EL MÉDICO SOCIAL

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Albert Jovell es un referente ético de primera línea y un firme defensor de una medicina más humana. Su compromiso en defensa de una sanidad pública y equitativa es inequívoco. En esta larga entrevista con el periodista Jordi Sacristán reflexiona con sensatez y serenidad acerca de cuestiones individuales y colectivas proporcionándonos una verdadera lección vital.

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Jordi Sacristán conversa conAlbert J. Jovell

EL MÉDICO SOCIALApuntes para una medicina humanistaCambio social y sanidad

Colección Panorama

Dirección editorial: Miquel OssetIlustración cubierta: Ed CarosiaDiseño editorial: Ana Varela

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «copyright», bajo las sanciones estableci-das en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la re-prografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

Primera edición: febrero 2012

© Albert Jovell© Jordi Sacristán© de la traducción, Alicia García Ruiz© Para esta edición: Editorial Proteus c/ Rossinyol, 4 08445 Cànoves i Samalús www.editorialproteus.com

Depósito legal: B-6325-2012ISBN: 978-84-15047-79-7

Impreso en España - Printed in SpainEl Tinter, SAL. - BarcelonaEmpresa certificada EMAS

Médico y paciente p. 11Jordi Sacristán

1. Enfermedad y adversidad.Una experiencia personal p. 17

2. Medicina basada en el afecto. El derecho a la salud pública en tiempos de crisis p. 33

3. Los límites del sistema. Del estado del bienestar a la sociedad del bienestar. El modelo europeo. Nuevos retos para nuevas demandas sociales p. 55

4. La universidad, motor del cambio social. La sociedad indignada p. 75

5. La sociedad de la confianza. Patrones de cambio en la vida cotidiana p. 91

6. Encontrar sentido a la vida. La idea de trascendencia. La superación de la adversidad p. 105

Epílogo p. 117Albert J. Jovell

Jordi Sacristán Tasias

es periodista. Actualmente dirige y presenta el progra-ma Maneres de viure de COMRàdio, emisora donde, entre otros, dirigió y presentó durante más de una dé-cada el programa de entrevistas Tal com som. En tele-visión ha dirigido y presentado el programa de debate Angles en la Xarxa de Televisions Locals. También el documental La Travesía, itinerario del paciente con cáncer y la serie Mobilitats. En el año 2004 publicó su primer libro Què vols ser quan siguis gran? Historias d’infantesa i escola de vint personatges catalans. Cola-bora con sus artículos en el diario lamalla.cat.

Albert Jorge Jovell Fernández

es Licenciado y Doctor en Medicina y Cirugía, así como en Sociología y Ciencias Políticas. Especialista en Medicina Preventiva y Salud Pública, es Master y Doctor en Salud Pública por la Universidad de Har-vard. Desde el año 1999, es director general de la Fun-dació Josep Laporte, presidente del Forum Español de Pacientes, director del proyecto uab-Universitat dels Pacients y profesor asociado de la Facultad de Me-dicina de la Universitat Autónoma de Barcelona. Ha publicado los libros Liderazgo Afectivo, La Confianza, Cáncer: Biografía de una Supervivencia, además de la novela Soledad es nombre de mujer. Ha recibido dife-rentes premios por sus más de 200 artículos publica-dos y trabajos.

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Conocí al Doctor Albert Jovell en la radio. Le había invitado a mi programa para comentar un artículo de opinión publicado unos días antes en las páginas del diario El País. A veces, en la lectura atenta de estos es­pacios de opinión uno puede descubrir planteamientos que escapan del discurso más habitual. Voces diferen­tes, que proyectan reflexiones profundas y sólidas, úti­les en la construcción de nuevos pensamientos. Re sulta estimulante el hecho de hacer públicas nuevas aporta­ciones respecto a cuestiones que a menudo son tratadas a partir de corrientes de pensamiento muy homogéneas y poder superar así la rutina establecida en el campo del pensamiento, la opinión y los medios de comunicación. En ese artículo que nos incitaba a ir un poco más allá, el Doctor Albert J. Jovell, médico, sociólogo, prestigioso especialista en salud pública, hablaba del odio que habi­ta y alimenta muchos espacios sociales. Odio cotidiano, visceral, provocado por las pequeñas cosas que surgen en el espacio de las relaciones más personales, innato a la condición humana misma, pero también fomenta­do por actores de la vida pública que lo inoculan su­

