El Maestro Algunas historias son demasiado reales para ser contadas… · 2020. 10. 7. · Algunas...

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El Maestro nos llenó de ambición y nos transmitió fuerza. LIONEL MESSI Competitivo, ambicioso, ávido de victorias. Era justo el jugador que necesitaba para formar un Dream Team. JOHAN CRUYFF Un ídolo indiscutible, me gustaba mucho. SIR BOBBY ROBSON

Transcript of El Maestro Algunas historias son demasiado reales para ser contadas… · 2020. 10. 7. · Algunas...

  • El Maestro nos llenó de ambición y nos transmitió fuerza.

    LIONEL MESSI

    Competitivo, ambicioso, ávido de victorias. Era justo el jugador

    que necesitaba para formar un Dream Team.JOHAN CRUYFF

    Un ídolo indiscutible, me gustaba mucho.SIR BOBBY ROBSON

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    Algunas historias son demasiado reales para ser contadas. Sin embargo, yo he decidido intentarlo. Unos me adoran y otros me detestan. Eso lo respeto. Pero en cualquier caso es mejor que te detesten por aquello que eres en lugar de que te adoren por aquello que no eres.

    El fútbol me ha creado vínculos con cientos de superestrellas de todo el mundo. Estuve en el corazón del glorioso equipo del Barcelona y fui parte importante de aquella maravillosa Selección de Bulgaria que consiguió el cuarto puesto en la Copa Mundial de Estados Unidos 1994. Aquel año logré, además, ser el máximo goleador de dicho campeonato y ganar mi mayor premio como futbolista: el Balón de Oro. Asimismo, con el Dream Team de Johan Cruyff llegué a ser cinco veces campeón de España y obtuve innumerables distinciones.

    Pero, ¿quién es realmente Stoichkov? Txiki Begiristain me describe de manera breve y acertada con estas palabras: “Hristo es una persona que lo da todo por sus amigos. Si hace falta, te deja las llaves de su casa o de su coche y te ayuda en todo lo que necesites. Y solo espera de ti dos cosas: que seas leal y que nunca le traiciones”.

    A través de este libro conocerán mi increíble viaje desde la Bulgaria comunista hasta Barcelona y su multitudinario estadio del Camp Nou.

    Asimismo, en esta autobiografía les voy a contar algunas cosas por primera y probablemente última vez. Confío en que sepan ustedes apreciarlo.

    No me he reservado nada. No he ocultado nada. Esta es mi verdad. Mi historia.

    Afectuosamente, Hristo Stoichkov

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    CAPÍTULO UNO

    Barcelona, seis de diciembre de 1994. Ese fue el día que el des-tino eligió para ver cumplido mi sueño. En el hotel Juan Carlos I besé apasionadamente el Balón de Oro, en el que estaba grabado el nombre de Hristo Stoichkov, y al instante rompí a llorar. No había ninguna fuerza capaz de detener mis lágrimas. Lo extraño es que estas brotaban con la misma fuerza con la que brotaron en mi in-fancia cuando por primera vez me dijeron que yo no valía para el fútbol. O cuando, a los diecinueve años, me enteré por la tele de que “la persona Hristo Stoichkov queda definitivamente excluida de la Asociación Deportiva” de la entonces República Popular de Bulgaria.

    En mi carrera jamás he antepuesto los premios individuales a los del equipo. ¡Jamás! Sin embargo, el Balón de Oro es algo muy especial. Algo que no puede compararse con nada más. Algo tras-cendental. El sueño de ganarlo anidó en mi alma mucho antes del inicio de mi carrera deportiva e incluso antes de que me enfrentase a la vida cara a cara. Para mí, el chavalín del Este, el travieso de las zapatillas deportivas, camiseta desteñida y rodillas raspadas, el Ba-lón de Oro era algo así como la más brillante de todas las estrellas del firmamento.

    Sí, cada niño tiene su sueño: ser bombero, médico, policía, astro-nauta… Yo soñaba con convertirme en un gran futbolista y ganar el Balón de Oro. Me imaginaba un día abrazando a mis gloriosos ídolos del deporte más grande del mundo. ¡Que sí, que sí! Pero solo con un brazo porque con el otro sujetaría mi Balón de Oro.

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    Ay, los sueños… Ahora, con la perspectiva que da el tiempo, me doy cuenta de que aquello era algo muy atrevido y muy disparatado, incluso tratándose de un sueño. Una quimera en toda regla, teniendo en cuenta, además, que Bulgaria, con sus siete millones de habitan-tes, tiene dos astronautas pero solo un ganador del Balón de Oro. Y quizás por ello el niño de entonces, que hoy ya peina canas y les cuenta su historia, recuerda cada minuto de aquel seis de diciembre de 1994. El día en el que el sueño se hizo realidad.

