquedar desfigurada. Las malditas comadres delas Raposos, desde su puerta, se mofaban deAura sin compasión, apodándola Boca Rota, yAura, en sorda voz, murmuraba que, si se habíaconcluido ya la casta de los hombres, saldrían aplaza las mujeres, y se vería lo que eran capacesde hacer. Andrés Lebriña, muy descolorido, oía a suhermana y callaba como un muerto. Estos si-lencios cerrados son de mal agüero en las per-sonas pacíficas. Sin embargo, pasó una semana,las heridas de Aura empezaron a cicatrizarse, ylos Raposos, más insolentes que nunca, se reíanen público de toda la casta de Lebriña. El día dela feria, Chinto Raposo cargó un carro de repo-llos y bajó a la ciudad a venderlo. Regresaba,anochecido ya, algo chispón, con el carro vacío,y al sepultarse en uno de esos caminos hondosy angostos, limitados por los surcos de la llanta,

recibió a traición un golpe en el duro cráneo yluego otro, que le derribó aturdido como unbuey. En medio de su desvanecimiento sintióconfusamente que algo muy pesado y duro leoprimía el pecho: eran unos zuecos de álamo,con tachuelas, bailando el pateado sobre suesternón. Cuando suceden estas cosas en la aldea, enverdad os digo que rara vez pasa el asunto a lostribunales. El labriego, por una parcelilla deterreno, por un tronco de pino, por un puñadode castañas se apresurará en acudir a la justicia:la propiedad entiende el que ha de defendersepor las vías legales; pero la seguridad personales cuenta de cada quisque: contra palos, palos,y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga.En la aldea, el que más y el que menos tienesobre su alma una buena ración de leña admi-nistrada al prójimo y nadie quiere habérselascon escribanos procuradores y jueces, negrasaves fatídicas, que traen la miseria entre su cor-vo pico.

Antes que Chinto Raposo pudiese levantarsede la cama, donde permanecía arrojando enabundancia bocanadas de sangre, sus dos her-manos menores, Román y Duardos, le habíanjurado la vendetta. Andrés Lebriña, por su par-te, trataba de esconderse; pero el labriego ha desalir sin remedio a su trabajo, y la fatalidadquiso que le llamasen a jornal en la carretera enconstrucción, adonde también acudían los Ra-posos. Estos velaron a su enemigo, como elcazador a la perdiz, y aprovechándose de unadisputa que se alzó entre los jornaleros, arroja-ron a Andrés sobre un montón de piedra sinpartir, y con otra piedra le machacaron la sien.Se formó causa, pero faltó prueba testifical:nadie sabe nada, nadie ha visto nada en talescasos. El señor abad de la parroquia de Tamei-ge rezó unos responsos sobre el muerto y hubouna cruz más en el campo santo: negra, torcida,con letras blancas. El golpe aplanó completamente a los Lebriñas.Ellos eran gente apocada, resignada, y solo a

fuerza de indignación y ultrajes había salido desus casillas Andrés. También los Raposos, astu-tos en medio de su barbarie, creyeron que, des-pués de suprimir a un hombre, les conveníaestarse callados y quietos, por lo cual cesaroncompletamente las provocaciones e invectivasde las mujeres desde la puerta. Sin embargo, había alguien que no olvidaba alque se pudría bajo la cruz negra del cementerio:Aura, la hermana, la que se había llevado todala virilidad de la familia. Vestida de luto, en pieen el umbral de su casucha, ronca a fuerza dellorar, lanzaba a la casa de los Raposos ardien-tes miradas de reto y maldición. Y sucedió queal verano siguiente, cuando la cosecha recogidaya prometía abundancia, una noche, sin saberpor qué, prendióse fuego el pajar de Raposo y ala vez aparecieron ardiendo el cobertizo, elhórreo y la vivienda. Los Raposos, aunquedormían como marmotas, al descubrirse el fue-go pudieron salvar, sufriendo graves quema-duras, solo a uno de los hijos. A Román, el que

pasaba por autor material de la muerte de An-drés Lebriña, se le encontró carbonizado sinque nadie comprendiese cómo un mozo tanágil no supo librarse del incendio. Aquí tienen ustedes lo que aconteció en lafeligresía de San Martín de Tameige por noquerer los Raposos ayudar a los Lebriñas en lafaena de la maja. "Nuevo Teatro Crítico", núm. 30, 1893.

El voto

Sebastián Becerro dejó su aldea a la edad dediecisiete años, y embarcó con rumbo a BuenosAires, provisto, mediante varias oncejas aho-rradas por su tío el cura, de un recio paraguas,un fuerte chaquetón, el pasaje, el pasaporte y elcertificado falso de hallarse libre de quintas,que, con arreglo a tarifa, le facilitaron dondesuelen facilitarse tales documentos.

Ya en la travesía, le salieron a Sebastián ami-gos y valedores. Llegado a la capital de la Re-pública Argentina, diríase que un misteriosotalismán -acaso la higa de azabache que traía alcuello desde niño- se encargaba de removerleobstáculos. Admitido en poderosa casa de co-mercio, subió desde la plaza más ínfima a lamás alta, siendo primero el hombre de confian-za; luego, el socio; por último, el amo. El rápidoencumbramiento se explicaría -aunque no sejustificase- por las condiciones de hormiga denuestro Becerro, hombre capaz de extraer unbillete de Banco de un guardacantón. Tan vigo-rosa adquisividad -unida a una probidad deautómata y a una laboriosidad más propia demáquinas que de seres humanos -daría por sísola la clave de la estupenda suerte de Becerro,si no supiésemos que toda planta muere si noencuentra atmósfera propicia. Las circunstan-cias ayudaron a Becerro, y él ayudó a las cir-cunstancias.

Desde el primer día vivió sujeto a la monásticaabstinencia del que concentra su energía en unfin esencial. Joven y robusto, ni volvió la cabezapara oír la melodía de las sirenas posadas en elescollo. Lenta y dura comprensión atrofió alparecer sus sentidos y sentimientos. No tuvosueños ni ilusiones; en cambio, tenía una espe-ranza. ¿Quién no la adivina? Como todos los de suraza, Sebastián quería volver a su nativo terru-ño, fincar en él y deberle el descanso de sushuesos. A los veintidós años de emigración, deterco trabajo, de regularidad maniática, de vidade topo en la topinera, el que había salido de sualdea pobre, mozo, rubio como las barbas delmaíz y fresco lo mismo que la planta del berroen el regato, volvía opulento, cuarentón, con latesta entrecana y el rostro marchito. Fue la travesía -como al emigrar- plácida yhermosa, y al murmullo de las olas del Atlánti-co, Sebastián, libre por vez primera de la diariaesclavitud del trabajo, sintió que se despertaban

en él extraños anhelos, aspiraciones nuevas,vivas, en que reclamaba su parte alícuota laimaginación. Y a la vez, viéndose rico, no viejo,dueño de sí, caminando hacia la tierra, dio enuna cavilación rara, que le fatigaba mucho; yfue que se empeñó en que la Providencia, elpoder sobrenatural que rige el mundo, y quehasta entonces tanto había protegido a Sebas-tián Becerro, estaba cansado de protegerle, y leiba a zorregar disciplinazo firme, con las dealambre: que el barco embarrancaría a la vistadel puerto, o que él, Sebastián, se ahogaría alpie del muelle, o que cogería un tabardillo pin-tado, o una pulmonía doble. De estas aprensiones suele padecer quien seacerca a la dicha esperada largo tiempo. Y consuperstición análoga a la que obligó al tirano deSamos a echar al mar la rica esmeralda de suanillo, Sebastián, deseoso de ofrecer expiatorioholocausto, ideó ser la víctima, y reprimiendoantojos que le asaltaran al fresco aletear de labrisa marina y al murmullo musical del oleaje,

si había de prometer al Destino construir unacapilla, un asilo, un manicomio, hizo otro votomás original, de superior abnegación: casarsesin remedio con la soltera más fea de su lugar.Solemnizado interiormente el voto, Sebastiánrecobró la paz del alma, y acabó su viaje sintropiezo. Cuando llegó a la aldea, poníase el sol entrecelajes de oro; la campiña estaba muda, solita-ria e impregnada de suavísima tristeza, todo locual es parte a sacar chispas de poesía de lacorteza de un alcornoque, y no sé si pudo sacaralguna del alma de Sebastián. Lo cierto es queen el recodo del verde sendero encontró unafuente donde mil veces había bebido siendorapaz, y junto a la fuente, una moza como unasflores, alta, blanca, rubia, risueña; que el cami-nante le pidió agua, y la moza, aplicando eljarro al caño de la fuente y sosteniéndolo des-pués, con bíblica gracia, sobre el brazo desnudoy redondo, lo inclinó hasta la boca de Sebastián,encendiéndole el pecho con un sorbo de agua

fría, una sonrisa deliciosa y una frase pronun-ciada con humildad y cariño: "Beba, señor, yque le sirva de salú." Siguió su camino el indiano, y a pocos pasosse le escapó un suspiro, tal vez el primero queno le arrancaba el cansancio físico; pero al lle-gar al pueblo recordó la promesa, y se propusobuscar sin dilación a su feróstica prometida ycasarse con ella, así fuese el coco. Y, en efecto, al día siguiente, domingo, fue amisa mayor y pasó revista de jetas, que lashabía muy negruzcas y muy dificultosas, tar-dando poco en divisar, bajo la orla abigarradade un pañuelo amarillo, la carátula japonesamás horrible, los ojos más bizcos, la nariz másroma, la boca más bestial, la tez más curtida yla pelambrera más cerril que vieron los siglos;todo acompañado de unas manos y pies comopaletas de lavar y una gentil corcova. Sebastián no dudó ni un instante que la mons-truosa aldeana fuese soltera, solterísima, y nodigo solterona, porque la suma fealdad, como

la suma belleza, no permite el cálculo de eda-des. Cuando le dijeron que el espantojo estaba amerecer, no se sorprendió poco ni mucho, y vioen el caso lo contrario que Policrates en elhallazgo de su esmeralda al abrir el vientre deun pez; vio el perdón del Destino, pero... consanción penal: con la fea de veras, la fea expia-toria. "Esta fea -pensó- se ha fabricado para míexpresamente, y si no cargo con ella, habré dearruinarme o morir." Lo malo es que a la salida de misa había vistotambién el indiano a la niña de la fuente, y nohay que decir si con su ropa dominguera y sucara de pascua, y por la fuerza del contraste, lepareció bonita, dulce, encantadora, máximecuando, bajando los ojos y con mimoso dengue,la moza le preguntó "si hoy no quería agüiñabien fresca". ¡Vaya si la quería! Pero el hado, olos hados -que así se invocan en singular comoen plural- le obligaban a beber veneno, y Sebas-tián, hecho un héroe, entre el asombro de laaldea y las bascas del propio espanto, se infor-

mó de la feona, pidió a la feona, encargó lasgalas para la feona y avisó al cura y preparó laceremonia de los feos desposorios. Acaeció que la víspera del día señalado, es-tando Sebastián a la puerta de su casa, que pro-yectaba transformar en suntuoso palacete, vio ala niña de la fuente, que pasaba descalza y conla herrada en la cabeza. La llamó, sin que élmismo supiese para qué, y como la moza en-trase al corral, de repente el indiano, al con-templarla tan linda e indefensa -pues la mujerque lleva una herrada no puede oponerse ademasías-, le tomó una mano y la besó, comoharía algún galán del teatro antiguo. Rióse laniña, turbóse el indiano, ayudóla a posar laherrada, hubo palique, preguntas, exclamacio-nes, vino la noche y salió la luna, sin que seinterrumpiese el coloquio, y a Sebastián le pa-reció que, en su espíritu, no era la luna, sino elsol de mediodía, lo que irradiaba en oleadas deluz ardorosa y fulgente...

