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POLIS. Revista de ideas y formas políticas de la Antigüedad Clásica 18, 2006, pp. 115-137. EL IMPERIO EN EL SIGLO L RELEYENDO A MAZZARINO Luís A. García Moreno Universidad de Alcalá En la ciudad italiana de Ñola, en Campania, arropado por antiguos ve- teranos desmovilizados tras Accio, moría Octavio, el primer Augusto y Em- perador de Roma, el diecinueve de agosto del año 14 de nuestra era. El Emperador había sido siempre un hipocondriaco enfermizo, pero como los de su especie había logrado enterrar a casi todos los de su generación, y a algunos mal. En el momento de su fallecimiento a Octavio tan sólo le fal- taban treinta y tres días para cumplir los setenta y siete años, una edad más que respetable para un hombre que había vivido desde casi su adolescencia tremendas tensiones y responsabiUdades, y recorrido el Mundo mediterrá- neo de uno a otro confín. Y a pesar de todo, en su lecho de muerte, Augusto todavía tuvo un rasgo de sereno humor para la posteridad. Pues cuenta su biógrafo Suetonio que, dirigiéndose a quienes le atendían a su vera. Octavio pidió un espejo. Y mirándose en él con la mayor concentra- ción de que era capaz preguntó a sus íntimos «si había representado bien el papel de su vida» \ Ignoramos la respuesta. Posiblemente no hubo nin- guna, y seamos los historiadores quienes debamos darla. Falsa o no la anécdota, lo cierto es que obedecía a un pensamiento ampliamente compartido por las gentes cultas de la época, imbuidas de Filosofía helenística. Según éste los seres humanos en última instancia no regían sus propios destinos, sino que éstos eran gobernados por el azar. Y ante el caprichoso juego de la Fortuna lo único que podía hacer el hombre, Suet., Augustus, 99. 115

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POLIS. Revista de ideas y formas políticas de la Antigüedad Clásica 18, 2006, pp. 115-137.

EL IMPERIO EN EL SIGLO L RELEYENDO A MAZZARINO

Luís A. García Moreno Universidad de Alcalá

En la ciudad italiana de Ñola, en Campania, arropado por antiguos ve­teranos desmovilizados tras Accio, moría Octavio, el primer Augusto y Em­perador de Roma, el diecinueve de agosto del año 14 de nuestra era. El Emperador había sido siempre un hipocondriaco enfermizo, pero como los de su especie había logrado enterrar a casi todos los de su generación, y a algunos mal. En el momento de su fallecimiento a Octavio tan sólo le fal­taban treinta y tres días para cumplir los setenta y siete años, una edad más que respetable para un hombre que había vivido desde casi su adolescencia tremendas tensiones y responsabiUdades, y recorrido el Mundo mediterrá­neo de uno a otro confín. Y a pesar de todo, en su lecho de muerte, Augusto todavía tuvo un rasgo de sereno humor para la posteridad. Pues cuenta su biógrafo Suetonio que, dirigiéndose a quienes le atendían a su vera. Octavio pidió un espejo. Y mirándose en él con la mayor concentra­ción de que era capaz preguntó a sus íntimos «si había representado bien el papel de su vida» \ Ignoramos la respuesta. Posiblemente no hubo nin­guna, y seamos los historiadores quienes debamos darla.

Falsa o no la anécdota, lo cierto es que obedecía a un pensamiento ampliamente compartido por las gentes cultas de la época, imbuidas de Filosofía helenística. Según éste los seres humanos en última instancia no regían sus propios destinos, sino que éstos eran gobernados por el azar. Y ante el caprichoso juego de la Fortuna lo único que podía hacer el hombre,

Suet., Augustus, 99.

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especialmente el sabio-gobernante ideal, era encararla de la mejor manera, dominando sus pasiones irascibles y concupiscibles. Por ello era precisa­mente en los imprevisibles y terribles golpes de la fortuna cuando se re­velaban los auténticos hombres y se demostraban las verdaderas capacida­des del gobernante: ni dejarse abatir ante las desgracias ni ensoberbecerse con los triunfos. Y qué mayor golpe del destino, por esperado que siempre fuese, que el de la muerte. Por eso los posibles «cambios de ánimo» y los comportamientos instantes antes de la muerte constituían objetos y mo­mentos clave en la vida de las grandes personalidades, que necesariamente tenían que ser analizados por sus biógrafos clásicos. En unos y otros hechos se resumía toda una vida y se sacaba una conclusión definitiva sobre el «carácter» de una persona.

Augusto ante el espejo poco antes de morir habría repasado en rapi­dísimas imágenes la vida del Mundo de la que él había sido protagonista principal, y se preguntaba qué tal había reaccionado ante los vaivenes de la fortuna. Y él los había tenido y muy fuertes. Especialmente en los últimos quince años de su vida, donde la muerte de sus dos queridos nietos, Lucio (t 2) y Gayo (t 4) César, sus nombrados herederos, se acumuló a la más grave derrota tenida por las armas romanas desde los tiempos de Carras, la destrucción de tres legiones en el bosque de Teutoburgo el año 9. En más de una noche Octavio se habría levantado soliviantado y preguntado a su malogrado legado, Quintilio Varo, «¿qué hiciste de mis legiones?» ^ De­finitivamente ni Augusto era Napoleón, ni las noches de Roma, al parecer, igualaban a las del París de principios del xix en capacidad genésica.

Volemos en el tiempo casi medio siglo. Cualquier día de cualquier año entre el 59 y el 63 era ejecutado en Roma Pablo. Un provinciano de Tarso. Sí, un ciudadano romano por razón de la fortuna, posiblemente por la ayu­da que su ciudad natal supo dar a los generales y ejércitos cesarianos en su persecución y venganza contra los asesinos de Julio César, Bruto y Casio, en el 43-42 a.C. Pero también pertenecía a la colonia judía de la ciudad cilicia. Una etnia la judía con costumbres un tanto esotéricas, por más que muchos, como el propio Pablo, se expresaran corrientemente en griego; y, sobre todo, con fama de rebeldes irredentos, últimamente también contra el poder de los romanos, convertidos en los malvados kittím desde la en­trada de Pompeyo el Grande en el «Santo de los santos» del templo hie-

^ Suet., Au^tus, 23.

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rosolimitano el año 63 a.C. Es más, Pablo era un líder conspicuo de la secta de un tal Chrestus que hacia un lustro había causado graves trastornos de orden público en la misma ciudad de Roma por la rivalidad que mantenía con otros grupos de la populosa colonia judía de la capital imperial . Es­tamos hablando, el lector lo habrá fácilmente intuido, de San Pablo, el décimo tercer apóstol si no de Jesús sí del Cristo, como él mismo recla­maba.

