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Sanamos del mismo modo que nos consolamos; en nuestro corazón no hay nada que pueda

hacernos llorar y amar siempre.

LA BRUYÈRE

Caracteres, cap. IV, Del Corazón

I

Madeleine de Gouvres acababa de llegar alpalco de la Sra. Lawrence. El general de Buivrespreguntó:

—¿Qué caballeros la acompañan esta noche?¿Avranches, Lepré?…

—Avranches sí —contestó la Sra. Lawrence—.Lepré, no me he atrevido.

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Y añadió señalando a Madeleine:—Tiene gustos tan difíciles, y como casi

habría supuesto hacerle conocer a alguiennuevo…

Madeleine protestó. Había coincidido variasveces con el Sr. Lepré, le parecía encantador; undía hasta había almorzado en casa de Madeleine.

—En cualquier caso —concluyó la Sra.Lawrence— no se pierde gran cosa; Lepré esmuy simpático pero no es nada del otro mundo,y desde luego no es hombre para la mujer másmimada de París. Me doy cuenta perfectamentede que las amistades que frecuenta usted hacenque sea exigente.

Lepré es muy simpático pero totalmenteinsignificante, ésa fue la opinión de todo elmundo. Madeleine se dio cuenta de que no eradel todo la suya y se sorprendió; pero como laausencia de Lepré tampoco la decepcionabatanto, no llegó a preocuparse por la simpatía que

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sentía. En la sala las miradas se habían vueltohacia ella; algunos amigos ya se acercaban parasaludarla y agasajarla. No era nada nuevo paraella, y sin embargo, con la oscura clarividenciade un jockey durante la carrera o de un actordurante la representación, aquella noche sentíaque su triunfo era más fácil y más rotundo quede costumbre. Sin una joya, con la pechera de tulamarillo cubierta de catleyas, había prendidotambién en su melena morena algunas catleyasque suspendían pálidas guirnaldas de luz de esatorre sombría. Fresca como sus flores y pensati-va como ellas, el encanto polinesio de su peina-do hacía pensar en la Mahénu de Pierre Loti yReynaldo Hahn. En seguida la indiferencia com-placida con la que observaba sus encantos deaquella noche en los ojos deslumbrados que losreflejaban con una fidelidad absoluta se entre-mezcló con el pesar de que Lepré no la hubieravisto así.

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—Cuánto le gustan las flores —exclamó laSra. Lawrence mirando su pechera.

Sí que le gustaban, en el sentido trivial deque sabía lo hermosas que son y lo hermosa quela hacen a una. Le gustaba su belleza, su alegría,y también su tristeza, pero superficialmente,como una manifestación más de su belleza.Cuando ya no estaban frescas las tiraba como unvestido deslucido. De repente, durante el primerentreacto, Madeleine distinguió a Lepré en laplatea, y unos instantes más tarde el general deBuivres, el duque y la duquesa de Aleriouvres sedespidieron, dejándola sola con la Sra. Lawrence.Madeleine vio que Lepré hacía que le abrieran elpalco.

—Sra. Lawrence —dijo—, ¿me permite quepida al Sr. Lepré que se quede aquí, visto que estásolo en la platea?

—Por supuesto, y más aún porque voy atener que irme dentro de poco, querida; recor-

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dará que me dio su permiso. Robert está algoenfermo. ¿Quiere usted que se lo diga a Lepré?

—No, prefiero hacerlo yo.Durante el entreacto Madeleine dejó que

Lepré hablara todo el rato con la Sra. Lawrence.Asomada al palco, observaba la sala y casi fingíano hacerles caso, pues estaba segura de quepodría disfrutar más de su presencia luego, cuan-do estuviera a solas con él.

La Sra. Lawrence salió para ir a ponerse elabrigo.

—Le invito a quedarse conmigo duranteeste acto —dijo Madeleine con una cortesía indi-ferente.

—Es usted muy amable, señora, pero nopuedo, tengo que irme.

