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El juegodel papagayo(Conferenciasde Elías Martel)

Santiago Key-Ayala

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Edición anterior: Cuadernos Literarios de la Asociación de Escritores Venezolanos. Caracas, 1955© Santiago Key-Ayala© Fundación Editorial El perro y la rana, 2018 (digital)Centro Simón Bolívar, Torre Norte, piso 21, El Silencio, Caracas - Venezuela 1010.Teléfonos: (0212) 768.8300 / 768.8399

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Diseño de la colección:Jhon ArangurenMónica Piscitelli

Edición al cuidado de: Jesús Rodríguez

Transcripción:Morella Cabrera

Corrección: Erika Palomino Camargo

Diagramación Jairo Noriega

Hecho el Depósito de LeyDepósito legal DC2018000738ISBN: 978-980-14-3750-5

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c o l e c c i ó nPáginas Venezolanas

Esta colección celebra a través de sus series y formatos las páginas que concentran tinta viva como savia de nuestra tierra, es feria de luces que define el camino de un pueblo a través de la palabra narrativa en cuentos y novelas. La constituyen tres series:

Clásicos abarca obras que por su fuerza y significación se han convertido en referentes esenciales de la narrativa venezolana.

Contemporáneos reúne títulos de autoras y autores que desde las últimas décadas han girado la pluma para hacer fluir nuevas perspectivas y maneras de exponer la realidad.

Antologías es un espacio destinado al encuentro de voces que unidas abren portales al goce y la crítica

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Cierto cuento de Key-AyalaPor: Coral Pérez Gómez

Este es uno de los pocos cuentos, quizá cinco en total, escritos por Key-Ayala, más conocido como ensayista que como narrador y más interesado en temas históricos, personajes literarios y curiosidades bi-bliográficas. No ha sido incluido entre sus Obras escogidas (1955), ni se había reeditado después de su publicación en 1955 por la Asociación de Escritores Venezolanos, versión en la que nos basamos.

El cuento es, pues, una curiosidad y un hallazgo. Primero, por lo raro de su propuesta como género narrativo. Es una ficción con rasgos costum-bristas bajo la apariencia de un modelo de conferencia académica, a imita-ción de los lugares comunes de la retórica conferencista, sin desperdiciar sus protocolos verbosos y sus secuencias dentro del rigor de la arquitectura lógica. De este modo, el estilo y el tono irónicos se van incrementando en las proposiciones de anticipación paródica, y el cuento se convierte tam-bién en una crítica de las ideologías positivistas y de la retórica formal de los discursos oficiales, resultando, en síntesis, una anticonferencia acadé-mica. Segundo, por lo que menciona Oscar Sambrano Urdaneta por los años 70 en una reseña en El Nacional, quizá entre lo poco o lo único que se

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ha dicho sobre este cuento: es una nota atípica e irónica, dentro de la obra de Key-Ayala, que describe el lado oscuro y absurdo de Venezuela.

Este es el argumento del cuento: el ingeniero Elías Martel es nom-brado visitante de honor por la Sociedad de Hidrología del pueblo de Tierra Seca. Después de conocer la ciudad se ve forzado a dar una con-ferencia. Antes, había percibido cierta sucesión de absurdos. Está ante un pueblo extrañamente previsor donde se construyen ingenierías e instalaciones hidráulicas, pero que es árido, seco, sin agua. La obsesión dominante es una locura sistematizada: todos los nombres y títulos en el pueblo guardan relación con el agua. Sin querer, el ingeniero se ha visto formando parte de todo el absurdo.

Como es de rigor dar consejo en los protocolos conferencistas, en el preámbulo de su discurso, Elías Martel justifica su tema, que será el del popular juego del papagayo, dado su contenido folklórico y nacio-nalista. No obstante, su discurso será necesariamente expuesto en sen-tido alegórico, y por eso decide explicar al auditorio en qué consistirá su extraña alegoría que por un lado sería la paradoja de correr tras un espejismo inalcanzable, y, por otro, la moraleja social:

Nada más hermoso ni más fructuoso para los pueblos como para los indi-viduos, que tener un ideal y correr tras él sin alcanzarlo jamás… Vosotros tenéis la tierra, pero no tenéis el agua ¿Y para qué lograrla? Perderíais el bello espejismo que anima a las caravanas del desierto. Perderíais la sed…

Profundizando más en el juego del absurdo, y burlándose de la acartonada atención del auditorio, dispara la flecha de gratitud, otra de las fórmulas de rigor de un conferencista, por haber sido invitado a conocer el pueblo:

¿Sabéis por qué amo a esta sana Tierra Seca vuestra? Porque en ella no hay, no puede haber aguas empozadas. Estáis libres de las tierras enve-gadas, donde nacen y se crían los dípteros, prosperan los reptiles y se multiplican los bichos de humedad.

Con estos despliegues se va ordenando una especie de caracteriza-ción psicológica y social del venezolano, enriquecida con prosa atracti-va y de humor agudo.

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Cierto cuento de Key-Ayala

De este modo, por ejemplo, el conferencista parte de una descrip-ción de las variantes tipológicas del papagayo como objeto artesanal: el pacífico, el bélico, el corsario, o el de “puntillas”, persistiendo, con el mismo rigor académico, en utilizar seriamente la retórica fría y cientí-fica, hasta agotar con detalles toda la teoría y la estrategia de este arte-facto lúdico; es decir, sus tipos, sus técnicas, su artesanía y sus artes de manejo, pues “picar es toda una ciencia y un arte”. En este sentido, pa-reciera que el papagayo mismo no es más que un objeto disecado bajo nomenclaturas y clasificaciones semánticas por el más absoluto método técnico.

Pero hasta ahí no llega la cosa. No solo el orador o el personaje se aprovecha sustanciosamente de los tecnicismos de la “horma” confe-rencista, sino que, en otro nivel narrativo, el narrador involucra otros recursos. En principio, este cuento, que contiene una estructura de ficción dentro de la ficción, de pretextos dentro de pretextos, es a la vez una parodia, una alegoría, una fábula y una parábola. Pero también es de naturaleza costumbrista cuando se pretende describir la psicolo-gía y “sintomatologías” del venezolano a través de las simbologías del tradicional juego del papagayo. Y es de carácter positivista cuando se basa en formas de estudio humanistas que buscan las causas de los fe-nómenos sociales, explicando lo general en lo particular. De ahí, por ejemplo, que en un capítulo, ya de perfecto ritmo conclusivo, titulado “Psicología y sociología”, el personaje conferencista define su intención de abordar un tema fundamental como “complejo de mandonismo ve-nezolano”, a través precisamente de la parábola del juego del papagayo. No deja de asombrarnos, en fin, el Key-Ayala de ingenio nacionalista: “En todo, hasta en el mundo versátil del papagayo, asoma el espíritu revolucionario”.

Sin embargo, lo más valioso se da cuando el conferencista aban-dona el artificio exagerado, el tenor irónico y el estilo tecnicista, para dar con una expresión más auténtica de lo que el juego del papagayo representa como símbolo colectivo. Nos percatamos de que la alegoría del juego del papagayo es recurso dentro de la ficción que, en términos muy particulares e ingeniosos, sintetizará la “moraleja” que pudiera re-presentar para el venezolano este deporte como práctica popular. En-tonces, aparece el papagayo sugerente, pleno de connotaciones. Entre ellas, las del saber común, que se explica por la descripción del manejo

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de las situaciones y de los secretos del vuelo, por ejemplo, ya que “el arte técnico depende del arte del vuelo”. Se juntan pues, dentro de la conferencia, en buena lid, “teoría” y “maniobra”, desenterrando lo que podría ser una visión esencial del papagayo, dejando aflorar la armonía completa de los recursos y pretextos utilizados en los niveles interpre-tativos de la ficción narrativa.

Dentro de este juego de inclusiones está la punta crítica de la saeta que centra la intención del cuento, la moraleja de la fábula del papa-gayo: la pasión por el juego no suele practicarse gracias a un ritmo de colectividad, sino gracias a una simple aglomeración, explica el con-ferencista. Ciertas formas de juego representan “a lo vivo nuestro in-dividualismo tradicional”, explica. Esto se ve dentro del mecanismo del juego “cuando un picador es picado en el mismo instante en que él pica al otro”, y este pierde precisamente porque está “concentrado en su propio juego”. El motivo se define como crítica al carácter o psicología del venezolano, quien no practica de mejor modo el método, digamos, de jugar en colectivo. Algo así como una carencia de diálogo o antici-pación de la jugada del otro.

Dentro de la intertextualidad y juego referencial del cuento, de apego nacionalista, además de citar la fábula sobre el papagayo de Andrés Bello en Silva a la agricultura a la zona tórrida, el conferencista se va acercando a su cierre con un jocoso poema de tono popular de don Francisco Antonio Delpino y Lamas:

Si quieres elevar tu papagayo,con paciencia le vas dando cabuya,

porque a cada uno se le llega la suya.

Entonces, la gran parábola tiene su moraleja.

Caracas, 2006-2012

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Preámbulo. Antecedentes semihistóricosTierra Seca

Hace apenas diez horas y veinticinco minutos que yo, Elías Martel, profesor, mayor de edad, vecino de la populosa urbe de Ca-racas y uno de los contados vecinos en ella nacidos, regresé de Tierra Seca, adonde fui en buena hora invitado por su Ilustre Concejo a honrar la ciudad con mi presencia. El Ilustre Concejo me oficiaba que yo, Elías Martel, profesor, mayor de edad, etc., había sido nombrado por unanimidad y con el beneplácito de todos los terrasecanos, “sin distinción de sexo, condición ni ideología”, Hijo Ilustre de Tierra Seca. Durante mi visita, sería huésped de honor de la ciudad. La So-ciedad de Hidrología se preparaba a celebrar en el Teatro Neptuno una sesión solemne en honor mío. Los estudiantes de la misma rama técnica me habían declarado “persona grata”. Comisiones de notables vendrían a encontrarme hasta la hermosa finca llamada “Los Manan-tiales”, en “Ojo de Agua”. No tenía sino que avisar por “aéreo” el día de mi llegada.

Encantado y sorpreso. Todo muy bien; pero… ¿Dónde quedaba Tierra Seca? ¿Y qué había hecho o dicho yo para merecer tales honores

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y agasajos? Un terrasecano, extraviado en húmedas regiones, me ha batido las “cataratas” que me impedían ver con claridad. Me ha expli-cado la psicología terrasecana. Me ha dicho que, justamente porque yo no los conocía, ni me había jamás ocupado con ellos, y por otras razo-nes análogas, todas negativas, los terrasecanos iban a distinguirme y agasajarme de lo lindo. Me entusiasmó la tal psicología y sin pérdida de tiempo contesté al Ilustre Concejo, otorgando con toda plenitud mi aceptación.

Heme, en seguida, pasajero de un “jeep”, trepando por cerros y ve-ricuetos para “arribar” a Tierra Seca. Allá en una meseta alta, árida y aislada, reseca de solemnidad, me esperaban las comisiones. Era el primer saludo de Tierra Seca. Aquella meseta era la finca “Los Ma-nantiales”. El “Ojo” de Agua, disfrutaba de alguna hermosa catarata, o la disfrutaba yo. Ni me vio él, ni yo pude verlo.

Por no causar envidias ni autorizar comparaciones, callo los agasa-jos de que fui objeto. Los terrasecanos son hospitalarios y gentilísimos. ¿Y las terrasecanas? Para los unos y las otras, mi eterna gratitud.

Visité cuanto de notable guarda la ciudad. En la plaza principal admiré una colosal estatua de bronce que representa a Moisés. Consti-tuye para los terrasecanos un semidiós tutelar. Moisés, haciendo brotar el agua de la roca, e inundando las calles, los parques, la ciudad entera, figura en el escudo de armas del Municipio. Figura por lo tanto en los sellos de las oficinas públicas. Es de rigor estamparlo en toda clase de documentos. Todas las casas poseen bañeras, muy ricas y seguras, por cierto, donde nadie puede ahogarse. Hay también grandes piscinas. Los servicios sanitarios son perfectos. Han llegado a tal perfección, que se ha suprimido la Oficina de Salubridad.

La Sociedad de Hidrología es, junto con el Ilustre Concejo, la institución más respetada y prestigiosa. Casi es una institución sa-grada. Los más preciados honores que reciben y otorgan los terra-secanos son: el diploma de Miembros activos, correspondientes u honorarios de la Sociedad de Hidrología y la condecoración de la Orden de Moisés. Sin falsas modestias, declaro que ostento por de-ferencia de Tierra Seca a su huésped de honor, ambas distinciones en sus más altos grados.

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Preámbulo. Antecedentes semihistóricos

La parte técnico-municipal me interesaba sobremanera. Quise conocer las instalaciones hidráulicas. El Jefe de los Servicios, a la vez Presidente de la Sociedad de Hidrología, asumió al punto las funciones de guía y expositor. —Habrá de caminar algo. Pero, ya verá usted… Vale la pena.

Me mostró cuanto pude desear. El gran dique entre riscos em-pinados. Capacidad para veinte billones de litros. Su descarga sumi-nistrará, cuando esté lleno, unos cuantos millones de kilovatios. Una gran excavación de unas mil hectáreas de superficie y profundidades que llegan en algunos sitios a catorce metros, servirá de gran depósito para regadíos y jardines, y además de lago para deportes de natación, regatas, “yachting”. Pude ver en efecto los muelles ya preparados para el atraque de embarcaciones y en “La Ribera” (así se llama oficialmente y por consenso público el lugar) están varados, listos para darse a las ondas, lanchas de gasolina y esquifes de remos. En presencia de tales preparativos, a la juventud de Tierra Seca, del uno y del otro sexo, se le hace la boca “agua”.

