El Juicio

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Angela Hightower, una hermosa heredera, hija del hombre más poderoso de Dennison Springs, aparece muerta al pie de un barranco. Peter Thomason, acusado del asesinato, necesita un abogado. No sin reservas, Kent Mac McClain acepta tomar el caso. Thomason insiste en su inocencia, pero las pruebas que lo señalan como culpable parecen incontestables. ¿Está Mac defendiendo a un psicópata, o alguien —posiblemente un familiar de la propia víctima— le tendió una trampa a Thomason?

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© 2011 por Grupo Nelson®Publicado en Nashville, Tennessee, Estados Unidos de América. Grupo Nelson, Inc. es una subsidiaria que pertenece completamente a Thomas Nelson, Inc. Grupo Nelson es una marca registrada de Thomas Nelson, Inc. www.gruponelson.com

Título en inglés: The Trial© 2001 por Robert WhitlowPublicado por Thomas Nelson, Inc.

Todos los derechos reservados. Ninguna porción de este libro podrá ser reproducida, almacenada en algún sistema de recuperación, o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio —mecánicos, fotocopias, grabación u otro— excepto por citas breves en revistas impresas, sin la autorización previa por escrito de la editorial.

A menos que se indique lo contrario, todos los textos bíblicos han sido tomados de la Santa Biblia, Versión Reina-Valera 1960 © 1960 por Sociedades Bíblicas en América Latina, © renovado 1988 por Sociedades Bíblicas Unidas. Usados con permiso. Reina-Valera 1960® es una marca registrada de la American Bible Society, y puede ser usada solamente bajo licencia.

A menos que se indique lo contrario, todos los textos bíblicos han sido tomados de la Nueva Versión Internacional® nvi® © 1999 por la Sociedad Bíblica Internacional. Usada con permiso.

Nota del editor: Esta novela es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares o episodios son producto de la imaginación del autor y se usan ficticiamente. Todos los personajes son ficticios, cualquier parecido con personas vivas o muertas es pura coincidencia.

Editora general: Graciela LelliTraducción: Belmonte TraductoresAdaptación del diseño al español: Grupo Nivel Uno, Inc.

ISBN: 978-1-60255-524-2

Impreso en Estados Unidos de América

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A quienes se reúnen en pequeños grupos y oran. Reciban aliento.

Si dos de ustedes en la tierra se ponen de acuerdo sobre cualquier

cosa que pidan, les será concedida por mi Padre que está en el cielo.—Mateo 18.19, nvi

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R E c o n o c i m i E n t o s

Manzana de oro con figuras de plata es la palabra dicha como conviene.

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G racias a mi esposa, Kathy, que cree más que nadie en la belleza y el valor de la palabra escrita. Y a mi hijo, Jacob, que tiene un buen

ojo para lo que suena cierto. Aprecio mucho la ayuda editorial de Ami McConnell y Traci DePree: fue divertido ver funcionar sus mentes. Final-mente mi gratitud especial por la ayuda de Richard Murray, mi amigo y colega abogado.

Y a aquellos que oraron: ustedes abrieron las ventanas de los cielos.

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P RÓL OG O

La verdad saldrá a la luz; el asesinato no puede ocultarse mucho tiempo.

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C eleste Jamison daba vueltas y vueltas, pero no podía dormir. Con temor a despertar a su esposo se deslizó de la cama y bajó las escaleras

hasta la cocina. Su hijo menor estudiaba segundo año en la universidad, así que su esposo y ella tenían una casa grande para los dos solos; a excep-ción, desde luego, de cuando los hijos y los nietos la invadían durante algunos días de feliz y caótico alboroto.