MÉDICO Y PACIENTEJordi Sacristán

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tilmente en la piel de la ciudadanía, como un veneno que sirve de alimento efectivo para muchas actitudes intolerantes. Antes de este primer contacto en la radio, yo no sabía apenas nada del Doctor Jovell.

Como periodista siempre me han interesado las per­sonas que disponen de la capacidad y la solvencia inte­lectuales para ir más allá de los límites que demarca su espacio profesional y académico (en el caso del Doctor Jovell, la salud pública).

Personajes que superan las barreras ideológicas o formales que aconsejan no hablar de lo que no te con­cierne. Cuando descubres uno de estos talentos, los me­dios de comunicación debemos cederles espacio público para que lleguen a la ciudadanía. Espacio donde circu­len nuevas ideas. Por lo menos, eso es lo que pensamos los que apreciamos el valor social, transformador y en­riquecedor del periodismo en una sociedad cambiante y desorientada.

La condición de sociólogo de este médico proyecta­ba reflexiones sobre el mundo en el que vivimos, la so­ciedad que estamos construyendo, que entraban en la asepsia de un quirófano analítico, desprovisto de in­tencionalidad ideológica, fundamental en una visión claramente humanista de la realidad.

Con un doctorado en Salud pública logrado en los Estados Unidos, Albert Jovell dirige desde 1999 la Fundación Biblioteca Josep Laporte, dependiente de la Universidad Autónoma de Barcelona, plataforma des­de la que impulsó el Forum Español de Pacientes y la Universidad de los Pacientes, iniciativas reconocidas internacionalmente y pensadas para lograr una mayor humanización de la práctica médica. La salud es un valor muy apreciado en la vida de las personas, un ele­

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mento determinante para su estabilidad emocional y afectiva. Sin salud, muchas seguridades individuales y colectivas se tambalean.

Hijo de un médico de familia de un barrio obre­ro de Sabadell, aprendió de la observación del ejercicio profesional de su padre a valorar una forma de practicar la medicina en la que el gesto y la palabra eran útiles. Tal vez no para curar, pero sí para confortar en aque­llos tiempos en los cuales los médicos diagnosticaban pero también escuchaban y tocaban a los enfermos. La Facultad de Medicina de la Universidad de Barcelona situó a Jovell en otro plano de la realidad imaginada. Para Albert, la carrera significó una decepción personal. ¿Dónde se explicaban las claves del afecto? ¿Cómo se aprendía a confortar a los enfermos? ¿Dónde estaban los enfermos en aquella facultad llena de enfermeda­des? Una vez finalizada la carrera, el doctor Jovell sin­tió que necesitaba ir más allá e ingresó en la facultad de Sociología. Más tarde, en condición de médico y soció­logo, se fue con una beca a la Universidad de Harvard en Estados Unidos donde años más tarde se doctoró en Salud Pública.

A comienzos de la década de los noventa, el Doctor Jovell y su esposa se plantean continuar la formación intelectual en los Estados Unidos o volver a Cataluña para aplicar, para «devolver» (como dice Jovell) a la so­ciedad lo que habían aprendido. La enfermedad de su padre desvanece todas las dudas y vuelve a casa para acompañarlo en el tránsito final de un cáncer. Esta vi­vencia le generará una reflexión muy profunda y sentida sobre la eficacia del sistema sanitario en los aspectos de relación directa con el paciente. Una experiencia perso­nal que rearmará su discurso teórico sobre la falta de

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humanismo en una profesión que se había decantado claramente por la tecnología y por las enfermedades, pero que se estaba distanciando cada vez más de los enfermos. Era necesario crear plataformas para conse­guir una medicina más atenta, más humanizada, ba­sada en el afecto. Hacía falta defender con firmeza los derechos de los enfermos.

