El Jardín Del Paraíso

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EL JARDÍN DEL PARAÍSO Érase una vez un príncipe, hijo de un rey; nadie poseía tantos y tan hermosos libros como él; en ellos se leía cuanto sucede en el mundo y, además, tenían bellísimas estampas. Se hablaba en aquellos libros de todos los pueblos y países; pero ni una palabra contenía acerca del lugar donde se hallaba el Paraíso terrenal, y éste era precisamente el objeto de los constantes pensamientos del príncipe. De muy niño, ya antes de ir a la escuela, su abuelita le había contado que las flores del Paraíso eran pasteles, los más dulces que quepa imaginar, y que sus estambres estaban henchidos del vino más delicioso. Una flor contenía toda la Historia, otra la geografía, otra las tablas de multiplicar; bastaba con comerse el pastel y ya se sabía uno la lección; y cuanto más se comía, más historia se sabía, o más geografía o aritmética. El niño lo había creído entonces, pero a medida que se hizo mayor y se fue despertando su inteligencia y enriqueciéndose con conocimientos, comprendió que la belleza y magnificencia del Paraíso terrenal debían ser de otro género. –¡Ay!, ¿por qué se le ocurriría a Eva comer del árbol de la ciencia del bien y del mal? ¿Por qué probó Adán la fruta prohibida? Lo que es yo no lo hubiera hecho, y el mundo jamás habría conocido el pecado. Así decía entonces, y así repetía cuando tuvo ya cumplidos diecisiete años. El Paraíso absorbía todos sus pensamientos. Un día se fue solo al bosque, pues era aquél su mayor placer. Se hizo de noche, se acumularon los nubarrones en el cielo, y pronto descargó un verdadero diluvio, como si el cielo entero fuese una catarata por la que el agua se precipitaba a torrentes; la oscuridad era tan completa como puede serlo en el pozo más profundo. Caminaba resbalando por la hierba empapada y tropezando con las desnudas piedras que sobresalían del rocoso suelo. Nuestro pobre príncipe chorreaba agua, y en todo su cuerpo no quedaba una partícula seca. Tenía que trepar por grandes rocas musgosas, rezumantes de agua, y se sentía casi al límite de sus fuerzas, cuando de pronto percibió un extraño zumbido y se encontró delante de una gran cueva iluminada. En su centro ardía una hoguera, tan grande como para poder asar en ella un ciervo entero; y así era realmente: un ciervo maravilloso, con su altiva cornamenta, aparecía ensartado en un asador que giraba lentamente entre dos troncos enteros de abeto. Una mujer anciana, pero alta y robusta, cual si se tratase de un hombre disfrazado, estaba sentada junto al fuego, al que echaba leña continuamente. –Acércate –le dijo– siéntate al lado del fuego y sécate las ropas. –¡Qué corriente hay aquí! – observó el príncipe, sentándose en el suelo. –Más fuerte será cuando lleguen mis hijos–respondió la mujer– estás en la Gruta de los vientos; mis hijos son los cuatro vientos de la Tierra. ¿Entiendes? –¿Dónde están tus hijos? – preguntó el príncipe. –¡Oh! Es difícil responder a preguntas tontas–dijo la mujer– mis hijos obran a su capricho, juegan a la pelota con las nubes allá arriba, en la sala grande– y señaló el temporal del exterior. –Ya comprendo –contestó el príncipe– pero habláis muy

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EL JARDN DEL PARASO

rase una vez un prncipe, hijo de un rey; nadie posea tantos y tan hermosos libros como l; en ellos se lea cuanto sucede en el mundo y, adems, tenan bellsimas estampas. Se hablaba en aquellos libros de todos los pueblos y pases; pero ni una palabra contena acerca del lugar donde se hallaba el Paraso terrenal, y ste era precisamente el objeto de los constantes pensamientos del prncipe. De muy nio, ya antes de ir a la escuela, su abuelita le haba contado que las flores del Paraso eran pasteles, los ms dulces que quepa imaginar, y que sus estambres estaban henchidos del vino ms delicioso. Una flor contena toda la Historia, otra la geografa, otra las tablas de multiplicar; bastaba con comerse el pastel y ya se saba uno la leccin; y cuanto ms se coma, ms historia se saba, o ms geografa o aritmtica.

