El informe muller antonio manzanera

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En plena guerra fría, el MI6 convocade urgencia al historiador HughTrevor-Roper para que, junto aOughton, un enigmático agente de laCIA, investigue la muerte de HeinrichMüller, un agente doble y exgeneralde la SS. La tensión entre ambasagencias es máxima, y, más querevelar la identidad del asesino,tanto a la CIA como al MI6 lesinteresa más saber cuál de las dosorganizaciones está máscontaminada por agentes dobles ytopos.

Pero las investigaciones revelan algo

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más: Müller era la única personacapaz de revelar la verdad sobre lamuerte del jerarca nazi. Y, alparecer, no se llevó su secreto a latumba. En algún lugar ha dejado uninforme que arroja luz sobre uno delos misterios más acuciantes delsiglo, además de dejar aldescubierto las enmarañadastramas de contraespionaje entre losservicios secretos.

Basada en hechos reales yrespaldada por una impresionantedocumentación, El informe Müller esel impactante debut en la ficción deAntonio Manzanera, una novela

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sobre una de las grandes mentirasde la historia reciente.

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Antonio Manzanera

El informe Müller

ePub r1.0x3l3n1o 19.09.14

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Antonio Manzanera, 2013

Editor digital: x3l3n1oePub base r1.1

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A Olga, la primera víctimade la trama mortal de Heinrich

Müller.

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Relación deabreviaturas

AbwehrServicio de inteligencia alemándurante la Segunda Guerra Mundial,dirigido por el almirante WilhelmCanaris. El Abwehr dependía delEjército y fue desarticulado porHitler en febrero de 1944. Susfunciones fueron después asumidaspor el RSHA.

CIA

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Central Intelligence Agency.Servicio de inteligencia de losEstados Unidos. Constituido en 1947a partir de la OSS.

GestapoGeheime Staatspolizei. Policíasecreta del Tercer Reich alemán.Dependiente del RSHA, fue dirigidapor Heinrich Müller desdeseptiembre de 1939.KGBKomitet GosudarstvennoyBezopasnosti. Agencia de seguridadnacional soviética. Fue creada en1954 a partir del NKVD y otras

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agencias.MI5Military Intelligence, Section 5.Servicio de inteligencia del ReinoUnido, dedicado a la seguridadinterior del país. Constituido en1909, depende del Ministerio delInterior.MI6Secret Intelligence Service (SIS).Conocido también como MI6.Servicio de inteligencia exterior delReino Unido, responsable delespionaje en el extranjero.NKVD

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Národni Komissariat Vnútrennij Del.Policía pública y secreta de la URSS

desde 1934 hasta 1954, cuando seintegró en el nuevo KGB.

OSSOffice of Strategic Services (Oficinade Servicios Estratégicos). Agenciade inteligencia estadounidense,precursora de la CIA. Creada enjunio de 1942 para coordinar elespionaje detrás de las líneasenemigas durante la Segunda GuerraMundial.RSHAReichssicherheitshauptamt. Servicio

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de seguridad de Alemania, creado en1939. Organización subordinada alas SS y dirigida en primer lugar porReinhard Heydrich y, tras la muertede éste, por Ernst Kaltenbrunner.Dentro del RSHA se encontraba lapolicía secreta o Gestapo.

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PRIMERA PARTE

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«El brazode laGestapoalcanza tanlejos y estan eficazque yasólo estoyseguro deestar asolascuando meencuentroacostadoen micama»

BENITOMUSSOLINI

Citado en

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Losúltimostestigos

de Hitler,de

MichaelMusmanno

Miércoles, 12 de octubre de1955. Mañana

Cuando aquel día alguien llamó a supuerta a las siete de la mañana, HughRedwald Trevor-Roper no podíaimaginar que unas horas después se

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encontraría en un avión rumbo a laRepública Federal de Alemania parainvestigar el asesinato de un hombre quellevaba diez años desaparecido.

Trevor-Roper era profesor dehistoria en la Universidad de Oxford,tenía cuarenta y un años y su vidatranscurría por entonces tranquila yplacentera entre los libros de historia ylas aulas. Su aspecto delatabaclaramente la profesión que ejercía:detrás de sus gafas de concha negrapodían verse unos ojos redondos,hundidos y miopes de lector voraz; y suscabellos, algo ya encanecidos, estabanpeinados con la raya a un lado. En

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marzo de 1947 había publicado unensayo que le había otorgado fama yprestigio mundial: Los últimos días deHitler. Trevor-Roper había escrito sulibro empleando los datos recopiladosen el curso de la investigación sobre lamuerte de Hitler que el servicio secretointerior británico, el MI5, le habíaencargado una vez finalizada la SegundaGuerra Mundial, en septiembre de 1945.

Aún medio adormilado, elhistoriador bajó las escaleras para abrirla puerta. Allí encontró precisamente alresponsable del MI5 que diez años antesle había encomendado la misión deesclarecer la muerte de Adolf Hitler.

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—¿Dick? ¿Dick White?—Hola, Hugh. Perdona que me

presente a estas horas sin avisar. Setrata de un asunto sumamente urgente. Sino te importa, mis guardaespaldasesperarán en tu jardín.

—Sí, claro. Adelante. Estaba apunto de sonar el despertador.

Los dos hombres pasaron al salón.Dick White rondaba los cincuenta años,pero a pesar de ello conservaba unafigura fina y atlética propia de quien hacuidado su cuerpo desde joven. Llevabael pelo muy corto y lucía un bigote sutily rectilíneo que se había puesto de modaentre la alta sociedad británica.

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—¿Quieres un café, Dick?—No, gracias. Preferiría que te

vistieses. Tu avión para Alemania saleen menos de dos horas, y no sé quétráfico encontraremos de camino aHeathrow.

—¿Mi avión para Alemania?—Estamos en un buen aprieto, Hugh.

He venido a pedirte que dejes tus clasesdurante un tiempo. En el coche te pondréal corriente de todo.

—¿Y la maleta?—No hay tiempo. En la embajada de

Bonn te proporcionarán lo que necesites.Trevor-Roper aceptó con

resignación aquella alteración de su

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rutina diaria y se dirigió a su habitaciónpara arreglarse. Bajo la ducha intentórecordar las circunstancias en las quehabía conocido a Dick White en 1945.La Segunda Guerra Mundial acababa determinar en Europa, y la Unión Soviéticahabía ocupado Berlín. Era el dos demayo de 1945 y el dictador soviético,Iósif Stalin, se había propuestoencontrar a Adolf Hitler vivo o muerto.Y para ello envió a la capital del Reicha los mejores agentes de su serviciosecreto.

Los prisioneros alemanes capturadospor los rusos les dijeron que el Führerhabía permanecido en su búnker de la

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Cancillería de Berlín hasta el últimomomento, cuando se suicidó de undisparo. Pero las semanas transcurrierony los soviéticos no fueron capaces deexhibir su cadáver. A finales de mayo,algo extraño ocurrió: Stalin modificó sudiscurso y empezó a decir que Hitlerhabía escapado con vida de Berlín.Alegó en defensa de aquella tesis quesus soldados habían encontrado en laCancillería una maleta del ministroJoseph Goebbels con planes detalladospara la evacuación de Hitler de lacapital del Reich una vez que la ciudadhubiese sido sitiada.

Los aliados occidentales recibieron

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con escepticismo aquella teoría, yconcluyeron que aquel cambio de actituddel dictador soviético respondía a unaestrategia política rusa para justificar lapresencia de sus tropas en los países deleste de Europa que habían rescatado delyugo nazi. Así, la posible irrupción deun movimiento neonazi dirigido porHitler servía a Moscú para explicar suocupación de tales países. En otraspalabras, un Hitler vivo resultaba másútil a la Unión Soviética que un Hitlermuerto.

Pero Stalin fue más allá, y pocodespués la URSS acusó a los ingleses deproteger en su zona al Führer. El primer

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ministro británico Clement Attlee, hartode las maniobras soviéticas, ordenó alMI5 descubrir de una vez por todas quéhabía sucedido con Hitler.

Dick White era por entoncesresponsable de la oficina de inteligenciade la zona británica de ocupación, yencomendó a un joven oficial de treintay un años la tarea de investigar yesclarecer la muerte de Adolf Hitler.Aquel oficial era Hugh Trevor-Roper,que se dispuso a localizar e interrogar alos supervivientes del búnker que seencontraban en zona británica yestadounidense. Los soviéticos senegaron a colaborar en todo momento en

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la investigación del MI5 y no facilitaronacceso a sus prisioneros. Lainvestigación se dio por terminada eluno de noviembre de 1945, cuando elinforme de Trevor-Roper fue presentadoal comité de inteligencia cuatripartito enBerlín. La conclusión del trabajo fue queHitler se había suicidado de un disparoen la boca a las tres y media de la tardedel treinta de abril en el búnker de laCancillería. Meses después, ya de vueltaen Inglaterra, Trevor-Roper recopilótoda aquella información y publicó Losúltimos días de Hitler.

El historiador de Oxford, ya vestido,se ajustó los gemelos y pasó al salón de

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su casa. Dick White lo esperabafumando un cigarrillo sentado en el sofá.

—¿Estás listo? No olvides elpasaporte.

Los dos hombres salieron al jardín,y los guardaespaldas de White loscondujeron a un vehículo oficial, dondese acomodaron en el asiento posterior.Una vez dentro, White tomó la palabra:

—Voy a contarte lo que sé, Hugh. Elresto lo conocerás en Bonn. Desdeluego, todo lo que hablemos de ahora enadelante será altamente confidencial.

—Por supuesto.El coche emprendió la marcha. Dick

White se retrepó en el asiento para

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poder cruzar las piernas con comodidad.Sacó otro cigarrillo de la pitillera,ofreció uno al historiador, quien prefiriósu pipa, y lo encendió.

—Vivimos momentos muycomplicados, Hugh. La relación con losestadounidenses está muy deteriorada.Con sus servicios secretos, quiero decir,con la CIA. Políticamente, comosiempre, entre los dos países hay muchasintonía. Sin embargo, los servicios deinteligencia de ambos paísesprácticamente hemos roto relaciones.

La historia que Dick White relató aTrevor-Roper se situaba en el mismomomento en que éste había terminado su

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investigación sobre los últimos días deHitler y, por fin, había sidodesmovilizado. Por aquel entonces, endiciembre de 1945, los angloamericanosasumieron que después de la derrotanazi la URSS no iba a ser un país amigo,sino un adversario. La Guerra Fría habíacomenzado, y los Estados Unidos y susaliados occidentales hicieron frente a unproblema crucial: sus servicios secretosno estaban preparados para operar enterritorio soviético. Durante la guerralos esfuerzos de inteligencia británicos yamericanos se centraron en la Alemanianazi y sus aliados del Eje, Italia y Japón.Ahora, recién derrotados estos países,

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surgía la necesidad de obtenerinformación política, económica ymilitar del bloque soviético y,sencillamente, no se sabía por dóndeempezar.

—El problema no era ya la UniónSoviética en sí —explicó White—. ¿Quéme dices de Polonia, Hungría, Rumanía,Yugoslavia? Eran países más próximosa nuestras fronteras que la propia URSS yque habían caído en poder de Stalin. Escierto que teníamos algunos refugiadosprocedentes de Europa del Este, pero lainformación que nos proporcionabanera, en el mejor de los casos,contradictoria.

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La situación resultaba muyfrustrante. Crear un servicio secreto enzona soviética costaría no sólo cientosde millones de dólares, sino tambiénmuchos meses. Y, precisamente, tiempoera lo que menos tenían losangloamericanos. Cada día que pasabael riesgo era mayor, la amenaza mássevera. El reloj corría y nadie enInglaterra o los Estados Unidos dabacon la solución al problema.

Hasta que un buen día, alguien tuvola gran idea.

—En realidad —continuó White—,la solución estaba ahí, delante denuestras narices durante todo el tiempo.

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Pero no la vimos, o no la queríamos ver.El caso es que sí había alguien que teníalo que nosotros necesitábamos:inteligencia sobre el bloque soviético.

—¿Quién?—Los nazis.Efectivamente, en mitad del

desasosiego, alguien en los EstadosUnidos se dio cuenta de que losalemanes sí habían creado redes deinformación en las naciones de Europadel Este y la URSS. Y, lo que era aúnmejor, esos alemanes estaban ahoraencantados de ponerlas a disposición delos americanos y los ingleses. Elproblema era que aquéllos no eran unos

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alemanes cualesquiera: eran nazis,miembros de las SS y de la Gestapo, lapolicía política de Hitler.

—El Tercer Reich no tenía una, sinodos redes de espionaje —explicó el jefedel MI5—. La primera, el Abwehr,dependía del Ejército y estaba dirigidapor el almirante Canaris. El Abwehr erafiel a Alemania, pero no a Hitler. Setrataba de una organización integrada enel ejército y, a lo largo de la guerra,Hitler llegó a desconfiar profundamentede sus fuerzas armadas. Y no le faltabarazón para dudar del ejército pues, comosabes, fue el propio ejército el queatentó contra su vida en el complot de

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julio de 1944. Por eso Hitler ordenó alRSHA, el servicio de seguridad de lasSS, que creara una red paralela deespías en el extranjero. Esta red seintegró en la Gestapo, la policía secretaalemana. Hacia el final de la guerra dejóde haber dos servicios secretos, pues elAbwehr fue disuelto por Hitler, y susmiembros integrados en la organizacióndel RSHA.

—Y fueron los agentes de esa red delas SS los que se ofrecieron a losamericanos para trabajar contra lossoviéticos.

—Exacto.Sin embargo, en un principio, los

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estadounidenses se mostraron reacios atal idea. En la conferencia de Teherán, afinales de 1943, las potencias aliadasdecidieron que los criminales de guerranazis debían ser perseguidos y llevadosa juicio para responder por sus actos.Así pues, ¿cómo aceptar la ayuda de losantiguos miembros de los serviciossecretos nazis para espiar a la URSS y, ala vez, condenarlos por crímenes deguerra? Los americanos encontraron muypronto una solución al dilema connombre y apellido: Reinhard Gehlen.

Durante la guerra, el general Gehlenfue responsable del servicio deinteligencia alemán del Frente del Este.

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En pocas palabras, su trabajo consistíaen recopilar información acerca delejército soviético. Teóricamente, Gehlenno era nazi, no pertenecía a las SS sino ala Wehrmacht, el ejército regularalemán. En abril de 1945 fue apartadode su cargo, acusado de derrotista.Cuando terminó la guerra Gehlen seencontraba en Baviera, en el sur deAlemania. Después de enterrar en unlugar recóndito sus archivos secretoscon información sobre los soviéticos, elveintidós de mayo de 1945 se entregó alos americanos. En aquella época la CIAno existía todavía. En su lugar se habíacreado la OSS (Office of Strategic

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Services). Gehlen ofreció un trato a laOSS: entregaría sus archivos sobre laURSS a cambio de su libertad y la de losmiembros de su grupo.

L a OSS aceptó encantada. Despuésde todo, Gehlen no era nazi, ni miembrode las SS, ni de la Gestapo. Era sólo unmilitar alemán que había vestido suuniforme y luchado por su país. De esamanera los americanos resolvieron elconflicto de conciencia que les impedíatrabajar con los alemanes.

La OSS cumplió su parte, y no sóloeliminó el nombre de Gehlen y el de suscompañeros de la lista de prisioneros deguerra, sino que se los llevó a todos a

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los Estados Unidos para trabajar en lacreación de un servicio de inteligenciaen los países soviéticos. A mediados de1946, Gehlen ya estaba de vuelta enAlemania y, con dinero norteamericano,creó la Organización Gehlen, una red deespías en países del bloque soviéticoformada por sus antiguos colaboradoresy que se encontraba bajo la supervisióndirecta de la OSS.

—¿Y no había ningún nazi en esared? —preguntó Trevor-Roper.

—Bueno —White hizo un gesto decontrariedad ladeando ligeramente lacabeza—, al principio el general Gehlenfue bastante cauto y aceptó en la

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Organización únicamente a agentes conun historial menos… radical. Pero conel tiempo las exigencias del servicioaumentaron y se abrió la puerta a todotipo de nazis que tuviesen algo queaportar.

En el año 1947, continuó White, seconstituyó la CIA a partir de la antiguaOSS y para entonces la OrganizaciónGehlen tenía entre sus filas a cientos deagentes diseminados por toda Europadel Este y la URSS. El Reino Unido, sibien nunca vio con buenos ojos aquellared de espías nazis amigos, ya habíapuesto a su servicio de seguridadexterior, el MI6, a colaborar con la

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Organización en sus operaciones. Adiferencia del MI5, que se ocupaba de laseguridad interior, el MI6 teníaencomendada la realización deoperaciones fuera de las fronteras delReino Unido.

La Organización Gehlen conociómomentos de esplendor a finales de loscuarenta, pero entre 1952 y 1954 susmisiones más importantes en Albania yen Polonia acabaron en sonorosfracasos. Los agentes según aterrizabanen esos países eran detenidos y llevadosa cárceles comunistas.

—Estos descalabros originaronserios conflictos entre la CIA, el MI6 y

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la Organización Gehlen —explicó White—. Nuestro MI6 afirmaba que losfracasos se debían a que una buena partede los agentes de la Organización eran«dobles», es decir, en realidadtrabajaban para los rusos. Gehlen sedefendía diciendo que sólo fracasabanlas operaciones en las que intervenía elMI6, lo cual demostraba que el queestaba infiltrado por los soviéticos erael servicio secreto británico.

—¿Cómo has dicho? ¿Nuestroservicio secreto infiltrado? —preguntóincrédulo Trevor-Roper—. ¿Y losestadounidenses qué dijeron?

—Los americanos dieron la razón a

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Gehlen.El historiador se volvió hacia Dick

White:—No doy crédito —dijo—. ¿Me

estás diciendo que éramos nosotros losque arruinábamos las operaciones?

—Eso no lo sé. Lo que sí sé es queen estos años el MI6 ha cometidoalgunos errores que nos han llevado a lasituación que vivimos ahora.

White explicó que ya durante laSegunda Guerra Mundial los serviciosde inteligencia británico yestadounidense pusieron en marcha unproyecto para interceptar y descifrarmensajes en clave de la URSS. El

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esfuerzo realizado por todos losparticipantes en aquella misión fueinmenso y se tardó mucho tiempo enconseguir que el espionaje empezase adar sus frutos. Ya terminada la guerra,en 1949, el sistema de escuchas seguíaen marcha, pero el FBI detectó que untopo estaba informando a la UniónSoviética de las actividades de losangloamericanos.

L a CIA investigó el origen de lasfiltraciones a Moscú, y poco despuésllegó a la conclusión de que éstas habíanprocedido de la embajada del ReinoUnido en Washington. Los serviciossecretos estadounidenses pusieron bajo

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vigilancia a todo el personal británico y,cuando el cerco sobre los culpables seestrechaba, dos agentes inglesesllamados Donald Maclean y GuyBurgess se subieron a un avión yhuyeron a la Unión Soviética.

Indignados, los estadounidensesexigieron al MI6 que depurara suorganización. En particular, la CIAsostenía que aparte de Maclean yBurgess había un tercer hombre del MI6que seguía informando a la URSS, y sussospechas recaían en un agente británicollamado Kim Philby.

—A Philby lo conocí yo durante laguerra —intervino Trevor-Roper—. No

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me parece que sea un agente soviético.—Ninguno lo parece, Hugh.El Reino Unido contestó a la CIA que

el affaire de Maclean y Burgess era uncaso aislado y que el MI6 no estabainfiltrado por agentes soviéticos. Losnorteamericanos, fuera de sí, advirtierona los británicos que si no retiraban aKim Philby de los Estados Unidosserían ellos mismos los que tomasenotras medidas más drásticas. El MI6transigió, y Philby fue enviado aLondres discretamente. Sin embargo, elservicio secreto británico se mantuvo ensus trece de no emprenderinvestigaciones internas exhaustivas,

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pues insistía en que no estaba infiltrado.—Aquello, como era de esperar, no

satisfizo a la CIA —añadió Dick Whitemientras daba una profunda calada a sucigarrillo—. Fue entonces cuandoalguien en los Estados Unidos dijo queel servicio secreto más infiltrado delmundo era el MI6, y Allen Dulles, eldirector de la CIA, tomó enconsideración las advertencias deGehlen sobre el MI6 y lo dejó fuera dealgunas operaciones.

Esta decisión de la CIA predispusoaún más al Reino Unido contra laOrganización Gehlen. En marzo de 1952hubo una filtración al diario inglés Daily

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Express, que sacó a la luz pública laOrganización Gehlen describiéndolacomo un nido de nazis. La publicaciónde esta noticia generó una gran alarmaentre la opinión pública inglesa, que seposicionó mayoritariamente contra eltrabajo de los servicios secretosoccidentales.

La CIA, encolerizada, acusó al ReinoUnido de hacer el juego a los soviéticosatacando a la Organización Gehlen yboicoteando la ayuda que los alemanesestaban prestando a Occidente contra laURSS. De hecho, cuando salió la noticiaen el Daily Express la prensa soviéticalanzó una campaña propagandística de

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desprestigio de las democraciasoccidentales, acusándolas de emplearantiguos asesinos nazis en tareas deterrorismo en su país.

—Supongo, Dick, que losestadounidenses nos reprochaban haberpuesto a su propia opinión pública encontra de la CIA.

—Más que eso —confesó el directordel MI5—. Lo que más nos echaban encara es que nosotros también estábamosusando a escondidas a antiguos nazis.

Las relaciones entre la CIA y el MI6se agravaron aún más cuando losamericanos descubrieron el trato que elGobierno británico había dado a Horst

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Kopkow. Kopkow era un oficial de lasSS que desde su despacho de Berlínordenó asesinar a cientos deparacaidistas y agentes secretos aliados.Detenido por la policía militar británicaa finales de mayo de 1945, HorstKopkow fue empleado por el ReinoUnido durante varios años para conocerlos sistemas de detección de espionajesoviético. El problema era que Kopkowestaba incluido en la lista de criminalesde guerra, y los ingleses, en lugar deentregarlo a la justicia, anunciaron quehabía muerto y solicitaron que seeliminase su nombre de la lista. Pocodespués, Kopkow fue liberado en la

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zona británica de la República Federalde Alemania con una nueva identidad.

—Cuando la CIA descubrió el tratoque hicimos con Horst Kopkow nospuso de vuelta y media, como te podrásimaginar —concluyó White.

—Entiendo, Dick. Y me hago cargodel problema. Pero lo que aún no sé esqué hago yo camino del aeropuerto deHeathrow.

—A eso voy. El caso es que cuandomás tensa estaba la cuerda entre la CIA yel MI6 ha ocurrido algo que ninguno denosotros podía imaginar, y ahí entras tú.—White hizo una pausa antes decontinuar—: ¿Recuerdas a Heinrich

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Müller?—¿Heinrich Müller? ¿El director de

la Gestapo? Fue uno de los mayorescriminales de guerra nazis.

—Efectivamente.—Claro que lo recuerdo. Estuvo en

el búnker de la Cancillería de Berlínhasta el mismo día que se suicidó Hitler.Luego se desvaneció en el aire,simplemente desapareció sin dejarrastro. Müller y Martin Bormann, elsecretario de Hitler, son los dos únicosdirigentes nazis que estuvieron en elbúnker del Führer de los que no se sabesi están vivos o muertos.

—Bueno, pues en el caso de Müller

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ya lo sabemos: fue detenido anteayer enBonn por el MI6.

El rostro de Trevor-Roper esbozóuna mueca de sorpresa.

—¿Müller detenido? Yo lo daba pormuerto —dijo el historiador.

—¿Por qué?—Por simple sentido común. Un

criminal del tamaño de Müller no puedeestar oculto durante mucho tiempo.Antes o después alguien lo terminadelatando. Por dinero, por venganza…,por cualquier razón.

—Pues ni había muerto, ni lo handelatado. Se entregó él solito.

Trevor-Roper reflexionó unos

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instantes mientras Dick White apagabael cigarrillo en el cenicero de laportezuela. El coche entraba en aquelmomento en la terminal de salidasinternacionales del aeropuerto deHeathrow.

—Bien —dijo el historiador—, nodeja de ser una buena noticia. Puede queMüller sea capaz de explicarnos quésucedió justo después del suicidio deHitler. Como sabes, nunca heconseguido entrevistar a ningún testigodirecto de…

—No sigas, Hugh. No vas a poderhablar con él. Lo detuvimos hace dosdías, pero murió asesinado ayer. —

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White sacó otro cigarrillo, lo encendió ypor detrás de su humo azulado siguióhablando—: Y eso es todo lo que sé.Hace unas horas, en mitad de la noche,recibí una llamada del director del MI6,John Sinclair, contándome lo de Müllery pidiéndome tres cosas: que telocalizara, que te entregara ladocumentación que pusiste a disposicióndel MI5 cuando terminaste tuinvestigación sobre la muerte de Hitleren 1945 y que te metiera en un avión condestino a Bonn.

El vehículo se detuvo. Los doshombres bajaron y White recibió de susguardaespaldas dos voluminosas

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carpetas repletas de papeles y un libro.El director del MI5 entregó todo aTrevor-Roper.

—Aquí tienes —dijo White—, lospapeles de trabajo con losinterrogatorios e informes queelaboraste en 1945. Y un ejemplar de tulibro por si lo necesitas. El responsabledel MI6, John Sinclair, te proporcionarámás tarde todos los detalles de tumisión.

—¿Sinclair está ya en Bonn?—Si no ha llegado ya, estará a punto

de hacerlo.Dick White extrajo un sobre del

bolsillo interior de su chaqueta y se lo

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entregó al historiador. Dentro había unbillete de avión a su nombre. Sólo deida.

Trevor-Roper se despidió deldirector del MI5 y se dirigió almostrador de facturación. Poco despuésse encontraba sentado en la fila siete deun Douglas DC-3 de British EuropeanAirways camino de la RepúblicaFederal de Alemania.

El profesor de Oxford miró por laventanilla mientras sobrevolaba el canalde la Mancha. Diez años después, conuna premura inusitada, el serviciosecreto británico volvía a precisar desus servicios. La curiosidad sobre el

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objeto de su misión le hacía divagaracerca de lo que había ocurrido enAlemania durante esos últimos días.¿Por qué lo llamaban a él? ¿Quérelación había entre su trabajo de 1945 yla muerte de Heinrich Müller? ¿Y entreMüller, el MI6 y la CIA?

Finalmente, incapaz de llegar a unaconclusión, optó por retomar la lecturade su libro y revivir los últimos días deHitler en el búnker de la Cancillería deBerlín.

* * *

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El capítulo final de la vida de AdolfHitler empezó a escribirse el veinte deabril de 1945. Ese día el Führer cumplíacincuenta y seis años y, a diferencia deotras ocasiones, en Berlín no seorganizaron festejos ni desfiles en suhonor. La guerra estaba perdida para lasfuerzas alemanas, y los soviéticos seencontraban a pocos kilómetros de lacapital del Reich. En cuestión de días elEjército Rojo conseguiría cercar laciudad. Berlín era por entonces unsombrío bosque de ruinas. Desde hacíamuchos meses los bombardeos aliadosla habían convertido en un amasijo dehierros y escombros.

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El propio Hitler no era ni la sombrade lo que había sido años antes. Ajuzgar por los que lo vieron duranteaquellos días, puede decirse que era unaruina física y psíquica. Aparentabamucha más edad de la que tenía, eincluso en ocasiones mostraba síntomasde senilidad. Los ojos se le habíanhundido y con frecuencia se lehumedecían e inyectaban en sangre. Elpelo se le había vuelto de color gris, noconseguía mantenerse erguido y teníaproblemas para conservar el equilibrio.Le temblaban violentamente ambasmanos, en particular la izquierda, quesolía sujetarse con la derecha para

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controlarla. Algunos de sus médicossospecharon que padeciese Parkinson.

El día de su cumpleaños, el Führerrecibió la felicitación de los principalesjerarcas nazis. Entre ellos seencontraban Hermann Göring, jefe de lafuerza aérea, número dos del TercerReich y sucesor de Hitler, y tambiénHeinrich Himmler, director de las SS.Ambos eran los camaradas más antiguosy fieles de Hitler. Al terminar larecepción, los dos salieron de Berlínpara no regresar jamás.

Sin embargo, el Führer permanecióen la capital, en el búnker de laCancillería donde vivía recluido desde

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hacía varias semanas. El búnker era unrefugio subterráneo de dos plantas,excavado siete metros bajo tierra. Laplanta de arriba daba a la propiaCancillería y estaba destinadafundamentalmente a tareas de servicio.El piso de abajo era el búnker privadodel Führer, al que sólo unos pocospodían acceder. Desde ese piso inferior,donde también había una pequeñaclínica, se podía salir directamente alexterior a través de una salida deemergencia que daba al jardín, en laparte de atrás. La vida en el refugio eradura. Las bombas que continuamentecaían sobre él sacudían sus paredes,

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haciéndolo temblar y rezumar polvo ytierra. Los cortes de luz se producían demanera constante, la atmósfera estabacargada y el olor era insoportable. Unsuperviviente lo definió como «trabajaren una letrina».

Los principales personajes deldrama que se vivió en el búnker durantelos diez días siguientes fueron siemprelos mismos. Aparte de Hitler, losprotagonistas fueron Joseph Goebbels yMartin Bormann. Goebbels era elministro de Propaganda, y más tarde fuenombrado gobernador de Berlín yresponsable de su defensa. Era un nazifanático y radical, aunque su apariencia

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física endeble y su cojera, debida a unaosteomielitis sufrida en la infancia,parecían atenuar la agresividad de sucarácter. Absolutamente devoto deAdolf Hitler, Goebbels manifestó sufirme voluntad de correr la misma suerteque el Führer.

Por su parte, Martin Bormann era elsecretario de Hitler. Leal, y siemprepróximo al Führer, consiguió hacerseindispensable para su señor, hasta elpunto de monopolizar su acceso. Sóloaquellos a los que Bormann autorizabaeran admitidos a presencia del Führer.Menudo, rechoncho y de aspectoinsignificante, Bormann era temido y

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odiado a partes iguales mientras ejercíael poder en la sombra.

Aparte de esos protagonistasprincipales, el resto del reparto podríaclasificarse en tres grupos de personas:los militares, los ayudantes personalesdel Führer y las mujeres.

A raíz del atentado planeado yejecutado por muchos de sus generalesel veinte de julio de 1944, que estuvocerca de costarle la vida, Adolf Hitlerperdió la poca confianza que le quedabaen el Estado Mayor del ejército alemán.Por esa razón purgó el alto mando de lasfuerzas armadas y puso a su frente amilitares de escaso talento pero

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indudablemente leales. El mariscal decampo Wilhelm Keitel era elcomandante en jefe de las fuerzasarmadas. Hombre servil y adulador,carecía de genio militar pero tenía lavirtud de cumplir las órdenes de Hitlersin rechistar. Sus principales ayudanteseran dos, los generales Krebs yBurgdorf. El general Hans Krebs habíasido antes de la guerra agregado militarde la embajada alemana en la UniónSoviética. Era partidario de la amistadentre los dos países, hablaba ruso y sedice que un día fue abrazadoafectuosamente por el mismísimo Stalin.El general Wilhelm Burgdorf, por su

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parte, era amigo personal de Bormann, ygracias a ello ascendió pronto hastaconvertirse en un militar admitido en elcírculo estrecho del Führer.

Otro grupo de habitantes del búnkerestaba constituido por los ayudantespersonales de Hitler. Entre ellosdestacaba su criado Heinz Linge, suayudante de las SS Otto Günsche, suchófer, su piloto personal, su médicoLudwig Stumpfegger y los jefes de sucuerpo de guardaespaldas, el general delas SS Johann Rattenhuber y susubordinado, el teniente coronel de lasSS Peter Högl.

El último grupo de habitantes eran

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las mujeres. Sus secretarias, TraudlJunge y Gerda Christian, su cocineraConstanze Manziarly y su amante, EvaBraun, una chica risueña ydespreocupada por la política que llegóa Berlín cuando casi estaba sitiada porlos soviéticos para acompañar a Hitlerhasta el final.

El día después de su cumpleaños, elveintiuno de abril, Hitler ordenó unagran ofensiva contra la tenaza rusa quese cerraba sobre Berlín. Fue llamado el«ataque Steiner», pues iba a ser llevadoa cabo por el noveno ejército, al mandode un general de las SS llamado FélixSteiner. El ataque no se llegó a producir

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pues hacía tiempo que Steiner habíadejado de tener fuerzas operativas.Cuando al día siguiente, domingoveintidós de abril, se informó a Hitlerde que el ataque no se había efectuado,el Führer montó en cólera y, hundido,declaró que la guerra estaba perdida.Pero él no saldría de Berlín, no huiría alsur a dirigir desde allí el Tercer Reich.Permanecería en la capital,defendiéndola personalmente. Y siBerlín caía él se suicidaría.

Sus ayudantes y generales trataronde calmarlo y le propusieron ordenar alduodécimo ejército del general Wenckdirigirse a Berlín para rescatar la

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ciudad. El ejército de Wenck, adiferencia del de Steiner, estaba bienpertrechado. Hitler se animó, aprobó elproyecto y ordenó a Keitel ir en buscade Wenck para transmitirlepersonalmente las órdenes. En el búnkerquedaron los militares Krebs yBurgdorf.

Sin embargo, lo peor estaba aún porvenir. El veintitrés de abril se recibió enel refugio un telegrama del jefe de lafuerza aérea y sucesor de Hitler,Hermann Göring, preguntando al Führersi consideraba oportuno que él, Göring,se hiciese cargo del Gobierno del Reich.Hitler se enojó, lo destituyó en el acto y

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ordenó que fuese arrestado. Aquellatraición de Göring supuso un duro golpe;sin embargo, otro mucho peor se estabagestando cerca de la frontera danesa.Allí, el Reichsführer de las SS HeinrichHimmler se puso en contacto con losestadounidenses a través del Gobiernosueco para ofrecerles la paz enOccidente. Himmler estaba convencidode que los americanos aceptarían suofrecimiento y quedó a la espera de larespuesta aliada.

Entre tanto, la situación en Berlínera cada vez más desesperada. Seluchaba casa por casa. Los alemaneshabían movilizado incluso a ancianos y

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niños de doce años a los que estabanenviando a combatir contra el EjércitoRojo sin adiestramiento ni equipoalguno. Las SS recorrían las callesahorcando por deserción a todo aquelque, a su juicio, no había empuñado lasarmas en defensa de la ciudad. Laconsigna del ministro Goebbels era:«Resistid, en poco tiempo llegará elejército de Wenck y salvará a la ciudadde los soviéticos». Sin embargo, a pesarde todo, los rusos fueron venciendo laresistencia nazi durante el veinticuatrode abril y así, el veinticinco,consiguieron rodear completamente laciudad. El asedio de Berlín había

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empezado.La moral de los ocupantes del

búnker se encontraba por los suelos.Hitler se preguntaba cómo era posibleque Wenck tardase tanto en llegar yrepetía a todos sus colaboradores que enningún caso caería en manos de losrusos. Físicamente no podía empuñar unarma y salir a luchar, pues el riesgo deser herido y hecho prisionero eraaltísimo. Así pues, en el últimomomento, cuando los rusos estuviesen alas puertas del búnker, se suicidaría.Hitler repartió entre todos los miembrosde su círculo íntimo ampollas de cianurode potasio, un veneno muy potente que

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actúa con rapidez provocando la muertey dejando en el ambiente un olor intensoa almendras amargas.

Sin embargo, no todos en el búnkerestaban por la labor de morir por Hitlery la causa nazi. Un oficial de las SS seescabulló del búnker sin permiso con elobjeto de abandonar la ciudad tan prontocomo le fuese posible: se trataba delObergruppenführer de las SS HermannFegelein.

Fegelein era un hombre inculto yantipático cuya fortuna se labró el tresde junio de 1944 cuando se casó conGretl, la hermana de Eva Braun. A partirde ese momento fue admitido en el

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restringido círculo de íntimos de Hitler,ocupando el cargo de oficial de enlacede su superior, Heinrich Himmler. Larelevancia de Fegelein en la vida delbúnker era tan limitada que su huidapasó desapercibida durante dos días.Finalmente, el veintisiete de abril, Hitlersolicitó su presencia y fue entoncescuando se descubrió que llevaba tiempoilocalizable. En el refugio de laCancillería se respiraba continuamenteel aroma de la traición, y Hitler ordenóa su cuerpo de guardaespaldas quesaliesen a buscar a Fegelein y lotrajesen de vuelta al búnker deinmediato. Las órdenes se cumplieron y

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Fegelein fue degradado y encarcelado.El día siguiente, sábado veintiocho

de abril, fue otra jornada de alta tensión.Los ocupantes del búnker desesperabanaguardando noticias del ejército deWenck, mientras el bombardeo ruso sehacía más intenso y el Ejército Rojo seacercaba cada vez más a la Cancillería.Hitler, desquiciado, envió un telegramaal mariscal de campo Keitelpreguntándole dónde estaba Wenck ycuánto faltaba para su llegada a Berlín.

El drama se convirtió en tragedia alas nueve de la noche, cuando unfuncionario del Ministerio dePropaganda llegó al búnker con una nota

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de prensa de Reuters en la que seinformaba de algo que ni el máspesimista de los nazis podía sospechar.El funcionario que llevó la noticia,temeroso de que se culpase almensajero, entregó una copia al criadode Hitler, Heinz Linge, y se escabulló atoda prisa. El mensaje decía que elReichsführer de las SS HeinrichHimmler había ofrecido la capitulacióna los angloamericanos, pero que éstos lahabían rechazado.

Lo que siguió fue definido por losque lo presenciaron como el peor ataquede ira que Hitler sufrió nunca. Era loúltimo, la peor de las puñaladas que

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podían darle. Sus SS, el cuerpo más fiely devoto, le había abandonado. Nisiquiera podía confiar en suincondicional camarada, Himmler, quienhabía basado las SS sobre el principiode la lealtad. Hitler se convenció de queaquello era el fin. No había salidaposible para él: definitivamente sesuicidaría.

Pero antes debía evitar que lostraidores se salieran con la suya.Cuando conoció la noticia de la traiciónde Himmler se le abrieron los ojos. Yasabía por qué el ataque de Steiner habíafracasado: fue Himmler quien ordenó aSteiner no moverse. Todo aquello era un

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complot de las SS contra él, en el quetambién estaba implicado su «cuñado»Hermann Fegelein. Por eso había huido.

En realidad, todas esas sospechas deHitler eran infundadas, pues nunca huboningún complot de las SS contra su vida,ni ninguna orden a Steiner para que noatacase. No obstante, la venganza delFührer se cumpliría igualmente. Hitlerdio instrucciones al jefe de la Gestapo,Heinrich Müller, para interrogar aFegelein y después fusilarlo. Elprisionero fue llevado al búnker y lasórdenes se cumplieron.

Hitler inició entonces lospreparativos de su suicidio. Justo

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después de medianoche, ya enveintinueve de abril, Goebbels hizovenir al búnker a un funcionario paradesposar a Hitler con Eva Braun. Laceremonia duró pocos minutos y seofició en la sala de los mapas, dondeHitler celebraba las conferenciasmilitares. Los contrayentes manifestaronsu consentimiento y firmaron el acta. Acontinuación se celebró un discretoágape en el que unos pocos invitadostuvieron ocasión de felicitar a los reciéncasados.

A las dos de la madrugada Hitler seretiró a una sala adyacente para dictar asu secretaria Frau Junge su testamento

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político y su testamento personal. Elprimero de ellos se trataba de unaproclama política en la que Hitler sedeclaraba inocente del estallido de laguerra. Él no la deseaba y, de hecho, envarias ocasiones ofreció el desarme.Pero el judaísmo internacional y susfinancieros habían preferido la guerra.El testamento político terminaba con unúltimo recuerdo para sus antiguoscamaradas Hermann Göring y HeinrichHimmler. Ambos eran desposeídos detodos sus cargos y pasaban a la historianacionalsocialista como los peorestraidores. En lugar de Göring, Hitlernombraba como su sucesor al Gran

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Almirante Dönitz, un marino nazi y leal.Asimismo designaba canciller del Reicha Joseph Goebbels, un nombramientoalgo extraño, pues su mandato habría dedurar muy poco al estar él tambiénsitiado en Berlín.

En el testamento personal Hitlerlegaba sus propiedades al partido y, siéste no existía, al Estado. Lostestamentos se firmaron a las cuatro dela madrugada y después Hitler se retiróa descansar.

Mientras el Führer reponía fuerzas,Goebbels dictó a Frau Junge unapéndice al testamento político deHitler. En él expresaba su deseo de

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morir en Berlín junto al Führer, puestoque en el futuro que esperaba aAlemania los ejemplos serían másimportantes que las personas. Y élpretendía donar un ejemplo de fidelidada las generaciones venideras.

A las cinco y media de lamadrugada, el Führer se levantó paravivir sus últimas diez horas en estemundo. Empezaba así el último día de lavida de Adolf Hitler.

* * *

El tren de aterrizaje del Douglas DC-3procedente de Londres impactó

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violentamente con la pista delaeropuerto de Colonia/Bonn. Lasacudida despertó a Hugh Trevor-Roper, que se había quedadoprofundamente dormido. Era la una ymedia de la tarde. El cielo estabacubierto y, cuando se abrió lacompuerta, un viento helado golpeó elrostro del profesor de Oxford. Desde loalto de la escalerilla Trevor-Roper pudover un coche Opel Olympia Rekord decolor negro. Frente a él, a un par demetros, le esperaba un oficial británicode uniforme. Cuando Trevor-Roperllegó a su altura comprobó que setrataba de un teniente. Era alto, muy

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delgado, con mejillas coloradas yásperas que despedían un fuerte olor aloción de afeitado.

El historiador se identificó y fueinvitado a pasar a la parte trasera delvehículo. Allí dejó junto a él su abrigo,su sombrero, el libro y las dos carpetasque le había entregado Dick White. Elteniente se puso al volante y arrancó elmotor.

—Nos dirigimos a la embajada delReino Unido —dijo mirando a supasajero por el espejo retrovisor—.Estamos a unos veinte kilómetros. Conel tráfico que hay tardaremos una mediahora aproximadamente.

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Trevor-Roper asintió con la cabezay se arrellanó en el asiento, dispuesto apasar esos treinta minutos de la maneramás cómoda posible. En su cabezaresonaba la impactante noticia que DickWhite le había dado en su domiciliounas pocas horas antes. Le parecíaasombroso que Müller hubiese escapadovivo de Berlín en 1945, todavía másasombroso que hubiese reaparecido diezaños más tarde, y el colmo de loasombroso que sólo unas horas despuéshubiese sido asesinado.

En la documentación que Trevor-Roper había recopilado en 1945 nohabía demasiado material sobre

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Heinrich Müller. Mejor dicho, no habíacasi nada. Su papel en el búnker de laCancillería fue muy secundario. Sólohabía sido citado explícitamente por unpar de testigos durante el «affaireFegelein», cuando le ordenaroninterrogar al «cuñado» de Hitler, quehabía sido acusado de deserción. Apartede eso, por lo visto, entró y salió delbúnker algunas veces, pero su suertedespués del treinta de abril fue unmisterio para todos.

La única persona a la que pudoentrevistar Trevor-Roper que le hablóalgo más extensamente sobre Müller fueun subordinado suyo que le reveló que

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Heinrich Müller en realidad no era unnacionalsocialista histórico. No llegó alpuesto que ocupó como consecuencia demuchos años de lucha por la causa nazi,como era lo habitual en aquella época,sino porque era un buen profesional, unbuen policía.

Porque eso era Müller: un policía.Nació en 1900 en Múnich (Baviera) y alos diecinueve años ingresó en elcuerpo. No se afilió al Partido Nazihasta 1939, cuando Hitler ya llevabaseis años en el poder. De hecho, duranteel golpe de Estado que los nazisintentaron en 1923, Müller participó ensu represión, destacándose por el celo

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con que luchó contra los nazis.Estos episodios le granjearon

bastantes enemistades entre losnacionalsocialistas, pero el gran espíritude sacrificio y las muchas horas deabnegado trabajo de Müllerimpresionaron a Reinhard Heydrich,primer director del servicio deseguridad del Reich, el RSHA. Heydrichprotegió al policía bávaro y lo ascendióa director de la Gestapo. Cuando en1942 Heydrich fue asesinado en Praga,su sucesor Ernst Kaltenbrunner mantuvoa Müller en el puesto.

Sin embargo, a pesar de losascensos y la gran responsabilidad que

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el Estado nazi puso sobre los hombrosde Heinrich Müller, éste no fue ganadopara la causa. Según el subordinado conel que habló Trevor-Roper, HeinrichMüller era en realidad comunista, y enuna ocasión que cenaron juntos durantela guerra, un Müller algo bebido leaseguró que Hitler tenía mucho queaprender de Stalin.

Pero aparte de esto, poco era lo queTrevor-Roper sabía del director de laGestapo. El carácter de Müller, supersonalidad, su pensamiento, susamistades… Todo estaba rodeado de unespeso humo, como el de una sauna. Unhumo agrio y caliente que irritaba los

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ojos e impedía distinguir con precisiónla verdad de la mentira.

El profesor de Oxford negó con lacabeza. Allí había algo raro. Después delos intensos bombardeos de Berlín, laGestapo había trasladado su sede al sur,a Baviera. Por esa razón lossubordinados de Müller habían sidoevacuados de Berlín. Tampoco sus jefesdirectos, Ernst Kaltenbrunner y HeinrichHimmler, se encontraban en la capitaldel Reich. Además, el propio Müller noera un nazi fanático. Antes al contrario,parecía ser un militante de izquierdas alque ahora le tocaba trabajar bajo elGobierno de turno. Por lo tanto, su

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deseo de inmolarse en el altar delnazismo no era creíble.

Y, sin embargo, pensó Trevor-Roper, Heinrich Müller se encontrabaen Berlín a finales de abril de 1945. Enunos días en que la ciudad estaba sitiadapor el Ejército Rojo, era bombardeada adiario y de la que salir resultabaprácticamente imposible, HeinrichMüller se metió solo, por su librevoluntad, en la ratonera.

Mientras el vehículo se aproximabaa la embajada británica en Bonn, unapregunta rondaba sin respuesta por lamente del profesor de Oxford: ¿quéhacía Heinrich Müller en Berlín a

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finales de abril de 1945?

* * *

El teniente británico detuvo el OpelOlympia en la verja de acceso a laembajada británica y mostró su tarjetade identificación al soldado que hacíaguardia en la garita. Obtuvo laautorización para pasar y, rodeando unparterre con flores de distintos colores,aparcó el coche delante de la puertaprincipal. El edificio era un sólidobloque rectangular de color blanco contres hileras de ventanas muy juntas, unapor cada piso. A la derecha había una

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fachada que sobresalía de laconstrucción en donde se encontraba elacceso principal con la bandera de laUnion Jack. Alrededor de todo elcomplejo había unos cuantos árboles dehoja caduca, a una distancia unos deotros de unos quince metros.

Los dos hombres subieron losescalones que daban acceso al edificio.Al fondo se podía oír el sonido algoamortiguado de máquinas de escribir yteléfonos que sonaban. En la mismapuerta vieron a un hombre de peloblanco y largas patillas pulcramentevestido con una levita. El teniente sedirigió a él.

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—Buenas tardes —dijo—. Éste es elprofesor Trevor-Roper.

—Perfectamente. Gracias, teniente.El militar se despidió del

historiador y bajó las escaleras paramarcharse en el Opel. El anciano sedirigió entonces a Trevor-Roper.

—Permítame su abrigo, señor —dijo—. Soy el mayordomo de la embajada.Si es tan amable de acompañarme.

El historiador siguió a aquelhombre, quien lo condujo al pisosuperior a través de una amplia escalerade madera. Una gruesa alfombra daba labienvenida a lo que Trevor-Ropersupuso que era la planta noble de la

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embajada, en la que se alternaban unosenormes cuadros con retratos de gravessemblantes y puertas de doble hoja. Enuna de ellas se detuvo el mayordomo yllamó con los nudillos.

—El profesor Trevor-Roper —anunció.

El historiador pudo oír cómo unavoz decía desde el interior: «Adelante».Trevor-Roper entró entonces en una salade reuniones. El centro de la habitaciónestaba ocupado por una mesarectangular con unas veinte butacas entorno a ella. Dos inmensos ventanalespermitían la entrada de luz natural. En elinterior sólo había un hombre de unos

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sesenta años, calvo, de nariz aguileña,vestido con un traje gris con chaleco ysentado en la cabecera de la mesa. Elhombre se quitó las gafas que usaba paraleer y se levantó apenas Trevor-Roperhubo entrado en la sala.

—Profesor, encantado de conocerlo.Soy John Sinclair.

El historiador estrechó la mano deldirector del MI6. De cerca pudocomprobar cierta premura en losmovimientos de aquel hombre, quedespidió al mayordomo agradeciéndolesu ayuda mientras señalaba una sillajunto a la suya para que la ocupase elrecién llegado.

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—Le ruego que disculpe nuestraurgencia en requerir su presencia —continuó Sinclair—. No le quepa dudaque ésta es sumamente importante paranosotros en las actuales circunstancias.No sé si Dick White ha tenido ocasiónde explicarle algo de lo ocurrido aquí enAlemania recientemente.

—Lo único que sé es que HeinrichMüller, el antiguo director de laGestapo, fue detenido hace dos díaspero murió asesinado ayer.

—Efectivamente. —Sinclair extrajouna pitillera del bolsillo interior de suchaqueta y ofreció un cigarrillo aTrevor-Roper, quien declinó la

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invitación y sacó su pipa—. Esteinesperado episodio ha puesto en seriasdificultades a nuestro servicio secreto,que ahora se ve en la obligación deexplicar a nuestros aliadosestadounidenses unos hechos quedesconocemos totalmente.

—Supongo que se refiere a la muertede Müller.

—Así es. Le explicaré la historia taly como nosotros la conocemos. Estoshechos son los mismos que he expuestoa Allen Dulles, el director de la CIA.Dulles me ha confirmado que el serviciosecreto estadounidense desea abrir unainvestigación para esclarecer la muerte

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de Müller y pedir responsabilidades aquien corresponda. Uno de sus agentesestá de camino y llegará aquí en pocosminutos. Supongo que él habrá recibidola misma información que yo le daréahora a usted. Su misión, profesor, seráacompañar y colaborar con ese agenteen la investigación acerca de la muertede Müller. —Sinclair hizo una pausa,luego añadió—: El americano es unagente experimentado. Él tieneencomendada su seguridad personal, asíque le pido que siga sus instrucciones entodo momento.

Aquella recomendación alteró unpoco el ánimo de Trevor-Roper, poco

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acostumbrado a requerir el tipo decuidados sugerido por Sinclair.

—De acuerdo —dijo—. Pero ¿porqué yo? Carezco de experiencia yconocimientos para poder llevar a cabounas pesquisas de ese tipo.

—Se equivoca. Es el hombre idealpara esta misión. Permítame que leponga en antecedentes. Cuando llegue elagente americano les contaré a ambos laparte de la historia que justifica supresencia aquí. Esa parte aún no laconoce nadie.

—De acuerdo. Le escucho.Sinclair se reclinó sobre su butaca,

cruzó las piernas y empezó a hablar.

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Tres días antes, el domingo nueve deoctubre, el contacto del MI6 en laembajada británica en Bonn recibió unallamada telefónica de Horst Kopkow, elcriminal nazi al que el servicio secretobritánico protegía bajo una nuevaidentidad como parte de su trato con elGobierno inglés. Kopkow dijo al MI6que el antiguo director de la Gestapo,Heinrich Müller, se había presentadoinesperadamente la noche anterior en sucasa con un mensaje para el Gobiernobritánico: entregaría información deinteligencia sobre el bloque soviético,en particular sobre los agentes dobles dela Organización Gehlen, a cambio de un

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trato parecido al que consiguió Kopkow.La noticia llegó rápidamente a la

sede del MI6, en el número 54 deBroadway, en Londres. John Sinclair sereunió con sus colaboradores másestrechos para tomar una decisión alrespecto. En un principio todos ellosestaban encantados con las noticias quetraía Müller, pues confirmaban lasviejas sospechas del servicio secretobritánico: la Organización Gehlen estabaprofundamente infiltrada por lossoviéticos, y Müller podía demostrarlo.Esto quizá sirviese para aliviar lapresión que durante los años anterioresvenía ejerciendo la CIA sobre el MI6

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debido a los fracasos de las misiones dela Organización.

Sin embargo, había serios problemaspara aceptar la oferta de Müller. Todoslos consejeros de Sinclair estuvieron deacuerdo en que una cosa era pactar conun asesino de segunda categoría comoKopkow, pero otra muy distinta eranegociar con un criminal de primeracomo Heinrich Müller. Después demucho deliberar, el MI6 decidió noaceptar el trato, pero ofrecer a Müllerotra posibilidad: si se entregaba,después de ser interrogado por el MI6,sería enviado al propio ReinhardGehlen, quien seguramente estaría

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interesado en sus informes y podríaayudarle a desaparecer después aSudamérica o algún otro destino remoto.

—¿Entregárselo a Gehlen? —Trevor-Roper no daba crédito a susoídos—. ¿Por qué razón?

—Porque, aunque parezca extraño,nos interesaba. Verá, si la informaciónde Müller era cierta, y nosotrosestábamos convencidos de que lo era,Gehlen purgaría su Organización,demostrando que el MI6 tenía razón ensus acusaciones. Por ello, nada másentregarle al prisionero pusimos enmarcha un dispositivo para vigilar losmovimientos de Gehlen. Si

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desarticulaba a sus agentes doblesnosotros lo averiguaríamos yprobaríamos a la CIA que nuestrassospechas eran correctas.

—¿Y no avisaron a la CIA de queMüller estaba en poder de ustedes?

—No.Los británicos decidieron no decir

nada a la CIA sobre toda la cuestión,pues temían que los americanosexigiesen procesar a Müller porcrímenes de guerra. En ese caso, losconocimientos del jefe de la Gestaposobre la Organización Gehlen se irían ala tumba con él, y las esperanzasinglesas de desacreditar a Gehlen se

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difuminarían por completo.Sinclair dio instrucciones para

transmitir la oferta a Horst Kopkow,quien a su vez se la trasladó a Müller.Éste aceptó, se entregó el día siguiente,diez de octubre, y fue llevado a laembajada inglesa en Bonn, la mismadonde ahora se encontraba Trevor-Roper. Mientras Müller era interrogadopor el MI6, Sinclair llamaba a ReinhardGehlen para ofrecerle el prisionero. Elgeneral aceptó la oferta y envió un cochedesde Pullach, cerca de Múnich, dondetiene su sede la Organización. Esa nocheel plan inglés ya estaba en marcha:Müller se encontraba en poder de

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Reinhard Gehlen.—Sin embargo, todo se torció ayer

martes día once —dijo apesadumbradoSinclair—. Gehlen me telefoneó a esode las ocho de la tarde y me dio lanoticia de la muerte de Müller. Habíasido tiroteado en el apartamento deMúnich donde la Organización lo teníaescondido. Al ver que nuestro plan sehabía ido al diablo me encolericé conGehlen y la discusión fue subiendo detono. Yo le acusé a él de haberasesinado a Müller, y él me contestó queel MI6 le había tendido una trampa. Enfin, terminamos colgándonos el teléfono.

—¿Qué pasó entonces? —preguntó

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Trevor-Roper.Sinclair aspiró una profunda

bocanada de humo antes de responder.—Lo que ninguno de nosotros podía

imaginar: Gehlen llamó a Allen Dulles,el director de la CIA, y le contó toda lahistoria —dijo con un tono resignado.

Cuando los estadounidensesconocieron los hechos, el lío adquirióuna dimensión colosal. El MI6 acusabaa Gehlen de matar a Müller, Gehlenacusaba al MI6 de haber preparado todopara desacreditarlo, y la CIA acusaba aambos de deslealtad por no decirlesnada acerca de la aparición de Müller.Dulles dejó el caso en manos del jefe de

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contraespionaje americano, JamesAngleton, que se encontraba en París, yéste informó a todas las partes que seiba a abrir una investigación paraaclarar lo sucedido con Müller.

—Cuando Angleton me informóacerca de su deseo de investigar elasesinato, yo le dije que eraabsolutamente imprescindible que elMI6 participase en las pesquisas. Y poreso está usted aquí. La comisión deinvestigación la forman dos personas: elagente de la CIA que está de camino, yusted.

En ese momento alguien llamó a lapuerta de la sala de reuniones. Era

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nuevamente el mayordomo, quienanunciaba esta vez al mayor Oughton, del a CIA. Trevor-Roper enarcósorprendido las cejas al escuchar aquelnombre. Sinclair autorizó la entrada delmayor.

El hombre que apareció por lapuerta de doble hoja vestía de paisano yera alto, superaba el metro ochenta. Erafuerte pero no musculoso. Tenía loshombros cargados, el pelo corto ycastaño peinado a raya y surcado porcanas aquí y allá que delataban los casicuarenta años que tenía. Vestía un trajegris sin chaleco, una camisa blanca yuna corbata marrón cuyo nudo se había

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aflojado. El mayordomo se llevó susombrero y la gabardina.

—Buenas tardes. Soy el mayorOughton —dijo extendiendo la manopara saludar a los dos hombres.

—Encantado de conocerle —dijo eldirector del MI6—. Mi nombre es JohnSinclair y éste es el profesor HughTrevor-Roper.

—Es un placer, profesor. He oídohablar de usted.

Trevor-Roper agradeció el cumplidocon una sonrisa. John Sinclair se dirigióa continuación al agente americano:

—Tengo entendido que usted hablacon fluidez el alemán, como el profesor.

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—Efectivamente. Mi madre eraaustriaca —dijo Oughton.

—Excelente.Sinclair escrutó por un momento el

aspecto del agente de la CIA. En surostro destacaban unas cejas finas, unaperilla mal cuidada y unas profundasojeras fruto del largo viaje que habíaemprendido para llegar a Bonn. El jefedel MI6 tomó asiento en la cabecera dela mesa de reuniones y, con un visitantea cada lado, empezó a hablar:

—Caballeros, como ya saben sumisión consiste en esclarecer lascircunstancias de la muerte de HeinrichMüller, que tuvo lugar ayer martes en

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Múnich en un piso franco de laOrganización Gehlen. En estainvestigación participaremos tanto laCIA como el MI6. Reinhard Gehlen, conquien se entrevistarán ustedes tan prontocomo lleguen mañana a Múnich, prestarátoda su colaboración en esta misión,aunque él no tiene ninguna autoridadsobre ella.

—Es decir —dijo Oughton—, queno tenemos obligación de informarleacerca de nuestros progresos.

—Efectivamente —confirmó el jefedel MI6—. No olviden, señores, que lavíctima murió cuando se encontrababajo la custodia de Gehlen, lo cual

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resulta de por sí bastante sospechoso.Sinclair se inclinó sobre la mesa

para consultar el contenido de unportafolio que había sobre ella. Extrajode él dos carpetas y las dejó al alcancede su mano.

—Según creo —continuó Sinclair—,a ustedes dos se les ha puesto alcorriente de los datos de quedisponemos acerca de la muerte deHeinrich Müller. ¿Es así?

Oughton y Trevor-Roper asintieroncon la cabeza. El jefe del MI6 continuó:

—Bien. Yo voy ahora a completaresa información con unos hechos quesólo ustedes deben conocer.

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John Sinclair explicó que lasinstrucciones que el MI6 transmitió aMüller vía Horst Kopkow eran muysimples. Debía acudir a un apartamentoen Bonn donde le estarían esperando dosagentes ingleses. Müller se presentó enaquel lugar y los dos agentes lo llevaroninmediatamente a la embajada británica.Allí se encontró con un agente especialdel MI6 que hablaba un perfecto alemány le aguardaba para interrogarle. El jefede la Gestapo preguntó si Gehlen yahabía llegado para hacerse cargo de él,pero el agente le contestó que no. Antesde ir con la Organización, Müllerdebería hablar con el servicio secreto

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británico, tal y como habían convenido.El director de la Gestapo aceptó.

El agente del MI6 comenzópreguntándole acerca de su vida despuésdel fin de la Segunda Guerra Mundial.Müller explicó que desde que terminó laguerra había permanecido primero en laUnión Soviética y después en laRepública Democrática de Alemania.Los rusos le habían concedido asilocomo contraprestación de unos serviciosque por el momento Müller se negó arevelar.

Sin embargo, justo después de lamuerte de Stalin, en 1953, un amigo suyodel servicio secreto ruso, el KGB, le

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advirtió de que el nuevo Gobierno de laURSS no tenía la menor intención deseguir protegiéndolo. Müller se vioentonces en la imperiosa necesidad dehuir a la República Federal deAlemania, lo cual hizo no sin dificultaden la primavera de 1955. El agente delMI6 preguntó a Müller cómo consiguiócruzar el telón de acero, peronuevamente el antiguo director de laGestapo declinó contestar.

En la República Federal, Müllerencontró ayuda por parte de antiguoscamaradas de la Gestapo pero, según él,el auxilio de esas personas no podíaprolongarse durante mucho tiempo. En

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su consecuencia era preceptivo para suseguridad personal contar con laprotección de una potencia occidental.El antiguo director de la Gestapo teníaconocimiento de la huida a la URSS delos espías británicos Maclean y Burgess.Müller pensó en consecuencia que susinformaciones sobre la OrganizaciónGehlen podrían resultar de gran interéspara el MI6, que sin duda habría salidomal parado por la defección de aquellosdos infiltrados rusos.

Sus amigos alemanes le sugirieronentrar en contacto con Horst Kopkow,quien tiempo atrás había conseguido unacuerdo con el Reino Unido similar al

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que pretendía Müller. El director de laGestapo decidió ir a Gelsenkirchen,donde residía Kopkow, y allípermaneció unos días mientras éstetrasladaba al MI6 su oferta. El resto yaera conocido por sus captoresbritánicos.

El agente secreto inglés le preguntóentonces qué tipo de información teníasobre la Organización Gehlen. Müllerrespondió que la URSS había descubiertomuy pronto los planes americanos paracrear una red de espías alemanes enterritorio soviético bajo el mando deReinhard Gehlen, y se puso a trabajarinmediatamente para identificar a alguno

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de ellos. En poco tiempo, el KGBconsiguió localizar a un par de agentes ylos convirtió en «dobles», es decir,empezaron a trabajar para la UniónSoviética sin que lo supiera Gehlen.Gracias a esos dos primeros agentesdobles fue obteniendo algún nombre másy, finalmente, la URSS pudo reclutar a unpuñado de ellos. Müller decía conocerla identidad de tales agentes dobles.

El interrogador del MI6 se mostróescéptico. Preguntó al prisionero sipodía demostrar la veracidad de susafirmaciones. Müller respondió que no,pero que si procedían a investigar losnombres que él señalase descubrirían

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que no mentía. El agente del MI6 pidióun ejemplo, y el jefe de la Gestapo diouno: Heinz Felfe.

El inglés se quedó de piedra al oíraquel nombre. No sólo lo habíaescuchado antes, sino que ademásconocía a aquel tipo. Heinz Felfe eraalemán y durante la guerra había sidomiembro del servicio secreto de las SS,donde había llevado a cabo algunasmisiones, como por ejemplo laintroducción en varios países europeosde libras esterlinas falsificadas por losnazis. Detenido por los canadienses en1945, Felfe fue entregado al ReinoUnido. En 1946, el MI6 trató de

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emplearlo para obtener determinadainformación acerca de las actividadesprosoviéticas en la zona occidental deAlemania. Sin embargo, tiempo después,fue despedido. Los inglesessospechaban que era en realidad unagente doble al servicio de la URSS, yabrieron una investigación en la queparticipó la CIA. Sin embargo, de todoaquello no salió ninguna prueba sólidacontra Felfe. El alemán pudo eludir suprocesamiento por espionaje, pero seencontró en la calle sin trabajo.Inmediatamente, fue reclutado por laOrganización Gehlen, donde ascendiócon rapidez gracias al elevado número

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de infiltrados soviéticos que consiguiódesenmascarar. En la actualidad, HeinzFelfe era el director del servicio decontraespionaje de la Organización.

Escuchar el nombre de Felfe en bocade Müller en aquellas circunstancias leresultó especialmente curioso a aquelagente del MI6, y quiso saber más sobreel tema. Müller se limitó a decir que suscontactos en el servicio secreto ruso, elKGB, le habían revelado que Felfe habíasido captado por los soviéticos en algúnmomento en 1950 con la misión deinfiltrarse en la Organización Gehlen, yque los rusos le estaban pagando muybien por ello. Las fechas no le encajaron

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al interrogador inglés, pero la historiaparecía totalmente verídica y ajustada alas sospechas que el MI6 tenía desdehacía tiempo acerca del espía alemán.

En ese momento otro oficialbritánico entró en la sala donde Müller ysu interrogador estaban hablando.Aparentaba unos cincuenta años, vestíade paisano, tenía la cabeza cuadrada ylucía un largo bigote con las puntasredondeadas. Se identificó como elresponsable de operaciones británicasen Alemania, y el interrogador parecíatratarlo como su superior. El del bigoteinformó a Müller de que un par deagentes de la Organización Gehlen

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venían en coche desde Múnich parahacerse cargo de él. Tardarían unascinco horas en llegar. El alemánaprovechó entonces la presencia deaquel hombre para solicitar al MI6 quereconsiderase su decisión de entregarloa Gehlen. Dijo disponer de informaciónque interesaría al Reino Unido. Elrecién llegado agradeció la proposición,pero le indicó que cualquier confidenciarelacionada con la Organización Gehlendebía ser puesta a disposición de ésta.El MI6 no deseaba actuar deintermediario.

Müller bajó la mirada y sehumedeció los labios. Pareció

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reflexionar durante un momento. Acontinuación dijo que la información ala que se refería no tenía nada que vercon la Organización Gehlen. Se tratabade un asunto relacionado con el fin de laSegunda Guerra Mundial que él mismohabía tenido ocasión de presenciar. Eldirector de operaciones del MI6 enAlemania acercó una silla a la mesa enla que estaban hablando los dos hombresy se sentó. Preguntó a Müller qué eraeso que estaba diciendo.

—Entonces —dijo Sinclair—,Heinrich Müller contó a nuestros doshombres una historia insólita. La historiade un plan para la huida de Adolf Hitler

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del búnker de la Cancillería en abril de1945.

—Imposible. —La voz de Trevor-Roper sonó enérgica en aquel punto—.Absolutamente imposible. Hitler estuvoen el búnker hasta el mismo día treintade abril. Fueron muchos los testigos quelo vieron pocas horas antes desuicidarse, y yo he hablado con variosde ellos. Es inviable que hayan tramadotodos una historia así. Y si Müller les hacontado el cuento de que había un dobleque ocupó el lugar de Hitler y consiguióengañar a unas personas que llevabancon él varios años, entonces…

—Perdone que le interrumpa,

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profesor —dijo John Sinclair—. Perono se trata de nada de eso. Müller no hamencionado en ningún momento quehubiese un doble. Su historia es idénticaa la de usted: Hitler permaneció en elbúnker hasta el mismo treinta de abrilpor la tarde.

Trevor-Roper recibió la noticia conuna mueca de incredulidad.

—Bueno, debo reconocer que es laprimera vez que oigo un plan así —dijoel historiador—. No deja de ser algoridículo, pues para entonces el EjércitoRojo había cercado completamenteBerlín y escapar era imposible. Más aúnpara Hitler, que era conocido por todos

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y tenía pánico a caer en manos de losrusos.

—En realidad —intervinonuevamente el director del MI6—, lahistoria de Müller no termina con lahuida del Führer propiamente dicha.Según él, Hitler consiguió salir delbúnker, pero murió asesinado por unossoldados alemanes pocas horas despuéscerca de allí, en el Tiergarten, un parqueberlinés próximo a la Cancillería.

Oughton enarcó las cejas y miró alprofesor de Oxford. Trevor-Roperpareció recuperar súbitamente el interéspor la historia. Se frotó la barbilla conun gesto de confusión.

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—¿Ha dicho usted en el Tiergarten?¿Asesinado por alemanes? —preguntó elhistoriador.

—Así es. ¿Le resulta algo familiar?—Sí. Cuando investigué la muerte

de Hitler en 1945 circulaba ese rumorpor Berlín, e incluso el Gobiernosoviético lo dio por válido en algúnmomento. De hecho salió publicado enla prensa rusa. Yo mismo interrogué a unhombre que dijo haber visto cómo unossoldados nazis mataban a Hitler en elTiergarten. Aunque, como se podránimaginar, su testimonio fue descartadoinmediatamente. Ni siquiera lo mencionéen mi libro.

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Trevor-Roper permaneció reflexivounos segundos tras pronunciar aquellaspalabras. John Sinclair aprovechó paraentregar a cada uno de sus dosinterlocutores una de las carpetas quepreviamente había extraído de suportafolios.

—Caballeros, aquí tienen latraducción al inglés de la parte delinterrogatorio de Heinrich Müller en laque explica lo que ocurrió en Berlín losdías treinta de abril y uno y dos de mayode 1945 —dijo—. Les hemos reservadodos habitaciones en el Petit Hotel Royal,en Koblenzer. Les sugiero que ahoravayan ambos al hotel para leer con

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tranquilidad la declaración de Müller ydescansar unos minutos. —Sinclair mirósu reloj—. Les espero en el restaurantedel hotel a las ocho y media parareanudar esta conversación yproporcionarles más instrucciones.

Dicho esto, el jefe del MI6 selevantó y estrechó la mano de los doshombres. De camino a la salida deledificio de la embajada, el mayordomoentregó a cada uno de ellos su equipaje,sombreros y abrigos. Fuera estabaanocheciendo y el viento del norte habíahecho bajar la temperatura en lasúltimas horas. Oughton se subió lassolapas de su gabardina y se dirigió a un

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Citroën DS color crema de excelenteaspecto.

—Profesor, tengo aquí un vehículoque me ha proporcionado mi oficina.Suba conmigo.

—Gracias mayor Oughton —dijosonriendo Trevor-Roper.

El americano percibió el tonosocarrón del profesor de Oxfordmientras abría la portezuela del coche ydejaba dentro su gabardina y elsombrero.

—¿De qué se ríe? —preguntó.—De la poca originalidad de

nuestros servicios secretos —dijo elhistoriador mientras ocupaba el asiento

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del copiloto—. «Mayor Oughton» era elpseudónimo que me asignaron en 1945cuando investigué la muerte de Hitler.

* * *

A aquella hora el tráfico era bastantedenso, y lo entorpecía aún más unaligera lluvia que había empezado a caersobre Bonn y obligado a Oughton aaccionar los limpiaparabrisas del coche.

—Profesor, le he visto bastantereacio a aceptar la teoría de la fuga deHitler del búnker.

—No me llame profesor. LlámemeHugh.

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El agente de la CIA asintió con unasonrisa. El historiador miró a Oughton yexplicó:

—Adolf Hitler no huyó a ningúnsitio. Murió en el búnker de laCancillería la tarde del treinta de abrilde 1945. Todo lo demás son chismes.

—¿No cree posible que consiguiesesalir de allí y sus hombres le cubriesenacordando contar todos una versiónsimilar de su muerte? —dijo Oughton—.No olvide que aquellos tipos eran unosfanáticos.

—No, no lo creo. Tenga en cuentaque en el búnker había unas treintapersonas, entre ellas varias mujeres. Si

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se hubiese urdido un complot paraencubrir la huida de Hitler, laprobabilidad de que alguien, al menosuno de ellos, hubiese confesado laverdad sería altísima.

Oughton detuvo el Citroën DS en unsemáforo y miró a su acompañante.

—Quizá lo hicieron. Recuerdo haberleído la declaración de un piloto quedijo haber sacado a Hitler de Berlínpara llevarlo no sé dónde. Creo que alnorte. A Suecia o Dinamarca.

—Sí, conozco la historia —concedió Trevor-Roper—. El piloto eraun tal Peter Baumgart. Investiguétambién aquella pista, y resultó ser una

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patraña. Hitler tenía dos pilotospersonales y nunca subió a un avión queno llevasen ellos dos. Conseguílocalizar el rastro de aquellos pilotos ypude comprobar que no salieron deBerlín en ningún momento hasta el unode mayo de 1945.

El historiador inglés limpió con sumanga el vaho que había cubierto laventanilla derecha. A través de ellapudo ver las calles mojadas, laspersonas encorvadas caminando a pasoligero y las luces de neón de algunoscines que anunciaban el estreno devarias películas de Hollywood. Elsemáforo se puso en verde.

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—Y respecto a Baumgart —añadióTrevor-Roper sin dejar de mirar la calle—, sólo le diré que terminó en unmanicomio.

—Ya veo. Así pues no hubotampoco ningún doble que ocupase elpuesto de Hitler.

—En absoluto. El entorno másíntimo de Hitler estaba compuesto porgente que llevaba a su lado más de diezaños. —Trevor-Roper recalcó lasúltimas palabras—. Por Dios, si estabacon él Eva Braun. ¿Cree que hubiesepodido durar aquel engaño?

—Sin embargo, el cadáver no se haencontrado nunca.

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—Que nosotros sepamos —replicóTrevor-Roper levantando el dedo índicede su mano izquierda.

—Supongo que se refiere a nuestrosamigos rusos.

—Exacto. Nuestros amigos rusos…,por lo que sabemos, cuando ellos sepusieron a buscar a Hitler entre lasruinas de Berlín encontraron cuatrocadáveres carbonizados en el jardín dela Cancillería. Dos de ellos sereconocieron fácilmente: eran delministro Joseph Goebbels y su mujer,Magda. Los otros dos eran un hombre yuna mujer, pero no hubo nunca unaidentificación oficial. Lo más fácil

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hubiese sido acudir a los registrosdentales de Hitler, pero el dentista delFührer estaba en zona americana y lossoviéticos no solicitaron nunca hablarcon él para proceder a identificar ningúncuerpo. Aquello nos extrañó mucho,pero poco después Stalin empezó adecir que Hitler estaba vivo y entoncesentendimos todo: la URSS no teníaningún interés en identificar el cadáver.Así que tiene usted razón: el misterio sedesvelará el día que nuestros amigosrusos se decidan a contar lo que saben.En todo caso la cuestión no consiste ensaber qué le paso a Hitler. Eso losabemos con certeza: se suicidó en el

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búnker. La cuestión es saber qué pasócon su cadáver.

—¿Y qué es lo que usted ha podidoaveriguar sobre este tema? —preguntóOughton.

—Bueno, yo he podido reconstruirla historia a través de la declaración deciertos testigos accidentales. La mayoríade los hombres que perpetraron aquelloshechos han muerto, y los que nomurieron fueron apresados por lossoviéticos, que ha venido a ser lomismo. A día de hoy, esos hombressiguen siendo prisioneros de la URSS, ylos rusos nunca han permitido que elmundo conozca sus relatos. Pero gracias

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a los alemanes que consiguieron huir yohe sabido muchas cosas.

—Entiendo. De modo que ¿cuál es laversión oficial de lo que ocurrió en elbúnker en aquellas horas?

* * *

El último día de su vida, Adolf Hitler sedespertó poco después de haberseacostado. Los generales prepararon losinformes y empezó la conferencia militaren la que se expuso la última hora de labatalla de Berlín. Básicamente, lasituación era más o menos la misma quela noche anterior, aunque conforme

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avanzó la mañana se deterioró bastante.A mediodía los rusos habían logradoavanzar en todos los frentes estrechandoel cerco sobre la Cancillería y prontoconseguirían acceder al búnker. Hitlertenía poco tiempo para suicidarse.

A primera hora de la mañana, laspuertas del refugio se cerraron. A lossoldados se les entregaron sus racionespara todo el día y se les desalojó de laCancillería, pues se pretendía queningún testigo accidental presenciase elritual del suicidio del Führer. Mientrastanto, Otto Günsche, el ayudante de lasSS de Hitler, ordenó al chófer quebuscase doscientos litros de gasolina y

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los depositase en el jardín de laCancillería.

A las dos de la tarde, Hitler almorzóen compañía de sus secretarias y lacocinera. Su esposa Eva Braun prefirióquedarse en su habitación. Después decomer, Hitler se retiró a su habitaciónpara descansar. A las tres de la tarde,salió al corredor con Eva Braun paradespedirse de sus más allegados. Allíestaban, entre otros, Bormann,Goebbels, los generales Krebs yBurgdorf, los escoltas Rattenhuber yHögl, el ayudante Günsche, el criadoLinge, la cocinera y las secretarias. Lamujer de Goebbels, Magda, a quien días

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antes Hitler había homenajeadoentregándole su propia insignia de orodel partido que llevaba en el pecho, nose encontraba entre los presentes, puesse sentía indispuesta ante la inminentemuerte de sus seis hijos pequeños, a losque pensaba envenenar.

Hitler fue dando la mano a todos sindecir nada. Después entró en sushabitaciones con Eva Braun y laspuertas se cerraron. El ayudante de lasSS Otto Günsche se apostó delante paraimpedir que nadie importunase alFührer.

Pocos minutos después se oyó undisparo. Günsche abrió la puerta y

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entraron. Hitler y Eva Braun estabansentados en el sofá, muertos. Él se habíadisparado en la boca. Ella habíapreferido ingerir un veneno. Eran lastres y media de la tarde del treinta deabril de 1945.

A continuación se empezó a prepararel funeral del Führer. Justo en esemomento llegó Artur Axmann, el jefe delas juventudes hitlerianas, y le dejaronentrar para que viera el cadáver.Taparon el cuerpo de Hitler con unamanta, cubriéndole la cabezaensangrentada, y lo sacaron por elpasillo hacia las escaleras de la salidade emergencia que llevaban

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directamente al jardín de la Cancillería.Los que allí estaban pudieronreconocerlo gracias a sus pantalonesnegros. A Eva Braun no hizo faltacubrirla, pues su muerte no había sidosangrienta.

La comitiva salió al jardín. Todaslas puertas que daban a éste habían sidocerradas, y los guardias, retirados paraque no hubiese observadoresinoportunos de lo que iba a suceder. Sinembargo, el centinela de la torre devigilancia, Erich Mansfeld, alarmadopor el ir y venir de gente, bajó de supuesto de observación para ver lo queocurría. Al hacerlo se dio de bruces con

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el cortejo fúnebre. Otto Günsche leordenó que desapareciese de allí deinmediato, y Mansfeld regresó a la torre.

Dejaron los dos cadáveres a unosdiez metros de la salida de emergencia yse les roció con la gasolina de las latasque había dejado allí el chófer. Justoentonces dio comienzo un bombardeoruso sobre la Cancillería, y todos losmiembros del cortejo buscaron refugioen la puerta del búnker. Günsche dejó unreguero de gasolina hasta el lugar dondese encontraban, encendió un trapo y loarrojó sobre el combustible. Loscuerpos prendieron inmediatamente ylos presentes los despidieron con el

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saludo hitleriano. Después accedieron albúnker por la salida de emergencia y sedispersaron.

Las horas siguientes fueron de muchaactividad. Para empezar, se dio orden alSS-Obersturmbannführer Franz Schädle,que se encontraba herido en una pierna,para que buscase a tres hombres de totalconfianza para enterrar los cadáveres.Mientras tanto, aproximadamente a lasseis de la tarde, unos soldados de las SSsalían al jardín para echar más gasolinasobre los cuerpos de Hitler y Eva Braun.Más tarde, los hombres seleccionadospor Schädle enterraron los cadáveres.Eran las once de la noche.

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En el interior del refugio, el ministroJoseph Goebbels estaba decidido asuicidarse en las siguientes horas, peroel secretario Martin Bormann aún teníaesperanzas de salir de Berlín con vida.Urdió, pues, un plan para cumplir suobjetivo. El testamento político deHitler nombraba sucesor al GranAlmirante Dönitz, que se encontraba enel norte, en Plön. Bormann pensó ofreceral Ejército Rojo la rendición de Berlín yobtener de los rusos el permiso para ir aPlön y recabar de Dönitz la ratificaciónde la orden de capitulación. Goebbels,nombrado por Hitler en el testamentocanciller y, por lo tanto, legitimado para

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decidir, estuvo de acuerdo con el plan.Se decidió entonces que la persona másindicada para ir a parlamentar al cuartelgeneral soviético era el general Krebs.Krebs había trabajado como agregadomilitar en la embajada alemana enMoscú, hablaba ruso y era unreconocido defensor de la amistadgermano-soviética.

El general Krebs salió a ver a losrusos esa noche, pactó un alto el fuegotemporal y negoció hasta bien entrada lamañana del 1 de mayo. Regresó albúnker con malas noticias: lossoviéticos sólo aceptaban una rendiciónincondicional. Aquello supuso el final

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de toda esperanza, y las hostilidades seretomaron.

A las tres y media de la tarde,Goebbels envió un telegrama a Dönitzen el que le informaba de la muerte deHitler y del nombramiento de Dönitzcomo nuevo Führer. Poco después, sumujer Magda Goebbels envenenó a susseis hijos.

A las ocho y media de la tarde, elmatrimonio Goebbels subió lasescaleras de la salida de emergencia delbúnker y salió al jardín. Allí, por ordende Goebbels, un soldado de las SS losmató de un disparo en la cabeza.Rociaron los cadáveres con la poca

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gasolina que había quedado y dejaronlos cuerpos ardiendo en el jardín.

Poco después se ordenó a unossoldados quemar las habitacionesprivadas de Hitler. Como sólo lesquedaba una lata de gasolina, optaronpor incendiar únicamente el salón deconferencias.

Eran las once de la noche del 1 demayo de 1945. El resto de los ocupantesdel búnker se dividió en grupos y fueronsaliendo del búnker intentando alcanzarlas líneas alemanas en una huida a ladesesperada. La mayoría de ellos fueronapresados por los rusos.

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* * *

Oughton detuvo el Citroën DS frente alPetit Hotel Royal. El edificio principaldel hotel estaba aún en plenaconstrucción y se inauguraría un año mástarde. Las habitaciones se hallabanubicadas en un pequeño edificio anejo,al que se dirigieron los dosinvestigadores. Allí, en recepción, lesatendió una mujer joven vestida con ununiforme azul marino que les solicitó suspasaportes y les hizo firmar en elregistro.

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Cumplidos todos los trámites, losdos hombres se dirigieron a susrespectivas habitaciones para leer latraducción al inglés del interrogatoriodel MI6 al director de la GestapoHeinrich Müller.

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Abril de 1945

A mediados de abril de 1945, HeinrichMüller sabía que el final del TercerReich se encontraba muy cerca. Lossoviéticos habían llegado a Viena yamenazaban Dresde y Berlín; losbritánicos en el norte cercaban Bremen yHamburgo; los americanos se abríanpaso en Baviera haciendo frente a unaresistencia débil; y, algo más al sur, losfranceses ocupaban el Alto Danubio.

Ante una inminente derrota, eldirector de la Gestapo había decididomeses antes unir su suerte a la de sussuperiores, el Reichsführer de las SS

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Heinrich Himmler y el director delRSHA, Ernst Kaltenbrunner, su jefeinmediato. Sin embargo, cuando lasituación llegaba a un punto insosteniblepara las fuerzas armadas alemanas,Müller comprobó cómo los planes deambos jerarcas nazis no pasaban porhacer frente al final de una maneradigna.

Su jefe Kaltenbrunner habíatrasladado su cuartel general a Alt-Aussee, en Austria, donde se entregaba acomplicadas y absurdas maquinacionesde sabotaje. Todo ello tras haberintentado infructuosamente pactar con elservicio secreto estadounidense la

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entrega de Austria para evitar la caídade este país bajo la influencia soviética.Por su parte, Heinrich Himmler habíadado un paso más, y a través delGobierno sueco había hecho llegar unapropuesta de armisticio en todo elFrente Occidental a losangloamericanos.

Cuando, gracias a sus agentes de laGestapo, Müller tuvo noticia de lasnegociaciones de Himmler, se sintióprofundamente decepcionado. Las SS, elcuerpo político y militar más fanático,habían basado su existencia en lafidelidad y devoción a la causa nazi. Sulema, grabado en la hebilla del cinturón,

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era: «Mi honor es la lealtad». Ahoraparecía que su líder arrojaba la divisade la nobleza al fango y huía como unbellaco cualquiera a pedir clemencia alos aliados.

Müller sabía que ni Himmler con losamericanos ni Kaltenbrunner con supatética tropa de espías iban a lograr elobjetivo que parecían haberse marcado:salvar su propio pellejo. Pero él,moralmente liberado de su vínculo delealtad hacia el Estado, sí lo iba aconseguir. Y para ello debía idear unplan.

Los aliados habían decidido tiempoatrás dar caza a todos los nazis que ellos

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considerasen criminales de guerra parajuzgarlos por sus delitos. Müllerimaginaba que su nombre figuraría entrelos primeros de la lista, si bien durantetoda su carrera tuvo especial cuidado depermanecer en la sombra y evitar lacirculación de fotografías suyas. Noobstante, si los aliados se proponíandetenerlo, no habría lugar en el mundodonde un hombre como él pudieseencontrarse a salvo. Cualquiera podríadejarse tentar por la recompensa queofrecieran por su cabeza y delatarlo alenemigo. ¿Cómo escapar? ¿Quién podríaayudarle? Para Müller la respuesta eraobvia: quienes mejor podían protegerlo

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eran los propios aliados.Desde hacía tiempo, en Alemania, el

ministro de Propaganda doctor JosephGoebbels insistía tozudamente en que laalianza de los angloamericanos y lossoviéticos era ideológicamenteinsostenible, y pronto ambos bandos sedarían cuenta de lo ridículo de lasituación y pedirían la paz al TercerReich para luchar entre ellos. Pero, enopinión de Heinrich Müller, era obvioque si llegaba a haber una guerra entrelos aliados occidentales y la UniónSoviética, ésta no se produciría antes dela caída de la Alemania nazi. Y una vezque Alemania fuese derrotada, las cosas

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cambiarían. Después de la guerra, lasrelaciones entre el Este y el Oesteacabarían rompiéndose y, en eseescenario, la información política ymilitar sobre el otro bando adquiriría unvalor considerable. Müller pensóentonces que la mejor manera de obtenerprotección de los aliados sería,precisamente, ofrecerles a cambio unacopia de los archivos del RSHA, elservicio de seguridad del Reich al quepertenecía la Gestapo y que disponía deabundante información muy útil para losaliados.

Pero ante la perspectiva de unenfrentamiento entre los Estados Unidos

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y la Unión Soviética, ¿con quién debíapactar Müller? ¿Entregaba los archivossecretos alemanes a los americanos o alos rusos? ¿Cuál de los dos bandos leconvenía más?

La lógica decía que losangloamericanos serían su apuesta mássegura. El ejército alemán habíacometido graves excesos en el Frentedel Este y los soviéticos odiaban a losnazis. Cada ciudad conquistada por elEjército Rojo conocía la venganza delas tropas soviéticas, que violaban,saqueaban y asesinaban sin piedad a lapoblación civil.

Sin embargo, un análisis como el

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anterior era demasiado superficial paraMüller. En Alemania, la mejorinformación sobre la URSS la tenía elejército, no la Gestapo. Müller sabíaque los archivos del Servicio deSeguridad del Reich, el RSHA, conteníanmuchos más datos del bloque occidentalque de la Unión Soviética.Personalidades alemanas, francesas,holandesas, inglesas, agentes dobles,espías descubiertos… Definitivamente,para Müller los soviéticos iban a sacarmejor partido de los ficheros del RSHAque las potencias occidentales. Losrusos, pues, debían ser los que lesalvasen la vida.

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Y Heinrich Müller puso en marchasu plan.

A principios de febrero de 1945, unbombardeo americano asoló el cuartelgeneral de la Gestapo de PrinzAlbrechstrasse, en Berlín. Hitler ordenócomo consecuencia el trasladoprogresivo de la policía secreta hacia elsur, a Baviera. Allí, en un pueblollamado Köditz, a unos cinco kilómetrosde Hof, se había trasladado el cuartelgeneral de la Gestapo, conocido con elnombre en clave de Tejón. A principiosde abril, con los rusos a pocoskilómetros de la capital, se dieroninstrucciones para la quema de los

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archivos de la Gestapo que quedaban enBerlín. A mediados de ese mes ya nohabía agentes de Müller en la capital delReich.

Así pues, el sábado veintiuno deabril, Müller fue a Köditz paramicrofilmar y poner a buen recaudotodos los documentos de la Gestapoclasificados como de alto secreto. Elsiguiente paso era más difícil. Estudió elmapa del Frente Oriental para averiguarcuál sería el mejor emplazamientodonde esperar a los soviéticos. La líneadel frente abarcaba miles de kilómetros;sin embargo, a él aquello no le servía denada. Tenía que elegir un punto donde

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fuesen a llegar los rusos antes del fin dela guerra y en el que él pudiese justificarsu presencia. De lo contrario, sidesaparecía en algún lugar del Este, losnazis podrían acusarle de desertor.Pronto Müller comprendió que los milesde kilómetros del frente quedabanreducidos a un solo punto: Berlín.

Heinrich Müller debía, pues, ir aBerlín y desde allí contactar con lossoviéticos para proponerles el trato.Pero ¿cómo hacerlo? En Berlín noquedaban ni los cuarteles de la Gestapo,ni sus agentes ni sus superiores. Nadajustificaría su presencia en la capital delReich, y su aparición repentina no haría

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sino despertar las sospechas de los yaextremadamente recelosos nazis.

Durante todo el domingo veintidósde abril, Müller recorrió los escasosmetros de su despacho de Köditz una yotra vez como un león enjaulado.Pensaba en cómo dar explicación a unrepentino viaje a Berlín en unos días enque la ciudad estaba a punto de sersitiada por el Ejército Rojo. Por la tardetuvo una idea. Llamó a su jefe ErnstKaltenbrunner para preguntarle si lascárceles de Berlín de la Gestapo habíansido convenientemente evacuadas. Éstele contestó que todas las órdenes sobrela capital habían sido ya emitidas y

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ejecutadas. Müller colgó resignado.Sin embargo, la suerte le sonrió esa

misma noche. Inesperadamente,Kaltenbrunner le llamó por teléfono paradecirle que al día siguiente debíaacompañarlo a Berlín para cumplir unamisión ordenada por el Führer. Müllerestaba eufórico. Por fin tenía una excusapara viajar a Berlín, y se la habíaproporcionado el mismísimo AdolfHitler en persona.

El lunes veintitrés, Müller voló a lacapital acompañado por ErnstKaltenbrunner. Durante el trayecto, eldirector de la Gestapo preguntó a su jefecuál era la misión que se le iba a

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encomendar, pero no obtuvo ningunarespuesta. Ni siquiera el propioKaltenbrunner sabía de qué se trataba.

El avión aterrizó a media mañana enuna ciudad prácticamente irreconociblepor las bombas. El vehículo oficial queesperaba a los dos hombres en elaeródromo los dejó en la devastadaCancillería, en cuyo búnker residíaHitler desde hacía tiempo.Kaltenbrunner y Müller fueronconducidos por la guardia a la zonaprivada del refugio, ubicada en el pisoinferior. Allí, en una sala llena de mapasdonde Hitler conferenciaba diariamentecon sus generales, el Führer de

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Alemania los recibió, sentado detrás deuna mesa sobre la cual había extendidoun mapa de Berlín. Hitler estabaacompañado por las dos personalidadesmás importantes del Tercer Reich queaún quedaban en la capital, el ministroJoseph Goebbels y su secretario, MartinBormann.

Hacía muchos meses que Müller noveía a Hitler, y en aquella ocasión loencontró cansado y deprimido. Las gafasle colgaban de la nariz, sus hombrosparecían mucho más cargados, tenía lapiel color ceniza y los ojos surcados porunas profundísimas ojeras. Qué distintoera aquel hombre del gran dictador que

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había guiado al Tercer Reich en susconquistas, desde los Pirineos hastaMoscú.

—Señores —comenzó diciendoHitler—, les he hecho venir hasta aquíporque en los próximos días va a tenerlugar la batalla más importante de todala guerra.

Mientras Hitler hablaba sin levantarla vista del mapa, iba señalando con sumano temblorosa la situación de lasdistintas tropas.

—El ejército bolchevique seencuentra ya aquí, en las proximidadesde la Ciudadela de Berlín. Sin embargo,los rusos ignoran que pronto vendrá en

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nuestro auxilio el ejército de Wenck,que romperá la tenaza por aquí y nospermitirá avanzar en toda la parte sur.

Hitler se quitó los anteojos y miró asus dos visitantes.

—Sin embargo, hemos detectado ungrave problema que puede hacerfracasar todos nuestros esfuerzos.Tenemos fundadas sospechas de queaquí mismo, en el cuartel general delcomando supremo de las fuerzasarmadas, se está produciendo una fugade información hacia el enemigo.

Cuando oyó esas palabras, ErnstKaltenbrunner esbozó una mueca desorpresa.

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—¿Un espía aquí, Mein Führer? —preguntó—. ¿Es eso posible?

Martin Bormann tomó en esemomento la palabra:

—Efectivamente. Hemos hablado deello con el ministro Albert Speer, quiennos ha animado a investigar el asunto.Hace un tiempo detectamos el problema,cuando unas promociones rutinariasfirmadas por el Führer fueron difundidasen menos de cuarenta y ocho horas porla radio británica. Entonces decidimosúnicamente reforzar la seguridad, peroahora es preciso encontrar la fuente detales filtraciones para evitar riesgos enel campo militar. Si las órdenes que en

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breve recibirán las tropas de Berlínllegan a oídos de los bolcheviques notendremos ninguna opción de victoria.

—¿Podrán ustedes hacerse cargo deesta investigación? —El tono que Hitlerimprimió a la pregunta hizo que éstasonase como una auténtica orden.

—Desde luego, Mein Führer —respondió al instante Kaltenbrunner.

Hitler se levantó y rodeó la mesapara aproximarse a los dos hombres.

—Muy bien. Bormann lesproporcionará toda la colaboración queprecisen.

Kaltenbrunner y Müller estrecharonla mano que les ofreció el dictador. El

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jefe de la Gestapo la notó blanda y fríacomo una serpiente. Hitler regresó a sumesa mientras Bormann acompañaba alos dos hombres fuera de la habitación.Nada más salir, Kaltenbrunner se dirigióal secretario de Hitler:

—El director de la GestapoHeinrich Müller se ocuparápersonalmente de este caso —dijo.

—Así es —confirmó Müller—. Paraello necesitaría una relaciónpormenorizada de las personas que hantenido acceso a las órdenes del Führerdentro del cuartel general. También elhistorial de los operarios decomunicaciones.

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—Perfecto —dijo Bormanndirigiéndose a Müller—. Voy arecopilar esa información. Nos vemosen una hora en el piso superior delbúnker.

El secretario de Hitler se alejó, yKaltenbrunner y Müller salieron alexterior del refugio para despedirse.

—Müller —dijo distraídamenteKaltenbrunner mientras se ponía losguantes—, espero que esto le lleve sóloun par de días y que pueda salir prontode Berlín.

—Eso espero yo también.—Yo regreso inmediatamente a

Austria. Si necesita cualquier cosa no

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dude en llamarme.Los dos hombres se dieron la mano.

Kaltenbrunner subió al coche y salióapresuradamente hacia el aeródromo.Müller lo vio alejarse, huyendo comouna rata vil para ponerse lo antesposible fuera del alcance del EjércitoRojo. Aquélla fue la última vez queMüller vio a su jefe con vida. Dieciochomeses después leería en el periódicoque había sido ahorcado en Núremberg.

Ni que decir tiene que HeinrichMüller no tenía el menor interés enencontrar al espía que presuntamenteactuaba en el cuartel general del Führer.Cuando más tarde se reunió con Martin

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Bormann, el secretario de Hitler, Müllerrecogió la carpeta con los datos quehabía solicitado y se dirigió a su antiguaoficina berlinesa. Al llegar, tiró al suelodespreocupadamente el dossier deBormann y se puso a trabajar en su planpersonal de salvación.

Lo siguiente que hizo fue dirigirse alcampo de concentración deSachsenhausen. Ante la proximidad delos soviéticos, las SS ya habían dadoinstrucciones para evacuarlo y trasladara sus internos al norte. Sin embargo, porsuerte para Müller, la orden aún no sehabía cumplido.

Entre el revuelo que en aquel

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momento envolvía la vida enSachsenhausen, a Müller no le resultódifícil identificar a un preso comunistamarcado con un triángulo rojo y sacarlodel campo. Müller dijo al afortunadoque lo había salvado de una muertecierta a cambio de cumplir una misiónque con total seguridad le reportaría unaconsiderable recompensa de lossoviéticos. Debía llevar un mensajeconfidencial a un alto mando delservicio secreto ruso, el NKVD, que añosdespués se convertiría en el famosoKGB. Müller había conocido a esedirigente durante las conferencias entrela Gestapo y el NKVD que se produjeron

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en Zakopane a principios de 1940, antesde la guerra entre Alemania y la UniónSoviética.

El mensaje era sencillo de recordar:«Heinrich Müller, director de laGestapo, está dispuesto a negociar laentrega de los archivos secretos delRSHA al Gobierno de la URSS a cambiode protección personal. En caso derecibir y considerar esta propuesta, elNKVD debe comunicarse con Müller enBerlín de manera inmediata». Elprisionero, lógicamente, aceptó el trato,y el director de la Gestapo llamóentonces a dos SS y les dioinstrucciones para conducirlo a las

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líneas rusas y abandonarlo allí sano ysalvo.

La existencia de un antiguoprisionero que pudiese declarar,después de la guerra, que había ayudadoal director de la Gestapo a escapar a laURSS constituía un gran riesgo, peroMüller pensaba que no tenía por quépreocuparse: el NKVD tendría el mismointerés que él en no dejar testigos convida. Ya se encargarían los soviéticosde ese hombre.

Enviado el mensaje, Müller volvió aBerlín a esperar la respuesta soviética.Si en dos días no recibía noticias notendría más opción que probar fortuna

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con los americanos.Cuando llegó a la capital, donde

seguía librándose la batalla final,Müller pensó que lo mejor sería dejarsever por el búnker interrogando a gente yanalizando posibles filtraciones de lasórdenes emitidas desde el cuartelgeneral para que el secretario MartinBormann viese que se esforzaba porcumplir los deseos de Hitler. Müllercomprobó entonces que los habitantesdel búnker, que, lógicamente,desconocían la razón por la que él seencontraba allí, murmuraban cosasininteligibles cada vez que él pasaba porsu lado. Decidió pues hablar con

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Bormann para acordar con él unaexplicación lógica a su presencia en elbúnker, y juntos decidieron que lo mejorsería decir que había venido a Berlínpara destruir personalmente los últimosficheros de la Gestapo que habíanquedado en la capital. Para aportarmayor fortaleza a esta declaración y, ala vez, ir preparando el camino para supaso al lado ruso una vez terminada labatalla, Müller declaraba solemnementea todo aquel que quisiera escucharlo quesi el final llegaba para el Reich, élmismo moriría con Alemania.

La respuesta soviética al mensajeque envió Müller con el prisionero

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liberado de Sachsenhausen no se hizoesperar. El director de la Gestaporecibió una comunicación del NKVDindicándole que aceptaban el trato, y ledaban instrucciones para entregarse sanoy salvo al Ejército Rojo una vez que éstetomase la capital del Reich. Debíapermanecer en el búnker hasta el últimomomento y rendirse a los soldados rusosque entrasen en él, identificándose comoHermann Arno. El NKVD habíadesplazado a un agente a primera líneapara hacerse cargo de este prisionero,que en ningún caso debía resultar heridoo muerto.

Müller estaba entusiasmado con la

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marcha de su plan. Parecía claro quetendría éxito y, a pesar de que su nombrefiguraba entre los primeros de la lista decriminales de guerra de los aliados,gracias a su astucia conseguiríasobrevivir haciendo una grotesca muecaal destino. Qué cara pondrían Himmler ysu jefe Kaltenbrunner cuando viesendesde el infierno cómo el director de laGestapo había conseguido eludir lasuerte que el destino les deparaba aellos dos.

Sin embargo, el sábado veintiochode abril ocurrió algo inesperado. Müllerfue llamado por el secretario MartinBormann a las dependencias privadas

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del Führer en el búnker. La luz dealarma se encendió en la mente del jefede la Gestapo, pero debía acudir a lacita. Cuando llegó, el secretario deHitler le explicó que el día anteriorHermann Fegelein, el oficial de enlacede las SS con el Führer y marido de lahermana de Eva Braun, había sidodetenido acusado de deserción. Aquellamañana el Führer había llamado aFegelein pero no se le pudo encontrar ensu puesto. Una cuadrilla de guardiassalió a buscarlo y lo encontró en sudomicilio, en el número 10 deBleibestrasse. Estaba en compañía deuna mujer que había conseguido huir y

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que, en opinión de Bormann, era unaagente del servicio secreto ruso.Fegelein había sido llevado a una celdade los sótanos de la capillaDreifaltigkeit, donde permanecía desdeentonces. Horas después, cuando llegóal búnker la noticia de la traición deHimmler, que había ofrecido la paz a losamericanos, el Führer sospechó queFegelein formaba parte de aquellaconspiración y era preciso interrogarlo.Heinrich Müller sería el responsable dehacerlo.

Al director de la Gestapo le pareciófútil emprender aquel interrogatorio.Müller no sospechaba, sabía que

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Himmler jamás confiaría a Fegelein susplanes de rendición a losestadounidenses. El «cuñado» de Hitlertampoco era un espía, ni habíaconspirado para asesinar al Führer o darun golpe de Estado. Era simplementeuna rata que se había aprovechado de lacausa nazi para medrar y ahora que elbarco se hundía procuraba subirse en elprimer bote salvavidas. La mujer conquien lo encontraron muy probablementeera su amante. La Gestapo sabía desdehacía tiempo que le estaba poniendo loscuernos a la hermana de Eva Braun. Elcolmo.

Fegelein era carne de paredón. Si

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Müller lo acusaba de ser el espía delbúnker nadie iba a defenderlo. El jefe dela Gestapo hizo un par de preguntas aldetenido acerca de sus movimientospara cubrir el expediente. Las respuestasque obtuvo resultaron inconexas yenvueltas en los efluvios del licor quealguien había dado al prisionero.Finalmente, Müller, harto de sonsacarledeclaraciones superfluas, salió de lacelda y volvió al búnker. De camino a laCancillería, el jefe de la Gestaporeflexionó sobre su idea de acusar aFegelein de ser el espía ruso al queestaba buscando: si lo hacía, cabía laposibilidad de que Hitler considerase

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cumplida su misión en Berlín y, a pesarde que la ciudad estaba sitiada, leordenase volver al sur a seguirdirigiendo la Gestapo. Cosas másabsurdas se estaban ordenando desdeaquel manicomio en que se habíaconvertido el cuartel general del Führer.No, no podía acusar a Fegelein de ser elresponsable de las filtraciones alenemigo. Sería mejor acusarlo dedeserción. La pena sería la misma y élpodría seguir en Berlín persiguiendo alespía.

Cuando Müller llegó al búnker fueen busca de Martin Bormann. Le dijoque Fegelein no había reconocido ser un

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agente al servicio del enemigo, ni habíadelatado a la mujer como una espía, sinocomo su amante. Müller añadió que, ensu opinión, Hermann Fegelein no eramás que un cobarde asqueroso, undesertor. Bormann agradeció a Müller elservicio prestado y éste salió delbúnker.

Al día siguiente, veintinueve deabril, se luchaba casa por casa en elcentro de Berlín. Heinrich Müller sedirigió nuevamente al búnker. El restodel día lo dedicó a ir de acá para allápor el refugio, hablando con losprincipales dirigentes y militares nazis,interesándose por sus planes cuando el

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Führer ya no estuviese entre ellos.Una de las secretarias de Hitler se

acercó a él temblando de miedo parapreguntarle si era cierto que los rusosviolaban a las mujeres alemanas cuandocapturaban una ciudad. Müller titubeó unmomento, ignorando si era mejor decirlela verdad o tranquilizarla con unareconfortante mentira. Finalmente, lerespondió que desconocía las prácticasrusas con los civiles apresados. Prefiriócallar el contenido de los informes de laGestapo en los que se describía amuchachas forzadas durante días quehabían muerto desangradas por losdesgarros sufridos en sus entrañas.

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En realidad, Müller, durante sutiempo en la policía secreta, habíadesarrollado una sincera indolencia anteel sufrimiento ajeno, incluido el de suspropios compatriotas. Cuando vioalejarse a la secretaria por el pasillo enbusca de otro oficial que pudiesefortalecer su ánimo, Müller sólo pudopensar en la incomodidad que suponíapara sus planes el excesivo número depersonas que aún quedaba en el búnker.Afligido por este inconveniente, y algoimpaciente por la proximidad de laderrota nazi, volvió a salir del refugio yse marchó a su casa.

El día después, treinta de abril, a las

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doce y media de la tarde, Müller volvióa entrar en las dependencias privadasdel Führer en el búnker de laCancillería. El criado Heinz Linge leinformó de que Hitler estabaconferenciando acerca de la situaciónmilitar con los generales Krebs yBurgdorf. También le dijo que por lamañana se había dado la orden a laguardia del búnker de recoger elsuministro para toda la jornada, ya quelas salidas permanecerían cerradas elresto del día.

El director de la Gestapo supo queaquello sólo podía indicar una cosa: elsuicidio de Hitler era inminente. Sintió

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una sensación de alivio similar a laexperimentada días antes, cuando su jefeKaltenbrunner le informó de que debíavolar con él a Berlín, proporcionándoleasí una coartada para su estancia en lacapital. A la una y media, el Führersalió de la conferencia y almorzó encompañía de sus secretarias y sucocinera personal. Müller aprovechóentonces para acercarse al generalKrebs y preguntarle acerca de la batallaque tenía lugar a pocos metros de laCancillería. El general le confirmó quelas tropas rusas llegarían al búnker encuestión de horas, y que tanto él como elgeneral Burgdorf habían resuelto

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suicidarse en el búnker cuando estosucediera.

Esa noticia intranquilizó a Müller.El jefe de la policía secreta suponía quecuando Hitler se suicidase se iba aproducir una desbandada general delbúnker, quedando éste desierto, lo cualfavorecería sus planes de entregarse alos rusos. Era necesario que no hubiesetestigos de su paso a las líneassoviéticas y Müller, que estabadesarmado puesto que a lasdependencias privadas no se podíaacceder con las armas, decidió salir enbusca de una pistola. Si a Krebs, aBurgdorf o a cualquiera que pretendiese

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suicidarse en compañía de Hitler letemblaba la mano, él se encargaría deayudarle a reunirse en el Valhalla con suFührer.

Müller encontró en el pasillo a OttoGünsche, el asistente personal de las SSde Hitler, y le pidió una pistola con laque poder suicidarse. Günsche vaciló,lo cual extrañó bastante a Müller.Después de balbucir unas excusaspueriles le respondió que se ocuparía deello más tarde y se alejó.

El director de la Gestapo vioentonces de nuevo a Heinz Linge, elcriado del Führer, y se acercó a él conel objeto de realizarle la misma

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petición. Sin embargo, Linge no le dioopción a hablar. Muy alterado, le dijoque el Führer estaba reunido en esemomento con Bormann y el ministroGoebbels, y que no podía atenderle,pues podía ser llamado en cualquiermomento. Müller vio salir corriendo aLinge hacia el piso superior.

El jefe de la Gestapo dedujo quetoda aquella confusa aglomeración deidas y venidas respondía a lospreparativos del suicidio del Führer.Miró el reloj. Eran las dos de la tarde,así que decidió ser paciente. Se dirigióa la cocina, situada en la plantasuperior, para comer algo, y de paso

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buscar una pistola que pudieseintroducir subrepticiamente en el pisoinferior.

Cuando llegaba a través del pasilloa las escaleras y se disponía a subir oyóa sus espaldas la voz del GruppenführerJohann Rattenhuber, que le llamaba agritos. Rattenhuber era el jefe del cuerpode escolta de las SS de Hitler, el RSD,un tipo gordinflón y mal encarado que, apesar de ser su paisano, le caíaespecialmente mal.

—¡Müller! ¡Müller!—¿Es a mí? ¿Qué ocurre? —El jefe

de la Gestapo se volvió alarmado.—El ministro Goebbels lo llama a la

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sala de los mapas —dijo Rattenhuber.—¿Goebbels? ¿Me necesita a mí?