Llenó un vaso de agua del grifo y sorbió unos cuantos tragos. Total-mente despierta, sabía que no tenía sentido regresar a la cama. Abriendo la puerta de la terraza interior, encendió una pequeña lámpara de mesa que arrojaba su luz a las macetas con plantas y cestas colgantes que llenaban la habitación. En la esquina estaba una vieja silla de madera que anteriormen-te había adornado la cabecera de la mesa de su abuela en la granja cerca de Villanow. Celeste la había pintado de blanco para que hiciese juego con los muebles más modernos del porche que había en la habitación, pero aun así seguía pareciendo un poco fuera de lugar. Cuando se sentó, la silla crujió un poco. Celeste cerró sus ojos, puso la cabeza entre sus manos y esperó.

-—¡Allí! A la orilla de los árboles.

El detective señaló a un lugar donde el haz de las luces del auto patru-lla se enredaba en los primeros pasos del espeso bosque. El agente que iba conduciendo el auto patrulla se detuvo en el herboso arcén.

El detective Mason sacó su pistola de su funda debajo de su abrigo.—Dirige la linterna hacia el bosque. He visto movimiento.

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La luz se movió de un lado al otro por la orilla de los árboles que bor-deaban la empinada carretera de la montaña.

—¡Ahí está! —dijo el agente Gordon.Mason abrió la puerta del auto.—Cúbreme —ordenó.Gordon levantó la escopeta de su soporte en medio del asiento delan-

tero y la apoyó contra el marco de la puerta.—¡Salga con las manos sobre su cabeza! —gritó el detective.La larga figura salió de detrás de un árbol y de modo vacilante levantó

su mano derecha para cubrir sus ojos de la brillante luz.—¿Quién es usted? —gritó el hombre—. No veo nada.—Policía del condado de Echota. ¡Manos arriba!El hombre levantó sus manos, dio un paso hacia la luz y tropezó con

un gran tronco seco de un árbol. Levantándose hasta quedar de rodillas, meneó la cabeza de lado a lado.

Mason saltó una estrecha zanja de desagüe, pasó pisando el tronco del árbol y con habilidad esposó al sospechoso.

—Levántese —ordenó.Con esfuerzo, el hombre se puso de pie y volvió a tropezar con el tron-

co del árbol. Al caer agarró al detective, que perdió el equilibrio y aterrizó encima de él.

—¿Puedes tratar con él? —preguntó Gordon.Mason permaneció sobre la espalda del hombre y rápidamente le regis-

tró en busca de armas.—No lleva pistola. Ayúdame a meterlo en el auto.Los dos oficiales levantaron al hombre hasta ponerlo de pie y casi a

rastras lo llevaron hasta el auto patrulla. Abriendo la puerta trasera, lo metieron en el asiento posterior, donde cayó de lado, inconsciente.

—¿Tiene alguna identificación? —preguntó Gordon.—Sentí una billetera cuando lo registré.El detective sacó la billetera del hombre del bolsillo trasero de sus pan-

talones y la abrió.

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—Aquí está. Licencia de conducir de Georgia. Peter L. Thomason, 316B Oakwood Apartments, Dennison Springs. Un metro ochenta y cin-co, noventa y nueve kilos, pelirrojo, ojos marrones.

Inclinándose hacia el interior del auto patrulla, el oficial Gordon extendió su brazo sobre el cuerpo quieto de Thomason.

—Revisaré sus bolsillos delanteros.Sacó unas cuantas monedas y la llave de un auto.—Es de un Porsche. ¿Del auto de la chica Hightower?—Nos lo llevamos.

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Cada sustancia de un dolor tiene veinte sombras.ricardo ii, acto 2, EscEna 3

K ent «Mac» McClain miró la hora en el reloj del abuelo que le obser-vaba impasible desde la esquina más lejana de su oficina cubierta

con paneles de roble. El viejo reloj era una antigüedad heredada por parte de la familia materna y funcionaba a la perfección mientras las pesas y las cadenas tuvieran la tensión adecuada. Cuando era niño, Mac se tumbaba en la cama y escuchaba el solemne anuncio que el viejo reloj hacía de cada hora que pasaba desde su ubicación en el vestíbulo de la casa de sus padres. Muchos años después, hizo espacio para situarlo en el rincón de su oficina; sin embargo, el fuerte sonido cada cuarto de hora interrumpía las reunio-nes con sus clientes, por lo que Mac inutilizó el mecanismo de las campa-nadas. Ahora, a excepción de un tic-tac regular, la esfera de marfil con sus grandes y negros números romanos mantenía una vigilia silenciosa.

