El Hombre Del Saxo

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CRóNICA 10 DE MAYO DE 2012 34 10 DE MAYO DE 2012 35 LA HISTORIA DE UN ARTISTA CALLEJERO El pequeño drama del hombre del saxo Américo Estévez es un músico de Bolivia que vive una pesadilla: desde que le robaron su instrumento no puede vivir de su oficio. Admira al Gato Barbieri, le canta a los muertos y a los ricos, y a veces toca para un enigmático coronel. P ara Américo Estévez, el Cemen- terio General de La Paz es aún territorio Comanche. “Acá todo lo controla la gente del sindica- to de músicos –dice–. Yo soy el invasor, el extraño, el que amenaza su negocio”. Son las 10 de la mañana del Día de Todos los Santos y Américo, de 37 años, sujeta con una mano a su hijo David, de 10, y con la otra, la funda negra de una guitarra. Cal- za su cuerpo en una chaqueta azul y lleva una camisa blanca sin arrugas. Del cuello le cuelga una corbata anudada a medias. Tiene botas en punta. Y antes de empezar a tocar no tarda en echar la funda al suelo para acomodarla a la espera de que le cai- gan un par de monedas. Luego, entona un estribillo mientras aca- ricia las cuerdas de su guitarra con unas uñas largas y afiladas como un cuchillo. Y al rato se le acerca un señor vestido de negro que guarda luto, un tipo serio y convencido de que Américo es la mejor opción para salir del paso. “¿Usted canta a los muertos?”, le pregunta. Y Américo, que pone una cara rara, como si no hubiera visto uno en su vida, titubea. “Yo soy nue- vo”, le responde sin aclarar si eso es un sí o un no al requerimiento. El señor le agarra entonces del brazo y, como quien roba una canción, se lo lleva frente a una lápida. Américo comienza enseguida el rezo musi- cal con el Padre Nuestro y, después, busca en su repertorio las canciones románticas que mejor conoce. “Una pena tengo yo que a nadie le importa/ qué me importa nadie si a nadie le importo yo”, recita como si le fuera el corazón en ello. Tras tres composi- ciones más el señor le pide una morenada. Américo suda más de lo aconsejable. No recuerda ninguna. Y apenas rasga la gui- tarra mientras tararea. *** Américo perdió su saxo en una actuación en la Universidad Mayor de San Andrés. “Me da la sensación de que me siguieron unos maleantes, porque fui a hablar con el decano unos minutos y el saxo desapareció sin que me diera cuenta. Mi saxo era marca Selmer y lo había comprado muy barato, en 450 dólares. Ahora debe costar por lo menos dos mil”, aclara. Un saxofonista sin su herramienta de trabajo es como un lienzo sin pintura, como un relojero sin hora. Y Américo ló- gicamente lo extraña. Solía tocar el suyo a la intemperie, en zonas muy transitadas durante el día por jóvenes y oficinistas. En un buena jornada podía hacer entre 10 y 15 dólares. Y a veces había un chino que le seguía de un lado para otro con sus CD piratas para dar salida a sus compactos de famosos intérpretes de saxo, como Kenny G. o el argentino Gato Barbieri. “Siempre he tocado de oído”, confiesa ahora Américo sentado en su sala de es- tar, que queda en lo alto de una pequeña edificación que parece querer comerse la vereda, en el número 1198 de la avenida Tejada Sorzano. “El rey del saxo” o “Saxo Man” son algunas de las inscripciones que lo mencionan a modo de grafiti. –En el barrio soy conocido. ¡Hasta los de- lincuentes me conocen! Por eso me han robado el saxo –bromea. Américo dice después que lo suyo debe ser algo genético. Dice que fue nieto de Fer- nando Román Saavedra –autor de célebres composiciones como “Collita”–, del que cuentan que tuvo 47 hijos y que murió en La Paz luego de viajar desde la Argentina, a los 85 años, para arreglar unos papeles an- tes de la boda con una jovencita de 18, y so- brino de Efraín Salazar y Alberto Salazar, componentes del conjunto Los Helenos. –Mi tío Efraín –recuerda Américo– tam- Texto y fotos Álex Ayala Ugarte >> Romance. Américo trata al saxo con tanta sensualidad que mientras toca parece que bailara con una mujer. Al rato se le acerca un señor vestido de negro que guarda luto, un tipo serio y convencido de que Américo es la mejor opción para salir del paso. “¿Usted canta a los muertos?”, le pregunta. Y Américo pone una cara rara, como si no hubiera visto uno en su vida. >> La Paz. En su ciudad lo llaman “Saxo Man” o “El rey del saxo”. Ahora alquila el instrumento para tocar en la calle o cuando lo con- tratan para animar fiestas. Un saxofonista sin saxo es como un pintor sin pincel.