¿Está seguro?—Pues claro que estoy seguro, ¡qué

diablos! Vamos, ¡rápido!El Gruppenführer Rattenhuber

condujo a Müller a la sala deconferencias, también llamada «de losmapas», donde días antes Hitler habíaexplicado a Müller su misión en Berlín.Llamó enérgicamente con los nudillos y,cuando escuchó la voz de Goebbelsautorizándole a pasar, abrió la puerta.En el interior esperaban con el ministroel mismísimo Adolf Hitler, Bormann, elayudante Otto Günsche y Peter Högl,

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otro de los escoltas del Führer. Müllerse cuadró e hizo el saludo hitleriano.

—Gracias, Rattenhuber. Quédesecon nosotros —dijo Goebbels.

El director de la policía secretalanzó una mirada rápida a su alrededor.Lo más llamativo, sin duda, era AdolfHitler. Sentado al otro lado de la mesa,tenía un aspecto aún más sombrío ycadavérico que la última vez que lohabía visto allí mismo. Inclinado haciadelante, tenía las manos ocultas bajo elescritorio, la cabeza baja y la miradaperdida en algún punto del mapa que seextendía frente a él. Una fina película dehumedad cubría sus pupilas.

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A la derecha del Führer, de piefrente a la puerta, Joseph Goebbelsvestía su clásica chaqueta parda delpartido. Cuidadosamente peinado haciaatrás, el ministro de Propaganda leparecía a Müller tan refinado y estilosocomo de costumbre. A la izquierda deHitler, también de pie junto a él, seencontraba el omnipresente MartinBormann. A diferencia de Goebbels, elsecretario de Hitler se mostraba ansiosoy preocupado. Su rollizo cuerpo seestremecía con cada una de lasexplosiones que sacudían el búnker eindicaban que las tropas rusas se habíanacercado unos metros más.

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Günsche y Högl permanecíanceremoniosos junto a la puerta, al ladode Müller, contemplando ellos tambiénal triunvirato nazi que dirigía el Reichentero desde el subsuelo berlinés. OttoGünsche era probablemente el oficial delas SS más fanático y admirador de suseñor. En opinión de Müller, este jovennazi de veintisiete años moriría con totalseguridad en el búnker, bien por supropia mano, bien por la de los rusos.

Peter Högl era un completo misteriopara Müller. Oficial de policía, comoél, y bávaro, como él, con la llegada delos nazis al poder se había convertido ala nueva religión, entregándose así a la

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causa hitleriana.Goebbels rodeó la mesa y, cojeando,

se aproximó al jefe de la Gestapo.Cuando llegó a su altura le tendió lamano.

—Müller, su presencia en Berlín, sufidelidad y su valentía han conmovido alFührer y a todos nosotros —dijo en untono ceremonioso.

El director de la policía secreta,mientras estrechaba firmemente la manode su interlocutor, miró disimuladamentea Hitler por encima del hombro deGoebbels para comprobar por sí mismohasta qué punto el Führer mostraba esaemoción por su lealtad. Pero Hitler

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seguía tan embobado como antes.—Le hemos llamado porque el

tiempo apremia —continuó Goebbels—,y debe usted colaborar con nosotros enuna misión de extrema importancia parael Reich.

—¿Una misión? —La preguntaescapó involuntariamente de los labiosde Müller, quien pensaba que ya estabacumpliendo una.

—Sí. Pero antes de confiarle losdetalles es preciso que juresolemnemente que todo lo que oirá enesta sala y todos los extremos de lamisión serán para siempre guardados enel más absoluto secreto. Solamente los

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aquí presentes estamos al corriente deesta cuestión. —Goebbels se hizo a unlado señalando a los hombres que loacompañaban—. Su éxito depende deque nadie sepa jamás lo que aquí va asuceder.

Müller juró por su honor. Goebbels,satisfecho, explicó:

—Después de mucho insistir, hemosconseguido al fin convencer al Führerpara que abandone Berlín y se ponga asalvo más allá del cerco ruso.

Cuando escuchó aquello, a Müller letemblaron las piernas. A pesar de que sehabía preparado mentalmente paracualquier nueva locura del Gobierno

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nazi, eso que había dicho Goebbelssobrepasaba ampliamente los límites delo imaginable.

—¿Quiere decir que el Führer va asalir del búnker e intentar escapar entrelas líneas rusas? ¡Pero si no es posible!¡Caerá en manos de los soviéticos!

—No —intervino Bormann,nerviosamente—. Hemos trazado unplan que estamos seguros que conseguiráengañar a los rusos y sacar al Führer deBerlín para llevarlo hasta el ejército delmariscal de campo Schörner, enBohemia.

Schörner era uno de los mariscalespredilectos de Hitler y dirigía el Grupo

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de Ejércitos Centro que luchaba enChecoslovaquia. Según las noticias queobraban en poder del cuartel general deHitler, el ejército de Schörner estabaaún intacto.

—Es fundamental que el Führercontinúe con vida por el bien de lapatria —continuó Goebbels—. Enbreve, las relaciones entre losamericanos y los bolcheviques seromperán, y entonces sólo un Gobiernodirigido por Adolf Hitler será capaz deimponer el orden en Alemania y unirse aun frente europeo común que expulse alas hordas soviéticas más allá de losUrales.

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Müller había escuchado aqueldiscursito en boca del propio Goebbelsmás de una vez. Sin embargo, incluso enel caso de que Hitler se lo hubiesecreído, se preguntaba cómo era posibleque estuviese dispuesto a correr elriesgo de caer en poder de Stalin. Desdehacía meses ésa era su única obsesión:ser atrapado con vida por los rusos ytrasladado a Moscú como un trofeo.

Goebbels se volvió para mirar alFührer, y dijo solemnemente:

—Nosotros, que hemos enviado a laflor de la nación alemana al campo debatalla, estamos dispuestos a aceptarnuestro destino para que la patria no

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pierda a su Führer.El coro nazi que acompañaba a

Goebbels dirigió también la vista haciaHitler, que seguía absorto, sin mover unmúsculo. Müller observó que Bormann,intranquilo, hacía gestos al ministroapremiándole.

—Escuche, Müller —continuóGoebbels—. Le explicaré cómo vamos asacar al Führer de aquí y qué tiene quehacer usted para ayudarnos.

El ministro explicó que lospreparativos para el suicidio del Führerya se estaban llevando a cabo, y quetodos los ocupantes del búnker habíansido informados de ello. En unos

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minutos se formaría a todo el servicio enel pasillo para que pudiese despedirsede Hitler. Unas horas antes éste habíacontraído matrimonio con Eva Braun yredactado su testamento, en el que lenombraba a él, Goebbels, canciller delReich.

A continuación, Hitler se encerraríaen sus habitaciones privadas con suesposa, y el ayudante de las SS OttoGünsche se apostaría en la puerta paraimpedir el paso a cualquiera queintentase entrar. Entre tanto, elguardaespaldas Högl entraría en unasala contigua. Cinco minutos después elescolta haría un disparo. Con las puertas

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cerradas nadie podría saber de qué partede los compartimentos privados delFührer procedía la detonación.Posteriormente, cuando todo hubieseacabado, se daría orden de quemar lasdependencias del búnker. Nadieencontraría nunca el agujero que causasela bala de Högl.

Günsche dejaría pasar un par deminutos y entraría con Bormann en lasala donde estaba Hitler. Lógicamente,él estaría vivo. Pero Eva Braun no. Ella,ajena a toda la trama, habría tragado sucápsula de veneno y para entoncesestaría muerta.

El plan de Goebbels para la esposa

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del Führer horrorizó al propio Müller,quien pensó que quizá por eso AdolfHitler había caído en ese estado deabatimiento.

—Günsche y yo entraremos entoncescon una manta manchada de sangre queya hemos guardado en la sala dondeestará Högl —explicó Bormann—. Enesa manta envolveremos al Führer y lopondremos boca abajo durante unosminutos. También mancharemos desangre el suelo y el sofá donde se habrásentado el Führer. Disponemos de unasbolsas de sangre procedentes de laclínica del doctor Stumpfegger, aquímismo, en el búnker. En todo caso,

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esperamos que el fuego sirva para cubrirlas huellas que queden.

Goebbels continuó:—Para asegurar que la muerte del

Führer es creída por los bolcheviques,que seguramente capturarán con vida avarios ocupantes del cuartel general,tomaremos dos medidas: la primera,difundir entre nuestros camaradas lanoticia de que el Führer, efectivamente,ha muerto. Además, sacaremos por elpasillo al Führer envuelto en la manta.Sólo verán sus piernas, pero ellos locreerán muerto. La segunda medida serápermitir que un par de personas que noestán al corriente de la trama vean el

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presunto cadáver del Führer. Uno deellos será su criado Heinz Linge. Elotro, probablemente, una secretaria a laque invitaremos a pasar.

—¿No hay riesgo de que alguna deestas personas compruebe que el Führersigue con vida? —preguntó Müller.

—No. Günsche evitará que seacerquen demasiado a la manta.Además, le hemos proporcionado alFührer una dosis de los somníferos quesuele tomar para que sus músculos serelajen y la respiración no lo delate.

Goebbels continuó explicando que,entre tanto, los escoltas Rattenhuber yHögl prepararían la incineración de los

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cadáveres, que tendría lugar justo en lasalida de emergencia del búnker, en eljardín de la Cancillería. Se podíaacceder a ese lugar por la parte de atrásdel refugio, fuera de la vista de loscuriosos. Los centinelas de la puertaserían despedidos y el paso liberadopara que nadie pudiese comprobar cómoel Führer era escoltado fuera del jardíny en su lugar se envolvía un cadáver queocuparía su puesto en la pira funeraria.El chófer de Hitler había sido enviado abuscar doscientos litros de gasolina paraquemar los cuerpos.

—Aquí entra usted, Müller. —Eldoctor Goebbels se dirigió al jefe de la

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Gestapo—. Necesitamos que salga fueray traiga un cadáver de las proximidadesde la Cancillería. Es necesario que noesté en mal estado y no le falte ningúnmiembro. Dispárele en la cabeza conesa pistola que le entrega Günsche. Esigual que la del Führer. A continuación,le pondrá unos pantalones negros y lodejará boca abajo en la misma puerta deemergencia que da acceso al búnkerdesde el jardín. Cuando salgamos con elcuerpo del Führer, a él lo sustituiremospor ese cadáver, al que incineraremosen su lugar. El cambio lo haremos en laantecámara que da a las escaleras deemergencia del búnker. Allí entraremos

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sólo nosotros y nadie nos podrá ver.—Mientras los cadáveres se queman

—continuó Bormann—, usted esperarácon el Führer en una garita que hay juntoal refugio. Ese habitáculo ha sidoreforzado con sacos de arena paraproteger a sus ocupantes de la artilleríasoviética, y la guardia, lógicamente, hasido retirada.

—¿No será muy arriesgado?Continuamente están cayendo obusessoviéticos en el jardín —preguntóMüller.

—No se preocupe. Si no salen de lagarita no correrán peligro —aclaró eljefe de guardaespaldas Rattenhuber—.

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Ese lugar ha sido ocupado diariamentepor guardias desde que empezó elasedio de Berlín y no hemos tenido ni unsolo herido procedente de él.

—Lo importante —intervinoGünsche— es que usted impida que elplan sea descubierto por cualquiervisitante fortuito. Hemos retirado laguardia y advertido a los soldados deque el jardín debe quedar desiertodurante todo el día de hoy, pero siemprehay algún estúpido que o no se entera ova por libre. Si alguien que no somoscualquiera de nosotros se acerca a cincometros de la garita, abra fuego.

—Entendido —convino el jefe de la

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Gestapo—. ¿Y hasta cuándo debemospermanecer el Führer y yo ocultos ahífuera?

—Bien —continuó Goebbels—.Cuando se haga de noche, los cadáveresllevarán horas siendo pasto de lasllamas. En ese momento pondremos enmarcha la segunda parte del plan.

Tal y como había explicado antes elministro, el Führer había dictado hacíaunas horas un testamento político y otropersonal. En el testamento político habíanombrado canciller del Reich a JosephGoebbels. La razón de tan extrañonombramiento, dado queprevisiblemente el mandato de Goebbels

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no iba a ser muy largo, era legitimar aldoctor para emprender unasnegociaciones de armisticio parcial conlos rusos. Así, Goebbels, como nuevocanciller, enviaría al cuartel generalsoviético del general Chuikov unadelegación alemana para iniciar lasconversaciones.

—Es necesario que los rusosacepten como interlocutor al emisarioque envíe yo —aclaró Goebbels—; poreso el testamento me nombra a mícanciller.

—Entiendo. ¿Y qué pretenden pactarcon los rusos? —preguntó Müller.

—En realidad, nada —respondió el

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ministro de Propaganda—. No nos cabeduda de que los soviéticos rechazaráncualquier propuesta nuestra de rendicióncondicionada. Sin embargo, el objetivode ir a negociar con ellos no es llegar aningún acuerdo, sino conseguir un alto elfuego temporal.

Mientras esta tregua estuviese envigor, Goebbels ordenaría a todos losocupantes del búnker que, a pesar dehaber dejado firmada Hitler laautorización para intentar la huida, nosaliesen del refugio y esperasen juntosel desenlace de las conversaciones conlos rusos. Nuevamente la finalidad deGoebbels era otra, porque, mientras

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tanto, la actividad se recuperaría en elexterior, en el jardín donde esperabanHitler y Müller.

—El alto el fuego se decretará enmitad de la noche —explicó Goebbels—. Ése será el momento para que elFührer y usted mismo abandonen elescondite y se dirijan al Tiergarten. Allíles estarán esperando los escoltasRattenhuber y Högl, quienes habránsalido con anterioridad para hacersecargo de la situación. Usted lesentregará al Führer y ahí habráterminado su misión.

Müller miró nuevamente a Hitler.Esta vez el Führer pareció reaccionar y,

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casualmente, levantó la vista paracruzarla con la del jefe de la Gestapo.Müller se preguntaba si detrás delcansancio que reflejaban aquellos ojosse encontraba la falta de sueño, el dolorpor la muerte inminente de su inocenteesposa o la culpabilidad por ladestrucción de toda la nación alemana.Posiblemente, ninguna de las tres cosasimportasen al Führer, después de todo.Y si a él no le importaban, a Müller aúnmenos.

—¿Tiene usted alguna pregunta? —Bormann se dirigió al jefe de laGestapo.

—Sí. Cuando los rusos encuentren

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los restos calcinados en el jardín loprimero que harán será compararlos conlos registros dentales del Führer.Tardarán un minuto en descubrir quetodo es un engaño.

—No habrá restos para analizar,todo quedará consumido por el fuego —terció Günsche.

—Se equivoca. —Müller se volvióhacia el ayudante de las SS—.Exponiendo los cuerpos únicamente alcalor que puede proporcionar lagasolina ardiendo durante un tiemporeducido quedará todo el esqueletointacto. Lo hemos comprobado ennuestros propios campos de

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concentración con los judíos.—Caballeros —intervino Goebbels

—. Es posible que queden restos, perono se podrán comparar con los registrosdentales del Führer porque esosdocumentos estaban en la Cancillería yya han sido destruidos.

—¿Han eliminado también a losdentistas? —preguntó Müller—. Podríantestificar cómo era la dentadura.

—No —respondió Bormann—. Sihiciésemos eso, sería todo muysospechoso. Es mejor dejar queencuentren a los dentistas. Cuando losbolcheviques vean que la reconstrucciónque haga de memoria el dentista no

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coincide con los restos pensaránprobablemente que éste se equivoca oque les pretende engañar.

—No olvide que todos los ocupantesdel búnker que caigan en manos de losrusos les contarán la misma historiaporque la creerán verdadera: que elFührer se suicidó y fue incinerado en eljardín —añadió Goebbels con ciertodisgusto por los inconvenientesplanteados por Müller—. Incluso un parde testigos ocasionales corroboraránesta versión. El testimonio del dentista,si lo encuentran, será algo que noencaje, pero posiblemente seadesechado por el enemigo cuando

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reconstruya lo que ocurrió aquí. Detodos modos, Müller, le agradecemosque nos advierta sobre este riesgo.

—Tengo una última pregunta,ministro. ¿Qué ocurre si algo sale mal ycuando salgamos hacia el Tiergartensomos descubiertos por alguna patrullarusa?

—Excluimos totalmente esaposibilidad, porque para entonceshabremos asegurado la ruta que deberáseguir usted hacia el punto de reunióncon Rattenhuber y Högl. Ellos mismosserán los encargados de hacerlo —intervino Bormann.

—En todo caso —aclaró Goebbels

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—, si algo inesperado ocurriese, elFührer dispone de una cápsula deveneno. La misión de quien lo acompañeen ese momento será entonces evitar quesu cadáver caiga en manos de los rusos.

Müller asintió con la cabeza.—Caballeros —dijo al fin Goebbels

mirando su reloj—, ha llegado la hora.Todos nosotros conocemos las órdenes.Salgamos pues a cumplirlas.

El grupo hizo el saludo hitleriano. Elayudante de las SS de Hitler, OttoGünsche, abrió la puerta y pidió aMüller que lo acompañara. Ambos sedirigieron al piso superior. Fue en esaocasión cuando el jefe de la Gestapo

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pudo, por fin, hablarle a solas:—Oiga, Günsche, supongo que

saben que su plan es imposible. Hayrusos por todos lados. El Führer nollegará lejos.

—Si se queda aquí moriráigualmente —dijo el oficial de las SS—.El ministro ha conseguido convencerlopara que intente llegar a laFriedrichstrasse, donde lucha unbatallón nuestro. Cuando llegue allípodrá alcanzar…

—No hay ningún batallón nuestro enla Friedrichstrasse —interrumpióMüller—. ¿Quién les ha dicho eso?

Günsche se detuvo y miró fijamente

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al director de la Gestapo.—Allí estará ese batallón.«Todos locos», pensó Müller, quien

optó entonces por cambiar de tema.—¿Cómo es que la señorita Braun

no acompañará al Führer?—Frau Hitler, no lo olvide —

corrigió Günsche—. Es absolutamenteimposible que Frau Hitler salga delbúnker con el Führer. La huida sería másarriesgada de lo que ya es. Juntos, lasprobabilidades de éxito son nulas.

—¿Y cómo saben que ella se tragaráel veneno?

—Hemos dado una cápsula vacía alFührer para que la use y anime a su

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esposa a imitarle.Müller se encogió de hombros. Si

aquello no funcionaba sabía queGünsche encontraría otro método paraevitar que Eva Hitler se convirtiese enun estorbo para el plan. Definitivamente,pensó Müller, Hitler tenía menosescrúpulos que él, y aquello le hizosentir bien.

Cuando llegaron a las escaleras quedaban acceso al piso superior delbúnker, Günsche volvió a dirigirse aljefe de la Gestapo hablando en voz baja:

—Yo le dejo aquí. Vaya usted solopara no despertar sospechas. Las puertasdel búnker están cerradas, así que

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invente una excusa para que lo dejensalir. Diríjase a continuación al jardín.En la cisterna de agua hay varioscadáveres. Escoja uno y métale una balaen el cráneo.

Otto Günsche sacó entonces dedebajo de su guerrera unos pantalonesnegros y se los tendió a Müller.

—Póngale estos pantalones —prosiguió— y déjelo en la entrada, comoha explicado el ministro. Cuando lo hayahecho espéreme junto a la puerta deemergencia. Mientras tanto yo haré unaronda por el jardín para comprobar queno queda ningún guardia.

Müller resopló, indignado con toda

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aquella situación. Pero Günsche yahabía dado media vuelta y dejado soloal jefe de la Gestapo, quien subió alpiso superior y salió de la Cancillería.

Cuando Müller estuvo por fin en elexterior comprobó cómo el solempezaba a dejar en torno a sí ese tonocolor salmón que anuncia la caída de latarde. Con los pantalones negros bajo suchaqueta y la pistola en la mano tomó elcamino de la derecha pegado a la pared.Seguían cayendo proyectiles soviéticos,aunque no sobre la propia Cancillería.Parecía que los rusos concentraban elfuego en las zonas defendidas por losalemanes, unos metros más al oeste.

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Müller rodeó la torre de observaciónque estaba inacabada y, girandonuevamente a la derecha, llegó al jardín.Efectivamente, los guardaespaldasRattenhuber y Högl habían retirado todala guardia.

Corriendo, llegó hasta la salida deemergencia. Se sacó los pantalonesnegros de debajo de la guerrera y losdejó junto a la puerta. Se aseguró de queel arma llevaba puesto el seguro y laguardó en el bolsillo. Desde donde seencontraba podía ver, a unos quincemetros, la cisterna donde Günsche dijoque había cadáveres. Se trataba de unsólido bloque de hormigón de unos dos

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metros de altura con forma de bañera.Corrió hacia ella y se encaramó no sincierta dificultad.

Dentro vio varios cuerpos. Habíamujeres, ancianos, un par de niños.Hombres adultos había pocos. Ningunole pareció adecuado a Müller. A algunosles faltaba un brazo, otros erandemasiado altos, otros tenían en el torsoun agujero del tamaño de una manzana.Ninguno servía. El jefe de la Gestaporemovió entre los cadáveres, y empezó adesesperarse.

De repente, un silbido agudo cortó elcielo sobre Müller. Era un proyectil queen pocos segundos caería sobre la

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Cancillería. De un salto bajó de lacisterna y se echó a tierra justo en elmomento en que el obús impactabacontra el suelo a pocos metros de dondeél se encontraba. Una lluvia de tierra,polvo y arbustos cayó sobre Müller,quien notó que la temperatura habíasubido varios grados.

Se incorporó y buscó la garita dondedebía refugiarse luego con Hitler. La vioal otro lado del jardín. Otros dossilbidos anunciaron sendos obuses sobresu cabeza. No tendría tiempo de llegar ala garita. Müller se tiró al suelo y,contrayendo su cuerpo contra la cisterna,esperó las detonaciones. Esta vez ambas

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cayeron unos metros más alejadas. Losrusos habían elegido el peor momentopara bombardear la Cancillería.

El jefe de la Gestapo pensó que laúnica manera de salvar el pellejo seríabuscar refugio dentro del búnker, pero lapuerta estaba cerrada y ni Günsche nilos demás tarados aquellos lepermitirían pasar y poner en riesgo elresultado de la misión. Antes deberíahaber cumplido su parte del plan. Otrabomba cayó en el jardín. Más silbidos.Müller maldijo a Hitler, a Goebbels, aBormann. Se maldijo a sí mismo por sunegra suerte. Más impactos, más tierra ymás polvo sobre él.

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Definitivamente, necesitaba llevarya mismo un cadáver a la entrada delbúnker y entrar en el maldito refugio.Aprovechando unos segundos desilencio volvió a subir a la cisterna ytiró fuertemente del primer cuerpo quelogró asir con sus manos. Mientras lohacía escuchó un nuevo silbido, máspróximo si cabe esta vez.

Una décima de segundo antes de laexplosión del obús consiguió tirarse alsuelo parapetándose entre la cisterna yel cadáver que acababa de sacar.Nuevamente sintió sobre su cuerpo elimpacto de la tierra y las piedrasarrancadas por la onda expansiva del

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proyectil ruso.Müller agarró el cuerpo con los dos

brazos y lo arrastró unos metros endirección a la entrada del búnker. Amedio camino volvieron a escucharseotros dos silbidos. Müller se echó alsuelo y, como pudo, se tapó con elcadáver. Cuando hubieron estallado lasbombas optó por cargar el cuerpo sobresus hombros y correr hacia la salida deemergencia.

Cuando llegó se dejó caerpesadamente junto a la puerta y pudo,por fin, recuperar el resuello. Vio a sulado varias latas de gasolina,posiblemente las que utilizarían más

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tarde para quemar los cadáveres. Müllerrespiraba entrecortadamente. Lasbocanadas de aire que entraban en suspulmones estaban repletas de polvo ycalor. Creyó que iba a perder el sentido.Sin embargo, ahora, junto a la salida deemergencia, se sintió algo más protegidodel bombardeo soviético.

Sólo entonces consiguió prestaratención al cadáver que había sacado dela cisterna. «Maldición», pensó Müller.Era una mujer. Una mujer joven, de pocomás de veinte años, a la que además lefaltaba un pie, arrancado de cuajo por lametralla. Todo aquel peligro, todo aquelriesgo, para esto.

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Sin embargo, la irritación del jefe dela Gestapo pronto se disipó. Después detodo, aquel asunto no dejaba de serciertamente hilarante. El plan de losnazis iba a terminar con una jovencitasiendo incinerada en lugar del Führer,un tipo de cincuenta y seis años. Seríaun final adecuado para un plan absurdo ydisparatado proveniente de unas mentesalocadas como las de Goebbels yBormann.

Al diablo. Müller arrancó a la mujerlo poco que le quedaba del vestido y lepuso los pantalones de Hitler. Actoseguido sacó la pistola de la chaqueta yle descerrajó un tiro en la boca. La bala

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salió de la cabeza y le dejó un agujeroen la parte posterior del cráneo.

Müller llamó con fuerza a la puertade la salida de emergencia, mientrasfrente a él seguían cayendo bombassoviéticas. Nadie contestó. Volvió ahacerlo aún con más fuerza. Nada.«Maldito Günsche, juro que si salgo deésta lo mataré con mis propias manos»,se dijo.

Las bombas seguían cayendo en eljardín. Müller se puso en pie y empezó adar puntapiés y puñetazos a la puerta. Alfin se abrió. Era Johann Rattenhuber, eljefe de los guardaespaldas.

—Maldita sea, ¿es que están sordos

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ahí dentro?—Cállese —dijo Rattenhuber

mientras permitía el paso de Müller alinterior—. Ha tardado usted demasiado.El Führer ya se ha retirado a sushabitaciones. En cuanto termine elbombardeo saldremos a incinerar loscuerpos.

—¿Y qué pensaban? ¿Dejarme fuerapara disfrutar de la tarde mientras tanto?

Rattenhuber sostenía la puerta, quellevaba a la antecámara del búnker. Unavez hubo entrado Müller, sacó la cabezay se asomó al exterior. Volvió dentro ycerró de un portazo.

—¿Es ése el cuerpo que ha traído?

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—preguntó señalando la puerta con elpulgar.

—Sí.—Parece una mujer.—Es una mujer —confirmó el jefe

de la Gestapo.En ese momento la puerta que daba

al interior del búnker se abrió y llegaronhasta ellos Goebbels y Bormann.

—Müller —dijo el ministro—, ¿hapodido cumplir la misión?

—El muy idiota ha traído el cuerpode una mujer —dijo Rattenhubermientras fuera el bombardeo seintensificaba.

—Escuche, imbécil —replicó

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Müller agarrando a Rattenhuber delbrazo—, he traído lo que he podido.Que dadas las circunstancias esbastante. ¿Quiere salir usted ahí fuera?Yo me quedaré aquí en la puerta y leabriré cuando llame. O a lo mejor no lohago.

—Caballeros —terció Goebbels—.No discutan.

Martin Bormann se colocó entre losdos hombres.

—Quizá podamos salir luego cuandocese el bombardeo y obtener otro cuerpo—dijo en tono conciliador el secretariode Hitler.

—Imposible. Creo que han caído al

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menos dos proyectiles dentro de lacisterna cuando venía hacía aquí. Loscuerpos ya estaban mutilados cuando yollegué, posiblemente por losbombardeos anteriores. Ahora deben dehaber quedado muy mal parados.

—Dígame, Müller —dijo Goebbels—. Si quemamos a esa mujer en lugardel Führer, ¿los rusos serán capaces dedescubrir el engaño?

—Sí. La única manera de impedirlosería destrozar los restos, en particularlas caderas, y esperar que sólo puedanencontrar fragmentos muy pequeños.

—Bah. Hasta el forense más tontosería capaz de descubrir que es una

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mujer —intervino el escoltaRattenhuber.

—Deberíamos esperar y conseguirmás tarde otro cadáver en otro lugar —sugirió Bormann.

—No hay tiempo —dijo Goebbels—. Cuando vayamos a negociar con losrusos los cuerpos ya tendrán que llevarhoras quemados. Si no, toda nuestrahistoria se vendrá abajo. Es ahora onunca. Todo el búnker sabe ya que elFührer va a morir de manera inminente.

—En ese caso no tenemos másopción que hacer añicos los restos deese cadáver que ha traído Müller —concluyó Bormann.

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Una idea atravesó la mente deldirector de la Gestapo como una estrellafugaz.

—Escuchen —dijo Müllerchasqueando los dedos—. Si después dequemar el cadáver lo enterramos ydesenterramos un par de veces los restossufrirán bastantes daños. Además, seráuna forma poco sospechosa de explicara los rusos por qué están en tan malestado. Bastará con decirles quesimplemente encontramos una sepulturamejor para el Führer.

—Buena idea —dijo Goebbels—.Usted, Bormann, cuando el cadáver seairreconocible ordene a algún guardia

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que entierre los restos, y más tarde aotro distinto que los vuelva a enterrar enotro lado. Dígale que el lugar originalno es seguro, o invente cualquier otrarazón.

—De acuerdo.—Bien, señores. El plan sigue

adelante. Usted, Müller, cuando le seaposible salga de aquí y espérenos en lagarita. Le llevaremos al Führer comohemos convenido.

Bormann, Goebbels y el jefe deguardaespaldas Rattenhuber semarcharon, dejando solo en laantecámara al jefe de la Gestapo.Cuando Rattenhuber pasó frente a él,

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Müller lo taladró con la mirada. Esperójunto a la puerta durante algunosminutos. Poco después, las detonacionesse hicieron menos frecuentes hastadesaparecer. En ese momento, Müllermiró su reloj y salió al exterior. Eran lastres y veinte de la tarde.

El jardín de la Cancillería tenía unaspecto tétrico. Por todos sitios habíapequeños cráteres excavados por lasbombas. De algunos de ellos emergíanpequeñas llamas que chamuscaban losescasos matojos en que había quedadoreducida la flora del jardín. El suelo eraun horno humeante y el polvo se ibaasentando poco a poco, cubriendo de

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suciedad las fortificaciones querodeaban el entorno de la Cancillería.

Müller pasó junto al cuerpo de lamujer, que seguía en el mismo lugar enque lo había depositado. El cadáver,mutilado y vestido en su parte superiorúnicamente con unos harapos y con unflamante pantalón del Führer en laspiernas, representaba con fidelidad elfinal del Reich milenario de AdolfHitler. El jefe de la Gestapo llegó a lagarita, apartó los dos sacos de arena queprotegían la puerta y entró. Ciertamente,había espacio para dos personas. No eraun lugar cómodo, pero podíapermanecer allí un buen rato hasta que

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pudiese salir y acompañar a Hitler alTiergarten en mitad de la oscuridad ydurante el alto el fuego.

Desde su posición, Müller podía versin dificultad a través de la mirilla laentrada del búnker. También podíadivisar las torres de control quevigilaban el patio. No había ningúnguardia en ellas.

El jefe de la Gestapo cruzó losbrazos, apoyó su hombro en la entrada yesperó a que ocurriese algo. Todo aquelalboroto de última hora le parecía, a losumo, patético. Ni en el mejor sueño deGoebbels tenía Hitler la menorposibilidad de llegar hasta el ejército

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del general Ferdinand Schörner. Salir deBerlín ya era imposible. Pero aunque loconsiguiera, ¿cuántos kilómetros deberíarecorrer hasta Schörner?¿Cuatrocientos? Y una vez allí, ¿quépensaba hacer? ¿Subirse a un carro decombate y dirigirse a Moscú?

Sin embargo, el patetismo de loslíderes nazis le hizo recapacitar sobre supropia situación. Después de todo, allíestaba él. Esperando a que le llevasen aHitler en mitad de una pantomimaridícula. Müller concluyó que no teníamás opción que seguirles el juego, locual no era más que lo que llevabahaciendo durante los últimos doce años.

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Tales pensamientos rondaban lamente de Müller cuando de repente vioabrirse la puerta de la salida deemergencia del búnker. Por ella salieronlos guardaespaldas Rattenhuber y Högl.Uno y otro tomaron caminos opuestos.Al poco rato los vio entrar en las torresde vigilancia. Sin duda, estabancontrolando la presencia de testigos. Alcabo de unos minutos, los dos hombresvolvieron a encontrarse en la entrada delbúnker. Hablaron durante unossegundos, y, finalmente, Högl regresó alinterior y Rattenhuber se encaminó haciala calle.

Müller vio pasar al jefe de escoltas

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por delante de él a menos de tres metros.Palpó la pistola que tenía en la chaquetay por un momento pensó en disparar aRattenhuber. Si lo hiciese y luegoarrastrase el cuerpo fuera de laCancillería nadie sabría nunca quiénhabía sido el asesino. Sin embargo, optópor no hacerlo. No quería que todaaquella bufonada comprometiese supropio plan de huida al lado soviético.Lo mejor sería ayudar a aquellosimbéciles a sacar a Hitler de laCancillería y esperar en el búnker a quellegasen los rusos e identificarse anteellos como Hermann Arno, tal y como lehabían indicado.

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Además, si mataba a Rattenhuberahora, ¿quién se haría cargo de Hitler enel Tiergarten? Con Rattenhuber muerto,el majadero de Goebbels era capaz deencargarle a él que condujese al Führermás allá del Tiergarten, y esosignificaría el fracaso de su plan desalvación.

Müller trazó entonces mentalmentela ruta que seguiría con Hitler hacia elparque. El Tiergarten no estaba lejos,quizá a unos doscientos o trescientosmetros. Una cosa sí parecía factible aljefe de la Gestapo: entre la oscuridad dela noche y en medio de un alto el fuego,llegar al Tiergarten no sería

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complicado. Una vez allí pasaría elpaquete a los escoltas y él seescabulliría.

Nuevamente se abrió la puerta delbúnker. Esta vez salió el ayudante de lasSS Otto Günsche. Comprobó que nohabía nadie fuera, miró a Müller y lehizo una seña. El jefe de la Gestaporetiró los dos sacos de arena queprotegían la entrada de la garita y corrióhacia Günsche. Cuando hubo llegado asu altura, el oficial de las SS volvió alinterior y salió con Hitler. Estaba vivo,pero manchado de sangre. Tenía unaspecto repulsivo y apenas podía andar.Günsche y Müller pasaron los brazos

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del Führer detrás de sus cabezas y lollevaron a la garita. Allí lo dejaroncuidadosamente, sentado fuera de lavista de todo aquel que pasase frente alpequeño refugio.

—¿Ha ido todo bien? —preguntóMüller.

—Sí. Al final llegó Artur Axmann,el jefe de las juventudes hitlerianas, y lodejamos entrar en la habitación delFührer. Él y el criado Heinz Linge hanvisto el cuerpo. Están convencidos deque el jefe ha muerto.

El director de la Gestapo echó unvistazo a Hitler, quien respirabaruidosamente con los ojos entornados.

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—¿Está bien el Führer? —preguntó—. No tiene buen aspecto.

—Deben de ser los efectos delsomnífero. Para cuando puedan salirestará perfectamente.

Günsche se asomó al exterior de lagarita.

—¿Es ése el cuerpo que debemosquemar con el de Frau Hitler?

Müller asintió.—¿No había nada mejor en la

cisterna?—No —confirmó Müller—. Lo que

sí había era un bombardeo ruso.Günsche chasqueó la lengua y negó

con la cabeza.

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—Está bien —dijo el ayudante deHitler—. Venga ahora conmigo a lacisterna. Tenemos poco tiempo, peroquizá encontremos algo mejor.

Müller volvió a cubrir con el saco laentrada de la garita y los dos hombresrecorrieron en pocos segundos ladistancia que había hasta el lugar dondese encontraban los cadáveres. De unsalto, el joven oficial de las SS seencaramó a lo alto de la cisterna.

—Maldita sea —dijo desde arriba—, esto es una carnicería. No queda niun solo cuerpo entero. Han debido caervarias granadas aquí dentro.

—Ya se lo dije al ministro

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Goebbels. Pero espere. Podríamos usarun trozo de un cuerpo de varón. Si loven los rusos pueden pensar que elcadáver de Hitler quedó despedazadopor una bomba que cayó sobre susepultura —propuso Müller.

—Olvídelo. Si ven a Frau Hitlerentera y el otro cuerpo despedazado,sospecharán. Es muy arriesgado. No haymás remedio que usar a la mujer. ¿Le hadisparado en la cabeza?

—Sí, en la boca.Günsche bajó de un salto y se

restregó las manos en la pernera delpantalón.

—Maldición —dijo—. El ministro

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Goebbels está diciendo a todo el mundoque el Führer se ha disparado en la sien.

—¿Y qué diablos importa? Tal ycomo estamos el lugar donde tenga lachica el agujero es lo de menos.

—Tiene razón —coincidió Günsche—. Vamos a la puerta del búnker.

Cuando llegaron, Müller esperófuera y Günsche entró. A los pocossegundos salió con una manta manchadade sangre y unos zapatos.

—Ayúdeme a cubrir el cuerpo —dijo el oficial de las SS.

Los dos hombres envolvieron a lamujer, dejando ver únicamente laspiernas. Le pusieron un zapato, pues el

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otro era innecesario al faltarle un pie.Una vez hecho esto, Günsche volvió aabrir la puerta, comprobó que no habíanadie y entró con el cadáver. Desde lapuerta dijo a Müller:

—Usted vuelva ahora a la garita yno pierda de vista al Führer. En unosminutos Rattenhuber volverá a poner laguardia en la torre de vigilancia paraque esos hombres presencien desdearriba la cremación. Luego saldremos yquemaremos los cuerpos. —Günschemiró al suelo, junto a Müller—. Eso deahí ¿qué es? ¿El vestido que llevaba lamujer?

—Sí.

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—Haga un jirón y déjemelo aquí enla entrada. Luego nos vemos.

Müller tomó lo que quedaba delvestido de la mujer y cortó con lasmanos un andrajo. Lo dejó junto a lapuerta y después corrió hacia la garita.Hitler seguía allí en la misma posiciónque lo había dejado. Cada exhalación deaire se emitía con un ronquido áspero yseco. Müller temió que estuviesesufriendo un ataque. Le desabrochó lachaqueta y le aflojó el nudo de lacorbata. Tomó la mano de Hitler y lecomprobó el pulso. Era débil.

Una sombra pasó corriendo en esemomento ante la garita que ocupaban los

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dos hombres. Müller se asomó y vio alescolta Rattenhuber, que había llegado ala salida de emergencia y llamaba a lapuerta. Alguien abrió. El jefe deguardaespaldas de Hitler dio un brevemensaje a alguien que esperaba dentro ya continuación entró en el búnker.Müller miró hacia la torre de vigilancia.Seguía vacía. Pero pocos segundosdespués un guardia apareció dentro.Rattenhuber había cumplido su parte.

La salida de emergencia del búnkerse abrió. Aparecieron Günsche con elcadáver de la mujer tapado con la mantay Högl detrás con el de Eva Braun, queiba descubierto. A continuación salieron

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Goebbels, Bormann, el criado Linge, eljefe de las juventudes hitlerianas ArturAxmann y el chófer. Quizá hubieraalguien más, pero Müller no pudo verlo.Anduvieron todos unos diez metros y, depronto, un soldado anónimo apareciódesde el lado donde se encontraba latorre de vigilancia. El mismo por dondeMüller había llegado procedente de lasalida principal del búnker. Günsche sedetuvo y gritó a aquel hombre que semarchase de allí inmediatamente. Elsoldado, pálido de miedo, dio mediavuelta y salió corriendo en dirección ala torre. Müller se fijó entonces en queaquel hombre era el centinela, que había

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bajado de su puesto de observaciónalertado por el ruido.

Günsche y Högl dejaron los cuerposuno junto al otro y los rociaron con lagasolina que el chófer había dejado allado de la puerta del refugio. Justo enese momento la artillería rusa volvió aabrir fuego. Todos los alemanes seapresuraron hacia la entrada del búnkermientras Günsche iba dejando unreguero de gasolina. Cuando llegó juntoa sus compañeros se agachó y recogió eltrozo de tela que Müller le habíacortado. Lo encendió con un mechero ylo arrojó al riachuelo de combustible.Inmediatamente los cuerpos prendieron

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en medio de una potente llamarada. Losalemanes hicieron el saludo hitleriano y,volviendo al interior del refugio,cerraron las puertas.

La función había terminado. Eran lascuatro y veinte de la tarde. El jefe de laGestapo echó un vistazo a Hitler. Seguíaigual.

Los soviéticos intensificaron elfuego sobre la Cancillería. Müller pudover entonces cómo el guardia de la torrehabía desaparecido. Probablementehabría algún parapeto en el interiordonde había buscado refugio mientrasduraba el bombardeo. La garita en laque se encontraba el director de la

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Gestapo con Hitler parecía segura. Lapuerta era sólida y el hormigónsoportaba sin dificultad las ondasexpansivas de los proyectiles. Müller sesentó junto a Hitler y esperópacientemente a que los rusos secansasen de disparar.

Miró en ese momento al Führer.Resultaba increíble que aquel hombreenfermo y frágil hubiese enviado a lamuerte a varios millones de personas; enel campo de batalla y en el campo deexterminio. Y había algo que le era aúnmás difícil de entender: estabadeterminando su propio destino, el deHeinrich Müller. Un hombre que ni era

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nazi, ni creía en la superioridad de laraza aria ni que el este de Europa fueseel lugar donde los alemanes debíanasentarse más allá de sus fronteras. Élsólo era un policía bávaro que habíatrabajado al servicio de su país y suGobierno. Y su Gobierno le habíaordenado cumplir órdenes absurdas quelo habían conducido hasta la trágicasituación en la que se encontraba en esosmomentos.

Sin embargo, ahora la trayectoria deHitler sí que iba a llegar al final y, comono podía ser de otra manera, en mediode un estrepitoso fracaso. Aunque paraMüller lo más patético de todo era que

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él mismo se había convertido en unomás de los que lo protegían y ayudabanen aquellas horas finales de su reinado.Allí sentado junto a Hitler, HeinrichMüller se sintió como el último nazi deAlemania.

El fuego de la artillería rusa parecióperder intensidad. De repente, la puertadel búnker se abrió. Alguien, un soldadoque él no conocía, se acercó al lugardonde ardían los cadáveres y vertiósobre ellos más gasolina. Las llamas sereavivaron y el soldado regresó alinterior.

Heinrich Müller dirigió de nuevo suatención a Hitler. Seguía sentado, pero

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esta vez la cabeza le colgabapesadamente sobre el pecho. El jefe dela Gestapo se sobresaltó y se inclinósobre Hitler para examinarlo. El Führerse había desmayado. Müller dio unpuñetazo a la pared de la garita. Suprimer impulso habría sido correr haciael búnker para pedir ayuda, pero esohabría llamado la atención del guardiade la torre, quien, al finalizar elbombardeo, había vuelto a aparecer. Eljefe de la Gestapo se golpeó la frentecon el puño, intentado pensar. ¿Quéhacer? Si Hitler moría allí esosestúpidos serían capaces de culparle aél.

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Müller pensó en disparar al guardiade la torre. Sacó el arma y la apoyó enel mirador de la garita. Sin embargodesechó la idea. Estaba muy lejos. Y sifallaba el guardia no sólo abriría fuegocontra él, sino que pediría refuerzos yentonces todo estaría perdido.

El jefe de la Gestapo miró el reloj.Eran más de las seis y el sol estaba casioculto. Sus últimos rayos iluminaban latarde. Si esperaba unos minutos quizápudiese llegar al búnker sin ser vistopor el guardia. De pronto, el fuego rusose reinició. No era muy intenso, pero elcentinela consideró que lo suficientecomo para volver a refugiarse en el

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interior de la torre. Müller se dijo queése era el momento propicio. Saliócorriendo de la garita y en pocossegundos llegó a la salida deemergencia. La empujó violentamente ycomprobó con alegría que estabaabierta. Bajó las escaleras, atravesó laantecámara y entró en el búnker. Enmitad del corredor se topó con MartinBormann, quien se le quedó mirandocomo si hubiese visto a un fantasma.

—¿Qué demonios…? —empezó adecir el secretario de Hitler.

—Rápido —le interrumpió Müller—, avise a Günsche. Debe venirinmediatamente a la garita.

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—¿Qué ocurre?—El Führer ha sufrido un desmayo.

Creo que no está bien.—De acuerdo. Vuelva a su puesto.Müller, más tranquilo, subió las

escaleras y abrió la puerta deemergencia. Fuera seguían cayendoalgunas granadas sobre la Cancillería,pero no exactamente en el jardín. Elguardia seguía oculto, así que el jefe dela Gestapo aprovechó para volver a lagarita.

Cuando llegó, Hitler seguíadesmayado. Müller le abrió un ojo y vioque lo tenía inyectado en sangre. Supulso era aún más débil. Se incorporó

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para asomarse por la mirilla de lagarita. Deseaba con todas sus fuerzasque llegase alguien de inmediato. Si elfuego ruso cesaba, el guardia regresaríaa su puesto y quizá nadie se arriesgase asalir a su encuentro.

La puerta del búnker se abrió en esemomento. Alguien miró en dirección a latorre de control. Müller también. Elguardia no estaba. Entre las sombras dela noche que empezaban a envolver eljardín, un hombre corrió en dirección ala garita llevando una mochila colgadadel brazo. Era el ayudante de las SS deHitler, Otto Günsche.

El joven oficial se arrodilló frente al

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Führer y le tomó la mano para buscarleel pulso.

—Se acaba de desmayar —dijoMüller—. Creo que es preciso queavisen a su médico. A ese talStumpfegger.

—Imposible. El doctor Stumpfeggerno forma parte del plan.

—¿Y entonces? ¿Dejamos que muerael Führer solamente para evitar que elmédico se entere del plan?

—No sea agorero. El ajetreo de hoyhabrá trastornado algo al Führer. Quiénsabe, quizá nos hayamos pasado un pococon la dosis de somnífero que le hemosadministrado.

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«Quizá nos hayamos pasado unpoco», repitió para sí Müller alzandolos ojos al cielo. Günsche sacó dedebajo de su chaqueta una pequeñamanta de campaña y la echó sobreHitler.

—En todo caso, el Führer no estádesmayado —dijo el oficial de las SS—. En poco tiempo se recuperará.

—Escuche Günsche. Son las seis yveinte. No sé a qué hora piensan salir ahablar con los rusos, pero me pareceque debería de ser ya mismo. Casi nohay luz.

—Tonterías. Debemos esperar aúnvarias horas. Los escoltas Rattenhuber y

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Högl han salido para asegurar la ruta dehuida y aún no han vuelto. Debemosdarles más tiempo.

—Pero…—Le sugiero que se relaje.

Descanse, pero no se duerma —dijoGünsche levantándose del suelo—. Yovolveré en un par de horas. Si paraentonces el Führer sigue igualtomaremos otras medidas.

Müller optó por cambiar de táctica.—¿Por qué no retira definitivamente

al cretino ése de la torre? —sugirió eldirector de la Gestapo—. Si pasase algoyo podría ir sin riesgo al búnker para…

—Usted no tiene que ir al búnker en

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absoluto —le interrumpió Günsche—.Ni se le ocurra volver a dejar aquí soloal Führer. Tenga, le he traído un poco decoñac. Más tarde les traeré tambiénalgún bocadillo.

Günsche volvió a marcharse. Loúnico que había conseguido Müller contodo aquel trajín era una manta delejército y una botella de coñac concuatro dedos de licor en su interior.Dado que la manta se la había quedadoel Führer y que además era abstemio, aMüller le pareció oportuno apropiarsedel coñac.

Se sentó junto a Hitler y miró altrasluz el contenido de la botella. Le

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pareció graciosa la recomendación quele acababa de dar Otto Günsche. Debíadescansar pero sin dormirse. Además,por lo visto, el tal Günsche parecíatratarle como a un soldado más de latropa. ¿Habría olvidado Günsche queHeinrich Müller era un general de lasSS y él sólo un mayor? La próxima vezque viniera se lo recordaría.

El jefe de la Gestapo sujetó labotella y arrancó el corcho con losdientes, lo escupió y dio un trago largode coñac a la salud de Günsche. Esetipo estaba como una regadera, pero almenos era leal, y aquella cualidadescaseaba cada día más en el bando

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alemán.El licor se deslizó por su esófago

abrasando las entrañas. Cuando el coñacllegó al estómago la sensación fueplacentera y sumió al hombre en unprofundo sopor. Müller se durmió. Mástarde dio una cabezada, y cuando subarbilla le golpeó el pecho se despertósobresaltado. Miró el reloj. Casi nopodía ver las manillas. Le dio laimpresión de que eran las nueve de lanoche. Echó un vistazo a Hitler. Estabadormido, recostado bajo la manta.Seguía respirando con un resuelloáspero y tosco. El director de laGestapo se levantó y miró hacia el

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exterior. Estaba tan oscuro que no pudover nada. Se frotó los ojos tratando dedistinguir al guardia de la torre, pero leresultó imposible. Las llamas que habíanenvuelto los cadáveres de Eva Braun yla mujer de la cisterna ya se habíanextinguido. A lo lejos continuaba elruido de la batalla.

Tenía hambre. Hacía rato queGünsche debía haber vuelto. Sintió latentación de ir hacia el búnker, perodesistió. Volvió a sentarse, emitió unsonoro bostezo y se golpeó la cara conlas dos manos. ¿Qué demonios estaríanhaciendo dentro del búnker? ¿Por qué nosalían ya hacia el Tiergarten y terminaba

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de una vez aquel sainete?Nuevamente oyó pasos en el

exterior. Se levantó, miró a través de larendija de la garita y vio cómo doshombres de las SS con sendas palas alhombro y un farol se dirigían al lugardonde se encontraban los cadáverescalcinados. Tomaron ambos y losarrastraron sin ninguna ceremonia a uncráter que había dejado una bomba unosmetros más allá de donde seencontraban. Müller no podía ver muybien, pero creyó intuir que toda lamaniobra fue realizada con bastantedescuido. Después de aquello, pensó,los restos debían de estar en bastante

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mal estado. Además había poca luz. Contoda seguridad aquellos hombres nodudarían de que uno de los cadáveresera el del Führer.

Cuando hubieron sepultado los doscuerpos, los SS volvieron al búnker y lapuerta se cerró tras ellos. Müller apoyóla cabeza en el muro y se entregó a suspensamientos.

Su mayor éxito como director de laGestapo fue la desarticulación de la redde espionaje soviético Orquesta Roja enel verano de 1942. La red veníaoperando desde hacía un par de años yhabía conseguido extender sus tentáculospor varios países europeos. En aquel

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momento se desconocía la informaciónque Orquesta Roja había pasado a losrusos, pero no hacía falta ser muy astutopara imaginárselo. El ejército alemánestaba plagado de traidores y no pocainformación de los movimientos de lastropas llegó a las emisoras de la redpara ser transmitida a Moscú.

La Gestapo podía hacer muy poco enlos países que no controlaba y en losque Orquesta Roja venía operando. Elmás peligroso era la neutral Suiza,donde una facción de Orquesta Rojadenominada la «Red Lucy» enviabacada día numerosos cables coninformación militar alemana a la URSS.

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Cuando Müller tuvo constancia de quedesde el pequeño país helvético seestaba transmitiendo información a laUnión Soviética, informó a Himmler. ElGobierno alemán advirtió oficialmente alos suizos que si no tomaban medidasinmediatas para desarticular la redentenderían que su neutralidad se habíaroto y considerarían a Suiza comonación enemiga. El ejército alemántardaría menos de una hora en ocupar elpaís entero. Los suizos se apresuraron adetener y expulsar a todos los espías dela Red Lucy, lo cual satisfizo a Berlín.

Finalmente, en agosto de 1942, laGestapo lanzó a sus agentes en pos de la

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Orquesta Roja y en pocas horas searrestó a casi seiscientas personas enAlemania, Francia y Bélgica. Se juzgó amuchas de ellas. Algunas resultaroncondenadas a muerte y otras fueronrecluidas en campos de concentración.Aquel golpe supuso un duro revés parael servicio de espionaje soviético.

Müller se levantó y se quedómirando por la rendija de observaciónunos minutos. Vio entonces cómo sevolvía a abrir la puerta del búnker yunos pasos rápidos se acercaban a lagarita. Las sombras de la nocheimpidieron identificar al visitante hastael mismo momento que éste cruzó el

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umbral. Era Otto Günsche, y venía conun macuto del ejército.

—¿Cómo está el Führer? ¿Se hadespertado?

—No. Sigue igual.—Maldita sea. —El ayudante de las

SS le tomó el pulso y señaló el macuto—. Ahí dentro hay algo de comida. Lacarne es para usted, recuerde que el jefees vegetariano. Yo voy a ver si consigoinstrucciones.

Günsche se alejó. El director de laGestapo abrió la mochila y extrajo unbocadillo de salami y una cantimploracon agua. Comió en silencio mientrasesperaba el regreso de Günsche. Éste

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volvió al cabo de unos minutos trayendoconsigo un pequeño estuche de piel.Eran casi las once.

—¿Qué es eso que trae ahí? —preguntó Müller.

—Son los utensilios médicos delFührer. El criado Linge me ha dicho quecon frecuencia el jefe tiene problemaspara despertarse, y en esos casos se leadministra una dosis de esto. —Günscheseñaló una ampolla con un líquidotransparente.

—¿Han contado a Heinz Linge queel Führer está vivo?

—Ni hablar. Le sonsaqué lainformación esta tarde, cuando le dejé

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aquí el coñac. —Mientras Günschehablaba extraía una jeringuilla y unaaguja—. Así que vamos a ponerle ahoraesta inyección.

—¿Qué están haciendo ahí dentro?—preguntó Müller señalando la entradadel búnker.

—El ministro Goebbels y Bormannestán instruyendo al general Krebsacerca de su misión ante el alto mandoruso. Dentro de poco saldrá con unabandera blanca para parlamentar conellos. —El oficial de las SS introdujo laaguja en la ampolla y llenó de líquido lajeringuilla—. Aunque en realidadseguimos haciendo tiempo, hasta que

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contacten los escoltas Rattenhuber yHögl para confirmarnos que la ruta desalida está despejada.

—¿Y si Rattenhuber y Högl hanmuerto?

—En ese caso pondremos en marchauna variante del plan. —Günsche seincorporó con la inyección preparada—.Tenga. ¿Se la puede poner usted?

—Ni hablar.—De acuerdo. Lo haré yo.

Descúbrale el antebrazo.Los dos hombres se inclinaron sobre

Hitler. Tenía los ojos cerrados yrespiraba ruidosamente por la boca.Müller le desvistió un brazo

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sacándoselo de la chaqueta y le remangóla camisa. Günsche le clavó acontinuación la aguja y le introdujo elcontenido de la inyección.

—Bien. En unos minutos le haráefecto. Cuando eso ocurra intente quecoma algo. Hay unos bocadillosvegetales.

Müller asintió con la cabeza,mientras Günsche guardaba nuevamentelas jeringuillas y las ampollas en labolsa de piel.

—Esté preparado —dijo a Müller—. Cuando Krebs llegue al cuartelgeneral ruso y se detenga el fuego seráel momento de salir.

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—¿Qué va a ofrecer Krebs a losrusos?

—Goebbels quiere proponer sólouna tregua para recoger heridos. PeroBormann insiste en ofrecer unarendición condicionada. Dirá a losbolcheviques que el sucesor del Führeres el Gran Almirante Dönitz y…

—¿Dönitz? —exclamó Müller—.¿Ha nombrado sucesor a Dönitz?

—Sí. Después de las traiciones delmariscal del Reich Göring y delReichsführer Himmler ninguno de ellospodía asumir el cargo. El Führer decidióen su testamento que su sucesor debíaser el Gran Almirante. Bormann

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pretende que los soviéticos reconozcanel nuevo Gobierno y le permitan a él y aalgunos otros dirigirse a Plön, dondeestá Dönitz, para ratificar la rendicióncondicionada.

Müller prorrumpió en una sonoracarcajada y Günsche le miró fijamente.

—¿Qué le resulta tan gracioso? —preguntó con enojo el ayudante de lasSS.

—No me haga caso. Me estoyimaginando a Bormann yendo a Plönescoltado por los rusos para retomardesde allí la guerra contra ellos. No mediga que no es divertido.

—En todo caso no nos corresponde

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a nosotros juzgar las decisiones delcanciller del partido. —Günsche,irritado, se levantó dispuesto a salir.

—Una última pregunta —dijoMüller—. Cuando salgamos, ¿no nosverá el guardia de ahí arriba?

—Imposible. Es de noche y le hemosquitado el farol. No podrá ver nada, asíque no se preocupe por él. Ahora memarcho, esté alerta.

—Desde luego —convinocansadamente el jefe de la Gestapo,mientras veía alejarse corriendo alayudante de las SS.

Müller se sentó junto a Hitler. A sumente volvió la imagen del secretario

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Martin Bormann saliendo del búnker aplena luz del día con el permiso de losrusos y volvió a reír. Verdaderamente,Martin Bormann era lo suficientementeestúpido como para mandar a Krebs conese mensaje al cuartel general soviético.Los rusos iban a pasar una nochedivertida con las delirantes peticionesdel bueno de Martin.

El caso es que Bormann siemprehabía sido un auténtico misterio paraMüller. ¿Cómo era posible que un tipoasí se hubiese convertido en la manoderecha del Führer del Tercer Reich? Y,sobre todo, ¿qué planes tendría Bormannpara cuando cayese Berlín? Müller tenía

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claro que Goebbels se suicidaría. Pero¿y Bormann? Verdaderamente, la ideade que los soviéticos permitiesen que elsecretario de Hitler huyese delante desus narices era hilarante, pero aldirector de la Gestapo le costaba creerque Martin Bormann no tuviese un planpersonal de salvación, como lo tenía él.

Heinrich Müller se hallaba inmersoen aquellos pensamientos cuando sintióque el cuerpo que tenía pegado a suizquierda empezaba a moverse. AdolfHitler iba recuperando sus facultades.

—¿Se encuentra usted bien, MeinFührer?

Hitler parpadeó fuertemente unas

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cuantas veces antes de responder.—¿Dónde está Bormann? —

preguntó con un hilo de voz ronco,propio de quien acaba de despertarse.

—Está dentro del búnker. ConGoebbels y los demás. Preparan lasalida de Krebs al cuartel generalsoviético.

Hitler guiñó con fuerza los ojosintentando enfocar a su interlocutor.

—¿Quién es usted? ¿GestapoMüller?

—Sí, Mein Führer.—Vaya a avisar a Bormann.—Mein Führer, he recibido severas

instrucciones para que permanezca aquí

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con usted hasta que la salida de estelugar sea segura. Fuera hay guardias quepodrían vernos y echarlo todo a perder.

Hitler asintió levemente con lacabeza. Tenía la mirada perdida enalgún lugar de la garita.

—¿Se ha enterado usted de lo queme ha hecho Himmler? —preguntó eldictador sin levantar la vista.

—Sí.—Es lo último. La peor de las

traiciones. Der treue Heinrich…—El Reichsführer no se saldrá con

la suya, Mein Führer.—Ya no es Reichsführer —replicó

Hitler mirando gravemente a Müller—.

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Ha sido depuesto de todos sus cargoscon deshonor. Además, quién sabe.Estoy convencido de que mantiene convida a miles de judíos para canjearlos ysalvarse.

—Imposible, créame. Himmler eshombre muerto.

Hitler tomó una amplia bocanada deaire que cuando fue exhalada pareció unsuspiro de resignación.

—Ése es el destino que nos espera atodos los alemanes si no alcanzamos lavictoria. Para el nacionalsocialismo nohay vida fuera de la victoria.

Hitler introdujo una mano en elbolsillo de su chaqueta y continuó

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hablando:—Goebbels está convencido de que

puedo llegar a Hamburgo oculto por unpuñado de fieles, pero es un iluso. Laúnica meta de mi viaje será ésta.

Adolf Hitler sacó la mano delbolsillo y, temblorosamente, la abriódelante de Müller. El jefe de la Gestapopudo ver una ampolla de metal dorado.

—Es un veneno muy potente, sellama cianuro potásico. Actúa en pocosminutos y detiene la actividad corporalantes de que los nervios perciban nada,así que resulta totalmente indoloro. Lohemos probado con los perros. —Hitlermiró fijamente a Müller—. He repartido

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cápsulas a todos mis colaboradores.¿Tiene usted una?

—No, Mein Führer. Cuando llegueel momento yo usaré esto.

Müller extrajo del bolsillo de suamericana la Walther PPK de 7,65milímetros que le había dado Günsche,la tomó por el cañón y la mostró aHitler.

—Bravo, le felicito —dijo el Führermientras sujetaba la culata de la pistola—. Una muerte de soldado. Yo,desgraciadamente, no puedo permitirmeese lujo.

Hitler se llevó la pistola a la sien.La mano le temblaba con tal violencia

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que era prácticamente incapaz deencañonarse. Bajó el arma y se ladevolvió al jefe de la Gestapo. Se hizoentonces una pausa. A lo lejos el fuegode artillería continuaba.

Müller reflexionó sobre algo quedijo el Führer. Le pareció haberentendido que se dirigía haciaHamburgo, cuando Bormann habíamencionado que su destino era elejército de Schörner en Praga, justo enla dirección contraria. Desde luego, laconfianza que los nazis habían declaradotener en él no era tanta como parecía.

El jefe de la Gestapo miró el reloj,eran casi las doce de la noche. Se

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percató entonces de que estaba a solascon Adolf Hitler, el hombre máspoderoso de Alemania, y no se leocurría nada de que hablar con él. Sintióque estaba desaprovechando la granocasión de su vida, aunque se dijo que sihubiese podido prever aquello quizáhabría sido capaz de preparar alguna delas muchas preguntas que le hubiesequerido hacer. Trató de concentrarsepara encontrar algo de lo que charlar,pero se dio cuenta entonces de que todole producía una pegajosa desidia. Nadale llamaba la atención lo suficientecomo para discutirlo con el Führer. Sólodeseaba cumplir la misión y entregarse

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de una vez a los soviéticos.En medio de aquellos pensamientos

el jefe de la Gestapo escuchó la voz deHitler:

—Müller.—Sí, Mein Führer.—¿Usted tendría alguna posibilidad

de salir de Berlín si desease hacerlo?Heinrich Müller sopesó la cuestión

unos segundos antes de contestar. Unalucecita roja se le había encendido en lacabeza. No pensaba en la respuesta, sinoen las razones que llevaban a Hitler apreguntar aquello.

—Si contase con la colaboración demis agentes de la Gestapo, creo que

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podría intentarlo. Después de todo, lossoviéticos no me conocen demasiado.Pero ya no me queda ni un solo agenteaquí. Están todos en el sur, en Baviera.

—¿Y sin sus agentes no podríahacerlo? ¿Si se vistiese de civil nopodría intentar salir de la ciudad comoun refugiado más y cruzar las líneas?

—El problema para mí, MeinFührer, no es atravesar los controlessoviéticos. La principal dificultad de mihuida consiste en que un alemán que meconozca me denuncie a los rusos.

Hitler asintió. A Heinrich Müller lacuriosidad le abrasaba el cerebro.

—Mein Führer —dijo—, ¿puedo

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saber por qué me pregunta todo esto?El rostro de Hitler se tensó con

irritación y su piel adquirió un leve tonorojizo.

—Porque deseo que ese cerdo deHeinrich Himmler reciba su merecido.Y quiero ordenarle a usted que loejecute.

Müller asistió a la que quizá fuese laúltima condena a muerte del tirano, ycomprobó que lo que proporcionaba lamayor y más confortante paz espiritualal alma de Hitler era más sangre. Eldirector de la Gestapo iba a contestar,pero justo en ese momento se oyó unavoz en la puerta de la garita.

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—Mein Führer, ¿está usted bien?Era el ayudante de las SS Otto

Günsche. Müller respiró aliviado.Había olvidado que estaba allí paravelar por la seguridad de aquel hombre,y un extraño se había acercado losuficiente al refugio donde seencontraban como para descubrirlos. Sihubiese sido él el responsable deaquella operación habría castigadoseveramente al agente. Sin embargo, niGünsche ni Hitler repararon en aquellanegligencia suya.

El Führer asintió con la cabeza.Günsche se inclinó sobre él parahablarle en voz baja.

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—El general Krebs ha salido yahacia el cuartel general ruso. En pocosminutos empezará el alto el fuego. Susescoltas Rattenhuber y Högl seencuentran en el Tiergarten esperándole.¿Está usted preparado para salir?

Hitler volvió a asentir con la cabeza.—Bien —continuó Günsche—. En

ese caso iré al búnker y traeré alsoldado de la escolta que lesacompañará a Müller y a usted.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó el jefe de la Gestapo.

—Un miembro del RSD deRattenhuber —respondió Günsche—. Esde total confianza, leal y un tirador de

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primera. Acompañará al Führer, algeneral Rattenhuber y al coronel Höglmás allá del Tiergarten.

—Vaya ahora, Günsche —dijoHitler—. Estamos preparados.

El ayudante de las SS de Hitlercorrió nuevamente hacia la entrada delbúnker en medio de la más absolutaoscuridad. La única luz provenía deltenue brillo de la luna. Heinrich Müllerayudó a levantarse a Adolf Hitler. Notóentonces que seguía vistiendo lospantalones negros y su guerrera decomandante supremo del ejército,manchada aquí y allá con lamparones desangre.

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Unos minutos después Günschevolvía a aparecer en la garita. Detrás deél venía un soldado de las SS al queMüller no conocía. Mediría casi unmetro noventa, era joven, cejijunto, teníaun prominente mentón y unos labioscarnosos.

—Mein Führer —dijo Günsche—,éste es el soldado del que le he hablado.Él les conducirá a ustedes dos al lugardonde se encuentran Rattenhuber y Högl.

El ayudante de las SS hizo una señaly el escolta entregó a Hitler unas ropas.

—Tenga, quítese su guerrera ypóngase este chaleco y esta chaqueta decivil.

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Günsche ayudó a vestirse a Hitler,quien después de aquello podía pasarperfectamente por un refugiado veterano.El dictador, una vez preparado parasalir, dedicó una sonrisa a su ayudante yle estrechó la mano.

—Espere, Mein Führer —dijoGünsche—. Tengo esto para usted.

Otto Günsche se metió la mano en elbolsillo y sacó algo que Müller noconsiguió ver en un primer momento.Hitler lo reconoció enseguida, y lo tomócon sumo cuidado en su mano derecha.

—La que llevaba usted se la regalóa la esposa del ministro Goebbels —explicó Günsche—. Nosotros le

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habíamos encargado a la Deschler &Sohn otra unidad por si perdíamos laoriginal en algún traslado.

Müller pudo ver entonces de quéhablaban. Era la insignia de oro delpartido. Una pequeña medalla redondacon una esvástica en el centro quellevaban los cien mil nazis más antiguosy en la que se grababa en la parte deatrás el número de afiliación al partido.Detrás de la insignia de Hitler figurabael número uno.

Hitler pareció emocionarse con elregalo de Günsche y le acariciócariñosamente la mejilla con su mano,que le temblaba más que nunca. Se

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guardó la insignia en el bolsillo delpantalón y siguió al escolta fuera de lagarita. El director de la Gestapo saludócon la cabeza a Günsche y se colocó a laderecha de Hitler, caminando detrás delguardia.

El trayecto hacia el Tiergarten se lehizo muy corto a Müller. Caminabandespacio, pero sin detenerse en ningúnmomento. Toda la ruta hasta la entradadel parque estaba desierta. Además, elfuego de artillería se había detenidocompletamente gracias a la tregua, porlo que las calles respiraban unatranquilidad desconocida desde hacíaaños.

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Ya estaban a punto de entrar en elTiergarten cuando el escolta hizo unaseña y agarró a Hitler del brazo paraparapetarlo detrás de un cochecalcinado. Müller, que llevaba la pistolaen la mano, siguió a los dos hombres yse escondió junto a ellos detrás delvehículo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Hitler.—Un grupo de hombres

desconocidos —respondió el jovenguardia—. Son seis, están saliendo delparque.

—Quizá sea Rattenhuber —dijo eldictador.

El escolta se llevó el índice a los

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labios. A escasos metros de ellos pasóun grupo de seis soldados alemanesarmados, con el uniforme abierto y unpañuelo blanco anudado en el brazo.

—Son desertores —murmuró Mülleral oído del Führer—. Buscan un pelotónsoviético para entregarse. Llevan armaspor si se topan con alguna patrulla de lasSS.

La respiración de Hitler se hizo másruidosa y su ánimo se encendió derepente. Agarró del brazo a Müller ydijo con voz indignada:

—Les ordeno que salgan a abatirlos.No dejen ni uno con vida.

El escolta oyó la orden y miró

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aturdido al director de la Gestapo. Éstetomó la mano de Hitler que tenía sobresu brazo y trató de tranquilizarlo.

—Mein Führer, esos soldados sonsuperiores en número, van armados yestán entrenados. Con el factor sorpresapodríamos eliminar a tres o quizá cuatrode ellos. Pero luego no tendríamosninguna posibilidad. No hay másremedio que dejarlos marchar y tratar dellegar hasta Rattenhuber.

Hitler pareció aceptar aquellosargumentos y no insistió más, aunque surabia no disminuyó. Mientras los seissoldados desaparecían del alcancevisual de los tres hombres, Müller no

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podía dejar de preguntarse qué clase dereconocimiento de la zona habíarealizado el inepto de Rattenhuber. Estavez habían estado cerca de serdescubiertos. Gracias a que el muchachoparecía tener una vista de lince y quejunto a ellos se encontraba aquel cochedestrozado habían conseguido salir deaquélla.

El joven escolta emergió cautamentedel escondite e hizo una señal. Müllersalió junto al Führer. El jefe de laGestapo notó que el dictador seguíatenso e irritado. Si se volvían aencontrar con algún imprevisto similarno sabía si sería capaz de refrenarlo.

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Después de todo, Hitler no era hombreacostumbrado a que se le desobedeciesede continuo.

Sin embargo, una vez más, el diablose puso de parte de Heinrich Müller. Alpoco de internarse en el Tiergarten, elescolta avisó a sus dos acompañantes deque Rattenhuber y Högl estaban en ellugar indicado y le habían hecho la señalconvenida con las linternas.Efectivamente, unos metros más allá, eltrío se encontró con los dosguardaespaldas de Hitler.

Rattenhuber fue el primero endirigirse a su jefe, preguntándole si todohabía ido según lo planeado. Hitler

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asintió, y al hacerlo Müller tuvo quemorderse la lengua para no hablar de lacuadrilla de desertores que estuvieron apunto de darles un disgusto. El Führerpreguntó si la ruta que iban a emprendera continuación estaba asegurada, a loque Rattenhuber respondióafirmativamente. Hitler se dirigióentonces al jefe de la Gestapo:

—Müller —dijo firmementemientras le señalaba con el dedo—, leordeno que trate de salir de Berlín y seencargue de cumplir la sentencia delpueblo alemán contra Heinrich Himmler.

El director de la Gestapo, que loúnico que deseaba en aquellos

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momentos era perder de vista parasiempre a aquel hombre y sus fanáticossacamantecas, juró por su honor quecumpliría el encargo. Rattenhuber, queasistía a la escena con una expresión deincredulidad, intervino en ese momento:

—Escuche, Müller —dijo el jefe deescoltas—. Yo voy a acompañar alFührer y al soldado hasta el final delTiergarten, y luego volveré al búnkercon Högl. Si quiere puedeacompañarnos y regresar más tarde connosotros.

Nuevamente la luz de alarma seencendió en la mente de HeinrichMüller. Era preceptivo eludir tal

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ofrecimiento, y su cabeza actuó conprontitud.

—Gracias, Rattenhuber —dijo—,pero prefiero cumplir de inmediato laorden del Führer. Si aprovecho el alto elfuego quizá pueda desembarazarme demi uniforme y alcanzar la estación deWilhelmstrasse para huir a través de lostúneles.

Hitler acudió al rescate de Müller.El dictador asintió con la cabeza ytendió la mano a su jefe de la policíasecreta, proporcionándole tácitamente supermiso para marchar. Rattenhuber hizouna mueca de decepción pero no insistiómás.

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Heinrich Müller se separó acontinuación del grupo, pero no salióinmediatamente del Tiergarten. Unospocos metros más allá se dejó caer alpie de un árbol, sobre la tierra negra ycenicienta que cubría el paisajedevastado en que se había convertido elmayor parque berlinés.

El jefe de la Gestapo estabaagotado. No física, sino mentalmente.Aquellas horas en compañía de Hitler yel grave riesgo en que había estado suplan de entrega a la URSS lo habíansumido en un estado de ansiedad queahora trataba de calmar. Müller echó lacabeza hacia atrás para facilitar el

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acceso del aire a sus pulmones.Enseguida, su cabeza empezó afuncionar nuevamente a plenorendimiento. ¿Qué debía hacer acontinuación? Su plan original preveíaque a esas horas, con Hitler muerto, elbúnker hubiese quedado desierto. Allídebía esperar al Ejército Rojo. Sinembargo, ahora ¿qué aspecto tendríaaquel lugar? ¿Habría vuelto ya Krebs dehacer el panoli en el cuartel generalruso? ¿Se habrían marchado losocupantes del búnker?

Müller se pasó la mano por la caratratando de refrescar las ideas paraencontrar la mejor opción. Fue entonces

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cuando escuchó los disparos. Fuerondos, muy seguidos, de pistola. El ruidoprovenía de su espalda, del lugar dondehacía unos instantes había dejado aHitler con los demás.

El jefe de la Gestapo se levantó y seacercó agachado al punto donde sehabían producido las detonaciones.Cuando estuvo lo suficientemente cercase acuclilló detrás de unos arbustos ypudo ver la escena. Los guardaespaldasRattenhuber y Högl estaban de pie,conversando en voz baja, con las armashumeantes aún en la mano. A sus pieshabía dos cadáveres. Uno era el jovenescolta que Günsche había traído a la

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garita. El otro, Adolf Hitler. Müllerpudo verlo con toda claridad a la luz dela luna. Vestía la chaqueta que le habíadado su ayudante de las SS y el pantalónnegro. Rattenhuber y Högl se pusieron acontinuación en marcha. El primerocogió al Führer por los pies, y elsegundo, por las axilas. Transportaron elcadáver unos diez metros. Para poderseguir viendo lo que ocurría, el jefe dela Gestapo se movió hacia la derecha,siempre detrás del arbusto. Los dosescoltas golpearon con las culatas de susfusiles el rostro del dictador y actoseguido arrojaron su cadáver a un hoyoexcavado al pie de un árbol. Müller

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negó con la cabeza. Al fin sabía qué eralo que había estado haciendo el canallade Rattenhuber en lugar de asegurar elpaso al Tiergarten: cavar una fosa.

Högl tomó una pala que habíaescondido previamente en lasproximidades y cubrió el agujero.Cuando lo hubo hecho, Rattenhuber echóencima unos matorrales para disimularla sepultura. Acto seguido, los doshombres volvieron al lugar donde estabael cuerpo del joven escolta y, de lamisma forma que habían transportado elde Hitler, se lo llevaron hacia el interiordel parque.

Müller hincó la rodilla y vio

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alejarse a los dos asesinos. Palpó laWalther PPK que tenía en el bolsillo ymeditó durante un segundo salir detrásde aquellos hombres. Llevando ellos uncadáver a cuestas podría pegarles untiro a cada uno sin darles tiempo areaccionar. Pero entonces su instinto desupervivencia volvió a activarse. Justoantes de dejar a Hitler con ellos,Rattenhuber le había dicho que pensabavolver en breve al búnker con Högl.Quizá fuese cierto, y, si no regresaban,los Günsche, Bormann, Goebbels ydemás mentecatos quizá se alarmasen yoptasen por poner en práctica algunaotra majadería que importunase sus

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planes de entregarse a los rusos.«No», pensó Müller, «es mejor

dejar hacer a Högl y Rattenhuber.Posiblemente hayan actuado por sucuenta, y parte del plan sea regresar albúnker para decir que todo ha salidobien y que el Führer está a salvo. En esecaso, con los ocupantes del búnker mástranquilos, es posible que decidanlargarse».

El jefe de la Gestapo se puso enmarcha y salió del Tiergarten. Habíaresuelto dirigirse a su casa y esperarunas horas a que se levantase el alto elfuego. Sería fácil saber cuándo ocurriríaeso, pues volverían a sonar los tiros y

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los obuses. Además, en su domiciliotenía más armas que podrían serle deutilidad si de vuelta en el búnker algúnnecio trataba de inmiscuirse en susplanes.

De camino a su apartamento, Müllerno hacía más que pensar en el final deAdolf Hitler. Se dio cuenta entonces deque la invitación de Rattenhuber paraacompañarle no era más que un intentode quitarle también a él de en medio. Sinduda, con las armas preparadas y atraición, Högl y Rattenhuber no hubiesentenido problemas para matarlo. Despuésde todo, Hitler iba desarmado. Bastabacon dispararle en último lugar. Müller

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sintió un irreprimible deseo devenganza, pero a pesar de ello el sueñole vencía, y cuando llegó a su piso seechó sobre la cama e inmediatamente sequedó profundamente dormido.

La luz del sol le despertó al díasiguiente. Abrió la ventana y pudo oírlos sonidos de la guerra: el alto el fuegohabía concluido.

Debía ponerse en marcha y volver albúnker, pues los soviéticos llegarían encualquier momento. Müller pensóentonces si le convenía cambiar suindumentaria o conservar la que llevaba,la de general de las SS. Pensó que decamino a la Cancillería podía

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encontrarse con alguna patrulla de lasSS y ser tomado por desertor. Su rostrono era muy conocido y podía pasar unmal rato. Era mejor ir de uniforme.

Salió de su casa y fue directo aljardín de la Cancillería. Los soviéticosya habían tomado el Reichstag, y ahorase abrían paso a través de Unter denLinden hacia la Cancillería. Esosignificaba que se luchaba al norte delbúnker, por lo que Müller optó poravanzar por el sur siguiendo una ruta queestaba relativamente tranquila. Sólo tuvoque refugiarse entre los escombros unpar de veces ante la caída de otrostantos obuses.

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Müller llegó por fin al jardín dondeunas horas antes habían incinerado elcadáver de Eva Braun y la muchachadesconocida. En la torre de control nohabía nadie, sin duda porque queríanutilizar hasta el último hombre en ladefensa. El jefe de la Gestapo empujó lapuerta de la salida de emergencia y laencontró abierta. A los pies de laescalera, en la antecámara, había unguardia a quien sorprendió la súbitaaparición del jefe de la Gestapo.

—¿Quién es usted? —preguntóempuñando el fusil.

—SS-Gruppenführer Müller.El guardia se cuadró, y sin esperar

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permiso se asomó al corredor de lasescaleras por las que había bajadoMüller.

—¿Es que no hay ningún guardia ahíarriba, señor?

—No.El centinela emitió un chasquido de

desaprobación con la lengua, peroMüller no le dio tiempo a protestar.

—¿Está el ministro Goebbels en elbúnker? —preguntó el jefe de laGestapo.

—Sí, señor.—Vaya a avisarle. Pero no diga a

nadie más que estoy aquí.El guardia abrió la puerta del pasillo

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y se perdió en el interior del refugio.Müller se escondió en el acceso a lasescaleras de salida. Pensó que siGoebbels seguía con vida, aún no sehabría producido la huida masiva delbúnker. Un ligero sentimiento defrustración e impaciencia invadió aMüller. El jefe de la Gestapo escuchóentonces el sonido de los goznes de lapuerta al abrirse y vio entrar al guardiaseguido de Joseph Goebbels. Elministro, al ver a Müller, ordenó alsoldado que los dejase solos.

—Müller —dijo Goebbels mientrasle tendía la mano—, me alegra ver queestá a salvo. Temía que hubiese sufrido

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algún percance.—¿Cómo está la situación dentro del

búnker?—Desesperada. Los rusos

únicamente aceptan la rendiciónincondicional. Mi mujer y yo hemosresuelto morir aquí con nuestros hijos.Los demás saldrán del búnker en cuantose ponga el sol.

«Al fin una buena noticia», pensóMüller al escuchar aquellas palabras.

—¿Dejarán entonces el búnkerabandonado para cuando lleguen losrusos?

—Sí. Luchar aquí dentro esimposible. Sin el estímulo de la defensa

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del Führer sería un suicidio inútil. Sehan desplegado las tropas para defenderla Cancillería, dejando unas vías desalida en dirección a Friedrichstrasse.Por ahí piensan escapar más tardeutilizando los túneles subterráneos deltren.

Müller asintió a todo con la cabeza.«Excelente», pensó, «unas pocas horasmás y podré volver al búnker, yadesierto». Sólo quedaba una últimaduda:

—Rattenhuber me dijo que volveríaal búnker después de acompañar alFührer fuera del Tiergarten. ¿Ha llegadoya?

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—Sí —confirmó Goebbels—.¿Desea verlo?

—No, sólo quería saber si el Führerhabía conseguido salir del Tiergarten yproseguir su huida.

—Así es. Con él ha quedado el otroescolta.

Cuando escuchó aquellas palabras,Müller tuvo la certeza de que losguardaespaldas Rattenhuber y Höglhabían actuado por su cuenta, puesGoebbels jamás habría participado en elasesinato de Hitler. Por su cabeza pasófugazmente la idea de denunciar aRattenhuber, pero sin pruebas lo únicoque conseguiría su testimonio es

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sembrar el caos. Mejor dejar todo comoestaba y seguir con su plan.

—Celebro que sea así —dijo eldirector de la Gestapo—. Yo me marchoya; en realidad, he venido a despedirmede usted. El Führer me ordenó queintentase salir de Berlín para ocuparmede Himmler.

—Espero que pueda usted darle sumerecido a ese cerdo.

Heinrich Müller esbozó una mediasonrisa.

—Antes de irme, ministro, le rogaríaque no dijese a nadie que me ha visto. Sialguno cae en poder de los rusos y diceque estoy por aquí pondría en peligro la

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misión que me encomendó el Führer. Y,si es tan amable, saque al centinela queme he encontrado aquí a luchar al frente.

—Tomaré las disposicionesoportunas.

Goebbels estrechó la mano deMüller y, cojeando, se perdió en elinterior del búnker.

El jefe de la Gestapo volvió a saliral jardín. Eran las tres de la tarde. Notendría que esperar mucho antes de quese hiciese de noche. ¿Dónde podríaesconderse mientras tanto? Echó unvistazo rápido a su alrededor y, a laderecha, vio la garita donde habíaestado oculto con Hitler la tarde

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anterior. Pensó que no había un lugarmejor y se encaminó hacia allí.

En el suelo de aquel pequeño refugioseguía estando la mochila con losbocadillos vegetales y la botella decoñac que le llevó Günsche.Desgraciadamente estaba vacía. Müllerpuso un par de sacos en la puerta paraatrancarla y se echó en el suelodispuesto a pasar unas cuantas horas deespera solitaria.

Recluido en la garita, Müller dabavueltas a la muerte de Hitler. ¿Cuál seríael plan del jefe de guardaespaldasJohann Rattenhuber? ¿Acaso él tambiéntenía en mente entregarse a los

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soviéticos y la misión que le habíanencomendado de sacar a Hitler deBerlín a última hora se lo echaba portierra? ¿O sería Rattenhuber el espía quetransmitía a los soviéticos lainformación del cuartel general delFührer? El jefe de la Gestapo desechó laidea. Quizá fuese todo más sencillo.Posiblemente se tratase de una venganzapersonal, o simplemente queRattenhuber consideró aquella misióncomo un suicidio, que lo era, y optó porquitarse de encima a Hitler y tratar dehuir con los demás. Pero, en ese caso,¿tenía opciones?

Müller repasó mentalmente la ruta

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que, posiblemente, seguirían aquellosinfelices una vez se encontraran fueradel búnker. Goebbels le había dicho quese encaminarían a Friedrichstrasse, contotal probabilidad para tratar dealcanzar el puente Weidendamm y cruzarpor allí el río Spree. Luego seguirían endirección norte por Brunnenstrasse haciaPrinzenhallee, donde posiblementehubiese algún batallón alemán. La otraalternativa sería ir hacia el oestesiguiendo el Spree por Invalidenstrasse,pero allí se encontrarían con las tropassoviéticas que viniesen del Reichstag.«Bah», pensó Müller renunciando acontinuar con aquellas cavilaciones, «es

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imposible. Caerán todos».El jefe de la Gestapo optó por dejar

la mente en blanco e intentar relajarse.Mientras, fuera, el ruido de la batalla seaproximaba más y más al búnker.Müller, ansioso, se levantó. En losescasos metros cuadrados que tendríaaquella garita se movía intranquilo,mirando continuamente por la rendija deobservación la puerta de la salida deemergencia del búnker. Esperaba que deun momento a otro se produjese el éxodogeneral. Pero no ocurría nada.

Müller empezaba a preocuparse. Porsu cabeza pasó la idea de que loshabitantes del búnker hubiesen decidido

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defenderlo hasta el último hombre, locual representaría para él una situaciónbastante embarazosa. ¿Qué hacerentonces? Justo en ese momento se abrióla salida de emergencia y por ellaapareció el ministro Goebbels, su mujery el escolta de ambos. El matrimonio sesituó junto a la pared lateral del búnker,de espaldas a Müller. El guardia secolocó a su vez detrás de ambos ydisparó un tiro a Frau Goebbels y actoseguido otro al ministro. Ya en el sueloles descerrajó un tiro de gracia a cadauno. Otro soldado de las SS salió delbúnker con dos pesadas latas degasolina. El escolta de Goebbels estaba

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junto a los cadáveres, con la pistola aúnen la mano. Entre los dos hombresvertieron el contenido de las latas sobrelos cuerpos y les prendieron fuego.Hecho esto regresaron ambos al refugioy cerraron la puerta. Müller estabaatónito.

No obstante, al impacto inicial quele produjo la escena siguió un agradablesentimiento de alivio. Si Goebbels habíamuerto no podía pasar mucho tiempoantes de que los demás se decidiesen alargarse. Müller se apoyó junto a larendija de observación para no perderseese momento. Sin embargo, los minutospasaron y la salida de emergencia no se

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abría.Aquello era muy extraño. ¿Acaso

desalojarían el refugio por la entradaprincipal que daba a la Cancillería? Notenía mucho sentido, pero llegados aeste punto ¿qué lo tenía?

Habían pasado casi dos horas desdela muerte de Goebbels cuando HeinrichMüller optó por abandonar la garita yentrar en el búnker por la salida deemergencia del jardín. El director de laGestapo apartó los sacos de arena, salióde su pequeño refugio y se encaminó ala puerta del búnker. Ésta se abrió sindificultad. Bajó las escaleras y llegó ala antecámara donde horas antes se

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había despedido de Goebbels. Habíauna única puerta en ella. Si la abría seencontraría en el corredor principal delbúnker donde Hitler realizaba lasconferencias militares. Müller respiróprofundamente y giró el picaporte.Abrió lentamente la puerta y aguzó eloído tratando de percibir algo. Un olor aquemado le penetró por las fosasnasales, pero no oyó nada. Abrió lapuerta de par en par y vio que la sala deconferencias había sido incendiada,aunque el fuego ya se había extinguido.Entró. A la derecha estaban las trespuertas de las dependencias privadas deHitler y a la izquierda la clínica del

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doctor Stumpfegger. Las puertas de laderecha estaban cerradas. Abrió latercera y no vio a nadie. Hizo lo mismocon las otras dos con idéntico resultado.La puerta de la clínica del doctorStumpfegger, en cambio, estaba abierta.Entró y vio encima de una camilla al SS-Obersturmbannführer Franz Schädle,quien se había suicidado de un tiro en lasien. Schädle estaba herido en la piernay seguramente no pudo huir con losdemás. Antes que caer en manos de lossoviéticos había preferido quitarse lavida.

Müller supo entonces que el búnkerestaba vacío. Avanzó por el corredor y

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llegó hasta la puerta del fondo, que dabaa las escaleras que subían al pisosuperior del refugio. Abrió. Sentados enun sofá vio a los generales Krebs yBurgdorf con una herida de bala en lasien. Los cuerpos aún estaban calientes.

La puerta que daba a la escalera yque conducía al piso superior estabaabierta. Müller se asomó. Arriba síhabía gente. Pudo oír la voz de algunossoldados dando órdenes. Por lo quedecían, los rusos estaban sitiando laCancillería. La odisea de Müller llegabaa su fin.

El jefe de la Gestapo cerró la puertay se dirigió a la clínica del doctor

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Stumpfegger. Sacó el cadáver deSchädle y lo llevó al pasillo dondeestaban el de Krebs y Burgdorf. Sedesabrochó la guerrera de general de lasSS y la dejó en la sala decomunicaciones, junto a las escalerasque llevaban al piso superior. Volvió ala clínica y permaneció oculto detrás dela puerta durante largo rato.

En el interior del búnker, aislado delexterior, se perdía con facilidad lanoción del tiempo. Müller miró su relojy comprobó que eran las primeras horasdel miércoles dos de mayo. Escuchóentonces cómo se abría la puerta delpiso inferior del búnker y unas voces

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potentes y agresivas con acento ruso secolaban a través de todos los resquicios.«Voina kaputt, voina kaputt», decían.Es decir, la guerra ha terminado.Posiblemente Berlín había capituladoya, pensó Müller.

El jefe de la Gestapo se deshizoinmediatamente de sus armas,dejándolas en el interior del armario delas medicinas del doctor Stumpfegger.Se puso las manos sobre la cabeza yesperó en el interior de la habitación.

La puerta se abrió y dos soldadosdel Ejército Rojo le apuntaron desde elumbral con sus fusiles PPSh-41. Al veral alemán con los brazos en alto, uno de

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ellos bajó el arma y cacheó a Müller. Leagarró el brazo derecho y le subió lamanga de la camisa. Vio dibujado en elantebrazo el tatuaje del grupo sanguíneoque lo delataba como miembro de lasSS. Satisfecho, el soldado soviético leindicó que podía quedarse donde estaba.El ruso de la puerta llamó entonces agritos a un camarada que debía de estarmás atrás. Un tercer soviético entró en laclínica. Era bajo, regordete y con lanariz aplastada como la de un boxeador.

Un sudor frío recorrió la espalda deMüller. Los rusos ejecutabansumariamente a muchos de los oficialesde las SS que capturaban. Sin embargo,

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el director de la Gestapo tuvo unacorazonada: aquél era el agente delservicio secreto ruso que venía arescatarlo. Müller, de improviso, le dijoel nombre en clave que el NKVD le habíaproporcionado: «Menya zovut HermannArno» (me llamo Hermann Arno).

El ruso recién llegado, sin quitarlela vista de encima al prisionero, dijoalgo en su idioma a los dos soldados,que salieron inmediatamente de lahabitación. Se acercó a Müller y lehabló en alemán:

—Herr Müller. Estoy aquí paraconducirle a nuestra retaguardia encalidad de huésped.

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El director de la Gestapo suspiróaliviado.

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Miércoles, 12 de octubre de1955. Tarde y noche

Cuando el profesor Hugh Trevor-Roperhubo terminado de leer el extracto de ladeclaración de Müller al MI6 se recostósobre el respaldo de la butaca en suhabitación del hotel y, mordisqueándosela falange de su dedo índice, se quedómirando ensimismado la pila de foliosque había sobre la mesa.

Heinrich Müller había conseguidosalvar el pellejo entregando a la URSSlos archivos secretos del servicio deseguridad del Reich, el RSHA, al quepertenecía la Gestapo. Aquello era

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totalmente verosímil: el servicio deinteligencia americano y el MI6británico buscaron durante meses losficheros del RSHA y no fueron capacesde encontrarlos. Se dieron por perdidos,lo cual no era de por sí especialmentegrave, siempre y cuando nadie hubiesesido capaz de poner las manos sobreellos. Ahora se sabía que los rusos lohabían conseguido.

Trevor-Roper asintió. Tenía sentido:el botín merecía la pena y la UniónSoviética bien pudo proteger al criminala cambio de tan valiosa información. Sinembargo, el resto de la declaración deMüller, en particular la parte

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relacionada con la muerte de Hitler, lepareció absolutamente inconcebible.Aunque, sin duda, la historia procedíade alguien que había estado en el búnkerdurante aquellos días y había visto porsí mismo muchas cosas. El historiadorrememoró momentáneamente los días enque redactó su informe sobre la muertede Hitler, diez años antes. Recordabaperfectamente que, al hacerlo, tuvo laimpresión de que sus conclusiones eranen cierto modo imperfectas, pues nodejaban de estar basadas en testimoniosde segunda mano. Es decir, endeclaraciones de personas que nopresenciaron directamente tales hechos,

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sino que los habían conocido por otros.Porque lo cierto es que en 1945

Hugh Trevor-Roper no consiguió hablarcon nadie que hubiese entrado en lahabitación del suicidio. Con nadie. Laúnica excepción fue Artur Axmann, eljefe de las juventudes hitlerianas, aquien Trevor-Roper pudo entrevistar en1946, cuando su informe ya se habíaemitido. El testimonio de Axmann sípudo ser incorporado a su libro Losúltimos días de Hitler, aunque a juiciodel historiador dejaba algunos puntososcuros. Para empezar, ni siquieraestaba claro qué personas entraron en lasala donde se disparó Hitler y vieron su

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cadáver. Después de todo, ArturAxmann llegó tarde a la despedida deHitler, como bien dijo Heinrich Mülleren su declaración al MI6, y cuando lohizo el Führer ya se había suicidado. Escierto que el jefe de las juventudeshitlerianas entró en la habitación delsuicidio y vio a Hitler muerto, aunquesegún Müller lo que Axmann vio fue alFührer tendido boca abajo en el suelo yenvuelto en una manta. ¿Estaríarealmente muerto? ¿Se aseguró Axmannde que lo estaba?

Trevor-Roper cogió un bolígrafo yescribió en una cuartilla los nombres delas personas que, con seguridad,

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entraron en la sala donde se suicidóHitler:

Joseph Goebbels (ministro dePropaganda): fallecido.

Martin Bormann (secretario deHitler): desaparecido.

Heinz Linge (criado de Hitler):detenido por los soviéticos.

Otto Günsche (ayudante de las SS deHitler): detenido por los soviéticos.

Artur Axmann (jefe de lasjuventudes hitlerianas): detenido por losangloamericanos.

Todas las personas con las quehabló Trevor-Roper tuvieron que haberconocido la historia a través de alguno

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de estos hombres, por lo que sólo ellosconstituían las únicas fuentesverdaderamente fidedignas de lo queocurrió en aquella habitación. Y ahoraHeinrich Müller había reducido la lista,eliminando a dos nombres que noparticiparon en aquel complot: el criadoLinge y el jefe de las juventudesAxmann. Eso significaba que la únicamanera de comprobar la historia deldirector de la Gestapo era encontrar aMartin Bormann o esperar a que losrusos soltasen a Otto Günsche.

Trevor-Roper releyó la lista y sesintió abatido. Entrelazó los dedos ycerró los ojos tratando de poner en

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orden sus ideas. Se dio cuenta entoncesde que, si bien la historia de Müllerhabía eliminado como testigos válidos aLinge y Axmann, en el relato deldirector de la Gestapo se añadían otrosdos nombres que sí podían aportar datossobre lo que ocurrió verdaderamente eltreinta de abril de 1945. Se trataba delos dos guardaespaldas de Hitler:Johann Rattenhuber y Peter Högl.

Respecto a Högl poca esperanzahabía. Murió de un disparo en la cabezamientras escapaba con uno de los gruposque salió del búnker durante ladesbandada general de la noche del unode mayo. Varios testigos vieron su

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cadáver, y el dato fue dado por buenopor el historiador e incorporado a sulibro en 1947.

Ahora bien, Johann Rattenhuberseguía vivo, aunque en poder de lossoviéticos, al igual que Günsche.Trevor-Roper trazó una línea debajo dela lista de nombres y añadió el delnuevo testigo. «Johann Rattenhuber(escolta de Hitler): detenido por lossoviéticos».

El profesor de Oxford reflexionó uninstante y subrayó los nombres de lastres personas clave en este caso: OttoGünsche, Johann Rattenhuber y MartinBormann. Detrás de este último nombre

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añadió un signo de interrogación.Günsche y Rattenhuber estaban en unacárcel rusa, pero de Martin Bormann nose sabía absolutamente nada.

En ese momento alguien llamó a lapuerta de la habitación de Trevor-Roper, y éste se levantó para abrir. Erael mayor Oughton. Se había afeitado yduchado, pero seguía con las ojeras y elmismo traje de antes.

—¿Ha leído ya el informe, Hugh? —preguntó.

—Sí, estaba revisándolo ahora. —Trevor-Roper señaló con la cabeza lospapeles que habían quedado sobre lamesa.

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—¿Le importa si lo comentamosunos minutos antes de bajar a cenar conJohn Sinclair?

El historiador asintió. Oughton entróy tomó asiento en un sillón de lahabitación. Cruzó las piernas y apoyó subrazo derecho en el respaldo. Mientrastanto, Trevor-Roper se agachó paraabrir el mueble bar y ofrecer una botellade soda al agente de la CIA.

—Dígame qué opina acerca de loque contó Müller —dijo el americano.

Trevor-Roper sirvió la soda y acontinuación extrajo de su armario lasdos carpetas que Dick White le entregóen Londres. Las llevó a la mesa de la

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habitación y se sentó frente a ellas.—Debo confesarle que estoy

seriamente desconcertado —empezódiciendo el historiador—. Si estadeclaración la hubiese hecho cualquierpresunto testigo del búnker la habríatomado como una broma. Pero viniendode Müller, de un hombre quedesapareció de la manera que lo hizo yvolvió de donde volvió, la cosa debe almenos tomarse en consideración.

—¿Cree que es cierta su historia?—No digo que sea cierta. Digo que

su relato es inquietante. Fíjese bien enuna cosa. Müller nos ha contado unahistoria asombrosa que verdaderamente

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va más allá de todo lo que nosotrospudiéramos imaginar que ocurrió en elbúnker de la Cancillería. Pero tampoconos ha contado ninguna majaderíaflagrante, como…, yo qué sé…, porejemplo, que Hitler huyó en unsubmarino a Argentina y ahora es pastorde cabras en La Pampa. O que hubodurante diez días en el búnker un dobleque engañó absolutamente a todos yluego fue asesinado. No. Müller nos hadicho que Hitler salió del búnker, llegócien o doscientos metros más allá yluego alguien lo mató.

—De hecho —intervino el agente del a CIA—, creo que antes le dijo usted a

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John Sinclair que cuando estuvo enBerlín en 1945 investigando la muertede Hitler, aquélla fue una de lashistorias que escuchó. Quiero decir, eserumor de que unos soldados alemaneshabían matado a Hitler.

—Efectivamente, y de hecho lossoviéticos afirmaron en su momento queeso fue lo que ocurrió. Hasta que Stalindecidió que Hitler tenía que seguir vivo.

—Bueno, pero para que sea ciertaesa historia de la huida de Hitler delbúnker la noche del treinta de abril, esnecesario que la conjura que maquinaronaquellos nazis se hubiese puesto enpráctica. ¿Lo cree posible?

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Trevor-Roper aspiró una profundabocanada de aire antes de responder.

—Ese aspecto también esinquietante —dijo—. Porque en el fondoMüller no pretende que creamos que lostreinta o cuarenta habitantes del búnkerestaban conchabados. Eso seríaimposible pues, como ya le dije decamino al hotel, con total seguridadalguno habría confesado todo cuando fueapresado. Precisamente ahora estaba yopensando en ello: según Müller, losinvolucrados en el plan eran, aparte deél, Goebbels, Bormann, Günsche, Högl yRattenhuber. De ellos, los tres primerosentraron en la sala donde se suicidó

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Hitler y vieron el cadáver, mientras quelos otros dos preparaban la incineraciónen el jardín de la Cancillería alejando acualquier posible testigo. Además de lostres citados anteriormente, el cadáverfue visto por Artur Axmann, que era eljefe de las juventudes hitlerianas, yHeinz Linge, el criado de Hitler. SegúnMüller, estos dos hombres en realidadno vieron a Hitler muerto, sino a Hitlerechado en el suelo y envuelto en unamanta. Pues bien, todos, insisto, todoslos miembros del búnker que supieroncómo había muerto Hitler lo supieron através de alguna de esas cinco personas.Eso hace que el complot no sea tan

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difícil de urdir y ejecutar.—En otras palabras, a su juicio la

historia de Müller no es verdad, pero latrama no es tan fantástica ni tancomplicada como para que pudieseserlo.

—Efectivamente, no me creo unapalabra. Pero no es algo tan absurdo eimposible de poner en práctica comopara desecharlo sin investigar. Tenga encuenta que una de las razones por lasque llegué a las conclusiones que expuseen mi libro en 1947 era la convergenciade versiones de los testigos en lascuestiones clave. Es decir, que todosellos coincidían en lo esencial. Aquellos

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puntos que divergían podían explicarsepor la distinta posibilidad que tuvieronde conocer los hechos. Pero éstos eranclaros.

—Póngame un ejemplo —pidió elamericano—. Un ejemplo dedivergencias que detectó en lostestimonios.

Trevor-Roper bebió un sorbo deagua para aclararse la garganta.

—Verá, para mí la cuestión másextraña fue el lugar del disparo. Habíaalgunos testigos que dijeron que Hitlerse disparó en la boca y otros que lo hizoen la sien. Pero todos, repito, todos,dijeron que el Führer había muerto de un

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disparo en la cabeza. Por eso miconclusión fue ésa. En el libro puse laversión del disparo en la boca, pues esla que me dio Axmann, a quienconsideré el testigo más fiable que yotenía.

—Sin embargo, dice Müller queJoseph Goebbels contó a algunaspersonas del búnker que el tiro fue en lasien.

—Efectivamente, y eso explicaríapor qué algunos de mis testigos mecontaron que Hitler se disparó en lasien.

—Pero entonces tenemos que darpor bueno el testimonio de Müller —

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concluyó Oughton.Trevor-Roper chasqueó la lengua

con cierto disgusto.—Ahí radica mi desconcierto. La

versión de Müller explica algunasinconsistencias a las que yo me enfrentédurante mis investigaciones. Es decir,completa lagunas que quedaron sincubrir en mi informe.

El mayor Oughton revolvió entre loscaramelos que había en el cenicero de lahabitación del hotel, desenvolvió uno dementa y se lo llevó a la boca.

—Volviendo a lo del disparo —dijo—, resulta muy extraño que los testigosque vieron muerto a Hitler no coincidan

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en el lugar donde se pegó el tiro, ¿no leparece?

—Desde luego. En aquella épocallegué a la conclusión de que en realidadlos testigos no vieron el lugar por dondeentró la bala, pero les pareció evidenteque fue en la cabeza, y completaron suversión con lo que les pareció máslógico. Otra posibilidad era que elorificio estuviese en el lateral de lacabeza, no exactamente en la sien. Así,Hitler se disparó en la boca, y lo quevieron aquellos que declararon que sedisparó en la sien fue en realidad elorificio de salida.

—En ese caso debió ser un tiro muy

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poco atinado —señaló Oughton.—Tenga en cuenta que a Hitler le

temblaban las manos, e incluso se llegóa sospechar que padeciese Parkinson.

—¿Y de entre los testigos directossólo disponía usted del testimonio deAxmann?

—Nada más. También hablé con elchófer de Hitler, que me dijo que habíavisto el cadáver de su jefe, pero luegodescubrí que no era cierto.

—¿Y por qué mentir con algo así?—En el caso del chófer, por miedo.

Confesó que había declarado que vio elcadáver de Hitler porque pensaba queera lo que yo quería escuchar. En todo

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caso, ese hombre perdió toda lacredibilidad y sólo acepté aquella partede su testimonio que me fue corroboradapor otros testigos más fiables.

Oughton se levantó de la butaca, seacercó a la ventana y descorrió lacortina. Fuera, la noche había caído yasobre Bonn.

—Ya veo —dijo el americano—.Volvamos a lo del Tiergarten. Ya me hadicho que fue una historia que escuchóen 1945…

—Así es. —Trevor-Roper se puso arevolver entre los papeles que había enel interior de una de las carpetas deDick White—. Vamos a ver…, recuerdo

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que este tema de la muerte de Hitler enel Tiergarten me lo comentó por primeravez un médico de un hospital militarbritánico. Veamos…, ¿dónde está?

Oughton volvió a sentarse junto alhistoriador, observándolo mientraspasaba frenéticamente las páginas sobrelos interrogatorios que había realizadodiez años antes.

—Aquí —dijo triunfal Trevor-Roper sacando un folio de la carpeta.

Efectivamente, entre ladocumentación que Hugh Trevor-Roperentregó al MI5 en 1945 cuando terminósu investigación sobre la muerte deHitler se encontraba el testimonio de un

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alemán llamado Günther Ellmer quehabía declarado a las autoridadesbritánicas en la zona inglesa de Berlínque había visto cómo Adolf Hitler eraasesinado por oficiales nazis en elTiergarten. Ellmer había sido trasladadoa Hamburgo, y allí lo encontró Trevor-Roper semanas después.

—El interrogatorio de Ellmer noduró ni diez minutos —recordó elhistoriador mientras ojeaba el papel quehabía encontrado—. El tiempo que tardéen descubrir que carecía de todo interés.

—¿Por qué?—Porque Ellmer estaba ingresado

en un hospital psiquiátrico. Era un

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hombre de cuarenta y siete años quehabía perdido a su mujer y sus dos hijosen un bombardeo y estabacompletamente desquiciado. A raíz deaquello desarrolló un odio visceralcontra Hitler, a quien culpaba de loocurrido. La noche del treinta de abrilde 1945 se encontraba con otraspersonas en un refugio antiaéreo. Entales refugios no había agua, así quehabía que salir periódicamente abuscarla a alguna fuente. Salir en mitadde la batalla era una temeridad, ymuchos no regresaban. Sin embargo,Ellmer se presentaba siempre voluntarioya que sentía un gran desprecio por su

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vida y no le importaba morir. Segúndeclaró, el treinta de abril por la nochefue a buscar agua a una fuente próximaal Tiergarten y vio a Hitler caminandoen compañía de unos militares dentrodel parque. Uno de ellos, de repente, ledisparó un tiro. Cuando se firmó elarmisticio, Günther Ellmer fue ingresadoen un hospital militar por autolesionarse.Por lo visto, era un suicida. Yo supe desu existencia gracias a un médico inglésdel hospital.

Trevor-Roper volvió el folio perono había más texto escrito en él.

—Y ya está —concluyó elhistoriador—. Eso es todo. El

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testimonio de Ellmer termina ahí. Sedesestimó de inmediato por variasrazones: el estado mental del individuo,su deseo de ver muerto a Hitler, lainverosimilitud de la historia y la faltade pruebas.

—Deberíamos buscar a ese talEllmer —dijo Oughton levantándose—.Quizá se haya recuperado y nos puedacontar algo más. Luego le pediré aSinclair que haga que el MI6 lo localicepara nosotros.

Trevor-Roper cerró la carpeta ymiró a Oughton:

—Y usted, como experto delservicio secreto, ¿qué opina de toda la

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historia de Müller?Oughton se metió en la boca otro

caramelo de menta antes de responder:—Verá, yo no sé si Hitler se disparó

en la sien o en la boca, o si el chófermintió por miedo o para hacerse elimportante. Lo que sí sé es que siHeinrich Müller iba a hacer depender suvida de lo que contase al MI6, seríasumamente idiota confesar una mentiradetrás de otra. Piense en ello: Müllerempieza diciendo a los ingleses queconoce los nombres de los agentesdobles de la Organización Gehlen, y elMI6 le responde que eso no le interesa,que se vaya a contárselo a Gehlen.

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Entonces Müller recula y se saca otroconejo de la chistera, la historia de lamuerte de Hitler. Bien, ahora imagineque los ingleses le dicen: «Quéinteresante. Ya no le enviamos conGehlen, queremos saber más sobre esetema». ¿Qué ocurriría si empezasen aescarbar y resultase ser todo falso?¿Qué pasaría con Müller?

Trevor-Roper no respondió. En sulugar extrajo la pipa del bolsillo de suabrigo y se sentó frente al americanomientras la preparaba para fumar. Elmayor Oughton fue hacia la ventana ymiró a través del cristal, reflexionandosobre lo que acababa de decir:

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—Si yo fuese Heinrich Müller ytuviese que convencer al MI6 para queme protegiese, jamás le contaría unasarta de mentiras —concluyó.

