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El gran Meaulnes

Alain Fournier

Editorial Gente Nueva

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Título del original en francés: Le grand MeaulnesEdición: Mirta Andreu DomínguezDiseño: María Elena Cicard QuintanaIlustración de cubierta: Raúl Martínez HernándezCubierta: Armando Quintana GutiérrezCorrección: Ileana María RodríguezComposición: Caridad Sanabia de León

© Sobre la presente edición: Editorial Gente Nueva, 2004

ISBN 959-08-0619-8

Instituto Cubano del Libro, Editorial Gente Nueva,calle 2 no. 58, Plaza de la Revolución, Ciudad de La Habana, Cuba

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A mi hermana Isabelle.

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Primera Parte

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Capítulo Primero

El huésped

Llegó a nuestra casa un domingo de noviembre de 189...Aún digo “nuestra casa”, aunque ya no nos pertenece. Nos

fuimos de esa región hace quince años, y seguramente no vol-veremos nunca más.

Vivíamos en el edificio del curso superior de la Escuela deSainte-Agathe. Mi padre, a quien yo llamaba señor Seurel, igualque los otros chicos, era a la vez el director del curso superiordonde los alumnos estudiaban para maestros, y del curso me-dio. Mi madre enseñaba a los pequeños.

Una casa larga y roja, con cinco puertas vidrieras bajo laviña loca, allí, al final del pueblo; un patio inmenso con por-ches y lavadero, del cual se salía por un gran portal que dabahacia el pueblo. En el lado norte, una pequeña verja detrás dela cual pasaba la carretera que iba hacia la estación, a treskilómetros; al sur y al otro lado de la casa, campos, jardines yprados entremezclados con los barrios de las afueras del pue-blo… Este es el plano general de la vivienda en la que pasé losdías más tormentosos pero más valiosos de mi vida —viviendade la que salieron nuestras aventuras para luego volver a es-trellarse contra ella, como olas contra un peñasco desierto.

El azar de los “traslados”, una decisión de inspector o deprefecto, nos había llevado hasta allá. Hacia el final de las va-caciones, hace ya mucho tiempo, un carruaje campesino, queprecedía a nuestra mudanza, nos había dejado, a mi madre y amí, delante de la pequeña verja oxidada. Unos chiquillos que

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robaban melocotones en el jardín se escaparon silenciosamen-te por los huecos de la cerca… Mi madre, a la que llamábamosMillie y que era el ama de casa más metódica que he conocidoen toda mi vida, entró enseguida en los cuartos llenos de pajapolvorienta y declaró, consternada, como en cada “traslado”,que nuestros muebles no cabrían nunca en una casa tan malconstruida… Salió para confiarme su preocupación. Mientrasme hablaba, limpió suavemente con su pañuelo mi cara de niño,sucia del viaje. Después volvió a entrar para confeccionar unalista de todos los huecos que iba a hacer falta condenar paraque la vivienda llegara a estar habitable… Y yo, con un gransombrero de paja con cintas, me había quedado ahí, esperán-dola, en la grava de ese patio extraño, atisbando tímidamentealrededor del pozo y bajo el cobertizo del carro.

Así es, al menos, como imagino hoy nuestra llegada. Porquesiempre que quiero volver a recuperar el lejano recuerdo de laespera de aquella primera tarde, me veo con las manos agarra-das a los barrotes del portal, acechando con inquietud a alguienque va a bajar por la calle principal. Y si intento imaginarmela primera noche que debí pasar en mi buhardilla, entre losdesvanes del piso de arriba, son ya otras noches las que re-cuerdo; no estoy solo en este cuarto, una gran sombra inquie-ta y amiga se pasea por las paredes. Todo ese paisaje tranquilo—la escuela, el campo del tío Martin con sus tres nogales, eljardín que todos los días, a partir de las cuatro, se veía invadidopor mujeres que venían de visita— ha quedado permanente-mente agitado y transformado en mi memoria por la presen-cia de quien trastornó toda nuestra adolescencia sin que nisiquiera su huida nos dejara tranquilos.

Sin embargo, llevábamos ya diez años en esa región cuandollegó Meaulnes.

Yo tenía quince años. Era un domingo frío de noviembre, elprimer día de otoño que hacía pensar en el invierno. Milliehabía estado el día entero esperando la llegada de un coche dela estación que debía traerle un sombrero para la temporadadel mal tiempo. Por la mañana, había faltado a misa; y yo,sentado en el coro con los otros chicos, había estado hasta el

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sermón mirando inquieto hacia la puerta para verla entrarcon su sombrero nuevo.

Por la tarde tuve que asistir solo a vísperas.—Además —me dijo para consolarme, mientras le quitaba

un poco el polvo, con la mano, a mi traje de niño—, aunque elsombrero hubiera llegado, seguramente hubiera tenido quepasarme el domingo repasándolo.

Así pasábamos a menudo los domingos de invierno. Por lamañana temprano mi padre se iba por ahí, lejos, a la orilla dealguna laguna brumosa, a pescar lucios en una barca; y mimadre, encerrada hasta la noche en su cuarto oscuro, se dedi-caba a arreglar sus humildes ropas. Se encerraba de esa ma-nera por miedo a que alguna de sus amigas, tan orgullosas ypobres como ella, pudiera sorprenderla. Y yo, acabadas lasvísperas, esperaba leyendo en el frío comedor a que abrierala puerta para enseñarme cómo le sentaban.

Ese domingo, un poco de animación delante de la iglesia hizoque me quedara fuera después de las vísperas. En el atrio, unbautizo había atraído a los chiquillos. En la plaza, varios hom-bres del pueblo se habían puesto sus guerreras de bomberoy, formados los destacamentos, oían cómo Boujardon, el sar-gento, se embrollaba con teorías mientras ellos, ateridos porel frío, daban pataditas en el suelo.

Las campanas del bautizo pararon de pronto, como un repi-que de fiesta que se hubiera equivocado de día y de lugar. Bou-jardon y sus hombres, con las armas en bandolera, se llevaronel carro de bomberos al trote corto. Los vi desaparecer por laprimera esquina, seguidos de cuatro chiquillos silenciosos,aplastando con las gordas suelas de sus zapatos las ramitasdel camino escarchado por el cual no me atreví a seguirlos.

En el pueblo, el único sitio donde quedaba vida era en el caféDaniel; desde allí me llegaba el barullo de las discusiones de loshombres que bebían, aumentando el volumen por momentos,bajando enseguida otra vez. Y yo, pegándome al muro bajo delgran patio que separaba nuestra casa del pueblo, llegué a lacancela un poco inquieto por haberme retrasado.

Estaba entreabierta y vi que sucedía algo extraño.

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En efecto, intentando atisbar desde fuera por la puertadel comedor —la más cercana de las cinco puertas de cristalque daban al patio— había una mujer de pelo gris intentandover a través de los visillos. Era pequeña y llevaba una capotade terciopelo negro a la antigua. Tenía la cara delgada y fina,pero alterada por la inquietud; y no sé qué aprensión, al verla,hizo que me parara en el primer escalón de la entrada.

—¡Dios mío! ¿Adónde se habrá ido? —decía a media voz—.Estaba aquí conmigo hace un momento. Ya ha recorrido la casa.Tal vez se ha ido…

Y, entre frase y frase, daba en el cristal tres golpecitos im-perceptibles.

Nadie iba a abrirle a la visitante desconocida. Sin duda, Milliehabía recibido el sombrero de la estación y, en el fondo del cuartorojo, no oía nada, delante de una cama sembrada de cintas yplumas viejas deshilachadas, cosiendo, descosiendo y remode-lando su mediocre sombrero… En efecto, en cuanto hube en-trado en el comedor, seguido de cerca por la visita, apareció mimadre sosteniendo en la cabeza con las manos unos alambres,unas cintas y unas plumas que no habían llegado a estar aún enperfecto equilibrio… Me dirigió una sonrisa con sus ojos azules,cansados de haber trabajado al anochecer, y exclamó:

—¡Mira! Te estaba esperando para enseñarte…Pero al ver a aquella mujer sentada en la gran butaca, al

fondo de la sala, dejó de hablar, desconcertada. Se quitó rápi-damente el sombrero y durante toda la escena que tuvo lugara continuación, lo tuvo sujeto contra el pecho, invertido, comoun nido, en su brazo derecho doblado.

La mujer de la capota, con un bolso de cuero y un paraguasentre las rodillas, había empezado a explicarse, balanceandoligeramente la cabeza y chasqueando la lengua, como una mujerde visita. Había vuelto a recuperar todo su aplomo. Tenía, in-cluso, al hablarnos de su hijo, un aire superior y misteriosoque nos intrigó.

Habían venido los dos en coche desde La Ferté-d´Angillon,a catorce kilómetros de Sainte-Agathe. Viuda y muy rica, porlo que nos dio a entender, había perdido al menor de sus doshijos, Antoine, que había muerto una tarde al regreso de la

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escuela por haberse bañado con su hermano en una charca es-tancada. Había decidido poner a pupilo en nuestra casa almayor, Augustin, para estudiar el curso superior.

E, inmediatamente, se puso a elogiar a este huésped que nostraía. Yo no reconocía ya a la mujer de pelo gris que habíavisto encorvada delante de la puerta hacía un momento, conese aire suplicante y alocado de gallina que ha perdido al polli-to más díscolo de su nidada.

Lo que nos contaba de su hijo con tanta admiración era de lomás sorprendente: le encantaba hacer cosas para complacer-la; a veces recorría varios kilómetros por el borde del río, mo-jándose las piernas, para traerle huevos de gallineta o de patosalvaje que recogía entre los juncos… También ponía tram-pas… La otra noche había encontrado en el bosque un faisánatrapado por el pescuezo…

Yo, que no me atrevía a volver a casa cuando me había hechoun desgarrón en la camisa, miraba a Millie con asombro.

Pero mi madre ya no escuchaba. Incluso le hizo un gesto a la mu-jer de que callara y, dejando con cuidado su “nido” en la mesa,se levantó silenciosamente como para ir a sorprender a alguien…

Encima de nosotros, en efecto, en un lugar donde estabanamontonados los restos ennegrecidos de los fuegos artificialesdel último Catorce de Julio, unos pasos desconocidos y segu-ros de sí mismos, iban y venían, estremeciendo el techo al atra-vesar los inmensos desvanes tenebrosos del piso de arriba, yse iban a perder hacia los cuartos abandonados de los ayudan-tes, donde se ponía la tila a secar y las manzanas a madurar.

—Ya había oído yo hace poco ese ruido por los cuartos deabajo —dijo Millie a media voz—, y creí que eras tú, François,que habías regresado…

Nadie contestó. Los tres estábamos de pie, con el corazónlatiéndonos, cuando se abrió la puerta del desván que dabahacia la escalera de la cocina; alguien bajó los escalones, atra-vesó la cocina y se presentó en la entrada oscura del comedor.

—¿Eres tú, Augustin? —dijo la señora.Era un chico grandote de unos diecisiete años. En la oscuri-

dad del anochecer no vi, al principio, más que su sombrero campe-sino de fieltro, echado hacia atrás, y su blusón negro sujeto

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con un cinturón, como lo llevan los escolares. También notéque sonreía.

Me vio, y antes de que alguien hubiera podido pedirle unaexplicación, me dijo:

—¿Vienes al patio?Dudé un segundo. Después, como Millie no hizo gesto de re-

tenerme, cogí mi gorra y me dirigí hacia él. Salimos por lapuerta de la cocina y fuimos al patio de recreo, que estaba yacasi oscuro. A la pálida luz del crepúsculo yo miraba, al andar,su cara angulosa de nariz recta y labio velloso.

—Mira —dijo—, he encontrado esto en tu desván. ¿No ha-bías mirado ahí nunca?

Tenía en la mano una pequeña rueda de madera ennegreci-da, con una ristra de cohetes quemados alrededor; había debi-do ser la girándola de los fuegos artificiales del Catorce de Julio.

—Hay dos que no se encendieron: vamos a prenderlos —dijocon un tono tranquilo y el aire de alguien que espera descu-brir más detalles en lo adelante.

Tiró la gorra al suelo y vi que llevaba el pelo completamenterapado, como un campesino. Me enseñó los dos cohetes consus trozos de mecha de papel que la llama había cortado, en-negrecido y abandonado. Clavó en la arena el cubo de la rueday sacó del bolsillo —para mi gran asombro, puesto que eso nosestaba terminantemente prohibido— una caja de fósforos. Aga-chándose con cuidado, le prendió fuego a la mecha. Después,cogiéndome de la mano, me haló.

Un momento después, mi madre salía por el umbral de lapuerta con la madre de Meaulnes, después de haber discutidoy arreglado el precio de la pensión, y vio surgir del cobertizoun haz de chispas rojas y blancas acompañadas de un silbido.Durante un segundo me pudo ver, erguido y sin inmutarme enese resplandor mágico, de la mano de aquel chico grande re-cién llegado…

Tampoco se atrevió a decir nada esta vez.Y por la noche, en la cena, tuvimos en la mesa familiar a un

compañero silencioso que comía con la cabeza baja, sin preo-cuparse por nuestras tres miradas fijas en él.

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Capítulo II

Después de las cuatro

Hasta entonces yo no había correteado con frecuencia por lascalles con los chicos del pueblo. Una coxalgia, de la cual habíasufrido hasta ese año de 189…, me había dejado temeroso ymalhumorado. Aún me veo corriendo detrás de los demás cole-giales ágiles por las callejuelas que había alrededor de nuestracasa, cojeando penosamente de una pierna.

Casi no me dejaban salir. Y me acuerdo de Millie, que aunqueestaba tan orgullosa de mí, me hacía volver a casa a pescozonesmás de una vez, por haberme encontrado así, renqueando porahí con los granujas del pueblo.

La llegada de Augustin Meaulnes coincidió con mi recupera-ción, y fue el principio de una vida nueva.

Antes de su llegada, al acabar las clases a las cuatro, se cer-nía sobre mí un largo anochecer solitario. Mi padre traía elfuego de la estufa de la clase a la chimenea de nuestro come-dor, y, poco a poco, los últimos chiquillos que se habían retra-sado se iban de la escuela, ya fría y atufada de humo. Todavíaalgunos correteaban por el patio; después se hacía de noche.Los dos alumnos que habían estado barriendo la clase busca-ban sus capuchones y sus esclavinas en el cobertizo, y se mar-chaban de prisa, las cestas al brazo, dejando el gran portalabierto.

Entonces, mientras quedaba un poco de luz del día, me ibaal fondo del ayuntamiento y, encerrado en el cuarto de los ar-chivos llenos de moscas muertas y de carteles agitándose con

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el viento, leía sentado en una báscula vieja junto a una venta-na que daba al jardín.

Cuando ya estaba oscuro y los perros de la granja vecinaempezaban a aullar y se iluminaba el cristal de nuestra coci-nita, regresaba a casa. Mi madre había empezado a prepararla cena. Yo subía tres peldaños de la escalera que conducía aldesván, me sentaba sin decir nada y miraba cómo mi madreencendía el fuego en la estrecha cocina donde vacilaba la lla-ma de una vela.

Pero llegó alguien que me arrancó de todos esos placeres deniño tranquilo. Alguien sopló la vela que me iluminaba la dulcecara materna inclinada sobre la cena. Alguien apagó la lámparaa cuyo alrededor éramos una familia feliz, por la noche, des-pués de que mi padre cerrara los postigos de madera y de cris-tales. Y ese “alguien” fue Augustin Meaulnes, a quien los otrosalumnos empezaron pronto a llamar “el gran Meaulnes”.

Desde que empezó a vivir con nosotros, o sea, desde los pri-meros días de diciembre, la escuela dejó de estar desierta porlas tardes a partir de las cuatro. A pesar del frío que entrabapor la puerta oscilante, de los gritos de los que barrían y desus cubos de agua, siempre había en el aula, después de lasclases, unos veinte alumnos de los mayores, tanto del pueblocomo del campo, apiñados alrededor de Meaulnes. Y había lar-gas discusiones, disputas interminables en las que me intro-ducía sigilosamente con inquietud y placer.

Meaulnes no decía nada; pero era para él para quien, a cadamomento, uno de los más charlatanes avanzaba en medio delgrupo y, tomando por testigo, uno tras otro, a cada uno de suscompañeros, que lo aprobaban ruidosamente, contaba cual-quier historia larga de ladrones, que todos los demás seguían,boquiabiertos, riendo silenciosamente.

Sentado en un pupitre, balanceando las piernas, Meaulnesreflexionaba. En los momentos mejores también se reía, perosuavemente, como si reservara sus carcajadas para alguna his-toria mejor que sólo él sabía. Después, al caer la noche, cuan-do la débil luz que entraba por las ventanas de la clase ya noiluminaba al grupo amontonado de muchachos, Meaulnes se

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levantaba de pronto y, atravesando el círculo apresuradamen-te, decía:

—¡Arriba, vámonos!Entonces todos lo seguían, y, hasta bien entrada la noche, se

les oía gritar en la parte alta del pueblo…

Ahora empecé yo también a acompañarlos. Iba con Meaulneshasta la puerta de los establos de las afueras del pueblo, a lahora en que se ordeña las vacas… Entrábamos en las tiendasy, al fondo de la oscuridad, entre dos chasquidos de su telar, eltejedor decía:

—¡Ya están aquí los estudiantes!Generalmente, a la hora de la cena, solíamos estar al lado de

la escuela viendo a Desnounes, el carretero, que era tambiénherrador. Su taller estaba instalado en una vieja posada congrandes puertas de dos hojas que solían estar abiertas. Desdela calle se oía rechinar el fuelle de la forja y, en el resplandor delhornillo, en ese lugar oscuro y ruidoso, se veía a veces gentedel campo que había parado el carro un momento para charlarun poco; otras veces era un escolar como nosotros que, apoyadoen una puerta, miraba sin decir nada.

Y allí empezó todo, una semana antes de Navidad.

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Capítulo III

“Frecuentando la tienda de un cestero”

Había estado lloviendo todo el día y no escampó hasta el ama-necer. El día había sido de una pesadez mortal. Durante losrecreos no había salido nadie y habíamos oído a mi padre, elseñor Seurel, gritar en la clase a cada momento:

—¡No armen ese ruido con los zuecos, chicos!Después del último recreo del día, o como solíamos decir, del

último “cuarto de hora”, el señor Seurel puso fin a las idas yvenidas que desde hacía un rato venía dando pensativamentepor el aula, pegó con la regla un golpe sobre la mesa para cor-tar el murmullo confuso de un final de clases de un día aburridoy, en el silencio atento, preguntó:

—¿Quién va a ir mañana con François en coche a la estaciónpara recibir a los señores Charpentier?

Eran mis abuelos: el abuelo Charpentier, el hombre del grancapote de lana gris, el viejo guardabosques retirado, con sugorro de piel de conejo al que llamaba su quepis… Los chiqui-llos lo conocían bien. Por las mañanas, para lavarse la cara,sacaba un cubo de agua y se frotaba vagamente la perilla, salpi-cando, como hacen los viejos soldados. Un corro de niños, conlas manos detrás de la espalda, lo observaba con curiosidadrespetuosa… Y también conocían a la abuela Charpentier,la pequeña campesina con su abrigo de punto, porque Millie lallevaba a la clase de los pequeños por lo menos una vez.

Todos los años íbamos a buscarlos a la estación unos díasantes de Navidad, al tren de las cuatro y veinte. Para vernos,

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atravesaban toda la provincia, cargados de fardos llenos decastañas y de golosinas navideñas envueltas en servilletas. Encuanto los dos entraban en casa, bien arropados, sonriendo yun poco sobrecogidos, cerrábamos tras ellos todas las puertasy empezaba una gran semana de felicidad…

Para llevar conmigo el coche con el cual íbamos a recogerlos,hacía falta alguien serio que no nos fuera a meter en una cu-neta y que fuera también bastante jovial, porque el abueloCharpentier juraba con demasiada facilidad y la abuela era unpoco charlatana.

A la pregunta del señor Seurel, contestaron una decena devoces, gritando al unísono:

—¡El gran Meaulnes! ¡El gran Meaulnes!Pero el señor Seurel hizo como si no los oyera. Entonces gri-

taron:—¡Fromentin!Y otros:—¡Jasmin Delouche!El menor de los hermanos Roy, que solía ir al galope por los

campos montado en su cerda, gritaba con voz aguda:—¡Yo, yo!Dutremblay y Moucheboeuf se contentaron con levantar tí-

midamente la mano.Yo hubiera querido que fuera Meaulnes. Ese paseo se hubiera

convertido en un acontecimiento más importante. Él tambiénlo deseaba, pero lo disimulaba callando con aire desdeñoso. Losmayores se habían sentado a la mesa como él, del revés, conlos pies en el asiento, tal como hacíamos en los ratos de des-canso o de gran júbilo. Coffin, con su blusón subido y enrolladoen la cintura, estaba agarrado a la columna de hierro que suje-taba la viga del techo y empezó a trepar por ella en señal dealegría. Pero el señor Seurel nos dejó a todos helados al decir:

—¡Bien! Irá Moucheboeuf.Y cada cual volvió a su sitio en silencio.

A las cuatro, en el gran patio helado donde la lluvia iba for-mando pequeños ríos, me encontré solo con Meaulnes. Sin

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pronunciar palabra, miramos el pueblo reluciente que secabala borrasca. Al poco tiempo el pequeño Coffin, con su capuchóny un pedazo de pan en la mano, salió de su casa y, pegándose alas paredes, se presentó silbando a la puerta del carretero.Meaulnes abrió el portal, le gritó y, un momento después, está-bamos los tres instalados al fondo del taller rojo y caliente porel que atravesaban bruscamente ráfagas de aire frío. Coffin yyo nos sentamos junto al calor de la forja, con los piesembarrados en las virutas blancas; Meaulnes, silencioso, conlas manos en los bolsillos, permaneció apoyado en el quicio de lapuerta de la entrada. De cuando en cuando, pasaba por la calleuna señora del pueblo, que volvía de la carnicería con la cabezabaja a causa del viento, y nosotros levantábamos la vista paraver quién era.

Nadie hablaba. El herrador y su ayudante, el uno dándole alfuelle y el otro pegándole al hierro, proyectaban sombras vio-láceas en la pared… Recuerdo esa tarde como una de las tardesimportantes de mi adolescencia. Había en mí una mezcla deplacer y de inquietud: temía que mi compañero me privarade la pequeña alegría de ir a la estación en coche y, sin embargo,esperaba de él, sin atreverme a reconocerlo, cualquier plan ex-traordinario que lo cambiara todo.

Cada cierto tiempo, el trabajo apacible y uniforme del tallerse interrumpía un instante. El herrador pegaba con el martillounos golpes pesados y nítidos sobre el yunque. Se acercaba aldelantal de cuero el trozo de hierro que había estado golpeandoy le echaba una mirada. Entonces, levantaba la cabeza y nosdecía, para recuperar un poco el aliento:

—¿Qué? ¿Cómo va la juventud?Su ayudante se quedaba con la mano derecha levantada

agarrando la cadena del fuelle; se ponía la izquierda en lacintura y nos miraba sonriendo.

Y enseguida volvía a empezar el estrépito del trabajo.Durante uno de esos descansos, vimos, por la puerta abierta,

a Millie que pasaba en medio del vendaval envuelta en su pa-ñoleta y cargada de paqueticos.

El herrador me preguntó:—¿Llegará pronto el señor Charpentier?

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—Mañana, con mi abuela —contesté—. Iré en coche a bus-carlos al tren de las cuatro y veinte.

—¿En el coche de Frometin?—No, en el del tío Martin —contesté de prisa.—¡Uy! No saben ustedes lo que les espera…Y los dos, él y su ayudante, se echaron a reír. El ayudante

dijo lentamente, por decir algo:—Con la yegua de Fromentin podrían ir a buscarlo a Vierzon.

Allí hay una hora de parada. Está a quince kilómetros. Esta-rían de vuelta antes de que pusieran el arnés al burro deMartin.

—¡Ah! Esa yegua sí que anda bien… —dijo el otro.—Y yo creo que Fromentin se la prestaría con facilidad.Ahí acabó la conversación. El taller volvió a ser otra vez

un lugar lleno de chispas y ruido donde cada cual pensaba enlo suyo.

Pero cuando llegó la hora de marcharse y me levanté paraavisar al gran Meaulnes, no me vio al principio. Apoyado enla puerta y con la cabeza baja, parecía estar profundamenteabsorto en lo que se acababa de decir. Al verlo así, perdido ensus reflexiones, mirando como a través de leguas de niebla aesa gente apacible que trabajaba, me vino a la memoria, depronto, aquella imagen de Robinson Crusoe donde se ve al jo-ven inglés, antes de su partida, “frecuentando la tienda de uncestero”.

Y después he vuelto a recordarlo a menudo.

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Capítulo IV

La evasión

Al día siguiente, a la una de la tarde, la clase del curso supe-rior se destaca en medio del paisaje helado como una barca enel océano. No huele a salmuera ni a brea como en los barcos depesca, sino a arenques fritos y a la lana chamuscada de losque, al entrar, se han acercado demasiado a la estufa para ca-lentarse.

Como se acerca el fin de año, se han distribuido entre los alum-nos los cuadernos de composición. Y, mientras el señor Seurelescribe problemas en la pizarra, se establece un silencio im-perfecto mezclado de conversaciones en voz baja, interrumpi-das por gritos medio apagados y frases de las que sólo se dicenlas primeras palabras para asustar al vecino:

—¡Señor Seurel!, Fulanito me está...El señor Seurel, mientras copia los problemas, piensa en otra

cosa. De cuando en cuando se vuelve y mira a todo el mundo conun aire a la vez severo y ausente. Y ese bullicio apagado cesacompletamente un momento para volver a empezar ensegui-da, al principio suavemente, como un ronroneo.

En medio de esa agitación sólo yo estoy callado. Sentado enel extremo de una de las mesas de la sección de los más peque-ños, cerca de los ventanales, no tengo más que enderezarmeun poco para poder ver el jardín, el arroyo ahí abajo, detrás,los campos.

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De cuando en cuando me pongo de pie y, de puntillas, mirocon inquietud hacia la granja de la Belle-Étoile. Desde queempezó la clase he notado que Meaulnes no volvió a entrardespués del recreo de mediodía. Su compañero de mesa tam-bién ha debido notarlo, pero no ha dicho nada, preocupadocon su ejercicio de redacción. Pero en cuanto levante la ca-beza, la noticia correrá por toda la clase y no faltará quien,como de costumbre, pronuncie en voz alta las primeras pala-bras de la frase:

—¡Señor Seurel!, Meaulnes...Sé que Meaulnes se ha ido. Para ser más exacto, sospecho

que se ha escapado. Al terminar de comer ha debido saltar latapia y echar a andar por los campos, cruzando el arroyo ala altura de la Vieille-Planche, hasta llegar a la Belle-Étoile.Habrá pedido la yegua para ir a buscar a los señores Char-pentier. La hace enganchar en este momento.

La Belle-Étoile está ahí abajo, al otro lado del arroyo, en laladera, y es una granja grande, escondida en verano tras losolmos, las encinas y los setos de nuestro patio. Está junto a uncaminito que lleva, por un lado, a la carretera de la estación y,por otro, a las afueras del pueblo. Rodeado de tapias altas,sostenidas por estribos cuyas bases están metidas en estiér-col, ese gran edificio feudal desaparece en junio bajo las hojasy, desde el colegio, al anochecer, sólo oímos el ruido de suscarros y los gritos de los mozos. Pero hoy veo por la ventana,entre los árboles sin hojas, su tapia alta y grisácea, y la entra-da. Y por entre los huecos del seto se ve también un trozo decamino blanco de escarcha, que, paralelo al arroyo, va hacia lacarretera de la estación.

Nada se mueve todavía en este nítido paisaje de invier-no. Nada ha cambiado aún.

Aquí, el señor Seurel acaba de copiar el segundo problema.Suele poner tres. Si hoy, por casualidad, sólo nos pusiera dos…Volverá enseguida a su mesa y se dará cuenta de la ausenciade Meaulnes. Mandará a buscarlo por el pueblo a dos chicosque seguramente lo encontrarán antes de que haya engan-chado la yegua…

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El señor Seurel, copiado ya el segundo problema, baja unmomento su brazo cansado… Después, con gran alivio por miparte, empieza a escribir otra línea diciendo:

—Y ahora, éste no es más que un juego de niños.Dos pequeños trazos negros que sobresalían por encima de

la tapia de la Belle-Étoile y que debían ser los dos varales levan-tados de un coche, han desaparecido. Ahora ya estoy seguro deque allí abajo están preparando la salida de Meaulnes. Ahí estála yegua que saca la cabeza y el pecho por entre las pilastrasde la entrada y se para a continuación, mientras ponen, sinduda, un segundo asiento en la parte trasera del coche paralos pasajeros que Meaulnes piensa traer. Por fin el grupo saledel corral, desaparece un instante detrás de los setos, y vuelvea pasar con la misma lentitud por el trozo del camino blancoque se ve por entre dos tramos de la cerca. Y entonces reco-nozco la figura negra que lleva las riendas, con un codo apoya-do indolentemente sobre el lado del coche, como un campesi-no: es mi compañero Augustin Meaulnes.

Durante un instante todo vuelve a desaparecer detrás delseto. Dos hombres, que se habían quedado en la entrada de laBelle-Étoile para ver salir el coche, empiezan a conversar conuna animación creciente. Uno de ellos acaba por llevarse lasmanos a la boca, en forma de bocina, y empieza a llamar aMeaulnes; después, da unos pasos rápidos hacia él por el cami-no… Pero ahora, en el coche que ha llegado lentamente a lacarretera de la estación y que no debe verse ya desde el cami-nito, Meaulnes cambia de repente de actitud. Con un pie de-lante, como un romano en su cuadriga, sacude las riendas conambas manos, pone a su animal al galope y desaparece en unmomento por el otro lado de la cuesta. En el camino, el hombreque lo llamaba ha vuelto a echar a correr; el otro se ha lanzadoa toda velocidad por los campos y parece que viene hacia aquí.

Al cabo de unos minutos, en el mismo momento en que elseñor Seurel deja la pizarra, frotándose las manos para qui-tarse el polvo de la tiza, tres voces gritan a la vez desde elfondo del aula:

—¡Señor Seurel! ¡El gran Meaulnes se ha ido!

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El hombre del blusón azul llega a la puerta y, abriéndolarepentinamente de par en par, pregunta desde el umbral, qui-tándose el sombrero:

—Perdone, señor, pero ¿ha autorizado usted a ese alumnopara pedirnos el coche para ir a Vierzon a buscar a sus padres?Es que hemos empezado a sospechar que…

—¡En absoluto! —responde el señor Seurel.E inmediatamente hay en la clase una confusión espantosa.

Los tres chicos más cercanos a la salida, que suelen ser gene-ralmente los encargados de espantar a pedradas a las cabrasy a los cerdos que vienen a comerse las plantas del patio, seprecipitan hacia la puerta. A los golpetazos de sus zuecosclaveteados en las baldosas del colegio, ha seguido, fuera, elruido apagado de sus pasos precipitados en la arena del patio,patinando al girar para pasar por la puertecita que da a lacarretera. El resto de la clase se amontona junto a las venta-nas que dan al jardín. Algunos se han subido a las mesas paraver mejor…

Pero ya es tarde. El gran Meaulnes se ha escapado.—Tú irás de todas maneras a la estación con Moucheboeuf

—me dijo el señor Seurel—. Meaulnes no conoce el camino deVierzon. Se perderá en los cruces. No llegará a tiempo al trende las cuatro y veinte.

En la puerta de la clase de los pequeños, Millie asoma lacabeza para preguntar:

—Pero, ¿qué sucede?En la calle del pueblo, la gente empieza a aglomerarse. Y el

campesino sigue ahí, inmóvil, tozudo, con el sombrero en lamano, como alguien que pide justicia.

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Capítulo V

Vuelve el coche

Una vez que hube traído de la estación a los abuelos, cuando,después de cenar, sentados delante de la chimenea, empezarona contar con todo detalle lo que les había ocurrido desde lasúltimas vacaciones, me di cuenta de que no los escuchaba.

La puertecita del patio estaba al lado de la puerta del come-dor. Solía chirriar al abrirla. Generalmente, al caer la noche,durante nuestras veladas ahí en el pueblo, yo esperaba secreta-mente ese chirrido. Le seguía el ruido del golpeteo de zuecos osu frote en el umbral y, a veces, un cuchicheo como de variaspersonas concertando algo antes de entrar. Y llamaban a lapuerta. Era un vecino, las maestras…; en fin, alguien que ve-nía a distraernos un poco de la larga velada.

Pero esa noche no esperaba ni deseaba nada de fuera, pues-to que todos aquellos a quienes quería estaban ya reunidosen casa; y, sin embargo, no dejaba de prestar atención a to-dos los ruidos de la noche, esperando a que alguien abriera lapuerta.

El viejo abuelo estaba ahí, con su aire greñudo de pastorgascón, los pies descansando pesadamente delante de él, elbastón entre las rodillas, agachándose un poco para golpear lapipa contra la suela del zapato. Asentía con sus ojos húmedosy buenos a lo que iba diciendo la abuela sobre su viaje, susgallinas, sus vecinos y los campesinos que aún no les habíanpagado el arriendo. Pero yo no estaba ya con ellos.

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Imaginaba el rodar del coche que se pararía de repente de-lante de la puerta. Meaulnes saltaría al suelo y entraría comosi no hubiese pasado nada… O tal vez iría antes a devolverla yegua a la Belle-Étoile; y yo oía sus pasos en el camino y lapuerta abriéndose…

Pero nada. El abuelo miraba fijamente al vacío y al moverlos párpados se le quedaban cerrados sobre los ojos como sifuera a quedarse dormido. La abuela repetía torpemente suúltima frase que ya nadie escuchaba.

—¿Están preocupados por ese chico? —dijo por fin la abuela.En efecto, en la estación yo le había hecho unas cuantas pre-

guntas, pero en vano. En la parada de Vierzon, me dijo, nohabía visto a nadie que se pareciera al gran Meaulnes. Se habíadebido retrasar por el camino. Su plan había fallado. Mientrasvolvíamos en el coche, había ido rumiando mi decepción, mien-tras mi abuela charlaba con Moucheboeuf. Por la carretera,blanquecina de escarcha, los pajaritos volaban dando vueltasalrededor de las patas del burro, que trotaba. De vez en vez, enla gran calma de la tarde helada, nos llegaba la voz lejana deuna pastora o de un chico llamando a un compañero de unbosquecito de abetos a otro. Y, cada vez, esa llamada sobre laslomas desiertas me hacía estremecer, como si oyera la voz deMeaulnes invitándome a seguirlo de lejos…

Mientras en mi mente iba recordando todo eso, llegó la horade acostarse. El abuelo había entrado ya en el cuarto rojo,el dormitorio-sala, húmedo y helado de haber estado cerradodesde el invierno pasado. Para que se sintiera más a gusto,habíamos quitado los cabezales de encaje a las butacas, había-mos recogido las alfombras y retirado a un lado los objetosfrágiles. Había dejado el bastón apoyado en una silla, y suspesados zapatos debajo de una butaca. Acababa de soplar lavela, y allí estábamos los dos de pie, dándonos las buenas no-ches, preparados para separarnos hasta el día siguiente, cuan-do un ruido de coches nos hizo callar.

Se hubiera dicho que dos carruajes se siguieran despacio altrote corto. El ruido fue aminorando y finalmente se paró bajola ventana del comedor que daba a la calle, pero que estabatapiada.

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Mi padre cogió la lámpara y, sin esperar, abrió la puerta queya estaba cerrada con llave. Después, empujó la verja del pa-tio y fue hasta el arranque de los escalones levantando la luzpor encima de la cabeza para ver qué sucedía.

En efecto, había dos carricoches parados, y el caballo de unode ellos iba atado a la parte de atrás del otro. Un hombre sehabía bajado y vacilaba…

—¿Es aquí el Ayuntamiento? —dijo acercándose—. ¿Podríausted indicarme dónde vive el señor Fromentin, el arrendata-rio de la Belle-Étoile? He encontrado su carro y su mula, sinconductor, por un camino cerca de la carretera de Saint-Loupdes Bois. Con mi farol he podido ver el nombre y las señas delpropietario en la placa. Y como se me hacía camino, se los hetraído para evitar accidentes; pero todo esto me ha retrasadomucho…

Nos quedamos todos estupefactos. Mi padre se acercó y alum-bró el coche con su lámpara.

—No hay ni rastro del pasajero —prosiguió el hombre—. Nisiquiera una manta. El animal está cansado y cojea un poco.

Yo me había acercado y estaba mirando con los demás estevehículo perdido que volvía hacia nosotros como los restos de unnaufragio traídos por la marea alta —los primeros restos, y talvez los últimos, de la aventura de Meaulnes.

—Si la casa de Fromentin está lejos —dijo el hombre—, lesvoy a dejar el carro. Ya he perdido demasiado tiempo y en micasa deben estar inquietos.

Mi padre aceptó. Así podríamos devolver inmediatamenteel carro y la mula a la Belle-Étoile sin tener que contar lo su-cedido. Y luego ya decidiríamos lo que íbamos a explicar a lagente del pueblo; y habría que escribir a la madre de Meaul-nes… El hombre fustigó su animal y rechazó el vaso de vinoque le ofrecimos.

Desde su cuarto, donde había vuelto a encender la vela mien-tras nosotros entrábamos sin decir nada y mi padre llevaba elcarro a la granja, mi abuelo preguntaba:

—¿Qué? ¿Ha vuelto ya ese viajero?

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Las mujeres se pusieron de acuerdo con la mirada en unmomento.

—Sí, se fue a casa de su madre. ¡Anda, no te preocupes, duér-mete!