Mi guía, un verdadero técnico hidrólogo y químico, me sumi-nistró los más minuciosos pormenores sobre las instalaciones para la depuración de las aguas. Estaba con justicia orgulloso de sus cálculos y labores. Me confesó con sencillez de sabio que algunos de los perfec-cionamientos eran obra de su inventiva y su preparación. En fin, me dijo, hemos aplicado los más poderosos recursos de la ciencia y la me-cánica hidráulica. ¿Qué le parece?

—Espléndido. ¡Insuperable! Solo que…—No me diga. Lo comprendo. Esperaba su observación. ¿Dónde

está el agua para todo esto? No la tenemos. Los terrasecanos somos un pueblo previsor. Debemos estar prevenidos. Algún día puede aparecer el agua en Tierra Seca. Estamos ya dispuestos para aprovecharla: no nos tomará por sorpresa. Para algo se llama aquel sitio reseco donde fuimos a recibirlo a usted: “Ojo de Agua”. Allí está quizás nuestro porvenir. ¿Y ahora que le hemos mostrado nuestras riquezas, todos nuestros recursos para el futuro, no nos dirá usted nada? La prensa te-rrasecana, a una voz, pide que usted nos dé una conferencia. ¿No ha leído la gran revista Hidros?

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—Claro que sí. También el matutino H2O, el semanario H2O, el vespertino D2O…

—¡Ah! Esas son publicaciones muy vehementes. El último, sobre todo, resulta peligroso, agresivo, hasta explosivo. En cambio, Hidros tiene mucho aticismo y excelente presión.

—Bien, bien. Puede usted decir a Hidros que dictaré dos o tres conferencias, quizás con proyecciones.

—¿Y los temas, don Elías?—Uno solo, pero de gran trascendencia. Sobre el juego del

papagayo.

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Exposición preliminarDamas y caballeros:

Ante todo, un caudaloso río de agradecimiento por las atenciones inmerecidas de que vengo siendo objeto. Ahora mismo, vuestro emi-nente ingeniero hidráulico don Justo Seco, al hacer mi presentación a vosotros, ha derramado sobre mi personalidad un verdadero torrente de elogios. Gracias a todos.

No entraré de lleno en mi tema sin haceros una explicación preli-minar imprescindible.

Siguiendo una recomendable costumbre, de la cual no soy, por desgracia, iniciador, había venido desde hace tiempo buscando para dictar estas conferencias, cuya importancia no necesito pronunciar porque el enunciado del tema la denuncia, el ambiente hospitalario de una institución que nada, nada tenga que ver con el juego del papagayo. Me ha costado trabajo encontrarla.

Primero pensé en el Colegio de Ingenieros de la República: al momento eché de ver que, después de todo, el papagayo es una má-quina voladora, un artefacto que responde o debe responder a ciertos

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principios mecánicos, con más precisión, aerodinámicos. ¡Malo! Todo menos el Colegio de Ingenieros.

Pensé a continuación en la Academia de la Historia. Pero, “en la historia cabe todo”, ha dicho un notable ingeniero fabulista. Cabe la actualidad, lo que no ha sucedido, lo que no sucederá. Cabe, por su-puesto, el papagayo. Además, el juego tiene su historia aunque yo no la conozca. Desechada la Academia Universal…

Dirigí la mirada hacia la Academia de Medicina. Solo por un mo-mento, pues, bien mirado, el juego del papagayo es un deporte, cuyo cultivo puede ser higiénico o antihigiénico, guardar contraindicacio-nes: en fin, ofrece vinculaciones con la ciencia de curar o no curar.

¿Y la de Derecho? El papagayo que al enredarse en los hilos eléc-tricos da lugar a imprevistas conexiones, puede producir daños serios, hasta cuasidelitos. No hay que meterse en enredos judiciales, así sean enredos de papagayo.

¿La Sociedad de Bibliógrafos? No se me oculta que estas confe-rencias, una vez impresas, tendrán puesto, por humilde que sea, en la bibliografía. Proscritos los bibliógrafos.

¿El “Centro de Estudios Folklóricos”? Lo menos indicado del mundo. El papagayo exhibe amplio sentido folklórico. Es un juego muy popular.

Confieso que también tuve en cuenta a la Academia de la Lengua. “Explicaré —me dije— que este papagayo no es ‘el otro’, el que habla, y por su habla cae bajo la jurisdicción de la Academia”. Mas, ya la ex-plicación es por sí caso filológico y lexicográfico, como lo son también varios puntos de mis conferencias. No oirán, pues, mi charla oídos académicos.

Tampoco me haré oír de los profesores y alumnos de la Escuela de Artes Plásticas, porque en la manufactura de un bello papagayo entra por mucho el arte decorativo.

Más probabilidades me ofrecería la Escuela de Música, si se pu-dieran extirpar la música de cuerdas, o la cuerda del papagayo. Impo-sible. Sin cuerda, no hay juego, y por desgracia, la cuerda lo vincula a las más divergentes actividades: hay la cuerda floja que pertenece tanto a la acrobacia como a la política, al extremo de que muchos renombra-dos autores las confunden; hay también la otra “cuerda”, que apenas me atrevo a mencionar.

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Exposición preliminar

En fin, ilustres damas y caballeros de Tierra Seca, no quiero cansar vuestra amable atención antes de tiempo, porque me dejaríais solo. No seguiré relatando mi peregrinación, que es sobrado larga. Lo impor-tante es que la peregrinación ha terminado en la Meca. He encontrado en vuestra reverendísima Sociedad de Hidrología la Corporación ideal para un conferenciante inquieto y preocupado. Vosotros habéis funda-do una sociedad sabia de Hidrología en Tierra Seca, sequísima, donde no cae ni corre una gota de agua, según he podido comprobarlo en mi visita. Habéis creado —sin posible duda— una nueva ciencia. Habéis creado acueductos, canales de riego, centrales de energía hidráulica, sin recurrir al anticuado y desacreditado uso del agua. Aun habéis revolu-cionado los métodos y las ramas antiguas de vuestra hermosa ciencia. Habéis eliminado, en buena hora, la conducción de aguas por tuberías, sustituyéndola con la conducción en camiones. En buena hora, repito, pues vuestro ejemplo acaba de ser imitado en Londres a causa de las incursiones del Támesis.

Gracias, de nuevo, por la atención que me estáis prestando y que yo os devolveré íntegra, al concluir. Para corresponderos, formo en favor vuestro los votos más cálidos, tan cálidos como vuestra tierra. Quiero dejaros un consejo. Indigno sería de mi calidad de conferenciante, si no lo hiciera. Es de rigor en estos casos dar consejos que no se han pedido: permaneced dignos de vuestros abuelos, permaneced secos. Nada más hermoso ni más fructuoso para los pueblos como para los individuos, que tener un ideal y correr tras él sin alcanzarlo jamás. Seguid, un poco a la inversa, el ejemplo histórico de vuestro gran héroe y guía. Moisés logró el agua, pero no la tierra prometida. Vosotros tenéis la tierra, pero no tendréis el agua. ¿Y para qué lograrla? Perderíais el bello espejismo que anima a las caravanas del desierto. Perderíais la sed, animadora de los mayores esfuerzos y de los máximos heroísmos. Sed, y por siempre, un pueblo con sed. ¿Sabéis por qué amo a esta sana Tierra Seca vuestra? Porque en ella no hay, no puede haber aguas empozadas. Estáis libres de las tierras envegadas, donde nacen y se crían los dípteros, prosperan los reptiles y se multiplican los bichos de humedad.

Damas y caballeros de Tierra Seca, entro en el tema de esta conferencia.

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Primera conferenciaLa familia del papagayo

En el Primario de Lectura que tuve de niño estaba representado un chico que se divertía con una cometa. Esta cometa era un cuadrilátero de papel. Dos de sus lados, iguales entre sí, eran adyacentes, es decir, que comprendían un ángulo. Adyacentes, comprendiendo el ángulo opuesto, los lados restantes del cuadrilátero eran también iguales entre sí, pero notablemente más cortos que los primeros. Los lados cortos ocupaban la parte superior de la cometa: en ella se amarraba el hilo con el cual se remontaba el juguete. Los lados inferiores eran, como ya dije, los más largos y de ellos pendía la cola de la cometa, cola que debe-mos creer sirvió para bautizarla. Lo interesante de la cola era su factura burda y descuidada. La constituía una cuerda, con tiras bastas de tela gruesa, atravesadas, de tamaños desiguales, a distancias arbitrarias.

Creo difícil que nuestros muchachos hayan visto materialmente una cometa parecida siquiera al dibujo de mi libro primario. Lo cierto para mí es que me fue necesario viajar por Europa, no con tal objeto, por supuesto, para tener la grata emoción de ver a un chico jugando con una cometa exacta al modelo de mi libro de infancia. Fue en Berna.

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El juego del papagayo

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Desde mi balcón, que me hacía el regalo de un paisaje hermosísimo, tuvo el regalo del chico y la cometa, la realización positiva y exacta de una visión infantil. De un golpe el menudo episodio, al parecer tan in-significante, me trasladaba a mi tierra y a mi niñez, a través de leguas y de años. Después, como si la vida hubiera querido dejarme el sabor y el valor de las cosas buenas únicas, la escena no ha vuelto a producirse.

En estos días he estado revolviendo trastos viejos en mi casa y en mi cerebro. Los papagayos venezolanos han vuelto a pasearse por los cielos de Caracas. Desde mi balcón que da la cara al Ávila, y me permi-te mirar hacia los cerros de Petare, gozo del hermoso espectáculo. Por una asociación de ideas, sensaciones y recuerdos, vuelvo a vivir el epi-sodio de Berna y a pasearme por los días de mi infancia. El juego de la cometa, del papagayo, como decimos por acá, fue mi juego predilecto. Ya hombre, todavía sentía con fuerza la tentación de jugarlo.

Ahora, me ha entrado la tentación de daros unas conferencias sobre el artefacto, su teoría —porque tiene su teoría— su estrategia —porque tiene su estrategia—, su importancia social, porque la tiene, y grande, el papagayo. Por desgracia mía y suerte vuestra, no poseo la erudición, ni la paciencia necesarias para investigar su origen y relataros su historia.

Parece que la cometa es invención antiquísima, por lo tanto china. La China es el recepto natural de todos los inventos cuyo origen se esconde en el ropaje negro de los tiempos. Los chinos inventaron el papel, la pólvora, la porcelana: pues inventaron también el papagayo. He leído que llegaron a fabricarlos gigantescos, tanto que se requerían centenares de hombres para intentar retenerlos. Con todo, el artefacto los arrastraba; y en resumen, no era el hombre quien jugaba con el pa-pagayo, sino el papagayo quien jugaba con el hombre. Pero, el artefacto del que voy a hablaros no es el chino colectivista, sino el individualista venezolano. Hablaré de nuestro papagayo, su técnica y sus minucias, que pueden no tener mayor interés para vosotros, pero sí para los extra-ños, a quienes les permiten hacer comparaciones.

Nosotros en Venezuela, comenzamos por no llamar al artefacto en general, cometa, sino papagayo. En algunas regiones del país se le llama volantín, que es término castizo. ¿Se deriva nuestra voz “papa-gayo” del nombre del ave trepadora y charlatana, por aquello de los co-lores vistosos y abigarrados? ¿O, por caso inverso, el nombre del ave se deriva del juguete? Allá los etimologistas. La etimología es según

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Primera conferencia

la definición de un académico, historia. Y ya he confesado que no soy fuerte en historia del papagayo.

Los venezolanos hemos sustraído del juego el término genérico. Lo usamos, sin embargo, como voz específica para designar una espe-cie del género papagayo que recuerda precisamente la europea. Adver-tid desde luego que “cometa”, el astro viajero, es femenino en francés. A propósito de esta singularidad, Flammarión hace en la Historia de un cometa, observaciones que yo me guardaré de repetir, por no hacerme solidario de ellas. Nuestro “cometa”, astro, es masculino, pero “cometa” juguete, tiene a mucha honra lucir los dos géneros, no en un mismo in-dividuo, sino dioicamente. El cometa juguete, masculino, es la cometa europea, tal como la he descrito al comienzo de esta conferencia: un cuadrilátero de papel armado mediante dos varillas cruzadas de dis-tinta longitud. No es muy airoso que digamos. Su aspecto es por demás triste, seco y burdo. Se mueve en el espacio con torpeza y sin ninguna elegancia. Las dos varillas que lo arman son rígidas y rectas. Masculi-no, feo y sin gracia, jamás ha gozado entre nosotros del favor público.