—Pero voy a quedarme sola —dijoMadeleine con insistencia; y de repente, comoqueriendo poner en práctica de forma casiinconsciente la máxima de coquetería contenida

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en la famosa frase: «Si no te quiero, me quieres»,se corrigió:

—No, tiene usted razón, y si le están espe-rando no se retrase. Adiós, caballero.

Trataba de compensar con una sonrisa afec-tuosa la dureza que le parecía implícita en aque-lla despedida. Pero dicha dureza sólo se debía aldeseo violento de que no se fuera y a la amargu-ra de su desilusión. Dirigido a cualquier otro,aquella recomendación de que se fuera habríasido amable.

La Sra. Lawrence volvió:—Entonces se va; me quedo con usted para

que no esté sola. ¿Se ha despedido afectuosamen-te de Lepré?

—¿Despedido?—Creo que al final de esta semana parte para

un largo viaje por Italia, Grecia y Asia menor.Un niño que respira desde su nacimiento y

que nunca se ha fijado en ello no sabe lo esencial

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que es para su vida el aire que llena su pecho contanta suavidad que ni siquiera se da cuenta. ¿Y sidurante un ataque de fiebre, en una convulsión,se ahoga? En el esfuerzo desesperado de su sercasi se debate por vivir, por la tranquilidad per-dida que sólo recobrará con el aire del que no lasabía indisociable.

Del mismo modo, sólo en el momento enque se enteró de la partida de Lepré, con la queno contaba, Madeleine se dio cuenta, al sentirtodo lo que le arrancaban, de lo que había entra-do en ella. Y miraba a la Sra. Lawrence con unabatimiento triste y suave sin mayor resenti-miento que el que siente por el asma que no ledeja respirar el pobre enfermo que se está aho-gando, y que a través de los ojos llenos de lágri-mas sonríe a las personas que se compadecen deél sin poderle ayudar. De repente se levantó.

—Vamos, querida amiga, no quiero quevuelva tarde por mí.

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Mientras se ponía el abrigo vio a Lepré y,angustiada ante la idea de que se fuera sin volvera verle, bajó con rapidez.

—Siento que el Sr. Lepré haya podidosuponer que no me agrada, sobre todo si va amarcharse.

—Pues nunca ha dicho nada de eso —replicóla Sra. Lawrence.

—Pues sí, si usted lo supone, él también losupondrá.

—Pues no, en absoluto.—Pues sí, se lo digo yo —contestó Madeleine

con dureza. Y al llegar a la altura de Lepré:—Señor Lepré, le espero a cenar el jueves a

las ocho.—El jueves estoy ocupado, señora.—¿Entonces el viernes?—También estoy ocupado.—¿El sábado?—De acuerdo, el sábado.

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—Pero querida, se olvida usted de que elsábado tiene una cena en casa de la princesa deAvranches.

—No importa, diré que no voy.—¡Oh! Por mí no lo haga, señora —dijo

Lepré.—Quiero hacerlo —exclamó Madeleine

fuera de sí—. De ningún modo iría a casa deFanny. Nunca tuve la intención de ir.

Ya en casa, recordó los acontecimientos dela velada mientras se desvestía poco a poco. Alllegar al momento en que Lepré se había negadoa quedarse con ella durante el último acto,Madeleine se sintió humillada y se ruborizó.Después de aquello, la coquetería más elementaly la dignidad más estricta le imponían compor-tarse con una frialdad absoluta. ¡Y en cambio,aquella triple invitación en las escaleras!Indignada, levantó la cabeza con orgullo y se viotan hermosa en el fondo del espejo que ya no le

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cupo ninguna duda de que acabaría amándola.Sólo algo inquieta y triste por su inminente par-tida, se imaginaba el amor que Lepré había que-rido esconderle, no sabía por qué. Iba a declarár-selo, tal vez con una carta, de un momento aotro, y sin duda iba a retrasar su partida, acabaríapartiendo con ella… ¿Cómo? Mejor no pensar enello. Pero veía su hermoso rostro enamoradoacercándose al suyo, pidiéndole perdón. «¡Malo!»,le decía. Pero también era posible que aún no laamara; que se fuera sin haber tenido tiempo paraenamorarse de ella… Triste, inclinó la cabeza, ysu mirada fue a parar a la mirada aún más lan-guideciente de las flores marchitas de su pecheraque bajo sus párpados mustios parecían estar apunto de llorar. La idea de lo poco que habíadurado su sueño sin tener conciencia de serlo, delo poco que duraría su felicidad si alguna vez lle-gaba a realizarse, se asoció en su mente a la tris-teza de aquellas flores que, antes de morir, lan-

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guidecían sobre el corazón que habían sentidolatir a causa de su primer amor, su primerahumillación y su primera tristeza.