El nio lo haba credo entonces, pero a medida que se hizo mayor y se fue despertando su inteligencia y enriquecindose con conocimientos, comprendi que la belleza y magnificencia del Paraso terrenal deban ser de otro gnero.

Ay!, por qu se le ocurrira a Eva comer del rbol de la ciencia del bien y del mal? Por qu prob Adn la fruta prohibida? Lo que es yo no lo hubiera hecho, y el mundo jams habra conocido el pecado.

As deca entonces, y as repeta cuando tuvo ya cumplidos diecisiete aos. El Paraso absorba todos sus pensamientos.

Un da se fue solo al bosque, pues era aqul su mayor placer.

Se hizo de noche, se acumularon los nubarrones en el cielo, y pronto descarg un verdadero diluvio, como si el cielo entero fuese una catarata por la que el agua se precipitaba a torrentes; la oscuridad era tan completa como puede serlo en el pozo ms profundo. Caminaba resbalando por la hierba empapada y tropezando con las desnudas piedras que sobresalan del rocoso suelo. Nuestro pobre prncipe chorreaba agua, y en todo su cuerpo no quedaba una partcula seca. Tena que trepar por grandes rocas musgosas, rezumantes de agua, y se senta casi al lmite de sus fuerzas, cuando de pronto percibi un extrao zumbido y se encontr delante de una gran cueva iluminada. En su centro arda una hoguera, tan grande como para poder asar en ella un ciervo entero; y as era realmente: un ciervo maravilloso, con su altiva cornamenta, apareca ensartado en un asador que giraba lentamente entre dos troncos enteros de abeto. Una mujer anciana, pero alta y robusta, cual si se tratase de un hombre disfrazado, estaba sentada junto al fuego, al que echaba lea continuamente.

Acrcate le dijo sintate al lado del fuego y scate las ropas.

Qu corriente hay aqu! observ el prncipe, sentndose en el suelo.

Ms fuerte ser cuando lleguen mis hijosrespondi la mujer ests en la Gruta de los vientos; mis hijos son los cuatro vientos de la Tierra. Entiendes?

Dnde estn tus hijos? pregunt el prncipe.

Oh! Es difcil responder a preguntas tontasdijo la mujer mis hijos obran a su capricho, juegan a la pelota con las nubes all arriba, en la sala grande y seal el temporal del exterior.

Ya comprendo contest el prncipe pero hablis muy bruscamente; no son as las doncellas de mi casa.

Bah!, ellas no tienen otra cosa que hacer. Yo debo ser dura, si quiero mantener a mis hijos disciplinados; y disciplinados los tengo, aunque no es cosa fcil manejarlos. Ves aquellos cuatro sacos que cuelgan de la pared? Pues les tienen ms miedo del que t le tuviste antao al azote detrs del espejo. Puedo dominar a los mozos, te lo aseguro, y no tienen ms remedio que meterse en el saco; aqu no andamos con remilgos (pulidez, delicadesa). Y all se estn, sin poder salir y marcharse por las suyas, hasta que a m me da la gana. Ah llega uno.

Era el viento Norte, que entr con su caracterstica glida, esparciendo granizos por el suelo y arremolinando copos de nieve. Vesta calzones y chaqueta de piel de oso, y traa una gorra de piel de foca calada hasta las orejas; largos carmbanos (pedazos de hielo) le colgaban de las barbas, y granos de pedrisco (piedra o granizo grueso que cae de las nubes en abundancia y con gran violencia) le bajaban del cuello, rodando por la chaqueta.

No se acerque enseguida al fuego! e dijo el prncipe podran helrsele la cara y las manos.