Pablo de Tarso había planeado la que sería su primera visita a Roma en hacia el año 57, si se acepta la cronología tradicional del epistolario y viajes paulinos". Pues sería entonces cuando en Corinto escribió su carta a los Romanos, preparatoria de su visita a la comunidad cristiana allí existen­te. Sin embargo el apóstol planeaba su estancia romana como de corta duración, sólo una escala de su viaje soñado a España, para predicar el evangelio de Jesús en las tierras supuestas del extremo Occidente del «Mun­do habitado». Pero antes de realizar tal viaje Pablo quiso ir a Jerusalén para cumplir con sus obligaciones para con la comunidad madre regida por el hermano del Cristo, Santiago el Menor, entregando en ella el diezmo de las nuevas iglesias por él fundadas en el ámbito egeo y anatólico. Una visita a Jerusalén que resultaría decisiva y fatal para el curso de su vida. Pues a las reticencias de la iglesia de la Ciudad Santa, con un Santiago que podía ver en Pablo un rival y, sobre todo, un causante de conflictos constantes con el Judaismo más ortodoxo y opuesto a la cultura helénica y a la do­minación romana, se unió el decidido propósito de un sector mayoritario del Templo de acabar con Pablo. Y lo cierto es que, entre acosos y motines judíos, prudencias y dilaciones de la autoridad romana en Palestina y de­cisión final paulina de exigir el respeto a los derechos y privilegios de su ciudadanía romana, se llegó al año 59' y a su traslado a Roma para com-

' Suet., Claudius, 25; e infra. " Evidentemente no puedo meterme aquí en el auténtico berenjenal que representa la

discusión de la cronología absoluta de la vida de Pablo, me limitaré a decir que frente a la tradicional existen diversas propuestas que tienden a rebajar en dos, o incluso cuatro, años esa cronología a partir de fijar antes la fecha del llamado Concilio de Jerusalén, el año sabático con la peregrinación a la ciudad santa y el cambio del gobernador romano de Pa­lestina: cf. el detallado análisis y discusión de estas cronologías tempranas en A. Suhl, Pau-linische Chronologie im Streit der Meinungen, en W. Haase, ed., Aufstieg und Niedergang der romischen Welt. II: Principat, 26, 2, Berlín - Nueva York, 1995, 939-1188.

' Este última cronología tradicional se basa en que el genitivo absoluto de tiempo «tras haberse cumplido dos años» de Hechos (§ 24, 27) se refiere a la duración de la prisión de Paulo en Cesárea y no a la permanencia en el cargo del gobernador Porcio Festo.

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parecer ante el tribunal imperial. A los seis meses que debió durar la ac­cidentada travesía hay que unir los dos años en que Pablo permaneció en Roma en un régimen de vigilancia domiciliaria a la espera de acceder al tribunal imperial y a disposición del Prefecto del pretorio. Terminada aquí abruptamente la relación de los Hechos nada cierto se sabe de lo ocurrido al de Tarso hasta la noticia legendaria de su muerte en la misma Roma que, en todo caso, no habría sido posterior al 64, cuando la persecución de Nerón. Aunque la crítica se inclina hoy en día de manera mayoritaria por pensar que el autor de los Hechos con su final in media re quiso ocultar lo que había sido una condena y ejecución de Paulo por el tribunal imperial, que venía a destruir la tesis del contraste entre la benevolente acogida de la nueva religión por las autoridades romanas y la permanente e intrigante persecución judaica *. Pero dejemos por el momento al santo.

Qué muertes tan diferentes las de estos dos personajes, Augusto y Pablo, separados por poco más de una generación. Los dos tan distintos posible­mente en sus caracteres y convicciones ciertas sobre el devenir histórico, y a la vez tan parecidos en su significación para la Historia humana. Aunque esto último seguro que casi ningún contemporáneo pudiera advertirlo. Es más, tampoco ha constituido un topos de la moderna historiografía. Ha sido paradójicamente un historiador marxista, casi mejor comunista, y catanes, Santo Mazzarino, el que en su genial tratado-ensayo sobre L'Impero romano (1962) contrapusiera el Saeculum Augusteum de la tradición pagana al Evan-

' No puedo en el espacio de un nota reflejar la importante bibliografía que ha plan­teado la cuestión del final de los Hechos, del resultado del proceso contra Paulo y la fecha y causa de la muerte de éste. Como bibliografía general y en el sentido aquí ex­presado remito a C. Guignebert, Le Christ, 2.' ed., París, 1969, 305-309; M. Simón, Los primeros cristianos (trad. del francés), Buenos Aires, 1961, 52 ss.; y el más reciente y fundamental G. Schneider, Die Apostelgeschichte (Herders theol. Comentar), II, Friburgo de Brisgovia, 1982, y H. Lichtenberger, Jews and Christians in Rome in the Time of Ñero: Josephus and Paul in Romen, en W. Haase, ed., Aufstieg und Niedergang (nota 12), 26, 3, Berlín - Nueva York, 1996, 2152. Aunque es cierto que la historiografía oficial católica prefiere seguir viendo a Pablo morir en una fecha algo más avanzada, víctima de un segundo proceso seguramente relacionado con la persecución neroniana: J. Daniélou, L'Église des premiers temps. Des origines á la fin du III siécle, París, 1985 (versión primitiva de 1963), 44 ss. Sin embargo no se puede por menos de señalar que el testimonio más importante aducido por los defensores de un Pablo superando un primer proceso en Roma y continuando su actividad misionera (en Creta y en Nicópolis) lo constituyen las epístolas llamadas Pastorales, que hoy en día resulta imposible considerar paulinas, ba­sándose el éxito de tal impostura en el mismo silencio de los Hechos.

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gelio cristiano de Pablo, convirtiendo a este último en la personalidad cen­tral de mediados del siglo i, auténtica época di Paolo. ^

Sí, lleva razón Mazzarino: Augusto y San Pablo deben considerarse, al menos desde un punto de vista humano, no trascendente, los dos hombres más decisivos de su siglo. El primero fue el auténtico fundador —sigamos por una vez a Gardthausen y no al primer Mommsen de la «Historia ro­mana»*— de un nuevo régimen político, el llamado «Principado», cuya legitimidad, año a año y soberano a soberano, no desaparecería de hecho hasta el año 1453. Aunque por razones obvias haya que considerar a Jesús de Nazareth el fundador de la nueva religión la verdad es que el Cristia­nismo que ha llegado a nuestros días en último término tiene su origen en San Pablo. Incluso fue el fundador de iglesias que han continuado existien­do ininterrumpidamente hasta nuestro tiempo, y que se han extendido por todos los continentes'. En Historia es muy peligroso hacer predicciones sobre «lo que no aconteció». Pero la verdad es que uno tiende a pensar que el Cristianismo apostólico hubiera podido naufragar en la gran crisis judaica que supuso la rebelión zelota de la segunda mitad del siglo i si los puntos de vista de la iglesia de Jerusalén y del hermano de Jesús no hu­bieran sido cuestionados, o cuando menos orillados, por Pedro y muy es­pecialmente por Pablo. Por muy problemática que la personaUdad de este último fuera y por mucho que la misma le condujera con frecuencia a in­compatibilidades con otras formas apostólicas de entender el primer Cris­tianismo. Pero es que además, resulta especialmente representativo del cli­ma de mediados del siglo i el ecumenismo un tanto escatológico del de Tarso, en el que la tradición milenarista judeo-iránea mezclaba y se for­mulaba, con elementos de la filosofía y ética aceptadas mayoritariamente por las clases medias, urbanas y con algunos rudimentos culturales del mun­do mediterráneo.

' S. Mazzarino, L'Impero Romano, I, Bari, 1973, 211 ss. * V. Gardthausen, Augustas und seine Zeit, Leipzig, 1896-1904. La revisión de la tesis

mommseniana alcanzó su culminación en la genial obra de E. Meyer, Caesars Monarchie und das Principat des Pompehis, Berlín - Stuttgart, 1919.

' Lo que no supone ignorar el fracaso final de San Pablo, en su mismo choque no deseado con el Imperio (¿con el culto imperial?), y que la Iglesia subapostólica también debe mucho a las prácticas e ideas de la comunidad de Jerusalén, y que el Jesús de los Sinópticos repre­senta hasta cierto punto una crítica a la mística paulina. Cf. W.H.C. Frend, The Rise of Christianity, FUadeIfia,1984, 91 ss.; M. Simón, El judaismo y el cristianismo antiguo (trad. del francés), Barcelona, 1972, 51 ss.