Satisfecho, apagó la luz y se dio media vuelta en la cama.Esa fue la explicación que dimos a la gente del pueblo. En

cuanto a la madre del fugitivo, decidimos no escribirle aún. Ydurante tres largos días fuimos nosotros los únicos que estuvi-mos inquietos. Aún veo a mi padre volviendo de la granja hacialas once, su mostacho mojado por la humedad de la noche,discutiendo con Millie en una voz baja, angustiada y colérica.

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Capítulo VI

Llaman a la ventana

El cuarto día fue uno de los más fríos de aquel invierno. Por lamañana temprano, los primeros que llegaban al patio se calen-taban patinando alrededor del pozo. Esperaban a que la estufaestuviera encendida en la escuela para precipitarse dentro.

Detrás del pórtico, estábamos unos cuantos acechando la lle-gada de los chicos del campo. Llegaban todavía cegados de haberatravesado paisajes de escarcha, de haber visto los estanqueshelados, los bosquecitos donde huían veloces las liebres… Ha-bía en sus blusones un olor de heno y de cuadra que espesabael aire de la clase cuando se apretujaban alrededor de la estufaal rojo. Aquella mañana, uno de ellos había traído en un cestouna ardilla helada que había encontrado por el camino. Meacuerdo de cómo trataba de colgar por las patas al poste delpatio al pobre animal tieso…

Después empezó la pesada clase de invierno…Un golpe brusco en el cristal de la ventana nos hizo levantar

la cabeza. Apoyado contra la puerta vimos al gran Meaulnessacudiéndose, antes de entrar, la escarcha del blusón; la cabe-za erguida y como deslumbrado.

Los dos alumnos del banco más cercano a la puerta se preci-pitaron a abrirle. En la entrada hubo una especie de vago con-ciliábulo que no oímos y el fugitivo se decidió, por fin, a entraren la escuela.

Aquella bocanada de aire fresco que nos entró del patio de-sierto, las briznas de paja pegadas a la ropa del gran Meaulnes

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y, sobre todo, su aire de viajero fatigado, hambriento peromaravillado, todo eso nos infundió un extraño sentimiento deplacer y curiosidad.

El señor Seurel había descendido los dos escalones de su pe-queño estrado desde donde nos estaba dictando un texto, yMeaulnes fue hacia él con aire agresivo. Me acuerdo de quéhermoso encontré en aquel momento a mi compañero mayor,a pesar de su aire exhausto y los ojos enrojecidos por las no-ches que, sin duda, había pasado a la intemperie. Se acercó aél y le dijo en un tono seguro, como quien trae un recado:

—Ya regresé, señor.—Ya lo veo —respondió el señor Seurel mientras lo miraba

con curiosidad—. Vaya a sentarse a su sitio.El muchacho se volvió hacia nosotros, la espalda un poco

encorvada, sonriendo con aire burlón, como hacen los alum-nos mayores cuando se portan mal y los castigan. Y agarrán-dose con una mano al extremo de la mesa, se dejó escurrirsobre el banco.

—Coja usted el libro que le voy a decir, mientras sus compa-ñeros terminan el dictado —dijo el maestro, y todas las cabe-zas continuaban vueltas hacia Meaulnes.

Y la clase continuó como antes. De cuando en cuando, el granMeaulnes se volvía hacia mí, y después miraba por las venta-nas desde donde se veía el jardín blanco, como algodón, inmó-vil, y los campos desiertos en los que a veces descendía uncuervo. En la clase, cerca de la estufa al rojo, el calor era pesa-do. Mi compañero, con la cabeza entre las manos, se apoyabapara leer: en dos ocasiones le vi cerrar los ojos y pensé que seiba a dormir.

—Querría irme a dormir, señor Seurel —dijo por fin, levan-tando a medias el brazo—. Hace tres noches que no duermo.

—¡Vaya usted! —dijo el señor Seurel, deseoso, sobre todo, deevitar un incidente.

Las cabezas todas levantadas, las plumas al aire, lo vimosirse, pesarosos, con su blusón arrugado a la espalda y sus za-patos embarrados.

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¡Qué lenta transcurrió la mañana! Cerca del mediodía oímosarriba, en el desván, que el viajero se preparaba a bajar. A lahora de la comida, lo encontré sentado delante del fuego, jun-to a mis desconcertados abuelos, mientras que, al dar las doceen el reloj, los alumnos grandes y chicos, desparramados porel patio nevado, cruzaban como sombras delante de la puertadel comedor.

De aquella comida no recuerdo más que un gran silencioy un gran malestar. Todo estaba helado: el hule sin mantel,el vino frío en los vasos, las baldosas rojizas en las que ponía-mos los pies… Para no provocarlo a la rebelión, se había deci-dido no interrogar al fugitivo. Y él se aprovechó de esta treguapara no decir ni una palabra.

Por fin, acabados los postres, pudimos los dos escaparnos alpatio. ¡Patio de la escuela al mediodía, que los zuecos habíandejado sin nieve…, patio ennegrecido donde el deshielo hacíagotear los tejados de la sala de juegos…, patio lleno de juegosy de gritos chillones! Meaulnes y yo bordeamos, corriendo,los edificios. Ya, dos o tres de nuestros amigos del pueblo deja-ban los juegos y venían corriendo hacia nosotros gritando dealegría, salpicando con los zuecos, las manos en los bolsillos,la bufanda suelta. Pero mi compañero se precipitó hacia elaula grande, adonde yo lo seguí, y cerró la puerta de cristales,justo a tiempo de aguantar el asalto de nuestros perseguido-res. Hubo un estrépito, agudo y violento, de cristales sacudi-dos, de zuecos golpeando el umbral; un empellón hizo doblarsela barra de hierro que sujetaba las dos hojas de la puerta, peroya Meaulnes, con riesgo de herirse con la anilla rota, habíadado vuelta a la llave de la cerradura.

Solíamos juzgar una conducta así como intolerable. En vera-no, los que se quedaban así, a la puerta, iban corriendo por eljardín y a menudo lograban trepar por una ventana antes deque pudieran cerrarlas todas. Pero estábamos en diciembre ytodo permanecía cerrado. Durante un rato estuvieron dandoempujones a la puerta desde fuera, insultándonos; después,uno a uno, fueron dando la vuelta y se marcharon, encogién-dose, mientras se ataban las bufandas.

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En la clase, que olía a castañas y a vino malo, sólo estabanlos dos que barrían, apartando las mesas. Yo me acerqué a laestufa para calentarme perezosamente esperando que empe-zara la clase, mientras Augustin Meaulnes rebuscaba en lamesa del maestro y en los pupitres. Pronto descubrió un atlaspequeño que se puso a estudiar apasionadamente; de pie en latarima, los codos sobre el pupitre, la cabeza entre las manos.

Me disponía a ir a su lado; le hubiera puesto la mano en elhombro y seguro que habríamos recorrido juntos, en el mapa,el trayecto que había hecho, cuando, de pronto, se abrió de par enpar, con un golpe violento, la puerta de comunicación con elaula de los pequeños, y Jasmin Delouche, seguido de un chicodel pueblo y de otros tres del campo, aparecieron con un grito detriunfo. Sin duda una de las ventanas de aquella clase debíahaber estado mal cerrada, la habían empujado y habían salta-do por ella.

Jasmin Delouche era de baja estatura, pero uno de los demás edad del curso superior y, aunque lo disimulaba, estabamuy celoso del gran Meaulnes. Antes de la llegada de nuestropensionista era él, Jasmin, el gallito de la clase. Tenía la carapálida, sin expresión, y el cabello untoso de cremas. Era hijoúnico de la viuda Delouche, la fondista, y se las echaba de hom-bre, repitiendo orgulloso lo que oía decir a los jugadores debillar o a los que bebían en el bar.

Cuando entró, Meaulnes levantó la cabeza y, frunciendo lascejas, gritó a los chicos que se precipitaban hacia la estufa dán-dose empellones:

—¿Es que aquí no se puede estar tranquilo ni un minuto?—Si no estás bien aquí, podías haberte quedado donde esta-

bas —respondió Jasmin Delouche sin levantar la cabeza, sin-tiéndose apoyado por sus compañeros.

Me figuro que Augustin se encontraba en ese estado de ago-tamiento en el que la cólera se desata y lo sorprende a uno sinque se le pueda contener.

—¡Tú! —le dijo algo pálido, irguiéndose y cerrando el libro—.¡Tú vas a empezar por salir de aquí!

El otro se rió sarcástico.

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—¡Anda! —exclamó—; porque te has escapado tres días, ¿creesque vas a ser ahora el amo? —y queriendo meter a los otros ensu pendencia, añadió—: No vas a ser tú quien nos haga salir,¿sabes?

Pero Meaulnes ya le había saltado encima. Empezaron losempellones, las mangas de las camisas crujieron y se descosie-ron. Sólo Martin, uno de los chicos del campo que había entradocon Jasmin, se interpuso.

—¡Vas a dejarlo ahora mismo! —dijo con las aletas de la na-riz dilatadas, moviendo la cabeza como un carnero.

Con un empujón violento, Meaulnes lo tiró, tambaleándo-se y con los brazos abiertos, en medio de la clase. Después,agarrando a Delouche por el cuello con una mano y abriendola puerta con la otra, intentó echarlo fuera. Jasmin se agarra-ba a las mesas y arrastraba los pies en las baldosas haciendorechinar sus zapatos claveteados mientras que Martin, reco-brado el equilibrio, venía lentamente, con la cabeza por delan-te, furioso. Meaulnes dejó a Delouche para ocuparse de aquelimbécil, y quizá lo hubiera pasado mal, cuando se abrió a me-dias la puerta que daba a la vivienda y apareció la cabeza delseñor Seurel, vuelta hacia la cocina, terminando, antes de en-trar, una conversación con alguien…

La batalla cesó enseguida. Unos se agruparon alrededor dela estufa, cabizbajos; habían evitado hasta el último momentotomar partido. Meaulnes se sentó en su sitio, con la parte dearriba de las mangas descosidas y sin frunces. En cuanto aJasmin, lo oímos exclamar todo congestionado, en los pocossegundos que precedieron al reglazo con el que empezaba laclase:

—¡Ya no aguanta nada! Se las da de listo. ¡Quizá se imaginaque no sabemos dónde ha estado!

—¡Imbécil! Si ni yo mismo lo sé… —respondió Meaulnes,cuando ya se había hecho silencio.

Después, encogiéndose de hombros con la cabeza entre lasmanos, se puso a estudiar las lecciones.

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Capítulo VII

El chaleco de seda

Nuestra habitación era, como ya he dicho, una gran buhardi-lla. Mitad buhardilla y mitad habitación. En las habitacionesadyacentes había ventanas; no se sabe por qué, ésta estabailuminada por un tragaluz. Era imposible cerrar completa-mente la puerta, que rozaba el suelo. Cuando subíamos por lanoche, resguardando con la mano la vela amenazada por todaslas corrientes de aire de aquel caserón, intentábamos siemprecerrar la puerta y siempre teníamos que renunciar. Y durante lanoche oíamos a nuestro alrededor, penetrando hasta nuestrahabitación, el silencio de los tres desvanes.

Allí nos reunimos, Augustin y yo, al anochecer de aquel díade invierno.

Mientras yo me quitaba la ropa de cualquier manera y latiraba en una silla a la cabecera de mi cama, mi compañero,sin decir nada, empezó a desnudarse con lentitud. Yo lo mirabadesde mi cama de hierro con cortinas de cretona decorada conpámpanos, donde ya me había subido. Tan pronto se sentaba ensu cama baja y sin cortinas, como se levantaba y caminabaarriba y abajo, mientras se desnudaba. La vela, que había co-locado en una mesita de mimbre hecha por los gitanos, proyec-taba sobre la pared su sombra errante y gigantesca.

Al contrario de lo que yo había hecho, Meaulnes doblaba ycolocaba su ropa de escolar con aire distraído y amargo, perocuidadosamente. Todavía lo veo dejando sobre una silla su

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pesado cinturón, doblando sobre el respaldo su blusón negro,todo arrugado y sucio, quitándose una especie de chaquetóngrueso azul que llevaba debajo del blusón y dándome la espal-da al inclinarse para colocarlo a los pies de la cama… Pero, alincorporarse y volverse hacia mí, vi que, en vez del chalequitode botones de cuero que era parte del uniforme, debajo de lachaqueta, llevaba un extraño chaleco de seda, muy abierto, yque se abrochaba en la parte baja con una hilera apretada debotoncitos de nácar.

Era una prenda de una fantasía encantadora, como las quedebían llevar los jóvenes que bailaban con nuestras abuelasen los cotillones de 1830.

Recuerdo al gran escolar aldeano, en ese instante, sin nadaen la cabeza, porque había dejado la gorra cuidadosamentecolocada sobre la otra ropa, y su rostro tan joven, tan valiente yya tan endurecido. Había vuelto a andar por la habitación cuan-do comenzó a desabrocharse aquella prenda misteriosa de untraje que no era suyo. Era extraño verlo, en mangas de camisa,el pantalón demasiado corto, los zapatos embarrados, mano-seando ese chaleco de marqués.

Al tocarlo, salió bruscamente de su ensueño, volvió la cabe-za hacia mí y me miró inquieto. Casi me dieron ganas de reír;él se sonrió conmigo y se le iluminó la cara.

—¡Dime qué ha pasado! —le dije, y animándolo en voz baja—:¿De dónde lo has sacado?

Pero enseguida se le borró la sonrisa. Se pasó dos veces lamano tosca sobre el pelo rapado y, de pronto, como alguienque no puede resistir más un deseo, se puso sobre el fino chalecoel chaquetón, que se abotonó concienzudamente, y el blusónarrugado. Después, vaciló un momento mirándome de sosla-yo… Finalmente se sentó en el borde de su cama, se quitó loszapatos, que cayeron estrepitosamente al suelo y, vestido deltodo, como un soldado acuartelado en alerta, se echó sobre lacama y apagó la vela.

A medianoche, me desperté de pronto. Meaulnes estabaen medio de la habitación, de pie, con la gorra puesta, y bus-caba algo en la percha: una esclavina que se echó sobre los

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hombros… La habitación estaba muy oscura; ni siquiera ha-bía la claridad que da el reflejo de la nieve… Un viento negroy helado soplaba en el jardín muerto y sobre el tejado.

Me enderecé un poco y le dije en voz baja:—¡Meaulnes!, ¿te vas otra vez? —no me respondió. Enton-

ces, como enloqueciendo de pronto, le dije—: Pues me marchocontigo. ¡Tienes que llevarme! —y bajé de la cama.

Él se acercó, me agarró por el brazo obligándome a sentar-me en el borde de la cama, y me dijo:

—No puedo llevarte, François. Si supiera bien el camino, meacompañarías. Pero primero tengo que encontrarlo en el mapay todavía no lo he conseguido.

—Entonces, tú tampoco puedes marcharte.—Es verdad, es completamente inútil… —dijo, desalentado—.

Anda, acuéstate. Te prometo que no volveré a irme sin ti.Y volvió a su paseo de un lado a otro de la habitación. No me

atreví a decirle nada. Andaba, se paraba, volvía a andar másde prisa, como quien mentalmente busca o repasa sus recuer-dos, los confronta, compara, calcula y de pronto cree que lo haencontrado; después, deja de nuevo el hilo y vuelve a buscar…

No fue aquélla la única noche en que, despertado por el ruidode sus pasos, lo encontraba así, hacia la una de la madru-gada, deambulando por la habitación y los desvanes, comoesos marinos que no han podido perder la costumbre de ha-cer la guardia y, en el fondo de sus propiedades bretonas, selevantan y se visten a la hora reglamentaria para vigilar lanoche terrestre.

Dos o tres veces durante el mes de enero y la primera quin-cena de febrero, fui arrancado del sueño de esa manera. Elgran Meaulnes estaba ahí, levantado, equipado del todo, laesclavina sobre los hombros, dispuesto a partir, y cada vez, alborde de ese país misterioso adonde ya se había evadido unavez, se detenía, vacilaba. En el momento de ir a levantar elpestillo de la puerta de la escalera y de salir por la puerta de lacocina, cosa que podría haber hecho fácilmente y sin que na-die lo oyera, retrocedía una vez más… Después, durante las

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largas horas de la noche, recorría, reflexionando, febril, losdesvanes abandonados.

Por fin, una noche, hacia el 15 de febrero, él mismo me des-pertó poniéndome suavemente la mano en el hombro.

Había sido un día muy agitado. Meaulnes, que había dejadopor completo los juegos con sus antiguos camaradas, duranteel recreo se había quedado sentado en un banco, muy ocupadoen establecer un plan misterioso siguiendo con el dedo y calcu-lando con cuidado en el mapa del Cher. Entre el patio y laclase había un ir y venir incesante. Golpeaban los zuecos, seperseguían de mesa en mesa, salvando de un salto los bancosy la tarima… Sabían que no convenía acercarse a Meaulnescuando trabajaba así; pero, como el recreo se prolongaba, doso tres chicos del pueblo se le acercaron agazapándose, en plande juego, a mirar por encima de su hombro. Uno de ellos, en-valentonado, llegó a empujar a los otros encima de Meaulnes…Éste cerró el atlas bruscamente, escondió la hoja y agarró alúltimo de los tres muchachos, mientras que los otros dos sepudieron escapar.

Era el quejoso de Giraudat, quien se puso a lloriquear y adar puntapiés hasta que el gran Meaulnes lo echó fuera; en-tonces le gritó, rabioso:

—¡Cobarde! ¡No me extraña que todos estén contra ti y quequieran pelearse contigo!

Y siguió una sarta de insultos a los que nosotros contesta-mos sin haber entendido bien lo que querían decir. Era yo elque chillaba más fuerte, ya que me había puesto de parte delgran Meaulnes. Ahora había como un pacto entre nosotros.La promesa que me había hecho de llevarme, sin decirme comoa los demás “que yo no podría caminar”, me había ligado a élpara siempre. Y no cesaba de pensar en su viaje misterioso.Estaba convencido de que había conocido a una muchacha.Sería, sin duda, infinitamente más hermosa que todas las delpaís, más bella que Jeanne, a la cual veíamos por el ojo de lacerradura, en el jardín de las monjas, y que Madeleine, la hijadel panadero, toda rosa y toda rubia, o que Jenny, la hija de

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la señora, que era admirable, pero estaba loca y siempre en-cerrada. Seguro que, como el héroe de una novela, pensabapor la noche en una joven cita. Y había decidido hablarle deella la primera vez que me despertase…

La tarde después de aquella nueva batalla, pasadas las cua-tro, estábamos los dos ocupados en recoger unas herramien-tas de jardín, picos y palas que habían servido para abrir unoshoyos, cuando oímos gritos en la carretera. Era una banda dejóvenes y chiquillos que, de cuatro en fondo, evolucionabancomo una compañía perfectamente organizada, conducidos porDelouche, Daniel, Giraudat y otro que no conocíamos. Nos ha-bían visto y nos abucheaban con todas sus fuerzas. Así queteníamos en contra a todo el pueblo y preparaban no sé quéjuego de guerra del cual estábamos excluidos.

Sin decir palabra, Meaulnes metió, en el cobertizo, la pala yla azada que llevaba al hombro…

Pero, a medianoche, sentí su mano en mi brazo y me desper-té sobresaltado.

—¡Levántate! —me dijo—. Nos vamos.—¿Sabes ya el camino hasta el final?—Conozco una buena parte y tendremos que encontrar el

resto —respondió apretando los dientes.—Escucha, Meaulnes —dije incorporándome—. Escúchame,

sólo tenemos que hacer una cosa: buscar los dos la parte delcamino que nos falta cuando sea de día, con la ayuda de unplano.

—Pero esa parte está muy lejos de aquí.—Pues entonces iremos en coche este verano, cuando los días

sean más largos —hubo un silencio prolongado de aceptación—.Como vamos juntos a tratar de encontrar a la muchacha queamas, Meaulnes —dije al fin—, dime quién es, háblame de ella.

Se sentó a los pies de mi cama. Yo veía en la sombra su cabezainclinada, sus brazos cruzados y sus rodillas. Después respiróhondo, como el que por mucho tiempo ha tenido el corazónacongojado y por fin va a confiar su secreto…

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Capítulo VIII

La aventura

Aquella noche no me contó mi compañero todo lo que le habíaocurrido por el camino. E, incluso, cuando se decidió a confiár-melo todo, durante los días de angustia de los que hablaré másadelante, aquello fue, durante mucho tiempo, el gran secretode nuestra adolescencia. Pero hoy que todo ha terminado, ahoraque sólo queda el polvo

de tanto mal, de tanto bien,ahora puedo contar su extraña aventura.

A la una y media de la tarde, por el camino de Vierzon, conaquel tiempo glacial, Meaulnes hacía marchar a buen paso asu animal, porque sabía que no tenía mucho tiempo. No hacíamás que pensar, divertido, en la sorpresa de todos nosotroscuando llegara, a las cuatro, trayendo en el coche al abuelo y ala abuela Charpentier. Pues, ciertamente, en aquel momentono tenía otra intención.

Poco a poco, como el frío le iba penetrando, se envolvió laspiernas en una manta que había rechazado al principio, peroque los de la Belle-Étoile le habían puesto a la fuerza en elcoche.

A las dos atravesó la aldea de La Motte. Nunca había pasadopor un pueblo pequeño a las horas de clases y se divirtió vién-dolo tan desierto, tan adormecido. Apenas se levantaba, decuando en cuando, una cortina que dejaba ver el rostro curio-so de una buena mujer.

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A la salida de La Motte, cerca de la escuela, dudó entre doscaminos y creyó recordar que hacía falta torcer a la izquierdapara ir a Vierzon. No había nadie para indicárselo. Puso layegua al trote por el camino ya más estrecho y mal empedra-do. Durante algún tiempo, bordeó un bosque de abetos y, porfin, encontró a un carretero a quien preguntó, poniéndose lasmanos en bocina, si iba bien por ahí a Vierzon. La yegua tira-ba de las riendas continuando su trote; el hombre no debiócomprender lo que le preguntaban, gritó algo haciendo un gestovago y Meaulnes siguió su camino a la buena de Dios.

De nuevo los vastos campos helados, sin accidentes ni dis-tracción alguna; solamente, alguna vez, una urraca levantabael vuelo, asustada por el coche, para ir a posarse más allá, enun olmo decapitado. El viajero se había arropado alrededor delos hombros, como si fuera una capa, la gran manta. Las pier-nas estiradas, apoyado en un lado del coche, debió adormecer-se durante un buen rato…

Cuando, gracias al frío que atravesaba ya la manta, Meaul-nes se despertó del todo, se dio cuenta de que el paisaje habíacambiado. Ya no eran aquellos horizontes lejanos, aquel grancielo blanco donde se perdía la vista, sino campos pequeños,todavía verdes y con cercas altas. A derecha e izquierda, elagua de las cunetas corría bajo el hielo. Todo hacía presentirun río. Y entre los setos altos la carretera no era ya más que unestrecho camino de baches.

Hacía un rato que la yegua había dejado de trotar. Con ungolpe de la fusta, Meaulnes quiso hacerla volver a su paso lige-ro, pero ella continuaba al paso, muy lentamente, y el grancolegial, mirando desde el lado, las manos apoyadas en la partedelantera del coche, se dio cuenta de que cojeaba de una de laspatas traseras. Enseguida saltó al suelo muy inquieto.

—No llegaremos nunca a Vierzon para el tren —dijo a me-dia voz.

Y no se atrevió a confesarse lo que de verdad lo inquietaba, osea, que quizá se había equivocado de camino y no estaba en lacarretera de Vierzon.

Examinó un buen rato la pata del animal y no descubrió tra-zas de herida. Temerosa, la yegua levantó la pata cuando

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Meaulnes se la quiso tocar, y escarbaba el suelo con su cascopesado y torpe. Comprendió por fin que tenía una piedrecitaen la pezuña. Como chico experto con los animales, se agachó,trató de cogerle la pata derecha con la mano izquierda y colo-cársela entre las rodillas, pero le estorbaba el coche. Por dosveces se le soltó la yegua y avanzó unos metros. El estribo ledio en la cabeza y la rueda le hirió una rodilla. Pero él se obs-tinó y acabó por triunfar de la bestia miedosa; pero la piedrecitaestaba tan hundida que Meaulnes debió hacer uso de su cuchi-llo de campo para conseguirlo.

Cuando terminó su tarea y levantó por fin la cabeza, medioaturdido y la mirada turbia, se dio cuenta, con estupor, de quecaía la noche…

Otro que no fuera Meaulnes hubiera desandado el camino in-mediatamente. Era la única manera de no perderse del todo;pero pensó que ya debía estar muy lejos de La Motte. Tambiénhabría podido ser que la yegua hubiera tomado un atajo mien-tras él dormía. En fin, ese camino tenía que llevar a la largaa algún pueblo… Añadan a todas estas razones que el mu-chacho, subiéndose al estribo mientras que el animal, impa-ciente, tiraba ya de las riendas, sentía crecer en él un deseoexasperado de conseguir alguna cosa y de llegar a alguna par-te, a pesar de todos los obstáculos.

Fustigó a la yegua, que se encabritó un poco y se puso al tro-te. La oscuridad crecía. En el sendero hundido ya sólo había elsitio justo para que pasara el coche. A veces una rama muertade la cerca se enganchaba en la rueda y se rompía con un ruidoseco… Cuando oscureció completamente, Meaulnes se puso apensar, de pronto, con el corazón encogido, en el comedor deSainte-Agathe, donde, a esa hora, debíamos estar todos reuni-dos. Después sintió cólera; de inmediato, orgullo, y la alegríaprofunda de haberse escapado así, sin haberlo querido.

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Capítulo IX

El alto

De pronto, la yegua aflojó el paso, como si sus patas hubierantropezado en la sombra; Meaulnes vio cómo agachaba y levan-taba la cabeza dos veces; después se paró en seco, el hocicobajo, como si husmease algo. Alrededor de las patas del animalse oía como un chapoteo de agua. Un arroyo cortaba el cami-no. En verano ahí debía haber un vado, pero en esa época lacorriente era tan fuerte que no se había formado hielo, y hu-biera sido peligroso seguir adelante.

Meaulnes tiró suavemente de las riendas para retrocederunos pasos y, muy perplejo, se puso de pie en el coche. Enton-ces vio, entre las ramas, una luz. Solamente debían separarlodel camino dos o tres prados.

El colegial bajó del coche y tiró de la yegua hacia atrás, dicién-dole cosas para calmar sus cabezazos bruscos y asustados:

—¡Vamos, vieja, vamos! Ya no iremos más lejos. Pronto sa-bremos a dónde hemos llegado.

Y empujando la barrera entreabierta de un pequeño pradoque daba al camino, hizo entrar al animal y al coche. Los piesse le hundían en la hierba blanda. El coche traqueteaba silen-ciosamente. Con la cabeza contra la cabeza del animal, sentíasu calor y el aire duro de su aliento… Lo condujo al extremodel prado y le puso la manta sobre el lomo; después, apartan-do las ramas de la cerca del fondo, vio otra vez la luz, quepertenecía a una casa aislada.

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De todas maneras, tuvo que atravesar tres prados, saltar unriachuelo traidor, donde casi metió los pies… Al fin, despuésde un último salto desde lo alto de un talud, se encontró en elpatio de una casa de campo. Un cerdo gruñía en su pocilga. Alruido de los pasos sobre el suelo helado, un perro se puso aladrar con furia.

La hoja de la puerta estaba abierta, y la luz que Meaulneshabía visto era de un fuego de leña que ardía en la chimenea.No había otra luz que la del fuego. En la casa, una buena mujerse levantó y se acercó a la puerta sin mostrarse asustada. Unreloj de péndulo daba en ese instante las siete y media.

—Usted perdone, buena señora —dijo el muchacho—, meparece que he pisado sus crisantemos.

Con un cuenco en la mano, ella se detuvo, mirándolo.—Es verdad —dijo—, el patio está tan oscuro que no se pue-

de andar.Hubo un silencio durante el cual Meaulnes, de pie, miraba la

habitación con las paredes cubiertas con periódicos ilustradoscomo las fondas, y la mesa sobre la que había un sombrero dehombre.

—¿No está el amo en casa? —dijo él sentándose.—Ahora vendrá —contestó la mujer, sintiéndose más con-

fiada—. Ha ido a buscar leña.—No es que lo necesite —siguió el joven, acercando su silla

al fuego—. Somos unos cazadores que estamos al acecho, y hevenido para pedirles que nos den un poco de pan.

El gran Meaulnes sabía que, entre las gentes del campo, ysobre todo en una casa de campo aislada, hay que hablar conmucha discreción y hasta con política, y, en especial, no de-mostrar jamás que no se es del país.

—¿Pan? —dijo ella—. No les podremos dar nada. El panade-ro, que pasa todos los martes, justamente hoy no ha venido.

Augustin, que, por un momento, había esperado encontrar-se en las proximidades de un pueblo, se asustó.

—El panadero, ¿de qué pueblo? —preguntó.—Pues, el panadero de Vieux-Nançay —le respondió la mu-

jer, sorprendida.

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—¿Y a qué distancia está exactamente de aquí Vieux-Nan-çay? —prosiguió Meaulnes, muy inquieto.

—Por la carretera no le sabría decir con exactitud, pero porel atajo hay tres leguas y media.

Y se puso a contarle que ahí tenía a su hija colocada y quevenía a pie para verla todos los primeros domingos de mes, yque sus amos…

Pero Meaulnes, completamente desorientado, la interrum-pió para decirle:

—¿Es Vieux-Nançay el pueblo que está más cerca de aquí?—No, son las Landes, a cinco kilómetros. Pero no hay co-

mercios ni panadero. Sólo hay una pequeña feria una vez alaño, por San Martín.

Meaulnes no había oído nunca hablar de las Landes. Se viotan perdido que casi lo divirtió. Pero la mujer, que estaba ocu-pada en lavar su cuenco en la pila, se volvió con curiosidad y ledijo lentamente, mirándolo de frente:

—¿Conque usted no es de por estas tierras…?En aquel momento un campesino de edad se presentó en la

puerta, con un haz de leña que echó al suelo. La mujer le expli-có, muy alto, como si fuera sordo, lo que el chico preguntaba.

—Bueno, es fácil —dijo sencillamente—. Pero, acérquese,señor, que ahí no se va a calentar.

Al cabo de un instante estaban los dos instalados cerca de losmorillos; el viejo partiendo la leña para ponerla en el fuego,Meaulnes tomando un tazón de leche con pan que le habíanofrecido. Nuestro viajero, feliz de encontrarse en esa casa hu-milde después de tantas inquietudes, pensó que su extrañaaventura ya había terminado; hacía el proyecto de volver des-pués con sus compañeros a ver a esas buenas gentes. No sabíaque era solamente un alto y que enseguida iba a reemprenderel camino…

Primero les pidió que lo pusieran en camino hacia La Motte.Y, diciéndoles poco a poco la verdad, les contó que su carro sehabía separado de los otros cazadores y que estaba completa-mente perdido.

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Entonces el hombre y la mujer insistieron mucho en que sequedara a dormir y se marchase por la mañana temprano;Meaulnes acabó por aceptar y salió a buscar su yegua parameterla en el establo.

—¡Tenga cuidado con los hoyos del camino! —le dijo el hombre.Meaulnes no se atrevió a decir que no había venido por el

“camino”. Estuvo a punto de pedirle al buen hombre que loacompañase. Dudó un momento en el umbral, y era tan gran-de su indecisión que casi vaciló. Después, salió al patio oscuro.

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Capítulo X

El establo

Para orientarse se subió al talud desde el que había saltado.Lenta y difícilmente, como a la ida, se guió entre las hierbas

y el agua, a través de las cercas de sauces, y fue a buscar elcarro al fondo del prado, donde lo había dejado. El carro ya noestaba allí… Inmóvil, latiéndole las sienes, trató de escuchartodos los ruidos de la noche, creyendo oír a cada momento,muy cerca, la collera del animal. Nada, le dio la vuelta al pra-do; la barrera estaba entreabierta, medio tumbada, como si lehubiera pasado por encima una rueda de carro. La yegua de-bía haberse escapado sola por ahí.

Siguiendo el camino, dio unos pasos y los pies se le enreda-ron en la manta que, sin duda, se le había caído al suelo a layegua. Sacó la conclusión de que el animal había huido en aque-lla dirección. Echó a correr.

Sin otra idea que la voluntad tenaz y loca de recuperar elcarro, con el rostro encendido, corría, presa de ese deseo fu-rioso semejante al miedo… A cada rato, metía el pie en lasroderas. En las revueltas, en la oscuridad total, se daba contralas cercas y, demasiado fatigado ya para pararse a tiempo, caíaentre los espinos, los brazos por delante, desgarrándose lasmanos al protegerse la cara. De cuando en cuando se paraba,escuchaba y seguía corriendo. Por un momento creyó oír elruido de un carro, pero sólo era una carreta que traqueteaba alo lejos, por un camino a la izquierda.

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Llegó un momento en que la rodilla herida le dolía tanto quese detuvo con la pierna rígida. Entonces, pensó que si la yeguano se hubiese escapado al galope, ya la habría alcanzado. Tam-bién se dijo que un carro no se pierde tan fácilmente y quealguien lo encontraría. Al fin volvió sobre sus pasos, agotado,colérico, casi arrastrándose.

Al cabo de un rato, creyó encontrarse en los parajes que ha-bía dejado y pronto divisó la luz de la casa que buscaba. Entrelas cercas se abría un sendero profundo.

“Este es el camino del que me habló el viejo”, se dijo Augustin.Y se metió en él, contento de no tener que saltar más por

cercas y taludes. Al cabo de un momento, el sendero se desvia-ba a la izquierda, la luz pareció deslizarse a la derecha y, alllegar a un cruce de caminos, Meaulnes, con la prisa de llegara la pobre vivienda, siguió, sin reflexionar, un sendero queparecía conducir ahí directamente. Pero apenas había dadodiez pasos en esa dirección, cuando la luz desapareció, ya fue-ra porque la tapara una cerca, o porque los aldeanos, cansadosde esperarlo, hubieran cerrado los postigos. Animoso, el cole-gial saltó a campo traviesa yendo hacia la dirección desdedonde había brillado la luz hasta hacía poco. Después, fran-queando otra cerca, desembocó en un nuevo sendero…

Así, poco a poco, se le embrolló al gran Meaulnes la pista,rompiéndosele los lazos que lo unían a los campesinos que habíadejado atrás.

Descorazonado casi hasta el límite de sus fuerzas, resolvió,en su desesperación, seguir hasta el final aquel sendero. A cienpasos de allí desembocaba en una gran pradera gris, donde sedistinguían, de trecho en trecho, unas sombras que debían serenebros y un edificio oscuro en un repliegue del terreno. Meaul-nes se acercó. Sólo era una especie de corral o de establo abando-nado. La puerta cedió con un crujido. La luz de la luna, cuando elviento despejaba las nubes, entraba por las rendijas de los ta-biques. Reinaba un olor a moho.

Sin explorar nada más, Meaulnes se tendió sobre la pajahúmeda, el codo en el suelo, la cabeza en la mano. Quitándo-se el cinturón, se acurrucó en el blusón, las piernas contra el

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vientre. Pensó entonces en la manta de la yegua que habíadejado en el camino y se sintió tan desgraciado, tan furiosocontra sí mismo, que le entraron ganas de llorar…

Por eso se esforzó en pensar en otra cosa. Helado hasta loshuesos, se acordó de un sueño, más bien de una visión quehabía tenido de niño y sobre la cual nunca había hablado anadie: una mañana, en vez de despertarse en su habitación,donde estaban sus pantalones y sus abrigos, se había encon-trado en una gran habitación verde, con las paredes empa-peladas como de follaje. En aquel lugar entraba una luz tandulce que se hubiera podido saborear. Junto a la primera ven-tana, una jovencita cosía, vuelta de espaldas, como si espe-rase su despertar… No había tenido fuerzas para deslizarsede la cama y andar por aquella mansión encantada. Se habíavuelto a dormir. Pero, la próxima vez, juraba que se levanta-ría. Mañana, podría ser…

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Capítulo XI

El dominio misterioso

Al amanecer se puso de nuevo en marcha. Pero la rodilla hin-chada le dolía; tenía que pararse y sentarse a cada momento,por lo agudo del dolor. Además, el lugar donde se encontrabaera lo más desolado de la Sologne. En toda la mañana sólo vio,en el horizonte, a una pastora recogiendo su rebaño. Por másque le gritó y trató de correr, desapareció sin oírlo.

De todas maneras, continuó andando en aquella direccióncon una lentitud desesperante… Ni un techo, ni un alma. Nisiquiera el chillido de una codorniz en los cañaverales de lamarisma. Y, sobre esta soledad perfecta, brillaba un sol de di-ciembre, claro y glacial.

Serían quizá las tres de la tarde cuando vio, al fin, por enci-ma de un bosquecito de abetos, la aguja de una torrecita gris.

“Algún viejo caserón abandonado —se dijo—, algún palomardesierto…”

Y continuó su camino sin apretar el paso. En un recodo delbosque desembocaba una avenida, entre dos postes blancos,por donde se metió Meaulnes. Dio algunos pasos y se paró,todo sorprendido y turbado por una emoción inexplicable. Sinembargo, seguía con el mismo paso fatigado, el viento heladole agrietaba los labios, casi lo ahogaba, pero le entró una ale-gría extraordinaria y casi embriagadora, la certeza de que ha-bía conseguido su meta y que ya sólo le esperaba la felicidad.Así, en otros tiempos, en las vigilias de las grandes fiestas deverano, se sentía desfallecer cuando, a la noche, plantaban los

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abetos en las calles del pueblo y la ventana de su cuarto setapaba con las ramas.

“¡Tanta alegría —se dijo— porque llego a este viejo palomarlleno de lechuzas y de corrientes de aire!”

Y, enfadado consigo mismo, se paró preguntándose si no seríamejor desandar el camino y continuar hasta el pueblo próximo.Mientras reflexionaba un momento, cabizbajo, de pronto, se diocuenta de que la avenida estaba barrida en grandes semicírcu-los regulares, como hacían en su pueblo para las fiestas. ¡Eraun camino muy parecido a la calle Mayor de La Ferté, la ma-ñana de la Asunción! Si hubiera visto venir por la avenida untropel de gente vestida de fiesta, levantando polvo como en elmes de junio, no se hubiera sorprendido más.