Hielo! respondi el viento con una sonora risotada hielo! No hay cosa que ms me guste! Pero, de dnde sale ese mequetrefe? Cmo has venido a dar en la Gruta de los vientos?

Es mi husped intervino la vieja, y si no te gusta mi explicacin, ya ests metindote en el saco. Me entiendes?

Bastaron estas palabras para hacerle entrar en razn, y el viento Norte se puso a contar de dnde vena y dnde haba estado aquel mes. Vengo de los mares polares dijo; estuve en la Isla de los Osos con los balleneros rusos, durmiendo sentado en el timn cuando zarparon del Cabo Norte; de vez en cuando me despertaba un poquitn, y me encontraba con el petrel (ave) volando entre mis piernas. Es un ave muy curiosa: pega un fuerte aletazo y luego se mantiene inmvil, con las alas desplegadas.

No te pierdas en digresiones (apartar) dijo la madre llegaste luego a la Isla de los Osos?

Qu hermoso es aquello! Hay una pista de baile lisa como un plato, y nieve semiderretida, con poco musgo; esparcidos por el suelo haba tambin agudas piedras y esqueletos de morsas y osos polares, como gigantescos brazos y piernas, cubiertos de moho. Se habra dicho que nunca brillaba all el sol. Sopl ligeramente por entre la niebla para que pudiera verse el cobertizo. Era una choza hecha de maderos acarreados por las aguas; el tejado estaba cubierto de pieles de morsa con la parte interior vuelta hacia fuera, roja y verde; sobre el techo haba un oso blanco gruendo. Me fui a la playa, a ver los nidos de los polluelos, que chillaban abriendo el pico. Les sopl en el gaznate para que lo cerrasen. Ms lejos se revolcaban las morsas, parecidas a intestinos vivientes o gigantescas orugas con cabeza de cerdo y dientes de una vara de largo.

Te explicas bien, hijo observ la madre la boca se me hace agua oyndote.

Luego empez la caza. Dispararon un arpn al pecho de una morsa, y por encima del hielo salt un chorro de sangre ardiente, como un surtidor. Yo me acord, entonces, de mis tretas; me puse a soplar, y mis veleros, las altas montaas de hielo, aprisionaron los botes. Qu tumulto, entonces! Qu manera de silbar y de gritar!, pero yo silbaba ms que ellos. Hubieron de depositar sobre el hielo los cuerpos de las morsas capturadas, las cajas y los aparejos; yo les vert encima montones de nieve, y forc las embarcaciones bloqueadas, a que derivaran hacia el Sur con su botn, para que probasen el agua salada. Jams volvern a la Isla de los Osos!

Cunto mal has hecho! le dijo su madre.

Otros te contarn lo que hice de bueno replic el viento pero ah tenemos a mi hermano de Poniente; es el que ms quiero; sabe a mar y lleva consigo un fro delicioso.

No es el pequeo Cfiro? pregunt el prncipe.

Claro que es Cfiro! respondi la vieja, pero no tan pequeo. Antes fue un chiquillo muy simptico, pero esto pas ya.

Realmente tena aspecto salvaje, pero se tocaba con una especie de casco para no lastimarse. Empuaba una porra de caoba, cortada en las selvas americanas, pues gastaba siempre de lo mejor.

De dnde vienes? le pregunt su madre.

De las selvas vrgenes respondi donde los bejucos espinosos forman una valla entre rbol y rbol, donde la serpiente de agua mora entre la hmeda hierba, y los hombres estn de ms.

Y qu hiciste all?

Contempl el ro profundo, lo vi precipitarse de las peas levantando una hmeda polvareda y volando hasta las nubes para captar el arco iris. Vi nadar en el ro el bfalo salvaje, pero era ms fuerte que l, y la corriente se lo llevaba aguas abajo, junto con una bandada de patos salvajes; al llegar a los rabiones (corriente del ro en los lugares donde por la estrechez o inclinacin del cauce se hace muy violenta e impetuosa), los patos levantaron el vuelo, mientras el bfalo era arrastrado. Me gust el espectculo, y provoqu una tempestad tal, que rboles centenarios se fueron ro abajo y se hicieron trizas.

