Autor: José Luis Mariscal Orozco Autor: José Luis Mariscal Orozco.
El mariscal Vuelve a Casa
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EL MARISCAL VUELVE A CASA
No habían pasado cuatro meses desde que el Mariscal fuera reclutado cuando
llegó la carta de Elena. Sólo me sorprendió la velocidad del correo y el tiempo de
penurias que esa mujer había soportado sufrir en soledad. Acudí de inmediato.
Me recibió tan esbelta y misteriosa como siempre, aunque yo bien sabía que
había pasado noches enteras en plegaria y que haber lidiado ella sola con la
alimentación y el cuidado de sus dos pequeños hijos no debía haber sido fácil labor.
Me invitó a cenar y a quedarme a pasar la noche.
Su casa era una monumental estancia en plena campiña, muy venida a menos,
ya no más que un esqueleto de ladrillo y un aluvión desprolijo de chapas. Y frío. La
gelidez recorría aquella estancia como una voz susurrando a cada cuerpo. Por eso lo
primero que hice, y ella me agradeció quizá en demasía, fue llevar leña al enorme
hogar que había en el centro del salón. Durante aquellos árticos cuatro meses la bella
mujer no había podido alimentarlo por carecer de fuerza suficiente para el hacha.
Nunca creí que entraríamos en intimidad de forma tan abrupta. Esa misma noche,
después de acostar a los chicos y dejar algo de leña humeando en la vieja
salamandra, la mujer del Mariscal dejó todos sus anillos y pulcros vestidos de cama
para entregárseme irrefrenablemente junto con todas sus noches de invierno, que
hicimos arder en lo que lleva encender el fuego. Lo que siguió fueron semanas y
meses de insaciable deseo y perversión. Evidentemente, aparte de su soledad algo
había en Elena más antiguo que la guerra, algo que el Mariscal nunca había podido o
querido satisfacer. Los chicos me costaron más. En un principio se mostraban
satisfechos con las cartas desde el frente que con su madre les inventábamos pero
poco después tuvimos que dejar de escribirlas; los muchachos crecían y no había
forma de seguir engañándolos. Ya habían pasado dos años desde que el Mariscal se
había ido y varios meses desde que habíamos recibido las últimas novedades suyas.
Por mi parte no me sentía en absoluto disconforme con la situación. Una mujer
servicial y ardiente a quien atender y una mansión gigante y solitaria rebosante de
riquezas era mucho más de lo que alguna vez había osado merecer. Ya eran varias
las noches en que Elena me pedía repetir aquel ritual; me calzaba el uniforme de
guardia de su esposo y yo le hacía el amor salvajemente en el salón de estar, a la sola
luz del fuego del hogar. Los chicos ya comenzaban a hablar entre susurros en mi
presencia y algo había de conspiración en esos arrebatados desafíos infantiles.
Todo este asomo de tormenta no pudo más que romper en truenos cuando
aquella mañana llegó una notificación desde el pueblo: la guerra había terminado. La
guerra había terminado. Con Elena leímos aquello y no pudimos siquiera sonrojarnos.
Ya no era vergüenza de lo que se trataba ni mucho menos pudor; era simple y clara
traición. Y no había otra forma de pagarla que con la muerte.
Aquella noche Elena no abrió las puertas de su cuarto. Eso me permitió
reflexionar. Permanecí en vigilia durante toda la madrugada. Al amanecer la desperté
y le prometí que nunca huiría. Como lo había hecho durante aquellos años, esperaría
al Mariscal junto a ella y afrontaría las consecuencias de nuestro adulterio. Por lo
demás, el Mariscal no podía culparme; si bien había ocupado su espacio en la cama,
no podía negar que había logrado sostener e incluso superar en creces los
rendimientos de la hacienda y que los chicos habían crecido y se habían criado como
dos verdaderos hombres. Lo menos que debía exigirle era que me diera muerte con
dignidad.
Elena lloró aquella mañana y muchos días y noches que siguieron. Y una
madrugada, cuando al calor del hogar volvió a darme el favor de su palabra, me
confesó aturdida que el telegrama decía algo más: el Mariscal no había sobrevivido a
la guerra, lo habían matado en el frente y enterrado en algún barral sin nombre cerca
de la frontera. Allí mismo, al calor del hogar, abrasé a Elena y nos quedamos
contemplando el fuego hasta que apareció el sol.
Podría decir que después de aquella confesión todo volvió a la normalidad. Que
las noches volvieron a ser excusa de fuego y calor de los cuerpos, que los muchachos
me tomaron mayor aprecio y que la hacienda volvió a producir como antaño, pero
estaría faltando a la verdad. Todas las madrugadas después del sexo, Elena vuelve al
hogar a perder sus lágrimas en silencio. Desde entonces, los chicos ingresaron al
ejército y visten los viejos uniformes del Mariscal. Desde entonces todas las noches,
cuando ya anochece y Elena me espera sedosa en el cuarto, huelo una fragancia muy
peculiar, mezcla de incienso con fuego y fusil y hierba ahumada que me enerva la piel.
Entonces salgo al frente de la estancia y descargo mi furia con el hacha. Después
llevo la leña al hogar.
Hoy salí y no encontré el hacha. Decido que mejor entro a la casa y uso la
reserva que guardo en el altillo. Cuando cruzo, Elena me llama desde el cuarto.
Modosamente. Le digo que me espere y me encamino hacia las escaleras. Sin
embargo, algo inhóspito y fortuito me paraliza y no me atrevo siquiera a soltar el aire
que contengo en mis pulmones. Están tocando a la puerta.