“¿Estarán de fiesta en estas soledades?”, se preguntó.Avanzando hasta el primer recodo, oyó un ruido de voces

que se acercaban.Se echó a un lado entre los abetos tiernos y espesos, se agachó

y escuchó conteniendo el aliento. Eran voces infantiles. Ungrupo de niños pasaba muy cerca de él. Uno de ellos, segura-mente una niñita, hablaba en un tono tan seguro y sabio queMeaulnes, aunque sin comprender el sentido de sus palabras,no pudo menos de sonreírse.

—Solamente me inquieta una cosa —decía ella—, y es la cues-tión de los caballos. ¡Por ejemplo, nadie impedirá nunca a Da-niel que monte en el gran poney amarillo!

—¡Nunca me lo impedirán! —contestó una voz burlona demuchachito—. ¿No tenemos todos los permisos? Hasta elde hacernos daño, si queremos…

Y las voces se alejaron en el momento en que se acercabaotro grupo de niños.

—Si se ha deshecho el hilo —dijo una muchachita—, maña-na por la mañana iremos en barco.

—¿Y nos dejarán? —dijo otra.—Ya saben que organizamos la fiesta a nuestro gusto.—¿Y si Frantz volviese esta misma tarde con su novia?—¡Pues haría lo que nosotros quisiéramos!

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“Se trata, sin duda, de una boda —se dijo Augustin—. Pero,¿son los niños quienes dictan las leyes aquí? ¡Qué sitio másextraño!”

Y quiso salir de su escondite para preguntarles dónde encon-traría de comer y beber. Se levantó y vio que el último grupose alejaba. Eran tres niñas con trajes lisos que les llegaban a larodilla. Llevaban unos lindos sombreritos con cintas. Una plu-ma blanca les caía a las tres por el cuello. Una de ellas, vueltaa medias, un poco inclinada, escuchaba a una compañera quele daba grandes explicaciones con el dedo en alto.

“Las asustaría”, se dijo Meaulnes, mirándose el blusón des-garrado de campesino y su cinturón de colegial de Sainte-Agathe, tan barroco.

Temiendo no le fueran a encontrar los niños si volvían por laavenida, continuó su camino entre los abetos en dirección al“palomar”, sin reflexionar demasiado en lo que allí podría pre-guntar. Pronto lo hizo detenerse, a la orilla del bosque, unmurito mohoso. Al otro lado, entre el muro y las dependenciasde la casa, había un gran patio estrecho y largo, todo lleno decoches, como un patio de posada el día de feria. Los habíade todas clases y formas: coches pequeños, elegantes, de cua-tro plazas, los varales al aire, tartanas, carrozas pasadas demoda con sus molduras, y hasta viejas berlinas con los crista-les subidos.

Meaulnes, escondido detrás de los abetos por miedo a servisto, examinaba el desorden de aquel lugar, cuando percibió,al otro lado del patio, justo encima del pescante de una tar-tana, una ventana medio abierta en las dependencias. Dosbarrotes de hierro, como suelen verse en la parte de atrás delas grandes casas de campo, con los postigos de las cuadrassiempre cerrados, debían haber cerrado este hueco. Pero eltiempo los había desencajado.

“Entraré ahí —se dijo el colegial—, dormiré en el heno y memarcharé de madrugada, sin haber asustado a esas niñas tanhermosas”.

Franqueó el muro con dificultad a causa de su rodilla heriday, pasando de un coche al otro, del pescante de una tartana al

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techo de una berlina, llegó a la altura de la ventana, y la em-pujó sin ruido, como si fuese una puerta.

No se encontraba en un henar, sino en una vasta habitaciónde techo bajo que debía ser un dormitorio. Se distinguía, en lapenumbra de la tarde de invierno, que la mesa, la chimenea, yhasta las butacas, estaban llenas de jarrones, objetos valiosos,armas antiguas. Al fondo de la habitación había unas cortinasque debían esconder una alcoba.

Meaulnes había cerrado la ventana, tanto por el frío comopor miedo a que lo vieran desde fuera. Al levantar las cortinasdel fondo, descubrió un gran lecho bajo cubierto de viejos li-bros dorados, laúdes con las cuerdas rotas y candelabros amon-tonados. Puso todas las cosas al fondo de la alcoba y se echó enla cama para descansar y reflexionar un poco sobre la extrañaaventura a la que se había lanzado.

Un silencio profundo reinaba en la mansión. Cada cierto tiem-po, sólo se oía gemir el gran viento de diciembre.

Y Meaulnes, así tendido, se preguntaba si, a pesar de esosextraños encuentros, de las voces de los niños en la avenida, yde los coches amontonados, no era todo, sencillamente, comohabía pensado en un principio: un viejo edificio abandonadoen la soledad del invierno.

Pronto le pareció que el viento le traía el son de una músicaperdida. Era como un recuerdo lleno de encanto y de añoran-za. Se acordó del tiempo en que su madre, todavía joven, toca-ba el piano en el salón, por la tarde, y él, sin decir nada, detrásde la puerta que daba al jardín, la escuchaba casi hasta el ano-checer…

“Parece como si alguien tocase el piano en alguna parte”,pensó.

Pero, dejando la pregunta sin respuesta, rendido de fatiga,no tardó en dormirse.

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Capítulo XII

El cuarto de Wellington

Era de noche cuando se despertó. Muerto de frío, se revolvióen la cama, tapándose con su blusón negro. Una débil claridadglauca bañaba las cortinas del dormitorio.

Se sentó en la cama, sacó la cabeza entre las cortinas. Al-guien había abierto las ventanas y había colgado dos farolesvenecianos de color verde. Pero, apenas había podido Meaulnesechar una ojeada, cuando oyó en el rellano un ruido apagadode pasos y una conversación en voz baja. Regresó a la habita-ción, pero sus zapatos con clavos hicieron vibrar uno de losobjetos de bronce que había dejado contra la pared. Muy in-quieto, aguantó la respiración un instante. Los pasos se acer-caron y dos sombras se deslizaron en la alcoba.

—No hagas ruido —decía uno.—¡Bueno! Ya es hora de que despierte —respondió el otro.—¿Has adornado su habitación?—¡Claro!, como las de los demás.El viento hizo golpear la ventana abierta.—¡Hombre! —dijo el primero—, ni siquiera has cerrado la

ventana. Ya ha apagado el viento uno de los faroles. Habráque volver a encenderlo.

—¡Bah! —dijo el otro, con una pereza y un desgano repen-tinos—. ¿Para qué tanta iluminación por el lado del campo,que es como decir por el lado del desierto? Ahí no hay nadiepara verla.

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—¿Nadie? Todavía llegará gente durante parte de la noche.¡Por allí, lejos, en sus coches, por la carretera, se alegrarán dever nuestras luces!

Meaulnes oyó rayar un fósforo. El que había hablado el últi-mo y parecía ser el jefe, prosiguió con una voz monótona, a lamanera del sepulturero en Shakespeare:

—Tú pones los faroles verdes en la habitación de Wellington.Igual los habrías puesto rojos… ¡Sabes de eso tan poco como yo!

Un silencio.—Wellington, ¿no era americano? ¿Y no es un color ameri-

cano el verde? Tú, el cómico que ha viajado tanto, deberíassaberlo.

—Sí, sí, viajado —contestó “el cómico”—. Sí, he viajado, perono he visto nada. ¿Qué quieres que viera dentro de un carro?

Meaulnes miró con precaución por entre las cortinas.El que dirigía las maniobras era un hombre grueso, con la

cabeza descubierta y enfundado en un abrigo enorme. Lleva-ba en la mano una larga pértiga llena de farolitos multicoloresy miraba tranquilamente, con una pierna sobre otra, cómo tra-bajaba su compañero.

Por lo que hace al cómico, era el tipo más lamentable quepueda imaginarse. Alto, flaco, tembloroso, los ojos verdososy bizcos, con un bigote caído sobre una boca desdentada quehacía pensar en la cara de un ahogado chorreando sobre laslosas. Estaba en mangas de camisa y le temblaban las mandí-bulas. Mostraba en sus palabras y en sus gestos el despreciomás absoluto hacia su propia persona.

Después de un momento de reflexión, amarga y risible a lavez, se acercó a su compañero y, cruzando los brazos, le confió:

—¡Qué quieres que te diga! No comprendo por qué han ido abuscar a unos andrajosos como nosotros para trabajar en unafiesta como ésta. ¡Éste es el problema!

Pero sin hacer caso de ese arranque sentimental, el hombre-tón continuó mirando cómo trabajaba el otro, las piernas cru-zadas; bostezó, resopló tranquilamente y luego, volviéndose,se marchó con la pértiga a la espalda, diciendo:

—¡Vamos, en marcha! ¡Ya es hora de vestirse para la cena!

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El cómico lo siguió, pero al pasar delante de la alcoba dijo,con una inflexión de voz burlona, a la vez que hacía unas reve-rencias:

—Señor Durmiente, no tiene más que despertar, vestirsede marqués, aunque no sea usted más que un pobre diablocomo yo, y bajar a la fiesta de disfraces, ya que así les place aestos señoritos y a estas señoritas —y añadió en el tono de uncharlatán de feria, haciendo una última reverencia—: Nues-tro compañero Maloyau, ayudante de cocina, le presentará alpersonaje de Arlequin, y su servidor, al gran Pierrot.

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Capítulo XIII

La extraña fiesta

En cuanto desaparecieron, el colegial salió de su escondite.Tenía los pies helados, las articulaciones entumecidas, perohabía descansado y la rodilla parecía ya curada.

“Lo de bajar a cenar —pensó— no dejaré de hacerlo. Serésencillamente un invitado cuyo nombre se ha olvidado. Ade-más, no soy un intruso aquí. No hay duda de que el señorMaloyau y su compañero me esperaban…”

Al salir de la oscuridad total de la alcoba, pudo ver bastantebien gracias a los farolitos verdes que iluminaban la habitación.

El cómico la había “adornado”. Unos mantos colgaban delos barrotes de las cortinas. Sobre una pesada mesa de tocadorcon el mármol roto, habían dispuesto todo lo necesario para con-vertir en un joven elegante al chico que había pasado la nocheanterior en un establo abandonado. Sobre la chimenea, colo-caron unos fósforos junto a un candelabro. Pero no habíanencerado el suelo, y Meaulnes sentía cómo crujían bajo suszapatos la grava y las piedrecitas. Otra vez tuvo la impresiónde estar en una casa abandonada hacía tiempo… Al ir hacia lachimenea, por poco tropieza con una pila de cajas grandes ypequeñas; extendió el brazo, encendió la vela y levantó las ta-pas, inclinándose para mirar.

Eran trajes de jóvenes de otros tiempos, levitas con cuellosaltos de terciopelo, chalecos finos muy descotados, innume-rables corbatas blancas y zapatos de charol de principios de

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siglo. No se atrevía a tocar nada ni con la punta de los dedos;pero después de haberse aseado, temblando, se puso sobre sublusón de colegial una de las grandes levitas y se alzó el cuelloplisado, se cambió sus zapatos claveteados por unos finos decharol, y, sin nada en la cabeza, se preparó para bajar.

Sin encontrarse con nadie, llegó al pie de una escalera de ma-dera en un rincón del patio. El hálito oscuro de la noche leazotó el rostro y le levantó los faldones de la levita.

Dio algunos pasos y, gracias a la vaga claridad del cielo, prontose pudo dar cuenta de la configuración del lugar. Estaba en unpatiecito formado por los edificios de las dependencias. Todotenía un aspecto viejo y arruinado. Los huecos, al pie de laescalera, estaban vacíos, porque hacía mucho tiempo que ha-bían quitado las puertas; tampoco habían repuesto los cris-tales de las ventanas, que eran unos agujeros negros en lasparedes. Y, sin embargo, todo el edificio tenía un extraño airede fiesta. Una especie de reflejo de colores flotaba en las habi-taciones bajas, donde también debían haber encendido faroli-tos en la parte que daba al campo. El suelo estaba barrido;habían quitado las hierbas que crecían por todas partes. Porfin, aguzando el oído, Meaulnes creyó oír como un canto, comovoces de niños y muchachas, por allá abajo, hacia los edificiosconfusos donde el viento movía las ramas delante de las aber-turas de las ventanas rosadas, verdes y azules.

Estaba allí, dentro de su levitón, como un cazador, agachadoal acecho, cuando un hombrecito diminuto salió del edificiocontiguo, que se hubiera creído inhabilitado.

Llevaba un sombrero de copa muy alto que brillaba en lanoche como si hubiera sido de plata, un traje con un cuello quele subía hasta el pelo, un chaleco muy abierto, un pantalóncon botines… Este elegante, de unos quince años, caminabade puntillas, como si lo sujetasen por los tirantes del pantalón,pero lo hacía con una extraordinaria rapidez. Sin pararse, alpasar, saludó a Meaulnes con una reverencia profunda, auto-mática, y desapareció en la oscuridad hacia el edificio central,granja, castillo o abadía, cuya torre había guiado al colegialdesde el comienzo de la tarde.

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Después de un momento de duda, nuestro héroe siguió alcurioso personaje. Atravesaron una especie de gran patio-jar-dín, pasaron entre unos macizos, contornearon un viverocerrado con unas vallas, un pozo, y se encontraron, por fin, enla entrada del edificio central.

Una pesada puerta de madera, redondeada por arriba yclaveteada como la puerta de una iglesia, estaba entreabierta.El elegante entró. Meaulnes lo siguió y, desde los primerospasos en el corredor, se encontró, sin ver a nadie, rodeado derisas, de cantos, de llamadas y de persecuciones.

Al extremo había un pasillo transversal. Meaulnes dudó sillegar hasta el final o abrir una de las puertas detrás de lascuales se oía ruido de voces, cuando vio pasar por el fondo ados niñas que se perseguían. Echó a correr para verlas y atra-parlas, sin hacer ruido con sus finos zapatos. Un ruido de puer-tas que se abren, dos rostros de quince años que el fresco de lanoche y la carrera han puesto rosados bajo grandes capotascon cintas, y todo desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

Un momento después, vuelven sobre sus pasos jugando; susfaldas amplias y ligeras se levantan y se inflan; se puede ver lapuntica de sus largos y diversos pantalones; después, juntas,con una pirueta, entran saltando a la habitación y cierran otravez la puerta.

Meaulnes se quedó un momento deslumbrado y titubeanteen el corredor oscuro… Ahora tiene miedo de ser descubierto.Su aire vacilante y torpe puede hacer que lo tomen por unladrón. Va a marcharse decididamente hacia la puerta, cuan-do vuelve a oír, al fondo del corredor, un ruido de pasos y vo-ces de niños. Son dos pequeñines que se acercan hablando.

—¿Vamos a cenar pronto? —les pregunta Meaulnes conaplomo.

—Ven con nosotros —responde el mayor—, te llevaremos allí.Y con esa confianza y esa necesidad de amistad que tienen

los niños la víspera de una gran fiesta, lo cogen cada uno deuna mano. Probablemente son dos niños del campo. Les hanpuesto sus mejores ropas: pantaloncitos hasta media piernaque dejan ver sus medias gordas de lana y sus chanclos, una

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especie de juboncito de terciopelo azul, un casquete del mismocolor y corbata de lazo blanca.

—¿Lo conoces? —pregunta uno de los niños.—¿Yo? —dice el más pequeño, que tiene una cabeza redonda

y los ojos ingenuos—. Mamá me ha dicho que lleva un vestidonegro con cuello blanco y que parece un lindo pierrot.

—¿De qué hablan? —pregunta Meaulnes.—Pues, de la novia que Frantz ha ido a buscar…Antes de que el joven haya podido decir nada, han llegado

los tres a la puerta de una gran sala donde arde un fuego her-moso. Han puesto unas tablas sobre caballetes, a manera demesas, las han cubierto con manteles blancos, y allí cenanceremoniosamente gentes de todas las condiciones.

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Capítulo XIV

La extraña fiesta (continuación)

Era una gran sala de techo bajo, una comida como las que sedan en el campo, la víspera de la boda, a los parientes que hanvenido de muy lejos.

Los dos niños habían soltado las manos del colegial y se pre-cipitaban hacia una sala contigua donde se oían voces de niñosy ruido de cucharas dando en los platos. Con audacia y sininmutarse, Meaulnes se sentó a horcajadas en un banco, juntoa dos campesinas viejas. Se puso a comer enseguida con unapetito feroz; y sólo al cabo de un rato levantó la cabeza paramirar a los convidados y escucharlos.

Y se hablaba poco. Aquella gente parecía que apenas se cono-ciesen. Unos debían venir del campo, otros de pueblos lejanos.A lo largo de las mesas había algunos viejos con patillas espe-sas; otros, completamente afeitados, que podían ser viejosmarineros. Cerca de ellos, cenaban otros parecidos: caras cur-tidas, los mismos ojos vivos bajo las cejas enmarañadas, lasmismas corbatas estrechas como cordones de zapatos… Perose veía enseguida que éstos no habían navegado más allá de sucantón, y que si habían bailado, rodado más de mil millas contempestades y contra el viento, era en ese viaje sin peligro queconsiste en abrir el surco hasta el límite del campo y dar lavuelta al arado enseguida… Se veían pocas mujeres: algunascampesinas viejas de cara redonda y arrugada, como manza-nas con cofias encañonadas.

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No había ni un solo convidado con el que Meaulnes no sesintiera en confianza y a gusto. Así explicaba, después, estaimpresión:

—Cuando uno ha cometido una falta grave, imperdonable, aveces piensa en medio de una gran tristeza: “A pesar de todo,hay personas que me perdonarían”. Uno se imagina viejos,abuelos llenos de indulgencia, convencidos, ya de antemano, deque todo cuanto hagas está bien hecho.

En realidad, los comensales de aquella sala habían sido esco-gidos entre gente así. El resto, eran adolescentes y niños…

Mientras tanto, cerca de Meaulnes, dos viejas charlaban.—En el mejor de los casos —decía la más vieja, con una voz

cómica y estridente que en vano trataba de endulzar—, losnovios no estarán aquí ni mañana a las tres.

—¡Calla! Vas a hacer que me enfade —respondía la otra conun tono más tranquilo.

Ésta llevaba un gorrito de punto inclinado sobre la frente.—Echemos cuentas —volvió a decir la primera, sin inmu-

tarse—. Hora y media en tren de Bourges a Vierzon, y sieteleguas en coche desde Vierzon hasta aquí…

La discusión continuó. Meaulnes no perdía una palabra.Gracias a esta cháchara tranquila se le aclaró algo la situa-ción: Frantz de Galais, el hijo de la casa —que era estudianteo marino, o quizá aspirante a marino, no se sabía…—, habíaido a Bourges para buscar a una muchacha y casarse. Cosaextraña, este chico, que debía ser muy joven y con mucha ima-ginación, organizaba todo a su gusto en este lugar. Había que-rido que la casa a donde llegaba su novia pareciera un palacioen fiestas. Y para celebrar esa llegada, él mismo había invita-do a esos niños y a esos buenos viejos. Éstos fueron los puntosque precisó la discusión entre las dos mujeres. El resto per-maneció en el misterio, y siempre volvían a la cuestión delretorno de los novios. Una se empeñaba en que mañana por lamañana; la otra, que por la tarde.

—Pobre Moinelle; estás tan loca como siempre… —decía concalma la más joven.

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—Y tú, mi pobre Adèle, siempre tan tozuda. Hacía cuatroaños que no te veía y no has cambiado nada —respondía laotra, encogiéndose de hombros y con la voz más tranquila delmundo.

Y continuaban discutiendo así, pero sin el menor mal hu-mor. Meaulnes intervino con la esperanza de saber algo más:

—¿Y es la novia de Frantz tan bonita como dicen?Ellas lo miraron sorprendidas. Nadie, aparte de Frantz, ha-

bía visto a la joven. Él la había encontrado, desolada, una nocheen uno de esos jardines de Bourges que llaman los Marais. Supadre, un tejedor, la había echado de casa. Era muy hermosa yFrantz había decidido enseguida casarse con ella. Era una his-toria extraña; pero su padre, el señor de Galais, y su hermanaYvonne, ¿no le habían consentido siempre todo lo que quería?

Meaulnes, con precaución, iba a hacer otras preguntas, cuan-do apareció en la puerta una pareja encantadora: una mu-chachita de dieciséis años, con un corpiño de terciopelo y unafalda de grandes volantes, y un personaje joven con un traje decuello alto y pantalones con botines. Atravesaron la sala ha-ciendo un paso de danza; un grupo los siguió, luego pasaronotros corriendo, dando gritos, perseguidos por un pierrot gran-de, pálido, con unas mangas demasiado largas, tocado con unbonete negro y riéndose con su boca desdentada. Corría a gran-des zancadas, torpemente, como si a cada paso debiera dar elsalto, y agitaba sus largas mangas vacías. Las muchachas te-nían un poco de miedo, los jóvenes les daban la mano y él pa-recía hacer la delicia de los niños, que lo perseguían con agudoschillidos. Al pasar, miró a Meaulnes con sus ojos vidriosos, y elcolegial creyó reconocer, bien afeitado, al acompañante del señorMaloyau, el cómico que hacía poco había colgado los faroles.

La comida había terminado. Todo el mundo se levantó.En los corredores se organizaron rondas y farándulas. Una

música, en alguna parte, tocaba un paso de minueto… Meaul-nes, con la cabeza medio cubierta con el cuello de su abrigo,como dentro de un embudo, se sentía otro personaje. Tambiénél, arrastrado por la alegría, comenzó a perseguir al gran pierrotpor los corredores de la mansión, como si fueran los bastidores

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de un teatro donde la pantomima se hubiera extendido desdela escena hacia todas partes. Y hasta el final de la noche seencontró así, mezclado con una muchedumbre alegre y de tra-jes extravagantes. A veces abría una puerta y se encontrabaen una habitación donde se entretenían con una linterna má-gica. Los niños aplaudían haciendo mucho ruido… A veces, enun rincón del salón donde se bailaba, se ponía a conversar con undandy y se documentaba de prisa sobre los trajes que llevaríalos próximos días…

Al fin, un poco angustiado por todo ese placer que se le pre-sentaba y temiendo a cada instante que se le abriera el abrigoy dejara ver su blusón de colegial, fue a refugiarse durante unmomento en la parte más oscura y más tranquila del caserón.Sólo se oía el sonido apagado de un piano.

Entró en una habitación silenciosa: era un comedor ilumi-nado por una lámpara que colgaba. Ahí también había fiesta,pero fiesta para los niños.

Unos, sentados en almohadones, hojeaban unos álbumes quetenían abiertos sobre las rodillas; otros, acurrucados en el sueloalrededor de una silla, hacían, con gravedad, un despliegue de“santos”; otros, junto al fuego, no decían nada, no hacían nada;pero escuchaban, a lo lejos, el rumor de la fiesta en la mansióninmensa.

Una de las puertas de este comedor estaba abierta de par enpar. En la habitación de al lado se oía tocar el piano. Meaulnesmiró con curiosidad. Era una especie de saloncito; una mujer,o una joven, con un amplio abrigo marrón echado sobre loshombros, de espaldas, tocaba con gran dulzura aires de ronda-llas y de cancioncillas. En el diván de al lado, seis o siete niñosy niñas, bien colocados, como en una estampa, buenos, comosuelen ser los niños cuando se hace tarde, escuchaban…

Solamente, de vez en vez, uno de ellos, apoyándose en lasmuñecas, se levantaba, se deslizaba hacia el suelo y se mar-chaba al comedor; uno de los que había terminado de mirarestampas, venía a ocupar su puesto…

Después de esta fiesta donde todo era encantador, perofebril y loco, donde él mismo había perseguido al pierrot de

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aquella manera alucinada, Meaulnes se encontraba inmersoen el bienestar más plácido del mundo.

Sin hacer ruido, mientras la joven continuaba tocando, fue asentarse en el comedor y, abriendo uno de los grandes librosrojos esparcidos por la mesa, se puso a leer distraídamente.

Casi enseguida, uno de los pequeños que estaban por el sue-lo se le acercó, se agarró a su brazo y trepó hasta sus rodillaspara mirar al mismo tiempo que él; otro hizo lo mismo por ellado opuesto. Entonces fue como un sueño de otros tiempos.Durante un buen rato pudo imaginar que estaba en su propiacasa, al anochecer, casado, y que el ser desconocido y encanta-dor que tocaba el piano cerca de él, era su esposa.

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Capítulo XV

El encuentro

A la mañana siguiente, Meaulnes fue uno de los primeros enlevantarse. Como le habían aconsejado, se puso un traje negrosencillo, pasado de moda, una chaqueta ajustada a la cinturacon pliegues en las mangas, un chaleco cruzado, un pantalónlo bastante ancho por abajo como para esconder sus zapatosfinos, y un sombrero de copa.

Cuando él descendió, el patio estaba todavía desierto. Diounos pasos y se encontró como transportado a un día de pri-mavera. Fue aquélla, en efecto, la mañana más dulce de aquelinvierno. Hacía un sol como en los primeros días de abril. Laescarcha fundida y la hierba mojada brillaban como humede-cidas por el rocío. En los árboles cantaban muchos pajaritos,y, de cuando en cuando, una brisa tibia acariciaba el rostro delpaseante.

Hizo como los invitados que se han despertado antes que eldueño de la casa, salió al patio pensando a cada momento queuna voz cordial y alegre iba persiguiéndolo:

—¡De pie, Augustin!Pero se paseó un buen rato solo por el patio y el jardín. Allá

abajo, en el edificio principal, nada se movía, ni en las venta-nas ni en la torrecita. Ya habían abierto los dos batientes de lapuerta redonda de madera. Y en una de las ventanas de arribadaba un rayo de sol como en verano, en las primeras horas dela mañana.

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Por primera vez miró Meaulnes, en pleno día, el interior dela propiedad. Los vestigios de un muro separaban el jardínabandonado del patio, donde hacía poco habían echado arenay pasado el rastrillo. Al extremo de las dependencias dondehabitaba, estaban las caballerizas construidas en un divertidodesorden que multiplicaban los rincones adornados de arbus-tos y de viña virgen. Los bosques de abetos llegaban hasta lamisma finca y la escondían en aquella tierra plana, menos porel este, donde se veían colinas cubiertas de peñascos y de másabetos.

Durante un momento, en el jardín, Meaulnes se apoyó en lacerca de madera que rodeaba el vivero; en los bordes quedabaun poco de hielo fino y rizado como espuma. Se vio a sí mismoreflejado en el agua, como inclinado sobre el cielo, con su trajede estudiante romántico. Y creyó ver a otro Meaulnes; no eraya el colegial escapado en un carricoche campesino, sino al-guien encantador y romántico en un hermoso libro caro…

Se apresuró hacia el edificio principal, porque tenía hambre.En la gran sala donde había cenado la noche anterior, una cam-pesina ponía la mesa. Al sentarse Meaulnes delante de uno delos tazones alineados sobre el mantel, le sirvió café diciendo:

—Es usted el primero, señor.Él no quiso contestar; tal era el miedo de ser reconocido, de

pronto, como un extraño. Sólo preguntó a qué hora saldría elbarco para el paseo matinal que habían anunciado.

—No antes de media hora, señor; aún nadie ha bajado —fuela respuesta.

Así que continuó dando vueltas, buscando el embarcadero,alrededor de la gran casa señorial de alas desiguales, como unaiglesia. Cuando hubo contorneado el ala sur, vio de pronto elcañaveral que, hasta donde alcanzaba la vista, era el únicopaisaje. El agua de los estanques venía por aquel lado hastamojar el pie de los muros, y había, delante de muchas puertas,unos balconcitos de madera que avanzaban sobre el chapoteodel agua.

Sin nada que hacer, el paseante vagabundeó un buen ratopor la orilla arenosa como un camino de sirga. Examinaba con

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curiosidad las grandes puertas de cristales polvorientos quedaban a habitaciones destartaladas o abandonadas, a desva-nes repletos de carretillas, herramientas herrumbrosas, ties-tos rotos, cuando de pronto, al otro lado del edificio, oyó crujiren la arena unos pasos.

Eran dos mujeres, una muy vieja y encorvada; la otra, unajoven rubia, esbelta, con un traje delicioso que a Meaulnes,después de todos los disfraces de la noche anterior, le parecióextraordinario.

Se pararon un momento para mirar el paisaje, mientrasMeaulnes se decía, con un asombro que le pareció más tardegrosero:

“Aquí tenemos, sin duda, lo que se llama una joven excéntri-ca; quizá sea una actriz contratada para la fiesta”.

Mientras tanto, las dos mujeres pasaron cerca de él, y Meaul-nes, inmóvil, miró a la joven. Muchas veces, más tarde, cuandose dormía después de haber tratado desesperadamente de re-cordar el bello rostro medio borrado, veía pasar, en sueños,filas de muchachas parecidas. Una tenía un sombrero comoella; otra, su aire un poco inclinado; una tercera, su miradatan pura; la otra, su fino talle; otra tenía también sus ojosazules; pero ninguna de ellas era jamás la muchacha aquella.

Meaulnes tuvo tiempo de ver, bajo una espesa cabellera ru-bia, una cara con unos trazos un poco breves, pero dibujadoscon una finura casi dolorosa. Y como ya había pasado delantede él, miró su atuendo, que era la más sencilla e inteligente delas indumentarias…

Perplejo, se preguntó si las acompañaría, cuando la joven sevolvió imperceptiblemente hacia él y dijo a su compañera:

—El barco no tardará ya, ¿verdad?Y Meaulnes las siguió. La señora vieja, cascada, temblorosa,

no cesaba de charlar y reír alegremente. La joven respondíacon dulzura. Y, cuando descendieron del embarcadero, teníaaquella misma mirada inocente y grave que parecía decir:

“¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? No te conozco y, sin embar-go, me parece conocerte”.

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Ahora había ya otros invitados esperando entre los árboles.Y tres barcos de recreo se acercaban dispuestos a recibir a lospaseantes. Uno a uno, al pasar las damas que parecían ser laseñora de la casa y su hija, los jóvenes hacían un profundosaludo y las muchachas se inclinaban. ¡Extraña mañana! ¡Ex-traño paseo! Hacía frío, a pesar del sol de invierno, y las mu-jeres se enrollaban alrededor del cuello esas boás llenas deplumas, de moda entonces…

La anciana se quedó en la orilla y Meaulnes, sin saber cómo,se encontró en la misma embarcación que la joven. Se apoyósobre el puente, sujetándose con una mano el sombrero que letiraba el mucho viento, y pudo mirar a su gusto a la muchacha,que se había sentado al resguardo. Ella también lo miraba; con-testaba a sus compañeras, se reía, después posaba dulcementeen él sus ojos azules, mordiéndose un poco los labios.

Reinaba un gran silencio en las orillas cercanas. El barcose deslizaba con un ruido calmo de máquinas y de agua. Uno sehubiera creído en mitad del verano. Parecía que iban a atra-car en el bello jardín de alguna casa de campo. La joven sepaseaba con una sombrilla blanca. Se oiría hasta el anochecerel arrullo de las tórtolas… Pero, de pronto, una ráfaga glacialhizo recordar, a los invitados de aquella fiesta extraña, queera diciembre.

Atracaron frente a un bosque de abetos. En el embarcadero,los pasajeros debieron esperar un rato, apiñados unos contraotros, a que uno de los barqueros le quitara el candado a labarrera… ¡Con qué emoción recordaba después Meaulnes esosminutos en que, a la orilla del estanque, había tenido muycerca de su rostro el rostro, perdido para siempre, de la joven!Había mirado ese perfil tan puro con tal intensidad que casi sele llenaron de lágrimas los ojos. Y recordaba haber visto, comoun secreto delicado que ella le hubiera confiado, un poco depolvos que le habían quedado en la mejilla.

En tierra, todo se resolvió como en un sueño. Mientras que losniños corrían gritando de alegría, se formaban grupos que sedispersaban por el bosque. Meaulnes avanzó por un camino

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por donde, a diez pasos de él, iba la muchacha. Se encontrójunto a ella sin haber tenido tiempo de reflexionar.

—¡Qué bella es usted! —dijo simplemente.Pero ella aceleró el paso y, sin contestar, tomó una avenida

transversal. Otros excursionistas corrían, jugando por las ave-nidas, cada uno vagando a su gusto, llevados solamente de sulibre fantasía. El joven se reprochó vivamente lo que él llamósu torpeza, su grosería, su estupidez. Vagaba al azar, persua-dido de que no vería ya más a esa graciosa criatura, cuando, derepente, se dio cuenta de que venía hacia él y, por eso, teníaque pasar a su lado en el estrecho sendero. Con sus manos singuantes, separaba los pliegues de su amplio abrigo, llevabazapatos negros muy descotados. Sus tobillos eran tan finos quese le doblaban con facilidad y se temía verlos romperse.

Esta vez el joven saludó diciendo en voz baja:—¿Me perdona usted?—Lo perdono —dijo ella con gravedad—. Pero tengo que ir a

buscar a los niños, porque ellos son hoy los que mandan. Adiós.Augustin le suplicó que se quedase un momento. Le hablaba

con torpeza, pero con un tono tan lleno de emoción, de deses-peración que ella caminó más despacio y lo escuchó.

—No sé siquiera quién es usted —dijo ella por fin.Pronunciaba cada palabra con un tono uniforme, apoyándo-

se de la misma manera en cada una, pero dando a la últimamás dulzura… Enseguida recordaba la inmovilidad de su ros-tro, se mordía levemente los labios y sus ojos azules mirabanfijamente a la lejanía.

—Yo tampoco sé su nombre —dijo Meaulnes.Seguían ahora un camino descubierto, y se veía, a cierta dis-

tancia, a los invitados que corrían hacia una casa aislada enplena campiña.

—Es la “casa de Frantz” —dijo la joven—, tengo que dejarlo—lo miró un instante, dudando, y dijo sonriendo—: ¿Mi nom-bre? Soy la señorita Yvonne de Galais… — y echó a correr.

La “casa de Frantz” estaba entonces deshabitada, peroMeaulnes la encontró invadida hasta las buhardillas por una

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muchedumbre de invitados. No tuvo tiempo de examinar ellugar donde se encontraban; almorzaron de prisa una comidafría que habían traído en el barco y que no era lo más apropia-do a la estación; pero, sin duda, los niños lo habían decididoasí, y se marcharon. En cuanto la vio salir, Meaulnes se acercóa la señorita de Galais y dijo, contestando a lo que ella le habíadicho hacía poco:

—El nombre que yo le había puesto era más bonito.—¿Cómo? ¿Cuál? —dijo ella siempre con la misma gravedad.Pero él tuvo miedo de haber dicho una tontería y no contestó.—Me llamo Augustin Meaulnes —contestó—, y soy estu-

diante.—¡Ah! ¿Estudia usted? —dijo ella.Y hablaron todavía un rato. Hablaban despacio, felices,

amistosamente. Después, la actitud de la joven cambió. Menosaltiva y menos grave, ahora parecía también más inquieta. Sehubiera dicho que temía lo que Meaulnes iba a decir y se asus-taba de antemano. Estaba cerca de él toda temblorosa, comouna golondrina que se ha posado en tierra un instante y queya tiembla de deseos de remontar el vuelo.

—¿Para qué?, ¿para qué? —contestaba con dulzura a los pro-yectos que hacía Meaulnes.

Pero cuando al fin él se atrevió a pedirle permiso para volveralgún día a ese hermoso lugar…

—Lo esperaré —dijo ella sencillamente. Llegaron a la vistadel embarcadero. Ella se paró de pronto y dijo pensativa—:Somos dos niños; hemos hecho una tontería. No debemos mon-tarnos esta vez en el mismo barco. Adiós, no me siga usted.

Meaulnes se quedó un momento desconcertado viéndolamarcharse. Después siguió su camino. Entonces, la joven, des-de lejos, en el momento en que se perdía otra vez entre lamuchedumbre de invitados, se detuvo y, volviéndose hacia él,lo miró largamente por primera vez. ¿Era una señal de adiós?¿Era para prohibirle que la acompañara? O quizá, ¿tenía toda-vía algo que decirle?

Cuando volvieron a la finca, detrás de la casa, en una granpradera en pendiente, comenzó la carrera de poneys. Era la

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última parte de la fiesta. Según todas las previsiones, losnovios deberían llegar a tiempo para asistir, y Frantz lo diri-gíría todo.

Pero tuvieron que empezar sin él. Los chicos, con trajes dejockey; las niñas, de amazonas; unos llevaban ágiles poneysadornados con cintas; los otros, caballos viejos y dóciles. Enmedio de los gritos, las risas infantiles, las apuestas y las campa-nadas, uno se creería transportado al césped verde y cortado decualquier campo de carreras en miniatura.

Meaulnes reconoció a Daniel y a las niñitas, con sombrerosde plumas, que había escuchado la víspera en la avenida delbosque… El resto del espectáculo se le escapó, porque estabaansioso de volver a encontrar entre la muchedumbre el gra-cioso sombrero de rosas y el amplio abrigo marrón. Pero laseñorita de Galais no apareció. Todavía la buscaba cuando so-naron campanadas y gritos de alegría anunciando el fin de lascarreras. Había ganado una pequeña montada en una viejayegua blanca. Pasó triunfalmente en su montura y el penachode su sombrero flotaba al viento.

Después, todo calló de repente. Los juegos habían terminadoy Frantz no había regresado. Dudaron un instante; se pusie-ron de acuerdo, cohibidos. Finalmente, por grupos, se dirigierona las habitaciones para esperar, con inquietud y en silencio, lallegada de los novios.

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Capítulo XVI

Frantz de Galais

La carrera había terminado demasiado pronto. Eran las cua-tro y media y todavía era de día, cuando Meaulnes se encontróen la habitación, con la cabeza llena de los acontecimientos deaquel extraordinario día. Se sentó junto a la mesa, sin nadaque hacer, esperando la cena y la fiesta que debería seguirla.