Eran casi las cinco de la tarde. En unos minutos más, el personal de la oficina atravesaría la puerta de la sala de recepción y se iría a casa por el fin de semana. Él se quedaría solo.

Su cabello color marrón muy bien peinado tenía muchas vetas canosas, pero Mac tenía una forma física mejor que el promedio para tener cincuenta y seis años de edad. Con un poco menos de un metro ochenta de estatura, solo pesaba once kilos más que cuando se graduó de la facultad de derecho de la Universidad de Georgia, y aún podía pasarse toda una tarde haciendo excursionismo en las montañas al este de Dennison Springs. Pero no podía apropiarse de todo el mérito de su buen estado físico; era genético.

También había heredado el mordaz ingenio de su padre y los compasi-vos ojos marrones de su madre. Mac seguía manteniendo su ingenio, ahora

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una fachada que mantenía en segundo plano, pero había pasado mucho tiempo desde que sintió compasión por el dolor de otra persona. No había ahogado lágrimas de sus ojos por el dolor de otra persona en años.

Oyó cerrarse la puerta frontal y lentamente se sirvió una cerveza en la fría taza que estaba en la esquina de su escritorio. A excepción de los viernes en la tarde, nunca bebía en la oficina. Los viernes en la tarde eran diferentes. No bebía para encubrir el malestar que con todo cuidado ocul-taba ante los ojos del mundo. Más bien renovaba un ritual proveniente de una época más feliz, una tradición de treinta y cinco años de antigüedad que comenzó en los frescos viernes otoñales de sus tiempos universita-rios en Athens, Georgia. Mac vivió en una residencia de la fraternidad el último año y, en cuanto las clases de la semana terminaban, sacaba del refrigerador una taza helada, se servía lentamente una cerveza, se sentaba en el porche delantero en una mecedora y observaba pasar el tráfico por la avenida Milledge. Pero ahora era diferente. Hoy no había celebración.

Con el latido de su corazón un poco más rápido de lo normal, abrió el último cajón de la izquierda de su escritorio y sacó la pistola Colt calibre 45 entregada a su padre durante la Segunda Guerra Mundial.

Al comienzo de la guerra, el arma estándar para los oficiales militares era una Smith de seis disparos y un revólver Wesson calibre 38, pero la fero-cidad de los soldados japoneses en el Pacífico obligó al ejército estadouni-dense a pensar de nuevo su estrategia. En combate cuerpo a cuerpo, un cartucho del calibre treinta y ocho podría herir a un soldado de infantería que fuese a la carga, pero no tenía suficiente masa para derribarlo. Los fabri-cantes de armamento respondieron con un arma más potente, de modo que cuando el padre de Mac pasó de ser presidente del departamento fiduciario de un banco a capitán en el ejército de Estados Unidos, adquirió el arma de color verde opaco que ahora descansaba en el escritorio de su hijo.

Mac chasqueó el clip. Una a una, extrajo las balas y las puso en línea como si fueran pulidos centinelas en el borde de la oscura madera. Las balas eran pequeños objetos que podían tener un efecto devastador y mortal, sobre todo cuando se disparaban directamente al cráneo a poca distancia.

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Abriendo el estrecho cajón central del escritorio, sacó un pote de pasti-llas para el dolor. En cierto modo, las pastillas y las balas eran notablemen-te parecidas. Desde luego, las pastillas eran para aliviar el dolor; las balas estaban pensadas para infligirlo. Pero para los propósitos de Mac, las balas o las pastillas habrían servido para lo mismo: poner fin a su sufrimiento, de una vez por todas. Mac agitó el frasco. Estaba lleno.