* * *

A las ocho y media de la tarde, Oughtony Trevor-Roper bajaron al vestíbulo yentraron en el comedor del Petit HotelRoyal, que a esa hora estaba lleno decomensales. John Sinclair les esperabaleyendo unos papeles, sentado en unreservado. Fuera de éste, los dosguardaespaldas del director del MI6

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ocupaban discretamente otra mesasituada más a la derecha.

Al ver aparecer a los dosinvestigadores, Sinclair dejó la lectura ypuso a un lado los folios. Saludó a losrecién llegados y acto seguido hizo unaseña al camarero para que les tomasenota.

—Bien, caballeros, supongo que hantenido ustedes ocasión de leer ladeclaración de Heinrich Müller al MI6.Ciertamente, el contenido essorprendente. Yo, personalmente, ignorosi esas confesiones responden a laverdad histórica…

Trevor-Roper se sintió invitado a

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participar en ese punto.—Como le decía antes al mayor

Oughton, hay algunos detalles en lahistoria de Müller que…

—Perdone que le interrumpa,profesor —dijo Sinclair con una sonrisaafable—. Estaba a punto de decir queignoro si esas confesiones son ciertas, ypor eso le hemos traído a usted aquí.Pero hasta cierto punto la veracidad deesa historia me es indiferente. Paranosotros, el objetivo principal en estamisión es esclarecer las circunstanciasde la muerte de Heinrich Müller.

Sinclair detuvo su discurso. Elcamarero había llegado a la mesa

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ocupada por los tres hombres para tomarnota de la comanda. Todos eligieron unasopa de primero y salmón a la planchade segundo. Cuando el empleado delrestaurante se hubo marchado, eldirector del MI6 bebió un sorbo de aguay continuó:

—Lógicamente, si a Heinrich Müllerlo tiroteó un sicario, la cuestiónentonces es determinar quién envió alpistolero.

Oughton asintió con la cabezamientras parecía tomar nota mentalmentedel contenido de su misión. Trevor-Roper, por su parte, quedó algodesconcertado ante la reacción de

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Sinclair. Si la historia de la muerte deHitler pasaba a un segundo plano, ¿quéhacía él allí? ¿Por qué no habíancontactado con un agente normal ycorriente del MI6?

—Señor Sinclair —dijo el agente del a CIA—, tengo algunas ideas, aunquenecesitaremos algo de ayuda. Quizádeberíamos empezar por lo mássencillo. Por ejemplo, ¿sabe si HeinrichMüller tenía mujer e hijos?

—Sí. Tenía esposa, hijos y amante.El mayor Oughton sacó del bolsillo

de su chaqueta una pequeña libreta denotas, en la que iba escribiendo mientrassu interlocutor hablaba.

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—¿Sabe dónde se encuentran?—La mujer está perfectamente

localizada. Vive sola en Múnich, en unbarrio de la periferia. Los hijos sonmayores y se han independizado. Por lovisto, ella se dedica a colaborar con suparroquia. La tenemos vigilada desdehace tiempo y excluimos que hayaentrado en contacto con Müller enningún momento.

—Por supuesto —dijo Oughton—.¿Y qué me dice de la amante?

—Ésa no sé dónde está. Labuscaremos.

—Gracias. —El agente americanopasó hacia atrás unas páginas de su

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libreta y consultó sus notas—. Ah, sí.Verá, en la declaración de Müller sehabla de la muerte de Hitler en elTiergarten. Como dijo esta mañana elprofesor Trevor-Roper, en 1945 seinterrogó a un testigo que dijo haberasistido al asesinato de Hitler justo enese lugar. Es un tal… Günther Ellmer.

John Sinclair sacó una pluma delbolsillo interior de su chaqueta y apuntóel nombre en uno de los folios que leíacuando llegaron los dos investigadores.

—A saber dónde estará éste —dijoel director del MI6 mientras tomabanota.

—Por lo que sé, durante un tiempo

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lo tuvimos interno en un hospital militarnuestro —aclaró Trevor-Roper—. Pormotivos psiquiátricos.

—Lo que se dice un testigo de fiar—dijo Sinclair—. ¿Quieren que lobusquemos también?

—Si es posible.—Lo intentaremos. Aunque les

advierto que no vamos a involucrar enningún caso a la policía alemana. Enotras palabras, si podemos localizar aestas personas con nuestros propiosmedios, lo haremos. Y si no, nosolvidamos del testigo.

—Entendido —concedió el mayorOughton mientras seguía revisando sus

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notas—. Verá, tengo otra cuestión queplantearle. Según creo, el MI6 tuvoconocimiento de que Müller seguía convida gracias a un agente de ustedes…,un alemán llamado Horst Kopkow.

—No es un agente nuestro. Pero sí,fue a través de ese hombre.

—¿Podríamos hablar con él?—Eso es muy sencillo. Kopkow se

llama ahora Peter Cordes y trabaja en untaller textil. Vive en Gelsenkirchen, aunos cien kilómetros de aquí. Si quierenverlo les conviene hacerlo mañanamismo, antes de ir a Múnich. Esta mismanoche le avisaremos para que les esperea primera hora de la mañana. ¿Algo

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más?—Sí —dijo Oughton—. Verá, me

resulta difícil encontrar las razones porlas cuales el servicio secreto británicoentregó a Müller al general Gehlen.

Sinclair se esperaba algo así y porello se apresuró a contestar:

—No pensábamos que el jefe de laGestapo fuese persona con la que elGobierno británico pudiese llegar aningún trato. Pero la OrganizaciónGehlen, como usted sabe, no se rige porlos mismos principios que nuestros dosgobiernos. Si la información quepudiese proporcionar Müller tenía algúnvalor, sólo Gehlen podía sacar partido

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de él.El camarero llegó con una sopera

blanca de porcelana, de la que fuesirviendo lentamente a cada uno de lostres hombres. Cuando se hubo marchado,Oughton dijo:

—Señor, quizá se haya hecho usteduna idea de cómo se produjeron loshechos que debemos investigar enMúnich.

—Mayor, no tengo una ideapreconcebida de lo que pudo ocurrir.Dispongo únicamente de los datos queles he facilitado esta mañana. Y de ellosse desprende que Reinhard Gehlen debeproporcionarnos una explicación muy

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detallada de lo que le ha ocurrido aMüller. Después de todo, lo custodiabaél, no nosotros.

—Sin embargo —prosiguió Oughton—, el hecho de que el general Gehlenhaya puesto en conocimiento de la CIAtodo este asunto parece poner encuestión la tesis de su culpabilidad. ¿Nocree?

—En ningún momento he dicho queGehlen haya asesinado a Müller. —Eljefe del MI6 levantó la mano atajando lacuestión—. Sólo me limito a poner demanifiesto que es en la OrganizaciónGehlen donde debemos buscarrespuestas. Nos consta que en su interior

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existe un elevado número de agentesdobles y es más que probable quealguno de ellos advirtiese a la URSS deque Müller se había entregado a nuestroGobierno. Sería cuestión de horas queuno de esos mismos agentes soviéticosde la Organización Gehlen asesinase aMüller.

—Ya veo. Aunque fui informado deque ustedes habían acusado a la propiaOrganización de haber matado aHeinrich Müller para que no pudiesedesvelar sus comprometedorasinformaciones. O sea, que no fue uninfiltrado, sino el propio Gehlen el queordenó asesinar a Müller.

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El director del MI6 respiróprofundamente con cierta incomodidadante el comentario de Oughton.

—Es cierto que insinué algo así alteléfono con Gehlen, mayor —confesócon fastidio Sinclair—, aunque leaseguro que fue debido únicamente a latensión del momento.

—Es comprensible. Aunque, bueno,creo que el general Gehlen también lesacusó a ustedes de haber orquestadotodo el caso Müller para perjudicar suimagen con nosotros.

—Lo cual carece de toda lógica —dijo el director del MI6.

—Hasta cierto punto. Tengo

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entendido que la CIA ha dado orden deinterrumpir algunas operaciones en lasque colaboraban ustedes.

—Eso ha sido debido única yexclusivamente a las maniobrastorticeras de Gehlen. Por lo visto,considera que la mejor manera dedesviar la atención de la viga de su ojoconsiste en arrojar abundante paja en elnuestro.

—Con el debido respeto, señor, nocreo que las relaciones entre el MI6 y laCIA dependan de las opiniones delgeneral Gehlen.

—Eso dígaselo a sus jefes —repusoSinclair. Mientras hablaba, el director

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del MI6 golpeó la mesa con su dedoíndice—. Aunque antes de hacerlo lerecomiendo que revise primero lahistoria de nuestra colaboración desdeque terminó la guerra. Descubrirá que elobjetivo prioritario para la OSS primero,y para la CIA después, ha consistido enconseguir la colaboración de los nazis.

—¿Cree usted que la OrganizaciónGehlen en realidad alberga un reductode nazis? —preguntó Trevor-Roper.

—No lo creo, lo sé. Y la CIAtambién lo sabe —dijo Sinclairseñalando a Oughton.

Trevor-Roper empezó a sentirseincómodo. En aquella discusión creyó

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ver las tensiones con los americanos delas que Dick White le había hablado porla mañana. Pensó algo que decir quecalmase los ánimos, pero finalmentejuzgó más prudente dejar que los doshombres continuasen su charla.

—Yo no conozco al general Gehlen—comentó Oughton—, pero quizá lacontratación de nazis haya sido debida ala necesidad de mejorar el servicio.Después de todo, este negocio se basaen los hombres, y si queremos mejoresresultados necesitamos mejoreshombres.

—Necesitamos lealtad —corrigióSinclair—, sin lealtad nada sirve. No lo

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olvide.—No creo que la lealtad del general

Gehlen haya estado nunca en discusión.—Sí lo ha estado, aunque no por sus

superiores.Oughton sonrió.—Creo, señor, que en el fondo a

usted no le resulta simpático el generalGehlen.

—Sí, es cierto que Gehlen no meresulta simpático —confesó Sinclair—.No me resulta simpático su tonoprepotente, su carácter altivo, el modoen que emplea contra nosotros suamistad con los americanos. Me resultamolesta su voz, no tolero sus respuestas

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insolentes y odio sus chistes. Y, sobretodo, por encima de todo, me revientaque le sigan llamando «general». Él noes general de nada. El ejército alemánno existe. ¡Yo sí soy general!

Sinclair había ido aumentando elvolumen de la voz hasta que las últimaspalabras salieron de su boca a plenopulmón. Su puño derecho golpeó confuerza la mesa y Trevor-Roper se volviódiscretamente para comprobar si alguienmás había asistido al arrebato de furiadel jefe del MI6.

Oughton no dijo nada, y los segundosque pasaron permitieron que JohnSinclair recuperase la calma. Los tres

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hombres volvieron por un momento a sucena y durante unos instantes se hizo elsilencio. Trevor-Roper esperaba que elagente de la CIA tuviese el buen juiciode contener algo los ánimos de Sinclaircon algún comentario más amigable.Cuando hubo terminado su sopa, elamericano volvió a hablar:

—La tesis de que algún agente dobleavisase a los soviéticos es muytentadora. Con el debido respeto, señor,¿no cree que una investigación internaacerca de las personas del MI6 quetuvieron conocimiento de la apariciónde Müller nos ayudaría en nuestrotrabajo?

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John Sinclair dejó caer ruidosamenteel cubierto sobre su plato. El historiadormiró hacia el techo. Aquello no era loque esperaba oír para rebajar la tensión.

—No, mayor, no lo creo —respondió el director del MI6 con losojos fijos en Oughton—. Sin embargo, ledoy mi palabra de que haré esa gestión ycomunicaré a la CIA lo que averigüe.

—Gracias, señor.El camarero llegó con los platos del

pescado. Una vez se hubo marchado,Oughton continuó:

—¿Tenía conocimiento el MI6 deque Heinrich Müller se encontraba convida en zona rusa?

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Sinclair se removió algo incómodoen el asiento.

—Lo que se dice conocimiento, no.—El jefe del MI6 hizo una pausa y dejóde lado la comida como si de prontohubiese perdido el apetito. Oughtonesperó. Sinclair cruzó las piernas y semiró el pie que le colgaba. Se frotó labarbilla mientras valoraba internamentesi convenía seguir hablando—. Aunqueen 1947 uno de nuestros agentes volvióde la República Democrática Alemana ynos aseguró que Müller estaba en laURSS.

—¿Un agente británico vio aMüller? —preguntó sorprendido

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Trevor-Roper.—En realidad no sabemos si lo vio

o no. —Sinclair chasqueó la lengua ycabeceó perdiendo el contacto visualcon su interlocutor—. Nos contó algunascosas sobre Müller pero no leconcedimos mucho crédito.

—¿Por qué? ¿Era una historia difícilde creer?

—No. Era al agente al que eradifícil creer.

Sinclair explicó que el agente encuestión se llamaba Alexander Foote.Era inglés, fue reclutado por el serviciosecreto británico a principios de losaños treinta, y en 1934, por una

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casualidad afortunada, fuemilagrosamente infiltrado en el serviciosecreto ruso, el NKVD. El NKVD habíasido el precursor del actual KGB.

Los rusos mandaron a Foote a laGuerra Civil española a trabajar paralos republicanos. Más tarde lodestinaron a la neutral Suiza paracolaborar junto a otros agentescomunistas en la Red Lucy, laorganización clandestina que envióabundante información por radio sobrelas fuerzas armadas nazis a la UniónSoviética. Los alemanes descubrieron latrama y exigieron al Gobierno suizo quedesarticulase la red. Los suizos se

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pusieron a ello y poco a poco fueroncayendo todos. También detuvieron aFoote, que pasó unas semanas preso.Pero los suizos no querían ningúnconflicto ni con los alemanes ni con losrusos, así que poco después loexpulsaron a Francia.

Cuando Foote llegó a París en enerode 1945, el MI6 pensó que sedescubriría como un agente inglés yvolvería a casa. Sin embargo, en lugarde eso, Foote embarcó en un avión yhuyó a Moscú. El servicio secretobritánico, que no salía de su asombro,dedujo entonces que Foote se habíaconvertido en realidad en un espía de la

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URSS y, ante su falta de noticias, dio porperdido al agente.

Pero en Rusia las cosas no iban deltodo bien para Foote. El NKVDsospechaba desde hacía tiempo que eraen realidad un agente doble, y cuandollegó a Moscú lo interrogórigurosamente. Alexander Footeconsiguió convencerles de su lealtad, ylos soviéticos lo enviaron a laRepública Democrática Alemana parainfiltrarse en grupúsculos nazis. Sinembargo, Foote volvió a engañar a todosy en 1947 pasó a zona británica, dondese entregó a las autoridades afirmandohaber sido siempre leal al Reino Unido.

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El MI6 no sabía qué hacer con él. Lointerrogó durante meses y no fue capazde llegar a ninguna conclusión acerca desu fidelidad. Hubo incluso quien dudóde su salud psíquica. Lógicamente, fuesuspendido del servicio.

—Fue durante aquellosinterrogatorios de 1947 cuando nosreveló algunas cosas de Müller pero,con todo lo que había pasado, Footecarecía de credibilidad. En 1949 nosdijo que quería publicar un libro. Loleímos y le dimos nuestra autorización.Lo último que sé de él es que su salud esprecaria.

—¿Saben dónde se encuentra ahora?

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—preguntó Trevor-Roper.—Sí, en Inglaterra. Cambia a

menudo de residencia porque estáconvencido de que el servicio secretosoviético anda detrás de él.

— ¿E l KGB? ¿Después de tantosaños? ¿Es eso posible?

—¡Qué va! —Sinclair agitó la manodesechando la pregunta—. No tiene otracosa mejor que hacer el KGB a estasalturas que perseguir a Foote.

—¿Sería posible hablar con estehombre? —preguntó el mayor Oughton.

—Sí. Haré que venga a Alemania.Aunque les sugiero que sean prudentes ala hora de valorar lo que les cuente. —

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Sinclair, deseoso de dar por terminadala charla, se puso los lentes y consultóuno de sus papeles—. Hemos reservadopara ustedes dos habitaciones en elHotel Torbräu de Múnich. Les daremosaviso allí cuando llegue Foote.

—En caso de necesidad, ¿cómopodremos localizarle nosotros a usted?—preguntó Trevor-Roper.

—Muy sencillo. Pueden llamarmepor teléfono al número de la embajadaen Bonn. Aunque yo no esté, el personalde seguridad sabe cómo localizarme ypodrán pasarme la llamada.

Trevor-Roper cogió la tarjeta con elnúmero de teléfono que le facilitó John

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Sinclair y se la guardó en su cartera. Lacena terminó sin postre, y los treshombres se despidieron más fríamentede como se habían saludado alprincipio. El director del MI6 se quedóen el comedor a solas con susguardaespaldas y los dos investigadoresse dirigieron a los ascensores para subira sus habitaciones. El agente americanopulsó el botón correspondiente a laplanta donde se encontraban alojados.

—Espero que Sinclair no se hayaofendido demasiado con mis preguntas—dijo Oughton.

—Yo creo que el problema es queno está acostumbrado a que le hablen

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así. Aunque, desde luego, a usted legusta meter el dedo en la llaga hasta elfondo.

—Así se obtienen mejoresresultados —dijo el americanosonriendo—. Descanse usted, Hugh. Hasido un día duro y mañana antes de ir aMúnich tendremos que hacer una visita aese tal Horst Kopkow, el intermediarioque usó Müller para entregarse al MI6.

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Jueves, 13 de octubre de1955

Oughton había olvidado correr la cortinade la habitación, y el primer rayo de solde la mañana se coló por la ventana paradespertarlo. Eran las seis y veinte, y elamericano ya no pudo volver adormirse. Resignado, se levantó paraducharse y, una vez afeitado y vestido,bajó a desayunar.

El agente de la CIA recogió de laestantería de la prensa un periódico adisposición de los clientes y ocupó unade las mesas. Cuando se disponía aleerlo entró en el restaurante Trevor-

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Roper.—¿Preparado para el viaje? —

preguntó el agente de la CIA a modo desaludo.

—Qué remedio. ¿Qué distancia hayde aquí a Múnich? ¿Seiscientoskilómetros?

—Más o menos. Pero haremosalgunos más para pasar antes porGelsenkirchen.

El historiador torció el gesto. Tomódel bufé unas tostadas con mantequilla ycomió en silencio mientras el americanoleía el periódico. Cuando Trevor-Roperhubo terminado, los dos hombressalieron del restaurante y tramitaron en

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recepción la salida del hotel.Recogieron el Citroën DS que la CIAhabía puesto a disposición de Oughton yéste se puso al volante. Tomaron lacarretera del norte, hacia Gelsenkirchen,donde llegaron a las ocho y media de lamañana.

Una vez allí se dispusieron a buscarel domicilio de Horst Kopkow, ahoraconocido como Peter Cordes. Siguiendolas indicaciones del director del MI6,John Sinclair, dieron con la calle depequeñas viviendas unifamiliares deladrillo rosado donde vivía el antiguoagente de la Gestapo. Oughton redujo lavelocidad del coche mientras Trevor-

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Roper localizaba el número de lavivienda.

—Oughton, pare. Ha dejado atrás lacasa de Kopkow. Era esa del tejadoblanco.

El agente de la CIA no contestó.Tomó la primera calle a la derecha ydetuvo el Citroën.

—Tiene razón —dijo echando elfreno de mano—, pero ahí fuera creoque hay un coche con dos hombresdentro vigilando a nuestro amigo. Quizásean de la policía, pero no estoy seguro.Será mejor que aparquemos aquí yveamos si existe una entrada por atrás.

Los dos hombres descendieron del

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vehículo y, girando nuevamente a laderecha, accedieron a la calle que dabaa la parte trasera de la hilera deviviendas donde se encontraba la deKopkow. Contaron cuatro casas. Laquinta era la suya.

Los dos hombres saltaron la paredde piedra y cayeron en mitad del césped.Un pequeño camino de baldosasconducía a una puerta de madera blanca,que estaba cerrada. Oughton giró elpicaporte, pero éste no se movió. Optóentonces por llamar enérgicamente conel puño cerrado. Pasaron unos segundossin respuesta y el agente de la CIAvolvió a llamar.

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Se oyeron en ese momento unospasos que se acercaban en el interior dela casa y después una llave girando en lacerradura. Lentamente se abrió la puertahacia el exterior. Había abierto unhombre de unos cuarenta y cinco años,con gruesos labios, nariz prominente yabultada y orejas redondeadas. Vestíaúnicamente una camiseta blanca y unpantalón gris con unos tirantes que lecolgaban a ambos lados de la cintura.Tenía la cara manchada de espuma deafeitar.

—¿Quién demonios…? —empezódiciendo malhumoradamente el alemán.

—Herr Cordes —le interrumpió

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Trevor-Roper—, somos del MI6. Creoque el señor Sinclair le avisó de nuestrallegada.

—¿Y no podían entrar por la puertade delante como todo el mundo?

—Podríamos —dijo Oughton—, sino fuese porque fuera hay un cochevigilándola.

—Maldita sea, pensé que se habíanido ya. Pasen.

Kopkow les condujo a través de lacocina hacia el salón, cuya ventana dabaa la calle principal. El alemán descorriólevemente la cortina y echó un vistazo alexterior.

—Es el Opel azul —dijo el agente

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de la CIA—, ¿lo ve?—Sí.—¿Quiénes son?—Policías alemanes. Los envía un

fiscal de Brunswick que no para depreguntar por un tal Horst Kopkow. Eltipo se llama Fritz Bauer y no cree queese Kopkow haya muerto.

Oughton echó un vistazo a sualrededor. En el interior del salón,recorrido por una alfombra con motivosegipcios, destacaba un enorme sofá decuero. Enfrente había un aparador denogal que revestía toda la pared.

—¿No le han puesto micrófonos aquídentro? —preguntó el americano

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bajando la voz.—Que yo sepa, no. Lo compruebo

muy a menudo. Además, la instalacióneléctrica la revisa el MI6.

Kopkow dejó la cortina en su lugar eindicó a los visitantes que tomasenasiento.

—Si no les importa, esperen aquíunos minutos mientras termino dearreglarme. Si quieren un café pueden ira la cocina y servirse ustedes mismos.

Kopkow salió, y Oughton y Trevor-Roper quedaron a solas en el salón. Elamericano comprobó que el alemánhabía subido al piso superior yaprovechó para hurgar entre los objetos

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que había en el aparador. En la partecentral del mueble se abría un huecodonde había una pequeña televisiónmarca Braun. La parte de abajo larecorrían varios cajones.

—Así que nuestro amigo está siendohostigado por la policía alemana —dijoOughton mientras revolvía las cosas—.Acaban de ganar un punto en mi escalapersonal.

—Por Dios, Oughton, deje eso —murmuró nervioso Trevor-Roper—.Puede llegar de un momento a otro.

—Tiene razón. Póngase ahí en lapuerta y avíseme cuando baje.

El historiador, mascullando algo, se

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levantó para apoyarse distraídamente enel marco de la puerta y vigilar el accesoal salón.

—¿Ve algo interesante? —preguntóTrevor-Roper.

—No. Ninguna fotografía, ningúnrecuerdo personal, nada. Si los de ahífuera entran a registrar esto seconvencerán de que este tipo no es PeterCordes. Los del MI6 no se hanpreocupado de construirle un pasado.Menuda chapuza.

—Viene Kopkow. Deje eso, porfavor.

Oughton cerró todos los cajones y sesentó en el sofá. El alemán apareció

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vestido con un traje gris y corbata azul.—¿No han tomado nada?—No —respondió Oughton—.

Hemos desayunado en el hotel antes desalir. Y tenemos algo de prisa.

—Yo también. Acabemos cuantoantes. ¿Qué quieren que les cuente?

—Todo lo que sepa de HeinrichMüller.

Horst Kopkow ocupó un sillónsituado frente al sofá donde estaban susvisitantes y aspiró una profundabocanada de aire. Empezó diciendo quedurante la guerra había visto a Müllerfrecuentemente en el cuartel general dela Gestapo puesto que estuvo a sus

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órdenes cuando trabajó en el servicio decontrasabotaje. A raíz de losbombardeos aliados de Berlín, la sedede la policía secreta fue trasladada aBaviera a principios de 1945, y desdeentonces no volvió a verlo más que unpar de veces. La última de ellas fuedurante la primera o segunda semana deabril de ese mismo año. Kopkowpensaba que Müller había muerto, y dehecho nunca había vuelto a tener noticiassuyas.

Hasta hacía cinco días. La noche delsábado ocho de octubre, mientrasdormía, Kopkow oyó cómo llamaban ala puerta de su casa. Se alertó bastante,

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porque desde hacía tiempo sabía que lovigilaba la policía alemana y encualquier momento podrían detenerlo.Kopkow se armó de valor y fue a lapuerta a abrir. Su sorpresa fuemayúscula cuando se encontró con elantiguo Gruppenführer de las SS ydirector de la Gestapo Heinrich Müller.Había envejecido algo, pero su rostroera inconfundible.

Dejó pasar a Müller y lo acompañóa la cocina, donde le ofreció algo debeber. Müller se sentó y le explicó quehabía venido a verlo a él, un viejocamarada, para pedirle un favor muyimportante.

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Kopkow estaba en deuda conMüller. Cuando en junio de 1942 murióasesinado el primer superior de Müller,Reinhard Heydrich, todo el RSHA sereorganizó y Müller aprovechó paraascender a Kopkow, aumentando suesfera de responsabilidad, su poder y susueldo. Sin duda, Müller se quería valerahora de ese sentimiento de gratitud quesiempre tuvo su subordinado y pretendíaque Kopkow le devolviera el favor.

Müller explicó a su camarada quedespués de la guerra consiguió huir aEgipto gracias a la ayuda de unosempresarios árabes. Allí estuvo hastaprincipios de 1955, cuando decidió

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volver a Alemania. En África, unosamigos nazis le aseguraron que diezaños después de la derrota del Reich, yocupados con la guerra fría contra laURSS, los países occidentales habíanrelajado la presión sobre los antiguosmiembros del RSHA y la Gestapo. Así,consiguió entrar en la República Federala través de Italia y se instaló cerca deMúnich.

—Es decir —dijo Oughton a modode resumen—, que había un círculo deantiguos nazis o agentes de la Gestapoque sabían que Müller estaba allí y leayudaban, manteniéndolo resguardadode la curiosidad de la gente, ¿no es así?

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—Algo así —aceptó Kopkow—.Pero no piense que se trataba de unaorganización clandestina permanente, ninada de eso. Eran amigos de Müller, sinmás. Todos ellos antiguos oficialesnazis de la Gestapo que seguramente ledebían favores, como yo.

—¿Y dónde se alojaba aquí, enGelsenkirchen, mientras tramitaba conusted su entrega al Gobierno británico?

—No tengo ni la menor idea. No melo dijo, ni me dio ningún dato paralocalizarle.

—¿Tampoco le pidió dineroMüller?

—No. En ningún momento mencionó

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que necesitase dinero. Parecía que lacuestión económica la tenía resuelta.

—Entiendo. Continúe.Müller explicó a Kopkow que, a

pesar de la ayuda de estos amigos, no seestaba sintiendo plenamente seguro, ypor eso había decidido salir de laRepública Federal y dirigirse a algúnpaís de Latinoamérica. Para este viajesus contactos actuales no podíanayudarlo y se había dirigido a otraspersonas que, por lo visto, no estaban enese momento en disposición de sacarlode Europa.

—¿Dijo quiénes eran esas personas?—No. Se mostró muy reservado

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sobre ese aspecto. Se limitó a decirme:«A las personas que pueden sacarme dela República Federal ahora no lesresulta posible hacerlo».

—Si fue capaz de entrar, no entiendocómo puede ser tan difícil salir —pensóen voz alta Trevor-Roper.

—Huy, sí. Dificilísimo —dijoKopkow—. Y más para Müller, se loaseguro. No tengo ni idea de cómo entróen Alemania, pero si tenía buenoscontactos en Italia puede que lo hiciese,y no sin riesgo. Pero para ir aSudamérica desde aquí hace faltapasaporte, visado, billetes en untransporte seguro, apoyo en el puerto de

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destino puesto que él no hablaespañol… En fin, no es nada fácil.

El caso es que, por alguna razón queel jefe de la Gestapo no explicó, en losdías previos le había entrado a Mülleruna prisa especial por salir del país y,según confesó, su única opción erahacerlo a través de los serviciossecretos británicos.

—Müller estaba convencido de quelos ingleses serían más receptivos a suofrecimiento que los americanos —dijoKopkow mirando a Oughton.

—Ya veo. Y ahí entra usted, ¿no?—Efectivamente. Müller sabía

gracias a alguno de sus amigos de la

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Gestapo que yo había llegado a unacuerdo con el MI6, y me pidió quellamase a mi contacto allí paraproponerles un trato. Él daba ciertainformación sobre la OrganizaciónGehlen y el MI6 lo ponía a salvo enSudamérica.

—¿Quién le recomendó a Müllerque hablase con usted?

—No lo sé, de eso no hablamos.Müller escribió a Kopkow en un

papel el mensaje que debía transmitir alMI6, y le dijo que le telefonearía a sucasa al día siguiente a intervalos de treshoras a partir de las cuatro de la tardepara conocer la respuesta de los

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británicos.—¿Dónde está ese papel?Kopkow se levantó. Fue hacia el

aparador, se agachó para abrir uno delos cajones situados debajo de latelevisión y se levantó agitando unpapel. El alemán se lo dio a Oughton,quien desdobló el documento y vio unaescritura rectilínea y puntiaguda con elmensaje que debía dar Kopkow. Elamericano se guardó el papel en elcuaderno que usaba para tomar notas.

—¿Qué ocurrió luego? —preguntóOughton.

—Müller me dio las gracias y semarchó. Al día siguiente llamé a los

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ingleses y les transmití el mensaje. Porla tarde llamó Müller a las cuatro. Ledije que el mensaje había llegado alMI6, pero que aún no tenía noticias.Cuando me llamó a las siete ya teníarespuesta del servicio secreto británico,y le dije que los ingleses le proponíanentregarse a Gehlen y lo que tenía quehacer si aceptaba. Le di lasinstrucciones para entregarse y cuandocolgó el teléfono ya no volví a saber deél.

—¿No le gratificó a usted de ningunamanera?

—No. Sólo me dio las gracias.—Me resulta difícil de creer —dijo

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Oughton con mordacidad.—Pues créalo. Nosotros en las SS

éramos personas muy altruistas.

* * *

Oughton y Trevor-Roper salieron decasa de Kopkow por la puerta de atrás,saltando nuevamente el muro.Recogieron el Citroën DS y salieron deGelsenkirchen evitando pasar frente alcoche de policía que vigilaba aKopkow. Tenían por delante un largoviaje hasta Múnich bajo una lluvia queno iba a cesar en todo el trayecto.

Al principio la carretera estaba

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flanqueada por largas hileras de pinoscuyas copas puntiagudas eran agitadaspor el viento y el agua. Después pasaronDortmund, y Trevor-Roper se entretuvoojeando el mapa de carreteras de laRepública Federal, con la pipa apagadaentre los dientes. El americano lo miróde reojo y encontró un medio de iniciarla conversación.

—Menuda sorpresa encontrarseahora aquí, ¿eh? —dijo Oughton—.Dígame, ¿ha recibido usted algunainstrucción concreta acerca de estamisión?

—Nada en particular. Antes de queusted llegase, el director del MI6, John

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Sinclair, me recomendó que en caso depeligro siguiese las órdenes que ustedme proporcionase.

—Bien, eso me facilita mucho lascosas.

Trevor-Roper miró entonces alagente de la CIA y reparó en el bulto delpecho que le dejaba la pistola.

—¿Va siempre armado? —preguntóel historiador.

—Sí. Llevo un Colt Commander denueve milímetros. Me encanta estechisme, aunque no debería llevarloencima. Según el manual del buen agentede la CIA sólo hay que ir armado cuandoexista una alta probabilidad de que la

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pistola será necesaria.—¿Y usted por qué no sigue esa

directriz?—Porque soy muy malo calculando

probabilidades —respondió Oughtonriendo—. En realidad sólo la llevo sivoy con esto en el bolsillo.

El agente de la CIA sacó del bolsillointerior de su chaqueta una pequeñacartera de cuero negro y se la entregó aTrevor-Roper. Éste la abrió y pudo veren su interior una placa identificativa dela policía alemana.

—¿Es auténtica o falsificada?—Cien por cien auténtica, amigo

mío. Aunque, lógicamente, yo no

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pertenezco al cuerpo.Trevor-Roper devolvió la placa a su

lugar y entregó la cartera a Oughton.—¿Cree que será necesario hacerse

pasar por policía? —preguntó.—Si tenemos que hacer trabajo de

campo no habrá más remedio.—¿A qué llama «trabajo de

campo»?—A salir por ahí a preguntar a gente

de la calle. Ya sabe, husmear.—Ya veo. Lo que suele ser una

investigación policial normal y corriente—concluyó el historiador.

—Exacto. Aunque no se dejeengañar. Esto no es una investigación

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criminal normal y corriente. Si lo fueseyo no estaría aquí. Habrían traído a unagente especial del FBI de esos quesaben analizar escenas de crímenes,buscar pruebas, interrogar sospechosos.O sea, un policía. Yo no soy un policía.

Trevor-Roper miró por la ventanadigiriendo las palabras del agenteamericano. El cristal estaba algoempañado por el vaho, y el historiadorlo limpió con su manga para poder verel paisaje verduzco que se sucedía deforma monótona a ambos lados de lacarretera.

—A los del FBI los adiestran paraeso, para hacer cumplir la ley —

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continuó Oughton—. Los agentes de laCIA somos unos pésimos policías porquea nosotros nos entrenan justo para locontrario: robar, mentir, entrar donde nodebemos… En fin, para incumplir la ley.

—¿Para incumplir la ley?—Por supuesto. ¿Conoce usted algún

país en el que el espionaje sea legal?A Trevor-Roper aquella

conversación sobre la CIA le empezó ainteresar cada vez más. Durante laguerra convivió con numerosos agentesdel MI5 y del MI6, pero no hacía faltaser un experto para darse cuenta de queel trabajo de aquellos hombres era muydistinto en tiempos de paz.

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—Dígame —preguntó el historiador—, ¿qué se necesita para ser un buenespía?

Oughton reflexionó unos segundosantes de contestar.

—Pues supongo que lo másimportante es tener una buena memoriapara recordar caras, lugares, fechas,teléfonos…, datos de todo tipo. Eso eslo fundamental. También hace faltaarrojo, valentía…, no sé, ciertas dosisde imprudencia para hacer en el peormomento posible lo que uno no debe.

—¿Buena memoria? Nunca hubiesepensado que fuese tan relevante.

—Lo es —confirmó Oughton—.

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Tenga en cuenta que en cualquiermomento un espía puede ser descubiertopor el servicio de contraespionaje delpaís rival y en ese caso tendrá quedefenderse cuando lo interroguen.Deberá inventar una historia, ya sabe, ypara eso hay que usar datos reales que eltipo sea capaz de recordar de memoria.

—Como Müller… No me diga queel tipo no tenía una buena memoria.

Oughton sacó del bolsillo delpantalón una goma de mascar y se lallevó a la boca.

—En realidad no soy el másindicado para contarle todo esto sobrelos espías —dijo—. Yo estoy en el otro

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lado, pertenezco al servicio decontraespionaje. Mi labor no es espiar,sino cazar espías.

—¿Y por qué habrán escogido a unagente del servicio de contraespionajepara investigar la muerte de HeinrichMüller?

—Bueno, eso ya nos lo dijo ayerSinclair: a nuestros jefes les importa unrábano quién mató a Müller. Lo que lesimporta es cazar al espía que lo delatóal KGB.

Los kilómetros se iban sucediendoveloces bajo los neumáticos del CitroënDS. El coche se adentró en el corazónde la República Federal, en dirección a

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Frankfurt. Cerca de la ciudad, Oughtonpropuso parar para repostar combustibley tomar algo. El día seguía gris ylluvioso, cubierto con unas nubes tanbajas que casi se podían tocar. Los doshombres entraron en una cafeteríaadyacente a la estación de servicio,ocuparon una mesa y pidieron alcamarero dos tazas de café solo. Cuandolas hubo traído, Trevor-Roper se dirigióal americano.

—Cuénteme algo sobre usted. Dijo aSinclair que su madre es austriaca, ¿noes cierto?

—Así es. Emigró a los EstadosUnidos con mis abuelos a principios de

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siglo. Se instalaron cerca de Chicago.Allí conoció a mi padre y se casaron.Yo nací pocos días antes de la entradade los Estados Unidos en la GranGuerra. Mis abuelos y ella me hablaronsiempre en alemán, así que lo aprendí ala vez que el inglés.

—¿Y cómo llegó a convertirse en unagente de la CIA?

—Pues verá, eso no estaba en elguión. Mi padre era relojero. Y el padrede mi padre también. Y mi bisabuelo.Toda mi familia paterna han sidorelojeros, y mi casa estaba llena deherramientas antiguas, de los tiempos dela Guerra de la Independencia, por lo

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menos. A mí me encantan los relojes,¿sabe? Cuando volvía de la escuela ibaal taller de mi padre y de mi abuelo yme perdía durante horas entre losrelojes. Cuando me hice mayor, mipadre me enseñó a desmontarlos, alimpiarlos y a encontrar averías. Yoquería trabajar en el taller con ellos,pero mis padres me obligaron a ir a launiversidad y me matriculé en ingenieríaen el Illinois Institute of Technology. Sinembargo, el tiempo corría en mi contra.A mediados de 1942 vino un día a casaun militar. Me buscaba a mí. Mi padre ledijo que estaba en la universidad y sepresentó en el campus. Me dijo que tenía

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que dejar la universidad durante untiempo porque debía alistarme. Yo mequedé de una pieza porque pensaba quelos universitarios seríamos los últimosen ser llamados a filas. Pero aquelhombre no me quería para ir a pegartiros a los japoneses. Me llevaron aMaryland y me dijeron que me iban aadiestrar para incorporarme a algodenominado la Oficina de ServiciosEstratégicos, la OSS. Por entonces yo nolo sabía, pero la OSS era el serviciosecreto que acababa de crear elpresidente Roosevelt y que tiempodespués se convertiría en la CIA. Cuandoterminó mi adiestramiento me llevaron a

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trabajar a Suiza, y allí conocí a AllenDulles.

—¿El actual director de la CIA?—El mismo. Durante la guerra,

Dulles era el responsable de lainteligencia americana en Suiza. Tiempodespués pasé a contraespionaje conJames Angleton. Y desde entonces lasituación no ha cambiado. Han pasadotrece años, y nunca he regresado alIllinois Institute of Technology, ni creoque lo haga ya. Aunque sigo esperandoel día en que pueda volver a los relojes.—Oughton estiró el brazo y observó sureloj de pulsera—. Eso nadie podráevitarlo. Algún día me retiraré, ¿no?

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—Supongo, pues, que su reloj debede ser de primera —dijo el historiador.

Oughton sonrió. Los halagos haciasus relojes constituían las únicasmuestras de vanidad que se permitía sinruborizarse.

—Es un Breitling Cadette. —Oughton se desabrochó la correa ymostró la pieza al historiador—. Engeneral prefiero los modelos con lasesferas limpias, sin segunderos nicalendarios. Éste es de remonte manual,de cuerda. La mayoría de mis relojesson automáticos, pero éste en concretoes de cuerda.

Trevor-Roper devolvió el reloj a

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Oughton.—¿Y qué me puede decir del mío?—Me fijé en él ayer mismo, cuando

le conocí. Es un Girard-Perregaux,también mecánico, calibre veinticinco.Parece que está hecho en níquel.

—Caramba, ¿es capaz de decir todoeso sin haberlo visto antes?

El historiador se quitó el reloj y selo entregó al agente de la CIA, quien tuvola ocasión de examinarlo de cercaignorando los halagos de su compañero.

—Es una pieza excelente. Aunque amí las cajas cuadradas no me terminande gustar. Me parecen más incómodas.

—Apuesto a que usted es capaz de

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definir a una persona por el reloj quelleva.

Oughton rio.—Eso es imposible amigo mío —

dijo mientras devolvía el reloj a Trevor-Roper—. Nadie puede hacerlo. La gentelleva en la muñeca o en el bolsillorelojes que no han elegido por símismos. En la mayoría de los casos sonregalos.

—En este caso tiene usted razón.Este reloj me lo regalaron unos alumnosen su ceremonia de graduación.

—Y muchos otros son regalos deboda.

Trevor-Roper volvió a sacar del

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bolsillo su pipa, aunque en esta ocasiónintrodujo un montoncito de tabaco en suinterior y la encendió.

—Curiosa afición la suya —dijoaspirando el humo.

De vuelta a la carretera, los doshombres pasaron Núremberg y enfilaronel último tramo de la carretera hastaMúnich. El tiempo fuera empezó acambiar. La lluvia se detuvo y dio pasoa ese ambiente húmedo y cargado bajoun cielo aún ennegrecido por nubesplanas e inacabables. Oughton llevaba,junto a la palanca de cambios delCitroën, una botella pequeña de agua dela que de vez en cuando iba dando

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sorbos rápidos.—Dígame, Hugh. ¿Qué sabe usted de

Heinrich Müller?—Desde el punto de vista personal

no sé mucho. Como director de laGestapo conozco su historial y muchosde los actos de los que fue responsable.

—Cuénteme lo que sepa.La Gestapo, o policía secreta nazi,

estaba encuadrada en el departamento deseguridad del Reich, o RSHA. El RSHAfue creado en el seno de las SS deHimmler y tuvo como primer director aReinhard Heydrich, un despiadadocriminal que fue asesinado en 1942 enPraga por un comando checo. A

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Heydrich, que en su día nombró aMüller director de la Gestapo, losucedió un austriaco, ErnstKaltenbrunner. Kaltenbrunner era puesel jefe directo de Müller.

La Gestapo tenía variosdepartamentos encargados de perseguira los enemigos del Tercer Reich. Entreestos departamentos se encontraba la redde espías competidora del Abwehr delalmirante Canaris y la oficina de asuntosjudíos dirigida por Adolf Eichmann.Müller era así, en último término, elresponsable del espionaje nazi y de laejecución de la orden de exterminaciónde los judíos dictada por Hitler.

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—En resumen —concluyó Trevor-Roper—, Heinrich Müller es la víctimade este crimen. Pero en ningún caso esuna víctima inocente. Le sorprenderíasaber cómo es de larga la lista defechorías de ese hombre. Pareceincreíble cómo un tipo con tantosenemigos haya sido capaz de sobrevivirdurante tanto tiempo.

—Ya veo, pero en este caso hayalgo que no termino de entender.

—¿De qué se trata?Oughton se encogió de hombros.—Una buena razón que explique por

qué Heinrich Müller se entregó al MI6cuando llevaba ya varios meses en la

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República Federal viviendo sin sermolestado. ¿Por qué entregarseprecisamente ahora? ¿Por qué?

El agente de la CIA volvió a mirar alhistoriador. Éste tenía la vista perdidaen algún lugar de la carretera frente aellos, con el semblante muy serio y lapipa aún humeando en la boca.

—Si huyó de la URSS quizá los rusoslo estuviesen buscando y finalmente loencontraron.

Oughton asintió con la cabeza.Aquélla era una respuesta lógica, aunqueen ese caso lo fácil hubiese sidodesaparecer, no entregarse a losingleses. Buscar en otro lugar la

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protección de otros exagentes de laGestapo.

Eran cerca de las siete de la tardecuando el Citroën entró en la periferiade Múnich. El plan era pasar primeropor el hotel, pero los dos hombresdecidieron no demorar más su visita aReinhard Gehlen y dirigirsedirectamente a la sede de laOrganización.

—Creo haberle oído decir ayer queusted no conoce a Reinhard Gehlen —dijo Trevor-Roper.

—Lo conozco sólo de oídas. Por lovisto, es un tipo muy astuto. Otrosuperviviente, ya sabe. Con todo, debo

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decir que después de escuchar hablar deél a algunos de mis colegas, el generalGehlen tiene todas mis simpatías.

—Lo cual no quita para que no dejede sospechar de él, ¿no? Supongo que ensu trabajo se sospecha de todo el mundo.

—Efectivamente —asintió Oughton—, de todos. Incluso del MI6.

Aquello tocó la fibra patriótica delprofesor de Oxford.

—Ya sé por dónde va. Y déjeme quele diga que me cuesta trabajo creer queel servicio secreto de Su Majestadpueda estar involucrado en accionesdesleales hacia la CIA o incluso hacia lapropia Organización Gehlen.

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—Pues déjeme que yo le diga otracosa: si usted perteneciese al MI6 noestaría aquí ahora conmigo. Y no porculpa de Gehlen, sino por la CIA.

Aquel comentario penetró en lacabeza de Trevor-Roper como sihubiese sido impulsado por unataladradora, resolviendo la duda sobresu presencia en aquel lugar. Quizá fueseésa la razón por la que el MI6 le habíallamado para participar en esta misión:los ingleses confiaban en él, y losamericanos no desconfiaban. Por ahora.

* * *

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«La principal virtud de ReinhardGehlen», pensó Trevor-Roper, «es queparece cualquier cosa menos un espía».Cuando lo tuvo delante comprobó queera un hombre menudo, enjuto y calvo,con unos labios finos y permanentementehúmedos cubiertos por un estrechobigote. A los lados de su cabeza, muyredonda, se erguían unas orejaspuntiagudas como las de los personajesmalvados de las historietas para niños.La nariz, afilada y alargada, establecíaun extraño paralelismo en las faccionesimperturbables de Gehlen, donde seabrían paso unos ojos diminutosrodeados por las arrugas de la edad.

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Oughton y Trevor-Roper habíanllegado minutos antes a la sede de laOrganización en Múnich. El inmuebleparecía una casa de vecinos normal ycorriente. Se accedía al vestíbulo através de unas escaleras que a laizquierda daban a la portería. Allí, elportero llamó a un agente que, a su vez,anunció la llegada de los dos visitantesal coronel Britz. Britz era ellugarteniente de Gehlen desde lostiempos de la guerra. Tenía unoscincuenta años y, al contrario que elgeneral, conservaba intactos suscabellos marrones. Cuando bajó lasescaleras para llegar junto a sus dos

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visitantes, Oughton observó que Britzcojeaba levemente de la piernaizquierda. A pesar de presentarse comoun coronel, vestía de civil con un trajemarrón de tela gruesa y un jersey blancode cuello alto debajo de la chaqueta.Estaba bien afeitado, y en su anatomíadestacaban unas manos grandes condedos gordos y correosos. Britz informóa los recién llegados que el generalGehlen los esperaba en su despacho.Cuando habló, los dos investigadorespercibieron una voz enérgica y grave.

El coronel Britz llamó al ascensor ycondujo a Oughton y Trevor-Roper alsegundo piso. En el interior del

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despacho del jefe supremo de laOrganización destacaba un gigantescomapa político de Europa, desde Portugalhasta Moscú, situado justo detrás de suescritorio. Sobre éste había unafotografía en color de Reinhard Gehlenestrechándole la mano a Eisenhower.Gehlen saludó afectuosamente a los dosvisitantes y, tras ocupar su sillón al otrolado del escritorio, invitó a Oughton y aTrevor-Roper a sentarse. Ambosdejaron los sombreros sobre susrodillas. Britz ocupó una silla a laizquierda de Gehlen frente a los dosinvestigadores.

—Supongo, general, que estará al

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corriente del objetivo de nuestra misión—empezó diciendo Oughton.

—Perfectamente —dijo secamenteGehlen—. Debemos invertir todosnuestros esfuerzos en identificar alresponsable de tan trágica pérdida.

El coronel Britz rio el chiste de sujefe. Trevor-Roper recordó entoncesque el jefe del MI6 John Sinclair dijo lanoche anterior que no encontrabadivertido el sentido del humor deGehlen.

—¿Dónde está el cadáver? —preguntó a quemarropa el agente de laCIA.

—Lo tenemos abajo —respondió

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Britz—. Disponemos de una cámarapara guardar algún cadáver que seencuentre «en tránsito». Si lo deseanpueden ustedes examinarlo más tarde.

—Eso haremos —dijo Oughton—.Ahora, si le parece, general, podríamoscharlar acerca de las andanzas denuestro amigo Müller durante susúltimas horas.

—Muy bien —dijo Gehlen juntandolas manos en actitud de oración—. Porlo que a nosotros respecta, todo empezóhace tres días, el lunes diez, cuandorecibí una llamada telefónica de JohnSinclair. Me dijo que el MI6 habíadetenido a Heinrich Müller en Bonn y

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yo, muy cordialmente, le felicité porello.

—¿Sabía usted que Müller estabavivo?

—No, no tenía ni idea. Aunquetampoco me esperaba que se le fuese aatrapar a estas alturas.

—Descubrir el paradero de Müllernunca fue un objetivo de nuestraOrganización —añadió Britz, mientrasapagaba la cerilla con la que habíaencendido un cigarrillo.

—¿Han investigado las causas de lamuerte? —preguntó Trevor-Roper.

—¿Quiere usted decir que si lehemos hecho una autopsia o algo así? —

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Britz se mostró extrañado ante lacuestión. No sabiendo cómo responder,el coronel miró a su superior.

—Tiene un agujero en la cabeza yotro a la altura del corazón —dijoGehlen—. Nos parece motivo suficientepara declararlo muerto sin necesidad delevantar más polvo involucrando amédicos o demás especialistas.

—Me refería más bien a si hanemprendido alguna indagación acerca dela autoría del crimen —aclaró elhistoriador.

—Para eso están ustedes aquí —dijosonriendo Gehlen.

Oughton sacó del bolsillo interior de

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su chaqueta el cuadernillo de notas queconsultara el día anterior durante la cenacon Sinclair.

—He oído por ahí que usted ordenómatar a Müller —dijo el agente de laCIA.

—Yo también —replicó Gehlen.—¿Y qué le parece?—Me parece una imprudencia que el

Reino Unido confíe su servicio deinteligencia a personajes tan pocointeligentes.

Esta vez Oughton acompañó a Britzen las risas. Ese tal Gehlen le empezabaa caer francamente bien. En general,todas aquellas personas que

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demostraban poco respeto por las altasautoridades le merecían una simpatíaespecial. El americano miró de reojo aTrevor-Roper y, viéndolo con cara depalo, imaginó que seguramente alhistoriador los comentarios del generalno le hacían tanta gracia como a él.

—¿Por qué dice eso? —preguntó elamericano.

—Mayor Oughton, si yo hubieseordenado matar a Müller usted noestaría aquí ahora.

—Caballeros —terció Britz—, esridículo suponer que nosotros matamos aMüller y acto seguido denunciamos sumuerte a la CIA. Ahora no nos

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encontraríamos en estas dificultades.Podríamos habernos quedado callados ynada hubiera ocurrido. Deben ustedessaber que la única condición que nospuso el MI6 para entregarnos a Müllerfue, precisamente, mantener el secreto yno desvelar nunca que había sidocapturado. Los ingleses no querían sabernada de él. Si desaparecía, nadie lo ibaa echar de menos.

—Pues ustedes incumplieron suparte —dijo Trevor-Roper—. Noguardaron el secreto tal y como les pidióJohn Sinclair. Ahora todos sabemos queel MI6 entró en contacto con Müller.

—Tiene razón —admitió Gehlen—,

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pero en el trato no estaba incluido quese nos acusara a nosotros de habermatado al pájaro. Además, es obvio quetuvimos los medios y la ocasión dehacerlo, pero falta el motivo. Quealguien me explique por qué íbamos aordenar la muerte de nuestro nuevoamigo con la cantidad de cosas útilesque nos iba a contar.

—General —intervino el americano—, prosiga con los hechos tal y comolos recuerde, por favor.

En su conversación telefónica,Gehlen dijo a John Sinclair que sealegraba por la detención de Müller ypreguntó al jefe del MI6 si iba a entregar

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al prisionero a la policía, ya que en elMinisterio de Justicia alemán los cargoscontra Müller llenaban varios tomos.Sinclair contestó que no. El antiguo jefede la Gestapo había estado ocultodurante esos años en zona soviética ydecía disponer de informacióninteresante. El MI6 no tenía modo deemplear este tipo de información y poreso Sinclair ofrecía entregar alprisionero a Gehlen: su Organizaciónpodría utilizarlo más provechosamente.

—Sinclair cree que yo soy idiota —dijo el general—. Ni quería ensuciarselas manos haciendo un trato con uncriminal como Müller, ni quería dejar

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pasar la oportunidad de que lohiciésemos nosotros.

—Pero a pesar de ello ustedesaceptaron quedarse con Heinrich Müller—dijo Trevor-Roper.

—Sí, pero no para lo que pretendíaSinclair.

Oughton dejó de escribir en lalibreta y miró extrañado al general.

—¿Qué quiere decir con eso?Cuando Gehlen recibió la propuesta

de John Sinclair, preguntó al directordel MI6 qué clase de información decíatener Müller. Sinclair contestó que elantiguo director de la Gestapo disponíade la lista completa de agentes dobles

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de la Organización Gehlen.—Sinclair tuvo incluso la

amabilidad de darnos el nombre de unpresunto agente doble que tendríamosaquí en Alemania —añadió el general.

—Heinz Felfe —dijo Oughton.Gehlen asintió con la cabeza.—Herr Felfe es nuestro director de

contraespionaje —explicó el coronelBritz—. Está más allá de toda sospecha.

—¿Están seguros de eso?—¿Y qué diablos importa si estamos

seguros? —exclamó Gehlen conimpaciencia—. Maldita sea, lo quedijese Müller no tiene ningunaimportancia.

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—Caballeros —intervino Britzadoptando un tono conciliador—, nopodemos poner patas arriba laOrganización porque un tipo que llevadiez años en la URSS venga con una listade presuntos traidores debajo del brazo.Si lo hiciésemos comprometeríamosnuestra credibilidad ante todos nuestrosagentes. La red entera se desintegraría.

—Ya le gustaría eso a Sinclair —añadió Gehlen.

Al teléfono, el general Gehlenagradeció a Sinclair el ofrecimiento yaceptó su propuesta. Dijo que enviaría ados agentes a Bonn en un coche paratrasladar a Múnich al prisionero, y acto

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seguido ordenó al coronel Britz queorganizase todo el dispositivo. Ellugarteniente encargó la misión a doshombres de su confianza, los agentesMeier y Hoffman, quienes se pusieron encamino inmediatamente. Cuandollegaron a la embajada británica en lacapital de la República Federal, unagente del MI6 les entregó a Müller. Sinmás demora, Meier y Hoffman losubieron en el vehículo y pusieronrumbo a Múnich.

—¿Fueron y volvieron en el mismodía? —preguntó Oughton.

—Sí —respondió Britz—. Tardaronunas seis horas en ir y otro tanto en

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volver, turnándose al volante. Salieronde aquí a eso de las diez de la mañana yvolvieron antes de medianoche. No sedetuvieron en ningún momento ni seencontraron con nadie en el camino. Quesepamos, claro.

—Las instrucciones eran que sóloellos dos, el coronel y yo estaríamos altanto de la misión —añadió Gehlen.

—Efectivamente —continuó elcoronel—. Mientras tanto ordenépreparar un piso franco de laOrganización en Múnich para alojar alprisionero de manera discreta.Lógicamente, a ninguno de esos agentesle dije quién iba a ocupar ese

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apartamento.—¿Qué ocurrió cuando Müller llegó

a Múnich?Meier y Hoffman se dirigieron a la

sede de la Organización Gehlen yllevaron al antiguo director de laGestapo al despacho de Britz. Allí, elcoronel informó a sus agentes acerca delpiso franco donde pernoctaría Müller yles ordenó que fuesen a echar un vistazopara comprobar que todo estaba enorden. En una hora deberían estar devuelta para llevarse a Müller.

El antiguo director de la Gestapo sequedó entonces a solas con el coronel.Éste le informó de que estaba bajo la

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custodia de la Organización Gehlen yque su seguridad sólo podía garantizarseen tanto en cuanto se ajustaseescrupulosamente a las indicaciones querecibiese. Müller asintió y Britz dijo acontinuación que el general Gehlenestaba de camino para tener una primeraentrevista con él.

—¿Habló usted con Müller mientrasllegaba el general? —preguntó Oughtona Britz.

—No. Le di una bandeja con algo decomer. Prácticamente nointercambiamos más de dos o trespalabras. El general llegó al cabo deunos quince minutos.

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Gehlen entró en su despachó y pidióa Britz que hiciese pasar a Müller. Elantiguo jefe de la Gestapo tenía muybuen aspecto. Se sentó en la silla queahora ocupaba Oughton y el coronel lohizo, como siempre, al lado del general.

* * *

Gehlen sirvió una copa de coñac para ély otra para Heinrich Müller. Después sesentó en su butaca al otro lado delescritorio. Ofreció el licor a Britz peroéste declinó la invitación y en su lugarencendió un cigarrillo.

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—Gestapo Müller —empezódiciendo Gehlen—. Nunca imaginé quefuese usted capaz de llegar hasta aquí.

—Lo mismo digo —repuso Müller.—En serio. Su capacidad para

sobrevivir a las condiciones másadversas es digna de elogio. —Elgeneral pareció sumirse por un momentoen sus pensamientos mientrascontemplaba la copa de coñac que teníaentre sus manos—. Dígame, ¿desdecuándo está en la República Federal?

—Desde la primavera.—Vaya, eso son casi seis meses. ¿Y

cómo consiguió salir del bloquesoviético y entrar aquí?

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Müller negó con la cabeza. No iba adesvelar esa información.

—Bueno, pues dígame al menosquién le ha estado ocultando durante estetiempo.

—No.El general dejó el vaso sobre la

mesa con un sonoro golpe y movióostensiblemente la cabeza con un gestode disgusto.

—Mal empezamos —dijo Gehlen—,muy mal. Pensaba que íbamos a seramigos.

—Escuche, general, usted y yo nuncahemos estado en el mismo bando. Nitampoco vamos a ser amigos a estas

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alturas. No espere que le dé más de loque he venido a darle. Supongo que sabeo se imagina lo que yo puedo ofrecerle.Y sabe o se imagina lo que yo quiero acambio.

—Le escucho.—Quiero que me lleven a Bolivia,

Chile o Paraguay. Un pasaporte del paísen cuestión y cien mil dólaresamericanos esperándome en el punto dedestino.

Gehlen miró al techo sopesando loque había oído.

—¿Y qué obtengo yo a cambio?—La relación de sus agentes que

están trabajando para los soviéticos. Y

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un par de topos rusos en la RepúblicaFederal.

—Vaya, qué interesante. ¿No leparece interesante, coronel? ¿Y quién leha proporcionado a usted esainformación? ¿Un pajarito?

—Eso no le incumbe. Lo que sí ledebería preocupar es la veracidad demis informes.

—Usted no ha trabajado nunca parae l NKVD, ni ahora lo estaba haciendopara el KGB —dijo Britz—. Es posibleque haya oído algún rumor, pero ¿cómocomprobarlo? Usted no sabe nada.

—Espere, coronel —intervinoGehlen—. Seguro que Müller puede

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proporcionarnos un nombre paradespertarnos el apetito.

El exdirector de la Gestapo apuró lacopa de coñac y dejó el vaso sobre elescritorio. Britz se lo rellenó.

—Heinz Felfe —dijo—. Lo captaronen Dresde y desde hace varios añostrabaja para el KGB. Y no les salebarato, por cierto.

—Debí suponerlo. —Gehlen exhalóun sonoro suspiro—. Escuche Müller,pongamos las cartas boca arriba. Meimportan un comino sus agentes dobles,sus fuentes de información, el modo enque consiguió entrar en la RepúblicaFederal y la identidad de los imbéciles

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que lo han estado ayudando hasta ahora.Y si lo que quiere de nosotros son unasvacaciones en Sudamérica con gastospagados va a tener que subir su oferta,proporcionarnos algo. Y no algo queusted quiera. Algo que yo quiera.

El jefe de la Organización habíaresaltado esas últimas palabras,señalándose a sí mismo con el pulgar.

—¿Qué quiere decir? —preguntóHeinrich Müller.

Gehlen se levantó, y rodeando lamesa se apoyó en ésta con los brazoscruzados al lado de Müller.

—Que yo quiero que me dé otracosa —dijo.

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—El qué.Gehlen se inclinó sobre Müller. Se

acercó tanto que éste pudo oler sualiento a coñac.

—Quiero que me diga dónde estáMartin Bormann —dijo bajando la voz.Müller lo miró fijamente. Como no dijonada, el general prosiguió—. MartinBormann, ¿le suena el nombre?

—Sí.—Pues eso —dijo Gehlen en tono

jovial mientras rodeaba nuevamente lamesa y volvía a sentarse en su sillón—.Quiero saber dónde tiene su felizmorada el bueno de Martin.

Müller no podía disimular la

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sorpresa que le causó la insólitapetición de Reinhard Gehlen. Callódurante unos segundos meditando susituación.

—Supongamos por un momento queno tengo forma de conocer su paradero—dijo Müller sin bajar la vista delrostro del general.

—Mala suerte, porque su pase deinvitado nuestro caduca en treinta y seishoras, transcurridas las cuales ledaremos una pastillita para dormir y sedespertará en Jerusalén. —Gehlen hizouna pausa para ver el efecto de suspalabras en Müller, que no se inmutó—.¿Me he explicado bien?

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—Sí.Gehlen se retrepó en su sillón y miró

a Britz, que a su vez tenía los ojos fijosen Müller. El jefe de la Gestapo dijo:

—Supongo que esperan unadirección.

—Claro —dijo sonriendo Gehlen—.No pretendemos que nos lo traiga adomicilio.

—En ese caso necesitaré movermecon discreción por la ciudad duranteunas horas y hacer alguna llamada.

—Supongo que «con discreción»significa sin acompañamiento evidente.Está bien —consintió el generalseñalando al coronel Britz—.

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Pondremos a dos agentes que le seguirána una distancia prudencial. Pero,atención —añadió Gehlen apuntandocon el dedo a Müller—, si trata dedespistarlos le ahorraré el trabajo a losisraelíes.

—Entendido.—Muy bien, pues levante el culo de

esa silla y salga a hacer su trabajo.Müller apuró su segunda copa de

coñac, se levantó y salió al pasillo,donde Hoffman y Meier ya lo esperabanpara acompañarlo al apartamento que laOrganización había preparado para quepasase la noche.

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* * *

—¿Martin Bormann? —preguntóOughton estupefacto—. ¿Pidió a Müllerque le entregase a Martin Bormann?

—Efectivamente.—Pero ¿por qué? ¿Cómo sabía usted

que…?—Si me permite, mayor, se lo

contaré todo. —Gehlen alzó las manospidiendo tiempo para explicarse—. Peropara ello me tendré que remontar unosaños atrás.

El general Gehlen empezó su relato

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explicando que el Tercer Reich habíaperdido la guerra contra la UniónSoviética por la desafortunadacombinación de tres factores: eldesequilibrio de fuerzas, el cansancio delas tropas alemanas y la deficientedirección estratégica de Adolf Hitler.Pero, aparte de las graves carencias dematerial y suministro que diariamentesufrían las tropas, se empezaron averificar movimientos del lado ruso queevidenciaban un conocimientoanticipado de los planes nazis. Como siel Ejército Rojo conociese de antemanolas órdenes alemanas. Esta observaciónfue realizada por Gehlen en el curso de

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una reunión con un grupo de oficialesalemanes durante la guerra. Entre éstosse encontraba el almirante WilhelmCanaris, jefe del Abwehr, el serviciosecreto del ejército alemán fiel aAlemania pero no a Hitler.

En aquella reunión Canaris semostró reservado. Sin embargo, unosdías después, Gehlen recibió unallamada telefónica de Canarisinvitándolo a su despacho. El generalGehlen acudió a la cita, y en ella elalmirante le reveló que desde hacíatiempo el Abwehr sospechaba que habíaun informante prosoviético en el mismocuartel general del Führer. Gehlen

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quedó atónito.Canaris explicó que el Abwehr

había interceptado varios mensajes deradio procedentes del cuartel general deHitler en la Guarida del Lobo, enRastenburg, y firmados por Werther.Estos mensajes contenían movimientosde tropas alemanas en el Frente del Este.El traidor, según Canaris, podíaencontrarse en dos lugares: o bien en elpropio Estado Mayor, en el que sedecidían los movimientos militares, obien a lo largo de la cadena detransmisión de información que llevabalas órdenes del cuartel general delFührer al mismo frente. Canaris había

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investigado esta segunda posibilidad yla había desechado, puesto que elproceso de transmisión de informaciónhabía sido diseñado a prueba de espíasy las probabilidades de que se produjeraun escape de información eran muyremotas. Canaris volvió entonces sumirada al propio Estado Mayor, y en esemomento de la investigación seencontraba cuando unos días antesescuchó las sospechas de Gehlen.

Durante las semanas siguientes,Canaris y Gehlen intercambiaronopiniones acerca de la identidad delposible agente ruso. Según Gehlen, eltraidor debía de ser el general Krebs.

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Krebs pertenecía al círculo militar deHitler y, sospechosamente, había sidosubagregado militar en la embajadaalemana en la URSS, por lo que hablabaruso perfectamente. Se dice incluso quefue abrazado públicamente por Stalin enel transcurso de una cena de gala en laque ambos manifestaron la necesidad deque ambas naciones fuesen siemprealiadas.

Canaris, en cambio, sospechaba deMartin Bormann. Bormann, secretario deHitler y jefe de la Cancillería delpartido, había adquirido un enormepoder a la sombra de Hitler y teníaacceso a todo tipo de información. Era

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el clásico hombre incapaz de sobresaliren la esfera pública, pero muycompetente para intrigar y predisponer aHitler contra cualquiera que hiciesesombra a su poder.

—No tiene sentido —intervino enese punto Trevor-Roper—. MartinBormann no era comunista. No debíaninguna lealtad a la URSS. Y, en cambio,sí se la debía a Hitler. Todo el poder deBormann emanaba del Führer. Sin él noera nadie.

—La traición de Bormann no teníaun motivo político. Bormann era víctimade un chantaje. —Gehlen se ajustó elpuño de la camisa y siguió hablando—.

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Los soviéticos son muy aficionados aemplear la extorsión para reclutaragentes o conseguir determinadasprestaciones, al igual que la Gestapo,que también recurría muy a menudo alchantaje.

—Siga usted, general —dijoOughton—. Decía que los rusoschantajeaban a Bormann. ¿Por qué?

A finales de 1943, el secretario deHitler, Martin Bormann, colaboróactivamente en la creación de una reddenominada Hacke (piqueta), cuyoobjetivo era dispersar por el mundo lamayor cantidad posible de dinero parafinanciar el resurgimiento nazi después

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de la guerra. No se sabe cuánto fuecapaz de reunir Hacke, posiblementevarios millones de dólares, aunque sesospecha que la mayoría provenía de losexpolios de que fueron víctimas losinternos de los campos deconcentración.

—El conocimiento de Hacke estabareservado a unos pocos funcionarios delEstado nazi, como Kaltenbrunner,Heinrich Müller y Wilhelm Höttl, perosin embargo siempre fue ocultado aHitler —explicó Gehlen.

—¿Por qué?—Porque Hacke era un plan para

preparar la derrota alemana, y el

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derrotismo estaba castigado con lamuerte. Un proyecto de esascaracterísticas no sólo no hubiese sidoaprobado por Hitler, sino que habríasupuesto a su promotor un severocastigo.

Las redes de Hacke se extendieronrápidamente por varios países filo-alemanes, como Argentina o España. Sinembargo, la suerte del programa cambiópronto. En 1944, el servicio secretoruso, el NKVD, tuvo conocimiento de laoperación. Los soviéticos investigaronen un primer momento la cuantía de losfondos de Hacke y el modo en que losnazis pensaban usarlos. Sin embargo,

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cuando descubrieron que Hitler no teníaconocimiento del plan idearon unatáctica mejor.

—Los rusos empezaron a buscar aagentes de Hacke para chantajearles. Sino trabajaban para la URSS, losdenunciarían a Hitler.

—Y Bormann fue uno de ellos —concluyó Oughton.

—Efectivamente. El caso es quecuando Canaris y yo discutíamos acercade Bormann, Hacke no era conocido.Ese plan lo descubrió nuestraOrganización hace unos pocos años,después del fin de la Segunda GuerraMundial. El almirante Canaris no

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sospechaba de Bormann por Hacke, sinoporque era el único que podía estardetrás de Werther. Y el tiempo le hadado la razón.

—Ha dicho que Hacke era conocidopor Müller, su jefe Kaltenbrunner y untal Wilhelm Höttl —dijo Trevor-Roper—. Los dos primeros han muerto, ¿sabeusted si Höttl sigue vivo?

—Pregúnteselo a su amigo —respondió un sonriente Gehlenseñalando a Oughton—. Höttl trabajópara la CIA después de la guerra.

Todos los ojos se posaron sobreOughton.

—Sé cómo localizarlo —dijo

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sencillamente el americano, ydirigiéndose a Gehlen añadió—:Continúe, general. Decía que Canaris seconvenció de que Bormann era culpable.¿Qué pasó luego?

Según explicó Gehlen, el almiranteCanaris empezó a pensar entonces lamejor manera de informar a Hitleracerca de la traición de su secretario.Para ello habló en primer lugar con elmariscal de campo Wilhelm Keitel, jefedel Estado Mayor de las fuerzasarmadas alemanas. Keitel, soldadosumiso y adulador de Hitler, asegurótajantemente a Canaris que preferíaperder la guerra antes que denunciar a

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Bormann.Entre tanto, las SS de Himmler

conspiraban para hacerse con el controlabsoluto de los servicios secretosalemanes, y para ello habían creado suservicio de inteligencia paralelo dentrode l RSHA. Heinrich Himmler, deseosode convertirse en el amo y señor delespionaje alemán, trató de convencer aHitler de que el Abwehr no eranacionalsocialista y llegó incluso aacusar de traidor a Canaris. Hitler,finalmente, se dejó influir por elReichsführer, y en febrero de 1944desmanteló el Abwehr. Canaris fuepuesto bajo arresto domiciliario.

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Meses después se produjo elcomplot de los generales para asesinar aHitler. El veinte de julio de 1944, elcoronel von Stauffenberg colocó unabomba en la sala donde Adolf Hitlerpresidía la reunión militar del altomando. La explosión causó la muerte decuatro personas, pero Hitler saliómilagrosamente ileso. La represión quesiguió a este fallido golpe de Estado fueterrorífica.

Gehlen tenía noticia de ese complot,aunque no estuvo involucrado en él.Canaris, que meses antes había ideadoun asalto al poder menos sangriento, seencontraba recluido en su domicilio, por

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lo que no pudo participar en el golpe dejulio. A pesar de ello, durante lapersecución de los golpistas, la Gestapodescubrió que la gran mayoría de éstoseran amigos de Canaris y, si bien nopudieron recopilar pruebas sólidascontra el antiguo director del Abwehr,éste fue encarcelado en un campo deconcentración. En parte debido a la faltade pruebas, y en parte debido a queHitler dudaba de la culpabilidad deCanaris, la vida del antiguo jefe delAbwehr fue respetada de momento.

Sin embargo, durante su encierro,Canaris fue severamente interrogado ymaltratado. A pesar de ello nunca delató

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a nadie y, en particular, mantuvo aGehlen alejado de toda sospecha. Estalealtad impresionó a Reinhard Gehlencuando conoció los hechos mesesdespués.

La guerra se acercaba a su fin en1945. El Ejército Rojo avanzabacontinuamente, lo cual desataba casi adiario la ira de Hitler contra susgenerales. Un día de febrero, a modo dedisculpa por los fracasos militares, elestúpido de Keitel reveló al secretarioBormann que en opinión de Canarishabía un agente soviético infiltrado en elcuartel general del Führer y que supropio nombre, el de Bormann, había

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estado en la lista de sospechosos. Pocodespués, a primeros de abril y por ordendel propio Hitler, Canaris fue juzgadoen una farsa de proceso y ejecutado demodo cruel.

—Después de la guerra se ha dichoque fue Himmler quien convenció aHitler para que ordenase matar aCanaris —explicó Gehlen—. Sinembargo, es falso. Himmler ya habíaganado la partida a Canaris en la luchapor el control de los servicios secretos,y en realidad le interesaba mantenerlocon vida. El Reichsführer sabía queCanaris era amigo de los británicos ypodía ayudarlo a conseguir una paz con

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ellos. No se engañen: la culpabilidad dela muerte de Canaris recae, única yexclusivamente, en Martin Bormann.

—Porque al saberse descubiertoquiso eliminar a su principal acusador,¿no es así?

—Exacto. Las victorias soviéticaseran cada vez más dolorosas, y cabía laposibilidad de que Hitler empezase acreer que verdaderamente había alguienen su cuartel general que pasabainformación al enemigo.

—¿Está usted diciendo que la razónpor la que persigue a Bormann es vengarla muerte de Canaris? —preguntóincrédulo Trevor-Roper.

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—Es una deuda de honor —asintióGehlen—. Si Bormann sigue vivo quieroser yo quien imparta justicia.

—Pero Martin Bormann llevadesaparecido diez años. ¿Cómo sabeusted que está vivo?

Cuando terminó la guerra, Gehlenaún no tenía la plena convicción de queBormann fuese el espía soviético. Entodo caso, era cuestión de tiempo que obien fuese detenido o bien apareciese sucadáver. Sin embargo, pasaron losmeses y al secretario de Hitler no se loencontró ni vivo ni muerto, y las dudasde Gehlen respecto a la culpabilidad deBormann empezaron a disiparse.

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Tiempo después, con el descubrimientode la trama Hacke, ya no le quedóninguna.

Reinhard Gehlen se convenció puesde que Bormann estaba refugiado en laURSS, y durante un tiempo activó la redde agentes de la Organización para darcon él. Al principio no tuvo éxito.

—Sin embargo, hace dos añosrecibimos un informe de Max —concluyó Gehlen.

—¿Quién es Max?—Denominamos Max a todo aquel

agente cuyos datos provienendirectamente del Kremlin —explicóBritz—. El nombre surgió durante la

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guerra. Uno de nuestros mejores agentesera Max, quien nos pasaba informaciónque venía del mismo Stalin. El informede Max afirmaba que Bormann se habíaentregado a los soviéticos en mayo de1945 y que en 1950 seguía vivo en laURSS.

—Entonces, cuando apareció Müllersospechó que los dos habían trabajadojuntos para la URSS, ¿no?

—No. Ni Bormann ni Müller podíanser utilizados por los soviéticos por lamisma razón que no podrían serempleados por nosotros. En mi opinión,ambos habían sido acogidos por Stalincomo agradecimiento por los servicios

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prestados.—¿Por qué pensaba que Müller

podía ayudarle a llegar hasta Bormann?—preguntó Oughton.

—En realidad no lo sabía, pero laaparición de Müller y el descubrimientode que había estado protegido por losrusos me dio la idea de que quizá estuvoo seguía estando en comunicación conBormann. Si no lo estaba pero podíaintentarlo, es posible que el revuelo quemontase alrededor de Bormanndondequiera que éste se encuentre ahoraforzase a los rusos a tomar medidasdrásticas para evitar que se acabasedescubriendo que era un «huésped» de

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la URSS.—Muy sutil —dijo Trevor-Roper—.

Quizá de esa manera fueran los propiossoviéticos los que se quitasen aBormann de en medio.

—Quizá.Cuando Müller salió de su despacho

la noche del diez de octubre, ReinhardGehlen dio por sentado que el directorde la Gestapo trataría de encontrar aBormann para cumplir su parte del trato.Antes de subir al coche con los agentesde Gehlen, Müller pidió al coronel Britzalgo de dinero y tiempo para ponerse encontacto con algunas personas.

—Sería interesante poder hablar con

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los agentes que siguieron a Müller…Meier y Hoffman —sugirió Oughton.

—No hay problema. El coronel Britzles llevará ante ellos.

El mayor Oughton cerró de un golpesu cuaderno de notas y lo guardó en elbolsillo interior de su chaqueta. Seretrepó en la silla, cruzó las piernas ymetió las manos en los bolsillos delpantalón.

—Bien, general. Veamos si le heentendido correctamente. Su teoríaconsiste en que el día después de hablarusted con él, Müller salió del pisofranco para ponerse en comunicacióncon alguien que él creía que le podría

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conducir a Bormann. Por lo visto, estapersona, u otro a quien esta personaavisó luego, demostraba una lealtad mássólida hacia Bormann que hacia Müller,y así un pistolero habría sido enviadopara asesinar al antiguo jefe de laGestapo. En caso de que Bormann fueseverdaderamente un agente soviético, aMüller lo mató el KGB. Si Bormann noera un agente ruso, entonces a Müller lomató un nazi amigo de Bormann. ¿Voybien?

—Personalmente, eso que dice loveo muy factible —admitió el general—. Tenga en cuenta que el día que murióMüller, éste despistó a nuestros agentes

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durante un rato. Más tarde se lo contaránellos mismos. El caso es que es posibleque se encontrase con alguien, y a losasesinos les resultase sumamentesencillo seguirlo hasta donde loteníamos escondido.

—Claro, muy sencillo. —Oughton sefrotó la perilla con la mano—. Sinembargo, general, también es igualmentesencillo sostener que fueron ustedes losresponsables de la muerte de Müller.

—Nosotros no lo matamos —insistió el coronel Britz.

—No. —Oughton levantó su dedoíndice, como cada vez que queríaintroducir un matiz en su discurso—. No

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he dicho que ustedes lo matasen, sinoque fueron los responsables.

—Explíquese —pidió Gehlen.—No me cabe duda de que si la

información que Müller pretendíaofrecer al MI6 era verdadera, los rusostendrían todo el interés del mundo entaparle la boca —dijo el americano.

El coronel Britz miró a Gehlen. Ésteescuchaba a Oughton con los labios muyapretados.

—¿Y eso nos hace responsables anosotros? —preguntó Britz confuso.

—Heinz Felfe —dijo Gehlen sindejar de mirar a Oughton.

—Exacto. Felfe. El primer espía de

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la Organización que destapó Müllernada más llegar —asintió el americano—. ¿Dónde está?

—Le repito que nuestro jefe decontraespionaje no… —comenzódiciendo Britz.

—Está en nuestra sede de Pullach, ysigue allí. Le hemos llamadodiariamente —interrumpió Gehlen.

—Pullach está a sólo diezkilómetros de aquí. ¿Sabía Felfe queMüller se encontraba en Múnich enpoder de la Organización?

—Por supuesto.Oughton vio la presa acorralada.—¿Cómo de difícil le resultaría a

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alguien como Felfe asegurarse de queMüller muriese rápido? —preguntó.

Gehlen miró a Britz. Éste, resignado,contestó:

—Tendría que haber localizado elpiso franco y enviado a alguien. No creoque él lo hubiese hecho personalmente.

—¿Cuántos pisos francos tienenustedes en Múnich?

—Tres.—No le debería de llevar mucho

tiempo descubrir en cuál de ellos estaba—concluyó Oughton.

—No —convino Gehlen—, no lehubiera llevado mucho tiempo. Pero síel suficiente como para que Müller

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hubiese podido hablar y hacer todo eldaño que él querría evitar.

—Si la URSS condenó a muerte aMüller cuando huyó de la RepúblicaDemocrática, el momento de ejecutar lasentencia hubiese sido lo de menos —dijo Trevor-Roper.

—No le quepa duda de que cuandoMüller huyó de la URSS tomó antesmedidas para que los rusos no diesencon él —dijo Britz.

—¿Qué quiere decir con eso?—Señores —intervino Gehlen—, no

olviden que Heinrich Müller era eldirector de la Gestapo, y uno no llega aese puesto porque sí. No cometan el

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error de subestimar a Müller.El general hizo una pausa. Luego

añadió:—¿Saben cuál era la primera regla

de supervivencia que enseñaban a losaspirantes a agentes de la Gestapo?

Los dos investigadores negaron conla cabeza.

—«Hay que ser más peligrosomuerto que vivo».

Trevor-Roper tomó notamentalmente de aquello. Oughton volvióa hablar:

—Deberíamos entrevistarnos conHeinz Felfe. ¿Nos podría ayudar,general?

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—Sí, le llamaré y les avisaré austedes cuando llegue a Múnich. Vayanahora con el coronel a ver el cadáver y ahablar con nuestros dos agentes, Meier yHoffman. —Gehlen se levantó dandopor terminada la entrevista. Ya en lapuerta dijo a modo de despedida—:Espero que esta investigación les dé laoportunidad de descubrir de qué ladoestá cada uno.

* * *

El coronel Britz acompañó a Oughton yTrevor-Roper fuera del despacho de

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Gehlen para conducirlos al sótano deledificio, donde se encontraba el cadáverde Heinrich Müller. Antes de estamisión, Trevor-Roper había oído elnombre de Gehlen un par de veces, peronunca el de Britz. Su primera impresiónsobre el lugarteniente del general habíasido la de un hombre leal y competenteque en aquel caso concreto deseabasinceramente colaborar en el buendesarrollo de las investigaciones.

—Coronel —preguntó el historiador—, ¿conoció usted a Müller en sustiempos de director de la Gestapo?

—Lo vi de pasada un par de vecesen toda la guerra. Solía ir con Himmler

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y sobre todo con su jefe Kaltenbrunner.Yo empecé a trabajar con el generalGehlen bastante tarde, en 1944, y enalguna ocasión que coincidimos conHimmler allí estaba Müller.

—Por lo que sé no era un hombreque saliese a menudo en los medios decomunicación —dijo Oughton.

—Efectivamente. Müller eraextremadamente reservado. Fuera de suámbito de poder mantenía una posediscreta. Aunque, según creo, la Gestapola llevaba con mano de hierro, y esoteniendo en cuenta que no era nazi. Yocreo que era el único caso de altodirigente del Estado que no estaba

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afiliado al partido antes de 1933.—¿Y por qué Heydrich le dio el

cargo de jefe de la Gestapo?—Porque Heydrich sabía que

Müller tenía una gran experiencia comopolicía y disponía de muchísimainformación, no sólo de los enemigosdel Reich sino también de los propiosnazis a los que persiguió antes de lasubida al poder de Hitler. Esos informessobre sus propios camaradas leinteresaron al zorro de Heydrich, y poreso quiso siempre tener cerca a Müller.

Los tres hombres llegaron alvestíbulo del inmueble y bajaron porunas escaleras que conducían a un

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corredor bien iluminado de paredesgrises y brillantes con una serie depuertas metálicas a cada lado. Latemperatura descendió de pronto variosgrados, y al historiador aquel lugar lepareció muy similar a una prisión. Britzse detuvo frente a una de las puertas y laabrió con una llave que llevaba en elbolsillo. Se oyó el chirriar de unasbisagras mal engrasadas y un intensoolor a cerrado se propagó en elambiente. El coronel encendió uninterruptor y unos tubos de luzfluorescente iluminaron profusamente laestancia. Trevor-Roper pudo verentonces que la habitación tenía los

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techos altos, carecía de ventanas yestaba totalmente vacía, a excepción deuna camilla situada en el centro y unaespecie de taquilla metálica a uno de loslados.

Britz se acercó a la taquilla y conotra llave abrió uno de loscompartimentos. Tiró fuertemente de unabarra y extrajo una plancha de acerosobre la cual se encontraba un cuerpocubierto por una sábana azul. Con laayuda de Oughton lo depositó sobre lacamilla. El coronel destapó entonces elcuerpo. Era un hombre de unos cincuentaaños, con canas en las sienes, el pelomuy corto y entradas pronunciadas. Los

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ojos cerrados le daban una expresión deserenidad. La nariz la tenía algodesviada y los labios, muy finos,fuertemente cerrados. En mitad de lafrente tenía una herida de bala, y a laaltura del corazón sobre la camisa beisuna pequeña mancha rojiza quedenunciaba su asesinato con la vozdulzona de los muertos. Heinrich Müllerno era obeso, aunque la edad le habíavuelto algo fofa la carne de la cintura.

Oughton sacó del bolsillo de suamericana la libreta de notas. La abrió,extrajo de su interior la fotografíaoficial de Müller de sus tiempos en laGestapo y la puso junto al rostro.

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Satisfecho, volvió a guardarla.—Está vestido. Tenemos que

desnudarlo —dijo el agente de la CIA.—¿Es totalmente necesario? —

preguntó el coronel con una mueca defastidio.

—Lo es.—Todo suyo —dijo Britz echándose

a un lado.Entre los dos investigadores dejaron

el cuerpo de Müller completamentedesnudo y Oughton pudo examinarlo. Ala altura del corazón tenía otra heridasimilar a la de la cabeza. No habíacicatrices ni restos de lucha o golpes. Elagente americano inspeccionó con

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especial cuidado el cuello, pero noencontró nada significativo. En losbrazos no había ninguna marca, salvo eltatuaje del grupo sanguíneo. Las manosestaban limpias. En la muñeca izquierdala piel se aclaraba, seguramente por lamarca del reloj. El torso presentaba unaspecto normal, al igual que el abdomeny las extremidades inferiores. Sinembargo, el agente de la CIA se detuvopara observar mejor algo que habíaentre el ombligo y la cadera derecha.

—¿Qué hay ahí? —preguntó Trevor-Roper.

—Una cicatriz —dijo el americano—. Es antigua, pero no tengo claro de

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qué.Al coronel Britz le interesó aquello

y, dejando a un lado la repulsión que lecausaba el cuerpo desnudo de HeinrichMüller, se acercó al cadáver para ver lacicatriz por sí mismo.

—Eso es un disparo —sentenció elcoronel—. Sé de lo que hablo, a mítambién me dieron uno —añadiódándose unas palmadas a la pantorrilla—. El de Müller no está muy bientratado. Pero es un disparo.

Oughton volvió a considerar lacuestión desde la perspectiva de unaherida por arma de fuego.

—Si es un balazo, Müller pudo

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haberse llevado un disgusto serio. Unoscentímetros más abajo y le habríaperforado la ilíaca externa.

—Mala hierba nunca muere —dijoBritz retirándose hacia atrás una vez másy situando el cuerpo de Müller fuera desu campo visual.

—Por aquí no hay nada más —concluyó Oughton—. Démosle la vuelta.

El agente de la CIA se inclinó sobreel cuerpo. Toda la espalda, pantorrillasy glúteos estaban enrojecidos por ladeposición de los glóbulos rojos, peroel cadáver no tenía ninguna marcareseñable.

—Nada tampoco —dijo—.

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Volvamos a ponerlo boca arriba.Entre Trevor-Roper y Oughton

dieron la vuelta al cuerpo de Müller. Elagente americano sacó entonces unapequeña cámara fotográfica del bolsilloizquierdo de su americana y se acercó alrostro del antiguo jefe de la Gestapo.

—¿Va a fotografiarlo? —preguntó elcoronel Britz—. ¿Lo cree prudente?

—No se inquiete. Destruiremos lasfotos cuando acabemos.

—Su jefe el señor Angleton nosinsistió en que no dejásemos ningúnrastro de Müller y…

—Coronel, deje de preocuparse.Oughton fotografió el rostro y busto

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de Müller desde un par de ángulos.Cuando hubo terminado cerró la cámara.

—¿Quiere que le revelemos lasfotos? —propuso Britz—. Podemoshacerlo en pocos minutos aquí mismo.

—Se lo agradezco.El agente americano entregó la

cámara al coronel. Éste salió de la salay llamó a uno de sus agentes. Le diounas instrucciones que Oughton yTrevor-Roper no alcanzaron a escuchary regresó nuevamente junto a ellos.

—¿Dónde están sus cosas? —preguntó Oughton.

—¿Se refiere a los efectospersonales de Müller? En los bolsillos

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no llevaba nada. En el apartamentoencontramos algunos objetos queguardamos en una bolsa. Creo quedebería estar por aquí.

Britz se acercó a la taquilla dedonde había sacado el cadáver y abrióun cajón de debajo mismo delcompartimento donde estaba el cuerpo.Extrajo una bolsa de plástico que vaciódescuidadamente sobre el abdomen deljefe de la Gestapo.

—Un pañuelo, dos caramelos, unasgafas de sol y unas monedas. ¿Eso estodo, coronel?

—Sí. Llevaba también la llave delapartamento, pero nos la hemos quedado

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nosotros. La necesitamos.—¿No tenía una maleta? ¿Un

pijama? ¿Un neceser?—Sí. Los ingleses nos lo entregaron

con un maletín donde Müller dijo llevaruna muda. Se la confiscamosinmediatamente y le dijimos quenosotros le proporcionaríamos lo quenecesitase. Íbamos a darle ropa nueva,pero ya fue tarde.

—¿Registraron la maleta?—Concienzudamente, pero no vimos

nada raro.—¿Dónde está ahora ese equipaje?—Ordenaré que lo lleven al

apartamento donde metimos a Müller y

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allí podrán verlo. ¿Les parece bien?—Muy bien —dijo Oughton—. Por

mi parte hemos terminado. ¿Puedenencargarse ustedes de vestirlo luego?

Britz asintió, y los tres hombressalieron del depósito y subieron alvestíbulo. Cuando llegaron, el agente dela CIA se dirigió al coronel:

—Dígame, ¿qué piensan hacer con elcadáver?

—El señor Angleton nos pidió quelo hiciésemos desaparecer sin dejarrastro, y eso haremos. Nadie sabránunca más de Heinrich Müller, se logarantizo. Ahora, si les parece, iremosal apartamento para que puedan hablar

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con Meier y Hoffman, los agentes que losiguieron.

—De acuerdo. Nosotros iremos ennuestro coche. Está aparcado a unosmetros de aquí.

—En ese caso les apuntaré ladirección y nos veremos allí.

Oughton arrancó el motor y puso elcoche en movimiento. Justo entonces seoyó un trueno y segundos despuésempezó a llover a mares. El americanocallejeó por Sendling y detuvo el cocheen una calle situada en un barrioresidencial frente a un edificio de dosplantas. Cuando llegaron, el coronelBritz ya esperaba junto a uno de los

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portales guareciéndose de la lluvia bajoun paraguas negro.

—¿Tienen ustedes un piso en esteinmueble? —preguntó Oughton mientrascerraba con llave el vehículo.

—En realidad, todo el edificio esnuestro. Dispone de seis viviendas, tresen la primera planta y tres en la segunda.En la planta baja hay una portería, perono se usa. Cinco viviendas estánocupadas por personas de nuestraconfianza. La sexta es el apartamentoque reservamos para uso de laOrganización. Está en el segundo piso.

—¿Es ahí dónde alojaron a Müller?—Efectivamente, subamos. Nuestros

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agentes Meier y Hoffman ya deben dehaber llegado.

Oughton, Trevor-Roper y Britzaccedieron al interior del edificio. Nadamás entrar, a la izquierda había unapuerta cerrada. El americano la señalócon el dedo.

—Es la portería —dijo el coronel—. Tiene una ventana que da a la calle,pero si se fijaron al entrar está cerradapor dentro con tablones de madera.

A la derecha, frente a la portería,estaban colgados los buzones y junto aellos se encontraban los primerospeldaños de una escalera.

—¿Hay salida trasera? —preguntó

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Oughton.—No. Bueno, la casa tenía una pero

la tapiamos. Así es más fácil vigilarla.—¿Patio interior? ¿Cuarto de

basuras?—Al patio interior se accede desde

una puerta situada detrás de lasescaleras. Sólo entramos para limpiar.

—¿Es posible subir por ahí a lasviviendas?

—Si eres una araña, sí.Los tres hombres subieron al

segundo piso. Había tres puertas. Britzllamó a la de la derecha.

—Éste es el piso cuyas ventanaspueden observarse mejor desde abajo.

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Por eso lo usamos —aclaró el coronel.Un hombre alto con jersey de cuello

vuelto marrón abrió la puerta y dejópasar a los visitantes. Dijo llamarseMeier y tendría menos de treinta años.Llevaba bigote y el pelo lacio peinado araya. Detrás de él apareció otro,Hoffman, que vestía un traje sin corbata.Sin duda era aún menor que sucompañero. A Oughton le parecieronunos cadetes, unos agentes inexpertos alos que quizá Gehlen estuvieseadiestrando en misiones de menorimportancia para enviarlos luego acombatir en batallas con fuego real.Britz se dirigió a Meier:

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—¿Llevan aquí mucho tiempo?—Unos diez minutos. Hemos traído

la bolsa de Müller.Oughton echó un vistazo a la casa.

En realidad se trataba de una únicahabitación muy amplia con dos balconesque daban a la calle. Nada más entrar, ala izquierda había una cortina a travésde la cual se podía acceder a unaminúscula cocina. Una vez dentro de lahabitación principal podía verse,también a la izquierda, otra puerta quecomunicaba con el aseo. La casa estabaprácticamente vacía. Sólo había unacama con el cabecero pegado a la paredde la derecha, una mesita, dos sillas y un

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armario. Oughton lo abrió. Estabatotalmente vacío. A continuación entróen el cuarto de baño, que encontróreluciente y sin ningún producto de aseoen el lavabo. La cocina parecía quellevaba semanas sin usarse.

—Han limpiado esto bien —dijo elagente de la CIA.

Los dos agentes alemanes miraron aBritz. El coronel contestó:

—En realidad, no había mucho quelimpiar. Sólo hemos hecho la cama.

—Ya veo. —Oughton se sentó enuna de las sillas y se dirigió a Britzmientras sacaba su libreta de notas—.Bien, escuchemos lo que ocurrió con

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nuestro amigo Müller.—Meier, explique usted —ordenó el

lugarteniente de Gehlen.Meier se aclaró la garganta y,

todavía en pie, expuso los hechos convoz pausada.

—Dejamos a Müller en este pisodespués de la una de la madrugada.Como nos ordenó el coronel, le dimosunos marcos. Un par de billetes grandesy algo de calderilla. Él nos pidió quepor la mañana le dejásemos el periódicoen el buzón, un ejemplar delSüddeutsche Zeitung, para ser exactos.A las dos apagó la luz. Al día siguiente,martes, dejó el piso a las nueve y veinte

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de la mañana, recogió el periódico quele dejamos y salió a la calle. Atravesóel parque y tomó un autobús. Se bajó enel barrio de Schwabing. Entró en unacabina telefónica de Leopoldstrasse ehizo dos llamadas. La primera fuebastante larga, duró unos veinte minutosaproximadamente. Debió de ser lejosporque no hizo más que echar monedas.Por momentos parecía enfurecido con suinterlocutor, pero cuando colgó estababastante sereno. Acto seguido volvió atomar el auricular e hizo una segundallamada. Duró poco menos de un minuto.Pensamos que había fijado una cita, peroobservamos que no miró su reloj, lo cual

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suele ser habitual cuando se conciertauna reunión. Así que no estamos segurosde qué habló. Salió de la cabina y paseósin rumbo unos minutos. Se detuvo acuriosear en una librería y unafloristería. Después se sentó en unacafetería de Feilitzstrasse y tomó un caféy un zumo de naranja. Cuando terminó,caminó calle abajo y entró en elEnglischer Garten. Se sentó junto al lagoy se puso a leer el periódico. Despuésse acercó al agua para observar a lospatos. Estuvo así durante casi mediahora. Salió del parque y fue hacia launiversidad. Para entonces, ya eran másde las once. Entró en otra cafetería y

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comió varios bocadillos y dos cervezas.Salió a las doce. Aquello estaba llenode gente, por lo que tuvimos queacercarnos para no perderlo. Atravesóel barrio universitario y llegó a laOdeonsplatz. Allí se subió en otroautobús y se apeó en la Estación Centralde Múnich. Hasta ese momento no habíadado muestras de querer despistarnos,pero cuando entró en la estación aceleróel paso y se internó en el andén númeroseis, que estaba lleno de gente quebajaba de uno de los trenes. Ya no lovimos. Miramos el reloj, era la unamenos diez. Lo estuvimos buscando unrato pero fue inútil. A la una y diez

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vinimos aquí a esperarle.—¿Avisaron a Gehlen o a Britz? —

interrumpió Oughton.—Al general nunca lo molestamos.

Siempre hay que llamar al coronel. Detodas formas, en ese momento noavisamos al coronel Britz.

—¿Por qué?—Pensábamos hacerlo cuando

llegásemos al piso, pero no tuvimosocasión. Nosotros llegamos a las dosmenos cuarto y echamos un vistazo.Müller tardó sólo veinte minutos más enllegar. A las dos y cinco estaba aquí.Llegó caminando, comiendo un pastel.Subió las escaleras y entró en casa.

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—¿Qué hicieron entonces?—Subimos al piso y entramos con

nuestra llave. Estábamos muycabreados. Cuando llegamos a la puertacomprobamos que no tenía echado elcierre de seguridad, como le habíamospedido a Müller que hiciese cada vezque estuviese dentro. Eso nos enfadóaún más. Él estaba ahí, tumbado encimade la cama mirando al techo, con lasmanos detrás de la cabeza. Se habíaquitado la chaqueta pero tenía loszapatos puestos. Parecía muy tranquilo.Le dijimos que nos había dadoesquinazo deliberadamente. Habíaestado algo más de una hora sin

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vigilancia y pensábamos contárselo enese mismo instante a nuestrossuperiores.

—¿Qué les contestó? —preguntóOughton.

—Dijo textualmente: «Vete a lamierda, gilipollas».

—¿Dijo algo más?—Sí, señor. Que para cenar quería

Leberkäse con mucho pan.—¿Nada más?—Nada.—Bueno, sí —intervino Hoffman—.

Nos preguntó qué hora era.—Es cierto —dijo Meier—. Le

dijimos que eran las dos y cuarto de la

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tarde. Y que si salía y volvía a entrarque cerrase con llave, como le habíamosordenado. Lo dejamos solo y ya novolvimos a verlo con vida.

—¿No salió ya de su apartamento?—No, señor. Hoffman y yo

estuvimos turnándonos y le aseguro queno salió de aquí. Cuando oscurecióobservamos que no encendía la luz. Eranlas siete menos diez de la tarde y paraentonces ya estábamos Hoffman y yojuntos haciendo guardia. Nos extrañó ysubimos. La puerta estaba cerrada, perosin la llave echada. Sospechamos lopeor porque nosotros habíamos cerradocon llave cuando nos habíamos ido y él

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no había salido. Efectivamente, estabasentado en esa butaca, con la barbillapegada al pecho. Llevaba la mismacamisa de la mañana, el mismo pantalóny los mismos zapatos. Tenía una mancharoja a la altura del corazón. Lelevantamos la cabeza y vimos un agujerode bala en mitad de la frente. A simplevista parecía producido por un proyectilde siete milímetros. Las dudas sedisiparon cuando vimos sobre unescritorio una Walther PPK. Le faltabandos balas al cargador.

—¿No oyeron los disparos?—No, señor.—¿Usarían entonces algún

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silenciador?—Seguramente, pero no lo

encontramos en el piso.Los dos agentes de Gehlen

registraron el apartamento. Acontinuación, Hoffman se quedó en élmientras Meier bajaba a la calle yllamaba al coronel Britz desde unacabina. Britz les ordenó que esperasenen el piso su intervención. Por nada delmundo debían permitir que alguien vieseel cadáver de Müller. Media horadespués llegó una ambulancia. Subierondos camilleros, uno de ellos era elpropio coronel Britz. Examinó elcadáver. A Meier le ordenó que

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asegurase la salida y a Hoffman queayudase al camillero a poner a Müllerencima. Luego entre Britz y el camillerolo bajaron. Subieron todos en laambulancia y fueron a la sede de laOrganización. El general Gehlen lesesperaba en su despacho.

—¿Así pues quedó el apartamento yel edificio sin vigilancia?

—Sí —intervino el coronel.—¿Había alguien dentro del piso

cuando subieron ustedes a las dos ycuarto?

—No, señor —respondió Meier—.Como puede ver, esto es diminuto.Cuando entramos echamos un vistazo

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dentro de la cocina y el baño y aquí nohabía nadie más que Müller.

—¿Entró o salió alguien sospechosodel edificio?

—Absolutamente nadie. Es una casade dos plantas, sin más salida que elportal principal. Conocemos a todos losinquilinos. Son gente de confianza.

—Además —intervino Hoffman—,si hubiésemos visto a alguiendesconocido acceder al edificio no lequepa duda de que habríamosintervenido.

—¿No pensaron que quizá el asesinoestaba oculto dentro del edificio cuandoencontraron el cadáver? —preguntó

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Trevor-Roper—. ¿No lo registraron?—No —respondió Meier—. Nos

limitamos a asegurar la salida.Oughton lanzó una mirada de

reprobación al coronel, quien ladeó unpoco la cabeza como si encajase ungolpe en la mandíbula.

—¿Es ésa la maleta de Müller? —Elagente de la CIA señaló una maleta depiel marrón claro cerrada con unaespecie de cinturón negro.

—Así es.—¿La registraron cuando le fue

confiscada?—Sí, señor. Está en el mismo estado

que entonces.

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—Gracias —terminó Oughton—. Siles necesitamos volveremos a llamarles.

Britz hizo una señal, y Hoffman yMeier salieron del apartamento. Oughtoncogió la maleta y la abrió sobre la cama.Dentro había un pijama blanco arrugado,dos camisas sucias, un par depantalones, un cinturón, doscalzoncillos, dos pares de calcetines yuna bolsa de plástico con un cepillo dedientes, una maquinilla de afeitar, unabrocha, un tubo de dentífrico y un botede crema para la barba.

Oughton revisó las juntas de lamaleta buscando algún doble fondo. Laagitó tratando de escuchar algo y luego

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la acercó a la luz para ver si traslucía lapiel con que estaba fabricada.

—Aquí tampoco hay nada —admitióresignado Oughton.

—Ya se lo dije —replicó Britzencogiéndose de hombros.

Oughton fue hacia el lugar dondeestaba la mesa con las dos sillas. Cogióuna de ellas y se sentó mirando alcoronel Britz.

—El caso, coronel, es que no aciertoa imaginar cómo mataron a Müller. Nisiquiera dando por buena la tesis deGehlen consigo explicarme cómopudieron asesinarlo los amigos deBormann.

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Britz echó a un lado la ropa deMüller y se sentó en la cama. Sacó delbolsillo de su chaqueta la pitillera yencendió un cigarrillo. Exhaló unaprofunda bocanada de humo antes dehablar:

—Veamos. La muerte se produjoentre las dos y cuarto y las siete menosdiez. En ese intervalo de tiempo alguiendebió entrar en esta habitación ydescerrajar dos tiros a Müller.

—La primera pregunta sería puescómo entró —razonó Oughton—. Y aquítenemos dos opciones. O bien el asesinollevaba llave o no llevaba. Si, como eslógico, no llevaba, entonces le debió de

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abrir Müller. Y eso significa que élmismo lo había citado aquí. Pero ¿porqué citarse con el misterioso asesino eneste lugar que estaba vigilado por laOrganización?

Trevor-Roper paseabadistraídamente por la habitación atentoal diálogo de los dos espías.

—También es posible que lohubieran seguido cuando salió por lamañana, y el asesino llegase aquí antesde su regreso. En tal caso hubiesepodido forzar la puerta sin sermolestado —aventuró el historiadorvolviéndose a Oughton.

—¿A plena luz del día? Demasiado

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riesgo. Además, Hoffman y Meierseguramente lo habrían visto cuandosubieron.

El historiador, confuso, se encogióde hombros.

—Si lo hubiésemos pillado lehabríamos hecho picadillo —intervinoel coronel.

—No lo dudo. En todo caso, losprimeros pasos en la investigación deeste crimen han sido muy deficientes —dijo el agente de la CIA.

—Tiene razón —admitió Britz—.Aunque en nuestro descargo debo decirque el percance nos pilló totalmentedesprevenidos, y nuestra principal

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preocupación fue evitar que la muerte deMüller se convirtiese en algo público.Eso nos hubiese puesto a todos en unaposición muy delicada.

—Bien, creo que hemos terminado—dijo el americano—. Coronel,volveremos a verle cuando llegue sujefe de contraespionaje Heinz Felfe.

—Si nos enteramos de algo lesmandaremos a buscar a su hotel. ¿Dóndeestán?

—En el Torbräu.Los tres hombres se separaron. El

coronel entró en el vehículo conconductor que lo esperaba al otro ladode la calle. Oughton y Trevor-Roper,

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por su parte, recorrieron juntos losescasos metros que les separaban delCitroën DS y subieron a él. Antes dearrancar, alguien llamó con los nudillosen la ventanilla del historiador. Éste labajó y un hombre pasó por ella unvoluminoso sobre de color marrón.

—De parte del coronel Britz.Oughton vio por el espejo retrovisor

cómo el mensajero volvía corriendo alcoche de Britz y se sentaba en el asientodel conductor. Trevor-Roper abrió elsobre.

—¿Qué es eso? —preguntó el agentede la CIA.

—Las fotos de Müller y su máquina

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fotográfica.El americano echó un vistazo a las

fotografías e hizo un gesto deaprobación. Después arrancó el motor ypuso rumbo al hotel. Durante unossegundos ninguno de los dos hombresdijo nada. El historiador se animó aromper el silencio:

—¿Qué opina de todo esto?—Vaya usted a saber. La única

prueba que nos han enseñado ahí arribaes la maleta, y en ella no había nada queindicase que pertenecía a HeinrichMüller. ¿Y usted?

—No crea que hago la coba aldirector del MI6, que no es mi jefe. Pero

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cada vez estoy más convencido de queJohn Sinclair lleva razón: fue Gehlen.

—¿Usted cree? —El americano miróde reojo a Trevor-Roper.

—Vamos, Oughton, estos tipos noson unos aficionados. Puedo creermeque Heinrich Müller, que tampoco eraun novato, les diese esquinazo duranteun rato. Pero, Dios mío, tenían vigiladala casa, es un piso franco de laOrganización. ¿De veras cree quealguien puede entrar, meter dos tiros aMüller y salir luego sin dejar ningúnrastro?

El americano quedó algoimpresionado por la incontinencia

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verbal de su acompañante, que estimóligada a su patriotismo.

—He visto hacer cosas más difíciles—dijo Oughton—. En todo caso, jugar aeste juego con la regla de que el asesinoes Gehlen resulta ventajista. Tratemosde buscar otra explicación. Vamos aponérselo difícil a Sinclair.

—Como quiera. Por cierto,aprovecho para darle ahora mi primeraaportación a esta investigación: laWalther PPK es la pistola con la que sesuicidó Adolf Hitler.

* * *

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Oughton cruzó el río por Ludwigsbrückey se internó en las proximidades deIsartor. Girando a la derecha estacionóel Citroën en el aparcamiento del HotelTorbräu. Se trataba de un edificiocéntrico de ladrillo rojo con tres gruesosarcos de piedra gris. En el vestíbulodestacaba una gran lámpara con más detreinta bombillas. Tras el mostrador derecepción se encontraba el empleado delturno de noche, un joven moreno de caragruesa con restos de acné juvenilvestido con el uniforme del hotel. Losdos hombres le dieron sus pasaportes yel recepcionista les asignó sushabitaciones en el segundo piso.

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Había sido una jornada larga y dura.Oughton y Trevor-Roper subieron juntosen el ascensor y se despidieron en elpasillo hasta el día siguiente. Pediríanalgo para cenar al servicio dehabitaciones.

El mayor Oughton deshizo suequipaje y dejó la bolsa de viaje en elarmario. Después fue al aseo y abrió elgrifo del agua caliente del baño.Mientras se llenaba, volvió aldormitorio, descorrió la cortina y seasomó por la ventana. Lo único quepodía verse con claridad a aquellashoras era la antigua puerta de lasmurallas de la ciudad, una inmensa torre

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rectangular de ladrillo marrón situadajusto enfrente del hotel. Oughton cerró lacortina y en ese momento sonó elteléfono.

—¿El señor Oughton? Tengo unallamada para usted de la embajadaestadounidense.

—Pásemela, por favor.Se oyó un clic y, tras un par de

segundos de silencio, una voz al otrolado de la línea.

—¿Mayor?El americano reconoció aquella voz.—¿Harry? ¿Eres tú?

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Viernes, 14 de octubre de1955

Trevor-Roper bajó a recepción, y allíencontró al mayor Oughton paseandonerviosamente mientras observaba cómoalgunos huéspedes liquidaban su cuentaen el mostrador antes de marcharse.

—Anoche recibí una llamada —dijoel americano—. Se trata de un colega del a CIA. Un buen compañero y un amigo.Se llama Harry Rositzke. Entre 1952 y1954, Harry estuvo al mando de ladivisión de la CIA en Europa encargadade recopilar información sobre la URSS.Tenía su oficina aquí, en Múnich, y

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desde ella dirigía las actividades de lared de agentes americanos en la UniónSoviética y Europa del Este.