-Señor cura -dijo pocas horas después al pá-rroco-, yo no puedo casarme con aquélla, por-que esta noche soñé que era un dragón y queme comía. Puede creerme que lo soñé. -No me admiro de eso -respondió el párroco,reposadamente-. Ella dragón no será, pero se leasemeja mucho. -El caso es que tengo hecho voto. ¿A usted quéle parece? Si le regalo la mitad de mi caudal aesa fiera, ¿quedaré libre? -Aunque no le regale usted sino la cuarta parteo la quinta... ¡Con dos reales que le dé parasal!... Sin duda, el cura no era tan supersticioso co-mo Becerro, pues el indiano, a pesar de la in-terpretación latísima del párroco, antes de ca-sarse con la bonita, hizo donación de la mitadde sus bienes a la fea, que salió ganando: notardó en encontrar marido muy apuesto y jo-ven. Lo cual parece menos inverosímil que eldesprendimiento de Sebastián. Verdad que esteera fruto del miedo...

"El Imparcial", 15 de agosto de 1892.

Los huevos arrefalfados

¡Qué compasión de señora Martina, la del tíoPedro el carretero! Si alguien se permitiese eldesmán de alzar la ropa que cubría sus hones-tas carnes, vería en ellas un conclave, un sacrocolegio, con cardenales de todos los matices,desde el rojo iracundo de la cresta del pavo,hasta el morado oscuro de la madura berenje-na. A ser el pellejo de las mujeres como la ba-dana y la cabritilla, que cuanto mejor tundidasy zurradas más suaves y flexibles, no habríaduquesa que pudiese apostárselas con la señoraMartina en finura de cutis. Por desgracia, noestá bien demostrado que la receta de la zurraaprovecha a la piel ni siquiera al carácter feme-nil, y la esposa del carretero, en vez de ablan-darse a fuerza de palizas, iba volviéndose másáspera, hasta darse al diablo renegando de la

injusticia de la suerte. ¿Ella qué delito habíacometido para recibir lección de solfeo diaria?¿Qué motivo de queja podía alegar aquel brutopara administrar cada veinticuatro horas raciónde leña asu mitad? Martina criaba los chiquillos, los atendía, loszagaleaba; Martina daba de comer al ganado;Martina remendaba y zurcía la ropa; Martinahacía el caldo, lavaba en el río, cortaba el tojo,hilaba el cerro, era una esclava, una negra deAngola..., y con todo eso, ni un solo día del añole faltaba en aquella casa a San Benito de Pa-lermo su vela encendida. En balde se devanabalos sesos la sin ventura para arbitrar modo deque no la santiguase a lampreazos su consorte.Procuraba no incurrir en el menor descuido; eraactiva, solícita, afectuosa, incansable, la mujermás cabal de toda la aldea. No obstante, Pedrohabía de encontrar siempre arbitrio para el va-puleo.

Solía Martina desahogar las cuitas y penasdomésticas con su compadre el tabernero Ro-que, hombre viudo, de tan benigno caráctercomo agrio y desapacible era el de Pedro. OíaRoque con interés y piedad la relación de ladesdichada esposa, y se desvivía en prodigarlesanos consejos y palabras de simpatía y compa-sión. "Aquel Pedro no tenía perdón de Dios en tra-tar así a la comadre Martina, que después dehaber echado al mundo cinco rapagones, era lamejor moza de toda la aldea y hasta, si a manoviene, de Lugo. Y luego, tan trabajadora, limpiacomo el oro, mansita como el agua. ¡Ah, si élhubiera tenido la fortuna de encontrar mujerasí, y no su difunta, que gastaba un geniazocomo un perro!" Martina entonces rogaba alcompadre que intentase convertir a su marido,que le hablase al corazón, y el tabernero prome-tía hacerlo con mucha eficacia y alegando milrazones persuasivas.

-Pero, compadre, escuche y perdone -interrogaba la pobre apaleada-. ¿Qué quejas dade mí mi marido? -Como quejas, nada; fantasías, antojos, rare-zas... Que el caldo estaba salado, y a él le gustacon poca sal... Que el pan estaba medio crudo...Que le faltaba un botón al chaleque... -Yo me enmendaré, compadre... A fe que dehoy en adelante no ha de notar falta ninguna. Y, en efecto, redablando el cuidado y el cariño,Martina se descuajaba por quitar pretexto a lasatrocidades de su hombre. La casa marchaba como trompo en uña: lacomida era gustosa, dentro de su pobreza; lossuelos estaban barridos como el oro, y ni conpoleas y cabrias se podían arrancar los botonesdel chaleque del tío Pedro. Así y todo, éste en-contraba ingeniosos recursos en que fundan laconsuetudinaria solfa. Por poco que duerma labuena voluntad, anda más despierta la mala,que nunca pega ojo.

Sin embargo, como también las costillas dolo-ridas y brumadas infunden sutileza, Martina, afuerza de paciente estudio, de hábil observa-ción, de minuciosa solicitud y de eficaz memo-ria, llegó a amoldarse a los menores caprichos,a las más ridículas exigencias de su cónyuge,bailándole el agua de tal manera, que el tío Pe-dro no acertaba ya a buscar pretexto para enfa-darse. Mas no era hombre de reparar en tanpoco, y he aquí lo que discurrió para no darreposo a la estaca. Consistía, generalmente, la cena de los espo-sos en una taza de caldo guardado de mediodíay unos huevos fresquitos, postura de las galli-nas del corral. Deseosa de complacer al amo yseñor, Martina se esmeraba en variar el aderezoen estos huevos, presentándolos unas vecesfritos, escalfados otras, ya pasados, ya en torti-lla. Pero el tío Pedro empezó a cansarse de talesguisos y a pedir, con sus buenos modos de cos-tumbre, que se los variasen; y una noche que

gruñó y renegó más de la cuenta, su mujer seatrevió a decirle, con gran dulzura: -Hombre, ¿qué guiso te apetece para los hue-vos? La respuesta fue una terrible guantada, mien-tras una voz cavernosa decía: -¡Los quiero arrefalfados! ¡Arrefalfados! Con el dolor y el susto, Martina no se atrevió apreguntar qué clase de aderezo era aquel; peroa la noche siguiente preparó los huevos por unestilo que le había enseñado una vecina, ex co-cinera de un rico hacendado lugués. El plato trascendía a gloria cuando entró elcarretero muy mal engestado y se sentó sincontestar a su mujer, que le daba las buenasnoches. Con mano trémula depositó Martinasobre el artesón que servía de mesa el apetitosoguiso... Y su marido, ¡siniestro presagio!, calla-do, fosco, sin soltar la aguijada con que picaba alos bueyes de su carreta. Al divisar el guiso,una risa diabólica contrajo su rostro; apretó lavara, y levantándose terrible, exclamó:

-¡Condenación del infierno! ¿No te tengo di-cho que los quiero arrefalfados? A estas frases acompañó un recio varazo enlas espaldas de Martina, seguido de otro que sequedó un poco más cerca del suelo; y tal fue laimpresión, que la infeliz hubo de exclamar, convoz de agonía: -¡Váleme, San Pedro! ¡Váleme, San Pablo! Algún efecto produjo en el carretero la invoca-ción, porque conviene saber que en la parro-quia se profesaba devoción ferviente a las imá-genes de estos grandes Apóstoles, dos efigiesmuy antiguas que adornaban la iglesia desdetiempo inmemorial. Pero poco duró el respetoreligioso, pues el marido, volviendo a enarbolarla vara, alcanzó a su mujer de un varazo en lacintura, tan recio y cruel, que Martina hubo deechar a correr, exclamando: -¡Ay, ay, ay, ay! Socorro, vecinos... Que memata este hombre. Disparada como un venablo atravesó la aldea,hasta refugiarse en la taberna del compadre

Roque, a quien encontró disponiéndose a tran-car la puerta, porque a semejante hora de lanoche no contaba ya con parroquianos. Causólegran sorpresa la llegada repentina de la coma-dre, y viéndola tan sobresaltada y fatigosa, seapresuró a brindarle "una pinga, que no hayotra cosa como ella para espantar los disgus-tos". Bebió Martina, y ya más confortada, refi-rió, entre hipo y sollozos, la tragedia conyugal. -Mire, ahora sí que estoy convencida de queaquel infame no tiene temor de Dios, ni cari-dad, ni vergüenza en la cara, y tira a acabarconmigo, a echarme a la sepultura... Que mereprendiese y me pegase tundas cuando notabafaltas, andando... Pero amañárselo todo a vo-luntad, matarme a hacerle bien la comida y losmenesteres, y ahora inventar eso de los huevosarrefalfados, que un rayo me parta si sé lo queson Compadre, por el alma de quien tiene en elotro mundo, me diga cómo se ponen esos hue-vos.

-Nunca tal guiso oí mentar, comadre -respondió el tabernero, ofreciendo a la descon-solada otra pinga-. Es una bribonada de ese malhombre, porque no encuentra chatas que ponery quiere arrearle. A fe de Roque que ha de lle-var su merecido. Comadre, déjeme a mí. Ustedcalle y haga lo que yo le diga. Y ahora no pienseen volver allá hasta mañana por la mañana... -¡Asús bendito! -Lo dicho, no vuelva... Quédese aquí, que malno le ha de pasar ninguno -profirió el taberne-ro, mirándola con encandilados ojos-. Cenapara los dos la hay, y más un vino de gloria, ycastañas nuevas. Que no lo sepa en la parroquiani el aire... En amaneciendo se va a su casita.Guíese por mí; descanse en el compadre Roque.Que me muera, si dentro de dos o tres días noha de estar aquel brutón más amoroso que lamanteca. Ya me dará las gracias. -¿Y si pregunta?

-Ya cavilaremos lo que se ha de contestar...Usted sosiegue, que yo tomo el negocio de micuenta. Tan cansada, dolorida, asustada y hambrientaestaba Martina, que se dejó convencer, y sabo-reó el mosto y las tempranas castañas. Antes deser de día, envuelta en el mantelo, llamaba contemor a la puerta de su casuca. El corazón lepegaba brincos, y creía sentir ya en los hombrosel calor de la vara, o en los carrillos los cincomandamientos del indignado esposo. ¡Cosarara, y explicable, sin embargo, por ciertas co-rrientes psicológicas a que obedecen las oscila-ciones del barómetro conyugal! El tío Pedro larecibió con una cordialidad gruñona, que en élpodría llamarse amabilidad y galantería. -Mujer o trasno, ¿de dónde vienes? Comovuelvas a marcharte así, ya verás... ¿Onde dor-miste? -En el monte. -¿En el monte, condenada?