Eso es cuanto se te ocurri hacer? pregunt la vieja.

Di volteretas en las sabanas, acarici los caballos salvajes y sacud los cocoteros. S, tengo muchas cosas que contar; pero no hay que decir todo lo que uno sabe, verdad, vieja?

Y dio tal beso a su madre, que por poco la tumba; era un mozo muy impulsivo.

Se present luego el viento Sur, con su turbante y una holgada tnica de beduino (rabes nmadas).

Qu fro hace aqu dentro! exclam, echando lea al fuego. Bien se nota que el viento Norte fue el primero en llegar.

Hace un calor como para asar un oso polar! replic aqul.

Eso eres t, un oso polar! dijo el del Sur.

Quieres ir a parar al saco? intervino la vieja sintate en aquella piedra y dinos dnde has estado.

En frica, madre respondi el interpelado. Estuve cazando leones con los hotentotes (tribu africana) en el pas de los cafres. Qu hierba crece en sus llanuras, verde como aceituna! Por all brincaba el u; un avestruz me ret a correr, pero ya comprendes que yo soy mucho ms ligero. Llegu despus al desierto de arenas amarillas, que parece el fondo del mar. Encontr una caravana; estaba sacrificando el ltimo camello para obtener agua, pero le sacaron muy poca. El sol arda en el cielo, y la arena, en el suelo, y el desierto se extenda hasta el infinito. Me revolqu en la fina arena suelta, arremolinndola en grandes columnas. Qu danza aquella! Habras visto cmo el dromedario coga miedo, y el mercader se tapaba la cabeza con el caftn (vestimenta turca), arrodillndose ante m como ante Al, su dios. Quedaron sepultados, cubiertos por una pirmide de arena. Cuando sopl de nuevo por aquellos lugares, el sol blanquear sus huesos, y los viajeros vern que otros hombres estuvieron all antes que ellos. De otro modo nadie lo creera, en el desierto.

As, slo has cometido tropelas dijo la madre. Al saco! Y en un abrir y cerrar de ojos agarr al viento del Sur por el cuerpo y lo meti en el saco.

El prisionero se revolva en el suelo, pero la mujer se le sent encima, y hubo de quedarse quieto.

Qu hijos ms traviesos tienes! observ el prncipe.

Y que lo digas! asinti la madre pero yo puedo con ellos. Ah tenemos al cuarto!

Era el viento de Levante y vesta como un chino.

Toma, vienes de este lado? pregunt la mujer crea que habras estado en el Paraso.

Maana ir all respondi el Levante pues har cien aos que lo visit por ltima vez. Ahora vengo de China, donde danc en torno a la Torre de Porcelana, haciendo resonar todas las campanas. En la calle aporreaba a los funcionarios, midindoles las espaldas con varas de bamb; eran gentes de los grados primero a noveno, y todos gritaban: Gracias, mi paternal bienhechor!, pero no lo pensaban ni mucho menos. Y yo venga sacudir las campanas: tsing-tsang-tsu!

Siempre haciendo de las tuyas dijo la madre conviene que maana vayas al Paraso; siempre aprenders algo bueno. Bebe del manantial de la sabidura y treme una botellita de su agua.

Muy bien respondi el Levante pero, por qu metiste en el saco a mi hermano del Sur? Djalo salir! Quiero que me hable del Ave Fnix, pues cada vez que voy al jardn del Edn, de siglo en siglo, la princesa me pregunta acerca de ella. Anda, abre el saco, madrecita querida, y te dar dos bolsas de t verde y fresco, que yo mismo cog de la planta.

Bueno, lo hago por el t y porque eres mi preferido. Y abri el saco, del que sali el viento del Sur, muy abatido y cabizbajo, pues el prncipe haba visto toda la escena.