Dos años después de la muerte de su padre, le diag­nostican a él mismo un cáncer de timo, un órgano del tórax situado detrás del esternón. Un cáncer extraño y de mal pronóstico. El médico se había convertido en paciente. Para Jovell a partir de aquel momento la vida tenía fecha de caducidad. Hoy hace diez años del diagnóstico. Una década de inesperada supervivencia, con ingresos en el hospital y dificultades, pero que de nuevo han generado un inmenso espacio de reflexión sobre la vida y las emociones. Albert reconoce, con ex­trema naturalidad, que juega el último set de un largo partido de tenis que no podrá ganar.

Fui descubriendo todos estos detalles del Doctor Jo­vell después de aquella conversación en la radio, sobre el odio. La sensatez pero, sobre todo, la serenidad con la que aborda determinadas cuestiones, individuales y colectivas, resultan toda una lección de vida para aque­llos que tenemos el placer de compartir su amistad y la oportunidad de ir tomando nota a pie de página de pequeños detalles que no conviene perder de vista.

Albert, hombre amable, extremadamente cordial, aceptó el reto que le propuse: sentarnos en una mesa y empezar a hablar delante de un micrófono, desprovis­tos de un inventario temático, sin guión previo, tiran­do del hilo de la curiosidad, provocando nuevas pre­guntas a partir de las reflexiones que iban surgiendo

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en la conversación. De aquellas conversaciones surge este libro, que aporta una visión de conjunto de la fi­gura y el pensamiento del Doctor Jovell.

Una conversación que toma como punto de partida un sector muy sensible y delicado de la vida pública como es la sanidad, actualmente muy afectado por la crisis y los recortes en el estado del bienestar. Pero una conversación, también, que se proyecta hacia el mundo exterior, en una mirada hacia el hecho global, local y sobre todo emocional en estos momentos de descon­cierto y desánimo colectivo.

Todos podemos ser pacientes algún día. Todos po­demos plantearnos muchas de las preguntas que han ido surgiendo en esta conversación. Les invito a leer entre líneas, a tirar del hilo de las reflexiones y pensa­mientos que nos propone Albert, para anotarlos en el cuaderno en el que vamos configurando nuestra bio­grafía personal.

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ENFERMEDAD Y ADVERSIDAD.UNA EXPERIENCIA PERSONAL

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Jordi Sacristán. Hay un rasgo biográfico muy impor-tante en este espacio de reflexión intelectual y sociológico que nos proyectas con el sistema sanitario y la salud como marco general de reflexión. Tú te has tenido que enfren-tar abiertamente con la adversidad sobrevenida, primero a partir de la enfermedad de tu padre, médico y enfermo de cáncer y, posteriormente, a partir de tu enfermedad, también como médico, sociólogo y enfermo de cáncer.

Doctor Albert J. Jovell. Mi enfermedad, un extraño cáncer de timo (un órgano del tórax situado tras el es­ternón) coincidió con el hecho de tener hijos. Llegaba biológicamente tarde a la paternidad, nos costó mucho tenerlos (el primero es adoptado, el segundo es biológi­co) y, por tanto, el elemento familiar resulta, en nuestro caso, muy importante. En ese instante surge una pre­gunta muy potente: ¿por qué me tengo que cuidar, por qué me he de comprometer en el cuidado de mi salud, por qué vale la pena luchar? Pues porque si me muero, para mis hijos será muy duro. Por tanto, debemos retar­dar al máximo dos tipos de peligros: primero, que mis hijos me vean incapacitado y, segundo, retrasar tanto