Al día siguiente no quiso otras en su cuartogeneralmente repleto y brillante del esplendorde las rosas recién cortadas.

Cuando la Sra. Lawrence llegó a su casa, sedetuvo ante los jarrones en los que las catleyas seestaban muriendo, despojadas de belleza, porunos ojos sin amor.

—¿Cómo es posible, querida, con lo muchoque le gustan las flores?

«Me parece que sólo han empezado a gustarmehoy», iba a responder Madeleine, pero se calló porla molestia de tener que dar explicaciones y porquesentía que hay realidades que no pueden compren-der los que no las sienten ya en su interior.

Se contentó con sonreír amablemente alreproche. La sensación de que todos, y tal vez elmismo Lepré, ignoraban esta nueva vida, daba a

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su orgullo una satisfacción insólita y triste. Letrajeron las cartas; tuvo un ademán de decepciónal no encontrar una de Lepré. Calculando enton-ces la distancia entre lo absurdo de su decepción,cuando Lepré no había alimentado su esperanzani lo más mínimo, y la intensidad muy real ymuy cruel de esa decepción, comprendió que yano vivía únicamente de la vida de los aconteci-mientos y los hechos. El velo de las mentirasempezaba a desplegarse ante sus ojos y era impo-sible prever cuánto podía durar así. Ya sólo veríalas cosas a través de ese velo, y sobre todo, talvez, las que habría querido conocer y vivir de laforma más auténtica y parecida al modo en que lasvivía Lepré, las que tenían que ver con él.

Sin embargo le quedaba una esperanza deque hubiera mentido, de que su indiferenciafuera fingida: por la opinión unánime sabía queera una de las mujeres más hermosas de París,que la reputación de ser inteligente, brillante y

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elegante, y su gran posición social hacían aúnmás atractiva su belleza. Por otra parte, a Leprése le consideraba un hombre inteligente, artista,muy amable, muy buen hijo, pero poco solicita-do, y nunca había tenido éxito con las mujeres;la atención que le dedicaba debía de parecerlealgo inverosímil e inesperado. Madeleine se sor-prendía y esperaba…

II

Aunque había bastado un instante para quesubordinara a Lepré todos los intereses y todoslos afectos de su vida, Madeleine no dejaba depensar, y su juicio se veía reforzado por el juiciode todos, que, sin ser antipático, Lepré valíamenos que los hombres brillantes que habían

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consolado su viudedad viniéndola a ver variasveces al día durante los cuatro años que habíanpasado desde la muerte del marqués de Gouvres,y que eran el más preciado adorno de su vida.

Era bien consciente de que a pesar de todola inclinación inexplicable que le hacía ver aLepré como un ser único no lo ponía al mismonivel que los demás. Las razones de su amordependían de ella, y si también dependían unpoco de él, no tenían que ver con su superioridadintelectual, ni siquiera con su superioridad física.Precisamente porque le amaba, ningún rostro,ninguna sonrisa y ningún porte le resultaban tanagradables como los suyos; no le amaba porquesu rostro, su sonrisa y su porte fueran más agra-dables que otros. Conocía a hombres más gua-pos, con más encanto, y lo sabía.

De este modo, cuando entró en el salón deMadeleine el sábado a las ocho y cuarto, Leprétuvo que hacer frente a la vez, sin darse cuenta, a

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la amiga más apasionada y al adversario más cla-rividente. Si su belleza estaba armada para ven-cerle, su ingenio no lo estaba menos para juzgar-le; estaba dispuesta a recoger, como una floramarga, el placer de considerarle una personamediocre y ridículamente desproporcionada alamor que sentía por él. ¡No era por prudencia! yse daba cuenta de que siempre volvería a caer enla red encantada, de que las mallas que su ingeniodemasiado incisivo rompiera mientras Lepréestaba allí las repararía su hábil imaginación encuanto se fuese.

