El León y el Hombre 1

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“El León y el Hombre” En lo más alto de una montaña y en un chiflón que un minero abrió al seguir una veta mineral que se agotó pronto, vivían el León viejo y su hijo. Para el primero habían terminado ya los días de la juventud, aquellos lejanos y alegres días en que sus patas, elásticas y firmes, recorrían los confusos senderos de los bosquecillos cordilleranos, deslizándose silenciosamente entre los quillayes y los boldos, como una inquietante mancha amarilla que en el otoño se confundía con el color del paisaje. Estaba ahora viejo y achacoso, respetable de vejez y achaques. Para el segundo, en cambio, empezaban aquellos alegres días. En sus tiempos de mocedad, aquel León viejo fue el terror de los caseríos y fundos comarcanos. Vivía entonces a su lado la compañera de sus días, una Leona de ancho pecho y pesadas patas, de piel nerviosa y brillante, ágil en el salto y veloz en la carrera. ¡Cuántas noches de aventuras con ella y cuántas de amor en la soledad de las montañas! Salían de la guarida al atardecer, cuando el águila, inmóvil en el aire, a gran altura, recogía en sus ojos y en sus alas las últimas luces del sol; bajaban hacia el valle por atajos conocidos por ellos, y al anochecido marchaban ya sobre las primera vegas cordillenaras. Saltaban limpiamente las pircas de piedras y ramas de espinos y sorprendían a los animales perdidos o atrasados, sembrando la muerte y el terror entre los pacíficos piños de engorda. Toda la noche, dueños de la soledad y del silencio, sus pasos suaves recorrían el campo y sólo regresaban al cubil, marchando perezosamente, cuando la noche empezaba a palidecer en la cima de los cerros y las claras estrellas se diluían en una claridad mayor. Así transcurrieron los hermosos tiempos de la juventud, que el viejo León, ahora medio ciego y casi inválido, recordaba todos los días a la hora en que la noche echa a rodar su río silencioso sobre el mundo. Y eso fue así durante mucho tiempo, durante años, hasta que un día el Hombre que vivía allá abajo, al pie de los cerros y en el nacimiento del valle, se aburrió. Era pobre, su chacra era pequeña, su ganado escaso, muchas veces ajeno -recibido para engorda- y las piraterías del León causaban gran estrago en su modesta hacienda. Era preciso terminar con ellas.. Y una tarde limpió y engrasó cuidadosamente su carabina, llamó y reunió junto a sí a todos los perros del contorno, buscó el rastro del depredador y acompañado de otros hombres esperó en la entrada del valle a los nocturnos visitantes. Como era inteligente, preparó una celada. Una vaca vieja e inútil, amarrada a una estaca, fue el cebo. En la noche la leona cayó sobre ella como una masa tibia y elástica que emergiera de la sombra y la vieja vaca se derrumbó sin un gemido. Pero en ese mismo instante diez disparos de carabina atronaron el aire y veinte perros salieron corriendo tras las diez balas.

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  • El Len y el Hombre

    En lo ms alto de una montaa y en un chifln que un minero abri al seguir una veta

    mineral que se agot pronto, vivan el Len viejo y su hijo.

    Para el primero haban terminado ya los das de la juventud, aquellos lejanos y alegres das

    en que sus patas, elsticas y firmes, recorran los confusos senderos de los bosquecillos

    cordilleranos, deslizndose silenciosamente entre los quillayes y los boldos, como una

    inquietante mancha amarilla que en el otoo se confunda con el color del paisaje.

    Estaba ahora viejo y achacoso, respetable de vejez y achaques.

    Para el segundo, en cambio, empezaban aquellos alegres das.

    En sus tiempos de mocedad, aquel Len viejo fue el terror de los caseros y fundos

    comarcanos. Viva entonces a su lado la compaera de sus das, una Leona de ancho pecho

    y pesadas patas, de piel nerviosa y brillante, gil en el salto y veloz en la carrera. Cuntas

    noches de aventuras con ella y cuntas de amor en la soledad de las montaas! Salan de la

    guarida al atardecer, cuando el guila, inmvil en el aire, a gran altura, recoga en sus ojos y

    en sus alas las ltimas luces del sol; bajaban hacia el valle por atajos conocidos por ellos, y

    al anochecido marchaban ya sobre las primera vegas cordillenaras. Saltaban limpiamente

    las pircas de piedras y ramas de espinos y sorprendan a los animales perdidos o atrasados,

    sembrando la muerte y el terror entre los pacficos pios de engorda. Toda la noche, dueos

    de la soledad y del silencio, sus pasos suaves recorran el campo y slo regresaban al cubil,

    marchando perezosamente, cuando la noche empezaba a palidecer en la cima de los cerros

    y las claras estrellas se diluan en una claridad mayor.