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Bajo esta óptica el gran éxito de Augusto había sido acabar con las guerras civiles de la República romana tardía. Unas guerras que no habían sido sólo cosa de «romanos», en razón de la hegemonía incontestable que la república del Tíber venía ejerciendo en todo el Mediterráneo oriental desde algunos años antes del 150 a.C. De tal manera que al calor de las disputas civiles, de las guerras entre los dinastas de los últimos setenta y cinco años de la República, las gentes, y muy especialmente las de las ciu­dades de ese Oriente mediterráneo, habían sufrido las violencias originadas en la misma forma caótica de ejercer su imperialismo y dominación por Roma, y en las viejas y nuevas oposiciones del irredentismo indígena orien­tal ante la dominación grecomacedonia, del campo frente a la ciudad, y de los nómadas frente a los sedentarios. La victoria de Augusto sobre Marco Antonio y Cleopatra había significado el fin de esas violencias. El Príncipe con razón podía esgrimir su «paz» sobre un Oriente aparentemente vencido. Y lo cierto es que las versiones griegas de sus Res gestae, ampliamente difundidas en monumentales inscripciones por las ciudades de Oriente, pro­pagaban cómo esta «paz» se había conseguido y cómo había esperanzas racionales de su continuidad. Y esa paz era la consecuencia y razón de que el emperador romano ejerciera las virtudes fundamentales de la tradicional «soberanía» helenística, principiando con su satería y evergesía, o acciones salvífíca y benéfica para sus subditos y sus ciudades. Y todo ello constituía, nada más y nada menos, que el auténtico «evangelio», o «buena nueva», que la realidad y la propaganda augústeas mostraban y difundían '".

Dos testimonios sirven para probar la realidad y difusión de las sensa­ciones y expectativas creadas por Augusto y su régimen entre las poblacio­nes orientales, urbanas y helenizadas. El primero de ellos es la inscripción que la «Liga de las ciudades cilicias», en la costa sudoriental de Asia Me­nor, dedicó el año 9 al Emperador, saludándole como auténtico «salvador» (sótér) del Mundo habitado y civilizado ". La segunda la cuenta Suetonio. Y dice la anécdota que un día soleado, cuando Augusto navegaba por pla­cer en las aguas de la bahía de Capri, al descubrir la galera imperial los marineros de un navio mercante de Alejandría de Egipto prorrumpieron en vítores y saludos, mientras aclamaban a Augusto afirmando que «por él vivían, por él navegaban, por él disfi utaban de libertad y fortuna» 'I

'" Cf. H. E. Stier, Augustusfriede und rómische Klassik, en W. Haase, ed., Aufstieg und Niedergang der rómischen Welt. II: Principat, 2, Berlín - Nueva York, 1975, 3-54

" OGIS (Orientis Graeci Inscriptíones Selectae), 458; cf. S, Mazzarino, op.cit., I, 155 ss. '- Suet., Augustus, 98.

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En sus guerras Augusto había llegado con las águilas imperiales a donde se creía que ningún otro conquistador grecorromano lo había hecho, incor­porando así al Mundo civilizado regiones y pueblos que constituían el au­téntico fin de la Tierra. Por Occidente las guerras cántabro-astures com­pletaron la conquista de Iberia, con la anexión de las tierras más oceánicas. Terminadas el 19 a.C. en el finis terrea (faro de la Coruña) Augusto habría mandado colocar unos altares conmemorativos. Las después llamadas arae sextiae eran cuatro, una por cada legión participante en imitación exacta de lo que había hecho otrora Alejandro al culminar su expedición a la India. Por el sur entre el 25 y el 22 a.C. se enviaron ambas expediciones hasta Meroé, en Sudán, y el Yemen, aunque no se logró conquistar Marib, la histórica capital del legendario Reino de Saba. Alcanzándose así el límite de lo que se consideraba la tierra habitable por el sur, más allá del cual el calor haría insoportable la vida humana; muy cerca ya, para algunos, del supuesto Océano de fiíego que separaba nuestro Mundo del de los antí­podas. Por el este el 20 a.C. Augusto logró imponer la hegemonía romana en la estratégica Armenia, consiguiendo que el Arsácida Fraates IV devol­viera las águilas legionarias tomadas por los partos a Craso en el 53 a.C. Un hecho que fue interpretado muy exageradamente por la propaganda augústea como signo de la sumisión del Imperio parto, tal y como se ob­serva en los relieves de la coraza de la famosa estatua del Emperador de Prima Porta. De esta manera también por aquí el primer emperador podía vanagloriarse de haber alcanzado la fronteras del gran macedonio. Por el norte el desastre de la jornada de Teutoburgo del año 9 sería maquillado con las operaciones militares posteriores de Tiberio y Germánico. Y unos pocos años antes las expediciones de Druso y Germánico por el Mar del Norte afirmaron haber alcanzado las imaginadas «Columnas de Hércules» del Océano septentrional, a situar en la proximidades de la embocadura del supuesto golfo que comunicaba ese océano con el Tañáis, o mar de Azov. Aunque de hecho las naves romanas no habrían llegado a doblar la penín­sula de Jutlandia. Mentiras o medias verdades que resultaban verosímiles por adaptarse perfectamente a las concepciones geográficas de la época, y que permitieron que Augusto en sus propagandísticas Res Gestae pudiera presentarse como un auténtico imitador de Alejandro Magno, superándole incluso ".

" Cf. L. A. García Moreno, Alejandro Magno y la política exterior de Augusto, enNeronia

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Unos decenios después San Pablo también quiso adaptar su revolucio-nadísima misión de dar a conocer el Evangelio de Jesús a los que se con­sideraban los límites de la «Tierra habitada». De tal forma que pudiera cumplirse la necesidad escatológica de la predicación ecuménica de la Nue­va buena antes de la segunda Parusía del Cristo, que el de Tarso creía que tendría lugar de hoy para mañana. Las «Epístolas» auténticas de Pablo muestran cómo éste quiso predicar en los lugares que se consideraban sin lugar a duda muy próximos a los límites de esa Tierra por el sur y por el norte: Arabia e Iliria. Especialmente significativa es la expresión utilizada por el posterior Papa Clemente a la hora de señalar el destino misionero hispánico de San Pablo: «los mojones de Occidente» '''. Sin duda las tierras de Cádiz en la Península ibérica, allí donde la previa propaganda de Au­gusto había dicho que la «vía Augustea», antes de Hércules, alcanzaba su auténtico límite en el Océano circumterrestre''. Hace ya más de un siglo que J. B. Lightfoot se dio cuenta de la semejanza entre la expresión cle-mentina y la que utilizaría, a principios del siglo iii, Filóstrato para señalar el supuesto viaje a Cádiz del taumaturgo Apolonio de Tiana, convertido por aquél en una especie de remedo del Cristo '*. También, pues, el décimo tercer apóstol había hecho su imitatio Alexandri a la hora de predicar el evangelio de la pasión y muerte de Jesús, Dios hecho hombre, que habría de volver de inmediato para salvar a vivos y a muertos.

Pero, a partir de estas semejanzas, cuántas son las diferencias entre estos dos ciudadanos romanos del siglo primero de nuestra era. Unas diferencias tan grandes que, de no saber la cronología absoluta de ambos personajes, Augusto y San Pablo, en modo alguno se pudiera suponer que sólo les separa una generación, o una y media a lo sumo.

El «evangelio» de Augusto era uno de naturaleza estrictamente singular. De tal forma que cada nuevo príncipe romano debía renovarlo para que tuviera sus efectos salvífícos. Mientras que el «evangelio» de Cristo que

IV. Alejandro Magno, modelo de los emperadores romanos (Collection Latomus, 209), Bruselas, 1990,132-142; id., Las navegaciones romanas por el Atlántico norte: imperialismo y Geografía fantástica, en V. Alonso Troncoso (ed.), Guerra, exploraciones y navegación: del Mundo antiguo a la Edad moderna, La Coruña, 1995, 101-110; id., Egipto y la circunnavegación de África en la Antigüedad, Boletín de la Asociación Española de Orientalistas, 29, 1993, 74-76.

