El hada Marylina - Editorial Club Universitario · y al centro. Justo, ... se tranquilizó y no se...

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El hada Marylina

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El hada Marylina

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Había una vez, hace muchos, muchos años, más o menos ochocientos, un hada que se llamaba Marylina.

Sus cabellos eran hilos de oro, su figura esbelta y ligera como la brisa, olía a tomillo en flor y sus ojos eran de color ámbar-caramelo.

Tenía tantos poderes que podía concederte todo lo que pidieras sin ni siquiera acudir a su varita mágica, con solo pensarlo era suficiente. Adoraba a los niños, pero se enfadaba mucho con aquellos que tenían malos sentimientos.

Era amante de los cuentos; si uno se encontraba con ella y empezaba a contarle un cuento, podía pasarse tres días escuchándola sin cansarse porque eran de una gran imaginación.

Le gustaban las bodas y los enamorados, tanto que siempre iba al convite que, probablemente, en la mayoría de los casos había provocado ella.

Cuando se reía, su voz era agua cristalina y sus dientes blancos irradiaban pequeñas lucecitas.

¡Ah, qué maravilla era verla entrar en cualquier sitio, todo se transformaba! Con su alegría, nada podía perderse; y, si algo se había roto o perdido, con ella se recuperaba.

Nunca se cansaba de realizar tareas porque tenía una voluntad inquebrantable.

Un día, decidió establecer su casa en el bosque porque adoraba la naturaleza; entonces buscó con atención qué

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árbol podría ser el más completo y, tras mucho meditar, pensó que el cedro era el más apropiado. De su bolso de viaje sacó su varita mágica y, pronunciando unas palabras especiales, dijo brevemente:

Undi-bi-undipali-mi-nupon-tú-mi

casa-en-formade-nu

De pronto, allí en lo alto de aquel magnífico cedro, apareció una casa transparente e invisible al ojo humano.

Ella se elevó graciosamente y comenzó a instalarse. Lo que Marylina nunca habría podido imaginar es que aquello iba a ser el principio de su… desgracia.

Todas las mañanas, cuando despuntaba el sol, Chispi, su pajarito que la acompañaba siempre a todas partes, se posaba en su hombro y con su: «Tri-tri, el sol ya está aquí», la despertaba.

—¡Hola, Chispi, qué bueno eres! ¿Has venido para que vayamos juntos a ver el sol y le preguntemos si ne-cesita algo? Bien, muy bien, pero antes, mi desayuno.

Entonces Chispi, de inmediato, le ponía en la boca tres gotitas de miel, solo tres gotitas con cinco pasas de uva, porque eso era lo que desayunaba el hada, y Marylina se sentía ya como nueva.

Verlos a los dos ir al encuentro del sol era una ver-dadera estampa de cuento; allí se pasaban horas y horas,

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hasta que Marylina se acordaba de que tenía que preparar su comida.

La comida era una cosa especial. Del bosque recogía manzanilla, tomillo, salvia, ortiga y todo lo que encon-traba. Después, hacía una infusión y la mezclaba con unas gotitas de rocío del amanecer (que siempre guar-daba en su nevera) y unos rayitos de luna (que los tenía encerrados en un tarrito de marfil). ¡Qué rico sabía todo aquello!

Por la tarde, su merienda y cena consistían en coger su taza de oro (regalo de su abuela el hada Elena) y llevarla a un punto específico que ella encontraba saltando y diciendo:

Un pasito al norte,un pasito al sur,un pasito al este,

un pasito al oeste,y al centro.

Justo, justo en ese centro, ella elevaba la tacita y se veía cómo un rayito de sol entraba… y luego se lo bebía.

Todo esto, por supuesto, podía variar si alguien la llamaba o la necesitaba para algo.

Enseguida hizo muchos amigos en el bosque, todos la adoraban. Las plantas la acariciaban, las flores la perfu-maban, los árboles le hablaban y le contaban secretos; y los animalitos como las ardillas, los conejitos y los mapa-ches eran sus compañeros de juegos.