    As transcurrieron los hermosos tiempos de la juventud, que el viejo Len, ahora medio

    ciego y casi invlido, recordaba todos los das a la hora en que la noche echa a rodar su ro

    silencioso sobre el mundo.

    Y eso fue as durante mucho tiempo, durante aos, hasta que un da el Hombre que viva

    all abajo, al pie de los cerros y en el nacimiento del valle, se aburri. Era pobre, su chacra

    era pequea, su ganado escaso, muchas veces ajeno -recibido para engorda- y las pirateras

    del Len causaban gran estrago en su modesta hacienda. Era preciso terminar con ellas..

    Y una tarde limpi y engras cuidadosamente su carabina, llam y reuni junto a s a todos

    los perros del contorno, busc el rastro del depredador y acompaado de otros hombres

    esper en la entrada del valle a los nocturnos visitantes. Como era inteligente, prepar una

    celada.

    Una vaca vieja e intil, amarrada a una estaca, fue el cebo.

    En la noche la leona cay sobre ella como una masa tibia y elstica que emergiera de la

    sombra y la vieja vaca se derrumb sin un gemido. Pero en ese mismo instante diez

    disparos de carabina atronaron el aire y veinte perros salieron corriendo tras las diez balas.

  • Alcanzada por varios proyectiles qued tendida junto a la vaca, manchada de rojo su piel

    azafranada, y el Len, lleno de coraje, excitado por los ladridos y los disparos, se lanz

    sobre los perros, aplastndolos con las poderosas patas y abrindolo como sandas con la

    afiladas garras. Pero las carabinas hablaron de nuevo y otras diez balas buscaron en la

    noche el cuerpo del Len.

    Exasperada por el dolor de un tiro recibido, desorientada, la fiera salt, cayendo entre los

    hombres escondidos detrs de una pirca; hiri a uno y a otro luego huy, desapareciendo

    bruscamente en la obscuridad.

    Volvi a los pocos das , cuando el Hombre, confiado de nuevo, dorma tranquilamente.

    Mat sin ruido a los perros que encontr a su paso y sin ser sentido lleg junto al rancho del

    Hombre. Al dar vuelta alrededor de l, tal vez buscando una entrada, encontr, estacad en

    la pared que daba hacia el oriente, la piel de la compaera de sus das. Furioso, la rasg de

    cabeza a cola con un araazo brutal, que hizo oscilar la delgada pared y despert al

    Hombre.

    Extraado del ruido, el Hombre se sent en la cama y escuch. Qu poda ser aquello?

    Oy un jadeo profundo y agitado que no poda ser producido por un ser humano y se

    levant a mirar por el pequeo ventanuco de su rancho. Junto a la piel rasgada de la Leona,

    el Len, lamindose las garras, pereca a alguien. Trmulo de alegra, el hombre busc a

    tientas su carabina; pero tan anhelante estaba que no pudo hallarla ni recordar el lugar

    donde la haba dejado. Lo nico que encontr fue una vieja escopeta que utilizaba para

    cazar perdices y conejos y que por fortuna estaba cargada.

    Un instante despus, el len recibi en la lustrosa piel del flanco una perdigonada

    estruendosa que lo hizo huir lamentablemente.

    Pero el Len volvi de nuevo. Quera disputarle al Hombre palmo a palmo su dominio. Esa

    vez lo cercaron los perros contra un matorral y slo pudo salvarse a costa de la muerte de

    cuatro de ellos.

    En la ltima excursin que efectu, los perros, que tambin vean en l a un enemigo, lo

    descubrieron desde lejos, olfatendolo, y se avisaron entre s ladrndose de rancho a

    rancho, despertando con ello la curiosidad y la sospecha del Hombre, que acudi a los

    ladrillos armado de su temible carabina.

    Acosado por los perros y sintiendo silbar cerca de sus orejas las balas calientes y redondas,

    el Len fue arrojado hasta el nacimiento del valle, donde el Hombre, despus de dispararle

    un ltimo balazo que tronch junto a la fiera un gracioso tallo de huille florido, le grit,

    amenazndolo con el puo:

    -Juna grandsima! No volvis ms puaqu!