" Clement., Epist., 5, 7: xo xépjia xiis SIÍOTECO?. " R. Dion, Aspects politiques de la géographie antique, París, 1977, 247 ss., sobre CIL

(Corpus Inscriptionum Latinarum), II, 4701. " Hiil., ViLApol, 4-5. J.B. lightfoot, The Apostolic FaOters, I, 2, Londres, 1889, 31 nota 3.

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anunciaba Pablo era único y de efectos para siempre, en la medida en que, como dice el propio apóstol, «nuestra fe en la resurrección de Cristo y en su próxima Parusía» no desfallezca. Y todo el mundo sabía lo difícil que era pasar en paz del evangelio de un Emperador de Roma al de su sucesor. Terrible había sido la experiencia de Tiberio hasta que al final alcanzó la adopción por Augusto y su práctica corregencia el 12 o 13 p.C. Antes ha­bían estado los sinsabores de los adulterios incontenibles de Julia, los des­precios sucesivos de Augusto, posponiéndole una vez tras otra en la línea sucesoria. Y al final su autoexilio en la isla de Rodas (6 a.C. - 2 d.C), donde llegaría incluso en algún momento a temer por su vida. Y al final, además, Augusto le forzó a admitir la sucesión imperial en compañía de su sobrino Germánico, insoportablemente más joven y popular 'I Y en el po­der imperial pasaba como en matrimonio, si la convivencia de dos era ya difícil, la de tres, una multitud, resultaba ya imposible. Al poco de morir Augusto se ordenaba el asesinato del último de los nietos del fundador del Imperio: el triste e incapaz Agripa Postumo, encerrado en la isla de Pla-nasia, en el Tirreno. Aunque el asesinato había sido posiblemente dispuesto por su propio y pragmático abuelo lo cierto es que la opinión pública habría de atribuírselo al antipático y altivo Tiberio: «el primer crimen del nuevo principado», como afirmó después Tácito ' . Pocos años después, el 10 de octubre del 19, moría en Antioquia el joven Germánico. En su lecho de muerte inculpó de la misma a sus odiados Calpurnio Pisón y Munacia Plan-cina, esposa de este último. Para nadie era un secreto la estrecha relación entre Tiberio y Calpurnio, y de inmediato la opinión pública, hábilmente caldeada por Agripina, la ambiciosa viuda de Germánico, exigió el castígo de los supuestos culpables. Acusado de asesinato y alta traición Pisón se suicidó. Y Tiberio no supo cómo quitarse de en medio la acusación de inductor intelectual del supuesto asesinato de su sobrino. Aunque hoy sa­bemos, gracias a recientes hallazgos epigráficos en Andalucía, cómo Tiberio se esforzó por dar a conocer en todos los rincones del Imperio el ejemplar castigo a Pisón y los magnificientes honores fúnebres en honor de Ger­mánico, lo cierto es que nada podría contra la antipatía que despertaba su propia persona ". Y la verdad es que la falsa leyenda de su implicación en

" Cf. B. Levick, Tibeñus the Politician, Londres, 1976, 31-68. " Tac, Annales, I, 6, 1. " Cf. A. Caballos - W. Eck - F. Fernández, El Senadoconsulto de Gneo Pisón Padre,

Sevilla, 1996.

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la muerte de Germánico sería el arranque del muy negativo juicio sobre Tiberio de la generalidad de la historiografía antigua, de la que es eco principal Tácito.

Y si los problemas dinásticos de los primeros sucesores de Augusto se «solucionaban» de esta manera, bastante más sangrienta y desestabilizadora sería la solución exigida por los planteados también en la sucesión imperial por otros poderes fácticos. Primero los pretorianos, después los ejércitos provinciales, al final los auténticos «secretos del poder imperial» como dijo Tácito . El peligro de los primeros ya se vio en el mismo reinado de Ti­berio con la crisis de Sejano (t 30). Un caballero que gracias al control ejercido sobre las cohortes pretorianas soñó hasta con convertirse en em­perador, en un tiempo cuando todavía tener la sangre de los Julio-Claudios parecía decisiva. Y nuevamente esos soldados de élite y guardia del príncipe y la capital se convirtieron en decisivos en el reinado de Gayo César, Ca-lígula (37-41), tanto a la hora de asegurar su elevación al trono como en el momento de acabar sus cada vez más peligrosas y sangrientas extrava­gancias. Aunque en el futuro el poder de los pretorianos no se mostraría tan beneficioso para el bien del Estado. Pues nada permite afirmar que su apoyo al nombramiento de Claudio (41-54) lo fuera porque esos soldados acostumbrados a los privilegios vieran en el viejo y estrambótico personaje a un magnífico gobernante. Si al final los pretorianos dieron la espalda a un enloquecido Nerón (t 68) fue porque previamente ya se la habían dado todos, hasta la misma plebe romana, y porque temían la venida de los ejércitos de provincias. Por eso a la menor señal de debilidad del anciano senador Galba los pretorianos alzarían a Otón, un remedo de Nerón. Sería entonces cuando entraron sucesivamente en acción los ejércitos provinciales tratando de imponer en el trono a su jefe, a la espera de obtener grandes recompensas. Primero serían las legiones del Rin, con Vitelio (t 69), y luego por fin las de Oriente, con Vespasiano, que conseguiría el triunfo definitivo y la instauración de una nueva dinastía. Pero, a qué precio; al de que por dos veces en las campas de Bedriaco, cerca de Cremona, luchasen de nuevo hermano contra hermano, padre contra hijo.

La subida de Vespasiano al trono de los Césares suponía un cambio en los sucesivos «evangelios» imperiales. Era el de un hombre sin antepasados

* Tac, Historiae, I, 2. Renuncio a ofrecer una bibliografía del curso de la historia política del Imperio durante los Julio-Oaudios y los Flavios, a quien quiera saber más remito a mi La Antigüedad Clásica. El Imperio Romano (= Eunsa. Historia Universal, II, 2), Pamplona, 1984.

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ilustres, su padre había sido un caballero que ejerció como banquero entre los helvecios. No descendía de un dios y la misma ¡ex de imperio que san­cionó su nombramiento tenía un cierto aire republicano y burocrático. Pero no sólo la honradez y la fama de buen administrador completaban la per­sonalidad del nuevo príncipe. Y no sólo porque la práctica del poder en la administración de los negocios públicos por parte de Vespasiano asumiera evidentes tintes absolutistas al margen de cualquier control por el senado. Sino porque desde un principio Vespasiano trató también de asentar su poder sobre elementos irracionales, de orden religioso, y al margen de cual­quier tradición cívica. Si ya en los orígenes Vespasiano difundió por Oriente que la misma magia egipcia y caldea le señalaban como futuro dominador del Mundo ', de inmediato procuró la difusión del culto imperial por todas las provincias occidentales ^ . Y ambas cosas se pusieron al servicio de una política dinástica, destinada a asegurar la transmisión de la corona a sus dos hijos, Tito y Domiciano.

¿Cuál habría sido el evangelio de Tito (79-81) si la muerte le hubiera respetado más tiempo? Todos los indicios apuntan a que este «amor y de­licia del género humano» ' hubiera caminado de nuevo por los derroteros monarquistas y helenísticos de un Nerón, y no solo por la influencia de su bellísima compañera, la princesa judía Berenice. No auguraban nada bueno su excesiva generosidad populista y su asociación soteriológica con la diosa Venus, madre mítica de la anterior dinastía. Y lo cierto es que la peor de las predicciones en este sentido se cumpliría con el reinado de su hermano y sucesor Domiciano (81-96). También un nuevo déspota que se proclamó «dios y amo» {deus et dominus) de sus subditos, y volvió a la típica política populista de gastos y generosidad con el ejército y la plebe romana. Al final era obligado que, no obstante los aspectos muy positivos de su administra­ción en provincias, valiéndose de honestos burócratas, y de sus éxitos mi­litares en Germania y los Balcanes, se formase un amplio frente opositor al autócrata, liderado por miembros de la aristocracia senatorial e influyen­tes sectores intelectuales, en el que en el último momento habría partici­pado hasta la propia emperatriz.