Era tan simpática que todos sus amigos se disputaban su visita a la hora del té. Recuerdo el día que la invitaron a

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tomar un té don Conejo de las orejas largas (que las tenía así porque decía que de esa forma podía escuchar todo lo que ocurría en el bosque) y el Zorro del sombrero Saturno (apodado así porque llevaba en la cabeza un sombrero con forma de planeta). Le habían preparado una mesa galáctica, con un mantel de hojas verdes, y habían colgado en un árbol un reloj que, en vez de marcar las cinco de la tarde, marcaba las nueve de la noche. El té olía a limón, pero sabía a fresa; y cada vez que el hada quería beber, la cogían del brazo y le contaban un chiste. Ella se reía tanto que no podía parar.

El reloj se detuvo para ellos de lo bien que se lo estaban pasando; y así, sin darse cuenta, transcurrió un mes entero. ¡Qué increíble, con ella todo era posible!

Había convertido la cascada del bosque en su ducha particular y, al decir cuatro palabras mágicas, el agua salía templada y limpia; a ella le gustaba tomar siempre un baño antes de acostarse, y cepillar luego su bellísimo pelo de hilos de otro con un peine de cristal que le había regalado un rey que había vivido en la Atlántida.

Pero lo que más recuerdo era su vestido. ¡Ah, eso sí que era una maravilla! Estaba hecho de magníficos tules de colores y, si uno se alejaba un poco para admirarlo, podía ver allí todos los colores del arco iris. Además, en su cabeza siempre llevaba puesta una diadema de flores frescas.

Colgaban del vestido miles de cristalitos que, al mo-verse, provocaban un sonido parecido a los adornos de conchillas que solemos colgar en las terrazas y que, cuando hay viento, hacen un… «glan-glan-glan».

Esta no era un hada, era una superhada, tal era así que en la reunión anual del Consejo Superior de Hadas

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la nombraron presidenta; aunque debo señalar que una de ellas, Ludovica, votó en contra. Pero, en honor a la verdad, hay que decir que Ludovica está siempre en desacuerdo con todo.

Como Marylina había vivido muchos años, aunque su aspecto era el de una persona de apenas veinticinco, tenía muchos, muchos amigos humanos, entre ellos yo, que me llamo Mussi.

Éramos los mejores amigos del mundo, inseparables; nos conocimos en el bosque adonde ella se fue a vivir.

Un día, me interné en el bosque para cazar un ciervo y ella apareció de repente ante mis ojos y me lo impidió enérgicamente. Nunca olvidaré ese día, no podía creer lo que estaba viendo, era algo tan hermoso que no podría describirlo con palabras; por supuesto, nunca más volví a cazar ni a lastimar a ningún animal.

Pero no sé por qué me he alejado tanto de la historia. Como ya he dicho, con ella todo era posible. Y, una vez se hubo mostrado ante mí, aparecía y desaparecía a su antojo; y todo lo que yo quería me lo concedía en un abrir y cerrar de ojos.

Nunca he visto tanta poesía junta, era imposible co-nocer a Marylina y no quedarse completamente prenda-do de ella.

En una ocasión, divisamos una cometa de estridente color rojo y me instó a subir en ella para, los dos juntos, elevarnos hacia lo alto y luego, después de montarla, bajar a carcajadas por la ocurrencia.

¡Maravilloso, todo era maravilloso con ella!Ella llegó a quererme mucho, ella quería a todo el

mundo, era un hada.

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Pero un día amaneció nublado en el bosque y Marylina al principio no comprendió el acertijo. Por su habitual candidez, pensó que era normal, pero al instante observó que, además de nublado, el ambiente comenzaba a teñirse de un hollín negro y sucio que caía sobre su pelo de hilos de oro y lo tiznaba lentamente, mientras su vestido perdía los colores del arco iris y se tornaba gris.

Chispi no estaba cerca de ella y las flores de su corona se secaron.

«¿Qué ocurrirá?», se preguntó. Entonces escuchó un ronquido desagradable que parecía salir del fondo de la tierra.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó el hada—, ¡es Roncadora!¿Y quién era Roncadora? Pues era la bruja más mala y

más fea que jamás podáis imaginaros.No tengo que explicaros que era todo lo contrario

a Marylina. Roncadora siempre iba vestida de negro, y tenía las manos sudorosas y los dientes muy, muy sucios, ya que nunca se le había ocurrido lavárselos.