La cometa, femenina, ostenta su género con gracia inconfundible. Es bien femenina. Ligera, liviana, flexible. La constituye una simple hoja de papel, sin doblez, sin dobladillo, cuadrada, o casi cuadrada. La armadura, si así puede llamarse, está integrada por dos varillas: una, recta, rígida, ver-tical, adherida diagonalmente al cuadrado de papel por pequeñas aunque fuertes “grapas”, también de papel. Otra varilla la cruza; pero esta segunda varilla no es recta, sino que es delgada, flexible, y forma un arco, a manera de cimbra, cuya convexidad está hacia arriba, del ángulo derecho al iz-quierdo. La permanencia del arco está mantenida por un hilo tenso que acerca los extremos. Se conserva en posición por cuatro grapas de papel pegadas en los arranques del arco, en la clave y en el punto medio de la subtensa, o sea el hilo tendido sobre los extremos. Para completar su femi-nidad, la cometa está dotada, de vistosos flecos, como largas trenzas, flo-tantes en el aire. Los dos laterales se desprenden con toda simetría, de los extremos del arco. Son iguales y del mismo peso. El tercero hace de cola. Se desprende del extremo inferior de la varilla rígida. Es más poblado y de mayor peso para mantener el equilibrio de la cometa; de modo que “ella” no necesita cola adicional de trapo, que sí necesita el cometa masculino.

Por su construcción ligerísima, la cometa se remonta con facili-dad y exige poco viento. No es dócil y como ofrece poca resistencia a la

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brisa (la donna e mobile qual piuma ad vento), no es apta sino para chicos sedentarios, o muy chicos. En tiempos que no eran los del feminismo actual las volaban niñas “bien”, las que no se atrevían con los papaga-yos varoniles. Halan poco. Empero, con buena brisa, pueden elevarse hasta perderse de vista. Se jugaban con hilo, aunque por capricho se hacían algunas grandes para jugarse con cabuya o hilo de acarreto y aletear sin mucho lucimiento entre los audaces barriletes.

He empleado hasta aquí el término “cometa”, el usado en mi in-fancia. Después, las cometas femeninas comenzaron a llamarse “pa-lometas”, voz quizás más adecuada, que deslinda, según mandaban las buenas costumbres, los dos géneros. Sin consistencia, por la falta de fuerte armadura, los flecos al viento como una moza desgreñada, la palometa es versátil. Acaso por esta analogía nuestro lenguaje popular suele bautizar a algunas y aun a algunos, con el calificativo de palome-ta. “Es o parece una palometa”. Conocí a un personaje del género chico, llevado a una exigente altura oficial por el capricho o poca sindéresis del Presidente de la República. Era un ministro zurdo y palurdo que no sabía sentarse, ni estarse de pies, ni hallaba qué hacer con el sombrero y las manos. “Es, decía la gente, una palometa”. Yo creo, sin embargo, que en este caso, tocaba a la palometa el derecho de quejarse.

Ya colocado en tales puntos de vista, por asociación de imágenes e ideas hablaré de la pandorga. También la pandorga es un papagayo de solo dos varillas cruzadas, pero no en ángulo recto, sino en Cruz de San Andrés. Resulta exageradamente largo con relación a su ancho. Aunque tiene armadura, de poco le sirve. Es algo así como un barri-lete al que le falta la varilla del medio. Y por falta de tal varilla carece de consistencia. Se mueve de modo ridículo. ¿Para qué se hacen y se juegan pandorgas? Nunca me lo he explicado. La voz “pandorga” que, según calumnia del diccionario, es nativa de México, ha pasado a nuestro lenguaje popular. Se aplica al hombre zafio y zurdo que dice y hace pandorgas. Se aplica asimismo a las mujeres toscas y sin gracia, de pobres alcances.

Antes de llegar al verdadero papagayo, el auténtico, el barrilete, diré algo de otras clases de papagayo, más bien decorativas y curiosas, que de tiempo en tiempo se han dejado ver en nuestro cielo de Caracas.

En primer lugar, la estrella. Tiene recia armadura. Ocho varillas de igual longitud, peso y grosor, que se cruzan en el centro, mantenidas

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Primera conferencia

de modo firme entre sí, sencillamente como los diámetros de una cir-cunferencia, por un hilo fuerte tendido a corta distancia de los extre-mos libres. El hilo delinea así un polígono regular. Sobre este polígono se adhiere el papel, de colores vistosos. En esta forma, la estrella re-cuerda una rosa de los vientos. Pero, las varillas, según queda dicho, se prolongan un tanto fuera del polígono de papel y admiten un segundo hilo, el cual constituye un segundo polígono semejante y concéntrico al primero. Los lados de este polígono exterior, constituidos por sec-ciones del hilo entre varilla y varilla no van desnudos sino revestidos de flecos de papel, no muy largos, que se erizan bellamente con la brisa. Con hermosa cola requerida para su equilibrio, la estrella es muy de-corativa. Posee en grado escaso las aptitudes del papagayo barrilete. Se mueve con mucha majestad y solo conviene a gente sin nervios, pa-ciente y sedentaria. En los casos de ser atacada, resulta fácil presa de los barriletes. Su frenillaje guarda grande analogía con el de estos. Dos de las varillas diametrales hacen el papel de las varillas largas del barrilete y el ángulo en que se desarrolla el frenillo es mucho menor.

El “Hombre” y el “Barco” son dos fantasías que algún caprichoso manufacturero lanzaba a los aires. El “Barco” tenía cierta majestad, fijo en el cielo como un velero lejano en el horizonte. El “Hombre” es más bien grotesco y sus únicos atractivos son los cabeceos y las volteretas cómicas, de las cuales sale muy mal parada la figura humana. Ya hay bastante con el triste papel que a la consabida figura le hacen represen-tar algunos pintores y escultores de ciertas escuelas modernistas.

En tiempos más cercanos se ha incorporado al género de los papa-gayos decorativos el “Zeppelín”, inspirado en la silueta de los grandes di-rigibles de su nombre, descelados del espacio por los progresos del avión.

El verdadero papagayo a la venezolana, es el que se denomina en España y otros países del habla española, barrilete, porque recuerda el perfil estilizado del barril. Como en el caso de la cometa y la pandorga, en Venezuela la voz genérica se ha hecho específica, y el barrilete entre nosotros se aplica a un papagayo de ángulos muy agudos.

Antes de entrar en la descripción de los papagayos de tres varillas que comprenden los barriletes, creo interesante explicar las diferen-cias más notables entre nuestros papagayos y los europeos. Diferencias provenientes de la fabricación misma del artefacto. Allá, según tengo entendido, se hacen de cañas delgadas. Los he visto, obras de comercio,

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de listones de pino ligero y de tela. Requieren vientos fuertes y aun hu-racanados, propios de más altas latitudes. El papagayo venezolano es más ligero, más ágil, más adecuado a nuestro temperamento.

Las varillas se hacen de varada, materia fuerte, de leve peso, suave para labrarse, y adaptable a varios usos y combinaciones. La varada es el eje de la inflorescencia de la caña brava, llamada entre nosotros caña amarga, por oposición manifiesta a la caña miel o caña dulce “por quien desdeña el mundo los panales”, y cuyo jugo fermentado es más bravo que la savia insípida de la caña brava. La caña amarga crece silvestre. Planta rústica, de gran porte, sensible a las caricias del viento, agita como una bandera o un penacho, su espiga vestida de grácil cabellera. La varada, eje de la espiga, encierra dentro de su corteza, ligera pero resistente, la médula esponjosa, compacta, de los mejores ejemplares. Hay varadas gruesas y varadas delgadas, según el porte y el desarrollo de la planta madre. No se usan las gruesas para papagayos grandes, sino que se dividen a lo largo para labrar varillas de papagayos más pe-queños y hasta diminutos. Las delgadas se usan al natural y los papaga-yos hechos con ellas se llaman “de varada enteriza”.

Es el momento de advertir que la varada se compone de dos partes bien distintas. La parte inferior, la más próxima a la planta de donde nace, es lisa, desnuda, y su grosor bastante uniforme. La parte superior es la vestida de la inflorescencia. Irregular, rugosa, disminuye de grosor hasta terminar en punta. Se desecha toda esta parte.

Tomemos un trozo regular de varada de mediano grueso y dividámos-la por el eje, longitudinalmente, cuidando de que no se tuerza, a lo que es muy propensa. Resultarán dos trozos bastante iguales, según la habilidad del fabricante, y podremos hacer con ellos un papagayo “de varada partida”. Si dividimos por el mismo procedimiento estas medias varadas, obtendre-mos varillas de menor espesor para papagayos más y más pequeños. Pero debemos eliminar con el cortaplumas de que nos servimos cierta porción de la médula excesiva y superflua. Prosiguiendo la división llegaremos a ob-tener varillas muy delgadas, reducidas a la corteza o “concha” de la varada para papagayos que se juegan con hilo de coser, de los distintos calibres y números, hasta papagayos en miniatura de hilo “número 100” que, sin em-bargo, vuelan. ¡Tan dócil es el material brindado por la caña brava!

Un barrilete es un hexágono, es decir, como todos sabemos, un polígono de seis lados. Cuando todos los lados son iguales entre sí, el

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Primera conferencia

hexágono es regular. Tiene un centro que dista, igualmente, de todos los ángulos del perímetro. Hay para cada uno de los lados, otro que le es paralelo. El hexágono de un barrilete conserva algunas de estas propiedades geométricas. Posee un centro de figura, pero el centro no equidista de todos los ángulos. Esto proviene de que dos de sus dia-gonales son obligatoriamente de la misma longitud, mientras que la tercera es, si no arbitraria, al menos de tamaño a voluntad. Las diago-nales del barrilete son las tres varillas, varadas en nuestro caso vene-zolano. El constructor cruza así dos ángulos opuestos por el vértice. La distancia que separa los dos extremos de un mismo lado constituye una cabeza del barrilete. Los otros dos extremos forman otro lado del hexágono, segunda cabeza del barrilete. Estas dos cabezas deben ser rigurosamente iguales y paralelas, para lo cual es preciso que las vari-llas se corten matemáticamente en el centro de la figura. Uniendo los extremos de las varadas con un hilo fuerte y bien tenso cuyas puntas anudaremos, obtendremos un rectángulo. Abriendo el ángulo de las varadas aumentaremos la extensión de las cabeceras, y reduciremos los otros dos lados. La figura tenderá a ser un cuadrado. Cerrando el ángulo, alargaremos la figura que tenderá a convertirse en un rectán-gulo estrecho. Las variaciones que se introduzcan en tales relaciones de tamaño y ángulo serán decisivas en las propiedades de la máquina voladora. En todo caso, la dimensión vertical “del papagayo” será poco o mucho mayor que la dimensión transversal; nunca menor.

Ahora, va a intervenir el tercer elemento decisivo: la varada del medio. Esta va paralela a las cabezas y divide la figura en dos porcio-nes iguales simétricas. Su presencia le da fuerza y personalidad a la ar-madura. Es como el carácter en los varones. El personaje de quien les hablé hace poco era un pandorga por eso: porque le faltaba la varada del medio. Supongamos definitivamente elegidas las dimensiones de las varadas largas y las cabezas de la armadura, determinando por lo tanto el rectángulo que de ello resulta. La varada del medio puede tener exactamente el tamaño de las cabeceras. Colocada en su puesto no sobresaldrá, del perímetro. Se hacen así algunas veces las armadu-ras. Puede ser un poco mayor y sobresaldrá un poco; puede ser mucho mayor y el papagayo será más y más barrilete.

En general, para hacer un buen papagayo, se requiere hacer bien la armadura. Consiste en mantener fijas las varadas entre sí, de modo

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que la figura elegida sea consistente e inalterable. Se hace pasar un hilo fuerte e inextensible por los extremos de todas las varadas, realizando el perímetro del hexágono. Perímetro que no es rigurosamente geomé-trico, pues intervienen los espesores de las varadas. Se reparten con el hilo estas pequeñas desigualdades, de modo que en el hecho sean igua-les las distancias libres del hilo en ambas cabezas e iguales asimismo los espacios libres entre las varadas de las cabeceras y la del medio. La operación no presenta mayores dificultades en las armaduras de varada enteriza o de varadas partidas; porque la sección transversal de la vari-lla ofrece espacio bastante para una muesca donde entre el hilo y pueda deslizarse en un sentido o en otro hasta lograr la igualación, de las distancias; más en los papagayos de hilo, donde las varillas son apenas la corteza de la varada, hay que ingeniarse para realizar con un corta-plumas bien cortante, una habilísima muesca en el delgado canto de la varilla. Conviene tener en cuenta durante las maniobras de igualación, que el perímetro de un polígono varía con los ángulos diagonales. El recogido de las cabezas afloja el hilo de la armadura; el ensanche de ellas lo pone más tenso. Se concluye esta parte del trabajo fijando el hilo o dobladillo. Se encajan en los extremos de las varillas alfileres de grueso adecuado que prenden el hilo y penetran a lo largo de las vara-das en la médula esponjosa. Son seis por todo. Todavía, persiguiendo la inalterabilidad del sistema, se atan con fuerza en el centro las tres varillas con hilo de acarreto, o mejor con la llamada cabuya de botica, más flexible, en varias vueltas. Ahora, la armadura puede transportarse y manejarse sin temor de que sus partes se anarquicen.

Fija y firme la armadura, se pone sobre la hoja de papel que le está destinada, ya sea esta enteriza o formada de hojas pequeñas adheri-das con engrudo o goma, en combinación de dibujos y colores. Hay desde luego un pequeño problema. La armadura tiene dos caras: aque-lla donde la varada del medio está encima; la otra, donde la consabida varilla está supeditada por las largas. Lo corriente y lo conveniente es colocar así la armadura, de modo que la varilla del medio se aplique directamente sobre el papel. Algunos innovadores pretendieron en re-motos tiempos, alterar el orden existente dejando arriba la varada del medio. En todo, hasta en el mundo versátil del papagayo, asoma el es-píritu revolucionario. El grito rebelde no tuvo éxito. Ya veremos que no es indiferente elegir una u otra cara.