-' Vid. J. Gagé, «Basiléia». Les Césars, les Rois d'Orient et les «Mages», París, 1968, 125 ss.; M. Requena, El emperador predestinado. Los presagios de poder en época imperial romana, Madrid, 2001, 53 ss.

~ Cf. R. Étienne, Le Cuite Imperial dans la Péninsule Ibérique d'Auguste a Diocktien, París, 1958.

"-^ Suet., Titus, 1.

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Todos los estudiosos están de acuerdo en que el punto de no retorno en la crisis final que terminó con el reinado y los días de Domiciano (t 18.9.96) tuvo lugar, cuando la represión del emperador-dios contra la opo­sición senatorial alcanzó incluso al más próximo círculo de colaboradores y familiares suyos. En concreto sería decisiva la acusación y ejecución de su propio primo Flavio Clemente y su mujer Domitila por un supuesto crimen de impiedad para con la religión oficial ". Desde tiempos antiguos se ha especulado con la idea de que Clemente y Domitila fueran cristianos, e incluso la leyenda convirtió al senador de Roma en uno de los primeros Papas. Lo primero no se puede descartar totalmente ^. Y, en todo caso, lo que sí interesa señalar aquí es que la religión de Jesús se encontraba en la oposición al dios Domiciano. Una activa oposición del Cristianismo al ré­gimen que era la de círculos sociales muy abiertos en los que habían calado ya nuevos «evangelios», distintos al del basileus de turno, y creencias y ex­pectativas soteriológicas. Fueran éstas la de los grupos judíos, olvidados ya los tiempos del fracaso de la gran sublevación zelota, cristianos, repuestos también de la primera persecución de Nerón, y de nuevos taumaturgos como el famoso Apolonio de Tiana. Incluso el mismo Domiciano no estaba tan alejado de estas esperas y creencias de origen oriental, siendo como era un ferviente adorador de Isis.

La trágica muerte de Domiciano en setiembre del 96 venía así a poner un ilustrativo colofón a las medias verdades y a las contradicciones en las que se había fundamentado la paz de Augusto. Aquélla que habían salu­dado una soleada mañana napolitana unos marineros de Alejandría. Porque lo cierto es que el instaurador del régimen del Principado se había hecho presentar como el restaurador de la tradicional libertas republicana; como el caudillo de una coniuratio totae Italiae para enfrentarse a un renegado romano, Marco Antonio, pelele de una degenerada reina oriental, Cleo-patra ^. Una propaganda de Octavio en los tiempos inmediatamente ante­riores a Accio que hacía hincapié en la supuesta entrega de provincias y ciudadanos romanos de Oriente a Cleopatra. Política de Marco Antonio que de hecho se proponía una especie de nominal restauración del Imperio

" Suet., Domitianus, 15; Dion Cassio, 67, 14, 1. " Así en su momento el clásico de H. Grégoire, Les persecutions dans l'Empire Romain,

Bruselas, 1964, 25. ^ Cf. el clásico R. Syme, The Román Revolution, Oxford, 1939, 276 ss. Las frases latinas

están tomadas de las Res gestae de Augusto.

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Tolemaico de mediados del siglo iii a.C., estableciendo en su entorno una constelación de reyes y príncipes clientes, empezando por la propia familia real de Cleopatra y Marco Antonio: Cesarión, Tolomeo Helio y Cleopatra Selene. Una política que la historiografía moderna ha demostrado que no era tan descabellada y traidora para Roma como declaró la propaganda de Augusto, por asentarse en tradiciones orientales y en la constatación de identidades y antagonismos étnicos no fácilmente disolubles^'. Si Tiberio continuó con la política de su predecesor de incorporar a la administración imperial directa a pequeños reinos periféricos orientales —Capadocia, Co-magena, Tetrarquía judaica de Filipo, hijo de Herodes el Grande—, Calí-gula protagonizó un intento de volver a la política de su antepasado Marco Antonio, formando nuevos reinos clientes en la periferia imperial. En Tra-cia oriental, Armenia Menor y el Ponto entronizó a los tres hijos del falle­cido rey Cotys de Tracia, que descendía también por línea materna de Mar­co Antonio. Comegena volvió a independizarse, ampliada con una porción de la Cilicia marítima. Iturea fue convertida en Etnarquía árabe, Damasco entregada al nabateo Areta, y en Judea las antiguas Tetrarquías de Filipo y Herodes Antipas fueron confiadas al joven Julio Agripa, sobrino del gran Herodes. Sin duda un radicalismo excesivo que los sucesivos emperadores fueron corrigiendo aprovechando las circunstancias ^.

Augusto cautamente se esforzó por aparentar la restauración de la fa­chada institucional republicana. Tiberio, orgulloso del pasado de su linaje patricio, al principio de su reinado proclamó tan en alta voz su deseo de restablecer la república y rechazar los honores excesivamente monárquicos del principado que bastantes senadores se lo creyeron, y surgió un malen­tendido que habría de marcar en el futuro las relaciones entre el soberano y el senado. Pero también aquí su sucesor Calígula quiso marcar nítida­mente las distancias. Reclamándose heredero de la llamada «vida inimita­ble» de su antepasado Marco Antonio en la Alejandría de Cleopatra, quiso transformarse en un verdadero monarca oriental, aunque no consiguiera más que ser un déspota helenístico. Y en este contexto Calígula divinizó su persona, construyendo templos en Oriente donde su imagen figuraba junto

-' Cf. E. Will, Histoire politique du Monde hellénistique (323-30 av. J.-C), II, Nancy, 1967, 459 ss.

^ M. Pañi, Roma e i re d'Oriente da Augusto a Tiberio, Barí, 1972; F. Fabbrini, L'Impero di Augusto come ordinamento sovrannazionale, Milán, 1974, 408 ss.; M. Sastre, L'Orient mmain, París, 1991, 35-43.

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a las de los grandes dioses, incluso en el mismo templo de Jerusalén, di­vinizando a su hermana preferida, Julia Drusila, a la que amancebó y llegó a matar ritualmente.

Una política tan loca naturalmente provocó la hostilidad decidida de los grupos dirigentes romanos, sin lograr tampoco por ello la aceptación total de las masas orientales. Y sin embargo años después Nerón y Domiciano trataron de volver en bastantes aspectos a esa política. Mientras en Roma Nerón se esforzó obsesivamente por obtener la popularidad y el aplauso de la plebe ofreciendo costosos juegos y emprendiendo construcciones de uti­lidad a veces dudosa, en provincias prometió la libertad de Grecia, concre­tada en una casi exención tributaria. Convertido en Apolo-Helio, con su imagen transformada en un «coloso». Nerón construyó su nuevo palacio en Roma, la domus áurea, en la que el trono imperial giraba a lo largo del día siguiendo el curso del astro rey. En fin, Domiciano no se contentó con la difusión y apoyo del culto dinástico a su familia, la gens Flavia, ni con favorecer cultos orientales asociados a la realeza helenística, como el de Isis-Minerva o Serapis. Sino que quiso transformar el culto imperial en un verdadero culto al soberano vivo a la manera helenística, proclamándose deus et dominus. Lo que provocó una cerrada oposición de los círculos senatoriales e intelectuales romanos tradicionales y estoicos; lo que al final provocaría su ruina. Aunque no estará de más señalar que estos radicalis­mos más o menos extravagantes de Calígula, Nerón o Domiciano también se explican por la misma ambigüedad calculada del fundador del Princi­pado, Augusto. Pues, si personalmente él rechazó ser considerado un dios, afirmó la divinidad de su padre adoptivo Julio César y admitió la propa­gación del culto imperial, a la fígura imperial asociada a la diosa Roma, en Oriente e incluso en la occidentalísima Tarragona. Porque lo cierto es que la libertas era una cosa, y otra el reconocimiento de esa terrible verdad que Tácito amargamente reconocía un siglo después como la verdadera razón del establecimiento del nuevo régimen político: la mayoría de la gente acaba siempre prefiriendo las cosas tuta et presentía quam vetera et periculosa, «lo seguro y actual y no lo antiguo y peligroso» '.