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como se pueda el momento final. Y la verdad es que es­tos son dos elementos muy dinamizadores. Elementos, diría incluso, estimuladores. De manera que, cuando me hacen pruebas diagnósticas, estoy sereno pensando en mi mujer y en mis hijos. Surgen preguntas en la navegación por la enfermedad: por qué hago esto, por qué estás aquí, por qué te sometes a tantas pruebas, por qué te tomas esta medicación. La respuesta es clara: lo haces porque realmente tienes un motivo, un entorno que depende emocionalmente de ti y del cual te sien­tes responsable y, sobre todo, quieres disfrutar de él. También es verdad que he tenido la suerte de estar en un lugar de privilegio como es la universidad, donde se podían hacer cosas que tenían una cierta resonancia. Cuando tienes una vida personal satisfactoria y un ele­mento profesional de reconocimiento y de oportunida­des, tienes la sensación de que tu vida es un privilegio, a excepción de la enfermedad. Si prescindes de la idea de estar enfermo, el resto, pienso, es lo que mucha gente querría tener y desafortunadamente no tiene. Por tan­to, también es injusto que la enfermedad acabe coloni­zando estas otras actividades que resultan tan positivas y transmitir la falsa idea de que he sido infeliz.

¿Cómo aprendiste a superar la adversidad?

Creo que el tumor, el físico, en el mejor de los casos se puede extraer y que todo el mundo puede enten­der el proceso. A veces este tumor se queda contigo y vives pendiente de una bomba de relojería en tu cora­zón. Pero aparte de éste hay otro tumor, el emocional, a veces mucho más difícil de manejar, que genera un

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nivel de angustia enorme y que cada uno lo lleva como puede. Este tumor emocional no te lo pueden extirpar. Hay personas que lo viven con mal humor, otras con silencio, otras con depresión. Te sitúas ante el diagnós­tico de una enfermedad que te cambia la vida radical­mente, que modifica todos tus sueños y expectativas de futuro, que terminan muy condicionados. Nada será como antes. Muchos pueden decirte que eso lo puedes hablar con tu pareja. De acuerdo. Pero es que tu pareja está sufriendo el mismo problema que tú, con el mis­mo grado de intensidad, le afecta emocionalmente. Lo puedes hablar con tus amigos. Correcto. Pero es un tema que incomoda, que no es fácil. Necesitas hablar, que alguien te explique y te escuche, porque poder ela­borar y trabajar las incertidumbres te permite, antes que nada, saber en qué punto te encuentras realmen­te. Una de las cosas que no se podía trabajar con un enfermo de mis características era la negación de la enfermedad. En muchos casos, después de la extirpa­ción de un tumor, ya no hay que pensar más. Ya esta fuera, no hay que pensarlo más. En mi caso, no servía. Conocía el tipo de tumor, el tipo de células, el índice de duplicidades… Sabía tantos detalles que trabajar la negación era imposible. Pero sí que era posible hacer una interpretación, analizar todas las consecuencias e intentar, a partir de estas evidencias, crear un esquema de vida. Un esquema que podía consistir en plantear­te, simplemente, cómo te encontrabas aquel día: me encuentro bien, sí; tengo el tumor, sí; pero me encuen­tro bien. Pues ya está. Cuando lleguen los momentos difíciles ya los gestionaremos, pero no los anticipemos, porque no tiene ningún sentido. Ahora, diez años más tarde, todo parece más fácil. Por tanto, todo eso es un

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proceso lento, pero que resulta efectivo y que, en mi caso, me sirvió mucho, sobre todo porque después he podido compartir con otros enfermos mi experiencia. Ha sido un proceso de aprendizaje lento y muy duro, que comenzamos a entender que no se acaba nunca.

Hace falta un trabajo psicológico muy importante para superar la adversidad.

Hay un trabajo intelectual, pero sobre todo per­sonal, del cual surgen muchos instrumentos útiles y efectivos para paliar la incertidumbre, tratando con psicofármacos aquellas reacciones muy concretas que no eres capaz de controlar. Lo que me enseñaron fue una estrategia de conducta muy importante. Recuer­do, por ejemplo, que mi hijo estaba recién nacido y yo lo evitaba. Crecía en mí la obsesión de no acercarme a él, para evitar que sintiera mi contacto si yo, como parecía, no iba a vivir muchos años más. Para hacer frente a esta situación tuve que trabajar un programa muy específico, que me requería coger a mi hijo, es­tar unas horas los dos solos, pasearlo por la calle… Es decir, reconstruir mis vínculos afectivos para su­perar este trauma que me surgía desde la vivencia de la enfermedad. Fue duro, en aquellos momentos, pero supimos crear, junto con mi mujer y mis hijos, un pro­grama de adaptación que, con el tiempo, generó unas consecuencias altamente positivas. Ahora que los vín­culos son sólidos y compartimos muchas vivencias y aficiones, he de reconocer que estoy muy satisfecho de no haber renunciado a este proceso.