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Primera conferencia

Resuelto el pequeño problema, se recorta el papel de modo que afecte la figura del papagayo, un poco mayor. Se doblan y pegan los ex-cedentes: primero, una de las cabezas; luego, templando bien el papel, la segunda; en seguida, las secciones laterales. Aunque se ha templado, to-davía se rocía agua sobre el artefacto para que al secar, quede más tenso el papel. Aún, se pegan adornos; se coloca una roseta que refuerce y adorne el centro; punteras con el mismo fin; basta para que el papagayo esté concluido y apto para su objeto; sin embargo, ha podido admitir ciertos refinamientos; tales como el doble forro, hoja de papel blanco que cubre inmediatamente la armadura; un verdadero papagayo interior cubierto luego por el de colores; la cuadrícula, formada de hilos finos y fuertes longitudinales y transversales que corren de lado entre las varadas y el papel. Sirve, como el doble forro, para resistir mejor la presión del viento y repartirla con uniformidad por toda la superficie del papagayo.

Son por supuesto innumerables las combinaciones, dibujos y colo-res aplicables a lo que pudiéramos llamar el traje del papagayo. El buen gusto y la experiencia han reducido los que se emplean. En otro tiempo se hacían de cuadritos, blancos y negros, blancos y rojos, a modo de ta-blero de damas: trabajo laborioso que no lucía mucho, si no se rodea-ba el tablero con bandas oscuras y aun negras para destacarlo. Las fajas horizontales roban elegancia al artefacto. Las verticales parecen las más adecuadas, sobre todo si no se abusa de la cantidad. Una faja central, más bien angosta, bordeada de dos más anchas, de colores armoniosos, por ejemplo blanco entre bandas rojas o azules, son fáciles y de buen aspecto.

También se divide el campo del artefacto en cuarteles como un escudo de armas. Dos a dos, opuestos por los vértices, los cuarteles son del mismo color. Una combinación muy sugestiva la forman dos bandas centrales que se cruzan perpendicularmente en el centro del papagayo, rodeadas de cuarteles blancos. Empleando para las bandas el rojo, se pasea por el cielo azul de Caracas, el emblema glorioso de la Cruz Roja.

Otra combinación que estuvo en gran boga en los tiempos heroi-cos del juego fue la de cuatro triángulos, dos rojos y dos blancos, alter-nados y con vértice común en el centro de la armadura. Se empleaba esta combinación sobre todo en papagayos casi cuadrados en los cuales además la varada del medio sobresalía muy poco o no sobresalía.

Terminaré esta enumeración dedicando unos momentos a los pa-pagayos calados, de manufactura laboriosa. Se toma una hoja de papel

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y se dobla en cuatro. En el centro de la hoja se cruzan los dobleces. Prosiguiendo los dobleces con el mismo centro, se obtiene una serie de triángulos que resultan cada vez más estrechos a medida que se hace un nuevo doblez. Aunque el papel lo permita, no debe haber exceso en esta operación. Si desdoblásemos la hoja, encontraríamos que los dobleces afectan una especie de estrella formada por diámetros simé-tricos que partiendo del centro de figura, van a morir en los lados del rectángulo constituido por el papel. Restablecido el estado de doblez, con una tijera bien cortante se suprime al capricho el vértice común a todos los pliegues. Se prosigue haciendo recortes a lo largo de los plie-gues, realizando pequeñas medias figuras y retirando los bocados re-sultantes. A tales figuras el doblez en el cual se han recortado les sirve de eje de simetría y los bocados son figurillas simétricas. También hay que ser moderados en esta operación. Se desdobla en seguida el papel, extendiéndolo por completo. Resulta un calado. Cada una de las figu-rillas simétricas en sí, forma con sus semejantes cortadas junto con ella una circunferencia cuyo centro es el del papel. El conjunto es una serie de circunferencias concéntricas. Se escoge para el calado papel oscuro, de preferencia negro. Otra hoja de papel blanco, rojo, azul o amarillo le servirá de fondo. Se extienden con el mayor cuidado las dos hojas, se adhieren por los bordes y se montan en la armadura como si fueran una sola. Para perfeccionar y asegurar la duración del frágil calado, se van untando los bordes de las figuras con un pincel o un cortaplumas cargado de pega delgada. El calado luce muy bien a poca altura. Con la lejanía, pierde en claridad y las figuras se confunden.

Solo por escrúpulo de exactitud, diré que el papel de uso, preferen-te para el papagayo es el llamado de seda, conocido de, en y por todo el mundo: liviano, resistente y de vivos colores, entre los cuales descue-llan el negro intenso y el “sangre de toro”. El papel de algodón, pesado y basto, se usa algo para pequeños papagayos y cometas. También se usan por excepción el clásico papel de orilla, el florete y el encolado. Como sus hojas son de poca extensión, se adhieren varias. Como son menos transparentes y su aspecto es triste, se les pintan, a la aguada, algunos adornos. Los papagayos hechos con estos papeles, como tam-bién los de tela, son pesados; se remontan con mayor dificultad y exigen vientos más fuertes. Remontados en buenas condiciones, “ jalan” tre-mendamente y requieren la fuerza de los brazos varoniles.

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Segunda conferencia La cola

Antes de hablar de los frenillos o sea, los hilos por donde se maneja el papagayo, os hablaré de la cola, que le valió al artefacto —si no nos engaña-mos— el nombre de cometa. Según he dicho antes, solamente la palometa puede volar sin cola postiza, pues tiene la propia. En el lenguaje popular venezolano, la cola se llama particularmente “rabo”. Así figura en un dicho bastante malicioso y poco galante, por más que sea piropo o pretenda serlo. Cuando en tiempos cada vez más arcaicos se acompañaba una dama por la calle con una sirvienta joven y atractiva, los tenorios de esquina saludaban, y agregaban a media voz: “Me gusta más el rabo que el papagayo”.

Frase no del todo trivial. Porque el espíritu estético del venezolano se pone de manifiesto en el “rabo”, haciendo de él, como del papagayo mismo, una obra de arte. El chico feliz, que no dispone de medios, rasga un traje viejo de mujer, de paño, o mejor, de casimir, en tiras burdas, y toscamente las anuda unas en pos de otras hasta hacer un rabo de papa-gayo que satisface menos que a medias su necesidad, y hace feo papel.

Cuando dispone de recursos, hace un rabo de “retortillo” o un “rabo de mono”.

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Al rabo de retortillo parece venirle el nombre de su construcción. Consiste en una cuerda liviana y poco gruesa, que es el alma del rabo. Se arrollan a la cuerda trozos de tela flexible, de cierta longitud, en hélice, los cuales se aseguran con puntadas de aguja. Si los trozos son todos del mismo tamaño y se enrollan con cuidado, ocuparán en la cuerda secciones de igual tamaño. Si son de diversos colores, en gene-ral, blanco y negro y estos se alternan con regularidad, darán al rabo el aspecto de ciertos ofidios anillados. (Sobreentendida la contraguiña). Luce muy bien en el aire el retortillo. Sirve en especial para “picar”. En cambio es poco flexible, “latiguea”, y es propenso a producir el “calzon-cillo”, término que explicaré más adelante.

Se esconde para mí el origen del nombre de “rabo de mono”. No me atrevo a proponer una etimología aventurada. Puede provenir de su flexibilidad, de su ligereza, de su agilidad. Lo único cierto es que debemos el nombre a nuestro respetable abuelo o mero pariente, cuyos rasgos fisonómicos vemos reproducidos con frecuencia en rostros hu-manos y cuyas virtudes de imitación vemos también reproducidas, si bien con menor gracia. Más filosófico sería llamarlo “rabo de gato”, ya que puede encubrir halagos traidores como los de este simpático y ele-gante amigo del hombre. Al fin de una “pasada de rabo”, de aduladores felones, va el zarpazo alevoso, y al fin de una pasada de rabo de papaga-yo puede encontrarse la cortante “puntilla”.

Nuestro “rabo de mono” es descendiente de aquel mismo pobre y tosco rabo representado en mi libro primario. Pero el linaje ha hecho carrera. ¡Qué distancia de aquel tosco abuelo a este nieto pulido y elegante!

Se construye el rabo de mono escogiendo un torzal de nuestra venezolanísima cocuiza, de dos solos haces. Antes se vendían en las pulperías, donde eran adorno obligado, colgadas en rollos esféricos. Se eligen torzales delgados para lograr con el mismo peso rabos más largos, que son más eficientes. Córtanse en cantidad bastante pequeños rectángulos de trapo, todos de igual tamaño. Destorciendo sucesiva-mente las vueltas, se introducen de través los rectángulos y se aseguran retorciendo de nuevo. Así se viste de extremo a extremo el torzal.

Con el fin de hacer más atractivo el rabo se elige un número de vueltas del torzal para vestirlo de paños del mismo color. Igual número de las vueltas que siguen, se viste con paños de otro color. Así alter-nativamente quedan determinadas secciones de igual color y de igual

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Segunda conferencia

longitud. Las combinaciones suelen ser blanco y negro; blanco y rojo; blanco, negro y rojo. Las secciones largas hacen parecer más largo el rabo. Las más cortas robarle soltura. Son preferibles las secciones de tamaño mediano. También se alternan secciones largas con secciones cortas a intervalos regulares.

Con la mera torcedura de la cocuiza, los paños del rabo se man-tienen en posición; mas, por el uso y la acción del viento, van aban-donando el rabo y este va quedando ralo, con merma de su aspecto y de su eficacia. Para evitarlo se cose el rabo de mono, atravesando con puntadas todos los paños y rematando a trechos la costura para mayor seguridad. Por lo que se ve, es bastante laboriosa la construcción del rabo de mono y consume bastante tiempo. En caso de urgencia, como para alargar con rapidez un rabo demasiado corto, se recurre a un expe-diente que da excelente resultado. Se viste el torzal, que puede ser hasta de cabuya gruesa, con trozos de trapo enterizos, adheridos longitudi-nalmente. Su longitud ocupará el espacio destinado a las secciones del rabo. No van retorcidas como en el retortillo, sino que rodean el alma del rabo, con exceso, para lo cual son bastante anchas. Son en resumen charnelas de trapo entre cuyas mandíbulas queda cogida el alma. Se aseguran estas charnelas con puntadas largas, rematando en cada una. Como el aspecto del rabo no sería muy elegante, una vez aseguradas las secciones se pican transversalmente las porciones libres, a manera de anchos flecos. Se imitan así los paños y en el aire no se distingue un rabo construido así de un rabo de mono. Es aun más flexible y liviano, razón por la cual suele destinarse a punta de rabo.

Un barrilete es en último análisis una armadura de gran superficie con relación a su peso. Su vuelo tiene bastante-semejanza con el del avión, aunque la teoría es algo diferente. Como las aves fragatas que suministraron modelos para los primeros aviones, el papagayo utiliza la fuerza del viento. Un avión despega lanzándose con velocidad contra el viento reinante. Si el jugador de papagayo, después de situar el arte-facto en posición, corre hacia el punto del compás de donde sopla, el plano del papagayo se inclina, adopta una dirección oblicua, goberna-da por los frenillos, y se remonta. Los chicos dicen que esta maniobra es inconveniente, porque el papagayo se acostumbra a “correlón”. Se logra el ascenso de la mejor manera, “echando” el papagayo, operación que requiere un ayudante, quien toma el artefacto por las varadas y lo

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sostiene de frente a la dirección de la brisa. A la voz de “pon”, dada por el jugador, análoga al “lachez tout” de las ascensiones aeronáuticas, el ayudante suelta la armadura. El jugador “manija” entonces; es decir, recoge la cuerda, empleando alternativamente las dos manos, lo que vale por atraer el papagayo contra el viento y realizar el mismo efecto que la carrera. El artefacto asciende con rapidez tanto mayor cuanto más rápidamente se maneje.

A título de curiosidad histórica registraré aún otra manera de re-montar papagayos, pudiéramos decir clásica de la ciudad de Caracas. No solo se jugaba en los contornos de la ciudad y en los tejados. Se jugaba también desde los corrales y patios en que abundaba la edifica-ción. Aunque la gran mayoría de las casas fuese de un solo piso y poca alzada, y aunque aquí y allá se encontrasen corralones, siempre en la casi totalidad de las casas donde había chicos amantes del juego, se ca-recía de espacio libre suficiente para echar un papagayo grande. Había que buscar la manera de exponer el juguete a la acción directa del viento a mayor altura que la del tejado. Se lograba esto por medio de la vara y la llave. Al extremo de una vara de bastante largo se ataba una llave de las que por tanto tiempo estuvieron encargadas de guardar las puertas y maniobrar las viejas cerraduras de Santiago de León. Por el anillo de la llave se hacía pasar la cuerda del papagayo, al cual fin era indispensable cortar la cuerda y luego empatarla de nuevo. Manteniendo la vara lo más alto posible y tendiendo la cuerda para que el artefacto quedara bajo la acción del viento, se impulsaba el juguete por empujes adecua-dos, a la vez que se le iba dando cuerda. Esquivando con habilidad los obstáculos de canales, tejas y caballetes, y aun árboles, el papagayo se va alejando y cobrando altura. Llega un momento en que alcanza el pleno vuelo. Entonces, basta soltarle más y más cuerda hasta agotar la que se tiene. El papagayo está montado.