En efecto, cuando Lepré entró Madeleine secalmó de repente; al darle la mano, parecía quelo dejaba sin poder alguno. Ya no era el déspotaúnico y absoluto de sus sueños, sino sólo unaagradable visita. Charlaron; entonces se desvane-cieron todos sus prejuicios. En su amabilidaddelicada y en la precisión audaz de su inteligenciaencontraba razones que aunque no justificaban

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del todo su amor, al menos lo explicaban, aunquesólo fuera un poco, y al mostrarle que corres-pondía a algo real hacía que sus raíces crecierany se fortalecieran. Además se dio cuenta de queera mucho más apuesto de lo que pensaba, conuna figura estilo Luis XIII, delicada y noble.

Todos sus recuerdos artísticos relacionadoscon los retratos de aquella época se asociaron apartir de entonces a sus pensamientos sobre aquelamor, dándole una vida nueva al hacerle entraren el sistema de sus gustos artísticos. Pidió que letrajeran desde Ámsterdam la fotografía del retra-to de un joven que se le parecía.

Se lo encontró unos días más tarde. Su madreestaba bastante enferma, su viaje se había retrasa-do. Madeleine le contó que ahora tenía en lamesa un retrato que le hacía pensar en él. Leprése mostró agradecido, pero con frialdad. Ello laapenó profundamente, aunque se consoló pen-sando que si no se había alegrado por aquel deta-

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lle al menos no le había pasado desapercibido.Amar a un patán que no se hubiera dado cuentahabría sido aún más cruel. Entonces, reprochán-dole interiormente su indiferencia, quiso volvera ver a los hombres que estaban enamorados deella, con los cuales había sido indiferente ycoqueta, para mostrarles la compasión ingeniosay tierna que como poco habría querido recibirde Lepré. Pero al verlos todos tenían el horribledefecto de no ser él, y su presencia no hacía másque irritarla. Le escribió, pasó cuatro días sin res-ponder, luego llegó una carta que a cualquierotra le habría parecido amable, pero que la deses-peró. Decía:

«Mi madre está mejor, me voy dentro detres semanas; hasta entonces mi vida está muyllena, pero intentaré pasar una vez a presentarlemis respetos».

Tal vez fue por los celos hacia todo lo que«llenaba su vida» y le impedía entrar en ella, o

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por el pesar por su partida y porque sólo fuera avenir una vez hasta entonces, o incluso más porel pesar de que antes de su partida no sintiera lanecesidad de ir a verla diez veces al día: el caso esque no consiguió quedarse en casa, se puso unsombrero a toda prisa y salió a pie, caminandoveloz por las calles que llevaban a casa de Lepré,con la esperanza absurda de que gracias a unmilagro con el que contaba fuera a aparecer a lavuelta de la esquina, radiante de amor, y de quese lo explicaría todo con una mirada. De prontolo vio caminando, hablando alegremente con unosamigos, pero entonces se avergonzó, creyó queadivinaría que estaba buscándole, y entró repen-tinamente en una tienda. En los días sucesivosno le volvió a buscar y evitó los lugares en losque podría encontrárselo, como un último gestode coquetería frente a Lepré y de dignidad fren-te a sí misma.

Una mañana estaba sola, sentada en las

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Tullerías, en la terraza del Bord de l’Eau. Dejabaflotar su pena, la dejaba extenderse, relajarse conmayor libertad hasta el horizonte dilatado, reco-ger flores, elevarse con las malvarrosas, con lossurtidores y las columnas, galopar tras los drago-nes que salían del barrio de Orsay, ir a la derivasobre el Sena, y planear con las golondrinas en elcielo pálido. Habían pasado cinco días desde laamable carta que la había apenado. De repente vioel caniche blanco y gordo de Lepré, a quien éstedejaba salir solo cada mañana. Ella había brome-ado, le había dicho que un día se lo robarían. Elanimal la reconoció y se acercó. Las ganas locasde ver a Lepré, que reprimía desde hacía cincodías, la invadieron por completo. Cogió al ani-mal en brazos y, entre las sacudidas de sus sollo-zos, lo abrazó un buen rato con todas sus fuer-zas, luego deshizo el ramo de violetas que lleva-ba en la pechera, se lo ató en el collar y le dejómarcharse.