    Y el Len no volvi ms. El Hombre no era ni ms valiente ni ms fuerte que l; pero era,

    en cambio, ms inteligente y tena perros y armas y saba tender lazo en los caminos del

  • bosque. El Len haba visto conejos y zorros apresados en ellos. Adems, el Hombre

    defenda su trabajo y cuidaba su prosperidad, ambicionando que todo estuviera bajo su

    dominio inmediato.

    El Len abandon la partida y subi a su montaa. Tena un hijo pequeo, que le dejara su

    vieja compaera, y a l dedic el resto de sus das.

    Y de este modo, la ley del Hombre , afirmada por la carabina y los perros, imper sin

    contrapeso desde donde nace el valle hasta donde muere el ro, y ms all an.

    Una maana de principios de primavera, el viejo Len , echado a la entrada del chifln que

    le serva de cueva, tomaba el sol, dormitando. El aire era fresco y el sol tibio. Un poco ms

    all, en la orilla de una pequea planicie, desde donde se dominaba una parte del ro que

    por all corra entre altas gargantas antes de echarse al valle, estaba el Len joven. Era un

    magnfico cachorro, robusto y gil, consciente y orgulloso de su robustez y agilidad. haba

    entrado ya en la pubertad y su cuerpo era apretado de msculos y de nervios; las patas eran

    ya anchas y vigorosas y los colmillos agudos y fuertes. Todo l peda aventuras, carrera,

    saltos, peleas, violencias. Los instintos de los animales de presa bullanle en las venas.

    Criado entre rocas y rboles, en la soledad y en el silencio de la montaa, sus sentidos eran

    finos y precisos. Sus orejas perciban los menores ruidos y su olfato recoga todas las

    variaciones del olor; sus ojos dorados advertan desde lejos los ms pequeos movimientos

    y su piel azafranada, elctrica de sensibilidad, expresaba, en escalofros que terminaban en

    las puntas de las redondas y cortas orejas, las impresiones que los sentidos le transmitan.

    El padre lo haba educado como a un verdadero Len, hacindole fuerte y valiente, astuto,

    alerta, ensendole todo lo que un Len debe saber para subsistir en medio de la vida

    salvaje de las montaas; los modos de cazar y los modos de pelear; los modos de huir y los

    modos de atacar, y, sobre todo, infundi en l el sentido de la superioridad sobre los otros

    animales. As como el cndor es el rey del aire, el Len es el rey de la tierra. pero toda

    aquella sabidura estaba an en reposo, indita. El Len viejo no le permita alejarse de su

    lado y la impetuosidad del cachorro se estrellaba y doblbase ante la prudencia del padre.

    Y es que haba un secreto que el Len viejo no revelaba todava a su hijo y ese secreto era

    el que le obligaba a impedir su alejamiento.

    aquella maana, echado al sol sobre el vientre, con la cabeza levantada y los sentidos en

    tensin, el Len joven ojeaba la lejana. Miraba el ro, los bosques colgados de las faldas

    amplias de las montaas, las vertientes que salan de los macizos de rboles, brillando entre

    ellos como pequeas culebras plateadas; adverta las locas carreras de los conejos por entre

    los litres y los algarrobos y los vuelos cortos y repentinos de las perdices; oa el canto largo

    y apasionado de la tenca y el silbido displicente del zorzal. El cielo estaba de un azul

    radiante y el aire, alto y puro, llenaba hasta los bordes el cuenco del espacio.

    Cundo podra l echarse a andar?

    Se levant desperezndose y mir a su padre. Si alguna vez hubo en el mundo un hijo

    respetuoso con su padre, se fue el Len joven. Y no le infunda respeto, sino que tambin

  • admiracin. admiraba en l su aire de adustez y de tranquilidad fiereza, su expresin de

    fuerza en sosiego, su sabidura de la vida. Anduvo unos pasos y se detuvo ante l. El Len

    viejo abri un ojo y lo mir. Aunque sus pupilas estaban ya nubladas por la vejez,

    conservaban todava un recuerdo de la fijeza y penetracin de antao.

    -Qu quers, hijo? pregunt.

    - Estaba pensando, paire -contest el cachorro- si habr en too el mundo uno ms guapo

    que su merc. (As trataban antes los hijos a los padres).

    El len viejo inclin la cabeza. El momento de la revelacin, durante tanto tiempo

    postergado, llegaba, al fin. Despus de un instante contest:

    -S, hijo.