Los frenillos

Es tiempo de hablar de los frenillos, órgano de transmisión de la fuerza del jugador y transformador de esa misma fuerza.

En el barrilete hay dos juegos de frenillos correspondientes a las dos cabezas del papagayo. El del rabo liga este apéndice cuyas funcio-nes son de contrapeso y de timón, con la armadura. Lo constituyen dos

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Segunda conferencia

hilos que, desprendiéndose de los dos extremos inferiores de las dos varadas largas, se juntan a igual distancia, formando con la cabeza de la armadura un triángulo isósceles. En la práctica, el frenillo del rabo se forma con un solo hilo, fijo muy bien en sus extremos y de longi-tud adecuada, un poco mayor que dos veces la distancia del extremo al centro de figura del barrilete. Se tienden las dos secciones del frenillo desde el centro y con la longitud sobrante se construye una “gasa”, espe-cie de ojo, para hacer pasar por él una de las puntas del rabo. Se hace un doble nudo con la referida punta y el rabo queda definitivamente ligado al papagayo.

Algunos por inexperiencia o por suplir la deficiencia de peso del rabo, no lo amarran precisamente en la punta, sino dejando un frag-mento que cuelga del otro lado de la gasa. Es el “hijo”, antiestético y pe-ligroso. El hijo, aunque aumenta la acción del contrapeso del rabo, roba movilidad al papagayo. Suele, además, caer sobre la cuerda, producien-do, lo que se llama en Venezuela un “calzoncillo”, menor y menos grave que el producido por el “padre”.

El rabo es el contrapeso de la fuerza motriz del papagayo. Si su peso es excesivo, se opone a su elevación; si es deficiente, el papagayo tiende a dar vueltas: cabecea, inquieto e inseguro. Si la deficiencia es grande rompe a dar vueltas, emprende un remolino de creciente veloci-dad, se va de cabeza y no para hasta dar en el suelo.

El “calzoncillo” equivale a la supresión total o parcial del contrape-so y produce el efecto anotado.

Pasamos a los frenillos motores que gobiernan la máquina volandera. Forman, cuando tendidos, una pirámide tetraedra, con el lado superior o cabecera de la armadura y las medias diagonales que van de los extremos de dicha cabecera al centro de la figura. Para construirlo, se comienza por realizar un frenillo idéntico al del rabo, con la sola diferencia de que la gasa del centro es más pequeña, pues que por ella solo pasará el hilo que completa el frenillo. Este hilo, fuertemente ligado a la unión de las tres varadas por el reverso del papagayo, sale al anverso, atravesando el papel por un pequeño agujero de la roseta y se dirige a pasar por la gasa que le está destinada. Allí se anuda por una doble lazada que no le permite correrse o escurrirse. Su longitud inalterable debe ser tal como para per-mitir al nudo de los tres hilos, —vértice de la pirámide— llegar sin pasar más allá, a los dos arranques de los otros dos hilos complementarios de la

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pirámide. Fuera de la pirámide, el hilo central se prolonga hasta anudar-se con la cuerda del papagayo. Tendiendo el hilo de la derecha, la unión alcanza al arranque de la izquierda; tendiendo el de la izquierda, alcanza al arranque de la derecha; tendiendo los dos, la unión toca el centro de la figura. Tales requisitos admiten pequeñas violaciones, según la armadura y la experiencia del fabricante. Fuera de la pirámide, el hilo central se pro-longa hasta anudarse con la cuerda del papagayo.

Nada indiferente es el medio de ligar los hilos de los frenillos con la armadura. En la de media varada se practica la operación abriendo en el papel, a un lado y al otro del extremo de la varilla, a corta distancia de la cabeza, dos pequeños agujeros que se corresponden. Se introduce el hilo del anverso para el reverso, y luego, por el otro agujero, se trae del reverso para el anverso; el hilo rodea, pues, como un anillo el canto de la varada, y anudando el extremo con el mismo hilo, queda realizada la unión. Es bastante defectuoso el procedimiento, porque los agujeros tienden a ensancharse, no obstante el refuerzo de la puntera; con el uso se afloja y se corre el anillo de sujeción un tanto, y se alteran algo las re-laciones entre los hilos del frenillo. Peor aún en caso de accidente, pues el dobladillo puede separarse de la armadura; la varada sale, se produce un “cacho”; el frenillo abandona la varada, y se inutiliza.

En los papagayos de varada enteriza, el frenillo se inserta perfo-rando transversalmente la varada a corta distancia del extremo y pa-sando el hilo por la perforación. En el cabo que queda por el reverso se hace un nudo sólido que no consienta salirse al hilo; y templando bien para asegurarse de que el nudo no cederá, se completa el frenillo según se ha explicado. En ningún caso, salvo la destrucción completa, aban-donará el frenillo la armadura.

Todas las medidas a que vengo haciendo referencia han de efec-tuarse con la precisión posible. El barrilete está fundado en la simetría.

Deformación de la figura, diferencia de peso en las varadas, desigualdades en la posición y largo de los frenillos; todo lo que haga diferente el lado izquierdo del derecho hará al barrilete más torpe o más inepto para moverlo en un sentido que en otro: lo que los chicos expresan diciendo que no quiebra hacia la derecha o no quiebra hacia la izquierda. El peor de los casos viene a ser el del barrilete “lunanco”, creación burda que no quiebra para ningún lado y para nada sirve.

Salvo el respeto a la simetría, y en conformidad con las proporcio-nes relativas de las partes de la armadura, los frenillos pueden ser más

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Segunda conferencia

cortos o más largos que lo riguroso prescrito. En particular, el frenillo central admite mayor tolerancia. De él depende en “gran parte el es-fuerzo vertical. El papagayo tiende a situarse a un ángulo mayor con la horizontal cuanto más corto es este frenillo. Si se exagera tal propie-dad, el papagayo se viene “a la cabeza”, situación que dificulta su ma-niobra, merma el placer del juego y ofrece el riesgo de que el artefacto se derrumbe con brusquedad cayendo sobre el jugador. Hay que soltar cuerda como único recurso para evitar el accidente.

Teoría y maniobra

La teoría elemental del papagayo se funda en la acción del aire, en reposo o en movimiento, contra una superficie ligera y resistente. Si en un ambiente tranquilo abandonamos a la gravedad en posición hori-zontal una simple hoja de papel, la hoja no caerá en dirección vertical ni con rapidez. La resistencia pasiva del aire se le opone. La resistencia guarda relación con las dimensiones de la hoja y el peso de esta no basta para vencerla. La naturaleza, previsiva, se vale de sus sabios recursos para que se cumpla la ley de la gravitación y la hoja caiga.

Si la hoja fuera homogénea, perfectamente plana, bastante rígida y el aire estuviese absolutamente inmóvil, la situación podría mante-nerse, pues es de advertir que la acción resistente del aire se ejerce en sentido perpendicular a la superficie de la hoja de papel. Mas, sucede que la menor alteración de estas circunstancias ideales, perturba la ho-rizontalidad de la hoja. Cambia la situación relativa de las fuerzas. La resistencia del aire para una superficie oblicua se debilita por virtud de un teorema trigonométrico. La hoja corta entonces el aire en sentido oblicuo, deslizándose en su propio plano. Cualesquiera pequeñas dife-rencias interrumpen este movimiento. La hoja se detiene un instante; en seguida se desliza en su plano, en otra dirección. Así, por una serie de movimientos en zig-zag concluye por dar en tierra.

La resistencia pasiva, mejor, reactiva, del aire puede utilizarse en el juego del papagayo, y un jugador hábil logra mantener su barrilete elevado, sin viento, por una serie de maniobras en las que se vale de la mera resistencia aerostática.

Pero el papagayo se ha hecho para volar utilizando el aire dinámi-co, el aire que se mueve, el viento.

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Fuerza indómita y salvaje por naturaleza, el viento sigue su camino. La inventiva humana, para servirse de él le opone superficies planas y relativamente ligeras, como le opone artefactos pesados, velo-ces y en ángulo para cortarlo, neutralizándolo, y vencerlo. La resisten-cia del viento en marcha crece en alta medida con la velocidad propia y la del móvil que se le enfrenta. Cuando le es diametralmente opuesto, retrasa los trenes de ferrocarriles, los proyectiles y los automóviles.

Aprovechando la experiencia, estudiando la distribución de las fuerzas, combinando superficies ligeras con movimientos hábiles, el hombre domestica al viento, lo enfrena y se sirve de él como bestia de tiro. La inventiva humana, que ha llegado a perfeccionar la navegación a la vela, encontró el secreto de navegar contra el viento. Así también, la inventiva humana puso la terrible fuerza a moler el trigo de donde hacer el pan cotidiano, el pan de cada día que el Cristo santificó pi-diéndolo al Dios escondido en los misterios de su cielo. Creó el molino de viento; creó al gigante de brazos formidables, susto de cobardes y estímulo de caballeros andantes capaces de marchar contra el molino; los caballeros que mientras la turba se deja llevar de la vida y el viento, marchan ellos, aunque sean lanzados y apabullados, contra el viento y la vida.

La misma inventiva enterneció al viento y lo puso a su servicio para las no menos altas y aleccionadoras funciones del juguete. El hombre inventó el papagayo para distracción del niño. Después, sintiéndo-se prolongación del niño, adoptó el juguete como juego varonil. En manos del jugador veterano, tal como la frágil balandra se enfrenta a la tempestad —que juguete debiera ser del viento— se atreve con la fuerza dominadora, y logra por instantes, “volar contra el viento”.

Hijo o ahijado del desequilibrio de las presiones aéreas, el viento no mantiene una dirección ni una intensidad constantes. Las fluctua-ciones de la oportunista veleta nos enseñan lo primero. El ondear de un pabellón nos muestra lo segundo. El jugador de papagayo lo sabe muy bien. Sus maniobras tienden a utilizar o neutralizar esos cambios.

Un papagayo remontado con viento regular sostenido, y abando-nado a su albedrío por el jugador, obedece a las fluctuaciones del viento, como el pabellón y la veleta. Sube, decae, pasa a un lado y al otro de la dirección general de la brisa. Cuando esta cesa o al menos se debilita demasiado, el papagayo empieza a caerse. El jugador ha de intervenir.

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Segunda conferencia

Manija, con lo cual provoca la reacción del aire, y hace remontar el ar-tefacto. Mas como esta operación acerca el papagayo, se requiere de-volverle la cuerda que se le ha quitado. Lo hace el jugador, soltando cabuya con mesura. El artefacto desciende “entonces alejándose del jugador en sentido oblicuo, por la resistencia estática del aire y por la acción del rabo. Es lo que se denomina una “tendida”. Se vuelve a ma-nijar en espera de que retorne la brisa. Si no se procede con habilidad: si se quita más cabuya de la que se devuelve, pronto el papagayo está en las manos del jugador inhábil. Se ha “tumbado” el papagayo. Cuando la brisa no da esperanzas de regreso, el jugador se fastidia, y “baja” el barrilete, quitando cabuya, primero con lentitud y luego con presteza para evitar la caída brusca.

En el centro de Venezuela soplan con regularidad los vientos ali-sios modificados en su dirección por la topografía local. En Caracas soplan con mayor regularidad en los meses de febrero, marzo y abril. Se les ha bautizado con el nombre de vientos de cuaresma. El tiempo es de sequía. No hay que temer el importuno chubasco o el tenaz “agua-cerito blanco”. Es la “era” o época del juego; aunque durante casi todo el año, hasta en los temporales de octubre, se jugaba en Caracas. Soplan en nuestra ciudad las dos grandes corrientes del aire, del noreste y del suroeste. Se llama el primero viento de Petare, por los cerros y la po-blación de donde parece venir; el otro, viento de Catia, que entra al Valle de Caracas por el abra de tal nombre. Los jugadores los llamaban con tono familiar “Petare”, “Catia”. Petare es mal viento; inconstante, a menudo cesa por completo. Es bastante frecuente que Petare sople en la mañana hasta el mediodía y primeras horas de la tarde. Después de un rato de calma, precursora de cambio, el viento de Catia, fresco, per-manente, vigoroso, instala su dominio hasta la noche. Cuando no se realiza la inversión el jugador se augura a sí mismo “un mal día”. Rara vez, pero ocurre, la inversión del viento es brusca y sin calma precur-sora. Un papagayo montado podría ser sorprendido, con las naturales consecuencias.

En ciudades costaneras del occidente de la República, el viento es de tal constancia que se acostumbra un género de juego, sin oportuni-dad de aplicación en Caracas. Es el “Roncador”, papagayo al cual se ha dotado de una especie de barriga abierta por la parte superior. El viento se introduce en ella y produce un ruido monótono y penetrante que se

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oye a larga distancia. Elevado el papagayo, se ata la cuerda a una ven-tana o a un poste cualquiera. El viento lo mantiene, llenando el espacio con vibrante bordoneo.

La psicología del jugador caraqueño no simpatiza con la pasividad. No puede satisfacerse con mantener sereno el artefacto. Tampoco le basta hacerlo remontar más y más hasta donde sea posible, o alternar remontadas con tendidas. Cansa tal monotonía. La facultad máxima del papagayo es quebrar a derecha e izquierda y puede decirse que en ella reside todo el atractivo del juego. Para tal fin el constructor aplica el caudal de su experiencia. En general, el buen jugador construye su propio papagayo. La práctica le ha enseñado las dimensiones más pro-picias de las distintas partes, las más adecuadas, no solo a la docilidad y movilidad del juguete, sino a su manera de juego personal; pues ha de advertirse que no hay un modelo ortodoxo de armadura, y se pueden obtener resultados comparables con armaduras que difieren. También, tal armadura que realiza a perfección determinadas maniobras, resulta menos apta para otras, como precisamente acontece con las facultades y aptitudes de los ingenios humanos.