-Por cierto, junto al puente, donde está la teje-ra de Manuel. -El diaño que te coma, y allí, ¿qué cama tení-as? -Las espinas de los tojos, mal hombre; peroDios consuela a los infelices y castiga a los sa-yones judíos como tú; ya te llegará la tuya, ver-dugo. -Demasiado hablas -refunfuñó el carretero,queriendo desplegar gran aparato de enojo,pero subyugado indudablemente por el tono yel acento de su mujer-. ¿Quién te ha dado esegallo que traes? -Quien puede. -Como yo sepa que andas en chismes con lasvecinas y aconsejándote de brujas..., te he debrear. -No fue bruja ninguna, ladrón; no fue sinoDios del cielo, que ya se cansa de aguantar tusperradas... -Mismamente Dios te vino a ti con el recadito.

-Dios, no; pero San Pedro y San Pablo, sí; quelos vi tan claros como te estoy viendo, y con lamar de angelitos alrededor, y unas caras muyrespetuosas, y unas barbas que metían devo-ción; y me dijeron que ya te ajustarán ellos lascuentas por estarme crucificando. -A callar y a tu obligación, lenguatera. Atónita Martina de ver que su tirano no pasa-ba a vías de hecho, obedeció y se ocupó en la-bores domésticas, mientras el carretero, algocabizbajo y mohíno, preparaba su carro paraacarrear leña a Lugo. El mismo camino tomó el tabernero Roque, yapenas llegado a la ciudad, se dio a buscar a unsu amigote, barbero por más señas, con quiencelebró misterioso conciliábulo; y entre tajadade bacalao y copa de aguardiente, trazaron labroma que habían de ejecutar aquella mismanoche. Para el objeto se procuraron una sábanablanca, una manta colorada, dos barbas posti-zas, dos pelucones de cerro y una linterna. Lahora del anochecer sería cuando el tabernero y

barbero se apostaron cerca del puente por don-de el carretero tenía que pasar a la vuelta con elcarro vacío. Ya se habían disfrazado los doscómplices, riendo a carcajadas y auxiliados porMartina, que ajustó al uno las barbas blancas yel manto rojo de San Pablo, y al otro, la sábanay el pelucón del primer pontífice. Y cuandoambos apóstoles, empuñando sendos garrotes,o, mejor dicho, claveteadas mocas, se ocultarona corta distancia del puente, Martina tuvo unescrúpulo, y les dijo, con suplicante voz: -No me manquéis a mi hombre, que al fin él esquien gana el pan de los rapaces. Escarmentailoun poco, para que sepa cómo duele. Al paso tardo de los bueyes, que mugían denostalgia conforme se acercaban al establo, ade-lantaba el tío Pedro por el caminito estrecho yescabroso que limitaba de una parte el monte yel río Miño de otra. Apuraba al ganado, porque,sin explicarse la razón, aquel día deseaba verseen su hogar despachando su cena, y la noche sehabía entrado muy pronto, como que corría

entonces el solsticio de invierno. El carreteroaguijaba a la yunta con la misma vara que lehabía servido para medir el costillaje de su es-posa el día anterior. La luna, asomando porentre negros nubarrones, alumbraba medrosa-mente el paisaje, el agua triste del río, el montepróximo, los árboles decalvados por la estacióninvernal. Un estremecimiento de pavor heló elespíritu del carretero al acercarse al puente yver blanquear las tapias de la tejera en la faldade la colina. De repente, el carro se detuvo, y alresplandor lunar, dos figuras tremendas, sa-liendo de la sombra que proyectaba el arco delpuente,se plantaron en mitad del camino. Eran losmismos apóstoles del retablo de la iglesia: SanPablo, con sus barbazas hasta la cintura y sumanto colorado; San Pedro, rechoncho y calvo,con su cerquillo de rizo y su blanca túnica sa-cerdotal. Solo que, en vez de espada y las lla-ves, los apóstoles enarbolaban cada tranca queponía miedo, y a compás las dejaban caer sobre

los lomos del cruel esposo, gritando para ani-marse más al castigo: -¡Pega tú, San Pedro! -¡Pega tú, San Pablo! -¡Estos son los huevos...! -¡Arrefalfadooos!

***

El carretero se arrastró hasta su casa gimien-do, sin cuidarse de carro ni de bueyes. Llevabalas costillas medio hundidas, la cabeza partidapor dos sitios, la cara monstruosa. Quince díaspasó en la cama sin poderse menear. Hoy andacomo si tal cosa, porque los labriegos tienenpiel de sapo; y lo único en que se le conoce queno pierde la memoria de la zurra es en que,cuando Martina le presenta cariñosamente elpar de huevos de la cena, preguntándole si "es-tán a gusto", él contesta, aprisa y muy meloso: -Bien están, mujeriña; de cualquier modo es-tán bien.

"El Imparcial", 31 de marzo de 1890.

El baile del Querubín

Mi infancia ha sido de las más divertidas yalegres. Vivían mis padres en Compostela, yresidían en el caserón de nuestros mayores,edificio vetusto y ya destartalado, aunque noruinoso, amueblado con trastos antiguos y so-lemnes, cortinas de damasco carmesí, sillonesde dorada talla, biombos de chinos y ahumadoslienzos de santos mártires o retratos de ascen-dientes con bordadas chupas y amarillentospelucones. Próxima a nuestra morada -si biencon fachada y portal a otra calle- hallábase la dela hermana de papá, a la cual también favore-ciera el Cielo otorgándole descendencia nume-rosa -nueve éramos nosotros, cinco hermanos ycuatro hermanas-. Con docena y media decompañeritos y socios, ¿qué chiquillo conoce elaburrimiento?

No inventa el mismo enemigo del génerohumano las diabluras que sabíamos idear,cuando nos juntábamos los domingos y días deasueto en alguna de las dos casas. No dejába-mos títere con cabeza; y comoquiera que enton-ces no se estilaba aún lo de sacar a los chicos alcampo, para que esparzan el hervor de la san-gre rusticándose y fortaleciéndose, nosotros,con la vivienda por cárcel, nos desquitábamosrecorriéndola en todos sentidos, de alto a bajo yde parte a parte, a carreras desatinadas y congritos dementes; rodando las escaleras, dispa-rándonos por los pasamanos, empujándonospor los pasillos, columpiándonos en el alféizarde las ventanas y hasta saliendo por las clara-boyas de las buhardillas a disputar a los zapi-rones de la vecindad el área habitual de suscorreteos. Ajustándose al curso de los años, fue variandola índole de las travesuras y el carácter de nues-tra birlesca. Recorrimos todas las etapas delretozo pueril. Apenas destetados, las escobas

haciendo de corceles, las sillas atrailladas re-presentando el tiro de la diligencia, los cazos ysartenes elevados a la categoría de instrumen-tos músicos, los muñecos despanzurrados, laspelotas pinchadas con alfileres y vacías de aire,las panderetas sin sonajas, las aleluyas hechaspicadillo -despojos de la inquietud bullidora yciega destructiva de la criatura entre tres y sie-te-. Luego, otros juegos ya más razonados, querevelan mayor refinamiento y conciencia; losque delatan, en el hombrecito, la tendencia adeterminar profesión, y en la mujercita la voca-ción amorosa, el instinto maternal y el hábito,adquirido hereditariamente, del gobierno decasa. En este período, los chiquillos se apartandesdeñosamente de las chiquillas, organizanrevistas y desfiles, se uniforman con quepis yapuntados de papel, ármanse con espadas depalo y fusiles de caña, desentierran los herrum-brosos sables de miliciano y los fanfarronespistoletes de chispa, mientras alguno de la co-horte -un futuro obispo quizá- revístese la casu-

lla hecha del floreado sayo de la abuela, y de-clarándose capellán del ejército, erige en unrincón su altarcillo, iluminado por mil candeli-cas, puestas en afiligranados candeleros deplomo, y nos emboca la gran misa de campaña.Las niñas, entre tanto, cortan refajos y gorrospara una muñeca declarada en período de lac-tancia, y que tiene cinco o seis amas secas por lomenos: una le embadurna los carrillos de sopa,otra le compone un biberón del almidón y aguade fregar, ésta le limpia el trasero con un retalde hule, y aquella, todavía más aseada, la se-pulta en un baño completo, de donde sale lamísera muñeca hecha papilla. También haychicuelas más frívolas, menos apegadas a lossantos deberes del hogar doméstico, que, envez de cuidar de prole, sededican a hacerse visitas o a salir de paseo,desde la sala a la antesala, muy peripuestas,luciendo ricas mantillas de guiñapos y abani-cándose con la pantalla o el soplador. ¡Curiosopanorama infantil de la existencia futura, teatro

de inocentes marionetas, en quienes la mimesiso parodia se adelanta al conocimiento reflexivoy a la comprobación de la vanidad universal! A todas éstas, el tiempo no paraba su rodeznovolador, y llegábase para muchos de nosotrosla edad empalagosa comprendida entre el se-gundo y el tercer lustro, transición que introdu-cía alteraciones nuevas en nuestros pasatiem-pos y barrabasadas. Claro está que no todoshabíamos dejado de ser chiquillos a la vez; peropor el ascendiente que ejercen los mayores so-bre los pequeños, las aficiones del decanatopredominaban en la taifa de rapaces. Bien secolige que ningún zangolotino anda ya recor-tando casullas de papel de plata, ni arranca algallo los tornasoles del rabo para empenacharel sombrero, ni calza al gato con nueces, ni sus-trae el azúcar y las pasas, con otras demoniurasdel mismo jaez; en desquite, durante esa edad,llamada no impropiamente del pavo, éntrales alos chicos un furor de independencia, un deliriopor fumar a escondidas y un prurito de condu-

cirse en todo como los hombres hechos y dere-chos, que los lleva, ya a extremos de incivili-dad, ya a derroches degalantería con las muchachas. Ellas, a su vez,hácense las dengosas y las misteriosas, unasveces riendo alto, fuerte y sin motivo alguno,otras provocando a los varones con bromasincisivas, ya confabulándose y secreteando, yafingiendo una dignidad precoz, dominando alos chiquillos con su temprana intuición deltrato y la perfidia social... Entre nosotros, ni fueron muy prontas ni muyempeñadas estas escaramuzas de sexo a sexo.Por lo mismo que nos habíamos criado juntosdesde la cuna, que los primos y primas jugabancon nosotros diariamente, no nos producíamosese efecto, esa perturbadora impresión, mitadmoral y mitad física, que causa en las imagina-ciones frescas lo desconocido. No distinguía-mos a las primitas de las hermanas, y con unasy otras retozábamos casta y brutalmente, a em-pellones, a palmadas, a carreras, sin asomo de

incitativo melindre y sin rastro de cortesía odeferencia hacia el bello sexo. La fraternidadque preconiza el conde Tolstoi para las relacio-nes entre las dos medias naranjas de la Huma-nidad, realizábase plenamente en nuestros do-minios. No obstante, lo repito, la forma de nuestrasdistracciones ya no era la misma. Nos parecíaignominioso -particularmente a los que rayá-bamos en los dieciséis y calentábamos los ban-cos de Universidad- que todo se volviese es-condite y corro, y no tener nuestras tertulias,nuestra pizca de baile, al que podíamos convi-dar, dándonos tono, a algún amigote privile-giado. Los días festivos, los onomásticos, loscumpleaños, servían de pretexto a la reunión:charlábamos, proponíamos acertijos, apurába-mos una letra, jugábamos a prendas, echába-mos los estrechos -aunque no fuesen primerosde año- y, sobre todo, nos entregábamos a bai-lar.