El famoso «escudo de la virtud», que el senado mandó colocar en la puerta de la casa de Augusto junto con la corona cívica el 27 a.C, resaltaba la pietas del príncipe como base de la pax augustea. Piedad que era para

^ Tac, Ármales, I, 2.

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con su padre adoptivo, pero también para con los dioses tutelares de Roma. Por eso la importancia que la propaganda del primer Emperador dio a la consecución y celebración de la llamada «paz con los dioses» (pax deorum), que quedó consagrada el 17 a.C. con la realización de los llamados «juegos seculares», que consagraban el inicio de una nueva Edad dorada, saeculum aureum. Una paz con los dioses que obligaba a decretar leyes y normas en pro de la moralidad y la honestidad de costumbres, que se consideraban propias de los prisci romani y de sus púdicas matronae. Una leyes luliae sobre la familia y el matrimonio que terminarían castigando con el destierro a la desvergonzada y adúltera vida de la propia hija de Augusto, Julia.

La paz, el final de las guerras civiles, había constituido el anhelo uná­nime de los pueblos de Italia en los años inmediatamente anteriores al establecimiento del nuevo régimen político. Así lo había cantado el poeta mantuano Virgilio en su famosa IV Égloga, aquella que la cristiandad me­dieval interpretaría como un anuncio del próximo nacimiento del Mesías Salvador. Pero es cierto que decenios después, con la experiencia de la doble batalla de Cremona, de ese «terrible y largo año» 68-69, quedaría bien patente que esa paz era un tanto engañosa, que en el fondo el su­puesto poder moderador y legitimidad del príncipe no descansaban más que en la fuerza de los ejércitos que le apoyaban, convertidos así en los ver­daderos «secretos del poder imperial» (arcana imperii) según la conocida formulación de Tácito.

El texto casi coincidente de los llamados Evangelios sinópticos que se conoce como el «Pequeño Apocalipsis» ^ es fiel reflejo, y consecuencia, de los horrores que sacudieron al mundo romano en esos años. Más concre­tamente narra en la tradicional forma profética de la literatura próximo-oriental esa terrible experiencia ceñida a Palestina y a las gentes que pro­fesaban la fe en el Dios de Abraham, la de la rebelión zelota del 67. Una sangrienta revuelta que estructuralmente se explica por la cruda realidad que para el Judaismo supuso la dominación romana a partir de la entrada de Pompeyo a caballo en el Templo de Jerusalén un día del 63 a.C. Esa había sido con seguridad una auténtica «abominación de la desolación». Pero también lo habría sido para los judíos piadosos de la populosa diás-pora minoro-asiática el establecimiento del templo del culto imperial en la ciudad de Sardes, donde se veneraba su terrible ídolo, la monumental ima-

Mat., 24; Marc, 13, 1-23; y Luc, 21, 5-24.

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gen del Emperador-dios. Una transformación en malvados de los antiguos amigos los kittlm (los romanos), que ya había dado lugar el 6 d.C. a la rebelión de Judas el Galileo, fundador de la secta de los zelotas, al movi­miento bautismal, de purificación por el agua, y cercana espera escatológica protagonizado por Juan el Bautista hacia el 28, y en último término a la misma pasión y muerte de Jesús de Nazareth, otro judío de la periférica Galilea, en torno al año 30 \

No es este el lugar apropiado para tratar detenidamente lo que supu­sieron esos últimos acontecimientos del Judaismo palestino. Baste recordar cómo en los años sucesivos llegó a los puntos más alejados del Mediterrá­neo ese mensaje soteriológico cristiano, fundado en la pronta instauración del Reino de Dios y la Redención del hombre por la muerte de Jesús en la Cruz. Porque sus discípulos y fieles, y a la cabeza de ellos San Pablo, creían en la prontísima realidad de la segunda parusía del Cristo —pues sin ella «vana es nuestra Fe»— se explica a los solos ojos de la razón la increíble y frenética actividad de los primeros misioneros del nuevo evan­gelio cristiano. Si se admite la interpretación más lógica de un famoso pa­saje de Suetonio ^- ya en el 49 en la misma ciudad de Roma la predicación cristiana había creado una gran agitación en su numerosa colonia judía, que derivó en encuentros sangrientos entre partidarios y detractores de la nueva fe. Hasta el punto que el emperador Claudio se vio forzado a la expulsión de los implicados en tales agitaciones. Entre ellos se encontraban Priscila y Aquila, una pareja de judíos romanos adeptos a la buena nueva cristiana que San Pablo encontró en Corinto y le ayudaron en su misión ". Parece verosímil que fueran estos mismos los que ya en el año 57 mostraran al décimo tercer apóstol la posibilidad de realizar un viaje misional a la lejana España, pasando previamente por Roma. Pues posiblemente Aquila y Pris­cila sabían que algunos otros primeros judíos cristianos expulsados como

" Para seguir la historia de estas revueltas judías puede utilizarse la refundición de E. Schürer, Historia del pueblo judío en tiempos de Jesús (trad. del inglés), I, Madrid, 1985, 334 ss.

'" El texto clave es Suet., Claud., 25, 4, donde se especifica que el inductor principal de los tumultos era un tal Chrestus, en quien una opinión mayoritaria ha querido ver una refe­rencia a los cristianos: cf. en último lugar H. Botermann, Das Judenedikt des Kaisers Claudius, Stuttgart, 1996, 47-49 y H. Lichtenberger, Jews and Christians (nota 6), 2164; aunque todavía muestra dudas a este último respecto B. Levick, Claudius, Londres, 1990, 121.

" Hechos, 18, 2. Que la pareja era cristiana se deduce de su segura identificación con la de igual nombre, y ya de vuelta en Roma, a la que el apóstol envió recuerdos en su carta a los Romanos (§ 16, 3): así H. Lichtenberger, Jews and Christians (nota 6), 2163

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ellos de Roma se habían dirigido a esas tierras hispanas, y podían servir de punto de apoyo para la misión paulina. Con ello el apóstol pudo soñar en llevar el evangelio de Cristo al supuesto confín occidental de la ecumene, como antes lo había hecho a los restantes puntos cardinales, en Tracia y en Arabia.