Se obtiene que el papagayo se dirija a voluntad del jugador hacia la derecha o la izquierda, haciéndolo “quebrar”. La maniobra consiste en imprimir al artefacto un movimiento de vaivén, más o menos en el sentido de su propio plano. Lo obtiene el jugador realizando con la mano que tiene la cuerda una serie de movimientos alternativos tra-ducidos en templones más o menos enérgicos. Cuando el templón es hacia la izquierda, el lado del papagayo que está hacia la derecha del jugador experimenta una sacudida, se inclina y corta el aire, avanzan-do en su propio sentido; el templón inmediato es hacia la derecha: el lado izquierdo es el que se inclina y avanza en su sentido. Regulan-do los impulsos, de modo que siempre sean de mayor energía los que hacen avanzar en una de las dos direcciones, el artefacto progresará hacia donde le impone el jugador con un movimiento intermitente que recuerda el de la proa de un barco de vela con buen viento. Repitien-do la serie de impulsos con energía y rapidez, sucede algo análogo a lo que ocurre en la bicicleta manejada con precisión y velocidad: los titubeos del artefacto como los de la rueda se hacen menos aparentes, la trayectoria se aleja del zig-zag y se transforma en línea continua. Los papagayos bien diseñados, bien construidos, bien frenillados y bien

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Segunda conferencia

equilibrados, quiebran con facilidad y docilidad en ambas direcciones; el eje principal de la armadura se pone horizontal; el rabo se tiende asimismo horizontal, como una prolongación del eje de la armadura: el papagayo “se acuesta” y marcha con la mayor elegancia.

Según se ve, el quiebre del papagayo es el resultado de una armo-nía completa entre todos los elementos del juguete. Si uno de los lados pesa más que el otro; si la armadura no es simétrica; si un frenillo es más largo que su controlador; si el rabo es demasiado rígido o con peso exagerado, la armonía está rota y el defecto se hará sentir en el quiebro; el juguete quebrará con torpeza y desaire; o quebrará bien hacia un lado y mal hacia el opuesto; o exigirá grandes esfuerzos para impulsarlo a quebrar; ni más ni menos que una montura de “mala boca”, rebelde a la rienda. El buen “quebrador” obedece al mínimo esfuerzo.

Cuando el jugador quiere juntar a la velocidad, la fuerza, quie-bra “manijando”, es decir, recogiendo cuerda. Como esta operación es también alternativa y de ambos brazos, no es difícil realizarla, im-primiendo a la vez mayor energía a una dirección y reproduciendo un quiebro rápido y enérgico. Así se procede para “picar”.

La maniobra del quiebro suele ser preparativo para una jugada por mera diversión o encaminada a un fin necesario. Cuando el quiebro es continuado y veloz, el papagayo concluye por dar una vuelta, o dos, o un remolino... o se va “de cabeza”.

Para obtener a voluntad la vuelta, el jugador acelera los impulsos, aumentando a la vez la decisión de los templones. Llega un momen-to en que la cabeza superior del papagayo se inclina hacia abajo con violencia; el jugador aprovecha esta postura; da un templón más re-suelto en el sentido de la inclinación, y provoca la vuelta del papagayo. Esta vuelta puede ser de gran radio y majestuosa; o corta y veloz, según las condiciones de la armadura. El segundo caso es más propicio para convertir la vuelta en remolino. Repitiendo el impulso en el preciso momento en que el artefacto ha concluido la vuelta, se provoca una se-gunda y otra, y sirve, ya para distracción del jugador, ya para acercarse en buenas condiciones a otro papagayo con fines hostiles.

De dos maneras se produce la vuelta del papagayo, dependiendo así la una como la otra, de las medidas relativas de la armadura, del largo de los frenillos, de la longitud y ligereza del rabo. O el papagayo gira en su plano, manteniéndose casi perpendicular a la cuerda, o gira

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cambiando de ángulo con la cuerda, más bien girando en torno de ella, acostándose sobre los frenillos de la cabecera. Ocurre lo último cuando la armadura es pequeña, los frenillos largos, el rabo, largo y liviano. En el primero de los casos, el rabo describe en el espacio una circunfe-rencia y en un momento dado, cuando la armadura está cabeza abajo, el rabo está dirigido hacia arriba. Cuando el remolino se produce sin manijeos, la serie de vueltas reproduce con alguna aproximación una espiral; cuando se manija a la vez, el rabo dibuja una hélice cilíndrica o cónica, según sean los diámetros de las vueltas sucesivas. El eje de tal hélice sigue con aproximación la línea de la cuerda guía del papagayo.

Tanto el remolino de diámetro pequeño como la gran vuelta pueden dar en tierra con el artefacto. Cualquiera desigualdad en la ar-madura, un frenillo corto, la insuficiencia del rabo, sacan al papagayo fuera del dominio del jugador. Provocada la gran vuelta, el artefacto desciende de cabeza en línea recta hacia el suelo. Por sí mismo, cuando todo está bien, sin nueva intervención del jugador completa la vuelta y asciende veloz y seguro. Cuando las cosas van mal, no detiene su des-censo en picada hasta no llegar a tierra, donde hinca la cabeza y no se remonta más; aunque, a veces, por obra del golpe, cambia de sentido, y gasta la fuerza viva conservada y aumentada en el descenso, en elevarse de nuevo, como si nada hubiera ocurrido, con gran sorpresa y desalien-to de quienes atisbando la caída, corrían para adueñarse de él. También el remolino, por las mismas causas, conduce a resultados análogos. Ini-ciado con relativa lentitud, tiende a acelerarse. Por los defectos de la armadura o de los frenillos, sobre todo por la insuficiencia del rabo, se establece un par que hace girar de manera automática el sistema. Si una fuerza extraña no interviene, el movimiento giratorio no se detendrá. El jugador trata de intervenir: sacude a un lado y al opuesto, la cuerda; suelta cabuya; envía al artefacto una serie de “lepes”. El tercer recurso es, al parecer, el más eficaz.

Consiste la acción del lepe en una sacudida violenta del papagayo, que rompe la inercia del descenso de cabeza o del movimiento girato-rio. Hay el lepe tímido de las niñas de antaño que jugaban papagayo. Se da con la mano derecha mientras la izquierda sostiene la cuerda. Es apenas un recogido de esta, al cual sigue la soltura de la misma. No se hace sentir mucho en realidad. El lepe varonil es enérgico y ruidoso. Se ejecuta con la intervención de entrambas manos. Con la derecha se

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Segunda conferencia

toma la cuerda a regular distancia de la mano izquierda, que la tiene con firmeza. Se acercan las dos manos sin soltar, lo que da por resultado un trozo de cuerda floja entre las dos... Se suelta luego la mano derecha. El papagayo arrastra el trozo de cuerda floja y tiende a templarlo. En ese momento la mano izquierda da un tirón fuerte. El papagayo recibe casi a la vez dos fuertes impulsos contrarios, los cuales absorben la velocidad adquirida. El papel, vestimenta de la armadura, se estremece y resuena con estampidos lo bastante sonoros para oírse a buenas distancias.

Pueden también las vueltas y los remolinos, voluntarios o no, parar en tragedia del papagayo. Cuando el jugador inhábil pretende parar la vuelta o remolino soltando cabuya, se expone al accidente llamado en el habla pintoresca y expresiva del pueblo, “calzoncillo”. Por su inercia, el rabo gasta tiempo en seguir las evoluciones de la armadura. Si mientras gira la armadura en revolución, el jugador afloja cuerda, el papagayo se alejará. Al completar su vuelta el rabo, no cae detrás del papagayo sino al frente, sobre la cabuya. Falto de equilibrio, función encomendada al rabo suelto, el sistema emprende, primero un balanceo, luego una rota-ción que se va acelerando y cuya velocidad y gravedad están en relación con el tamaño de contrapeso inutilizado por causa del calzoncillo. El jugador corriente recurre a los métodos ya expuestos, mas el experto apela a un recurso de gran habilidad; consiste en provocar una vuelta del papagayo en sentido contrario al de la rotación. Si lo logra, al po-nerse de cabeza el papagayo, también se pone el fragmento de rabo, el cual se desprende de la cabuya por su propio peso, terminando el acci-dente. El rabo retorcido llamado de retortillo es el más proclive a caer sobre la cuerda. El hijo del rabo produce también calzoncillo, menos grave que el del padre, por su menor influencia en el equilibrio.

Para poner por ahora punto final a las vueltas y revueltas con las que el papagayo suministra excelentes ejemplos a los políticos opor-tunistas, por suerte rarísimos en estas latitudes, hay que apuntar una maniobra elegantísima de lucida habilidad. El jugador hace dar vuelta al papagayo y antes de que la remate, a mitad de camino, provoca una revuelta, es decir una vuelta en sentido contrario. El artefacto describe una S en el espacio. De tal caso de “eses” (ni h, ni c), anda llena nuestra historia política.

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Tercera conferenciaMecánica

Quiero comenzar hoy por una advertencia; hasta cierto punto, una rectificación. Durante estas conferencias, para facilidad de las explica-ciones he considerado la superficie del papel del papagayo como plana. Si bien es así con alguna aproximación, no lo es en rigor. Las varillas cruzadas, esqueleto de la armadura, se sobreponen, y no están por lo tanto en un mismo plano. De modo singular, la del medio forma en realidad una arista bastante pronunciada en la superficie activa del pa-pagayo, la que recibe la acción del viento. Tal superficie no es un hexá-gono plano, sino lo que los geómetras llaman “alabeado”. La varilla del medio forma a la verdad un caballete, dividiendo de modo práctico al hexágono en dos trapecios geométricos. El trapecio es como todos sa-bemos un cuadrilátero en el cual dos lados son paralelos. Tal es el caso de los medios hexágonos producidos por la varada del medio. Hay más aún. No solo esta división es geométrica, sino también mecánica. La mitad superior del barrilete y la inferior, desempeñan en la mecáni-ca del artefacto, funciones muy distintas. Por la aplicación del freni-llo trifiliar a la parte superior como órgano de relación con la cuerda,

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El juego del papagayo

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la porción afectada por tal frenillo es la activa, la motriz. La inferior, ligada de modo rígido a la superior, es solo complementaria, no obstan-te ser indispensable.

Observemos además que el frenillo del rabo es bifilar, y su dispo-sición solo abarca dos dimensiones. En cambio, el frenillo superior, de organización piramidal, abraza las tres dimensiones del espacio. Es el órgano director de los movimientos propios o provocados del artefacto. Está en la parte superior de su organismo como el cerebro humano y posee como nuestro organismo tres canales-hilos para gobernar el equi-librio y sugerir las modalidades del espacio. Si estos hilos-canales fun-cionan mal, si alguno de ellos falta, el equilibrio se pierde y el papagayo es víctima del vértigo.

Todavía hay algo que señalar como diferencias esenciales entre los trapecios del barrilete. El superior recibe de lleno la presión del viento; el inferior la recibe con menor intensidad, no solo porque en virtud del caballete formado por la varada del medio queda en posición oblicua, sino también porque el rabo tendido, más dócil, flotante, lo descarga de buena parte de dicha presión.

En virtud de todo esto, aunque las referidas mitades del papagayo forman un sistema mecánico en conjunto, las alteraciones de la supe-rior tienen más decisiva influencia que las padecidas por la inferior.

Grave es la situación del rabo a un lado y no en el punto medio que le está asignado; grave, la pérdida de uno de los hilos que sostie-nen el rabo. Mucho más grave, la pérdida de uno de los tres frenillos directores. Si falta el del medio, con él desaparece la presión del viento sobre la mitad superior del papagayo. El artefacto se convierte en una simple hoja de papel y se viene a tierra en veloz descenso arrastrado por su propio peso y, sobre todo, por el de la cuerda, que tiende a traerlo hacia las manos del jugador. Si falta uno solo de los frenillos laterales, la varada del frenillo restante forma con este y el del centro un trián-gulo en el que se componen la fuerza del viento y la resistencia de la cuerda. Rota por completo la simetría del sistema, la porción del papa-gayo, vecina del frenillo subsistente no puede compensar la inercia de la otra porción que la equilibraba: el artefacto quedará dividido en dos porciones desiguales por una de sus diagonales mayores. El resultado de esta situación es un par que imprimirá al sistema un movimiento de rotación incontenible hasta dar con él en tierra.

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Tercera conferencia

Como complemento para la comprensión de la mecánica del barri-lete debe agregarse otra circunstancia de real aunque no muy aparente influencia. No solo sucede que los dos trapecios del barrilete no están en el mismo plano, como queda dicho, sino que ellos mismos no son planos. Es una disposición no prevista o calculada por el constructor, pero que la naturaleza de las cosas crea y mantiene por el libre juego de las fuerzas en acción sobre el aparato. Por más tensa que se haya hecho la superficie de papel del papagayo, la acción del viento y la tracción que ejerce la cuerda, y en último análisis, la mano del jugador, la va aflojando. Conspira a favor de este cambio, la elasticidad del papel. Este proceso comienza por vez primera, apenas se remonta el artefacto. La superficie del papel se ahueca, formando como una bolsa más o menos pronuncia-da, cuya concavidad está vuelta hacia el jugador; más acusada en la mitad superior del papagayo, la del frenillo director, que en la influida por el rabo. Sin mediar, propósito consciente alguno, de nadie, se realiza hasta cierto punto en el papagayo una condición buscada de propósito por los fabricantes de aparatos voladores donde se aprovecha la reacción de los fluidos. El aire se escurre por un movimiento continuo hacia la izquierda y la derecha cuando el papagayo está en reposo. El quiebro favorece el escurrimiento hacia el lado contrario. El jugador práctico, ignorante de teorías, sabe por experiencia que su papagayo “mejora” con el uso.