    Esta respuesta llen de sorpresa al Len joven. su padre, hasta ese momento. le haba

    enseado que los animales de su raza eran los ms guapos de la tierra.

    -Cmo ha de ser eso, paire -pregunt-, cuando yo, que soy hijo, no le tengo mieo a naiden

    ni ms respeto que a su merc?

    A pesar del orgullo que esta pregunta produjo en l, contest el veterano:

    No tengais, hijo. Hay en el mundo un animal muy bravo que se la gana a toos; si nues por bien, por mal se han de dar. Por eso es que yo, quera el rey del mundo, me hey teno quenriscar entretos cerros por no dame.

    -Bah! -repuso jactaciosamente el Len joven-.

    Con su permiso, paire, cheme la bendicin y yuir a pelear con ese animal para quitarle el mundo. qu tanto ser lo guapo! Empus de su merc , que animal ser tan grande que yo

    no me lianime?

    El Len viejo contest:

    -Nues tan grande, hijo; pero es ms ardiloso que toos, y se llama lHombre. Yo no ti ar nunca permiso, mientras viva, pa que vai a peliar con l.

    Insisti el Len joven , pero el viejo se mantuvo inflexible. Mientras l viviera, no le

    consentira alejarse de su lado y mucho menos para ir a pelear con el Hombre. Y quiso que

    no quiso, el cachorro tuvo que quedarse, refunfuando y afilndose las uas.

    Pero el Len viejo estaba muy enfermo y a los dos das muri. Poco antes cont a su hijo la

    historia de su madre.

  • Esto aviv en el len joven el deseo de ir a medir sus fuerzas con aquel animal

    extraordinario, de cuya figura y de cuya inteligencia, a pesar de los relatos de su padre, no

    tena la menor idea.

    Despus de llorarlo, fue a buscar unas ramas y lo tap cuidadosamente, velndolo durante

    todo ese da y su noche, y al da siguiente, apenas amaneci, dijo:

    -Agora s que no me queo sin peliar con el Hombre.

    Y sali cordillera abajo, a buscarlo.

    El da era esplndido, fresco. el viento corra bajo, entre los cajones del ro, haciendo

    oscilar los esbeltos lamos. El agua reverberaba al sol. Los bosques estaban llenos de

    cantos y de murmullos. Los insectos y los pjaros se cernan ingrvidos en el aire seco,

    dorados de sol. La gran araa peluda ascenda desde el fondo de su agujero tapizado y sala

    a la luz, mostrando sus largas patas rojizas y su vientre de cobre. grandes bandadas de

    trtolas cordilleranas se levantaban y abatanse entre los pajonales. Conejos, vizcachas,

    zorros, perdices, quirquinchos, pululaban sobre la tierra, deslizndose entre los arbustos.

    Era la poblacin menuda pero densa de la montaa, que sala a tomar el sol. Ms all, en la

    orilla de las vertientes, enormes helechos empapados de agua mostraban sus cabezotas

    verdes. Todo pareca incitar a la aventura, a la marcha errante y sin sentido a travs del

    mundo. el Len lleg rpidamente a la orilla del ro. Durante su marcha tuvo ocasin de

    observar el respeto y el temor que su presencia despertaba en los dems animales. Al verlo,

    el conejo amarillento o gris, paraba desmesuradamente las orejas y dando un golpe seco

    con las patas traseras, como tomando impulso, hua a perderse en los matorrales; la chilla

    dejaba escapar un gruido de terror y arrastrando su cola amarilla, erizada de miedo,

    desapareca entre los intersticios de las rocas; las perdiz lanzaba un silbido de espanto y

    horadaba los aires como una piedra zumbante; el quirquincho se recoga y ovillaba,

    rodando cerro abajo como un pedrusco obscuro, y los pjaros, las trtolas, las tencas, los

    triles, los zorzales, los lloicas con sus mantas bermejas y las codornices con sus gorros de

    tres plumas, se levantaban en el aire como impelidas por un viento poderoso. Viendo

    aquello, pens orgullosamente:

    -Empus e mi paire,qui animal habr en el mundo ms guapo que yo? Ninguno!

    Tom por la orilla del ro haca abajo, saltando de peasco en peasco, dando vuelta los

    matorrales, ya corriendo, ya trotando que sus msculos y sus nervios le respondan

    maravillosamente al ser requeridos . se senta lleno de fuerza y de confianza.