¿Cuántos de los potentes analgésicos se tomaría? ¿Medio pote? ¿Tres cuartas partes? No sería tan difícil tomarlas todas. Y entonces, ¿qué suce-dería? ¿Mareo? ¿Somnolencia? ¿Nada?

Mac no había sido capaz de decidir cuál sería el mejor método para morir: bala o pastilla. Cada una tenía sus ventajas. Había algo masculino con respecto a una bala en el cerebro. Sucio, pero masculino. Las pastillas eran más apropiadas para estrellas de Hollywood que descubrían que las brillantes luces y la fama eran tan solo otro camino hacia el agujero negro de la depresión y la desesperación. Pero las pastillas eran limpias; no había nece-sidad de alborotar el cabello, y quien le encontrase no tendría que tratar una horrible escena de muerte. El sentimiento de decencia y decoro de Mac argu-mentaba a favor de los analgésicos. Su deseo de una rápida certeza le atraía hacia uno de los brillantes centinelas de metal. El asunto seguía sin decidirse.

El teléfono de su escritorio sonó. Sorprendido, dejó el pote de las pas-tillas, tirando algunas de las balas.

—¿Quién es? —gritó al receptor.—El juez Danielson en la línea uno —respondió su secretaria.Retirándose del borde del abismo, Mac puso en su mano las balas.—La aceptaré, Judy. Pensé que se había ido usted a casa.—Quería terminar el primer borrador del informe Morgan. Me iré en

unos minutos. Que tenga un buen fin de semana.—Gracias. Usted también.Mac apretó el botón del teléfono.—Hola, juez.—Me alegro de haberle agarrado antes de comenzar su fin de semana.

¿Aún tiene una fría cada viernes?—La estoy mirando mientras hablamos.

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Mac sostuvo el teléfono entre su oreja y su hombro, metió el cargador de nuevo a la pistola y la puso otra vez en el cajón del escritorio.

—Venga al juzgado —dijo el juez—. Necesito hablar con usted.—¿Qué sucede? —preguntó él—. Estoy libre.—Solo venga. Se lo explicaré cuando llegue aquí.—¿No puede esperar hasta el lunes?—No —dijo simplemente el juez.Mac dio un suspiro.—Deme cinco minutos.—Gracias. Le veré ahora.Mac colgó el receptor del teléfono. Con sus manos un poco sudorosas,

sostenía el pote de pastillas entre sus dedos. Le molestó la interrupción de la llamada del juez, pues se estaba acercando a un veredicto en el juicio oculto que se realizaba en el interior de la oscura meditación de su alma. Vida o muerte. Bala o pastilla. Él sabía que no tenía que ir al tribunal; podía continuar el juicio secreto interrumpido por la llamada del juez. Pero el encanto se había roto; el jurado que decidiría su destino tendría que continuar sus deliberaciones más adelante.

-Mac se abrochó el botón superior de su camisa y se arregló su corbata de seda. Agarrando un cuaderno tamaño legal amarillo que estaba en blan-co, cerró con llave la puerta frontal de la pequeña casa de ladrillo rojo que había convertido en un atractivo bufete de abogados y comenzó el corto paseo que había hasta el tribunal. Una de las ventajas de practicar derecho en una ciudad como Dennison Springs era la comodidad. El tribunal, las oficinas de los tres principales bufetes de abogados y dos de los principales bancos estaban cerca. A menos que estuviese lloviendo o hiciese mucho frío, con frecuencia entregaba en persona los documentos legales o iba hasta el banco para realizar un depósito como excusa para dar un paseo.

Mac conocía cada árbol, cada brizna de hierba y cada grieta que había en la acera a lo largo del camino. Cruzó la calle y subió los amplios esca-lones del tribunal del Condado de Echota. Construido como un proyecto

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de los Cuerpos Civiles de Conservación durante la Depresión, el edifi-cio grande cuadrado y de ladrillo rojo, con su plateado tejado abovedado, no ganaría ningún premio arquitectónico pero tenía cierto encanto nato. Rodeado por tres lados por largas filas de arrayanes, yacía bañado de color púrpura durante algunos gloriosos meses a finales del verano.