    Tenía apenas veintiocho años pero la vida ya me había marcado como a un dálmata, con manchas negras y blancas. Y me había dado cuenta ―de la manera más difícil, eso sí― de que los cami-nos que llevaban a la gloria eran muchos, pero la mayoría de ellos se encontraban en bastante mal estado, o al menos aquellos que yo había recorrido. A veces hasta tengo la sensación de que, vale, bien; la vida sigue su curso y tiene sus propias reglas, pero es que a mí siempre me tocan las excepciones, vaya. Incluso aquel seis de di-ciembre, tan querido para mí. Algunas crónicas se equivocaron y pusieron el dieciséis, pero a propósito no las corregí. Un pequeño secreto mío. Además así me sentía unido a mi Seis de manera más íntima y secreta. Además, así me sentía unido a mi Seis de manera más íntima y secreta.

    Se suele decir que un día se juzga por su mañana pero, evidente-mente, esto no es válido en mi caso. Para muestra, un botón: por las mañanas suelo desperezarme largo rato en la cama. Es una costum-bre que tengo desde pequeño y que se me ha quedado hasta el día de hoy. Paso revista a mis huesos y a mis dolencias, me froto los ojos y me alegro porque tengo todo el día por delante. Hace mucho que me empeñé en meterme en mi cabezota que hay que vivir cada día como si fuese el último porque realmente puede serlo.

    El inicio de aquel día no me gustó nada. Mariana, mi esposa, que se había levantado antes, irrumpió en el dormitorio con el teléfono en la mano. “Es Arantxa Sánchez ―me dijo con un raro falsete en la voz―. Dice que es muy importante. No sé qué periodistas franceses insisten en verte urgentemente”.

    Pues sí… Desde que se inventó el teléfono nadie está lo suficien-temente lejos. No podía creer lo que estaba oyendo; tanta alarma por unos “franchutes” pesados. Y encima periodistas… ¡locura total!

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    Unos franceses molestos llamándome al teléfono de casa y, además, justo el año en el que me había estado “cagando”, día sí y día tam-bién en el árbitro francés Joël Quiniou. Ese monsieur insolente que tan solo cinco meses antes le había arrebatado a Bulgaria la final del Mundial de Estados Unidos al no pitar un penalti clarísimo en la semifinal contra Italia, en la que el gran Alessandro Costacurta se lanzó dentro del área como un jugador de voleibol para bloquear un balón pero Quiniou se hizo el ciego.

    Debido a ese recuerdo y a la conexión francesa, aquella mañana en cuestión me sentí como cuando tienes que ir al dentista. Pero la sonrisa y el beso de Mariana, junto con la voz amable de nuestra amiga Arantxa, neutralizaron la “bomba”. Por lo visto, ella necesi-taba mi ayuda para hacer juntos unas fotos para Navidad.

    Los reporteros eran profesionales y de fiar y encima habían lle-gado especialmente para la ocasión desde París. “Bueno ―reco-noció ella―; son franceses, cosa que con toda seguridad no te va a gustar. Pero nadie es perfecto”. ¡Ja, ja, ja! La gran Arantxa lanza frases por el estilo igual que suelta raquetazos en la pista de tenis.

    Por supuesto, no hacía falta convencerme. No podía decirle que no ni a ella ni a ninguno de sus hermanos. Aun somnoliento me di cuenta de que los visitantes eran unos auténticos “chacales” de la prensa. Y no podía ser de otra manera, puesto que habían encontra-do el camino más corto para llegar a mí.

    A través de Arantxa quedé con los periodistas en el Camp Nou. Quería ver yo antes a esos valientes. Solo puse una condición: que fuese “sí o sí” después del entrenamiento, no fuera a ser que me pu-sieran de mala leche antes y terminara por pelearme definitivamen-te con Papá Johan. Aquellos días mi relación con Cruyff era como la de un padre con su hijo pródigo… pero que muy pródigo. Pero de ello hablaré más tarde, en el momento oportuno...

    ¿Y quiénes eran esos “francesitos” intrusos? “Stéphane Saint-Ray-mond” ―se presentó el reportero que llevaba la voz cantante. El fotógrafo estaba más preocupado por el estado de sus cámaras y de-más chismes. En aquel momento ni se me pasó por la cabeza que el monsieur Stéph se iba a quedar para siempre en mi corazón. Ahora trabaja para la Federación Internacional de Futbolistas Profesionales

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    FIFPro y no hemos perdido el contacto. La última vez que nos vi-mos fue a inicios de 2019 cuando visité al PSG para una serie de entrevistas para el gigante televisivo Univision, mi nuevo equipo, y claro, cada vez que nos vemos no pierdo la ocasión de recordarle la manera aquella en la que él y el fotógrafo me esperaban allí, frente al estadio, como si fuesen dos soldados montando guardia. Ya desde lejos, mientras me acercaba a ellos, pensé: ¡están tensos! Y tanto. Por aquel entonces, ya había perfeccionado mi truco de la máscara.