¡Bailar! En los años mozos, esta palabra tieneun sonido, un eco, un retintín especialísimo.Hay en ella prestigio singular, recóndito aleteode esa esperanza compañera de la juventud,cuando presentimos la vida a modo de intere-sante novela y esperamos a la ventura como aalgo positivo, que infaliblemente ha de realizar-se cuando menos nos percatemos. Aparte delgoce que encierra como ejercicio muscular, elchico adivina en el baile otra cosa: la represen-tación simbólica del futuro drama amoroso,inseparable de la juventud. Así es que bailábamos, si con total inocencia,con poderosa ilusión. Ya no envidiábamos a losestudiantes que, libres del yugo paterno, con-currían a los saraos zapateriles de los Liceos; nia los señoritos de levita y bomba, que en el Ca-sino obsequiaban a las damiselas con azucari-llos y bandejas de yemas acarameladas. Tam-bién nosotros éramos gente, y nuestra recep-ción se la pasábamos por el hocico a cualquiera.¡Allí sí que nos divertíamos!

¿Qué se bailaba? Todos los bailes que Dioscrió. En la inmensa sala, económicamentealumbrada, porque aún no se había generaliza-do el petróleo, a los sones de un piano que eraen puridad una matraca, aporreado por lasprimillas o las hermanas menores, agotábamosel menguado repertorio de la coreografía mo-derna -valses, mazurcas, rigodones y galopes-,pasando después a los bailes anticuados -lanceros, virginia, minué- y a los regionales -jota, bolero, zapateado, ribeirana, contrapás-.Saltábamos como empujados por resortes in-ternos; el sudor nos arroyaba de la frente a lasmejillas; las carcajadas se mezclaban a los des-acordes del piano; retemblaba el suelo; alzábasepolvareda de la alfombra; y los colgantes dearañas y candelabros acompañaban nuestrobrincoteo con suave y cristalino tlin, tlin. Alguna que otra vez, desde el próximo gabi-nete, asomaban la cabeza las personas mayores,curioseando. Los entretenía hasta lo sumo lazambra nuestra, y el semblante un tanto severo

de mi padre y la faz de mi madre, marchita porla ruda faena materna, se iluminaban de placerviéndonos contentos. Acaso nos encargabancuidado con algún mueble de especial estima-ción. -A ver si vais a romperme el fanal del florerode concha, niños. -Ese juego de café, de porcelana, retiradlo, quesi tropezáis con la consola... -No salgáis ahora al frío; sudáis como pollos. -Ya tenéis en el comedor el queso y el dulce demembrillo... Nunca oíamos advertencias más duras. Aconteció que la tarde del día de Inocentes delaño... -no, la fecha la suprimo, que ya las arañasdel otoño de la vida me hilaron muchos hilosde plata en el cabello-; la tarde, digo, de un díade Inocentes, bajaba yo dos a dos las escalerasde la Quintana, y por punto no me estrello co-ntra un clérigo que las subía una a una, pausa-damente, y que me llamó aturdido y mala ca-beza. Nos detuvimos en el mismo escalón don-

de nos encontramos, y el vicario de las monjasBernardas -pues no era otro sino él- empezó adarme el gran solo, crucificándome a pregun-tas. Parecíame el sitio inoportuno para la confe-rencia; y si a los fatigados pulmones del respe-table clérigo les convenía un descansito en mi-tad de la escalinata, mis pocos años y muchaviveza estaban pidiendo que me pusiese encobro. No me entretenía la conversación, ni meindemnizaba el contemplar la bella fachadagótica de la catedral, que surgía coronando laescalinata, ni allá abajo, en la plaza, la fuentemonumental, en cuyopilón los caballos marinos remojaban sus pal-meados pies. Además, mi interlocutor me ins-piraba cierta tirria, un violento capricho de ju-garle alguna trastada. Si me dejase llevar demis impulsos- ¡qué despiadada es la niñez!-, leempujaría para verle aplastado como una ranacontra el suelo. El padre vicario de las monjas Bernardas, frai-le exclaustrado y excelente sujeto, según com-

prendí años adelante, cuando la experiencia mehubo enseñado tolerancia, tenía el defecto demeterse hasta en los charcos y de estar siemprearreglando las conciencias y las vidas ajenas, apoco resquicio que encontrase. ¡Ay de la casadonde tenían la debilidad de obsequiarle conuna tacita de chocolate y un platillo de almíbar!¡Ay de quien, respetando su estado y edad, oíacon sumisión real o aparente alguna de sushomilías caseras! Que contase, el mejor día, conencontrar al padre vicario en la sopera, tasandolas cucharadas de sopa que debe consumir unafamilia cristiana, o fijando el precio de la varade seda que una señora, cristiana también,puede vestir sin menoscabo de su cristiandad.La fiscalización del padre descendía a talespormenores, que yo, yo en persona, había oídoeste diálogo entre mi madre y la cocinera: -Pepa, ¿se puede saber por qué no trajiste lalamprea, como te tenía mandado? ¿Es que nohay lampreas en la plaza?

-Hay lampreas, hay, sí, señora, y tenía ajusta-da una de gorda como mi brazo, con perdón. -¿Y entonces...? -Y entonces pasaba el padre vicario, y me riñómucho, y me mandó comprar fanecas, porquedice que solo entre los moros se come lampreaa la colación, y que en esta casa los señores tie-nen conciencia, y aquel, y temor de Dios, y nose les debe traer lamprea en semejante día. ¡Meregateó las fanecas él mismo..., que las sacóbien baratas! Excuso añadir que para los muchachos ver alpadre vicario era ver al demonio. Sus consejosacerca de la severidad en la educación, la su-presión de todo recreo, el sistema celular yclaustral, nos parecían nacidos de un corazónmaligno y cruel; y sus entremetimientos nosindignaban hasta el punto de que bastase que elpadre vicario dijese haches, para salir nosotroschillando erres. Declarado esto, nadie mostraráextrañeza ni me tachará de mentiroso, por el

modo con que respondí a las preguntas delexclaustrado, cuando me paró en la escalinata. -Con que bailecitos, ¿eh? Ha llegado a misoídos..., porque todo se sabe. ¿Y mamá lo per-mite? ¿Y papá no pone dificultad? ¿Y cómo sebaila, hombres con hombres y mujeres con mu-jeres, o promiscuando? Y en la sala, ¿estáis soli-tos? ¿Ninguna persona formal autorizando ypresenciando... el jolgorio? ¿Campáis por vues-tros respetos? ¡Así, república, república! Pero, ymamá, ¿no dice ni esto? ¿Y qué bailáis? ¿Baila-réis de esas danzas tan bonitas, ¡tan asquero-sas!, en que se pegan las chicas a los chicos co-mo la oblea al papel? ¡Ah! ¡Con que efectiva-mente! ¡Ya lo había olfateado, ya! ¡Tengo lanariz muy larga! ¿Y por dónde os cogéis? ¿Porla cintura? ¿También las manos? ¿Las piernas...así? ¡Jesús, Jesús y Señor! Imposible parece quetu mamá, una persona hasta hoy prudente, re-ligiosa, cuerda, esté tan ciega y tan... Y la ver-dad; vamos, háblame aquí como si nos encon-trásemos, tú en el santo tribunal de la Peniten-

cia, y yo con los dedos levantados para absol-verte. ¡No me ocultes nada,hijo mío, nada! Un buen movimiento... ¡Salgade aquí la verdad! ¡La verdad, que es hija deDios!... Vamos, nadie nos escucha; puedes es-pontanearte y descargar la conciencia de unpeso. En esa sala medio oscura..., en esa sole-dad en que os dejan..., con esos bailes infernalesy lúbricos..., ¡discurridos por el que siempreestá en acecho y no se duerme nunca!..., no hahabido..., quiero decirlo con toda la limpiezaposible..., no ha habido algún..., vamos, algúnroce..., en fin, algún contacto..., deshonesto...,indiscreto..., alguna aproximación excesiva...,imprudente..., entre personas de distinto sexo...,algún..., alguna... posición... que... -Sí, señor, que hubo -exclamé fuera de mí,dando salida a mi impaciencia y amontonandodisparates por el gusto de amontonarlos-. ¡Vayasi hubo! ¡Pues qué! ¿Somos de cartón nosotros?Ya hemos pasado de chiquillos. Nos aprove-chamos cuanto podemos, y nos damos cada

panzada de sobadura que tiembla el misterio,padre vicario. Los besos se oyen desde la calle.¿Qué se había figurado usted? ¡Aquello ardeque es una gloria! -¡Jesús, Jesús, María Santísima, Dios y Señor!Hijo mío, pero ¿qué me estás contando? -gimióel fraile consternadísimo, apretándose las sie-nes y dilatando los ojos de terror al ver confir-mados sus recelos-. ¡Ya me lo sospechaba yo, síque me lo sospechaba! Pero no tanto, no tanto;creí que el mal sería cosa de menos trascenden-cia. ¡Hijo, hijo, medita, reflexiona, detente, es-cúchame! Pierdes tu alma y pierdes las de tusinfelices compañeros; das ocasión a un escán-dalo gravísimo. ¡Señor! ¡Señor! ¡Abrid los ojos alos ciegos, a los padres, que debieran vigilar yse duermen! Atiende, Ramón: es preciso ponerremedio a ese daño... Es indispensable, es deconciencia que vayas inmediatamente y se locuentes a tu mamá, diciéndole, por ejemplo, así:"Madre..., usted no se asuste, pero tenemos queponerla sobre aviso... En la casa ocurre esto,

esto y esto... Cesen estos bailes, apáguense estasluces, entren aquí el recogimiento y el orden..." -Pero ¡si estamos todos que nos chupamos losdedos!... -contesté, divirtiéndome en ver al se-ñor vicario enrojecerse y despedir chispas porsus ojuelos, enterrados entre el párpado y em-boscados tras la ceja tupida e hirsuta-. ¡Si novemos el momento de que llegue el baile!... -Muy bien, caballerito -interrumpió él conseveridad y fiereza repentina-. Muy bien. Elbobo soy yo. No es a usted a quien toca arreglareste asunto. Y se arreglará..., ¡pues no nos falta-ba otra cosa! Se arreglará, Dios mediante. Se lodigo yo a usted que se arreglará. Embozado en el manteo, aun cuando no hacíafrío ninguno, y con heroico esfuerzo atacó ve-lozmente la escalinata. Aquella noche teníamos reunión danzante,por ser día festivo. Excuso decir que muchoantes de la hora, adelantándola en nuestra im-paciencia, nos hallábamos congregados en lasala los futuros danzarines, divirtiéndonos,