    Pero poco a poco la garganta se fue ensanchando y de pronto se abri resueltamente,,

    apareciendo ante los ojos del len un espectculo que lo hizo detenerse estupefacto. All las

    montaas se separaban en dos filas , tomando una haca all y otra haca ac,

    distancindose una de otra hasta perderse de vista. la tierra se aplanaba all y cambiaba de

    color; desaparecan los peascos, todo era blando y suave y el ro segua corriendo por en

    medio de aquella tierra plana, dividindola en dos.

  • Aquello era el valle, la regin misteriosa donde empezaba el dominio del Hombre, el

    animal ms bravo del mundo, segn dijera el Len viejo a su hijo.

    El Len vio a lo lejos las casas del Hombre, sus chacras y potreros, las divisiones que

    separaban unos campos de otros, y los peos de animales. Pero l no saba qu era todo

    aquello. La ignorancia en que haba vivido hasta ese momento impedale especificar y

    diferenciar lo que vea. Por lo dems, su nico deseo era encontrar al Hombre y medir sus

    fuerzas vrgenes con l.

    - Adnde andar ese guapo? se pregunt-. Vamos a buscarlo.

    Y sigui andando hasta entrar en el dominio del hombre. le extraaba el cambio del paisaje

    y la diferencia que notaba entre su abrupta montaa nativa y esta tierra amplia y lisa, donde

    todo pareca estar bajo el cuidado de una mano poderosa. Le extraaba tambin la ausencia

    de los animales que vivan en la montaa. Ni una perdiz, ni un zorro, ni un conejo.

    nicamente los pjaros y los insectos continuaban all su vida de siempre.

    Ya estaba pensando que en esa tierras no habitaba animal alguno, cuando vio, en una

    pequea vega junto al ro un caballo muy flaco. se detuvo y lo observ un momento.

    -Bah! dijo despus- ese no mi aguanta na.

    Avanz con el vientre pegado a la tierra y cuando estuvo cerca del caballo, que paca

    tranquilo y despreocupado se irgui repentinamente, gritando:

    -Vos sos el Hombre?

    Al or esa voz gruesa y desacostumbrada, el Caballo dio un respingo, asustado. Aunque

    haca aos que no vea un Len, recordaba perfectamente qu clase de compadre era y

    contest rpidamente:

    -Yo no soy el Hombre, ior.

    -Quin es el Hombre, entonces? interrog el Len.

    El caballo, al ver que el Len no pretenda nada contra l, contest cachazuda y

    dolidamente:

    - El hombre, ior ta ms paajo y es un animal muy malo y muy guapo. a m me tiene bien dao, y porque no me le quera ar , me meti unos fierros en la boca, mi amarro con unos

    corriones, y con otros fierros clavaores que se puso en los talones, se me subi encima y mi

    agarr pencazos y puyazos por la s costillas, hasta que tuve qui hacer su olunt y llevalo

    ponde se liantojaba, y dey me larg pestos rincones onde casi me muero di hambre.

    -Pa qu sos leso? dijo despectivamente el Len-.

  • Yo voy a uscar al Hombre a ver si es capaz de ponese conmigo.

    Sigui andando, y poco ms all, detrs de una cerca de pirca, vio el lomo de un Buey, con

    sus cuernos.

    - Eses el Hombre pens el Len-. Y qu bien regrandazas son las uas que tiene! Pero las tiene en la cabeza, mientras que yo las tengo en las manos. A ver si es el Hombre.

    De un salto se encaram encima de la pirca.

    -Vos sos el Hombre? -grito al buey.

    El buey se pusoa a temblar, asustado, ms muerto que vivo, y sacando la voz como pudo,

    contest:

    -Yo no soy el Hombre, iorcito. El hombre vive ms paajo.

    Pero el Len no le crey.

    _me quers engaar que no sos vos, porquestay tiritando e cobarda. Y te animas a peliar conmigo? Pa qus ese cuerpo tan regrande y esos armamentos que tens en la cabeza si no pa gansela a los que no son guapos como yo?

    Pnele al tiro, si quers!