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Pero tranquila tras la crisis, y también rela-jada, con mejor aspecto, sintió que su despechose desvanecía poco a poco, que junto al bienestarfísico le volvía algo de alegría y esperanza, que leimportaba la vida y la felicidad. Quedaban dieci-siete días para la partida de Lepré; le escribió paraque viniera a cenar al día siguiente, disculpándo-se por no haberle contestado antes, y pasó unatarde bastante agradable. Por la noche tenía quecenar fuera; en la cena iba a haber muchos hom-bres, artistas y deportistas que conocían a Lepré.Quiso enterarse de si tenía una amante, una ata-dura cualquiera que le impidiera acercarse a ella,que explicara su extraña conducta. Si se enterabasufriría mucho, pero al menos sabría la verdad, ytal vez podía esperar que con algo de tiempo subelleza acabara imponiéndose. Salió de casadecidida a preguntar en seguida, pero luego,dominada por el miedo, no se atrevía. En el últi-mo momento, lo que la impulsó a hacerlo no fue

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tanto el deseo de saber la verdad como la urgen-cia de hablar de Lepré a los demás y el encantotriste de evocarlo en vano por todas partes cuan-do él no estaba. Tras la cena, dijo a dos hombresque estaban cerca de ella y que hablaban de todocon bastante libertad:

—Díganme, ¿conocen bien a Lepré?—Le vemos todos los días desde siempre,

pero no somos muy amigos.—¿Es un tipo encantador?—Sí, es un tipo encantador.—Bueno, tal vez puedan decirme… no se

crean obligados a hablar bien de él, pues se tratade algo realmente importante para mí. Hay unajoven a la quiero con todo mi corazón y quetiene cierta inclinación hacia él. ¿Es alguien conquien una podría casarse sin temor?

Por un instante sus dos interlocutores pare-cieron incómodos.

—No, es algo imposible.

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Muy valiente, Madeleine continuó para ter-minar cuanto antes:

—¿Acaso tiene una relación desde hacemucho?

—No, pero de todos modos es imposible.—Díganme de qué se trata, díganmelo, se

lo ruego.—No.—Pero bueno, al fin y al cabo es mejor que

lo sepa, o podría imaginarse algo peor o algoridículo.

—Bueno, es lo siguiente, y creo que dicién-dolo no le hacemos ningún daño a Lepré; paraempezar, usted no se lo dirá a nadie; ademástodo París lo sabe y en cuanto al matrimonioLepré es demasiado honesto y respetuoso paraplanteárselo. Es un tipo encantador, pero tieneun vicio. Le gustan las mujeres inmundas que serecogen del fango, y le gustan con locura; a vecespasa la noche en las afueras o en los bulevares de

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la periferia, arriesgándose a que le maten un día,y no sólo le gustan con locura, sino que ademássólo le gustan ellas. La mujer más encantadora dela alta sociedad o la joven más ideal le resultancompletamente indiferentes. Ni siquiera es capazde fijarse en ellas. Sus placeres, sus preocupacio-nes y su vida están en otra parte. Los que no leconocían bien decían en otros tiempos que, dadosu carácter exquisito, un gran amor podría apar-tarle de su vicio. Pero para ello haría falta quefuera capaz de sentirlo, y es incapaz. Su padre yaera así, y la única razón por la que no sucederálo mismo con sus hijos es que no los tendrá.