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¿Cómo gestionar la angustia que genera la adversidad?

Otro aspecto muy importante fue, durante el día, tener muy controlado el espacio de tristeza, a partir de la gestión sin complejos de la angustia. Recuerdo que me decían: usted mantenga el tumor a raya, pero du­rante quince minutos al día, enciérrese en un lavabo y llore, llore hasta que vacíe toda la tristeza. Eso me hacía estar controlado en el trabajo, a lo largo de mi jornada laboral, porque sabía que en un momento del día tendría la posibilidad de expresar toda la angustia, solo, lejos de mi entorno inmediato. Llorar me servía para liberar tensiones. Son sólo un par de ejemplos cotidianos de una planificación de conductas muy es­tructuradas, muy pautadas y que me sirvieron para hacer frente al desconcierto que te provoca el diagnós­tico y el hecho de tener que asumir una enfermedad grave, con muy mal pronóstico, pero a la que hay que hacer frente. Mientras sea posible has de organizar, controlar la incidencia de la enfermedad en tu vida y no al revés. Recuerdo que en otro momento del pro­ceso surgió un problema muy concreto, como eran las pesadillas. La parte de mi vida en la que estaba dur­miendo y que no podía controlar de forma consciente me generaba una serie de pesadillas que no me dejaban descansar, con los efectos negativos que eso provocaba en la gestión diurna de mi vida personal y profesional. Lo que no podía controlar conscientemente, tenía que ser paliado por los psicofármacos, que en este caso hi­cieron su trabajo.

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Esta pedagogía activa para paliar la incertidumbre es lo que el sistema no es capaz de dar en muchos casos.

Los enfermos que llegan a mi despacho son sobre todo enfermos o familiares de personas relativamente jóvenes que me han leído en la prensa o que vienen re­feridos por otros profesionales y que me dicen que no encuentran comprensión en el sistema sanitario que les acoge o en su entorno social. Porque la estigmatización social y laboral del enfermo de cáncer existe, yo mismo la he padecido. Muchas veces te llega gente que no en­cuentra este apoyo, este tener a alguien con quien hablar, ni en su ámbito más próximo de relaciones personales ni en el conjunto de profesionales de la salud que ges­tionan su enfermedad, los cuales les ofrecen plantea­mientos teóricos muy abiertos y poco personalizados. «Necesito alguien con quien hablar», reclaman. Cuando tienes una atención privilegiada, como la que yo estoy recibiendo del sector público, quieres que eso se traslade a otros enfermos. Lucho porque lo que ha sido un privi­legio para mí lo sea para todos. Paliar la incertidumbre, aun reconociendo que los cambios en la oncología de los últimos años han sido muy buenos, es un concepto que todavía no está bien inserto en un sistema que aborda de forma muy eficiente el tratamiento del mal físico, pero menos eficazmente el dolor y el desconcierto emocional.

En el campo de la oncología reclamas la figura del oncó-logo tutor.

El equipo que participa en el tratamiento de un en­fermo de cáncer es muy diverso y con una especializa­