para esparcir la sangre, en hacer el remolino,ejercicio que acompañábamos con resonantescarcajadas, no bien, a fuerza de girar, se decla-raba mareada alguna humana peonza. Estába-mos en lo mejorcito, cuando por la entreabiertapuerta del gabinete se deslizó mi madre, y ensu cara y actitud comprendimos que se tratabade asunto urgente y serio. -Ramón, ven acá -dijo encarándose conmigo yllevándome hacia un rincón-. Mira, ya eres cre-cido, y puedes hacerte cargo -añadió, no tanbajo que los demás, si prestaban oído atento, nopudiesen enterarse-. Está ahí el vicario de lasBernardas, y nos ha puesto la cabeza como unbombo a tu padre y a mí. Dice que sois el es-cándalo de la población; que nos cortan sayoslas señoras de respeto, horrorizadas de lo queen esta casa acontece; que el padre te sacó losochavos esta mañana y que tú confesaste cosasmuy feas; que ni en el callejón de la Apalpasucede lo que aquí, y que ni somos cristianos nipadres, si no ponemos correctivo... Tu padre se

ha disgustado: yo también por poco suelto eltrapo a llorar. -Pero mamá, ¡por los clavos de Cristo! -interrumpí-, ¿a qué haces caso de las chochecesdel padre? Por darle cuerda y hacerle rabiar, leencajé hoy en la Quintana mil absurdos. Cuan-to te dijo lo inventé yo, y fue pura guasa. ¿Quéviene a contarte? ¿No presencias tú y papá,siempre que se os antoja, nuestra reunión? -No importa, hijo mío, no importa. Tu padreestá alarmado, yo también. Realmente eso debailar... así..., cogidos... -¡Pues así se baila en todas partes, mamá! -objeté con fuego-. En las tertulias más elegan-tes... -Aquí no es tertulia elegante -arguyó mamá,que, careciendo de razones, apeló al argumentode autoridad, imponiéndose-. Y, sobre todo, losdemás... allá se arreglen con su conciencia. Lamía y la de tu padre nos mandan deciros losiguiente: no más bailes. Esto se acabó. Jugad...al corro..., a las esquinas...

-¡Al corro! ¡A las esquinas! -clamé indignado-.¡Como si tuviésemos cinco años! -Bueno; pues si no, leed..., o armad una parti-da de tresillo. -¡Como si tuviésemos sesenta! -¡Pues haced lo que se os antoje... menos bailaragarrados! ¡Está dicho y... basta! Te encargo dehacer cumplir la orden... -Salió la señora, y yo transmití el ucase mater-nal a la asamblea. Tristes y alicaídos, como sinos hubiesen administrado a cada cual unapaliza, nos agrupamos alrededor del piano,amparándonos al altar del numen protector dela danza. Nos mirábamos carilargos y silencio-sos, y aunque a nadie le inspiró Satanás la ideade desobedecer, a todos les sopló en el corazónla protesta. Nos sentíamos no sólo privados deun juego favorito, de un goce, sino humillados,disminuidos, reducidos nuevamente a la condi-ción de rapaces, de mequetrefes. ¿A quién, nosiendo a un chiquillo, se le veda bailar? Una demis primitas, de once años, sofocada, se escon-

dió detrás de una cortina, a hacer pucheros.Otra, más varonil, de doce, me dijo por lo bajo: -Déjame encontrar en la calle al padre vicario,déjame. Le he de poner de soplón y de chismo-so y de acuseta, que no haya por donde cogerleni con tenazas. Ya verás. -Así permanecíamos, consternados y furiosos,cuando, ¡oh sorpresa!, en la misma puerta vi-mos encuadrarse la respetable persona del au-tor de nuestros disgustos, a quien acompaña-ban los de nuestros días. Venía el buen vicario -porque era bueno, no lo digo con retintín iróni-co- rebosando por el semblante gozo y paterni-dad espiritual. La alegría de haber sido obede-cido; la satisfacción de haber rescatado nuestrasalmas le infundían un júbilo visible, reveladoen el afectuoso "Felices y santas noches, señori-tos y señoritas", que pronunció antes de entrar.Mi madre, sonriente y como reclamando indul-gencia, le daba explicaciones.

-Ahí los tiene usted... Se han quedado aturdi-dos los pobres... Sienten no bailar, lo mismoque si les arrancasen las muelas. -Vamos, vamos, ¡pobrecitos! ¡Sienten no bai-lar! Pero, señora mía, ¿quién les manda no bai-lar? Yo no he dicho que no bailen. Todas lascosas de este mundo pueden hacerse; dependesolamente de cómo se hagan. No pueden nideben sus hijos de usted danzar danzas impú-dicas y lascivas, a ejemplo de la meretriz aque-lla, Salomé, que danzaba... ¡Ya sabemos todoscon qué objeto danzaba la gran culebrona! Perodanzas honestas, como la de David ante el ar-ca... -Pues, padre -intervino mi madre no sin aso-mos de impaciencia revelada en la voz-, díga-nos usted cuáles son esas danzas que la moralno reprueba, porque a mí me disgusta ver a losniños aburridos y tristes, y, cuando están satis-fechos, parece que se me quita de encima unpeso de diez arrobas. A ver, ¿qué deben bailar,según usted, los chicos?

-¿Qué deben bailar, qué deben bailar? Paraque vea usted cómo me pongo en la razón,pueden bailar mil cosas bonitas... Por ejemplo:el baile del Querubín. -¿Del Querubín? -gritamos todos, sacándonosla curiosidad de nuestra digna reserva-. ¿Québaile es ese? -¿No lo saben? ¡Ay! ¿Ve, ve cómo no saben lomejor? ¿Cómo sólo aprenden las picardías? -ycon ímpetu casi juvenil, el digno sacerdote seadelantó al centro de la sala-. Pues ya que nosaben, voy a enseñárselo. Tú, Ramoncito, acá... -diciendo y haciendo, me condujo a una esquinadel salón, dejándome allí plantado-. Ahora tú,Conchita... -igual maniobra con mi hermanamayor, solo que situándola en la esquinaopuesta-. Ahora... tóquenme en ese piano unatonadita... religiosa... que conmueva mucho...,vamos, el Tantum ergo... no, ¡un villancico serámás propio!... Eso... bien... lailalaro, lailá... -y elpadre, animadísimo, gorjeaba-. Bueno; ahoratú, Ramoncito, sales así..., moviendo los brazos

como si fueran alas, alzando un pie con muchocompás..., luego otro..., mira... -y nos daba elejemplo-. Tú, Conchita..., cruzas las manos so-bre el corazón..., bajas los ojos, muy modesta...,haciendo una reverencia a cada paso que elQuerubín dé hacia ti... Así, Ramón... Conchita,bien... Los movimientos de alas..., ¡a compás! ¡Acompás! Yo no sé quién estalló primero: creo que fue laprimilla que lloraba detrás de la cortina, y cam-bió el llanto, instantáneamente, en una explo-sión de risa tan melodiosa, que parecía la caídadel agua en el tazón de una fuente de cristal. Aaquella bonita risa de candor, provocada por elespectáculo del padre vicario, arremangando lasotana y alzando "¡a compás!, ¡a compás!" elpie, siguieron otras carcajadas agudas o graves,que partían del grupo arrimado al piano. Yomismo, el Querubín, no supe contenerme, ysolté la risa a borbotones; y Conchita, mi parejaangelical, dando al diablo el compás y la mo-destia, se agarró con ambas manos la cintura,

que de tanto reír se le partía. Y como la hilari-dad es contagiosa, mi madre, que no pecaba derisueña, acabó por sacar el pañuelo y aplicárse-lo a la boca y llenársele de lágrimas de risa losojos... Hasta observé que mi padre se volvía deespaldas y se retiraba hacia el gabinete; y adespecho de su precaución y disimulo, yo jura-ría,por el sube y baja convulsivo de sus hombros,que iba perdido, derrotado de risa... Ahí tienen ustedes cómo nunca nos diverti-mos más que la noche en que pensamos abu-rrirnos mortalmente.

***

¡Cuán lejos veo ya aquellas doradas horas! Lavida me tomó en sus rudos brazos y me zaran-deó sin duelo, dándome, según acostumbra, apena por día, y algunas veces ración doble. Sin-tiendo allá dentro un sublime hormigueo quellaman sed de gloria, me consagré a las letras, y

emborroné algunas páginas, que ignoro sihabrán de sobrevivirme. Y en el curso de micarrera literaria, encontré varios críticos que,inspirándose en las tradiciones del padre vica-rio, quisieron obligarme a que sólo bailase elbaile del Querubín... ¡con muchísimo compás! "Nuevo Teatro Crítico", núm. 2, 1891.

Coleccionista

Al notar los vecinos que la puerta no se abría,como de costumbre, que la vejezuela no bajabaa comprar la leche para su desayuno, presintie-ron algo malo; enfermedad grave y repentina,muerte súbita quizá..., ¿tal vez crimen? Llamaban de apodo a la mendiga -a quien, porcierto, se le conocía muy bien que había tenidootra posición en otros días- la Urraca. Era debi-do el sobrenombre a que la buena mujer se traíapara casa toda especie de objetos que encontra-ba en la calle. Como las urracas ladronas, cogía

lo que veía al alcance de sus uñas, sin más finque ocultarlo en su nido. La Urraca -cuyo nom-bre verdadero era Rosario- no hubiera tomadode un cajón un céntimo; pertenecía a la innu-merable hueste de descuideros de Madrid quejuzga suyo cuanto cae a la vía pública. Algunas excelentes albanas recordaba y podíainscribir en sus fastos la vieja, conseguidas almendigar ante la portezuela de los coches par-ticulares. Al subirse las señoras, al bajarse, sonfrecuentes las pérdidas de bolsos, saquillos,tarjeteros, abanicos, pañuelos y otras menuden-cias. Rosario, "tía Rosario", como le decían las veci-nas, veía con ojos de gavilán rapiñero caer elobjeto, precioso o baladí, y nunca se dio caso deque lo restituyese. Había tocado el barro delarroyo, y para la gente del arroyo era. Apartede este criterio, a la Urraca se le podían fiarmiles de pesetas; cada uno entiende la probi-dad como la entiende.