Ah tienes una hoja de palma para la princesa dijo me la dio el Ave Fnix, la nica que hay en el mundo. Ha escrito en ella con el pico toda su biografa, una vida de cien aos. As podr leerla ella misma. Yo presenci cmo el Ave prenda fuego a su nido, estando ella dentro, y se consuma, igual que hace la mujer de un hind. Cmo crepitaban las ramas secas!. Y qu humareda y qu olor! Al fin todo se fue en llamas, y la vieja Ave Fnix qued convertida en cenizas; pero su huevo, que yaca ardiente en medio del fuego, estall con gran estrpito, y el polluelo sali volando. Ahora es l el soberano de todas las aves y la nica Ave Fnix del mundo. De un picotazo hizo un agujero en la hoja de palma; es su saludo a la princesa.

Es hora de que tomemos algo dijo la madre de los vientos, y, sentndose todos junto a ella, comieron del ciervo asado. El prncipe se haba colocado al lado del Levante, y as no tardaron en ser buenos amigos.

Dime pregunt el prncipe, qu princesa es sta de que hablabas, y dnde est el Paraso?

Oh! respondi el viento si quieres ir all, ven maana conmigo; pero una cosa debo decirte: que ningn ser humano estuvo all desde los tiempos de Adn y Eva. Ya lo sabrs por la Historia Sagrada.

S, desde luego afirm el prncipe.

Cuando los expulsaron, el Paraso se hundi en la tierra, pero conservando su sol, su aire tibio y toda su magnificencia. Reside all la Reina de las hadas, y en l est la Isla de la Bienaventuranza, a la que jams llega la muerte y donde todo es esplndido. Mntate maana sobre mi espalda y te llevar conmigo; creo que no habr inconveniente. Pero ahora no me digas nada ms, quiero dormir.

De madrugada despert el prncipe y tuvo una gran sorpresa al encontrarse ya sobre las nubes. Iba sentado en el dorso del viento de Levante, que lo sostena firmemente. Pasaban a tanta altura, que los bosques y los campos, los ros y los lagos aparecan como en un gran mapa iluminado. Buenos das! dijo el viento an podas seguir durmiendo un poco ms, pues no hay gran cosa que ver en la tierra llana que tenemos debajo. A menos que quieras contar las iglesias; destacan como puntitos blancos sobre el tablero verde.

Llamaba tablero verde a los campos y prados.

Fue una gran incorreccin no despedirme de tu madre y de tus hermanos dijo el prncipe.

El que duerme est disculpado respondi el viento, y ech a correr ms velozmente que hasta entonces, como poda comprobarse por las copas de los rboles, pues al pasar por encima de ellas crepitaban las ramas y hojas; y podan verlo tambin en el mar y los lagos, pues se levantaban enormes olas, y los grandes barcos se zambullan en el agua como cisnes.

Hacia el atardecer, cuando ya oscureca, contemplaron el bello espectculo de las grandes ciudades iluminadas salpicando el paisaje. Era como si hubiesen encendido un pedazo de papel y se viesen las chispitas de fuego extinguindose una tras otra, como otros tantos nios que salen de la escuela. El prncipe daba palmadas, pero el viento le advirti que deba estarse quieto, pues podra caerse y quedar colgado de la punta de un campanario.

El guila de los oscuros bosques volaba rauda (rpida, precipitada), ciertamente, pero le ganaba el viento de Levante. El cosaco montado en su caballo, corra ligero por la estepa, pero ms ligero corra el prncipe.

Ahora vers el Himalaya! dijo el viento es la cordillera ms alta de Asia, y no tardaremos ya en llegar al jardn del Paraso.

Torcieron ms al Sur, y pronto percibieron el aroma de sus especias y flores. Higueras y granados crecan silvestres, y la parra (vid) salvaje tena racimos azules y rojos. Bajaron all y se tendieron sobre la hierba donde las flores saludaron al viento inclinando las cabecitas, como dndole la bienvenida.

Estamos ya en el Paraso? pregunt el prncipe.