A las ocho de la tarde siguiente anunciarona Madeleine que el Sr. Lepré estaba en el salón.Entró; las ventanas estaban abiertas, aún nohabían encendido las lámparas y la estaba espe-rando en el balcón. No lejos de allí algunas casasrodeadas de jardines descansaban en la luz suavede la tarde, lejana, oriental y religiosa como si

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fuera Jerusalén. La luz cálida y tenue daba a cadaobjeto un valor completamente nuevo que eracasi conmovedor. En medio de la calle oscurauna carretilla llena de luz conmovía, al igual que,un poco más lejos, el tronco sombrío y ya noc-turno de un castaño bajo su copa que aún baña-ban los últimos rayos de sol. Al final de la ave-nida, el sol poniente se curvaba gloriosamentecomo un arco de triunfo engalanado de tonosdorados y vegetación celeste. En una ventanacercana se veían cabezas que leían con unasolemnidad familiar. Al acercarse a Lepré,Madeleine sintió que la suavidad tranquila detodas aquellas cosas hacía que su corazón se lan-guideciera, ablandándolo y entreabriéndolo, ytuvo que contener las lágrimas.

Con todo, Lepré, que aquella tarde parecíamás guapo y más amable, tuvo con ella atencio-nes de una delicadeza que hasta entonces nohabía mostrado. Luego hablaron de cosas serias,

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y por primera vez Madeleine se dio cuenta de losuperior que era su inteligencia. Si en la altasociedad no gustaba, era precisamente porque lasverdades que buscaba estaban por encima delhorizonte visual de la gente refinada y que lasverdades de las mentes superiores se consideranerrores ridículos aquí abajo. Además, del mismomodo que el sol colorea con gracia las altas cum-bres, a veces su bondad les daba un encanto poé-tico. Y fue tan amable con ella, se mostró tanagradecido por su bondad, que al darse cuenta deque nunca le había amado tanto, y habiendorenunciado a la esperanza de ver su amor corres-pondido, de repente entrevió con alegría la espe-ranza de una relación meramente amistosa que lepermitiría verle todos los días; le expuso el plancon ingenio y alegría. Pero Lepré decía que esta-ba muy ocupado, que no podía disponer de másde un día cada dos semanas. Madeleine le habíadicho lo suficiente para que comprendiera que le

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amaba, si hubiera querido comprender. Y Lepré,por tímido que fuera, habría dicho algo amisto-so, aunque fuera muy poco, si hubiera sentidouna sombra de afecto por ella. Su mirada enfer-ma estaba tan fija en él que lo habría captado deinmediato, saciándose con avidez. Quiso inte-rrumpir a Lepré, que seguía hablando de sus díastan ocupados, de su vida tan llena, pero de repen-te su mirada penetró en el corazón de su adver-sario con tanta profundidad como habría podidopenetrar en el horizonte infinito del cielo que seextendía ante ella, y se dio cuenta de lo inútilesque eran las palabras. Se calló, y luego dijo:

—Sí, comprendo, está muy ocupado.Y hacia el final de la velada, al despedirse,

cuando Lepré le dijo:—¿Podré venir a despedirme de usted?Le respondió dulcemente:—No, querido, estoy algo ocupada, creo que

es mejor dejarlo así.

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Esperó a que Lepré dijera algo; no lo hizo, yvolvió a hablar:

—Adiós.Después esperó una carta, en vano. Entonces

le escribió diciéndole que prefería ser sincera, quehabía podido darle la impresión de que le gusta-ba, pero no era verdad, y que prefería no verletan a menudo como le había pedido impruden-temente por mera cortesía.

Lepré le contestó que en realidad nuncahabía imaginado que se tratara de algo más quede su proverbial amabilidad, de la que nuncahabía querido abusar hasta el punto de ir amolestarla tan a menudo.

Entonces Madeleine le escribió diciéndoleque le amaba, que nunca amaría a otro. Él le con-testó diciéndole que bromeaba.

Madeleine dejó de escribirle, pero al princi-pio seguía pensando en él. Luego también dejóde hacerlo. Dos años más tarde, cansada de su

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viudedad, se casó con el duque de Mortagne, queera apuesto e inteligente, y que hasta la muertede Madeleine, es decir, durante más de cuarentaaños, embelleció su vida con un prestigio y unafecto a los que no se mostró indiferente.