—En ese caso debe de conocer biena Reinhard Gehlen.

—Sí, supongo. El caso es que desdehace unos meses Harry trabaja en losEstados Unidos como responsable deladiestramiento de las unidadesoperativas en los campos deentrenamiento de la CIA. Hace más de unaño que no lo veo.

—¿Y qué le dijo Rositzke?—Que está aquí, en Múnich. Se

tomó unos días libres y vino paradescansar y saludar a viejos amigos. Mi

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jefe Jim Angleton le dijo que yo estabaen la ciudad, así que Harry me llamóanoche. Yo aproveché para pedirleayuda en nuestra investigación. Leveremos en el hotel, después de comer.

El historiador terminó de desayunary encendió la pipa. Oughton se levantóentonces y se puso la gabardina, quehabía dejado en una silla.

—¿Dónde vamos ahora? —preguntóTrevor-Roper.

—A la Estación Central de Múnich,a ver si descubrimos qué hizo HeinrichMüller cuando despistó a los agentes deGehlen.

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* * *

Oughton dejó el Citroën DS en elaparcamiento de la estación y los dosinvestigadores se encaminaron hacia elinterior, donde los recibió la voz queanunciaba por megafonía las salidas yllegadas de cada tren.

La estación estaba dividida en dosespacios diferenciados: el vestíbulo y,en el interior, la zona de andenes. Elvestíbulo era una sala amplia yrectangular de unos treinta metros deancho con un suelo de baldosas

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decoradas con distintas formasgeométricas. A la derecha del vestíbulohabía un quiosco de prensa; a laizquierda, una cafetería. Justo enfrentedel acceso principal, el visitante seencontraba con una hilera de taquillasdonde se expedían los billetes, y a cadalado de ese mostrador había sendospasillos por los que se accedía a losandenes. Dentro de la zona de andenesse desarrollaba la vida de la estación.Estaba cubierta por un techado deestructura metálica que protegía de lalluvia toda la parte anterior a losandenes propiamente dichos. Lasplataformas por las que llegaban los

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trenes se distribuían en diez pasillosparalelos, que tendrían una longitud deentre cien y doscientos metros. Dentrode la zona de andenes había tambiénunas tiendas de recuerdos, dos carritoscon venta de bebidas, otro quiosco deprensa, un mostrador de información, losaseos de la estación, las consignas, unahilera de teléfonos públicos, la sala deespera y un panel donde se reflejabanlos andenes de salida y llegada de lostrenes. Al fondo, una puerta con elletrero «PRIVADO» indicaba el lugardonde se encontraban las oficinasadministrativas.

Oughton y Trevor-Roper observaron

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el aspecto que tenía la estación a esahora de la mañana, y pasados unosinstantes se dirigieron al andén númeroseis, donde según los agentes de laOrganización Gehlen, Heinrich Müllerhabía conseguido eludir su vigilancia.

—Éste es el lugar en el que Müllerdio esquinazo a esos dos idiotas —dijoOughton—. Según el panel informativo,a la una menos cuarto llega a este andénel expreso de Hamburgo.

—¿Dónde para ese tren?—Ni idea. Preguntemos a algún

empleado.Los dos investigadores buscaron al

jefe de estación, quien les remitió a un

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cartel fijado en la pared de acceso a lazona de andenes. Los dos investigadoresbuscaron el expreso de Hamburgo de launa menos cuarto. Paraba en Hannover,Gotinga, Kassel, Wurzburgo yNúremberg, entre otras ciudades menosimportantes.

—Creo que no hay pueblo en elcamino donde no pare este tren —dijodesolado Trevor-Roper.

—Eso parece. Pretender dar conalgún viajero en esta línea sería comobuscar una aguja en un pajar. En fin,veamos si podemos enterarnos de algomás concreto.

Mientras los viajeros pasaban a los

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lados de los dos investigadores sinprestarles la menor atención, Oughtonsacó su cartera negra con la placa depolicía y el antiguo retrato de HeinrichMüller.

—Veo que ha recortado la fotografíapara que no se vea el uniforme de laGestapo —observó el historiador.

—Sí, es mejor no dar pistas.Escuche, Hugh, sólo tengo un retrato yuna placa. Así que mientras yo enseño lafoto por aquí usted utilice uno de esosteléfonos públicos para comunicar conSinclair y ver si el MI6 ha conseguidoalgo de lo que nos prometió anteayer.

—Si no recuerdo mal, se trataba de

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las direcciones de la amante de Müller yde Günther Ellmer, el hombre que mehabló en 1945 del asesinato de Hitler enel Tiergarten, ¿no es cierto?

—Sí, aunque quien más me interesaes Alexander Foote, el antiguo espíainglés que vio a Müller en Moscú.Recuerde a Sinclair que debe hacerlovenir a Múnich para hablar connosotros.

Trevor-Roper asintió. Los doshombres se separaron y el profesor deOxford se dirigió a los teléfonospúblicos. Escogió el situado más a laderecha, que consideró protegido enmayor medida de oídos curiosos, sacó la

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calderilla del bolsillo y echó variasmonedas para establecer comunicacióncon Bonn. Acto seguido consultó latarjeta que le dio el director del MI6 ymarcó el número de la embajadabritánica. Respondió la chica decentralita, y el historiador dio su nombrey pidió que le pasasen con John Sinclair.Se hizo el silencio durante unossegundos. Trevor-Roper se giró en esemomento y pudo ver a Oughtonenseñando la placa de policía a uno delos vendedores de bebidas. Lacomunicación telefónica pasó entonces aotra persona, un hombre que dijo ser eljefe de seguridad de la embajada.

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Trevor-Roper se identificó nuevamentey preguntó por Sinclair. El hombre dejóen espera al historiador durante unminuto aproximadamente, transcurrido elcual sonó un clic y, a continuación, lavoz acartonada y áspera del jefe delservicio secreto británico:

—¿Dígame?—Buenos días, señor Sinclair. Soy

Hugh Trevor-Roper. Le llamo por si hatenido usted la oportunidad de conseguirlas informaciones de las que hablamosanteayer en Bonn.

—Sí, algo hay. Nos vemos mañana alas nueve de la mañana en elRumfordhaus del Englischer Garten, el

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palacete que hay dentro del parque. Seanpuntuales.

—Sí, señor, muchas gracias.Sinclair colgó sin despedirse, lo

cual fue interpretado por el historiadorcomo una praxis habitual en los espías:no hablar más de lo debido. Trevor-Roper dejó el auricular y echó unvistazo a su alrededor para localizar almayor Oughton. No lo consiguió, y elinglés optó por sentarse en un banco delandén y fumar una pipa mientrasesperaba a que apareciese el agente dela CIA.

Pasados unos minutos, y en vista deque Oughton no daba señales de vida, el

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historiador optó por salir al vestíbulo dela estación y buscar activamente a sucompañero. De camino pasó por delantede la vía número uno y, allí, en lacabecera de ese andén, se encontró conel americano.

—Oughton, ¿ha habido suerte?El agente de la CIA negó con la

cabeza mientras se guardaba la placa enel bolsillo de la gabardina con un gestode resignación.

—Qué va —dijo—. No sé de quéme extraño. Por este lugar pasan cientosde personas cada hora, y buscamos a untipo que estuvo aquí hace tres días.

—Me pregunto qué haría un agente

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del FBI en una situación como ésta.—Bah, al diablo el FBI. Vámonos de

aquí.Los dos hombres salieron al

exterior, a la plaza situada frente a laestación. Oughton echó un vistazo a sualrededor y se dijo que quizá Müllerhabía citado a algún misteriosopersonaje por ahí cerca. Tendría quepreguntar en los comercios, peinandotoda la zona en forma de espiral,empezando por la estación y alejándoseprogresivamente. La perspectiva depasear asaltando a la gente y recibiendonegativas durante dos o tres horas lodesanimó, pero se sintió obligado a

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hacerlo.Durante la hora y media siguiente,

Oughton y Trevor-Roper deambularonpor los alrededores de la estaciónmostrando la placa de policía y lafotografía de Heinrich Müller. Entraronen una floristería, una droguería, unapapelería, dos panaderías, unrestaurante, una iglesia, varios moteles,un sinfín de portales de viviendas, ypreguntaron a varios quiosqueros. Loúnico provechoso de todo aquello fue lavisita a una tienda de relojes, dondeOughton tuvo ocasión de admirar unUniversal Polerouter, un reloj reciénsalido al mercado de veintiocho joyas,

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calibre doscientos quince, que montabala masa de automático sobre rubíes.Aquel reloj se convirtióinstantáneamente en el último caprichodel americano. Se prometió a sí mismoque cuando terminase la misión secompraría uno.

Los dos hombres volvieronexhaustos a la estación. En el lateral seencontraba la hilera de taxis y, enfrente,unos bancos para sentarse. Seacomodaron en uno, y el historiadoraprovechó para sacar la pipa yprepararla para fumar.

—¿Con quién ha hablado usted antesen la estación mientras yo llamaba a

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Sinclair? —preguntó mientras introducíael tabaco.

El americano respondiómecánicamente, mesándose los pelos dela perilla con la vista puesta en eltráfico que pasaba frente a ellos.

—Con la gente que está allí todoslos días: los comerciantes, losencargados del mostrador deinformación, los de la limpieza, loschavales que llevan las maletas…

—¿Los mozos de equipajes?—Sí. Aquí no son abueletes como en

otras ciudades, sino chicos jóvenes quese sacan unos marcos para ayudar encasa. De todas formas ha sido todo

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inútil. Nadie ha visto a Müller.Oughton se metió las manos en los

bolsillos de la gabardina y emitió unsonoro suspiro.

—Yo he hablado con Sinclair. Nosha citado mañana por la mañana a lasnueve en el Englischer Garten. Pero nome pregunte si me ha adelantado algopor teléfono porque no lo ha hecho.

—No se lo iba a preguntar —dijo elamericano sin perder el abatimiento—.Jamás le diría nada por teléfono.

Los dos hombres quedaron ensilencio durante unos minutos. Oughtonechó un vistazo a su reloj. Aún contabancon tres horas antes de que llegase la

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hora de la cita con su colega HarryRositzke. El americano pensó entoncesque ni el cadáver de Müller, ni laentrevista con Gehlen, ni la escena delcrimen, ni el rastreo del lugar donde eljefe de la Gestapo había despistado asus perseguidores habían dado ningúnresultado. Si el jefe del MI6 JohnSinclair no venía al día siguiente conalguna sorpresa o Rositzke no lesaportaba algún hilo del que tirar, lainvestigación llegaría pronto a un puntomuerto. Y no había hecho más queempezar.

Mientras Oughton se entregaba aestas reflexiones, una mujer de unos

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sesenta años con un sombrero cuadradode fieltro rematado por una flor de telase acercó a los dos hombres parapreguntarles algo. Oughton, sumido ensus pensamientos, no le prestó atención,pero la voz de su compañero resonó confuerza a su izquierda:

—Está al otro lado de la estación —dijo señalando con la pipa—. Dé lavuelta por ahí detrás y la verá justoenfrente.

—Muchas gracias, caballero —dijola mujer emprendiendo el caminoindicado por el historiador. Éste lasaludó levantándose el sombrero.

Oughton pareció volver en sí.

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—¿Qué quería esa mujer? —preguntó.

—Saber dónde está la oficinacentral de correos.

El agente de la CIA se concentró enlos aspavientos del guardia que dirigíael tráfico al otro lado de la calle.

—¿Sabe una cosa, Hugh? Cuandoadiestramos a los cadetes en la CIA lesdecimos que una de las primeras cosasque hay que hacer cuando se llega a unaciudad desconocida es localizar laoficina de correos.

—¿En serio? ¿Y eso por qué?—Porque en una oficina de correos

se puede hacer una gran cantidad de

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cosas. —El americano miró a Trevor-Roper y continuó hablando—: ¿Sabíausted que en muchas ciudades suelehaber una oficina de correos cerca delas estaciones de ferrocarril?

—No. Lo cierto es que nunca mehabía parado a pensar en ello.

—Cuando hay que entrar en unaoficina de correos despistando a alguienque nos está siguiendo, lo mejor esdirigirse directamente a la estación, quesuele estar llena de gente. Empiezas adar vueltas, te aseguras de que losperseguidores te han perdido y luegosales a la oficina postal.

Oughton recobró la vitalidad y se

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levantó de un salto.—Vamos para allá, Hugh. Después

de todo, quizá sea hoy nuestro día desuerte.

Los dos hombres adelantaron a lamujer del sombrero y, rodeando laestación, llegaron a la oficina central decorreos de Múnich.

Se trataba de un edificio gris de tresalturas al que se accedía a través de unapuerta giratoria. El vestíbulo recordabaalgo al de la estación, aunque esta vezen lugar de una hilera de taquillascerradas en las que se expendíanbilletes, había un amplio mostrador en elque cinco personas atendían a los

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usuarios que certificaban las cartas ypaquetes que deseaban enviar. De loscinco empleados, cuatro de ellos, todoshombres, tendrían entre cuarenta ysesenta años. La quinta era una chica deunos veinte años sentada en el extremode la derecha. Junto al mostrador deadmisiones, colgados de la pared, habíauna hilera de buzones. Los máspróximos a la salida tenían el rótulo«FUERA DE MÚNICH», mientras que losque se encontraban al lado delmostrador tenían la inscripción«MÚNICH Y ALREDEDORES».

En el centro del vestíbulo había doscolumnas de un metro de diámetro

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revestidas de madera, alrededor de lascuales sobresalía una especie de mesadonde los usuarios podían apoyarse paraescribir certificados, telegramas,postales y demás.

Oughton miró a su alrededor paraexaminar la oficina.

—Hugh, suponga que Müller nodespistó a esos tipos para encontrarsecon alguien, sino para hacer algo en estaestafeta. —El historiador asintió con lacabeza—. Bien, ahora usted es Müller.¿En cuál de las cinco filas se sitúa?

Trevor-Roper contestóinmediatamente:

—En la de la chica. Por la edad que

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tiene seguro que no corro ningún riesgode que me reconozca por mi puestodurante la guerra.

—Veo que piensa como un auténticodirector de la Gestapo —dijo Oughtonsonriendo—. Vamos allá.

El agente americano volvió a sacarla placa de policía alemán y se pusofrente a la fila de gente que esperaba suturno delante del puesto de la chica.

—Policía —dijo mostrando la placaa todos—. Este mostrador quedacerrado momentáneamente. Ocupenalguno de los otros cuatro.

Las personas que hacían colarecibieron con cierto enojo la noticia,

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pero se fueron dispersando dócilmentemientras mascullaban algo por lo bajo.La empleada de la oficina miró consorpresa a los dos policías que le habíancerrado la fila y se giró hacia suscompañeros, quienes hicieron como sino ocurriese nada raro.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó el americano a la joven.

—Cinzia Estemberg.—Fraulein Estemberg, salga un

momento, por favor. Tenemos quehablar con usted.

La chica se levantó de su silla ysalió por una puerta que tenía a suespalda. Segundos después apareció

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nuevamente por el pasillo situado frentea los dos investigadores. Debía demedir un metro sesenta; tenía el pelomoreno, lo llevaba suelto y le quedaba ala altura de los hombros; su espalda eraestrecha, y tenía el pecho pequeño yrespingón; sus miembros eran muy finos.No era bonita, pero su apariencia defragilidad la hacía atractiva. Vestía unacamisa blanca de algodón con ellogotipo bordado de la DeutscheBundespost, el servicio postal alemán.

—¿Ocurre algo? —preguntó.—Nada grave. Apartémonos un poco

si no le importa. Pongámonos aquí, juntoa los buzones.

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Los tres se distanciaron unos metrosdel resto de las personas que hacíancola en el mostrador de admisiones. Elamericano sacó la fotografía de HeinrichMüller y la enseñó discretamente a lajoven.

—¿Ha visto usted a este hombre?Cinzia Estemberg cogió el retrato y

lo miró detenidamente. Después se lodevolvió al americano.

—Sí —dijo—, pero esta fotografíaes antigua.

Oughton miró de soslayo a Trevor-Roper, quien asintió ante la acertadaintuición del agente de la CIA.

—¿Cuándo fue?

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—Veamos…, hoy es viernes. Fue elmartes once, por la mañana, después deldescanso de mediodía. No le sé decir lahora exacta.

—¿Recuerda qué vino a hacer?—Sí, fue bastante extraño. Llevaba

un periódico bajo el brazo y unsombrero muy calado, como intentandoque no se le viese bien el rostro. Yopude verlo porque el mostrador tieneuna luz encima para poder leer bien.Aquel hombre se puso en mi fila ycuando le llegó el turno me pidió unsobre y un montón de sellos.

—¿Cuántos sellos?—No sé, muchos. Suficientes como

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para que su carta pudiese dar variasvueltas al mundo. Yo pensaba que iba acertificar varios sobres, pero comprósólo uno. Entonces me pidió unbolígrafo. Yo había prestado ya uno aotra persona, así que le pregunté si levalía uno de tinta roja y me dijo que sí.Cogió el sobre, los sellos y el bolígrafoy se puso ahí, en esa columna. —CinziaEstemberg señaló una de las columnasdonde la gente se apoyaba para escribir.El americano se fijó en la mano de lamuchacha, de uñas pequeñas yrecortadas—. En mi fila pasó elsiguiente de la cola, pero no perdí devista a aquel hombre durante unos

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segundos más.—¿Qué hizo?—Arrancó una página del periódico

y escribió algo en ella. Luego la metióen el sobre, escribió en éste unadirección y pegó unos sellos.

—¿Cuántos sellos? —preguntóOughton—. ¿Pudo ver eso?

—No. No sé ni cuántos ni de quéimporte. La carta podía haber ido a laesquina de esta calle o a la India. Yotuve que ponerme a atender a lasiguiente persona, así que ya no fuicapaz de fijarme hasta que lo vi saliendode la oficina. Con mi bolígrafo, porcierto.

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—¿No pudo ver en qué buzónechaba la carta?

La chica negó con la cabeza.—¿Ni siquiera si era un buzón de

Múnich o de fuera de Múnich?—No. Sólo lo vi salir. Pudo hacerlo

en cualquiera de ellos mientras yoatendía al cliente.

Oughton suspiró.—Muchas gracias, Fraulein

Estemberg —dijo.La chica vio alejarse a los dos

investigadores y volvió a su puesto detrabajo.

—Bueno —dijo Trevor-Roper unavez que estuvo en el exterior—. Por lo

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menos ya sabemos qué era aquello quetenía que hacer Müller sin que lo viesenlos agentes de la Organización Gehlen.

—Sí, aunque ignoramos qué queríacomunicar y a quién. Y tampocosabemos si hizo algo más antes odespués de venir a la oficina de correos.De lo que sí podemos estar seguros esde que en algún lugar hay alguien quesabe algo que nosotros no sabemos.

Los dos hombres volvieron alaparcamiento de la estación pararecoger el Citroën DS y dirigirsenuevamente al Hotel Torbräu, donde lesesperaría Harry Rositzke.

—Oiga, Oughton —dijo Trevor-

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Roper una vez dentro del coche—, ¿porqué compraría Müller tantos sellos?

El americano puso en marcha elmotor antes de responder.

—Para empezar, para que usted y yono sepamos ahora adónde diablos iba aenviar la carta. Y si se pregunta por quéutilizó para escribir la página de unperiódico, trate de leer al trasluz elinterior de un sobre en el que se haescrito empleando ese tipo de papel.

* * *

Harry Rositzke, a pesar de tener sólounos pocos años más que Oughton, tenía

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un aspecto mucho más envejecido que sucolega. Llamaban la atención sus cejas,muy pobladas, y una verruga rosada deltamaño de una lenteja en mitad de sufrente, ancha y despejada. El cabello lehabía empezado a ralear, adquiriendopor el camino una tonalidad gris ceniza.Cuando los dos investigadores entraronen el hall del Hotel Torbräu, Rositzkeleía el periódico sentado en un sillónpróximo a recepción.

—Harry, pensé que te habíanjubilado.

Rositzke reconoció a Oughton y,sonriendo, se levantó para estrechar sumano.

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—Yo también. Y te recuerdo queahora estoy de vacaciones.

—Te presento al profesor Trevor-Roper, de la Universidad de Oxford.

—Lo conozco —dijo Rositzkemientras le estrechaba la mano—. Dehecho, hemos trabajado juntos.

El rostro de Trevor-Roper dibujóuna mueca de sorpresa.

—¿En serio?—Sí. Cuando en octubre de 1945

usted escribió el informe sobre lamuerte de Hitler, mi oficina fue laresponsable de encontrar a los testigosalemanes presentes en zona americana.

—Ah, ya caigo. Nunca supe quiénes

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fueron las personas que trabajaron enaquello, pero sin duda lo hicieron muybien.

Rositzke asintió agradeciendo elcumplido. Entonces recordó algo.

—Por cierto —dijo—, no sé si seráde interés para su libro, pero ¿sabe queuno de aquellos tipos que usted quisoentrevistar en 1945 y que se encontrabaen poder de los soviéticos ha regresadorecientemente a Alemania?

—No me diga, ¿quién?—Un tal Frings, o Fringe.—Linge —corrigió Trevor-Roper

—, Heinz Linge. Era el criado de Hitler.—¿Es que los rusos se han decido a

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excarcelar a los prisioneros alemanesque aún tienen en la URSS? —preguntóOughton.

—Que yo sepa, no —dijo Rositzke—. Hasta ahora sólo han soltado a losmás inofensivos. Linge lleva aquí unospocos días. Hace algo más de tiemposoltaron al electricista del búnker y aloperador de radio. Gente corriente, sinningún tipo de importancia militar opolítica.

Trevor-Roper se volvió a Oughton.—Mayor, creo que deberíamos ir a

hablar urgentemente con Heinz Linge.Como sabe, no es el testigo clave,pero…

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—Profesor —le interrumpióOughton—, ya oyó a Sinclair. Lasinstrucciones son localizar al asesino deMüller. Pero le prometo que cuandotermine la misión le acompañarépersonalmente a entrevistar a Linge y measeguraré de que le conteste todas suspreguntas.

Trevor-Roper sufrió una pequeñadecepción al oír aquello.

—Acepte, profesor —dijo riendoHarry Rositzke—, el mayor es muybueno en eso de convencer a la gentepara que hable.

—Vayamos a tomar una cerveza —propuso Oughton.

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Los tres hombres salieron del hotely, paseando por el Isartor, buscaron unlocal para sentarse y tomar algo. Decamino, el mayor Oughton puso enantecedentes a Rositzke sobre el objetode su misión. Habló acerca de laaparición de Müller, su asesinato elmartes día once, las sospechas del MI6sobre Gehlen y las de éste sobre elsecretario de Hitler Martin Bormann.

—¿Tenéis vosotros alguna teoríaacerca del autor del crimen? —preguntóRositzke.

—Mira, Harry, lo cierto es queMüller se pasó al Oeste porque lossoviéticos pretendían sacudirle las

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ramas. Eso lo confesó él mismo al MI6,así que lo más probable es que el KGBle siguiese la pista ahora que estabacaliente y terminase por liquidarlo. Lacuestión es: ¿lo encontraron los rusospor sí mismos o alguien les dio elchivatazo?

—Que lo mataron los rusos meparece que está fuera de toda duda —convino Rositzke—. Por lo que mecuentas, lo que John Sinclair insinúa esque algún infiltrado de la OrganizaciónGehlen fue quien delató a Müller a lossoviéticos.

—Exacto.En Marienplatz vieron una

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cervecería y entraron. El local erapequeño, pero al estar revestido deespejos parecía ser mucho mayor. Unacamarera de largas trenzas rubias yvestida con un traje regional y undelantal a cuadros los ayudó a instalarseen una mesa. Los tres hombres leencargaron una jarra de cerveza, ycuando la mujer se hubo marchadoOughton se dirigió a su colega de la CIA:

—Harry, dinos algo de HeinrichMüller.

—Del tipo no creo que sepa más quetú, y de la Gestapo tampoco. Sí quepuedo contarte algo del servicio secretonazi que Hitler ordenó crear al RSHA

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para evitar la dependencia que tenía delAbwehr dirigido por el almiranteCanaris, en quien ya no confiaba. En eseservicio de las SS, los nazis integraronlas tres funciones que componen unservicio secreto: la recopilación deinformación, las operaciones especialesy el contraespionaje. La duplicidad deservicios secretos en un país suele tenerefectos devastadores en su eficiencia,pues con el tiempo terminan rivalizandoy dedicando sus esfuerzos a vigilarse eluno al otro. En cualquier caso, a Müllerlo que más le gustaba era elcontraespionaje y, de hecho, su mayoréxito como director de la Gestapo fue la

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desarticulación de la red de espíasrusos, la Orquesta Roja. La OrquestaRoja tenía agentes por toda Europa,incluso en Alemania, y había llegado aemplear a importantes funcionariosnazis.

—¿Cómo de importantes? —preguntó Oughton—. Según el generalGehlen, el secretario de Hitler, MartinBormann, era un infiltrado de los rusosen el cuartel general del Führer.

—¿Bormann? No creo. Por lo que séera un nazi entusiasta, y además dudomucho que tuviese acceso a informaciónmilitar útil para el Ejército Rojo.

—Entonces, ¿dónde está Bormann?

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Rositzke se encogió de hombros ymiró a Trevor-Roper.

—En su libro dice que murió enBerlín.

—También dice que no disponemosde pruebas sólidas —añadió elhistoriador—. La versión de la muertede Bormann me la dio Artur Axmann, eljefe de las juventudes hitlerianas.Axmann me pareció un testigo de fiar,pero únicamente disponemos de supalabra.

La camarera llegó con las tres jarrasrebosantes de cerveza.

—Maldita sea Harry, échanos unamano. Tenemos la luz apagada.

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El colega de Oughton bebió un largosorbo de cerveza y se pasó la mano porla barbilla.

—Bueno —dijo—, supongamos queBormann está vivo. En ese caso o biense encuentra aquí, en la RepúblicaFederal, o en cualquier otro sitio.

—Aquí, ni hablar —dijo Trevor-Roper—. Éste es el lugar donde másfácilmente se le podría reconocer ydenunciar.

—Hugh tiene razón —añadióOughton—. Por mucha ayuda que tuvieseaquí, permanecer en Alemania seríasuicida para Bormann.

—En ese caso tendría que haber

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huido al Este o a otro lugar —continuóRositzke—. Al Este sólo lo hubiesehecho si verdaderamente era agentesoviético, con lo que la teoría de Gehlensería cierta. En caso contrario tendríaque haberse marchado a otro sitio,protegido por sus amigos nazis. Paraello habría empleado alguna ruta dehuida nazi.

—¿Rutas de huida? ¿Conoces cómofuncionaban esas rutas? —preguntóOughton.

—Algo sé. Las estuvimosobservando durante algún tiempo, peropronto perdimos el interés en ellas. Enrealidad, al contrario de lo que se dice

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por ahí, esas vías de huida no estabangestionadas por organizacionesclandestinas, ni había ningún maléficonazi escoltado por un ejército moviendosus hilos. Todo surgió de manerainformal y les llevó muchos mesesponerlas en funcionamiento.

Según explicó Rositzke, las rutas dehuida sirvieron a decenas de criminalesde guerra alemanes para escapar delcastigo que les tenían preparados losaliados. Había dos destinos principales:Sudamérica y los países árabes deOriente Próximo, y en ambos casos elcamino elegido era salir de Alemaniapor el sur para embarcar posteriormente

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en Italia o España. Para crear las rutas,los nazis necesitaban poner enfuncionamiento tres engranajes. Elprimero de ellos era un «sistema depostas», consistente en una serie depersonas y lugares esparcidos a lo largodel circuito y en el que los fugitivospudiesen pernoctar, avituallarse yrecibir instrucciones sobre la siguienteetapa de su viaje.

—Los nazis no consiguieron crear unsistema de postas eficiente hasta el año1947, razón por la cual las grandespersonalidades del Tercer Reich noutilizaron las rutas de huida. Paracuando estuvieron listas, todos los

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jerarcas ya habían sido atrapados oestaban muertos.

—De modo que Bormann no la pudoutilizar.

—No, no pudo. Pero es que ademásen el caso de Bormann hay un problemaañadido: su fama. Supón que los nazisintroducen a Martin Bormann en la rutade huida y es apresado. ¿Qué ocurriríaentonces? Pues que el lugar donde lodetuviesen se llenaría de policía,militares, prensa…

—Y la ruta que costó tanto crear seiría a hacer puñetas.

—Exacto —dijo Rositzke—.Personalmente, creo que a los

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integrantes y colaboradores de la ruta noles haría ninguna gracia que un nazi tanfamoso como Bormann hiciese uso deella.

—Aparte de ese sistema de postas,¿qué otros dos elementos necesitaron losnazis para crear la ruta? —preguntóTrevor-Roper.

Rositzke apuró la jarra de cervezaantes de responder.

—Lo segundo que necesitaban losfugitivos para huir eran papeles,fundamentalmente un pasaporte. Y elpasaporte más habitual fue el de la CruzRoja Internacional. En la mayoría de loscasos lo proporcionó un obispo

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austriaco que vivía en Roma y sellamaba Alois Hudal. Hudal era unanticomunista convencido. Muchosreligiosos amigos suyos habían sidoasesinados por los soviéticos en losaños anteriores a la guerra, y élpropugnó una alianza antisoviética en laque debía participar la Alemaniahitleriana. Cuando terminó la guerraconsiguió visados y pasaportes para unmontón de nazis. Nosotros lodescubrimos en 1947, y durante variassemanas estuvimos discutiendo en la CIAqué hacer con él. No queríamos generarun conflicto diplomático con el Vaticanopero tampoco podíamos permitir que

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facilitase la huida a esos canallas. Alfinal optamos por filtrar la noticia de susactividades a un periódico católicoalemán, el Passauer Neue Presse, quemontó un escándalo sensacional.Aquello funcionó, y Hudal fuearrinconado paulatinamente por elVaticano.

—O sea —dijo Oughton—, que elnazi de turno salía de Alemaniarecorriendo un circuito preestablecido alo largo del cual le iban guiando.Llegaba a Italia y allí conseguía unpasaporte y otra documentación. Imaginoque entonces lo único que tendría quehacer es comprar un pasaje y embarcar

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en el primer buque que lo llevase a unpaís seguro.

—Sí. Dicho así parece fácil, peroeso se ajusta bastante a la realidad.

—Un momento —intervino Trevor-Roper—, pero para poder hacer todoeso haría falta dinero, ¿no es cierto?

—Desde luego —dijo Rositzke—.Ése es el tercer elemento de la ruta queera necesario. Aunque al principiofueron los propios fugitivos los que secosteaban su propia huida. Trabajabandonde podían y ahorraban para pagarseel pasaje en barco y tener algo de dineropara cuando llegasen a su destino.Aunque todo aquello cambió más tarde,

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cuando hizo su aparición en escena unode los personajes más enigmáticos detoda la posguerra: Georg Hubner.

Georg Hubner era un nazi atípico. Sufamilia había emigrado a Argentina yprobablemente él nació allí. Cuando losnazis llegaron al poder en 1933, el jovenHubner estaba de vuelta en Alemania, yllevaba ya tiempo alistado en las SS.Ascendió con rapidez, aunque no secomportó como un oficial honesto.Después de abandonar a su esposa, queestaba encinta, fue a Múnich y allíparticipó en varias estafas haciendo unuso indebido de su grado. Robó bastantedinero, no ya a particulares y empresas,

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sino incluso a las propias SS.Cuando en 1935 se descubrió todo

su entramado delictivo, Georg Hubnerpuso tierra de por medio. Intentó huir aArgentina pero la Gestapo lo detuvo enun barco en alta mar y lo llevó de vueltaa Alemania, donde fue expulsado de lasSS y encarcelado. Por lo visto,fundieron su anillo de hierro de las SS,lo cual era el castigo más deshonrosoque un SS podía sufrir.

—Y aquí empieza el misterio —explicó Rositzke—. Nadie sabe cómo,en 1937 se retiran los cargos contraHubner y lo ponen en la calle. Desdeentonces hasta 1945 nadie sabe nada de

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su vida. Desapareció completamente sindejar rastro.

En 1945, Georg Hubner reaparecióen España, y lo hizo con unaimportantísima suma de dinero. Vivíacon gran opulencia, aunque a todo el quelo quisiera escuchar decía que el dinerole había sido confiado para asegurar lasbuenas relaciones entre España yAlemania. En realidad, Hubner utilizóparte de su dinero para crear unapequeña organización en Argentina quetramitaba permisos de residencia yvisados a fugitivos nazis. También creóempresas en las que los alemanes quellegaban a Argentina trabajaban hasta

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encontrar algo mejor. Se desconoce elnúmero de criminales a los que el dinerode Georg Hubner ayudó a escapar de lajusticia, pero debieron de ser muchos.

Rositzke hizo una pausa pararefrescarse bebiendo un trago decerveza. Al hacerlo, Oughton se fijó enel reloj de su colega, que le asomó porla manga. Se trataba de un OmegaSeamaster Bumper, bastante nuevo, conla esfera plateada y las manecillas deoro. El movimiento debía de producirsecon el célebre calibre trescientoscincuenta y uno de Omega. Muchaspiezas de esa colección no tenían el logograbado, aunque el de Harry, sí. El

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agente de la CIA cerró los ojos pararegresar a la realidad del caso Müller.

—¿Se sabe de dónde sacó el dineroHubner? —preguntó.

—No a ciencia cierta. Tenemos unateoría, pero no la hemos conseguidodemostrar.

La teoría de la CIA sobre el dinerode Hubner empieza en Londres durantelos primeros meses de la SegundaGuerra Mundial. En aquel tiempo, elservicio secreto británico intentaba darcon algún plan para mermar laproductividad de la industria alemana,que se encontraba órdenes de magnitudpor encima de la inglesa.

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Pronto se les ocurrió una idea. Nadamás empezar la guerra, los paísesbeligerantes racionaron algunosproductos esenciales para la actividadindustrial y militar, como la gasolina.Los británicos pensaron que una maneramuy rápida y eficaz de socavar laproducción alemana consistiría encolapsar la gestión de su combustible.Para ello se dedicaron a falsificar losvales de racionamiento de la gasolinanazi y lanzar las cartulinas falsas sobreel Reich por avión.

El problema de esta idea es que losalemanes tardaron muy poco tiempo endescubrir la trama y, lógicamente,

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ardieron en deseos de tomar represalias.Las SS encargaron a un oficial llamadoBernhard Krüger organizar un equipo defalsificadores para fabricar librasesterlinas falsas. El plan tenía comoobjetivo dañar la economía británica,generando presiones inflacionariassobre su moneda. Para ello los nazispretendían inundar Europa de billetesfalsos. Se llegó incluso a pensar enarrojarlos por avión sobre el ReinoUnido, al igual que habían hecho losingleses con los vales de gasolina.

Krüger reunió en Europa del Este aunos cuantos expertos en falsificacionesy los agrupó en el campo de

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concentración de Sachsenhausen, dondeinstalaron una imprenta. Al cabo de unosmeses ya salían del campo los primerosbilletes falsos. Las SS analizaron lasfalsificaciones y las clasificaron en tresgrupos: las buenas, las regulares y lasmalas. Estas últimas las desecharon, ycon las mejores hicieron una prueba enentornos controlados. Enviaban losbilletes falsos a sus embajadas y éstaslos ponían en circulación.

En España, por ejemplo, pagaronciertos minerales con dinero falso. Sinembargo, los ingleses detectaron muypronto el plan, y advirtieron al Gobiernoespañol de la añagaza nazi. El servicio

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secreto de Franco no tardó en contactarcon las SS para rogarlesencarecidamente que se abstuvieran dehacer circular divisas falsas en suterritorio. Frustrados, los alemanesredujeron el alcance del plan original yse limitaron a usar el dinero falso parapagar a los colaboracionistas y a losespías. En definitiva, a sujetos que noestuviesen en disposición de detectar elengaño.

—No me irás a decir que Hubnersalió de Alemania con dinero falso —dijo Oughton.

—En absoluto. Era auténtico. Perolo obtuvo gracias a las falsificaciones.

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Sabiéndose descubiertos, los nazispensaron una manera de aprovechar laslibras y los dólares americanos falsosque también habían empezado aimprimir. Las SS llevaron lasfalsificaciones a los bancos alemanes,donde las sustituyeron por billetesauténticos. Los cambios se hicieron aespaldas de los empleados de losbancos. Los billetes falsos que sobraronse introdujeron en unas cajas de maderay se tiraron al fondo del lago Toplitz, enBad Aussee, Austria.

—Tiene lógica —intervino Trevor-Roper—. No creo que los nazis fuesen acostear sus fugas con dinero falso.

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—¿Y cómo entró Georg Hubner encontacto con aquel dinero?

—Eso es lo que no sabemos —respondió Rositzke—. Como os digo,cuando el tipo reapareció en España yatenía la pasta. Quién sabe cómo laconsiguió.

—Quizá podamos hablar con alguienque conociese de cerca las rutas dehuida y nos pueda dar razón de él —sugirió el historiador.

—Ya lo hicimos nosotros y ningunosoltó prenda sobre Hubner. No creo quesaquéis nada nuevo. Además, hemosperdido completamente su pista. Nisiquiera disponemos de fotografías

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suyas.—El general Gehlen nos habló de un

programa de los nazis para sacar divisasde Alemania, el plan Hacke. ¿Puede serque el dinero que financiaba las rutasproviniese de ahí?

—Es posible —concedió Rositzke—. ¿Te ha dado Gehlen algún nombre?

—Sí. Un tipo de las SS llamadoWilhelm Höttl.

—Wilhelm Höttl… —dijo para síRositzke pensativo.

—Höttl trabajó para nosotros hacetiempo. No sé si lo seguirá haciendo.¿Qué pasa? ¿Lo conoces, Harry?

—No…, aunque hace poco alguien

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me habló de él. Pero no recuerdo porqué.

—Según Gehlen, Martin Bormannestuvo detrás del plan Hacke conWilhelm Höttl. Así que quizá pueda esetal Höttl contarme algo sobre Bormann.Vamos a ir a buscarlo mañana mismo.

Harry Rositzke hizo una pausareflexionando internamente. Trevor-Roper tuvo entonces la ocasión deformular una pregunta que le rondabapor la mente desde hacía tiempo:

—Señor Rositzke, supongo queusted conoce personalmente a ReinhardGehlen.

—Ya lo creo. Hemos trabajado

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juntos durante mucho tiempo.—¿Qué opinión tiene de él?—¿Opinión? ¿De qué tipo?—¿Diría usted que es nazi?Rositzke suspiró profundamente.—Mire, profesor, Reinhard Gehlen

luchó en el bando alemán durante laguerra y supongo que para muchos esolo convierte en nazi. Yo no lo creo, perole diré algo. No me importa. No meimporta si Gehlen es o no nazi, si escreyente o ateo, si cree en Papá Noel oen la reencarnación del alma. Meimporta un cuerno todo eso. Es más, lediré que Gehlen carece de escrúpulos,es oportunista, despiadado, ventajista y

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rencoroso. En otras palabras, es el espíaideal y el mejor aliado que podíamostener para luchar contra los soviéticos.

Oughton sonrió mientras su colegade la CIA proporcionaba unasexplicaciones que los americanosconsideraban innecesarias desde hacíatiempo.

—¿Y sabe otra cosa? —continuó—.Le confieso que no me gustaría tener aGehlen de yerno, ni de casero, ni devecino ni de socio si un día me decido aabrir un restaurante. Pero sí lo quiero ami lado para joder a los comunistas. Escierto que nada más terminar la guerrano tuvimos más remedio que pactar con

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el diablo y también es cierto que algunosagentes de la Organización Gehlenprobablemente habrían sido condenadospor crímenes de guerra en un juicio.Pero debe entender que lascircunstancias nos obligaban. En aquellaépoca, Gehlen nos vino de perlas porqueél odiaba a los rusos más que anosotros, así que algo teníamos encomún.

—¿De modo que cree que es unaliado fiel?

—No me cabe ninguna duda. —Rostizke bebió un sorbo de cervezaantes de continuar—: Aunque le aseguroque si por alguna razón se vio obligado

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a matar a Heinrich Müller no le iba atemblar la mano. Müller era hombremuerto.

Un profundo silencio siguió a laspalabras de Rositzke. Oughton pagó lascervezas y los tres hombres salieron a lacalle para despedirse.

—Señor Rositzke —dijo Trevor-Roper cuando ya se separaban—, ustednos dice que el general Gehlen le pareceleal, por lo que no es probable que hayasido él quien haya delatado a Müller alKGB. Pero ¿y su Organización? ¿Estáinfiltrada por los rusos?

Rositzke sacó un cigarrillo de supitillera y, antes de responder a la

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pregunta, lo encendió.—Y quién no —dijo—. ¿Qué me

dice del MI6?

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Sábado, 15 de octubre de1955

El director del MI6, John Sinclair, habíacitado al mayor Oughton y a HughTrevor-Roper en el Rumfordhaus, unbonito palacete de estilo palladianosituado en el interior del EnglischerGarten de Múnich. Sinclair esperaba alos dos investigadores paseando al piede la escalinata de columnas jónicas,con las manos en la espalda y airepensativo. A ambos lados de lasescaleras, sus dos guardaespaldasescrutaban con atención a los viandantesque despreocupadamente se cruzaban

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con su jefe.El agente de la CIA y el profesor de

Oxford entraron en el parque yrecorrieron los metros que les separabandel antiguo general inglés. Los dosguardaespaldas reconocieron a losinvestigadores y uno de ellos entregó aljefe del MI6 un sobre justo cuandollegaron a su altura.

Sinclair pareció volver de suensimismamiento y sonrió a los reciénllegados a modo de saludo. Trevor-Roper volvió a notar en él algo quehabía percibido el mismo día que loconoció en Bonn: aquel hombre estabaangustiado. Había algo que lo inquietaba

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y lo tenía sumido en un mal humorpermanente.

Los tres hombres caminaron juntospor el parque, sin un rumbo definido,conversando en voz baja. El director delMI6 iba en el centro. Detrás, a unos trespasos, los seguían sus guardaespaldas.

—Hemos conseguido la ficha de lasSS de Heinrich Müller y su expedientemédico —comenzó Sinclair—. Tienefecha de febrero de 1945. En este sobreencontrarán todo.

El agente de la CIA extrajo sucontenido y echó un vistazo rápido a ladocumentación que había. Comprobó latardía fecha de afiliación al Partido

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Nazi, 1939, y se detuvo en el apartado«Cicatrices y marcas». No constabaninguna herida en el vientre, costado ocaderas de Müller.

—En cambio, localizar a su amanteno ha sido posible —continuó eldirector del MI6—. La mujer se llamaAnna Schmidt y no conocemos sudirección. Debe de haber miles dealemanas con ese nombre en laRepública Federal, y eso suponiendoque no se haya casado o cambiado elapellido por cualquier razón.Hubiésemos tenido que involucrar a lapolicía alemana, y eso es algo que nopodemos hacer.

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Oughton asintió en silencio.—Sin embargo, no todo son malas

noticias —añadió Sinclair—. Dispongode la declaración que esa mujer hizocuando la interrogamos en 1945.

El jefe del MI6 extrajo del bolsillode su abrigo un folio de papel dobladopor la mitad. Se puso las gafas y leyó untexto mecanografiado:

«Vi a Heinrich Müller por últimavez el veinticuatro de abril en mi casade Corneliusstrasse, en Berlín. Él estabaabatido, y me dijo que teníamos quequemar todas las cartas personales quenos habíamos escrito y que yo guardabaen una caja de latón. Ardieron todas, él

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mismo las arrojó al fuego una a una.Aquello me entristeció mucho. Müllerme dijo entonces que los rusos habíansido mejores, y que él personalmente notenía ninguna oportunidad. Me arrodillépara rogarle que intentase escaparconmigo, pero fue inútil. Me dijo quetodos los líderes de la Gestapo yahabían tomado una decisión. Luego semarchó. Nunca más lo volví a ver, nisupe de nadie que lo hubiese visto».

El director del MI6 se quitó lasgafas, entregó el papel a Oughton y semetió las manos en los bolsillos.

—Por lo visto, Müller soltó lastreantes de escapar —comentó el agente de

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la CIA.—Es comprensible.—¿Han podido localizar a Günther

Ellmer, el testigo del asesinato de Hitleren el Tiergarten con el que hablé en1945? —preguntó Trevor-Roper.

—Aún no. Lo seguimos intentando.—Sinclair pareció animarse y,cambiando de tono, dijo—: Y ustedes,¿qué han podido averiguar estos días?

—Poca cosa. Hemos visto elcadáver. Müller fue ejecutado demanera fría. Sin dolor gratuito ni deseosde que sufriese una muerte lenta. Noparece una vendetta, sino más bien unasesinato para tapar la boca.

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—Sin embargo, no queda claro quéera exactamente lo que Müller debíacallar —intervino Trevor-Roper.

Sinclair se giró hacia el historiador.—¿Qué quiere decir? —dijo

parándose en seco.—Que no sabemos si lo que no

debía desvelar Heinrich Müller era lainformación que tenía sobre agentesdobles de la Organización Gehlen u otracosa.

—Reinhard Gehlen opina que elsecretario de Hitler, Martin Bormann,pudo haber ordenado la muerte deMüller —añadió Oughton para aclararlas palabras del historiador—. Como

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sabe, Bormann sigue desaparecido a díade hoy.

El agente de la CIA proporcionó aSinclair los detalles del interrogatorio alque el general Gehlen sometió a Müller,su petición de que le entregase a MartinBormann, los movimientos del antiguojefe de la Gestapo durante su último díade vida y la misteriosa carta que Müllerenvió desde la oficina central de correosdurante el tiempo que logró despistar asus perseguidores. Sinclair retomó lamarcha con las manos en los bolsillos yla vista fija en el suelo. Negaba de vezen cuando con la cabeza.

—Hemos empezado a indagar

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acerca de la suerte que pudo correrMartin Bormann a partir de 1945 —dijoTrevor-Roper.

—Están ustedes perdiendo el tiempo—afirmó rotundamente Sinclair.

—Según Gehlen, existe laposibilidad de que Bormann estuviesesiendo chantajeado y pasase informaciónal enemigo. El director del Abwehr,Wilhelm Canaris, lo habría descubiertoy entonces Bormann convenció a Hitlerpara que lo mandase ejecutar. Gehlenquería vengarse porque era amigo deCanaris.

—Martin Bormann no pasabainformación a nadie —sentenció el

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director del MI6.—Sin embargo, Gehlen afirma que

había un topo en el cuartel general delFührer —insistió el historiador—. Elpropio Müller lo mencionó en sudeclaración al MI6, aunque no se sabequién era. Cabe la posibilidad de…

—No siga, profesor —interrumpióel director del MI6—. No era Bormann.

Sinclair volvió a detenerse. Miró aTrevor-Roper y suspiró exhalando unpotente chorro de aire por la nariz. Elhistoriador insistió:

—¿No cree posible que lossoviéticos hubiesen podido crear unavía de información en el cuartel general

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de Hitler?—De ninguna manera —respondió

tajante Sinclair—. Y menos conBormann.

—Los rusos tenían una red deespías, la famosa Red Lucy, con agentesen varios países —dijo Oughton—.También en Alemania.

—La Red Lucy no llegó aintroducirse nunca en el cuartel generalde Hitler. Nuestro exagente AlexanderFoote estuvo en la Red Lucy. Él mismose lo confirmará mañana cuando llegue aAlemania.

Oughton recibió con alegría lanoticia de la llegada de Foote, pero no

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quiso que Sinclair escapase tanfácilmente.

—Sin embargo —insistió elamericano—, tanto Canaris comoGehlen estuvieron convencidos de quelos soviéticos recibían informaciónsobre las órdenes dadas a las tropasnazis en el Frente Oriental. Sólo asíellos se explican que los rusos pudiesenanticiparse a los movimientos de losejércitos alemanes.

—Tonterías. —El tono de Sinclairempezaba a denotar su crecienteimpaciencia—. Los rusos se anticipabana los alemanes sencillamente porqueéstos estaban pésimamente dirigidos por

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Hitler, un tipo que se creía el mayorgenio militar de la historia.

—Con el debido respeto, señor —dijo Oughton—. Su opinión sobreBormann no invalida la tesis de Gehlensobre la muerte de Müller. Es decir,Bormann puede ser inocente de traición,pero aun así es posible que ordenaseasesinar a Müller si creía que éste podíarevelar su paradero. La cuestiónrelevante sigue siendo encontrar aBormann.

—¡No! —Sinclair gesticuló con lamano en un ademán de impaciencia—.Martin Bormann no es más que el ceboque Gehlen les ha echado a ustedes para

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quitárselos de en medio. ¡Por DiosSanto, es en la Organización dóndedeben investigar!

John Sinclair aceleró el pasonerviosamente, lo que provocó unmovimiento de alerta en susguardaespaldas. Oughton y Trevor-Roper lo siguieron hasta ponerse a sualtura.

—Antes me han dicho que Müllerdespistó a los agentes de Gehlen que loseguían —dijo Sinclair más tranquilo—.Aparte de enviar una carta por correo,¿hizo algo más?

—Aún no lo sabemos, señor.Sinclair extrajo una pitillera del

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bolsillo interior de la americana. Laabrió pero estaba vacía. Afligido, hizouna seña y de inmediato uno de susguardaespaldas se puso a su altura. Eljefe del MI6 le pidió tabaco.

—Escuchen —dijo encendiendo uncigarrillo—. Como les decía antes,hemos contactado con Alexander Foote.Mañana mismo lo traeremos a Múnich yse reunirá con ustedes en su hotel a lasocho de la tarde. Mientras tanto, lessugiero que se olviden de MartinBormann y que investiguen la carta deMüller. Estoy seguro de que lesconducirá a Reinhard Gehlen. Hasta lafecha los resultados de su trabajo no son

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nada alentadores.

* * *

Los dos investigadores salieron delEnglischer Garten y recogieron elCitroën DS que se encontraba enPrinzregentenstrasse, frente alBayerisches Nationalmuseum. Elamericano arrancó y salió de la ciudadpor la carretera E52 en dirección aloeste. Trevor-Roper se sentíafortalecido por la opinión de JohnSinclair sobre Martin Bormann. Eldirector del MI6 había dicho algo que élvenía pensando desde el día anterior: el

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secretario Bormann era un puñado dearena que Reinhard Gehlen les habíatirado a los ojos.

Sin embargo, al historiador no lepareció una buena idea retomar lacuestión en el coche. Notó que Oughtonconducía con aire taciturno y supuso queel comentario final de Sinclair sobre losprogresos conseguidos hasta esemomento no le habían sentado nada bien.Quizá fuese su venganza por el mal ratoque había pasado en la cena delmiércoles en Bonn.

—¿Adónde vamos, mayor?—A la base del ejército de los

Estados Unidos en Neu-Ulm. No

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tardaremos mucho en llegar, está a unosciento cincuenta kilómetros de aquí.Vamos a averiguar el paradero actual deWilhelm Höttl, el hombre que participócon Martin Bormann en el plan Hackede ocultación de divisas. Quizá él puedadecirnos algo sobre Bormann.

Oughton hizo una pausa,reflexionando sobre sus propiaspalabras. Luego, anticipándose a unposible comentario, se volvió a Trevor-Roper y añadió:

—A mí también me gustaríainvestigar la carta que envió Müller,pero ¿sabe usted cómo hacerlo? Si se leocurre algo estaré encantado de

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escuchar sus sugerencias.El historiador asintió en silencio. No

tenía ninguna idea mejor.Oughton y Trevor-Roper llegaron a

su destino alrededor del mediodía. Elsol se había abierto paso poco a poco yya iluminaba intensamente la mañana. Neu-Ulm era un bonito pueblo bávaro,próximo al Danubio, que había conocidomomentos de esplendor en los añostreinta. Durante la Segunda GuerraMundial fue bombardeado por losaliados, y la mayor parte de susedificios quedaron reducidos aescombros. Nada más terminar la guerraempezó a reconstruirse bajo el amparo

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del destacamento del ejércitoestadounidense que se había acuarteladoen las proximidades.

Los dos investigadores se dirigierona la base militar de los Estados Unidos.Más allá de la verja de seguridad podíaverse el edificio blanco de las oficinasdel ejército resplandecientes entre loshangares, campos de entrenamiento yalmacenes de la base. Oughton mostró suidentificación al soldado que custodiabala entrada e inmediatamente fueadmitido en el interior del edificio deoficinas junto con su acompañante. Allíles recibió un suboficial al que Oughtonsolicitó que les acompañase a la oficina

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de una persona cuyo nombre Trevor-Roper no fue capaz de oír.

El suboficial condujo a ambosinvestigadores a un despacho pequeño,cerrado por una puerta de cristal, cuyoocupante había cubierto con unapersiana que ahora estaba cerrada. Elmilitar llamó y alguien le autorizó aentrar. Oughton y Trevor-Roperesperaron, y unos segundos después elsoldado volvió a salir permitiéndoles elpaso.

—Por todos los… ¡No me lo puedocreer!

Un joven oficial pecoso, de hombrosaltos y con el pelo cortado a cepillo se

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levantó detrás de las pilas de papelesque cubrían su escritorio y corrió aabrazar a Oughton.

—Stephens, sigues igual que como tedejé hace seis años —saludó el agentede la CIA—. De teniente y con la mesallena de papelotes.

—El día menos pensado vengo conuna lata de gasolina y resuelvo elsegundo problema. —El teniente miróde reojo al historiador.

—Te presento a Hugh Trevor-Roper, un profesor inglés que nos estáayudando en una investigación enAlemania.

Stephens le estrechó la mano,

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agitándosela violentamente. Se la apretótan fuerte que el profesor temió que se lahiciese papilla.

—Encantado, profesor —dijoStephens—. Oye, mayor, me dijeron queestabas en Londres, ¿es verdad?

Oughton asintió.—¿Qué le parece, amigo? —

Stephens se volvió a Trevor-Roper—.Tenemos un tipo que habla alemán comoellos y lo mandan a Inglaterra. ¿Hayquien lo entienda?

—Bueno, Stephens, no empecemoscon tus críticas a los de arriba. Hemosvenido a verte porque necesitamos tuayuda.

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—Claro. Supongo que os quedaréisa comer, ¿no?

Stephens tiró al suelodespreocupadamente unas carpetas quecubrían los confidentes de su oficina.Oughton ocupó una silla y la acercó alescritorio.

—Escucha, Stephens, estamosintentando localizar a un alemán con elque creo que tenemos relación. Unantiguo agente nazi llamado WilhelmHöttl.

—No es alemán, sino austriaco. Ytampoco tenemos ya relación. Lateníamos —corrigió el teniente—. Lomandamos a hacer gárgaras hace casi

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dos años. Es un sinvergüenza decampeonato.

—Maldita sea. ¿Qué ocurrió?Stephens se echó atrás en la silla y

puso un pie encima de la mesa. Segúndijo, Wilhelm Höttl había sido oficial delas SS. Acabada la guerra fue hechoprisionero y poco después empezó acolaborar con los americanos, a quienesexplicó todo el funcionamiento del RSHAy la Gestapo. Declaró en los juicios deNúremberg, donde proporcionó losprimeros datos acerca de la magnituddel holocausto. Se quiso juzgar aWilhelm Höttl más tarde, pero losamericanos lo evitaron. Para entonces ya

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había empezado a trabajar para elservicio secreto estadounidense, si bienesta colaboración duró poco tiempo. Losnorteamericanos empezaron a sospecharque Höttl fuese en realidad un agentedoble ruso y le pidieron que sesometiese al detector de mentiras. Laprueba del polígrafo no fue concluyente,y Höttl fue despedido.

—¿De modo que le hemos perdidola pista? —preguntó Oughton.

—No, sabemos dónde está. O almenos creo saberlo.

Stephens se levantó y se dirigió auno de los archivadores metálicos quecubrían las paredes de su oficina. Abrió

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el cajón de la letra H, buscó una carpetay la extrajo.

—Sí —dijo leyendo la ficha—.Debería estar en Austria, en BadAussee. Os apuntaré la dirección en estacartulina.

—¿Bad Aussee? —dijo Trevor-Roper.

Aquel nombre resonó en la cabezadel historiador como una bomba. HarryRositzke, el colega de la CIA deOughton, les había contado que en BadAussee se encontraba el lago donde losnazis habían tirado el dinero falsificadoque no consiguieron colocar durante laguerra.

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—Sí, es una región austriaca dondehay unos lagos. Debe de ser muy bonitoaquello, ¿lo conocéis?

—No lo conocemos, pero otrapersona nos habló de ese lugar —dijoOughton.

—¡Ajá! —Stephens siguió leyendola ficha de Höttl—. Por lo visto, nuestrohombre ha abierto una escuela en BadAussee. Supongo que lo encontraréisallí. Le avisaré de que iréis a verle paraque os reciba.

Stephens cerró el dossier y lointrodujo de nuevo en el archivador.Volvió a sentarse en su butaca y sedirigió a Oughton:

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—Oye, mayor, ¿para qué buscáis aHöttl? ¿Hay algo que puedas contarme?

El agente de la CIA titubeó unossegundos. Stephens era un compañero delos viejos tiempos en quien confiaba,pero la aparición de Heinrich Müller noera algo que se pudiese divulgarlibremente. La cabeza de Oughton pensórápido.

—Sí —dijo—. Si cierras el picopuedo decirte que estamos investigandoacerca de la muerte de Hitler.

El teniente Stephens se dejó caer enel respaldo y soltó una risotada.

—Estás de broma.—En absoluto. El profesor Trevor-

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Roper es el mayor experto sobre eltema, y hace unos años escribió un libroque se ha traducido a todos los idiomasdel mundo. Se titula Los últimos días deHitler. No me digas que no has oídohablar de él.

El teniente quedó algodesconcertado ante la noticia y seencogió de hombros. Oughton quisozanjar la cuestión antes de que su amigoempezase a sentirse como un idiota.

—¿Sabías que una de las teorías quese barajaron sobre la muerte de Hitlerdice que murió asesinado por unossoldados alemanes? Hay un testigo delasesinato que estamos intentando

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localizar, un civil alemán que dijohaberlo presenciado en un parqueberlinés.

—¿Y dónde está ese testigo? —preguntó Stephens.

—No lo sabemos. El MI6 nos estáayudando a buscarlo, pero aún no lo halocalizado.

—Ya veo. ¿Y qué demonios tieneque ver Wilhelm Höttl con todo eso?

—Directamente, nada —contestóTrevor-Roper—. Pero uno de losprincipales protagonistas de aquellaépoca fue Martin Bormann, el secretariode Hitler. Bormann está desaparecidodesde 1945 y creemos que Wilhelm

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Höttl puede ayudarnos a dar con él.La cara de Stephens cambió de

repente. Quitó el pie de la mesa, se echóhacia delante y miró a Oughtonfijamente.

—¿Martin Bormann? ¿También loestáis buscando?

—Podemos decirlo así. ¿Quéocurre? ¿Sabes algo que nos puedainteresar?

Stephens miró el reloj.—Yo no, pero uno de los enfermeros

de nuestro hospital quizá puedacontarnos algo. Démonos prisa, esposible que aún siga aquí.

Los tres hombres salieron del

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despacho. Stephens cerró la puerta conllave y los condujo a un hangar próximodonde se había habilitado la clínica dela base.

—El hombre al que vamos a ver esalemán —dijo de camino—. En 1948,yo servía en la base del ejército de lazona americana de Berlín Occidental.Un día llegaron varios alemanes huidosde la zona soviética. Retuvimos aaquellos hombres en espera de que elalto mando nos indicase qué hacer conellos. Seguramente, los rusos los iban areclamar cuando los echasen de menos.

Una mañana, relató Stephens, uno deesos alemanes se le acercó. Tenía unos

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cuarenta y tantos años, era grueso,robusto, con espaldas anchas y hombrosarqueados que le daban la apariencia deun huevo. El hombre estaba muynervioso. Le dijo a Stephens que teníauna información muy importante queestaba dispuesto a facilitar al coronel dela base a cambio de dejarlo marchar asu ciudad de origen, que estaba en zonainglesa.

—Yo le pedí que me adelantasealgo, porque el coronel no iba arecibirlo así como así. Entonces el tipome dijo que él sabía dónde seencontraba Martin Bormann. Le contestéque el tema de Bormann estaba muy

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manido y que sería difícil queconvenciese al coronel de que le decíala verdad. Y fijaos bien: aquel alemánme dijo que si Bormann no estaba dondeél decía, entonces él solito volvería a lazona rusa. Aquello me convenció de quequizá el hombre dijese la verdad, y asífui a ver al coronel para preguntarle siquerría hablar con él. Me respondió quesí, que fuese a buscar al intérprete ytrajese al alemán. Así que eso hice,llevé a ambos al despacho del coronel yse cerró la puerta conmigo fuera… y ahítermina mi historia. El coronel les pidióque no contasen nada, y nunca supe quése habló allí dentro.

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—¿Así que ahora nos llevas a ver aese alemán? —preguntó Oughton.

—No. El tipo aquel se fugó de labase en compañía de los otros al cabode poco tiempo. No guardamos los datosde ninguno de aquellos alemanes, ni porsupuesto nos dedicamos a buscarlos. Seperdió para siempre. Y el coronel ahoraes general, está en los Estados Unidos yno va a decirnos nada. —Stephens hizouna pausa antes de abrir la puerta de laenfermería—. A quien venimos a ver esal traductor. Se llama Gerstein y trabajaaquí.

El teniente echó un vistazo rápido alinterior de la sala y localizó a su

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hombre, un tipo con bata de enfermero,rubio, de unos cuarenta años, con unhoyuelo en la barbilla y el cuellocubierto de cicatrices de quemaduras.

—Gerstein —dijo Stephens a modode saludo—, sal un momento al patiocon nosotros. Estas dos personaspertenecen al ejército de los EstadosUnidos. He venido a pedirte que lesayudes en un asunto urgente.

Los cuatro hombres salieron de laclínica para charlar en el patio.

—¿De qué se trata? —preguntó elenfermero.

—Del tipo aquel que dijo saberdónde estaba Martin Bormann.

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—¿El alemán que llegó de BerlínOriental en 1948?

—Exacto.—Pero el coronel ordenó…—Olvida eso ahora —le interrumpió

Stephens—. Han pasado más de sieteaños y las circunstancias han cambiado.Asumo completamente cualquierresponsabilidad. Ya he puesto enantecedentes a estos caballeros y sabencómo entró en contacto con nosotros esealemán. Lo que no he sabido explicarleses lo que se habló dentro del despachodel coronel.

El enfermero Gerstein titubeó unosinstantes. Finalmente, se encogió de

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hombros y empezó a hablar. En aquellaextraña reunión, el alemán huido de lazona soviética contó al coronel de labase americana que en los últimos díasde la guerra servía como sargento en elcuerpo de ejército que defendía Berlín alas órdenes del general de las SSWilhelm Mohnke. Cuando la ciudadcapituló, los soviéticos reunieron atodos los soldados e hicieron dosgrupos. Los SS en un lado y los demásen otro. Muchos SS se habían cambiadoel uniforme, perdiéndose entre las tropasregulares, pero los rusos los distinguíanpor el tatuaje que llevaban en el brazocon su grupo sanguíneo. Los soviéticos

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se llevaban a los SS, nadie sabe adónde.Al resto de los hombres los ponían atrabajar bajo el mando de algunossoldados rusos. La primera misión querecibieron todos fue, lógicamente,enterrar los cadáveres que habíaesparcidos por toda la ciudad. Nuestrohombre fue enrolado en una cuadrillacon otros siete y destinado a enterrarcadáveres cerca de la estación deLehrter.

—¿Dónde ha dicho? —leinterrumpió Trevor-Roper al escucharese nombre.

—La estación de Lehrter. Está enBerlín Occidental, cerca de la frontera

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con la zona rusa —aclaró Gerstein.—Continúe, por favor.El soldado ruso que acompañaba a

los ocho alemanes hizo cuatro parejas, ya aquel sargento alemán le tocó con untal Albert. Los dos empezaron a agruparcadáveres para enterrarlos en una zanja.Cuando trabajaban cerca de la vía deltren, Albert vio dos cuerpos a unostreinta metros de donde se encontraban.Dejó a su compañero cavando una zanjay fue para traerlos. Cuando llegó allícomprobó que uno de los cadáveres erade un tipo muy alto, vestido con ununiforme de las SS. El otro llevaba ununiforme de la Wehrmacht, el ejército

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regular. Albert reconoció enseguida aeste segundo hombre, se trataba delsecretario de Hitler: Martin Bormann.

El soldado ruso que los vigilabahabía quedado bastante atrás, así queAlbert volvió donde se encontraba sucompañero y le susurró al oído quehabía encontrado el cadáver deBormann. Nuestro hombre fue con élhasta donde se encontraban los cuerpos,se inclinó sobre el cadáver del soldadode la Wehrmacht y lo examinó. Eracierto. Llevaría muerto unos pocos díasy su rostro era perfectamentereconocible.

Los dos hombres dieron la vuelta a

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los cuerpos, pero no pudieron ver enellos manchas de sangre ni ningún otrorastro de violencia. No había agujerosde bala, ni heridas de metralla. Parecíacomo si ambos hubiesen muerto de unataque al corazón.

Albert preguntó a su compañero quédebían hacer. Nuestro hombre dijo queenterrar ambos cuerpos y no decirabsolutamente nada a nadie. Había oídorumores de que los rusos se habíanllevado al Este a todos los que habíanestado en el búnker del Führer o habíantenido algún contacto con sus ocupantes.Albert se mostró de acuerdo. Sinembargo, pensaron, la información

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acerca del paradero de Bormann quizáfuese importante en un futuro.

—Así que decidieron no enterrarloscon los demás cadáveres en la zanja quehabían cavado, sino en otra —explicóGertein—. Excavaron una fosa unosmetros más allá de donde encontraronlos cuerpos. Metieron primero aBormann, boca abajo. Encima pusieronal hombre alto, boca arriba. Taparon lafosa y procuraron memorizar el puntoexacto. Después siguieron con su trabajohasta que el soldado ruso les ordenóregresar.

—Y ese tal Albert… ¿Tampocosabe su apellido? —preguntó Stephens.

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—Tampoco. Aquel hombre sólo lomencionó como su «amigo Albert».

—¿Declaró algo más? —preguntóOughton.

Gerstein negó con la cabeza, yentonces el teniente se volvió a dirigir alenfermero alemán.

—Te agradezco tu ayuda, Gerstein—dijo el teniente—. Nos marchamos ya.

Stephens, Oughton y Trevor-Ropersaludaron al enfermero y regresaron aldespacho del teniente. De caminoretomaron la conversación.

—¿No les parece extraño que elcoronel de la base no comprobase laveracidad de las declaraciones de aquel

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refugiado? —preguntó Trevor-Roper.—No —contestó Stephens—. Si la

sepultura estaba cerca de la frontera conBerlín Oriental es probable que laexcavación hubiese alertado a los rusos.Y en aquel momento no estaba el hornopara bollos. Recuerde que por aquellasfechas empezó el bloqueo de Berlín.

—O puede que el coronel sí quisiesebuscar el cuerpo y pidiese permiso alalto mando para emprender la búsqueda—sugirió Oughton—. ¿Cuánto tiempopasó hasta que se fugó de la base aquelhombre?

—No sé…, muy poco, un par de díasa lo sumo —recordó Stephens.

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—Entonces quizá la respuesta nollegase a tiempo.

* * *

Los dos investigadores se despidierondel teniente y emprendieron el viaje deregreso a Múnich, donde llegaronpasadas las seis de la tarde. Laconversación con el enfermero traductorhabía inquietado a Trevor-Roper, quien,sin embargo, estaba cada vez másconvencido de que Martin Bormannhabía muerto en 1945. Durante el viaje,el historiador comentó sus sospechas

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con el agente de la CIA.—Oughton, creo que seguir

buscando a Bormann es un callejón sinsalida. El hombre murió la noche deluno de mayo, estoy seguro de ello.

—¿Usted considera creíble lo quecontó aquel alemán en 1948?

—Bastante creíble. Hasta ahora lamejor pista sobre el destino de Bormannes la que facilitó el jefe de lasjuventudes hitlerianas, Artur Axmann.Axmann afirmó haber visto el cadáverde Bormann y el del médico de Hitler, eldoctor Ludwig Stumpfegger, en la víadel tren cerca de la estación de Lehrter.Bormann iba vestido con un uniforme

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del ejército y mi testigo tampoco viosangre ni heridas en los cuerpos.

—¿Y no cree que Axmann pudomentirle para proteger a Bormann?

—No. Axmann hizo otras muchasconfesiones que terminaron siendociertas. Cuando proporcionaba datosfalsos era debido a desinformación y noal deseo de mentir. Siempre he creídoque si Axmann hubiese pretendidoengañarme con la muerte de Bormanndebería haber aportado alguna pista oprueba falsa para desanimarme abuscarlo. Pero nunca lo hizo.

—Y ese tal Stumpfegger, ¿era untipo alto?

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—Efectivamente, muy alto.Oughton se rascó la parte de atrás de

la cabeza tratando de poner en orden susideas.

—El testimonio del refugiadoalemán se produjo en agosto de 1948 ysu libro apareció en 1947 —dijo elagente de la CIA—. ¿No es posible queaquel hombre hubiese utilizado lainformación que usted publicó?

—Imposible. Según nos han contado,aquel alemán estuvo en zona rusa desdeque terminó la guerra, y Los últimosdías de Hitler fue prohibido en todo elbloque soviético. No creo que tuvieseforma de dar con él. En todo caso

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hubiese sido temerario por su parteaventurar el lugar exacto de la sepulturacon los escasos datos que di en mi libro.

El americano pareció darse porvencido.

—Y, sin embargo, el general Gehlenafirma que alguien le aseguró en 1950que Bormann estaba en la URSS… —murmuró para sí.

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Domingo, 16 de octubre de1955

A primera hora de la mañana, los dosinvestigadores subieron al DS y sedirigieron a Bad Aussee, una ciudadsituada en el centro de Austria y distanteunos doscientos kilómetros de Múnich ynoventa de Berchtesgaden, el pueblo delos Alpes bávaros donde Adolf Hitlertenía una residencia. Una vez allí,Oughton y Trevor-Roper se encaminarona la escuela privada de educaciónsecundaria que el antiguo agente naziWilhelm Höttl había abierto y de la cualera director. Ese día no había clases,

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aunque cuando llegaron los dosinvestigadores vieron a varios niñosenfundados en gruesos chándalescorriendo alrededor de un adulto quecontrolaba el tiempo con un cronómetroque le colgaba del cuello. Debían deformar parte del equipo de fútbol de laescuela.

Los dos hombres entraron en eledificio del colegio y vieron a una mujerrubia y muy joven, a quienproporcionaron sus nombres. Ella loscondujo hasta el despacho de Höttl, y lesindicó que éste llegaría en unos cincominutos. Aquello era demasiado tiempopara Oughton. Cuando la chica hubo

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cerrado la puerta, el agente de la CIA seabalanzó sobre la mesa de Höttl.

—Hugh, rápido, a la puerta. Voy aechar un vistazo por aquí.

—Oh, no. Oughton, no…Trevor-Roper, negando con la

cabeza, entreabrió levemente la puertadel despacho para vigilar el pasillo.Mientras tanto, el agente de la CIAempezó a registrar el escritorio. Sobrela mesa había unas cuantas carpetas queOughton fue abriendo para comprobar sucontenido. Luego se fijó en la agenda deHöttl. La abrió por el final para revisarla lista de teléfonos y comprobó lasanotaciones.

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—Hugh, mire qué curioso, nuestroamigo Höttl estuvo en Múnich el mismodía que murió Müller.

—¡Shhht! Silencio.Oughton dejó la agenda y empezó a

rebuscar en los cajones que había en laparte derecha del escritorio. Elhistoriador miraba de reojo a sucompañero, incapaz de entender laafición del americano por los registrosilegales. Mientras montaba guardia conla vista puesta en el pasillo, Trevor-Roper pudo oír el ruido de los cajonesque se abrían y cerraban y el de losobjetos que iban pasando por las manosdel agente de la CIA. De repente vio

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acercarse una sombra por el pasillo.—Oughton, viene alguien.Trevor-Roper cerró cuidadosamente

la puerta. Al volverse, vio que elamericano aún examinaba algo quehabía dentro de un cajón.

—Por Dios, mayor, termine ya.El agente de la CIA cerró el último

cajón y con las manos a la espalda sevolvió hacia la ventana para mirar porella distraídamente. En ese momento elpicaporte giró y en la puerta apareció unhombre.

Oughton y Trevor-Roper loreconocieron inmediatamente. Se tratabadel profesor de gimnasia que habían

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visto al entrar en el colegio. Eracorpulento, con una cabeza grande yredonda rematada a la altura del cuellopor una gruesa papada. Tenía el pelomuy negro y grasiento, peinado a raya.Vestía el mismo chándal y aún llevabael cronómetro colgado del cuello, amodo de collar.

—Buenos días. Soy Wilhelm Höttl.—Gracias por recibirnos, Herr

Höttl. Espero que el teniente Stephenstuviese ocasión de anunciarle nuestrallegada.

—Lo hizo, aunque no mencionó lasrazones de su visita.

—Lo sabemos. ¿Le parece si nos

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sentamos?Höttl se sentó al otro lado de la

mesa. Echó un vistazo a su escritorio yvio su agenda sobre una pila de papeles.La guardó en el primer cajón. Al abrirlo,el alemán pareció extrañado al ver elcontenido de éste, lo cual llevó a pensara Trevor-Roper que había descubierto elregistro. Si lo hizo, Wilhelm Höttldecidió no decir nada.

—Ustedes dirán.—Herr Höttl —empezó diciendo

Oughton—, por razones que ahora novienen al caso estamos investigando laposibilidad de que Martin Bormannhubiese conseguido escapar con vida de

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Berlín en 1945. Trabajando con lahipótesis de que en ese caso hubiesepodido huir al Oeste, nos preguntábamoscómo podría haberlo hecho.

Una mueca a medio camino entre lasorpresa y la incredulidad se dibujó enel rostro del alemán.

—¿Todavía siguen gastando dineroen buscar a Bormann? Pero ¿por qué?

—Por justicia —dijo tajante elamericano—. Pero no trate deentenderlo, quizá no pueda.

Höttl encajó la afrenta sin inmutarsey reordenó su estrategia.

—¿Y qué tengo yo que ver con eso?—Nuestras fuentes nos han

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informado de que usted conoce el modoen que se utilizaron las rutas de huidanazis —intervino Trevor-Roper.

—Primera noticia —afirmó tajanteel alemán.

—Así que no sabe nada, ¿verdad?—Nada en absoluto.Oughton sacó su libreta y de ella

extrajo el retrato de Müller de su épocaen la Gestapo.

—¿Reconoce a este hombre? —Elagente americano puso la foto sobre elescritorio y la arrastró con un dedo hastaHöttl.

—Claro. Es Heinrich Müller, eldirector de la Gestapo.

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—¿Cuándo lo vio por última vez?—No sé… En Hof, en marzo de

1945 tal vez.—¿Nunca después de entonces?Höttl negó con la cabeza.—Hoy no es nuestro día de suerte —

dijo Oughton mirando a Trevor-Roper.Luego se dirigió al alemán—. Unaúltima pregunta y nos vamos. ¿Puedo?

—Claro.—¿Ha estado usted alguna vez en la

Unión Soviética durante estos últimoscinco años?

El gesto de Höttl se contrajo derepente componiendo una expresióniracunda. Adoptó una actitud defensiva y

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respondió con agresividad.—¿Otra vez con eso? Hace dos años

ustedes me acusaron injustamente detrabajar para los rusos y…

—Por favor, Herr Höttl, relájese —le interrumpió Oughton—. No tratamosde acusarle de nada. Simplemente lepregunto si usted ha estado alguna vez enla URSS en los últimos cinco años.

—No, nunca —respondió consequedad.

—¿Y tiene allí algún amigo que hayaregresado recientemente?

—No.—¿Algún contacto comercial o

profesional con el bloque soviético?

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—No.Oughton sonrió. Acto seguido, y sin

dejar de mirar al alemán, metió la manopor debajo de su chaqueta y a cámaralenta sacó la Colt Commander. Quitó elseguro y encañonó a Höttl. Elmovimiento del americano pillódesprevenido tanto al antiguo nazi comoa Trevor-Roper.

—Hágame un favor —dijo Oughton—. Muy lentamente va a poner la manoderecha encima de la mesa, y con laizquierda va a abrir el segundo cajón desu escritorio, ése que está a su derecha.

Höttl miró fijamente la pistola yempezó a sudar. Intentó tragar saliva

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pero no pudo. Hizo lo que le ordenóOughton. Se echó atrás en la silla y en unescorzo algo extraño, sin levantar de lamesa la mano derecha, con la izquierdaabrió nerviosamente el cajón.

—Bien. Ahora saque lo que haydentro, encima de los papeles, y déseloa mi amigo.

La mano de Höttl volvió a salir,lentamente, agarrando una pistola por elcañón. Trevor-Roper reconoció el armainmediatamente. Era una Browning HighPower de nueve milímetros, la queusaron los ingleses durante la guerra. Elhistoriador se levantó y tomó la pistola.Cuando se hubo sentado, Oughton volvió

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a hablar.—Ahora cierre ese cajón y abra el

primero. Saque el pañuelo que hayarriba con mucho cuidado, sin tirar loque hay dentro.

Höttl volvió a obedecer. Esta vezpuso sobre la mesa un pañuelo blancocuidadosamente doblado y cerró elcajón. Oughton entregó entonces la Colta Trevor-Roper, quien siguió apuntandoal alemán.

—Excelente —dijo el americano—.Veamos qué tenemos aquí…

Oughton deshizo los dobleces delpañuelo y ante los tres hombres aparecióun reloj de pulsera. El agente americano

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tomó cuidadosamente en sus manos lapieza y la mostró a Wilhelm Höttlmientras hablaba.

—Este reloj es un Sturmanskie. Sefabricó en la URSS a finales de los añoscuarenta para los pilotos de la fuerzaaérea soviética. Yo tengo uno, aunque elmío tiene la corona original. Por lo queveo a éste se la han cambiado, y a juzgarpor las marcas hace ya algún tiempo.Posiblemente cuando Heinrich Müller selo compró a algún antiguo oficial delEjército Rojo.

Höttl miraba a Oughton sin abrir laboca. El agente de la CIA puso el relojsobre el pañuelo con suma delicadeza,

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volvió a envolverlo y se lo guardó en elbolsillo de la chaqueta.

—Este reloj lo relaciona a usted conel crimen —concluyó.

—¿Cómo? —Höttl parecióreaccionar cuando Oughton pronunciólas últimas palabras—. ¿Qué crimen?

—Ah, es cierto. Olvidé decirle queencontramos muerto a Heinrich Müllerel pasado martes en Múnich. Y,precisamente, según su agenda estabausted en esa ciudad ese mismo día. Aquítenemos una fotografía de su cadáver. —Oughton sacó la imagen del cuerpo sinvida del director de la Gestapo y se laenseñó al alemán.

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—Tenemos varias pruebas,suficientes para acusarle a usted —añadió Trevor-Roper—. Además, entrelas pertenencias personales de Müllerfaltaba el reloj, y estaba aquí. El casoestá claro.

—¡Un momento! ¡Yo no he matado anadie!

—¿Y qué más da? —dijo Oughtoncon una amplia sonrisa—. Le confesaréalgo: estamos en un aprieto. Tenemosque encontrar a alguien a quien colgar elmuerto, y usted parece el candidatoideal. Ya ni siquiera trabaja paranosotros.

Oughton miró a Trevor-Roper y éste

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secundó a su compañero en las risas.Wilhelm Höttl se puso aún más

nervioso ante la hilaridad de los doshombres. El austriaco miróalternativamente a uno y otro mientras elhistoriador seguía apuntándole con lapistola. Las gotas de sudor le caíanpesadamente a ambos lados del rostro.

—No pueden hacer esto —dijo conla voz entrecortada—. Es absurdo, yo nohe matado a nadie.

Oughton asintió con la cabezamirando a Trevor-Roper y ambos selevantaron. El profesor de Oxford hizoun gesto con el arma a Höttl para que sepusiese en pie. Éste se resistió a

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hacerlo.—Está bien, está bien. Les contaré

la verdad. Pero deben creerme.Oughton y Trevor-Roper

recuperaron entonces un semblante másserio y volvieron a sentarse. Höttl sacódel bolsillo de su chándal un pañuelo decolores con el que se secó el sudor de lafrente.

—Deje de apuntarme con eso, porfavor —suplicó a Trevor-Roper, ydirigiéndose al americano continuó—:Tiene usted razón. Ése es el reloj deMüller. Me lo dio para que se loguardase aquí cuando vino.

—Será mejor que empiece desde el

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principio. Desde el primer contacto quetuvieron ustedes dos.

Trevor-Roper bajó el arma. Elantiguo agente de la Gestapo tomó aire yempezó a hablar.

—Hace cosa de un par de meses, afinales de agosto, recibí una llamadatelefónica. Era Heinrich Müller.Reconocí su voz al instante y me quedémuy sorprendido, pues no sabía queseguía con vida. Les aseguro quepensaba que había muerto al final de laguerra. Me dijo que se encontraba enLinz y que necesitaba vermeinmediatamente. Que era un asunto devida o muerte. Así que cogí el coche y

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fui para allá.—Linz está aquí, en Austria, ¿no es

cierto? —preguntó Trevor-Roper.—Sí —confirmó Höttl—. A unos

ciento cincuenta kilómetros de dondenos encontramos, al norte, cerca deChecoslovaquia.

—¿Por qué fue a verlo? ¿Era muyamigo suyo?

—No, no era mi amigo. —Höttlagitó bruscamente la mano espantandouna mosca imaginaria—. Digamos queme obligó a ir. Durante la guerraparticipé en una misión donde se teníaacceso a mucho dinero y…

—Sí, creo que estamos al tanto —

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interrumpió el historiador—. Eldenominado plan Hacke para distribuirfondos a los nazis fuera de Alemania.Supongo que se llevaría usted un buenpellizco de todo aquello. Por no hablarde los billetes falsificados que tiraron aun lago que hay aquí cerca. Quécasualidad que ronde usted por la zona.

—Yo no me llevé nada, fueron otros.Sin embargo, en aquella época alguienme acusó falsamente. Müller me aseguróque no procedería contra mí y me ayudóa salir de aquel brete. Era de justiciaque ahora yo le devolviese el favor.

—Bien, total, que coge el coche y vaa Linz. —Oughton retomó la cuestión de

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la llamada del jefe de la Gestapo a suantiguo compañero—. Qué más.

—Nos vimos ese mismo día, elveintinueve de agosto, por la noche, enplena calle. Él me confesó que en 1945hizo un trato con la URSS, lo cual lepermitió escapar de Berlín con vida.Pasó cierto tiempo en la UniónSoviética, pero desde hacía varios añosvivía en la República Democrática deAlemania. Tenía cierta capacidad paraatravesar la frontera checoslovaca,puesto que me dijo que ocasionalmentehacía viajes por carretera a Austria. Sinembargo, tras la muerte de Stalin, lascosas se habían torcido y necesitaba

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ayuda para escapar a la RepúblicaFederal.

—Hay algo que no entiendo —interrumpió Trevor-Roper—. Si no teníaproblemas para llegar a Austria, y dehecho lo hacía de vez en cuando…, ¿nopodía por sí mismo pasar a la RepúblicaFederal?

Höttl hizo una mueca de desdénantes de contestar.

—Amigo, Heinrich Müller era elnúmero dos en una lista de varios milesde nazis buscados por las autoridadesaliadas. Por delante de él sólo estabaMartin Bormann. Si Müller se hubieseatrevido siquiera a acercarse a la

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frontera con la República Federal, laBundesgrenzschutz, la policía, se lehabría echado encima antes de quepudiese pestañear. En cambio, enAustria las cosas son más sencillas, lapresión de los aliados es muchísimomenor.

—¿Y qué tipo de ayuda le solicitó austed? —preguntó Oughton.

—Müller me dijo que tenía un planpara pasar a la República Federal através de Austria, y que lo había estadopreparando todo durante varios meses.De mí necesitaba sólo un par de cosas:un coche y alojamiento durante unanoche.

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Oughton emitió un bufido.—¿Un coche y una noche de hotel?

Vamos, hombre, no me lo creo.—Era un coche especial. Necesitaba

ciertos arreglos en el maletero paraesconder determinada mercancíabastante voluminosa que Müller no mequiso decir qué era. Además, él no ibasolo. Lo acompañaba una mujer.

Al oír aquello Oughton se incorporóhacia delante.

—¿Una mujer? —preguntó—. ¿Quémujer?

—En aquel momento no me lo dijo.Sólo mencionó que vendría con unamujer, y eso lo hacía todo más difícil.

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—¿Cómo era el plan para pasar a laRepública Federal? —preguntó Trevor-Roper.

Höttl echó un vistazo al calendarioque había sobre la mesa.

—Veamos —dijo—. Un jueves amediados de septiembre… El juevesdieciséis. Ese día yo debía estar enBerlín Oriental con el coche a punto. Selo entregaría a Müller esa noche y yovolvería al día siguiente a Bad Ausseeen tren. El sábado Müller viajaría porcarretera y llegaría aquí por la tarde conla mujer. La escuela estaría cerrada, porlo que no habría dificultades. Müllermetería el coche en el recinto, sacaría

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del vehículo su equipaje y los dospasarían la noche ahí, en la residenciade allí enfrente. —Höttl señaló laventana, por la que se veía un edificiogris adyacente—. Yo me encargaría dequedarme con el coche y esconderlo.

—¿Vio entonces a la mujer que loacompañaba?

—Sí, claro. Dijo que se llamabaMarie Fischer. Era muy joven, tendríaunos treinta años, tal vez menos. Rubia,nariz pequeña, delgada, con el pelolargo. Podría reconocerla fácilmente porun lunar que tiene aquí, debajo de laboca. —Höttl se tocó la comisura dellabio—. Ella subió inmediatamente a la

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habitación. Le llevamos la cena y yo nola volví a ver hasta el día siguiente.

—¿Podría ser hija de Müller? —preguntó Trevor-Roper.

—Por la edad, podría. Aunque nome dijo qué relación tenía con ella, nitampoco los vi intercambiar ningunamuestra de afecto. Se trataban de usted.

—¿Cuál era el misterioso equipajeque ocultó Müller en el coche?

—Lo trajo en unas bolsas negras. Nosoy capaz de decir lo que era.

—¿Fue todo según lo planeado? —intervino el agente de la CIA.

—Absolutamente. Llegó aquí sinproblemas. Al día siguiente, el domingo

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diecinueve, los dos se marcharon conlas personas que les ayudarían a pasar lafrontera.

—¿Qué personas?Höttl aspiró una amplia bocanada de

aire y lanzó una súbita mirada al techoantes de contestar.

—Policías austriacos —dijo—.Vinieron en un coche patrulla. Metieronlas cosas de Müller en el maletero,subieron él y la chica en el asiento deatrás, y se marcharon.

Oughton asintió sonriendo.Definitivamente, Heinrich Müller no eraun estúpido cualquiera. La Gestapoestuvo en buenas manos.

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—¿Le dijo Müller cómo pensabavivir en la República Federal?

—No, pero era evidente quedisponía de la ayuda de personas deaquel país. El día que llegó aquí, por lanoche, me contó que tenía varioscamaradas que le echarían una mano,aunque con algunos de ellos tenía pocaconfianza. Por esa razón a ellos les diríaque no venía del bloque soviético, sinode algún país árabe. Egipto,probablemente. También que llevabamás tiempo en la República Federal,desde la primavera. Antes de marcharsese quitó el reloj y la corbata y me losentregó. Las corbatas son muy

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traicioneras, pues frecuentemente elnombre de la ciudad donde se hafabricado viene escrito en la etiqueta, enla parte de atrás. El reloj lo guardé ahí.—Höttl señaló el cajón donde lo habíaencontrado Oughton—. Mi únicaparticipación en todo aquello se reducíaa conseguir el coche y llevárselo aBerlín. Cuando se marchó ya no volví averlo. Sólo hablé por teléfono con él unavez.

—¿Cuándo?Höttl volvió a mirar el calendario.—Le diré el día exacto: el sábado

ocho de octubre por la mañana. Mellamó por teléfono aquí a la escuela. Me

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dijo que estaba en Múnich, pero quedebía escapar inmediatamente del país,de la República Federal. Debíamarcharse urgentemente a Sudamérica oSiria. Me pidió que le ayudase ahacerlo. Yo me enfadé y le dije que élno podía pedirme eso, que eraimposible. Él entendió mi reacción y merogó que me serenase. Me preguntó siconocía alguna manera rápida deponerse en contacto con la CIA. No sécómo, pero él sabía que yo habíatrabajado para el contraespionajeestadounidense. Le respondí que hacíatiempo que yo no tenía relación con losamericanos y que además no terminamos

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como buenos amigos, por decirlo dealgún modo. Quedó muy decepcionadocon mi respuesta, pero enseguida lesugerí ponerse en contacto con losbritánicos, con el MI6. Durante unossegundos, la línea quedó como muerta,parecía que Müller estaba reflexionandosobre mi idea. Me preguntó entoncescómo podía hacer para contactar con elMI6. Le dije que había un antiguocamarada nuestro, Horst Kopkow, quehabía hecho un trato con los ingleses yque seguramente sabría cómocomunicarse con ellos. Müller seacordaba de Kopkow, y me preguntódónde podía localizarlo. Le dije que en

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Gelsenkirchen, y le di la dirección. Lepregunté si necesitaba ayuda para ir allío alojarse en aquella zona, y me dijo queno. Conocía a otro camarada que vivíaallí mismo y que podría echarle unamano. Me agradeció mi colaboración ycolgó. Nunca más supe de él, hasta hoy,que me he enterado de que ha muerto.

—¿No volvió a llamarle Müller elmartes once por la mañana?

—No.Oughton entornó los ojos dando a

entender a Höttl que le daba una segundaoportunidad para que reconsiderase surespuesta.

—Le juro que no —insistió Höttl—.

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Además, yo ese día estuve en Múnichvisitando a un proveedor de materialescolar. Puede verificarlo.

Oughton recordó la cita de la agenday apuntó los datos en su libreta. Alzó lavista y miró con desconfianza alaustriaco.

—Es una lástima que no tenganingún medio de demostrar todo estoque nos ha contado.

Höttl respondió con impaciencia.—Puedo enseñarles el Mercedes

que le llevé a la República Democráticacon las modificaciones en el maletero.

—Bobadas. Eso no me dice nada.Ese vehículo pueden usarlo aquí para

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cometer las fechorías que practiquenhabitualmente.

—Espere un momento —dijo Höttl—. Acabo de recordar algo importante.Hay una cosa más. Como les he dicho,cuando llegó Müller con aquella chica,con Marie, ella subió a su habitaciónpara descansar. Yo bajé con él al salónpara tomar una copa y entonces mepreguntó si podía encontrarle un trabajoa ella en Múnich, algo sencillo que ledurase unos meses. Le dije que un amigomío tiene una confitería cerca de laGliptoteca donde frecuentementecontrata chicas bonitas para atender elmostrador. Llamé a mi amigo y éste se

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mostró dispuesto a contratar a la joven.Oughton alargó a Höttl su libreta y el

lápiz.—Apunte ahí el nombre de la

confitería y la dirección exacta.El austriaco cumplió la orden y

devolvió las cosas al americano. Éste seguardó la libreta en el bolsillo interiorde la chaqueta.

—Por su propio bien espero que esamujer siga allí cuando vayamos a verla.

Wilhelm Höttl tragó saliva.

* * *

Oughton conducía a toda velocidad el

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DS de vuelta a Múnich. Trevor-Roperse puso el cinturón de seguridad, y enalgunas curvas se vio obligado incluso aagarrarse con fuerza al asidero de laportezuela para no perder totalmente laestabilidad. El historiador empezó asentirse mal.

—¿Realmente es necesario ir tanrápido, mayor? —preguntó temiendovomitar.

—Si nos damos prisa quizálleguemos antes de que cierren lapastelería donde trabaja la chica. Hoy esdomingo, así que no abrirán por la tarde.

Trevor-Roper miró su reloj. Eran lasdoce y media. Calculó el tiempo que

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faltaba hasta llegar a Múnich y dirigirsea la Gliptoteca, situada en Königsplatz.A pesar de la carrera de Oughton, nollegarían antes de las dos de la tarde.

—Creo que por mucho que corrausted no lo conseguiremos —dijoTrevor-Roper—. Y no me gustaríamancharle la tapicería de su bonitocoche.

Oughton miró el reloj y, resignado,levantó el pie del acelerador.

—Tiene usted razón, yo también loestoy pensando. No lo conseguiremos.Ese sitio cerrará a la una o a la una ymedia como máximo.

—Podríamos llamar por teléfono y

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pedir a la chica que nos espere parahablar con ella —sugirió el profesor deOxford.

—Olvídelo. No la encontraría allí, ymañana tampoco. Tenemos que aparecerpor sorpresa. No nos queda másremedio que esperar a mañana.

—Seamos optimistas. Además,seguro que Höttl mantendrá la bocacerrada. Estaba muerto de miedo.

* * *

Eran las diez de la noche, y Oughton yTrevor-Roper llevaban más de doshoras sentados a la barra del bar del

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Hotel Torbräu esperando al antiguoespía británico Alexander Foote, a quienel jefe del MI6, John Sinclair, habíahecho venir desde Inglaterra. Detrás delcamarero vestido con un chaleco negrohabía una amplia colección de botellascon distintas etiquetas y colores. Elrevestimiento de madera de la barra ysus taburetes, las mesas y sillas y elrespetuoso silencio de los escasosclientes daban al local cierto aire debiblioteca, donde las botellas ocupabanel lugar de los libros.

Los dos investigadores, algoimpacientes ya por la tardanza de Foote,iban a pedir al camarero otra cerveza

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cuando uno de los botones se acercó alos dos hombres.

—Señor Oughton, tiene una llamadatelefónica.

—¿Dónde la cojo? ¿En recepción?—Si lo desea puede hacerlo aquí, en

el teléfono del bar. Se la pasaré yomismo.

El agente de la CIA apuró elcontenido de su vaso y se dirigió alteléfono que había al final de la barra.

—Oughton.—Soy Foote.—¿Dónde está? ¿No le dijeron que

nos veríamos aquí? Llega con muchoretraso.

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—He tomado precauciones paraevitar que me siguieran. Estoy en unacabina, cerca de su hotel. Salgan a lacalle y bajen dos manzanas a laizquierda. Nos vemos enfrente delsupermercado que hace esquina.

—¿Por qué no hablamos aquí?Estaremos más cómodos.

—Ni hablar. No le quepa ningunaduda de que el empleado de larecepción ha sido sobornado para anotarquién entra y sale de allí y qué hacenustedes cuando están en el hotel. Noquiero que nadie sepa que estoy en laRepública Federal. Salgan ya, les estoyesperando.

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Foote colgó. Oughton se quedómirando con aire incrédulo el auriculardurante unos segundos. Después llamó aTrevor-Roper y ambos salieron en buscadel antiguo espía del MI6.

Lo encontraron en el lugar indicado.Era un hombre prácticamente calvo, conexpresión demacrada, ojos hundidos,piel blanquecina y un ligero temblor enlas manos. Por aquella época, Footedebía de tener unos cincuenta años, perose encontraba prematuramenteenvejecido debido a una enfermedad queno debía de ser leve. Vestía un jersey delana gris, un abrigo de piel y unabufanda roja.

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—Hablemos mientras paseamos —sugirió Foote—. Es necesario queestemos en espacios abiertos.

—Como quiera —transigió elamericano—. ¿Le ha adelantado algo elMI6 sobre el motivo de su viaje?

—Nada en absoluto. Sólo sé queustedes son de la CIA.

—Bueno, en ese caso le diré que enlos Estados Unidos hemos tenidoconocimiento de algunas declaracionesque realizó usted en 1947 a su regresodel bloque soviético. Sobre esetestimonio nos gustaría profundizarahora, si ello es posible.

—¿Sobre qué en particular?

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—Sobre el antiguo director de laGestapo, Heinrich Müller.

—Conque Müller, ¿eh? —Foote semetió las manos en los bolsillos delabrigo esbozando una amplia sonrisatras la cual asomaron sus dientesamarillentos—. No siga. Déjemeadivinar. Si cuando vine no me creyerony ahora la CIA se interesa por el tema,eso sólo puede significar que Müller haaparecido. Y como el tipo no debe deser muy prolijo en explicacionesnecesitan volver a escuchar mi versión.

Foote se detuvo, satisfecho, parainspeccionar el rostro de su interlocutore intentar establecer el efecto de sus

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conjeturas. Sin embargo, la cara deOughton no transmitió emoción alguna.El americano tomó la palabra:

—Nos han dicho que usted vio aMüller en Moscú hace unos años yqueríamos saber cómo fue.

—Les han informado muy mal. Yono he visto a Müller en toda mi vida.

—Cuéntenos entonces qué pasó.Foote explicó que cuando llegó a

Moscú en 1945, después de ser liberadopor los suizos en la operación contra laRed Lucy, el servicio secreto soviéticoprecursor del actual KGB, el NKVD, leinterrogó a fondo con el objeto dedescubrir si en realidad era un agente

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doble inglés. Le costó varios díasconvencerles de lo contrario yfinalmente lo pusieron en libertad,aunque suspendido de todo servicio.Durante cierto tiempo permaneció en laURSS sin trabajo. Foote se mantuvoprudente aquellos meses, sabedor de queel NKVD le estaba vigilando.

Una noche, a finales de 1946, dosagentes soviéticos irrumpieron en elapartamento en que residía, lodetuvieron y trasladaron a la cárcel deLubyanka. El penal de Lubyanka seencontraba en la plaza del mismonombre y estaba pegado al cuartelgeneral del NKVD. En él se encontraban

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varios de los mayores enemigos delEstado soviético, sobre todo aquellosque requerían un interrogatorio continuo.Cuando Foote reconoció los muros deladrillo amarillo del edificio adonde loestaban conduciendo se sintióprofundamente angustiado. Su primerpensamiento al entrar en el patio deLubyanka fue que la URSS habíaconseguido capturar a algún agenteconocedor de su doble juego y que éstelo había delatado. En todo caso, lomejor que podía hacer era mantener laboca cerrada y persistir en la versiónque diera un año antes.

Los interrogatorios a Foote

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comenzaron. Pronto se hizo evidenteque, en efecto, alguien había dado elchivatazo al NKVD de que sí era un espíabritánico. Sin embargo, debido a laescasa fiabilidad de aquella fuente y aque Foote no había hecho ningún intentopor huir en todo ese tiempo, los rusos noterminaron de creerse la historia deldelator. Al final, Alexander Foote sóloestuvo encerrado unos diez días,pasados los cuales el NKVD lo excarcelóy le informó de que en breve seríaenviado a una misión para infiltrarseentre los nazis austriacos. A Foote aquelrepentino cambio de actitud le pareciómuy sospechoso, así que cuando recobró

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la libertad llegó a la conclusión de quesu estancia en el bloque soviético no erasegura y empezó a trabajar en su fuga ala República Federal.

Durante el corto espacio de tiempoque Foote estuvo en Lubyanka en 1946compartió celda con un antiguo agentedel NKVD, un tal Fiodor. Fiodor dijo serbielorruso y llevaba en Lubyanka unosdos meses. Aún no había recibidoacusación formal ni explicación algunapor su encierro. Y, lo que era todavíamás extraño, no había sido interrogadoen la cárcel por ningún agente del NKVD.Un buen día dos militares se habíanpresentado en su oficina de Moscú y lo

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habían escoltado hasta la celda. Eso eratodo.

Fiodor encontró pronto unaexplicación lógica a la llegada de Footea su celda: aquel hombre estaba allídentro para sonsacarle información. Porese motivo, pensando que le conveníaconfesar todo a Foote, Fiodor le relatópormenorizadamente sus vivencias de laguerra y los meses que siguieron alarmisticio. Con el lento transcurrir delas horas, a Foote aquellas batallitas lellegaron a aburrir bastante, pero enaquella celda no tenía otrosentretenimientos más amenos.

El caso es que su compañero de

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prisión le contó que durante los últimosdías de la Segunda Guerra Mundial, yareclutado por el NKVD, estaba destinadoen el frente. Su misión consistía enexaminar a los prisioneros de guerraalemanes recién detenidos por elEjército Rojo para identificar a mandosde las SS que se hubieran camufladoentre el ejército regular alemán. Aquellono suponía una gran dificultad, pues losmiembros de las SS llevaban tatuado sugrupo sanguíneo, y la tarea consistía enencontrar ese tatuaje o una cicatriz queindicase su intención de eliminarlo.Después de eso había que averiguar lagraduación, y para ello lo mejor era

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recurrir a los propios soldadosalemanes. Éstos delataban a sus jefesprocurando obtener un mejor trato parasí mismos.

Un día, a finales de abril de 1945, eloficial superior de Fiodor lo llamó a laretaguardia. Cuando llegó a la tienda decampaña donde lo esperaba su superiorobservó que, junto a éste, había otrasdos personas: un hombre de aspectodesaliñado y un intérprete del NKVD. Elhombre desconocido era un prisioneropolítico alemán, que dijo ser comunista.Aseguró que venía de un campo deconcentración nazi y que traía unmensaje de Heinrich Müller, director de

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la Gestapo. El mensaje decía que acambio de protección personal, Müllerofrecía a la Unión Soviética informaciónsecreta de los archivos del servicio deseguridad alemán, el RSHA. Si la URSSestaba interesada en el trato, debíaponerse en contacto inmediatamente conMüller en el búnker de la Cancillería deBerlín.

El oficial del NKVD hizo salir de latienda al prisionero y al traductor, ypreguntó entonces a Fiodor de quémanera se podían poner en contacto conMüller. Fiodor sugirió emplear a SashaKvap, un agente soviético infiltrado enBerlín que ocasionalmente era utilizado

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como correo por el ejército alemán.Fiodor propuso llamar a Kvap paraordenarle contactar con Müller e indicaral jefe de la Gestapo que se escondieseen algún lugar a la espera de serlocalizado por el NKVD una vez queBerlín fuese tomado por el EjércitoRojo.

El oficial superior asintió satisfecho,aprobó el plan y encargó a Fiodor queorganizase el dispositivo. Cuando salíade la tienda, el oficial llamó a Fiodor.Sin levantar la vista de sus papeles, ledijo: «Antes de marcharse, fusile alalemán que ha traído el mensaje deMüller».

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Fiodor cumplió las órdenes y sepuso en comunicación ese mismo díacon Sasha Kvap para comunicarle lo quedebía hacer. Enterado de la misión,Kvap, que estaba herido leve, decidióhuir del hospital de campaña donde seencontraba convaleciente e ingresar enel que se había improvisado en la propiaCancillería. Allí, con suerte, podríalocalizar a Müller y pasarle el mensajedel NKVD.

Para ello, Kvap ocultó sus heridas yse escabulló del hospital. Por la nochese dirigió a primera línea para unirse alas tropas que defendían Berlín de lossoviéticos. Fue integrado en un batallón,

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y a las pocas horas se separó de éste yse quitó los vendajes que cubrían susheridas. Tambaleándose, se acercó aunos soldados alemanes y éstos lollevaron al hospital más próximo: el dela Cancillería.

Llegar hasta allí no había sido fácil,pero Sasha Kvap pudo comprobar quesu plan de acceder al búnker y pasar elmensaje a Heinrich Müller erasencillamente imposible. El acceso alrefugio estaba vetado a todo aquel queno tuviese una autorización expresa paraentrar.

Mientras estaba tumbado en el suelodel hospital de la Cancillería, a Kvap se

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le ocurrió otra idea. Comprobó que unade las enfermeras, una chica alemanamuy joven, entraba y salía del búnkercontinuamente. Posiblemente se alojaseallí mismo. El espía soviético se acercódiscretamente a la enfermera y le dijoque su tío, Heinrich Müller, estabadentro del búnker. ¿Sería ella tanamable de entrar al refugio y decirle queél se encontraba herido en el hospital dela Cancillería? Que quería verle, si eraposible.

La chica, absolutamente ajena a todala trama, cumplió su parte y, pocodespués trajo un mensaje de Müller.Saldría tan pronto como fuese posible.

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Mientras tanto, si el soldado tenía algúnmensaje, podía hacérselo llegar a travésde la enfermera. Kvap pidió a la chicaque transmitiese a Müller lo siguiente:«Mamá recibió tu carta y desea quevivas muchos años cuando acabe laguerra. Ella te esperará en su casa deHermann-Göring-Strasse, número 14. Enel ático». Müller recibió el mensaje ycontestó a través de la mujer quevisitaría a su madre cuando acabase laguerra. Sasha Kvap huyó del hospital,informó al NKVD que la misión estabacumplida y proporcionó la direccióndonde encontrarían a Müller.

Pocos días después, Berlín cayó, y

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el jefe de la Gestapo fue apresado en elático de Hermann-Göring-Strasse. Porlo visto, estaba herido, y con él seencontraba la joven enfermera que habíatransmitido los mensajes entre Müller yel agente soviético Kvap. Los rusospreguntaron a Müller qué diablos hacíaallí con esa mujer. El jefe de la Gestapoles explicó que había sido alcanzado porun francotirador y que gracias a ellahabía conseguido sobrevivir y llegarhasta el ático. Si querían los ficheros delRSHA debían protegerlos a los dos. Losrusos, con reticencias, sacaron a ambosde Berlín. A la chica la pusieron atrabajar en un hospital de la República

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Democrática y a Müller se lo llevaron aMoscú.

Una vez en la capital de la URSS,Müller desveló el lugar donde habíaescondido los archivos del RSHA. Setrataba de un pueblo del norte deBaviera llamado Hof, adonde habíansido trasladadas las oficinas de laGestapo. Los archivos estaban en dosmaletas con la inscripción «SS-GRUPPENFüHRER HEINRICH MüLLER»,ocultas en algún lugar de lasdependencias de la Gestapo. Una de lasmaletas contenía los microfilms de laGestapo, y la otra, los del RSHA. Hofhabía sido liberado por las tropas

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francesas, así que los soviéticostuvieron que enviar allí a unos agentespara robar las maletas. Finalmente, losrusos pudieron poner sus manos en lospapeles prometidos, y el NKVDcomunicó a Müller que tenía losficheros. Éste les dijo entonces que ni élni la chica podían sufrir el menor daño,o de lo contrario una copia de losarchivos llegaría a los americanos.

—¿Cómo es posible que Müllerpudiese hacer llegar una copia de losficheros del RSHA a los americanos si leocurría algo a él o a la chica? —preguntó Oughton.

—Muy sencillo. Müller tenía un

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cómplice en Berlín. Ese cómplicedisponía de una copia de los archivos, ysi Müller no daba señales de vida cadacierto tiempo, el cómplice pondría lascopias de los papeles a disposición dela CIA.

Trevor-Roper hizo una seña con lamano para detener el discurso de Foote.

—Un momento, un momento. Hayalgo que no entiendo —dijo—. ¿Por quétenía que estar el cómplice con Mülleren Berlín? Si los archivos estaban enHof, el cómplice podría haber hecho lacopia allí en Baviera y permanecer asalvo. Ir a Berlín era arriesgarse a caeren manos de los rusos.

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Alexander Foote negóimpacientemente con la cabeza.

—Porque le estoy diciendo queMüller dio a los rusos los archivos detodo el RSHA, no sólo los de la Gestapo.En Hof estaba el cuartel general de laGestapo con sus papeles secretos, perono los del RSHA. Ésos estaban en Berlín,y Müller tuvo que ir necesariamente allía microfilmar los archivos que no tenía.Y se tuvo que llevar con él a sucómplice para que él se llevase unacopia. ¿Entiende? Müller se quedó enBerlín para entregarse, y el cómplicedebió de salir pitando a Hof para dejarallí la maleta con los microfilms del

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RSHA antes de que llegasen los rusos.—También cabe la posibilidad de

que Müller hubiese ido a Berlín porquele pareció el lugar más seguro paraentregarse a los rusos sin despertarsospechas —dijo Trevor-Roper.

—¡Qué tontería! —exclamó Foote—. ¿Por qué no ir entonces a Dresde,por ejemplo? Dresde estaba totalmentedestruida, era un caos, y se encontrabapróxima a Hof, cerca de las líneas rusas.Olvídelo. Müller fue a Berlín a recogerlos papeles del RSHA.