De nuevo soplaba el viento de la primera noche. Se le oíarugir como un torrente o pasar con el silbido prolongado deuna cascada. A veces, la trampa de la chimenea daba golpes.

Por primera vez sintió Meaulnes, en sí, esa ligera angustiaque entra al fin de una jornada demasiado hermosa. Por unmomento, pensó en encender el fuego; pero trató, inútilmente,de levantar el cierre herrumbroso de la chimenea. Entoncescomenzó a ordenar el cuarto; colgó sus trajes buenos en lasperchas, puso alineadas contra las paredes las sillas caídas,como si hubiera querido prepararse para una estancia larga.

Sin embargo, pensando que debía estar siempre preparadopara marcharse, dobló cuidadosamente, sobre el respaldo deuna silla, como si fuera el traje de viaje, su blusón y las otrasprendas de colegial, y puso bajo la silla sus zapatos claveteados,todavía llenos de tierra.

Después, volvió a sentarse, y, más tranquilo, miró a su alre-dedor la habitación que había ordenado tan bien.

De cuando en cuando, una gota de lluvia rayaba el cristal quedaba al patio de los coches y hacia los bosques de pinos. Tran-quilo, después de haber ordenado su habitación, el muchacho

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se sentía perfectamente feliz. Estaba ahí, misterioso, extraño,en medio de ese mundo desconocido, en el cuarto escogido. Loque había conseguido rebasaba todas sus esperanzas. Y ahora,para su alegría, le bastaba recordar ese rostro de muchachaque, en medio del viento, se volvía hacia él…

Durante este ensueño, había caído la noche sin que ni siquierase hubiera ocupado de encender las velas. Una ráfaga de vien-to golpeó la puerta del cuarto de atrás que comunicaba con elsuyo y cuya ventana daba también al patio de los coches.Meaulnes fue a cerrarla y vio en la habitación una luz como deuna vela encendida sobre la mesa. Metió la cabeza por la puer-ta entreabierta. Alguien había entrado, sin duda por la venta-na, y se paseaba de un lado a otro con pasos silenciosos. Por loque se podía ver, era un hombre muy joven. Sin nada en lacabeza, una capa de viaje echada por los hombros, caminabasin detenerse, como enloquecido por un dolor insoportable. Elviento de la ventana, que él había dejado abierta del todo, ha-cía flotar su capa, y cada vez que pasaba cerca de la luz, seveían relucir unos botones dorados en su fina levita.

Silbaba algo entre dientes, una especie de aire marino, comocantan, para alegrarse el corazón, las chicas y los marinerosen las tabernas de los puertos…

Por un momento, en medio de su agitado paseo, se detuvo yse inclinó sobre la mesa, buscando en una caja, de donde sacómuchas hojas de papel… Meaulnes vio, de perfil, a la luz de lavela, un rostro muy delicado, muy aquilino, sin bigote, bajouna abundante cabellera que partía una raya al lado. Habíadejado de silbar. Muy pálido, los labios entreabiertos, parecíaestar sin aliento, como si hubiera recibido un golpe violentoen el corazón.

Meaulnes dudaba si, por discreción, marcharse, o acercarsey ponerle suavemente la mano en el hombro, como a un cama-rada, y hablarle. Pero el otro levantó la cabeza y lo vio. Lomiró un instante; después, sin sorprenderse, se acercó y, dan-do firmeza a su voz, le dijo:

—Señor, no lo conozco; pero estoy contento de verlo. Porqueya que está aquí, a usted se lo voy a explicar. Verá…

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Parecía completamente desamparado. Cuando hubo dicho:“Verá”, cogió a Meaulnes por la solapa de la chaqueta, comopara fijar su atención. Después volvió la cabeza hacia la venta-na, como para reflexionar en lo que iba a decir, guiñó los ojos, yMeaulnes comprendió que tenía unas ganas enormes de llorar.

Se tragó de golpe todo ese dolor de niño y, después, mirandosiempre fijamente a la ventana, siguió con una voz alterada:

—Pues bien, ¡se acabó! Se acabó la fiesta. Puede usted bajara anunciarlo. He vuelto solo. Mi novia no vendrá. Por escrú-pulos, por miedo, por falta de fe… Además, le voy a expli-car… —pero no pudo continuar; se contrajo su rostro. No ex-plicó nada. Se volvió de repente y se fue a la oscuridad a abriry cerrar cajones llenos de ropas y de libros—. Me voy a prepa-rar para irme de aquí. No me molesten.

Colocó sobre la mesa diversos objetos, una bolsa de tocador,una pistola…

Y Meaulnes, lleno de tristeza, salió sin atreverse a decirleuna palabra ni a darle la mano.

Abajo, todo el mundo parecía haber presentido ya algo. Casitodas las jóvenes se habían cambiado de traje. En el edificioprincipal había empezado la cena; pero con prisa, en desor-den, como en el momento de una partida.

Había un continuo ir y venir de la gran sala-cocina a las ha-bitaciones de arriba y a las cuadras. Los que habían termi-nado formaban grupos y se decían adiós.

—¿Qué pasa? —preguntó Meaulnes a un chico aldeano quese apresuraba a terminar lo que estaba comiendo, el sombrerode fieltro en la cabeza y la servilleta cogida al chaleco.

—Nos vamos —respondió—. Se ha decidido de pronto. A lascinco nos hemos encontrado solos, todos los invitados juntos;hemos esperado hasta el último momento. Los novios no pue-den venir ya. Alguien ha dicho: “¿Y si nos fuéramos…?” Y todoel mundo se ha preparado para marcharse.

Meaulnes no respondió. Ahora eso le daba igual. ¿No habíallegado al final de su aventura? ¿No había conseguido esta veztodo lo que deseaba? Apenas había tenido tiempo de repasaren su memoria la hermosa conversación de aquella mañana.

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Ya sólo quedaba marcharse. Y volvería pronto, esta vez sintrampa…

—Si quiere venir con nosotros —continuó el otro, que era unchico de su edad—, dese prisa en arreglarse. Enganchamosenseguida.

Se fue corriendo, dejando allí la cena apenas comenzada ysin ocuparse de decir a los invitados lo que sabía. El parque, eljardín y el patio estaban sumidos en una profunda oscuridad.Esta noche no había faroles en las ventanas. Pero como, des-pués de todo, esta cena parecía la última comida de unas bo-das, los invitados menos buenos, que quizá habían bebido, sepusieron a cantar. A medida que se alejaba, Meaulnes oía ele-varse los aires de taberna en aquel parque, que hacía dos díashabía albergado tanta gracia y tantas maravillas. Era el co-mienzo de la tristeza y la devastación. Pasó cerca del viverodonde aquella misma mañana se había contemplado. ¡Qué cam-biado estaba todo! Con aquella canción, cantada a coro, quellegaba a retazos:

Que de dónde vienes, desvergonzada,tu bonete ladeado,mal tocada…

y ésta también:Mis zapatos son rojos…Adiós, mi amor…Mis zapatos son rojos…¡Adiós, para siempre!

Al llegar al pie de la escalera de su habitación aislada, alguienque bajaba le dijo en la oscuridad:

—¡Adiós, señor! —y envolviéndose en la capa, como si tuvie-se mucho frío, desapareció. Era Frantz de Galais.

La vela que Frantz había dejado en el cuarto todavía ardía.Nada había cambiado. Solamente había escrito estas letras enuna hoja de papel de cartas dejada donde se pudiera ver:

Mi novia ha desaparecido haciéndome decir que no puede sermi mujer; que es una costurera y no una princesa. No sé quéserá de mí. Me voy. Ya no tengo deseos de vivir. Que Yvonne meperdone si no le digo adiós, pero no puede hacer nada por mí…

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Se acababa la vela cuya llama vaciló, se achicó un momento yse apagó. Meaulnes entró en su cuarto y cerró la puerta. Apesar de la oscuridad, reconoció todas las cosas que había arre-glado en pleno día, en plena dicha, unas horas antes. Prendapor prenda, fielmente, recuperó toda su vieja y mísera vesti-menta, desde sus zapatones hasta su basto cinturón con hebillade cobre. Se desnudó y volvió a vestirse rápidamente; pero,por distracción, al dejar en una silla la ropa prestada, se equi-vocó de chaleco.

Bajo las ventanas, en el patio de los coches, había empezadoun gran ajetreo. Tiraban, llamaban, empujaban, todo el mundoquería sacar su coche de la maraña inextricable en que estabametido. De cuando en cuando, un hombre trepaba al pescantede una carreta, a la baca de un coche y hacía girar el farol,cuya luz le daba en la ventana; por un instante, alrededor deMeaulnes, la habitación, familiar ya y donde todas las cosashabían sido amigas, palpitaba, revivía… Y así fue como dejó,cerrando cuidadosamente la puerta, ese lugar misterioso que,sin duda, no volvería jamás a ver.

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Capítulo XVII

La extraña fiesta (fin)

Ya, en medio de la noche, una hilera de coches rodaba lenta-mente hacia la verja del bosque. A la cabeza, un hombre re-vestido con una piel de cabra y un farol en la mano, llevaba delas riendas al caballo del primer tiro.

Meaulnes tenía prisa por encontrar a alguien que quisierallevarlo. Tenía prisa por marcharse. En el fondo de su cora-zón, sentía miedo de encontrarse, de pronto, solo en aquel lu-gar y que se descubriera su superchería.

Cuando llegó delante del edificio principal, los conductoresequilibraban la carga de los últimos coches. Hacían levantarsea todos los viajeros para acercar o poner hacia atrás los asien-tos, y las muchachas, envueltas en chales, se levantaban cohi-bidas, las mantas se les caían a los pies y se veían las carasinquietas de las que bajaban la cabeza del lado de los faroles.

En uno de esos coches, Meaulnes reconoció al joven aldeanoque hacía poco le había ofrecido llevarlo.

—¿Puedo subir? —le gritó.—¿Adónde vas, muchacho? —le respondió el otro, que no lo

había reconocido.—Hacia Sainte-Agathe.—Entonces, pídele un sitio a Maritain.Y aquí tienen ustedes al gran colegial buscando, entre los

viajeros retardados, al desconocido Maritain. Se lo indicaronentre los bebedores que cantaban en la cocina.

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—Es un juerguista —le dijeron—. A las tres de la mañanatodavía estará ahí.

Meaulnes pensó por un momento en la joven que, inquieta,febril y llena de angustia, oiría cantar en la casa, hasta bienentrada la noche, a esos aldeanos borrachos. ¿Cuál sería suhabitación? ¿Dónde estaría su ventana entre esos edificiosmisteriosos? Pero de nada le servía al colegial retrasarse. Te-nía que irse. Una vez en Sainte-Aghate, todo se volvería másclaro, dejaría de ser un colegial que se ha escapado; podríapensar de nuevo en la joven.

Los coches se fueron uno a uno; las ruedas chirriaban en laarena de la gran avenida. Y se les veía dar la vuelta y desapa-recer en la noche, cargados de mujeres bien arropadas, de ni-ños con chales, medio dormidos ya. Quedaba un gran carrico-che, una tartana en la que las mujeres se sentaban, espaldacontra espalda, que pasó dejando a Meaulnes sin saber quéhacer a la puerta de la casa. Ya sólo quedaba una vieja berlinaconducida por un campesino de blusón.

—Ya puede subir —contestó a las explicaciones que le dioAugustin—; vamos en esa dirección.

Meaulnes abrió con dificultad la portezuela del viejo carrico-che; el vidrio tembló y los goznes chirriaron. En el asiento, enuna esquina del coche, dormían dos niños muy pequeños, unniño y una niña. Se despertaron con el ruido y el frío, se esti-raron, miraron vagamente; después, tiritando, se volvieron ahundir en su esquina y se durmieron de nuevo…

El viejo coche se marchaba ya. Meaulnes cerró lo más suave-mente que pudo la portezuela y se instaló con precaución en laotra esquina; después se esforzó con avidez por distinguir a tra-vés del vidrio el lugar que había dejado y el camino por dondehabía venido: pudo adivinar, a pesar de la noche, que el cocheatravesaba el patio y el jardín, pasaba delante de la escalera desu habitación, franqueaba la verja y salía de la finca para en-trar en los bosques. Se podrían distinguir, huyendo al otro ladodel vidrio vagamente, los troncos de los viejos abetos.

“Pudiera ser que nos encontrásemos con Frantz de Galais”,se decía Meaulnes ilusionado.

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Bruscamente, en el camino estrecho, el coche dio un banda-zo para no chocar con un obstáculo. Era, a juzgar por la formamaciza que se podía adivinar en la oscuridad, un carro paradocasi en medio del camino y que debía haber estado allí, cercadel lugar de la fiesta, durante los últimos días.

Una vez salvado el obstáculo, los caballos reemprendieron eltrote. Meaulnes empezaba a cansarse de mirar por la ventani-lla, esforzándose en vano por penetrar la oscuridad, cuando,de pronto, en lo profundo del bosque, hubo un resplandor se-guido de una detonación. Los caballos se pusieron al galope yMeaulnes no supo, al principio, si el cochero del blusón se es-forzaba por detenerlos o, al contrario, los hostigaba a corrermás. Quiso abrir la puerta. Como el picaporte se encontrabapor fuera, trató en vano de bajar el cristal, lo sacudió… Losniños se despertaron con miedo, y se agarraron el uno al otrosin decir nada. Y mientras sacudía el cristal con el rostro pe-gado a la ventanilla, vio, gracias a una recurva del camino,una figura blanca que corría. Era el pierrot de la fiesta, el có-mico disfrazado, que, loco y despavorido, llevaba en los brazosel cuerpo de un hombre apretado contra su pecho. Despuéstodo desapareció.

En el coche que huía al galope a través de la noche, los dosniños habían vuelto a dormirse. Nadie con quien hablar delos acontecimientos misteriosos de aquellos dos días. Despuésde haber repasado en su mente todo lo que había visto y oído,fatigado y con el corazón entristecido, el joven se abandonótambién al sueño, como un niño triste…

No había amanecido aún, cuando el coche se detuvo en me-dio del camino y Meaulnes se despertó, porque alguien golpea-ba en el cristal. El conductor abrió con esfuerzo la portezuelay dijo, mientras el viento frío de la noche le entraba al colegialhasta los huesos:

—Tiene que bajar aquí. Ya amanece. Nosotros vamos a cogerel atajo. Está usted muy cerca de Sainte-Aghate.

Meaulnes obedeció, medio encogido, buscó vagamente conun gesto inconsciente su gorra, que había rodado a los pies de

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los niños dormidos en el rincón más oscuro del coche, y salióagachándose.

—¡Vaya! Adiós —dijo el hombre subiéndose al pescante—.Sólo le quedan seis kilómetros. Mire, ahí tiene la señal al bor-de del camino.

Meaulnes, que no se había despertado del todo, marchó en-corvado hacia delante, con paso pesado, hacia la señal y sesentó en ella con los brazos cruzados, la cabeza inclinada, comopara volver a dormirse.

—¡Eh! ¡No! —le gritó el cochero—. ¡No se duerma! Hace de-masiado frío. ¡Venga! ¡De pie! ¡Camine un poco…!

Vacilante, como un borracho, con las manos en los bolsillos,los hombros encogidos, el muchacho caminó lentamente haciaSainte-Agathe; mientras que el último vestigio de la fiestamisteriosa, la vieja berlina, dejaba la grava del camino y sealejaba dando tumbos en la hierba del atajo. Sólo se veía elsombrero del conductor bailando por encima de las cercas…

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Segunda Parte

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Capítulo Primero

El asalto

Los vendavales, el frío, la lluvia o la nieve, la imposibilidad dellevar a término largas pesquisas, nos impidieron a Meaulnesy a mí volver a hablar del país perdido antes de finalizar elinvierno. No podíamos empezar nada serio en aquella brevesjornadas de febrero, aquellos jueves borrascosos que acaba-ban regularmente hacia las cinco de la tarde con una tristelluvia glacial.

Nada nos recordaba ya la aventura de Meaulnes sino el he-cho extraño de que, desde la tarde de su regreso, ya no teníamosamigos. En los recreos se organizaban los juegos de siempre,pero Jasmin no hablaba nunca al gran Meaulnes. Por la tar-de, una vez barrida la clase, el patio se vaciaba, como en lostiempos en que yo estaba solo, y veía a mi compañero ir erra-bundo, del jardín al cobertizo, del patio al comedor.

Los jueves por la mañana, cada uno de nosotros se instalabaen un pupitre de una de las dos clases y leíamos a Rosseau y aPaul-Louis Courier, que habíamos descubierto en un armario,entre métodos de inglés y cuadernos de música copiados cui-dadosamente. Por la tarde, alguna visita nos hacía huir de lacasa y volver a la escuela… A veces oíamos a unos grupos dealumnos mayores que se paraban un momento, como por ca-sualidad, delante del gran portalón, pegándose contra él aljugar a incomprensibles juegos militares, y luego se iban… Si-guió esta vida triste hasta fines de febrero. Yo empezaba a

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creer que Meaulnes se había olvidado de todo, cuando una aven-tura más extraña que las otras vino a probar mi equivocación:se preparaba una crisis violenta bajo la superficie monótonade aquella vida invernal.

Fue justamente un jueves por la tarde, hacia finales de mes,cuando nos llegó la primera noticia de aquella mansión miste-riosa, la primera ola de aquella aventura de la que no había-mos vuelto a hablar. Estábamos en plena velada. Mis abuelosya se habían marchado y sólo quedaban con nosotros Millie ymi padre, que no sospechaban, ni poco ni mucho, la sorda pe-lea que había dividido la clase en dos clanes.

A las ocho, Millie, que había abierto la puerta para echarfuera las migas de la comida, exclamó: “¡Ah!”, con una voztan clara que nos acercamos a mirar. Había una capa de nie-ve en el umbral… Como estaba muy oscuro, avancé unos pa-sos en el patio para ver si la nieve era muy espesa. Sentí loscopos ligeros que me resbalaban por la cara y se deshacíanenseguida. Me hicieron entrar de prisa y Millie cerró la puer-ta tiritando.

A las nueve nos disponíamos a acostarnos; mi madre teníaya la lámpara en la mano cuando oímos, claramente, dos gol-pes fuertes contra el portalón, al otro lado del patio. Mi madredejó la lámpara en la mesa y nos quedamos de pie, atentos,escuchando.

No había que pensar en salir a ver lo sucedido. Antes de ha-ber llegado a la mitad del patio se habría apagado la lámpara yse habría roto el cristal. Hubo un corto silencio, y mi padreempezó a decir que “Sin duda será…”, cuando en ese momen-to, bajo la ventana del comedor, que daba, como he dicho ya, ala carretera de la estación, se oyó un silbido, estridente y pro-longado, que debió oírse hasta en la calle de la iglesia. E, in-mediatamente, detrás de la ventana, apagados apenas por loscristales y lanzados por gente que debían haberse subido afuerza de puños a la parte de afuera, estallaron unos gritospenetrantes:

—¡Cójanlo! ¡Cójanlo!

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Al otro extremo del edificio respondieron los mismos gritos.Aquéllos debían haber pasado por el campo del tío Martin; de-bían haberse subido por la pared baja que separaba el campode nuestro patio.

Después, vociferados a cada lado por ocho o diez desconoci-dos que disimulaban la voz, los gritos de “¡Cójanlo!” estalla-ron sucesivamente sobre el tejado de la bodega, al que debíanhaber llegado escalando sobre los haces de leña amontonadosen el muro exterior —desde una pared pequeña que unía elporche a la entrada, y cuya superficie curvada permitía po-nerse cómodamente a caballo—, sobre una reja que daba a lacarretera de la estación y a la que se podía subir con facili-dad… En fin, por detrás, en el jardín, llegaba una tropa reza-gada que armó la misma algazara gritando esta vez:

—¡Al abordaje!Y oímos resonar el eco de sus gritos en las clases vacías cu-

yas ventanas habían abierto.Meaulnes y yo conocíamos tan bien todas las revueltas y pasa-

dizos del caserón que veíamos, claramente, como en un plano,todos los puntos en que esos desconocidos atacaban.

A decir verdad, sólo nos sobresaltamos en el primer momen-to. El silbido nos hizo pensar a los cuatro en un ataque deladrones y de vagabundos. Hacía justamente dos semanasque había en la plaza, detrás de la iglesia, un tipo extraño y unchico con la cabeza vendada. También había trabajadores, queno eran del lugar, en las herrerías y con los carreteros.

Pero en cuanto oímos gritar a los asaltantes, nos convenci-mos de que teníamos que habérnosla con gente —y proba-blemente jóvenes— del pueblo. Y, por supuesto, había tam-bién chiquillos —se reconocían sus voces chillonas— en la tropalanzada al asalto de nuestra casa como al abordaje de un navío.

—¡Ah! ¡Vaya! Pues… —dijo mi padre.Y Millie preguntó en voz baja:—¿Qué quiere decir todo esto?Cuando, de pronto, se callaron las voces de la entrada y de la

verja y después las de la ventana. Se oyeron dos silbidos detrásde la ventana. Los gritos de los que habían trepado sobre la

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bodega, así como los de los asaltantes del jardín, se apagaronlentamente, luego cesaron. Oímos cómo toda la tropa se reti-raba de prisa, pegada a la pared del comedor, sus pasos amor-tiguados por la nieve.

Evidentemente, alguien les estorbaba. A esta hora en que to-dos dormían, habían pensado asaltar con tranquilidad aquellacasa aislada a la salida del pueblo. Pero he aquí que les estro-peaban su plan de campaña.

Apenas habíamos tenido tiempo de recobrarnos —ya que elataque había sido rápido como un asalto bien dirigido— y nosdisponíamos a salir, cuando oímos una voz conocida llamardesde la verja pequeña:

—¡Señor Seurel! ¡Señor Seurel!Era el señor Pasquier, el carnicero. Ese hombrecito regorde-

te restregó los suecos en la entrada, sacudió su blusón cortoespolvoreado de nieve y entró. Tenía el aire astuto y asusta-do del que ha descubierto el secreto de un asunto misterioso.

—Estaba en mi patio, que da a la plaza de las Quatre-Routes.Iba a cerrar el corral de las cabras. Y, de pronto, de pie sobre lanieve, ¿qué creen que veo? Dos chicotes que parecían hacer decentinelas o vigilar algo. Estaban cerca de la cruz. Me acerco,doy dos pasos, ¡hala! Se marchan a todo correr hacia esta casa.¡Ay! No lo dudé. Cogí mi farol y me dije: “Voy a contárselo todoal señor Seurel” —y vuelta a contar su historia —: Yo estabaen el patio detrás de mi casa… —se le ofrece licor que acepta,se le piden detalles que es incapaz de dar.

No había visto nada al llegar a la casa. La tropa, alertada porlos dos centinelas que él había alarmado, se había eclipsadoenseguida. Y sobre quiénes serían esos dos vigías…

—Podrían muy bien ser los dos cómicos —adelantó—. Desdehace un mes están ahí, en la plaza, esperando el buen tiempopara representar una comedia; no se estarán tranquilos si noorganizan alguna fechoría.

La explicación nada nos aclaraba y estábamos allí de pie,perplejos, mientras el hombre saboreaba su licor y volvía arepetir, gesticulando, su historia, cuando Meaulnes, que había

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escuchado hasta entonces con mucha atención, cogió del sueloel farol del carnicero y decidió:

—¡Es preciso ir a ver!Abrió la puerta y lo seguimos, el señor Seurel, el señor

Pasquier y yo.Millie, tranquila ya porque los asaltantes se habían ido, y,

como todas las personas ordenadas y meticulosas, poco curio-sa por naturaleza, dijo:

—Vayan, si quieren. Pero cierren la puerta y llévense la lla-ve. Voy a acostarme. Dejaré la lámpara encendida.

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Capítulo II

Caemos en una emboscada

Caminamos en la nieve en un silencio absoluto. Meaulnes ibael primero, proyectando la luz, en abanico, de su farol… Ape-nas salíamos del portalón cuando, de detrás de la báscula mu-nicipal que estaba adosada al muro de nuestro porche, salie-ron de golpe, como perdices sorprendidas, dos individuosencapuchados. Ya fuera en broma, o por el placer que les cau-saba el extraño papel que desempeñaban, ya fuera la excita-ción nerviosa o el miedo de que los atrapasen, lo cierto es que,mientras corrían, dijeron dos o tres palabras entrecortadas porla risa.

Meaulnes soltó el farol en la nieve y me gritó:—¡Sígueme, François!Y dejando allí a los dos hombres mayores, incapaces de aguan-

tar semejante carrera, nos lanzamos en persecución de las dossombras que, después de haber bordeado un rato la parte bajadel pueblo siguiendo el camino de la Vieille-Planche, volvierona subir decididamente hacia la iglesia. Corrían con regularidad,sin demasiada prisa, y no nos costaba seguirlos. Atravesaronla calle de la iglesia, donde todo estaba dormido y silencioso, yse metieron por detrás del cementerio en una maraña de ca-llejuelas y callejones sin salida.

Era un barrio de jornaleros, costureras y de tejedores, quellamaban Petits-Coins. Lo conocíamos mal y no habíamosestado allí nunca de noche. Durante el día, el lugar estabadesierto, los jornaleros ausentes, los tejedores encerrados; y

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aquella noche de gran silencio parecía más abandonado, másdormido aún que los otros barrios del pueblo. No había la menoresperanza de que alguien nos viniese a ayudar.

Yo sólo conocía un camino entre aquellas casuchas colocadasal azar, como cajas de cartón, el de la casa de la costurera cono-cida por La Muda. Primero se descendía una cuesta bastanteempinada, empedrada a trechos; después de haber torcido doso tres veces entre patinillos de tejedores y establos vacíos, sellegaba a un gran callejón sin salida cerrado por el patio deuna granja abandonada hacía mucho tiempo. En casa de LaMuda, mientras ella entablaba con mi madre una conversa-ción silenciosa, ágiles los dedos, interrumpida solamente porsus quejidos de enferma, yo podía ver por la ventana la paredgrande de la granja, que era la última casa en esa parte delpueblo, y la barrera, siempre cerrada, del seco patio, sin paja,donde nunca pasaba nada…

Exactamente ese camino siguieron los dos desconocidos.Creíamos perderlos en cada curva pero, con gran sorpresa mía,llegábamos siempre a la esquina del callejón siguiente antesde que hubieran torcido ellos. Y digo con sorpresa por mi par-te, porque no hubiera sido posible tal cosa —las callejuelaseran tan cortas—, si mientras nosotros los seguíamos no hu-bieran ellos aflojado el paso en cada curva.

Por fin, sin dudarlo, se metieron en la calle que llevaba acasa de La Muda, y le grité entonces a Meaulnes:

—¡Ya los tenemos! Es un callejón sin salida.Pero, en verdad eran ellos quienes nos tenían… Nos habían

llevado a donde habían querido. Al llegar al muro se volvierondecididamente hacia nosotros y uno de ellos volvió a emitir elsilbido que ya habíamos oído dos veces aquella noche.

Al instante salieron unos diez muchachos del patio de la gran-ja abandonada, donde parecía que habían estado apostados paraesperarnos. Estaban todos encapuchados, con la cara tapadacon la bufanda…

Quiénes eran, nosotros ya lo sabíamos; pero estábamos deci-didos a no decir nada al señor Seurel, porque ¿qué le impor-taban nuestros asuntos? Eran Delouche, Denis, Giraudat y

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todos los demás. Reconocimos en la lucha su manera de pe-lear y sus voces entrecortadas. Pero había algo inquietanteque casi parecía asustar a Meaulnes: había alguien descono-cido y que parecía ser el jefe…

No se acercaba a Meaulnes: miraba las maniobras de sussoldados, que tenían bastante ajetreo y que, arrastrándose enla nieve, con la ropa toda desarreglada, se ensañaban con elagotado muchacho. Dos de ellos se ocupaban de mí, y me habíansujetado a duras penas, porque me debatía como un diablo.Estaba en el suelo, con las rodillas dobladas, sentado sobre lostalones; me sujetaban los brazos por detrás y yo miraba laescena con una intensa curiosidad mezclada de miedo.

Meaulnes se había desembarazado de cuatro chicos del cole-gio haciendo que soltaran su blusón al revolverse sobre sí mis-mo, lanzándolos a la nieve… Bien plantado sobre las piernas, elpersonaje desconocido seguía la batalla con interés, pero concalma. De cuando en cuando repetía, con voz clara:

—¡Hala! ¡Valor! ¡Otra vez! Go on, my boys…Evidentemente, él era el que mandaba… ¿De dónde venía?

¿Dónde y cómo los había entrenado? Era un misterio paranosotros. Tenía la cara tapada con la bufanda, como todos losdemás, pero cuando Meaulnes se libró de sus adversarios yfue hacia él, amenazador, el movimiento que hizo para ver bieny hacer frente a la situación, descubrió un trozo de tela blancaque le envolvía la cabeza a manera de vendaje.

En aquel momento le grité a Meaulnes:—¡Ten cuidado, por detrás hay otro!Antes de que tuviera tiempo de volverse, de la cerca a la que

daba la espalda, surgió un muchachote y, echando hábilmen-te la bufanda al cuello de mi amigo, lo tiró para atrás. Enton-ces, los cuatro adversarios de Meaulnes que habían dado denarices en la nieve, volvieron a la carga y le inmovilizaronbrazos y piernas, atándole los brazos con una cuerda y laspiernas con una bufanda, y el joven de la cabeza vendada lerebuscaba en los bolsillos… El último en aparecer, el hom-bre de la cuerda, había encendido una velita y la protegíacon la mano, y cada vez que el jefe descubría un papel nuevo,

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lo acercaba a aquella lucecita y examinaba su contenido. Porfin desdobló aquella especie de mapa lleno de notas en el queMeaulnes había trabajado desde su regreso, y dijo con alegría:

—¡Esta vez lo encontramos! ¡Aquí está el plano! ¡Ésta es laguía! Ahora veremos si éste realmente fue donde yo imagino…

Su acólito le sostenía la vela. Cada uno recogió su gorra o sucinturón. Y todos desaparecieron silenciosamente, como habíanvenido, y me dejaron en libertad de desatar a mi compañero.

—No irá muy lejos con ese plano —dijo Meaulnes, levantán-dose.

Y nos volvimos despacio, porque él cojeaba un poco. En elcamino de la iglesia, nos encontramos al señor Seurel y al tíoPasquier:

—¿No han visto nada? —dijeron—. Nosotros tampoco.Gracias a la oscuridad de la noche, no se dieron cuenta de

nada. El carnicero siguió su camino y el señor Seurel fue aacostarse enseguida.

Pero nosotros dos, en nuestra habitación, allí arriba, a la luzde la lámpara que Millie nos había dejado, nos quedamos unbuen rato arreglando nuestros blusones descosidos, discutien-do en voz baja lo sucedido, como dos compañeros de armas lanoche de una batalla perdida.

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Capítulo III

El cómico en la escuela

Al día siguiente, el despertar fue penoso. A las ocho y media,justo cuando el señor Seurel iba a dar la señal de entrada, llega-mos nosotros, sin aliento, a ponernos en fila. Como llegábamostarde, nos colamos en cualquier sitio, aunque, generalmente, elgran Meaulnes se ponía el primero en la larga fila de alumnosque, codo con codo, cargados de libros, cuadernos y plumas, ins-peccionaba el señor Seurel.

Me sorprendió la prisa silenciosa con que se nos hizo sitiohacia la mitad de la fila; y mientras el señor Seurel, retrasan-do unos momentos la entrada a clase, inspeccionaba al granMeaulnes, yo asomaba la cabeza con curiosidad mirando a de-recha e izquierda para ver las caras de nuestros enemigos de lavíspera.

Al primero que vi fue a aquel en quien no había dejado depensar, pero la última persona que esperaba encontrar eneste lugar. Estaba en el sitio habitual de Meaulnes, el primerode todos, con un pie en el escalón de piedra, un hombro y la es-quina de la cartera que llevaba a la espalda apoyados en la jam-ba de la puerta. Su rostro fino, muy pálido, un poco pecoso, sevolvía hacia nosotros con una suerte de curiosidad menospre-ciativa y divertida. Llevaba la cabeza y un lado de la cara venda-dos con lienzo blanco. Reconocí al jefe de la banda, al cómicoque nos había robado la noche anterior.

Pero ya entrábamos a clase y cada uno se colocó en su sitio.El alumno nuevo se sentó cerca de la columna, a la izquierda

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del largo banco en el cual Meaulnes ocupaba, a la derecha, elprimer sitio. Giraudat, Delouche y los otros tres del primerbanco se habían apretado unos contra otros para hacerle sitio,como si todo lo hubieran convenido de antemano.

A menudo, en invierno, teníamos así entre nosotros alumnosde paso, marineros atrapados por los hielos del canal, aprendi-ces, viajeros inmovilizados por la nieve. Venían a clase dos días,un mes, raramente más… Objetos de curiosidad durante laprimera hora, se les olvidaba enseguida y pronto desaparecíanentre el montón de los alumnos corrientes.

Pero éste no se iba a hacer olvidar tan pronto. Todavía recuer-do a este tipo singular y todos los tesoros extraños que llevabaen su cartera que se colgaba a la espalda. Primero fue la pluma“con vistas”, que sacó para hacer el dictado. En un agujerito delmango, cerrando un ojo, se veía aparecer, turbia y exagerada, labasílica de Lourdes o algún monumento desconocido. Escogióuno, y los otros lo pasaron de mano en mano. Después fue unplumier chino, lleno de compases y de instrumentos divertidos,que fueron deslizándose por el banco de la izquierda, silencio-samente, con disimulo, de mano en mano, bajo los cuadernos,para que el señor Seurel no pudiera ver nada.

Pasaron también libros nuevos que yo miraba con envidia,ya que había leído los títulos en las cubiertas de los raros volú-menes de nuestra biblioteca: La loma de los mirlos, La roca delas gaviotas, Mi amigo Benois… Unos, sobre las rodillas, ho-jeaban con una mano los volúmenes venidos de no se sabíadónde, quizá robados, y con la otra mano escribían el dictado.Otros hacían girar los compases dentro de los cajones. Otros,rápidamente, mientras el señor Seurel volviendo la espaldacontinuaba el dictado yendo del pupitre a la ventana, cerra-ban un ojo y apagaban el otro a la vista glauca y agujereada deNuestra Señora de París. Y el alumno forastero, la pluma enla mano, su perfil fino contra la columna gris, guiñaba los ojos,satisfecho de todo aquel juego furtivo que se organizaba a sualrededor.

Poco a poco, con todo eso, la clase se inquietó: los objetos quese “hacían pasar”, a medida que llegaban, uno después de otro,

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a manos del gran Meaulnes, éste, negligentemente, sin mi-rarlos, los dejaba a su lado. Pronto formaron un montón, ma-temático y de diversos colores, como el que hay a los pies de lamujer que representa la Ciencia en las composiciones ale-góricas. El señor Seurel iba fatalmente a descubrir aquellaexposición insólita y se daría cuenta del manejo. Además, de-bía estar pensando en hacer una investigación sobre los aconte-cimientos de la noche. La presencia del cómico vino a facilitarsu tarea…

No tardó, en efecto, en pararse sorprendido delante del granMeaulnes.

—¿De quién es todo esto? —preguntó señalando “todo eso”con el lomo de su libro cerrado sobre su índice.

—No lo sé —respondió Meaulnes, con un tono malhumora-do, sin levantar la cabeza.

Pero el colegial desconocido intervino.—Es mío —dijo.Y añadió enseguida, con un amplio gesto elegante de joven

señor, al que no pudo resistir el viejo preceptor:—Pero si quiere mirarlos, los pongo a su disposición, señor.Entonces, en unos segundos, sin ruido, como para no turbar

el nuevo estado de cosas que se había creado, toda la clase sedeslizó, curiosa, alrededor del maestro, que inclinaba sobreese tesoro la cabeza, medio calva, medio rizada, y del jovenpersonaje pálido que daba las explicaciones necesarias, tran-quilo, con aire de triunfo. Entretanto, silencioso en su banco,abandonado del todo, el gran Meaulnes había abierto su cua-derno de trabajo y, frunciendo el entrecejo, se absorbía en unproblema difícil.

La hora del recreo nos sorprendió en esta ocupación. No ha-bíamos acabado el dictado y reinaba el desorden en la clase. Adecir verdad, el recreo duraba desde por la mañana.

A las diez y media, cuando los alumnos invadieron el patiosombrío y embarrado, se pudo ver enseguida la existencia deotro amo en los juegos.

De todas las diversiones nuevas que el cómico introdujo en-tre nosotros a partir de aquella mañana, sólo recuerdo la más

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cruel: una especie de torneo cuyos caballos eran los alumnosmayores, que llevaban a la espalda a los más pequeños.

Divididos en dos grupos que arrancaban de los dos extremosdel patio, caían unos sobre otros tratando de tirar al suelo aladversario con la violencia del golpe, y los jinetes, usando lasbufandas como lazos o los brazos extendidos como lanzas, seesforzaban en desmontar a sus rivales. Había quien, perdien-do el equilibrio al esquivar un golpe, caía al barro, el jineterodando bajo su montura. Había jinetes medio desmontados aquienes el caballo los agarraba por las piernas, y, enardecidosen la lucha, volvían a subírsele a la espalda. Montado sobre elgrandote de Delage, que tenía unos miembros desmesurados,el pelo rojo y las orejas como soplillos, el menudo jinete de lacabeza vendada excitaba a las tropas rivales y dirigía malig-namente su montura riéndose a carcajadas.

Augustin, de pie a la puerta de la clase, miraba de mal humorcómo se organizaba el juego. Yo estaba junto a él, indeciso.

—Es un vivo —dijo entre dientes, las manos en los bolsi-llos—. Venir aquí esta mañana era la única manera de que nosospecharan de él. Y el señor Seurel ha caído en la trampa.

