El mariscal Vuelve a Casa

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EL MARISCAL VUELVE A CASA No habían pasado cuatro meses desde que el Mariscal fuera reclutado cuando llegó la carta de Elena. Sólo me sorprendió la velocidad del correo y el tiempo de penurias que esa mujer había soportado sufrir en soledad. Acudí de inmediato. Me recibió tan esbelta y misteriosa como siempre, aunque yo bien sabía que había pasado noches enteras en plegaria y que haber lidiado ella sola con la alimentación y el cuidado de sus dos pequeños hijos no debía haber sido fácil labor. Me invitó a cenar y a quedarme a pasar la noche. Su casa era una monumental estancia en plena campiña, muy venida a menos, ya no más que un esqueleto de ladrillo y un aluvión desprolijo de chapas. Y frío. La gelidez recorría aquella estancia como una voz susurrando a cada cuerpo. Por eso lo primero que hice, y ella me agradeció quizá en demasía, fue llevar leña al enorme hogar que había en el centro del salón. Durante aquellos árticos cuatro meses la bella mujer no había podido alimentarlo por carecer de fuerza suficiente para el hacha. Nunca creí que entraríamos en intimidad de forma tan abrupta. Esa misma noche, después de acostar a los chicos y dejar algo de leña humeando en la vieja salamandra, la mujer del Mariscal dejó todos sus anillos y pulcros vestidos de cama para entregárseme irrefrenablemente junto con todas sus noches de invierno, que hicimos arder en lo que lleva encender el fuego. Lo que siguió fueron semanas y meses de insaciable deseo y perversión. Evidentemente, aparte de su soledad algo había en Elena más antiguo que la guerra, algo que el Mariscal nunca

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EL MARISCAL VUELVE A CASA

No habían pasado cuatro meses desde que el Mariscal fuera reclutado cuando

llegó la carta de Elena. Sólo me sorprendió la velocidad del correo y el tiempo de

penurias que esa mujer había soportado sufrir en soledad. Acudí de inmediato.

Me recibió tan esbelta y misteriosa como siempre, aunque yo bien sabía que

había pasado noches enteras en plegaria y que haber lidiado ella sola con la

alimentación y el cuidado de sus dos pequeños hijos no debía haber sido fácil labor.

Me invitó a cenar y a quedarme a pasar la noche.

Su casa era una monumental estancia en plena campiña, muy venida a menos,

ya no más que un esqueleto de ladrillo y un aluvión desprolijo de chapas. Y frío. La

gelidez recorría aquella estancia como una voz susurrando a cada cuerpo. Por eso lo

primero que hice, y ella me agradeció quizá en demasía, fue llevar leña al enorme

hogar que había en el centro del salón. Durante aquellos árticos cuatro meses la bella

mujer no había podido alimentarlo por carecer de fuerza suficiente para el hacha.

Nunca creí que entraríamos en intimidad de forma tan abrupta. Esa misma noche,

después de acostar a los chicos y dejar algo de leña humeando en la vieja

salamandra, la mujer del Mariscal dejó todos sus anillos y pulcros vestidos de cama

para entregárseme irrefrenablemente junto con todas sus noches de invierno, que

hicimos arder en lo que lleva encender el fuego. Lo que siguió fueron semanas y

meses de insaciable deseo y perversión. Evidentemente, aparte de su soledad algo

había en Elena más antiguo que la guerra, algo que el Mariscal nunca había podido o

querido satisfacer. Los chicos me costaron más. En un principio se mostraban

satisfechos con las cartas desde el frente que con su madre les inventábamos pero

poco después tuvimos que dejar de escribirlas; los muchachos crecían y no había

forma de seguir engañándolos. Ya habían pasado dos años desde que el Mariscal se

había ido y varios meses desde que habíamos recibido las últimas novedades suyas.

Por mi parte no me sentía en absoluto disconforme con la situación. Una mujer

servicial y ardiente a quien atender y una mansión gigante y solitaria rebosante de

riquezas era mucho más de lo que alguna vez había osado merecer. Ya eran varias

las noches en que Elena me pedía repetir aquel ritual; me calzaba el uniforme de

guardia de su esposo y yo le hacía el amor salvajemente en el salón de estar, a la sola

luz del fuego del hogar. Los chicos ya comenzaban a hablar entre susurros en mi

presencia y algo había de conspiración en esos arrebatados desafíos infantiles.

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Todo este asomo de tormenta no pudo más que romper en truenos cuando

aquella mañana llegó una notificación desde el pueblo: la guerra había terminado. La

guerra había terminado. Con Elena leímos aquello y no pudimos siquiera sonrojarnos.

Ya no era vergüenza de lo que se trataba ni mucho menos pudor; era simple y clara

traición. Y no había otra forma de pagarla que con la muerte.

Aquella noche Elena no abrió las puertas de su cuarto. Eso me permitió

reflexionar. Permanecí en vigilia durante toda la madrugada. Al amanecer la desperté

y le prometí que nunca huiría. Como lo había hecho durante aquellos años, esperaría

al Mariscal junto a ella y afrontaría las consecuencias de nuestro adulterio. Por lo

demás, el Mariscal no podía culparme; si bien había ocupado su espacio en la cama,

no podía negar que había logrado sostener e incluso superar en creces los

rendimientos de la hacienda y que los chicos habían crecido y se habían criado como

dos verdaderos hombres. Lo menos que debía exigirle era que me diera muerte con

dignidad.

Elena lloró aquella mañana y muchos días y noches que siguieron. Y una

madrugada, cuando al calor del hogar volvió a darme el favor de su palabra, me

confesó aturdida que el telegrama decía algo más: el Mariscal no había sobrevivido a

la guerra, lo habían matado en el frente y enterrado en algún barral sin nombre cerca

de la frontera. Allí mismo, al calor del hogar, abrasé a Elena y nos quedamos

contemplando el fuego hasta que apareció el sol.

Podría decir que después de aquella confesión todo volvió a la normalidad. Que

las noches volvieron a ser excusa de fuego y calor de los cuerpos, que los muchachos

me tomaron mayor aprecio y que la hacienda volvió a producir como antaño, pero

estaría faltando a la verdad. Todas las madrugadas después del sexo, Elena vuelve al

hogar a perder sus lágrimas en silencio. Desde entonces, los chicos ingresaron al

ejército y visten los viejos uniformes del Mariscal. Desde entonces todas las noches,

cuando ya anochece y Elena me espera sedosa en el cuarto, huelo una fragancia muy

peculiar, mezcla de incienso con fuego y fusil y hierba ahumada que me enerva la piel.

Entonces salgo al frente de la estancia y descargo mi furia con el hacha. Después

llevo la leña al hogar.

Hoy salí y no encontré el hacha. Decido que mejor entro a la casa y uso la

reserva que guardo en el altillo. Cuando cruzo, Elena me llama desde el cuarto.

Modosamente. Le digo que me espere y me encamino hacia las escaleras. Sin

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embargo, algo inhóspito y fortuito me paraliza y no me atrevo siquiera a soltar el aire

que contengo en mis pulmones. Están tocando a la puerta.