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crónica

10 DE mayo DE 201234 10 DE mayo DE 2012 35

La historia de un artista caLLejero

El pequeño drama del hombre del saxoAmérico Estévez es un músico de Bolivia que vive una pesadilla: desde que le robaron su instrumento no puede vivir de su oficio. Admira al Gato Barbieri, le canta a los muertos y a los ricos, y a veces toca para un enigmático coronel.

P ara Américo Estévez, el Cemen-terio General de La Paz es aún territorio Comanche. “Acá todo lo controla la gente del sindica-

to de músicos –dice–. Yo soy el invasor, el extraño, el que amenaza su negocio”. Son las 10 de la mañana del Día de Todos los Santos y Américo, de 37 años, sujeta con una mano a su hijo David, de 10, y con la otra, la funda negra de una guitarra. Cal-za su cuerpo en una chaqueta azul y lleva una camisa blanca sin arrugas. Del cuello le cuelga una corbata anudada a medias. Tiene botas en punta. Y antes de empezar a tocar no tarda en echar la funda al suelo para acomodarla a la espera de que le cai-gan un par de monedas.Luego, entona un estribillo mientras aca-ricia las cuerdas de su guitarra con unas

uñas largas y afiladas como un cuchillo. Y al rato se le acerca un señor vestido de negro que guarda luto, un tipo serio y convencido de que Américo es la mejor opción para salir del paso. “¿Usted canta a los muertos?”, le pregunta. Y Américo, que pone una cara rara, como si no hubiera visto uno en su vida, titubea. “Yo soy nue-vo”, le responde sin aclarar si eso es un sí o un no al requerimiento. El señor le agarra entonces del brazo y, como quien roba una canción, se lo lleva frente a una lápida. Américo comienza enseguida el rezo musi-cal con el Padre Nuestro y, después, busca en su repertorio las canciones románticas que mejor conoce. “Una pena tengo yo que a nadie le importa/ qué me importa nadie si a nadie le importo yo”, recita como si le fuera el corazón en ello. Tras tres composi-ciones más el señor le pide una morenada. Américo suda más de lo aconsejable. No

recuerda ninguna. Y apenas rasga la gui-tarra mientras tararea.

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Américo perdió su saxo en una actuación en la Universidad Mayor de San Andrés. “Me da la sensación de que me siguieron unos maleantes, porque fui a hablar con el decano unos minutos y el saxo desapareció sin que me diera cuenta. Mi saxo era marca Selmer y lo había comprado muy barato, en 450 dólares. Ahora debe costar por lo menos dos mil”, aclara. Un saxofonista sin su herramienta de trabajo es como un lienzo sin pintura, como un relojero sin hora. Y Américo ló-gicamente lo extraña. Solía tocar el suyo a la intemperie, en zonas muy transitadas durante el día por jóvenes y oficinistas. En un buena jornada podía hacer entre 10 y 15 dólares. Y a veces había un chino que le seguía de un lado para otro con sus CD piratas para dar salida a sus compactos de famosos intérpretes de saxo, como Kenny G. o el argentino Gato Barbieri.“Siempre he tocado de oído”, confiesa

ahora Américo sentado en su sala de es-tar, que queda en lo alto de una pequeña edificación que parece querer comerse la vereda, en el número 1198 de la avenida Tejada Sorzano. “El rey del saxo” o “Saxo Man” son algunas de las inscripciones que lo mencionan a modo de grafiti.–En el barrio soy conocido. ¡Hasta los de-lincuentes me conocen! Por eso me han robado el saxo –bromea.Américo dice después que lo suyo debe ser algo genético. Dice que fue nieto de Fer-nando Román Saavedra –autor de célebres composiciones como “Collita”–, del que cuentan que tuvo 47 hijos y que murió en La Paz luego de viajar desde la Argentina, a los 85 años, para arreglar unos papeles an-tes de la boda con una jovencita de 18, y so-brino de Efraín Salazar y Alberto Salazar, componentes del conjunto Los Helenos.–Mi tío Efraín –recuerda Américo– tam-