Parece lo más probable que San Pablo no pudiera cumplir con su sueño de venir a España. Detenido en Jerusalén a instancias de las autoridades judías su exigencia de ser juzgado por el tribunal imperial como ciudadano romano que era, le llevó a la capital en el 59'". Juzgado dos años después lo más probable es que fuera condenado y ejecutado. Pero eso ya ocurría en tiempos de Nerón, que poco después (64) desencadenaría la primera persecución contra la naciente iglesia capitalina. Tiempos neronianos que han sido considerados por uno de los mejores estudiosos de la religiosidad romana de una «ansiedad religiosa», en los que las gentes observaban con impaciente desasosiego una serie de reales o aparentes prodigia, anotados después minuciosamente por Tácito ' \ Unos tiempos decisivos para la con­formación definitiva de la nueva religión. A principios de los mismos to­davía la naciente Iglesia cristiana tenía muchos puentes de unión y comu­nicación con el Judaismo. El anuncio de la «buena nueva» se realizaba fundamentalmente en el seno de la diáspora judaica, y entre ellos se reclu-taban sus nuevos fieles. Esto incluso en el caso de Pablo, y a pesar de la decisiva oposición de éste y de Pedro a exigir la circuncisión para los neó­fitos, una práctica que los gentiles consideraban bárbara y terrible. Todavía la naciente Iglesia tenía como obligatorios realizar las purificaciones rituales en el Templo de Jerusalén —lo que resultaría fatal a Pablo—, y enviar el diezmo de todas las nuevas comunidades a la iglesia de la Ciudad santa. Mientras esta última se encontraba dominada por los miembros más tra-dicionalistas y judaicos de la naciente religión, liderados por Santiago el Menor, el hermano y heredero espiritual del Maestro ejecutado.

Aunque la memoria cristiana y judía se confabularon en tiempos pos­teriores para ocultar la verdad resulta indudable que bastantes miembros de la cristiandad palestina se unieron a la gran rebelión judía capitaneada por los llamados zelotas'*. El brutal aplastamiento de la misma, y el es-

^ Véase lo dicho en la nota 6. " J.H.W.G. Liebeschuetz, Continuity and change in Román Religión, Oxford, 1979, 155 ss. " Aunque los dirigentes de la iglesia de Jerusalén se trasladaran a Pella, y allí continuarían

sus descendientes hasta fechas muy posteriores, formando la secta de los judeocristianos.

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catológico final por el que optaron en Masada los miembros más radicales de la rebelión, significaron tanto un golpe muy duro para la versión judaica y de Santiago el Menor de la nueva religión, como el final del judaismo del Segundo templo. La rebelión supuso por parte romana el final de sus antiguas simpatías por el Judaismo. A partir de entonces se hizo mayoritaria la concepción de los judíos como «impíos», por su negativa a aceptar a otras divinidades, y «enemigos de la raza humana» por sus prácticas segre-gacionistas. En definitiva se impuso en los medios romanos, tanto intelec­tuales como populares, una corriente de antisemitismo que hundía sus raí­ces en la situación del Egipto de los siglos v a n a.C. Cuando los soldados judíos mercenarios en Elefantina eran considerados los perros de presa de los soberanos Aqueménidas y Lágidas por los oprimidos indígenas egip­cios ^ .

Sería en estos últimos decenios del siglo i cuando se produjo lo que M. Simón ha llamado la otra cara del proselitismo judío. Aquella que no se dirigió a las comunidades urbanas grecorromanas del Mediterráneo, sino hacia las sociedades semitas, o semitizadas, que vivían en la periferia de aquéllas *. Unas sociedades del Próximo Oriente que venían protagonizan­do cíclicamente una oposición y rebeldía hacia la civilización helenística, y la máxima representación política de ésta en estos momentos: el Imperio romano. Andando el tiempo esta otra cara del proselitismo judío, oriental y semita, mesiánico y contrario a los valores del Helenismo, daría lugar al Islam y a su rapidísima y triunfal expansión por esa tierras próximo orien­tales ".

El «evangelio» de Cristo se presenta así como el elemento novedoso —nada de vino nuevo en odres viejos—, de este Imperio romano del siglo primero de nuestra era. Un momento en el que lo nuevo acabó por im­ponerse en medio de las convulsiones terribles anunciadas por el evange­lista. Aunque sería en exceso reducionista Umitar lo novedoso a la nueva religión. La romanización y urbanización del Occidente europeo también

" J. Yoyote, L'Égypt ancienne et les origines de l'anti-judaisme, Bulletin de la Société Emest Renán, 1962, 133 ss.

'* M. Simón, Venís Israel. A study of the relations between Christians and Jews in the Román Emp'ire (AD 135-425), Oxford, 1986 (edición inglesa corregida de la original francesa), 301-305.

'" En mi opinión esto constituye él valor sustancial de la tesis, revolucionaria y contro­vertida, de P. Crone - M. Cook, Hagarism. The making of the Islamic world, Cambridge, 1977.

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serían otro proceso de «larga duración», destinado a perdurar y a marcar de forma indeleble el futuro de esas sociedades y paisajes, que se produjo en esta misma centuria.

El marcador jurídico de dicho proceso no sería otro sino el de la ex­tensión del derecho de ciudadanía romana a amplios sectores de las pobla­ciones indígenas, sobre todo de tradición céltica, de las provincias occiden­tales del Imperio. Una extensión que se realizó preferentemente de forma no individual, sino por colectividades indígenas completas. Lo que hizo que en muchos casos el proceso de romanización jurídica se acompañase tam­bién del de urbanización. Un cambio profundo que se inició con la fun­dación de colonias por Julio César —o mejor, por el testamento de éste— y por Augusto en tierras hispanas, en buena medida para los veteranos de sus guerras, y que culminó en época de los Flavios con la constitución de un gran número de nuevos municipios «latinos» en las partes más «célticas» de las Españas y las Galias. Romanización más urbanización-municipaliza­ción que atravesó el Canal de la Mancha y se extendió en esa misma época a la Gran Bretaña. Y a este respecto resulta especialmente ilustrativo el consejo que Tácito puso en boca de Agrícola, su suegro y el mejor cola­borador de Domiciano en la conquista y pacificación de la isla, para con­seguir la más rápida y duradera incorporación al imperio de las élites bri­tánicas: construir ciudades a la romana, con termas y escuelas '*°. De esta manera al finalizar el siglo i se podía considerar ya plenamente consolidada la visión histórica que había propuesto en tiempos de Augusto un «nuevo romano» de las Galias: el voconcio Trogo Pompeyo, de Narbona. Pues que éste había terminado sus «Historias Filípicas», o historia universal del «Mundo habitado», en el momento justo en que cada uno de los pueblos o de las regiones etno-geográfícas de la ekoumene se había incorporado al Imperio de Roma.

El primer siglo del nuevo régimen político del Imperio romano había visto también la sustitución de la antigua clase dirigente que lo había crea­do: la vieja nobílitas republicana, aquellas no más de veinticinco familias que al decir de Salustio habían secuestrado la república en su último siglo y medio de vida"". A finales del siglo n sólo el linaje de los Acilios Gla-briones, bastante secundario en tiempos republicanos, seguía teniendo algún

" Tac, Agrícola, 21, 1. "' Salí, Bell. lug., 41, 5.

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protagonismo político. Las proscripciones de tiempos triunvirales y las de los emperadores de época julio-claudia se habían aliado con la tradicional baja natalidad, con el fín de no fraccionar los patrimonios y asegurar una vida social activa a las féminas, para acabar prácticamente con esos linajes. Y algo parecido había ocurrido con sus sustitutos ideológicos, que no de estirpe: los senadores de la llamada oposición estoica a Nerón y Domiciano. En su lugar se había ido formando una nueva clase dirigente, un nueva nobleza de servicio. A ello contribuyó esencialmente la organización de las llamadas carreras ecuestres por los emperadores Flavios, en especial Do­miciano. A nivel provincial el siglo primero vio el surgimiento de las lla­madas oligarquías municipales, compuestas por las familias más ricas de cada municipio. Abiertas a la cooptación de nuevos miembros, afortunados en su actividad económicas, y a los indígenas, su inquebrantable lealtad al Imperio explica la perdurabilidad del mismo sin casi rebeliones indigenistas ni necesidad de fuerzas de ocupación en la mayoría de las provincias del Imperio. Trimalción, protagonista de uno de los pasajes más célebres del «Satiricón», antiguo esclavo manumitido por su dueño y enriquecido hasta la desmesura gracias a unas pocas operaciones de comercio marítimo de alto riesgo, es una figura de ficción en sus rasgos más extremados. Pero la verdad es que una multitud de «Trimalciones» más pequeñitos debían ser personajes bien reales en las ciudades del Imperio.