Belona

Hasta aquí solo nos hemos ocupado non el papagayo pacífico, al menos en sus intensiones, aunque temido por los tejados y los alambres del teléfono, donde solían caerse y morir matando: enredando comunica-ciones eléctricas y arrancando tejas. Pero hay el papagayo bélico, armado en guerra contra los demás papagayos. (Saludemos de paso porque no entra en nuestro programa de mero juego, al cometa empleado en la guerra para observaciones, reconocimientos, fotografías y demás ardides antes de que la invención de los aeroplanos lo relevara de tales funciones, haciéndolo histórico). El papagayo “corsario” recorre los aires buscando víctimas entre sus congéneres, armado de “puntillas”. Parece que esta aplicación es también invento chino. Ha alcanzado gran favor en Vene-zuela, como representación y satisfacción de nuestro espíritu bélico, bien acreditado. La función del papagayo armado es “picar” y picar es toda una

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El juego del papagayo

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ciencia y un arte, desde la propia fabricación del arma, la “puntilla” su acomodación en el rabo, las maniobras de ataque y de defensa.

No sospecharon los fabricantes de relojes de muelle, ni el gran Huyghens, el favor inmenso que tendrían las cintas de acero por ellos encargadas de hacer el tiempo, entre los jugadores de papaga-yo. Menos sospecharon nuestras abuelas, ni los caricaturistas, el uso que se haría después de los gráciles aros de las crinolinas. ¡Cómo han volado por los aires, cumpliendo la terrible ley de la naturaleza, com-batir, dañar, destruir!

No eche a mala parte mi distinguido auditorio este alarde de filo-sofía baratísima. Nuestro gran humanista don Andrés Bello ha descri-to con la misma pluma inmortal de la Silva a la Zona Tórrida, la fábula de la cometa. Nos pinta a la cometa presuntuosa y, por ende, necia, envanecida de su elevación y desdeñosa de la cuerda que no la deja volar a su capricho. Llega una racha de viento; se rompe la cuerda y la fac-tanciosa cometa dando ridículas volteretas va a caer de cabeza en un espino. Don Andrés recuerda a los hombres el papel de la cuerda, que ellos, engreídos y necios, suelen olvidar. Los jugadores de papagayo venezolano lo recuerdan bien y obedientes a la ley de la vida procuran picar la cuerda de los papagayos ajenos y defender la propia.

Hablemos primero del arma; después, de su empleo. La puntilla se hace del mejor acero: ejemplos, muelles de reloj; aros de crinolinas. Estos son mejores, más livianos; la cinta es de buen ancho y no hay que rebajarla. Pues la puntilla viene a ser una pequeña cuchilla de unos cen-tímetros de largo. Uno de los lados se afila. Los extremos se cortan al sesgo, para que sin mengua de su eficacia, el lado del filo sea más largo que el destinado a lomo. Se hacen al punto medio de ambos cantos, unas escotaduras destinadas a servir para el amarre de la puntilla al rabo del papagayo. Se afila bien el canto, llegando hasta las escotaduras.

Hay la puntilla recta de filo recto como el de un cortaplumas corrien-te. Bien afilada, basta a su objeto; y hay también la puntilla de media luna, más segura y a la vez más peligrosa para el agresor, si no es bien cortante. A entrambos lados de las escotaduras, el filo es un tanto cóncavo. Con ello se requiere estar asegurado contra un deslizamiento sin eficacia; pero en desquite, si no corta bien, el rabo del picador se agarrará y puede ser derribado. Se redondea el lomo de la media luna con el fin de hacerla

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Tercera conferencia

menos pesada. Su forma recuerda así el símbolo del cuarto creciente de la luna en los almanaques, de donde le ha venido el nombre.

Bien afilada la puntilla, se abre el torzal del rabo de mono o del retortillo y se coloca la cuchilla con el filo hacia el papagayo, bien de través con respecto al eje del rabo. Se trata ahora de fijarla. Convie-ne que en la vecindad de la puntilla el rabo tenga alguna rigidez para evitar que se enrosque y se enrede. Al efecto se cortan dos pequeños trozos de concha de varada del mismo tamaño y se entablilla el rabo con ellos. Las dos tablillas exceden por la parte superior y por la in-ferior del ancho de la puntilla. Con el hilo se atorzala bien el sistema aprovechando las escotaduras de la hoja de acero. Se cuida bien de que no quede libre sino acero afilado, con lo cual se previene un engarce perjudicial. Se escoge para sitio de este sistema rígido una sección blanca del rabo que lo disimula mejor.

En relación con su nombre y para su mayor eficacia, la puntilla se sitúa de preferencia hacia el extremo inferior del rabo. Allí están las mayores probabilidades de alcanzar la cuerda de otro papagayo. Cual-quiera que sea el punto donde el atacante rabo se ponga en contacto con la cuerda del atacado, tenderá a pasar contra ella en su mayor exten-sión. Para más seguridad de buen éxito y para ciertas situaciones par-ticulares, se provee a los rabos de más de una puntilla. Los jugadores exagerados llegan a poner siete, y el célebre papagayo de La Rotunda, manejado por militares y presos, llegó a ostentar doce. Se ha pretendi-do colocar la puntilla inferior en la punta misma del rabo, lo cual ofrece más peligros que ventajas. Lo más adecuado es situarla a una brazada o media brazada del extremo. Asimismo, una puntilla para ciertos casos de emergencia irá a una brazada del extremo superior. Se llama “freni-llera”. A medio rabo irá la tercera y con ella bastará.

He dicho “brazada”; y no es lapsus ni descuido. El largo de los rabos de papagayo venezolano se mide por brazadas y no por otra “medida. El jugador va aplicando el rabo a sus dos brazos extendidos y con lo que ellos abarcan hace la unidad de longitud. A lo menos siete brazadas forman el largo corriente, mas algunos pasaban de catorce y quince. Hay ventaja para picar en el rabo largo y liviano.

La puntilla rara vez deja de situarse por sí sola perpendicu-lar a la cuerda del papagayo atacado, al paso del rabo. Solamente por caso excepcional pasará paralela a la cuerda y no la alcanzará. Es una

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probabilidad que puede descartarse. Cualquiera que sea el ángulo en que encuentre a la cuerda, se volverá por razón de la resistencia de esta, para situarse en ángulo recto. Sin embargo, jugadores exagerados usaban un “crucero”; esto es, un sistema rígido de dos puntillas ligadas en ángulo recto. Si una pasaba paralelamente, la segunda con segu-ridad sería perpendicular a la cuerda. El crucero aumenta el peso del rabo más de lo conveniente en un solo punto; es propenso a enredarse cuando no está muy bien montado. También se denuncia por su peso. Al jugador con puntilla le conviene disimularla. Como la puntilla es liviana, cuando el rabo está extendido al favor del viento, nada altera la rectitud de la cauda. A veces, un centelleo en el espacio, provocado por un rayo de sol, denuncia la puntilla; mas la denuncia es bien aparente cuando el rabo cae después de una vuelta o en una tendida rápida. Los trozos del rabo, armado, caen con más rapidez que los inermes y mate-rialmente se aprecia a la vista la presencia de las hojas de acero.

Consiste la maniobra para picar en pasar el rabo del papagayo ata-cante resbalando sobre la cuerda del atacado. Desde luego la posición del que está detrás es la ventajosa. Su situación es análoga a la que en los antiguos combates navales entre barcos de vela tenía la posición de Barlovento. Solo en contados casos puede el que está delante hacer algo contra el favorecido, a quien basta recoger cuerda para estar a cubierto de su contrario. Sus movimientos están subordinados a los de su ata-cante, quien dispone de casi completa libertad de acción. La maniobra del atacado estriba en no dejarse “cruzar” por el enemigo.

Porque no es posible picar sin haber cruzado la cuerda del contrario; haber pasado por encima y estar al otro lado del papagayo perseguido: si el jugador atacante está a la izquierda, pasar a la derecha; si a la derecha, pasar a la izquierda. Es para volver después del cruce, cuando el rabo picador puede resbalar con fuerza sobre la cuerda y permitir la acción de la puntilla.

Dueño absoluto de la oportunidad de lanzar su ataque desde las espaldas de su probable presa, el jugador hostil lo prepara a menudo sin que el jugador delantero haya advertido su presencia. Luego de ganar altura y haber cruzado, lanza, tendidas, buscando alcanzar la cuerda del contrario. La más inmediata defensiva de este consiste en soltar la cuerda también y bajar para no ser alcanzado. La maniobra no es muy eficaz a campo raso, porque el atacante está en capacidad de bajar mucho y el atacado corre el riesgo de caer; mas, en poblado o cuando

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Tercera conferencia

se interponen árboles, la visibilidad del atacante está limitada por los obstáculos. Hay, puede decirse, un horizonte sensible, por debajo del cual la tendida es ciega, por no divisar ya la posición del contrario. El juego de tendidas concordantes puede prolongarse mucho tiempo sin resultado alguno. En poblado, el atacante suele engañarse respecto de la distancia de su ambicionada presa y estar lanzando tendidas inofen-sivas sobre un contrario completamente fuera de su alcance.

Los mejores jugadores se acercan a la cuerda del contrario por medio de evoluciones rápidas e ingeniosas: quiebros, vueltas, remolinos, tendi-das horizontales. En todos los casos, cuando el rabo del picador roza con la cuerda, el jugador manija con la mayor energía, quebrando hacia el mismo. Cuanto al atacado, que no ha podido esquivar el rabo enemigo, sacude su cuerda, con la esperanza de que se separe del rabo adverso en el preciso momento de pasar la puntilla. Le queda un recurso desesperado, y es manijar con mayor rapidez que el enemigo para tratar de “tumbarlo”. Si tiene éxito en la tentativa, el rabo enemigo es levantado por el punto de contacto con la cuerda. Destruido su contrapeso por esta posición, el papagayo atacante se acuesta primero y concluye por tumbarse y quedar cabeza abajo, colgante de la cuerda del que iba a ser su víctima. No se levantará más, si el rabo es, como suele, bastante largo. Permanecerá en enredo molesto pero inofensivo, y no volverá a poder de su dueño, sino cuando el contrario haya querido recoger cuerda y entregar el cuerpo inerte del vencido, si no lo retiene como buena presa.

Rota la cuerda de un papagayo montado, por accidente, un nudo falso o porque ha sido picado, se va a la “ jila”. Algunos finísimos ciu-dadanos dicen “a la hila”. Tales aspirantes a académicos de la lengua no merecen jugar papagayos. Como aquí en mi auditorio no hay académi-cos, dejaré las cosas así, sin más examen. Sea como fuere o como de-biera ser, no todos los papagayos se van “a la jila” de la misma manera. Algunos descienden con majestad, serenos, impasibles, tal como en una tendida prolongada; otros, cabeceando. Los hay que, sorprendidos por la desgracia, pierden el dominio por sí mismos: se van de espaldas en brusco sobresalto, se enredan en su propia cuerda y en un torbelli-no vertical, caen del modo más triste y vergonzoso. Son la representa-ción de los hombres que deben su encumbramiento a la tuerta fortuna. Creedme. Un hombre-palometa o un “pandorga”, no caen como, un hombre completo provisto de su propia y fuerte varada del medio.

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Psicología y sociología

Y aquí señoras y señores, entro en la fase final de mi conferencia. El papagayo-juego tiene su psicología humanista. ¿Por qué ha sido un juego apasionante en Venezuela? Tiempos hubo en mi buena ciudad de Caracas, cuando por la época de la cuaresma, todo el cielo de la ciudad y de los cerros vecinos estaba superpoblado de papagayos de todas las formas, de todos los colores. La Sabana del Blanco, la plazoleta del Ta-manaco, una vez campo de batalla entre el indio y el conquistador; la colina del Calvario, el Guarataro, las riberas del Caroata, eran el asien-to de innúmeros jugadores. El hosco papagayo de la Cárcel, armado hasta los dientes se paseaba, movido por brazos robustos, quizá “no santos” pero fuertes. Las muchachas se apasionaron en cierta época por el papagayo, bautizado de deporte elegante. A pesar de su audacia, se angustiaban: cuando el artefacto dando volteretas amenazaba caídas y requerían la ayuda urgente de novios, amigos o hermanos cuando caía el viento y se hallaban incapaces de mantenerlo en el aire.