Texto y fotos Álex Ayala Ugarte

>> Romance. Américo trata al saxo con tanta sensualidad que mientras toca parece que bailara con una mujer.

Al rato se le acerca un señor vestido de negro que guarda luto, un tipo serio y convencido de que Américo es la mejor opción para salir del paso. “¿Usted canta a los muertos?”, le pregunta. Y Américo pone una cara rara, como si no hubiera visto uno en su vida.

>> La Paz. En su ciudad lo llaman “Saxo Man” o “El rey del saxo”. Ahora alquila el instrumento para tocar en la calle o cuando lo con-tratan para animar fiestas. Un saxofonista sin saxo es como un pintor sin pincel.

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bién tocaba saxo. Lo hacía sin micrófono, para lo que hay que soplar mucho más fuerte. Por eso le salió una hernia de es-tómago.Américo arrastra otra clase de dolencias musicales: el dedo gordo de su mano dere-cha sufre constantemente por un pequeño callo, la espalda se resiente cada vez que se cuelga un saxo y se le hincha el labio infe-rior ostensiblemente cuando lo interpreta.–Son daños colaterales –se ríe. Y no le da tiempo a terminar el chiste porque una llamada al celular lo desconcentra y hace que meta las manos en todos los bolsillos para buscarlo.–¿Aló? ¿Quién es? –contesta con voz grave.–Sí, sí, mi coronel, usted no se preocupe. –Sí, sí, allá estaré, puntual, no pienso fa-llarle. Cuando habla, Américo lo hace como si tuviera mucho apuro en decir las cosas. Y más que un músico parece entonces uno de esos genios despistados que suelen dejar la ducha abierta u olvidar las llaves dentro del auto.A un costado, hay una imagen del Sagrado Corazón con una vela, varios casetes, un par de vinilos, algunas partituras viejas y un tubo delgado con crema para abrillan-tar metales. Seguramente, para embadur-nar el latón de un saxo alquilado. “Me lo deja a ocho dólares el día un señor de la Fuerza Naval cada vez que tengo un con-trato como el de esta noche”, señala.

***

Media hora después de la llamada, Améri-co ya está listo para actuar para el miste-rioso coronel. Sus 82 kilos y metro setenta y nueve de estatura han entrado apenas en un esmoquin.

Al salir, el saxofonista sigue un ritual tí-pico entre los artistas: lo hace con el pie derecho y se persigna a continuación tres veces seguidas. Carga con él sus equipos. Y está escoltado por su pareja, Nelly Ojopi Pinto, que en ocasiones como ésta hace las

veces de asistente. Nelly tiene

41 años y ojos azules. Abandonó el sueño americano y su trabajo en Estados Unidos por otro sueño: el de un futuro mejor al lado del músico.El coronel recibe a la pareja con un abrazo distante.–Acomódense. ¿Quieren algo de tomar? –pregunta.Américo, fiel a su rutina, pide una Coca-Cola sin hielo para templar la garganta.–En sitios como éste uno tiene que cuidar-se –me dice–. La perdición para un músico suelen ser el trago, la noche, la bohemia. Por eso no tomo cuando me contratan.Los primeros instantes de la actuación, en mitad de la copiosa cena que ha hecho preparar el coronel, ante un público com-puesto exclusivamente por comensales, son surrealistas. Con las

manos aún frías, el músico extrae un “My Way” de su teclado sin éxito: ninguno de los presentes levanta la vista del plato. La escena parece más propia de un funeral que de una reunión íntima. Eso pone a Américo nervioso y transpira de a ratos. Pero todo cambia cuando empuña el saxo.Con él, se transforma en un jazzista de primera. Cuando arquea el instrumento, lo hace con tanta sensualidad que parece que tiene entre sus manos a una mujer de sinuosas curvas; cuando baila y camina entre el mueble bar y los invitados, el saxo baila y camina con él; en sus manos es como un guante perfecto.Después de la actuación, aproximadamen-te de una hora, Américo recibe los 30 dó-lares que el coronel le ha prometido y un plato de paella y postre en la cocina.