En el piso bajo se situaban las oficinas del taquígrafo del tribunal, del juez de sucesiones y una gran cámara donde se almacenaban informes notariales. Excepto cuando tenía que ir a la oficina del funcionario para archivar documentos, Mac rara vez se quedaba en el primer piso del edi-ficio. Subiendo las desgastadas escaleras, fue al piso de arriba a la sala del tribunal principal con su elevado techo y grandes ventanales que propor-cionaban una especular vista del sur de los Apalaches. Mac no necesitaba ver «Rock City», el sitio turístico en lo alto de la montaña, en Chattanoo-ga. Podía captar el panorama de las montañas gratuitamente cada vez de que iba al tribunal. Durante los últimos treinta años, había sido testigo de todos los matices del cambio de estaciones en las distantes colinas desde el punto de vista de la sala del tribunal. Esa tarde, los amarillos opacos, naranjas y rojos de mediados de octubre dominaban la escena.

La sala del tribunal estaba organizada como un minianfiteatro. El piso bajaba gradualmente desde la parte trasera de la sala hasta una zona plana donde la tribuna del jurado miraba directamente al elevado estrado del juez y el banquillo de los testigos. Cuando se juzgaba un caso, los aboga-dos se sentaban a ambos lados opuestos al jurado, y todos podían ver con claridad a los convocados a testificar.

-El juez William L. Danielson era tres años más joven que Mac. De baja estatura y fornido, se crió en una granja de pacanas en Georgia y se mudó a Dennison Springs después de graduarse de la facultad de derecho Mer-cer, en Macon. Los siguientes quince años ejerció el derecho corporativo y comercial como asociado y colaborador de uno de los «tres grandes»: los bufetes de abogados citadinos con más de cinco abogados. Durante sus años en la práctica privada, Bill Danielson y Mac solo se enfrentaron en los tribunales en una ocasión. Mac ganó.

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-La oficina del juez Danielson estaba a la derecha del estrado donde presidía. Mac entró en la oficina y llamó ante el marco de madera de la puerta abierta.

—Entre y siéntese, Mac —el juez señaló hacia un par de sillones de madera al otro lado de su escritorio de color roble claro—. Necesito su ayuda.

Mac se sentó y esperó.Sosteniendo una hoja de papel, el juez dijo:—Iré al grano. Esta es una orden que lo nombra para representar a

Peter Thomason.Mac se quedó boquiabierto.—¿Cómo? No he procesado un caso penal importante en años.—Tengo una buena razón...—Gene Nelson es defensor de oficio —interrumpió Mac—. Él mane-

ja este tipo de casos.—Tómelo con calma —el juez levantó su mano—. Gene me llamó

hace una hora. Tiene un conflicto. El patólogo de Atlanta que hizo los análisis de droga a la sangre del acusado es el nuevo cuñado de Gene. Es seguro que el hombre testificará como testigo experto y tendrá que ser interrogado por el abogado de Thomason. Si hay condena, no puedo arriesgarme a un hábeas corpus de un abogado sabelotodo más adelante basándose en asistencia letrada ineficaz.

—¿Pero por qué yo? —preguntó Mac, inclinándose hacia atrás en su silla.—Porque implica a la familia Hightower —dijo el juez lentamente—.

¿Qué otra persona podría hacerlo?Mac no respondió. Peter Thomason estaba acusado de asesinato,

pero no era una sórdida muerte hogareña o el resultado de un trato con drogas que salió mal. La víctima era la joven de diecinueve años Ángela Hightower, la única hija de Alexander y Sarah Hightower, la familia más influyente de Dennison Springs.