No, todava no -respondi, pero ya falta poco. Ves aquel muro de rocas y el gran hueco donde cuelgan los sarmientos (vstago de la vid), a modo de cortina verde? Hemos de atravesarlos. Envulvete en tu capa; aqu el sol arde, pero a un paso de nosotros hace un fro glido. El ave que vuela sobre aquel abismo, tiene el ala del lado de ac en el trrido (muy ardiente o quemado) verano, y la otra, en el invierno riguroso.

Entonces, ste es el camino del Paraso? pregunt el prncipe.

Se hundieron en la caverna; uf!, qu fro ms horrible!, pero dur poco rato: el viento despleg sus alas, que brillaron como fuego. Qu abismo! Los enormes peascos de los que se escurra el agua, se cernan sobre ellos adoptando las figuras ms asombrosas; pronto la cueva se estrech de tal modo, que se vieron forzados a arrastrarse a cuatro patas; otras veces se ensanchaba y abra como si estuviesen al aire libre.

Se habran dicho criptas sepulcrales, con mudos rganos y banderas petrificadas.

Vamos al Paraso por el camino de la Muerte? pregunt el prncipe; pero el viento no respondi, limitndose a sealarle hacia delante, de donde vena una bellsima luz azul. Los bloques de roca colgados sobre sus cabezas se fueron difuminando en una especie de niebla que, al fin, adquiri la luminosidad de una blanca nube baada por la luna. Respiraban, entonces, una atmsfera difana y tibia, pura como la de las montaas y aromatizado por las rosas de los valles. Flua por all un ro lmpido (limpio, terso, puro, sin mancha) como el mismo aire, y en sus aguas nadaban peces que parecan de oro y plata; serpenteaban en l anguilas purpreas, que a cada movimiento lanzaban chispas azules, y las anchas hojas de los nenfares (rboles) reflejaban todos los tonos del arcoris, mientras la flor era una autntica llama ardiente, de un rojo amarillento, alimentada por el agua, como la lmpara por el aceite. Un slido puente de mrmol, bellamente cincelado, cual si fuese hecho de encajes y perlas de cristal, conduca, por encima del ro, a la isla de la Bienaventuranza, donde se hallaba el jardn del Paraso.

El viento cogi al prncipe en brazos y lo transport al otro lado del puente. All las flores y hojas cantaban las ms bellas canciones de su infancia, pero mucho ms melodiosamente de lo que puede hacerlo la voz humana.

Y aquellos rboles, eran palmeras o gigantescas plantas acuticas? Nunca haba visto el prncipe rboles tan altos y vigorosos; en largas guirnaldas pendan maravillosas enredaderas, tales como slo se ven figuradas en colores y oro en las mrgenes de los antiguos devocionarios, o entrelazadas en sus iniciales. Formaban las ms raras combinaciones de aves, flores y arabescos (dibujo de adorno). Muy cerca, en la hierba, se paseaba una bandada de pavos reales, con las fulgurantes colas desplegadas. Eso parecan... pero al tocarlos se dio cuenta el prncipe de que no eran animales, sino plantas; eran grandes lampazos, que brillaban como la esplendoroso cola del pavo real. El len y el tigre saltaban como giles gatos por entre los verdes setos, cuyo aroma semejaba el de las flores del olivo, y tanto el len como el tigre eran mansos; la paloma torcaz reluca como hermossima perla, acariciando con las alas la melena del len, y el antlope, siempre tan esquivo, se estaba quieto agitando la cabeza, como deseoso de participar tambin en el juego.

LA ABEJA HARAGANAHaba una vez en una colmena una abeja que no quera trabajar, es decir, recorra los rboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.

Era, pues, una abeja haragana. Todas las maanas apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, vea que haca buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba, entonces, a volar, muy contenta del lindo da. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volva a salir, y as se lo pasaba todo el da mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recin nacidas.

Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que estn de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido todos los pelos al rozar contra la puerta de la colmena.

Un da, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, dicindole:

Compaera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.

La abejita contest: Yo ando todo el da volando, y me canso mucho.

No es cuestin de que te canses mucho respondieron, sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos.