***

Dos días más tarde, Américo trata de dis-frutar de su única jornada de descanso en toda la semana. Se levantó temprano, como acostumbra. Tomó lo que él llama un desayuno de obrero: jugo de papaya y marraqueta. Ha ensayado. Y cuando le doy alcance está por escaparse un rato por unos drinks para relajarse. Lo habitual es que tome dos o tres cervezas. Pero cuando se emociona puede continuar hasta perder la cuenta. Y entonces se vuelve una carica-tura de sí mismo: un ser torpe y deforme que abraza a sus conocidos como si se fuera a terminar el mundo.Acompaño a Américo, cerveza en mano, a dar una vuelta por el barrio, y me comenta cabizbajo que su vida, como La Paz, siem-pre ha sido una sucesión de subidas y baja-das, una especie de montaña rusa.

Subida: según su carnet de identidad, Américo nació en La Paz el 25 de mayo de 1971, Día de Chuquisaca y, además, Día de la Patria en la Argentina. Bajada: no llegó a conocer a su padre y su madre lo abandonó antes de su primer cumpleaños, dejándolo con su abuela para irse primero a estudiar a la Argentina y después a Brasil para insta-larse. Subida: de pequeño, armó su prime-ra percusión con latas vacías de pinturas Monopol y se mantuvo con ella hasta que su abuela le regaló una batería de verdad. Los vecinos lo llamaban “El despertador” porque comenzaba a tocar a las seis de la mañana. Bajada: en clase, era un mucha-cho solitario y tímido. Antes de cumplir la mayoría de edad, viajó a Brasil para dar encuentro a su madre. Ella, acomodada ya en los altos estratos de la sociedad brasi-leña, ni siquiera lo presentó como su hijo. Subida: debido a su habilidad, algunos de sus compañeros lo bautizaron como El rey de las baquetas. Bajada: una mala racha le llevó a hacer empanadas que vendía luego en los mercados populares. Una casualidad, la subida sorpresiva del precio de la carne, le hizo abandonar las empanadas y retornar el sendero de la mú-sica en 2003. –Ahí comenzó mi idilio con el saxo –co-menta mientras caminamos.Una vecina que ve a Américo medio ma-reado le recrimina: –¿No deberías estar con tu familia?.Unos pasos más adelante, lo saludan; y leovuelven a saludar mientras torcemos en una concurrida esquina. Un día después, su pareja me llamaría para decirme que no había aparecido todavía. Y tardaría en hacerlo: deambuló borracho dos días.

***En el living del músico, no son demasia-dos los objetos que le hacen acordarse de su pasado. Tan sólo algunas fotos en blanco y negro y a color y un retrato de su abuela en sepia en el que luce joven-císima. Ahora, Elena Salazar, la abuela, tiene 84 años. Peina canas, pero se las tiñe cada cierto tiempo intentando quitarse de encima al menos un par de lustros. Y sigue siendo la sombra de su nieto, y su muleta.“Cuando él era más joven –me cuen-ta–, íbamos a todos lado juntos. Sobre todo, al cine. En una ocasión, tuve que llevarlo a ver once veces León peleador, de Van Damme, para que

aprendiera a defenderse” (carcajadas).“De niño –sigue recordando Elena–, cuan-do Américo cometía alguna de sus travesu-

Cuando empuña el saxo, se transforma en un gran jazzista. Arquea el instrumento con tanta sensualidad que parece que tiene entre sus manos a una mujer de sinuosas curvas; cuando baila y camina, el saxo baila y camina con él; en sus manos es un guante perfecto.

>> Charlie Parker. “No toques el saxo,deja que él te toque a ti”, solía decir. >> John Coltrane. En sus manos mágicas, el saxo cobraba vida.>> Maceo Parker. El padre del soul y del funk. Es un showman todo terreno.