Un amigo de Mac sugirió una vez que la Cámara de Comercio del Condado de Echota debería vender pegatinas de parachoques que dijeran: «Dennison Springs, Georgia. Poseída y dirigida por Hightower & Co.» Los ancestros de Alex Hightower estuvieron entre los primeros colonizadores

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en la zona después de que Andrew Jackson ordenase al ejército de Estados Unidos que se llevara a los indios cherokee del noreste de Georgia por el «Camino de las lágrimas» hasta Oklahoma en los años treinta. En 1880, la familia Hightower había construido la primera fábrica de tejidos, había constituido el primer banco y controlaba la Primera Iglesia Metodista. Durante los cien años siguientes, sus intereses económicos se extendieron hasta más allá de los límites de Dennison Springs, y se mudaron a unos cien kilómetros al sur de Atlanta. Pero mantenían fuertes vínculos con la zona y pasaban un mes cada verano en la residencia familiar en las afueras de la ciudad. El dinero de los Hightower era la columna vertebral de varios negocios importantes en la zona y ningún abogado local hacía nada para oponerse a ellos. Ninguno, es decir, excepto Mac.

—Ya veo —dijo Mac—. ¿No conoce usted a algún joven abogado que se ocupe del caso sin importarle las consecuencias?

—¿Y usted? —respondió el juez.Mac recorrió mentalmente la lista de posibilidades y meneó su cabeza.—Ninguno con experiencia en defensa criminal.—No puedo nombrar para un caso de asesinato a alguien que haya

manejado unos cuantos casos de «no contención» en el tribunal de faltas.Mac se encogió de hombros.—Ha pasado algún tiempo. El último caso criminal importante del

que me ocupé fue...—El Estado contra Jefferson —interrumpió el juez—. Hace tres años

y medio. Usted enjuició el caso durante tres días con un jurado que no se ponía de acuerdo. La oficina del fiscal de distrito decidió no procesar los cargos y le dejó libre.

Mac suprimió una ligera sonrisa.—Usted tampoco creía que él fuese culpable, ¿no?—Sin comentarios. Lo que quiero decir es que bajo la Sexta Enmien-

da, Thomason merece representación de calidad.—Y usted no quiere poner en peligro la carrera de otro joven abogado

pidiéndole que defienda al hombre que puede que haya asesinado a la hija de los Hightower.

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—Correcto.El juez se inclinó y agarró la orden.—Aunque usted sea un oficial del tribunal, no voy a obligarle a que

haga esto.Mac levantó sus cejas.—¿Puedo negarme?—Sí. Piénselo en el fin de semana y llámeme el lunes por la mañana.—¿Sabe Thomason sobre el conflicto de intereses?—Gene Nelson va a hablar con él esta noche.—Muy bien —Mac se levantó para irse—. Le llamaré a primera hora

el lunes.—Otra cosa más —dijo el juez—. Entiendo que Alex Hightower ha

contratado a Joe Whetstone de Atlanta para actuar como fiscal especial.—¿De verdad? Sacando la artillería pesada para la ejecución.—Será un desafío.—¿Y piensa que yo quiero un desafío? —preguntó Mac.El juez meneó su cabeza.—Usted no tiene que demostrarme nada, Mac.Mac se dirigió a la puerta abierta.—¿Pagará el condado un investigador y testigos expertos?—Cualquier cosa dentro de lo razonable. Intentaré lograrlo para usted.Mac bajó las escaleras del tribunal de justicia. Había leído artículos

sobre el asesinato en los periódicos locales. Sería un caso difícil de lidiar. Los Hightower no escatimarían gastos para obtener una condena. Contratar a Joe Whetstone como fiscal especial era solo un paso. El abogado de Atlanta estaría apoyado por un cuadro de asociados, un ejército de paralegales, y los mejores investigadores y testigos expertos que el dinero pudiera comprar.

Olvidándose de las balas, las pastillas y su cerveza, cruzó la calle. Con cada paso, los secretos y oscuros pensamientos de su propia muerte se reti-raron, y su lugar fue ocupado por pensamientos sobre otro hombre cuya vida colgaba en la balanza delante de los ojos de todos en el condado de Echota.

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