    ¿Que no lo conocen? Claro; es que es un secreto mío. No lo he patentado pero lo bordo como para los Óscar. Lanzo miradas atra-vesadas, pongo a propósito una voz más grave la mayor parte del tiempo, uso frases breves, lacónicas, y si es que la situación lo de-manda, intercalo algún improperio para darle mayor convicción a mis palabras. Por dentro puede que me entre risa o que esté de per-fecto humor, pero no lo manifiesto. Es algo que siempre funciona y que me sigue salvando hasta el día de hoy cuando me veo en la necesidad. Hay momentos en los que de no haber sido por la másca-ra, me habrían comido vivo en este mundo actual en el que la gente tiene más interés por lo que ocurre entre las piernas de los famosos que en sus almas. Cualquiera podría haber irrumpido en mi espacio personal con un grito salvaje o haciéndome una entrada sucia, pero nunca les di semejante oportunidad. ¡No pasarán!

    Sin la máscara dudo que hubiera podido salvaguardar a mi fami-lia y mi espacio personal de los tipos pesados y destructivos. Estoy seguro de que si hubiera intentado dar una imagen de buen chico, habría caído en las trampas de todos los que quieren aprovecharse de la gente que vive bajo la luz de los focos. Propuestas para partici-par en negocios que supuestamente te harían ganar millones, otras para invertir dinero en “proyectos de mucho éxito”, o muchas veces para verdaderas locuras. Precisamente a personas de esa calaña se refería mi querido abuelo Hristo, que en paz descanse, cuando sa-cudiendo ligeramente la cabeza decía: “El mundo es grande y está lleno de listillos. ¡Cuídate, hijo mío!”.

    Los parisinos definitivamente fueron muy amables. Mostraron un amplio abanico de buenos modales; los mismos por los que el mundo desde hace mucho se ha quitado el sombrero ante los fran-ceses. Sin embargo, yo solo me quité la máscara cuando llegamos al

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    salón Tramontana del hotel de cinco estrellas Juan Carlos I. Es que no me quedó más remedio, ya que apareció Arantxa junto con otros amigos nuestros.

    El ambiente de la sesión de fotos fue definitivamente amigable. Nos habíamos puesto de punta en blanco, las bromas fluían sin pa-rar y había muy buen rollo entre nosotros. Ni siquiera me fijé para qué revista me dijeron que era la sesión de fotos; la enésima para mí en aquellos años. Tampoco es que me interesara mucho... Yo es-taba allí porque me lo había pedido Arantxa y eso era lo único que me importaba en aquel momento. Todo discurría a la perfección, de buen rollo, cuando inesperadamente Stéphane me pidió que nos apartásemos un momento, que quería decirme algo en privado. El tipo, desde luego, había acertado con el momento, así que le seguí. Todo un “chacal”. ¿Qué les dije? ¡Los calo desde lejos a los muy bribones!

    Me llevó a uno de los apartamentos del hotel y me señaló un gran bolso rojo. De allí, con la habilidad de un auténtico mago, sacó rápi-damente el Balón de Oro. Yo me quedé tieso del sobresalto, como si me hubiese caído encima un rayo.

    “¡Es tuyo!” ―me dijo en voz baja, y enseguida me miró a los ojos. Estuve cuatro o cinco segundos prácticamente muerto hasta que por fin me recobré y le grité: “¡No, no!” – me volví a poner la máscara y le ataqué: “¡No intentes driblarme! ¿Qué tipo de broma es esa? ¡Ya me sé todos vuestros numeritos! ¡Ya sé que hace dos días le hiciste la misma foto con este mismo balón a Maldini y a Baggio!”. Era un farol, por supuesto. ¡De los grandes! Para mayor convicción le di la espalda, me dirigí hacia la puerta y le dije muy alto a través del hombro: “¡Nada de fotos con don Balón de Oro!”.

    Pero Stéphane reaccionó con más rapidez que un defensa de Pri-mera División. Se me puso delante, abrió los brazos dentro del mar-co de la puerta y se puso en plan:

    “Por favor, ¡que me van a despedir si vuelvo sin la sesión de fo-tos! ¡Y si se filtra la información de quién ha ganado el Balón, estoy totalmente jodido, hombre! Ya me pasó una vez y me han advertido de que si se repite, la van a pagar conmigo. ¡Conmigo y nadie más! Me sacarán tarjeta roja, por favor, Hristo, ¡te lo ruego!”.