—Pero ¿quién era su cómplice? —preguntó entonces Oughton.

—No tengo la menor idea. Los rusos

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no lo supieron nunca. Sin duda, alguienen quien Müller confiaba lo suficientecomo para darle una copia de losarchivos y esperar que la utilizase paramantenerlo vivo. —Foote empezó atoser ruidosamente. Extrajo del bolsilloun pañuelo que se llevó a la boca paraahogar la tos—. Miren, Müller tenía alos soviéticos bien cogidos por suspartes. El NKVD usó la información queél les dio, pero tuvieron que cumplir susexigencias hasta el final, supongo quehasta que esos datos dejaron de tenerinterés para ellos.

—Pero ¿cómo consiguió Müllerconvencer al NKVD de que si le pasaba

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algo la información la recibiríamos en laCIA?

—Según Fiodor, al poco tiempo dela llegada de Müller a Moscú, laembajada rusa en Turquía recibió unacarta dirigida al NKVD con una de laspáginas del microfilm que Müller habíafacilitado.

—Así que era más peligroso muertoque vivo… Por eso sobrevivió —dijo elamericano—. ¿Y qué pasó con aquellachica? La enfermera que ayudó aMüller.

—No lo sé —contestó Footeencogiéndose de hombros.

—¿Le contó ese tal Fiodor algo

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sobre Martin Bormann? —intervinoTrevor-Roper.

—¿Bormann? —Foote parecióextrañarse ante la pregunta—. Casinada. Me dijo que el NKVD lo estuvobuscando durante un tiempo en Berlínpero que no pudieron encontrarlo.

—¿Es posible que Bormann formaseparte de un red de informaciónsoviética?

—No tengo ni idea. Desde luego, notenía nada que ver con la Red Lucy, conla que yo trabajé.

—¿Le suena de algo Werther? —Oughton preguntó por el nombre enclave que según Gehlen empleaba el

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espía ruso en el cuartel general deHitler.

Foote torció el gesto.—¿Werther? Sí que me suena.

Algunos de los despachos que enviamosa Moscú desde Suiza iban firmados con:«Werther».

—¿Desde Suiza? ¿Y ninguno de esosdespachos firmados como: «Werther»provino nunca de Berlín?

—Que yo sepa, no.—¿Designaba a alguien ese nombre?—No.—Es decir, que Werther no era un

espía que suministrase información…—No. Fue un nombre de los muchos

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que usamos para firmar despachos —dijo Foote, como si aquello no tuviese lamenor importancia.

Trevor-Roper quedó algo confusocon la respuesta del espía inglés. Aquelhombre era el autor de los mensajes ynunca había actuado desde Alemania.Sin embargo, Wilhelm Canaris le habíadicho a Gehlen que Werther era uninformante ruso del cuartel general deHitler. ¿Se equivocaba Canaris opretendía culpar deliberadamente aMartin Bormann? Trevor-Roper eraincapaz de dar con una respuesta ciertasobre el asunto, aunque desde luegocabía la posibilidad de que Gehlen no

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hubiera sido más que una marioneta enlas conspiraciones antinazis de Canaris.En todo caso, poco importaba aquello aesas alturas: al historiador le resultabaobvio desde hacía tiempo que la pista deBormann era un callejón sin salida.

—Y volviendo a Müller, ¿algo más?—preguntó Oughton.

—Nada, eso fue todo. Fiodor medijo que se lo llevaron a Moscú y ahí leperdió la pista. Por su parte, Fiodor novolvió a Berlín hasta el año siguiente,cuando el NKVD investigó la muerte deHitler.

—¿Cómo ha dicho? —preguntóTrevor-Roper deteniéndose en seco—.

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¿Insinúa que los rusos no investigaron lamuerte de Hitler hasta 1946?

—No —contestó Foote—. Porsupuesto que se investigó nada másacabar la guerra en mayo de 1945. Peroun año después el NKVD volvió albúnker para reabrir la búsqueda deHitler.

Oughton miró a Trevor-Roper comopidiendo una explicación, aunqueencontró al historiador en un estado deconfusión aún mayor que la suya, con losojos muy abiertos y la mandíbulacolgando.

—¿No habló de esto con el MI6? —preguntó el americano.

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—Supongo que sí, pero le darían elmismo crédito que al resto de las cosasque les conté.

Foote explicó que en 1945 Stalinordenó al NKVD que buscase a Hitler enBerlín nada más ocupar la ciudad. Losagentes soviéticos detuvieron deinmediato a todos los supervivientes delbúnker que fueron capaces de encontrary, siguiendo las indicaciones de éstos,cavaron en el jardín de la Cancilleríabuscando los cadáveres de Hitler y EvaBraun.

Al cabo de pocos días, los agentesd e l NKVD habían desenterrado loscuerpos de más de ciento cincuenta

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personas. Cuatro cadáveres estabancalcinados. Dos de ellos resultaronfácilmente reconocibles, puesto que elfuego apenas los había consumido: eranJoseph Goebbels y su mujer Magda. Losotros dos cuerpos presentaban un estadomucho peor a causa del fuego. Uno erainequívocamente de mujer. El otroparecía de hombre, pero le faltabanvarias partes, entre ellas un trozo decráneo y un pie. Fue atribuido a AdolfHitler.

—Es decir, que los rusos sabían enmayo de 1945 que Hitler había muerto—dijo Trevor-Roper.

—Desde luego que lo sabían —

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replicó Foote—. Stalin lo negóúnicamente por motivos políticos. Paramantener sus tropas en los países deEuropa del Este.

El cadáver atribuido a Hitler estabaen un estado lamentable, y a lossoviéticos les costó mucho realizar laautopsia. Sólo pudieron identificarlo apartir de la dentadura, si bien los rusosno encontraron ni los registros dentalesdel Führer ni a su dentista, que estaba enzona americana. Únicamente pudieronlocalizar a una ayudante del dentista deHitler que reprodujo de memoria ladentadura del Führer. A pesar de sucolaboración, aquella ayudante fue luego

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encerrada en prisión.Con todo, la identificación del

cuerpo no fue el único problema con elque se encontró el NKVD: el cadáver dela mujer, atribuido a Eva Braun, teníarestos de cianuro potásico, el venenoempleado normalmente por los nazispara suicidarse. Pero el otro no. Elcuerpo atribuido a Hitler no tenía restosde veneno, ni orificios de bala quesugiriesen que el Führer se habíadisparado. En definitiva, el modo en quese había producido la muerte de Hitlerno pudo determinarse en aquellaautopsia. A pesar de ello, el NKVDconcluyó en 1945 que ambos habían

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muerto envenenados.—¿Cómo es posible que

determinasen como causa de la muerte elveneno si no había restos de él en elcuerpo de Hitler? —preguntó Oughton—. Además, supongo que losprisioneros alemanes dijeron que sehabía pegado un tiro…

—Para los soviéticos, la muerte porenvenenamiento no es propia demilitares, sino de cobardes —explicóFoote—. Por eso los rusos pensaron queHitler, como cobarde que era, se habíaenvenenado. Sus subordinados nazishabían inventado la historia del disparopara ocultar su deshonra.

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—Una lógica aplastante —comentóTrevor-Roper.

—No subestime a los rusos. Enrealidad, el servicio secreto soviéticono se dio nunca por satisfecho con lasconclusiones de la autopsia. Por eso, elNKVD se propuso arrancar la verdad alos prisioneros nazis a fuerza deinterrogarlos.

Pero los soviéticos no lo tuvieronfácil. Los presos alemanes queestuvieron en el búnker no lograronofrecer nunca a sus interrogadores rusosuna versión coherente de la historia.Algunos decían que Hitler se disparó enla sien, otros en la boca… Los rusos,

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hartos, reunieron a todos los prisionerosque convivieron con Hitler durante susúltimos días para hacer unareconstrucción de los hechos entre lasruinas de la Cancillería de Berlín. No seles permitió comunicarse entre ellos.

—Entre estos prisioneros seencontraban el criado de Hitler, suayudante de las SS, uno o dosguardaespaldas, un piloto y… no sé,algunos más —dijo Foote—. Norecuerdo el nombre de ninguno de ellos.

—No se preocupe, continúe —sugirió Trevor-Roper.

—La cuestión es que el NKVD estuvotrabajando en el caso durante varias

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semanas y finalmente identificó entretodo el grupo a los dos testigosprincipales, el criado y el otro tipo delas SS. Les obligaron a los dos aescribir el relato de lo sucedido en elbúnker. Parece ser que Stalin se habíapropuesto conocer la verdad de lahistoria, así que les hicieron ponerlo porescrito. Y tenía que ser lógico. Lesdijeron: «Ahí tenéis papel y lápiz. Másvale que lo que pongáis nos locreamos».

Con los testimonios de aquellos doshombres, el NKVD elaboró un informepara Stalin sobre la muerte de Hitler. Enél se afirmó que el Führer murió por un

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disparo, por lo que el agujero causadopor el proyectil tenía que encontrarse enla parte de cráneo que faltaba al cadáverdesenterrado. Así que en 1946 el NKVDpropuso a Stalin volver al búnker ybuscarlo. El dictador soviético dio suconsentimiento y el servicio secreto rusopuso patas arriba el jardín de laCancillería, hasta que encontraron elpedazo de cráneo que faltaba. Y,efectivamente, tenía un agujero de bala.

—Ese trozo de cráneo, ¿dónde teníael agujero exactamente? —preguntóTrevor-Roper.

—En la parte posterior, en laizquierda, por aquí. —Foote se señaló

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el lugar en su propia cabeza.—O sea, que se debió de disparar en

la boca —concluyó el historiador.Foote asintió mientras aprovechaba

para encender otro cigarrillo.—Entonces, la persona que conoció

usted en la prisión de Lubyankaparticipó en la búsqueda de Hitler querealizó el NKVD en 1946 —dijo elamericano—. ¿No tendría algunarelación su investigación sobre Hitlercon su encierro?

—Como le digo, él no tenía ni idea.Aquélla había sido su última misión y,como le digo, Fiodor no sabía por quélo habían llevado allí.

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—Ya veo… Una última pregunta.Aquel hombre que conoció enLubyanka… ¿sabe si interrogó a losguardaespaldas de Hitler?

Foote enarcó las cejas y se encogióde hombros.

* * *

Los dos investigadores dejaron aAlexander Foote y volvieron al HotelTorbräu. Oughton propuso ir al bar atomar una última copa. Trevor-Roperdecidió acompañarlo, aunque no parabeber.

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Eran cerca de las doce de la noche yel bar del hotel estaba a punto de cerrar.El camarero terminaba de lavar losvasos que habían quedado en elfregadero y, después de secarlos con untrapo azul, los dejaba alineados en unavitrina que había a su espalda. Cuandollegó Oughton, el empleado lo miró concierto desasosiego. Se acercaba elmomento de marcharse, y la llegada dedos borrachines a aquellas horas tanintempestivas no presagiaba nada bueno.

El americano pidió un bourbon. Elcamarero miró a Trevor-Roper, peroéste negó con la cabeza mientras sacabasu pipa del bolsillo. El empleado, algo

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más aliviado, sirvió el vaso de licor;sabía que cuando los clientes beben engrupo suelen ponerse más pesados.

—Inquietante lo que nos ha contadoFoote, ¿no cree? —empezó diciendoOughton mientras se acomodaba en unade las mesas próximas a la salida—. Yque conste que lo digo para su historiasobre Hitler. En realidad, para lainvestigación sobre la muerte de Müllerel tipo no nos ha aportado gran cosa.

Trevor-Roper encendió la pipa ydejó escapar tres bocanadas de humoseguidas para despertar la llama.

—Si le digo la verdad, no sé cómotomármelo. No entiendo esa historia de

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la investigación que llevaron a cabo lossoviéticos.

—¿Qué es lo que no entiende?—Pues verá —dijo el profesor—, si

en mayo de 1945 se habían convencidode que Hitler se había suicidado, noentiendo por qué un año después Stalinacepta la propuesta del NKVD de volvera cavar en el jardín. ¿Para buscar untrozo de cráneo que demostrase que sehabía disparado? Qué tontería. El NKVDseguro que tenía cosas mejores quehacer.

—No fue por eso, hombre. —Oughton agitó la mano—. Simplemente,volvieron allí a buscar el cadáver de

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Hitler porque en 1945 no lo habíanencontrado.

—Pero ¿cómo que no lo habíanencontrado? Se encontró junto al de EvaBraun y se identificó por los dientes.

El mayor Oughton chasqueó lalengua.

—¿Lo ve? Ése es su problema,Hugh. Usted vive recluido en suesquema mental. Sigue dando por hecholo que unas personas que en realidad novieron nada le contaron en 1945.

El comentario pareció molestar aTrevor-Roper, quien, no obstante,mantuvo su tono cordial al responder:

—Si se está refiriendo a la historia

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de Müller debo decirle que,efectivamente, no me la creo. Así quetiene razón, soy víctima de mi propioesquema mental.

—En ese caso no le va a quedar másremedio que dar por imposibles lostestimonios que pueda recoger y que noencajen con su historia. Como el deAlexander Foote, que a mí me pareceplausible. —El americano bebió unsorbo y se apresuró a precisar—: Ojo,no digo cierto. Digo «plausible».

—Dígame por qué lo ve plausible.El americano tomó otro trago de

bourbon y se pasó la lengua por loslabios, mientras sentía el repentino calor

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que se le deslizaba por la garganta.—Bien —dijo Oughton—.

Supongamos por un momento que lo quecontó Müller al MI6 es cierto y leamosla versión de Foote bajo ese prisma.Tenemos entonces a los tipos delservicio secreto ruso que llegan a laCancillería y empiezan a detener a gentey a desenterrar cuerpos. Todos lostestigos dicen lo mismo: «Hitler sesuicidó en el búnker. Lo incineraron yenterraron luego en el jardín junto a EvaBraun». Los soviéticos van al jardín ysacan cuatro cuerpos calcinados. ElNKVD analiza los cadáveres. Dos deellos son fácilmente reconocibles, el de

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Goebbels y su esposa. El tercero es elde una mujer, Eva Braun. Y el cuarto…,vaya, vaya, vaya, es otra mujer. ¿Quéhacen entonces los del NKVD? Pues vana Stalin y le dicen: «Camarada, aquípasa algo raro. Todos los alemanesdicen que Hitler debería estar enterradoen el jardín, y en el jardín no está».¿Qué hacer? Pues callarse lo del cuerpode la mujer y decir a la prensasimplemente que a Hitler no lo hanencontrado.

—Así que, según usted, Stalin nomentía cuando afirmaba que no tenían aHitler —concluyó Trevor-Roper.

El americano arqueó las cejas,

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aceptando la conclusión del historiador.—Creo, mayor, que mi cerebro se

resiste a admitir la idea de que Stalinpudiese decir la verdad.

El americano apuró la bebida y dejóel vaso sobre la mesa antes de continuar.

—Hugh, usted me dijo que eltestimonio de Müller, de ser cierto, leayudaba a cubrir algunas lagunas quetenía su historia. Pues bien, tambiénparece hacerlo en el caso de Foote. Élnos ha dicho que el dentista de Hitlerestaba en nuestra zona y los soviéticosnunca lo reclamaron para identificarningún cuerpo. Y eso que desenterraronvarios cadáveres calcinados en la

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Cancillería. ¿No se preguntó usted nuncapor qué no nos pidieron hablar con eldentista? A mí no me sorprende. Si setrataba de un cuerpo de mujer, laidentificación que hiciese el dentistaestaba de más, ¿no cree?

Trevor-Roper no respondió. En sulugar seguía absorto, dando lentaschupadas a la pipa.

—Me voy a la cama —dijo al fin elamericano levantándose de la silla—.Mañana por la mañana saldremos abuscar a Marie Fischer. Buenas noches.

—Buenas noches, mayor.El historiador vio salir del bar al

agente de la CIA y durante unos minutos

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quedó en silencio reflexionando sobre loque pudieron haber hecho los rusos conel cadáver de Hitler. Si realmente loencontraron.

Mientras tanto, el mayor Oughtonsubió a su habitación. Nada más entrarencontró en el suelo un sobre pequeñoque alguien había deslizado por debajode la puerta. Lo abrió y extrajo de suinterior una tarjeta de cartulina. En ella,alguien había escrito: «H. F. MARTESPOR LA TARDE. MI OFICINA». La firmaera: «CORONEL». El americano supoentonces que dos días después tendríalugar la cita con Heinz Felfe, el jefe decontraespionaje de la Organización

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Gehlen destapado por Müller como unagente soviético.

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Lunes, 17 de octubre de1955

Trevor-Roper durmió de un tirón y sedespertó pasadas las ocho de la mañana.Después de vestirse bajó a desayunar alcomedor del hotel. Seguramente, elmayor Oughton ya estaría preparadopara ir en busca de Marie Fischer, lamujer con la que Heinrich Müller habíaentrado en la República Federalsemanas antes de ser asesinado. Sinembargo, el historiador lo encontródetrás de unas tostadas con mantequillay un zumo de naranja mientras leía elperiódico junto a una ventana.

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—Buenos días, Hugh. Espero quehaya descansado.

—He dormido como un tronco.¿Alguna novedad?

—Sí. Mañana por la tarde veremos aHeinz Felfe en la sede de laOrganización Gehlen.

—Muy bien —dijo el historiadormientras empezaba a comer—. ¿Y hoy?¿Salimos a buscar a Marie Fischer?

—Sí, aunque tomaremos algunasprecauciones. Nuestro coche llamademasiado la atención, así quecogeremos un taxi en la calle e iremos ala Estación Central. Una vez allícambiaremos de taxi.

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—¿Cree que nos están siguiendo?—No. Pero por si acaso.Los dos hombres terminaron el

desayuno y pusieron en práctica su plan.A las diez y media, el taxi en queviajaban se detuvo a unas manzanas dela pastelería donde, según el antiguoespía austriaco Wilhelm Höttl, trabajabaMarie Fischer. Oughton y Trevor-Ropercaminaron hacia allí. Se trataba de unlocal pequeño, con un escaparate dondese hallaban expuestos distintos tipos depanes y pasteles típicos de la ciudad.Las paredes del interior estabancubiertas de azulejos blancos y, detrásde un mostrador, en el que destacaba una

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enorme báscula de precisión, había dosmujeres con un delantal color crema.Una era joven, de unos veintitantos años;la otra le doblaría la edad.

La primera debía de ser MarieFischer. Para comprobarlo, Oughtonentró en el establecimiento y compró untrozo de bizcocho. De cerca, elamericano pudo comprobar que la chicatenía un cuello largo y una piel blancacomo el papel. Era rubia y el pelo lollevaba recogido con una redecilla.Tenía las mejillas rosadas, y justodebajo de la comisura de los labios, unlunar del tamaño de un guisante idénticoal descrito por Wilhelm Höttl. Por si

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quedaba alguna duda, la mujer llevabaencima del tirante del delantal una chapaidentificativa con su nombre escrito conletras redondeadas: «MARIE».Satisfecho, el agente de la CIA salió areunirse con su compañero mientrasdaba buena cuenta del pastelillo.

—Es ella. En la puerta pone quecierran a la una y media. Esperemos.

—¿Qué haremos cuando salga? —preguntó Trevor-Roper.

—Si la seguimos los dos juntosllamaremos más la atención y es másfácil que nos descubra. Así que yo laseguiré a ella y usted irá detrás de mí.

—Entendido. ¿Y cuando llegue a

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casa?—No sabemos si irá a su casa,

aunque a esa hora será lo más probable.En todo caso, cuando ella entre en algúnedificio intentaré enterarme del piso alque va. Usted mientras tanto me esperaen el portal hasta que yo baje.

Eran las once y cuarto, así quefaltaba aún un buen rato para quecerrase la pastelería. Desde fuera, alotro lado de la calle, los dos hombrespodían ver la puerta del local, a la queOughton no le quitaba la vista. Trevor-Roper sacó su pipa y se puso a fumar.

Todavía no era la una de la tardecuando el americano dio la voz de

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alarma.—Ahí sale Marie Fischer —dijo

Oughton—. Voy detrás de ella.Sin el delantal y con el pelo suelto,

la chica parecía una clienta más queacababa de salir de la pastelería.Andaba muy erguida, balanceándoserítmicamente con pasos cortos. Llevabaen la mano izquierda una bolsa de telaverde con una pieza de pan y un bolsode piel marrón colgado del brazoderecho. Bajó hacia Karolinenplatz y sedetuvo en la parada de tranvía. Oughtonse caló el sombrero y se quedó apoyadoen la pared justo detrás de la parada.Trevor-Roper lo observaba a escasa

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distancia.Cuando llegó el tranvía, unos diez

minutos más tarde, había una cola deunas seis personas. El mayor Oughtonesperó a que Marie Fischer subiese yentonces se incorporó a la fila parasubir él también. Trevor-Roper hizo lopropio, accediendo el último al tren.Marie Fischer permaneció de pie cercade la puerta de salida. Como encualquier momento podía bajar, Oughtony Trevor-Roper no tuvieron másremedio que quedarse también de piemuy cerca de ella. El tranvía paró pocodespués en Karlplatz y allí la mujercambió de tren. Esta vez el tranvía se

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dirigió hacia el oeste, y Marie Fischerbajó en Theresienwiese, cerca delparque. Antes de que se cerrasen laspuertas, los dos investigadoresdescendieron del vagón y, separándose,siguieron a la chica a una distancia deunos diez metros. Marie caminó un parde manzanas y se detuvo frente a unportal. Ajena a toda sospecha, buscó lallave en el interior de su bolso. Mientrastanto, el agente de la CIA se pegó a lapared e hizo una seña a Trevor-Roperpara que estuviese listo. La mujer abrió,entró en el edificio y dejó la puerta demodo que se cerrase sola. Oughtoncorrió hacia ella y consiguió sujetarla

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antes de quedarse fuera. Cuando llegó sucompañero, el americano saliócorriendo tras la chica.

Trevor-Roper se quedó en el portalesperando la llegada de Oughton, quienno se demoró más que un par deminutos.

—Segundo derecha —dijo elamericano—. Parece que está sola.

Los dos hombres accedieron alinterior del inmueble. A la izquierdadejaron atrás la hilera de buzones.

—He mirado en los buzones —dijoOughton—, pero en ninguno de ellosfigura el nombre de Marie Fischer.

—Qué raro.

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El edificio no tenía ascensor, así quelos dos investigadores subieron por lasescaleras hasta el segundo piso y sedetuvieron frente a la puerta de ladependienta de la pastelería. Por elmarco se filtraba música y un aroma aguiso con cebolla, pimiento y ajo.Oughton llamó al timbre.

El sonido de la música cesó depronto. El agente de la CIA sacó delbolsillo interior de su chaqueta lacartera de piel negra donde llevaba laplaca de policía. Se oyeron los pasos dealguien que se acercaba a abrir lapuerta, y una voz algo temblorosa demujer se escuchó al otro lado.

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—¿Quién es?—¡Policía! —gritó Oughton.La puerta se abrió cautelosamente

hasta donde permitió la cadena que teníaechada por dentro y la chica se asomócon timidez. Oughton encendió la luz delrellano y le acercó la placa para quepudiese verla con claridad.

La puerta se cerró. Se escuchó elruido de la cadena al correrse ynuevamente se volvió a abrir, esta vezde par en par.

—¿Ocurre algo? —preguntó lamuchacha con un hilo de vozprácticamente inaudible.

—¿Es usted Marie Fischer?

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—Sí.—Venimos a hablar con usted.

¿Podemos pasar?La respuesta de la chica fue echarse

a un lado y permitir el paso de los doshombres que, tras quitarse lossombreros, entraron en un recibidoriluminado únicamente por la luz naturalque se filtraba a través del salón quehabía enfrente. La casa era muypequeña, aunque estaba limpia. Elrecibidor daba al salón y a un pasilloque llevaba a la habitación, la cocina yel aseo. En el suelo había apiladas trescajas de cartón. Los pocos muebles quetenía el piso aumentaban la sensación de

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espacio, de manera que el lugar parecíamayor de lo que era.

—¿Vive usted aquí? —preguntóOughton.

—Sí, me acabo de mudar. Esto estáun poco vacío. Pasen a la sala de estar.

—¿Está sola?—Sí —dijo ella—. Si me dan los

abrigos, los colgaré en la entrada.Trevor-Roper se quitó su chaquetón.

No pudo evitar dedicarle una sonrisapaternal a la chica cuando se lo entregó.Marie recogió también la gabardina deOughton y llevó ambas prendas juntocon los sombreros al recibidor, dondedejó todo en una percha. Cuando

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regresó, el agente de la CIA, aún en pie,volvió a hablar:

—Fraulein Fischer, tenemosrazones para creer que usted conoce aeste hombre.

Oughton enseñó a la chica lafotografía antigua de Heinrich Müller, laoficial tomada durante la SegundaGuerra Mundial. Marie cogió en sumano el retrato y lo miró. Trató deparecer confusa, negando nerviosamentecon la cabeza.

—No… no lo he visto nunca —dijodevolviendo la fotografía al agente de laCIA.

El americano la miró con el

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semblante más grave que fue capaz deadoptar.

—Quizá sea porque se trata de unafotografía antigua —dijo—. En esta otratiene el aspecto que más se acerca a laactualidad.

Oughton enseñó entonces a la chicala fotografía del cadáver de Müller conla herida de bala claramente distinguibleen mitad de la frente. Esta vez MarieFischer no trató de ocultar la impresiónque le produjo ver aquella imagen. Sellevó la mano a la boca y ahogó un levegrito. Permaneció unos segundos con losojos clavados en la fotografía, hasta queéstos se le iluminaron a causa de la

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humedad provocada por las lágrimas.—Siéntese —dijo Oughton—. Le

traeremos un vaso de agua.El americano hizo una señal y

Trevor-Roper salió al pasillo buscandola cocina. El mayor se acuclilló paraponerse a su altura.

—Sabemos que vino con él de laRepública Democrática hace pocassemanas. Necesitamos hablar con usted,es preciso que colabore.

—No puedo —gimoteó ella—. Medijo que me matarían.

—Él ya no puede protegerla. Hamuerto, ya lo ve. Nosotros sí podemoshacerlo.

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Marie Fischer vaciló unos instantes,sopesando internamente susposibilidades con la policía alemana.

—Dígame, ¿cómo se llama elhombre de la fotografía? —insistióOughton.

La mujer calló unos instantes.Suspiró profundamente y dijo:

—Heinrich Müller.—¿Sabe qué cargo ocupó durante la

guerra?—Sí. Era el jefe de la policía

secreta.—¿Quién era? ¿Su padre?—No. No tenía ninguna relación de

parentesco con él. Lo conocí cuando

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terminó la guerra, me ayudó a salir deBerlín y luego también durante estosúltimos años. Hace unas semanas mesacó de la República Democrática.Vinimos juntos a Múnich.

Oughton cogió una silla, la colocóenfrente de la mujer y se sentó en ella.

—Escuche, le diré la verdad.Nosotros no somos de la policíaalemana, sino del servicio secreto de losEstados Unidos.

Marie Fischer miró al americano,pero no pareció que las palabras de éstela hubiesen afectado particularmente.Trevor-Roper apareció en ese instanteen el salón con un vaso de agua y se lo

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dio a la mujer. El historiador ocupó unsillón situado unos metros por detrás delamericano.

—Estamos investigando quiénasesinó a Müller —continuó el agentede la CIA—, y es posible que los que lohicieron la estén buscando a ustedtambién.

—¿Quién ha sido? —preguntó ella—. ¿Los rusos?

—Seguramente. Escuche, nosotros laprotegeremos y la sacaremos de laRepública Federal si es preciso. Peronecesitamos que nos lo cuente todo.Desde el principio y sin omitir nada.

La chica bebió un largo sorbo de

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agua, sacó un pañuelo del bolsillo de sutraje y se secó los ojos.

—Es una historia muy larga.—No tenemos prisa. Empiece,

cuente todo tal y como lo recuerde.Marie Fischer estaba sentada con la

espalda muy recta apretandonerviosamente el pañuelo. Las puntas desus dedos adquirieron una tonalidadblanquecina causada por la fuertepresión que ejercían sobre la tela.Empezó a hablar con una voz algo ronca.

—Cuando empezó la guerra yo teníadoce años. Vivía en Potsdam, cerca deBerlín, con mi padre y mi hermano, queera ocho años mayor que yo. Mi madre

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murió cuando nací, durante el parto. Mipadre era médico y trabajaba en unhospital. Nada más empezar la guerra,mi hermano se alistó como voluntario.Estuvo en África, y murió allí, en Libia.Aquello casi mata de dolor a mi padre,pero nunca dejó de ejercer en suhospital atendiendo a civiles. Sinembargo, en febrero de 1945, unosmilitares vinieron a casa para decirleque tenía que trasladarse a Berlín paratrabajar en un hospital de campaña. Yoacababa de cumplir diecisiete años, asíque me tendría que quedar en Potsdam,en un centro de atención para jóvenes.Para que no nos separasen, mi padre

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dijo que yo era enfermera y que podríaacompañarle para trabajar en elhospital. Él me había enseñado algunascosas, como coser heridas, poner vendase inyecciones, y demás. Así que mepermitieron ir a Berlín con él. Nosenviaron a una clínica que habíanacondicionado en el distritogubernamental, pero a los pocos díasordenaron a mi padre trasladarse alfrente para atender a los soldadosheridos en primera línea. A mí medijeron que me quedase en el hospitalque acababan de habilitar en laCancillería y que dirigía el doctorSchenck. Mi padre se marchó y yo

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ingresé como enfermera en el hospitalde la Cancillería, un lugar horrible. Losmédicos no tenían material nimedicamentos suficientes, y los heridosllegaban con lesiones muy graves. Nousábamos morfina ni para lasamputaciones.

Marie bebió agua para aclararse lagarganta.

—El dos de abril, un soldadopaisano mío de Potsdam me dijo quehabía visto a mi padre un par desemanas antes. Había muerto en unbombardeo de la artillería soviética.Cuando me enteré de la muerte de mipadre me derrumbé completamente. Me

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veía sola en el mundo, en una ciudadcasi sitiada, sin ninguna posibilidad deescapar o sobrevivir después de laguerra. Nadie podía ayudarme, no sabíaa quién acudir o qué hacer. Supongo quetodo lo que pasó luego será difícil deentender, pero habría que ponerse en milugar. Sola, con diecisiete años, enmedio de Berlín, con la ciudad ocupadapor los rusos. ¿Qué podía depararme elfuturo? ¿Ser violada? ¿Morir dehambre? ¿Ser llevada a la URSS comoesclava? Ésas eran las cosas que se oíanen aquel entonces en la ciudad. ¿Quépodía hacer yo?

Marie Fischer formuló la pregunta

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como si esperase una respuesta deaquellos dos hombres, pero no la hubo.La mujer siguió hablando:

—A finales de abril, un herido medijo que su tío estaba dentro del búnkerdel Führer y que le gustaría pasarle unmensaje. El búnker estaba muy próximoal hospital de la Cancillería, y sólo seaccedía a él con autorización previa deldoctor Schenck. A mí me enviaba allí amenudo para buscar al doctor Haase,que era uno de los médicos del Führer.Quise ayudar a aquel soldado herido yllevar su mensaje al búnker, pero no vial doctor Schenck por ningún lado, asíque decidí prescindir de su autorización.

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Después de todo, sólo era llevar unmensaje. El tío de aquel herido era untal Heinrich Müller. Yo no tenía ni ideade quién era, así que fui al búnker ypregunté por él, sin saber si estaría o no.Tuve suerte, enseguida salió y le di elmensaje. No esperaba que me diese unarespuesta, sino que saliese él mismopara hablar con el chico. Pero para misorpresa me pidió que le transmitiese unrecado. Era algo así como que no podíasalir del búnker, pero que si su sobrinole quería decir algo en concreto que lohiciese a través de mí. Yo volví alhospital y le di el mensaje al soldado.Entonces, él me pidió que le dijese a su

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tío que su hermana, la hermana deMüller quiero decir, le esperaría en sucasa de la Hermann-Göring-Strasse.Nuevamente fui al búnker y le transmitíel mensaje a Heinrich Müller. Éste meagradeció mucho mi ayuda, me pidió quedijese al chico que había recibido elrecado y me regaló un bote de café y unabarrita de mantequilla. Esa noche di elmensaje de Müller al herido, perocuando volví al día siguiente al hospitalme di cuenta de que ese soldado ya noestaba allí.

—¿No recuerda qué día ocurrió todoesto? —preguntó Oughton.

—No estoy segura, el veinticuatro o

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quizá el veinticinco de abril. No lorecuerdo. Yo no volví a ver a HeinrichMüller hasta la noche del lunes treintade abril.

—El día que murió Hitler —dijoTrevor-Roper.

—Sí. Yo, naturalmente, no sabía queese día iba a suicidarse Hitler, pero eltreinta pasaron cosas muy extrañas en elhospital. Por ejemplo, el doctor Schenckno vino en todo el día, y tampoco eldoctor Haase. Había más guardias de lonormal por los alrededores, decían quelos habían sacado del búnker del Führery que las puertas estaban cerradas.Recuerdo que por la noche no hubo

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bombardeo ni fuego de artillería porquedecretaron un alto el fuego. Yo salí delhospital después de medianoche y medirigí al refugio. Iba sola, comosiempre. La calle estaba iluminada porla luna. Nada más salir del hospital oíuna voz que me llamaba. Estaba oscuro,tuve miedo, y mi primera reacción fueacelerar el paso. Pero volví a escucharla voz, que me suplicaba con un tonolastimero, casi agonizante. Provenía delinterior del portal de un edificiocompletamente derribado por lasbombas. Me acerqué pero no vi nada,allí no había ni un alma; y, sin embargo,estaba segura de que la voz salía de ese

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lugar. Entré, y en lo que había sido elvestíbulo vi tirado en el suelo a unhombre, apoyado en la pared. Él podíaverme desde allí, pero yo a él no. Alprincipio no lo reconocí, pero cuandomis ojos se acostumbraron a laoscuridad comprobé que era el talHeinrich Müller que había visto en elbúnker del Führer unos días antes y alque le había llevado el mensaje de susobrino. Estaba sentado en el suelo conun aspecto horrible, y tenía las manosapoyadas en la cadera, aquí, en el ladoderecho. —Marie Fischer se puso lasmanos entre la cadera y la ingle.

—¿Estaba herido?

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—Sí. Le pregunté qué le pasaba yme respondió que le había alcanzado unfrancotirador soviético y que estabaperdiendo mucha sangre. Pero lo másextraño fue lo que me dijo luego:«Estaba esperando que pasase ustedpara pedirle ayuda». Le dije que claroque le ayudaría, que se apoyase en mí yle llevaría al hospital, que no estabalejos. Se puso muy nervioso; me dijoque no, que de ninguna manera. Nopodía ir al hospital, tenía que curarleallí mismo y luego llevarle a su casa, enHermann-Göring-Strasse. Le eché unvistazo a la herida y comprobé que teníala bala alojada dentro. Le dije que había

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que sacarla y para ello hacía faltainstrumental que yo no tenía. Además,seguramente se le infectaría la herida,por lo que en la calle no tendría ningunaposibilidad de sobrevivir. Él insistió.No podía ir al hospital, tenía que llegara Hermann-Göring-Strasse esa mismanoche. Yo titubeé, no sabía qué hacer.Müller me dijo entonces que era el jefede la Gestapo, y que si sobrevivíapodría ayudarme a salir de Berlín, aempezar una nueva vida después de laguerra. Me preguntó cómo me llamaba ysi tenía padres o marido. Le dije que notenía a nadie. Él me asustó un poco, medijo que los rusos no tendrían piedad de

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la población cuando ocupasen Berlín.Habían muerto muchos soviéticos en laguerra y los soldados del Ejército Rojose vengarían con los civiles. Müllerinsistió, me juró por su honor que si élsobrevivía cuidaría de mí y me sacaríasana y salva de Berlín. Yo no sabía quéhacer. Tendría que volver al hospital ysacar instrumental y vendas. Robar delhospital era un delito gravísimo y estabapenado con la muerte, pero ¿qué erapeor? ¿Eso o quedar a merced de losrusos? Me di cuenta de que mientras yovacilaba aquel hombre estabadesangrándose delante de mí. Me decidí,le dije que volvería y fui de nuevo al

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hospital. Entré a hurtadillas, procurandoque nadie me viese. Eché un vistazo y nopude ver ni al doctor Schenck ni aldoctor Haase. El lugar estaba mástranquilo de lo normal gracias a latregua. Fui directa al armario delinstrumental, lo abrí y me puse en eldelantal unas pinzas, vendas,antiséptico, aguja, hilo y demás material.Me recogí el delantal y, sin dejar demirar al frente, caminé con decisión a lasalida. Atravesé el quirófano, loscamastros y la mesilla del soldado deguardia. Ya estaba en la puerta, con unpie en la calle, pero lo peor tenía queocurrir. Alguien me agarró del brazo.

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«¿Qué haces aquí? ¿No te habíasmarchado ya?». Era una de lasenfermeras, una mujer a la quellamábamos Kety, pero cuyo nombrenunca supe. Tendría unos cincuenta añosy era una de las experimentadas. Hacíael turno de noche, ya que en ocasionestrataba ella sola a los heridos sin ayudade ningún médico. Kety vio que eldelantal me abultaba con cosas en elinterior. Señalándolo con el dedo mepreguntó: «¿Qué llevas ahí?». Me habíapillado, empecé a sudar por todos losporos de mi piel y le dije lo primero quese me ocurrió: «Me he encontrado con eldoctor Schenck y me ha pedido que

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lleve estas cosas al búnker del Führer».Mientras lo decía pensaba que quizáestaba cavando mi propia tumba, queSchenck podría haber vuelto ya y estaren aquel momento durmiendo tirado encualquier rincón. Kety me puso cara raray me dijo: «Pero si en el búnker delFührer hay más material que aquí, ¿paraqué necesitan ellos estas cuatro cosas?».Ya fui incapaz de inventar nada;simplemente guardé silencio y meencogí de hombros. Yo no lo sabíaentonces, pero en el fondo estabadejando que fuese Kety la que corrieseel riesgo de creer mi historia. ¿Mequitaba las cosas y se arriesgaba a que

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fuese cierto lo que yo decía o me dejabamarchar? Al final debió pensar quetendría que ser verdad porque, despuésde todo, ¿qué iba a hacer yo llevándomematerial del hospital? Así que Kety mesoltó el brazo y pude salir de allí.Cuando corría hacia donde estabaMüller no podía dejar de pensar que misuerte estaba echada: cuando volviese eldoctor Schenck diría a Kety que él nome había pedido nada y que yo habíarobado el material del hospital. Ya nopodía volver nunca. Mi vida estaba enmanos de Heinrich Müller. Si él moría,ya sí que no tendría ningunaoportunidad. Llegué al edificio donde

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estaba el herido; le quité la guerrera y lacamisa. Pero era imposible: sin luz, enaquella postura y rodeada de escombrosno podía hacer nada. Le dije que lepondría un vendaje provisional y queintentaríamos llegar a la casa deHermann-Göring-Strasse. No estaba tanlejos y posiblemente hubiese allí unacama. Él estuvo de acuerdo. Le vendécomo pude utilizando más gasa de lonormal, le apoyé en mi hombro ysalimos hacia el piso.

—¿No se cruzaron con nadie? —preguntó Trevor-Roper.

—No. Llegamos a la casa. Recuerdoque estaba en buen estado, pero no había

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nadie. A Müller le costó bastantetrabajo subir las escaleras. La puertaestaba abierta. Era un apartamento deuna sola habitación, con un recibidordiminuto, una cocina y un baño. Porsupuesto, no había ni luz ni agua.Cuando entramos dejé a Heinrich Mülleren la cama y fui a la cocina a ver sihabía velas, una lámpara o algo con loque alumbrar. Vi una lamparita de aceitey la llevé a la habitación. Pregunté aMüller si tenía unas cerillas, me dijoque sí y pude encender la lámpara. Asíque con aquella luz le quité la ropa y elvendaje que yo misma le había puesto.Le limpié la herida y le extraje la bala.

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No creo que hiciese un buen trabajo,pero le limpié bien y apliqué un vendajecon las gasas que me quedaban. Cuandohube terminado tenía el delantal lleno desangre; me lo quité y lo dejé tirado en unrincón. Él se quedó dormido, y yo meacurruqué en una butaca, pensando.Aquel hombre había perdido muchasangre pero lo peor era el riesgo deinfección. Si le subía mucho la fiebre,yo ya no podría hacer nada. Al finalconseguí dormirme. Me desperté al díasiguiente, un poco antes de las once dela mañana. Él seguía durmiendo. Le miréla herida y no tenía mal aspecto, aunqueel peligro no había pasado. La fiebre

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persistía, pero no era preocupante. Fui ala cocina, que estaba iluminada por laluz del sol que entraba por la ventana.Me sorprendí al ver que en un cajón delarmario había latas de comida delejército y unas cantimploras con aguaque no había visto la noche anterior porfalta de luz. Müller no me había dichonada, así que supuse que aquélla no erasu casa. Alguien había dejado todopreparado para pasar allí un par de días.Saqué un cazo y preparé algo de comer.Pasadas las dos de la tarde se despertóMüller. Me preguntó por la herida, y ledije que no tenía mal aspecto, pero quele tendría que cambiar el vendaje y no

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me quedaban gasas. Si no le limpiababien la herida se podía infectar, yentonces la cosa se pondría muy difícil.Le dije también que en la cocina habíaalgo de comida, pero no mucha. Él nome dijo nada, lo cual me puso aún másnerviosa. Le pregunté qué planes teníapara escapar, pero él no respondió. Mepreguntó si seguía la lucha fuera, si sehabía retomado la batalla. Le dije quesí, que se oían disparos y bombas,aunque no muy cerca. Pareciótranquilizarse, como si aquello fuese loque él esperaba escuchar. Le repetí otravez que necesitaba cambiarle losvendajes y limpiarle la herida y no tenía

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más vendas. ¿Qué podíamos hacer?Müller me dijo que fuese al hospital apor más material. Le conté lo que mehabía sucedido la noche anterior, cómoKety me había visto salir de allí con elmaterial y la excusa que inventé sobre eldoctor Schenck. Él me preguntó si Ketytrabajaba veinticuatro horas al día. Lerespondí que, lógicamente, no. Ellaentraba por la noche, a esas horas de lamañana no estaría en el hospital, pero eldoctor Schenck sí que podría estar.Müller me dijo que fuese tranquila alhospital, que Schenck no estaría allí. Ledije: «¿Cómo puede estar tan seguro?¿Cómo lo sabe?». Y entonces él me miró

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y me contestó: «Porque Adolf Hitler sesuicidó ayer por la tarde, y los doctoresSchenck y Haase seguramente sigandentro del búnker». Me quedéparalizada, pero aquello duró poco. Lamuerte de Hitler no era lo másimportante para mí en aquellosmomentos. «¿Qué ocurriría si a pesar detodo Schenck había vuelto del búnker?»,le pregunté a Müller. Él cerró los ojos, yarticulando lentamente cada palabra merespondió: «En ese caso, si la detienen,diga que fui yo quien la obligó a robar.Traiga aquí a los soldados. Le doy mipalabra de que confirmaré su versión».Pensé rápido. No tenía más opción que

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mantener a aquel hombre con vida, asíque me convencí de que aquelcompromiso era suficiente. Le di algo decomer a Müller, me puse el delantal,cogí el instrumental que me habíallevado esa noche y que ya no me haríafalta y salí hacia el hospital. Cuandollegué entré confiadamente, suponiendoque Müller tenía razón y que yo no teníanada que temer. Pero nada más poner elpie en el interior vi al doctor Haaseatendiendo a un herido. Me llevé unsusto de muerte y me escondí detrás deuna columna, totalmente paralizada porel miedo. Si Haase estaba allí, con totalseguridad Schenck también estaría.

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¿Cuándo habría llegado? ¿Antes de quese marchase Kety? Si era así, yo estabaperdida. Noté que me costaba respirar,lo hacía pesada y dificultosamente. Lasmanos me sudaban y el corazón me latíatan fuerte que creía que me iba aestallar. Sin duda estaba sufriendo unataque de ansiedad. Me senté en el suelotratando de serenarme. Mirécautelosamente para ver si divisaba aldoctor Schenck, pero no lo vi. Fue enese momento cuando oí el ruido de unmotor proveniente del exterior. Era unode los camiones que recogía a losheridos de la primera línea y los traía alhospital. Cada vez que llegaba uno de

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esos camiones, se vivía un gran alborotode gente que corría aquí y allá buscandohueco para colocar a los nuevos heridos,sacando a los que podían andar,llevando a los más graves directamentedel camión al quirófano. Esta vez no fuedistinto. Varios soldados entrarongritando, llamando a los doctores paraque salieran a atender a los heridos.Todos se volvieron hacia la entradapara contemplar aquel trajín. Entoncesme levanté. Pensé que ése era elmomento. Rodeé el hospital pegada a lapared, ajena a todo el ajetreo, y lleguéhasta el armario de los utensilios. Loabrí, dejé el instrumental que me había

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llevado la noche anterior, cogí lasvendas y demás material que necesitaba,cerré el armario y me dirigí hacia lasalida, nuevamente pegada a la pared,procurando que nadie notase mipresencia. Para entonces ya habíanentrado a los heridos y los doctoresestaban totalmente absortos en su labor.Por fin llegué a la puerta. No… no sépor qué lo hice, pero antes de salir megiré para ver el interior del hospital,posiblemente por última vez. Y entoncesmis ojos se cruzaron con los de Schenck,que estaba unos metros más alláarrodillado atendiendo a un herido. Élme miraba fijamente, con una expresión

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neutra que bien podía ser de sorpresa,simpatía o indignación. Yo le sostuve lamirada. Con una mano me sujetaba eldelantal y la otra la tenía apoyada en lapuerta, preparada para impulsarme alexterior y perderme para siempre fuerade aquel horrendo lugar. Esperé sureacción; ¿qué haría? ¿Ordenaría a lossoldados que me detuvieran? ¿Mellamaría para pedirme ayuda? ¿Mepreguntaría qué llevaba en el delantal?Pero Schenck no hizo nada de eso, sólome miraba. Tuve la impresión de quesus ojos me acusaban de traición,parecían decirme: «¿Tú también,Bruto?». El reproche de su mirada cesó

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de repente y el doctor volvió a surealidad, a combatir la muerte, dejandode lado mi presencia allí como si éstano fuese importante. La imagen deSchenck tapando con sus manos laherida de aquel soldado quedó impresaen mis pupilas y la mantendré viva en mipensamiento hasta el último día de mivida. Recuerdo que entonces empecé allorar. Dejé atrás el hospital entresollozos y no conseguí calmarme hastaque llegué a Hermann-Göring-Strasse ysubí las escaleras que a mí, a diferenciade tantos otros más valientes que yo, meconducirían a la vida y la libertad. Lalibertad que había prometido

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proporcionarme Heinrich Müller.Marie Fischer se levantó de la silla

y abrió uno de los cajones del aparador.Sacó un frasco de pastillas de menta,cogió una y se la llevó a la boca. Alpasar frente a Oughton, éste percibió unaroma a musgo blanco que le agradó. Lamujer dejó los caramelos sobre la mesay se sentó en el sofá para proseguir suhistoria.

—Cuando llegué, Müller estabadormido. Le eché un vistazo a la herida.La lavé y le cambié el vendaje. Porsuerte no se había infectado. Tenía unpoco de fiebre, pero dadas lascircunstancias podríamos decir que no

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dejaba de ser normal. Me senté en labutaca y esperé a que se despertase.Todavía no sabía el tiempo quetendríamos que pasar juntos en aquelpiso, aunque esperaba que no fuesemucho. Las provisiones de la cocina y elmaterial médico que había traído nospermitirían quedarnos sin salir de allídurante un día más a lo sumo. A pesarde que Müller no me había contadonada, era evidente que él esperaba queen el exterior terminase de una vez lalucha, y ésta sólo podía acabar con lavictoria soviética. Así pues deduje queHeinrich Müller esperaba a los rusos,pero aquello me parecía una locura. Por

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la tarde se despertó y me preguntó por laherida. Le llevé algo de comer, pero medijo que no tenía hambre. Le obligué atomar un par de bocados. Se interesótambién por la batalla y le dije que notenía ni idea de cómo iría, pero queafuera se seguían oyendo tiros. Trató detranquilizarme, me dijo que prontoestaríamos a salvo. Que hiciese siemprelo que él me dijese y que todo saldríabien. Le pregunté si había hecho un tratocon los rusos, pero no me respondió.Insistí, quería saber cómo saldríamos deallí. Al final me lo confesó: «Nossacarán los soviéticos. Ellos vendrán apor nosotros cuando Berlín capitule».

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Sentí una mezcla de alivio y frustración.Vería el final de la guerra, pero mepreguntaba si desde el bandoequivocado. En todo caso, parecíacierto que Heinrich Müller mantendríasu palabra, con los soviéticos yconmigo. Poco después oímos unosgritos fuera. Me asomé a la ventana.Había oscurecido y apenas podía vernada. Eran unos alemanes que corríandiciendo: «Que vienen los rusos, quevienen». Vi a los hombres que huían yalgunos soldados que se retiraban. Porlas voces supe que eran muy jóvenes,casi unos niños. Se hizo el silencio, ypoco después se oyó el ruido de unos

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motores. Eran tanques, tanques rusos quereconocí por la estrella roja pintada enel blindaje. Detrás de ellos se movíancon cautela unas figuras humanas: lossoldados del Ejército Rojo. Tuve miedoy me alejé de la ventana. Fui a la camadonde estaba Müller y le dije en vozbaja: «Han llegado los soviéticos,estamos en zona rusa». A él le hizogracia mi comentario y me apretó lamano. Llegó la noche, pero no pasónada. Yo esperaba que de un momento aotro irrumpiesen en aquella casa variossoldados rusos, pero no ocurrió. Preparéla cena y comimos en silencio. Llegó lanoche, y, a diferencia de todas las

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noches anteriores durante varios meses,no hubo bombardeo aéreo. Estábamos enzona rusa. Me desperté a las nueve de lamañana y le cambié el vendaje. Él teníabastante buen aspecto, creo que mejorque yo. Abrí la ventana y escuché aalguien que hablaba en alemán. La vozprovenía de unos altavoces instalados enun camión que avanzaba lentamente porlas calles. Decía algo así como que, pororden del general Weidling, todos lossoldados alemanes debían deponer lasarmas y entregarse a las tropassoviéticas: Berlín se había rendido.Heinrich Müller se levantó de la cama y,cojeando, se acercó hasta donde yo

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estaba. Pudo oír por sí mismo lo quedecía aquella proclama. Cuando hubopasado el camión, él se volvió hacia míy me dijo: «Tengo hambre».

Marie Fischer hizo una pausa paratomar aire. Oughton aprovechó parapreguntar:

—¿Se fijó si Müller iba con algúnequipaje, algún bolso o algún bolsillocosido en el uniforme en el que pudiesetransportar un legajo o cualquier otracosa?

—No. No llevaba nada encima.—Bien. Continúe, por favor.—Comimos y esperamos. De vez en

cuando nos asomábamos a la ventana.

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Veíamos pasar grupos de soldadosalemanes con las manos sobre la cabezaguiados por soviéticos armados.Ninguno de nosotros dijo nada. Llegó lanoche y volví a curar la herida deMüller. Él se durmió y yo me senté en labutaca de siempre. Volví a pensar en loque la guerra me había arrebatado: mipadre, mi hermano, mi juventud, mi vidaentera en Potsdam. Ahora que todo habíaterminado parecía que nos habíamoshecho mayores, y cada uno de nosotrosdebía cuidar de sí mismo, buscar lamanera de sobrevivir por nuestrospropios medios. En el fondo trataba dejustificarme, de convencerme de que el

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camino que había seguido era el únicoque me habían dejado libre.Reconfortada, me dormí. Horas después,ya de día, me despertó un ruido. Era lapuerta, alguien llamaba insistentemente.Yo la había atrancado con una silla lanoche anterior y los de fuera no podíanentrar. Me levanté alarmada y desperté aMüller agitándole el hombro. Él seincorporó y me señaló con la cabeza quedebía ir a abrir. Salí de la habitación,quité la silla y abrí la puerta. Vi a dossoldados rusos apuntándome con susmetralletas. Por los uniformes no supedistinguir su graduación. Ellos sequedaron tan sorprendidos como yo de

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verme allí. Uno de los soldados abrió laboca, pero no supo qué decir. Yoentonces me eché a un lado, abrí de paren par y les indiqué con la mano quepasaran rápido. Uno de los rusos entró,el otro se quedó conmigo y me cacheó.Me preguntó en alemán: «¿Está sola?».Le dije que no. Fuimos juntos a lahabitación y vimos allí al otro rusohablando con Müller. Le preguntaba quéhacía yo en el piso, que aquello no eralo convenido. Él se subió la camisa y leenseñó la herida. Dijo que yo era unaenfermera, que le había salvado la viday que tendrían que sacarnos a los dos deallí. El ruso le levantó el vendaje para

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comprobar que la historia era cierta.«¿Puede usted andar?», preguntó aMüller. «Puedo intentarlo», dijo él. Elsoldado soviético se quitó la capota yme pidió que le ayudase a levantar aMüller. Le pusimos en pie y el ruso lepuso su capota por encima. El otrosoldado venía con un gorro de piel conuna estrella roja en el centro. Se quitó elgorro y se lo colocó a Müller. Éste seapoyó en mi hombro y en el hombro deuno de los rusos, y los cuatro bajamoslas escaleras. Müller emitía quejidosagudos de vez en cuando, peroconseguimos llegar a la calle. Fuerahabía un coche grande. Los rusos

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abrieron la puerta de atrás y nosmetieron a Müller y a mí. Dentro delvehículo, sentado enfrente de nosotros,había otro soviético. Era gordo, conbigote y una gorra de plato y parecía serel jefe de los otros dos. El gordo nohablaba alemán. Uno de los soldadosque venía con nosotros entró y se sentó asu lado. Hablaron en ruso un rato. Yo noentendí ni una palabra, pero era evidenteque hablaban de mí. Luego, el gordodijo algo y señaló con la cabeza aMüller. El otro ruso tradujo al alemán:«Es usted un huésped del NKVD».Müller asintió con la cabeza. Mesorprendió el término «huésped», y me

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pregunté qué era yo. El coche arrancó yse dirigió hacia la zona este de laciudad. Miré por la ventanilla y vi agrupos de soldados alemanesdesarmados sentados en el suelo yrodeados de rusos que reían y bebían. Alos civiles, mujeres y ancianos, losobligaban a amontonar los cadáveres enlas esquinas para que los recogieranluego en carros tirados por mulas.Barrios enteros habían quedadoreducidos a escombros y apenas podíareconocer dónde nos encontrábamos. Elaire estaba impregnado de polvo y arenaque todavía no se habían asentado. Todoera una pura ruina. El viaje duró unos

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cuarenta minutos. El coche se detuvo enun campamento soviético levantado enun bosque a las afueras de Berlín. Losrusos nos llevaron a una tienda decampaña de lona verde, de unos quincemetros de largo. Era una enfermería.Entramos, y entre dos hombres tumbarona Müller en un camastro situado algomás apartado que el resto de losheridos. Una enfermera soviética pusoun biombo para que nadie pudiese ver alrecién llegado. Vino un médico, retirómi vendaje y examinó la herida. Asintiócon la cabeza, dando a entender que noparecía grave. Entonces entró el gordode bigote que había venido con nosotros

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de Berlín y uno de los traductores. Nopude saber de qué hablaron con Müllerporque una enfermera me agarró delbrazo y me sacó de allí. Me resistí unpoco, pues no quería quedarme a solascon los rusos. Pero entonces uno de losque nos habían recogido en la Hermann-Göring-Strasse me dijo con un tono muyamable: «Vaya con ella, le dará decomer y podrá ducharse». Salí de laenfermería y, efectivamente, me llevarona otra tienda donde había variasmujeres. Me dieron una pastilla dejabón, una toalla y una bata deenfermera. Cuando terminé de asearmeme llevaron una bandeja con café, pan y

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mantequilla, y después de comer mepermitieron volver a la enfermería.Heinrich Müller me recibió de muy buenhumor. Tenía un aspecto excelente; lohabían lavado y afeitado. Me dijo quetodo iba según lo previsto y que nodebía preocuparme por nada. Él se iría ala Unión Soviética pero yo me quedaríaen Alemania, trabajando en un hospitalen zona rusa. Nadie me haría daño, peroyo jamás debía contar nada de loocurrido durante aquellos días. Seincorporó para darme la mano. Me diolas gracias por la ayuda y me aseguróque estaríamos en contacto, que nunca seolvidaría de mí. Cuando salí de la

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enfermería uno de los rusos que hablabaalemán me esperaba en un coche delEjército Rojo. Me dijo que nosdirigíamos a un hospital de campañadonde yo podría trabajar comoenfermera. Fuimos más hacia el este yme dejaron en un hospital lleno deheridos rusos. El personal sanitario erasoviético y en todo momento se portaronde modo muy correcto conmigo. Fue enaquel lugar donde me enteré de que laguerra había terminado. Los rusos locelebraron con una gran fiesta. Yo mequedé toda la noche llorando en micamastro. Alguna vez trajeron a algúnherido alemán, y gracias a eso pude

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tener algunas noticias. Trabajé en esaclínica durante varios meses hasta queun día me dijeron que el hospital se ibaa desmantelar y los heridos seríantrasladados a la URSS. A mí me dieronun salvoconducto y me dijeron quevolvía a Berlín, a otro hospitalgestionado por el Ejército Rojo.Recuerdo que lo primero que pensé fueen la posibilidad de reencontrarme conla enfermera Kety o con el doctorSchenck y que cualquiera de ellos meacusara de traidora y colaboracionistacon el enemigo. Con ese temor regresé aBerlín Oriental en la primavera de 1946,aunque el tiempo demostró que era

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totalmente infundado. Jamás he vuelto aver ni a Kety ni a Schenck. Cuandollegué al nuevo hospital me presenté a lajefa de enfermeras, una alemana muysimpática llamada Heidi. El primer día,Heidi me llevó a mi nueva casa, unapartamento para mí sola en el distritode Friedrichshain. Tenía el sueldo deuna enfermera normal, las mismasvacaciones y, en definitiva, el estatuscompleto de enfermera, a pesar de tenersólo dieciocho años. Mi vida continuóexactamente igual durante otro año más,hasta el verano de 1947.

—¿Tuvo algún contacto con elservicio secreto ruso en todo ese

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tiempo? —preguntó Oughton.—Absolutamente ninguno. Heidi me

dijo que si alguna vez tenía algúnproblema se lo dijese a ella paraayudarme a resolverlo. No supe nuncacómo interpretar aquello, pero no hizofalta descubrirlo porque mi vida durantetodos aquellos meses fue cómoda ytranquila. Eso sí, tiempo después Heidime advirtió de que no debía abandonarnunca la República Democrática.

—¿Qué pasó en el verano de 1947?—Pasó que volví a ver a Heinrich

Müller. Fue una tarde del mes de julioque yo tenía libre. Había salido con unaamiga a dar un paseo. Cuando empezó a

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oscurecer la acompañé a casa y luegome dirigí a mi apartamento. Llegué alportal y abrí el bolso para buscar lallave. Entonces oí una voz que me decíaa mis espaldas: «Fraulein Fischer, ¿nosaluda usted a los viejos amigos?». Mellevé un susto enorme. Me volví y vi aMüller sonriendo, vestido de civil. Ibamuy elegante y llevaba un maletín deejecutivo en la mano. Me alegró muchoverlo, como si fuese un familiar lejano aquien sólo se ve muy ocasionalmente.Müller me dijo que quería hablarconmigo en privado, así que lo invité asubir. Cuando llegamos al apartamentome preguntó si todo iba bien, si había

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tenido algún problema con los rusos. Ledije que no había ocurrido nadaanormal. Se interesó por mi situacióneconómica y le expliqué que tenía unsueldo de enfermera que me daba parapagar el alquiler, los gastos corrientes yalgún capricho. Müller me dijo que traíaun regalo para mí, abrió el maletín yvolcó el contenido encima de la mesa:era dinero, mucho dinero. Me quedé deuna pieza. Antes de que pudiese decirnada, Müller dijo que todos esosbilletes eran para mí, que no sabíacuándo podría volver a verme y que yodebía guardar ese dinero y administrarlobien. Tenía que esconderlo en el

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apartamento, en ningún caso llevarlo albanco. Tampoco debía gastar de golpemucho dinero demostrando que disponíade un elevado poder adquisitivo. Leagradecí mucho su ayuda y le preguntédónde vivía, si trabajaba. Me dijo queyo no debía saber nada de él y queborrase de mi mente todo lo ocurridoentre el treinta de abril y el dos de mayode 1945. Mi vida dependía de ello. Yoasentí, y entonces me dijo que tenía queirse. Cuando estaba en la puerta mesugirió que terminase mis estudios, quefuese a la universidad, pues ahora teníadinero de sobra para ello.

—¿Cuánto dinero le dio? ¿Lo

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recuerda?—No lo sé, muchísimo más de lo

que yo podía gastar. —Marie miró haciaarriba intentado calcular una cifra—. Lediré que no volví a ver a Müller hastamás de un año después, en lasNavidades de 1948, y por entoncestodavía me quedaba dinero. Seguí susconsejos en todo menos en lo de launiversidad. Continué con el trabajo enel hospital y tiempo después me apunté auna escuela de enfermeras que abrieronen Berlín Este. En diciembre de 1948volví a verlo, esta vez a la salida delhospital. Venía con otro maletín igual alde la primera vez. Me acompañó a casa

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y por el camino le fui contando cómo meiba la vida. Esta vez nos despedimos enel portal, me dio el maletín y me dijoque contenía moneda nueva.

—¿Moneda nueva? —preguntóTrevor-Roper.

—Marcos de la RepúblicaDemocrática —aclaró Oughton—.Entraron en circulación por aquellasfechas.

—Efectivamente —dijo Marie—.Cuando subí, abrí el maletín y comprobéque contenía una gran cantidad dedinero. Aquel año me cambié de piso ysubí algo mi nivel de gastos, aunquesiempre sin llamar la atención. Pude

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haber cambiado de hospital y ganar algomás de dinero, pero pensé que habiendodejado la casa antigua quizá Müllertuviese problemas para localizarme enel futuro. Además, no necesitaba ganarmás dinero, tenía de sobra. Así quecontinué con mi vida durante los añossiguientes. Heinrich Müller me visitabapor Navidades, era casi una tradición.Nos veíamos durante unos pocosminutos, y siempre era igual: mepreguntaba qué novedades había en mivida, si todo iba bien, y me daba unmaletín con dinero. Así fue hasta hace unpar de años, en 1953. Esa vez su visitafue muy extraña. Vino a principios de

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diciembre, antes de las Navidades, yfuimos a un café donde estuvimoshablando durante mucho más tiempo.Hicimos un repaso de todas misamistades, sobre todo las más recientes,y también me preguntó si tenía novio.Me dio un poco de vergüenza hablar deello, pero yo había conocido a un chicoy desde hacía unas semanas salía con él.Era periodista. Cuando se lo conté aMüller noté que se ponía nervioso. Mepidió que le diese su nombre; mepreguntó si era alemán, en qué periódicotrabajaba, si conocía a sus padres… Ledije que era un chico joven, de mi edad,un chico normal. Conforme yo iba

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hablando, Müller se intranquilizaba másaún. Cuando se marchó más tarde, ladespedida fue algo menos cordial, másfría. Pensé que quizá él quería tener algoconmigo, no sé, que quería declararse yse puso celoso por lo de mi novio. Perodeseché aquella idea de inmediato. Elproblema debía de ser otro, algo que yodesconocía. Unos días después, a finalesde diciembre, recibí una llamadatelefónica en el hospital. Era Müller. Medijo que había investigado a mi novio yque no había conseguido descubrir nadade su pasado, que no figuraba en ningunaescuela de periodismo, que su nombreno salía en los registros policiales.

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Consiguió ponerme nerviosa. Me dijoque tenía que dejar de verlo, cortar deraíz toda relación con él. Aquello meenfureció. ¿Quién era él para decirmequé decisiones tomar en mi vida?Bastante condicionada estaba ya con loocurrido durante la guerra. Le agradecítoda su ayuda y le dije que si tenía algúnsentimiento de deuda hacia mí, podíadarlo por saldado. No tenía que seguircomportándose como si fuese mi padre.Aquella reacción le trastornó. La líneaquedó en silencio durante unos instantesy llegué a pensar que había colgado elteléfono. Pero entonces volvió a hablar.Por primera vez en todos aquellos años

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parecía que iba a darme algunainformación que yo no debía conocer.Me dijo que las cosas habían cambiadomucho en los últimos meses, que Stalinhabía muerto, lo cual yo ya sabía por losperiódicos. Pero además añadió queunos días antes, el veintitrés dediciembre, había sido asesinado un talLavrenti Beria. Le pregunté quién era yme dijo que Beria había sido el directord e l NKVD, el servicio secreto ruso.Müller continuó hablando. Me dijo quecuando en marzo murió Stalin pensó quecon el cambio de Gobierno en la URSSnuestras vidas podrían correr peligro.Pero después de la muerte de Beria ya

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no era sólo una posibilidad, sino unacerteza. Desde hacía algunas semanas,Müller había escapado del control delNKVD, estaba huido y sospechaba que elperiodista que salía conmigo era unagente soviético encargado delocalizarlo a través de mí. Tuve miedo yle pregunté qué debía hacer. Me sugirióque inventase una excusa para dejar a minovio y siguiese con mi vidanormalmente, como si nada ocurriese. Élestaba intentando preparar nuestra huidaal Oeste, y cuando estuviese listo sepondría en contacto conmigodirectamente. Colgamos. Yo, una vezmás, hice caso a Heinrich Müller y dejé

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a mi novio. El día que quedé con elchico para decirle que prefería no seguircon nuestra relación no pareció llevarseuna gran desilusión. Se tomó la noticiacon una frialdad que me sorprendió.Aquello me hizo pensar que Müller teníarazón, que aquel hombre había fingidosu interés por mí y que en realidad yoestaba siendo vigilada por lossoviéticos. Recuerdo que 1954 pasómuy lentamente. Yo tomaba muchasprecauciones, procuraba no ir nuncasola por la calle, desconfiaba de todo elmundo. Pero seguía sin tener noticias deMüller. Conforme pasaban los meses miimaginación se desbordaba. ¿Lo habrían

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capturado los rusos? ¿Habría huido sinmí? Llegaron las Navidades y porprimera vez Heinrich Müller noapareció. En enero de este año, 1955,me convencí de que no vendría nunca.Entonces pensé que quizá pudiera pasaryo misma a Berlín Occidental. Despuésde todo tenía algo de dinero, podríasobornar a alguien o comprar un visado,o lo que fuese. Pero ¿cómo hacerlo? Nisiquiera sabía a quién preguntar. Pasó elverano y, por fin, a mediados deseptiembre, un miércoles, recibí unallamada telefónica de Heinrich Mülleren el hospital. Fue muy breve, me dijoque el KGB estaba siguiéndole la pista

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muy de cerca. Yo le pregunté qué eraeso del KGB. Me respondió que KGB erael nuevo nombre que tenía el serviciosecreto soviético, lo que antes era elNKVD. Me preguntó si yo trabajaba lossábados. Le respondí que no y entoncesme dijo que debía pedir en el hospitaluna semana de vacaciones, desde ellunes siguiente hasta el viernes. Élvendría a recogerme a casa el sábado alas siete y media de la mañana. En elhospital no notarían mi ausencia hasta ellunes de la semana después, lo cual nosdaría nueve días de ventaja, y paracuando eso sucediera ya estaríamos muylejos. Me dijo que hiciese sólo una

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maleta con ropa, que dejase las cosas encasa como si fuese a faltar sólo unosdías. Yo tenía aún algo de dinero enmetálico y le pregunté si podía llevaruna segunda bolsa con aquellos billetes.Me dijo que no, que los quemase en elhornillo. A donde íbamos ese dinero novalía para nada y tampoco lo podríacambiar.

—De modo que ustedes salieron dela República Democrática hace… justoun mes. Hoy es diecisiete de octubre —dijo Oughton.

Trevor-Roper asintió con la cabeza.—Eso es —confirmó Marie Fischer

—. El sábado diecisiete de septiembre,

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Heinrich Müller se presentó puntual alas siete de la mañana en un Mercedesmuy grande de color azul claro. Bajécon una bolsa de viaje con mi ropa, lametimos en el maletero y nosmarchamos.

—¿Iban ustedes dos solos? —preguntó el historiador.

—Sí. Yo suponía que el plan eraentrar en Berlín Occidental y desde allísalir en avión a otro punto de laRepública Federal, pero en lugar de esoMüller tomó la autopista del sur endirección a Dresde. Le pregunté queadónde íbamos y me dijo que a Austria.Poco después llegamos a la frontera con

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Checoslovaquia. Yo usé un pasaporte dela República Democrática que me dioMüller y él un papel que debía de ser unsalvoconducto o algo así. No tuvimosningún problema. Llegamos a Praga almediodía y paramos a repostar gasolinay comer algo. Volvimos a subir alMercedes a la una y nos dirigimos haciaLinz. Cuando llegamos a la frontera conAustria, Müller enseñó a los guardias unpasaporte de la Unión Soviética. Lospolicías nos pidieron que abriésemos elmaletero. Lo hicimos, revolvieron mibolsa de viaje y la maleta de él y nosdejaron pasar. Llegamos a Linz pasadaslas cinco de la tarde y paramos para

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poner gasolina. Yo estaba agotada. Élme animó diciéndome que faltaba poco,que nos dirigíamos a un pueblo austriacollamado Bad Aussee que se encontraba aunos ciento cincuenta kilómetros dedonde estábamos. En dos horasestaríamos allí y podríamos descansar.Le dije que hasta ahora todo habíaresultado bastante sencillo, habíamosatravesado dos fronteras sin ningúnimpedimento. Müller dijo que lo difícilsería pasar a la República Federal, yque eso lo haríamos al día siguiente.Cuando llegamos a Bad Aussee seríanmás de las siete de la tarde, y fuimosderechos a una escuela. A esas horas del

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sábado la puerta de acceso estabacerrada, pero Müller llamó al timbre ysalieron dos hombres. Abrieron la vallay metimos el coche dentro del recinto.

—¿Recuerda el nombre de alguno deaquellos dos hombres de la escuela? —preguntó Oughton.

—No, se cuidaron de llamarse porsu nombre delante de mí. Uno era alto,moreno y entrado en carnes. Tendríaunos cuarenta años. El otro era másjoven, de unos veinte, bastanteencanijado. Müller abrió el maletero,sacó las maletas y arrancó un trozo delcompartimento del coche. Allí ocultashabía varias bolsas de plástico. Müller

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las sacó todas y entregó una al tipo demás edad. El jovencito se subióentonces en el Mercedes y se lo llevó.El otro abrió la bolsa que le había dadoMüller. Lo hizo a escondidas pero aunasí pude ver que dentro había un montónde billetes extranjeros, quizá fuesendólares.

Oughton esbozó una media sonrisa.Wilhelm Höttl, el antiguo nazi austriacoque los había puesto en la pista deMarie Fischer, había omitido en suhistoria la parte del dinero.

—Müller y yo recogimos nuestrasmaletas y entramos con aquel hombre enun edificio contiguo a la escuela

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propiamente dicha —continuó Marie—.Parecía la residencia personal de losdueños. Subimos al piso superior y a míme dejaron en un dormitorio con baño,donde pude asearme. Al cabo de un ratome trajeron una bandeja con la cena yme metí en la cama. Dormí como untronco hasta el día siguiente. Medesperté como a las ocho de la mañana.Era domingo y hacía un día espléndido,lleno de sol. En la puerta habían dejadootra bandeja con café, leche, zumo ytostadas. Desayuné, me vestí y bajé conmi bolsa de viaje. Cuando entré en elsalón casi me da un infarto. Había dosagentes de la policía austriaca, de pie,

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curioseando entre los muebles de lahabitación. Me quedé petrificada, sinpoder articular palabra. Uno de ellos mevio y me saludó muy amablemente.Entonces entró Müller acompañado delhombre del día anterior, quien supuseque era el dueño de todo aquello. Mepreguntaron si estaba lista para irnos,respondí que sí y salimos al exterior,donde había aparcado un coche patrullade la policía. Al ser domingo no habíanadie en la escuela. Los dos agentesmetieron en el maletero las bolsas de laropa y las del dinero y me invitaron asubir en el asiento de atrás. Müller sedespidió del dueño de la escuela y se

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sentó a mi lado en el coche. Los dosagentes subieron delante y emprendimosla marcha. Müller me preguntó si mehabía asustado al ver a la policía. Asentícon la cabeza. Él me tranquilizó, esosagentes eran antiguos camaradas suyos ynos llevarían a la frontera. Fuimos haciael oeste, en dirección a Salzburgo. Alcabo de pocos minutos llegamos a unpueblecito muy pequeño llamadoGrödig, situado muy cerca de la fronteracon la República Federal de Alemania.Allí tomamos una vía secundaria yentramos en una granja. Nos detuvimos ysalimos del coche patrulla. Se abrieronentonces las puertas de un granero y

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apareció una grúa con un cocheremolcado, un Mercedes deportivo, máspequeño que el que nosotros habíamosutilizado para viajar desde Berlín el díaantes. Detrás salieron dos hombresarmados con rifles, que se pusieron ahablar con Müller. Uno de los policíasse volvió hacia mí y me pidió que leentregase mi pasaporte de la RepúblicaDemocrática. Le di el documento. Él segiró para marcharse, pero yo le llamé:«Oiga, ¿no me da otro para pasar lafrontera?». Me respondió sonriendo:«No lo va a necesitar». Cuando huboterminado de hablar con los granjeros,Müller sacó los equipajes del coche de

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policía y los metió en el maletero delMercedes remolcado por la grúa.Entregó una bolsa de dinero a losgranjeros y otra a los policías. Acontinuación me pidió que me metieseen la cabina de la grúa. Entré. A miizquierda, al volante, iba un mecánicocon mono azul. A mi derecha se sentóMüller. Arrancamos. Me giré y vi quedetrás venía el coche patrulla y detrásde éste otro vehículo, seguramente conlos dos granjeros. Al cabo de pocosminutos divisé la frontera. No había niun solo coche esperando para pasar a laRepública Federal, supongo que por lahora y por ser domingo. Antes de llegar,

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como a unos trescientos metros, el cochede policía y el de los granjeros nosadelantaron. Cuando llegamos al puestode policía, las barreras estabanlevantadas, ni siquiera tuvimos queparar. Los dos coches que nos precedíanse quedaron en el lado austriaco y, alpasar por delante, sus ocupantes nossaludaron tocando el claxon. Eranaproximadamente las diez y media de lamañana cuando Heinrich Müller y yoconseguimos entrar sin pasaporte en laRepública Federal de Alemania.

Trevor-Roper se levantó del sillóndesde el que estaba siguiendo toda lahistoria y fue hasta el lugar donde Marie

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había colgado su abrigo. Extrajo delbolsillo su pipa y volvió al salónmientras la encendía.

—Después de lo que nos contaronayer, no pensaba que fuese tan fácil paraMüller pasar a la República Federal —comentó el historiador mientras volvía aocupar la butaca.

—Y no lo es, si trata de hacerlodesde la República Democrática odesde Checoslovaquia —dijo Oughton—. Pero desde Austria es más sencillo.Sobre todo si se cuenta con la ayuda deantiguos miembros de la Gestapo queocupan puestos en la policía de ambospaíses.

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—Y sin embargo le dijo a FrauleinFischer que lo más complejo sería pasarde Austria a la República Federal.

—Müller dijo eso porque no sabíasi iba a funcionar la ayuda que le habíanprometido sus antiguos camaradas —razonó el americano—. Es decir, lodifícil no era atravesar la frontera, sinosaber si no le iban a traicionar. Müllerpudo organizar por sus medios el viaje aAustria gracias al pasaporte de la URSS,que vaya usted a saber cómo consiguió,y mientras dependiese de él mismo sesentía seguro. Pero depender de tercerosera harina de otro costal. —Oughton sedirigió a la mujer—. ¿Qué hicieron

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cuando pasaron la frontera?—Muy sencillo. El mecánico

desenganchó el Mercedes de la grúa ysubimos a él. Funcionaba perfectamente.Müller se puso al volante y me dijo queíbamos a Múnich. Le pregunté quéharíamos allí y me contestó que nossepararíamos. Yo empezaría a trabajarinmediatamente en una pasteleríaubicada cerca de la Gliptoteca. Me diola dirección y me aseguró que allí nadieme haría preguntas, ni me pediríapapeles ni nada. Me pagarían en negro.Como estaba sin un céntimo, nada másempezar me adelantarían algo de dinero,no mucho. Él se marcharía, y cuando

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pudiese contactaría conmigo.—¿Tenían alojamiento preparado en

Múnich? ¿Esta casa?—Sí, había alojamiento por lo

menos para mí. Pero no era este piso,sino otro situado a pocos minutos de lapastelería donde iba a trabajar. Cuandollegamos a la ciudad nos dirigimos a unapartamento situado muy cerca de laTechnische Universität. Müller aparcó,sacó del maletero mi bolsa de viaje yme acompañó al inmueble. En el portalnos esperaba un hombre de unos sesentaaños, barrigudo, calvo y con barba. Sepresentó como Herr Olson. Müller medijo que era mi casero. Dentro del

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inmueble vimos al portero, HerrRossler, un cincuentón muy simpático.Era domingo y libraba, pero de todasformas nos esperaba para que meconociese ese mismo día. Subimos alpiso y me dio la llave de casa. Müllerme aclaró que no tendría que pagarle elalquiler, él se encargaría de eso. Elcasero Herr Olson se marchó y mequedé unos minutos a solas con Müller.Me dijo que tanto en la pastelería comoen ese piso estaría segura, las personasque nos ayudaban eran de fiar, viejoscamaradas. Le pregunté qué haría él, sise quedaría en la ciudad. Me dijo queno. Tenía que moverse para conseguir

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algo de dinero alemán y dos pasaportesde la República Federal, uno para él yotro para mí.

—¿No le dio dólares de los quellevaba en las bolsas? —le interrumpióOughton.

—No, no lo hizo.—¿Y tampoco le dio algún número

de teléfono o dirección dóndecontactarlo?

—No, tampoco. Siempre era élquien venía a verme o me llamaba.Nunca he sabido dónde estaba o cómolocalizarlo.

—Ya veo. ¿Y le dijo si teníaintención de abandonar la República

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Federal en breve?—No. Es decir, no me dijo nada de

eso. Deduje por todo lo que hablamosque nuestro destino final era Múnich.

Oughton había sacado su libreta denotas y consultaba un calendario quellevaba en las páginas finales.

—Bien —dijo—. Quedamosentonces en que llegaron a Múnich… latarde del domingo dieciocho deseptiembre. Hace un mes. Usted se pusoa trabajar inmediatamente en lapastelería de la Gliptoteca y quedó enverse con Müller para que le diesedinero y un pasaporte. ¿Cuándo ocurrióeso?

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—Nunca. Volví a verlo el sábadoocho de octubre, pero no me dio nada.Aquélla fue la última vez que lo vi convida.

—¿El sábado ocho de octubre? ¿Nolo vio el martes once? —preguntóextrañado el agente de la CIA haciendoreferencia al día que murió el jefe de laGestapo.

—No. Fue el sábado por la mañana.—¿Qué ocurrió?—Esa mañana me llamó por teléfono

a la pastelería. Me pidió que simulaseestar enferma y saliese del trabajo.Debía ir inmediatamente a casa. Él meesperaba allí, en la portería. Cuando

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llegué, Müller estaba con Herr Rossler,el portero. Subimos él y yo a miapartamento. Me dijo que no habíaconseguido aún ni el dinero ni elpasaporte, pero que debíamos salir de laRepública Federal cuanto antes. Yo mequedé petrificada. Le pregunté si el KGBnos había localizado en Múnich. Élrespondió que en el periódico veníaalgo que lo comprometía mucho. Quisesaber qué era, pero Müller cortó laconversación. Me dijo que no mepreocupara, que tenía un as en la mangapara conseguir salir del país. Ciertainformación que podía intercambiar.Acto seguido empezó a dar órdenes,

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como solía hacer. Me exigió que dejaseaquella casa y me buscase otra. Yoargumenté que sin papeles no podríafirmar ningún contrato, pero él zanjó lacuestión diciendo que me buscase unahabitación para compartir. Además,debía dejar el trabajo en la pastelería demanera inmediata. Poco después semarchó. Cuando se despidió me dijo quetendría noticias de él en unos días.Como le he dicho, ya nunca volví averlo.

Oughton miraba fijamente a la mujer.Cuando ella terminó su historia, elamericano se mostró impasible,retrepado en la silla con las piernas

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cruzadas y las manos metidas en losbolsillos, como solía hacer.

—¿Ha proporcionado su nuevadirección a alguien de su trabajo? —preguntó.

—No.—Cuéntenos qué pasó después del

ocho de octubre.—El domingo no hice nada. El lunes

empecé a buscar piso por las tardes.Encontré éste el jueves. Conocí al dueñoel mismo día. Él también es de Berlín, yle caí bien. Aceptó alquilármelo y al díasiguiente, es decir, este viernes, empecéla mudanza.

—¿Qué hizo el martes once?

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—El martes es mi día libre. Ese díacompré el periódico por la mañana yestuve recorriendo la ciudad buscandopiso.

—¿Sabía Heinrich Müller que elmartes no trabajaba?

—No…, creo que no.Oughton calló, digiriendo la

respuesta de la mujer. Trevor-Roperaprovechó la pausa para intervenir:

—Hay algo que no entiendo —dijo—. Usted hizo caso a Müller y buscóotra casa. Sin embargo, no dejó supuesto de trabajo y siguió yendo a lapastelería. ¿Por qué?

Marie Fischer contestó

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inmediatamente, sin pensar la respuesta.—Lo cierto es que la casa de Herr

Olson no me terminaba de gustar. Estabadispuesta a cambiar aunque aquéllafuese gratis. Encontré este piso y memudé inmediatamente. En cuanto altrabajo, tenía pensado dejarlo en unosdías, cuando cobrase. No lo dejé enaquel momento porque necesitaba eldinero.

—¿Necesitaba el dinero?—Sí. Recuerde que yo llegué a

Múnich sin un céntimo, sólo con algo deropa, y cuando Müller vino el sábado nome trajo ni el pasaporte ni el dinero.

—Pero usted cobró un adelanto en la

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pastelería, y no tenía que pagar elalquiler —insistió el historiador.

—Ya. —Marie Fischer parecióruborizarse—. Pero gasté casi todo eldinero que tenía.

—¿En qué?Marie se levantó y abrió un armario

del aparador del salón. Dentro había untocadiscos Telefunken último modelocon radio incorporada. A continuaciónabrió otro armario situado justo debajoque estaba lleno de discos. La chicadejó abiertas las puertas de los mueblesy se volvió a los dos investigadores.

—Tenía uno parecido en mi casa deBerlín Este. Tuve que dejarlo allí con

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mi colección de discos cuando huimosel mes pasado. La música es el únicoentretenimiento que me he permitidodurante todos estos años. Lo echaba demenos.

Oughton dejó pasar el comentario deMarie Fischer y retomó elinterrogatorio:

—Entonces el martes usted no fue atrabajar, estuvo fuera todo el díabuscando piso… ¿Ha recibido algunacarta?

—¿Por correo? —Marie Fischer seextrañó ante esa pregunta—. No, claroque no. Nadie sabe que vivo aquí.

—Claro. Pero Müller sabía que

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vivía en la otra casa.—En la otra casa tampoco he

recibido nada. La última vez que estuveallí fue anteayer, cuando terminé lamudanza. Ni me molesté en mirar elbuzón porque no esperaba ningunacorrespondencia.

Oughton se levantó de la butaca y seintrodujo los faldones de la camisa pordebajo del pantalón.

—Creo que Heinrich Müller intentóponerse en contacto con usted el día quefue asesinado, el martes pasado. Por lovisto, no lo consiguió, y quizá leescribiese una carta ese mismo día.

—En ese caso seguirá en el buzón.

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Podemos ir a mirar; aún tengo las llaves.El casero Herr Olson me dijo que élmismo iría a por ellas o enviaría aalguien, pero aún no lo ha hecho.

—Lo comprobaremos —dijo elamericano—. Iremos en taxi, aunquetomaremos algunas precauciones. Hugh,¿le importa hacer el trabajo?

Trevor-Roper vació la pipa y selevantó.

—En absoluto, mayor. Estoy a susórdenes.

—Bien. Haga lo siguiente: salga a lacalle y vaya hacia el parque. Coja untaxi y pídale que le lleve al HotelBayerischer Hof. Cuando llegue

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asegúrese de que el taxi desaparece desu vista. Entre en el hotel, pida enrecepción otro taxi y venga hacia aquí.Usted, Fraulein Fischer, dele las llavesde esta casa. —Marie se levantó y le dioel manojo de llaves a Trevor-Roper—.Hugh, pida al taxi que espere y use esasllaves para entrar. Bajaremos con usted.

—Perfecto.Trevor-Roper salió del apartamento.

Oughton y Marie Fischer se quedaron asolas en el salón, sentados frente afrente. Por un momento el americano sequedó en silencio, con los ojos fijos enla chica y una expresión dedesconfianza. Ella jugueteaba con el

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pañuelo, mirando distraídamente a sualrededor sabiéndose observada. Elagente de la CIA quiso romper aquelambiente de incomodidad que serespiraba en la habitación y se levantópara curiosear entre la colección dediscos de la muchacha. Se acercó alarmario y fue pasando las fundas de losvinilos una a una, inventariandomentalmente la relación de artistas.Entre ellos estaban Roy Hamilton,Buddy Holly, Nat King Cole, The Crew-Cuts, The Platters y, sobre todo,Frank Sinatra.

—Veo que le gusta la músicaamericana.

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—Sí. En Berlín solía sintonizar laemisora occidental RIAS y a menudoponían música estadounidense.

—Ahora está sonando en losEstados Unidos un chico nuevo. Por lovisto, gusta mucho a las mujeres.

—¿Cómo se llama?—Umm… Elvis Presley. Creo que

es de Memphis.Marie Fischer se acercó al

americano y buscó entre sus discos.—A mí quien me gusta de verdad es

Frank Sinatra. No creo que ese talPresley llegue a tener nunca su éxito.

—No sea dura con Elvis. El chicoestá empezando.

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Marie encendió el tocadiscos yseleccionó un disco. Posó la aguja consuavidad sobre el vinilo y segundosdespués la música se deslizó por toda lahabitación.

—Ésta es una de mis cancionesfavoritas, ¿la conoce? —preguntó lachica.

—Claro. Twilight Time , de JimmyDorsey. Es muy conocida.

—Lástima que no la haya cantadoSinatra —dijo ella—. Esta canción merecuerda a esos lugares quefrecuentamos de pequeños. Calles yrincones que, luego, cuando losvisitamos muchos años después, nos

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parecen otros, ajenos. Como si alguiense hubiese llevado algo que ya no estáallí. Aunque nada haya cambiado. Y enrealidad lo que echamos de menos esnuestra vida anterior, las horas quecompartimos con otras personas, en otrotiempo.

Marie Fischer sonriómelancólicamente.

—No sé por qué, quizá sea tonta —continuó—, pero cuando en Berlín poníaun disco no podía evitar pensar dóndeestaría entonces Frank Sinatra, en esemismo momento, mientras yo escuchabaaquellas canciones.

Oughton sonrió.

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—Le hace gracia, ¿verdad? —Mariese sonrojó—. Ir a los Estados Unidosfue siempre mi sueño. En Berlín leíanovelas románticas ambientadas en LosÁngeles o San Francisco y meimaginaba en un coche descapotablerecorriendo la costa de California. —Lachica calló unos segundos, mientras lamúsica envolvía su alrededor—.¿Dónde estará ahora Frank?

El americano se encogió dehombros.

—En Los Ángeles, probablemente.O tal vez en Las Vegas.

—Los Ángeles… ¿Ha estado ustedallí?

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—Un par de veces.—¿Cómo es?—Un sitio muy grande. No sé qué

decirle…, no me parece que sea unaciudad donde usted se fuese a sentircómoda.

—Qué va. ¿Por qué dice eso?Oughton ignoró el comentario de la

mujer.—Oiga, ¿no estaba cocinando algo

cuando llegamos? —preguntó elamericano apuntando con el pulgar haciala puerta del salón.

—Sí. Quité la sartén del fuegocuando salí a abrir. ¿Tiene hambre?

—Mucha. ¿Le importa si comemos

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algo mientras viene mi amigo?Marie Fischer dejó la música puesta

y, pasando por delante de Oughton, sedirigió a la cocina. El americano volvióa sentir el aroma a musgo blanco y lasiguió. Al atravesar el pasillo echó unamirada furtiva a las cajas de cartónamontonadas en el recibidor.

—¿Cómo es que no ha desecho aúnsu equipaje? —preguntó señalándolascon el dedo.

—Este fin de semana me hededicado a descansar. Me ha dadopereza.

La cocina era amplia. Frente a losfogones había una mesita de madera

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pintada de blanco con dos sillas.Oughton se sentó en una de ellasmientras la chica sacaba del frigoríficouna bandeja con distintos tipos dequesos. Cortó varias rebanadas de panque había traído de la pastelería dondetrabajaba y sirvió dos vasos de vinoblanco. Llevó todo a la mesa dondeestaba el agente de la CIA y se sentófrente a él.

—En cierto modo creo quenecesitaba contar todo lo que he vividodurante estos años —dijo—. Nunca hedejado de sentirme culpable por elmodo en que conseguí salir de Berlín.Muchas noches, antes de dormir,

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recuerdo al doctor Schenck, a todosaquellos soldados alemanes sentados enel suelo rodeados de rusos y a lasmujeres amontonando los cuerpos en lasaceras. Me digo entonces que no soy laculpable de las circunstancias que mehan traído aquí. A pesar de haberlohecho con la ayuda de Heinrich Müller.Ahora, diez años después, uno puededecir que elegí el camino fácil, que noestuve al lado de los míos en las horasde más dificultad. Pero estaba sola.¿Quién me hubiese ayudado? ¿Habríatenido alguna posibilidad? Otros muchoscayeron en poder de los rusos y nuncamás se supo de ellos. Mire por ejemplo

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al doctor Schenck. ¿Dónde está?Oughton comía en silencio mientras

la chica hablaba. Ella esperó unaréplica, un comentario. Pero elamericano calló.

—¿No me dice nada? ¿Cree ustedque obré mal?

Oughton agitó la mano en el aire.—¿Por qué necesita justificarse? En

las guerras pasan esas cosas. Cuando unhombre se encuentra desesperadoreacciona según su instinto desupervivencia.

—Yo tuve miedo —dijo MarieFischer poniendo la mano sobre supecho y enfatizando cada una de las

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palabras.—El miedo es un sentimiento muy

humano.—Pero otros saben hacerle frente.

Yo lo he visto con mis propios ojos. Mipadre y mi hermano murieron porAlemania. ¿Tenía yo derecho a escaparde ese modo?

—Está bien, le diré lo que pienso.—Oughton se limpió la boca con laservilleta y la dejó sobre la mesa—. Laguerra no es cosa de mujeres. Alemaniala hundió a usted en la mierda, le quitó asu familia y la posibilidad de llevar unavida normal. Y usted, para recuperar suvida, mandó al carajo a Alemania. Están

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empatados. Están en paz. No piense másen ello. Nadie le va a reprochar nada.

Marie Fischer, que se encontrabasentada muy erguida, se dejó caer sobreel respaldo de la silla y cruzó losbrazos. Suspiró pesadamente perdiendola vista en algún lugar del suelo de lacocina, incapaz de reconfortarse con laescasa empatía del americano. Oughtonse sirvió otro vaso de vino, al parecerajeno a los pensamientos de la mujer.

—¿Nunca habló con HeinrichMüller de su trabajo en la Gestapo? —preguntó.

Ella negó con cabeza.—¿Y no sabe cómo conseguía esas

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cantidades de dinero?—No.Hubo una pausa. El americano supo

que por ese lado no iba a obtener nada.La lealtad de la mujer hacia el hombreque la había ayudado durante diez añosestaba por encima de cualquiersentimiento de justicia que mereciese lafigura del director de la Gestapo. Peroentonces, sin mirarlo a los ojos, ellaempezó a hablar.

—Cuando esperábamos a los rusosen el ático de Berlín me dijo que él eraun policía, y que había servido al Reichen aquello que el Reich le habíaordenado. —Marie Fischer miró a

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Oughton. El americano reparó entoncesen el color de sus ojos, verdes—. Estoyconvencida de que Müller hizo cosashorribles durante la guerra. Pero elúnico testimonio directo que puedodarle es que conmigo cumplió siempresu palabra.

—No se engañe. Si Heinrich Müllerla ayudó durante ese tiempo fue porquetenía interés en hacerlo.

—¿Por qué dice eso? —La voz de lamujer se endureció—. ¿Qué sabe usted?

—Lo sé porque yo trabajo en lomismo que él.

El tono de Oughton alarmó a lamujer, que entonces comprendió que

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apenas conocía a ese hombre que decíaser agente del servicio secretoestadounidense.

—Si los soviéticos lo han asesinadoes posible que me busquen a mí también—dijo en tono suplicante—. Usted medijo antes…

—No se preocupe —la interrumpióel americano—. Sé lo que le heprometido. Y si un rufián como HeinrichMüller pudo mantener la promesa que lehizo, le aseguro que yo no le fallaré.

—Yo le he contado toda la verdad.Usted me cree, ¿verdad?

Oughton no tuvo ocasión deresponder a esa pregunta. El sonido de

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las llaves que abrían la puerta anuncióla llegada de Hugh Trevor-Roper. Elhistoriador entró en el salón, pero no vioa nadie.

—¡Mayor! —llamó desde el pasillo.—Estamos aquí, en la cocina.El americano se levantó y fue al

encuentro de su compañero. La chicasiguió a ambos.

—Tengo el taxi esperando abajo.—Bien. Fraulein Fischer, póngase

el abrigo, por favor, y no olvide cogerlas llaves del piso de Olson. Salimosinmediatamente. Y ni una palabra en eltaxi.

Los tres bajaron las escaleras y

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subieron al coche. Marie dio al chófer ladirección de su antigua casa, situadaentre Königsplatz y la Estación Central.Minutos después, el taxi se detuvo frentea un edificio de tres plantas con unamplio portal de mármol. En la puertahabía un hombre de unos cincuenta añoscon pelo gris y cejas muy negrasbarriendo el portal. Oughton pagó lacarrera. Todavía dentro del coche, elamericano preguntó a la chica al oído:

—¿Es ése el portero?—Sí. Se llama Herr Rossler.—Bien, dígale que ha venido a

recoger algo que olvidó.Salieron del taxi. El portero los miró

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con curiosidad apoyado en la escobamientras se acercaban.

—Fraulein Fischer —dijo—, penséque no volvería a verla.

—Buenas tardes, Herr Rossler. Hevenido con dos amigos a recoger unoscubiertos que olvidé en el piso.

—¿Necesita que le abra?—No, aún tengo las llaves.Mientras la mujer y el portero

mantenían esta conversación, Oughton sedeslizó hacia el lugar donde estaba lahilera de buzones. Trevor-Roper sesituó entre el americano y el portero, demodo que aquél quedase fuera de suvista.

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—Bien, en ese caso la veo luego —dijo Rossler volviendo a su tarea.

Marie y los dos investigadoressubieron al piso que había ocupado lamuchacha. Ella abrió la puerta yentraron. Cuando hubo cerrado, hablóOughton:

—El buzón está vacío.—Ya se lo dije. En las semanas que

estuve aquí nunca recibí ninguna carta.—Sin embargo, su nombre está en el

buzón. Hoy es lunes, si se echó al correoel martes pasado ya debería haberllegado.

—En ese caso no se envió nada —concluyó ella.

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—A menos que alguien se hayallevado la carta.

Oughton metió las manos en losbolsillos, resoplando como un búfaloherido. Reparó entonces en elapartamento. Sin duda era más pequeñoque la vivienda actual de Marie Fischer.Estaba limpio y recogido. En elrecibidor había un pequeño aparadorque contenía únicamente un juego de téde porcelana y una bandeja de latón.

—¿Alguien más tiene llave de estepiso y de su buzón? —preguntó elamericano.

—El propietario, Herr Olson,supongo.

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—Y el portero —añadió Trevor-Roper—. Antes ha preguntado aFraulein Fischer si necesitaba que leabriese la puerta.

—En ese caso no tendremos másremedio que hablar con él. —Elamericano se dirigió a la chica—.Pregúntele si sabe algo de una carta queestaba usted esperando. Veremos cómoreacciona. Pero antes vaya a la cocina ycoja unos cubiertos para que el porteroHerr Rossler vea que verdaderamenteha venido a por ellos.

Marie entró en la cocina. Los dosinvestigadores escucharon el sonido delos cajones al abrirse. Trevor-Roper

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susurró al oído del agente de la CIA:—¿Cree que el portero también

estaría conchabado con el casero Olsony los otros miembros de la Gestapoamigos de Heinrich Müller?

Oughton enarcó las cejas.—Si es así ya podemos despedirnos

de la carta de Müller —contestó.Marie Fischer apareció nuevamente

en el recibidor con una bolsa. Dentro sepodía oír el tintineo de unos cubiertosde metal. Oughton abrió la puerta y lostres se dirigieron al lugar donde pocoantes barría el portero Herr Rossler. Sinembargo, el hombre ya no estaba allí. Ensu lugar se encontraba una mujer entrada

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en carnes con el pelo envuelto en unpañuelo de color negro.

—Frau Rossler —dijo Marie—.Busco a su marido, lo hemos visto haceun momento. ¿Se ha marchado?

—Ha salido a la fuente a por másagua. ¿Le puedo ayudar yo en algo?

Oughton se colocó detrás de Trevor-Roper y murmuró a su oído:

—Desde el taxi he visto una cabinatelefónica a unos treinta metros, según sesale de aquí a la izquierda. Vaya a ver siRossler está allí.

Trevor-Roper asintió y salió deledificio. Mientras tanto, FrauleinFischer hablaba con la portera.

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—Bueno, había venido a recogerunos cubiertos. —La chica le mostró labolsa—. Me preguntaba también sihabía llegado una carta que estoyesperando. Con el lío de la mudanza nome gustaría que se extraviara.

—¿Ha mirado en el buzón?—Sí, pero no está.—Estaré pendiente. Mañana mismo

preguntaré al cartero si sabe algo.—Se lo agradezco mucho, Frau

Rossler.Marie miró de soslayo a Oughton

inquiriendo si aquello había sidosuficiente. Por toda respuesta elamericano echó a andar hacia la calle.

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—Hasta la vista —dijo Marie a laportera.

La mujer sonrió a la antiguainquilina. De repente, recordó algo:

—Fraulein Fischer. Anteayer vinoun mozalbete preguntando por usted. Medijo que venía a por una llave.

—Ah, sí. Supongo que será el chicoque envía mi casero Herr Olson pararecoger la llave del piso. Si vuelvedígale que en un par de días estaré listapara devolverla.

—Muy bien, así lo haré.Marie Fischer saludó con la mano a

Frau Rossler y aceleró el paso paraponerse a la altura de Oughton. Éste

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caminaba visiblemente contrariado.Unos metros más allá vio llegar andandoa Trevor-Roper, que venía al encuentrode ambos. Cuando llegó junto a ellos, elhistoriador miró al americano y negócon la cabeza.

—Fraulein Fischer —dijo entoncesOughton—, deme la llave de eseapartamento.

—Herr Olson ha enviado a unmensajero para…

—Lo sé, lo he oído. Cuandoterminemos le devolveré la llave paraque pueda dársela.

Marie abrió el bolso y aregañadientes puso el manojo de llaves

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en la mano del agente de la CIA.—¿Qué vamos a hacer ahora? —

preguntó la mujer.—La vamos a acompañar a su casa.—¿Cómo? ¿Me van a dejar sola?

¿No dijo que corría peligro?—No tema, no corre ningún peligro.

Será suficiente con que haga caso aHeinrich Müller y no vuelva nunca mása trabajar a la pastelería.

Marie miró al americano de hito enhito. Oughton paró un taxi y dio al chóferla dirección de la casa de la chica. Ellase sentó en el asiento de atrás, entre losdos investigadores. Miró a Trevor-Roper intentando obtener su apoyo, pero

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el historiador se mantuvo al margen yfijó su atención en la sucesión deedificios y coches que desfilaban por suventanilla. Cuando llegaron alapartamento, la mujer se dirigió aOughton agarrándolo de la manga:

—¿Por qué me deja aquí a mercedde los rusos? —preguntó—. Me dijo queme ayudaría.

—Y lo voy a hacer, pero no puedosacarla de aquí, y en esta ciudadtampoco dispongo de medios paramantenerla oculta. Además, en este pisoestá a salvo. Usted misma nos dijo quenadie sabe que vive aquí.

—Pero ustedes han dado conmigo.

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—Lo hicimos siguiéndola desde lapastelería. No vaya nunca más allí ynadie podrá localizarla.

La chica no respondió. Oughtoncogió con suavidad la mano de la chicay ésta soltó su gabardina.

—Escuche —dijo el agente de laCIA—, si sale de casa hágalo sólo dedía. Cuando anochezca esté siempreaquí dentro. ¿Hay portero en esteedificio?

—No.—Perfecto, un problema menos. De

todas formas, cuando salga a la calle nodiga nunca a nadie adónde va ni quétiene que hacer. ¿Me ha entendido?

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Marie Fischer asintió nerviosamentecon la cabeza.

—Bien —continuó el americano—.Usted no va a volver a la pastelería, nitiene ningún amigo que sepa que vive eneste piso. Por lo tanto, usted no espera anadie. Así que no abra nunca la puerta—Oughton recalcó estas últimaspalabras—. Si venimos nosotrosllamaremos con los nudillos, nunca conel timbre. Si alguna vez llamamos con eltimbre no nos abra. Significa que hayproblemas, quizá estemos acompañadospor gente indeseable. ¿Está todo claro?

—Sí.—Perfecto. ¿Tiene una fotografía

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para pasaporte?—Sí. Müller me pidió que me

hiciese una, pero no se la llegó a llevar.—Tráigala.La mujer sacó del aparador un sobre

y entregó una fotografía que extrajo delinterior.

—Si confirmo que me ha dicho laverdad le daré un pasaporte y podrá irdonde quiera —dijo el agente americano—. Ahora debemos irnos. Posiblementela solución de este misterio esté enaquella información que Müller queríaintercambiar para salir del país. Quizáquiso hablarle sobre ello el martespasado. El mismo día que lo asesinaron.

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—¿No recuerda nada más acerca dela última conversación que tuvo con él?—preguntó Trevor-Roper—. Quizámencionase algo sobre ello o sobreaquello que vio en el periódico. Algúnsuceso reciente…

—No, no. Seguro que no es nada deeso —dijo Marie entornando los ojos—.Creo que me dijo algo así como quehabía algo que ocurrió en 1945 y que élsabía. Y que tal cosa nos podría ayudara escapar. Recuerdo que mencionó eseaño.

Oughton y Trevor-Roper se miraronextrañados.

—¿En 1945? —preguntó Oughton—.

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¿Está segura? ¿No mencionó nada delMI6, de la CIA, de Felfe o de un talGehlen?

—No. Sólo dijo que algo queocurrió en 1945 nos sacaría del país.

* * *

Oughton caminaba tan rápido queTrevor-Roper tenía dificultades paraseguir su ritmo. El agente americanoparecía haber recuperado las energías.Llevaba las manos en los bolsillos ymascaba furiosamente una goma demascar. El historiador inglés se extrañó

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por la actitud huraña de Oughton,totalmente desconocida hasta elmomento. Intentó tirar de la lengua alagente de la CIA:

—Si es cierto que la informaciónque Müller esperaba utilizar proveníadel año 1945 quizá deberíamos analizarcon calma la declaración que hizo alMI6 sobre la muerte de Hitler —dijo.

—Aún no sabemos si Müller dijoeso a Fraulein Fischer.

Trevor-Roper ladeó la cabeza conresignación. El historiador sospechabaque la impresión que Marie Fischerhabía causado en el agente de la CIA eramuy distinta a la suya.

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—¿Por qué no cree a esa mujer? —preguntó.

—Porque me pagan para ello.—Si le interesa mi opinión, para

Marie Fischer nosotros somos su únicaoportunidad, y nos ha contado toda laverdad.

—¿Toda la verdad? ¿Usted cree?—Bueno, su versión encaja

completamente con el testimonio delantiguo espía inglés Alexander Foote, ytambién con el de Wilhelm Höttl, elaustriaco que ayudó a Müller a entrar enla República Federal. Usted siempreestá buscando que las versiones encajen.

Oughton rio para sí.

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—Amigo mío, los suaves rasgos denuestra amiga parecen haberle abstraídoel juicio.

—¿Por qué dice eso? —preguntóTrevor-Roper.

—Porque si bien es cierto que lahistoria general que nos ha contadoFraulein Fischer parece ser coherentecon lo que sabemos, hay un puntocontradictorio en ella y que usted parecepasar por alto.

—¿Cuál?—Fíjese: si el último día que se vio

con Heinrich Müller éste le ordenó quedejase el trabajo y el piso de HerrOlson, y además no le facilitó ningún

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modo de contactar con él, ¿me puededecir cómo pensaba entonces dar conella?

El historiador se quedó algoaturdido. No había caído en eso.

—Debimos habérselo preguntado —dijo—. Quizá Müller no reparó en esacuestión. Recuerde que aquel día estababastante estresado. Quería huir rápido,llamó a Wilhelm Höttl pero no obtuvo suayuda y luego salió de Múnich para ir aver a Horst Kopkow y proponer el tratoal MI6.

—¿Cómo ha dicho? ¿Que no reparóen esa cuestión? Hugh, vuelve a olvidarque ese tipo era el director de la

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Gestapo —dijo el americano con untono de impaciencia—. Escuche, mecreo muy poco de lo que nos ha contadoFraulein Fischer, pero sí hay algo quecoincide con el testimonio de Höttl yque tiene sentido: Müller estaba muypreocupado cuando decidió entregarseal MI6. ¿Qué fue lo que le empujó ahacerlo?

Hasta ese momento, Trevor-Roperhabía supuesto que Heinrich Müller vioen peligro su vida porque el KGB sehabía acercado mucho a él, y por eso seentregó a los ingleses. Estaba tanconvencido de ello que consideróinnecesario aclarar aquel punto con

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Oughton. Pero ahora parecía que elagente de la CIA tenía una teoría distinta.Aquello lo desconcertó. ¿Sabría algo elamericano que no le había contado?

—¿De qué hablaron Marie Fischer yusted mientras yo había salido a buscarel taxi? —preguntó el historiador.

—Bueno, digamos que FrauleinFischer me hizo partícipe de un conflictomoral interno que tiene desde hacetiempo. Me recordó en cierto modo a lahistoria de Fausto, aunque contada alrevés. Marie Fischer salvó la vida aldiablo, y el diablo le pagó el precioconvenido. Pero, por lo visto, ahora ellapiensa que el precio pactado fue

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excesivamente alto.Los dos hombres se detuvieron en un

semáforo. Justo en ese momento, al otrolado de la calle, un taxi dejaba a unpasajero. El agente de la CIA se apresuróa cruzar la calzada para ocuparlo antesde que se marchase. Trevor-Roper losiguió.

—¿Adónde vamos, mayor?—Vamos a ver si descubrimos qué

vio Müller en el periódico que lepudiese alarmar tanto.

Los dos hombres entraron en el taxiy el americano se dirigió al chófer.

—A la sede del SüddeutscheZeitung.

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—¿El periódico? —preguntó eltaxista.

—Exacto.El conductor dio un acelerón que

hizo rechinar los neumáticos en lacalzada. Se encaminó al este, haciaOstfriedhof, y posteriormente giró a laizquierda en dirección a Berg am Laim.Durante el trayecto, Oughton consultó elcalendario de su libreta de notas.