Se quedó así un momento, su cabeza rapada al viento, mal-diciendo contra ese comiquillo por quien iban a darse de porra-zos todos aquellos chicos de los que, hasta hacía poco, él habíasido capitán. Y yo, un muchacho pacífico, no dejaba de darle larazón.

Por todas partes, por todos los rincones, aprovechando laausencia del maestro, seguía la lucha: los más pequeños ha-bían acabado por subirse los unos encima de los otros, corrían,se revolcaban por el suelo antes de recibir el golpe del adver-sario… Pronto no quedó nadie de pie en el patio: sólo había ungrupo encarnizado y arremolinado del cual surgía, cada ciertotiempo, la venda blanca del nuevo jefe.

Entonces, el gran Meaulnes no pudo contenerse. Agachó lacabeza, se puso en jarras y me gritó:

—¡Vamos allá, François!Sorprendido por esta decisión repentina, salté sobre sus hom-

bros sin dudarlo, y en un momento estuvimos en medio de la

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pelea, mientras que la mayoría de los combatientes, aterra-dos, huían gritando:

—¡Que viene Meaulnes! ¡Que viene el gran Meaulnes!En medio de los que quedaban se puso a dar vueltas sobre sí

mismo diciéndome:—¡Extiende los brazos! Agárralos como yo hice anoche.Y yo, embriagado por la batalla, seguro del triunfo, al pasar

agarraba a los chicos, que se debatían, oscilaban un instantesobre los hombros de los mayores y caían al barro. En un abriry cerrar de ojos, sólo quedó en pie el recién llegado, montadosobre Delage; pero éste, poco deseoso de tener que habérselascon Augustin, dio un violento golpe hacia atrás, se incorporó ehizo caer al jinete blanco.

Con la mano sobre el hombro de su cabalgadura, como uncapitán sostiene las riendas de su caballo, el muchacho, de pieen el suelo, miró al gran Meaulnes con un poco de emoción yuna admiración inmensa.

—¡Hay que ver! —dijo.Pero sonó enseguida la campana que dispersó a los alumnos

reunidos a nuestro alrededor en espera de una escena intere-sante. Y Meaulnes, decepcionado de no haber podido tirar portierra a su enemigo, volvió la espalda diciendo con mal humor:

—¡Otra vez será!

La clase continuó hasta el mediodía, como en vísperas de vaca-ciones, mezclada de intermedios divertidos y de conversacio-nes cuyo centro era el colegial-cómico.

Explicaba cómo, inmovilizados por el frío de la plaza, sinpoder ni en sueños organizar unas representaciones noctur-nas a las que nadie iría, había decidido asistir a la escuela paradistraerse durante esa temporada, mientras que su compañe-ro cuidaría de los pájaros de las Islas y de la cabra sabia. Des-pués contó sus viajes por los pueblos de los alrededores, cuandodescarga el temporal sobre el pobre techo de zinc del carro yhay que bajarse en las cuestas para empujar las ruedas. Losalumnos de atrás dejaban sus mesas para escuchar más decerca. Los menos noveleros aprovechaban la ocasión para

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calentarse alrededor de la estufa. Pero enseguida les picabala curiosidad y se acercaban al grupo de la charla para escu-char, dejando una mano en la tapadera de la estufa para reser-var el sitio.

—¿Y de qué viven ustedes? —preguntó el señor Seurel, queseguía todo aquello con la curiosidad un poco pueril de maes-tro de escuela y que preguntaba mucho.

El chico dudó un instante, como si nunca le hubiese inquie-tado ese detalle.

—Pues, creo que de lo ganado el otoño anterior —respon-dió—. Ganache siempre lleva las cuentas.

Nadie le preguntó quién era Ganache. Pero yo pensé en elchicharrón que, a traición, había atacado a Meaulnes por laespalda y lo había tirado la otra noche …

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Capítulo IV

Que trata de la mansión misteriosa

La tarde trajo los mismos placeres, y durante toda la clase elmismo desorden y los mismos enredos. El cómico había traí-do otros objetos preciosos, conchas, juegos, canciones y hastaun monito que arañaba sordamente el interior del morral… Acada momento tenía que interrumpirse el señor Seurel paracontemplar lo que aquel muchacho travieso acababa de sacarde su saco… Dieron las cuatro, y Meaulnes era el único quehabía resuelto los problemas.

Nadie se dio prisa en salir. Ya no parecía haber entre las ho-ras de clase y las de recreo aquella dura línea divisoria quehacía la vida escolar simple y ordenada como la sucesión deldía y la noche. Hasta nos olvidamos, a las cuatro menos diez, dedecir, como de costumbre, al señor Seurel, los dos alumnosque debían quedarse a barrer el aula. Nunca dejábamos dehacerlo, porque era una manera de anunciar y de apresurar lasalida de la clase.

Quiso la suerte que aquel día le tocara el turno al granMeaulnes, y ya por la mañana, hablando con el cómico, le ha-bía advertido que a los nuevos les tocaba siempre hacer el papeldel otro barrendero el día de su llegada.

Cuando hubo cogido el pan de su merienda, Meaulnes volvióal aula. El cómico se hizo esperar mucho rato y llegó el último,corriendo, cuando ya empezaba a caer la noche…

—Tú te quedas en la clase —me había dicho mi compañe-ro—, y mientras lo sujeto, tú le quitas el mapa que me robó.

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Yo me había sentado, entonces, sobre una mesita junto a laventana, leyendo con la última luz del día, y los veía a los doscorrer los bancos en silencio: el gran Meaulnes, taciturno yadusto, el blusón negro abotonado con tres botones en la es-palda y ajustado a la cintura; el otro, delicado, nervioso, lacabeza vendada como un herido. Llevaba un abrigo viejo condesgarrones, que yo no había notado durante el día. Con unaire casi salvaje movía las mesas y las colocaba con loca pre-cipitación, sonriendo un poco. Se hubiera dicho que jugabaalgún juego extraordinario cuyo secreto desconocíamos.

Llegaron entonces al rincón más oscuro de la clase para mo-ver la última mesa.

Allí, de un golpe, Meaulnes podía tumbar a su adversario sinque nadie pudiera darse cuenta o los pudiera oír por las venta-nas. Yo no entendía por qué dejaba escapar una ocasión así. Elotro, junto a la puerta, podía huir en cualquier momento conel pretexto de que el trabajo ya estaba terminado y ya no lovolveríamos a ver más. Perderíamos para siempre el plano ytodas las indicaciones que Meaulnes había tardado tanto enencontrar, en concordar, en reunir…

Estaba esperando a cada momento que mi compañero mehiciera una señal, un gesto que me indicara el comienzo de labatalla, pero el muchacho no daba señal. Solamente, duranteun momento, miró con una fijeza extraña y un aire interro-gante el vendaje del cómico, que, en la penumbra del anoche-cer, parecía tener manchas oscuras.

Corrieron la última mesa sin que sucediese nada.Pero cuando volvían los dos hacia el otro extremo de la clase

y se disponían a dar el último barrido a la entrada, Meaulnes,agachando la cabeza y sin mirar a nuestro enemigo, dijo a me-dia voz:

—Tiene usted la venda manchada de sangre y la ropa des-garrada.

El otro lo miró un momento sin sorprenderse de lo que ledecía, pero profundamente conmovido de oírselo decir.

—Ahora mismo me han querido quitar su mapa, ahí en la plaza—respondió—. Cuando han sabido que venía a barrer el aula,

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han comprendido que iba a hacer las paces con usted y se hanvuelto contra mí. Pero, a pesar de todo, lo he salvado —añadiócon orgullo, tendiendo a Meaulnes el precioso papel doblado.

Meaulnes se volvió hacia mí lentamente.—¿Oyes? —dijo—. ¡Viene de luchar y de dejarse herir por

nosotros, mientras le tendíamos una trampa!Después, dejando de usar ese “usted” tan insólito entre los

alumnos de Sainte-Agathe, le tendió la mano diciéndole:—Eres un compañero de verdad.El cómico se la estrechó y se quedó un momento sin pala-

bras, turbado, sin poder decir nada. Pero, enseguida, con mu-cha curiosidad, dijo:

—¿Conque me tendían una trampa? ¡Qué gracia! Lo habíaadivinado y me decía: “Se van a quedar asombrados cuandome cojan el plano y se den cuenta de que lo he completado…”

—¿Completado?—¡Oh, aguarda! No del todo…Y dejando ese tono jovial, añadió lentamente y con grave-

dad, acercándose a nosotros:—Meaulnes, ya es hora de que te lo diga: yo también estuve

donde tú estuviste, en aquella fiesta extraordinaria. Ya lo pen-sé, cuando los chicos de la escuela me hablaron de tu aventuramisteriosa, que se trataba de la vieja mansión perdida… Terobé el plano para asegurarme… Pero me sucede lo que a ti:ignoro el nombre del castillo, no sabría volver a encontrarlo;no sé del todo el camino que desde aquí va hasta allí.

¡Con qué entusiasmo, con qué curiosidad más intensa, conqué amistad nos acercamos a él! Meaulnes le hacía preguntascon avidez… A los dos nos parecía que, insistiendo con ardor,haríamos decir a nuestro nuevo amigo aquello que él mismopretendía no saber.

—Verán, verán —respondía el joven, un poco molesto y con-fuso—. He puesto en el plano algunas indicaciones que no te-nía… Ha sido todo lo que pude hacer.

Después, viéndonos tan llenos de admiración y entusiasmo,dijo con tristeza y orgullo:

—Prefiero decírselo a ustedes: no soy un chico como los de-más. Hace tres meses me quise disparar un tiro en la cabeza,

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lo cual explica esta venda en la frente, como si fuera un mili-ciano del Sena en 1870…

—Y esta tarde, en la pelea, la herida se ha abierto —dijoMeaulnes amistosamente.

Pero el otro, sin hacer caso, continuó con un tono ligeramen-te enfático:

—Me quería morir. Y como no lo conseguí, ya sólo viviré paradivertirme, como un niño, como un cómico. Lo he abandonadotodo. Ya no tengo ni padre, ni hermana, ni casa, ni amor…Sólo compañeros de juegos.

—Pues esos compañeros ya te han traicionado —le dije yo.—Sí —respondió con animación—. Es culpa de un cierto

Delouche. Adivinó que iba a hacer causa común con ustedes.Ha desmoralizado a mi tropa, que tenía tan bien dominada. Yavieron el abordaje de anoche, lo bien llevado que estuvo, lobien que resultó. No había organizado nada tan perfecto des-de mi infancia… —permaneció un momento pensativo y, paraponer las cosas en claro, añadió—: Si he venido con ustedesesta tarde es porque, ya me he dado cuenta esta mañana, sepasa mejor con ustedes que con la banda de los otros. Delouche,sobre todo, es el que menos me gusta. ¡Qué tontería hacerse elhombrecito a los diecisiete años! No hay nada que me molestemás… ¿Creen que podríamos echarle mano?

—¡Claro! —dijo Meaulnes—. Pero, ¿te quedarás mucho tiem-po con nosotros?

—No lo sé. Me gustaría tanto… Estoy terriblemente solo.No tengo a nadie más que a Ganache…

Toda su excitación, toda su alegría desaparecieron de pron-to. En un instante se hundió en esa desesperación en la que,sin duda, se encontraba el día que tuvo la idea de suicidarse.

—¡Sean mis amigos! —dijo de pronto—. Miren, conozco susecreto y lo he defendido contra todos. Puedo ponerlos otravez sobre la pista perdida —y añadió casi con solemnidad—:Sean mis amigos para el día en que vuelva a estar a dos dedosdel infierno, como la otra vez… Júrenme que me responderáncuando los llame… cuando los llame así… —y dio una especiede grito extraño—: ¡Huu-u…! ¡Tú, Meaulnes, jura primero!

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Y juramos, porque, niños como éramos, todo lo que fueramás solemne y más serio de lo corriente, nos seducía.

—A cambio —dijo—, aquí está todo lo que puedo decirles:les indicaré la casa de París donde la joven del Dominio solíapasar las fiestas, las de Pascuas y las de Pentecostés, el mes dejunio y, a veces, parte del invierno.

En aquel momento una voz desconocida llamó en la noche,desde el portalón, varias veces seguidas. Adivinamos que eraGanache, que no se atrevía, o no sabía cómo atravesar el pa-tio. Con una voz apremiante y angustiosa llamaba, a vecesfuerte, a veces débil:

—¡Huu-u! ¡Huu-u…!—¡Di, di, aprisa! —gritó Meaulnes al joven cómico, que se

había sobresaltado y se arreglaba la ropa para marcharse.El joven nos dio rápidamente unas señas de París que noso-

tros repetimos a media voz. Después corrió, en la oscuridad,para reunirse con su compañero en la verja, dejándonos en unestado de turbación inexplicable.

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Capítulo V

El hombre de las alpargatas

Aquella noche, hacia las tres de la madrugada, la viuda De-louche, la posadera que vivía en el centro del pueblo, se le-vantó para encender el fuego. Dumas, su cuñado, que vivía enla misma casa, debía ponerse en camino a las cuatro y la pobrey buena mujer, con la mano derecha encogida de una quema-dura antigua, se daba prisa preparando el café en la oscuracocina. Hacía frío. Se puso sobre el camisón un chal viejo y,sosteniendo con una mano la vela encendida, resguardaba lallama con la otra —la mala—, levantando la punta del delantal.Atravesó el patio lleno de botellas vacías y de cajas de jabón,abrió, para coger un poco de leña, la puerta de la leñera quetambién le servía de corral a las gallinas… Pero apenas la habíaempujado, cuando un individuo surgió de la oscuridad y conun golpe de gorra tan violento que hizo zumbar el aire, apagóla vela, derribó a la buena mujer y se escapó a todo correr,mientras que las gallinas y los gallos, enloquecidos, armabanun alboroto infernal.

El hombre se llevaba en el saco —como la viuda Delouchetuvo ocasión de comprobar más tarde, recobrado el aplomo—una docena de sus mejores pollos.

Dumas había acudido a los gritos de su cuñada. Constatóque el granuja, para entrar, debía haber abierto con una llavefalsa la puerta del patinillo y que, sin cerrarla, había huidopor el mismo camino. Enseguida, acostumbrado a cazadores

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furtivos y vagabundos, el hombre encendió el farol de su co-che, lo cogió en una mano, el fusil en la otra, y se esforzó enseguir las huellas del ladrón, huellas muy imprecisas —el in-dividuo debía llevar alpargatas— que lo llevaban hacia la carre-tera de la estación y luego se perdían ante una barrera de unprado. Forzado a dejar allí sus pesquisas, levantó la cabeza, separó… y oyó a lo lejos, por la carretera, el ruido de un cochelanzado al galope, que huía.

Por su parte, Jasmin Delouche, el hijo de la viuda, se habíalevantado y, echándose de prisa sobre los hombros un capu-chón, había salido en zapatillas a inspeccionar el pueblo. Tododormía, todo estaba sumido en la oscuridad y en el silencioprofundo que preceden a las primeras horas del día. Llegado alas Quatre-Routes, oyó tan solo, como su tío, muy lejano, porlos cerros de Riaudes, el ruido de un coche cuyo caballo debíagalopar con los cuatro cascos al aire. Maligno y fanfarrón comoera el chico, dijo entonces, y luego nos lo repitió con aquel in-soportable carraspeo gutural de las afueras de Montluçon:

—Ésos se han marchado hacia la estación, pero nadie diceque no podremos “calentar” a otros que hay al otro lado delpueblo.

Y retornó al camino de la iglesia, en el mismo silencio noc-turno.

En la plaza, en el carromato de los cómicos, había una luz.Sin duda alguien enfermo. Iba a acercarse para preguntar quéhabía sucedido, cuando una sombra silenciosa, una sombra conalpargatas, salió de los Petits-Coins y corrió, sin decir nada,hasta el estribo del coche…

Jasmin, que había reconocido la manera de andar de Gana-che, se adelantó a la luz y le preguntó en voz baja:

—Bueno, ¿qué sucede?Huraño, desgreñado, desdentado, el otro se paró, y lo miró

con una mueca triste, de miedo y de sofoco, respondiéndole conaliento entrecortado:

—Es el compañero, que está enfermo… Ayer sostuvo unapelea, y se le ha abierto de nuevo la herida… Vengo de buscara una hermana…

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En efecto, cuando Jasmin Delouche, muy intrigado, regresa-ba a casa para volver a acostarse, hacia el centro del pueblo,encontró a una religiosa que se apresuraba.

Por la mañana, muchos habitantes de Sainte-Agathe salie-ron a las puertas de sus casas con los mismos ojos hinchados yturbios de una noche sin sueño. Todos daban gritos de indig-nación que recorrieron el pueblo como un reguero de pólvora.

En casa de los Giraudat habían oído, hacia las dos, un carroque se paraba y en el que cargaban de prisa bultos que caíansuavemente. Sólo había dos mujeres en la casa y no se ha-bían atrevido a moverse. Por la mañana habían comprendi-do, al abrir el gallinero, que los paquetes en cuestión eran losconejos y las gallinas… Millie, durante el primer recreo, encon-tró, delante de la puerta del lavadero, varias cerillas medioquemadas. De lo cual se concluyó que estaban mal informadossobre nuestra casa y, por eso, no habían podido entrar. En casade los Perreux, de Boujardon y de Clément creyeron al princi-pio que también les habían robado los cerdos, pero, durante lamañana, los encontraron ocupados en desenterrar las lechu-gas en diferentes huertos. La piara entera había aprovechadola ocasión y la puerta abierta para dar un paseíto nocturno. Encasi todas partes habían robado las aves de corral, pero se ha-bían conformado con eso. La señora Pignot, la panadera, queno tenía animales, estuvo chillando toda la mañana que lehabían robado la pala y media libra de añil, pero el hecho nun-ca se pudo probar ni se hizo constar en el sumario.

El jaleo, el miedo, la cháchara duraron toda la mañana. Enclase, Jasmin contó su aventura de la noche anterior.

—¡Qué listos son!, ¿eh? Pero si mi tío hubiera cogido a algu-no, ya lo ha dicho, lo fusilaba como a un conejo —y añadiómirándonos—: Fue una suerte que no se topara con Ganache,hubiera sido capaz de tirar contra él. Son todos de la mismaralea, dice él. Y también lo dice Dessaigne.

Pero nadie pensó en molestar a nuestros nuevos amigos. Fuesolo por la tarde, al día siguiente, cuando Jasmin hizo notara su tío que Ganache, lo mismo que el ladrón, llevaba alparga-tas. Estuvieron de acuerdo en que valía la pena decírselo a los

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gendarmes. Decidieron entonces, con mucho secreto, que encuanto pudieran irían al pueblo, cabeza de gobierno, para ad-vertir a los gendarmes.

Los días siguientes, no apareció el joven cómico, enfermo conla herida ligeramente abierta.

Por la noche íbamos a la plaza de la iglesia, solamente paraver la luz de su lámpara detrás de la cortinita roja del carro-mato. Nos quedábamos allí, llenos de angustia y fiebre, sinatrevernos a acercarnos a la humilde barraca que nos parecíael pasadizo misterioso y la antecámara del lugar cuyo caminohabíamos perdido.

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Capítulo VI

Una disputa entre bastidores

Tantas angustias y trastornos de todo género durante esosúltimos días, habían hecho que no nos diéramos cuenta de quehabía llegado marzo y el viento cedía. Pero al tercer día des-pués de la última aventura, al bajar al patio por la mañana,comprendí, de pronto, que era primavera. Una brisa delicio-sa, como agua tibia, soplaba por encima de la tapia; una lluviasilenciosa había humedecido durante la noche las hojas de laspeonías; la tierra removida del jardín tenía un olor fuertey oía, en el árbol situado junto a la ventana, a un pájaro tra-tando de aprender su música…

En el primer recreo, Meaulnes habló de probar enseguida elitinerario que había precisado el colegial-cómico. A duras pe-nas lo persuadí de que esperásemos a ver de nuevo a nuestroamigo y que hiciera buen tiempo…, que estuviesen floridoslos ciruelos de Sainte-Agathe. Apoyados al muro bajo de lacallejuela, las manos en los bolsillos y sin nada en la cabeza,charlábamos, y el viento lo mismo nos hacía tiritar del fríoque, con sus rachas tibias, despertaba en nosotros no sé quéentusiasmo antiguo y profundo. ¡Ay!, hermano, compañero,viajero, ¡qué seguros estábamos de que la felicidad estaba allícerca y que bastaba ponerse en camino para alcanzarla!

A las doce y media, durante la comida, oímos el redoble deun tambor en la plaza de las Quatre-Routes. En un abrir ycerrar de ojos, estábamos a la puerta de la verja, las servilletasen la mano. Era Granache que anunciaba para esa noche, a

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las ocho, “si el tiempo lo permite”, una gran representaciónen la plaza de la iglesia. Por si acaso, “para prevenirse contrala lluvia”, sería levantada una carpa. Seguía un largo pro-grama de atracciones que el viento se llevó, pero pudimos dis-tinguir vagamente “pantomimas…, canciones…, fantasíasecuestres…”, todo acompañado de nuevos redobles de tambor.

Durante la cena, el gran tambor que anunciaba la sesión, re-tumbó bajo nuestras ventanas haciendo temblar los cristales. Alcabo de un rato pasaron, con un murmullo de conversaciones,la gente de los barrios que, en pequeños grupos, iban hacia laplaza de la iglesia. ¡Y nosotros ahí, los dos, obligados a estar enla mesa, muriéndonos de impaciencia!

Por fin, hacia las nueve, oímos ruido de pisadas y risas apa-gadas en la verja pequeña: las maestras venían a buscarnos.En completa oscuridad, salimos en grupo hacia el sitio de la co-media. Desde lejos vimos la pared de la iglesia iluminada comopor un gran fuego. Delante de la puerta de la barraca, dosquinqués encendidos ondulaban al viento…

En el interior había gradas como en un circo. El señor Seurel,las maestras, Meaulnes y yo nos instalamos en los bancos másbajos. Vuelvo a ver ese lugar, que debía ser muy pequeño, comosi fuera un circo de verdad, con grandes zonas de sombra don-de se sentaban la señora Pignot, la panadera, y Fernande, latendera, las chicas del pueblo, los mozos de las herrerías, lasseñoras, los chiquillos, los campesinos y más gente aún.

La representación iba ya por la mitad. En la pista se veía a lacabrita sabia que ponía los pies, dócilmente, sobre cuatro va-sos, luego sobre dos y después sobre uno solamente. Ganachela dirigía con suavidad, dándole pequeños golpes con una vara,mientras nos miraba con aire inquieto, la boca abierta, los ojosmuertos.

Sentado en un taburete, cerca de otros dos quinqués, en ellugar donde la pista comunicaba con el carromato, reconocimosa nuestro amigo, con un fino maillot negro, la cabeza vendada.

Apenas nos habíamos sentado, cuando apareció en la pistaun poney enjaezado al que el joven herido hizo dar varias vuel-tas y que se paraba siempre delante de uno de nosotros cuando

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tenía que señalar a la persona más amable o a la más bonda-dosa de la concurrencia; pero siempre delante de la señoraPignot, si se trataba de descubrir a la más embustera, la másavara o “la más enamoradiza”… Y a su alrededor estallabanrisas, gritos y cuá-cuás, como cuando un podenco persigue unamanada de ocas.

En el entreacto, el director de escena vino a conversar con elseñor Seurel, que no se hubiera sentido más orgulloso si hu-biera hablado con Telma o Léotard, y nosotros, por nuestraparte, escuchábamos con pasión todo lo que decía: sobre suherida, ya cerrada; sobre el espectáculo, preparado durantelos días largos del invierno; sobre su marcha, que no sería an-tes de fin de mes, porque pensaban dar representaciones va-riadas y nuevas.

El espectáculo debía terminar con una gran pantomima.Hacia el final del entreacto, nuestro amigo nos dejó y, para

llegar a la entrada del carromato, se vio obligado a atravesarun grupo que había invadido la pista y en cuyo centro descubri-mos de pronto a Jasmin Delouche. Las mujeres y las mucha-chas le abrieron paso. La vestimenta negra, el aire de herido,extraño y bueno, las había seducido a todas. En cuanto aJasmin, que parecía volver en ese momento de un viaje, habla-ba en voz baja, aunque animadamente, con la señora Pignot yera evidente que una corbata de cordón, un cuello bajo y unospantalones de elefante habían hecho una conquista segura…

Allí estaba, con los pulgares en las solapas, en una actitud ala vez muy fatua y muy cohibida. Al pasar el cómico, y en unarranque de despecho, dijo algo en voz alta a la señora Pignot,algo que yo no oí pero que era con toda certeza una injuria,una palabra provocadora referida a nuestro amigo. Debíaser una amenaza grave e inesperada, porque el joven no pudomenos de volverse y mirar al otro que, para disimular, se reíadando con el codo a sus vecinos, como para ponerlos de su par-te… Todo aquello sucedió en unos segundos. Fui, seguramente,el único de mi banco que se dio cuenta.

El director de escena se escondió con su compañero detrásde la cortina que tapaba la entrada al carromato. Todo el mundo

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volvió a su puesto en las gradas creyendo que la segunda partedel espectáculo iba a empezar enseguida, y se hizo un gransilencio. Entonces, desde detrás de las cortinas, mientras sedesvanecían las últimas conversaciones en voz baja, llegó elrumor de una disputa. No oíamos lo que se decía, pero reconoci-mos las dos voces, la del muchachote mayor y la del joven —laprimera—, que explicaba, que se justificaba; la otra, que reñíacon indignación y tristeza a la vez.

—Pero, desgraciado —decía ésta—, ¿por qué no me lo dijiste?Y no oímos lo que siguió, aunque todo el mundo prestaba

oído. Después, todo se calló de repente… La discusión conti-nuó en voz baja y los chiquillos de las gradas altas empezarona gritar:

—¡Luces! ¡Telón!Y a patear.

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Capítulo VII

El cómico se quita la venda

Al fin se deslizó, lentamente, entre las cortinas, la cara —sur-cada de arrugas, dividida entre la alegría y la angustia, y conmanchas como obleas— de un largo pierrot, vestido con tresprendas mal conjuntadas, retorciéndose sobre la barriga como situviera un cólico, andando de puntillas como en un exceso detemor y prudencia y con las manos metidas en unas mangasdemasiado largas que barrían la pista.

Yo no podría reconstruir hoy el argumento de su pantomi-ma. Recuerdo solamente que al llegar al circo, después de haberintentado en vano sostenerse en los pies, caía al suelo. Trata-ba de levantarse, no podía, se caía. No paraba de caerse. Seenredó entre cuatro sillas a la vez. Al caerse se llevó por delan-te una mesa enorme que habían traído a la pista. Acabó porcaerse, por encima de la barrera del circo, a los pies de losespectadores. Dos ayudantes, reclutados a duras penas entreel público, le tiraron de los pies y lo enderezaron después deinconcebibles esfuerzos. Y cada vez que caía, daba un griticodistinto, un gritico insoportable, en el cual se mezclaba en dosisiguales la angustia y el placer. En el momento del desenlace,encaramado en una montaña de sillas, dio una caída inmensay lentísima, y su ulular, estridente y miserable de triunfo, durótodo el tiempo de la caída, acompañado por los gritos de terrorde las mujeres.

Durante la segunda parte de la pantomima, veo de nuevo,sin que pueda recordar cómo, que “el pobre pierrot que cae”

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se sacaba de una de las mangas una muñequita rellena de afre-cho y representaba con ella toda una escena tragicómica. Enresumidas cuentas, le hacía salir por la boca todo el afrechoque tenía en la barriga. Después, con unos griticos angustio-sos, la atiborrada papilla y, en el momento de mayor atención,mientras que los espectadores, con la boca abierta, tenían losojos fijos en la hija viscosa y despanzurrada del pobre pierrot,él la agarró de pronto por un brazo y la lanzó, volando, porentre los espectadores, contra la cara de Jasmin Delouche, alque solo le rozó una oreja para ir a caer sobre la pechera de laseñora Pignot, debajo mismo de la barbilla. La panadera diotal grito y se echó hacia atrás con tal fuerza, y todas sus veci-nas la imitaron tan bien, que el banco se rompió, y la panade-ra, Fernande, la triste viuda Delouche y veinte más, se hun-dieron con las piernas por el aire en medio de las risas, losgritos y los aplausos, mientras que el gran “clown”, de brucesen el suelo, se incorporaba para saludar y decir:

—¡Señoras y señores, tenemos el honor de darles las gracias!Pero en aquel mismo momento y en medio de aquel tremendo

barullo, el gran Meaulnes, silencioso desde el comienzo de lapantomima y que parecía más absorbido por minutos, se le-vantó bruscamente, me agarró por el brazo y, sin poder con-tenerse más, me dijo:

—¡Mira al cómico! ¡Míralo! Por fin lo he reconocido.Y antes de haber mirado, como si desde hiciera mucho tiem-

po, de una manera inconsistente, aquella idea hubiese germi-nado en mi interior y hubiera estado esperando el momentode salir, ¡lo había adivinado! De pie, junto a un quinqué, a lapuerta del carromato, el desconocido personaje se había quita-do la venda y se había echado sobre los hombros una capa. Sepodía ver, a la luz humeante, como antes a la luz de una vela enla habitación del Dominio, un rostro fino, un rostro aquilino,sin bigote. Pálido, los labios entreabiertos, hojeaba de prisauna especie de álbum rojo que debía de ser un atlas de bolsillo.Salvo por una cicatriz que le surcaba la frente y desaparecíabajo la masa de cabellos, era tal como me lo había descrito elgran Meaulnes, el novio del Dominio desconocido.

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Evidentemente, se había quitado el vendaje para que lo re-conociésemos. Pero apenas había hecho el gran Meaulnes esemovimiento y había dado un grito, cuando el joven se metió enel carromato, no sin habernos lanzado una mirada de entendi-miento y de habernos sonreído con una vaga tristeza, comosolía hacerlo.

—Y el otro —decía Meaulnes febrilmente—, ¡cómo no lo re-conocí enseguida! ¡Es el pierrot de la fiesta de allá…!

Y bajó las gradas para ir hacia él. Pero ya Ganache habíacortado todas las comunicaciones con la pista; apagaba unopor uno los cuatro quinqués del circo, y nos vimos obligados aseguir a la muchedumbre que salía con mucha lentitud, cana-lizados por los bancos paralelos consumiéndonos de impacien-cia en la oscuridad.

Cuando al fin estuvo fuera, el gran Meaulnes se precipitóhacia el carromato, subió al estribo, llamó a la puerta, perotodo estaba ya cerrado. Sin duda alguna, en el carro, concortinitas como en el del poney, la cabra y los pájaros sabios,todos se habían acostado y ya dormían.

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Capítulo VIII

¡Los gendarmes!

Tuvimos que reunirnos con el grupo de señoras y caballerosque por las calles oscuras volvían hacia el curso superior. Aho-ra lo comprendimos todo. La gran silueta blanca que Meaulneshabía visto correr entre los árboles la última tarde de la fiesta,era Ganache, que había recogido al novio desesperado y habíahuido con él. El otro había aceptado aquella existencia salvaje,llena de riesgos, de juegos y de aventuras. Le había parecidovolver a vivir su infancia…

Frantz de Galais, hasta este momento, nos había escondidosu nombre y nos había fingido ignorar el camino del Dominio,quizá por miedo de que lo obligasen a volver con sus padres;pero, ¿por qué esa noche había querido, de pronto, dejarse re-conocer por nosotros y dejarnos adivinar toda la verdad?

¡Qué proyectos hizo el gran Meaulnes mientras el tropel deespectadores se dispersaba lentamente por el pueblo! Decidióque al día siguiente por la mañana, era jueves, iría a buscar aFrantz. Y que los dos juntos se marcharían para allá. ¡Quéviaje por el camino mojado! Frantz lo explicaría todo; todose arreglaría. Y la maravillosa aventura se reemprendería allídonde se había interrumpido…

En cuanto a mí, caminaba en la oscuridad con el corazónhenchido de algo indefinible. Todo se reunía para contribuir ami dicha, desde el relativo placer que suponía la espera deljueves hasta el gran descubrimiento que acabábamos de hacer

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y la suerte que habíamos tenido. Y me acuerdo de que, enun repentino gesto de generosidad, me acerqué a la más feade las hijas del notario, a la que me imponían de cuando encuando el suplicio de ofrecerle el brazo, y le di la mano espon-táneamente.

¡Amargos recuerdos! ¡Amargas esperanzas destruidas!A la mañana siguiente, a las ocho, cuando llegamos los dos a

la plaza de la iglesia con nuestros zapatos bien limpios, lashebillas del cinturón bien brillantes y nuestras gorras nuevas,Meaulnes, que hasta entonces había estado conteniendo la risa,al mirarme dio un grito y se lanzó a la plaza vacía… En elemplazamiento del barracón y de los carricoches no había másque un jarro roto y unos trapos. Los cómicos se habían mar-chado…

Soplaba un vientecito que nos pareció helado. Pensaba quea cada paso íbamos a tropezar en el suelo de la plaza, pedre-goso y duro, y que caeríamos… Meaulnes, fuera de sí, por dosveces hizo ademán de lanzarse, primero por la carretera deVieux-Nançay, después por la de Saint-Loup-de-Bois. Hizo vi-sera con la mano sobre los ojos, esperando, por un momento,que nuestros amigos se hubiesen acabado de ir. Pero, ¿quéhacer? Las huellas de diez carruajes se enmarañaban en laplaza, y después desaparecían en la carretera dura. Nos que-damos allí, inertes.

Y mientras volvíamos atravesando el pueblo, donde empe-zaba la mañana del jueves, cuatro gendarmes a caballo, avi-sados por Delouche la víspera, llegaron al galope a la plazay se desperdigaron por las calles para guardar todas las salidas,como dragones haciendo el reconocimiento de un pueblo… Peroera demasiado tarde. Ganache, el ladrón de gallinas, habíahuido con su compañero. Los gendarmes no encontraron anadie, ni a los que cargaban en los carros a los capones estran-gulados. Prevenido a tiempo por las imprudentes palabras deJasmin, Frantz había debido comprender de repente de quéoficio vivían él y su compañero cuando la caja del carromatoestaba vacía. Lleno de vergüenza y furioso, había estableci-do enseguida un itinerario, decidiendo poner tierra por medio

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antes de que llegaran los gendarmes. Pero no temiendo ya queintentaran llevarlo a casa de su padre, había querido, antesde desaparecer, mostrársenos sin vendas.

Sólo quedaba oscuro un punto: ¿cómo había podido Ganachevaciar los gallineros y a la vez ir a buscar a la monja durante lafiebre de su amigo? Pero, ¿era ésa toda la historia del pobrediablo? Ladrón y vagabundo por un lado, buena persona porel otro…

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Capítulo IX

En busca del sendero perdido

Cuando volvíamos, el sol disipaba la ligera bruma de la maña-na. Las amas de casa, en sus puertas, sacudían las alfombras ocharlaban; y en los campos y los bosques, a la entrada del pue-blo, empezaba la mañana de primavera más radiante que hayaquedado en mi memoria.

Ese jueves, todos los alumnos mayores del curso debían lle-gar hacia las ocho, para preparar, durante la mañana, unos elCertificado de Estudios Superiores y los otros el concurso a laEscuela Normal. Cuando llegamos los dos, Meaulnes, con unapena y una agitación que no lo dejaban estarse quieto, y yo,muy abatido, la escuela estaba vacía… Un rayo de sol fresco sedeslizaba sobre el polvo de un banco carcomido y sobre el bar-niz agrietado de un mapamundi.

¿Cómo quedarnos ahí, delante de un libro, rumiando nues-tra decepción, cuando todo nos llamaba fuera; los pájarospersiguiéndose en las ramas junto a las ventanas, la huida delos otros alumnos a los prados y los bosques y, sobre todo, eldeseo febril de intentar lo antes posible el itinerario incomple-to revisado por el cómico, último recurso de nuestra bolsa casivacía, última llave después que habíamos probado todas lasotras? Todo aquello era mayor que nuestras fuerzas. Meaulnesiba de un lado para otro, se acercaba a las ventanas, miraba eljardín, después volvía y miraba el pueblo como si esperase aalguien que, ciertamente, no vendría ya.

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—Tengo la impresión —me dijo al fin—, tengo la impresiónde que no puede estar tan lejos como pensamos… Frantz hasuprimido de mi plano todo un pedazo de camino que yo teníamarcado. Todo eso quiere decir que quizá la yegua dio un ro-deo mientras yo dormía.

Yo estaba medio sentado en una esquina de una mesa gran-de, un pie en el suelo, el otro bailando, con un aire de desalien-to y desgana, la cabeza gacha.

—Pero —dije, a mi vez—, tu vuelta en la tartana duró todala noche.

—Salimos a medianoche —contestó él con viveza—. A lascuatro de la mañana me dejaron a unos seis kilómetros al oes-te de Sainte-Agathe, y yo, en cambio, había salido por la carre-tera de la estación, por el este. Hay que descontar entoncesesos seis kilómetros entre Sainte-Agathe y el país perdido. Enrealidad, me parece que desde la salida del bosque comunal nose debe estar a más de dos leguas de lo que buscamos.

—Pues, precisamente, esas dos leguas faltan en tu mapa.—Es verdad. Y la salida del bosque está a una buena legua y

media de aquí, pero para un buen caminante eso se puede ha-cer en una mañana…

En ese momento llegó Moucheboeuf. Tenía una tendenciairritante a hacerse pasar por un buen alumno, no porque tra-bajase mejor que los demás, sino haciéndose notar en circuns-tancias como ésta.

—Ya sabía yo —dijo triunfante— que sólo los encontraría austedes dos. Todos los demás se han marchado al bosque co-munal. A la cabeza, Jasmin Delouche, que conoce los nidos.

Y, echándoselas de bueno, se puso a contarnos todo lo quehabían dicho mientras preparaban la expedición para reírsede la escuela, del señor Seurel y de nosotros.

—Si están en el bosque, seguro que los veré al pasar —dijoMeaulnes—; porque yo también me voy. Regresaré hacia lasdoce y media.