La Urraca, vestida con un mantón de indefini-ble tono térreo, tocaba la cabeza con un pañue-lo negro verdoso, de algodón, salía diariamen-te, en lo más crudo del invierno y en lo másachicharrante del verano, a pedir y a merodear.Cuando los alcaldes hacían justicia de enero yapretaban en que los pordioseros fuesen reco-gidos, tía Rosario no extendía la mano; se limi-taba a espigar, como siempre, las porqueríasdel arroyo. Pasada la racha, reincidía. "¡... Paraesta abuelica de más de setenta años!... ¡La po-bre abuelica, que está muy enferma, que tieneun mal que la mata!... ¡Un perrillo, señora mar-quesa!..." La Urraca distribuía los títulos a su modo: lasseñoras gordas y cincuentonas, marquesas defijo; las damas de pelo blanquísimo y avanzadaedad, duquesas; las buenas mozas de treinta acuarenta, condesas. Era cuanto sabía de herál-dica. Nadie había penetrado jamás en la viviendade la mendiga. Por lo mismo, la curiosidad de

las vecinas era aguda, rabiosa. ¿Qué encerrabaaquel misterioso cuarto tercero interior de lacalle de las Herrerías? Y casi -al tener un pre-texto para descorrer el velo del misterio- sealegraron, sin decirlo, de lo que hubiese podidoocurrir. Dos horas después la autoridad penetraba enel domicilio de Rosario. Desde la misma puerta,el hedor cadavérico atosigaba. Lejos de encontrar, como pensaron, una espe-cie de desván lleno de trastos en desorden, deinmundicias, hallaron tres habitaciones de po-bre mobiliario, pero muy arregladas, barridas ysin señal de polvo. La vejezuela, en efecto, sa-caba diariamente la basura a la calle envueltaen un periódico y oculta bajo el indefiniblemantón color de tierra; y lejos de guardar, co-mo la urraca, las cosas que absolutamente nadavalían, las desechaba al día siguiente de reco-gerlas, previo el más minucioso trabajo de clasi-ficación que se ha realizado nunca con despojosy residuos de la vida en una capital.

Centenares de cajitas de tabacos, de esas pul-cras cajitas cuya madera seca y sedosa conservael aroma de los habanos que han contenido,servían a la Urraca para almacenar y guardar,con primoroso orden, su botín. Se supo despuéslo que las cajas contenían: como que hubo quetasarlo e inventariarlo. Unas encerraban guan-tes, doblados, delicadamente; otras, pedazos deencaje; otras, alfileres de todos tamaños y for-mas, horquillas de todos los metales, peines,jabones, pañuelos, alguno de ellos blasonado yenriquecido con puntos de aguja y Venecia...Había flores artificiales, objetos de cotillón,desdorados y marchitos; portamonedas de pla-ta, piel y cartón vil; devocionarios, libritos dememorias, peinas de estrás, agujas de sombre-ros, frascos de esencias y de medicinas. Habíaretratos, cartas de amor, letras sin cobrar y, enuna cajita especial, billetes de Banco, una bonitasuma. Más extrañó el contenido que encerrabaun cofre de hierro: amén de ¡un collar de per-las!,

alhajillas de menos valor, piedras sueltas, unreloj muy malo, dos o tres sortijas... Prolijo en verdad sería el recuento del conte-nido de las cajas: recuérdese todo lo que puedehallarse en la calle, todo lo que diariamente sepierde en una populosa ciudad. ¿Quién no hatenido, al volver a casa después de un paseo ode una reunión, la sensación desagradable deque algo le falta? ¿Quién no ha echado de me-nos, al desnudarse, la joya, el manguito, la ca-dena de los lentes? Fácil es inferir lo que entreinta y cinco años de mendicidad y rapiñallegó a reunir la Urraca. Y allí estaba la vieja sobre su cama mísera, conel rostro ya afilado: sin duda la muerte la habíasorprendido en el primer sueño... La raídamanta, rechazada en algún espasmo de la ago-nía, colgaba, caída hacia el lado izquierdo, des-cubriendo el cuerpo sarmentoso, los secos piesde esparto, las canillas como palos de escobamaltratados por el uso... Diríase que pies y pier-nas cansados y gastados de tanto pisar la calle,

de tanto vagabundear acechando la presa, sehabían rendido y pedían descanso. La camisa,remendada, cubría mal el resto de la anatomíapavorosa de la mendiga. Las greñas, lacias, seesparcían sobre la almohada, de percalina gris,sin funda de tela. Ropas y mobiliario acusabanla miseria, la sórdida vida de una pordioserareducida a lo estricto. El vecindario quedó algo desilusionado: nohabía crimen; no había ni aun delito; ni asesina-to, ni robo. La Naturaleza era la autora de aque-lla muerte oscura, solitaria, quizá sin sufrimien-to, y que bien podía atribuirse a la falta de todocuidado, al desabrigo bajo la intemperie matri-tense, a la vida antihigiénica de la mísera Urra-ca... Si la anciana hubiese echado mano de losrecursos no escasos que poseía; si hubiese teni-do buena alimentación, un mantón nuevo ylanoso, zapatos que no embarcasen la hume-dad, ropa interior de franela..., diez años más,tal vez, hubiese podido vivir. Pero -al menos,así me lo he explicado- entonces no hubiese

gozado una felicidad que debió de compensarlatodas las privaciones voluntariamente sufridas,el frío en el estómago y en los huesos, el puche-ro aguanoso, el calzado ensopado, que "se ríe"...¡No hubiese experimentado esas fruiciones sa-brosas que disfruta la vejez en compensaciónde tantas dichas como pierde! ¡No hubiese sa-boreado lagustosa locura del coleccionismo, el goce egoís-ta y callado de reunir lo que nadie ve y lo quede nada nos ha de servir! Sí, esta era la clave; yo no podía dudarlo: laUrraca coleccionaba. ¿Qué? Todo; los objetosque nunca, dada su condición social, hubiesepodido poseer; los objetos que a ningún finpodía aplicar; los objetos más heteróclitos, perocuya busca, en la calle, constituía la ventura y lapasión de su ancianidad. Cazadora en la selvade la capital, de noche, a la luz de la pobre can-dileja, experimentaría emociones de intensidadviolentísima al recontar y clasificar el botín. Allíestaban las riquezas que otros habían dejado de

poseer y que ahora formaban el tesoro de lamendiga: allí estaban, deslumbradoras. ¿Des-membrarlas? ¡Nunca! Ni aun tocaría al billetede Banco hallado entre el cieno, a la puerta delCasino o en el umbral de la tienda... Si se des-hiciese de sus hallazgos, ¿qué placer o qué co-modidad podrían compensar el de guardarlos,de saber que los tenía allí, que aumentabancada día, con la exploración ardiente en la ma-nigua urbana? Cuanto más la aumentaba, cre-cía laavaricia de enriquecer la colección... Ni ante lamuerte la hubiese descabalado... Y eché la última ojeada al cadáver de la mujerque fue feliz a su manera, que gozó emocionesde refinada y estética intensidad... "La Ilustración Española y Americana", núm.6, 1910.

En verso

Por tercera vez escribió el soneto, y, paseándo-se majestuosamente, lo declamó. Luego, me-neando la cabeza, volvió a sentarse. Apretabaen la mano el papel y, sin soltarlo, reclinó lapensativa cabeza sobre el pecho. Un suspiroprofundo se exhaló por fin de su boca, contraí-da de amargura. Arrugó convulsivamente en lamano donde aún lo conservaba el borrador, loarrojó hecho un rebujo informe sobre la mesa yvolvió a levantarse y a recorrer el cuarto, no yaal amplio paso rítmico de los lectores en vozalta, sino con el andar agitado y desigual de losmomentos en que la locomoción no llena másfin que desahogar la excitación nerviosa. -¡Otra vez, otra vez la convicción se imponía!Él no era poeta, ni lo sería jamás... No, no losería, aunque gastase en procurar serlo lashoras febriles de sus noches, las rosadas auro-ras de sus días, la clama misteriosa de sus tar-des y toda la savia de su cerebro y todas lasemociones profundas de su corazón... Porqueahí estaba lo desconsolador, lo terrible: que en

su corazón había emociones, en su fantasíaplasticidades, galas y espejismos, más de losnecesarios para dar materia a los versos... Yapenas este contenido de su alma quería bajar ala pluma, expresarse por medio de la rima, eralo mismo que si un chorro de agua frescahubiese caído sobre la arena del desierto: niseñales. Este caso del personaje de mi cuento -que sellamaba Conrado Muñoz- no es raro ciertamen-te... Todos hemos conocido hombres cuya con-versación está impregnada de poesía, cuyomodo de ser tiene mucho de bello y de signifi-cativo, y cuyos versos son la misma insignifi-cancia, la misma sequedad, la quinta esencia delo vulgar y de lo cursi literario, la diferenciaque encuentro entre Conrado y los demás poe-tas chirles que lógicamente no debieran serlo,consiste en que Conrado se conocía. ¿Hay sabi-duría; hay ciencia más amarga que esta de co-nocerse cuando el conocimiento descubre elirremediable, el fatal límite de las facultades?

No habían podido más que la perspicacia deConrado las fáciles lisonjas de los amigos, ni lasinverosímiles benevolencias hiperbólicas dealgunos periodistas, ni su propio anhelo, que essiempre el mayor engañador... Llevaba dentroimplacable juez; era un crítico admirable detino y sagacidad... también en lo secreto, en loíntimo; porque, llegado el punto de expresarpor escrito sus juicios certeros, fracasaba lomismo que al rimar, y solo acudían a su plumaindignos lugares comunes, de una insignifican-cia desesperante... Dando vueltas a esa miseriade su destino, el frustrado poeta llegaba a en-contrarlo anunciado en la unión de su apellidoy nombre de pila. Conrado es, sin duda, unnombre muy poético y bello, de novela y deleyenda. En cambio, Muñoz huele a garbanzosy a trivialidad. ¿Comprenderíais que un granpoeta se llamase Muñoz? Así, lo primero en él,la idea, el Conrado, era estético y digno de salira luz; pero lo segundo, Muñoz, el desempeñode la obra, era algo

sin forma ni carácter, algo que tenía que acabarpor ponerle en ridículo... Sí; poseía Conrado talento suficiente para es-tar de ello seguro; a la larga o a la corta, el ridí-culo, como azote de la justicia inmanente, caesobre los malos poetas. Cae hasta sobre aque-llos que, revestidos de una cáscara engañosa,son malos y parecen buenos, y cuyos versoshasta se recitan en tertulias, entre babas de se-ñoras y éxtasis fingidos de compañeros de pro-fesión. Al que remeda a Apolo, Apolo acabasiempre por desollarle, como al sátiro. Conradotenía el alma lo bastante generosa para podercontentarse con la farsa literaria. No, no era eso.Eso lo desdeñaba, lo vomitaba su espíritu; esohasta le enloquecía de rabia. Sin duda, el que sesacia con apariencias es más feliz. Conrado es-taba seguro de obtener -si desplegaba asidui-dad y flexibilidad y destreza en conducirse-cierto renombre; podría ser académico, árcade,felibre... Lo malo, repito, del caso especial deConrado Muñoz era que pretendía ser poeta

ante dos testigos veraces: ante la posterioridady ante símismo... Y allá dentro, una voz burlona repetía:"No seas necio. No pretendas lo imposible. Tusversos son, en definitiva, irremisiblemente ma-los." Dio vueltas como el león en su jaula, y des-pués, abatido, vino a dejarse caer en el sillón, elmismo que le había visto tantas horas embo-rronar papel, morderse las uñas en busca de unconcepto o un consonante, leer afanosamentelos modelos para inspirarse, cediendo, a pesarsuyo, a la tentación plagiaria que sufren los queno encuentran prevenida la inspiración... Y alcabo, rendido a un dolor verdadero, un dolorhermoso -que era poesía-, dejó caer la cabezasobre las manos y filtrarse entre los dedos al-gunas lágrimas... Lloraba lo que más se ama: lailusión, la quimera muerta, que al sucumbirparece que nos deja enteramente solos, aban-donados, perdidos en las tristezas del mundo.Ya he dicho que dentro -allá muy dentro- de