—Veamos —dijo en inglés a sucompañero—. Fraulein Fischer nos hadicho que vio por última vez a nuestrohombre el sábado ocho de octubre, esdecir, el mismo día que telefoneó a Höttly salió a buscar a Horst Kopkow para

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negociar su entrega con el MI6. Lo queMüller viese en el periódico lo habíaalarmado bastante, o sea que debió deser en la edición de ese mismo día o enla del viernes siete. Empezaremos conesos dos ejemplares e iremos haciaatrás.

—¿Tiene idea de lo que buscamos,mayor?

—No. Pero seguro que cuando loveamos lo sabremos.

El taxi se detuvo minutos después enun edificio con grandes cristaleras. Elconductor lo señaló con el dedo,indicando que era el punto de destino desus pasajeros. Oughton abonó el precio

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de la carrera añadiendo una generosapropina. Los dos investigadoresaccedieron a la recepción, donde unamuchacha morena atendía a las visitassentada detrás de un mostrador. Lamujer tendría unos treinta años y, conunas uñas largas y pintadas de rosa,pasaba con desgana las páginas de unarevista.

—Buenos días, caballeros. ¿Quédesean?

—Buenos días —saludó Oughton—.Querríamos consultar un par de númerosde su periódico.

La mujer empezó a recitarmecánicamente:

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—El acceso a los números antiguosestá disponible en la hemerotecamunicipal. Nosotros aquí no…

—Perdone, señorita —lainterrumpió el americano—. En realidadqueremos echar un vistazo a la edicióndel pasado sábado ocho de octubre. ¿Notienen un ejemplar a mano?

La chica miró a su interlocutor congesto de quien no entiende por qué aalgunos les resulta tan difícil seguir lasnormas. Sin embargo, aquel día no teníaganas de discutir.

—En esa vitrina de allí, junto alascensor, tienen las ediciones de losúltimos quince días —dijo señalando

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una estantería de vidrio situada a suizquierda.

—Muchas gracias. No leestorbaremos mucho.

—Seguro que no —murmuró lamujer volviendo a pasar las páginas desu revista.

Los dos hombres se encaminaron allugar indicado por la recepcionista.Oughton revolvió entre el montón deperiódicos buscando el ejemplar dehacía diez días.

—Tenga, Hugh, usted revise el delviernes. Yo echaré un vistazo al delsábado.

Oughton tomó el ejemplar del día

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ocho y empezó a pasar las hojasescrutando detenidamente cada una delas noticias. En las páginasinternacionales, el periódicomencionaba la mejoría del presidenteEisenhower de su reciente episodiocardíaco y la celebración de laasamblea anual del partido conservadorbritánico en Bournemouth. En laspáginas nacionales, un comentarista sehacía eco de un artículo del diariosoviético Pravda, en el que se advertíaque la reunificación alemana no se iba aaprobar en la próxima conferencia deministros de asuntos exteriores de lascuatro grandes potencias en Ginebra.

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Bonn había recibido esta noticia con unsilencio oficial.

Oughton pasó la página. Lo que leyóen ella lo sobresaltó.

—Mire esto, Hugh.Trevor-Roper abandonó su diario y

centró su atención en el periódico deOughton, leyendo por encima de suhombro. El titular traía la siguientenoticia: «Ayer se inició la devolución aAlemania de los prisioneros de guerraretenidos en la Unión Soviética». Eltexto estaba firmado por un corresponsaldel periódico en Herleshausen, ciudad ala que habían llegado los alemanesexcarcelados. La noticia decía que el

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día anterior los primeros veinticuatrogenerales habían sido puestos enlibertad por las autoridades soviéticas,tal y como prometieron al cancillerKonrad Adenauer durante su visita aMoscú de septiembre. Oughton leyó lalista de los generales liberados, peroninguno de ellos le resultó familiar. Lanoticia terminaba con el anuncio de queen los próximos días continuaría elgoteo de llegadas de presos procedentesde la URSS y una filtración de una fuentesoviética: la relación de los nombres delos generales que serían los próximos enser liberados.

Oughton revisó la lista y esta vez sí

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fue capaz de reconocer uno de losnombres. Lo señaló con el dedo paraque Trevor-Roper pudiese verlo. Setrataba del jefe de guardaespaldas delFührer. El hombre que según HeinrichMüller había asesinado a Adolf Hitleren el Tiergarten: Johann Rattenhuber.

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SEGUNDA PARTE

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«HeinrichMüllernostraicionó atodos»

CoronelOTTO

SKORZENY

Citado enThe

search forGestapoMüller,

de CharlesWhiting

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Martes, 18 de octubre de1955

Por la mañana, Oughton y Trevor-Roperpermanecieron en la habitación delamericano haciendo llamadastelefónicas. El agente de la CIA habíaintentado la noche anterior ponerse encontacto con su colega Harry Rositzke,pero no lo había conseguido. Se habíaido a la cama enfadado y no habíapodido pegar ojo hasta bien entrada lamadrugada. Ahora, en compañía del

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profesor de Oxford, volvía a intentarlo.—¿Qué piensa pedirle a Rositzke?

—preguntó Trevor-Roper mientras elmayor marcaba el número en el teléfonode su habitación.

—Le pediré que nos localice a ArturAxmann, el jefe de las juventudeshitlerianas, y a Heinz Linge, el criado deHitler. Creo que ha llegado el momentode ver a ambos.

—¿Y por qué no pedimos a JohnSinclair que el MI6 haga ese trabajo?

El americano hizo una pausa antesde contestar.

—Porque prefiero que él sigabuscando al testigo de la muerte de

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Hitler en el Tiergarten. El tipo aquél queentrevistó usted en 1945, el tal GüntherEllmer —dijo, al fin, mientras sonabanlos tonos de la llamada.

Oughton consiguió finalmente tener asu colega al otro lado de la línea.Rositzke le aseguró que, una vezdispusiese de los datos solicitados,volvería a contactar con él en el hotel.

Cuando colgó el auricular, elamericano recogió su chaqueta delarmario y la cepilló. Parecía que sepreparaba para salir a la calle. Elhistoriador aprovechó para volver ahablar:

—¿Y cómo conseguiremos hablar

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con el jefe de guardaespaldas JohannRattenhuber cuando lo liberen los rusos?

—Eso es más complicado —respondió Oughton mientras se ponía lagabardina—. Ahí tendremos queinvolucrar a las autoridades alemanas.Ayer por la noche me puse en contactocon el servicio de contraespionaje de laCIA y les pedí que tramitasen porconducto oficial una solicitud parainterrogar a Rattenhuber nada más pisarla República Federal. Si tenemos suerte,seremos los primeros en hablar con él.

—Pero todavía no ha sido liberado,¿no?

—No. Y tampoco sabemos cuándo

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lo será. Quizá el periódico seequivoque. En cualquier caso, nosotrostenemos que seguir trabajando mientrastanto.

—¿Y adónde vamos ahora?—Vamos a comprobar el testimonio

d e Fraulein Fischer. Quizá podamoshacernos una idea de lo queverdaderamente estuvo haciendo Mülleren las horas previas a su asesinato.

Oughton se puso su gabardina gris ybajó a la calle con Trevor-Roper.Después de varios días de lluvia, aquelmartes había dado una tregua a losmuniqueses. El cielo tenía un coloranaranjado y el aire helado proveniente

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del norte parecía haber remitido. Elagente de la CIA recogió el Citroën DS ycondujo hasta la Estación Central, encuyo aparcamiento estacionó elvehículo. A aquellas horas de la mañanala estación era un enjambre de personasque entraban y salían para dirigirse a sutrabajo. El ambiente de las estacionessiempre le había parecido a Trevor-Roper impersonal y ajeno. Ríos depersonas que se dirigían resueltas hacialugares imprecisos sin preocuparse deaquellos que pasaban por su lado. Y,paradójicamente, cuanta más gentehabía, más fácil era conseguir elanonimato, actuar sin dejar testigos

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directos. Una estación es el lugar idóneopara encontrarse con otras personas,dejar y recoger mensajes, hablar sin seroído.

Cuando bajó del coche, el americanose quedó mirando fijamente la fachadade la estación.

—Si bajamos por esa calle de laderecha tardaremos menos de cincominutos en llegar a la pastelería dondetrabaja Fraulein Fischer —dijo.

—¿Sugiere que el día de su muerteMüller fue a ver a la chica después dedespistar a los agentes de Gehlen? Noentiendo por qué, recuerde que tres díasantes Müller había pedido a Fraulein

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Fischer que dejase el trabajo. Quizápensase que ella ya no estaría allí.

—O quizá no… Tenga paciencia,veamos qué sale de aquí.

Los dos hombres dejaron a suizquierda la estación y subieron porLuisenstrasse hacia la Gliptoteca.Cuando llegaron a la pastelería dondehabía trabajado Fraulein Fischer,vieron a través del escaparate a la mujerde la vez anterior despachando en elmostrador. Esta vez estaba sola.Oughton sacó del interior del bolsillo desu americana la cartera de piel negracon la placa de policía.

—¿Piensa usar eso? —dijo Trevor-

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Roper—. Es posible que este negociosea un hervidero de nazis.

—Entonces con más razón. Supongoque no querrán montar un escándalo.Usted guarde silencio, se nota a la leguaque no es alemán.

Entraron en el local y cuando ladependienta hubo terminado dedespachar al último cliente quedaron asolas con ella. Oughton se fijó en que enla chapa de su delantal estaba escrito elnombre «Ilse». La mujer tendría unoscuarenta y cinco años, era morena yllevaba el pelo suelto a la altura de loshombros. Tenía los labios finos como elpapel y al abrirlos asomaba entre ellos

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una dentadura perfecta.—Buenos días, señora. Somos de la

policía. —Oughton mostró la placa.La sombra de inquietud que suele

aparecer en las personas a las que lavisita de la policía pilla por sorpresa seproyectó en los ojos de Ilse.

—¿Puedo ayudarles?—Sí. Buscamos a una mujer llamada

Marie Fischer. Unos treinta años, rubia,tiene un lunar bajo el labio.

La mujer asintió con la cabeza.—Trabaja aquí, pero hoy es martes.

Su día libre.—¿Hoy libra?—Sí. Los martes y los miércoles son

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los días más tranquilos, así que elmartes descansa ella y el miércoles yo.

—Lástima. ¿Sabe dónde puedolocalizarla?

La mujer arrugó la nariz.—Sé donde vivía, pero creo que se

ha mudado y no conozco su nuevadirección.

—¿Le importa apuntar aquí las señasde su antiguo domicilio?

Oughton ofreció a Ilse su cuadernode notas y un bolígrafo, y la mujerescribió en él una dirección. Elamericano echó un vistazo y comprobóque se correspondía con el piso de HerrOlson.

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—Entonces —dijo el mayor—,aparte de venir aquí mañana, ¿no hayotra manera de dar con ella?

—Bueno, puede intentarlo aquímismo más tarde. Marie suele venir losmartes a llevarse una barra de pan y undulce. La semana pasada no lo hizo,pero quizá sí lo haga hoy.

—¿No vino la semana pasada? Esofue el martes once, ¿no?

—Sí. Esa mañana, a primera hora,alguien llamó por teléfono preguntandopor ella; era un hombre. Me preguntó siMarie trabajaba aquí y le respondí quesí, pero que era su día libre. Le dijetambién que quizá viniese ella a por el

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pan más tarde.—¿No reconoció la voz?—No. Aquel hombre me pidió que

dijese a Marie, si venía, que lo esperaseen el mostrador hasta la hora de cerrar.

—¿Cierran a la una y media, no?—Sí. Pero ese día, como le digo,

Marie no vino. Y tampoco vino aquelhombre preguntando por ella. Fue todoun poco raro.

—Muchas gracias, señora.Intentaremos encontrarla aquí —dijoOughton sacudiendo el cuaderno denotas.

Los dos investigadores salieron a lacalle bajo la atenta mirada de la

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dependienta y se encaminaron de vueltaa la estación. Por fin había salido el sol.

—¿Le cuento mi teoría? —dijoOughton.

—Adelante, mayor.—Bien. Müller sale el martes por la

mañana del piso de la OrganizaciónGehlen. Hace una primera llamada, de lacual aún no sabemos nada. La segundaes a la pastelería. Se entera de queFraulein Fischer no irá a trabajar porser su día libre, pero quizá se pase mástarde. Pide que le digan a la chica que leespere hasta que cierren a la una ymedia. Müller no sabe a qué hora podríapasarse Marie por la pastelería, así que

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su mejor apuesta es esperar hasta la unay media. Se dedica a perder el tiempo ycuando llega la hora despista a losagentes de Gehlen, va al local, se asomaal escaparate y se lleva la desagradablesorpresa de que la chica no está. ¿Quéhacer? Vuelve a la estación, la rodea yse dirige a la oficina postal, donde leescribe una carta. La envía y regresa alpiso de Gehlen. Los tiempos encajan.¿Qué le parece?

Trevor-Roper sacó del bolsillo desu abrigo la pipa y, sin encenderla, se lallevó a la boca.

—Impecable —dijo—, aunque latesis cojea al llegar a la parte de la

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carta.—¿Por qué? —preguntó Oughton.—Porque nada impide que Heinrich

Müller enviase la carta antes de ir a vera Fraulein Fischer, de manera que esacarta estuviese relacionada con suprimera llamada telefónica y no con lade la chica. Además, en caso de quefuese como usted dice, ¿dónde está lacarta?

La observación de Trevor-Roperdesanimó a Oughton, quien no supo quéresponder. Los dos investigadoresllegaron junto al DS, y el americanoabrió la portezuela.

—No sé dónde está la carta —dijo

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—. Pero le aseguro que la acabaréencontrando aunque para ello tenga queponer patas arriba el maldito DeutscheBundespost.

Oughton cerró de un portazo ycondujo de vuelta al Hotel Torbräu ensilencio. Una vez allí se dirigió arecepción para consultar los mensajesrecibidos. Había uno de la embajada delos Estados Unidos. El americano loleyó y pidió a Trevor-Roper que loesperase en su habitación. Se trataba desu colega Harry Rositzke y debíatelefonearle desde la calle.

El profesor de Oxford subió a suhabitación, se puso cómodo y aprovechó

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para revisar la documentación sobre lamuerte de Hitler recopilada en 1945.Entre los papeles encontró el foliodonde había escrito días atrás la lista delos testigos del suicidio del Führer, yvolvió a repasar aquellos nombres uno auno. Los tres más intrigantes eran: elsecretario Martin Bormann(desaparecido), el ayudante de las SSOtto Günsche (detenido por lossoviéticos) y el jefe de guardaespaldasJohann Rattenhuber (detenido por lossoviéticos). Cualquiera de esos treshombres podía explicar la verdad detoda aquella historia. Podía, si quería,confirmar o refutar el asombroso relato

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que Heinrich Müller confió al serviciosecreto británico en Bonn. Y ahora, porlo visto, uno de ellos, JohannRattenhuber, iba a regresar a Occidentedespués de un cautiverio de casi diezaños.

Hugh Trevor-Roper sintió entoncesuna leve agitación interior. Algo similaral movimiento circular de una serpientedentro de su vientre. La sensación deansiedad que se apodera de nuestroánimo cuando se ve la luz al final deltúnel, pero el túnel parece no tener fin.¿Cuándo soltarían a Rattenhuber?¿Cuándo?

En ese momento alguien llamó a la

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puerta. El historiador se puso las gafas,se levantó y abrió. Era Oughton.

—Tenemos a los dos, al de lasjuventudes hitlerianas, Artur Axmann, yal criado Heinz Linge —dijo.

—No me diga. Por fin una buenanoticia. ¿Dónde están?

—Linge se ha instalado enHamburgo después de ser liberado porlos rusos. Rositzke me ha dado sudirección. Hará que le avisen de queiremos a verle en unas horas. Salimosahora mismo para el aeropuerto, ya hereservado los billetes.

—Pero ¿no íbamos a ver esta tarde aHeinz Felfe, el jefe de contraespionaje

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de la Organización Gehlen?—Habrá tiempo para todo. Vamos,

coja su abrigo.Los dos hombres salieron del hotel y

recogieron el Citroën DS para dirigirseal aeropuerto.

—¿Y Artur Axmann? —preguntó elhistoriador ya dentro del coche.

—Ah, sí. A ése lo veremos mañana.Trabaja de comercial.

—¿Dónde vive?—En Gelsenkirchen. El bueno de

Axmann es vecino de Horst Kopkow, elhombre que puso en contacto a Müllercon el MI6.

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* * *

El antiguo criado de Hitler, Heinz Linge,se había trasladado a Hamburgo nadamás volver de la URSS y ser puesto enlibertad en la República Federal deAlemania. En esa ciudad vivíaprovisionalmente en casa de un familiarmientras conseguía poner en orden susasuntos y recuperar su vida una vezdejado atrás el largo cautiverio en laUnión Soviética. Oughton y Trevor-Roper llegaron a Hamburgo antes demediodía en un vuelo de la compañía

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aérea alemana Lufthansa, que ese mismoaño había recibido permiso para operaren el aeropuerto de la ciudad convertidaen Estado en 1949.

Cuando recibió a Oughton y aTrevor-Roper, el criado de Hitler nomostraba muy buen aspecto. Durante suencarcelamiento había perdido muchopeso, y en su cara agrietada podíanverse unas arrugas tan largas yprofundas que parecía que se lahubiesen cosido a navajazos. De sucabello rubio apenas le quedaba nada, ytenía los ojos insertos en unas cuencasexageradamente hundidas que leotorgaban una expresión de espanto

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permanente. En la barbilla, algopuntiaguda, tenía un hoyuelo escavado, yen el cuello le sobresalían los tendonesentre los pliegues de su piel cetrina.Linge recibió a los dos visitantesvestido con una camisa azul claro dealgodón, unos pantalones de tela gris yuna chaqueta de punto de color rojo. Alcaminar arrastraba los pies como unanciano.

Los tres hombres se sentaron en elsalón de la casa. Allí, Linge habíaimprovisado una especie de estudio enuna mesa del rincón iluminada por unalámpara con pantalla de color crema. Enella se sentaba para leer, clasificar y en

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ocasiones responder parte de lacorrespondencia que recibíadiariamente.

Heinz Linge ocupó un mullido sillóny sacó de un cajón de su escritorio unimpresionante cigarro puro. Le quitó lavitola, mordió la punta, la escupió a unlado y con un mechero lo fueencendiendo poco a poco, dándolevueltas lentamente mientras comprobabacómo se iba tostando su capa. El agentede la CIA observó que al alcance de sumano, sobre la mesa, tenía una copa conun licor color cobre, probablementecoñac.

—Veo que está recuperando el

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tiempo perdido —comentó Oughtonsocarronamente.

El alemán sonrió sin dejar de aplicarla llama al cigarro.

—Son muchos años los que deborecuperar. Y eso sin contar la torturadiaria a la que me sometieron losbolcheviques. Durante el primer año megolpeaban casi a diario. ¿Y sabe que eslo mejor? Que mi delito consistió enservirle el café al Führer. Nunca estuveen el frente, ni maté a nadie, ni incendiécasas ni saqueé ciudades. Sólo era elayuda de cámara de Adolf Hitler. —Linge, satisfecho con la brasa queprendía en el puro, se lo llevó a la boca

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—. En la URSS eso se llama«conspiración para emprender unaguerra de agresión».

El alemán rio con amarguramostrando la dentadura con la quesostenía el cigarro. Los pliegues de lacamisa se agitaban al ritmo de su torso.

—Herr Linge —dijo el agente de laCIA—, como creo que le han advertidoya, nosotros pertenecemos al servicio deinteligencia del ejército de los EstadosUnidos.

El criado asintió en silencio.Oughton siguió hablando:

—Supongo que está al tanto de quehay dos personas que estuvieron en el

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búnker de la Cancillería en los últimosdías y de las que aún hoy se ignora suparadero. Me estoy refiriendo alsecretario de Hitler, Martin Bormann, yal director de la Gestapo, HeinrichMüller.

Linge se sacó el puro de la bocapara hablar:

—Bormann murió en la explosión deun tanque en Ziegelstrasse, lo vi con mispropios ojos. Y cuando estuve en laURSS oí el rumor de que Gestapo Müllertambién había muerto en Berlín. Por lovisto, los rusos encontraron el cadáver ylo enterraron en una zanja.

Al oír aquello Trevor-Roper se

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volvió hacia Oughton con una mueca dedesconcierto. La información sobreMüller era ciertamente falsa. Y la deBormann, también. El historiador sabíaque Bormann se vio envuelto junto aotros fugitivos del búnker en laexplosión de aquel tanque, aunqueconsiguió sobrevivir y continuar suhuida. Si murió, lo hizo más tardecuando ya se encontraba a solas con eldoctor Stumpfegger. En todo caso, elmayor Oughton hizo caso omiso delcomentario de Linge y continuó con sudiscurso:

—Tenemos entendido que HeinrichMüller se dejó ver en el búnker los días

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anteriores al suicidio de Hitler, ¿no escierto?

El criado del Führer volvió allevarse el cigarro a la boca y asintió.

—¿Sabe por qué razón estaba enBerlín? —preguntó el agente de la CIA.

—Creo que alguien me dijo que eljefe le había ordenado destruir unosdocumentos a los que sólo él teníaacceso. Cosas de la Gestapo, supongo.

—¿Vio a Müller el día que sesuicidó Hitler?

Heinz Linge meditó unos instantesantes de responder.

—No sé, quizá sí. Aquel día hubo ungran jaleo, es imposible recordar todos

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los detalles. Gestapo Müller estuvo enel búnker del Führer, pero no soy capazde decirle con precisión si entró ese díaconcreto o no… Ahora que lo menciona,creo que Müller me pidió una pistola, yaque le habían retirado la suya en laentrada del búnker, pero es imposiblesaber si eso ocurrió el treinta o algúndía antes. —Linge apoyó el puro en elcenicero—. No lo sé, francamente.

Trevor-Roper empezaba aimpacientarse ante el cariz que tomabael interrogatorio de Linge. Excluyendo aAxmann, que llegó al búnker una vez queHitler ya se había despedido de sus másallegados para suicidarse, era la

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primera vez que el historiador teníafrente a él a uno de los testigos másinmediatos de la muerte del Führer, y noquiso dejar pasar la oportunidad.

—Herr Linge —dijo el historiador amodo de introducción—, ignoro si hapodido usted leer las declaraciones queotros supervivientes del búnker hanhecho después de la guerra. Todos esostestimonios tienen algo en común: son desegunda mano. En cambio, ustedpresenció directamente lo que ocurriódurante el suicidio de Hitler.

El alemán asintió a todo dando otraprofunda chupada al cigarro. El profesorcontinuó:

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—Como resultado de esasentrevistas han quedado algunos retazosde la historia en los que se aprecianlagunas o incongruencias, queposiblemente ahora que se encuentrausted aquí puedan ser esclarecidas.

—¿Qué, por ejemplo? —preguntó elalemán.

—Pues, por ejemplo, no sabemoscon certeza dónde se disparó Hitler.

—En la cabeza.—Sí, pero ¿en la sien o en la boca?—En la sien.El historiador juntó las manos y se

incorporó hacia delante, reduciendo ladistancia que lo separaba del alemán.

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—¿Ve? Esto es curioso —dijo—.Algunas personas declararon que elayudante de las SS Otto Günsche leshabía contado que Hitler se disparó enla boca.

—No, no, fue en la sien.—¿Vio usted el cadáver de Hitler de

cerca? —preguntó Oughton.—Así es.—¿Cómo estaba colocado?—Sentado junto a su esposa. Tenía

la cara ladeada hacia su izquierda y lasangre le caía por la sien hasta el cuello,manchándole la camisa.

—Dígame, entonces —prosiguióTrevor-Roper—, ¿quién abrió la puerta

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de la habitación dónde estaba el cadáverde Hitler?

—Lo hice yo. Yo la abrí.—Teníamos entendido que Günsche

hacía guardia en esa puerta para impedirque nadie entrase. ¿No hubiese sido lológico que fuese él, que estaba máscerca, quién abriese?

—No. Fui yo quien abrió. Vi loscuerpos y luego entraron los demás.

—¿Quiénes eran «los demás»?Linge tomó la copa de coñac y

reflexionó con ella en la mano antes deresponder.

—Aparte de Günsche y de mí,estaban Goebbels, Bormann, Axmann y

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el chófer.—¿Dice usted que el chófer entró en

la habitación? ¿Está seguro de eso? —preguntó Trevor-Roper.

—Completamente. —Linge dio unlargo trago al coñac.

El historiador de Oxford emitió unsonoro suspiro y se dejó caer sobre elrespaldo, como si acabase de serderrotado en una partida de ajedrez.Miró a Oughton y negó con la cabezamuy sutilmente, en un gesto que pasóinadvertido a Linge.

—¿Qué hizo usted entonces? —preguntó el americano—. Quiero decir,cuando abrió la puerta y dejó que

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entrasen en la habitación del suicidio lasotras personas.

—Mientras los demás pasaban, yosalí al cuarto contiguo y traje unaalfombra con la que cubrir el cuerpo deljefe.

—¿Una alfombra? —dijo Trevor-Roper—. Creíamos que se utilizó unamanta.

—No. No había ninguna manta amano. Usé una alfombra que me llevédel estudio del jefe. Yo mismo envolvíel cuerpo en ella.

—¿Fue usted quién lo envolvió? ¿Nole ayudó nadie?

—No. Lo hice yo solo.

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Oughton guardó la libreta de notasen la que había ido apuntando algunas delas respuestas del criado.

—Pues creo que con esto tenemossuficiente —dijo finalmente elamericano con un tono cordial.

—Muy bien. En todo caso sepan quela semana que viene se publica laprimera parte de mis memorias en lar ev i s ta News of the World . Allíencontrarán todos los detalles.

—Claro… Seremos los primeros encomprarla.

Heinz Linge acompañó a los dosvisitantes a la puerta y los despidió muyamablemente. Oughton y Trevor-Roper

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bajaron andando a una plaza próxima yallí pararon un taxi para dirigirse devuelta al aeropuerto.

—Le encuentro algo alicaído, Hugh—dijo de camino el americano.

—Pues sí. Tantos años esperandopoder entrevistarme con uno de lossupervivientes del búnker que presencióen primera persona aquellos hechos, yme encuentro con esto. Puedo entenderque en el testimonio haya algunaimprecisión, pero… —Trevor-Roperdejó inacabada la frase, presa de lafrustración.

—Bueno, hay cosas que difieren delo que nos han contado otros, pero puede

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que lo de Linge sea verdad —dijoOughton.

—No creo. Tome el caso de lo quenos ha contado sobre el chófer de Hitler.Cuando lo detuvimos nos contó que élhabía presenciado todos los capítulos dela muerte del Führer. Sin embargo,empezaron a aparecer prontocontradicciones en su relato, y así fueperdiendo credibilidad. Recientemente,el chófer ha confesado que algunas delas declaraciones que hizo al terminar laguerra eran falsas. Pues bien, una de lasmentiras que contó en 1945 fue que entróen la habitación donde se suicidó elFührer. En realidad, cuando Hitler se

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encerró para suicidarse él no estaba enel búnker. Bajó más tarde, cuando yaestaban sacando su cadáver al jardín.Así que Linge no pudo verlo allí dentro.¿Por qué nos ha mentido? Es posible quealguien en 1945, temeroso de lo que elenemigo hará con él, falsee los hechospara agradar a sus captores. Pero,mayor, han pasado diez años. A día dehoy la cuestión sólo tiene un interéshistórico. ¿Por qué mentir?

—Piense en el dinero. Tenga encuenta que las memorias que acaba devender Linge a News of the World sonmucho más jugosas si él adopta un papelprotagonista. Él abre la puerta de la

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habitación, él ve primero los cuerpos, éllos envuelve, él sabe quién estaba yquién no… ¿Se ha parado a pensar en elnúmero de revistas que puede venderuna historia así?

* * *

Oughton recogió el Citroën DS en elaparcamiento del aeropuerto de Múnich-Riem y condujo hasta la sede muniquesade la Organización Gehlen. Los dosinvestigadores entraron en el ascensor ypulsaron el botón del segundo piso. Unagente les abrió la puerta parapreguntarles adónde iban. El americano

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preguntó por el coronel Britz, y el agenteles pidió que esperasen en el pasillo.Unos pocos segundos después, Britzsalió de su despacho y, cojeando, llegóhasta ellos para estrecharles con afectolas manos.

—Nuestro jefe de contraespionaje,Herr Felfe, les espera en mi despacho.Si me necesitan estaré por aquí.

—Muchas gracias, coronel.Oughton abrió la puerta y se

encontró con un despacho prácticamenteidéntico al del general Gehlen. Mirandopor la ventana situada junto al escritoriohabía un hombre de espaldas. Los dosinvestigadores entraron y Trevor-Roper

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cerró tras de sí. Heinz Felfe se volvióentonces y miró con estupor a los dosvisitantes. Tenía los ojos muy abiertos yel labio inferior le colgaba mostrando sufila de dientes inferiores. Parecía quehubiese visto un fantasma.

La reacción del jefe decontraespionaje de la OrganizaciónGehlen no pasó desapercibida a Trevor-Roper, quien se fijó en el aspecto deaquel hombre. Felfe tenía toda la pintade un maestro de escuela, con unabarbilla pequeña pero prominente ygrandes bolsas en los ojos. A amboslados del cráneo le crecía abundantepelo negro, aunque la alopecia se había

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abierto paso en la parte superior de lacabeza y los primeros cabellos le nacíanprácticamente a la altura de la coronilla.

—Esto no puede estar pasando —dijo para sí Heinz Felfe negando con lacabeza.

—Siéntese y guarde silencio —ordenó Oughton.

Trevor-Roper estaba desconcertado.Le pareció evidente que aquellos doshombres se conocían de antes, y desdeluego su relación no parecía ser cordial.

—No me irá a decir que la CIA le haencargado a usted esta investigación —Felfe volvió a hablar mientras sesentaba en una de las sillas que había

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alrededor de la mesa de reuniones deBritz—. Ahora me explico por qué todoeste interés en hacerme venir.

Oughton invitó a Trevor-Roper atomar asiento y él mismo ocupó una sillafrente al alemán. El americano ignorólas palabras de Felfe.

—¿Ha terminado ya?Felfe guardó silencio. Oughton

ofreció su cuaderno de notas y unbolígrafo al alemán.

—Escriba en este papel su paraderoen los últimos quince días.

El alemán empezó a garabatear unasseñas. Mientras lo hacía preguntóapuntando con la cabeza a Trevor-

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Roper.—¿Quién es éste?—MI6 —respondió el historiador.—Genial. —Felfe terminó de

escribir y devolvió el cuaderno y elbolígrafo a Oughton—. Pues entoncesestamos todos.

Oughton se guardó el cuaderno en elbolsillo interior de su chaqueta.

—Comprobaremos si esto es cierto—dijo el americano dándose unosgolpecitos en el pecho, en el lugar dondetenía el cuadernillo.

—Por supuesto.—Hablemos ahora de Heinrich

Müller. ¿Sabía usted que había

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escapado a la URSS en 1945?—Mi relación con Müller durante la

guerra fue inexistente. A mí me enviarona Holanda y él nunca estuvo allí. Puedecomprobarlo —añadió sonriendo elalemán mientras señalaba el lugar dondeOughton se había guardado el cuaderno.

—No le he preguntado si eranamigos. Le he preguntado si sabía queestaba con vida en el Este.

—No lo sabía.—¿Cuándo se enteró entonces?—El mismo día que el director del

MI6, John Sinclair, llamó a Gehlen paradecirle que Müller había aparecido.Poco después, el general me telefoneó a

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mí. Me explicó que el servicio secretobritánico estaba dispuesto a entregarnosa Müller y que él había aceptado laoferta. Me preguntó qué pensaba yo quedebíamos hacer.

—¿Y qué le dijo? —preguntóTrevor-Roper.

Felfe miró al historiador.—Sugerí a Gehlen que llamase a

Sinclair y le dijese que había cambiadode opinión y que se podía meter aMüller por donde le cupiera.

—¿Le dijo el general Gehlen queHeinrich Müller afirmaba disponer deinformación sobre agentes dobles de laOrganización? A usted, como jefe de

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contraespionaje, esos datos le seríanmuy útiles.

—Para contestar ordenadamente asus preguntas le diré que sí, yo sabía queMüller afirmaba tener esa información.Y no, como jefe de contraespionaje dela Organización Gehlen tales datos nome aportaban absolutamente nada. Esosnombres podían provenir bien de laimaginación de Müller o biendirectamente del KGB, y en ninguno delos dos casos les iba a prestar la menoratención.

El mayor Oughton se desabrochó sureloj de pulsera y, mirándolodetenidamente mientras ajustaba la hora,

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preguntó a Felfe:—¿Sabe que el general Gehlen nos

ha dicho que a Müller lo mató alguienenviado por Martin Bormann?

—Si lo dice él…—Yo tampoco lo creo. —El agente

de la CIA se ajustó el Breitling y mirófijamente a Heinz Felfe—. Yo creo queusted avisó a los rusos para que hicieranel trabajo.

Felfe esbozó una sonrisa de oreja aoreja.

—Espero que la razón de hacerlo nofuese evitar que Müller me delatasecomo agente soviético. Creo que fue loprimero que hizo nada más llegar.

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La respuesta de Felfe pillódesprevenido al agente de la CIA. Elalemán aprovechó para añadir:

—¿Saben que, en los cuatro añosque llevo trabajando para Gehlen, laOrganización ha descubierto másinfiltrados soviéticos que la CIA y elMI6 juntos desde el final de la SegundaGuerra Mundial?

—Guárdese las estadísticas para susmemorias —replicó el americano—. Amí no me va a engañar. Gehlen ha hechosu apuesta por usted y no me meto. Y apesar de que la CIA salió de esta partidahace varias manos, ahora es diferente. Siusted está detrás de este asunto, lo

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terminaré sabiendo.Felfe habló con un tono cantarín que

irritó aún más a Oughton:—Esta conversación ya la hemos

mantenido, mayor —dijo—. Y siempretermino maravillándome de lapuerilidad de las investigaciones de laCIA.

Trevor-Roper notó que la iraaumentaba cada vez más en sucompañero. Los miembros los teníacompletamente rígidos y se podíaescuchar su respiración, rápida yenérgica como la de un oso acorralado.Heinz Felfe también percibió el estadode ánimo de Oughton y quiso relajar

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algo la tensión.—Pero le echaré una mano con lo de

Müller —dijo.Felfe recogió del suelo un maletín

cerrado con llave. Lo abrió y sacó de élun sobre amarillo que tiró sobre la mesaen dirección a Oughton. El americanomiró unos instantes el sobre sin tocarlo yluego posó los ojos en Felfe.

—Hoy es su día de suerte, mayor —dijo el alemán sonriendo.

Oughton recogió el sobre y lo abrió.Dentro había una fotografía de diez porquince centímetros. Trevor-Roper mirópor encima del hombro de su compañeroy pudo ver la imagen. Se trataba de un

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hombre saliendo de un taxi de la ciudadde Múnich. Se le veía perfectamente elrostro, que el historiador reconoció alinstante de su época en el serviciosecreto inglés durante la guerra.

—Es Kim Philby —dijo—, el agentesecreto inglés expulsado de la embajadaen los Estados Unidos acusado deespionaje por los americanos.

Felfe asintió.—Efectivamente. Philby fue acusado

por la CIA de ser el «tercer hombre» quecolaboró con los traidores británicosBurgess y Maclean, que consiguieronhuir a la URSS. Sabemos que Philbysigue trabajando para el MI6 y que

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estuvo aquí el pasado miércoles doce, eldía siguiente de morir Müller. Aunquees posible que llegase antes, el lunes oel martes. En todo caso estoy seguro deque Philby preparó el seguimiento deMüller desde que salió de la embajadabritánica en Bonn.

Oughton tiró la fotografía sobre lamesa, con cierto desinterés.

—¿Ha visto esto Gehlen? —preguntó el americano.

—Sí. Le enseñé la fotografía estamañana, cuando llegué de Pullach.

—¿Y qué dijo?—Le hizo mucha gracia. Comentó

que si fuese Navidad ése sería su regalo

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para John Sinclair.Oughton sonrió.—Bien, bien, bien. Así que el

próximo en caer es Kim Philby —dijo elagente de la CIA—. Dígame, Felfe,¿cómo consiguió esta fotografía? No mediga que tiene comprados a los taxistasde Múnich, o que han vigilado todas lasestaciones y los aeropuertos de laRepública Federal. O que estánsiguiendo a Philby sin que se entere elMI6.

Heinz Felfe no respondió. Esperópacientemente a que Oughton terminasede hablar.

—Aunque lo más probable es que

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fuese usted mismo, que pasabacasualmente por allí con una cámara yvio a Philby bajar del taxi. Fue así, ¿noes cierto?

Felfe continuó en silencio. Oughtonnegó con la cabeza y se levantó dandopor terminada la charla. Trevor-Roperlo imitó. Antes de salir, el agente de laCIA se apoyó en la mesa para acercarseal alemán.

—Escuche, Felfe. Usted no es uncomunista convencido, ni un patriota niun valiente temerario al que se le ha idola cabeza. Usted es un nazi que se havendido al mejor postor, y dentro de suignorancia piensa que los soviéticos le

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recompensarán por ello. ¿Pues sabe loque le digo? Que en el fondo le deseoque consiga lo que quiere, que se cargueesta Organización y a Gehlen, y que unbuen día, cuando sea evidente quetrabaja para el KGB, logre escapar yllegar a Moscú.

El americano se inclinó un poco mássobre Felfe para concluir:

—Cuando esté allí con los rusosdescubrirá que Roma no paga atraidores.

* * *

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Oughton, con un enojo que no se esforzóen disimular, salió del despacho deBritz en compañía de Trevor-Roper ycerró de un portazo. En el pasillo seencontraron con el lugarteniente deGehlen. Los tres caminaron juntos haciael ascensor.

—¿Han terminado con Felfe? —preguntó el coronel Britz—. ¿Les haaclarado algo?

—Es imposible que ese tipo aclarenada —respondió Oughton.

La reacción del americano extrañó aBritz.

—¿Qué quiere decir?—Quiero decir que hace falta ser

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temerario para nombrar a Felferesponsable del contraespionaje de laOrganización Gehlen. Sería mucho mássensato poner a una zorra a vigilar ungallinero.

El coronel pareció entender entoncespor dónde iba Oughton.

—Bueno —dijo—, es cierto queHerr Felfe fue acusado de ser un espíasoviético, pero salió limpio de unainvestigación del MI6 en la queparticipó la CIA.

—¿Limpio? —Oughton se detuvo enseco—. Salió despedido del MI6,coronel. Déjeme que le diga que eloficial estadounidense que firmó el

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informe final de la investigación sobreFelfe recomendó su procesamiento porespionaje.

—¿Y por qué no fue juzgado?—Porque a pesar de recabar una

montaña de pruebas, todas ellas fueronconsideradas circunstanciales. Cosascomo: «Felfe estaba en esa ciudad, perono sabemos qué hizo»; «Felfe tuvoacceso a los documentos robados, perohabía otras personas que también lotenían»; «Felfe recibió una llamada,pero no sabemos de quién». Él tampocopudo nunca demostrar su inocencia, perono hizo falta que lo hiciese porque nofue formalmente acusado, y en nuestros

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países existe el principio de presunciónde inocencia. —Oughton reanudó lamarcha. Los otros dos hombres lesiguieron mientras continuaba hablando—. Aunque en el fondo la razónauténtica era que el MI6 no deseaba quese probase que había contratado a untopo soviético. Los ingleses secontentaron con darle una sonora patadaen el culo, pero se negaron a juzgarlo.

—Vaya —Britz ladeó la cabeza—,yo no sabía nada de todo eso. Pero porlo que veo es una historia que circulóentre los agentes de la CIA.

—No circuló —dijo Oughton—. Yofui el oficial que firmó el informe sobre

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Felfe.Los tres hombres salieron de la sede

de la Organización y Britz los acompañóhasta el coche. Cuando Oughton huboentrado, bajó la ventanilla paradespedirse del coronel.

—Espero que avancen en suinvestigación —dijo el lugarteniente deGehlen apoyando su mano izquierda enel techo del DS—. Si observan algo raroo necesitan protección no duden enllamarme. Les mandaremos a lacaballería en un abrir y cerrar de ojos.

—Gracias, coronel. —Oughton leestrechó la mano—. Estamos encontacto.

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El americano se abrochó el cinturónde seguridad, arrancó y se incorporó ala circulación. Trevor-Roper aprovechóese momento para hablar:

—Lo que está claro, Oughton, es quesi como usted dice Felfe trabaja para losrusos, entonces Kim Philby tiene que serinocente de espionaje. No tiene sentidoque Felfe delate a un espía de subando…

—Se equivoca. Los dos trabajanpara el KGB —sentenció el americano.

—Pero…—Escuche, Hugh. Para que un

infiltrado sea útil es preciso que laagencia a la que espía, en este caso la

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Organización Gehlen, no sospeche nuncade él. Y el método más efectivo paraello es construir a su alrededor unacobertura, una imagen de lealtad. Lasmejores coberturas las proporciona elservicio secreto para el que trabaja elespía, en este caso el KGB. Y talescoberturas nunca salen gratis, son muycostosas. Hay que perder algo, pagar unprecio, ¿me explico?

—¿Quiere decir que el KGB nosenvía información verdadera que leperjudica a través de Felfe para que nosospechemos de él?

—Sí. Sin lugar a dudas, Heinz Felfees su caballo ganador, el agente del que

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esperan más resultados. Pero estaestrategia no es nueva, los rusos lallevan practicando desde hace muchotiempo.

Oughton hizo una pausa.—Le contaré una historia verídica,

Hugh. Durante la Segunda GuerraMundial había en el Volga un agentellamado Turkhul que transmitíainformación militar soviética muyvaliosa a un miembro del serviciosecreto nazi llamado Klatt. Aunque lainformación que Klatt pasaba a sussuperiores en Alemania era siempreauténtica, los nazis empezaron adesconfiar. El caso es que en mayo de

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1942 los rusos ordenaron un ataquecontra el Sexto ejército alemán delgeneral Paulus para reconquistar unaciudad ucraniana llamada Járkov, yTurkhul informó a Klatt de los planes deataque soviéticos. Los nazis, enteradosde todo gracias a Klatt, se anticiparon alEjército Rojo y lo derrotaroncompletamente. Los soviéticos tuvieronmás de doscientas mil bajas, entremuertos y heridos. Imagínese la alegríade los alemanes. El botín había sidofabuloso, y lo mejor de todo es que Klatty sus fuentes eran auténticas. Ahorapodían estar seguros de ello. El Sextoejército alemán siguió avanzando, y

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meses después cercó Stalingrado.Aquélla parecía que iba a ser la batalladecisiva de la guerra, y por suerte paralos alemanes nuevamente Turkhul volvióa informar a Klatt acerca de la estrategiade defensa del Ejército Rojo. Los nazisrecibieron aquella información yprepararon sus tropas para hacer frente alos rusos según lo que les había contadoKlatt. Pero esta vez, ¡ay, amigo!, fueronlos soviéticos los que ganaron lapartida. Los datos de Klatt resultaron serfalsos, porque Turkhul era, en realidad,un agente soviético. Construir lacobertura de Turkhul había costado unadolorosa derrota en Járkov. Pero gracias

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a ello se ganó en Stalingrado y, comousted sabe, el Sexto ejército de Paulusquedó completamente destruido.Aquello supuso el giro radical de laguerra.

—Es decir, que el KGB nos estáentregando a Philby en bandeja de platapara que creamos que Heinz Felfe esfiel.

—¡Pues claro! —exclamó Oughtoncon un ligero tono de impaciencia—.Por Dios, Hugh, ¿ha visto esafotografía? ¿De dónde diablos la haobtenido ese piojoso de Felfe? Se ve aPhilby saliendo de un taxi de Múnich,para que no haya ninguna duda de dónde

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estaba. Sólo faltaba que el taxi estuvieseparado delante de la casa donde matarona Müller.

—¿Y por qué no sospecha de Felfealguien tan experto como ReinhardGehlen?

—Porque la gente cree lo que quierecreer, y Gehlen se ha tragado el anzueloentero. Además, aunque el generaldesconfiase de Heinz Felfe los rusostienen otro as en la manga: si Felfe es untraidor, entonces nosotrosdesecharíamos su información. Y, alhacerlo, ¿quien aparecería libre de todopecado como un inocente corderitoacusado de traición por el malvado

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espía ruso?—Kim Philby.Oughton asintió con la cabeza.—¿A quién creer entonces? —

preguntó el profesor de Oxford.—Haga su apuesta. La mía es que

Heinz Felfe le acabará costando elpuesto a Reinhard Gehlen.

* * *

Antes de dirigirse al hotel, Oughtoncondujo hasta la casa de Königsplatzdonde Marie Fischer se había alojadonada más llegar de la RepúblicaDemocrática. Aparcó, dejó a Trevor-

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Roper en el DS y se encaminó aledificio. Echó un vistazo. El portalestaba cerrado y no había rastro delportero, Herr Rossler. Oughton sacó delbolsillo las llaves que le había dadoFraulein Fischer y las utilizó para abrir.Una vez dentro fue a la hilera debuzones y abrió la portezuela del cajetínde Marie. Estaba vacío. Subió por lasescaleras, entró en el apartamento yechó un vistazo. No había nada quedelatase la presencia de nadie en lasúltimas veinticuatro horas.

El mayor Oughton cerró la puerta ybajó a la calle. Una vez dentro delcoche, arrancó en silencio y se

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incorporó a la circulación. Eran lasnueve y media de la noche, y de vueltaal hotel los dos hombres se dirigieron alrestaurante sin pasar antes por sushabitaciones. Apenas había un par demesas ocupadas por hombres denegocios que se retiraron pronto adescansar. Durante la cena, los dosinvestigadores hablaron de lasexperiencias de Trevor-Roper en el MI5durante la guerra, y de cómo su vidahabía cambiado después de ladesmovilización. Cuando la discusióndecayó, el historiador se interesó por lacolección de relojes del agente de laCIA, lo cual dio pie al americano para

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hablar sin parar durante casi media hora.Oughton sentía algo de ardor de

estómago, y de postre pidió una infusión.Durante todo el tiempo que habíatranscurrido en el comedor del hotel, elhistoriador procuró despejar su mentedel caso, evitando hacer referencia anada que tuviese que ver con la muertede Müller. Sin embargo, una duda lerecorría la cabeza como una hormigaencerrada en un tarro de cristal, y, antesde que se le olvidase, prefirió sacarlade allí. Mientras el mayor Oughtonremovía el líquido humeante con lacucharilla, el historiador le preguntó:

—¿Por qué está tan seguro de que

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Müller envió la carta a FrauleinFischer?

El agente de la CIA contestó sinpensar:

—Porque es lo que yo hubiesehecho.

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Miércoles, 19 de octubre de1955

Oughton y Trevor-Roper terminaron atoda prisa el desayuno en el hotel, y acontinuación se dirigieron al aeropuertode Múnich-Riem para tomar el primeravión a Düsseldorf. Su objetivo eraentrevistarse esa misma mañana conArtur Axmann, el que fuera responsablede las juventudes hitlerianas. La nocheanterior el agente de la CIA habíaconsultado los horarios. Si tomaban esevuelo podrían estar de vuelta en Múnicha primera hora de la tarde con tiemposuficiente para realizar alguna pesquisa

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más.El avión aterrizó en el aeropuerto

internacional de Düsseldorf antes de lasdiez de la mañana. Una vez fuera delvestíbulo de la terminal, los dosinvestigadores se dirigieron a losmostradores de empresas de alquiler decoches, consiguieron un vehículo ypartieron con rumbo a Gelsenkirchen.

—¿Han hablado con Artur Axmannpara que no fuese hoy al trabajo y nosesperase? —preguntó Trevor-Roper.

—Mi colega Harry Rositzke me dijoque sí. Pero, dígame, este tal Axmann¿quién era?

—Fue el jefe de las juventudes

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hitlerianas. Estuvo en el frente ruso,donde perdió un brazo. A consecuenciade esa herida, Hitler le prohibió quevolviese a primera línea y en su lugar leexigió que se dedicase en exclusiva alas juventudes. Axmann permaneció apartir de ese momento muy próximo alcírculo íntimo del Führer, y en abril de1945 era uno de los ocupantes delbúnker.

—Pero ¿qué pintaba él allí enBerlín? No entiendo…

—Dirigía las actividades militaresde las juventudes hitlerianas en ladefensa de Berlín. Envió a combatir aniños de doce años contra los

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soviéticos. —En el rostro de Oughton sedibujó un gesto de repugnancia. Trevor-Roper continuó—: Permaneció en elbúnker hasta el último momento y salióde él en compañía de Martin Bormann ydel doctor Stumpfegger, que era uno delos médicos de Hitler. Axmann tuvosuerte y fue uno de los pocos queconsiguió salir de Berlín con vida sincaer en manos de los rusos. Fuedetenido tiempo después por losamericanos. Como ya le conté cuandofuimos a la base militar americana a vera su amigo el teniente Stephens, hablécon Axmann a principios de 1946 y medijo que durante la huida se separó de

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Bormann y Stumpfegger, pero que mástarde dio marcha atrás y los volvió aver, aunque esta vez muertos. Suscuerpos estaban próximos a la vía delferrocarril en la estación de Lehrter. Nole dio tiempo a detenerse, pero afirmaque con la luz de la luna pudo distinguirclaramente la identidad de loscadáveres. En 1949 lo juzgaron ycondenaron a varios años de cárcel, quecumplió íntegramente.

—Poco me parece para lo que hizocon aquellos niños.

El Citroën se detuvo frente a unapequeña vivienda unifamiliar de ladrillorojo. Ante la puerta había un estrecho

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camino de piedra blanca que se abría enel césped plantado entre el inmueble y laacera. A ambos lados del camino dosárboles enanos proporcionaban unasensación de simetría al jardín.

Antes de acceder a la entradaprincipal, Oughton rodeó el edificiopara reconocer la parte posterior de lacasa. Se asomó por una ventana quedaba al salón, pero no vio a nadie. Sereunió de nuevo con Trevor-Roper, yjuntos llegaron a la puerta y llamaron altimbre.

Un hombre de unos cuarenta añosabrió unos segundos después. Trevor-Roper reconoció de inmediato el rostro

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alargado de nariz puntiaguda de ArturAxmann. El peinado hacia atrásmostraba una ancha frente que lasarrugas empezaban a horadar. Vestía unacamisa de leñador, unos pantalones depana marrón y una rebeca de punto decolor verde. La manga de su brazoderecho le colgaba suelta,balanceándose como un péndulo. Elantiguo jefe de las juventudes hitlerianasmostraba un aspecto relajado, con esegesto de perenne indolencia de laspersonas que tienen los párpados mediocerrados cuando hablan.

—Buenos días, Herr Axmann —comenzó diciendo Trevor-Roper—,

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quizá me recuerde usted. Hablamosextensamente a principios de 1946 sobrela muerte de Adolf Hitler.

Axmann asintió con la cabeza y seechó a un lado, permitiendo el paso alos dos hombres.

—Sí, le recuerdo perfectamente. DelMI5. Pasen.

—Me llamo Hugh Trevor-Roper;éste es el mayor Oughton, de la CIA.

—Un momento —Axmann parecíaextrañado—, ¿ha dicho usted Trevor-Roper? ¿No me dijo entonces que sunombre era Oughton?

—Efectivamente. Pero ahora mellamo Trevor-Roper y mi acompañante

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es Oughton —explicó el historiador conuna amplia sonrisa de vendedor decoches.

Axmann lanzó una súbita miradahacia el cielo ante la, para él,inexplicable existencia del pueblobritánico.

—¿Le importa si dejamos laspresentaciones y nos dedicamos alasunto que nos trae aquí? —tercióOughton—. No quisiéramosimportunarle más de lo necesario.

Axmann cerró la puerta de la calle yles condujo al salón, una habitación deunos treinta metros cuadradosprofusamente decorada con objetos de

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todo tipo: libros, pequeñas esculturas,espejos, relojes de mesa, un tapiz…Oughton observó que entre la grancantidad de cosas que acompañaban lavida de Axmann no había ningunafotografía. Aquel detalle le hizorecordar a su vecino, Horst Kopkow.

El alemán tomó asiento en un sillónde cuero anaranjado e invitó a losvisitantes a ocupar un sofá de pieloscura.

—Espero que no hayan venido apreguntarme nuevamente por MartinBormann…, no he vuelto a verlo desdela última vez. —Axmann soltó unarisotada, satisfecho de una broma que

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habría repetido cientos de veces.Comprobando que sus interlocutores noparecían igual de divertidos adoptó unrictus más serio—. Ustedes dirán en quépuedo serles de utilidad.

—Verá —dijo Trevor-Roper—,necesitamos algunas aclaraciones sobrelos hechos del treinta de abril de 1945para profundizar en una nueva línea deinvestigación en la que estamostrabajando.

—¿Sobre la muerte del Führer? —Axmann parecía sorprendido de que aúnse estuviese gastando el dinero delcontribuyente inglés en tales cuestiones.

—Precisamente. Recuerdo que en

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1946 usted me aseguró que entró en lahabitación del búnker donde se produjoel suicidio de Hitler y que incluso llegóa ver el cadáver.

—Así es. Como le dije en su díaquise despedirme del Führer, perollegué tarde. En el acceso a la parteprivada del búnker me encontré con elayudante de las SS Otto Günsche, y ésteme dejó pasar a la sala donde estabanlos cuerpos.

—¿Cuánto tiempo estuvo allí? —preguntó Oughton.

—Un par de minutos…, quizámenos. No lo sé.

—¿Y cómo vio a Hitler?

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—Bueno, estaba en el suelo…,tumbado en el suelo, envuelto en unamanta.

—¿Había sangre?—Sí. Vi sangre en la manta, en el

sofá donde se había disparado y por elsuelo, alrededor. —El alemán movió sumano izquierda representando la escena.

—¿Había sangre en el rostro deHitler?

—Sí.—Deduzco entonces que le vio la

cara.—No. No le vi la cara, estaba

tumbado boca abajo.—¿Entonces cómo sabe que la cara

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estaba ensangrentada?—Supongo que lo estaba porque la

parte posterior de la cabeza, que sí vi,estaba ensangrentada.

—Usted me dijo que Hitler sedisparó en la boca, y que posiblementepor ello se hubiesen roto todos losdientes —intervino nuevamente Trevor-Roper.

—Así es.—Pero entonces ¿cómo sabe que se

disparó en la boca si no le vio el rostro?Axmann frunció el ceño e hizo una

pausa antes de contestar. Aquellaspreguntas le parecieron bastanteextrañas y el motivo de la visita le

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intrigó súbitamente. Se empezaba asentir como el delincuente habitual alque la policía detiene siempre que secomete un delito y debe presentar unacoartada.

—Me lo dijo Günsche —dijo al finel alemán—, él sí vio el estado delrostro del Führer.

—¿Quién más vio el rostro de Hitleruna vez muerto?

—Pues…, no sé. Quizá Goebbels,Bormann…, ellos también estaban allíen la habitación.

—¿Y el criado Heinz Linge? —preguntó Oughton—. ¿Pudo haberlovisto él también?

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—No lo sé. Günsche me dijo quecuando él abrió la puerta de lahabitación donde estaban los cadáveres,Linge se sintió indispuesto y salió haciael piso superior del búnker. La muertede Hitler le impresionó mucho. Yo lo viluego lloriqueando y yendo de aquí paraallá. Pero ignoro si en algún momento seserenó y pudo ver a Hitler de cerca. Detodas formas pueden preguntárselo a él,creo que lo han liberado hace poco.

El agente de la CIA terminó deescribir unas palabras en su cuaderno y,sin levantar la vista de él, preguntó:

—¿Comprobó usted que Hitlerestaba realmente muerto?

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—¿Cómo dice? —La cara deAxmann reflejó esta vez una sorpresamayúscula ante la pregunta.

—Quiero decir que si se aseguró deque Hitler verdaderamente había muerto—repitió el americano espaciando laspalabras.

—¿Me está preguntando si le tomé elpulso o le ausculté el corazón? Porsupuesto que no.

—Es decir, que entró en lahabitación, vio el cuerpo de Hitler en elsuelo envuelto en una manta, alguien ledijo: «Está muerto», y usted dio porbuena esa noticia.

—¿Adónde quieren llegar a parar?

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No entiendo… —Axmann se levantódificultosamente del sillón apoyándoseen el único brazo que tenía.

—Tranquilícese, Herr Axmann —intervino Trevor-Roper—. Estamostratando de delimitar lo másobjetivamente posible los hechos deaquel día como consecuencia de nuevasrevelaciones que hemos conocido.

Axmann volvió a sentarse en subutaca sin apartar una mirada perplejade sus interlocutores.

—Lo que querríamos saber es quiénvio real y efectivamente el cadáver deHitler. Es decir, el cuerpo de Hitlermuerto, no meramente el cuerpo de

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Hitler —dijo Oughton.—¿Está usted insinuando que el

Führer estaba tumbado en el suelofingiendo como si fuese un actor?

—¿Cabría esa posibilidad?—¡Desde luego que no!—¿Cómo puede estar tan seguro?

Usted no comprobó si Hitler respirabaaún.

—Pero qué demonios…—Usted vio a Hitler tumbado en el

suelo y nada más —interrumpió Oughton—. No sabe si había muerto.

—Necesitamos que nos cuenteúnicamente aquellos hechos querealmente pudo constatar por usted

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mismo —insistió Trevor-Roper.—Está bien, está bien, está bien…

—dijo Axmann al fin—. Tienen ustedesrazón. No comprobé que Hitler hubiesemuerto realmente. No le tomé el pulso,¿contentos? Si estaba tumbado en elsuelo haciéndose el muerto y alguien lehubiese envuelto en una mantapreviamente manchada con sangre yohubiese picado el anzuelo como uncolegial. ¿Era eso lo que querían oír?

Axmann dejó caer pesadamente suúnica mano sobre el muslo izquierdo.Sus ojos volvieron a dirigirse al cielo,expresando la inutilidad de toda aquelladiscusión. Trevor-Roper y Oughton

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cruzaron una mirada.—¿Y puedo saber qué ocurrió

cuando por fin el Führer se hubodivertido bastante y decidió levantarsedel suelo? —preguntó irritado Axmann.

—Quizá intentase huir —propuso elagente de la CIA.

—¡Tonterías! Los soviéticos estabanpor todas partes, y el Führer jamáshubiese corrido el menor riesgo de caeren manos rusas. ¡Jamás!

Oughton percibió que por ahí pocomás se podía avanzar.

—Cambiemos de tema —dijo—.Después de morir Hitler, esa mismanoche, Goebbels y Bormann enviaron al

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general Krebs a negociar con los rusosuna capitulación condicionada, ¿no esasí?

—Sí —respondió Axmann confrialdad.

—¿Qué ocurrió mientras estuvovigente el alto el fuego?

—Nada. No entiendo…—¿Hubiese sido más sencilla la

huida del personal del búnker si sehubiese producido durante el alto elfuego que pactó Goebbels con los rusos?—preguntó Oughton sin dejar a Axmanntiempo de expresar nuevamente suincomprensión.

—Lógicamente, intentar escapar sin

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proyectiles cayendo continuamente a tualrededor aumenta las probabilidades deconseguirlo.

—Entonces, ¿por qué no lo hicieron?—¿Por qué no hicimos qué?—Huir durante el alto el fuego, Herr

Axmann, no se haga el tonto. —Esta vezfue el agente de la CIA el que alzó la voz—. Hitler había dado la autorizaciónpara huir del búnker. ¿Por qué no lohicieron durante la tregua?

—Porque el ministro Goebbels nosordenó que no lo hiciéramos. Estabaconvencido de que los soviéticos iban apermitir la evacuación del búnker trashaber reconocido la legitimidad del

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nuevo Gobierno, de manera que pudiesereunirse con el Gran Almirante Dönitz,el nuevo jefe del Estado nombrado porHitler —explicó Axmann con totalnaturalidad.

—¿Verdaderamente pensabanustedes que los rusos iban a permitirlessalir de Berlín para que pudiesenreunirse con Dönitz y continuar laguerra?

—Eso dijo Goebbels. Nos insistió atodos para que permaneciéramos juntosen el búnker hasta que se agotasen lasnegociaciones con los soviéticos. Si nohabía acuerdo entonces podríamosintentar la huida cada uno por sus

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medios. Hasta ese momento no saliónadie del refugio.

Oughton tomó un par de notas en sucuaderno. Aprovechando esa pausa,Trevor-Roper retomó el interrogatorio:

—Vayamos a otro asunto, si no tieneinconveniente —sugirió—. Nosinteresaría conocer con más detalle loque recuerde sobre una de las personasque nos consta que estuvo en el búnkerde la Cancillería durante aquellos días.

Axmann asintió.—El jefe de la Gestapo, Heinrich

Müller.—Gestapo Müller, muy bien. ¿Qué

quieren saber? —preguntó el alemán.

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—¿Vio usted a Müller en el búnker?—Sí, un par de veces. Una de ellas

durante el asunto Fegelein, cuandodetuvieron al marido de la hermana deEva Braun acusado de deserción. Luegootra vez más tarde, pero no recuerdocuándo.

—¿Sabe usted por qué Müller habíapermanecido en Berlín? Toda laGestapo se había trasladado al sur, aHof, y sus superiores Himmler yKaltenbrunner no estaban en la capital.

Axmann se frotó la sien en medio desu esfuerzo por recordar.

—Creo que pretendía destruirpersonalmente determinados documentos

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de la Gestapo —respondió.—¿Le dijo él eso?—No. Se lo oí decir a alguien.—¿Habló usted con Müller en algún

momento? —preguntó Oughton.—No. Sólo una vez le escuché decir

a un grupo de oficiales que sabía cómose las gastaban los bolcheviques y queno tenía la más mínima intención de caervivo en sus manos.

—¿Estuvo Müller en el búnker hastadespués del suicidio de Hitler?

—No lo sé, es posible. Si le soysincero, en aquellas horas lo que menosme preocupaba era lo que estuviesehaciendo Gestapo Müller.

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—¿Lo vio usted entre los grupos queemprendieron la huida cuando lasnegociaciones con los rusos fracasaron?

—No. Ya le digo que GestapoMüller estaba decidido a suicidarse.

—Pero no sabe si lo hizo.—No. Aunque si lo hubiese visto

muerto usted tampoco lo creería porqueseguramente no me hubiese parado aauscultarle el corazón.

Oughton respiró profundamente.Estaba realmente harto de ArturAxmann.

—¿No era usted amigo de HeinrichMüller? —El americano volvió a lacarga.

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—No. ¿Por qué lo pregunta?—Por nada en especial. Si Müller

hubiese sobrevivido, me preguntabadónde iría a alojarse si tuviese quehacer algo aquí, en Gelsenkirchen.

—¿Hacer algo? —Axmann parecíasinceramente extrañado—. ¿El qué?

—Ver a alguien, por ejemplo.—Quizá en ese caso habría ido a

alojarse a casa de ese alguien.El americano se levantó.—Creo que no tenemos más

preguntas, Herr Axmann.—Les acompaño a la puerta.Oughton y Trevor-Roper dejaron al

alemán, subieron al coche de alquiler y

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pusieron rumbo al aeropuerto paraembarcar en el primer vuelo a Múnich.

—Hugh, ¿se ha fijado en lo que hadicho acerca de Goebbels y suprohibición de salir del búnker hastaque hubiese vuelto Krebs de negociarcon los rusos? —preguntó Oughton decamino a Düsseldorf—. Si alguienconsideraba que las negociaciones conlos soviéticos serían inútiles yo creoque tenía derecho a intentar la huida.Después de todo, Hitler lo habíaautorizado. ¿No cree que la razón de esaprohibición fue evitar que alguien viesealgo que estaba ocurriendo fuera, en eljardín de la Cancillería?

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—Quizá —admitió Trevor-Roper—.Aunque también es posible que si lagente del búnker huía en desbandadadurante las negociaciones, los rusospensasen que la tregua formaba parte deun plan para facilitar la fuga, y entoncesse negasen a dialogar con Krebs.

El historiador sacó la pipa delbolsillo de su abrigo y se la colocó entrelos dientes.

—Personalmente, como historiador,me sigo resistiendo con todas misfuerzas a creer que la versión de Müllersea auténtica —continuó—. Si hay algoen lo que coincido con Axmann es en elpavor de Hitler a caer en manos de los

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soviéticos.—Es posible. Sin embargo, como

agente del servicio de inteligencia delos Estados Unidos yo también me sigoresistiendo a creer que todo lo que nosha contado Müller es mentira.

* * *

El avión de Düsseldorf aterrizó enMúnich-Riem a las siete de la tarde,cuando ya era noche cerrada. Los dosinvestigadores recogieron el DS delaparcamiento y pusieron rumbo al hotel.Habían decidido pasar por el Torbräupara refrescarse y salir más tarde a

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cenar fuera.—Oiga, Hugh, ¿no tiene usted

hambre? —preguntó el mayor Oughtonde camino al hotel.

—Yo sí, ¿y usted?—También. Vayamos al Hundskugel

y cenemos ya.—¿El Hundskugel?—Sí, es un restaurante muy conocido

de Múnich. Está cerca de Marienplatz,llegaremos enseguida.

De camino al establecimiento,Trevor-Roper se removió algoincómodo en el asiento.

—Oughton, espero que en eserestaurante dejen entrar sin corbata. Me

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he dado cuenta de que la que llevaba seme ensució en la cafetería delaeropuerto.

—¿Quiere que paremos en el hotelpara que se pueda poner otra?

—No tengo otra. El MI6 me haenviado algo de ropa, pero ningunacorbata. Y no entiendo por qué. Despuésde todo no abultan nada.

—¿Le ha enviado Sinclair unamaleta con ropa a Múnich? Apuesto aque salió él mismo de compras.

Oughton rio imaginando la escenadel director del servicio secretobritánico eligiendo personalmente laropa de Trevor-Roper. El historiador

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sonrió a su vez, mientras buscaba eltabaco de pipa en el bolsillo del abrigo.

—¿Maleta? —dijo—. Qué va. Sonunos roñosos. Me han dado las cosas enuna caja de cartón, una idéntica a las quetenía en su casa Marie Fischer.

—Marie Fischer… —dijo para sí elagente de la CIA negando con la cabeza.

—Le ha cogido usted manía a lachica.

—Verá, tengo una sospecha sobreella, pero no se la cuento porque no meapetece discutir. Al menos hasta quehaya comido algo.

Trevor-Roper encendió la pipa. ElDS pasó por delante del edificio blanco

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de tejado marrón del MünchnerStadtmuseum y el americano giró a laderecha. Se detuvo en la calleperpendicular del Hundskugel, que hacíaesquina. Los dos hombres dejaron elcoche y se encaminaron al restaurante.

Sin embargo, antes de entrar, elagente de la CIA se detuvo en seco yagarró del brazo a Trevor-Roper.

—Espere un momento, Hugh. Lascajas…

—¿Cómo dice?—Escuche, Marie Fischer nos dijo

que llegó a Múnich sólo con una bolsade viaje con su ropa, y que el únicodinero de que dispuso fue un adelanto

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que le pagaron en la pastelería. Dineroque se gastó en un costoso equipo demúsica y una colección de discos. Sequedó sin blanca, y por eso habíadecidido seguir trabajando, porquenecesitaba la pasta. ¿Me sigue?

—Perfectamente.—Bien, entonces ¿puede decirme

qué equipaje es el que había metido enlas tres cajas de cartón que había en sucasa? ¿Qué había comprado, si no teníadinero?

—Buena observación —dijoTrevor-Roper apuntando con la pipa alamericano.

—Yo se lo diré. El MI6 recibió la

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llamada de Horst Kopkow con la ofertade Müller el domingo nueve de octubre.Kopkow nos dijo que hizo la llamada aldía siguiente de recibir la visita deldirector de la Gestapo. Eso significa queHeinrich Müller salió paraGelsenkirchen a ver a Horst Kopkow ynegociar su entrega al MI6 el día ocho,es decir, el mismo día que se citó conFraulein Fischer en su casa. Y Müllerno llamó a Marie Fischer para avisarladel peligro que corría. Ese día quisoverla para que le guardase su equipaje.

Trevor-Roper observaba a sucompañero con desconcierto. Conformehablaba, Oughton se iba encendiendo

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cada vez más.—Las cajas de cartón que hay en

casa de Fraulein Fischer no contienenlas cosas de ella, sino el equipaje deHeinrich Müller —concluyó elamericano.

El agente de la CIA se dio mediavuelta y volvió a abrir el DS. Trevor-Roper le siguió y, juntos, emprendierona toda velocidad el camino al nuevoapartamento de la chica, enTheresienwiese.

—Si eso es cierto espero queFraulein Fischer tenga una buena razónpara habernos ocultado esa información—dijo Trevor-Roper.

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—Yo espero que no se haya desechoya de las cajas. Vamos a desenmascararde una vez por todas a la débil ydesvalida Marie Fischer.

Diez minutos después, el Citroën sedetenía enfrente del edificio donde lamujer tenía su apartamento. Los dosinvestigadores subieron las escaleras sindemora y Oughton llamó a la puertaenérgicamente con los nudillos.

No se oyó nada. El agente de la CIAcentró su atención en la mirilla de lapuerta y notó que unos ojos se asomabanpor ella.

—Somos nosotros —dijo Oughton—. Abra, por favor.

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El cerrojo se corrió y detrás de lapuerta apareció la figura de MarieFischer sonriendo a sus dos visitantes.El mayor Oughton entró en el piso comoun toro, apartando de un empujón a lamujer. Lanzó una mirada al rincón dondedos días antes había visto las tres cajasapiladas. No había nada.

—¿Dónde están? —preguntó elamericano.

Marie Fischer cerró la puerta con ungesto de angustia.

—¿Dónde están qué?—Las cajas de cartón que había aquí

anteayer. —Oughton señaló el espaciodel suelo que habían ocupado.

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La voz de la chica se quebró alcontestar:

—Deshice el equipaje…El agente de la CIA se abalanzó

sobre ella y la agarró de los hombros.Habló con tanta rabia que, al hacerlo, leescupió unas gotas de saliva.

—¡Embustera! Esas cajas eran deHeinrich Müller. Si no me dice ahoramismo dónde las ha puesto le juro porDios que la llevo a rastras hasta lafrontera con la República Democrática.E l KGB no tardará ni cinco minutos enponerle las manos encima.

Marie Fischer miró con espanto almayor Oughton. Detrás, Hugh Trevor-

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Roper dudaba si intervenir paratranquilizar a su compañero. En suinterior algo le seguía diciendo queaquella mujer era inocente, pero lecorrespondía a ella demostrar ahora dequé lado estaba.

—Están fuera —dijo al fin la chicacon un hilo de voz—, en la terraza de mihabitación.

Oughton la soltó y se internó en elpasillo. Entró en el dormitorio y viojunto al tocador unas puertas de cristaltapadas con unos visillos. Descorrió lascortinas y pudo ver un pequeño balcónde losas de barro cocido. Al fondohabía un bulto tapado con una lona

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marrón muy sucia. El americano giró elpomo de la puerta y ésta arañó el sueloal abrirse emitiendo un quejido. Oughtonretiró la lona con un fuerte tirón y antesus ojos aparecieron las tres cajas decartón.

El agente de la CIA las puso, una auna, a los pies de la cama de la mujer.Para entonces, Trevor-Roper y MarieFischer ya lo veían actuar en el interiorde la alcoba. Las cajas eranrectangulares, con unas dimensionesaproximadas de cincuenta por treintacentímetros en cada lado y unos sesentade profundidad. Una de las cajas estabaabierta, y las otras dos, cerradas con

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unas cintas aislantes en las que alguienhabía escrito algo.

—¿Qué pone ahí, mayor? —preguntóTrevor-Roper.

—Nada. Es una señal paraasegurarse de que nadie rompe el cierre.—El americano se volvió a la chica—.¿Ha abierto usted esta caja?

—No. Cuando Müller me la dio yaestaba abierta.

El mayor Oughton echó un vistazorápido al contenido de la caja abierta.Dentro sólo había ropa. Volvió suatención entonces a las otras dos cajas.Se agachó junto a ellas, sacó las llavesdel coche y, utilizándolas como un

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estilete, rasgó de lado a lado cada unade las dos cintas. Las cajas quedaronabiertas de par en par.

Oughton cogió en peso la primera yvolcó su contenido sobre la cama.Cayeron tres bolsas negras cerradas conesparadrapo. Las tres parecían contenerlo mismo. Oughton desgarró cada una delas bolsas y de ellas cayeron fajos delibras esterlinas de distintasdenominaciones. El americano volcó lasegunda caja. Otras tres bolsas negras.Oughton las rasgó y en esta ocasiónsobre la cama llovieron dólaresamericanos.

—¿De dónde sacaba tanto dinero?

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—preguntó el historiador.—Ni idea. —Oughton se volvió para

mirar a su compañero—. ¿Por qué no selo pregunta a nuestra amiga?

Marie Fischer negó con la cabeza.Su rostro pretendía reflejar la sorpresaque le causó el descubrimiento deldinero. Tenía la boca abierta, larespiración entrecortada y sus ojosempezaron a humedecerse. El americanodejó las cajas y se acercó a ella. Lamujer se echó hacia atrás hasta que suespalda dio con la pared.

—No sé…, no sabía que ahí habíadinero. Le juro que no sabía nada.

—Ya. Cuéntenos entonces algo que

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sepa.—¿Algo? —La voz de la mujer

sonaba como un susurro—. Noentiendo…

—Está bien —dijo el americano—,en ese caso hablaré yo. Le diré la razónpor la que Heinrich Müller la sacó deBerlín en 1945. Resulta que él tenía unplan para escapar con los rusos, pero nopodía ejecutarlo solo. Necesitaba uncómplice, alguien que pudiese guardarleuna copia de los ficheros secretos delRSHA y le sirviese para amenazar a losrusos con entregar los papeles a losEstados Unidos si le ocurría algo. Esacopia, en definitiva, le permitiría

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mantenerse con vida mientras estuvieseen poder de la URSS. Usted era elcómplice ideal. Joven, ingenua, cándida.Con su uniforme de enfermera podíamoverse con cierta libertad por Berlín.Él le explicó el plan y le dio la copia delos documentos. Usted la escondió yluego, para escapar de toda sospecha, sedejó atrapar junto a Müller por elservicio secreto ruso, el NKVD. Memintió cuando me dijo que él no llevabanada cuando lo detuvieron los rusos.Tenía los archivos del RSHA quemicrofilmó en Berlín. Él forzó a losrusos a que la soltasen, y entonces usted,nuevamente libre y con la involuntaria

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protección del NKVD, pudo volver a porlos archivos. Cuando los tuvo, ysiguiendo instrucciones de Müller, envióuna carta a la embajada rusa en Turquíapara el NKVD que contenía una páginade los ficheros. Así ellos sabrían que noiba de farol. ¿Voy bien?

Fraulein Fischer negaba con lacabeza. Miró a Trevor-Roper en actitudsuplicante, pero éste seguía con graninterés el discurso del agente de la CIA.

—Pero, claro —continuó Oughton—, para que el plan no perdiese su vigorera necesario que usted siguiesecolaborando, con salud y una vidacómoda. Por eso se vieron regularmente,

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y por eso le daba Müller esascantidades de dinero. Pasó el tiempo, ycuando murieron Stalin y Beria,Heinrich Müller supo que tenía que huirdel bloque soviético. Pero no podíadejarla a usted en Berlín. Se la tenía quellevar con él por varias razones: laprimera y principal para que usted no letraicionase contando a las autoridadesque él seguía con vida. La segundaporque tenía acceso a una copia de losarchivos del RSHA, lo cual constituía unaprueba de la traición de Müller; y latercera porque, como ahora es evidente,usted podía seguir ayudándolo. Y quizáhaya más razones que desconozco.

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Marie Fischer rompió a llorar.—¡No es verdad, no es verdad! —

dijo entre sollozos—. Dios mío, ¿cómopuedo hacer para que me crea? Yo leaseguro que nada de eso que ha dicho escierto. Él me ayudó porque meapreciaba, porque me lo prometió.¡Porque yo le salvé la vida! Usted meenseñó la fotografía de su cadáver. ¿Lovio? ¿Vio el cuerpo? En ese caso tendríaque haber visto la cicatriz del disparo enla cadera.

—Sí —dijo el mayor Oughton—, vila cicatriz. Pero no vi nada quedemostrase que esa herida fue causadaen abril de 1945.

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Marie Fischer se sintió abatida conla reacción del americano. Se veíaincapaz de convencerlo.

—Escuche, es verdad que el últimodía que Müller y yo nos vimos enMúnich él me dio esas cajas —admitióla chica—, pero me insistió para quetomase precauciones y no meencontrasen los rusos. Lo hizo poramistad.

—Bah, no sea estúpida. ¿Amistad?¿Un hombre que abandonó a su mujer ysus hijos? Si Heinrich Müller le dioinstrucciones para que no ladescubriesen los rusos no fue pensandoen usted, sino en su equipaje, en esas

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cajas de ahí. Trataba de evitar quealguien llegase hasta ellas.

Fraulein Fischer se tapó la cara conlas manos y siguió llorandodesconsoladamente. Oughton emitió unbufido y la miró con repugnancia. Se diola vuelta y cogió la tercera caja, la queestaba abierta cuando llegó. Volcó sucontenido en la cama junto a las bolsasde dinero.

Esta vez cayó únicamente un montónde ropa de varón. Oughton se puso arevolver entre las prendas buscandoalgo de interés. Entre sus manos pasaroncalcetines, calzoncillos, cinturones,pantalones, camisas, camisetas, un par

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de zapatos viejos y desgastados… Todoello de la talla de Heinrich Müller, peronada interesante. El americano dejó lasprendas desparramadas sobre la cama yse volvió a dirigir a la mujer:

—Cuando Müller le dijo el últimodía que dejase el trabajo en la pasteleríay el piso de Herr Olson, ¿cómodemonios pretendía contactar con usteden el futuro? Nos dijo que él no le dioningún medio de localizarlo. ¿Cómopensaba hacerlo?

Fraulein Fischer se encogió dehombros.

—El portero, Herr Rossler —dijo lamujer como si aquello fuese una

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obviedad—. Müller dijo que podíaconfiar en él, que le diese mi nuevadirección. Creo que le había dadodinero.

Trevor-Roper miró a Oughtonesperando su reacción, pero elamericano no dijo nada.

—Pensaba que le había contado esto—añadió la mujer—. No pretendíaocultarlo, de verdad.

—Sin embargo, sí que ocultó lascajas —dijo Trevor-Roper.

—Es cierto —asintió ella mirandoal historiador—. Tal vez me equivocaseal hacerlo. Pero ésas eran sus cosas, yno me sentía autorizada para dárselas a

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nadie.Marie Fischer se dirigió entonces al

agente de la CIA, y añadió:—Como ven, no he cogido nada de

dinero.Oughton ahogó una risotada en la

garganta.—Conmovedor —dijo—. Hugh,

ayúdeme. Nos llevamos la pasta.—¿Y la ropa?—No, la ropa la dejamos aquí. Por

si vuelve Müller del más allá.El americano metió todas las

prendas en su caja y volvió a dejarla enla terraza de la alcoba. Acto seguido,los dos hombres fueron introduciendo

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las bolsas de dinero en las dos cajasrestantes. Oughton cogió de la cama unfajo de dólares americanos y se lo lanzóa Marie Fischer.

—Tenga —dijo a la mujer—. Conesto puede ir tirando sin trabajar.Cámbielo en pequeñas cantidades y nolevantará sospechas. Ya ve que la estoyayudando, como le prometí.

Los dos investigadores cerraron lassolapas de las cajas. El americano pusouna sobre otra y cargó con ambas en susbrazos.

Trevor-Roper se adelantó con lasllaves del Citroën DS para abrir elmaletero. Bajó a la calle y cuando

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estuvo preparado hizo una señal aOughton, que aguardaba en el portal. Elamericano corrió con las cajas hacia elcoche, las guardó y cerró la portezuela.Los dos investigadores subieron alCitroën. El agente de la CIA se puso alvolante y arrancó el motor.

—¿Dónde piensa dejar el dinero?¿En el hotel? —preguntó Trevor-Roper.

—Sí. Dejaremos las cajas en mihabitación. En algún momento tendremosque ir a hablar con el portero, ese talRossler. No sé por qué no lo hemoshecho aún.

Al llegar, Oughton dejó el coche yabrió el maletero. Los dos hombres

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cargaron con una caja y se encaminarona la entrada del Hotel Torbräu. Oughtonentró primero con la caja en los brazos yaire despreocupado. Pasó por delantedel mostrador de recepción sindetenerse. El empleado, que revisabaunos listados, alzó la vista y miró alhuésped cuando éste había pasado ya delargo.

—Buenas noches, señor Oughton.—Hola, ¿qué tal?El americano se dirigió al ascensor.

Acto seguido entró Trevor-Roper. Elrecepcionista volvió a saludar:

—Buenas noches, señor Trevor-Roper. ¿Desea que llame al botones

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para que le eche una mano?—No, gracias. No pesa nada.El historiador dio alcance al

americano en el ascensor y juntossubieron a la planta donde se encontrabala habitación de Oughton. Éste abrió lapuerta y los dos hombres dejaron sucarga en el suelo. El agente de la CIAlanzó una rápida mirada a su alrededor ychasqueó la lengua.

—Pongamos las bolsas en elarmario, no hay lugar mejor.

Trevor-Roper abrió el mueble yentre los dos guardaron en su interior lasbolsas con el dinero. Al vaciar elcontenido de la segunda caja, Oughton

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reparó en un objeto adherido al fondo.—¿Qué es eso? —preguntó el

historiador.—No sé. Algo pegado al fondo con

un esparadrapo. No lo había visto antesen casa de la chica.

El agente de la CIA arrancó la cintaadhesiva y extrajo una pequeña agendacon las tapas cubiertas por una funda depiel y cerrada con un lazo negro.Deshizo el lazo apresuradamente y pasólas hojas. En cada una de ellas figurabael nombre de los días y meses del año1946 escritos en alfabeto cirílico. Elcolor de las páginas había adquirido unatonalidad amarillenta.

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—No hay nada escrito… Ah sí, aquí.El americano se detuvo en una

página hacia el final del cuadernillo. Enella había anotadas varias líneas de unnúmero distinto de caracteresalfanuméricos, impresos con tinta negra.

—¿Qué podrá ser?—Parecen números de teléfono —

dijo Oughton—. Fíjese que en estas treslíneas hay una X que separa luego unaserie de cinco o seis caracteres. Quizálo que hay a la izquierda es el nombre ya la derecha, el número.

—Pero en estas filas de abajo, a laderecha de la X hay más de diezcaracteres. Eso no puede ser un número.

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—Es posible que en esas filasMüller haya puesto el número deteléfono a la izquierda y el nombre a laderecha, o que sea un númeroextranjero… En todo caso no tengoninguna intención de ponerme adescifrar esto. Al final probablementesacaríamos una lista de nombres enclave que no nos dirán nada, detrás delos cuales es posible que haya agentesde la Gestapo que nos dirían aún menos.

Oughton cerró la agenda y le ató ellazo. Al moverla percibió un olor que lellamó la atención. Se la llevó a la narizpara olfatearla mejor.

—Qué raro. La piel del forro huele a

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nuevo, y la agenda tiene nueve años. —El americano acercó el objeto alhistoriador para que pudiesecomprobarlo por sí mismo.

—La funda es nueva. Mire a ver sipuede retirarla.

El americano intentó sacar la pielpero no pudo.

—Han pegado a la piel los bordesde la tapa original de cartón. Habría queromperla.

—Hágalo.Oughton despegó el cartón y la piel

se desprendió suavemente de la agenda.Al hacerlo, un pequeño trozo de papelcayó sobre la cama. El americano lo

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cogió. Era otra serie de caracteres. Dosletras, un número, un guión y otronúmero de cinco dígitos.

—Otra clave —dijo Trevor-Roper.Oughton sonrió a su compañero.—Sí, pero esta vez sé lo que es.—¿En serio? ¿De qué se trata?—Un Nummernkonto, una cuenta

bancaria numerada en la que no constael nombre del titular. Estos últimoscinco dígitos son el Bankleitzahl, elnúmero de cuenta.

—¿Una cuenta en Suiza?—No, en Austria. Estas dos letras

del principio son las siglas de unaentidad bancaria austriaca muy

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importante.—Creía que las cuentas anónimas

las hacían solamente en Suiza.—En Austria también. Únicamente

unos pocos empleados del bancoconocen la identidad del titular, quiensólo tiene que proporcionar una clavepara acceder a sus posiciones y operar.

Oughton se sentó en la camaagitando el trozo de papel.

—Lo más probable —continuó— esque éste sea el modo en que Müllerconseguía el dinero. Alguien se loingresaba en su cuenta y él sólo teníaque acudir al banco a retirarlo.

—Tiene razón. Por eso Müller le

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dijo a Höttl que viajaba de vez encuando a Austria. El papel loconservaría como recordatorio de sucuenta. La clave seguro que no laolvidaría puesto que la había escogidoél.

Oughton se levantó, sacó de suamericana la libreta de notas y guardó elpapel en el interior. Dejó la agenda deMüller sobre la cama y se sentó en elsillón frotándose la barbilla con airepensativo. Trevor-Roper, mientras tanto,preparó su pipa para fumar.

—Esto aclara algunas cosas, Hugh.—¿Como qué?—Le seré sincero. Hasta ahora yo

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sospechaba que el dinero le llegaba aMüller del Gobierno de la UniónSoviética, quizá del mismo LavrentiBeria, el director del NKVD. No sé,sería una especie de pensión, o inclusoun salario por sus servicios a la URSS,aunque me parecían unas cantidadesexcesivas. Sin embargo, ahora me doycuenta de que esa hipótesis es errónea:los soviéticos nunca pagarían en Suiza aun agente que estuviese en su propiobloque. ¿Por qué hacerlo? Después detodo, pagando en un banco austriaco sepodría rastrear el origen de los fondoscon una orden judicial. ¿Por qué correrese riesgo? Los rusos tenían a su

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disposición otros mecanismos muchomás sencillos y que nunca seríandescubiertos. Müller vivía en laRepública Democrática y ellos losabían. Lo tenían muy fácil para pagarlea escondidas.

—Efectivamente, no parece que eldinero sea ruso. Pero, entonces, ¿dequién?

—Sabemos que Müller no trabajabani para el MI6, ni para Gehlen ni paranosotros. El dinero tenía que provenirde un particular. Pero ¿qué trabajojustificaría tal cantidad de dinero deforma periódica?

Oughton se inclinó hacia delante y

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miró fijamente al historiador.—Sólo se me ocurre una posibilidad

—concluyó el americano—. HeinrichMüller chantajeaba a alguien.

Trevor-Roper se sacó la pipa de laboca.

—¿Chantaje, dice? —preguntó elhistoriador.

—Sí. No encuentro una explicaciónmejor. Aunque, en ese caso, si Müllerchantajeaba a la persona que le daba eldinero, entonces él debía de tener algoque comprometía a ese tipo… —Elamericano pensó unos instantes, y luegose interrumpió para echar una ojeada asu reloj—. Las diez menos cuarto,

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demasiado tarde para ir al Hundskugel.Tendremos que comer algo aquí. Yaestoy harto de este restaurante, pero veoque no podré librarme nunca de él.¿Vamos?

El historiador asintió. Los doshombres se disponían a salir cuandosonó el teléfono. El agente de la CIArodeó la cama para responder.

—¿Señor Oughton? Llamo derecepción. Le busca un caballero, unmilitar estadounidense.

El americano chasqueó la lengua conimpaciencia.

—Bajo enseguida. —Oughton colgóy se dirigió al historiador—. Escuche,

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Hugh, tengo una visita en recepción.Hágame un favor y espéreme en elrestaurante.

—De acuerdo.—Si es tan amable, vaya encargando

al camarero algo de comer para mí. Nome gustaría llegar y que la cocinaestuviese cerrada.

El historiador accedió, y los doshombres se separaron en el pasillo. Elagente de la CIA bajó por las escalerashacia el vestíbulo, y cuando llegó arecepción vio junto al mostrador a unoficial con el uniforme del ejército delos Estados Unidos.

—Buenas noches, soy el mayor

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Oughton.El militar se volvió. Tendría unos

treinta y cinco años. Era alto, conhombros musculosos, cuello ancho ymejillas tostadas por el sol. Cuandohabló lo hizo con acento de Texas ydejando ver unos incisivos algodesviados hacia fuera.

—A sus órdenes —el militar saludó—. Soy el capitán Petterson, delComando Europeo de los EstadosUnidos acuartelado en Schweinfurt.

Oughton trató de ubicar a aquelhombre. Schweinfurt era una ciudadbávara situada a unos trescientoskilómetros de Múnich. En ella había una

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de las mayores bases del ejércitoestadounidense. El agente de la CIAasintió con la cabeza y Petterson adoptóuna pose más relajada.

—¿Qué desea, capitán?—Mayor Oughton, hemos recibido

una comunicación de la policía alemanainformándonos de que mañana va allegar a la República Federal uncontingente de prisioneros de guerraalemanes procedente de la URSS. Me hanordenado que venga a advertirle de queentre esos prisioneros hay un tal JohannRattenhuber. —Oughton sonrió con gransatisfacción al escuchar el nombre deljefe de guardaespaldas y, según Müller,

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asesino de Adolf Hitler. Pettersoncontinuó hablando sin dar opción aintervenir al agente de la CIA—. Estoy alfrente de un pequeño batallón que saleinmediatamente hacia la frontera con laRepública Democrática. Nuestrasórdenes son hacernos cargo del grupo enla frontera de Herleshausen. Creo queusted interrogará a Rattenhuber nadamás llegar, ¿es así, señor?

—Así es.—Bien, en ese caso le espero

mañana a las once de la mañana en lafrontera. Nos han comunicado quealgunos simpatizantes de esos nazis sereúnen allí para darles la bienvenida,

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así que acordonaremos la zona.Trasladaremos a Rattenhuber a lacomisaría y allí podrá verlo en privado.

—Excelente —dijo Oughton—. Noolvide que Rattenhuber no debe hablarcon nadie antes de hacerlo conmigo.

—Me encargaré personalmente deque así sea. ¿Ordena usted algo más?

—Nada. Gracias, capitán.Petterson saludó nuevamente y salió

a la calle. A través de la puerta decristal del hotel, Oughton lo vio subir aun jeep del ejército donde lo esperabanotros dos militares. El agente de la CIAvolvió al restaurante, en una de cuyasmesas estaba Trevor-Roper. Aquella

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noche la escueta decoración del localconsistía en un jarrón con flores decolor morado. A través de ellas, elhistoriador se dirigió a su compañero:

—¿Qué ocurre?—Mañana sueltan a Rattenhuber. Lo

veremos a las once en Herleshausen.El historiador miró sorprendido a

Oughton, preguntándose por los detalles.—Veo que esta noche hay atún —

dijo el americano—. ¿Está bueno?

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Jueves, 20 de octubre de1955

Oughton y Trevor-Roper tuvieron quelevantarse antes de las seis de la mañanapara poder realizar el viaje en coche aHerleshausen con tiempo suficiente parallegar allí a las once. Cuando llegaron,se dirigieron al punto de control de lafrontera con la República Democrática:una pasarela de acero fuertementecustodiada que separaba el Este delOeste y atravesaba una larguísimacarretera totalmente recta. Tal y comodijo Petterson, los americanos habíancolocado una pequeña verja metálica

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que separaba a un nutrido grupo desimpatizantes nazis del autobús delejército estadounidense que acababa dellegar del lado soviético.

Varios agentes alemanes organizaronel traslado de los ocupantes del autobúsa un furgón de la policía que se los llevóentre los vítores de los espectadores.Sin embargo, uno de los alemanes reciénexcarcelados fue retenido aparte,rodeado por varios militaresamericanos. Uno de ellos era el capitánPetterson.

Dos de los soldadosestadounidenses subieron al alemán a unjeep del ejército y se lo llevaron.

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Mientras tanto, el capitán Petterson seacercó a la verja metálica y ordenó a losguardias que abrieran paso a Oughton yTrevor-Roper a través de ella por unapequeña puerta cerrada desde dentro.

—Me acompaña el profesor Trevor-Roper —dijo el agente de la CIA.

—Encantado de conocerlo, profesor.Vengan por aquí, un jeep del ejércitonos recogerá inmediatamente.

—¿Dónde han llevado aRattenhuber? —preguntó el historiador.

—Al destacamento de la policíaalemana de Herleshausen. A los demás,a un hospital para hacerles unreconocimiento médico.

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Un jeep llegó a la altura de los treshombres circulando a toda velocidad. Elcapitán Petterson ocupó el asiento dedelante, junto al conductor, y los dosinvestigadores los de atrás.

—¿Qué contacto ha tenidoRattenhuber con el mundo exterior desdesu excarcelación? —preguntó Oughton.

Petterson se giró para mirar a suinterlocutor.

—Ninguno, señor. Los rusos nos loentregaron hace unas tres horas. Loseparamos del resto de los alemanes ysólo nos hemos dirigido a él para darlealgo de comer. Yo mismo he ido sentadoa su lado en el autobús para asegurarme

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de que nadie le dirigía la palabra.—¿No se ha extrañado de ello?—Si lo ha hecho, desde luego no nos

ha dicho nada. En todo caso, cuandoahora vea que sus compañeros semarchan y él se queda imagino que sepreguntará qué demonios está pasando.

El jeep frenó delante de un edificioblanco con dos macetones de piedrallenos de flores a ambos lados de lapuerta. Había un letrero de «POLIZEI»sobre el portal. Oughton, Trevor-Ropery el capitán americano se apearon delvehículo y éste se alejó tan rápido comolos había llevado allí. Los tres hombresentraron en las dependencias del

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destacamento de la policía. Uno de losguardias saludó al militar americano ycondujo a los visitantes a una pequeñasala de paredes azules y sin ventanas.Dentro les esperaba Johann Rattenhuber.

Trevor-Roper vio entonces elaspecto que presentaba el antiguo jefede escoltas de Adolf Hitler, a quienhabía conocido en fotografías antiguas.En aquella época, en mitad de la guerra,Rattenhuber era un hombre algo obeso,con la piel del rostro rosada yperfectamente rasurada y unas faccionessuaves propias de quien vive en lacomodidad de la retaguardia.

Sin embargo, el Johann Rattenhuber

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de octubre de 1955, tras diez años decautiverio en distintas prisionessoviéticas, estaba demacrado. Loshuesos de los pómulos le asomaban através de una piel blanquecina surcadade arrugas. Una barba blanca de peloáspero y puntiagudo le cubría la cara.Tenía los hombros cargados, los ojoshundidos, la boca quebrada en un rictushostil, el pelo mal cortado y blanco y lascejas arqueadas hacia abajo mostrandouna actitud permanentementecontrariada. Había perdido más detreinta kilos.

El policía alemán cerró la puertadetrás de él y dejó solos a los tres

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visitantes con el prisionero. Rattenhuberse levantó de la silla como un resortecuando entraron los recién llegados. Eloficial estadounidense se dirigió alalemán en su lengua:

—Diga su nombre.—Johann Rattenhuber.Petterson se volvió hacia Oughton.—Todo suyo, mayor.El oficial salió de la sala y cerró de

un portazo. Oughton y Trevor-Roper sequedaron a solas con Rattenhuber. Elagente de la CIA señaló la silla de la quese había levantado el alemán, dando aentender a éste que podía sentarse. Losdos investigadores lo hicieron frente a

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él, al otro lado de una mesa metálica decolor gris.

—Pertenecemos al servicio secretodel ejército de los Estados Unidos —dijo Oughton—. Antes de ponerle enlibertad tenemos que hacerle unaspreguntas.

Rattenhuber calló, aceptandotácitamente la proposición. Aunquedespués se lo pensó mejor y dijo:

—Si se trata de algo relacionadocon la inteligencia soviética, lesadvierto que ni yo ni mis compañerosseremos capaces de aportarles ningunainformación útil. Hemos estado la mayorparte del tiempo en régimen de

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aislamiento y…—Perdone que le interrumpa. No

hemos venido a hablar de nada de eso.—Queremos saber qué pasó con

Adolf Hitler en 1945 —intervino elhistoriador inglés.

El jefe de la escolta de Hitleresbozó una media sonrisa. Puso loscodos en la mesa y apoyó la cabeza enlas manos, frotándose fuertemente losojos con las yemas de los dedos.Cuando las cuencas se le hubieronenrojecido al vaciarse los lagrimalesmiró fijamente al americano.

—Hasta finales de 1946, loscomunistas acompañaban esa pregunta

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de una paliza. Cuando les contestaba medejaban sin comer ni beber durante undía entero. Al día siguiente me lavolvían a preguntar y entonces quizá medaban un poco de agua sucia.

—¿Por qué? ¿Pensaban ellos queusted les estaba mintiendo?

—Decían que sí. Estabanconvencidos de que el Führer seguíavivo, no sé por qué. En estos diez añosno he visto a ninguno de los otrosocupantes del búnker y no sé qué leshabrán contado ellos. Al cabo de un añode cautiverio nos llevaron a todos aBerlín para reconstruir allí lo que pasóel día que murió Hitler. Entonces pude

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ver a Günsche, Linge y los demás. Perolos guardias nos dijeron que sicruzábamos una sola palabra entrenosotros nos dispararían en el acto.

—¿Qué les contó usted a los rusos?—La verdad: que el Führer murió a

las tres y media de la tarde del treinta deabril en el búnker de la Cancillería.

—¿Cómo murió? —preguntóTrevor-Roper.

—Se disparó en la cabeza. En lasien derecha. —Rattenhuber se apoyólos dedos índice y corazón de la manoderecha en la sien.

—¿Vio el cadáver?—No.

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—¿Quién le dijo, entonces, que sehabía disparado en la sien?

—El ministro Goebbels.—¿Dónde estaba usted cuando

tuvieron lugar esos hechos?—En el mismo búnker, hasta que

fuimos saliendo todos en pequeñosgrupos. Me sentía deprimido. Estuvesubiendo y bajando las escaleras quedaban acceso al piso superior. Antes delsuicidio del Führer, el ministro meordenó que despejase completamente lasalida de emergencia y el jardín paraincinerar privadamente los cadáveres.Después volví al búnker y me bebímedia botella de coñac. Lo siguiente que

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pasó lo recuerdo de una manera muchomás imprecisa.

—¿Hay algún testigo que puedaafirmar que usted estuvo en el búnker sinsalir hasta el momento de la huida?

Rattenhuber se encogió de hombros.—Supongo que sí.Hasta ese momento las preguntas se

habían sucedido como una descarga deametralladora. Pero al oír aquelloTrevor-Roper se arrellanó en el asientoy cruzó los brazos. El americanoadvirtió en su compañero un gesto dedesconfianza y aprovechó la ocasión.

—Está mintiendo —dijo en inglés alhistoriador. Éste asintió sin dejar de

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mirar a Rattenhuber.El alemán entendió aquello y suspiró

profundamente reviviendo losnumerosos episodios de incredulidad desus captores soviéticos durante todosesos años. Era como un guiónpreestablecido, en el que la sucesión delos acontecimientos no variaba conindependencia de lo que hiciese o dijeseRattenhuber.

—Les estoy diciendo la verdad —dijo el alemán.

Oughton sacó su cuaderno de notas yde entre sus páginas extrajo la fotografíaantigua de Heinrich Müller.

—¿Reconoce a este hombre?

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Rattenhuber se inclinó sobre lafotografía, pero no la tocó.

—Sí, es Heinrich Müller. GestapoMüller.

Oughton volvió a rebuscar en elcuaderno y de entre sus páginas sacóotra fotografía. La puso sobre la mesa yla empujó hacia el alemán. Esta vez erauna de las que él mismo tomó al cadáverde Müller en el sótano de lasinstalaciones de la Organización Gehlen.

—¿Y a éste? ¿Lo conoce?El jefe de la escolta de Hitler miró

la fotografía y reconoció el rostro algomás envejecido e inerte del mismohombre. Los ojos de Rattenhuber

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expresaron un imperceptible signo desorpresa, aunque esta vez no dijo nada.Levantó la vista y miró fijamente aOughton. El americano volvió apreguntar:

—¿Estaba Müller en el búnker el díaque murió Hitler?

El alemán apartó por un instante losojos del rostro de su interrogador.Oughton detectó un ligero signo dealarma en el jefe de la escolta de Hitler.

—Sí —dijo al fin.—¿Y no tiene curiosidad por saber

cómo escapó Müller? Como puede ver,a diferencia de Hitler, no murió en 1945.

Rattenhuber tomó entonces la

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fotografía entre sus manos. La apretabafuertemente. Oughton entrelazó losdedos encima de la mesa y, apoyándoseen sus brazos, acercó su rostro aRattenhuber para hablarle en voz bajaseparando lentamente las sílabas:

—Hizo un trato con los soviéticos—dijo.

El americano calló un instante paraque el jefe de la escolta de Hitlerpudiese asimilar sus palabras. Luegocontinuó:

—Como lo oye, no me lo estoyinventando. Nos lo contó él mismo.Mientras ustedes intentaban escapar,Müller, en lugar de suicidarse, se

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escabulló a un punto de encuentro dondelo esperaba el servicio secretosoviético. Los rusos lo pusieron a salvoen su zona y todos estos años ha estadoprotegido por ellos, riéndose del Reichy de sus camaradas alemanes y contandoa l NKVD todo lo que sabía —Oughtonhizo otra pausa y repitió lentamente—:Todo lo que sabía.

Rattenhuber tragó saliva y siguiómirando fijamente la fotografía. Susdedos la oprimían con tal fuerza que elpapel empezaba a agrietarse. Trevor-Roper se volvió entonces hacia Oughton.El americano tenía la presa entre losdientes y no la dejaría escapar.

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—¿Entiende ahora el porqué de losinterrogatorios sin fin, de laincredulidad de los comunistas, de laspalizas, del hambre, del agua sucia…?

Rattenhuber soltó la fotografía paramirar al americano con su perenne gestode hostilidad. La rabia le bullía en suinterior, aunque la mantuvo atrapadadentro de su organismo. Por un momentopareció recobrar la compostura.

—¿Cuándo murió Müller? —preguntó.

—Eso no se lo diré —respondióOughton—. Lo que sí le diré es que nosdijo que Goebbels le llamó a unareunión en el búnker a las dos de la

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tarde del treinta de abril para hacerlepartícipe de un plan para sacar a Hitlercon vida de Berlín. En esa reuniónestaba usted. Müller nos confesó quecumplió la orden que recibió, y queentregó a Hitler con vida a usted y alotro guardaespaldas, Peter Högl, en elTiergarten. Luego él se marchó.

Cuando escuchó las últimaspalabras, Rattenhuber miróalternativamente al americano y alhistoriador, aunque esta vez con unaexpresión de incredulidad que delatabasu boca entreabierta. Pensó un poco y,sonriendo, volvió a fijar la vista en elrostro inerte de Müller.

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—Les ha engañado —dijo negandocon la cabeza—. Nos ha traicionado atodos.

—Ni hablar —dijo Oughton—. Nopuede ser todo mentira, no me va aconvencer de eso. ¿Cree que Müllerpodría haber inventado una historia tanburda esperando que los rusos lecreyesen?

El jefe de la escolta de Hitler alzó lacabeza y dijo lentamente:

—No me entiende. Se trata deldinero. Müller debió dar a los rusos eldinero.

Los dos investigadores se miraronincrédulos.

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—¿Qué dinero? —dijo al finOughton—. ¿De qué está hablando?

Rattenhuber movió la cabeza yperdió la mirada en algún punto delsuelo de la sala. Parecía escoger cadauna de las palabras, sopesando el efectoque tendrían en el conjunto de su relato.Oughton no quiso darle tiempo parainventar una historia.

—Estamos esperando —dijo—.Empiece ya.

Rattenhuber se humedeció los labiosantes de hablar.

—Heinrich Müller fue llamado apresencia del ministro Goebbels eltreinta de abril —dijo al fin—, pero no

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a las dos, sino a las cuatro y media de latarde.

—¿Después de morir Hitler? —intervino Trevor-Roper.

—Sí. Nada más volver de incinerarel cadáver del Führer, el ministroGoebbels se dirigió a la sala de losmapas con Martin Bormann y elayudante de las SS Otto Günsche. Antesde entrar me ordenó que buscase aMüller y lo llevase allí.

—¿Sabía Goebbels que Müllerestaba en el búnker?

—Lo sabía. Todos lo sabíamos.Apareció regularmente entre elveintitrés y el treinta de abril. Ese día en

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concreto estaba merodeando por elrefugio, diciendo que se iba a suicidar.

—¿Qué razones daba Müller parapermanecer en Berlín? —preguntóTrevor-Roper.

—Por lo visto, el Führer le habíaencargado destruir personalmenteciertos documentos.

—¿Escuchó dar esa orden a Hitler ose lo contó el propio Müller?

—Me lo dijo Müller.—¿Por qué le creyó?—Porque el propio Führer había

supervisado personalmente ladestrucción de la documentación de laCancillería. Lo hizo con uno de sus

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ayudantes, el ObergruppenführerSchaub. Cuando Müller me dijo quehabía recibido esa orden di por sentadoque era cierto.

—Volvamos al treinta de abril —dijo Oughton—. ¿Dónde encontró aMüller cuando fue a buscarlo?

—Estaba subiendo las escaleraspara acceder al piso superior delbúnker.

—¿Qué pasó entonces?Rattenhuber se volvió a humedecer

los labios y relató a sus interrogadoressu versión de los hechos del treinta deabril.

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* * *

Berlín. 30 de abril de 1945.4.30 de la tarde

El Gruppenführer Johann Rattenhuber,jefe de la escolta de Adolf Hitler,condujo a Heinrich Müller a la sala delos mapas del búnker. Llamóenérgicamente con los nudillos y,cuando escuchó la voz de Goebbelsautorizándole a pasar, abrió la puerta.En el interior esperaban con el ministroel secretario Martin Bormann, el

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ayudante de las SS Otto Günsche y PeterHögl, del cuerpo de guardaespaldas.Müller hizo el saludo hitleriano.

—Gracias, Rattenhuber. Quédesecon nosotros.

Goebbels rodeó la mesa y, cojeando,se acercó hasta Müller para darle unapretón de manos. También saludó aRattenhuber, y el jefe de escoltas sintióla piel suave y sudorosa del ministro.

—Müller, le agradezco en nombredel Führer su presencia hasta el final enBerlín.

El director de la Gestapo asintióagradecido. Goebbels prosiguió:

—Como sin duda sabe, anteayer

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recibimos la trágica noticia de latraición del Reichsführer de las SS,Heinrich Himmler. Este golpe resultómortal para el Führer, quien adoptóentonces la decisión irrevocable deponer fin a su vida. Lo cual,lamentablemente, acaba de producirse.—Goebbels volvió al lugar que ocupabaantes de la entrada del visitante ydesplegó torpemente sobre la mesa unenorme mapa. Mientras lo hacía, siguióhablando—: La traición de Himmler nosocasiona a nosotros otros problemas degran importancia, Müller. Y por ello lehemos hecho venir.

Goebbels alzó los ojos y miró al jefe

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de la Gestapo.—Vamos a encargarle una misión

especial —dijo.Müller, perplejo, despegó los labios

pero no acertó a articular palabra.Goebbels siguió hablando:

—Dentro de unas horas, en micondición de nuevo canciller nombradoen el testamento del Führer, enviaré algeneral Krebs y al coronel von Dufvinga negociar un armisticio con los rusos.Solicitaremos que reconozcan el nuevoGobierno y que permitan a todos losocupantes del búnker salir de Berlínpara reunirnos en Plön con el GranAlmirante Dönitz.

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—Por supuesto no nos hacemosilusiones con el resultado de lasnegociaciones —aclaró Bormann.

—Efectivamente —continuó elnuevo canciller—. El objetivo de talnegociación es conseguir un alto elfuego temporal durante el periodo queduren las conversaciones. Durante esatregua usted saldrá del búnker.

—P… pero… yo… es imposibleromper el cerco… —replicótrastabillándose Müller—. Goebbelslevantó la mano pidiendo tiempo paraseguir hablando.