Mouchboeuf se quedó boquiabierto.—¿No vienes? —me preguntó Augustin, parándose un mo-

mento en la puerta entreabierta, que hizo entrar en el cuarto

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gris una bocanada de aire tibio de sol, un revoltijo de chillidos,voces, píos, el ruido de un cubo en el brocal del pozo y el resta-llar de un látigo a lo lejos.

—No —dije yo, aunque la tentación era muy fuerte—. Nopuedo, por el señor Seurel. Pero date prisa. Te esperaré conimpaciencia.

Hizo un gesto vago y se fue de prisa, lleno de esperanza.

Cuando, hacia las diez, llegó el señor Seurel, se había quitadola chaqueta de alpaca negra y se había puesto un chaquetónde pescador con grandes bolsillos abotonados, un sombrero depaja y unas polainas cortas, acharoladas, para recogerse losbajos del pantalón. Creo que no se sorprendió en absoluto de noencontrar a nadie. No quiso escuchar a Moucheboeuf, que lerepitió tres veces que los chicos habían dicho: “Si nos necesi-ta, que venga a buscarnos”.

Y ordenó:—Dense prisa, cojan las gorras y vamos a sacarlos del nido

nosotros a ellos… ¿Podrás caminar hasta allí, François?Dije que sí y nos marchamos.Se convino que Moucheboeuf guiaría al señor Seurel y le ser-

viría de vocero… Es decir, que, conocedor de la maleza dondese encontraban los buscadores de nidos, debía gritar cada cier-to tiempo, a pleno pulmón:

—¡Eh! ¡Uh, uh! ¡Giraudat! ¡Delouche…! ¿Dónde están? ¿Haynidos? ¿Han encontrado algo?

En cuanto a mí, para mi gran placer, se me encargó seguir lalinde del bosque, por si los colegiales fugitivos trataban de es-caparse por aquel lado.

Ahora bien, en el plano corregido por el titiritero y que ha-bíamos estudiado tantas veces Meaulnes y yo, parecía que unsendero, un camino de finca, salía de aquella linde del bosquepara ir en dirección a la mansión. ¡Si lo descubriera yo aquellamañana…! Y empecé a persuadirme de que, antes del medio-día, me encontraría en el camino de la casona perdida.

¡Qué paseo más maravilloso! En cuanto pasamos el Glacis yhubimos contorneado el Molino, dejé a mis dos compañeros: al

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señor Seurel, que parecía ir a la guerra —creo que hasta sehabía metido en el bolsillo una vieja pistola—, y a ese traidorde Moucheboeuf.

Cogiendo un atajo, llegué enseguida a la linde del bosque,por primera vez en mi vida solo por el campo, como una patru-lla que había perdido a su cabo de escuadra.

Y me imagino estar ya cerca de esa felicidad misteriosa queMeaulnes entrevió un día. Tengo toda la mañana para explo-rar la linde del bosque, el lugar más fresco y más escondido detodo el país, mientras que mi hermano mayor también está ala búsqueda. Parece el lecho de un torrente antiguo. Paso en-tre las ramas bajas de árboles cuyos nombres desconozco, peroque deben ser abedules. Acabo de saltar un seto al extremo delsendero, y me he encontrado en este ancho camino de hierbaverde que se desliza bajo la fronda, hollando a veces las hortigas,pisando las altas valerianas.

A veces, durante unos pasos, mi pie se posa en una arenafina. Y en el silencio oigo un pájaro —me imagino que es unruiseñor, pero debo equivocarme, porque los ruiseñores sólocantan al atardecer—, un pájaro que repite obstinadamente lamisma frase; voz mañanera, palabra dicha en la sombra, invi-tación deliciosa al viaje entre los abedules. Invisible, terco,parece acompañarme bajo la fronda.

Aquí estoy, por vez primera, también yo, en el camino de laaventura. Ya no son conchas abandonadas por el agua lo quebusco bajo la dirección del señor Seurel, ni orquídeas desco-nocidas para el maestro, ni siquiera, como nos sucedía a me-nudo en el campo del tío Martin, aquella fuente honda y secacubierta por una reja y que cada vez cuesta más encontrar…Busco algo aún más misterioso. El paso de que hablan los li-bros, el camino obstruido cuya entrada no ha podido encon-trar el príncipe rendido de cansancio. Es un camino que sedescubre a la hora más perdida de la mañana, cuando hacemucho se ha olvidado que han dado las once, las doce… Y,de pronto, al apartar las ramas de la espesura, con ese gestovacilante de las manos, a la altura de la cara, aparece como una

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larga avenida sombría a cuyo final hay un claro de luz muypequeño.

Pero, mientras espero y me embriago de esta manera, heaquí que, bruscamente, desemboco en una especie de claro queresulta ser, sencillamente, un prado. He llegado, sin pensarlo,al extremo de los bosques comunales, que siempre me habíaimaginado como infinitamente lejanos. Y aquí está, a mi dere-cha, entre unas pilas de troncos, vibrante en la sombra, la casadel guarda. Dos pares de medias se secan en la ventana. Losaños anteriores, cuando llegábamos a la entrada del bosque,decíamos siempre señalando un punto de luz al final de la in-mensa avenida oscura: “Ahí al fondo está la casa del guarda, lacasa de Baladier”. Pero nunca habíamos llegado hasta allí.Algunas veces oíamos decir, como si se tratase de una expedi-ción extraordinaria: “¡Ha llegado a la casa del guarda!”

Esta vez he llegado hasta la casa de Baladier y no he encon-trado nada.

La pierna cansada y el calor, que no había notado hasta enton-ces, empezaron a atormentarme; me daba miedo tener quehacer solo el camino de regreso, cuando oí cerca de mí el se-ñuelo del señor Seurel, la voz de Moucheboeuf, luego otrasvoces que me llamaban…

Había un grupo de seis chicos mayores, en el que sólo el trai-dor de Moucheboeuf tenía aire de triunfo. Eran Giraudat,Auberger, Delage y otros. Gracias al señuelo, habían cogido aunos, subidos a un cerezo silvestre aislado en el medio de unclaro; a los otros, cuando buscaban nidos de picosverdes.Giraudat, el tonto de los ojos hinchados, con la blusa mugrienta,se había escondido los pajaritos en la barriga, entre la camisay la piel. Dos de sus compañeros habían huido al acercarse elseñor Seurel: debían de ser Delouche y el pequeño Coffin. Pri-mero habían contestado con bromas a la llamada de “¡Mou-chevache!”, que repetían los ecos en los bosques, y éste , torpe-mente, creyendo la cosa segura, había respondido herido ensu amor propio:

—Tienen que bajar, ¿saben? Está aquí el señor Seurel…

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Entonces todo se había callado de pronto; había sido unahuida silenciosa a través del bosque. Y como lo conocían a fondo,no había ni que soñar en alcanzarlos. Tampoco sabía nadiedónde andaba el gran Meaulnes. No lo habían oído y tuvieronque renunciar a seguir la búsqueda.

Ya eran más de las doce cuando llegamos al camino de Sainte--Agathe, lentamente, cabizbajos, cansados, sucios de tierra. Ala salida del bosque, cuando nos hubimos restregado y sacudi-do el barro de los zapatos en la dura carretera, el sol empezabaa calentar de plano. Ya no era aquella mañana de primaveratan fresca y luminosa. Habían empezado los ruidos de la tar-de. De cuando en cuando, cantaba un gallo, ¡canto desolado!,en las granjas desiertas de los lados del camino. Al bajar elGlacis, nos detuvimos un instante a charlar con unos jornale-ros que habían vuelto a su trabajo en los campos después decomer. Se apoyaban en la cerca y el señor Seurel les decía:

—¡Vaya unos pillos! ¡Mira a ese Giraudat! Se ha metido lospajaritos dentro de la camisa y se han hecho dentro lo que hanquerido. ¿Qué les parece…?

Me pareció que los jornaleros se reían también de mi derro-ta. Se reían meneando la cabeza, pero no les parecía tan seriolo que habían hecho aquellos chiquillos que conocían tan bien.Y nos confiaron, cuando el señor Seurel volvió a la cabeza dela columna:

—Ha pasado también otro, ya saben, uno grande… Debióencontrarse al volver con el coche de los Granges, y lo hicie-ron subir; aquí, a la entrada del camino de los Granges, se bajólleno de tierra, todo desgarrado. Le dijimos que los habíamosvisto pasar esta mañana, pero que aún no habían regresado.Ha continuado despacio su camino hacia Sainte-Agathe.

En efecto, sentado en un pilar del puente de los Glacis, elgran Meaulnes nos esperaba con aire de estar rendido. A laspreguntas del señor Seurel, contestó que él también había sa-lido en busca de los colegiales que habían hecho novillos. Y ala pregunta que yo le hice en voz baja, me dijo solamente,moviendo la cabeza con desaliento:

—No, nada, nada que se le parezca.

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Después de comer, en la clase cerrada, negra y vacía, en me-dio de la tierra radiante, se sentó en una de las grandes mesasy, la cabeza apoyada en el brazo, durmió, durante un buenrato, un sueño triste y pesado. Al atardecer, después de re-flexionar un poco, como si acabara de tomar una decisión im-portante, escribió una carta a su madre. Y eso es todo lo querecuerdo de aquel triste final de un gran día de derrota.

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Capítulo X

La colada

Muy pronto habíamos dado por descontada la llegada de laprimavera.

El lunes por la tarde quisimos hacer las tareas enseguida,después de las cuatro, como en verano. Y para ver mejor, saca-mos dos mesas grandes al patio. Pero enseguida el tiempo seensombreció, cayó una gota de lluvia sobre un cuaderno, vol-vimos a entrar con prisa. Y desde la gran sala oscurecida, porlas grandes ventanas, mirábamos silenciosos el paso de lasnubes en el cielo gris.

Y Meaulnes, que miraba como nosotros, con la mano apoya-da en la ventana, no pudo aguantarse y dijo, como si se hubie-se enfadado de sentir tanta pena:

—¡Ay! Las nubes corrían de otra manera cuando iba por lacarretera en el coche de la Belle-Étoile.

—¿Qué carretera? —preguntó Jasmin.Pero Meaulnes no contestó.—Pues a mí —dije para distraer su atención— me hubiera

gustado ir de viaje en un carro, con un buen chaparrón, prote-gido bajo un paraguas bien grande.

—Y leer durante todo el camino, como en una casa —aña-dió otro.

—No llovía y no tenía ganas de leer —respondió Meaulnes—,no hacía más que mirar el paisaje.

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Pero cuando Giraudat, a su vez, preguntó que de qué país setrataba, Meaulnes volvió a enmudecer. Y Jasmin dijo:

—Ya sé… ¡Siempre la famosa aventura!Dijo esas palabras en un tono conciliador e importante, como

si él mismo estuviera un poco en el secreto. Fue inútil; se que-dó con las ganas, y, como ya oscurecía, se fueron todos corriendo,los blusones echados por la cabeza, bajo la lluvia fría.

Hasta el jueves siguiente, el tiempo estuvo lluvioso. Y esejueves fue todavía más triste que el anterior. El campo estababañado en una bruma helada, como en los peores días de in-vierno.

Millie, engañada por el buen sol de la semana anterior, ha-bía mandado hacer la colada, pero no había ni que soñar enponer la ropa a secar en los setos del jardín, ni siquiera en lascuerdas del granero, tan húmedo y frío era el aire.

Discutiéndolo con el señor Seurel, se le ocurrió la idea detender la ropa en las aulas, ya que era jueves, y de poner laestufa al rojo. Para ahorrarse los fuegos de la cocina y del co-medor, harían la comida en la estufa y nos quedaríamos todoel día en la sala grande del colegio.

Al principio, ¡yo era todavía tan joven!, consideré aquellanovedad como una fiesta.

¡Triste fiesta! La ropa se llevaba todo el calor de la estufa yhacía mucho frío. En el patio caía, interminable y suave, unallovizna invernal. Allí fue, sin embargo, donde, hacia las nue-ve de la mañana, muerto de aburrimiento, me encontré conel gran Meaulnes. Por los barrotes del portalón, en los queapoyábamos silenciosamente la cabeza, mirábamos hacia loalto del pueblo, por las Quatre-Routes, el cortejo de un en-tierro que venía del campo. Descargaban el ataúd, que veníaen una carreta de bueyes, y lo colocaban sobre una losa, al piede la gran cruz donde el carnicero había visto, no hacía muchotiempo, a los centinelas del titiritero. ¿Dónde estaría ahorael joven capitán que dirigió tan bien el abordaje…? El cura ylos cantores se pusieron, como de costumbre, alrededor delataúd, y los tristes cantos llegaron hasta nosotros. Ése sería,

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lo sabíamos, el único espectáculo del día, que se deslizaría todocomo agua amarillenta cayendo en el canalón.

—Y ahora me voy a hacer las maletas —dijo Meaulnes, depronto—. Debes saberlo, Seurel, el jueves pasado escribí a mimadre para pedirle que me deje terminar mis estudios en Pa-rís. Me marcho hoy.

Seguía mirando hacia el pueblo, las manos apoyadas en losbarrotes a la altura de la cabeza. Era inútil preguntarle si sumadre, que era rica y le daba todos los gustos, le había conce-dido aquél. Inútil también preguntarle por qué, de pronto,quería irse a París…

Pero seguro que sentía pena y temor de abandonar aquelamado pueblo de Sainte-Agathe, del que había salido para suaventura. En cuanto a mí, sentía crecer una desolación tanviolenta como no había experimentado jamás.

—Se acerca la Pascua —me dijo con un suspiro, como paradarme explicaciones.

—En cuanto la hayas encontrado allí, me escribirás, ¿ver-dad? —le dije.

—Prometido, desde luego. ¿No eres mi compañero y mi her-mano? —y me puso la mano en el hombro.

Poco a poco comprendí que todo había terminado, puesto queiba a continuar sus estudios en París; ya no tendría más con-migo a mi gran compañero.

La única esperanza que nos quedaba de volver a encontrar-nos, era aquella casa de París donde debía estar el rastro de laaventura perdida… Pero viendo a Meaulnes tan triste, ¡quépoca esperanza había para mí!

Mis padres fueron avisados, el señor Seurel se mostró muy sor-prendido, pero enseguida comprendió las razones de Augustin;Millie, mujer de su casa, se sintió desolada, sobre todo pensan-do que la madre de Meaulnes vería nuestra casa en un desordenanormal… La maleta, ¡ay!, pronto estuvo hecha. Buscamos de-bajo de la escalera sus zapatos de los domingos; en el armario,un poco de ropa. Después, sus papeles y sus libros de la escuela;todo lo que un joven de dieciocho años posee en el mundo.

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A mediodía, la señora Meaulnes llegó en su coche. Comiócon Augustin en el café Daniel y se lo llevó, sin dar casi expli-caciones, en cuanto dieron de comer al caballo y lo engancha-ron. Les dijimos adiós en la puerta y el coche desapareció en lacurva de las Quatre-Routes.

Millie se limpió las suelas de los zapatos delante de la puertay entró en el comedor frío a ponerlo todo en orden. En cuantoa mí, me encontré solo por primera vez, después de tantosmeses —con una larga tarde de jueves por delante—, con laimpresión de que, en aquel coche viejo, se había ido para siem-pre mi adolescencia.

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Capítulo XI

Hago traición

¿Qué hacer?Amanecía un poco. Se hubiera dicho que iba a salir el sol.Golpeó una puerta en el caserón. Después reinó otra vez el

silencio. De cuando en cuando mi padre atravesaba el patiopara llenar un cubo de carbón y echarlo en la estufa. Yo veía laropa blanca colgada en las cuerdas y no tenía ningunas ganasde entrar en aquel lugar triste transformado en secadero yencontrarme frente a frente con el examen de fin de curso,aquel discurso de la Escuela Normal que debía ser desde aho-ra mi única preocupación.

Cosa extraña, aquel desgano que me desesperaba se mezcla-ba con una sensación como de libertad. Desaparecido Meaul-nes, toda aquella aventura terminada y malograda, por lomenos me parecía que me había liberado de aquella extrañaangustia, de aquella ocupación misteriosa que no me dejabaactuar como todo el mundo. Habiéndose marchado Meaulnes,yo no era ya su compañero de aventuras, el hermano de aquelexplorador de pistas; volvía a ser un chico de pueblo como losotros. Y eso era fácil, no tenía más que seguir mis inclinacio-nes naturales.

El pequeño de los Roy pasó por la calle embarrada haciendogirar tres castañas atadas a una cuerda, que lanzó al aire ycayeron al patio. Estaba tan aburrido que me entretuve enlanzarle dos o tres veces las castañas por encima de la tapia.

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De repente, lo vi abandonar ese juego pueril para correr ha-cia un carro que venía por el camino de la Vieille-Planche. Sesubió rápidamente a la parte de atrás, sin que el carro se para-se. Reconocí el carrito de Delouche y su caballo. Jasmin con-ducía, el gordo Boujardon iba de pie. Venían del prado.

—¡Ven con nosotros, François! —gritó Jasmin, seguramenteenterado ya de que Meaulnes se había ido.

¡Palabra!, sin decir nada a nadie trepé al coche traqueteantey me puse de pie como los otros, apoyado en uno de los mon-tantes del carro que nos llevó a casa de la viuda Delouche…

Ahora estamos en la trastienda de la buena mujer, que es a lavez tendera y fondista. Un rayo de sol blanco brilla a través dela ventana baja sobre las cajas de lata y los toneles de vinagre.El gordo Boujardon se sienta sobre el antepecho de la ventanay, vuelto hacia nosotros, con risa de memo, come migas de ga-lletas con cuchara. Al alcance de la mano, sobre un tonel, lacaja está abierta y empezada. El Roy pequeño da gritos de pla-cer. Una especie de intimidad de mala ley se ha establecidoentre nosotros. Jasmin y Boujardon, ya lo veo, serán ahoramis camaradas. El curso de mi vida ha cambiado de pronto.Me parece que Meaulnes se ha marchado hace mucho tiempoy que su aventura es una vieja historia triste, pero acabada.

El pequeño Roy ha descubierto debajo de un estante unabotella de licor empezada. Delouche nos convida a todos, perosólo hay un vaso y bebemos todos en el mismo. Me sirven a míel primero con un poco de condescendencia, como si yo no es-tuviera acostumbrado a esos modales de cazadores y de aldea-nos… Eso me avergüenza un poco. Y como se ponen a hablarde Meaulnes, para disipar el malestar y recobrar mi aplomo,quiero demostrarles que conozco su historia y me pongo acontársela un poco. ¿Qué mal podrá hacerle si todas sus aven-turas de aquí se han acabado ya?

¿Será que cuento mal la historia? No produce el efecto queesperaba.

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Mis compañeros, como buenos aldeanos a los que nada sor-prende, no se sienten admirados por tan poca cosa.

—¡Era una boda, vamos! —dijo Boujardon.Delouche vio una, en Préveranges, que todavía era más cu-

riosa.—¿La casona? Seguro que encontraríamos gente de la re-

gión que habría oído hablar de ella.—¿La muchacha? Meaulnes se casará con ella cuando haya

hecho el servicio.—Debería habérnoslo contado —añadió uno de ellos—, de-

bería habernos enseñado a nosotros el plano en vez de con-fiárselo a un cómico…

Acorralado por mi fracaso, quiero aprovechar la ocasión paraexcitar su curiosidad: me decido a explicarles quién era el có-mico; de dónde venía; su extraño destino… Boujardon yDelouche no quieren saber nada.

—Él lo estropeó todo. Él hizo insoportable a Meaulnes; ¡alque era tan buen compañero! El cómico organizó todas aque-llas tonterías de abordajes y ataques nocturnos, después dehabernos militarizado a todos como en un batallón escolar…

—¿Sabes? —dijo Jasmin mirando a Boujardon y moviendo le-vemente la cabeza—, hice la mar de bien denunciándolo a losgendarmes. Ya dañó al pueblo y hubiera hecho aún más…

Y heme aquí casi de su parte. Sin duda todo habría salido deotra manera si no hubiéramos considerado el asunto de unmodo tan trágico y misterioso. La influencia de ese Frantz loechó todo a perder.

Pero, de pronto, mientras estoy absorto en estas reflexiones,se oye un ruido en la tienda. Jasmin Delouche esconde rápida-mente la botella de licor detrás de un barril; el gordo Boujardonsalta desde lo alto de su ventana, pone el pie en una botellavacía y polvorienta que rueda, y casi se cae en dos ocasiones.El pequeño Roy los empuja por detrás para salir más de prisa,casi ahogándose de risa.

Sin entender bien qué sucede, me escapo con ellos, atravesa-mos el patio y trepamos por una escalerilla a un pajar. Oigouna voz de mujer llamándonos sinvergüenzas.

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—No pensé que viniera tan pronto —dijo Jasmin en voz baja.Solamente ahora comprendo que estábamos allí de una ma-

nera fraudulenta, para robar dulces y licor. Estoy defraudado,como aquel náufrago que creía hablar con un hombre y vio derepente que se trataba de un mono. No pienso más que enmarcharme del pajar, tan poco me gustan esas aventuras. Ade-más, está anocheciendo… Me hacen pasar por detrás, cruzardos huertos, rodear una balsa; me encuentro otra vez en lacalle mojada, embarrada, donde se reflejan las luces del caféDaniel…

No estoy nada orgulloso de mi tarde. Estoy en las Quatre--Routes. Sin querer, de golpe, veo otra vez, volviéndose, el ros-tro severo y fraternal que me sonríe; una última señal con lamano, y el coche desaparece…

Un viento frío hace que se vuele mi blusón, un frío como elde ese invierno tan trágico y tan hermoso. Ahora todo me pa-rece menos fácil. En el aula grande, donde me esperan paracenar, bruscas corrientes de aire atraviesan la poca tibieza queda la estufa. Yo tirito mientras me reprochan la tarde de va-gabundeo. Y para volver a mi rutina ni siquiera tengo el con-suelo de sentarme en mi sitio en la mesa. Esta noche no hanpuesto la mesa; cada uno come en el aula oscura, donde puede,sobre las rodillas. Como silencioso la torta cocida sobre la es-tufa; debía ser el premio ese jueves pasado en la escuela, y seha quemado sobre las arandelas al rojo.

Por la noche, solo en mi habitación, me acuesto de prisa paraacallar los remordimientos que siento brotar del fondo de mitristeza. Pero me he despertado dos veces durante la noche, laprimera vez creyendo oír el crujido de la cama donde Meaulnessolía revolverse bruscamente todo él; la otra vez, su paso leve,de cazador al acecho, a través de los desvanes sin fondo…

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Capítulo XII

Las tres cartas de Meaulnes

En toda mi vida no he recibido más que tres cartas de Meaulnes.Todavía las tengo en casa, en un cajón de una cómoda. Y cadavez que las releo, vuelvo a sentir la misma tristeza de entonces.

La primera me llegó a los dos días de su marcha.

Mi querido François:

Hoy, desde mi llegada a París, he ido a la casa indicada. No hevisto nada. No había nadie. No habrá nunca nadie.

La casa que decía Frantz es un hotelito de un piso. La habita-ción de la señorita de Galais debe de estar en el primero. Lasventanas de arriba son las que están más tapadas con los árbo-les. Pero al pasar por la acera se les ve muy bien. Todas lascortinas están echadas y habría que estar loco para esperarque, un día, apareciera el rostro de Yvonne de Galais por lascortinas cerradas.

Está en un bulevar… Llovía un poco sobre los árboles verdesya. Se oían las campanillas de los tranvías que pasaban conti-nuamente.

Durante dos horas me paseé arriba y abajo delante de las venta-nas. Hay una taberna donde me paré a beber, para que no metomasen por un bandido que está preparando un golpe. Des-pués seguí vigilando sin esperanza.

Se hizo de noche. Se encendieron las ventanas en todas partes,pero no en aquella casa. Seguro que no hay nadie. Y, sin em-bargo, se acerca la Pascua.

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Cuando me marchaba, una muchacha o una mujer joven —nolo sé— vino a sentarse en uno de los bancos mojados por lalluvia. Iba de negro, con un cuellecito blanco. Cuando me fuitodavía estaba allí, inmóvil, a pesar del frío de la noche, espe-rando no sé qué. Ya ves que París está lleno de locos como yo.

AUGUSTIN

Pasó el tiempo. En vano esperé unas letras de Augustin el lu-nes de Pascua y los días siguientes, unos días tranquilos, enlos que parece que después de la fiebre de Pascua, ya sólo que-da esperar el verano. Junio trajo el tiempo de los exámenes yun calor terrible cuyo vaho sofocante se pegaba al pueblo sinque viniera a disiparlo ni el menor soplo de aire. La noche norefrescaba, así que no había respiro a ese suplicio. Duranteese insoportable mes de junio, recibí la segunda carta del granMeaulnes.

JUNIO 189…

Querido amigo:

Esta vez he perdido todas las esperanzas. Lo sé desde anoche. Eldolor que no había sentido al principio, crece desde entonces.

Todas las noches iba a sentarme en aquel banco, acechando,reflexionando, esperando, a pesar de todo.

Ayer, después de cenar, la noche estaba oscura y calurosa. Ha-bía gente charlando en la acera, bajo los árboles. Por encimadel follaje negro, que las luces hacían verdear, las habitacio-nes del segundo y tercer pisos estaban iluminadas. Aquí y alláuna ventana que el verano había abierto de par en par… Seveía la lámpara encendida sobre la mesa, disipando apenas,alrededor de ella, la cálida oscuridad de junio; se veía casihasta el fondo del cuarto… ¡Ay! Si la ventana negra de Yvonnede Galais también se hubiera iluminado, creo que me hubieraatrevido a subir las escaleras, llamar, entrar…

La muchacha de la que te hablé estaba también ahí, esperandocomo yo. Pensé que conocería la casa y le pregunté.

—Sé, me dijo, que en otros tiempos venían a esta casa a pasarlas vacaciones una joven y su hermano. Pero he sabido que elhermano se escapó de casa de sus padres y no lo han podido

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encontrar, y que la joven se ha casado. Esto le explica que elpiso esté vacío.

Me fui. A los diez pasos mis pies tropezaron en la acera y es-tuve a punto de caerme. La noche —anoche— cuando por fincallaron los niños y las mujeres en los patios y hubiera po-dido dormir, empecé a oír el rodar de los fiacres en la calle. Nopasaban más que de tarde en tarde. Pero cuando uno había pa-sado, sin querer, esperaba el otro: los cascabeles, el paso delcaballo que resonaba en el asfalto… Y todo repetía: es la ciu-dad desierta, tu amor perdido, la noche interminable, el vera-no, la fiebre…

Seurel, amigo, soy muy desdichado.

AUGUSTIN

Cartas poco confidenciales, aunque puedan parecer otra cosa.Meaulnes no me decía ni por qué había estado silencioso tan-to tiempo, ni lo que iba a hacer ahora. Tuve la impresión deque rompía conmigo, lo mismo que con su pasado, porque suaventura había terminado. Y, en efecto, aunque le escribí, norecibí respuesta. Solamente una felicitación cuando obtuvemi diploma. En septiembre supe, por un compañero de la es-cuela, que había venido de vacaciones a casa de su madre, aLa Ferté-d´Angillon. Pero nosotros, ese año, tuvimos que pa-sarlas en el Vieux-Nançay, invitados por mi tío Florentin. YMeaulnes regresó a París sin que yo hubiera podido verlo.

Al empezar el curso, exactamente hacia fines de noviembre,cuando me había puesto a preparar con una furia triste el tí-tulo superior con la esperanza de que me nombraran maestroal año siguiente sin pasar por la Escuela Normal de Bourges,recibí la última de las tres cartas que he recibido de Augustin:

Todavía paso bajo esa ventana —escribía—. Todavía esperosin la menor esperanza, por locura. Al final de esos fríos do-mingos de otoño, cuando se va a hacer de noche, no puedo deci-dirme a entrar, a cerrar las persianas de mi cuarto sin volver aallá abajo, a la calle helada.

Soy como aquella loca de Sainte-Agathe que salía a la puerta acada momento y miraba hacia la estación, haciéndose viseracon las manos sobre los ojos, para ver si venía su hijo muerto.

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Sentado en el banco, tiritando, miserable, me complazco enimaginar que alguien me va a coger por el brazo… Me volveré.Será ella. “Me he tardado un poco”, dirá sencillamente. Y sedesvanecerán toda pena y toda locura. Entramos en nuestracasa. Sus pieles tienen escarcha, su velillo está mojado; llevacon ella el gusto de la niebla de afuera; y, mientras se acerca alfuego, veo sus cabellos rubios cubiertos de escarcha y el dulcedibujo de su bello perfil inclinado sobre la llama…

¡Ay!, el cristal sigue blanquecino con la cortina que hay detrás.Y si la joven de la mansión perdida la abriera, no tendría yanada que decirle.

Nuestra aventura ha terminado. El invierno este año está muer-to como una tumba. Puede que cuando muramos, puede quesólo la muerte nos dé la clave, la continuación y el fin de estaaventura fallida.

Seurel, te pedía el otro día que pensases en mí. Ahora, al con-trario, sería mejor olvidar. Sería mejor olvidarlo todo.

A. M.

Y llegó otro invierno nuevo, tan muerto como vivo y lleno devida misteriosa había sido el anterior: la plaza de la iglesia sincómicos; el patio de la escuela que los chicos abandonaban alas cuatro…, el aula donde estudiaba solo y sin gusto… En fe-brero, por primera vez en ese invierno, nevó, enterrando defi-nitivamente nuestra novela de aventuras del año anterior, enre-dando todas las pistas, borrando las últimas huellas. Y yo meesforcé, como Meaulnes me había pedido en su carta, en olvi-darlo todo.

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Tercera Parte

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Capítulo Primero

El baño

Fumar un cigarrillo, ponerse agua azucarada en el pelo paraque se rice, dar besos a las chicas del curso complementariopor los caminos, y gritar “¡Monjita, bonita!”, por detrás de lacerca a la religiosa que pasa, éstas eran las diversiones de to-dos los granujas del pueblo. Claro está que a los veinte años,estos granujas se pueden muy bien enmendar y llegar a ser, aveces, unos jóvenes sensatos. El caso es más grave cuando elgranuja en cuestión tiene ya la cara avejentada y mustia, cuan-do se ocupa de historias turbias de mujeres del pueblo, cuandodice mil tonterías de Gilberte Poquelin para hacer reír a losotros. Pero, en fin, el caso no es tampoco desesperado…

Éste era el caso de Jasmin Delouche. Continuaba, yo no sépor qué, pero ciertamente sin ningún deseo de aprobar el cursosuperior, aunque todo el mundo hubiera querido verle aban-donarlo. Entretanto, aprendía con su tío Dumas el oficio deyesero. Y no tardó ese Jasmin Delouche, con Boujardon y otrochico muy tranquilo, el hijo de un adjunto que se llamaba Denis,en ser los únicos alumnos mayores con quienes me gustabaandar, porque eran “de los tiempos de Meaulnes”.

Delouche tenía, además, un deseo sincero de ser mi amigo.Para decirlo todo, la verdad es que él, que había sido el enemi-go del gran Meaulnes, hubiera querido ser el gran Meaulnesde la escuela; y sentía no haber sido, por lo menos, su lugarte-niente. Menos torpe que Boujardon, pienso que se había dado

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cuenta de todo lo que Meaulnes había aportado de extraordi-nario a nuestras vidas. Lo oía repetir a menudo:

“Tenía razón el gran Meaulnes…” O bien: “¡Ah!, ya lo decíael gran Meaulnes…”

Jasmin, además de ser más hombre que nosotros, aquel chi-quillo envejecido disponía de unos tesoros de diversión queconsagraban su superioridad sobre nosotros: un perro, mezclade razas, de largas pelambreras blancas, que respondía al irri-tante nombre de Bécali y traía las piedras que se le arrojabanlejos, y que no tenía aptitud clara para ningún otro deporte;una bicicleta vieja, comprada de ocasión, en la que Jasminnos dejaba montar algunas veces por la tarde, después de lasclases, pero en la que él prefería adiestrar a las chicas del pue-blo; y por último y sobre todo, un burro blanco y ciego que sepodía enganchar en cualquier vehículo.

Era el burro de Dumas, pero éste se lo prestaba a Jasmincuando en verano íbamos a bañarnos al Cher. En esas oca-siones su madre nos daba una botella de limonada que ponía-mos debajo del asiento, entre los pantalones de baño secos. Ynos íbamos, ocho o diez alumnos mayores del colegio acompa-ñados por el señor Seurel, unos a pie, otros subidos en el carrodel asno, del que bajábamos en la granja de Grand´Fons, cuandoel camino del Cher se hacía muy pendiente.

Puedo recordar hasta los menores detalles de un paseo deaquellos, cuando el burro de Jasmin llevaba al Cher nuestrospantalones de baño, nuestros equipajes, la limonada y al se-ñor Seurel, mientras nosotros seguíamos a pie detrás. Era enel mes de agosto. Acabábamos de examinarnos. Libres de esapreocupación, nos parecía que todo el verano, toda la felicidadnos pertenecían, e íbamos por el camino cantando sin saberqué ni por qué, a primera hora de una hermosa tarde de jueves.

Sólo hubo una sombra en aquel cuadro inocente. Vimos ca-minando delante de nosotros a Gilberte Poquelin. El talle bienajustado, la falda a media pierna, los zapatos de tacón alto, elaire dulce y desvergonzado de una chiquilla que se hace mujer.Dejó la carretera y tomó una vereda, sin duda para ir a buscarleche. El pequeño Coffin propuso enseguida a Jasmin seguirla.

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—No será la primera vez que la he besado —dijo el otro.Y se puso a contar historias picarescas de ella y de sus ami-

gas, mientras que toda la banda, por fanfarronería, se iba porla vereda, dejando al señor Seurel continuar adelante, por lacarretera, en el carro del burro. Pero una vez en la vereda, el gru-po empezó a dispersarse. El mismo Delouche parecía poco de-cidido a abordar delante de nosotros a la muchacha, que anda-ba ligera, y no estuvo nunca a menos de cincuenta metros deella. Hubo algunos cantos de gallo, cacareos de gallina, silbiditosgalantes, y después volvimos a nuestro camino, un pocoavergonzados, dejándolo correr. Ya no cantábamos.

Nos desnudábamos y nos vestíamos en los áridos sauzalesque bordean el Cher. Los sauces nos tapaban de las miradas,pero no del sol. Con los pies en la arena y la arcilla seca, no ha-cíamos más que pensar en la botella de limonada de la viudaDelouche que estaba al fresco en la fuente de Grand´Fons,una fuente que nacía justo a la orilla del Cher. En el fondo ha-bía siempre hierbas glaucas y dos o tres especies de animalitoscomo cochinillas. Pero el agua era tan clara, tan transparente,que los pescadores no dudaban en arrodillarse y beber con lasdos manos en la orilla.

Pero aquel día pasó lo de siempre… Cuando ya vestidos nosponíamos en un corro, las piernas cruzadas, para repartirnos lalimonada fresca en dos grandes copas sin pie, después de ha-ber ofrecido su parte al señor Seurel, no tocábamos más que aun poco de espuma que picaba en la garganta y nos daba mássed. Entonces, por turno, íbamos a la fuente que habíamosdespreciado antes y acercábamos despacio la cara a la superfi-cie de agua clara. Pero no todos estaban acostumbrados a esasmaneras campesinas. Muchos, como yo, no conseguían quitar-se la sed: unos porque no les gustaba el agua; otros porque seles hacía un nudo en la garganta por miedo de tragarse unacochinilla; otros porque, engañados por la gran transparenciadel agua inmóvil, sin saber calcular exactamente la superficie,mientras bebían se mojaban media cara y aspiraban por lanariz el agua que les parecía hirviendo; otros, finalmente, portodas esas razones a la vez… ¡No importa! Nos parecía que

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esas orillas áridas del Cher encerraban toda la frescura delmundo. Y todavía ahora, solamente de oír la palabra “fuente”,dicha dondequiera que sea, pienso en aquella fuente.

El regreso se hacía al atardecer, despreocupados al princi-pio, lo mismo que a la ida. El camino de la Grand´Fons quesubía hacia la carretera, en invierno era un arroyo y en veranoun barranco impracticable, lleno de hoyos y de raíces gruesasque subía en medio de la sombra entre grandes hileras de ár-boles. Unos cuantos bañistas se metieron por ahí jugando. Peronosotros seguimos con el señor Seurel, Jasmin y otros compa-ñeros, un sendero suave y arenoso, paralelo al que bordeabalas tierras vecinas. Oíamos reír y charlar a los otros cerca denosotros, debajo de nosotros, invisibles en la sombra, mien-tras Delouche contaba sus historias de hombre… En las copasde los árboles del gran seto zumbaban los insectos nocturnos,que en el cielo aún claro uno veía moverse como una nubealrededor del encaje del follaje. A veces un insecto se dispara-ba de golpe, bajaba, y su zumbido brusco rompía el aire. ¡Her-mosa tarde de verano en calma…! Retorno sin esperanza, perosin deseo, de un pobre paseo campestre…Y otra vez Jasmin, sinquererlo, turbó aquella calma…

En el momento en que llegábamos a lo alto del repecho, allugar donde había dos grandes piedras antiguas que decíanser los restos de un castillo, se puso a contar de todos los casti-llos que había visitado y, sobre todo, de uno medio abandonadoen los alrededores de Vieux-Nançay: la casa solariega de lasSablonnières. Con ese acento de Allier que redondea vani-dosamente ciertas palabras y abrevia con preciosismo otras,contó que había visto hacía unos años, en la capilla en ruinasde aquella vieja propiedad, una piedra de una tumba en la cualestaban grabadas estas palabras:

Aquí yace el caballero de GalaisFiel a su Dios, a su Rey y a su Dama.

—¡Ah, vaya, vaya! —dijo el señor Seurel, con un ligero mo-vimiento de hombros, un poco molesto por el tono que ibatomando nuestra conversación, pero deseando dejarnos hablarcomo hombres hechos.