Conrado había muchos poemas, infinitas estro-fas, hartos lieders y varias hondas elegías. Unade ellas era la que salía a sus ojos entonces, enforma de llanto. Como una monja magulladapor los hierros de la reja, segura de concluir susdías en reclusión,sin que nadie haya sondeado el negro abismode sus ojos, Conrado lloraba todo lo que nopodía decir, todo lo que se moriría, guardadosecreto, toda la divina beldad de su idea, lasti-mada y perpetuamente encerrada en la mez-quindad de su forma... "Mi vida carece ya deobjeto, carece de razón de ser -pensaba-. Mejorsería irse de ella..." Muchos poetas, en efecto, habían terminadopor ahí... Nombres gloriosos, eternamente en-vidiados, desfilaron por su memoria... Peroellos eran poetas, poetas de verdad, y teníanderecho al romanticismo. No así él. Muñoz elgrotesco, Muñoz el fracasado... Morir de talsuerte sería una ridiculez más. Para él, la muer-te debía venir rodeada de su aparato cotidiano

y burgués, el médico, las recetas, el termómetroclínico, la "itis" más usual, la que más humilla ala materia vil y paciente... Y volvió a gemir en-tre risas de rabia, golpéandose desesperada-mente la frente inútil, la que no había sabidoentreabrirse, jupiteriana, para dar paso a laMusa prisionera... En ese sobresalto de impaciencia ambulatoriaque causan los dolores agudos, requirió bastóny sombrero y se echó a la calle... Era un día degran gentío, un domingo. Sin darse cuenta delporqué, tomó el camino de la Florida. No sabíaquizá ni por dónde andaba. Su idea fija dabacuerda a sus pies de soñador impenitente. An-daba, andaba distraído, abstraído, enredándosecon la villana muchedumbre, que le miraba confisga o le empujaba con grosera insolencia. Nise volvía. Encontraba en andar un lenitivo, ypor instinto se encaminaba hacia donde hubieseárboles, aire, espacio y soledad. Fue necesarioque oyese un grito salido de muchas bocas, unclamor de espanto, para que se diese cuenta de

que ocurría algo insólito, capaz de sacar de suensimismamiento a una estatua... Volvió la cabeza y se enteró rápidamente. Eltranvía, alzando nubes de polvo, volaba poruna pendiente abajo, y en medio de la entrevíaestaba una criatura, niña o niño, que ni esohabía tiempo de ver, porque lo horrible de lasituación es que de nada había tiempo; ni deque el disparado coche se detuviese, ni de quela criatura, oyendo los gritos, corriese a ponerseen salvo... No, no había tiempo material; teníaque ser aplastada la inocente víctima en muchomenos plazo del que se escribe esto... Y tampoco hubo tiempo de que Conrado loreflexionase. La inspiración, rebelde para lorimado, vino súbita, fulmínea. Le deslumbró,como a Saulo el relámpago entre el cual se leaparecía Cristo. Era la muerte casi segura; paradesviar a la criatura había que exponer el cuer-po... Conrado se precipitó; un segundo mástarde... hubiese sido tarde. Con un brazo echófuera de los rieles al pequeñuelo, que rompió

en sollozos, y con el otro brazo, instintivamen-te, quiso detener la masa de hierro y maderaque se le venía encima, a pesar de los desespe-rados esfuerzos del conductor para sujetarla... Y su último pensamiento -antes de perder laconciencia al despedazarse su cráneo- fue este,altivo y satisfecho: "He escrito una admirable poesía..." "El Imparcial", 5 de julio de 1909.

El sino

Durante las largas travesías -y lo era realmen-te aquella de Lisboa a Río de Janeiro, en unbarco de muy medianas condiciones- se for-man, involuntariamente, roto el hielo de lasprimeras horas y vencidas las congojas prime-ras del mareo, lazos de unión que, creandoamistades pasajeras, con apariencia de profun-das, ayudan a entretener el tedio de las horasen que no se sabe materialmente qué hacer.

A bordo, sin muchos libros, sin pasajeras gua-pas para el "flirteo" reducidos a contemplar unmar de aceite cuajado y un cielo de un azulviolento, que iba siendo de metal empavonadosegún nos acercábamos al trópico, se anhela lamás leve sensación; todo interesa. Cuando enuna gran ciudad pasamos por entre la muche-dumbre, ningún caso hacemos de los que nosrodean; pero entre cielo y agua, sobre cuatrotablas, los seres humanos que corren la mismaaventura que nosotros nos parecen no solohermanos en humanidad, sino amigos y ene-migos declarados, a poco que el roce constantedespierte la simpatía o determine la antipatía. Yaquel muchacho de tez mate, de aspecto enfer-mizo, no tardó una semana en hacer conmigolas mejores migas del mundo, estableciéndoseentre nosotros esa confianza que impide tenersecretos. Por otra parte, la confianza se estimulapoderosamente con la certidumbre de que lapersona a quien nos confiamos no volverá, pa-sadas las circunstancias actuales, a estar

en contacto con nosotros; que no influiremos ensu vida ni ella en la nuestra; que, verosímilmen-te, ni a vernos volveremos nunca. Esto nos su-cedía a Sebastián Porto -tal era el nombre de mijoven amigo- y a mí. Llegados al término denuestro viaje, no creíamos fácil encontrarnosotra vez. Él era mulato, hijo de un plantador, yse dirigía a la fazenda de su padre, situada másallá de Marañón; yo no necesitaba pasar de Ríode Janeiro para los asuntos comerciales quetenía que despachar; una vez ultimados, mevolvería a Europa. Nos hablábamos, pues, apecho descubierto el muchacho y yo. Mis confidencias fueron más optimistas quelas suyas. Todo lo que Sebastián contaba de símismo presentaba un sello de desaliento y tris-teza, a veces teñido de color supersticioso. Secreía, sinceramente, destinado a sufrir y a morirjoven, y la idea de la muerte había llegado aserle no diré grata, pero sí familiar. Tenía ade-más la pretensión de que llevaba consigo ladesgracia, y me previno para que evitase su

compañía, de lo cual me reía y burlaba yo. Par-te por compasión, parte por temperamento, medediqué a desanublar aquella alma envuelta enla más honda de las melancolías, que es la delas razas inferiores. Si Sebastián tuviese toda lasangre blanca, de seguro no padecería esta de-presión del ánimo. Preguntándole un día, en tono de broma, dedónde sacaba que iba a sucederle tantas cosasmalas y funestas, supe que tales ideas se lashabía infundido su nodriza, una negra de laCosta de Oro, que había sido cimarrona y cap-turada por uno de esos capitanes do mato quese dedican a recoger los esclavos fugitivos. Se-gún Sebastián, su nodriza pertenecía a una razade negros más inteligentes, que saben de encan-tos, filtros, hierbas medicinales y canciones tris-tes, acompañadas con el banjo. En la fazendatodos la tenían por profetisa, y pocos días antesde morir la madre de Sebastián, que gozaba dela mejor salud, la negra vaticinó la desgracia.

-A mí me ha repetido mil veces que nada mesaldría bien y que mi suerte será funesta -repetía el mozo, agachando su cabeza bonita,de pelo rizado, mientras sus grandes ojos ne-gros, del más brillante terciopelo, se ensombre-cían con la niebla del terror a lo desconocido... Mis chanzas, mis escepticismos, hicieron, noobstante, favorable impresión en el espíritu deljoven. Según avanzábamos en feliz navegación,habiendo transpuesto las islas de Cabo Verde, ypasando el Ecuador, entre los ritos y humora-das que los marineros, en tal circunstancia, noomiten, se reanimaba Sebastián, y hasta en elfamoso bautismo de la Línea puedo decir quese mostró más alegre y exaltado que nadie, Laraza primitiva, de la cual había gotas de sangreen sus venas, se revelaba también en esta vio-lencia del gozar y de la expansión. Poco distábamos ya del término de nuestroviaje, cuando una tarde noté en Sebastián ex-traño ensimismamiento. Comprendí que sus

habituales preocupaciones habían vuelto aapoderarse de él. -¿Qué te pasa? -le pregunté, pues en nuestraintimidad ya imperaba el tuteo. -Siento -contestó- la opresión, el ahogo en elpecho que me anuncia las desventuras. En todami vida lo he percibido tan fuerte como hoy. -No -exclamé, para tranquilizarle, y ademásporque así lo creía-. Lo que tú notas, y yo tam-bién, es el anuncio de tormenta. Los marinosconocen bien esta especie de densidad del aire,esta calma asfixiadora que nos abruma. Pareceque nos rodea una capa de plomo. Ya podíaesto haber ocurrido dos o tres días más tarde,en cuyo caso estaríamos entrando en la bahíade Río de Janeiro. No tardó en verificarse mi presagio. Anoche-cía a la hora en que sentimos los primeros ama-gos de tempestad. Ráfagas furiosas de viento sacudieron la em-barcación, como sacude la pasión un alma tré-mula. Se oyó el siniestro silbido de las jarcias y

el castañetazo seco de la vela, estallando depuro tensa, próxima a romperse. La tablazóndel buque crujía como si fuese a desencuader-narse; la madera rechinaba y se quejaba hon-damente. El barco cabeceaba, lidiando embra-vecido él también con las altas olas enemigas,enormes, que tan pronto ascendían a los peno-les como se precipitaban por debajo de la qui-lla, levantando a la embarcación para dejarlacaer en breve al abismo. Reventando en inmen-sa masa líquida, aterradora, contra la frágil cajade leño en que unos cuantos hombres luchabancon el monstruo, las olas emitían su ronco yferoz canto de guerra y nos amenazaban consegura muerte... En casos tales, los pasajeros siguen su inclina-ción: si son medrosos, se refugian en la cámara,apiñados, rezando o mudos de puro miedo; sison animosos, salen a cubierta y tratan dehacerse útiles, aunque comprendan que sólo losmarinos de profesión pueden lidiar con la fiera.