—Está todo pensado. Krebs llegaráal cuartel general soviético cuando haya

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caído la noche. Pensamos que tardarápocos minutos en conseguir el alto elfuego. Para entonces usted estarápreparado, y ése será el momento desalir. Según nuestros informes puededirigirse hacia los túneles del metro y deahí hacia Friedrichstrasse. Uncontingente nuestro sigue luchando allí.Le ayudarán a cruzar el río Spree a laaltura del puente Feidenhama. —Goebbels acompañó estas explicacionesseñalando con el dedo la ruta en el mapaque tenía frente a él.

Müller escuchaba incrédulo lasinstrucciones de Goebbels. Le parecíaextraño que fuese tan sencillo escapar

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de Berlín.—En mitad de la noche y sin sufrir

el fuego ruso pensamos que tiene muybuenas opciones de atravesar las líneas—añadió Bormann.

—Una vez que consiga ponerse asalvo tomará usted el camino queconsidere más oportuno para llegar aBerchtesgaden. —Goebbels bajónuevamente la vista y, en otro mapa,buscó a continuación el pueblo, ubicadoen el sur, en medio de los Alpes bávaros—. Allí buscará a un joven oficial de lasSS, el Hauptsturmführer Rolf Lentzer.Cuando lo encuentre le entregará estacarta.

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Goebbels hizo una seña a OttoGünsche, quien entregó un sobre aMüller. El jefe de la Gestapo lo abrió y,sin leer su contenido, pudo ver en elinterior una hoja con el membrete «DERFüHRER», el papel timbrado quesolamente usaba Adolf Hitler.

—Se trata de una carta personalfirmada por el Führer en la que seordena al Hauptsturmführer Lentzer queentregue al portador de ese documentocinco maletas que son custodiadas porlas SS en Berchtesgaden —continuóGoebbels.

—¿Qué contienen esas maletas?—Cinco millones de dólares

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americanos y una cantidad equivalentede libras esterlinas, aunque no dispongode la cifra exacta —respondió Bormann.

—¿Dinero falsificado?—En absoluto. Perfectamente legal.Goebbels retomó la palabra.—Esas divisas llevan en poder de la

guarnición de Berchtesgaden desdefinales de 1943. El responsable de surecogida iba a ser el ReichsführerHimmler. Sin embargo, después de sudeshonrosa traición al pueblo alemán, elFührer decidió que fuesen otras manosmás leales las que se hiciesen cargo deellas.

—Tiene usted que darse prisa en

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recuperarlas —añadió Bormann—. Nodescartamos que Himmler, a pesar de nodisponer de la autorización escrita delFührer, trate de apoderarse del dineroempleando para ello su jerarquía sobreel Hauptsturmführer Lentzer.

—Es cierto —confirmó Goebbels—.El primer instinto de ese cerdo seráponerse a salvo. Pero el segundo será ira por las maletas.

—¿Y qué haré yo con el dinerocuando lo tenga en mi poder? —preguntó el director de la Gestapo.

—Esos fondos fueron reservadoscon el objeto de financiar la luchaantisoviética en aquellos países que

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cayesen bajo la dominación comunista—explicó el ministro—. Nuncapensamos que fuésemos a necesitarlospara el Reich, pero desgraciadamenteasí parece ser.

—Como sabe —añadió Bormann—,en febrero de 1944, el Führer desintegróel servicio de inteligencia del ejército,el Abwehr del almirante Canaris. En sulugar, encomendó las labores decontraespionaje íntegramente a las SS,a l RSHA para ser exactos. Sin embargo,en el frente ruso el ejército había hechounos progresos muy significativos encuanto a inteligencia militar, y por esarazón se mantuvo su estructura de

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espionaje tal y como estaba. Esa red deinformación del ejército será la génesisdel espionaje antisoviético al que serefiere el ministro Goebbels.

—Lo que hicimos fue nombrar unresponsable de este servicio yencomendarle su formación y dirección.A día de hoy, ese hombre es la personaque más daño puede hacer a los rusos entodo el mundo. Y usted debe entregarleel dinero a él —dijo Goebbels.

—¿De quién se trata? —preguntóMüller intrigado.

—Cuando empezamos a pensar en lacreación de este servicio antisoviéticofuimos conscientes de que su liderazgo

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no podía recaer en un miembro de lasSS, por las antipatías que podríadespertar entre las demás potenciasantirrusas —respondió Bormann—.Además, era preciso que tal personatuviese un profundo conocimiento de laUnión Soviética. Por ello, el Führerdecidió finalmente encomendar lamisión al general Reinhard Gehlen.

—¿Gehlen? —Müller expresó unamonumental sorpresa—. ¡Pero si fuerelevado del cargo hace unas semanaspor derrotista!

—Efectivamente. El cese fueejecutado a propósito para ocultar sunueva misión. Desde entonces está

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trabajando en la creación del serviciode inteligencia antisoviético. —Bormann sonrió satisfecho de su astucia.

—El general Gehlen está en algúnlugar de Baviera, cerca de los Alpes —explicó Goebbels señalando sobre elmapa—. Es preciso que lo encuentrecuando disponga del dinero. Él no sabeque será usted el encargado deentregárselo, cree que será Himmler. Entodo caso, cuando lo vea a usted con lacarta entenderá las razones del cambiode planes.

Heinrich Müller aún no daba créditoa lo que estaba oyendo.

—Si me permite preguntar, ministro,

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¿por qué no va Gehlen a recoger élmismo el dinero? Se encuentra muycerca de Berchtesgaden.

—Hay varias razones. La primera yprincipal, las dificultades que tenemosactualmente con las comunicaciones.Como sabe, llevamos desde ayer sinposibilidad de usar el teléfono, y laradio no está en mejor estado. Por otraparte, Lentzer se resistiría a entregar lasmaletas a alguien que no portase unaorden firmada por el Führer, y Gehlenno la tiene.

—¿Y creen que es prudente que seayo quién se haga cargo de esta misión?—preguntó Müller—. Sin duda, me

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encuentro en los primeros puestos de losobjetivos de los aliados para ladetención. Es altamente improbable queconsiga llegar a Baviera.

—No estoy de acuerdo, Müller. Esusted el hombre ideal por, al menos, dosmotivos —explicó Goebbels—. Elprimero, a pesar de su puesto en elEstado ha sabido usted ser discreto yevitar la exposición pública. Si bien escierto que nuestros enemigos tratarán deatraparle, no les será fácil dar con usted.En segundo lugar, como jefe de laGestapo está en disposición de usar enesta misión agentes, contactos einformaciones que otros no tienen. Esto

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hará que las posibilidades de éxitoaumenten considerablemente.

—No pretendemos adularle, Müller,pero usted es uno de los hombres máscapacitados en el Tercer Reich parallevar a cabo una misión como ésta —añadió Bormann—. Además, valoramossu dedicación y lealtad al Estado.

—Escuche, Müller —concluyóGoebbels—, este encargo ha sido una delas últimas órdenes de nuestro Führer.Nosotros haremos frente con valor anuestro destino en Berlín. El suyo esllegar al sur, a Berchtesgaden, y cumplirlas órdenes. Desde aquí haremos loposible para ayudarle. Entretendremos a

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los rusos y conseguiremos un alto elfuego. Después, sólo Dios sabe lo quepasará con nosotros.

El doctor Goebbels se volvió a losotros presentes en la reunión según losfue nombrando:

—Günsche le entregará armas, ropay demás equipamiento que puedanecesitar. Usted, Rattenhuber, colaboreen lo que sea necesario para conseguirque Müller pueda salir del búnker condiscreción. Su misión es alto secreto.

Goebbels enrolló el mapa y, acontinuación, volvió a rodear la mesapara llegar cojeando hasta HeinrichMüller y estrecharle nuevamente la

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mano.—Le deseo suerte —dijo a modo de

despedida—. La guerra con losbolcheviques no ha concluido. ¡HeilHitler!

* * *

Johann Rattenhuber terminó su historia ysintió sed. Oughton salió al pasillo ypidió una botella de agua y tres vasos auno de los policías alemanes deldestacamento. Cuando volvió, el escoltade Hitler estaba hablando con Trevor-Roper.

—La última vez que vi a Müller

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estaba saliendo del búnker para cumplirla misión de Goebbels.

—Pero, entonces, ¿adónde sedirigió? No pudo salir de Berlín —dijoel historiador.

—Lo ignoro, pero le aseguro que novolvió al búnker. Al menos hasta que yome marché la noche del primero demayo, y fui de los últimos en hacerlo.

—¿Quién quedó en el refugio cuandousted se marchó?

Rattenhuber se pasó la mano por lacara tratando de pensar.

—Los generales Krebs y Burgdorf,el operador de radio Rochus Misch yalgún otro —dijo—. No recuerdo bien.

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Un policía alemán entró en la salacon la botella de agua y los vasos.Cuando hubo salido, Oughton volvió aretomar el peso del interrogatorio:

—Vamos a ver, Rattenhuber. SegúnMüller, usted salió del búnker justodespués de incinerar el cadáver delpresunto Hitler sobre las cuatro de latarde para asegurar la ruta de huida, yvolvió más tarde, entre las doce de lanoche y las dos o las tres de lamadrugada.

El jefe de la escolta ganó unossegundos mientras se servía agua ybebía un sorbo.

—Es cierto que salí del búnker, pero

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no durante tantas horas. Como le hedicho, cuando murió el Führer meemborraché y alguien me dijo quesaliese del búnker para despejarme.Después regresé al interior y no volví asalir.

—¿Quién le ordenó que saliese delrefugio a despejarse?

—No lo recuerdo, quizá el ministroGoebbels. Allí dentro no había muchosque pudiesen darme órdenes a mí.

El agente de la CIA tamborileó en lamesa con los dedos nerviosamente.Pensó que sería imposible demostrar loque decía el guardaespaldas de Hitlersobre sus movimientos en el búnker, así

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que cambió de táctica.—En todo caso —dijo—, aunque

fuese cierto lo del dinero, Müller notenía ninguna posibilidad de ir a Bavieraa por él y volver a Berlín a entregarse alos rusos. ¿No lo entiende? Sutestimonio es ridículo. Si alguien se hizocon el dinero en Berchtesgaden no fueél.

El jefe de la escolta de Hitler volvióla vista a la mesa, donde se encontrabala fotografía del cadáver de Müller. Sefrotó la barbilla mientras pensaba larespuesta.

—Es que él no fue a por el dinero —dijo el alemán—. Lo hizo su oficial.

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—¿Qué oficial?Rattenhuber torció el gesto.—Yo nunca lo había visto antes.

Heinrich Müller lo identificó como suoperador de radio. Se llamaba ChristianScholz. Sólo se le dio permiso paraacceder al piso inferior del búnker unavez que vino con Müller. Yo le pedí ladocumentación y estaba en regla. No sémás de él.

—Escuche, Rattenhuber —intervinoTrevor-Roper—, es la primera vez queoigo hablar de ese tal Scholz, y le puedoasegurar que he interrogado a todos ycada uno de los habitantes del búnker, aexcepción, lógicamente, de los que

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siguen en la URSS o acaban de regresar.—Probablemente sea porque, como

le estoy diciendo, Scholz nunca tuvoacceso al área privada del búnker, sinoal piso de arriba, donde había muchagente. Yo le he dicho que una vezacompañó abajo a Müller y entonces seidentificó como su operador de radio.Encuentren a Scholz y comprobaráncómo les he dicho la verdad.

—Una última pregunta: ¿por qué nocontaron con el criado Heinz Linge parasu plan?

El jefe de guardaespaldas de Hitlerlanzó a Trevor-Roper una miradaconfusa.

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—¿Por qué habríamos de hacerlo?—preguntó—. ¿Qué pintaba Linge entodo esto?

—Era un asistente personal deHitler, al igual que Günsche.

—No compare, hombre. Linge era elcriado.

—Si no recuerdo mal, Linge tenía elrango de SS-Obersturmbannführer. Esoequivale a un teniente coronel en nuestroejército.

El alemán negó con la cabeza. Aquelhombre parecía no entender.

—¿Y qué más da? Escuche, HeinzLinge era el ayuda de cámara delFührer, y era una persona débil e

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inestable. Cuando aquella mañana eljefe nos dijo que se iba a suicidar, Lingeestaba alterado, llorando. Y, más tarde,después de la muerte del Führer, más delo mismo. No se podía contar con élpara nada serio. Linge jamás hubieseparticipado en ningún plan importante. Ysu graduación es lo de menos.

Oughton reflexionó sobre aquellaspalabras: «Linge jamás hubieseparticipado en ningún plan importante».El americano no dijo nada, pero supusoque aquello incluiría cualquier planimportante. Rattenhuber volvió entoncessu atención a la fotografía del cadáverde Müller. Se la acercó a los ojos y

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musitó algo imperceptible para Trevor-Roper. Oughton le leyó los labios:«Maldito cerdo».

* * *

Los dos investigadores salieron de lasala donde habían interrogado al jefe dela escolta de Hitler. Afuera estabaesperando el capitán Petterson, y elagente de la CIA se dirigió a él:

—Escuche, tenemos que hacer unasaveriguaciones sobre el testimonio quenos ha dado este hombre. Necesito quelo mantenga incomunicado durante

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setenta y dos horas.—A la orden. Si le parece bien, lo

llevaremos a un centro de refugiadosque hay aquí cerca.

Oughton estuvo de acuerdo, y losdos investigadores salieron de lacomisaría de policía para buscar elCitroën DS. Juntos emprendieron elviaje de vuelta a Múnich.

El americano encendió la radio paraponer algo de música. Durante laprimera parte del trayecto, Trevor-Roper guardó silencio sopesandointernamente la entrevista conRattenhuber. En un momento dado sesintió preparado para hablar:

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—Mayor, ¿le parece que sea yoquien le dé esta vez una teoría?

—Claro. —El americano redujo elvolumen de la radio.

—Mire, creo que ahora entiendo porqué cuando el director del MI6, JohnSinclair, ofreció a Müller entregarlo aGehlen, el director de la Gestapo aceptóde inmediato. Sabía que si laOrganización no accedía a hacer un tratocon él dispondría de un último as en lamanga: amenazaría a Gehlen con contara los americanos y a los ingleses quehabía financiado su red de espías conlas divisas de Hitler. Esto supondría talescándalo que los días de la

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Organización estarían contados.Seguramente, el general Gehlen estárelacionado con los círculos nazis, tal ycomo denunció la prensa inglesa, y enese caso no me extrañaría que Gehlenquitase de en medio a Müller en cuantotuvo la menor ocasión de hacerlo. Elgeneral llamó después a la CIA paraalejar las sospechas de sí mismo.

—Hugh, esa teoría tiene dosinconvenientes: el primero, supone queMüller se metió solito en la boca dellobo, lo cual es una temeridad. Unagente secreto debe ser valeroso, perono temerario. Y, en segundo lugar, nopodemos acusar al general Gehlen de

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haber organizado un sistema deespionaje en la URSS bajo las órdenesde Hitler. Le contratamos precisamentepor eso, ¿recuerda? De todas formasvaloro su razonamiento, y cuandolleguemos a Múnich preguntaré a micolega Harry Rositzke sobre las finanzasde la Organización.

—Quizá podamos avanzar por ellado del dinero si buscamos al tipoaquél de las SS que guardaba lasmaletas del dinero que debía recogerMüller en Berchtesgaden. ¿Cómo sellama…? Rolf Lentzer.

—En eso estaba pensando yo.Cuando lleguemos a Múnich

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empezaremos a buscarlo —convino elamericano.

—¿Cómo lo haremos?—Llamaré a la CIA para conseguir

su ficha del ejército. Si eso no funciona,iremos a Berchtesgaden. Quizá podamosseguirle la pista desde allí.

El americano sacó una goma demascar y se la llevó a la boca. Ofrecióuna al historiador, pero éste prefiriómordisquear su pipa.

—Pero, Hugh, ¿qué me dice de esetal Christian Scholz? Según Rattenhuber,Scholz era un oficial de Müller y estuvoen Berlín con él durante aquellos días.Lo curioso es que Scholz es la segunda

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persona que oculta Heinrich Müller ensu historia. La primera fue MarieFischer.

—¿Qué conclusión saca usted deeso? —preguntó el historiador.

—Bueno, los «olvidos» de Müllerson muy interesantes. Yo creo que eltipo mantiene fuera del radar a aquellaspersonas que puede necesitar luego. Lasmantiene ocultas, lejos de la atención,de manera que sólo él tenga acceso aellas. ¿Me sigue?

Trevor-Roper asintió con la cabeza.Oughton siguió hablando:

—Sin embargo, el caso de FrauleinFischer es distinto al de Scholz. Ella

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estaba en Berlín porque vivía allí y,según su testimonio, conoció a Müllerde manera accidental. Pero ¿y Scholz?¿Qué hacía en Berlín con Müller enmedio del asedio ruso?

El historiador se acarició la barbillacon la mano.

—No lo sé —dijo—. Scholz era eloperador de radio de Müller. Quizá eljefe de la Gestapo lo necesitase paracomunicarse por radio.

—Tonterías. Berlín estabatotalmente incomunicada. Mire, Hugh,ese tal Christian Scholz debe de serforzosamente un agente de la Gestapo, yseguro que usted está pensando lo

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mismo que yo: es el cómplice queMüller tenía en Berlín para sacar lacopia de los archivos del RSHA y enviarla carta a la embajada de la URSS enTurquía con el fin de demostrar que ibaen serio.

—Creo que puede ser. —Trevor-Roper se sacó la pipa de la boca y sefrotó el labio con la boquilla—. Pero, enese caso, ¿cómo podemos llegar a él?Veamos, pensaré en voz alta. ChristianScholz era el operador de radio deMüller… Podríamos empezar haciendouna búsqueda de todo el personal de lasSS y la Gestapo a ver si aparece esenombre en sus registros.

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—Lo haremos, pero le apuesto mildólares a que no hay un solo tipo en lasSS o la Gestapo que responda a esenombre y tenga relación con nuestrocaso. Heinrich Müller no era idiota y loprimero que haría con su cómplice seríahacerlo desaparecer de los registrosoficiales. Creo que por ahí noconseguiremos nada.

El silencio volvió al DS duranteunos segundos, hasta que el agente de laCIA volvió a hablar:

—Escuche, si no recuerdo mal,Harry Rositzke dijo el otro día queademás del criado Heinz Linge los rusoshabían liberado recientemente al

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operador de radio del búnker, ¿no esasí? A lo mejor ese tipo conoció aScholz cuando éste visitó el búnker.Después de todo eran colegas…

—Es cierto. Rattenhuber nos hadado su nombre, Rochus Misch. Nos hadicho que Misch fue uno de los pocosque quedaron en el búnker cuandohuyeron todos después del suicidio deHitler. ¿Llamamos a John Sinclair paraque lo localice el MI6?

—No, no. Dejemos a Sinclairtranquilo. Todavía nos debe la direcciónde Gunther Ellmer, el tipo que dijohaber presenciado el asesinato de Hitleren el Tiergarten. Encargaré el trabajo a

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mis colegas de la CIA. Les pedirétambién que busquen a Christian Scholzen los archivos de las SS y la Gestapo.Quizá Heinrich Müller cometió un errory lo dejó ahí apuntado. Aunque lo dudomucho.

* * *

Eran las ocho y media cuando los dosinvestigadores subieron a sushabitaciones para refrescarse antes de lacena. Esta vez nada impediría quefuesen al Hundskugel. Horas antes elamericano había hecho un alto en el

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viaje de vuelta desde Herleshausen paratelefonear desde una cabina a suscolegas de la CIA en los Estados Unidos.Los dos investigadores habían pasadocasi todo ese día fuera de Múnich, ycuando volvieron comprobaron que latemperatura había aumentado variosgrados. El tiempo seguía bastanteinestable, y la amenaza de lluvia nohabía desaparecido en ningún momento.El ambiente seguía pesado y húmedo,con esa textura algodonosa que seimpregna en los poros y reduce laresistencia del cuerpo obligándolo aldescanso. El mayor Oughton eraespecialmente sensible a aquella

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sensación de sofoco. Cuando entró en sucuarto se desnudó y quiso arrancarsebajo la ducha esa sensación deapelmazamiento. Hubiese permanecidocon el agua recorriéndole la espaldadurante varias horas, si no fuera porquesonó el teléfono.

Al abrir la puerta un denso manto dehumo precedió al americano.

—¿Dígame?—Señor Oughton, le llamo de

recepción. Tiene una llamada. No hadicho quién es.

—Pásela, por favor.Sonó un clic, y a continuación se

escuchó una voz con tono metálico y

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entonación neutra que hablaba en inglés:—¿Mayor? Aquí Langley.El americano identificó al agente de

documentación de la CIA con el quehabía hablado por teléfono horas antesdesde una cabina.

—Al aparato —dijo, y acontinuación proporcionó su código dereconocimiento.

—Scholz, negativo —informófríamente la voz del técnico del serviciode documentación—. Misch y Lentzer,positivo. Tome nota.

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Viernes, 21 de octubre de1955

Berchtesgaden es un pueblo de montañasituado en los Alpes bávaros, unosciento cincuenta kilómetros al este deMúnich y veinticinco kilómetros al surde Salzburgo, la ciudad austriaca dondenació Mozart. Desde allí, entre laarboleda que envuelve las casas y loscaminos, puede divisarse el monteWatzmann, uno de los destinospreferidos por los montañeros. El lugarse hizo famoso a raíz de la llegada alpoder de Hitler, ya que el Partido Nazicompró una parcela en un cerro próximo

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llamado Obersalzberg, donde más tardese construyó el Berghof, la residenciapersonal de Hitler. Allí el Führer pasóla mayor parte de la guerra, hasta que semarchó para no volver nunca más en elverano de 1944.

La zona fue bombardeadaintensamente por la aviación británica elveinticinco de abril de 1945 y ocupadapor el ejército estadounidense el cuatrode mayo de ese mismo año.Gradualmente se fueron destruyendotodas las instalaciones levantadasdurante la época nazi con el fin de que ellugar no se convirtiese en un centro deperegrinación nacionalsocialista. En

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1953 el Berghof fue demolidototalmente, y, así, cuando Oughton yTrevor-Roper llegaron a Berchtesgaden,la comarca había quedado prácticamentedepurada de cualquier vestigio nazi.

Encontrar al Hauptsturmführer RolfLentzer, el hombre que segúnRattenhuber custodiaba las maletas deldinero nazi que debía recoger Müller,no resultó complicado. Oughton habíasolicitado a la CIA su ficha del ejército ysupo que se trataba de un residente dellugar que acabó sus estudios de derechoen Múnich en 1934 y aprovechó laagitación creada por la llegada al poderde Hitler para apuntarse a las SS. Con

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gran fortuna fue destinado al batallón deBerchtesgaden, donde al empezar laguerra ostentaba el rango deHauptscharführer, o sargento. Nuncasalió de ese regimiento hasta ladisolución de las SS, habiendo llegadopor entonces a Hauptsturmführer, ocapitán. La unidad de Lentzer fue la quehabía puesto bajo arresto a HermannGöring después de su «traición» a Hitleren abril de 1945.

El registro personal de Rolf Lentzer,que se mantenía en poder de las fuerzasestadounidenses, decía poco más. Enmayo de 1945 fue retenido comoprisionero de guerra durante unos meses,

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pero lo liberaron cuando se pudocomprobar que no había cometidoninguna fechoría durante la guerra.

Una vez en Berchtesgaden, Oughtony Trevor-Roper se dirigieron al HotelGeneral Walker, un centro de recreo delejército de los Estados Unidos donde seenviaba a los soldados a descansar. Elcomplejo estaba situado al pie de lasmontañas y constaba de cuatropabellones de piedra blanca rematadospor unos tejados reforzados parasoportar el peso de la nieve. La entradaprincipal daba a una explanada en la quecuando hacía buen tiempo se abríanvarias sombrillas para permitir a los

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soldados jugar a las cartas y charlarbebiendo cerveza. Subiendo por unasescaleras se accedía al edificioprincipal, de mayores dimensiones, cuyafachada consistía en un soportalsustentado sobre cinco arcos. Variosjardines rodeaban el hotel, cuyas vistasa las nieves perpetuas de los Alpesotorgaban a los visitantes una sensaciónde paz y sosiego afianzada por laquietud del silencio de la naturaleza.

En la recepción del hotel, los dosinvestigadores preguntaron por unoficial. Salió a atenderles un tenienteque dijo llamarse Johnson. Johnsontendría unos treinta años, era alto,

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pelirrojo y con orejas de soplillo. Teníalas manos cubiertas de pecas, lo cual lesdaba una tonalidad marrón distinta alcolor del resto de su piel. Oughton seidentificó como miembro de laembajada estadounidense y mostró laacreditación que le había facilitado sujefe, James Angleton. Preguntó alteniente si llevaba tiempo en la zona, alo que el joven respondió que iba acumplir dos años destinado a lalogística del centro de recreo deBerchtesgaden.

—Mi compañero es inglés —dijoOughton—. Estamos en misión oficialbuscando el paradero de un antiguo

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oficial alemán de las SS que sirviódurante la guerra en la guarnición quehabía aquí. Quizá pueda ustedayudarnos.

—Con mucho gusto, señor.—Se trata de un tal Rolf Lentzer. Era

capitán de las SS cuando terminó laguerra.

El teniente Johnson asintió con lacabeza.

—Lo conozco, señor. Es abogado,muy prestigioso. Trabaja aquí, enBerchtesgaden. Alguna vez nos haayudado con algún contrato conproveedores locales.

—¿Diría usted que es rico? —

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preguntó Trevor-Roper.—No, no lo diría, señor. Digamos

que tiene un estilo de vida acorde con suprofesión. Al menos que yo sepa —añadió el teniente cautelosamente.

—¿Dónde podemos encontrarlo?Johnson entró en las oficinas del

centro de recreo para consultar losarchivos y, al salir, les proporcionó ladirección de un despacho profesional yun teléfono. Se ofreció para llamar aLentzer y anticiparle la llegada de losdos visitantes, pero Oughton insistió enque no lo hiciese. En lugar de eso lepidió indicaciones para llegar a laoficina del abogado. Una vez obtenidas,

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el americano y Trevor-Roperagradecieron al teniente su ayuda,recogieron el Citroën y se dirigieron alcentro de Berchtesgaden, donde seencontraba la oficina de Lentzer.

El edificio compartía la estéticahabitual del pueblo. Dos alturas, tejadorematado con teja verde y ventanasamplias con marcos de madera, muyabiertas para dejar entrar el sol de lamañana. El vecindario tenía en comúnuna sucesión de balcones con macetascolgadas de las barandillas rebosantesde flores de distintos colores.

Los dos investigadores subieron alprimer piso y llamaron a la puerta. Una

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mujer de unos cuarenta años, rubia, conencendidas mejillas rosadas y una largatrenza que le colgaba por la espaldaabrió la puerta.

—¿Qué desean?—Venimos de la embajada de los

Estados Unidos en Bonn —dijo Oughton—. Nos urge hablar con Herr Lentzer.

—Pasen y esperen un momento.La mujer pareció intranquila. Estaba

acostumbrada a tratar con personas queacudiesen sin cita, cerrándoles el paso asu jefe y solicitándoles que viniesen enotro momento. Pero el tono imperioso deOughton indicaba que su visitarespondía a un asunto fuera de lo

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normal. La mujer los dejó en elrecibidor, donde había unos periódicosy revistas antiguas, y se perdió al fondodel pasillo. Por una puerta vieron laoficina que ella ocupaba, con unabandeja y varios vasos sobre suescritorio. Se escuchaba más allá elruido de máquinas de escribir y algunavoz que hablaba por teléfono. Era obvioque el bufete de Lentzer ocupaba avarios colaboradores: las cosas no leiban mal.

Al cabo de pocos segundos volvió lamujer y los acompañó a un despachogrande y luminoso. Un hombre de unoscuarenta años, con abundante pelo rojo

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peinado a raya y pantalones sujetos contirantes, se levantó del escritorio yliteralmente corrió al encuentro de losrecién llegados.

—Rolf Lentzer, encantado derecibirles —dijo en inglés ofreciendo sumano derecha—. ¿Qué puedo hacer porustedes?

Oughton echó un vistazo rápido a sualrededor. El despacho estaba decoradocon buen gusto. Los muebles eran decaoba y relucían, al igual que el piso deparqué. Destacaba un aparador repletode textos legales y una fotografía deLentzer con una mujer y dos niños en lanieve. Junto a él, detrás del escritorio,

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había otro mueble de un metro y mediode alto, aproximadamente. El agente del a CIA había visto no hacía mucho unomuy parecido: era una caja fuerte. Elamericano se volvió ligeramente endirección a la secretaria, que esperabainstrucciones en la puerta, y, sin dejar demirar al abogado, respondió:

—Se trata de un asunto confidencialy de cierta urgencia.

—Por supuesto. Laura —dijoLentzer a la mujer—, tráenos unos vasosde agua. ¿Les parece bien o prefierenotra cosa?

—Perfecto, gracias.Laura salió del despacho y cerró la

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puerta detrás de ella. Oughtonaprovechó para mirar otra vez a la mujerantes de que se perdiese de vista. No erala misma de la foto del aparador. Laurano era gorda, pero tenía una siluetaentrada en carnes que no reducía enabsoluto su feminidad. Llevaba puestoun vestido azul claro de manga corta,ajustado con un cinturón. Tenía losbrazos robustos, con varios lunares porencima del codo que moteaban su pielblanca y sedosa. La mujer olía a jabón ycafé, y Oughton se fijó en sus manos,grandes, de uñas anchas y rectangularesbien recortadas. No llevaba alianza enninguno de sus dedos.

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Lentzer bajó a Oughton de su nubecuando ofreció asiento a los dosinvestigadores en los confidentes quehabía frente a su mesa. El abogadoocupó su sillón.

—Me decían que son ustedes de laembajada de los Estados Unidos…

—No —interrumpió Oughton—.Hemos dicho que venimos de allí, noque seamos empleados de la embajada.En realidad no lo somos. Trabajamos enel servicio de inteligencia del ejércitode los Estados Unidos y estamosrealizando una investigación sobreciertos hechos que tuvieron lugar aquíhacia el final de la guerra.

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El rostro de Lentzer quedóparalizado. Los ojos se le abrieroninstintivamente mostrando unas pupilasdilatadas por el asombro. Laura acudiómomentáneamente al rescate. Llamó a lapuerta y entró con una bandeja, sobre laque había tres vasos y una botella deagua. Dejó el contenido sobre la mesa,sirvió los vasos y salió. Oughton sedetuvo mientras la secretaria realizabatodas esas operaciones, aunque esta vezno se deleitó devorándola con los ojos.Prefirió prestar atención a losmovimientos del abogado. Cuando lamujer hubo salido, el americanocontinuó:

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—Tenemos entendido que ustedestaba aquí, en el regimiento de las SS.¿No es cierto?

—Lo es.—Pues somos todo oídos.Lentzer se humedeció el labio

inferior, que se agitaba levemente. Elabogado debió de percibir ese ligerosíntoma de debilidad, puesto que adoptóuna actitud más rígida, cerrando la bocacon fuerza y cruzando las manos sobre elescritorio, agarrándolas fuertementepara controlar su inquietud.

—¿Se refieren quizá a la detencióndel mariscal del Reich HermannGöring? —La voz se le quebró al final

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de la frase.Oughton negó lentamente con la

cabeza. Se había echado hacia atrássobre el respaldo con las piernascruzadas y las manos metidas en losbolsillos, y miraba fijamente a los ojosde su interlocutor. Lentzer guardósilencio y alzó levemente las cejas y loshombros pretendiendo no saber de quéle hablaba el americano. A Trevor-Roper le parecieron horas aquellossegundos de silencio, pero para elalemán debieron ser años.

Finalmente, Oughton aspiró aire y sedirigió al abogado.

—Herr Lentzer, le seré sincero.

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Tiene usted un bonito despacho,seguramente con muchos clientes. Creoque nuestro ejército es uno de ellos.También he visto un coche de alta gamaahí fuera, que probablemente sea suyo.Lleva alianza de estar casado, y quizácon hijos. Sin duda comparado con otroscamaradas suyos de las SS, usted hatenido suerte. ¿No cree que callándoselo que nosotros ya sabemos pone enserio riesgo su estatus actual? Sitraemos aquí a la policía alemana y losacamos esposado a la vista de todo elmundo, ¿no cree que su suerte podríacambiar de repente? ¿Qué comentaríansus clientes y sus vecinos?

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Lentzer empezó a acalorarse y sesecó la frente con la mano.

—Está bien —dijo al fin.El abogado bebió de un tirón el vaso

de agua y contó su historia. Empezaba enotoño de 1943, cuando él eraObersturmführer, es decir, teniente, delcuerpo de guardia de las SS enBerchtesgaden. Un día su comandanteBernhard Franck le ordenó subir a laresidencia del Führer, el Berghof, ypreguntar allí por el doctor Helmut vonHummel. Lentzer se dirigió a aquellugar. Allí lo esperaba von Hummel,quien hizo pasar a Lentzer a una de lashabitaciones privadas del Führer. Era un

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salón amplio de paredes blancas,recorridas por zócalos de maderaoscura. Del techo colgaba una lámparade cristal de araña con más de cincuentabombillas, y en las paredes se abríanvarios ventanales enmarcados con unatonalidad similar a la de los zócalos. Enmitad de la habitación había unachimenea de grandes dimensiones yjunto a ella, en el suelo, cincovoluminosas maletas de piel.

El doctor Helmut von Hummel seidentificó como ayudante personal delsecretario de Hitler, Martin Bormann.Dijo a Lentzer que había venidosiguiendo las órdenes de su jefe para

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encomendarle una misión de parte delpropio Führer. El comandante de sudestacamento en Berchtesgaden sabíaque aquella misión era secreta y no leimportunaría en nada relacionado conella. Sólo él estaría al tanto de lacuestión. Lentzer frunció el ceño:aquello sonaba raro.

Von Hummel explicó a Lentzer quedebía llevarse esas cinco maletas yocultarlas en el lugar más recóndito quepudiese imaginar. Para satisfacer lacuriosidad del joven oficial de las SS,le confesó que dentro de las maletashabía cinco millones de dólaresamericanos y otros cinco millones de

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libras esterlinas. Las maletas debíanpermanecer en todo momento bajo sucustodia personal. No debía entregarlasabsolutamente a nadie,independientemente de su rango. Lasúnicas excepciones eran MartinBormann y, por supuesto, el Führer.

El doctor von Hummel le dijo quegracias a esa misión se libraría de ir alfrente, pero le advirtió que si lasmaletas se extraviaban o su contenido seperdía, se le fusilaría en el acto.

Lentzer tragó saliva al oír aquello.La misión, a pesar de sus enormesventajas, le pareció sumamenteincómoda, aunque ni se le pasó por la

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cabeza discutir las órdenes. Se llevó lasmaletas al cuartel, y esa misma noche élmismo sin ayuda de nadie las transportóa su propia casa y las escondió en elsótano. Diariamente comprobaba quesiguiesen allí. Con el tiempo fueponiendo pequeñas trampas para sabersi alguien había merodeado cerca dellugar donde estaba el dinero, pero nuncaocurrió nada. La misión eraaburridamente rutinaria. Jamás habló anadie acerca del dinero, ni siquiera a supropia familia.

—¿Sabe por qué le escogieron austed para esta misión? —preguntóOughton.

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—En aquel momento no tenía niidea. Más tarde pensé que quizá fuedebido a que el comandante BernhardFranck, mi superior, era amigo personalde Hermann Göring, el cual odiaba aBormann. Quizá pensó Bormann queponer el dinero en poder de Franckequivalía a entregárselo a Göring. Peroes sólo una suposición.

—¿Ese tal Franck es el oficial quedetuvo a Göring el veinticinco de abrilde 1945 siguiendo las órdenes deHitler? —quiso saber Trevor-Roper.

—Exacto.Lentzer explicó a continuación que

no supo nada de von Hummel ni de

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Bormann hasta junio de 1944, cuandovolvió a ser llamado al Berghof. Estavez fue Martin Bormann en personaquien lo recibió en la misma habitaciónque el año anterior. En la sala seencontraba también el criado de Hitler,Heinz Linge.

Lentzer encontró a Bormann bastanteestresado. Notó que el cuello de suchaqueta marrón le colgaba ligeramente.No tenía buen aspecto, sudaba mucho yal hablar tartamudeaba con frecuencia.Bormann le preguntó por «el material» yLentzer le contestó que esa mismamañana había comprobado que seguía ensu lugar. El secretario de Hitler pareció

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satisfecho, hizo una señal al criadoLinge y éste salió de la habitación.

Cuando se quedaron a solas,Bormann informó a Lentzer de que habíaun pequeño cambio en las órdenes quehabía recibido meses antes. Las maletaspodían ser entregadas, aparte de a élmismo y, lógicamente, al Führer, acualquier otra persona que se presentasecon una orden firmada por el propioHitler. La orden diría que se le teníanque facilitar los maletines y, comomedida de seguridad, la persona quelegítimamente portase la carta sabríaque tenía que firmar la orden enpresencia de Lentzer y dejársela a modo

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de albarán.En ese momento abrió la puerta el

criado Linge, comprobó desde laentrada quién había en la habitación y,satisfecho, se echó a un lado en posiciónde firmes. Acto seguido entró AdolfHitler. Lentzer se cuadróinmediatamente e hizo el saludohitleriano. El Führer avanzó hasta él ysin mediar palabra le dio la mano.Lentzer notó que le temblaba bastante,aunque el apretón fue breve y blandocomo una caricia. Heinz Linge, que ibadetrás de su señor, le entregó a éste unasgafas, una pluma y un papel. Hitler,siempre de pie, se ajustó los anteojos, se

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inclinó sobre una mesa que tenía al lado,firmó al pie del documento y se loentregó a Bormann. Después devolvió lapluma y las gafas a Linge, estrechó denuevo la mano de Lentzer y salió de lahabitación con su criado. La visita deHitler duró unos veinte segundos.Bormann comprobó el documento, se loentregó a Lentzer y lo despidió. Cuandoel oficial de las SS salió del Berghofpudo desdoblar el papel y comprobarqué era: se trataba de su ascenso aHauptsturmführer, rubricado por elmismísimo Führer.

Lentzer volvió a su puesto y guardóel documento firmado por Hitler junto a

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las maletas. Si venía alguien allevárselas con la autorización delFührer, tendría que comprobar que lasfirmas coincidiesen.

Pasó el tiempo y Lentzer no volvió asaber nada de Bormann ni de Hitler. Eldía uno de mayo de 1945, Lentzerescuchó al Gran Almirante Dönitzanunciar por la radio que el Führerhabía muerto. Esa noche no pegó ojopensando qué hacer con las maletas quetenía ocultas en su bodega. A pesar deque Adolf Hitler ya no vivía y que allíno se había presentado nadie a por eldinero siempre cabía la posibilidad deque lo hiciese Bormann. O algún otro

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que tuviese la carta firmada por Hitlerdesde hacía tiempo. En todo caso, aLentzer no le atraía la idea de que losaliados lo vinculasen con un montón dedólares y libras esterlinas de las que nisabía explicar la procedencia ni a quéiban a ser destinadas. Tampoco podríademostrar que la orden de que lasconservase él en secreto proviniese deBormann y Hitler, al haber sido estaorden verbal.

Lentzer pasó otro día malo, pero eljueves tres de mayo sus tribulacionesterminaron a las seis de la tarde. Con lastropas americanas a las puertas deBerchtesgaden, un alemán vestido de

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civil se presentó en el cuartel de las SSy preguntó por Lentzer. Éste salió a verqué quería. El hombre le saludó y lemostró una carta con el membrete delFührer en la que se ordenaba a Lentzerentregar a su portador las maletas deldinero.

—Aquello fue un alivio para mí —confesó Lentzer—, hasta me tuve quecontener las ganas de abrazar a aqueltipo.

—¿La carta que llevaba ese hombreera auténtica? —preguntó Oughton.

—Totalmente. Reconocería la firmade Hitler entre un millón. Todos los díasbajaba a la bodega para comprobar si

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las maletas seguían allí, y de pasorevisaba el documento de mi ascenso.Además observé que la tipografía de lacarta era enorme. Más tarde supe que elFührer veía mal y que le escribían esasletras tan grandes para que no tuvieseproblemas al leerlas.

—¿Qué pasó luego?—Llevé a aquel hombre a mi casa y

le di las maletas.El mayor Oughton sacó de su

cuadernillo la fotografía de HeinrichMüller y se la enseñó al abogado.

—El hombre que vino a por eldinero ¿era éste? —preguntó.

El alemán echó un vistazo al retrato

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desde el otro lado de la mesa.—Qué va. Ése es Gestapo Müller.

Lo hubiese reconocido al instante.—Bien. Descríbame entonces al tipo

que vino a por las maletas —pidió elagente de la CIA mientras guardaba elretrato.

—Uno de tantos. Mediana estatura,entre treinta y cuarenta años. Moreno,nariz algo achatada, peinado hacia atrás.No tenía ningún rasgo distintivo notable.

—¿Se identificó?—Por supuesto. Sin que yo le dijese

nada me dijo que tenía que firmar yentregarme la carta del Führer. Meenseñó su documentación y firmó con el

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nombre que figuraba en ella.—¿Recuerda cómo se llamaba?—Ya lo creo: Georg Hubner.Trevor-Roper miró a Oughton. Los

dos habían reconocido aquel nombre,aunque el americano revisó sus notaspara asegurarse. Comprobó que fue sucolega de la CIA, Harry Rositzke, quienle había hablado de Hubner hacía justouna semana: era uno de los financierosde las redes de huida nazi haciaSudamérica. El hombre expulsado de lasSS que estuvo desaparecido varios añosy que reapareció en España después dela guerra con un dinero del que nadieconocía su procedencia.

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—¿Hubner venía solo oacompañado? —preguntó Oughton.

—Yo mismo le ayudé a meter lasmaletas en el coche, y allí con él nohabía nadie.

—¿Le dijo adónde iba?—No, pero me preguntó cómo

estaba la carretera hacia Innsbruck.Quizá se dirigiese a Suiza.

Cuando finalmente Hubner semarchó, Lentzer respiró bastante másanimado. Al día siguiente llegaron losamericanos y él fue detenido. Nunca másvolvió a saber de Hubner ni del dineroni de Bormann.

—Eso es todo —concluyó el

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abogado.Oughton y Trevor-Roper quedaron

en silencio, considerando la informaciónque acababan de recibir. El americanobuscó un modo de comprobar laveracidad de toda aquella historia.

—¿Dónde está la carta de Hitler quetrajo Hubner? —preguntó.

—En una caja de seguridad en unbanco de Múnich. La guardé por si algúndía alguien me pedía explicacionesacerca de las maletas.

—Tendrá que acompañarnos.Necesitamos el documento.

—¿Ahora?—Ahora mismo. Yo iré con usted en

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su coche. Mi compañero nos seguirá enel nuestro.

El Mercedes que Oughton habíavisto en la puerta de la oficina deLentzer pertenecía efectivamente alabogado. Antes de salir, el alemán llamópor teléfono a la sucursal donde tenía lacaja de seguridad advirtiendo de sullegada.

Lentzer se puso al volante y Oughtonocupó el asiento del copiloto. El agentede la CIA observó que el abogadollevaba puesto el reloj en la muñecaderecha, lo cual le incomodóterriblemente. «El reloj debe llevarse enla muñeca izquierda aunque se sea

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zurdo. ¿Es que ya no hay modales?»,pensó. El reloj de Lentzer era unLongines automático, caja redonda detreinta y cinco milímetros chapada enoro rosa, esfera blanca nacarada concaracteres arábicos y correa de piel.Oughton estimó mentalmente el preciode esa pieza, y concluyó que se tratabade un regalo de boda.

Las luces de Múnich se divisaban ala izquierda, bajo el recorridoserpenteante de la carretera que elMercedes aún debía completar. Elabogado, ya dentro de la ciudad,condujo hacia el centro, hasta lasucursal bancaria donde tenía su caja de

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seguridad. Una vez allí, el director lessaludó cordialmente y les hizo pasar alas dependencias traseras, donde seencontraban las arquetas metálicas delos clientes. Lentzer extrajo la suya y laabrió con su llave. En el interior habíados papeles que el alemán entregó aOughton. El primero se trataba de suascenso a Hauptsturmführer, rubricadocon la firma diminuta y nerviosa deHitler. El otro era una carta con elmembrete «DER FüHRER» y unoscaracteres tipográficos de grandesdimensiones. La firma era la misma quela del otro papel, la de Adolf Hitler. Y,junto a ella, otra firma más redondeada y

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refinada. La de Georg Hubner.

* * *

Oughton guardó los documentos y dejómarchar a Rolf Lentzer. De vuelta alHotel Torbräu en el Citroën con sucompañero, Hugh Trevor-Roperconsideraba silenciosamente todos losacontecimientos que se habíanproducido durante aquellos días. Losretornos de Müller y Rattenhuber habíantraído nuevas revelaciones cuyaveracidad era dudosa pero que ofrecíanexplicación a ciertos misterios aún sinresolver desde 1945.

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«Lástima que el ayudante de las SSOtto Günsche siga preso», se dijo elhistoriador. Si Günsche estuviese allíseguramente se conocería el resto de lahistoria, la parte que no vio Rattenhubery, ahora quedaba claro, tampoco HeinzLinge, el criado de Hitler. Pero ¿por quéseguiría Günsche en manos de los rusos?Su graduación era Sturmbannführer, esdecir, mayor. Un grado elevado, pero noera general, ni siquiera coronel. Comoayudante personal de Hitler, su estatusestaba quizá más próximo al de Lingeque al de Rattenhuber. El historiador eraincapaz de encontrar una respuesta.

—Mayor, ¿cómo es posible que los

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soviéticos no hayan soltado aún aGünsche? Su nombre ni siquiera estabaen la lista de próximas liberaciones quevimos en el periódico.

—Quién sabe. Quizá haya sidotravieso en la cárcel —aventuróOughton—. O quizá sepa cosas que nodeba contarnos.

—¿Cree que es eso?—No lo sé —admitió Oughton—. En

todo caso, si le soy sincero, no meapetece nada elucubrar acerca deconspiraciones tejidas por mentes tanobtusas como las soviéticas. Ahoramismo tengo otras cosas en la cabeza.

—¿Puede compartirlas conmigo?

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—Sí.El mayor Oughton trataba de

clarificar los movimientos de HeinrichMüller durante la tarde del treinta deabril de 1945, el día que se suicidóHitler. Para empezar había un talChristian Scholz, un tipo del que nosabían nada pero que el jefe deguardaespaldas Rattenhuber habíasituado con Müller en Berlín a finalesde abril de 1945. Al americano leparecía claro que ese hombre debía deser el misterioso cómplice que el jefe dela Gestapo necesitaba para huir al ladoruso.

Sin embargo, el propio Rattenhuber

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les había hablado de un dinero que losnazis encargaron recoger en Baviera aHeinrich Müller. El jefe de la Gestapo,ocupado con su entrega al serviciosecreto ruso, el NKVD, lógicamente noiba a ir a por el dinero. Ni siquiera conlos dólares estaría a salvo en el ladooccidental. Lo más normal hubiese sidoque Müller encargase esa misión a sucómplice Christian Scholz. Sin embargo,en el papel de Lentzer no figuraba lafirma de Scholz, sino la de GeorgHubner, un tipo del que se sabe quecirculaba después de la guerra con losbolsillos llenos.

Georg Hubner, a diferencia de

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Christian Scholz, sí era conocido por laCIA, aunque su rastro se había perdidodurante los años de la guerra. El hombrereapareció con la carta firmada porHitler sólo tres días después de que éstafuese entregada a Müller. Estosignificaba forzosamente que GeorgHubner también estaba en Berlín eltreinta de abril de 1945 y había recibidola carta de manos de Gestapo Müller.

—Un momento —interrumpióTrevor-Roper—. También es posibleque Müller diese la carta a Scholz y queéste, más tarde, se la entregase aHubner. No es necesario aceptar queHubner estuviese en Berlín con Müller.

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—No, no puede ser. Scholz era elcómplice de Müller y tenía como misiónponerse a salvo fuera de Berlín con lacopia de los archivos del RSHA y laGestapo. Una vez conseguido, ¿por quéponer en otras manos aquella fortuna?—Oughton negó con la cabeza—. No,mire, lo que yo me pregunto es: ¿por quéno entregó Müller la carta a Scholz?¿Por qué emplear un segundo cómplice?

—Quizá fuese para no dependerenteramente de la misma persona. Otambién porque utilizando doscómplices había más posibilidades deque al menos uno de los dos consiguiesesalir de Berlín con vida.

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—Eso tampoco, Hugh. El que sellevase la copia de los archivos delRSHA debía poder escapar de Berlín contotal seguridad, la vida de Müllerdependía de ello. No sé cómo lohicieron, pero Scholz, que era quienllevaba la copia de los archivos delRSHA, tenía la huida asegurada.

El americano chasqueó la lengua.—Además —continuó—, según mi

colega Harry Rositzke, en la CIAretomamos la pista de Georg Hubnerdespués de la guerra. Y precisamenteentonces desapareció Christian Scholzsin dejar rastro. ¿No le dice eso nada?

—No… —confesó el historiador—.

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¿Y a usted?—A mí sí. Que Georg Hubner y

Christian Scholz eran la misma persona.Trevor-Roper sopesó aquello. Sacó

su pipa para mordisquear la boquilla.—Bueno —dijo—. Rattenhuber

afirma que vio a Scholz, y Rolf Lentzerconoció a Hubner cuando éste fue arecoger las maletas del dinero. Situviésemos una fotografía de uno de losdos podríamos intentar que losreconociesen.

—Olvídelo. Esos tipos no tienencara. Ya oyó a Rositzke: no hay fotos deHubner. Y en el caso de Scholz sunombre no figura en ningún sitio. Me lo

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confirmó ayer la CIA.—En ese caso no podremos

demostrar nunca que fuesen la mismapersona… —El historiador parecióresignarse—. Pero, ahora que lo pienso,me asombra usted, mayor. Veo que dapor hecho que Christian Scholz existióen realidad, cuando para ello sólodispone del testimonio de Rattenhuber.En cambio cree muy poco la historia deFraulein Fischer. ¿Por qué?

—Quizá haya sido un poco duro conella, es cierto. Me molestó que no medijese que las cajas eran de Müller,pero en líneas generales parece que lachica no miente.

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—Quienes sí mienten son Müller yRattenhuber —dijo el historiador—. Oal menos uno de los dos. Sus historiasno encajan por lo menos en dos puntosprincipales. El primero de ellos es lahora a la que Müller fue llamado a lareunión del búnker. Según el jefe de laGestapo fue a las dos, cuando Hitlerseguía vivo. Rattenhuber dice que esareunión tuvo lugar a las cuatro y media,poco después de la muerte de Hitler. Yel segundo punto son las horas queRattenhuber estuvo fuera del búnker.Según Müller, el escolta de Hitler saliódel refugio cuando éste se iba a suicidary volvió bien entrada la noche. En

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cambio, el propio Rattenhuber dice quedespués de organizar la incineración delos cadáveres ya no salió del búnkerhasta el momento de la huida general.

—A mí no me extraña nada. Si sefija usted, la versión de Rattenhuber loque hace es excluir por completo lahistoria de la fuga de Hitler. Por un ladodice que Hitler ya había muerto cuandollaman a Müller, y por otro afirma queno estaba fuera del búnker cuandoMüller dijo que se lo llevó alTiergarten. En definitiva, si Rattenhuberdice la verdad, podemos concluir que lahistoria de Müller sobre la salida deHitler hacia el Tiergarten es una

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patraña.—Personalmente estoy convencido

de que es una patraña —dijo Trevor-Roper—. Rattenhuber nos ha contado laverdad, y los documentos que nos acabade enseñar el abogado Lentzer son laprueba de ello. Müller no nos habló deldinero sencillamente para que no lobuscásemos, y en su lugar nos contó elcuento de la huida de Hitler.

Trevor-Roper miró a Oughton comosi hubiese levantado la carta más alta.La apuesta que había sobre la mesa lecorrespondía a él.

—Estoy dispuesto a admitir que hemetido la pata creyéndome lo de la

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huida de Hitler al Tiergarten —dijoOughton—, pero no antes de encontrar larazón por la que Heinrich Müller quisocontar al MI6 una historia tanexcepcional como ésa.

* * *

Oughton condujo el DS directamente alantiguo apartamento de FrauleinFischer. Había quedado pendiente unaentrevista con el portero Herr Rossler, yel americano se había propuesto nodemorarla ni un minuto más.

Cuando llegaron, Rossler estabaencaramado a un taburete cambiando una

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bombilla en el rellano del primer piso.Oughton subió las escaleras con lasmanos en los bolsillos de su gabardina.Trevor-Roper lo seguía unos pasos másatrás fumando su pipa.

—Herr Rossler, perdone que leinterrumpamos. ¿Podríamos hablar conusted unos minutos?

El alemán se volvió para ver quiénlo llamaba. Frunció algo el ceño,tratando de enfocar mejor desde laaltura y reconocer aquel rostro.

—¿Nos recuerda? Vinimos el otrodía con Fraulein Fischer —dijo elamericano.

El portero bajó del taburete y se

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limpió las manos con el trapo.—Les recuerdo perfectamente, tengo

muy buena memoria.—Sensacional. Eso nos facilitará

mucho las cosas.Oughton sacó del bolsillo de su

chaqueta la cartera de piel dondellevaba la placa de la policía alemana yse la enseñó al portero.

—Bajemos a la portería, por favor.El portero precedió a los dos

investigadores hasta la planta baja, sacóla llave de su domicilio, abrió yencendió la luz. Su vivienda consistía enun salón con un mueble cocina en elrincón y un pasillo al fondo que daba a

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la alcoba y el baño. Podía percibirse elolor a detergente que queda impregnadoen el ambiente varias horas después dehaberlo aplicado.

—Pasen y siéntense, mi mujer hasalido a hacer unos recados de losvecinos. Esto es muy pequeño, perosuficiente para nosotros dos. ¿Lesapetece algo de beber?

—No, gracias. Empiece porcontarnos cómo y cuándo conoció aMarie Fischer —sugirió Oughton.

—Fue hace un mesaproximadamente. Un domingo, de esoestoy seguro. Herr Olson, uno de lospropietarios, me llamó por la mañana

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para decirme que esa misma tardeentraría una nueva inquilina en suapartamento. Aunque era mi día libre mepidió que saliese a conocerla y le dijeque sí, sin problema.

—Hábleme de ese Herr Olson.—No sé mucho de él. Es un policía

jubilado. Vive en el campo, cerca deUnterhaching, a unos veinte kilómetrosde aquí más o menos. Suele alquilar suapartamento de vez en cuando, aunque lamayor parte del tiempo está vacío.Algunos fines de semana viene con sumujer y pasan un par de días. Son gentetranquila, nunca dan problemas. Si sequedan durante un tiempo, comprobarán

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que éste es un vecindario muy monótono.—Bien, me decía que Fraulein

Fischer llegó un domingo. Continúe.—Sí, llegó por la tarde. Yo la

esperaba aquí con Herr Olson. FrauleinFischer llegó en un Mercedes deportivomuy bonito, en compañía de un hombre.

—¿Un hombre? Descríbalo, porfavor.

—No lo había visto en mi vida.Veamos: unos sesenta años tal vez,delgado, no muy alto, como yo más omenos. Pelo muy corto, con canas en lassienes. Semblante serio. Parecía unejecutivo o un funcionario importante.Hablaba con acento de aquí, de Baviera.

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—¿Podría ser este hombre? —Elagente de la CIA sacó la fotografíaantigua de Müller y se la enseñó alportero.

—Sí, exacto. Cuando yo lo vi estabaalgo más envejecido, esta foto esantigua. Vino con Fraulein Fischer yluego se marchó. No me dijo su nombre.

—¿Notó algo extraño en elcomportamiento de Fraulein Fischerdurante aquellos días?

—Nada en absoluto. Iba a trabajar auna confitería de aquí cerca, detrás de laGliptoteca. Volvía al mediodía y seencerraba en casa escuchando elgramófono. De vez en cuando venía con

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bolsas de tiendas de música. Comprabamuchos discos; debe de tener una buenacolección. —Herr Rossler hizo unapausa para sonarse la nariz con supañuelo—. No hubo nada raro hasta quevolvió a aparecer ese hombre, el de lafotografía.

—¿El que vino con Fraulein Fischeren el Mercedes? —preguntó Trevor-Roper.

—Sí, ese mismo. Fue hace un par desemanas, un sábado.

—¿El sábado ocho de octubre?Rossler hizo cuentas con los dedos.—Veamos, hoy es viernes… Sí,

exacto. Hace dos sábados. El día ocho.

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—Continúe, por favor.—Bien, el tipo llegó en un taxi, por

la mañana. Serían las once tal vez. Traíaunas cajas de cartón. Las sacó del taxi ylas dejó ahí fuera. —Rossler señaló lapuerta que daba al vestíbulo delinmueble—. Yo le vi por la ventana ysalí a ver qué quería. Estaba nervioso,no sé…, angustiado. Más tarde meenteré de que tenía prisa porque iba atomar un tren. Me preguntó por FrauleinFischer y le dije que ese día trabajaba.Me pidió permiso para llamarla porteléfono desde aquí y le dije que porsupuesto. Metimos las cajas en mi casa,junto al sofá donde están ustedes, y él se

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puso a llamar desde ahí mismo. —Rossler indicó con el dedo una mesillapegada a la pared cubierta con un tapeteblanco de ganchillo y sobre la que habíaun teléfono—. Llamó a la confitería,habló con Fraulein Fischer y le pidióque viniese a casa inmediatamente.Colgó, y mientras llegaba ella estuvimosél y yo charlando sentados justo aquí.Él, en el sofá donde está usted, y yo, enmi sillón. —El portero palmeó el brazodel sillón donde estaba sentado.

—¿De qué hablaron?—Aquel hombre me dijo que

Fraulein Fischer iba a dejar el piso deHerr Olson en breve; por supuesto

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dejando la cuenta saldada. Pero era muyimportante que nadie supiese cuál seríael nuevo domicilio de ella, incluyendo aHerr Olson. Yo le dije que eso era muysencillo: bastaba con que ella semarchase y no diese a nadie esainformación. Pero él me dijo que yo sídebía saberlo, que ella me lo diría a mí.Entonces se metió la mano en el bolsilloy sacó unos billetes. Me los dio y medijo que debía guardar el secreto y nodesvelarle el nuevo domicilio deFraulein Fischer a nadie, únicamente aél mismo.

El portero extendió los brazosmostrando la extrañeza que le causaba

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todo aquello.—Yo tomé el dinero y le prometí

que si Fraulein Fischer me daba sunueva dirección y me autorizaba adecírselo a él, lo haría. A él y a nadiemás. El hombre asintió y pareciótranquilizarse algo. Me pidió la hora unpar de veces, y fue entonces cuando yole pregunté si tenía prisa. Me dijo quesí, que tenía que ir a la Estación Centrala tomar un tren. Entonces yo le dije quetenía que marcharme para hacer variosrecados, que si él quería podía esperar aFraulein Fischer en mi casa. Me loagradeció. Dijo que había venido adejarle a la chica esas cajas y a darle un

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mensaje. Que lo escribiría en un papel yque si ella no llegaba a tiempo, que lediese yo las cajas y el mensaje. Lepresté un bolígrafo y una cuartilla y sepuso a escribir. Mientras tanto yo fui ami cuarto a vestirme. Cuando salí, élhabía terminado de escribir y se estabacambiando los zapatos que llevaba porotros que había en una de las cajas. Mevio entrar en el salón, y se excusódiciendo que los zapatos que traíapuestos eran nuevos y le apretabanmucho, que necesitaba cambiárselos.Hecho esto se puso en pie y me dio elpapel con el mensaje para FrauleinFischer. Pero justo en ese momento

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llegó ella. Él me quitó el papel de lasmanos, se lo metió en el bolsillo, cogiólas cajas y subió con la chica a suapartamento. Yo me fui, y cuandoregresé él ya se había ido. No volví averlo.

—Imagino que usted no pudo ver loque ponía en aquel papel.

—No. Como le digo, FrauleinFischer llegó justo en el momento queme lo daba.

—La chica empezó entonces abuscar otro apartamento, ¿no es así?

—Sí, el mismo lunes. Encontró unola semana pasada y se mudó.

—Pero no le dio a usted la

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dirección.—Oh, sí me la dio. La tengo aquí

guardada esperando a aquel hombre.El portero se levantó, abrió un

pequeño cajón que había en la mesitadel teléfono y entregó una nota aOughton. El americano vio escrita enella la dirección de Marie Fischer entinta azul con letra pulcra y refinada demujer.

—¿Y desde entonces no ha venidonadie preguntando por Marie Fischer?

—Nadie.—Y el casero, Herr Olson, ¿no le ha

preguntado su nueva dirección?—No. Herr Olson me llamó por

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teléfono al día siguiente de marcharseFraulein Fischer y me preguntó si lachica me había dado las llaves de suapartamento. Le respondí que aún no,porque todavía no había terminado lamudanza. Luego me dijo que si no veníaél mismo a por ellas enviaría a alguien.

El agente de la CIA se levantó,inquieto. Empezó a pasear por el salóngolpeando nerviosamente su cuadernillode notas en el muslo.

—Su mujer nos dijo el otro día quehabía venido un chico a por las llaves—dijo en ese momento Trevor-Roper.

—Ah, sí, es verdad. Me lo dijo a mítambién. Por cierto, el chaval volvió a

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venir ayer, pero le dijimos que no lasteníamos aún. Que se pasase otro día.

Oughton cortó aquella conversación.—Escuche, Herr Rossler. Usted

parece un buen hombre. Le confesaréque estamos buscando algo. El tipoaquél que vino con Fraulein Fischer leenvió una carta a ella el pasado martesonce de octubre.

Rossler se quedó un momentopensativo, haciendo cálculos con lacabeza.

—Hace diez días de eso —dijo—.Ya debería haber llegado. ¿Está segurode que la envió a Fraulein Fischer?

—Sí, lo estoy. Pero cabe la

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posibilidad de que alguien se hayallevado esa carta.

—No creo. Aparte de mí sólo tienela llave Herr Olson y, como le digo, élno ha venido.

El americano resopló conimpaciencia.

—Escuche —añadió Rossler—,mañana puedo pasarme por la estafetade correos de la zona. Conozco a losempleados, hablaré con ellos. Tambiénbuscaré al cartero del barrio, sé dóndevive. Si hay una carta para FrauleinFischer la encontraré. No es la primeravez que consigo algo así. A veces losvecinos compran por catálogo y los

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paquetes se demoran en correos.—Se lo agradezco —dijo Oughton

—. Volveremos el domingo.—No, el domingo salgo con mi

mujer a visitar a mi hijo al campo. Siencuentro la carta se la dejaré por latarde en el buzón de Fraulein Fischer.

—No, no haga eso. Escuche, yotengo la llave del piso de Herr Olson.Deje la carta en la tetera del juego deporcelana que hay en el aparador. ¿Deacuerdo?

—Eso haré.

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Sábado, 22 de octubre de1955

El vuelo de Pan Am aterrizó puntual enel aeropuerto berlinés de Tempelhof alas diez y media de la mañana. Lasautoridades aliadas se habían reservadoel uso de los aeropuertos de BerlínOccidental, por lo que la compañíaalemana Lufthansa no podía operar laruta Múnich-Berlín. Eso facilitó algo lascosas, pues el primer vuelo estaba lleno,pero el mayor Oughton pudo abrirsehueco entre los pasajeros de Pan Amgracias a la CIA. La mañana amanecióenvuelta en una ligera niebla que el sol

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se encargó de disipar con el paso de lashoras.

Después de su cautiverio en la URSS,Rochus Misch, el antiguo operador deradio del búnker, había vuelto al distritode Rudow, en Berlín Occidental, dondehabía residido durante la guerra antes deser hecho prisionero por los soviéticos.Su casa, de dos pisos, estaba situada enuna avenida tranquila y arbolada a pocadistancia del lugar donde había estado laCancillería del Reich. A esas alturas yano quedaba nada de aquel suntuosopalacio, pues los últimos restos habíansido demolidos por los rusos en 1949.El búnker había sobrevivido a las

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voladuras y la zona se había convertidoen un solar donde únicamente podíanverse unos coches mal aparcados y unosniños jugando al fútbol.

Oughton pidió al chófer queesperase en la puerta de la vivienda. Elamericano llamó al timbre y el propioMisch acudió a abrir. Era un hombremuy joven, aún no había superado labarrera de los cuarenta años. Tenía elrostro cuadrado, la nariz prominente yunos ojos inquisitivos y penetrantesrefugiados bajo unas cejas arqueadas.Misch tenía una boca ancha y carnosaque utilizaba para sonreírconstantemente. Su esposa no estaba en

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el domicilio. Había salido alAyuntamiento, donde colaboraba con elgrupo municipal del partidosocialdemócrata.

El antiguo operario de la centralita yla radio del búnker no salió de suasombro cuando Oughton se identificócomo agente del servicio de inteligenciaestadounidense. Tímidamente se hizo aun lado dejando el paso libre a los dosvisitantes y los condujo al salón. Unavez allí, el mayor Oughton le explicó elmotivo de la visita.

—Herr Misch, mi compañero y yohemos venido únicamente a verificar unpar de informaciones relacionadas con

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el puesto que ocupó usted en laCancillería durante la guerra. Sonpreguntas rutinarias, no se inquiete.

—No tengo ningún inconveniente enatenderles. En realidad, es la primeravez que una autoridad de los aliadosviene a verme. Nada más llegar de laURSS, los Estados Unidos me enviaron acasa una citación para presentarme no sédónde. Yo estaba muy cansado y no lepresté atención. Así que a pesar de queha pasado bastante tiempo desdeentonces, cuando les he visto a ustedesdos en la puerta pensé que venían aecharme la bronca por aquello.

Los dos investigadores sonrieron

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ante la ingenuidad de Misch.—¿Cuándo volvió de la Unión

Soviética? —empezó preguntandoTrevor-Roper.

—Me liberaron a principios dediciembre de 1953. Aunque no lleguéaquí, a mi casa, hasta el treinta y uno dediciembre.

—¿Supieron pronto los rusos queusted trabajó con Hitler?

—Tardaron muy pocos días.Localizaron en Berlín a unos cuantosayudantes y luego éstos identificaron aotros, y así sucesivamente. A mí mepillaron junto al piloto del jefe.

—Supongo que le interrogaron a

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conciencia.—¿Que si me interrogaron? —

exclamó Misch—. Me torturaron duranteun año entero. Entre diciembre de 1945y el otoño de 1946 sufrí palizas, duchasheladas e interrupciones sistemáticas desueño. Me sacaban de la celda, merepetían una y otra vez las mismaspreguntas, me acusaban de mentir y mecastigaban. Así una y otra vez.

—¿Por qué le acusaban de mentir?¿Qué le preguntaban?

—Querían saber dónde estabaHitler. Yo les dije desde el primer díaque había muerto en el búnker el treintade abril, pero no había manera de que

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me creyesen. Decían que no habíanencontrado el cadáver, que si era ciertolo que yo decía dónde estaba entonces elcuerpo. Yo respondía que no lo sabía,pero que vi muerto al Führer.

Trevor-Roper asintió mentalmente.Oughton retomó entonces elinterrogatorio al alemán:

—Bien, tenemos entendido que ustedera el operario de la centralita delbúnker, ¿no es así? Debió de ser untrabajo estresante, sobre todo en losúltimos días de la guerra.

—Ya lo creo. Trabajaba día ynoche, casi sin descanso. Recibíamosllamadas de todo tipo, no sólo de

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militares pidiendo órdenes. Cada veznos llamaban más berlinesespreguntándonos dónde estaban los rusos.

—Herr Misch, nos gustaría quehiciese memoria y procurase recordarunos hechos que ocurrieron el día quemurió Adolf Hitler, el treinta de abril de1945. Para eso hemos venido a verle.

El alemán asintió con la cabeza:—Creo que ese día Hitler se pegó un

tiro y que luego su cadáver fueincinerado en el jardín. ¿Es así? —preguntó Oughton.

—Efectivamente. Yo estaba en mipuesto, en el piso de abajo del búnker.Un compañero mío llamado Retzlaf vino

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a verme y me dijo: «Corre, corre, el jefeestá ardiendo arriba. Ve a verlo». Perodecidí no hacerlo. Y le convencí a élpara que tampoco lo hiciera. Yo sabíaque ahí fuera estaba Gestapo Müller,merodeando por los alrededores. Sihabían dado orden de no salir ydesobedecíamos, Müller nos liquidaríasin más averiguaciones.

—¿Se refiere usted a HeinrichMüller, el director de la Gestapo?

—Sí, sí, Heinrich Müller. En laCancillería todos lo llamaban GestapoMüller, ¿no lo sabía?

—¿Conocía usted personalmente aHeinrich Müller? —continuó el agente

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de la CIA ignorando la pregunta delalemán.

—Claro. Durante la guerra vinovarias veces a visitar al Führer, casisiempre en compañía de su jefeKaltenbrunner o del mismo Himmler.

—Y nos decía antes que HeinrichMüller circulaba por el exterior delbúnker el día que murió Hitler, ¿no esasí?

—Así es.—¿Y cómo sabe usted que Müller

estaba fuera del búnker cuandoincineraron a Hitler?

—Porque lo vi salir esa mismatarde. Fue un poco extraño, aunque,

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bueno, nada de lo que hacía GestapoMüller parecía muy normal. Era un tipoarisco, retraído, hosco…, no sé si meexplico.

—Perfectamente —dijo Oughton—,pero nos decía que vio salir a Mülleresa tarde y que fue algo fuera de lonormal.

—Ah, sí, perdone. Verán, sucedió unpoco antes del suicidio del jefe. GestapoMüller entró en mi oficina. Iba vestidocon su uniforme de general de las SS, lorecuerdo perfectamente.

—¿Sabe adónde iba?—No tengo ni la menor idea —

respondió Misch gesticulando

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vehementemente con las manos—. Ni seme pasó por la cabeza preguntarle quéhacía ni adónde iba. El caso es queGestapo Müller me pidió que le marcaseun número. Cuando respondieron le paséel auricular. Entonces me ordenó salirde la habitación para que pudiese hablara solas. Cuando terminó, lo vi subir lasescaleras a la carrera y no volví a verlonunca más.

—Bien. —Oughton arrastró unoscentímetros su silla para acercarse algomás a su interlocutor—. Herr Misch, esmuy importante que trate de ser muypreciso ahora.

El alemán volvió a asentir con la

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cabeza.—¿Recuerda a quién llamó por

teléfono Heinrich Müller?—Perfectamente. A su operador de

radio.—¿Cómo se llamaba ese hombre?Rochus Misch cerró los ojos

tratando de recordar.—¿Cómo era? —dijo para sí

mientras se apretaba los lagrimales conlos dedos índice y pulgar—. No me sale.Yo sólo vi a aquel hombre una vez, perome dijeron cómo se llamaba. Malditasea…

—¿No recuerda su nombre?—No. Pero lo tengo en la punta de la

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lengua.—Está bien. Déjelo. Cuéntenos lo

que sepa de ese tipo, del operador deradio de Müller. Lo que recuerde.

—Como le digo, yo únicamente vi aaquel hombre una sola vez. Vino albúnker con Gestapo Müller, no recuerdoqué día, el veinticinco, el veintiséis o elveintisiete. Era moreno, peinado haciaatrás. —Misch se pasó las manos por elcabello—. Si lo volviese a ver quizá loreconociese. Müller lo presentó como suoperador de radio, y me preguntó si yono tenía inconveniente en que leesperase en mi oficina mientras éldespachaba con Bormann. Yo le dije

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que no había problema, así que mequedé durante un rato con aquel tipo.

—¿Llegó a hablar con él mientrasesperaba a Müller en su oficina?

—Sí. Yo pensaba que él y yo éramoscolegas, operadores de radio. Así que lepregunté qué clase de centralitautilizaban en la Gestapo. La nuestra delbúnker era muy moderna, no funcionabacon fichas sino con teclas. Pero, quéva…, el operador de radio de Müller notenía ni idea de radios, ni de centralitasni de nada. Así que deduje que era unagente de la Gestapo y lo dejé correr.«Mejor no meterse en asuntos de laGestapo», pensé.

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—Bien —dijo Oughton—. Ahoradígame, ¿cómo sabe que Müller llamó latarde del treinta de abril a su operadorde radio?

—Verá, cuando Gestapo Müllerterminó de hablar con Bormann y volvióa mi oficina para recoger a su ayudante,me ordenó que anotase en la agenda elnúmero de teléfono que me dio aquelhombre, su operador de radio, quierodecir. Después de aquel día lo llamó unpar de veces desde el búnker, una deellas la tarde del treinta de abril.

—O sea —resumió Trevor-Roper—, que el día que murió Hitler, Müllerentró en la sala de comunicaciones y le

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ordenó que llamase al número de suoperador de radio.

—Efectivamente.—¿Está completamente seguro de

que vio a Müller salir del búnker antesdel suicidio del Führer? —preguntóOughton—. ¿No pudo ser después deque muriese Hitler?

—No, no. Fue antes. De eso no tengoninguna duda. Cuando se produjo elsuicidio del jefe, Gestapo Müller ya noestaba en el búnker.

Se hizo una pausa. Oughton se frotóla perilla con la mano izquierda dejandover la hilera superior de sus dientes.Rochus Misch había dado la razón a

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Heinrich Müller: la reunión con el jefede la Gestapo para encargarle ir a por eldinero no fue después del suicidio deHitler como les había dicho el jefe deguardaespaldas Rattenhuber. Fue antes.

—Bien —continuó el agente de laCIA—, hablemos ahora del suicidio deHitler. Antes nos ha dicho que confesó alos soviéticos que lo vio muerto. ¿Cómofue?

—Verá, la oficina de la centralitadaba al pasillo central del piso inferiordel búnker. O sea, que desde allí podíaver todo lo que pasaba. Cuando sacaronel cadáver del jefe salí al pasillo y vicómo lo llevaban por las escaleras del

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fondo hacia la salida de emergencia quedaba al jardín.

—¿Pudo ver el rostro de Hitler?—No. Lo habían tapado con una

manta.—¿Y qué pasó luego?—Bueno, al suicidio del jefe

siguieron unas horas de confusión.Todos los mandos pedían instruccionesal ministro Goebbels, quien finalmenteenvió al general Krebs a parlamentarcon los rusos. Yo mismo le pasé lacomunicación. Entonces Krebs salió yyo me quedé con el general Rattenhuberen mi oficina.

Al escuchar aquello los dos

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investigadores dieron un brinco en susasientos.

—¿Cómo ha dicho? —preguntóOughton.

—¿Con Rattenhuber? ¿Está seguro?—dijo a su vez Trevor-Roper.

Misch se sorprendió ante elsobresalto de los dos investigadores.

—El general Rattenhuber era elresponsable del RSD, el cuerpo deguardaespaldas del Führer…

—Eso ya lo sabemos, Herr Misch—Oughton interrumpió al alemánalzando la voz. El americano se diocuenta de ello, y cuando volvió a hablarlo hizo recuperando un tono más bajo—.

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Lo que nos extraña es que JohannRattenhuber permaneciese en el interiordel búnker antes de que Krebs saliese anegociar con los soviéticos. Teníamosentendido que estaba en el exterior.

—Yo les puedo contar lo que vi. Elgeneral Rattenhuber no estaba en elbúnker cuando se produjo el suicidio delFührer, pero vino a mi oficina después.Rattenhuber iba un poco bebido. Medijo que Goebbels le había pedido quese quitara de en medio mientras se lepasaba la cogorza.

—¿Habló con él?—Sí. Llevaba las botas llenas de

barro, se las quitó para limpiarlas y me

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pidió un cepillo. Me dijo que habíaestado fuera para serenarse. Por esoquizá les hayan dicho a ustedes queestuvo en el exterior. Pero yo lesgarantizo que desde que Krebs fue anegociar con los rusos hasta que seprodujo la huida del búnker Rattenhuberno salió de allí.

—¿Y Peter Högl, el otroguardaespaldas? —preguntó Trevor-Roper—. ¿Lo vio?

—Supongo que también.—Descríbanos cómo fue la salida

del búnker —pidió Oughton.—Cuando volvió Krebs al búnker

dijo a todos que los soviéticos se

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negaban a aceptar nada que no fuese unarendición incondicional. Entonces, elministro Goebbels dijo que quienquisiera era libre de intentar la fuga, yesa noche se marcharon todos. Fueronsaliendo en grupos pequeños, cada unoliderado por un militar. Uno de esosequipos lo lideró Rattenhuber. Högltambién salió con otro de los grupos,pero no recuerdo cuál. Yo me quedé enel refugio hasta el día siguiente.

—Nos dijeron que, antes desuicidarse, Hitler autorizó a loshabitantes del búnker a salir si así lodeseaban.

—Es cierto —asintió Misch—, pero

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el ministro Goebbels dejó sin efecto laautorización hasta que Krebs regresarade hablar con los rusos. Cuando lo hizose formaron los grupos.

Oughton sacó la libreta del bolsillointerior de su chaqueta y escribió algo.Trevor-Roper aprovechó para continuarel interrogatorio:

—Y usted, ¿qué hizo?—Yo fui de los últimos en salir del

búnker. Por no decir el último. Anduvepor los túneles del metro y me encontrécon el grupo del criado del Führer,Heinz Linge. Poco después los rusos nosdetuvieron a todos. No teníamos ningunaposibilidad de escapar. Aquello era una

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ratonera.—¿Dice que cuando salió del búnker

no quedaba nadie dentro?—Nadie a excepción del

electricista, Johannes Hentschel. Él nose podía marchar porque tenía quemantener activa la corriente para elhospital que había en la Cancillería. —Misch hizo una pausa—. Bueno, tambiénquedaron dentro el general Krebs, elgeneral Burgdorf y el teniente coronelSchädle, que se suicidaron en el búnker.

—O sea —dijo Oughton—, que aHeinrich Müller no lo volvió a ver en elbúnker después de telefonear a suoperador de radio. Y esa llamada fue

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antes del suicidio de Hitler.—Eso es. A Gestapo Müller no lo

volví a ver ni dentro ni fuera del búnker.Oughton guardó el cuaderno de notas

y se levantó de improviso. Trevor-Roper lo imitó.

—Herr Misch, ha sido usted de granayuda —dijo—. Le deseo que puedatrabajar pronto y volver a llevar unavida normal.

El alemán les estrechó la mano y loscondujo a la salida. Los dosinvestigadores se dirigieron al taxi queles esperaba en la puerta y Oughtonpidió al chófer que les llevara alaeropuerto. Éste arrancó el motor y se

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incorporó a la circulación. Cuandollevaban recorridos unos pocos metrosel taxista frenó en seco.

—¿Qué pasa? —preguntó alertadoOughton.

El chófer respondió con los ojospuestos en el espejo retrovisor.

—El hombre ése que estaba conustedes. Viene corriendo detrás denosotros haciéndonos señas para queparemos.

Oughton bajó la ventanilla y,disimuladamente, empuñó el arma quellevaba bajo la chaqueta. Al cabo depocos segundos, Rochus Misch,jadeante, llegó a la altura del taxi y se

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apoyó pesadamente en la puerta.—Acabo de recordar el nombre del

operador de radio de Gestapo Müller —dijo entre jadeos—. Era Scholz,Christian Scholz.

* * *

—No entiendo nada… —dijo Oughtoncaminando por los pasillos delaeropuerto de Berlín-Tempelhof—, noentiendo…

—Usted ya estaba dispuesto acolgarle el muerto a Rattenhuber, ¿no escierto? —preguntó Trevor-Roper.

—Si le soy sincero, sí.

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—Pues mire por dónde el operadorde radio Rochus Misch le acaba deproporcionar una coartada. Rattenhuberestaba con él cuando presuntamenteasesinaron a Hitler. ¿Considera a Mischun testigo fiable?

—Sí. Aunque también es cierto queMisch ha desmentido a Rattenhuber enuna cosa: la hora de la reunión en la queGoebbels encargó a Müller que fuese aBaviera a por el dinero. No fue despuésdel suicidio de Hitler, como dijoRattenhuber, sino antes.

—En todo caso —atajó elhistoriador—, con independencia de lahora a la que encargaron a Müller ir a

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por el dinero, la historia del asesinatode Hitler por Rattenhuber y Högl se hadisuelto como un azucarillo.

—Puede ser. Pero yo sigo en mistrece. No entiendo por qué razón Müllernos contó esa sarta de mentiras.

—Vaya a lo fácil. Lo hizo porquequería hacer un último intento parainteresar al MI6 y no irse con Gehlen.

—Sí, sí, eso está claro —admitió elamericano—. Pero ¿por qué contar esahistoria? Heinrich Müller debería haberdado al MI6 algo que pudiesen rastrear.Algo auténtico, verídico.

—¿Por qué está tan seguro de eso?—preguntó con interés Trevor-Roper.

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Oughton contestó sin pensar.—Porque es lo que yo hubiese

hecho.Trevor-Roper sacó su pipa y le

introdujo unas hebras de tabaco.—Mayor, ¿en el fondo no le hace

sentir bien comprobar que Müller yusted no son tan parecidos?

—Müller y yo éramos colegas,Hugh. Y aunque luchábamos en bandosdistintos, en una situación de peligrocomo la que él vivió estoy convencidode que los dos hubiésemos reaccionadoigual.

Oughton se quedó mirando a losaviones por el panel de cristal de la

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terminal, con las manos en la espalda.Pasados unos segundos, añadió:

—La única razón por la que yofalsearía mi declaración sería paraproteger algo o a alguien. Pero Müllerha hecho justo lo contrario: denunciar uncrimen ficticio que parece ser que noocurrió…

* * *

Cuando aterrizaron de vuelta de BerlínOccidental era noche cerrada y los dosinvestigadores fueron directamente alHotel Torbräu. A las ocho, Trevor-Roper salió de su cuarto y fue hasta el

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de Oughton para bajar juntos a cenar.Cuando salían, Oughton escuchó una vozque lo llamaba. Era uno de los botones,que corría hacia el americano con unsobre en las manos.

—Señor Oughton, acaban de dejareste sobre para usted. Iba a subirlo a suhabitación en este mismo momento.

—Muchas gracias.El agente de la CIA dio un par de

monedas al botones mientras miraba concuriosidad el trozo de papel. Abrió elsobre y de su interior extrajo un panfletode color amarillo que anunciaba laapertura de un taller de coches en unbarrio próximo. Dentro no había nada

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más.El historiador, confuso, se dirigió a

Oughton:—¿Qué significa eso? ¿Hay alguna

pista en ese taller?—No. El contenido no tiene

importancia. Es el color del papel. Estome lo ha dejado mi colega de la CIAHarry Rositzke. Debo localizarlourgentemente en un número seguro. Metemo que un día más tendremos quecenar aquí. Por favor, vaya alrestaurante del hotel; luego le llamo.

Oughton salió a la calle y caminó endirección al río. Contó tres cabinastelefónicas, se detuvo en la cuarta y

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marcó un número que conocía dememoria. Habló con dos personas antesde tener en línea a Harry Rostizke.

—Soy yo —dijo el mayor.—Hola, aquí Harry. Hofgarten.

Cincuenta minutos.—Recibido.Oughton colgó y volvió a levantar el

auricular. Marcó el número del Torbräuy pidió que le pasasen con el profesorTrevor-Roper en el restaurante. Enpocos segundos escuchó la voz delhistoriador.

—Soy Oughton. Escuche, baje arecepción y recoja el coche. Yo estaréallí en quince minutos. Tenemos una cita

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con Rositzke en el parque Hofgarten.—Conozco el lugar, está cerca de

aquí.Oughton regresó al hotel, y en la

puerta de entrada vio a Trevor-Roper depie junto al Citroën DS. El americano sepuso al volante y juntos se dirigieron allugar de la reunión. Oughton distinguió aHarry Rositzke fumando apoyado en unode los pilares sobre los que descansanlos ocho arcos del Dianatempel, unpalacete de tejado verde ubicado en elcentro del Hofgarten. Cuando Rositzkevio venir a lo lejos a Oughton y Trevor-Roper caminando por uno de lossenderos de tierra que surcaban el

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césped del parque, tiró el cigarrillo alsuelo y echó a andar hacia ellos.

—Hay novedades —dijo.—Nosotros también tenemos

novedades —replicó Oughton—. Iba acontactar contigo inmediatamente.

—En ese caso tenemos bastante dequé hablar. Salgamos hacia Odeonsplatzy busquemos un local donde podersentarnos. Es probable que empiece allover en breve.

Los tres hombres dejaron el parque yse dirigieron hacia el oeste. Caminandoen dirección a la universidadencontraron abierta una cafeteríaitaliana. En la barra había dos

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oficinistas tomando un aperitivo ysentado a una mesa un anciano leyendoel periódico con un expreso. Rositzke,Oughton y Trevor-Roper optaron porpasar al fondo del local y ocupar allíuna mesa rectangular. Pidieron tres caféssolos al camarero.

—No se lo tome a mal, profesorTrevor-Roper —empezó diciendoRositzke—, pero pensé que vendría elmayor solo.

—Estamos juntos en esto, Harry —dijo el agente de la CIA—. Orden de JimAngleton.

Rositzke miró a su colega con airedubitativo.

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—Tampoco pertenece al MI6 —añadió Oughton.

El camarero llegó a la mesa con unabandeja metálica en la que trajo loscafés. Los sirvió y dejó una taza convarios terrones de azúcar. Durante todoese tiempo, Rositzke se estuvo pasandoel dedo índice por el labio inferior,sopesando la situación.

—De acuerdo —dijo al fin mirandoa Oughton—. Supongo que recordarás elescándalo de los agentes ingleses queespiaron para la URSS desde laembajada británica en los EstadosUnidos. Los dos tipos que consiguieronhuir en un avión.

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—Sí. Maclean y Burgess. Lorecuerdo perfectamente.

—Había un tercer hombre, KimPhilby —continuó Rositzke—.Conseguimos que los británicos se lollevasen de la embajada pero no que loprocesasen por espionaje. Pues bien,tenemos a Kim Philby bajo vigilanciadesde que se marchó de los EstadosUnidos. Durante este tiempo, ha estadoen Londres mariposeando de una oficinaa otra y contando que tenía licencia delGobierno británico para contactar con laURSS y pasarles información falsa. Lomalo es que además de esas presuntasmentiras, también les ha contado cosas

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ciertas. En la CIA llevamos trabajandoen el asunto varios meses y queremosconstruir un caso sólido contra Philbypara llevarlo ante el juez.

Rositzke hizo una pausa para bebersu café. Oughton y Trevor-Roperpermanecieron en silencio mientras suinterlocutor se limpiaba cuidadosamentelos labios. A continuación siguióhablando:

—Hoy mismo nos hemos enteradode que en unos días el ministro deExteriores británico dirá en la Cámarade los Comunes que Kim Philby esinocente de toda sospecha sobreespionaje. El presidente Eisenhower no

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quiere conflictos con Londres, así que,cuando esa declaración se produzca, elcaso Philby quedará oficialmentecerrado para la CIA. Como te puedesimaginar, eso nos repatea bastante.Hemos gastado mucha pasta parademostrar que ese bastardo es un traidory no vamos a tirarlo todo por la borda.

—En otras palabras, se acerca elfinal de la cuenta atrás —dijo Oughton.

—Exacto. El tiempo se nos echaencima y el trabajo no está terminado.

—De todos modos, señor Rositzke—intervino Trevor-Roper—, noentiendo qué relación tiene con nuestrocaso esto que nos está contando.

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Harry Rositzke no respondió. En sulugar se mordió el labio inferiormientras dirigía una mirada decomplicidad a su colega de la CIA. Elmayor Oughton rompió con un tonojovial el silencio que impuso Rositzke:

—Lo que ocurre, Hugh, es quenosotros estamos trabajando en elmismo caso que Harry, aunque hastaahora no lo sabíamos. ¿No es así?

Rositzke miró a Oughton con unsemblante inexpresivo.

—En la CIA, tanto Dulles comoAngleton están convencidos de que aMüller se lo cargaron los soviéticos —dijo—, bien para evitar que hablara,

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bien para agradecerle que se escapase alOeste. Sin embargo, para nosotros, lacuestión no es identificar al sicario quedejó seco a Müller con la Makarov. Loque hay que hacer es averiguar quiénavisó al KGB, quién indicó a lossoviéticos el paradero de Müller.

—Y puede que suene la flauta y elculpable sea Philby —concluyóOughton.

—No tiene que sonar ninguna flauta.Estamos totalmente seguros de que fuePhilby. El mismo día que el jefe delMI6, John Sinclair, llamó a Gehlen paraentregarle a Müller perdimos el rastrode Philby. Simplemente desapareció. Y

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hace tres días volvimos a recuperar supista. ¿Sabéis dónde? Aquí, en laRepública Federal.

—¿Dónde está Philby ahora? —preguntó Trevor-Roper.

—De vuelta en Londres. El MI6 lotiene escondido, pero sólo hasta que elministro hable en la Cámara de losComunes.

—Y entonces —continuó elhistoriador— ¿qué hace usted aquí, enMúnich?

Oughton volvió a contestar en lugarde su compañero:

—O mucho me equivoco o Harryestá buscando al contacto ruso al que

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supuestamente Philby proporcionó elparadero de Müller para que elcomando del KGB se lo cargara.

—Exacto —confirmó Rositzke—.Desde el momento en que Philby avisóal KGB del traslado de Müller a Múnich,los soviéticos sólo tuvieron veinticuatrohoras para preparar y ejecutar elasesinato. No hubo tiempo de desplazarun comando, por lo que ha actuado unacélula del servicio secreto rusoactualmente activa en la RepúblicaFederal. Si conseguimos dar con ella nosólo podremos neutralizarla sino ademásempapelar por fin a Kim Philby.

El mayor Oughton, en un gesto ya

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familiar para Trevor-Roper, se recostóen el respaldo de la silla, cruzó laspiernas y metió las manos en losbolsillos.

—A ver si lo he entendido, Harry —dijo—. En la CIA llevamos siguiendo aPhilby durante un tiempo, buscandopruebas para incriminarle, pero aún nolo hemos conseguido. Un buen díaPhilby desaparece. Nadie sabe dóndeestá, pero al día siguiente el generalReinhard Gehlen llama a la CIA, a AllenDulles, y le dice que el MI6 le entregóel día anterior a Heinrich Müller y queel tipo ha aparecido asesinado. El MI6le quiere cargar el muerto a Gehlen, y

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éste protesta a sus amigos americanosdiciendo que es inocente y que se tratade una trampa de los ingleses. Derepente todo encaja para la CIA: lossoviéticos han asesinado a Müller,aunque gracias a la ayuda de KimPhilby, quien, enterado de la apariciónde Müller, se ha apresurado a avisar alKGB para evitar que el antiguo jefe de laGestapo cuente cosas. Cosas como queel propio Philby es uno de losinfiltrados por el KGB en Occidente. Latesis se confirma poco después, porquealguien dice haber visto a Philby en laRepública Federal. Así que Dulles yAngleton mueven ficha. A ti te traen para

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investigar los movimientos de Philby ybuscar a los rusos que han matado aMüller, y a mí me envían con la misiónde investigar la muerte de Müller enplan Sherlock Holmes. En otraspalabras, para tener ocupados a JohnSinclair y a Reinhard Gehlen. Pero,cuidado, mientras Oughton y su amigo deOxford están dando vueltas porAlemania, resulta que la CIA se entera deque los ingleses van a respaldaroficialmente a Philby, y cuando esto seproduzca ya no podremos echarle elguante. Así que el asunto se ponecaliente. La investigación del bueno deOughton ahora sobra: tenemos que cazar

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a los soviéticos antes de la sesión en laCámara de los Comunes.

Rositzke cruzó los brazos sobre lamesa y apoyándose sobre ellos dijo conla vista puesta en la entrada de lacafetería:

—Tu misión no sobra —dijo—,pero el tiempo apremia y nos pidenresultados. A todos.

—Está bien, Harry —dijo Oughton—. Démosles resultados. Pero para ellonecesitamos algo de ayuda.

Rositzke sacó una pitillera y unacaja de cerillas del bolsillo delpantalón. Encendió un cigarrillo.

—Dispara.

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—En primer lugar, quiero unpasaporte de la República Federal parauna mujer. —Oughton sacó su libreta denotas y de ella extrajo el pequeño retratod e Fraulein Fischer—. Aquí tienes lafoto.

Rositzke echó un vistazo a lafotografía y se la guardó en la cartera.

—Sin problema —dijo—. ¿Quénombre le ponemos?

—No sé…, invéntate uno —propusoOughton—. Un nombre muy corriente.Marie Fischer, por ejemplo.

—Entendido. Te dejaré el pasaporteen el hotel. ¿Qué más necesitas?

—Verás —Oughton se acercó a su

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colega para hablarle en tonoconfidencial—, resulta que estamossiguiendo la pista del dinero.

—¿Qué dinero?—La pasta de la que nos hablaste.

Las divisas que los nazis sacaron de losbancos alemanes.

—Ya veo. Pero ¿qué tiene que vereso con Müller?

—Por lo visto, Müller entró encontacto con el dinero, y el caso es queesa pasta la tenía que haber recibidoReinhard Gehlen.

—¿Gehlen? —Rositzke se sacó elcigarrillo de la boca con airedesconcertado.

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—Sí. ¿Es posible que Gehlentuviese a su disposición importantessumas de dinero cuando terminó laguerra?

—En absoluto —dijo Rositzke—.Lo único que tenía Gehlen era lacolección de rollos microfilmados sobreel ejército soviético. Cuando lo sacamosde Alemania para llevarlo a los EstadosUnidos a montar la Organización notenía ni un centavo. Lo pagamos todonosotros. ¿De dónde habéis sacado queGehlen tenía dinero?

—Tirando de algunos hilos. Uno deellos es el austriaco de quien hablamosla última vez, Wilhelm Höttl. Por cierto,

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te informo de que ese tal Höttl está encontacto con grupúsculos nazisaustriacos. No sé muy bien a qué sededica, pero por ahí andan pasandogente a través de la frontera con laRepública Federal.

—Ah sí, Höttl… —Rositzke asintiócon la cabeza mientras apoyaba elcigarrillo en el cenicero—. ¿Recuerdasque te dije que había escuchado sunombre hacía poco? Después de vernoshice un par de averiguaciones. ElMossad está tratando de infiltrarlo entrelos nazis austriacos.

—¿Los israelíes? Los que faltaban.No me digas que tienen gente por aquí.

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—No. Por ahora dedican todos susesfuerzos a espiar a Egipto. Pero entretanto están pagando una pasta a gentecomo Höttl para ver si consiguen echarel guante a Adolf Eichmann y JosefMengele, que saben que están vivos. Silo consiguen será de pura chiripa. Leshemos advertido, pero no hacen ni caso.

—Ahora que saca este tema —intervino Trevor-Roper—, ¿no esposible que de alguna manera ReinhardGehlen colaborara con las redes dehuida de los nazis?

Rositzke se mostró sorprendido porla pregunta.

—¡Esto sí que es bueno! Al

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contrario. Cuando algunos nazis seenteraron de que Gehlen trabajaba paranosotros le pidieron ayuda, un trabajo,dinero o un pasaporte. Gehlen no les dionunca nada. Jamás les asistió. Es más,nos facilitó a nosotros todos los datos deesa gente por si queríamos detenerlos,pero decidimos no intervenir. No nosinteresaba que Gehlen se enemistase conlos alemanes, aunque fuesen antiguosnazis asesinos.

El mayor Oughton deslizó la miradasobre el resto de las mesas del local,sopesando las palabras de su colega.

—Amigos —continuó Rositzke—,¿qué clase de preguntas son ésas? Creo

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que estáis meando fuera del tiesto. No séqué diantres andáis investigando, perodesde luego alguien os está tomando elpelo a base de bien.

—¿Tú crees, Harry? ¿No os loestarán tomando a vosotros?

Rositzke entornó los ojos esbozandouna mueca de incomprensión. Oughtonno se detuvo:

—Desde el principio hemostrabajado con la hipótesis de queHeinrich Müller se entregó al MI6porque pensaba que los soviéticoshabían estrechado el cerco en torno a él.Así, cuando murió todos tuvimos claroque fue el KGB, y, considerando que

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nuestros servicios secretos estáninfiltrados por los rusos, la cuestión erasaber quién estaba más podrido: laOrganización Gehlen o el MI6.

Rositzke fue asintiendo a cada puntomostrando su conformidad hasta elmomento. Lo siguiente que dijo Oughtonlo remarcó señalando a su interlocutorcon el dedo:

—Pero, Harry, ¿y si estuviésemosbuscando desde el principio en ladirección incorrecta? ¿Y si Müller no seentregó al MI6 huyendo de lossoviéticos, sino de algún otro?

—¿De quién?—De los alemanes que lo estaban

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ayudando en la República Federal. Desus propios camaradas. —Oughton hizouna breve pausa antes de continuar—:Imagina la situación, Harry. Vienes alOeste huyendo del KGB. Aquí no tienesninguna infraestructura, dependes deotros. Otros que son tus amigos, tusantiguos camaradas de la Gestapo. Sinembargo, a esos tipos no puedescontarles toda la verdad de tusactividades en los últimos años, puestales hechos constituyeron una altatraición al Estado que todos ellosdefendieron con sus vidas. ¿Me sigues?

Rositzke asintió con la cabeza yOughton siguió hablando:

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—Bien. Llegas a la RepúblicaFederal, cuentas un cuento chino a tusantiguos camaradas y ellos, que nosaben de la misa la media, se lo tragan.Y sigues así, viviendo gracias a suprotección hasta que un día te levantas ylees en el periódico que los soviéticoshan decidido excarcelar a unos alemanesque sí conocen tu historia, que sabenquién eres y cómo traicionaste al TercerReich. Cuando viniste a Occidentepensabas que no corrías ese riesgoporque esos tipos se pudrirían en laURSS, y ahora resulta que gracias alcapullo del canciller Adenauer los rusosvan y los devuelven a Alemania.

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Entonces piensas: «Cuando lleguen éstosy me vean por aquí, ¿qué harán?». Pueslo lógico: contarán a tus antiguoscamaradas quién eres en realidad y quéhiciste. En ese momento estarás metidoen la mierda hasta el cuello. Al Este nopuedes volver, y en el Oeste te quedastesin protección. Tu única salida son laCIA o el MI6.

Rositzke cogió uno de los terronesde azúcar y se puso a juguetear con élnerviosamente.

—¿Quién te ha contado eso? —preguntó—. ¿Johann Rattenhuber?

Oughton quedó desconcertado anteel conocimiento de sus movimientos por

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parte de Rositzke.—Sé que lo tienes incomunicado

desde anteayer —prosiguió el colega deOughton—. Estamos saltándonos lasleyes a la torera, chico. Vamos a tenerproblemas.

—¿Y desde cuándo respetamosnosotros las leyes, Harry?

Rositzke quedó con la vista puestaen el mayor durante unos instantes yluego prorrumpió en una sonoracarcajada.

—¡Touché! —dijo entre risas.Trevor-Roper sonrió con alivio ante

la reducción de la tensión entre los doshombres. Sólo le faltaba otra escena

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como la que viviera días antes con eldirector del MI6, John Sinclair.

—Mira, chico —dijo Rositzke conun tono conciliador—, tu nueva teoríatiene un defecto que la invalidacompletamente. Müller murió antes deque volviese Rattenhuber. Los amigosnazis de Müller aún no podían tener lainformación que Rattenhuber trajese dela URSS. O sea, que ellos no lo mataron.

Oughton recibió el comentario de sucolega con una expresión vacilante.

—Los primeros prisioneros de altagraduación regresaron de la UniónSoviética días antes del asesinato deMüller —dijo entonces Trevor-Roper.

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—Vamos, profesor —replicóRositzke—. Los primeros en llegar hansido los miembros del Estado Mayor dePaulus y otros generales de las tropasnazis del Frente Oriental. Esos tipos nisiquiera sabían quién era HeinrichMüller.

Oughton se levantó, sacó unosbilletes y los dejó sobre la mesa.Entonces se dirigió a su compañero dela CIA:

—Debemos irnos —dijo—. Peroantes te daré dos noticias, Harry. Laprimera la encontrarás sumamente útilpara tus propósitos: hemos visto unafotografía de Kim Philby, presuntamente

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tomada en Múnich hace unos días. Latiene Heinz Felfe, el jefe decontraespionaje de la OrganizaciónGehlen, y si vas a verle estará encantadode dártela. Ahora bien, si le preguntasde dónde ha sacado la foto no te dirá laverdad. Porque la verdad es que el KGBtendió una trampa a Philby, le hizo lafoto y se la dio a Felfe. Así que tencuidado; si la usas para empapelar aPhilby no tendrás más remedio queponerle una medalla a Felfe, que es justolo que quiere el KGB.

—Tomo nota —dijo Rositzke—. ¿Yla segunda noticia?

—La segunda noticia es que a

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Müller no lo mataron con una Makarovsoviética, sino con una Walter PPKalemana.

* * *

Eran las once de la noche cuandoOughton entró en su habitación del HotelTorbräu. Estaba cansado y tenía sueño.Pero se resistía a dormirse tan pronto.Fue entonces al armario y sacó su bolsade viaje. De su interior extrajo unpañuelo blanco y un estuche de piel, quellevó a la mesa de la habitación.Desenchufó la lámpara de la mesilla de

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noche y la colocó también sobre lamesa, de modo que la iluminase demodo directo.

El americano accionó un resorte delestuche y éste se abrió con un clicmetálico. Dentro había unasherramientas de relojero: cuatrodestornilladores planos y dos deestrella, un martillo, pinzas, punzones,una lupa y una cuña para aperturas derelojes a presión.

Cogió el pañuelo y lo extendió.Dentro estaba el reloj de HeinrichMüller, el Sturmanskie ruso. Oughtonechó un vistazo superficial al reloj. Erauna preciosa pieza circular de treinta y

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seis milímetros, con la esfera colorchampán y los caracteres arábigosdorados. Tenía las agujas del mismocolor que los números, aunque elsegundero era rojo. Encima del seistenía dibujado un avión con una estrellaroja superpuesta; y debajo del doce,unos caracteres del alfabeto ruso. Lacaja era plateada y la correa, muy nueva,marrón cobrizo.

Con ayuda de la cuña, el americanoabrió la caja. Una vez extraída la esferavio la máquina del rodaje de minutería yel sistema de remontuar. Tirando con laspinzas sacó el cañón de los minutos.Estaba muy apretado, pero pudo hacerlo

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limpiamente a la primera. El americanose sintió bien consigo mismo, orgullosode no haber perdido la destreza quehabía adquirido hacía más de veinteaños. Empezó entonces a desmontar elsistema de puesta en hora, retirandocuidadosamente cada pieza yexaminándola con la lupa.

Cuando apalancaba el puente delvolante para extraerlo sonó el teléfono.El timbrazo le sobresaltó, y su primerareacción fue consultar la hora en suBretling Cadette. Eran las doce y mediade la noche. El agente de la CIA se sentóen la cama y descolgó.

—¿Señor Oughton? Le llamo de

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recepción. Tiene una llamada telefónicadel teniente Telford Stephens. Le paso.

Tras un par de segundos de silencio,la voz del antiguo compañero deOughton sonó con claridad al otro ladode la línea.

—¿Hola? ¿Mayor?—Estoy aquí, Stephens, qué tal.—¿Estabas ya dormido?—Aún no. —Oughton bostezó y se

pasó la mano por la cara tratando dedespejarse—. ¿Qué ocurre?

—Escucha, cuando vinisteis a labase a preguntarme por el antiguo espíaaustriaco Wilhelm Höttl me dijisteis quebuscabais a un tipo que dijo haber visto

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cómo asesinaban a Hitler en Berlín. ¿Lohabéis encontrado ya?

Oughton activó sus cinco sentidos.—No. Todavía no lo hemos

encontrado.—¿Qué me das si te digo su

dirección?El agente de la CIA percibió la

sonrisa de colegial malicioso queStephens ponía en ese momento y semostró receloso.

—¿Cómo sabes que es el mismohombre?

—Bueno. —La pregunta cortó algoel entusiasmo de Stephens—. No lo sé.Este tipo se llama Günther Ellmer.

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—Es él. —Oughton alargó el brazo ycogió su chaqueta, que estaba sobre lacama. Sacó la libreta y se preparó paraescribir—. ¿Cómo lo has conseguido?

—Casualidades. Un sargento de labase tenía a su mujer embarazada. Eraun caso de riesgo y los médicos lehabían dicho que quizá perdiese el niño.Al final todo salió a pedir de boca, elbebé nació ayer y la madre estáperfectamente. Así que el sargento nosllevó a mí y a unos compañeros estatarde a la ciudad para tomar unas copasy celebrarlo. Invitó también a un par demédicos del hospital donde atendieron asu esposa. El caso es que charlando y

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charlando salió el tema de la guerra, yyo les conté la historia ésa de la que mehablaste tú sobre el asesinato de Hitleren un parque de Berlín. El Tiergarten,¿puede ser?

—Sí.—Bueno, pues agárrate. Uno de los

médicos alemanes dice: «Yo conozcoesa historia. Me la contó un paciente delhospital de Düsseldorf en el que trabajéantes de venir aquí». La cosa no teníamayor importancia, porque al fin y alcabo no deja de ser algo que quizá sepamucha gente. El caso es que yorecordaba que tú estabas buscando a untestigo que decía haber visto aquello, así

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que probé fortuna. Le dije al médico: «Yese tipo ¿cómo conocía la historia?». Yel otro va y me suelta: «Aquel hombreme dijo que lo había visto todo con suspropios ojos en el Tiergarten».«¡Bingo!», me dije.

«Bingo», pensó Oughton. Stephenssiguió hablando:

—Disimulé un poco, y cuando nosíbamos a casa le pregunté a ese médicoquién era aquel paciente que dijopresenciar el asesinato de Hitler. Merespondió que era un tal Günther Ellmer,de Berlín. Estaba internado en elhospital psiquiátrico de Düsseldorf, yseguía allí hace quince meses, cuando el

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doctor fue trasladado aquí.—¿Has dicho hospital psiquiátrico

de Düsseldorf? —Oughton escribía en lalibreta.

—Sí, pero espera, no he terminado.El caso es que cuando llegué esta nochea la base me puse a investigar para versi Ellmer se había marchado ya. Hehablado con el hospital de Düsseldorf yel paciente sigue allí.

—Genial, Stephens. Me has hechoun gran favor.

—Espera, que hay más y esto me lotienes que explicar.

Stephens hizo una pausa paraaclararse la garganta.

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—En el hospital me han dichotambién que Günther Ellmer tuvo unavisita hace tres o cuatro días. Se tratabade dos oficiales del ejército británico.Hablaron con Ellmer durante unosminutos y se marcharon.

Hubo un silencio. A Stephens lepareció que se había quedado solo en lalínea.

—Mayor, ¿sigues ahí?—Sí —respondió Oughton.—¿No me dijisteis que estabais

trabajando en esto con los ingleses?El mayor Oughton aspiró una amplia

bocanada de aire antes de responder.—Pensaba que sí —dijo.

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Domingo, 23 de octubre de1955

Nada más colgar a Stephens, Oughtonconsideró la posibilidad de salir en esemismo momento en coche haciaDüsseldorf. Era cerca de la una de lamadrugada, y el americano calculó quede noche tardaría unas siete horas.Decidió entonces esperar y tomar elprimer vuelo. Llegaría dos o tres horasdespués, a lo sumo, y no habríadiferencia si es que los ingleses sehabían decidido a actuar. Así, a las seisde la mañana llamó a la habitación deTrevor-Roper para pedirle que se

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vistiese rápido. De camino al aeropuertode Múnich-Riem, el americano puso a sucompañero al tanto de la conversacióncon el teniente Stephens.

A las diez de la mañana, el aviónaterrizó en el aeropuerto internacionalde Düsseldorf. Los dos investigadorestomaron un taxi y dieron al chófer ladirección del hospital psiquiátricodonde se encontraba ingresado Ellmer.Al llegar, Oughton se dirigió a laenfermera del mostrador de recepción ysolicitó visitar al paciente. La mujerhizo venir a un médico, un alemán alto yde espaldas anchas, con barba de tresdías, pelo cortado a cepillo y aire

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cansado. Vestía una bata blanca, sinnombre cosido o placa identificativa.

—Soy el doctor Bluemel. ¿Quédesean, caballeros?

—Buenos días —dijo Oughton—.Estamos intentando localizar a GüntherEllmer. Somos de la policía de Múnich.