Y diciendo as la dejaron pasar.

Pero la abeja haragana no se correga. De modo que a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le dijeron:

Hay que trabajar, hermana.

Y ella respondi en seguida:

Uno de estos das lo voy a hacer!

No es cuestin de que lo hagas uno de estos das le respondieron, sino maana mismo. Acurdate de esto. Y la dejaron pasar.

Al anochecer siguiente se repiti la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la abejita exclam:

Si, s, hermanas! Ya me acuerdo de lo que he prometido!

No es cuestin de que te acuerdes de lo prometido le respondieron, sino de que trabajes. Hoy es veintiuno de abril. Pues bien: trata de que maana veintids, hayas trado una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa.

Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.

Pero el veintids de abril pas en vano como todos los dems. Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y comenz a soplar un viento fro.

La abejita haragana vol apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estara all adentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron.

No se entra! le dijeron framente.

Yo quiero entrar! clam la abejita. sta es mi colmena.

Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras le contestaron las otras. No hay entrada para las haraganas.

Maana sin falta voy a trabajar! insisti la abejita.

No hay maana para las que no trabajan respondieron las abejas, que saben mucha filosofa.

Y diciendo esto la empujaron afuera.

La abejita, sin saber qu hacer, vol un rato an; pero ya la noche caa y se vea apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cay al suelo. Tena el cuerpo entumecido por el aire fro, y no poda volar ms.

Arrastrndose, entonces, por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le parecan montaas, lleg a la puerta de la colmena, a tiempo que comenzaban a caer fras gotas de lluvia.

Ay, mi Dios! clam la desamparada. Va a llover, y me voy a morir de fro. Intent entrar en la colmena.

Pero de nuevo le cerraron el paso.

Perdn! gimi la abeja. Djenme entrar!

Ya es tarde le respondieron.

Por favor, hermanas! Tengo sueo!

Es ms tarde an.

Compaeras, por piedad! Tengo fro!

Imposible.

Por ltima vez! Me voy a morir! Entonces, le dijeron:

No, no morirs. Aprenders en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo. Vete. Y la echaron.

Entonces, temblando de fro, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastr, se arrastr hasta que de pronto rod por un agujero; cay rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna.

Crey que no iba a concluir nunca de bajar. AI fin lleg al fondo, y se hall bruscamente ante una vbora, una culebra verde de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella.

En verdad, aquella caverna era el hueco de un rbol que haban trasplantado hacia tiempo, y que la culebra haba elegido de guarida.

Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por eso la abejita, al encontrarse ante su enemiga, murmur cerrando los ojos:

Adis mi vida! sta es la ltima hora que yo veo la luz.

Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la devor sino que le dijo: qu tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aqu a estas horas.

Es cierto murmur la abeja. No trabajo, y yo tengo la culpa.

Siendo as agreg la culebra, burlona, voy a quitar del mundo a un mal bicho como t. Te voy a comer, abeja.

La abeja, temblando, exclam, entonces: No es justo eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es ms fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.

Ah, ah! exclam la culebra, enroscndose ligero. T crees que los hombres que les quitan la miel a ustedes son ms justos, grandsima tonta?

No, no es por eso que nos quitan la miel respondi la abeja.

Y por qu, entonces?

Porque son ms inteligentes.

As dijo la abejita. Pero la culebra se ech a rer, exclamando:

Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer, aprntate.

Y se ech atrs, para lanzarse sobre la abeja. Pero sta exclam:

Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.

Yo menos inteligente que t, mocosa? -se ri la culebra.

As es afirm la abeja.

Pues bien dijo la culebra, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga la prueba ms rara, sa gana. Si gano yo, te como.

Y si gano yo? pregunt la abejita.

Si ganas t repuso su enemiga, tienes el derecho de pasar la noche aqu, hasta que sea de da. Te conviene?

Aceptado contest la abeja.

La culebra se ech a rer de nuevo, porque se le haba ocurrido una cosa que jams podra hacer una abeja. Y he aqu lo que hizo:

Sali un instante, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvi trayendo una cpsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena y que le daba sombra.