El «Satiricón» de Petronio, datable en tiempos de Nerón, es sin duda el más claro representante de unas nuevas formas literarias. En sí mismo, como lo sería en su momento «El Quijote» cervantino, es una parodia de anteriores formas literarias, en especial de la novela helenística. Mezcla de estilos y géneros el «Satiricón» usa la prosa pero también los metros de la vieja Sátira menipea. Su héroe Encolpio y sus desventuras no dejan de ser una parodia de las andanzas de Ulises. Y la figura de Trimalción una du­rísima crítica a los nuevos ricos y a sus extravagancias estéticas.

Pero en este mundo convulso e injusto de mediados del siglo i, en el que lo nuevo no acababa de destruir las estructuras antiguas, ni sus pro­puestas sustitutas eran mucho mejores, se planteaban algunas esperanzas de renovación regeneradora.

En los mismos tiempos neronianos el político y filósofo Séneca (t 65) había propuesto en sus Quaestiones Naturales la esperanza de una nueva Edad de oro consistente en una vuelta a la simplicidad primitiva, en la que la ausencia de necesidades y de bienes superfluos impedirían el surgimiento

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de la envidia, el odio y la guerra '' . Una antropología pesimista que hundía sus raíces en el Helenismo y que continuaría medio siglo después en la Germania de Tácito, en la que los feroces enemigos de los romanos eran vistos como el feliz y simple reverso de éstos. En sí misma una propuesta irrealizable por su utópico primitivismo, y que como todas las de su género de ayer y de hoy —desde el social-comunismo al ecologismo radical— ocul­taba impúdicamente la más brutal y personal contradicción entre theoria y praxis. Séneca era el hombre más rico de Roma, y sus riquezas se habían acumulado por medios no siempre lícitos y haciendo uso de su proximidad a un poder tiránico. Un rico de provincias que disfrutaba con mil y una extravagancias, muchas de ellas bastante perversas. Un aprendiz de brujo que pretendió convertir a Nerón en el nuevo gobernante-sabio de la utopía primitivista estoica, cerrando los ojos a las verdaderas «virtudes» que ate­soraba el muchachito, y sin darse cuenta que al fin y al cabo su influencia se basaba en la leal colaboración con el poderoso Prefecto del pretorio Burro. Séneca tardó más de dos largos años en darse cuenta de la realidad de la función teatral cuyos hilos había creído manejar hasta entonces, y tener una muerte digna que le rehabilitara para la posterioridad. Pero mien­tras tanto su criatura imperial ya había mandado al otro mundo a su her­mano adoptivo Británico y a su propia madre Agripina, sin que el paene noster dijera ni mus"'.

En tiempos de Domiciano el poeta áulico Silio Itálico (t 100) pudo ser portavoz de otra propuesta alternativa de regeneración, esta vez enlazada con la memoria histórica de Roma. Siguiendo la tradición virgiliana Silio Itálico en sus «Púnicas» quiso escribir lo contrario que Lucano, el pariente de Séneca, había hecho en la generación precedente con su «Farsalia», de evidente nostalgia republicana y pompeyana. Sus «Púnicas» son un canto a la eternidad de Roma, a pesar del annus terríbilis que había podido recordar a algunos a Aníbal talando los campos de Italia. Una eternidad que se basaba en la fe en la protección otorgada por el principal de los dioses del Pateón oficial romano, por Júpiter Óptimo y Máximo. Un dios que conducía la historia según criterios éticos, premiando con la victoria a aquel de los contendientes que representara el lado justo de la guerra; premiando siem-

•*' Cf. A. O. Lovejoy - G. Boas, Primitivism and related ideas in Antiquity, Baltimore, 1935, 263 ss.

*' La mejor manera para juzgar al Séneca humano y político es leer la monografía de M.T. Griffín, Séneca. A philosopher in politics, Oxford, 1976.

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Luis A. García Moreno

pre la lealtad a la palabra dada (fides), compañera inseparable de la justicia, en esta o en la otra vida. Porque la verdad es que Silio Itálico creía fir­memente en la vida ultraterrena, y en la relación directa de ésta con la vivida acá, sobre la tierra. Frente a los Campos Elíseos, morada de los dioses y de los justos, el infierno de Cerbero es la representación del mal absoluto, y castigo de los injustos **. Una moralización de la historia y de la conducta humana que el poeta flavio cubre de un ropaje y contenido estoico estrictamente religioso y no laico ni primitivista, a diferencia de Séneca. Para ello elevó a Hércules al rango de divinidad muy principal. Hércules, el único humano que logró la inmortalidad gracias a sus virtudes éticas y a sus sufrimientos por el bien de la humanidad. Un Hércules cuyo culto se encontraba a finales del siglo i muy difundido entre la humanidad doliente, esclavos y gente menuda, para los que representaba un ejemplo de recompensa en la otra vida ''

Parafraseando al gran Burckhardt Silio Itálico «demonizaba» así la tra­dición estoica"*, abriendo el camino a la otra tercera gran alternativa de esperanza que se propuso en este siglo primero: el Evangelio de Jesús. La fe en la segunda Parusía, en la escatológica venida del Cristo en Majestad, anunciaba la instauración del Reino de Dios sobre la tierra en un horizonte temporal bastante más próximo de lo que con frecuencia se ha dicho. Un reino regido por la virtud de la clemencia. La misma virtud que Séneca había propuesto para su gobernante ideal y terrenal"'. Pero la clemencia de Nerón acabó en lo que acabó; por el contrario la de Jesús era segura, eterna e incomparable para los que tenían fe en su evangelio. Estaba claro cuál habría de ser la esperanza que se impondría en los siglos venideros. Al final se podría decir: Séneca, paene noster. Pero, como diría uno de los protagonistas de la última película de romanos, todavía no en este siglo primero.

Resumen

El artículo, siguiendo una genial propuesta de Santo Mazzarino, con­trasta los Evangelia de los diversos Emperadores del siglo i y el Evangelio

"" Púnica, II, 696-707. "' Cf. J.H.W.G. Liebeschuetz, Contimity (nota 35), 167 ss. *" J. Burckhardt, Del Paganismo al Cristianismo. La época de Constantino el Grande, Mé­

xico - Madrid - Buenos Aires, 1945 (tiaá. del alemán), 179 ss. ' ' Cf. M. T. Griffin, Séneca (nota 43), 133 ss.

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El Imperio en el siglo i. Releyendo a Mazzarino

de Cristo predicado por San Pablo. Especial atención se presta a las ca­pacidades de cada uno de ellos para afrontar los grandes retos que tenía la sociedad mediterránea en esos años, concluyendo la superioridad en este aspecto del Evangelio paulino, no obstante las muchas ideas y expectativas que compartía con los otros. También se analizan otros procesos históricos novedosos del Imperio en esos años y su trascendencia para el futuro, desde la romanización jurídica a la aparición de nuevas élites sociales, e ideologías y religiones socialmente integradoras.

Abstract

This paper foUows a genial issue of Santo Mazzarino, contrasting the Evangelia of the Román Emperors in the fírst Century A.D. with the Evan-gelium of Christus according to Saint Paul's versión. An special attention is given to the different capacities of all them for offering solutions to the main challenges of the Mediterranean society in those years. So, the su-periority of Saint Paul's message is clear, although it also matched many ideas and hopes of the other ones. The paper also analyses other new his­torie facts happenend in the Román Empire in that epoch and their im-portance for the future: the juridical romanicing process, the new social élites, and some ideologies and religious ideas able to make a social inte-gration.

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