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Entonces Jasmin continuó describiendo el castillo como sihubiese pasado allí su vida.

Muchas veces, volviendo de Vieux-Nançay, Dumas y él ha-bían estado intrigados por el viejo torreón gris que se veía porencima de los abetos. Había allí, en medio del bosque, un mon-tón de construcciones ruinosas que se podían visitar cuandono estaban los dueños. Un día, un guarda de aquel lugar, queles había hecho subirse a su carro, los había conducido hastala mansión misteriosa. Pero después lo habían destruido todo,y decían que no quedaba más que la granja y una casita de re-creo. Los dueños eran siempre los mismos: un viejo oficial reti-rado medio arruinado y su hija.

Hablaba…, hablaba… Yo escuchaba con atención y sentía,sin darme cuenta, que se trataba de algo muy conocido, cuan-do, de pronto, con toda naturalidad, como suelen pasar lascosas extraordinarias, Jasmin se volvió hacia mí, me dio enel brazo, impresionado por una idea que jamás se le habíaocurrido.

—¡Anda! Creo —dijo— que es allí donde Meaulnes, ¿sabes?, elgran Meaulnes, tuvo que haber ido. ¡Pues claro! —añadió, por-que yo no contestaba— y recuerdo que el guardia hablaba delhijo de la familia como de un excéntrico, de ideas extrañas…

Yo ya no escuchaba, convencido desde el principio de que deverdad lo había adivinado y que delante de mí, lejos de Meaul-nes, lejos de toda esperanza, se me acababa de abrir, claro yfácil como un camino familiar, el camino de la mansión sinnombre.

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Capítulo II

En casa de Florentin

Así como había sido yo un niño triste, soñador y ensimismado,me volví resuelto y, como dicen en mi pueblo, “decidido”, cuandovi que dependía de mí el desenlace de aquella grave aventura.

Y creo recordar bien que, desde aquella tarde, cesó de doler-me definitivamente la rodilla.

En el Vieux-Nançay, a cuyo Ayuntamiento pertenecían lastierras de las Sablonnières, vivía toda la familia del señor Seurely en particular mi tío Florentin, un comerciante en cuya casapasábamos algunas veces los últimos días de septiembre. Li-bre ya de exámenes, no quise esperar y me dejaron marchar-me inmediatamente a ver a mi tío. Pero estaba decidido a nodecir nada a Meaulnes, mientras no estuviera seguro de poderanunciarle alguna buena noticia. ¿Para qué, en efecto, arran-carle de su desesperación para volver a hundirlo en ella y quizáde una manera más profunda?

El Vieux-Nançay fue, durante mucho tiempo, el lugar delmundo que yo prefería, el sitio de los fines de vacaciones, dondeíbamos sólo raramente cuando se podía encontrar un coche de al-quiler que nos llevara allí. Había habido, hacía tiempo, algúndisgusto con la rama de la familia que vivía allí y quizá por esoMillie se hacía rogar tanto cada vez que montábamos en elcoche. ¡Pero a mí no me importaban nada esos enfados! Encuanto llegaba, me perdía juguetón entre los tíos, las primas ylos primos en una existencia hecha de mil ocupaciones diverti-das y de placeres encantadores.

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Llegábamos a casa del tío Florentin y la tía Julie, que teníanun chico de mi edad, el primo Firmin, y ocho hijas; las mayo-res, Marie-Louise y Charlotte, podrían tener diecisiete y quinceaños. Tenían un almacén muy grande en una de las entradasde aquel pueblo de Sologne, delante de la iglesia, un almacén detodo, en el que se proveían todos los señores, cazadores de laregión, exiliados en aquellas tierras perdidas a treinta kilóme-tros de la estación más próxima.

Ese almacén, con sus mostradores de comestibles y ropas,tenía muchas ventanas a la carretera y una puerta de cristalesa la gran plaza de la iglesia. Pero, cosa extraña, aunque bas-tante corriente en aquel país pobre, la tierra apisonada hacíade suelo en toda la tienda.

Detrás había seis cuartos, cada uno repleto de una sola clasede mercancía, el cuarto de los sombreros, el cuarto de las cosas dejardinería, el cuarto de las lámparas…¡qué se yo! Cuando eraniño, al atravesar aquel dédalo de objetos de bazar, me parecíaque no me cansaría nunca de mirar aquellas maravillas. Y to-davía en aquella época me parecía que no eran vacaciones deverdad si no las pasaba allí.

La familia vivía en una espaciosa cocina cuya puerta se abríaa la tienda-cocina en la que, a fines de septiembre, brillabanlas grandes llamaradas de la chimenea y donde los cazadores ylos pescadores furtivos, que venían a vender sus presas aFlorentin, llegaban a beber por la mañana temprano, mien-tras que las niñas, ya levantadas, corrían, gritaban, se pasa-ban unas a otras “aguas de olor” por los alisados cabellos. Porlas paredes, viejas fotografías de antiguos grupos escolaresamarillentos mostraban a mi padre —llevaba tiempo recono-cerlo con el uniforme— en medio de sus compañeros de la Es-cuela Normal…

Y allí pasábamos las mañanas; y también en el patio, dondeFlorentin cultivaba dalias y criaba gallinetas; o donde se tosta-ba el café, sentados en cajas de jabón; o donde desembalábamoscajas llenas de objetos diversos envueltos cuidadosamente ycuyo nombre no siempre sabíamos…

El almacén estaba todo el día invadido de campesinos ode cocheros de las mansiones vecinas. Delante de la puerta de

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cristales se paraban, goteando en la neblina de septiembre,carros que venían del extremo del país. Y desde la cocina, es-cuchábamos lo que decían los campesinos, curiosos de todassus historias…

Pero por la noche, después de las ocho, cuando con los faroleshabíamos ido a dar el heno a los caballos —cuya piel humeabaen la cuadra—, todo el almacén nos pertenecía.

Marie-Louise, la mayor de mis primas aunque la más menu-da, acababa de doblar y de poner en orden las pilas de tela enla tienda, y nos animaba a que fuéramos a distraerla. Enton-ces, Firmin y yo, con todas las niñas, irrumpíamos en la grantienda, bajo las lámparas de posada, dando vueltas a los moli-nillos de café, haciendo luchas en los mostradores; y a vecesFirmin iba a buscar al desván un trombón viejo lleno de ver-dín, porque la tierra batida invitaba al baile…

Todavía me sonrojo de pensar que en aquellos tiempos laseñorita de Galais hubiera podido llegar a esa hora y nos hu-biera sorprendido en medio de esas chiquilladas… Pero fue unpoco antes de que cayera la noche, una tarde de ese mismomes de agosto, mientras yo charlaba tranquilamente con Marie-Louise y Firmin, cuando la vi por primera vez.

Desde la tarde de mi llegada a Vieux-Nançay le había pregun-tado a mi tío sobre la propiedad de las Sablonnières.

—Ya no es un palacio —me había dicho—. Todo lo han ven-dido, y los compradores, unos cazadores, han hecho derribarlas construcciones antiguas para agrandar los terrenos decaza; el patio de armas ya no es más que un erial de brezos yretamas. Los antiguos dueños no se han quedado más quecon una casita de un piso y la granja. Ya tendrás ocasión dever por aquí a la señorita de Galais; ella en persona viene ahacer la compra, a veces montando, a veces en coche, perosiempre con el mismo caballo, el viejo Bélisaire… ¡Curiosoconjunto!

Yo estaba tan turbado que no sabía qué pregunta hacerlepara saber algo más.

—Pero eran ricos, ¿no?

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—Sí, el señor de Galais daba fiestas para divertir a su hijo, unchico raro, lleno de ideas extrañas. Para distraerlo hacía todo loque podía. Hacía venir gente de París y de otros sitios…

”Las Sablonnières estaban en ruinas, la señora de Galaiscasi muriéndose, y buscaban la manera de divertirlo y le pasa-ban todas sus fantasías. Fue el invierno pasado, no, el otro,cuando organizaron la fiesta de disfraces más importante. Losinvitados eran la mitad de París y la mitad gente del campo.Habían comprado o alquilado muchos trajes maravillosos, dejuegos, de caballos, barcos. Todo por distraer a Frantz de Galais.Se decía que se iba a casar y que era la fiesta de bodas. Peroera demasiado joven. Y todo se acabó de golpe; él se escapó, no sele ha visto más… Muerta la señora, la señorita de Galais se haquedado de pronto completamente sola con su padre, un viejocapitán de navío.

—¿No se ha casado ella? —pregunté al fin.—No —dijo—, no he oído hablar de nada de eso. ¿No serás

tú un pretendiente?Desconcertado, le confesé en pocas palabras, lo más discre-

tamente posible, que quizá lo fuera mi mejor amigo, AugustinMeaulnes.

—¡Ah! —dijo Florentin sonriendo—, si la fortuna no le im-porta, es un bonito partido… ¿Tendré que hablar al señor deGalais? Todavía viene algunas veces a buscar perdigones paracazar. Siempre le hago probar mi aguardiente añejo.

Pero le rogué que no dijera nada, que esperase. Y tampocoyo tuve prisa por avisar a Meaulnes. Tal cúmulo de coinci-dencias dichosas me llegaron a inquietar un poco. Y esa inquie-tud me recomendaba no decir nada a Meaulnes hasta que, porlo menos, hubiese visto a la muchacha.

No tuve que esperar mucho. Al día siguiente, un poco antes dela cena, se hacía ya de noche y con la noche caía una brumafría, más de septiembre que de agosto. Firmin y yo, presu-miendo que el almacén estaría libre de compradores un rato,habíamos ido a ver a Marie-Louise y a Charlotte. Les confié elsecreto que me había llevado al Vieux-Nançay en esa fecha

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prematura. De codos sobre el mostrador, o sentados en él conlas palmas de la mano sobre la madera encerada, nos contába-mos mutuamente lo que sabíamos de la misteriosa muchacha—que se reducía a bien poco—, cuando un ruido de ruedas noshizo volver la cabeza.

—¡Ahí está; es ella! —dijeron en voz baja.Unos momentos después, delante de la puerta de cristales se

paraba el extraño grupo. Un viejo coche de granja de ventani-llas redondeadas, con unas molduras pequeñas como no estába-mos acostumbrados a ver por aquellas tierras, un caballo blancoviejo, que parecía querer husmear las hierbas del camino, de tanbaja como llevaba la cabeza; y en el pescante —lo digo con todala sencillez de mi corazón, pero sabiendo bien lo que digo—, lajoven más hermosa que pueda haber en el mundo.

Nunca había visto tanta gracia unida a tanta gravedad. Eltraje le hacía el talle tan fino que parecía quebradizo. Llevabasobre los hombros un abrigo grande marrón, que se quitó alentrar. Era la más grave de las muchachas, la más delicada delas mujeres. Una espesa cabellera rubia le caía sobre la fren-te, y el rostro dibujado con tanta delicadeza, modelado tan fi-namente… En su tez purísima, el verano había puesto dostoques rosados… Sólo noté un defecto en medio de tanta be-lleza: en momentos de tristeza, de desaliento o simplementede reflexión profunda, ese rostro tan puro se manchaba leve-mente de rojo, como les sucede a ciertos enfermos que estángraves sin que nadie lo sepa. Entonces, toda la admiración delque la contemplaba daba lugar a una especie de lástima tantomás desgarradora por lo que tenía de sorprendente.

Esto es, al menos, lo que yo descubrí mientras ella descendíalentamente del coche, hasta que Marie-Louise me la presentócon toda naturalidad, invitándome a hablarle.

Le ofrecieron una silla reluciente y ella se sentó, pegada almostrador, mientras nosotros nos quedábamos de pie. Al pare-cer conocía bien la tienda y le gustaba. Llegó mi tía Julia, a laque habían avisado enseguida, y mientras ella estuvo hablan-do, discreta, las manos cruzadas sobre el vientre, moviendocon dulzura su cabeza de campesina-comerciante tocada de

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un bonete blanco, retardó el momento —que me hacía tem-blar un poco— en que la conversación se dirigiera hacia mí…

Fue muy sencillo.—¿Así que usted va a ser pronto maestro? —dijo la señorita

de Galais.Mi tía encendió sobre nuestras cabezas la lámpara de porce-

lana, que iluminó débilmente la tienda. Veía el dulce rostroinfantil de la joven, sus ingenuos ojos azules, y me sorprendiósu voz tan clara, tan seria. Cuando dejaba de hablar, sus ojosmiraban a otro lado, no se movían esperando la respuesta, y semordía levemente los labios.

—Yo también me dedicaría a enseñar si el señor de Galaisquisiera —dijo ella—. Enseñaría a los pequeños, como hace lamadre de usted— y se sonrió, dando así a entender que misprimos le habían hablado de mí—. Y es que los aldeanos sonsiempre tan atentos conmigo, tan serviciales y amables. Losaprecio mucho. Pero, ¿qué mérito tiene el quererlos…? Con lamaestra, en cambio, ¿verdad que son quisquillosos y mezqui-nos? Siempre hay historias de plumas perdidas, de cuadernosdemasiado caros, o de niños que no aprenden nada… Pues,aunque se enfadasen conmigo, yo los querría lo mismo. Seríamucho más difícil…

Y sin sonreír volvió a su actitud infantil y soñadora, su mira-da azul inmóvil.

Nosotros tres estábamos incómodos por aquella facilidad parahablar de cosas delicadas, de lo que es secreto sutil, de lo quesólo se habla bien en los libros. Hubo un rato de silencio y,lentamente, se inició una discusión.

Pero con una especie de animosidad y de pesar contra no séqué de misterioso en su vida, la joven prosiguió:

—Además, enseñaría a los muchachos a ser juiciosos de unamanera que yo sé. No despertaría en ellos ganas de recorrerel mundo, como hará usted sin duda, señor Seurel, cuando seamaestro. Yo los enseñaría a encontrar la felicidad que estácerca de ellos y que no lo parece —Marie-Louise y Firmin es-taban, como yo, cohibidos. No dijimos nada. Ella notó nuestraturbación y se calló, mordiéndose los labios, bajó la cabeza

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y después se sonrió como burlándose de nosotros—. Y puede—dijo ella—, que haya quizá un muchacho loco que me bus-que en la otra punta del mundo mientras estoy aquí, en estealmacén de la señora Florentin, bajo esta lámpara, y con miviejo caballo esperándome a la puerta. Si ese joven me viese,no lo podría creer, ¿verdad?

Al verla sonreír, me sentí audaz y comprendí que era el mo-mento de decir, también riendo:

—Y pudiera ser que yo conociese a ese joven loco.Me miró con viveza.En aquel momento sonó el timbre de la puerta; dos buenas

mujeres entraron con sus cestos.—Vengan al “comedor”, ahí estarán tranquilos —dijo mi tía

empujando la puerta de la cocina. Y como la señorita de Galaisrehusó y quiso marcharse, mi tía añadió—: El señor de Ga-lais está ahí, charlando con Florentin, junto al fuego.

Había siempre, aun en el mes de agosto, en la gran cocina,el eterno haz de leña de abeto llameando y crepitando. Tam-bién ahí estaba encendida una lámpara de porcelana y un an-ciano de rostro dulce, afeitado y lleno de arrugas, silenciosocasi todo el tiempo, como un hombre abrumado por la edad ypor los recuerdos, estaba sentado junto a Florentin, ante doscopas de aguardiente.

Florentin saludó:—¡François! —gritó con su fuerte voz de vendedor de feria,

como si hubiese entre nosotros un río o muchas hectáreas deterreno—, acabo de organizar una tarde de fiesta a la orilla delCher para el jueves próximo. Unos cazarán, otros pescarán,otros bailarán, otros se bañarán… Señorita, usted vendrá acaballo, se entiende, con el señor de Galais. Ya está todo arre-glado. Y tú, François —añadió como si acabase de pensarlo—,podrás traer a tu amigo Meaulnes… Se llama Meaulnes, ¿no?

La señorita de Galais se puso en pie de repente, palidísima.En aquel momento me acordé de que Meaulnes, allí, en la ex-traña mansión, cerca del lago, le había dicho su nombre.

Cuando me dio la mano antes de irse, había entre nosotros,más claramente que si nos hubiésemos dicho muchas palabras,

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un pacto secreto que sólo la muerte podía romper, y una amis-tad más patética que un gran amor.

Al día siguiente, a las cuatro de la madrugada, Firmin llamóa la puerta del cuartico en que yo dormía, en el patio de lasgallinetas. Todavía era de noche y me costó mucho encontrarmis cosas en la mesa llena de palmatorias de cobre y santosnuevecitos, escogidos en el almacén para amueblar mi habita-ción la víspera de mi llegada. Oía, en el patio, a Firmin echán-doles aire a las cámaras de mi bicicleta, y a mi tía, en la cocina,soplando el fuego. El sol salía justo cuando me fui. Pero mijornada sería larga: iba a desayunar en Sainte-Agathe paraexplicar mi prolongada ausencia y, siguiendo mi camino, debe-ría llegar antes de la noche a La Ferté-d´Angillon, a casa demi amigo Augustin Meaulnes.

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Capítulo III

Una aparición

No había hecho nunca un recorrido largo en bicicleta. Aquélera el primero. Pero hacía tiempo que, a pesar de mi rodillaenferma, Jasmin me había enseñado a montar, a escondidas. Sipara cualquier chico corriente la bicicleta es ya una cosa tandivertida, ¿qué no le parecería a un pobre chico como yo quehacía poco arrastraba aún miserablemente la pierna, bañadoen sudor ya a los cuatro kilómetros…? Descender de lo alto delas cuestas y meterme en las hondonadas del paisaje; descubrir,como aletazos, las lejanías de la carretera que se abren y flore-cen al acercarse; atravesar un pueblo en un momento y llevár-selo entero en una mirada… Hasta ahora sólo había conocidoen sueños una carrera tan deliciosa, tan ligera. Incluso las cues-tas arriba las cogía animoso. Porque, hay que decirlo todo, erael camino de la tierra de Meaulnes el que me tragaba así.

“Un poco antes de llegar a la entrada del pueblo —me decíaMeaulnes, cuando me lo describió—, se ve una gran rueda de pale-tas que hace girar el viento…” No sabía para qué servía, o quizáhacía como que no lo sabía para picarme la curiosidad aún más.

Y fue al atardecer de aquel día de fines de agosto cuando vi,girando con el viento, en un inmenso prado, la gran rueda quedebía subir el agua para una granja vecina. Detrás de los cho-pos del prado se veían ya las primeras casas. Conforme seguíala gran curva que hacía la carretera para contornear un arroyo,el paisaje se despejaba y se abría… Llegado al puente, descu-brí, al fin, la calle Mayor del pueblo.

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Unas vacas pacían, escondidas en los cañaverales del pradoy podía oír sus cencerros, mientras que, apeado de la bicicleta,las dos manos en el manillar, miraba el pueblo al que llevabauna noticia tan importante. Las casas, a las que se llegaba porun pequeño puente de madera, estaban todas alineadas al bordede una zanja que bajaba por la calle, y parecían barcas con lasvelas desplegadas, amarradas en la calma de la tarde. Era lahora en que en todas las cocinas se enciende el fuego.

Entonces el temor, y yo no sé qué oscuro remordimiento devenir a turbar tanta paz, empezaron a quitarme el valor. Ypara agravar mi repentina flaqueza, me acordé de que la tíaMoinel vivía ahí, en una placita de La Ferté-d’Angillon.

Era una de mis tías abuelas. Todos sus hijos se le habíanmuerto y yo había conocido mucho a Ernest, el último de to-dos, un chico grandote que iba a ser maestro. Mi tío abueloMoinel, el viejo escribano, murió al poco tiempo. Y mi tía sehabía quedado sola en su extraña casita, donde las alfombrasestaban hechas de retazos cosidos y las mesas cubiertas degallos, de gallinas y gatos de papel, pero donde las paredesestaban tapizadas con viejos diplomas, retratos de difuntos,medallones con bucles de pelo muerto.

A pesar de tantas penas y tanto duelo, ella era la extrava-gancia y el buen humor en persona. En cuanto descubrí la pla-cita en la que estaba su casa, la llamé muy fuerte por la puertaentreabierta, y la oí, al extremo de las tres habitaciones quehabía seguidas, dar un gritico estridente:

—¡Ya va! ¡Dios mío!Volcó su café en el fuego —¿cómo podía estar haciendo café

a esas horas?— y apareció… Muy cargada de espaldas, llevabauna especie de sombrero-capota-capelina en la coronilla, coro-nando su frente inmensa y abombada donde había algo demongola y hotentote, y se reía a golpecitos mostrando los res-tos de sus dientes muy finos.

Pero, mientras yo le daba un beso, ella, torpe y apresurada-mente, me cogió una mano que yo tenía detrás de la espalda.Con un misterio perfectamente inútil, pues estábamos soloslos dos, me deslizó una monedita que no me atreví a mirar yque debía ser de un franco… Luego, como yo ponía cara de

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pedir explicaciones o de darle las gracias, me dio un pescozóngritando:

—¡Vamos allá! ¡Ah! ¡Ya sé muy bien lo que pasa! —siemprehabía sido pobre, siempre pidiendo prestado, siempre gastan-do—. Siempre he sido tonta y siempre desgraciada —decía,sin amargura, pero con su voz en falsete.

Convencida de que el dinero me preocupaba tanto como a ella,la buena mujer no esperaba que yo hubiera dicho nada paraesconderme en la mano sus diminutas economías del día. Y, enlo sucesivo, así fue siempre como me recibió.

La comida fue tan extraña —a la vez triste y rara— como lohabía sido el recibimiento. Siempre con una vela al alcance dela mano, tan pronto la retiraba, dejándome en la sombra, como laponía en la mesita cubierta de platos y vasos desportillados oagrietados.

—A ése —decía—, los prusianos le rompieron las asas, elsetenta, porque no se lo podían llevar.

Sólo entonces recordé, al volver a ver ese gran jarrón de trá-gica historia, que habíamos comido y dormido allí en otro tiem-po. Mi padre me llevaba al Yonne, a ver a un especialista queiba a curarme la rodilla. Había que tomar un expreso antesdel amanecer… Me acordé de la triste comida de antaño, detodas las historias del viejo escribano acodado ante su botellade bebida rosada.

Y me acordaba también de mis terrores… Después de cenar,sentada junto al fuego, mi tía abuela había llevado aparte a mipadre para contarle una historia de aparecidos:

—“Me doy vuelta… ¡Ah!, mi pobre Louis, ¿qué veo? A unamujercita gris…” Tenía fama de tener la cabeza llena de esoschismes aterradores. Y he aquí que esa noche, acabada la cena,cuando, cansado de la bicicleta, me acosté en aquel gran cuar-to con un camisón de cuadros del tío Moinel, ella vino a sen-tarse junto a mi cabecera y comenzó a decir—: Mi pobreFrançois, tengo que contarte algo que no le he dicho jamás anadie…

Pensé: “¡Sí que estoy bien, voy a quedarme toda la nocheaterrado, como hace diez años!”

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Y escuché. Ella levantaba la cabeza, mirando fijamente alvacío, como si se contara la historia:

—Volvía de una fiesta con Moinel. Era la primera boda adondeíbamos los dos, desde que murió nuestro pobre Ernest, y ha-bía encontrado allí a mi hermana Adèle, a quien hacía cuatroaños no veía. Un viejo amigo de Moinel, muy rico, lo habíainvitado a la boda de su hijo, en el dominio de las Sablonnières.Habíamos alquilado un coche. Eso nos había costado muy caro.Volvíamos por la carretera a eso de las siete de la mañana, enpleno invierno. El sol salía. No había absolutamente nadie.¿Qué veo de repente delante de nosotros, en la carretera? A unhombrecito, un muchachito allí parado, hermoso como el día,inmóvil y nos veía venir. A medida que nos acercábamos, dis-tinguíamos su cara. ¡tan guapa, tan blanca, tan bonita quedaba miedo…! Me agarro del brazo de Moinel temblando comouna hoja; ¡creía que era el Buen Dios…! Y le digo:

”—¡Mira! ¡Es una aparición!”Ya lo he visto muy bien! ¡Cállate, vieja charlatana…! —me

contestó él en voz baja, furioso.”Él no sabía qué hacer; cuando en esto se para el caballo… De

cerca, tenía una cara pálida, la frente sudorosa, una gorra suciay un pantalón largo. Oímos que nos decía con voz muy dulce:

”—No soy un hombre, soy una chica. Me he escapado y ya nopuedo más. ¿Quieren llevarme en su coche, señores?

”Enseguida la hicimos subir. Apenas sentada, perdió el cono-cimiento. ¿Y adivinas con quién teníamos que vérnosla? ¡Era lanovia de Frantz de Galais, a cuya boda estábamos invitados!

—¡Pero no hubo boda —dije yo—, puesto que la novia seescapó!

—Pues no —dijo ella, mirándome toda confusa—. No huboboda. Porque a esa pobre loca se le habían metido en la cabe-za mil locuras que nos explicó. Estaba convencida de que eraimposible tanta felicidad; que el muchacho era demasiado jo-ven para ella; que todas las maravillas que le escribía él eranimaginarias ; y, cuando por fin Frantz fue a buscarla, Valenti-ne tuvo miedo. Él se paseaba con ella y su hermana por eljardín del Arzobispado en Bourges, a pesar del frío y el fuerteviento. El joven, por delicadeza sin duda y porque quería a la

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hija segunda, estaba lleno de atenciones hacia la mayor. En-tonces mi loca se imaginó qué sé yo qué; dijo que iba a casa abuscar una pañoleta; y allí, para estar segura de que no laseguían, se vistió con ropa de hombre y se escapó a pie por elcamino de París.

”Su novio recibió de ella una carta en que le declaraba queiba a reunirse con un joven a quien quería. Y no era verdad…

” —Estoy más contenta de mi sacrificio —me decía— que sifuera su mujer.

”Sí, estúpida mía, pero, mientras tanto, él no tenía ningunaidea de casarse con la hermana; se pegó un pistoletazo; vieronla sangre en el bosque, pero no encontraron jamás el cadáver.

—¿Y qué hicieron ustedes con esa desgraciada muchacha?—Primero, le dimos un poco de beber. Luego le dimos de

comer y durmió junto al fuego cuando volvimos. Se quedó connosotros una buena parte del invierno. Todo el día, en cuantoamanecía, cortaba, cosía ropa, arreglaba sombreros y limpiabala casa con furia. Ella fue quien volvió a poner toda la tapice-ría que ves ahí. Y desde que estuvo con nosotros, las golondri-nas anidan fuera. Pero al final, al caer la noche, terminado eltrabajo, siempre encontraba un pretexto para salir al corral,al jardín, o delante de la puerta, aun cuando helara como parapartir las piedras. Y la descubríamos allí, de pie, llorando detodo corazón.

”—Bueno, ¿qué te pasa ahora? ¡Vamos a ver!”—¡Nada, señora Moinel!”Y volvía a entrar.”Los vecinos decían:”—Ha encontrado usted una criadita muy guapa, señora

Moinel.”A pesar de nuestras súplicas, quiso continuar su camino a

París, en marzo; le di trajes que ella se arregló, Moinel le sacóel boleto en la estación y le dio un poco de dinero.

”No nos ha olvidado; es costurera en París, cerca de Notre-Dame; nos sigue escribiendo para preguntarnos si sabemosalgo de las Sablonnières. Una vez, para librarla de esa idea, lecontesté que la finca estaba vendida y derribada, que el jovenhabía desaparecido para siempre y la chica se había casado.

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Todo eso debe ser verdad, pienso yo. Desde entonces miValentine escribe mucho menos…

No era una historia de aparecidos lo que contaba la tía Moinelcon su vocecita estridente, tan bien hecha para contarlas. Sinembargo, yo me sentía en el colmo del malestar. Pues había-mos jurado a Frantz, el cómico, servirlo como hermanos, yahora se me ofrecía la ocasión…

Ahora bien, ¿era el momento de echar a perder la alegríaque le iba a dar a Meaulnes al día siguiente por la mañana, ydecirle lo que acababa de saber? ¿Para qué lanzarlo a unaempresa mil veces imposible? En efecto, teníamos las señas dela muchacha; pero ¿dónde buscar al cómico, que corría por elmundo…? «Dejemos a los locos con los locos», pensé. Delouchey Boujardon no estaban equivocados. ¡Cuánto daño nos habíahecho ese novelesco Frantz! Y decidí no decir nada mientrasno hubiera visto casados a Augustin Meaulnes y a la señoritade Galais.

Tomada esa resolución, me quedaba todavía la penosa im-presión de un mal presagio, impresión absurda que rechacémuy de prisa.

La vela casi se había acabado; zumbaba un mosquito; pero latía Moinel, con la cabeza inclinada bajo la capota de terciopeloque sólo se quitaba para dormir, y los codos en las rodillas,volvía a empezar su historia… De cuando en cuando, levan-taba bruscamente la cabeza y me miraba para conocer misimpresiones o, quizá, para ver si no me dormía. Al fin, maligna-mente, con la cabeza en la almohada, cerré los ojos, fingiendoquedarme dormido.

—¡Vamos…!, te duermes —dijo en tono más sordo y un pocodecepcionado.

Tuve compasión de ella y protesté:—Pues no, tía, te aseguro…—¡Pues, sí! —dijo—. Por otra parte, comprendo muy bien

que todo eso te interese muy poco. Te hablo de gente que nohas conocido…

Y esta vez, cobardemente, no respondí.

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Capítulo IV

La gran noticia

Al día siguiente por la mañana, cuando llegué a la calle Mayor,hacía un tiempo tan bueno de vacaciones, una calma tan gran-de, y por todo el pueblecito pasaban ruidos tan apacibles, tanfamiliares, que yo había vuelto a encontrar toda la gozosatranquilidad de un portador de buenas noticias…

Augustin y su madre vivían en la antigua casa de la escuela.A la muerte de su padre, jubilado desde hacía tiempo y al quehabía enriquecido una herencia, Meaulnes había querido que secomprara la escuela donde el viejo maestro había enseñadodurante veinte años, donde él mismo había aprendido a leer.No es que tuviera un aspecto muy amable, era una recia casacuadrada, como un Ayuntamiento que había sido; las ventanasdel piso bajo que daban a la calle estaban tan altas que nadiemiraba nunca por ellas; y el patio de atrás, donde no había niun árbol y al que un alto cobertizo le cerraba la vista al campo,era el más seco y desolado patio de escuela abandonada que yohabía visto jamás…

En el complicado pasillo al que daban cuatro puertas, en-contré a la madre de Meaulnes trayendo del jardín un gran líode ropa blanca, que había debido poner a secar a primera hora deesa larga mañana de vacaciones. Su pelo gris estaba mediodeshecho, unos mechones le daban en la cara; su rostro regular,bajo su tocado antiguo, estaba abotargado, como por una nochesin sueño; y bajaba tristemente la cabeza con aire pensativo.

Pero, al notarme de repente, me reconoció y sonrió.

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—Llega usted a tiempo —dijo—. Vea, estoy metiendo la ropablanca que he hecho secar para la marcha de Augustin. Hepasado la noche arreglando sus cuentas y preparando sus asun-tos. El tren sale a las cinco, pero llegaremos a ponerlo todo apunto…

Se habría dicho, de tanta firmeza como mostraba, que esadecisión la había tomado ella misma. Ahora bien, sin duda ig-noraba adónde iba Meaulnes.

—Suba —dijo—, lo encontrará en la alcaldía escribiendo.A toda prisa trepé por la escalera, abrí la puerta de la dere-

cha, donde habían dejado el rótulo “Alcaldía”, y me encontréen una gran sala con cuatro ventanas, dos dando al pueblo ydos al campo, adornada en las paredes con retratos amarillen-tos de los presidentes Grévy y Carnot. En un largo estradoque ocupaba todo el fondo de la sala, estaban todavía ante unamesa de tapete verde, las sillas de los consejales. En el centro,sentado en un viejo sillón que era el del alcalde, Meaulnes es-cribía, mojando la pluma en el fondo de un tintero de porcela-na pasado de moda, en forma de corazón. En ese lugar queparecía hecho para algún rentista del pueblo, Meaulnes se reti-raba, cuando no vagaba por la comarca, durante las largasvacaciones…

Se levantó, en cuanto me reconoció; pero no con la precipi-tación que yo había imaginado.

—¡Seurel! —dijo solamente, con un aire de profundo asombro.Era el mismo muchachote de cara huesuda, de cabeza pela-

da. Un bigote sin cultivar empezaba a extendérsele sobre loslabios. Siempre esa misma mirada leal… Pero sobre el ardorde los años pasados se creía ver como un velo de bruma, se di-sipaba por momentos su gran pasión de otro tiempo…

Parecía muy turbado de verme. De un salto yo había subidoal estrado. Pero, cosa extraña de decir, no pensó siquiera entenderme la mano. Se había vuelto hacia mí, con las manos ala espalda, apoyado contra la mesa, echado para atrás, y unaire profundamente cohibido. Ya, mirándome sin verme, esta-ba absorbido por lo que iba a decirme. Como en otros tiemposy como siempre, hombre lento en empezar a hablar, como lo

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son los solitarios, los cazadores y los hombres de aventuras,había tomado una decisión sin cuidarse de las palabras quele harían falta para explicarla. Y ahora que yo estaba delantede él, es sólo cuando comenzaba a rumiar penosamente laspalabras necesarias.

Sin embargo, le conté con alegría cómo había venido, dóndehabía pasado la noche y cómo me había sorprendido tanto vera la señora Meaulnes preparar la marcha de su hijo…

—Ah, ¿te lo ha dicho? —preguntó.—Sí. ¿No será, supongo, para un viaje largo?—Sí, un viaje muy largo.Desconcertado un momento, notando que yo iba enseguida,

con una palabra, a reducir a la nada esa decisión que no com-prendía, no me atrevía a decir nada más y no sabía por dóndecomenzar mi misión.

Pero él mismo habló al fin, como quien quiere justificarse.—¡Seurel! —dijo—, sabes lo que era para mí mi extraña aven-

tura de Sainte-Agathe. Era mi razón de vivir y mi esperanza.Perdida esa esperanza, ¿qué podía ser de mí…? ¿Cómo vivircomo todo el mundo?

”Pues bien, he tratado de vivir allá en París, cuando he vistoque todo se había terminado y que ya no valía la pena buscarel Dominio perdido… Pero un hombre que ha dado una vez unsalto al paraíso, ¿cómo podría acomodarse luego a la vida detodo el mundo? Lo que es la felicidad para los demás, me pare-ció una burla. Y cuando, sincera, deliberadamente, decidí undía hacer como los demás, ese día reuní remordimientos paramucho tiempo…

Sentado en una silla del estrado, con la cabeza baja, escu-chándolo sin mirarlo, no sabía yo qué pensar de esas oscurasexplicaciones.

—En fin —dije—, Meaulnes, ¡explícate mejor! ¿Por qué estelargo viaje? ¿Tienes alguna falta que reparar? ¿Una promesaque cumplir?

—Pues, sí —respondió—. ¿Te acuerdas de esa promesa quele hice a Frantz?

—¡Ah! —dije, aliviado—, ¿no se trata más que de eso?

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—De eso. Y quizá también de una falta que reparar. Las doscosas al mismo tiempo —siguió un momento de silencio du-rante el cual me decidí a empezar a hablar y preparé mis pala-bras—. No hay más que una explicación en la que crea yo —dijotodavía—. Ciertamente, me habría gustado ver una vez a laseñorita de Galais, solamente volver a verla… Pero, estoy per-suadido ahora de que, cuando descubrí el Dominio sin nom-bre, yo estaba a una altura, en un grado de perfección y depureza que ya nunca alcanzaré. Sólo en la muerte, como te es-cribía un día, volveré a encontrar quizá la belleza de aqueltiempo… —cambió de tono para reanudar con una animaciónextraña, acercándose a mí—: ¡Pero escucha, Seurel! Esta nue-va intriga y este gran viaje, esta falta que he cometido y quehace falta reparar es, en un sentido, la continuación de miantigua aventura.

Pasó un rato, durante el cual trató penosamente de recupe-rar sus recuerdos. Yo había desperdiciado la ocasión preceden-te. No quería por nada del mundo dejar pasar ésta; y entonceshablé, demasiado de prisa, pues más tarde lamenté amarga-mente no haber esperado sus confesiones.

Pronuncié mi frase, preparada para el instante anterior, peroque ya no iba bien. Dije, sin un gesto, apenas levantando unpoco la cabeza:

—¿Y si yo viniera a anunciarte que no se ha perdido todaesperanza?

Me miró, y luego, apartando bruscamente los ojos, enrojeciócomo no había visto yo nunca enrojecer a nadie, una subida desangre que debía golpearlo violentamente en las sienes…

—¿Qué quieres decir? —preguntó, por fin, apenas claramente.Entonces, seguido, conté lo que sabía, lo que había hecho, y

cómo, habiendo cambiado la perspectiva de las cosas, parecíacasi que fuera Yvonne de Galais quien me enviaba hacia él.

Ahora estaba terriblemente pálido.Durante todo ese relato, que escuchaba en silencio, la cabe-

za un poco baja, en la actitud de alguien a quien se ha sorpren-dido y que no sabe cómo defenderse, esconderse o huir, no meinterrumpió, recuerdo, más que una sola vez. Le conté, de paso,

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que todas las Sablonnières habían sido demolidas y que elDominio de antaño ya no existía.

—¡Ah! —dijo—, ya ves… —como si hubiera acechado unaocasión para justificar su conducta y la desesperación en quese había hundido—, ya ves; ya no hay nada…

Para terminar, convencido de que por fin la convicción detanta felicidad le quitaría el resto de su pena, le conté que mitío Florentin había organizado una excursión al campo, y quela señorita de Galais tomaría parte en ella, a caballo, y que éltambién estaba invitado… Pero él parecía completamente des-concertado y seguía sin pronunciar palabra.