Los muchachos hacen bailar como trompos esas cpsulas, y les llaman trompitos de eucalipto.

Esto es lo que voy a hacer dijo la culebra. Fjate bien, atencin!

Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un pioln la desenvolvi a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito qued bailando y zumbando como un loco.

La culebra se rea, y con mucha razn, porque jams una abeja ha hecho ni podr hacer bailar a un trompito. Pero cuando el trompito, que se haba quedado dormido zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cay por fin al suelo, la abeja dijo:

Esa prueba es muy linda, y yo nunca podr hacer eso.

Entonces, te como exclam la culebra.

Un momento! Yo no puedo hacer eso: pero hago una cosa que nadie hace.

Qu es eso?

Desaparecer.

Cmo? exclam la culebra, dando un salto de sorpresa. Desaparecer sin salir de aqu?

Sin salir de aqu.

Y sin esconderte en la tierra?

Sin esconderme en la tierra.

Pues bien, hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida dijo la culebra.

El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja haba tenido tiempo de examinar la caverna y haba visto una plantita que creca all. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamao de una moneda de un quetzal.

La abeja se arrim a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo as:

Ahora me toca a mi, seora culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando diga "tres", bsqueme por todas partes, ya no estar ms!

Y as pas, en efecto. La culebra dijo rpidamente: "Uno..., dos..., tres", y se volvi y abri la boca cuan grande era, de sorpresa: all no haba nadie. Mir arriba, abajo, a todos lados, recorri los rincones, la plantita, tante todo con la lengua. Intil: la abeja haba desaparecido.

La culebra comprendi, entonces, que si su prueba del trompito era muy buena, la prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. Qu se haba hecho?, dnde estaba?

No haba modo de hallarla.

Bueno! exclam por fin. Me doy por vencida. Dnde ests?

Una voz que apenas se oa la voz de la abejita sali del medio de la cueva.

No me vas a hacer nada? dijo la voz. Puedo contar con tu juramento?

S respondi la culebra. Te lo juro. Dnde ests?

Aqu respondi la abejita, apareciendo sbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita.

Qu haba pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestin era una sensitiva, y que tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al menor contacto. De aqu que al contacto de la abeja, las hojas se cerraran, ocultando completamente al insecto.

La inteligencia de la culebra no haba alcanzado nunca a darse cuenta de este fenmeno; pero la abeja lo haba observado, y se aprovechaba de l para salvar su vida.

La culebra no dijo nada, pero qued muy irritada con su derrota, tanto que la abeja pas toda la noche recordando a su enemiga la promesa que haba hecho de respetarla.

Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared ms alta de la caverna, porque la tormenta se haba desencadenado, y el agua entraba como un ro adentro.

Haca mucho fro, adems, y adentro reinaba la oscuridad ms completa. De cuando en cuando la culebra senta impulsos de lanzarse sobre la abeja, y sta crea, entonces, llegado el trmino de su vida.

Nunca, jams, crey la abejita que una noche podra ser tan fra, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y lloraba, entonces, en silencio.

Cuando lleg el da, y sali el sol, porque el tiempo se haba compuesto, la abejita vol y llor otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volva no era la paseandera haragana, sino una abeja que haba hecho en slo una noche un duro aprendizaje de la vida.

As fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogi tanto polen ni fabric tanta miel. Y cuando el otoo lleg, y lleg tambin el trmino de sus das, tuvo an tiempo de dar una ltima leccin antes de morir a las jvenes abejas que la rodeaban:

No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo us una sola vez de mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habra necesitado de ese esfuerzo, s hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto volando de aqu para all, como trabajando. Lo que me faltaba era la nocin del deber, que adquir aquella noche. Trabajen, compaeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos la felicidad de todos es muy superior a la fatiga de cada uno. A esto los hombres llaman ideal, y tienen razn. No hay otra filosofa en la vida de un hombre y de una abeja.