Sebastián y yo subimos a cubierta desde elprimer instante. El muchacho parecía haberolvidado sus negros presentimientos ante laacción y el inminente peligro, que tiene la vir-tud, por su misma fuerza, de curar a las enfer-mas imaginaciones. Empeñábase en auxiliar ala escasa tripulación, que, a la luz de los relám-pagos, veíamos subida a las vergas, agarrándo-se desesperadamente, en su ardua faena decoger rizos. Cuando el relámpago nos ilumina-ba, reflejándose en la húmeda cubierta y en lapalpitante superficie del mar, nos sentíamosmás resueltos que cuando la oscuridad profun-da nos envolvía. La luz, aunque sea esa luzterrible que precede al trueno, tiene la virtud deconsolar. Hubo un momento en que no nos veíamos niel bulto, y sólo oíamos la voz rota y enronque-cida del capitán gritando órdenes, que el fragorde la tempestad impedía comprender. Y desúbito, entre los clamores del combate, he aquíque se destaca un grito angustioso, una lamen-

tación de agonía. Conocí el acento de mi ami-go... Acababa de arrastrarle el agua. Un relámpago me quitó la duda que pudiesequedarme... Le vi perfectamente en la cresta deuna ola, luchando para aproximarse, y empuja-do en distinta dirección, a pesar suyo. Grité: nosé de dónde saqué tal chorro de voz... "¡Sebas-tián! ¡Sebastián! Espera, sostente..." Un caboapareció, no sé cómo, y un marinero me ayudóa lanzarlo. Era un cabo recio, sólidamente ama-rrado y que atirantaríamos con todo nuestrovigor. Y repetíamos, enloquecidos de compa-sión y de ansia de salvar aquella vida: "¡Hom-bre al agua! ¡Hombre al agua!" El capitán nos oyó... Corrió hacia nosotros;algunos hombres se nos unieron; Sebastiánhabía cogido el cabo y se esforzaba en acercarseal costado del buque; pero se lo impedían lasolas, ladrantes y espumantes como alanos quese arrojan sobre la pieza de caza. "¡Valor! -legritábamos-. ¡Aprieta! ¡Hala!" Veíamos que seagotaba su resistencia, que se crispaban sus

nervios, que se descomponía su semblante. Larápida marcha del buque nos obligaba a derro-char inútilmente fuerzas en el trágico salva-mento... Ni el náufrago ni nosotros podíamosmás... Y rabiosas como nunca, trepaban las olasa querer hundirnos... Hicimos un esfuerzo su-premo; tiramos con loca rabia; el cuerpo delnáufrago se alzó un instante; ya le creíamosnuestro. Y, en el punto mismo, un relámpagome permitió ver su gesto de desesperanza su-prema, su fatalista renunciación. Sebastián des-apareció entre el agua espumeante, que se abriópara tragarle, boca ansiosa, nunca saciada... Y al punto mismo -como si el mar aceptase laofrenda expiatoria de no sabemos qué antiguocrimen- el viento amainó, el oleaje se apaciguóy pudimos continuar tranquilamente nuestratravesía hasta llegar a la bahía más bella delmundo. "Blanco y Negro", núm. 982, 1910.

Paracaídas

¡Es tan vulgar el caso! Al tratarse de infortu-nios, asaz comunes, corrientes y usuales, ocu-rre, naturalmente, desenlaces previstos tam-bién: el disgusto momentáneo en la familia, unperíodo de rencillas y desazones, y, al cabo, lareconciliación, que cicatriza más o menos enfalso la herida, pero siquiera ataja la sangre delescándalo... No obstante, algunas veces la realidad presen-ta inesperadas complicaciones, y no son losfinales tan pacíficos y burgueses. Hay siempre, en las grandes penas de la vida,un momento especialmente amargo. En apa-riencia, se agranda el abismo del destino, y losque a él se asoman sienten que es insondableya. Para Celina fue este momento aquel en queparticipó a su madre la resolución adoptada, yvio su propia desesperación reflejada en lasmejillas, ya consumidas por la edad, y en los

ojos amortiguados -había llorado mucho- de lainfeliz señora. Todo padre está sentenciado a sufrir no losdolores que normalmente corresponden a unavida humana, sino los de muchas vidas. Eso es,principalmente, la maternidad: solidaridad conunos cuantos seres para sufrir doblemente loque ellos sufran. La madre de Celina, aquella modesta y resig-nada señora de Marialva, tenía el corazón, se-gún la hermosa imagen mítica, coronado deespinas, pero espinas maternales. De seis hijos le quedaban tres. Los otros, unaniña preciosa, una flor, y dos mocetones, con sucarrera terminada, habían muerto en lo mejorde la edad, del mismo mal que su padre, aun-que ahora dicen los médicos que la tisis no sehereda. Los dos muchachos que vivían, habían salidoharaganes, viciosos, derrochadores, y en mesesno aparecían por su casa, a menos que viniesena pedir dinero. Uno de ellos, el más joven, aca-

baba de ser descalificado y expulsado de unCírculo por graves indelicadezas en el juego. Elúnico oasis donde podía reposar la señora deMarialva era el hogar de Celina, esposa de To-más Espaldares, cosechero y exportador devinos. El matrimonio Espaldares parecía ente-ramente feliz. Rico y generoso, Tomás era pró-digo en obsequios a su mujer, a la cual seguíatratando con galantería de novio, y a su vezCelina, casada por inclinación, no por codiciade los millones del cosechero, estaba cada díamás prendada, con la vehemencia de su sangre,tal vez mora, pues los Marialvas venían deGranada, de familia serrana y vieja. La únicanube era la falta de sucesión; pero ¡había tiem-po!, y la madre de Celina decía siempre: "Nolos desees, o pide a Dios no tenerles demasiadocariño." Al enterarse de la desgracia de Celina y delextraño propósito que venía a anunciar, la se-ñora de Marialva sintió la herida en el únicopunto sano, en lo intacto de su vitalidad, y una

palpitación violenta denunció el estado cardia-co, la sofocación cruel. Celina, tiernamente, lacuidó, prodigándole cariños, besándola, entrellanto y palabras bruscas, afectuosas. -¡Mamá, no te aflijas; todo tiene remedio en elmundo! Dentro de dos años estaré acostum-brada a mi nueva condición, y es fácil que con-tenta y divertidísima. Y si no estoy contenta,por lo menos estaré vengada. ¡Vengarme! Debeser muy bueno. Que sepa, que sepa cómo due-le... -Celina -aconsejó la madre, ya un poco repues-ta y dominando su mal-, tú estás loca en estemomento, y cuando estamos locos, hay quesuspender toda determinación, porque no so-mos nosotros quienes determinamos, sinonuestra locura. ¡Hija de mi vida, pobre es elconsuelo; pero tu caso es tan corriente: Todas, ocasi todas las mujeres, hemos..., hemos...! -¡Mamá -suspiró Celina con ternura respetuo-sa-, si mi caso es corriente..., mi alma no lo es! Ycomo los casos son según las almas, ahí tienes

por qué no cambia mi modo de sentir el que seacorriente el caso. No creas, a Tomás se le pre-viene: el día en que se cansase de mí, debía de-círmelo, decírmelo claro, sin ambages; nuncaexponerme al ridículo, a la afrenta, a la sorpresade la traición; a encontrarme sustituida y, ¡porquién! No, mamá; ¡si ya no lloro!; se me hansecado las lágrimas. Si volviese a llorar, sería devergüenza. ¿Sabes tú lo que es confiar absolu-tamente, incondicionalmente, en una persona;creer que en ella no cabe la vileza ni la menti-ra... y descubrir de pronto, por casualidad...? -Sé de todas las penas -respondió la señora-.Las mujeres nacemos para eso: para ser burla-das... y perdonar. -¡Según! Yo no soy tan buena, ¡no! Cada uno,te lo he dicho, siente y quiere con su propiaalma. No he salido a ti; saldré a algún abuelovengativo. ¡Quiero vengarme! ¡Única dicha queya me queda!

-Pero ¡si vas a empeorar tu situación!... ¡Si tehaces daño a ti misma!... ¡Si te vengas suicidán-dote!... -¡Y quién no te dice que eso es lo que busco! -exclamó Celina con tan desconsolada expre-sión, que la madre se echó a llorar de nuevo-.¡Vamos, no llores, mamita, no llores!... ¡Creí quehabía agotado el sufrir, y me faltaba eso!..., ¡elpeor rato! A bien que, desde mañana, ¡viva laalegría! ¡Cuánto voy a reírme! Adopto una pro-fesión festiva. Tomás no tendrá nada que decir.¿No me vendió por una actriz de teatrillo? Puescupletista me hago. Dicen que sirvo admira-blemente para el oficio. Parece que tengo lafigura, la voz, los movimientos..., todo. Soltando una carcajada sardónica, se colocó enactitud de dar gracias al público. -Visto que no hay fe, ni ley, ni palabra, quetodo, todo es mentira..., ¡todo, todo!, vamos adivertirnos, a reírnos, madre... Me aplaudiránmuchísimo; recibiré regalos a montones; ramosde flores a cestas, como los que Tomás le man-

da a esa mujer; los he visto... Y también he vistolas cuentas de las alhajas... Catorce mil duros,¿eh?... No se trata de un capricho pasajero. Ytampoco en mí se trata de una pasajera manía.Cada mañana, en los periódicos, encontrarádetalles de mis triunfos, de mis piruetas, de misgorgoritos... ¡Oh! ¡Que tenga paciencia; era cosaconvenida entre nosotros que el engaño da de-recho al desquite! -Tu marido puede oponerse a que hagas esegénero de vida. -¡Se guardará! -replicó Celina, sombríamente-.Sí, usando de facultades que la ley no debieradarle (ya que la ley no le vedó partirme el cora-zón); ¡entonces me acordaré de que hay tantascosas que la ley no puede prohibir!... La señora tembló. Su palidez se hizo azulada.Se llevó al pecho la mano. Celina la abrazó otra vez estrechamente. -¡Mamá, no te pongas enferma, no te mueras!Si la maldad de ese hombre me cuesta, ademásde mi felicidad, tu vida, entonces...

Un relámpago fiero brilló en los árabes ojos dela granadina. -Ya sabes que soy mujer que cumple lo quedice. Te advierto que en el primer momentopensé en esa solución, y era la más justa.Habíamos convenido también en que si yo leengañase con falsedades y mentiras, era naturalque me matase. Es él quien engaña; luego es élquien debe morir. Si te molesta mucho que yocante en escenario, dilo..., ¡y se cumplirá de otromodo la justicia! Porque, cumplirse..., eso, ¡nohay remedio! La madre miró a su hija y comprendió. Sobreaquel cerebro, envuelto en una nube roja, noactuaban, no podían actuar, ni el consejo, ni laescéptica y resignada filosofía de "mal de mu-chas..." Quizá más tarde se pudiese influir so-bre aquella alma infernada. En aquel momento,no. -Te doy palabra -murmuró la señora, conheroico esfuerzo- de no enfermar, de no morir...Tú sigue tu impulso... Pero, como no has de

andar por el mundo sola, iré contigo... ¿Me lopermites, Celina? ¿Me lo permites? La hija se arrodilló y besó las manos trémulas. -Sí, vente, madre... ¿Quién sabe si me salva-rás?