>> El Gato Barbieri. El músico argentino, referente del jazz, es uno de los ídolos de Américo Estévez.

>> Historia. La de Américo integra un libro de crónicas que puede comprarse en la librería Eterna Cadencia.

>> Amor profundo. Sin su saxo, el artista callejero se siente desnudo. Es una especie de maldición. Ahora todo le sale torcido.

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ras y me hacía renegar, le pegaba duro con el cinto. A mí lo que más me gusta ahora es cuando imita a Luis Miguel. Lo hace muy bien. Se parece bastante a él. Pero mejor ponle tus videos, hijito mío, que el perio-dista lo vea”.Américo se acerca y saca unos VHS con una fina lámina de polvo encima. “El co-loso de América”, dice una tira de papel en uno de ellos. Tras el play, la grabación en la que sale Américo se traga literalmente la pantalla. En ella, el músico se desahoga a través del saxo.Sin su saxofón, parece estar desnudo. El saxo que le robaron era como un frac con la medida perfecta.–Con el saxo me iba mejor –suspira–. Aguantaba más. Valoraban mi talento. Una vez, un músico extranjero me dio 12 dólares por interpretar un solo tema. Y eso era lo que a mí me gustaba, que me diesen importancia. Sí, más que la plata.

***

Gracias a él, Américo pisó los sets de dife-rentes canales de televisión y fue requerido para amenizar tertulias de empresarios, comilonas de nuevos ricos y festejos po-pulares. “He hecho de todo –dice–, hasta en reuniones de masones he estado (risas). Y salió bien, aunque en medio de ellos pa-recía Cantinf las”. Desde que le robaron el saxo, sin embargo, las actuaciones son escasas. Por eso no quiere fallar esta no-che. Salió un contrato: en el pub La Tuerca de Calacoto. Américo hace unas llamadas para volverle a alquilar el saxo a su contac-to de la Fuerza Naval.En el boliche, los primeros compases no son muy alentadores. Sólo una mesa está

ocupada, con una señora con brazos flacos y largos y un tipo canoso de bigote cuyos gestos se confunden con el reflejo de una vela. Los dos conversan sin hacerle dema-siado caso al músico. La situación mejora con la llegada al local de un nutrido grupo de treintañeros para celebrar un cumplea-ños. Con su presencia, Américo rentabiliza la jornada, pero también se pone cardíaco. Entonces, busca una mirada de acepta-ción de su pareja tras cada composición y muestra sus tics nerviosos a cada rato. Se seca el sudor repitiendo compulsivamente el mismo gesto: primero con el revés de la mano derecha y, a continuación, con el de la mano izquierda. Cierra los ojos y frunce el ceño. Mientras se pasea entre las mesas con el saxo, el público lo aplaude. Borda con un solo magistral “Hotel California”, de los Eagles, y complementa su caminata buscando la magia con “New York, New York”, de Sinatra. Cuando se concentra, Américo se transforma en cualquiera de los grandes del saxo, y escupe las notas del instrumento a su antojo, con una natura-lidad innata.El show se completa con una exhibición músico-malabarística con la batería gra-cias al control que Américo ejerce sobre las baquetas. Ya de madrugada, el artista guarda el saxo en su funda marrón y aban-dona el escenario en silencio, como si se reservara las palabras únicamente para su instrumento.

(Una Versión más amplia de este texto for-ma parte del libro Los mercaderes del Che y otras crónicas a ras del suelo, de la editorial boliviana El Cuervo).

De niño, cuando Américo cometía alguna de sus travesuras y me hacía renegar, le pegaba duro con el cinto. Luego comenzó a portarse mejor. Lo que más me gusta ahora es cuando imita a Luis Miguel. Lo hace muy bien. Se parece bastante a él”, comenta su abuela Elena.

>> En familia. Américo nació un 25 de Mayo de 1971. En la foto aparece desayunando con sus hijos David y Gabriel y su abuela Elena, quien le pide que imite a Luis Miguel.

>> Amigo. Américo extraña a su valioso saxo. [email protected]