Con su voz de trueno viejo, llamó a Marylina:—Marylina, ¿qué haces en el bosque? Este bosque es

mío y me pertenece todo lo que hay en él.—Como usted diga, Roncadora. Ya sabe que yo nun-

ca me enfrento al mal, por lo tanto, me iré ahora mismo.Pero, en un descuido del hada, la fea bruja cogió el

libro de magia de Marylina y le cambió todas las fórmulas.Y antes de que se diera cuenta, se fue.En realidad no quería que Marylina se marchara del bos-

que, lo único que pretendía era molestarla porque Marylina tenía todo lo que ella deseaba y no podía obtener con sus poderes, ya que solamente con amor es posible lograr la apa-

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riencia de hada, y a Roncadora aún le faltaban muchas vidas, en el caso de que eso fuera suficiente para conseguirlo.

La cuestión es que la pobre Marylina no se dio cuen-ta del cambio de las fórmulas mágicas y, si bien con un pensamiento podía concederte todo lo que le pidieras, había fórmulas específicas que no solía recordar.

Así, cuando vio que la bruja había desaparecido, se tranquilizó y no se fue, pero hete aquí que no se imagi-naba ni por lo más remoto lo que iba a suceder.

A la mañana siguiente, fui a visitarla. Y no sé por qué razón, y lamento la hora, se me ocurrió pedirle una tarta de chocolate. Ella, con un suspiro que aún recuerdan mis oídos como una suave música, cogió su libro de magia para hacerme, según dijo:

—¡La tarta más rica, original y gigantesca del mundo!Y ¡zas!, en vez de la maravillosa tarta que me pro-

metió, me convirtió en un abrir y cerrar de ojos en un perro pequeñito, pequeñito, pequeñito.

Nunca olvidaré los ojos de sorpresa de Marylina, ¡ni ella misma se lo podía creer!

A partir de ese momento, se convirtió en un hada despistada, se olvidaba de los cuentos a la mitad y deja-ba a las ardillas intrigadas. El agua de la cascada le salía como cubos de hielo en pleno invierno, no encontraba nunca el centro para beber el rayito de sol y muchas veces no dormía en casa, no porque no quisiera, sino porque no se acordaba de en qué cedro estaba.

Sus amigos del bosque intentaron consolarla y por un tiempo pensé que lo lograrían. Y como Marylina no podía recordar las palabras mágicas para volar, y si acudía a su libro podía meter la pata, ellos venían y

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le solucionaban el problema. Si tenía tiempo y podía recrearse en el paisaje, aparecía su amiga la tortuga; entonces ella se montaba encima y se iban. Pero, si tenía que acudir a un sitio con velocidad, era el cisne real el que la llevaba.

Se sentía querida y acompañada, pero, cuando se sentaba a meditar, le aparecían brisas de tristeza porque había algo que quería solucionar y no lo conseguía.

¡No podía dejarme para siempre convertido en un perrito!

Un día se sentó en una roca a los pies de un árbol y se puso a llorar. Yo la contemplaba sin poder decir palabra, quizás hubiera tenido que decirle que no im-portaba, que yo era igual de feliz al lado de ella…, pero no pude.

Lloraba tanto que las lágrimas empezaron a rodar y a deslizarse por sus cabellos de oro, a caer por su vestido de arco iris hasta llegar al suelo, y allí convertirse en brillantes al mismo tiempo que la tierra se abría como diciendo que le pertenecían. Lloró tanto rato que se desintegró y, para sorpresa mía, a medida que ella se iba diluyendo, yo iba recuperando mi figura humana y todas sus lágrimas-brillantes quedaban sepultadas en el centro mismo de la tierra.

Por eso los mineros que trabajan en las minas de brillantes, cuando las encuentran, saben perfectamente que son las lágrimas del hada Marylina.

La última noticia que tengo de ella es que se la puede ver en los lagos transparentes. Si te asomas a ver tu imagen, quizás la veas; y, si la ves y ha recuperado sus poderes, puede concederte un deseo.

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Pero, si no tienes nada que pedirle, por favor, dile que vuelva, que la estoy esperando.

Inténtalo, gracias.