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    Recuerdo cada palabra suya de aquel momento. Su táctica tuvo éxito; supo tocarme la fibra el monsieur Stéph. Y así franqueó el radar. Volví donde el Balón de Oro y entonces… entonces, como un relámpago, grabado en el trofeo, brilló mi nombre. Extendí los brazos lentamente. Cogí el soñado Balón con mucho cuidado, como si fuese un bebé, y le di el mismo tipo de beso que hasta ese mo-mento solo les había dado a mis hijas recién nacidas. Y brotaron las lágrimas. Deberían haberme visto entonces. “Kamata”, “El Lucha-dor”, “El Matador”… ¡Que sí, hombre! Un muchacho ya mayorcito se había ablandado hasta tal punto y estaba abrazado de tal forma al sueño de su vida, que de tanto apretarlo no podía ni secarse las lágrimas ni los mocos.

    Por aquel entonces, aún no era del todo consciente de que yo era apenas el sexto futbolista de Europa del Este merecedor del mayor premio individual de la historia del más grande de todos los depor-tes. ¡Hristo Stoichkov, de Bulgaria! Hacía poco tanto Checoslova-quia como la URSS se habían disgregado, dando lugar al nacimiento de nuevos estados y, por el momento, del antiguo bloque socialista solo Hungría y mi patria figuraban en el mapa de los galardonados con el Balón de Oro.

    Pero, ¿qué estadísticas, por favor? Las emociones de aquel mo-mento bien podrían alimentar a varias centrales eléctricas. Una cosa es tener un gran sueño, pero otra cosa bien diferente es llegar a vivirlo. Sorry, me paro aquí porque se me hace un nudo en la gar-ganta cuando rememoro aquellos momentos. Además, ahora no nos hemos reunido para que me ponga a llorar, sino para poder contarles mi historia, ¿no es cierto?

    Al final de aquel teatrillo que se representó en el Juan Carlos I, cogí el Balón de Oro afirmando que ya no pensaba entregárselo a nadie. Stéphane puso los ojos como platos porque para él había sido un día de infarto. Por la mañana el fotógrafo y él se fueron del hotel Le Meridien a distintas horas y cada uno de ellos pensó lo mismo: “mi colega se llevará el bolso rojo”. Así, el Balón de Oro, valorado en unos treinta mil euros, se quedó en la habitación del hotel, y cuando se dieron cuenta tuvieron que correr como locos por toda La Rambla para rescatarlo. Menos mal que fueron rápidos porque con tanto fan del fútbol en Barcelona, hoy algún fontanero, electricista

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    o marido de alguna camarera del hotel podría estar disfrutando del Balón de Oro en su casa… o del dinero ganado a su costa.

    Al final tuvo que intervenir Arantxa en su estilo juego, set y partido. Me quitó bruscamente el trofeo de las manos, se lo devol-vió a Stéphane, dijo “¡stop!” y nos dio un beso a cada uno. Finita la comedia. ¡Qué día aquel, por favor! Desde la mañana no lo vi venir, ni de lejos. Como, por cierto, le pasa a casi todo en mi vida.

    Acordamos que compartiría la noticia únicamente con Mariana. Lo hice de la misma manera en la que ella me había anunciado que estaba embarazada: con un beso y un susurro en el oído. No monta-mos ninguna fiesta. Al contrario: en casa reinaba un silencio poco usual. Estuvimos toda la noche abrazándonos y dándonos besos con ternura. Jamás se me olvidará cómo en el primer momento cuando le dije la noticia, Mariana me abrazó, me despeinó y dijo en susu-rros: “Lo lograste, mi chico. ¡Ni por un segundo lo dudé! Y, ¿sabes?, quiero que a partir de ahora ya estés más tranquilo”. Por supuesto, ambos sabíamos perfectamente que aquello no iba a poder ser, pero por no romper la solemnidad del momento le prometí que sí. Y de-bido al voto de silencio tampoco podíamos montar una gran fiesta y celebrarlo a lo grande. La cena transcurrió en casa, en familia, tranquila, con velas y una botella de vino tinto. A las niñas no les dijimos nada. Eran pequeñas y existía el riesgo de que quisieran presumir al día siguiente ante sus amiguitos.

    El viaje a París para la ceremonia de entrega fue horrible. Los organizadores me mandaron un pequeño avión privado en el que solo podíamos movernos agachados. Pero, ¿y a quién le importaba? Pues por lo visto, a Cruyff le importó. Y tanto él como su amigo y consejero Jaume Roures, que le acompañaba, abandonaron el cama-rote de los hermanos Marx. Nos anunciaron que viajarían hasta la capital francesa desde el aeropuerto de El Prat en un vuelo regular y que no nos preocupásemos por ellos. “¡Buen viaje, pijos!”. Eso fue lo único que les dije.

    Me quedé a bordo con Mariana y con nuestros amigos más anti-guos de Cataluña: los maravillosos Juana y Toni, de cuyo hijo éra-mos padrinos. Lo único que le faltaba a la situación era algo de humor negro, así que yo me apresuré a servirlo. Declaré que aunque