Hombres maduros no se avergonzaban de participar en público del juego. Como ahora los deportistas regresan a la caída de la tarde de los campos de baseball, football y demás innúmeros miembros de la familia Ball, armados de bates, máscaras, guantes y pelotas, así mismo regresa-ban los jugadores de papagayo de los campos de juego. Había hasta una indumentaria clásica: se arrollaba la cuerda, empleando como alma del rollo un trozo de madera redonda, fuerte, por medio de un movimiento en “ocho” que aprovechaba alternativamente los dos extremos del trozo de madera. El enrollado se apretaba para formar un conjunto compac-to. Cuando ya faltaba poca cuerda por arrollar, se hacían de través las últimas vueltas, las cuales robustecían la solidez del arrollado y forma-ban cintura en todo el medio del rollo. Para final de la operación se pre-venía contra el aflojamiento del conjunto con una o dos firmes lazadas. Como el arte halla cabida en toda obra humana, algunos de estos rollos por su perfección eran verdaderas obras artísticas. El rabo se arrollaba a lo largo del antebrazo derecho tal como un llanero arrolla la soga para enlazar. Se desprendía del brazo, se le hacía una lazada definitiva y se colgaba a través del frenillo central del papagayo. Hecho esto, el arte-facto a las espaldas cabalgando un trozo de la cuerda sobre el hombro

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Tercera conferencia

derecho o de contrapeso, por delante el rollo, regresaba el jugador a casa pensando en la tarde siguiente o la del próximo domingo.

Un grave profesor de la Universidad nos confesaba en una ocasión a sus discípulos que él veía con envidia a los muchachos jugando papa-gayo y tenía que recurrir a toda su gravedad académica para no pedir “una palomita” a los jugadores.

Porque este juego responde a lo que llamaríamos, apelando al “todo lo explica” freudiano psicoanalítico, al complejo, de mandonismo venezolano. Allá arriba en el cielo, el papagayo está sometido a nues-tra voluntad, obediente a nuestro impulso, dócil a nuestras órdenes, a nuestro capricho. Es pintoresco y asume belleza. Cuando armado, satisface el ardor bélico y el inconfesado complejo de hacerse temer de los demás. No he de agregar para concluir más que una observación de psicología sociológica. Según dejó dicho, verdaderas multitudes de ju-gadores se condensaban en un mismo sitio; las cuerdas se entrelazaban hasta lo increíble. Sucedían casos curiosos. Un papagayo era picado en las propias manos de quien lo echaba. Un picador era picado en el mismo instante en que él picaba a otro. Se requerían grandes habili-dades y atención para no enredarse. Cada jugador estaba concentrado en su propio juego. Según se ve, tales multitudes no tenían un centro común. No eran una colectividad. Eran simple aglomeración, de ego-tistas. Representaban a lo vivo nuestro individualismo tradicional. Así, en la vida de la nación, atendiendo cada quien a su propio juego, hemos sido de ordinario elementos dispersos, sin coordinación colectiva, mal-baratando nuestra voluntad, y nuestro esfuerzo. Don Francisco Anto-nio Delpino y Lamas, nuestro gran poeta revolucionario, simbolista y símbolo, cifra de un prototipo nacional, lo dijo en versos inmortales:

Si quieres elevar tu papagayo,con paciencia le vas dando cabuya, porque a cada uno se le llega la suya.

Y cada compatriota de Delpino espera, según la consoladora pro-fecía del Maestro, que se le llegue la suya.

¡Damas y caballero, gracias!

Fin

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EpílogoDespués de las conferencias

Dictadas mis conferencias en Tierra Seca, me apresuré a dejar la ciudad: primero, por no abusar de la hospitalidad obsequiosa de mis nuevos amigos, y luego, por evitarme preguntas, repreguntas y debates sobre los trascendentales temas que yo había tratado. Lo que dije, dicho se queda. Ya en mi buena ciudad de Caracas, que a lo mejor, después de los agasajos de Tierra Seca me parece menos buena y menos mía, comencé a recibir cartas y más cartas; anónimas, unas; otras, firma-das; amables las más, hoscas las menos; algunas, interesantes; muchas, guasonas, agresivas, con rabo, por banda, es decir, que retorcían mis conceptos interpretándolos en contra de ciertas personas; por banda, porque en realidad pretendían servirse de mí para decir a algunos lo que ellos, los autores, no se atrevían a decir directamente. Conserva-ré en mi archivo personal las que me interesan para fines ulteriores, y ahora voy a tener en cuenta de las que me parecen más merecedoras de respuesta y comentario, glosa o registro.

Inquisidoras las llamo, porque en ellas se inquiere algo, se piden esclarecimientos, se demuestra interés en perfeccionar los conocimien-tos adquiridos y obtener algunos más.

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Se basan en lo que dije y me hacen preguntas que aun siendo com-prometedoras y algunas hasta graves, me colman de satisfacción. Me comprueban que no perdí mi tiempo y que algo queda de mi visita a Tierra Seca. En fin, con plagio y todo, que no he “arado en el mar”, lo cual podía haber ocurrido en una tierra donde el agua se nos ofrece a mares por todas partes.

Uno que firma “un fanático”, me increpa:

Usted dijo que el papagayo es un deporte ilustre por su antigüedad y su importancia, pero no citó uno solo de los jugadores que se haya inmor-talizado y merecido el culto consagrado por la humanidad a los grandes hombres del football, boxeo, lucha libre, ping-pong, etc. Es una falla que no cuadra a un conferenciante inquieto y preocupado.

Casi estuve por no hacer caso alguno del anonimista. El término “fanático” me escuece. El fanatismo es una abdicación del juicio. Soy entusiasta por algunas cosas, pero detesto el fanatismo y tengo en poco aprecio a los fanáticos.

Le he respondido al que me tocó en suerte:

No quise abusar de la paciencia de los terrasecanos citando a Chang-Fu-Sang y demás célebres jugadores chinos que manijaban y picaban siete mil años antes de Jesucristo. Hoy me contentaré con citar a uno solo que basta para hacer ilustre el juego del papagayo, deporte precursor del do-minio de la atmósfera por los aparatos más pesados que el aire. Grande y simpática figura, grande en cuantas actividades acometió: ciencia física, política, diplomacia; diestro y veterano hasta en el arte sublime enseñado por Ovidio. Sobre su tumba está esculpido el famoso epitafio:

Eripuit celo fulmen sceptrumque tyranis

Con lo que ya sabe usted que se trata de Benjamín Franklin. La histo-ria es bastante conocida. Un día memorable salió Franklin de Filadelfia hacia un campo vecino despejado, acompañado de su hijo. Iban provistos de una cometa de seda cuya cabeza estaba armada de una punta de hierro. El gran ciudadano y físico sencillamente iba a remontar una cometa, que sería histórica. Se hizo acompañar de su hijo sin duda alguna para que

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Epílogo

se la “echase”... Franklin manijó, y la cometa se remontó con facilidad. Amenazaba lluvia; pronto comenzaron a caer goterones. La cuerda, que era de cáñamo, se mojó. Entonces comenzaron a producirse fenómenos eléctricos. Del suelo se levantaron briznas de paja, las cuales dando brin-cos, se encaramaron por la cuerda en marcha hacia la cometa, ni más ni menos como los “correos” que los chicos despachan a sus papagayos. Franklin acercó a la cuerda una llave de hierro de la cual se había provisto expresamente para experimentar. Saltaron fuertes chispas entre la llave y la cuerda. Franklin recibió una violenta conmoción. La experiencia había tenido el más completo éxito. La célebre jugada de papagayo de Franklin había comprobado sus teorías sobre la existencia de la electricidad at-mosférica; había confirmado la acción de las puntas metálicas. Franklin había esclarecido la naturaleza del rayo; había inventado para protección de edificios y personas, el pararrayos. Todo eso ocurrió, mi estimado fa-nático terrasecano, para eterna gloria de Franklin y del papagayo.

Un joven, estudiante de la Escuela de Hidrología de Tierra Seca, el bachiller Modesto Arroyo, me consulta: “En su segunda conferencia nombró usted la cabuya ‘rociada’. ¿Qué clase de rocío se emplea con la cabuya?”.

Mi respuesta:

Me explico en un estudiante terrasecano el interés con que desea in-formación sobre todo género de rocío. Por desgracia para tan laudable interés, el término “rociada” en uso por nuestros jugadores de papagayo, nada tiene que ver con líquido alguno. Incorrecto o no, el término se deriva de roce y no de rocío. Por el uso continuo de la cabuya, formada como está de fibras juntadas y retorcidas, pierde la unidad, la que pre-cisamente la dota de resistencia. Deja de ser más o menos lisa tal cual la ofrece al público el fabricante. Varía su diámetro. Parece más gruesa, cuando en realidad se ha adelgazado en muchos puntos, al perder parte de sus fibras componentes. Su resistencia en tales puntos merma de modo considerable y amenaza con reventarse cuando menos se piensa. Es el roce con las manos del jugador, con el suelo, con la propia cabuya al enrollársela, con el artefacto empleado para remontar el papagayo, con ramas de árboles, con tejados, la causa de esos desperfectos. Cuando los daños ofrecen ya mucho riesgo, hay que defender la integridad de la

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cabuya. Se trata sencillamente de restaurar en lo posible la unión de las fibras, adhiriéndolas de nuevo. Se frota con cuidado la cuerda con un trozo de cera, el cual debe entrar en contacto con toda la extensión de la cuerda. El agregado de la cera produce buen resultado y apenas aumenta el peso de la cabuya.

Otro terrasecano que no esconde su nombre, aunque se firma entre paréntesis “Martín Pescador”, de seguro algún columnista de la prensa terrasecana, me interroga:

Estoy realmente interesado en cuanto se refiere al papagayo. He oído decir que existe un aparato muy ingenioso, el cual tiene su aplicación a ese juego y con probabilidad a otros semejantes. ¿Podría y querría usted ilustrarme sobre el tema? Tengo entendido que se llama “tarraya”, quizás corrupción de “atarraya”. Debe de ser análoga a la que usan los pescadores, la cual tiene su ciencia, según lo afirma un gran poeta de la tierra de usted.

Informo al pescador de Tierra Seca:

Algo, en efecto, hay de común entre la atarraya y la “Tarralla”. Ambos artefactos son de acción sorpresiva. La primera sirve para coger peces, aprisionándolos con los hilos de la red. La segunda, se usa para coger pa-pagayos, atacándolos sin previo aviso. Entrambas se lanzan a mansalva con fuerza. Permítame aclarar que yo escribo “tarralla” con “ll”, cuando se trata de la cacería de papagayos. Invoco para autoridad unos aguinal-dos que se publicaban en Caracas con ese nombre y aquella ortografía. La “Tarralla” estaba poblada de alusiones y dejaba mal parados a per-sonajes de la actualidad de entonces. La tarralla aflojaba cada tarrallazo que daba frío. A estas horas caigo en cuenta de que no he descrito el aparato de la tarralla. Es de lo más sencillo. Un objeto de mediano peso, por lo general una piedra, atado a una cabuya. Se hace girar el conjunto con el brazo, como una honda, y se lanza el tiro de modo de alcanzar por encima la cuerda del papagayo remontado, el cual está lejos de esperar ese ataque por sorpresa. Si el golpe es certero, el tarrallista se adueña de la cuerda y atrae a su víctima hacia sus manos. En las casas de co-mercio, bancos, instituciones de crédito, beneficencia y demás análogas, mientras los dueños o administradores hacen cálculos seguros, basados

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Epílogo

en el capital que guardan en caja, se anotan grandes sorpresas. Un fun-cionario o empleado, distraído, comete la distracción de confundir sus fondos propios con los ajenos y tira un tarrallazo. Queda usted enterado y en disposición de tirar tarralla a los papagayos de Tierra Seca que se pongan a su alcance.

Un cuarto preguntón, que es malo porque no es “quinto”, y parece jugador por banda, me increpa: “¿Cómo explica usted después de lo que ha dicho tan despectivamente de la pandorga, que se hagan y se jue-guen tales artefactos? Por si se digna responderme, le advierto que no me satisfaré con esguinces ni evasivas: ¡al grano!”.

Respondo al enérgico y valeroso granitoide:

He dicho y ahora lo repito que hay considerable simbolismo en el juego del papagayo. Tal simbolismo explica en buena parte el prestigio del juego y del juguete. Existe la pandorga, juguete para niños y hombres afectados de infantilismo; y la pandorga para hombres taimados que usan y abusan de los hombres pandorgas. Estos son de gran utilidad en el juego de la vida, de que es símbolo el papagayo. Pues digo a usted que he co-nocido bastantes pandorgas, sin varada del medio, a quienes remontaron hombres taimados y los jugaron... Se daban ínfulas de barriletes; mas cuando se les reventó la cuerda, se fueron a la jila, no con majestad, sino enredados en su propia cabuya, y como la cometa biografiada por Andrés Bello, fueron a dar de cabeza en un espino.

Mas, noto que este epílogo se va alargando en demasía. La culpa es en principio de los preguntantes. He tenido que agregar al papagayo un pedazo de rabo de emergencia y aun temo que en él haya pasado inadvertida alguna pequeña puntilla. Recojo cuerda, bajo mi papagayo. Sería una pandorgada, luego de ocuparme con un Franklin detenerme demás en granitoides y pandorgas.

Elías MartelProfesor, “hijo ilustre de Tierra Seca”,

Miembro Honorario de la Sociedad Hidrológica, Gran Cruz de la Orden de Moisés, etc., etc.

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Índice

Cierto cuento de Key-AyalaPor: Coral Pérez Gómez 7

Preámbulo. Antecedentes semihistóricos 11

Exposición preliminar 15

Primera conferencia 19

Segunda conferencia 29

Tercera conferencia 43

Epílogo 53

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Edición digital mayo de 2018

Caracas, Venezuela.

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