    Y el buey, viendo que no podra huir del Len ni hacerle frente, respondi, casi llorando de

    miedo:

    .No, iorcito, por Dios!, si yo soy peliador ni guapo; ya ve quel Hombre me tiene bien amansao y que cuando yo estaba ms toruno y me lle quise sublevar. mecho unos lazos, me tiro al suelo y me marc el pelljo con un fierro caliente, quentuava mescuece. No ve, su seora, aqu en las ancas? Y mhizo otras cosas ms, bien repiores, que me da vergenza Despus me puso yugo y mhizo tirar la carrera a picanazos. Y aqustoy, ior, paeciendo hasta quial Hombre se li ocurra matame pa comeme.

    El Len, al terminar el buey sus quejas, le dirigi una mirada de profundo desprecio.

    -Tan regrande y tan vilote! No servis pa na. Me voy.

    Y sigui valle abajo, en busca del Hombre, pensando,

    _Toos son aqu unos coardes y ninguno es capaz dencacharse conmigo.

    Ya vea las chacras, y al dar vuelta a un bosquecillo vio un humo y despus el rancho de

    una posesin de inquilinos. Se acerc a los cercos, sin hacer ruido. El perro del inquilino,

  • que estaba echado a la sombra de un peral, lo olfate y sali a ladrarle. el Lense sent a

    esperarlo y pens:

    - Ese s que ha de ser el Hombre. Bien meica mi paire que nuera tan grande. Pero a m no me la gana este chicoco! Es pura alharaca lo que trae y no se viene al cuerpo.

    El perro, que por instinto heredado saba lo que era un Len, le ladraba desde lejos.

    -A ver, Hombre, cllate un poco! le grit el Len.

    El perro contest arrogante:

    -Yo no soy el Hombre, pero mi amo es el Hombre.

    -As mest pareciendo, por que lo que sos vos , no me aguantay ni la primera trenz. Andicile a tu amo que vengo a desafiarlo, a ver si es cierto que es el ms guapo del mundo, comu icen.

    Fue el perro para la posesin y poco despus volvi acompaado del Hombre, que traa al

    brazo una escopeta cargada y fumaba, apacible, un cigarro de hoja.

    -Bah! -dijo el Len, al verlo-. Qu raro es el Hombre! Nuanda con la caeza agach como toos nosotros

    y echa humito! Cmo comer? Anda echao patras. Bah! Yo tambin me siento en las patas pa peliar con las manos libres. Qu gran ventaja mi ha e llevar?

    Poco a poco el Hombre acercse al Len. Era un labrador, delgado, de bigotes, palido, de

    aire tranquilo y reposado, vestido con liviana ropa campesina y calzado de ojotas.Nada

    haba en l de temible ni de feroz y la feria no habra necesitado de gran esfuerzo para

    acabar con l. El Len estaba sorprendido y miraba fijamente al Hombre, que a su vez

    miraba al Len.

    Estaba frente a frente el rey de la montaa y el rey del valle.

    -Vo sos el Hombre? -interrog el Len.

    -Yo soy el Hombre contest el labrador sencillamente.

    - A peliar contigo vengo pa saer cuul es el ms guapo de los dos en el mundo.

    -Geno -dijo sonriendo el Hombre- . Pero pa que yo pelee tens que sacame rabia. Rtame

    primero y empus te contesto yo.

    Y ante la admiracin del perro, que contemplaba turulato la escena, el Len empez a

    insultar al HOmbre.

  • -Asesino que mataste a mi maire!Lairon , que le quitaste el mundo a mi paire! ausaor,

    que ausas con los que no son capaces de peliar con vos! Coarde, que te vals de trampas pa

    peliar! Saltiaor! Bandio! Ya est ya te insult. Agora, si sos capaz, pelea conmigo.

    -Geno -dijo el Hombre- Agora me toca a m.

    Y aquel Hombre delgado, de aspecto tranquilo, que de no tener su escopeta en las manos

    hbiera huido apresuradamente al ver al Len, se ech el arma a la cara y le apunt diciendo:

    -All va una mala palaura.

    Y le larg un escopetazo y le quebr una pata.

    -Ay, ay, ay, aycito! -clam en Len-. Iorcito Hombre, por favor, no peleo ms con ust!

    Y ms asustado y maravillado que dolido, el Len huy cordillera adentro, seguido de los

    ladridos envalentonados del perro.

    Cuando lleg al nacimiento del valle,antes de internarse para siempre entre sus montaas,

    mir haca el dominio del Hombre, y dijo:

    -Bien me ica mi finao taita que no juera a peliar con el Hombre! Si con una palaura no

    ms me quebr una pata, qui habra si me le viene al cuerpo?.

    * Perteneciente al libro Travesa de 1934.