Al oír aquello, Trevor-Roper supoque, para no delatar su procedencia, nopodría abrir la boca. El médico miró dearriba abajo disimuladamente a los dosvisitantes. Frunció ligeramente el ceño yse dirigió al americano.

—¿Pueden acreditar que procedenefectivamente de allí?

Oughton sacó la cartera negra y

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enseñó la placa al doctor. El agente del a CIA se quedó mirando al alemán,esperando que éste no extremase su celohasta el punto de llamar a la policía deBaviera para comprobar si había allíalguien con el nombre que venía en sudocumentación.

—Efectivamente —dijo el médico—, tenemos un paciente que responde aese nombre en este hospital. Pasen a midespacho, por favor.

El doctor precedió a los doshombres hasta su despacho. Una vezdentro les invitó a sentarse.

—Doctor —dijo Oughton—, ¿hayalgún problema en que veamos a Herr

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Ellmer?—Ninguno. Pero, verán, resulta muy

extraño. Hace tres años que Herr Ellmerestá aquí y no ha recibido nunca ningunavisita. En la última semana ya lleva dos.

—¿Quiénes fueron los otros?—Dos militares ingleses. Vestían el

uniforme y dijeron venir de la basemilitar británica de Rheindahlen. No sési la conocen, está aquí cerca.

—¿Tenían aquellos hombres pintade ser lo que decían?

—Hablaban con un fuerte acentoinglés y dijeron que pertenecían alejército británico del Rin. A mí aquellome encajó, pero quién sabe si era cierto.

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—¿Qué querían esos hombres?—Lo mismo que ustedes.

Preguntaron por el paciente y pidieronverlo a solas en su habitación.Estuvieron con él unos minutos ydespués se marcharon. Pasado un tiempohicimos el reconocimiento diario alpaciente y estaba normal. Aquella visitani lo alteró ni lo perturbó lo másmínimo. Así que no hice másaveriguaciones.

Oughton sacó su libreta de notas.—Bien, hablemos ahora de Herr

Ellmer. ¿Cuánto tiempo lleva ingresadoen hospitales?

—Prácticamente desde que terminó

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la guerra. Anteriormente se encontrabaen Hamburgo, e incluso creo que hahabido épocas en las que se le ha dadoel alta y ha podido salir. En todo caso,Herr Ellmer no puede llevar una vidanormal.

—¿Por qué vino aquí desdeHamburgo?

—Porque el doctor que lo atendía setrasladó a esta ciudad, y Ellmer pidióvenir con él.

—¿Podemos hablar también con esemédico?

—No. Murió el año pasado de unataque al corazón. Ahora su médico soyyo.

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Oughton escribió unas palabras ysiguió hablando:

—¿Qué problema tiene Ellmer?—Se le diagnosticó un trastorno

depresivo mayor, a consecuencia de unepisodio que lo desestabilizóemocionalmente: vio morir a su mujer ehijos en un bombardeo. Ya antes de laguerra había sufrido brotes psicóticos.En la actualidad muestra a momentostendencias suicidas importantes y debeestar sedado. La medicación de HerrEllmer es bastante fuerte.

—¿Es agresivo?—En absoluto. —El doctor Bluemel

abrió una carpeta y pareció buscar la

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ficha de su paciente—. Pero, díganmeustedes, ¿ocurre algo con Herr Ellmer?Me consta que lleva sin pisar la callevarios meses, no creo que haya podidohacer nada malo…

—Nada de eso —aclaró Oughton—.Lo buscamos para que prestedeclaración acerca de unos hechos delos que tuvo conocimiento.

—¿Quiere decir que debe testificarante un tribunal? —preguntó el doctorBluemel—. Le advierto que será difícilconvencer a ningún juez de que HerrEllmer sea capaz de…

—No, no es nada de eso. Se trata deuna investigación interna que no tendrá

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ninguna repercusión legal.El doctor Bluemel enarcó las cejas y

se encogió de hombros, incapaz deentender nada de lo que estabaocurriendo. Sin embargo, no pudiendoencontrar razones sólidas para negar aaquellos hombres el acceso a Ellmer,consintió a los deseos de Oughton.

—Yo mismo les llevaré a suhabitación, si les parece bien —dijoBluemel levantándose—. Síganme, porfavor.

El doctor les acompañó al piso dearriba, donde les condujo a través devarios pasillos. Trevor-Roper percibióese olor a desinfectante y alcohol

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característico de los hospitales. Lapuerta de Ellmer estaba cerrada.Bluemel la abrió y entró solo. Alparecer advertía al ocupante de la visita.Segundos después salió y permitió laentrada de los dos visitantes.

—Espérenos aquí fuera si quiere —sugirió Oughton—, no tardaremosmucho.

—Bien, estaré allí, en la sala deenfermeras —dijo Bluemel señalandouna puerta situada al fondo del corredor.

Oughton y Trevor-Roper entraronentonces en la habitación de Ellmer. Erauna salita individual, con una ventanaque daba al jardín, una cama de hospital

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y dos sillas a ambos lados. Había unamesilla junto a la cabecera donde elpaciente tenía la fotografía de una mujery dos niños. Ellmer estaba sentado enuna de las sillas, mirando por laventana. Trevor-Roper, con el sombreroentre las manos, se acercó al hombre yle habló en voz baja.

—Herr Ellmer, me llamo HughTrevor-Roper. Nos conocimos enHamburgo hace unos cuantos años.Hemos venido a charlar con usted unosminutos.

Ellmer se volvió y miró alhistoriador inglés. Trevor-Roperreconoció aquella cara, prematuramente

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envejecida, con ojos pequeños y muyazules, barbilla prominente, pliegues depiel colgándole a ambos lados de lamandíbula, pobladas cejas rubias y unasombra de tristeza impresa en los ojos.

—Sí, sí. Claro que lo recuerdo —dijo Ellmer sonriendo—. En Hamburgo.

Trevor-Roper rodeó la cama y sesentó en ella al lado del paciente.Oughton esperó de pie, junto a la puerta,observando a su compañero.

—Herr Ellmer, ¿recuerda usteddónde estaba cuando terminó la guerra?

—En Berlín —respondió el hombreperdiendo la mirada a través de laventana—. Vivía con mi familia en

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Pariser Platz. Hasta que un bombardeodestruyó mi casa.

—¿Adónde fue entonces?—Me fui con unos vecinos a los

refugios antiaéreos que había en laentrada del Tiergarten. Estuve allí hastaque rindieron la ciudad.

Trevor-Roper se volvió para miraral americano. Éste asistía impasible alinterrogatorio.

—Usted me dijo poco después determinada la guerra que una noche salióa buscar agua y vio algo raro en elTiergarten. ¿Lo recuerda?

—Sí. —Ellmer dejó la ventana paraconcentrarse en su interlocutor—. Vi

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cómo mataban a Adolf Hitler.—Cuénteme cómo pasó, por favor.Ellmer habló en voz muy baja, casi

en un susurro. La noche del treinta deabril salió a buscar agua para todos loshabitantes del refugio donde seencontraba. El hombre era capaz derecordar con precisión el día porque leextrañó que no hubiese disparos. Larazón la conocía Trevor-Roper: aquéllafue la noche en que Goebbels solicitó elalto el fuego a los rusos para negociar.Ellmer aprovechó para introducirse enel Tiergarten y a unos metros dedistancia, a la luz de la luna, vio a Hitlerdirigirse andando hacia el norte. Iba

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vestido de civil y en compañía de treshombres de uniforme. El de delante eraun soldado muy alto, detrás Hitlercaminaba al lado de otro militar, ycerraba el grupo un tercer soldado. Derepente, el que marchaba el últimoapuntó con la pistola que llevaba en lamano a Hitler y, por la espalda, ledescerrajó un tiro en la cabeza. Acontinuación hubo algo de confusión.Parece que los otros dos soldados sepusieron a luchar. Se oyó un segundodisparo y luego un tercero. El soldadoalto que iba delante cayó muerto. Elasesino de Hitler y el otro tipo hablaronunos instantes. Entonces, uno de los

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asesinos se quedó en el sueloexaminando el cadáver de Hitler yregistrándole los bolsillos, mientras queel otro agarró el cuerpo del soldadomuerto y lo arrojó detrás de un matorral.Luego volvió, y mientras su compañerose marchaba por donde habían venido,descargó varios golpes con la culata delfusil sobre el rostro inerte de Hitler. Acontinuación cargó con su cadáver paraperderse detrás de unos árboles.

El mayor Oughton, interesado por lahistoria, se acercó al paciente.

—¿Está usted seguro de que fuerontres disparos? —preguntó el americano.

—Sí.

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—¿A qué distancia se encontrabausted de Hitler y de aquellos hombres?

Ellmer se volvió al agente de la CIAy respondió con voz pausada.

—A unos veinte metros, quizámenos.

—¿Cómo iba vestido Hitler?—Llevaba una chaqueta y unos

pantalones negros. Lo reconocífácilmente.

—¿Y podría reconocer a alguno deaquellos dos hombres?

—No. Nunca los había visto y nodistinguí bien su rostro.

Oughton cruzó los brazos y se apoyóen la pared, meditando las respuestas.

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—¿Y qué hizo usted luego? —preguntó Trevor-Roper.

—Nada. Recogí el agua y volví alrefugio.

—¿Quiere decir que presenció elasesinato de Hitler y no hizo nada? —dijo Oughton—. ¿No lo denunció? ¿Nohabló de ello hasta después de laguerra?

Ellmer se volvió hacia la mesillaque estaba al otro lado de la cama,donde se encontraba la fotografía de sumujer y sus hijos.

—Cuando murieron ellos nadie de laCancillería vino a denunciar nada. Anadie le importó, porque sus vidas no

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importaban. Lo único importante eraresistir hasta el final, morir por Hitler.—Ellmer se levantó para tomar lafotografía entre sus manos—. Dígameuna cosa, si Hitler hubiese declaradoBerlín ciudad abierta, como anteshicieron Roma, Atenas o París, ¿cuántosniños habrían sobrevivido? ¿Lo sabeusted?

Oughton negó con la cabeza.—Yo salí entre las bombas para

llevar agua al refugio, pero no paraservir a Hitler. Yo también sé distinguirlo importante. —Ellmer volvió asentarse y dejó la mirada perdida en losrostros de lejana felicidad de su familia.

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El americano se acuclilló parasituarse a la altura del alemán.

—Herr Elmer, una última pregunta.Hace unos días vinieron a verlo unosmilitares. ¿Lo recuerda?

—Sí.—¿Qué querían?—Me preguntaron lo mismo que

ustedes. Y me enseñaron algunas fotos,pero no pude identificar a nadie.

El agente de la CIA sacó de sucartera la fotografía de Heinrich Müllery se la mostró al paciente.

—¿Recuerda si le enseñaron ésta?Ellmer cogió el retrato, lo miró y se

lo devolvió a Oughton.

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—Sí —dijo.Cuando se despidieron, Ellmer

estrechó la mano que le tendió Trevor-Roper. El historiador observó entonceslas cicatrices de sus muñecas.

* * *

El avión aterrizó en Múnich cerca de lastres de la tarde. Sin probar bocado, losdos investigadores recogieron delaparcamiento del aeropuerto el CitroënDS y Oughton condujo hacia la casadonde había vivido Marie Fischer antesde su mudanza. El americano,

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impaciente por comprobar si el portero,Herr Rossler, había conseguidoencontrar la carta de Müller, detuvo elcoche en la entrada, bajó sin apagar elmotor y de camino a la escalera echó unvistazo a los buzones del inmueble. Elde Fraulein Fischer estaba vacío. Subióentonces por la escalera al primer piso ycon las llaves de Marie entró en elapartamento propiedad de Herr Olson.Echó un vistazo al suelo, pero nadiehabía deslizado ningún sobre por debajode la puerta. Abrió el aparador yexaminó el interior de la tetera deporcelana. Vacía.

Frustrado, dio una patada al

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paragüero que había en el recibidor. Sequitó la gabardina y se dejó caer en unasilla. Hundió la cabeza entre las manosy, masajeándose las sienes, se puso apensar a quién diablos pudo haberenviado Heinrich Müller aquelmisterioso sobre. Ahora le parecíaevidente que si había sido a MarieFischer estaba perdido para siempre.

Mientras tanto, Hugh Trevor-Roperhabía ocupado el puesto del conductor yaparcado el DS unos metros más abajo.Salió del vehículo y se dirigió al portalde la casa. Cuando llegó no pudo ver aOughton, por lo que dedujo que en elbuzón no había encontrado nada y que el

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americano estaba arriba. Al historiadoringlés le dio pereza subir las escaleras,así que optó por esperar abajo a sucompañero. Trevor-Roper echó unvistazo al interior de la portería, pero novio a nadie. Tal y como les habíaanunciado dos días antes, Herr Rosslerhabía ido con su mujer al campo a ver asu hijo. El historiador salió al exterior,extrajo su pipa del bolsillo y la preparópara fumar. Cuando la estabaencendiendo escuchó una voz.

—Oiga, ¿vive usted en este edificio?Trevor-Roper agitó en el aire la

cerilla hasta apagarla, la tiró al suelo yse concentró en la persona que había

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hablado. Era un muchacho de unosdieciséis años. Mediría un metrosesenta, tenía la cara redonda, el pelocobrizo, la nariz chata y una colecciónde pecas en ambas mejillas. Vestía conropas muy humildes y llevaba una gorrade pana. Tenía el aspecto del típicogolfillo londinense de la épocavictoriana que trataba de arrancar unapropina a cada viandante que se cruzabaen su camino. El historiador quiso poruna vez jugar a ser un espía.

—Puede ser —dijo enigmáticamente—. ¿Por qué?

El chico, sorprendido por aquellarespuesta, miró a Trevor-Roper con una

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mezcla de confusión e incredulidad.—Porque estoy buscando a una

persona que vive aquí y no hay manerade dar con ella.

—¿A quién buscas?—A Fraulein Marie Fischer.Trevor-Roper se sobresaltó al

escuchar el nombre de la chica, perohizo un esfuerzo por mantener ocultaaquella inquietud.

—La conozco. ¿Qué quieres de ella?—Es por una llave.La señal de alerta se apagó de

repente en la cabeza del historiador.Trevor-Roper comprendió enseguidaque aquél debía de ser el chico que Herr

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Olson, el propietario del piso de Marie,había enviado varias veces a recoger lasllaves del apartamento.

—Ah, sí —dijo el historiadorsacándose la pipa de la boca—. Si teesperas cinco minutos te las daré yomismo para que se las puedas llevar aldueño.

El muchacho desvió la vista hacia lacalle con un gesto de fastidio evidente.En ese momento apareció Oughtonbajando las escaleras. El americano vioa Trevor-Roper de pie junto al portón yse dirigió hacia él.

—Nada, Hugh. Nada de nada.Cuando llegó a la altura del inglés,

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el agente de la CIA vio que Trevor-Roper estaba hablando con unmuchacho.

—Es el chaval que viene a recogerlas llaves del piso de Fraulein Fischer—dijo el historiador.

Los ojos del agente de la CIA secruzaron con los del chico. Eldesconcierto se dibujó por una décimade segundo en el rostro de ambos. Elamericano abrió la boca para decir algo,pero no tuvo ocasión. El chico se dio lavuelta y, sin mediar palabra, echó acorrer como alma que lleva el diablo.Hugh Trevor-Roper miró al americanocon cierta incredulidad, pero éste no se

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detuvo para darle explicaciones. Saliódisparado detrás del muchacho.

El chico era rápido, y la ausencia degente en la acera a aquella hora de latarde del domingo le favoreció. Fueganando metros sobre el americano pocoa poco. Éste, sin embargo, no se rindió.A pesar de que la distancia entre ambosaumentaba con cada zancada que eljoven imprimía a su carrera, Oughtonmantuvo la marcha en pos de él. Elmuchacho llegó entonces al cruce deBarerstrasse y, cuando se disponía aatravesarlo, el semáforo se puso en rojo.Un vehículo que venía desde atrás ya enmarcha aceleró al ver la luz verde. El

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conductor vio al chico y pisó a fondo elfreno, pero la distancia entre ambos erademasiado corta. La aleta izquierda delturismo impactó con el cuerpo del joven,y éste cayó hacia delante dando unaaparatosa voltereta.

El conductor salió del coche con unamueca de espanto. El chico pugnaba porlevantarse, pero el golpe y, sobre todo,el susto le impedían emprendernuevamente la huida. El hombre, viendoque el joven quería ponerse en pie loagarró por la axila para ayudarlo. Lerepetía: «¿Estás bien? Vamos alhospital». El muchacho, aún algoaturdido, daba tirones del brazo para

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deshacerse de la mano del hombre. Perofue tarde. Oughton llegó jadeante a laaltura de ambos con la placa de policíaen la mano. El conductor recibió consatisfacción la llegada de la autoridad.Se dispuso a contar su versión de loocurrido, pero el americano no le diooportunidad de hacerlo. Le ordenó quese marchase, pues el joven era unfugitivo de la justicia y él se haría cargode todo.

El conductor, incrédulo peroaliviado por la exención deresponsabilidad que había recibido,volvió a subir al coche y se marchó. Enese momento llegó Trevor-Roper,

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exhausto, a la altura de ambos.—¿Qué es esto? —dijo casi sin

poder hablar—. ¿Qué ocurre aquí?Oughton, que tenía al chico agarrado

por la hombrera de la chaqueta, aúntrataba de recuperar el resuello.

—Nuestro amiguito… —dijo— creoque tiene algo que contarnos.

—¿Por qué? —preguntó elhistoriador.

—Porque es uno de los mozos deequipajes que vi en la Estación Centralel día que seguíamos el rastro de nuestrohombre. Le enseñé la fotografía y medijo que no lo había visto nunca, perocreo que no es cierto. ¿Verdad? —

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preguntó al chico sacudiéndole elhombro.

El muchacho miró a Oughton condesprecio. Se sentía dolorido pero, másque eso, decepcionado por haber sidoatrapado por aquel viejo.

—No lo entiendo —dijo Trevor-Roper—. ¿Por qué venías buscando aFraulein Fischer? ¿No decías que erapor la llave?

—Sí —confirmó Oughton—. Perono viene a recoger ninguna llave. Vienea darle una. ¿A que sí?

El chico seguía sin soltar prenda. Elamericano le puso delante la placa de lapolicía que aún llevaba en la otra mano

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para que la viese bien.—Esto es una investigación policial,

hijo —continuó el agente de la CIAmientras sacaba de su cuaderno de notasla fotografía del cadáver de Müller—.Mira, el hombre que te dio la llave hasido asesinado.

El chico vio la fotografía delcadáver con una expresión a mediocamino entre la sorpresa y el terror.Cuando el americano volvió a hablar,algo en el tono de su voz parecióamedrentarlo.

—Vamos, dame la llave ahoramismo.

El americano extendió la mano hacia

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el chico moviendo los dedos, lo cualañadió una nota de apremio a la orden.El joven, sin dejar de mirar fijamente aOughton, metió la mano en el bolsillodel pantalón y sacó un llavín pequeño,ennegrecido por la suciedad y con losdientes algo corroídos. Lo puso en lamano del agente de la CIA y éste se loacercó a los ojos para examinarlomejor. Pareció muy satisfecho y sedirigió sonriendo al chico.

—Esta llave abre una de lasconsignas de la estación. Supongo que elhombre que te la dio le había arrancadoantes la chapa con el número y te dijoque lo memorizases o que guardases la

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chapa en otro lugar. Probablementehabrás abierto la taquilla, así que sabrásque dentro hay un sobre con estadirección escrita en tinta roja. —Oughton se dirigió entonces a Trevor-Roper—: ¿Dónde está el coche?

El historiador, que aún trataba derecuperar el resuello, señaló con eldedo en dirección al Citroën. Oughtonagarró al chico por el brazo y tiró de él.

—Vamos, tienes que venir connosotros.

Oughton abrió la puerta del copilotoe introdujo al chico a empellones en elinterior. Trevor-Roper ocupó el asientode atrás y el americano se puso al

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volante.—¿Cómo te llamas?El chico no respondió. Oughton se

volvió hacia él e imprimió un tonoagresivo a su voz:

—Será mejor que hables o vas atener muchos problemas. Y la cárcelserá el menor de ellos, ¿está claro?

La presión de Oughton consiguióvencer la resistencia del muchacho.

—Me llamo Matthias —dijo.Oughton arrancó el motor y se

incorporó a la circulación.—Vamos, Matthias, cuéntanos lo que

ocurrió el martes once. Fue entoncescuando el tipo aquél te dio la llave para

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Marie Fischer, ¿verdad? —El muchachosiguió guardando silencio—. Venga,desembucha. No me enfades más de loque ya estoy.

El chico se resignó y empezó ahablar:

—Tiene razón, fue el martes por lamañana. Yo estaba con mis otroscompañeros esperando el expreso deHamburgo. Es uno de los principalesatractivos del día para los mozos deequipajes, pues suele venir lleno degente que se trae la casa encima. Esetren cruza Alemania y para en todas lasestaciones importantes del camino.

Aquel día, Matthias se sentó encima

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del respaldo del banco de la cabeceradel andén número seis y desde ciertaaltura pudo ver salir a la masa de genteque llegaba en el expreso de Hamburgo.Matthias vio pasar familias con niños,trabajadores, estudiantes… Peroentonces ocurrió algo extraño. Unhombre que llevaba un periódico bajo elbrazo se introdujo contracorriente en elandén a paso ligero, sorteando a lamultitud que se movía en sentidocontrario. No parecía haber venido abuscar a nadie; simplemente andaba atoda velocidad hacia el final del andénesquivando pasajeros.

Matthias siguió con la mirada a

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aquel tipo, extrañado por sucomportamiento. Pero pronto entendió elmotivo. Unos diez metros por detrás deél, otros dos hombres más jóvenes loseguían, tratando por todos los mediosde no perderlo de vista.

El mozo, intrigado por la situación,se olvidó de su trabajo y se dedicó a vercómo terminaba aquella insólitapersecución. Le resultaba difícil seguir alos tres hombres a la vez, así que optópor fijarse en el que iba delante, elperseguido. Lo vio internarse más y másentre la multitud, alejándoseprogresivamente de la cabecera delandén. De repente, aquel tipo giró

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bruscamente hacia el tren y entró en unode los vagones.

Matthias se puso de pie sobre elbanco y se inclinó ligeramente. Pudo vercómo el hombre corría dentro del trende vuelta hacia la cabecera,agachándose para que no lo viesendesde fuera. Iba saltando de un vagón aotro hasta que llegó al primero. Luegosalió como un pasajero más. Al pasar asu lado, la mirada del hombre delperiódico se cruzó con la de Matthias yel chico le dedicó una sonrisa cómplice.El tipo no dijo nada, se subió el cuellodel abrigo y se perdió entre el resto delos pasajeros. El mozo pudo localizar

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minutos después a los dosperseguidores. Estaban confusos ydesorientados en mitad del andén, ahoracasi despejado de viajeros. Hablabanentre ellos, preguntándoseprobablemente dónde diablos estaría eltipo al que perseguían. Después de unossegundos optaron por separarse yhusmear en el vestíbulo de la estación ylas salas de espera, pero fue inútil: supresa había escapado.

Matthias quedó muy satisfecho conel espectáculo que había presenciado.Sin embargo, la diversión le había hechoperder los clientes del expreso deHamburgo. Los otros mozos volvían ya

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de sus servicios y se disponían a esperarel próximo tren de larga distancia, undirecto proveniente de Suiza quellegaría en unos quince minutos. Loschicos, como siempre, comentaban laspropinas que habían conseguido, peroMatthias estaba ausente, reviviendo lapersecución que acababa de presenciar:¿quién sería el tipo que había burlado asus perseguidores? ¿Por qué loseguirían?

Llegó el tren suizo y Matthias sepuso a trabajar. Esta vez pudo echar elguante a un matrimonio de personasmayores que le dieron una generosapropina por ayudarles a llevar las

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maletas a la fila de taxis. El chico dejó alos clientes y se dirigió nuevamente albanco donde se reunía con el resto delos mozos. Entonces, antes de llegar,alguien le tocó el hombro.

Matthias se giró pensando que seríauno de sus compañeros, pero en su lugarvio al hombre que una media hora anteshabía visto escapar de sus dosperseguidores. Seguía llevando elperiódico en la mano y, cuando habló, suvoz sonó imperativa.

—¿Qué te dijo? —preguntó Oughton.—Quería saber si me interesaría

ganarme unos marcos haciendo unrecado. Yo le dije que sí, y entonces

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sacó un par de billetes grandes, me lospuso en la mano y me dijo que si hacíalo que me iba a pedir me daría otro tantodentro de unos días. Aquella cantidadrepresentaba muchas jornadas detrabajo, y yo le pregunté qué tenía quehacer. Me dijo que era muy sencillo:tenía que llevar una llave a una talFraulein Marie Fischer, y me dio sudirección. Me explicó que no fueseinmediatamente, sino que dejase pasarun par de días. Posiblemente estuviesemudándose o quizá lo hubiese hecho ya.En ese caso debía dar la llave alportero. Sin embargo, el tipo me dijoque si a pesar de todo le conseguía dar

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la llave a la chica en persona medoblaría la recompensa. Yo me dijeentonces: «Al diablo con el portero.Daré la llave a la Fischer cueste lo quecueste».

—¿Sabías que era la llave de unaconsigna de la estación?

—Pues claro que lo sabía. Enrealidad, el tipo me dio la llave con lachapa de la consigna. Fui yo quien se laquitó. Él me dijo que por nada delmundo debía desaparecer el contenidode la taquilla. Según me dijo, nopretendía amenazarme, pero que measpen si aquello no era una amenaza.Así que pensé que si perdía la llave o

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me la robaban, sería difícil que alguienpudiese sospechar que abría unaconsigna de la estación si no tenía lachapa con el número.

—Bien pensado —dijo Trevor-Roper.

Matthias resopló resignadamente.—Bah. En el caso de ustedes no

hubiera servido de nada. En la consignade la Estación Central hay unastrescientas taquillas. Ni siquiera leshace falta que yo les dé el número. Noles llevará más de un par de horasprobar en todas las puertas. Supongoque llamarían la atención del personalde la estación, pero con esa placa falsa

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de policía que lleva usted hubiesepodido terminar el trabajo.

—La placa es buena, chaval —dijoriendo el americano.

—Será buena, pero usted nopertenece a la policía de aquí.

—¿Y tú qué sabes? —preguntódesde atrás el historiador.

El chico no respondió. Oughton lohizo por él:

—Porque mi placa es de inspector, yMatthias debe de conocer a losinspectores de Múnich. Seguramente esun confidente.

Las palabras del americanoparecieron ofender al muchacho.

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—De confidente nada. De vez encuando la policía nos pide a los mozosque nos fijemos en determinados trenes,por el tema del contrabando, pero nadamás. En todo caso, usted no es de lapolicía. El arma que lleva no es la queusa la policía de aquí. —El chico hizouna pausa y miró por la ventanilla—.Aunque tampoco le hubiera hecho faltala placa. De todas formas le habríaentregado la llave sin dudarlo. Su amigoése de ahí detrás no parece peligroso. Aél jamás le habría dado la llave. Perousted sí que lo es. Va armado y hablaigual que aquel tipo que me dio la llave.Son los dos iguales.

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Oughton no rio esta vez. Lacomparación con Heinrich Müller leofendió pero mantuvo oculto su enojo.

—¿Qué más te dijo? —preguntó.—Nada importante. Sólo que si

olvidaba la dirección podía abrir lataquilla y dentro encontraría un sobrecon el nombre y la dirección de la chica.Podía consultar la dirección, pero nopodía abrir el sobre ni sacarlo de allí.Yo cumplí lo que me dijo. Dejé pasarunos días y fui a buscar a la chica. Laportera del edificio me dijo queFraulein Fischer ya no vivía allí, peroque tenía que pasar a recoger unascosas, así que volvería. Dos días

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después pasé de nuevo y entonces elportero me dijo que pronto me darían lasllaves. Pensé que me estaba tomando elpelo y me largué. Y hoy les he visto austedes.

El Citroën DS se aproximaba a laEstación Central. Trevor-Roperesperaba ansioso que lo que hubiesedentro de esa consigna explicase elembrollado lío en que se habíaconvertido todo el caso Müller. Eldirector de la Gestapo no había echadoal correo el sobre, probablementeporque recordó a última hora que lachica podría haberle hecho caso yabandonado la casa de Herr Olson. Por

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ese motivo debía asegurarse de que elsobre llegaba a su destino, y la mejorforma de hacerlo era encargar la misióna alguien. Quizá Müller pensó eso, oquizá pensó otra cosa. Quién sabe.

Oughton entró en el recinto de laEstación Central de Múnich y estacionóel Citroën en el aparcamiento. Arrastróconsigo a Matthias hacia la zona deconsignas para que le indicase la deMüller. El chico lo hizo, y el americanointrodujo la llave en la cerradura. Laportezuela se abrió sin dificultad, y elagente de la CIA encontró dentro delcompartimento un sobre cerrado en elque venía escrita la dirección antigua de

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Marie Fischer con tinta roja.—Toma. —Oughton dio un par de

billetes al chico—. Lárgate y no hablesde esto con nadie.

El chico cogió el dinero, dio mediavuelta y se perdió entre la masa humanaque deambulaba por la estación. Elagente de la CIA cerró entonces laconsigna y sacó de su cuaderno de notasel trozo de papel en el que HeinrichMüller escribió a Horst Kopkow sumensaje al MI6.

—Es la misma letra —dijo elamericano comparando ambascaligrafías.

Oughton abrió entonces el sobre. En

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el interior había un cuarto de página delSüddeutsche Zeitung del martes once deoctubre de 1955. Escrito con tinta rojahabía un mensaje que Oughton leyó envoz baja.

El americano sonrió y pasó el papela Trevor-Roper.

—Lógicamente, hizo lo que tenía quehacer el director de la Gestapo —dijo.

* * *

El mayor Oughton llegó a la sede de laOrganización Gehlen pasadas las ochode la tarde. El portero lo reconoció y lesaludó con un leve movimiento de

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cabeza. El americano llamó al ascensor,y cuando llegó la cabina vio salir deésta al coronel Britz, el lugarteniente delgeneral Gehlen.

—Ah, es usted —dijo Britz—. ¿Estábuscando al general?

—Así es.—No está. Lo llamaron hace unos

diez minutos y salió.—Gracias —dijo Oughton—. En ese

caso, lo esperaré en la cervecería deaquí al lado.

—Como quiera, pero no sé sivolverá.

—¿Está seguro? Tenía gran interésen verlo esta misma noche.

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—¿Qué ocurre? ¿Es algo urgente? —La voz de Britz denotó una crecientecuriosidad—. Quizá yo pueda echarleuna mano.

—No es necesario. En realidadvenía a decirle que dejo la ciudad. Elcaso Müller está cerrado. En estosmomentos se está procediendo a ladetención del responsable de su muerte.Cuando vea al general dígale que seponga en contacto con nosotros en laembajada. Buenas noches, coronel, yencantado de haberle conocido.

Britz miró de hito en hito alamericano mientras éste bajaba lasescaleras del portal a paso ligero.

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—¡Mayor! ¡Espere!Britz corrió detrás de Oughton

arrastrando su leve cojera hastaalcanzarlo casi en la calle.

—Comprenda que esta noticia mehaya dejado totalmente intrigado —dijo—. ¿No puede adelantarme algo, aunquesólo sea para satisfacer mi curiosidad?

Oughton sonrió paternalmente.—Está bien. Usted nos ha ayudado,

así que le daré la versión corta: Müllerchantajeaba a un tipo. Éste se cansó deél y lo asesinó.

El lugarteniente de Gehlen quedódesconcertado ante la parquedad de laexplicación del agente de la CIA.

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—Escuche, mayor Oughton, si notiene usted inconveniente podríamosesperar juntos al general en mi despachoy charlar un rato. ¿Le parece bien?

El americano echó un vistazo a sureloj.

—Bueno, si no le importa salir algomás tarde…

—No, no. No tengo ninguna prisa —dijo Britz volviendo a subir lasescaleras del portal—. En realidad leagradecería mucho que meproporcionase más detalles del caso. Locierto es que esto que me ha contado nome ha aclarado nada.

—De acuerdo. Aunque le costará

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una copa o dos. Espero que tenga unmueble bar como el del general.

Los dos hombres subieron juntos enel ascensor y, al llegar, Britz condujo aOughton a través del pasillo de paredespaneladas de madera. Se detuvo frente ala puerta inmediatamente anterior a ladel despacho de Gehlen, extrajo unallave del bolsillo de su pantalón, abrió einvitó a pasar a Oughton. Britz encendióuna lámpara de pie próxima a la puerta ysu luz amarillenta iluminó la habitación.El coronel dejó su abrigo en elperchero, indicó a Oughton que sesentase en una de las butacas situadasfrente a su mesa y, después de encender

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otra pequeña lámpara que había encimadel escritorio, ocupó su sillón.

—¿Qué quiere beber?—Whisky, si tiene.Britz se giró hacia su izquierda y sin

necesidad de levantarse accedió a unpequeño mueble bar de la misma maderaque el resto de la habitación. Extrajodos vasos y una botella de whiskyescocés. Sirvió dos dosis generosas yofreció una de ellas a Oughton.

—A su salud —dijo Oughtonalzando el vaso.

—A la suya. Por cierto, ¿dónde estásu compañero, el profesor Trevor-Roper?

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—No ha podido venir. Luego leexplicaré por qué.

—De acuerdo. Bueno, usted dirá.—Bien. —Oughton reflexionó un

instante, pensando en el mejor modo deempezar su relato—. Voy a confesarlealgo, coronel. Cuando empecé a trabajaren todo este lío hubo dos preguntassumamente enigmáticas que me rondaronpor la cabeza y a las que no era capaz dedar respuesta. —Britz asintió—. Laprimera era: ¿por qué se entregó Mülleral MI6? Después de todo, llevaba variassemanas en la República Federal sin queninguno lo supiésemos y contaba con laayuda de amigos alemanes. ¿No es raro

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que de repente le entrasen unas prisastremendas por ponerse a merced delservicio secreto británico?

El coronel acompañó todas estasreflexiones con unos movimientosafirmativos de cabeza. Oughtonprosiguió:

—Y la segunda pregunta: ¿qué hizoMüller el martes día once antes de quelo asesinaran? Sabemos que realizó dosllamadas telefónicas, pero ¿a quién?

—Eso me gustaría saberlo a mítambién.

—Bueno, vayamos por partes.Volvamos a la primera pregunta, por quése entregó Müller. Nosotros sabíamos,

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porque nos lo había dicho el propioMüller, que había abandonado el bloquesoviético debido a que los rusos notenían ya el menor interés en mantenerlocon vida. Así que pensamos lo máslógico, esto es, que los rusos lo estabanpersiguiendo en la República Federal yque lo habían localizado. Así queMüller, para escapar del peligro, sehabía entregado al MI6. Esopensábamos todos al principio, hastaque nos dimos cuenta de algo.

Oughton hizo una pausa que obligó aBritz a intervenir:

—¿De qué?—De que es una teoría absurda. Un

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sinsentido total. Verá, cuando el KGBdescubriese que Heinrich Müller habíaescapado muy probablemente intentaríaseguirle la pista. Y si le hubiese echadoel guante en el bloque soviético nohabría tenido muchas dificultades enmeterle una bala en la cabeza. Pero nofue así. Müller fue listo y les dioesquinazo hasta que consiguió entrar enla República Federal. Y eso, amigo mío,cambiaba mucho las cosas. Aquí élestaba protegido por antiguos miembrosde la Gestapo que en la actualidadtrabajan en la policía. O sea que, dehecho, contaba con protección policial.Pues bien, ahora yo le pregunto: ¿usted

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cree que teniendo en cuenta todo loanterior el KGB va a gastar los recursosnecesarios para localizar aquí a Müllery luego comprometer a algún agente enasesinarlo con el peligro que ellocomporta? Usted mismo dirige unservicio de información en el extranjero;dígame, ¿cree de verdad que con lodifícil y costoso que le resulta al KGBinfiltrar equipos en el bloque occidentallos va a emplear en eso?

Britz reflexionó un instante antes deresponder.

—Tal y como lo plantea no parecerazonable…, siempre y cuando Müllerno pudiese hacerles daño desde aquí.

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—Efectivamente. Pero recuerde quecuando Müller llegó a la RepúblicaFederal, el KGB no sabía que seentregaría al MI6. Eso lo decidió mástarde. Müller sólo quería sobrevivir. Lode ponerse en manos del serviciosecreto británico se le ocurrió luego,cuando, presuntamente, sintió la presióndel KGB.

—Ya entiendo. —Britz se echóhacia atrás y cruzó la pierna lesionadapor encima de la otra ayudándose de lamano—. Lo que usted quiere decir esque si los rusos hostigaban a Müller enla República Federal se estaríanperjudicando a sí mismos, puesto que

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entonces Müller sí que podría pensar encontactar con el MI6 y contarles cosas.

—Exacto. La mera supervivencia deMüller no constituía ningún peligro parael KGB. ¿Por qué perseguirlo?

Britz dio un largo trago a su licor.—Entonces, ¿por qué se entregó

Müller al MI6? —preguntó el coronel.—Por la razón más lógica: porque

se vio en peligro.—Pero si tenía la protección de sus

antiguos camaradas de la Gestapo…—En eso precisamente consistía el

peligro. En que iba a dejar de tenerla.El coronel hizo con las manos un

gesto de extrañeza, pero entonces

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Oughton siguió hablando.—Volveré sobre ello más tarde.

Ahora comentaré la segunda pregunta:qué hizo Müller la mañana que fueasesinado.

El agente de la CIA bebió un sorbode whisky para aclararse la garganta.

—Consideremos los hechos tal ycomo los conocemos. El martes oncepor la mañana sale del apartamentodonde su Organización lo tieneescondido y unas calles más abajo entraen una cabina telefónica para hacer unpar de llamadas. A continuación sededica a perder el tiempo para luegodesaparecer durante menos de una hora.

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Bien, supongamos que cuando Müllersalió esa mañana a la calle tenía muyclaro qué tenía que hacer. ¿Tiene ustedalguna idea de lo que era?

—Pues… —empezó el coronelmientras encendía un cigarrillo—,considerando que el día anterior elgeneral Gehlen le había dado un plazomuy corto para darnos la dirección deMartin Bormann es de suponer que salióa buscar esa dirección.

—Exacto. —Oughton apuntó con eldedo a Britz—. Ahora bien, esarespuesta solamente es válida siaceptamos previamente que Müllerconocía o tenía forma de conocer el

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paradero de Bormann. Sin embargo,supongamos por un momento queHeinrich Müller no sólo no tiene ni ideade dónde está Bormann sino que nisiquiera sabe cómo conseguir esainformación. En ese caso, ¿qué tendríaque haber hecho cuando salió a la callepor la mañana?

—Umm… —El coronel se frotó labarbilla—. ¿Escapar?

—¡Bingo! Eso fue lo que hizo,escapar.

Britz quedó aún más confuso. Müllerno había escapado, sino que habíavuelto por su propio pie al piso deGehlen poco después de haber

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despistado a sus agentes.—Ahora, coronel, me remontaré

hacia atrás y le contaré la historia deHeinrich Müller desde el momento enque soy capaz de reconstruirla. —Oughton se retrepó en la butaca y, comosolía hacer, cruzó las piernas y metió lasmanos en los bolsillos del pantalón—.Veamos, Müller reside en algún lugar dela República Democrática de Alemaniadesde el fin de la Segunda GuerraMundial protegido por el serviciosecreto de la Unión Soviética. Los rusoslo hacían como pago por los archivosdel RSHA que él proporcionó a la URSSen 1945. Antes de entregar los

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documentos, Müller hizo una copia y lapuso en un lugar seguro, en poder dealguien que sabía que no lo traicionaría.Si los rusos lo mataban, la copia de losficheros iría a parar a los americanosperdiendo gran parte de su valor, y, ensu consecuencia, los soviéticos lomantuvieron con vida.

—¿Quién era esa persona que no lotraicionaría?

—Un agente de la Gestapo llamadoChristian Scholz que estuvo con Mülleren Berlín para llevarse la copia de losarchivos y que dijo ser su técnico deradio. En realidad, Scholz era unnombre falso, y no sabemos

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prácticamente nada de aquel tipo.—No lo conozco —dijo el coronel.—Lo suponía. Ya hablaremos de él

más tarde. Bueno, decía que Müller estáen la República Democrática. Todo vabien hasta que muere Stalin en 1953. Losrusos eligen a Khrushchev comosecretario general del Partido Comunistade la URSS, y éste decide limpiar la casade restos oscuros del pasado estalinista.Beria, el jefe del servicio secretosoviético, el NKVD, es asesinado esemismo año y alguien le sopla a Müllerque la República Democrática ha dejadode ser un lugar seguro para él. Total, queun buen día se decide y planea su

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entrada en la República Federal. Paraello contacta con un austriaco, WilhelmHöttl, otro camarada de la Gestapo.Müller tiene a Höttl bien agarrado porsus partes, ya que conoce la relación deHöttl con una operación de ocultaciónde capitales que debían emplearse enfinanciar redes neonazis y que enrealidad se destinaron a financiar losbolsillos de unos cuantos golfos, comoel propio Höttl. Así que Müller llama aHöttl y le cuenta la verdad: ha estadotodo ese tiempo en el bloque soviético yahora necesita entrar en la RepúblicaFederal.

Oughton bebió el último sorbo de

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licor que le quedaba en el vaso. Elcoronel se incorporó para rellenarlo y elamericano continuó su relato:

—Con la colaboración de Höttl,Müller entra en el bloque occidental.Aquí necesita más ayuda, lógicamente.Así que Höttl pone entonces a Müller encontacto con otros amigos nazis de losbuenos tiempos. Con éstos tiene menosconfianza, no los conoce tanto y, sobretodo, no le deben ningún favor. Así quea ellos les cuentan que Müller acaba devolver de Egipto. Höttl conocía lasredes de huida y no le resulta difícilfabricar una historia creíble. Así, entrelos dos, consiguen que esos nazis le

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echen una mano mientras Müllerencuentra la forma de buscarse la vida.

Oughton se levantó y siguióhablando mientras paseaba por lahabitación:

—Todo esto ocurrió hace un mesaproximadamente. Por esas fechas, elcanciller Adenauer visita Moscú yconsigue que los soviéticos pongan enlibertad a los últimos prisioneros deguerra alemanes que quedaban en lascárceles rusas. Entre aquellos hombresse encontraban los únicos testigospresenciales directos de lo que ocurrióen el búnker del Führer entre el treintade abril y el dos de mayo de 1945. Justo

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coincidiendo con la excarcelación deestos presos se produce el deseo deMüller de entregarse a los ingleses. Poralguna razón, esos antiguos soldadosalemanes le resultaban peligrosos al jefede la Gestapo.

—¿Por algo que podían contar, talvez?

—Claro, no hay otra razón. El treintade abril de 1945, Heinrich Müllerestaba en Berlín preparado paraentregarse a los soviéticos. A susamigos alemanes les había dicho que ibaa suicidarse. Pero, inesperadamente,Müller es llamado a una reunión dondeestán el ministro Goebbels, el secretario

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Bormann, el ayudante de las SS OttoGünsche y el jefe de guardaespaldasJohann Rattenhuber. Le van aencomendar a Müller una última misión:escapar del cerco durante el alto elfuego que pactará Goebbels con lossoviéticos y llegar a un pueblo deBaviera donde los nazis han escondidouna importante remesa de divisas. Éltenía que recoger el dinero yentregárselo al general Gehlen.

Al llegar a ese punto, los ojos delcoronel Britz se abrieron de par en par.

—¿Cómo ha dicho? Le doy mipalabra de honor de que nosotros norecibimos nada en absoluto.

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—Efectivamente. Porque Müller,una vez que tuvo noticia de la existenciade ese dinero, cambió el plan de huidaque tenía preparado con su cómpliceChristian Scholz. Le llamó desde elbúnker de la Cancillería y quedaron enreunirse en algún lugar de Berlín.Cuando se vieron, Müller reveló aScholz el lugar donde estaba el dinero yle dio una carta de Hitler con la quepodía recogerlo. Mientras tanto,Heinrich Müller, que no tenía muchasopciones de conseguir escapar con vidasiendo quien era, se entregaría a laURSS. En los años siguientes, Scholz leiría entregando poco a poco su parte del

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botín en una cuenta numerada austriaca.—Entiendo. Por eso la vuelta de los

alemanes que estaban en Rusia, comoGünsche y Rattenhuber, suponía ungrave riesgo para Müller —razonó Britz—. Le acusarían de traición, y losamigos nazis que le ayudaban en laRepública Federal pasarían a ser susenemigos.

—Exacto. Tenga en cuenta que en1945 Müller pensaba que no habríasupervivientes en el búnker. Los que nose suicidasen como Goebbels, moriríanen poder de los rusos o desapareceríanpara siempre. El plan era perfecto. Perocuando un buen día abrió el periódico y

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leyó que Rattenhuber y quizá Günschevolvían a casa supo que tenía que ponerpies en polvorosa.

—Y se entregó al MI6. Pero ¿dóndeestá el chantaje? ¿Quién mató a Müllerentonces?

—Ya estamos llegando a eso.Quedamos en que Müller se pone enmanos de los británicos intentado hacercon ellos lo que hizo con los soviéticos.Les ofrece información sobre agentesdobles de la Organización Gehlen acambio de que lo protejan. A losingleses, enemigos de la Organización,les resultó muy apetitosa la zanahoriaque les ofrecía el jefe de la Gestapo.

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Pero el Reino Unido, a diferencia de laURSS, es una democracia. Y lasperspectivas de que se sepa ahora o enun futuro que el Gobierno de SuMajestad ha hecho tratos con el directorde la Gestapo pone los pelos de punta alservicio secreto británico. Total, que ledicen que no hay trato. Ahora bien, ¿quéhacer con Müller? Finalmente, alguienen Londres tiene la gran idea: pasémosleel mochuelo a Gehlen, y si el generalutiliza la información de Müller parapurgar la Organización de agentesdobles entonces diremos a losamericanos: «Mirad, teníamos razón. LaOrganización Gehlen estaba infiltrada».

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—Ya veo.—Nos acercamos al final de la

historia. Gehlen interroga a Müller y,como usted sabe, el general se descuelgacon una petición asombrosa queciertamente el antiguo director de laGestapo no se esperaba: tiene treinta yseis horas para entregar a MartinBormann o de lo contrario es hombremuerto. Esta petición representa ungrave problema para él porque, coronelBritz, Heinrich Müller no tenía ni la másremota idea de dónde estaba Bormann.

Oughton pronunció aquellas palabrasmuy lentamente. Después volvió asentarse.

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—¿Cómo sabe usted eso? —preguntó el coronel.

—Muy sencillo: me lo ha dicho elpropio Müller.

—¿Cómo? —Briz no daba crédito.Oughton hizo un gesto con la manopidiendo tiempo.

—Estamos en el día en que muereMüller. Nuestro amigo se despierta porla mañana en un apartamento vigiladopor la Organización. Tiene muy pocotiempo, apenas unas horas. Estávigilado. ¿Qué hacer? Pues lo que usteddijo antes: escapar. Pero noalocadamente, sin destino fijo, sinayuda, sin dinero. Müller escaparía

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inteligentemente, como lo haría el jefede la Gestapo. Con un plan sensato. Élsabe que para ello no puede contar conel MI6, ni con la Organización Gehlen,ni con sus amigos nazis que prontodejarán de serlo ni por supuesto con lossoviéticos. ¿Quién le queda?

Britz permanecía en silencio,expectante. Negó con la cabeza,ignorando la respuesta.

—Pues su amigo Scholz,naturalmente. El cómplice que le ayudóa escapar de Berlín en 1945. Hasta lafecha, Müller ha mantenido a Scholzalejado de toda la historia. No hahablado de él ni a los rusos, ni a los

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nazis que lo protegían, ni al MI6 ni a laOrganización Gehlen. ¿Por qué? PorqueScholz sería su última vía de escape encaso de que todo lo demás saliese mal.Piénselo bien. Cuando Günsche yRattenhuber denunciasen a Müller alcírculo nazi que lo protege, éste podría,a su vez, delatar a Scholz, que hasta lafecha permanecía fuera del radar detodo el mundo. La historia sería muycreíble, pues ¿cómo un sujeto que estabaen el búnker con Müller ha podido huirde Alemania y disponer de una fortunacomo la que sin duda tiene? Así pues,Müller sale del apartamento y hace unallamada telefónica a Scholz, diciéndole

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más o menos que o le ayuda a salir dellío o hace frente a Rattenhuber y losdemás y les explica qué ha hecho con eldinero que les confiaron mientras ellosdisfrutaban de las comodidades de lascárceles soviéticas durante los últimosdiez años. ¿Me sigue?

—Sí. Pero ¿y la segunda llamadaque hizo a continuación?

—Ah, sí, la segunda llamada. Puescon ella hizo lo mismo que hizo en1945: poner en práctica la primera reglade la Gestapo para la supervivencia delespía. Nos la contó Gehlen el otro día.¿La recuerda?

—Sí: ser más peligroso muerto que

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vivo.—Exacto —concedió Oughton—. Al

igual que hizo en 1945 cuando le entregóa Scholz una copia de los archivos delRSHA para asegurarse la vida, Müllerbuscó ahora un colaborador para que leprotegiese las espaldas en caso de quesu amigo decidiese no ayudarle.

—¿Quién es ese colaborador?—Precisamente por ese colaborador

el profesor Trevor-Roper no ha podidovenir conmigo hoy aquí. Está poniendo asalvo a esa persona. No se preocupe,puesto que no corren peligro ninguno delos dos.

—Entiendo. Y, entonces, ¿cómo se

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protegió Müller?—Bien. Nuestro hombre llama a

Scholz y le explica la situación tandifícil en que se encuentra. Scholz lecontesta que en tan breve plazo seráimposible sacarlo de la RepúblicaFederal. No puede hacer nada. Müllerentonces pasa a la fase de las amenazas:«O me sacas de aquí o estás tan perdidocomo yo. Te denunciaré a Rattenhuber ylos demás». Scholz, acorralado, le pidedos o tres horas para arreglar lasituación. Müller entonces llama a unamigo para que le ayude a cubrirse encaso de que la ayuda no llegue. Actoseguido se dedica a perder el tiempo

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hasta la hora de volver a tener noticiasde Scholz.

Oughton tenía la mirada fija en lalámpara de mesa. Prosiguió su relato:

—Müller sabía que sus hombres lovigilaban, y hasta ahora no habíaproblema en que así fuese. Pero lo queiba a hacer a continuación exigía notener testigos cerca. Así que se dirige ala Estación Central y despista a los doshombres de la Organización que losiguen. Tiene poco tiempo para nolevantar sospechas. Lo primero que hacees llamar nuevamente a Scholz, quien leda instrucciones para su salvación. Acontinuación entra en una oficina de

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correos, donde escribe una nota y laenvía a la dirección de su colaborador.Pocos minutos después, Müller estátumbado en el piso en que ustedes lodejaron, esperando la ayuda prometida.

Oughton hizo una pausa. Lentamenteextrajo del bolsillo interior de suchaqueta una hoja de papelcuidadosamente doblada, la puso sobreel escritorio y la arrastró con los dedoshasta el coronel.

—El original lo he enviado a nuestraembajada —dijo.

El coronel Britz desplegó el folio depapel y, sobre el texto del diario, leyópara sí unas letras garabateadas por una

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mano impaciente: «11 de octubre de1955. Gehlen me pide que le entregue aBormann. No tengo ni idea de dóndepuede estar. He llamado por segundavez a Scholz. Me asegura que sucontacto, el coronel Britz, pondráremedio a la situación. Vuelvo al pisofranco a esperar. Heinrich Müller».

El coronel, con la mirada perdida,volvió a doblar el papel y lo dejó caersobre el escritorio. Hubo entonces unossegundos interminables de silencio.

—Sé lo que está pensando —dijo alfin Oughton—. Está pensando: «¿Porqué demonios no nos dijo Müller que sehabía asegurado la vida con este

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papel?». Supongo que deberíamospreguntárselo a sus agentes, a Meier, o aHoffman, o a ambos. No sé a cuál de losdos le encargó usted la misión. QuizáMüller intentó hablar y no tuvo ocasión,o quizá llegó a hablar y sus hombres nole creyeron…, vaya usted a saber.

El coronel Britz negó con la cabeza.—Ellos son inocentes —dijo sin

levantar la vista de la mesa—. Meier yHoffman no saben nada, aunque quizá selo imaginen.

—Escuche, coronel, he venidoporque quiero saber por qué. ¿Por quélo hizo? ¿Qué le debe usted a ChristianScholz?

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Britz no dijo nada. Seguía con lamirada clavada en el trozo de papel quehabía sobre la mesa. En medio delsilencio sólo se oía el continuorepiqueteo de las gotas de lluvia sobreel alféizar de la ventana.

—Usted estuvo también en laGestapo, ¿verdad? —insistió Oughton.

Aquello despertó repentinamente aBritz. Las palabras escaparon de suboca a borbotones.

—No. Se equivoca totalmente.Jamás he trabajado en la Gestapo, ni hecolaborado nunca con ellos. Alcontrario. Yo pertenecí al serviciosecreto del ejército, al Abwehr. Estuve

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a las órdenes de Wilhelm Canaris.—Entonces, ¿cómo conoció a

Christian Scholz?—En la cárcel, en 1943.—¿Usted estuvo en la cárcel durante

la guerra? —preguntó Oughton.—Sí. Fue justo después del

asesinato en Praga de Heydrich, el jefedel RSHA. Canaris y Heydrich estabanenfrentados, y cuando éste murió elRSHA sostuvo que Canaris había tenidoconocimiento del plan para matarlo y lohabía ocultado. Desde hacía tiempo, lasSS sospechaban que el Abwehr estabaen conversaciones con el MI6 ingléspara iniciar negociaciones de paz.

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Canaris salió tocado de aquello, pero nole ocurrió nada porque no hubo pruebas.En cambio, a unos cuantos de nosotrosnos acusaron de haber hablado con losingleses y nos metieron en prisión.

—¿Y Scholz estaba en aquellacárcel?

—Sí, allí lo conocí. Es curiosocómo la desesperación y un destinocomún incierto pueden unir a laspersonas. Él era mi compañero de celda,me dijo que se llamaba Christian Scholz,y era un tipo muy simpático, enseguidahicimos muy buenas migas. Nostomamos mucha confianza, nostuteábamos. Me contó que lo habían

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encerrado por quedarse con dinero queno era suyo, y que no era la primera vezque estaba en la cárcel. Pasamos muchotiempo juntos durante aquel encierro,preguntándonos mutuamente cómoterminaría aquello y haciendo bromassobre lo que nos podía deparar el futuroen manos de Hitler. Scholz sí quepertenecía a la Gestapo y me sorprendiómucho que un buen día, sin previo aviso,lo sacasen de la prisión. Fue así, comole digo. Una mañana abrieron la celda yun guardia le dijo que cogiese sus cosasporque estaba libre. La despedida fuemuy emotiva. Al menos uno de los dostendría una oportunidad de sobrevivir.

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Sin embargo, poco después, y tambiénpor sorpresa, me sacaron a mí. Aún sincomprenderlo, me dieron mispertenencias y me echaron a la calle apatadas. Cuando salí me estabaesperando un coche, y dentro ibaChristian Scholz. Me llevó a la estaciónde ferrocarril y en el trayecto me contóque en realidad su estancia en prisiónformaba parte de un plan de la Gestapo.Trabajaba con Heinrich Müller, y portal motivo en aquellos momentos teníacierto poder. Entonces comprendí larazón de mi excarcelación: fue Scholz elque me sacó de allí. En el coche me dijotambién que Canaris era hombre muerto

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y que al Abwehr le quedaban pocosmeses de vida. La mayor parte de losagentes del Abwehr ya se habían pasadoal RSHA y los que faltaban lo harían enbreve. Scholz me ofreció entrar en laGestapo, pero me negué. Yo era unmilitar, un soldado. No un SS. Aquel díame subí a un tren y fui a Baviera. Allíhablé con un par de camaradas delAbwehr, quienes me confirmaron lo queme había dicho Scholz. Uno de elloshabía salido del Abwehr y se habíapuesto a trabajar con un amigo deCanaris, el general Reinhard Gehlen. Yono conocía a Gehlen de nada, pero miamigo me ofreció hablar con él para

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pedirle que me admitiese en su unidad.Gehlen aceptó recibirme y me explicóque se dedicaba a espiar a lossoviéticos. Yo le conté mis experienciasen el Abwehr y, por lo visto, leimpresioné favorablemente. Me integréen su unidad y allí permanecí hasta elfinal de la guerra. Mientras estaba conGehlen supe de la desintegración delAbwehr y de la muerte de Canaris. Demis camaradas del Abwehr queestuvieron conmigo en la cárcel en1943, nunca más tuve noticias. Creo quemurieron todos. Christian Scholz mehabía salvado la vida.

—¿Y volvió usted a verlo antes del

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fin de la guerra?—Sí. A finales de abril, el general

Gehlen y su Estado Mayor, en el cual yome encontraba, nos dirigimos a Bavieray allí ocultamos los microfilmes detodos nuestros informes sobre la URSS.Mientras estuvimos en el sur nosalojamos cerca de Austria, y allí vi aChristian Scholz. Fue el día que capitulóBerlín; él iba de paso en coche y,enterado de que yo estaba con Gehlen enaquel lugar, hizo un alto en su viaje parasaludarme.

—¿Recuerda qué coche era?—Sí. Un Volkswagen Kübelwagen

de color negro. Tenía la capota echada.

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Scholz me preguntó qué pensaba hacer, yyo le dije que todo el Estado Mayor deGehlen nos íbamos a rendir a losamericanos. Entonces él me ofrecióacompañarle a Suiza. Dijo que teníadinero y pasaportes de la Cruz RojaInternacional. Yo no sabía de dóndehabía sacado el dinero; seguramente loobtuvo gracias a Müller de la maneraque usted me ha contado antes. Sinembargo, y a pesar de que aquel díaScholz estaba seguro de poder llegar aSuiza, yo preferí ser fiel a Gehlen yquedarme con el general. Scholz semarchó, y nosotros, días después, nosentregamos a los americanos. Gehlen

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ofreció al servicio secretoestadounidense nuestros archivos sobrelos soviéticos a cambio de la libertad, ylos americanos aceptaroninmediatamente. Estuvimos en losEstados Unidos diseñando laOrganización Gehlen y meses despuésvolvimos a Europa. Estamos hablandode mediados de 1946. Poco después, enseptiembre quizá, recibí una llamada deChristian Scholz. Me dijo que estaba enMadrid, y que iba a montar variasempresas en España y Suiza. Por lovisto, le iba muy bien. Con el dinero quehabía sacado de Alemania habíaconseguido prosperar y convertirse en

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un importante hombre de negocios. Yole expliqué que estaba trabajando en laOrganización Gehlen. Scholz me dijoque si alguna vez quería ponerme encontacto con él que lo hiciese en elrestaurante Horcher de Madrid. Lerecordé que yo también estaba a sudisposición por si alguna vez menecesitaba, y que no olvidaría que mehabía salvado la vida. Cuando colgamospensé que nunca tendría que pedirlenada a Scholz, pero me equivoqué.

—¿Por qué? ¿Qué ocurrió?—Fue muy poco después de aquella

llamada, a finales de octubre oprincipios de noviembre de 1946. Verá,

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cuando volvimos de los Estados Unidosy constituimos en Múnich laOrganización Gehlen, varios camaradasmíos del Abwehr vinieron a vermepidiéndome trabajo. Eran personascompetentes y leales, y hablé conGehlen para que los admitiese en laOrganización. Sin embargo, el generalse negó. Aquellos hombres se habíanintegrado en la Gestapo después deldesmantelamiento del Abwehr, y elgeneral Gehlen había acordado con losamericanos no dar refugio a ningúnmiembro del RSHA. Aquello eratotalmente injusto, porque esos hombreseran militares, como yo. Ninguno de

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ellos entró en el RSHA por voluntadpropia, sino obligados, y se encontrabanen la lista de criminales simplementepor haber estado unos pocos meses en elservicio secreto nazi de las SS. Sinembargo, Gehlen fue inflexible y miscamaradas se encontraron totalmentedesamparados. Yo entonces me acordéde Christian Scholz y decidí llamarlopara ver si él podía ayudar a miscamaradas. Cogí el teléfono y me puseen comunicación con el restauranteHorcher de Madrid. Sin embargo, mellevé una gran decepción: allí nadiesabía quién era Christian Scholz, ynunca había estado nadie con ese

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nombre en ese restaurante. Yo noentendía nada, pero, de todas formas, dimi nombre y colgué. Al día siguiente,mientras seguía preguntándome cómopodía dar con Scholz, me llevé unasorpresa: sonó el teléfono y era él. Leexpliqué la situación y le pregunté sipodía ayudar a los cinco o seiscamaradas que se encontraban enapuros. Scholz me pidió cuarenta y ochohoras de tiempo, y pasado ese plazo mevolvió a llamar. Me dio un nombre y unteléfono en Italia. Me dijo que miscompañeros debían ponerse encomunicación con ese número y seguirlas instrucciones que les diesen. Aquella

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Navidad recibí felicitaciones de todosesos hombres desde Suiza.

—¿Sabe cómo consiguió sacarScholz a sus amigos de Alemania?

—No. Sólo sé que lo hizo. Y misentimiento de gratitud hacia él no hizosino aumentar.

—Hasta que Scholz le necesitó austed.

—Sí. Llevaba sin saber nada de éldesde hacía ocho años, hasta que mellamó por teléfono el pasado martesonce de octubre, como a las diez de lamañana. Scholz estaba muy preocupado.Me dijo que poco antes había recibidouna llamada de Gestapo Müller

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diciéndole que estaba en poder de laOrganización Gehlen y que tenía queayudarle a salir ya mismo de laRepública Federal. Scholz le dijo queeso no era posible, que no era cuestiónde dinero. Entonces Müller lo amenazó:si no lo sacaba de Alemania enveinticuatro horas contaría algunahistoria que no debía conocerse. Scholzno me dijo de qué se trataba, perosupongo que sería ese asunto del dineroque me ha relatado usted. En todo caso,no me hacía falta ninguna justificación:yo debía mucho a aquel hombre.

—¿Qué le dijo usted a Scholz?—Le confirmé que Müller estaba en

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nuestro poder y que Gehlen le habíapedido que nos entregase a MartinBormann. Scholz se puso muy nervioso,dijo que Müller le llamaría en unashoras para saber cómo pensaba sacarlode allí, y me pidió que le ayudase a salirde aquel aprieto. Yo le tranquilicé y ledije que si no conseguía yo mismo sacara Müller de Alemania entonces meencargaría personalmente de que novolviese a ver la luz del sol.

—¿Qué hizo entonces?—Me encerré aquí, en mi despacho,

para planear un secuestro ficticio deMüller y liberarlo más tarde en Austriao Suiza con un buen fajo de billetes y un

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pasaporte de la República Federal.Todo ello a espaldas de Gehlen, claro.Yo pensaba que si disponía de unassetenta y dos horas de tiempo el planpodía ejecutarse. Sin embargo, justo enese momento recibí una llamadatelefónica de nuestro agente Hoffman,uno de los que seguían a Müller. El tipoles había dado esquinazo en la EstaciónCentral y mis agentes no sabían dóndeestaba. Aquello me abrió los ojos:Heinrich Müller era una bomba derelojería ambulante. Tenía que morir esemismo día.

Britz sacó otro cigarrillo de supitillera, lo encendió y exhaló el humo

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con cierta resignación.—Yo sabía que Müller volvería al

apartamento de nuestra Organizacióncuando terminase lo que estuviesehaciendo, ya que Scholz le diría que yome iba a ocupar de ayudarlo. Así queordené a mi agente Hoffman quevolviese con Meier al piso franco y queme llamasen nuevamente cuandoregresase Müller.

—Lo cual ocurrió pocos minutosdespués —dijo Oughton.

—Sí. Hoffman me volvió a llamarpara decirme que Müller había vuelto.Yo le dije que iba para allá y le ordenéque no lo dejase salir bajo ningún

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concepto. Entonces cogí una WaltherPPK con silenciador y me dirigí al pisofranco. Cuando llegué allí, Hoffman yMeier hacían guardia abajo y me dijeronque Müller estaba en el apartamento.Les dije que iba a subir para tener unpar de palabras con él y que meesperasen abajo. Subí las escaleras,puse el silenciador y abrí con mi llave.Müller estaba dormido encima de lacama. Fue rápido. Le metí una bala en elcorazón y otra en la cabeza. Lo senté enla silla, quité el silenciador, limpié elarma, la dejé sobre la mesa y bajé a lacalle. Toda la operación no me llevómás de cuatro minutos. Me acerqué a

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Hoffman y Meier y les dije: «¿Quédemonios ha pasado aquí? Müller estámuerto ahí arriba». Ellos se quedaron depiedra, lógicamente. Para tranquilizarlessugerí que probablemente habíanseguido a Müller el día anterior y que elasesino lo estaba esperando cuandollegó esa tarde. No debían preocuparse,puesto que la responsabilidad era mía ynadie les pediría cuentas a ellos.Entonces les ordené que vigilasen laentrada del edificio para evitar quenadie pudiese descubrir el cadáver.Traté de evitar con ello que subieran alpiso y se dieran cuenta de que Müller enrealidad acababa de morir. Mientras

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tanto, yo vine a la Organización allevarme una ambulancia. Cuando lleguéde vuelta al piso franco sacamos elcadáver y lo trajimos aquí. Todo habíaido bien, ya sólo faltaba contárselo aGehlen.

—¿Cómo se lo tomó?—Lo cierto es que no se sorprendió

lo más mínimo. La vida de Müller leimportaba menos que nada, y creo que loprimero que dijo fue que Müller habíasido muy descuidado y que algún amigode Martin Bormann lo había seguido enalgún momento. El general Gehlen sigueconvencido de que Bormann espió paralos soviéticos y que fue él quien ordenó

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asesinar a Müller.Britz dio una larga calada al

cigarrillo antes de continuar:—El general me dijo que había que

llamar inmediatamente al director delMI6, John Sinclair. Yo traté deimpedirlo. Le hice ver que los inglesesnos habían entregado a Müller con lacondición de no saber de él nunca más.Gehlen replicó que el día menospensado alguien podía hacer preguntas ala Organización sobre Müller y noquería que entonces se descubriera quenosotros habíamos ocultado su muerte.Los británicos, en particular, podíanusar eso en nuestra contra. Insistí una y

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otra vez, pero fue inútil. Gehlen llamó aSinclair delante de mí, y usted ya sabelo que ocurrió: Sinclair acusó a Gehlende asesinar a Müller.

—Y entonces Gehlen llamó a la CIA.—No tardó ni un minuto —confirmó

Britz—. Fue colgar a Sinclair y marcarel número del director de la CIA, AllenDulles. Le contó toda la historia, yDulles le dijo que el jefe de usted,James Angleton, estaba en París y que élse encargaría del asunto. Angleton llamóa Gehlen y entonces supimos que ustedesvendrían a investigar la muerte deMüller.

—¿Qué hizo usted cuando se enteró?

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—Llamé a nuestros agentes Meier yHoffman y les dije que la CIA iba a venira husmear. Yo estaba convencido de quesería difícil probar que habíamos sidonosotros los culpables de la muerte deMüller, sobre todo teniendo en cuentaque Gehlen había llamado a Dulles paracontarle todo. A mí lo único que mepreocupaba era lo que había hechoMüller durante el tiempo que estuvosolo, así que ordené a Meier y Hoffmanque investigasen discretamente qué hizoMüller cuando les despistó en laestación. Pero no descubrieron nada.Les dije que no confesasen que fui yoquien descubrió el cadáver para tratar

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de cubrir mejor su negligencia. Loschicos me dijeron que sí a todo, puesconfiaban en que yo les ayudaría.

El mayor Oughton se levantó y,dando la vuelta al escritorio de Britz, seapoyó en la ventana con los brazoscruzados. Desde allí contempló alcoronel mientras éste concluía su relato.

—No espero que me den unamedalla por lo que hice, pero sería unalástima que este asunto afectase a laOrganización después del excelenteservicio que ha prestado a Occidente —dijo Britz girándose para mirar alamericano.

—Es un poco tarde para pensar en

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eso, ¿no cree? Además, no se pongamelodramático. ¿Acaso piensa que laOrganización puede sobrevivir con laoposición frontal de los ingleses?

Britz no dijo nada. En su lugar apagóel cigarrillo en el cenicero con aireapesadumbrado.

—Vamos —el americano señaló lapuerta con la cabeza—, debemos irnos.Mi jefe, Angleton, y el general Gehlennos esperan en mi hotel. Fui yo quienllamó a Gehlen antes de venir aquí.

Britz se levantó y acompañó alagente de la CIA a la puerta.

—Seguro que si usted nos pone en lapista de Christian Scholz se nos olvidará

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pronto la muerte de Müller —dijo elamericano.

—Jamás haré eso —replicó elcoronel negando con la cabeza.

—Lo suponía.

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Lunes, 24 de octubre de1955

Oughton se puso al volante del CitroënDS mientras Trevor-Roper seacomodaba a su lado. El americanoencendió el motor y juntos emprendieronla marcha hacia el aeropuerto deMúnich-Riem, de donde partía el avióndel historiador de vuelta a Londres.Minutos antes habían salido por últimavez del Hotel Torbräu, donde pusieronal corriente de la resolución del caso aJohn Sinclair. El director del MI6 seapresuró a declarar la misiónoficialmente cumplida, antes incluso de

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consultar con la CIA.La tarde había adquirido un color

ocre, similar al de los edificios delTrastevere romano. Entre el tonocobrizo se habían abierto paso unasnubes grises que presagiaban la lluviaque en breve empezaría a caer sobre laciudad.

—¿Ha ido usted esta mañana a ver aFraulein Fischer? —preguntó Trevor-Roper.

—Sí. Le propuse sacarla de laRepública Federal y llevarla a losEstados Unidos, pero rechazó la oferta.Creo que pretende reconciliarse con supaís.

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—Pero el pasaporte se lo ha dado,¿no?

—Sí. Bueno, mejor dicho, se lo hecambiado por algo.

Trevor-Roper miró sorprendido alagente de la CIA.

—¿Cambiado? ¿Y qué le ha pedidoa cambio?

—Los zapatos de Heinrich Müllerque había en la caja de la ropa —dijo elamericano.

—¿Los zapatos de Müller? ¿Y paraqué diantres quiere usted eso?

—Bah. Un souvenir. Cosas mías.El historiador se encogió de

hombros incapaz de comprender aquella

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nueva extravagancia de Oughton.—¿Y el dinero de Müller? —

preguntó Trevor-Roper—. ¿Dónde está?—Desgraciadamente, eso no es un

souvenir. Lo entregaré a mi Gobierno yellos decidirán qué hacer con él. —Elamericano guiñó un ojo a su compañero—. No puedo quedármelo, usted conocesu existencia.

—Sí, pero no sé cuánto hay —replicó el historiador guiñándole el ojoa su vez.

Los dos hombres rieron, mientras elcoche cruzaba Ostfriedhof y seadentraba en el barrio de Trudering.Trevor-Roper sacó un pañuelo del

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bolsillo de su pantalón y se limpiócuidadosamente las gafas.

—Creo que Sinclair ha quedado muysatisfecho con el resultado de lainvestigación —dijo—. Seguro que lasreferencias que recibe su jefe, Angleton,serán inmejorables.

El agente de la CIA sonrió.—No creo que Angleton esté muy

contento. El espía inglés Kim Philby hasalido de ésta y el traidor de laOrganización Gehlen, Heinz Felfe,también. La partida ha quedado entablas. Ni el MI6, ni la CIA ni Gehlenhan salido victoriosos en este combate.Yo tampoco, desde luego. Sobre todo si

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algún día se descubre que esta mañanahe mentido a John Sinclair…

—¿Mentido? —Trevor-Roper creyóhaber oído mal—. Lo único que le hadicho es que Britz asesinó a HeinrichMüller, y le ha entregado la confesiónescrita del coronel donde reconoce loshechos del once de octubre.

—Exacto. Pero me he callado todolo demás. En particular que el cómplicede Müller, Christian Scholz, y el hombreque recogió el dinero en Berchtesgaden,Georg Hubner, son la misma persona. Yesto cambia toda la historia.

—Bueno, es que en realidad eso nolo sabemos. Recuerde que es posible

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que Scholz entregase a Hubner la cartade Hitler fuera de Berlín. No tenemosninguna prueba de que fuesen la mismapersona.

—Ya lo creo que la tenemos: me lodijo el coronel Britz.

El historiador inglés miró incréduloa Oughton.

—¿El coronel Britz le dijo queScholz y Hubner eran la misma persona?—preguntó.

—Bueno, no me lo dijodirectamente. De hecho, él mismo no losabía. Pero me lo demostró sin querercuando yo le enseñé esto.

Oughton, sin soltar el volante con su

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mano izquierda, introdujo la derecha enel bolsillo interior de la chaqueta y sacóun trozo de papel doblado que entregó aTrevor-Roper. Éste lo desplegó. Era unafotocopia del mensaje que Müller habíadejado dentro de la consigna de laestación.

—Esto no es más que una copia delpapel de periódico que… —Trevor-Roper se interrumpió—. Un momento.Este papel es falso. No es el de Müller.

—Efectivamente. Es una copia quehice yo mismo imitando su letra. ¿Haencontrado ya la diferencia entreambos?

—Ya lo creo. El papel de Müller

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decía: «He llamado por segunda vez aHubner», y en éste que me ha dado pone:«He llamado por segunda vez a Scholz».

Trevor-Roper devolvió el folio aOughton, quien lo dobló para guardarlonuevamente en su chaqueta. Elamericano sonrió a su acompañanteenseñando los dientes como un niñotravieso que acaba de comprobar lasconsecuencias de su última trastada.

—¿Entiende el juego? —preguntó elagente de la CIA—. Cuando Britz vioescrito en el papel el nombre de Scholzreconoció de inmediato el mensaje comoauténtico porque a él verdaderamente lohabía llamado Scholz. Y sin embargo

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nosotros sabemos que Müller se habíadirigido a esa misteriosa persona comoHubner. Si Scholz y Hubner no hubiesensido la misma persona, Britz habríadescubierto mi farol y repudiado elmensaje. En ese caso yo no hubiesetenido más remedio que enseñarle elpapel auténtico junto con la pruebacaligráfica que conseguimos en casa deHorst Kopkow. Pero no fue necesario,porque Hubner y Scholz son el mismohombre.

—¿Cómo se le ocurrió esa idea?—Deduje que Hubner y el coronel

Britz debían de haber entrado encontacto antes del fin de la guerra. Si

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eso era cierto quizá hubiese unaposibilidad de que el coronel lo hubieseconocido entonces como ChristianScholz. Probé, y di en el clavo.

Oughton asintió con la cabeza,satisfecho de su astucia.

—Además —añadió—, hice otracomprobación adicional. El coronel medijo que Scholz lo visitó en coche nadamás capitular Berlín. Me dio el modelodel vehículo, y más tarde llamé alabogado Rolf Lentzer. Era el mismocoche en el que Hubner llegó aBerchtesgaden para recoger el dinero.No es una prueba definitiva, pero todosuma. En definitiva, el coronel Britz me

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contó la historia de su relación conScholz. Y ésa ha sido la parte que no hecontado a Sinclair.

—¿Por qué no lo ha hecho?—Porque esa parte de la historia nos

pone frente a un problema muy grave,Hugh.

—¿Cuál?—Bueno, sabemos que Hubner

ordenó matar a Müller porque éste lohabía chantajeado. Pero ¿cuál era elchantaje? Piense un momento: los rusossueltan a Rattenhuber, éste vuelve a laRepública Federal y se pone en contactocon sus amigos nazis. Les dice: «Chicos,antes de la caída de Berlín encargamos a

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Heinrich Müller recoger un dineral enBaviera para Gehlen; ¿dónde está eldinero?». Ellos se miran unos a otros sinsaber qué decir, y así van a por Müller.Müller les dice que él no pudo ir aBaviera a cumplir la misión y que en sulugar envió a su subordinado Hubner.Bien, ahora los nazis van a Hubner y lepiden explicaciones: «¿Dónde está lapasta?».

La débil lluvia que caía hasta esemomento empezó a cobrar fuerza.Oughton accionó el limpiaparabrisas delCitroën DS y continuó su relato:

—Hubner diría entonces a los nazis:«Eh, amigos, efectivamente cogí el

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dinero, pero no se lo llevé a ese cerdode Gehlen. Como podéis ver es unmaldito traidor que se puso a trabajarpara el enemigo nada más terminar laguerra. Así que usé el dinero parafinanciar las redes de huida de nuestroscamaradas a Sudamérica». —Elamericano hizo una pausa—. ¿Me sigue,Hugh?

Trevor-Roper asintió con la cabeza.Oughton siguió hablando:

—Incluso en el supuesto de queHubner hubiese metido la mano en labolsa para quedarse con parte deldinero, ¿cree usted que los nazispensarían que se ha comportado como

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un traidor? Maldita sea, si hasta esposible que el dinero de Hubner hayaayudado a escapar a más de uno de esosnazis que ahora le piden explicaciones.

—Entiendo. En el caso de Scholz nosabíamos qué había hecho con el dinero,por lo que la teoría de que se quedó contodo es creíble. Pero sí sabemos lo quehizo con él Hubner. Si eran la mismapersona, entonces el chantaje de Müllerno tenía efecto.

—Muy bien, Hugh. —Oughton hizoun aspaviento con la mano recalcandolas palabras del profesor—. Ha puestoel dedo en la llaga. Müller no podíachantajear a Scholz con el tema del

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dinero, porque Scholz, es decir, Hubner,se gastó la pasta en ayudar a los nazis.

—Entonces, ¿qué le dijo Müller aScholz cuando le llamó por teléfono eldía que lo mataron?

El agente de la CIA arqueó las cejas.—Le pidió que lo sacase de la

República Federal de Alemania, algoque Scholz no podía hacer. Y entoncesMüller lo chantajeó con algo queverdaderamente lo puso a temblar.

—Pero ¿el qué?—Bien —dijo Oughton—, volvamos

a mi vieja teoría: todo lo que contóMüller al MI6 no puede ser mentira.Sabemos que ocultó información, como

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la presencia de Scholz en Berlín con él.Y lo hizo porque le interesabaprotegerle. Lo mismo hizo luego enMúnich con Marie Fischer, a quien usópara que le custodiase su equipaje. Esdecir, en su historia Müller ocultó ofalseó información allí donde leinteresaba. Ahora le pregunto, Hugh,¿dónde sabemos que mintió?

—Bueno, gracias al operador deradio del búnker, Rochus Misch,sabemos que Rattenhuber no estuvofuera del búnker todo el tiempo que dijoMüller.

—Exacto. Tratemos ahora deconstruir una historia coherente con la

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declaración de Misch y que proporcionea Heinrich Müller un motivo parachantajear a Scholz.

Oughton detuvo el Citroën en unsemáforo.

—Para ello supongamos que las doshistorias, la de Müller y la deRattenhuber, son en parte ciertas. Esdecir, a las dos de la tarde llaman aMüller para pedirle que saque a Hitlerdel búnker y luego que vaya a Baviera apor el dinero y se lo dé a Gehlen.Cuando oye aquello, al jefe de laGestapo se le cae el alma a los pies.Faltan pocas horas para que lleguen lossoviéticos, con quienes ha hecho un

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trato, y los idiotas de los nazis leencargan una misión suicida. ¿Quéhacer?

—Buscar a Scholz… o GeorgHubner —dijo Trevor-Roper.

—Exacto. No podía hacer otra cosa.¿En quién iba a confiar? Únicamente enGeorg Hubner, que desde hacía tiempousaba un nombre falso, Christian Scholz.Scholz estaba en Berlín para ser sucompinche en el tema de los archivosdel RSHA. Así que Müller llama desdeel búnker a Scholz, queda con él y lecuenta el problema. Le han ordenadosacar a Hitler de Berlín a través delTiergarten. El plan no hay por donde

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cogerlo, pero las buenas noticias sonque tienen un documento donde ordenana las SS de Berchtesgaden entregar alportador los maletines del dinero. Asíque trazan un plan: esa noche, cuando sedecrete el alto el fuego, Müller seescabullirá del búnker con Hitler yjuntos irán al Tiergarten. Allí les estaráesperando Scholz. Juntos asesinarán aHitler, Scholz hará desaparecer elcadáver y luego saldrá disparado con lacopia de los archivos del RSHA y lacarta firmada por el Führer a Baviera.Müller, por su parte, se dirigirá al pisode la Hermann-Göring-Strasse donde loencontrarán los soviéticos. Si tienen

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suerte, ninguno de los habitantes delbúnker escapará con vida para poderdenunciar la traición de Müller, y deScholz nunca nadie sabrá nada. El plantuvo un pequeño contratiempo porque eljoven escolta de Hitler hirió a Müller enla cadera durante la lucha en elTiergarten. Aquél fue el tercer disparoque escuchó el testigo Günther Ellmer.Los otros dos fueron para Hitler y parael escolta.

—Así que no era Rattenhuber quiendebía esperar a Hitler en el Tiergarten.

—Por supuesto que no, y eloperador de radio Rochus Misch estestigo de ello. Rattenhuber no miente

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cuando dice que él no salió del búnker.Sin embargo, él sí que participó en elplan para simular la muerte de Hitler, ypor eso nos mintió acerca de la hora dela reunión con Müller. Cuando hablócon nosotros, Rattenhuber puso esareunión después de la muerte de Hitlerpara hacernos creer que el plan deGoebbels no incluía sacar al Führer deBerlín.

—Ya tenemos un buen motivo parachantajear a Scholz —dijo elhistoriador.

—Un motivo bien gordo. Quedarsecon parte del dinero que destinaban aGehlen es una cosa. Pero otra distinta

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era cargarse a Hitler cuando Günsche,Rattenhuber y los demás habían estadodispuestos a sacrificar su propia vidapor salvar la del Führer.

El Citroën DS enfiló la recta quedaba acceso al interior del perímetro delaeropuerto. Oughton siguió los letrerosque indicaban las salidasinternacionales, y continuó hablando:

—Cuando Müller se enteró de quelos presos alemanes internados en lascárceles soviéticas empezaban a volverse intranquilizó, pero cuando supo queRattenhuber era el próximo en llegar seconvenció de que su suerte estabaechada. Esto ocurrió el sábado ocho de

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octubre. Entonces intentó sin éxitoconvencer al MI6 de que lo protegiese y,cuando se vio acorralado por Gehlen,acudió a la única salida que tuvodisponible: Christian Scholz, o GeorgHubner, como prefiera. Pero, claro, suchantaje no consistía en contar que sucómplice se había quedado con eldinero, sino lo que ocurrió en elTiergarten. Y eso era algo que los nazisque se habían tirado diez años presos enla Unión Soviética no iban a estardispuestos a perdonar. Günsche y losdemás asumían el riesgo de que Hitlermuriese durante la fuga, pero lo quehicieron Müller y Scholz fue asesinarlo

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para quitarse de encima el problema y,además, quedarse con el dinero.

Oughton detuvo el vehículo detrás deuna hilera de taxis frente a la puerta deentrada de la terminal de salidas y echóel freno de mano.

—Scholz tenía que tapar la boca deMüller antes de que fuese tarde —concluyó el americano.

—No deja de ser una teoría —dijoTrevor-Roper aún dentro del coche—.Será imposible demostrar que ocurriórealmente algo así.

Oughton emitió un resoplido deimpaciencia con la nariz, y contestó:

—Bah, y a quién demonios le

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importa. A quién le importa si Hitlermurió en el búnker o cien metros másallá. Si Heinrich Müller desapareció enBerlín en 1945 o en Múnich diez añosdespués. Si Scholz, Hubner ocomoquiera que se llame se gastó losmillones en ayudar a escapar a asesinosa Sudamérica. Como usted dijo en unaocasión, todo eso a día de hoy sólo tieneun interés histórico. —El agente de laCIA dejó caer pesadamente las manos enel volante. Cuando volvió a hablar lohizo con un tono lastimero—: Piense enel trabajo que nos encargaron, Hugh. Notenía como objetivo castigar al culpablede un crimen sino averiguar cuál de

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nuestros servicios secretos está másinfecto.

—Quizá sea cierto. Pero la historiatiene derecho a saber. Y a nosotros loshistoriadores nos corresponde laobligación de encontrar las pruebas quenos permitan contar la verdad deaquellos hechos.

—Entonces, amigo Hugh, no lequeda más remedio que esperar a que sedecidan a hablar los únicos que aún nolo han hecho: los soviéticos. Si lahistoria de Müller es cierta, los restosde Hitler que desenterraron los rusosson los de una mujer.

—Quién sabe si algún día tendremos

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acceso a sus archivos —dijo Trevor-Roper en medio de un suspiro—. Entodo caso, el culpable, Scholz, Hubner ocómo se llame va a escapar impune detodo esto.

Oughton sonrió para sí y dijo con unhilo de voz prácticamente inaudible:

—Quizá no.El americano abrió la puerta y salió

del coche. Trevor-Roper hizo lo mismoy vio al agente de la CIA abriendo elmaletero para sacar de él las carpetascon los papeles del historiador.

—¿Qué quiere decir con «quizáno»?

—Quiero decir que apenas le deje a

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usted en este aeropuerto saldré al centrode refugiados de Herleshausen dondetienen alojado a Johann Rattenhuberpara contarle todo lo que le iba a contarHeinrich Müller en caso de que Scholzno le ayudase a escapar de la RepúblicaFederal. La versión completa, incluidala parte en la que Scholz pega el tiro aHitler y sale a Baviera para apropiarsede la pasta. Quizá Rattenhuber no mecrea, o quizá me crea y no pueda hacernada. Pero quizá sí haga algo. Y usted yavio la gente que lo esperaba cuandollegó procedente de la URSS.Rattenhuber es el ídolo del momento, ysi cuenta a todos sus amigos nazis lo que

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él cree que hizo Scholz no habrámadriguera en el mundo donde puedaesconderse ese tipo.

Oughton abrió la portezuela paraentrar nuevamente en el DS.

—Y aunque no le echen nunca elguante a Scholz —concluyó—, ver lacara de Rattenhuber cuando le cuente lahistoria ya será suficientementedivertido.

—¿De veras piensa ir ahora mismo aHerleshausen?

—Puede apostar su vida a que sí.Trevor-Roper negó con la cabeza.—Rattenhuber nunca le creerá —

dijo—. Aunque fuese cierta la historia,

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usted no tiene pruebas para convencerlode que verdaderamente fue eso lo quesucedió. Es su palabra contra la deScholz. A él le bastará con negarlo todo.

El mayor Oughton se encogió dehombros y estrechó la mano delhistoriador echando un último vistazo asu reloj de pulsera.

—Hugh, le diré algo de su reloj, delGirard Perregaux. Es un reloj de genteminuciosa, trabajadora, perfeccionista.Y, sobre todo, es un reloj de gente quesabe mantener la boca cerrada.

Trevor-Roper asintió con la cabezamientras consideraba mentalmenteaquellas palabras.

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—Adiós, amigo, le deseo una largavida y buena suerte.

El americano vio cómo Trevor-Roper entraba en la terminal delaeropuerto y, considerando cumplida sumisión, subió al Citroën DS para ponerrumbo a Herleshausen.

Durante el viaje, Oughton reviviósus horas de insomnio en el HotelTorbräu la noche anterior, después deentregar al coronel Britz. Echado sobrela cama, vestido y con los zapatospuestos, imaginaba el modo en queHeinrich Müller podía chantajear aChristian Scholz. Algo debía de tener,alguna prueba de algún tipo…, pero

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¿cuál?Oughton daba vueltas sobre la cama,

incapaz de llegar a una conclusión.¿Habrían encontrado los ingleses laprueba del chantaje cuando detuvieron aMüller? Quizá lo hiciesen aunque ellosno lo supieran… Desde luego, el MI6 nohabía jugado limpio en todo este caso,sobre todo al callarse el paradero deltestigo Günther Ellmer para nodesviarles a Trevor-Roper y a él delúnico objetivo británico de laoperación: empapelar a Gehlen.

Con todo, el agente de la CIA teníaclaro que la prueba de Müller para suchantaje debía de ser algo de lo que

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nunca se separaba por si se veíaobligado a usarlo. Sin embargo,pensándolo mejor, jamás se lo hubiesellevado consigo cuando fue a entregarseal MI6, puesto que el riesgo de que se loencontrasen era alto. Ahora bien, en elequipaje que Müller entregó a MarieFischer sólo había dinero. ¿Sería laprueba la agenda con las claves queencontró en la caja del dinero? ¿Algotan a la vista? ¿Con unos códigosindescifrables?

Cansado de dar vueltas sobre lacama, el agente de la CIA se incorporópara sentarse y notó un dolor punzanteen el tobillo. Recordó entonces que esa

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tarde, antes de salir a ver al coronelBritz, había ocultado una daga de hojamuy fina debajo del calcetín por siacaso Britz se ponía violento o llamabarefuerzos. Para fijar la daga bien y noherirse en el pie, Oughton habíaadherido la punta del puñal en elcollarín del zapato con un trozo deesparadrapo. El pegamento se habíadesprendido y por eso se había heridocon el arma.

Oughton bajó las piernas de la camay se agachó para quitarse los zapatos.Una imagen se le proyectó en eseinstante en el lugar más recóndito de sumemoria. La imagen de alguien

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quitándose los zapatos. Se incorporó enel mismo momento que consiguiórecordar aquel episodio: Herr Rossler,el portero de la antigua casa de MarieFischer, le contaba cómo HeinrichMüller se cambiaba los zapatos en suapartamento justo antes de salir a cogerel tren para Gelsenkirchen. Aquellaspalabras pasaron ese día por su mentesin dejar rastro. Pero ahora que lopensaba: ¿por qué se había cambiadolos zapatos Heinrich Müller? Dijo quele apretaban porque eran nuevos, perolos zapatos que Oughton vio en la cajade cartón estaban muy desgastados.Además: ¿por qué dejar con las dos

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cajas del dinero y la agenda una terceracaja de cartón que sólo contenía ropa?La respuesta le pareció entoncesevidente: aquella caja no sólo conteníaropa.

En mitad de la noche, el Citroën DSse detuvo frente a la verja del centro derefugiados de Herleshausen bajo unafarola. No llovía pero el clima era frío yhúmedo. El mayor Oughton bajó delcoche y se dirigió a la parte trasera paraabrir el maletero. Dentro había unabolsa de plástico con dos zapatos. Loszapatos que Heinrich Müller dejó aMarie Fischer el día que partió al nortepara entregarse al servicio secreto

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británico.El americano cogió el zapato

izquierdo y retiró la tapa del tacóntirando fuertemente de ella. Incrustadoen un hueco había un pequeño paquetitoenvuelto en papel de estraza. Oughton loabrió con cuidado y ante sus ojosapareció una medallita redonda de unostreinta milímetros de diámetro concuatro círculos concéntricos. El másexterior era dorado y tenía grabada unacorona de flores. El siguiente era blancoy muy fino. El tercero era de color rojoy tenía unas letras doradas con lainscripción: «National-Sozialistische-DAP». El último círculo,

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el más interno, contenía una esvásticanegra sobre fondo blanco.

Aquella medalla era la insignia deoro del Partido Nazi, que fue entregadaa los primeros cien mil miembros delpartido. Sin embargo, esa insignia eraespecial. Oughton le dio la vuelta y vioel número que tenía grabado: el númerouno. El número reservado al Führer, a lainsignia personal de Adolf Hitler.

Cuando esa misma mañana vio lainsignia por primera vez en casa deMarie Fischer, el mayor Oughtonrecordó que Hitler había regalado a laesposa del doctor Goebbels la insigniaque llevaba prendida al pecho. Pero

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también recordó que Heinrich Müllerhabía declarado al MI6 que el ayudantede las SS Otto Günsche le habíaentregado otra insignia al Führer justoantes de salir hacia el Tiergarten lanoche del treinta de abril. La insigniaque Oughton tenía en sus manos era ésa.La que Heinrich Müller retiró delcadáver de Hitler en el Tiergarten paraimpedir su reconocimiento una vezenterrado.

Oughton cerró el maletero y,sonriendo, se guardó la insignia en elbolsillo. Mientras la luna llena tendía sumanto de luz sobre el corazón deAlemania, el agente americano entró en

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el centro de refugiados silbandoTwilight Time , dispuesto a contar unahistoria al jefe de guardaespaldasJohann Rattenhuber.

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Epílogo

Veritasfiliatemporis

(«Laverdad esla hija deltiempo»,

proverbiolatino)

El martes veinticinco de octubre de1955, el ministro de Exteriores británicoHarold Macmillan exonerópúblicamente en la Cámara de los

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Comunes a Kim Philby de la acusaciónde espionaje. El MI6 volvió a emplear aPhilby y lo envió a Beirut en misiónespecial.

Poco después, el uno de abril de1956, hartos de la presión ejercida porel MI6 y el Gobierno británico, losEstados Unidos accedieron a entregar laOrganización Gehlen al Gobiernoalemán. La Organización fue entoncesintegrada en el servicio secreto de laRepública Federal, elBundesnachrichtendienst (BND).Reinhard Gehlen fue nombrado directord e l BND por el Gobierno de KonradAdenauer. Semanas después, John

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Sinclair fue relevado de su cargo dedirector del servicio secreto exteriorbritánico, y sustituido por Dick White.

En ese mismo año, 1956, salió almercado la tercera edición del libro deHugh Trevor-Roper, Los últimos díasde Hitler. En su introducción, el autormencionó por primera vez el rumor de lamuerte de Hitler en el Tiergarten amanos de oficiales alemanes. Estareferencia fue mantenida por Trevor-Roper hasta la última edición del libroen 1995.

El veintitrés de enero de 1963, ymientras el MI6 le investigabaconcienzudamente, Kim Philby

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desapareció en Beirut. Poco después, laUnión Soviética anunció que le concedíaasilo político. Philby recibió en Moscúla Orden de la Bandera Roja por susservicios a la URSS y murió en la capitalsoviética en 1988. Le fue concedidopóstumamente el título de Héroe de laUnión Soviética, la más alta distinciónotorgada a los defensores de la URSS.Interesado por el caso, Hugh Trevor-Roper escribió en 1968 The PhilbyAffair, donde relató la historia del espíasoviético.

Heinz Felfe se mantuvo al frente delservicio de contraespionaje del BNDhasta su arresto el seis de noviembre de

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1961. En 1963 fue acusado deespionaje, juzgado y condenado acatorce años de prisión. En 1969,cuando cumplía el sexto año de condena,Heinz Felfe fue intercambiado por ungrupo de prisioneros condenados en laURSS por espionaje. Felfe trabajódurante algún tiempo para el KGB,aunque pronto fue repudiado ydespreciado por los soviéticos.Posteriormente publicó sus memorias,tituladas Im Dienst des Gegners (Alservicio del enemigo). Murió en Berlínel ocho de mayo de 2008.

La condena por espionaje de Felfesupuso el mayor golpe a la carrera de

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Reinhard Gehlen, y en 1968 fue cesadocomo director del servicio secretoalemán. Cuatro años después, el generalpublicó sus memorias, donde expuso sutesis de que Martin Bormann fue unespía soviético. Hugh Trevor-Roper sehizo eco de esta teoría en el prólogo a laséptima edición de su libro Los últimosdías de Hitler. Publicada en 1995, laséptima edición fue la última en vida delautor, quien falleció en Oxford elveintisiete de enero de 2003.

Tras la excarcelación del ayudantede las SS Otto Günsche no se consiguiódisponer de una versión final de lamuerte del Führer. En 1956, Günsche

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fue entregado a la RepúblicaDemocrática Alemana, donde dio otravez con sus huesos en la cárcel. Afinales de ese mismo año fue finalmenteliberado y expulsado a la RepúblicaFederal de Alemania. Una vez enlibertad, Günsche proporcionó a laprensa su versión de los hechos de lanoche del treinta de abril, que mostrónumerosas incongruencias con la delcriado Heinz Linge y la del jefe de lasjuventudes hitlerianas, Artur Axmann.Tanto Günsche como Linge y Axmannterminaron sus vidas como exitososhombres de negocios. Günsche murió eldos de octubre de 2003; Linge, el nueve

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de marzo de 1980, y Axmann, elveinticuatro de octubre de 1996. Lostres se mantuvieron fieles alnacionalsocialismo y a Hitler hasta elúltimo día de sus vidas. A pesar de lasjugosas ofertas que recibieron, ni OttoGünsche ni el jefe de guardaespaldasJohann Rattenhuber escribieron nuncasus memorias sobre los últimos días enel búnker de la Cancillería.

El informe sobre la muerte de Hitlerque Stalin encargó a su servicio secreto,e l NKVD, fue elaborado a partir de losinterrogatorios al criado Heinz Linge yal ayudante de las SS Otto Günsche. Elinforme fue clasificado como alto

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secreto y se prohibió su difusión. En1959, el sucesor de Stalin, NikitaKhrushchev, ordenó que una copia deldocumento fuese guardada en losarchivos del partido en Moscú, y allípermaneció hasta que en 2005 fuepublicado por John Murray en el ReinoUnido y Public Affairs Press en losEstados Unidos. En el informe del NKVDse afirmaba que Hitler se disparó en lasien la tarde del treinta de abril. Elservicio secreto soviético guardó eltrozo de cráneo con el agujero de balaencontrado en 1946. El resto delcadáver del Führer fue incinerado yarrojado a una alcantarilla.

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En 1965, un cartero llamado AlbertKrumnow declaró a la prensa que en1945 había enterrado los cadáveres deMartin Bormann y el doctor LudwigStumpfegger con ayuda de un compañeroen las proximidades de la estación deLehrter. La policía berlinesa excavó enla zona pero no encontró nada. Sieteaños más tarde, el siete de diciembre de1972, un grupo de operarios quetrabajaba en una zanja en BerlínOccidental encontró los restos de doscadáveres a unos diez metros del lugarindicado por Krumnow. Gracias a losregistros dentales, uno de los cuerposfue identificado como el de Martin

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Bormann y, así, un año después, fuedeclarado oficialmente fallecido por untribunal de la República Federal deAlemania. En 1998 se practicó unanálisis de ADN a los restos encontradosen 1972 que confirmó la conclusión deltribunal. El caso Bormann quedócerrado definitivamente.

En cambio, nunca se supo nada deHeinrich Müller. La CIA abrió undossier sobre el jefe de la Gestapo en elgrupo de ficheros 263 sobre criminalesde guerra nazis y japoneses. El informeMüller incluía información desconocidapara la opinión pública, como lapresencia en Berlín en abril de 1945

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junto a Müller de un oscuro individuollamado Christian Scholz, de cuyoparadero, al igual que del de Müller,nunca se tuvo noticia. La CIA mencionóen su informe que tanto Scholz comoMüller debían de tener una razón muypoderosa para permanecer en Berlín afinales de abril de 1945, pero esa razónera desconocida. En el informe de la CIAse recoge también que en 1963 unamisteriosa mujer no relacionada conMüller compró una lápida a nombre deldirector de la Gestapo en un cementeriode Berlín Occidental. El serviciosecreto estadounidense concluyó queeste hecho quizá no fuese más que un

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intento de ocultar el empleo de Müllerpor parte del servicio secreto soviético,haciendo creer a todos que había muertoen el Oeste. Los rumores acerca de lautilización de Müller por parte de la CIAsiguieron siendo alimentados por partesinteresadas. Finalmente, el presidente delos Estados Unidos George W. Bushautorizó, el veintitrés de abril de 2001,la desclasificación del informe Müller,en cumplimiento de la Ley dedivulgación de crímenes de guerra nazis.Un análisis del informe Müller de la CIApuede ser leído en la página web de losarchivos del Gobierno de los EstadosUnidos[*]. Ningún otro Gobierno del

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mundo ha divulgado ningún dossier nidocumento acerca del antiguo jefe de laGestapo.

A finales de 2009, Moscú autorizópor primera vez el acceso al Archivodel Estado Ruso a un grupo deinvestigadores estadounidenses paraestudiar los restos del cráneo de Hitlercon el agujero de bala que el serviciosecreto ruso conservaba desde 1946. Eltrozo de cráneo fue analizado por unequipo de arqueólogos de laUniversidad de Connecticut. Laimpresión inicial de los arqueólogos fueque el cráneo pertenecía a una mujer deentre veinte y cuarenta años. Para mayor

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seguridad se realizaron unas pruebas deADN, que confirmaron que los restoseran, efectivamente, de una mujer. Losprincipales medios de comunicación detodo el mundo se hicieron eco de lasconclusiones de los estudios. Elhistoriador Antony Beevor firmó unatribuna de debate sobre el asunto en elNew York Times el diez de octubre de2009, y en Alemania Der Spiegelpublicó un especial en la edición delocho de diciembre. El Gobierno rusodesmintió inmediatamente la noticia. Sinembargo, hasta la fecha, no ha vuelto aautorizar la realización de nuevaspruebas a ningún investigador.

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Lista de personajeshistóricos

A continuación se incluye una relaciónde los principales personajes históricosque aparecen en la novela:

Adenauer, Konrad. Político alemán.Primer Canciller de la RepúblicaFederal de Alemania. En el cargodesde 1949 hasta 1963.Angleton, James Jesus. Directordel servicio de contraespionaje de la

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CIA. En el cargo desde 1954 hasta sudimisión en 1975.Axmann, Artur. Jefe de lasjuventudes hitlerianas desde 1940hasta 1945. Detenido por los aliadosen diciembre de 1945, mientrasorganizaba un movimiento naziclandestino.Beria, Lavrentiy Pavlovich.Director del servicio secretosoviético, el NKVD.

Bormann, Martin. Secretario deAdolf Hitler y ministro del PartidoNazi.Burgdorf, Wilhelm. General del

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ejército alemán. Comandante delEstado Mayor del ejército alemándurante la Segunda Guerra Mundial.Canaris, Almirante Wilhelm.Director del Abwehr, servicio deinteligencia del ejército alemán.Dulles, Allen Welsh. Primerdirector de la CIA, el serviciosecreto de los Estados UnidosEisenhower, Dwight David.Presidente de los Estados Unidosentre 1953 y 1961.Fegelein, Hermann. Tenientegeneral de las SS. Ocupó el cargo deenlace entre el jefe de las SS,

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Heinrich Himmler, y el Führer,Adolf Hitler. Casado con Gretl,hermana de Eva Braun, la amante deAdolf Hitler.Felfe, Heinz. Teniente de las SS.Durante la Segunda Guerra Mundialfue agente del servicio secreto nazi.Después de la guerra trabajó para elMI6. Fue despedido y contratadomás tarde por la OrganizaciónGehlen, donde ocupó el cargo dedirector de contraespionaje.Foote, Alexander. Agente británico,infiltrado en el servicio secretosoviético. Miembro de la Red Lucy,grupo de espías soviéticos. Después

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de la Segunda Guerra Mundialestuvo un tiempo en el bloquesoviético hasta su retorno al Oesteen 1946.Gehlen, Reinhard. General delejército alemán. Durante la SegundaGuerra Mundial sirvió comoresponsable de inteligencia delFrente Oriental. Fundador y directorde la Organización Gehlen, red deespías alemanes en el bloquesoviético.Goebbels, Joseph. Político alemán,miembro del partidonacionalsocialista y ministro dePropaganda de Alemania entre 1933

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y 1945.Günsche, Otto. Mayor de las SS.Ayudante de las SS de Adolf Hitler.Prisionero de la URSS en Berlín enmayo de 1945.Heydrich, Reinhard. General de lasSS. Primer director del Servicio deSeguridad del Reich, el RSHA.Asesinado en Praga por un comandocheco.Himmler, Heinrich. Reichsführer delas SS, jefe de policía y ministro delInterior del Tercer Reich. Se suicidóen poder de los británicos elveintitrés de mayo de 1945.

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Hitler, Adolf . Führer del TercerReich.Högl, Peter. Teniente coronel de lasSS. Miembro del RSD, cuerpo deguardaespaldas de Adolf Hitler.Murió de un disparo en la cabezacuando intentaba huir de Berlín lanoche del uno al dos de mayo de1945.Höttl, Wilhelm. Teniente coronel delas SS. Durante la guerra, agente decontraespionaje del RSHA. Empleadomás tarde por el servicio deinteligencia de los Estados Unidos.Hummel, Helmut von. Ayudante

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personal de Martin Bormann.Kaltenbrunner, Ernst . TenienteGeneral de las SS. Sucedió aReinhard Heydrich como directordel Servicio de Seguridad del Reich,el RSHA. Director de la INTERPOL.

Kopkow, Horst. Mayor de las SS.Agente del RSHA durante la SegundaGuerra Mundial. Más tardeempleado por el MI6.Krebs, Hans. General de infanteríadel ejército alemán durante laSegunda Guerra Mundial.Comandante del Estado Mayor delejército alemán. Antes de la guerra,

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subagregado militar en la embajadaalemana en Moscú.Kvap, Sasha. Agente del serviciosecreto soviético, el NKVD. Infiltradoen el Estado Mayor del ejércitoalemán. Asesinado por el KGB en1955.Linge, Heinz. Teniente coronel delas SS. Criado de Adolf Hitler.Hecho prisionero por los soviéticosen mayo de 1945.Misch, Rochus. Sargento mayor delas SS. Guardaespaldas, correo yresponsable de la centralita delbúnker de la Cancillería. Hecho

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prisionero por los soviéticos enmayo de 1945.Müller, Heinrich. General dedivisión de las SS y jefe de lapolicía secreta alemana (Gestapo).Desaparecido en Berlín en los díasde la capitulación al Ejército Rojo.Philby, Harold Adrian Russell«Kim». Miembro del serviciosecreto británico, MI6.Rattenhuber, Johann. General dedivisión de las SS y responsable delRSD, cuerpo de guardaespaldas deAdolf Hitler. Hecho prisionero porlos soviéticos en mayo de 1945.

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Rositzke, Harry. Agente delservicio secreto estadounidense, CIA.Entre 1952 y 1954 encargado de lared de información europea sobre laURSS. Entre 1954 y 1956 responsablede adiestramiento de agentes. En1957 se trasladó a Nueva Delhi paradirigir las operaciones contraobjetivos soviéticos, chinos ytibetanos.Schenck, doctor Ernst-Günther.Médico alemán, responsable delhospital habilitado en la Cancilleríade Berlín en 1945. Hecho prisioneropor los soviéticos en mayo de 1945.Sinc lair, Sir John Alexander.

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General del ejército británico. Suúltimo cargo como militar fue el deresponsable del servicio deinteligencia del War Office. Directordel servicio secreto exteriorbritánico, el MI6, desde 1953.Stalin, Iósif Vissarionovich.Dictador de la Unión Soviética.Primer Secretario del ComitéCentral del Partido Comunista de laUnión Soviética y Presidente delConsejo de Ministros de la URSS.

Stumpfegger, doctor Ludwig .Médico de las SS y cirujanopersonal de Adolf Hitler.

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Trevor-Roper, Hugh Redwald .Lord Dacre. Historiador británico.Profesor de Oxford. Autor denumerosos ensayos históricos. Entreellos, Los últimos días de Hitler.White, Sir Dick Goldsmith. Agentedel servicio de inteligencia interiorbritánico, el MI5. Director del MI5desde 1953.

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ANTONIO MANZANERA (Murcia,1974). Doctor en Economía, Licenciadoen Derecho y Ciencias Empresarialespor la Universidad Pontificia deComillas (ICADE) y MBA por INSEAD(Fontainebleau).

Economista de carrera en el Banco de

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España y anteriormente consultor enMcKinsey & Company, es Director deSavior Venture Capital, firma deservicios de capital riesgo especializadaen desarrollo de negocio yasesoramiento financiero a startups yemprendedores. Con Savior VentureCapital ha participado en numerososproyectos empresariales en España,colaborando para ello con entidades decapital riesgo y la UniversidadPolitécnica de Madrid, de cuyoprograma de creación de empresasSavior Venture Capital es patrocinador.

Asimismo, es profesor en distintasescuelas de negocio y un reconocido

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conferenciante sobre capital riesgo yemprendimiento empresarial en distintosforos y organizaciones.

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Notas

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[*]

http://www.archives.gov/iwg/declassified-records/rg-263-cia-records/rg-263-mueller.html <<