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ción diferenciada: especialistas médicos en radioterapia, en cirugía, en oncología, que complementan su trabajo con otros profesionales sanitarios como la enfermera oncológica, que tiene un papel determinante en este proceso de atención personalizada. Ante este equipo de profesionales que tratan mi enfermedad, lo que muchos usuarios del sistema preguntan es quién responde ante las dudas más generales que puede suponer un proceso de estas características. ¿A quién debemos preguntar? No lo tenemos claro. Al final, se crean unos rompeca­bezas muy complejos entre lo que el enfermo es capaz de entender, lo que quiere entender y lo que aquellos que le rodean le hacen entender. A veces se crea un en­tramado tan diverso de informaciones que se necesita a alguien que sea capaz de descodificarlo y, sobre todo, de explicarlo. Y esta figura debería de ser la del oncó­logo tutor. Ahora mismo, yo dispongo de un número de teléfono móvil en el que, si tengo alguna duda de­terminada sobre el estado de mi salud, encuentro una respuesta que me puede ayudar a discriminar y a saber si tengo que ir o no a urgencias o si hace falta que me haga una analítica, por ejemplo. Es un privilegio, es cierto. He tenido la suerte de que en mi proceso me he hecho amigo de mis oncólogos con los que también, en la medida de mis capacidades, colaboro. Este privile­gio que yo tengo habría que extenderlo al resto de los usuarios del sistema.

En cierta medida es el sistema que aplica el ico, el Insti-tuto Catalán de Oncología, con las unidades funcionales de enfermos.

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Creo que parte del éxito de mi supervivencia es haber dispuesto de manera accesible de un centro de referencia como el ico, privilegiado en recursos y ca­lidad. Eso me hace sentir en deuda con la sociedad en la que vivo. Lo mejor del ico es que de forma perma­nente se está planteando la necesidad de mejora y eso es bueno para la red de hospitales que forman parte de él y para el sistema en general. A menudo, el proble­ma que tenemos es que nosotros demandamos unos servicios que, con la falta de profesionales cualifica­dos, resultan difíciles de implementar. Por tanto, lo que necesitamos es que determinadas actividades sean asumidas por voluntarios muy bien entrenados. Un paciente ingresa en un hospital enfermo de cáncer y sabe que en el nivel asistencial lo tratarán bien. Pero lo que no sabe es si conviene o no hacer un testamento, por ejemplo, o cómo queda su familia en términos de seguridad social en caso de que se muera, qué pasa si después del proceso es una persona dependiente o ha de asumir una invalidez… Eso, el sistema sanitario no lo responde, porque no puede y porque tampoco tiene la obligación de hacerlo. Pero una cosa es que el siste­ma no tenga la obligación de responder y otra muy di­ferente que la gente no tenga la necesidad de encontrar respuestas a estas preguntas. Debemos buscar la forma de encontrar una respuesta a estas otras necesidades que a la gente le generan angustia. Una enfermedad grave a menudo es inesperada, no sabemos cuál será la dimensión real que finalmente tendrá y, por tanto, resulta un foco constante de incertidumbres y de pre­guntas sin respuesta.

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¿Cuál sería el punto de partida en esta navegación por una enfermedad grave? ¿Y cuál es el rumbo que hay que tomar una vez abandonado el puerto?

Una voluntaria me dijo un día una frase que no he podido olvidar: «el mismo suelo en el que te caes será el mismo suelo en el que te levantarás». Es importante que las personas que hemos pasado o estamos pasando por estas situaciones podamos dar testimonio. En mi caso, si pienso en la navidad de hace siete años, nos en­frentábamos dramáticamente a aquellas fiestas con un diagnóstico de enfermedad diseminada. Hasta ahora, el momento más dramático de la enfermedad, en el que se nos decía que no había posibilidad de trata­miento curativo. Sólo podíamos hacer lo que hacemos ahora, que es paliar. Quieras o no quieras, en esos mo­mentos no eres capaz de visualizar, ni desde el punto de vista más optimista, que llegarás a compartir con tu familia las siete navidades siguientes y las que ven­gan. A las personas que se encuentren en situaciones difíciles, de extrema necesidad, hay que decirles que siempre hay una luz, por pequeña que pueda parecer, para la esperanza.

¿La actitud personal ayuda? ¿Un tumor que no tiene cura, que va haciendo su camino, que lo puedes tener controlado pero que sabes que tiene mal pronóstico, pue-de evolucionar de manera diferente con una actitud po-sitiva y optimista frente a la enfermedad?

La gente dice que sí. En cambio, algunos estudios que se han hecho presentan resultados contradictorios.