—Hay que deshacer inmediatamente tu viaje —le dije conimpaciencia—. Vamos a advertir a tu madre…

Y mientras bajábamos los dos:—¿Esa excursión al campo? —me preguntó vacilante—. En-

tonces, de verdad, ¿tengo que ir también?—Vamos —repliqué—, pero eso no se pregunta.Tenía el aire de alguien a quien se empuja por los hombros.

Abajo, Augustin advirtió a la señora Meaulnes que yo almor-zaría con ellos y cenaría y dormiría y que, al día siguiente, élmismo alquilaría una bicicleta y me seguiría al Vieux-Nançay.

—¡Ah, muy bien! —dijo ella, levantando la cabeza, como siesas noticias hubieran confirmado todas sus previsiones.

Me senté en el comedorcito, bajo los calendarios ilustrados,los puñales ornamentados, y los odres sudaneses que un her-mano del señor Meaulnes, antiguo soldado de infantería de ma-rina, había traído de sus lejanos viajes.

Augustin me dejó un instante, antes de la comida, y, en elcuarto de al lado, donde su madre le había hecho el equipaje,oí que le decía, bajando un poco la voz, que no le deshiciera lamaleta, pues su viaje solamente se aplazaría…

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Capítulo V

La excursión al campo

Me costó seguir a Augustin por el camino del Vieux-Nançay.Iba como un experimentado ciclista. No se bajaba en las cues-tas. A su inexplicable vacilación de la víspera, habían sucedidouna fiebre, un nerviosismo, un deseo de llegar cuanto antes,que no dejaban de asustarme un poco. En casa de mi tío mos-tró la misma impaciencia, pareció incapaz de interesarse pornada hasta el momento en que estuvimos todos instalados enel coche, hacia las diez, al día siguiente por la mañana, y dis-puestos a partir hacia las orillas del río.

Estábamos a fines de agosto, cuando cae el verano. Ya lasvainas vacías de los castaños amarilleados empezaban a alfom-brar los caminos blancos. El trayecto no era largo; la granja delos Aubiers, cerca del Cher adonde íbamos, no se encontrabaapenas más que a dos kilómetros más allá de las Sablonnières.Muy de cuando en cuando, encontrábamos otros invitados, encoche, e incluso jóvenes a caballo, a quienes Florentin habíainvitado audazmente en nombre del señor de Galais… Comoen otros tiempos, se había procurado mezclar ricos y pobres,señores y aldeanos. Así, vimos llegar en bicicleta a JasminDelouche, quien, gracias al guarda Baladier, había conocidoen otros tiempos a mi tío.

—Y aquí está —dijo Meaulnes al percibirlo— el que tenía laclave de todo, mientras nosotros buscábamos hasta en París.¡Es para desesperar!

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Cada vez que lo miraba aumentaba su rencor. El otro, que seimaginaba por el contrario tener derecho a todo nuestro agra-decimiento, escoltó nuestro coche muy de cerca, hasta el final.Se veía que había hecho, miserablemente y sin gran resultado,gastos de tocado, y los faldones de su chaquetón raído dabancontra el guardafango de su bicicleta…

A pesar del esfuerzo que se imponía para ser amable, su caraenvejecida no llegaba a gustar. Mas bien, a mí me inspirabauna vaga compasión. Pero, ¿de qué no habría tenido yo com-pasión durante ese día…?

No me acuerdo nunca de esa excursión sin lamentarla oscura-mente, como con una especie de ahogo. ¡Me había preparadotanta alegría por adelantado ese día! ¡Todo parecía tan per-fectamente concertado para que fuéramos felices! ¡Y lo fuimostan poco!

Sin embargo, ¡qué hermosas estaban las orillas del Cher! Enla ribera donde nos detuvimos, la margen venía a terminaren un suave declive y la tierra se dividía en pequeños pradosverdes, en sauzales separados por cercas, como jardines mi-núsculos. Al otro lado del río, sus orillas estaban formadas porcolinas grises, abruptas, rocosas; y en las más lejanas se des-cubrían, entre los abetos, pequeños castillos románticos conuna torrecilla. A lo lejos, cada cierto tiempo, se oía ladrar lajauría de la mansión de Préveranges.

Habíamos llegado a ese lugar por un dédalo de caminitos,unas veces erizados de guijarros blancos, otras llenos de are-na —caminos que, en las cercanías del río, los manantialestransformaban en arroyos—. Al pasar, las ramas de los grose-lleros silvestres nos agarraban por la manga. Y tan pronto noshundíamos en la fresca oscuridad de los fondos de los barran-cos, como, por el contrario, interrumpidos los setos, nos ba-ñábamos en la clara luz de todo el valle. A lo lejos, en la otraorilla, cuando nos acercamos, un hombre agarrado a las ro-cas, con gesto lento, tendía sedales de pesca. ¡Qué hermosu-ra, Dios mío!

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Nos instalamos en el césped, en el retiro que formaba unbosquecito de abedules. Era un gran césped raso donde pare-cía haber sitio para juegos sin fin.

Se desengancharon los coches y llevaron a los caballos a lagranja de los Aubiers. Empezaron a sacar las provisiones en elbosque, y a levantar en la pradera unas mesitas plegables quehabía traído mi tío.

Hicieron falta, en ese momento, personas de buena volun-tad para ir a la entrada de la carretera cercana a vigilar a losúltimos que llegaran, para indicarles dónde estábamos. Meofrecí enseguida; Meaulnes me siguió y fuimos a apostarnoscerca del puente suspendido, en la encrucijada de varios sen-deros y del camino que venía de las Sablonnières.

Yendo de un lado para otro, hablando del pasado, tratandode distraernos lo mejor que pudiéramos, esperábamos. Llegótodavía un coche del Vieux-Nançay, unos campesinos descono-cidos con una chica mayor llena de cintas. Luego nada más.Mejor dicho, tres niños en un cochecito tirado por un burro,los hijos del antiguo jardinero de las Sablonnières.

—Me parece reconocerlos —dijo Meaulnes—. Son ellos, creo,los que me tomaron de la mano, la primera noche de la fiesta,y me llevaron a la cena…

Pero en ese momento, como el burro ya no quería andar, losniños bajaron para hostigarlo, tirar de él y golpearlo tanto comopudieron; entonces Meaulnes, decepcionado, pretendió haberseequivocado…

Les pregunté si habían encontrado por el camino al señor ya la señorita de Galais. Uno de ellos respondió que no sabía; elotro: “Creo que sí, señor”. Y con eso no sacamos nada. Bajaronpor fin hacia el césped, uno tirando del burro por la brida, losotros empujando el coche por detrás. Reanudamos nuestraespera. Meaulnes miraba fijamente el recodo del camino delas Sablonnières, acechando con una especie de espanto la lle-gada de la muchacha a quien tanto había buscado en otro tiem-po. Un nerviosismo extraño y casi cómico que él transfería aJasmin, se apoderaba de él. Desde el pequeño talud a dondehabíamos trepado para ver a lo lejos el camino, distinguíamos

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en el césped, recortándose, un grupo de invitados dondeDelouche trataba de quedar bien.

—Míralo perorar, a ese imbécil —me decía Meaulnes.—Pero, déjalo. Hace lo que puede, el pobre chico —yo le

respondía.Augustin no se desarmaba. Allá, una liebre o un sapo debía

haber salido de la espesura. Jasmin, para establecerse más enfirme, hizo como si lo persiguiera.

—¡Vamos, qué bien! Ahora corre… —dijo Meaulnes, como side veras esa audacia superara a todas las demás. Y esa vez nopude menos de reír. Meaulnes también, pero no fue más queun relámpago.

Al cabo de otro cuarto de hora, dijo —: ¿y si no viniera ella?Pero si lo ha prometido… Entonces, ¡ten más paciencia! —res-

pondí.Él volvió a observar. Pero al fin, incapaz de soportar más

tiempo esa espera intolerable, dijo:—Escúchame… Regreso con los demás, abajo. No sé qué hay

ahora contra mí, pero si me quedo ahí, siento que ella nuncavolverá; que es imposible su llegada, de repente, en el extremode ese camino.

Y se fue hacia el césped, dejándome solo. Yo avancé unos cienmetros por el camino, para pasar el tiempo. Y en el primerrecodo observo a Yvonne de Galais, montada a la amazona ensu viejo caballo blanco, tan fogoso esta mañana, que ella seveía obligada a tirar de las riendas para impedirle trotar. Pordelante del caballo, penosamente en silencio, caminaba el se-ñor de Galais. Sin duda habían debido relevarse en el camino,sirviéndose alternativamente de la vieja montura.

Cuando la muchacha me vio solo, sonrió, saltó rápidamentea tierra y, confiando las riendas a su padre, se dirigió hacia mí,que ya acudía.

—Estoy muy contenta —dijo— de encontrarlo solo. Pues noquiero enseñar a nadie que no sea usted a mi viejo Bélisaire,ni ponerlo con los demás caballos. Para empezar, es demasia-do feo y demasiado viejo; además, temo que lo hiera algún otro.Pero no me atrevo a montar más que en él y, cuando muera, yano montaré más a caballo.

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En la señorita de Galais, como en Meaulnes, sentía yo, bajoesa encantadora animación, bajo esa gracia en apariencia tanapacible, una impaciencia y cierta ansiedad. Ella hablaba másde prisa que de ordinario. A pesar de sus mejillas y sus pómulossonrosados, había en torno a sus ojos, en su frente, a trechos,una palidez violenta en que se leía toda su turbación.

Acordamos atar a Bélisaire a un árbol en un bosquecito, cer-ca del camino. El viejo señor de Galais, sin decir palabra, comosiempre, sacó el ronzal del arzón y ató al animal —un poco bajo,según me pareció—. Prometí enviar enseguida de la granjaheno, avena y paja…

Y la señorita de Galais llegó al césped como en otro tiempo,imagino, bajó a la orilla del lago, cuando Meaulnes la vio porprimera vez.

Dando el brazo a su padre, apartando con la mano izquierdael borde del gran abrigo ligero que la envolvía, avanzaba hacialos invitados, con su aire a la vez tan serio y tan infantil. Yoiba a su lado. Todos los invitados, desparramados o jugando alo lejos, se habían levantado y reunido para acogerla; hubo unbreve instante de silencio en que cada cual la miró acercarse.

Meaulnes se había mezclado con el grupo de jóvenes y nadalo podía distinguir de sus compañeros sino su alta estatura;sin embargo, había allí jóvenes casi tan altos como él. No hizonada que pudiera llamar la atención hacia él, ni un gesto, niun paso adelante. Lo veía, vestido de gris, inmóvil, mirando fija-mente, como todos los demás, a aquella muchacha tan bellaque venía. Al fin, sin embargo, con un movimiento inconscientey cohibido, se había pasado la mano por la cabeza descubierta,como para esconder, en medio de sus compañeros de pelo tanbien peinado, su ruda cabeza pelada de campesino.

Luego el grupo rodeó a la señorita de Galais. Le presentarona las muchachas y a los jóvenes que no conocía… Iba a tocarleel turno a mi compañero y yo me sentía tan ansioso como podíaestarlo él. Me disponía yo mismo a hacer esa presentación.

Pero antes de que yo hubiese podido decir nada, la muchachase adelantó hacia él con una decisión y una gravedad sorpren-dentes.

—Reconozco a Augustin Meaulnes —dijo. Y le tendió la mano.

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Capítulo VI

La excursión al campo (fin)

Otros se acercaron casi enseguida a saludar a Yvonne de Galais,y los dos jóvenes se encontraron separados. Un desgraciadoazar quiso que no se reunieran para el almuerzo en la mismamesita. Pero Meaulnes parecía haber recobrado confianza yvalor. En varias ocasiones, mientras yo me encontraba aisla-do, entre Delouche y el señor de Galais, vi de lejos a mi compa-ñero que me hacía un signo de amistad con la mano.

Sólo al fin del atardecer, cuando se organizaron por todaspartes los juegos, los baños, las conversaciones, los paseos enbarca por el estanque cercano, de nuevo Meaulnes se encontróen presencia de la muchacha. Estábamos charlando conDelouche, sentados en sillas del jardín que habíamos traído,cuando, abandonando deliberadamente a un grupo de jóvenesdonde ella parecía aburrirse, la señorita de Galais se acercó anosotros. Nos preguntó, recuerdo, por qué no remábamos enel lago de los Aubiers, como los demás.

—Ya hemos dado unas vueltas a primera hora de la tarde—respondí—. Pero es muy monótono y nos cansamos pronto.

—Bueno, ¿y por qué no van por el río? —dijo ella.—La corriente es muy fuerte; habría peligro de que nos arras-

trara.—Nos haría falta —dijo Meaulnes— una canoa de motor o

un barco de vapor como el de otros tiempos.—Ya no lo tenemos —dijo ella casi en voz baja—, lo hemos

vendido.

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Y se hizo un silencio cohibido.Jasmin lo aprovechó para anunciar que iba a reunirse con el

señor de Galais.—Ya sabré muy bien —dijo— dónde encontrarlo.¡Extrañezas del azar! Esos dos seres tan perfectamente di-

ferentes se habían gustado y desde por la mañana apenas seseparaban. El señor de Galais me había llevado aparte un ins-tante, al comienzo de la tarde, para decirme que yo tenía ahíun amigo lleno de tacto, de deferencia y de buenas cualidades.Quizá había llegado hasta a confiarle el secreto de la existen-cia de Bélisaire y el lugar de su escondite.

Yo pensaba también en alejarme, pero notaba a los dos jóve-nes tan cohibidos, tan ansiosos uno frente al otro, que juzguéprudente no hacerlo…

Tanta discreción por parte de Jasmin, y hasta precauciónpor la mía, sirvieron de poco. Hablaron; pero, invariablemen-te, con una terquedad de la que sin duda no se daba cuenta,Meaulnes volvía a todas las maravillas de antaño. Y a cadainstante, la muchacha, en suplicio, tenía que repetirle que todohabía desaparecido, la vieja residencia tan extraña y compli-cada, derribada; el gran estanque, desecado y relleno, y dis-persados los niños de disfraces tan encantadores…

—¡Ah! —decía sencillamente Meaulnes, con desesperacióny como si cada una de esas desapariciones le hubiera dado ra-zón contra la muchacha o contra mí…

Andábamos uno al lado de otro… En vano trataba yo de bus-car diversión a la tristeza que nos invadía a los tres. Con unapregunta abrupta, de nuevo Meaulnes cedía a su idea fija. Pe-día informaciones sobre todo lo que había visto la otra vez, lasmuchachas, el conductor de la vieja berlina, los poneys de lacarrera.

—¿También los poneys están vendidos? ¿Ya no hay caballosen el Dominio…?

Ella respondió que no los había ya. No habló de Bélisaire.Entonces él evocó los objetos de su cuarto: los candelabros,

el gran espejo, el viejo laúd roto… Preguntaba por todo esocon una pasión insólita, como si hubiera querido persuadirse

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de que no quedaba nada de su bella aventura, de que la jo-ven no le iba a traer una pavesa capaz de probar que no ha-bían soñado los dos, igual que el buzo trae del fondo del aguaun guijarro y unas algas.

La señorita de Galais y yo no pudimos impedirnos sonreírtristemente; se decidió ella a explicarle:

—Ya no volverá a ver la bella residencia que habíamos arre-glado, el señor de Galais y yo, para el pobre Frantz.

”Nos pasábamos la vida haciendo lo que pedía él. ¡Era un sertan extraño, tan encantador! Pero todo desapareció con él lanoche de su boda fallida.

”Ya el señor de Galais estaba arruinado sin saberlo. Frantzhabía contraído deudas y sus antiguos compañeros —al sabersu desaparición— nos las reclamaron enseguida. Nos queda-mos pobres; la señora de Galais murió y perdimos todos nues-tros amigos en pocos días.

”Que vuelva Frantz, si no ha muerto. Que vuelva a encon-trar a sus amigos y a su novia; que se haga la boda interrumpi-da, y quizá todo volverá a ser como era en otros tiempos. Pero¿puede renacer el pasado?

—¡Quién sabe! —dijo Meaulnes, pensativo.Y ya no preguntó más.Por la hierba corta y ya ligeramente amarillenta, avanzába-

mos los tres sin ruido. Augustin tenía a su derecha, junto a él,a la muchacha que había creído perdida para siempre. Cuandoél hacía una de esas duras preguntas, ella volvía hacia él len-tamente, para responderle, su encantador rostro inquieto; yuna vez, hablando, le había puesto suavemente la mano en elbrazo, con un gesto lleno de confianza y de debilidad. ¿Por quéel gran Meaulnes estaba ahí, como un extraño, alguien que noha encontrado lo que buscaba y a quien no puede interesarninguna otra cosa? Esa felicidad, tres años antes, no la habríapodido soportar sin espanto, sin locura quizá. ¿De dónde ve-nía, pues, ese vacío, ese alejamiento, esa incapacidad de serfeliz que había en él en ese momento?

Nos acercábamos al bosquecito donde por la mañana el se-ñor de Galais había atado a Bélisaire; el sol, hacia el ocaso,

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alargaba nuestras sombras en la hierba; en el otro extremodel césped oíamos, ensordecidos por la lejanía, como un zum-bido feliz, las voces de los jugadores y de las niñas, y perma-necíamos silenciosos en esa calma admirable, cuando oímoscantar al otro lado del bosque, en dirección a los Aubiers, lagranja junto al agua. Era la voz joven y lejana de alguien quellevaba sus animales al abrevadero, un aire ritmado, como unaire de danza, pero que el hombre estiraba y languidecía comouna triste y vieja balada:

Mis zapatos son rojos… adiós, mi amor… Mis zapatos son rojos… ¡Adiós, para siempre!

Meaulnes había levantado la cabeza y escuchaba. Era sólo unode esos aires que cantaban los campesinos rezagados, tarde,en el Dominio sin nombre, la última noche de la fiesta, cuandoya todo se había derrumbado… Nada más que un recuerdo —elmás miserable— de esos hermosos días que no volverían.

—Pero ¿lo oye? —dijo Meaulnes a media voz—. ¡Ah!, voy aver quién es.

Y enseguida se metió por el bosquecito. Casi en el acto secalló la voz; se oyó después a otro hombre silbar a sus anima-les, alejándose; después, nada más…

Miré a la muchacha. Pensativa y abrumada, tenía los ojosfijos en el bosquecito donde acababa de desaparecer Meaulnes.¡Cuántas veces, más adelante, había de mirar así, pensativa-mente, el pasaje por donde se iría para siempre el gran Meaulnes!

Se volvió hacia mí.—No es feliz —dijo dolorosamente. Añadió—: ¿y quizá yo no

puedo hacer nada por él…?Yo vacilaba en responder, temiendo que Meaulnes, que debía

haber alcanzado de un salto la granja y que ahora volvería por elbosque, sorprendiera nuestra conversación. Pero iba a animar-la, sin embargo; a decirle que no temiera tratar bruscamenteal muchachote; que sin duda un secreto lo desesperaba y quenunca se confiaría él por sí mismo, ni a ella ni a nadie, cuando,

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de repente, al otro lado del bosque, surgió un grito; luego oí-mos un pataleo como de un caballo que se dispara y el ruido deuna disputa entre voces entrecortadas… Comprendí ensegui-da que había sufrido algún accidente el viejo Bélisaire y corríhacia el lugar de donde venía el estrépito. La señorita de Galaisme siguió de lejos. Desde el fondo del césped se debía habernotado nuestro movimiento, pues oí, en el momento en queentraba en el bosquecito, los gritos de los que acudían.

El viejo Bélisaire, atado demasiado bajo, se había enredadouna pata de delante en el ronzal; no se había movido hasta elmomento en que el señor de Galais y Delouche, en su paseo,se habían acercado a él; espantado, excitado por la insólitaavena que le habían dado, se había debatido furiosamente; losdos habían tratado de liberarlo, pero tan torpemente que másbien habían conseguido enredarlo más, con peligro de recibirpeligrosas coces. En ese momento, por azar, Meaulnes, vol-viendo de los Aubiers, había caído sobre el grupo. Furioso detanta torpeza, había dado un empujón a los dos hombres conriesgo de mandarlos rodando a la espesura. Con precaución,pero en un momento, había liberado a Bélisaire. Demasiadotarde, pues el daño ya estaba hecho; el caballo debía tener unnervio dañado, quizá algo roto, pues estaba lamentablementecon la cabeza baja, la silla medio descinchada en la espalda, yuna pata replegada bajo el vientre y toda temblorosa. Meaulnes,inclinado, lo palpaba y lo examinaba en silencio.

Cuando levantó la cabeza, casi todo el mundo estaba allí reu-nido, pero él no vio a nadie. Estaba rojo de ira.

—¡Querría saber —gritó— quién pudo atarlo así! Y dejarlela silla puesta todo el día. ¡Y quién ha tenido la audacia deensillar a este viejo caballo, bueno, todo lo más, para un carri-coche!

Delouche quiso decir algo, asumirlo todo.—¡Cállate! Es culpa tuya también. Te he visto tirarle estúpi-

damente del ronzal para soltarlo.Y bajándose otra vez, se puso de nuevo a frotar el jarrete del

caballo con la palma de la mano.

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El señor de Galais, que todavía no había dicho nada, cometióel error de querer salir de su reserva. Tartamudeó:

—Los oficiales de marina tienen la costumbre… Mi caballo…—¡Ah!, ¿es suyo? —dijo Meaulnes un poco calmado, muy

enrojecido, volviendo la cabeza de medio lado hacia el viejo.Creí que iba a cambiar de tono, a presentar excusas. Tomó

aliento un momento. Y vi entonces que encontraba un placeramargo y desesperado en agravar la situación, en romperlotodo para siempre, diciendo con insolencia…

—Pues entonces, no lo felicito.—Quizá el agua fresca… Mojándolo en el vado… —alguien

sugirió.—Hace falta —dijo Meaulnes sin responder— llevarse ense-

guida a este viejo caballo, mientras todavía pueda andar —¡yno hay tiempo que perder!— y meterlo en la cuadra y no sa-carlo nunca más.

Varios jóvenes se ofrecieron enseguida. Pero la señoritade Galais les dio las gracias vivamente. Con el rostro sofocado,a punto de deshacerse en lágrimas, dijo adiós a todo el mun-do, e incluso a Meaulnes que, desconcertado, no se atrevió amirarla…

El viento de ese fin de verano era tan tibio en el camino delas Sablonnières que se había creído uno en mayo, y las hojastemblaban en la brisa del sur… La vimos partir así, con elbrazo medio sacado del abrigo, sosteniendo en su estrecha manola gran rienda de cuero. Su padre caminaba penosamente asu lado…

¡Triste final de atardecer! Poco a poco, cada cual recogió suspaquetes, sus cubiertos; se doblaron las sillas, se desmontaronlas mesas, uno a uno los coches cargados de bagajes y de gentepartieron, con los sombreros en alto y agitando los pañuelos.Nosotros nos quedamos los últimos en el terreno, con mi tíoFlorentin que rumiaba como nosotros, sin decir nada, su sen-timiento y su gran decepción.

Y también partimos, arrebatados vivamente, en nuestro co-che de buena suspensión, por nuestro hermoso caballo alazán.La rueda rechinó en la curva de arena y pronto Meaulnes y yo,

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que estábamos sentados en el asiento de atrás, vimos desa-parecer en la carretera la entrada del camino transversal quehabían tomado el viejo Bélisaire y sus amos.

Pero entonces mi compañero —el ser que yo conozca enel mundo como más incapaz de llorar— volvió de repente ha-cia mí su rostro trastornado por un irresistible torrente delágrimas.

—Pare, ¿quiere? —dijo, poniendo la mano en el hombro deFlorentin—. No se ocupe más de mí. Volveré solo, a pie.

Y de un salto, con la mano en el guardafango del coche, bajó atierra. Con estupefacción nuestra, rehaciendo el camino, echóa correr, y corrió hasta el caminito que acabábamos de pasar,el camino de las Sablonnières. Debió llegar al Dominio por esaavenida de abetos que había seguido otra vez, donde habíaoído, vagabundo escondido en las bajas ramas, la conversaciónmisteriosa de los hermosos niños desconocidos…

Y esa noche, con sollozos, pidió en matrimonio a la señoritade Galais.

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Capítulo VII

El día de la boda

Es un jueves, a comienzos de febrero, un hermoso jueves alatardecer, helado, en que sopla el gran viento. Son las tres ymedia, las cuatro… En los setos, cerca de las aldeas, la ropaestá tendida desde el mediodía y se seca con la borrasca. Encada casa, el fuego del comedor hace relucir todo un retablo dejuguetes pintados. Cansado de jugar, el niño se ha sentado juntoa su madre y le hace que le cuente el día de su boda…

Para el que no quiera ser feliz, no hay más que subir al des-ván y oirá, hasta el anochecer, silbar y gemir los naufragios;no hay más que salir a la carretera, y el viento le echará labufanda a la boca, como un cálido beso repentino que lo harállorar. Pero para quien ame la felicidad, está, al borde de uncamino fangoso, la casa de las Sabonnières, a donde mi amigoMeaulnes ha vuelto a entrar con Yvonne de Galais, que es sumujer desde el mediodía.

El noviazgo ha durado cinco meses. Ha sido apacible, tanapacible como había sido agitada la primera entrevista.Meaulnes fue muchas veces a las Sablonnières, en bicicletao en coche. Más de dos veces por semana, cosiendo o leyendojunto a la gran ventana que da al yermo y a los abetos, la seño-rita de Galais vio de repente su alta silueta rápida pasar trasla cortina, pues siempre llega por la avenida apartada que tomóen otro tiempo. Pero es la única alusión —tácita— que hagaal pasado. La felicidad parece haber adormecido su extrañotormento.

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Pequeños acontecimientos han marcado fechas durante esoscinco tranquilos meses. Me han nombrado maestro en la aldeade Saint-Benoist-des-Champs. Saint-Benoist no es un pueblo.Son granjas diseminadas por el campo, y la casa de la escuelaestá completamente aislada en una elevación junto a la carre-tera. Llevo una vida muy solitaria; pero, pasando por los cam-pos, sólo necesito tres cuartos de hora para alcanzar lasSablonnières.

Delouche está ahora con su tío, que es patrono de albañi-lería en el Vieux-Nançay. Pronto será él el patrono. Viene amenudo a verme. Meaulnes, a ruegos de la señorita de Galais,ahora es muy amable con él.

Y eso explica por qué estamos los dos ahí vagabundeando,hacia las cuatro de la tarde, cuando toda la gente de la boda yase ha vuelto a marchar.

La boda ha sido a mediodía, con el mayor silencio posible, enla antigua capilla de las Sablonnières, que no han derribado, yque los abetos esconden a medias en la ladera de la elevaciónmás cercana. Tras un almuerzo rápido, la madre de Meaulnes,el señor Seurel y Millie, Florentin y los demás, han vuelto asubir a los coches. Sólo hemos quedado Jasmin y yo…

Erramos por el borde de los bosques que hay detrás de lacasa de las Sablonnières, junto al gran terreno baldío, antiguoemplazamiento del Dominio hoy día derribado. Sin querer con-fesarlo y sin saber por qué, nos hemos llenado de inquietud.En vano tratamos de distraer nuestros pensamientos y de en-gañar nuestra angustia mostrándonos, en el curso de nuestropaseo errante, los revolcaderos de las liebres y los pequeñossurcos de arena donde acaban de escarbar los conejos…, unlazo tendido… las huellas de un cazador furtivo… Pero sincesar volvemos a ese borde del bosquecito, desde donde se des-cubre la casa silenciosa y cerrada…

Al pie del gran ventanal que da a los abetos, hay un balcónde madera, invadido por las hierbas locas que el viento tumba.Un fulgor como de un fuego encendido se refleja en los cristalesde la ventana. De cuando en cuando, pasa una sombra. Alrede-dor, en los campos circundantes, en el huerto, en la única granja

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que queda de las antiguas dependencias, hay silencio y sole-dad. Los arrendatarios se han ido a la aldea para festejar lafelicidad de sus antiguos amos.

Cada cierto tiempo, el viento cargado de un vaho que es casilluvia nos moja la cara y nos trae el canto perdido de un piano.Allá, en la casa cerrada, alguien toca. Me detengo un instantepara escuchar en silencio. Hay al principio como una voz tem-blorosa que, desde muy lejos, apenas osa cantar su alegría…Es como la risa de una niña que, en su cuarto, ha ido a buscartodos los juguetes y los esparce delante de su amigo. Piensotambién en la alegría, temerosa todavía, de una mujer que haido a ponerse un bello traje y viene a enseñarlo y no sabe sigustará… Ese aire que no conozco, es también una oración,una súplica a la felicidad de que no sea demasiado cruel, unsaludo y como una genuflexión ante la felicidad…

Pienso: “Son felices al fin. Meaulnes está allí cerca de ella…”Y saber eso, estar seguro de ello, basta para el perfecto con-

tento del niño bueno que soy.En ese momento, todo absorbido, el rostro mojado por el

viento de la llanura como por la bruma del mar, siento que metocan el hombro.

—¡Escucha! —dice Jasmin, muy bajo.Lo miro. Me hace señal de no moverme; y él también, la ca-

beza inclinada, las cejas fruncidas, escucha…

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Capítulo VIII

La llamada de Frantz

—¡Hu-hu!Esta vez, he oído. Es una señal, una llamada en dos notas,

alta y baja, que ya he oído en otro tiempo… ¡Ah!, ya me acuer-do, es el grito del gran comediante cuando llamaba a su jovencompañero a la verja de la escuela. Es la llamada a la cual Frantznos había hecho jurar acudir, a cualquier sitio o en cualquiermomento. Pero, ¿qué pide aquí, hoy, ése?

—Eso viene del gran bosque de abetos a la izquierda —digoa media voz—. Sin duda es un cazador furtivo.

Jasmin sacude la cabeza.—Sabes muy bien que no.Luego, más bajo:—Están en el país los dos, desde esta mañana. He sorprendi-

do a Ganache, a las once, acechando en un campo junto a lacapilla. Se marchó al reconocerme. Han venido de lejos, quizáen bicicleta, pues estaba cubierto de barro hasta la mitad dela espalda…

—Pero, ¿qué buscan?—No sé. Pero sin duda es preciso echarlos. No hay que dejar-

los vagabundear por los alrededores. O, si no, van a empezarotra vez todas las locuras…

Sin confesarlo, soy de la misma opinión.—Lo mejor —digo— sería reunirse con ellos, ver lo que quie-

ren y hacerlos entrar en razón…

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Lenta, silenciosamente, nos deslizamos, pues, bajando a tra-vés del bosquecito hasta el gran grupo de abetos, de dondesale, a intervalos regulares, ese grito prolongado que en símismo no es más triste que otra cosa, pero que a los dos nosparece de agüero siniestro.

Es difícil, en esa parte del bosque de abetos, donde la miradase hunde entre los troncos plantados con regularidad, sorpren-der a alguien y avanzar sin ser vistos. Ni lo intentamos. Meaposto en el ángulo del bosque. Jasmin se va a colocar en elángulo opuesto, de modo que domine, como yo, desde fuera,dos lados del rectángulo, sin dejar huir a ninguno de los có-micos sin gritarles. Tomadas estas disposiciones, comienzo adesempeñar mi papel de explorador pacífico y llamo:

—¡Frantz…!¡Frantz…! No tema nada. Soy yo, Seurel; querríahablarle…

Un instante de silencio; voy a decidirme a volver a gritar,cuando, en el corazón mismo de los abetos, donde no alcanzami mirada en lo absoluto, una voz ordena:

—Quédese donde está; él va a venir a su encuentro.Poco a poco, entre los grandes abetos que la lejanía hace pare-

cer apretados, distingo la silueta de un joven que se acerca.Parece cubierto de barro y mal vestido; unos aros de bicicleta leaprietan los bajos del pantalón, una vieja gorra de ancla estáplantada en su pelo demasiado largo; veo ahora su cara adel-gazada…

Acercándose a mí, decidido, pregunta con aire muy insolente:—¿Qué quieres?—Y tú mismo, Frantz, ¿qué haces aquí? ¿Por qué vienes a

molestar a los que son felices? ¿Qué tienes que pedir? Dilo.Interrogado así directamente, enrojece un poco, balbucea, y

responde solamente:—Soy muy desdichado, muy desdichado.Luego, con la cabeza en el brazo, apoyado en un tronco de

árbol, se pone a sollozar amargamente. Hemos dado unos pa-sos entre los abetos. El lugar está completamente silencioso.Ni siquiera la voz del viento, que detienen los grandes abetosdel borde. Entre los troncos regulares se repite y extingue el

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ruido de los sollozos ahogados del joven. Espero que esta crisisse apacigüe y digo, poniéndole la mano en el hombro:

—Frantz, vendrás conmigo. Yo te llevaré con ellos. Te acogeráncomo a un hijo perdido vuelto a encontrar y todo se acabará.

Pero él no quería oír. Con voz ensordecida por las lágrimas,desgraciado, terco, colérico, continuaba:

—¿Así que Meaulnes ya no se ocupa de mí? ¿Por qué no res-ponde cuando llamo? ¿Por qué no cumple su promesa?

—Vamos, Frantz —respondí—, ha pasado el tiempo de lasfantasmagorías y las niñerías. No estropees con locuras lafelicidad de los que quieres, de tu hermana y de AugustinMeaulnes.

—Pero sólo él puede salvarme, ya lo sabes muy bien. Sólo éles capaz de volver a hallar la pista que busco. Hace ya tresaños que Ganache y yo recorremos toda Francia sin resultado.Y ahora ya no responde. Él sí ha vuelto a encontrar su amor.¿Por qué, ahora, no piensa en mí? Hace falta que se ponga encamino. Yvonne lo dejará marchar… Ella no me ha rehusadonunca nada.

Me mostraba un rostro en que, en el polvo y el barro, laslágrimas habían trazado surcos sucios, un rostro de viejo golfoagotado y golpeado. Sus ojos estaban rodeados de manchasrojizas; tenía la barbilla mal afeitada; su pelo demasiado largose arrastraba sobre su cuello sucio. Con las manos en los bolsi-llos, tiritaba. Ya no era aquel niño regio en harapos de los añospasados. De corazón, sin duda, era más niño que nunca, impe-rioso, fantasioso y a continuación, desesperado. Pero esa ni-ñería era penosa de soportar en ese muchacho ya ligeramenteenvejecido… En otro tiempo, había en él tanta orgullosa ju-ventud que le parecía permitida cualquier locura en el mundo.Ahora, uno se sentía tentado, en primer lugar, de compadecer-lo por no haber ordenado su vida; y luego, de reprocharle esepapel absurdo de joven héroe romántico en que lo veía obsti-narse… Y, finalmente, yo pensaba, a mi pesar, que nuestrobello Frantz, el de los bellos amores, había tenido que robarpara vivir, como su compañero Ganache… ¡Tanto orgullo ha-bía ido a parar en eso!

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—¿Y si te prometo —le dije al fin, después de haber reflexio-nado—, que dentro de unos días Meaulnes se pondrá en acciónpor ti, solo por ti?

—Lo conseguirás, ¿no es verdad? ¿Estás seguro? —me pre-guntó, castañeteando los dientes.

—Eso pienso. ¡Con él, todo se hace posible!—¿Y cómo lo sabré? ¿Quién me lo dirá?—Volverás aquí dentro de un año exactamente, a esta mis-

ma hora: encontrarás a la muchacha que amas.Al decir eso, no pensaba molestar a los recién casados, sino

hacer averiguaciones con la tía Moinel y emprender diligen-cias yo mismo para encontrar a la muchacha.

El cómico me miraba a los ojos con una voluntad de confian-za verdaderamente admirable. ¡Quince años tenía todavía, ysólo quince años!, la edad que teníamos en Sainte-Agathe,la tarde del barrido de las clases, cuando hicimos los tres aquelterrible juramento infantil.

La desesperación volvió a apoderarse de él cuando se vio obli-gado a decir:

—Bueno, vamos a marcharnos.Miró, ciertamente con gran ahogo de corazón, todos esos

bosques de los alrededores que iba a abandonar de nuevo.—Dentro de tres días —dijo— estaremos por los caminos de

Alemania. Hemos dejado lejos nuestros carros. Y desde hacetreinta horas, caminábamos sin detenernos. Pensábamos lle-gar a tiempo para llevarnos a Meaulnes antes de la boda ybuscar con él a mi novia, igual que él buscó el Dominio de lasSablonnières —luego, invadido otra vez por su terrible pueri-lidad, dijo marchándose—: Llama a tu Delouche, porque si melo encontrara sería terrible.

Poco a poco, entre los abetos, vi desaparecer su silueta gris.Llamé a Jasmin y fuimos a reanudar nuestra vigilancia. Perocasi enseguida observamos, allá lejos, a Augustin que cerrabalas persianas de la casa, y nos sorprendió la extrañeza de sugesto.

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Capítulo IX

Los felices

Más tarde, supe detalladamente lo que había ocurrido allí…En el salón de las Sablonnières, desde comienzos de la tarde,

Meaulnes y su mujer, a la que sigo llamando señorita de Galais,quedaron completamente solos. Habiéndose marchado todoslos invitados, el viejo señor de Galais abrió la puerta, dejandopor un momento entrar el fuerte viento en la casa y gemir;luego se dirigió hacia el Vieux-Nançay y sólo volvería a lahora de la cena, para cerrar todas las llaves y dar órdenes a losarrendatarios. Ningún ruido de fuera llega ya a los jóvenes.Hay nada más una rama de rosal sin hojas que golpea en elcristal, hacia el lado del yermo. Como dos pasajeros en un barcoa la deriva, en el gran viento de invierno, son dos amantes en-cerrados con la felicidad.

—El fuego amenaza apagarse —dijo la señorita de Galais, yquiso sacar un leño del cofre.

Pero Meaulnes se precipitó y puso él mismo la leña al fuego.Luego tomó la mano tendida de las muchacha y se quedaronahí, de pie, uno ante otro, sofocados como por una gran noticiaque no se podía decir.

El viento corría con el ruido de un río desbordado. De cuan-do en cuando una gota de agua, en diagonal, como en la venta-nilla de un tren, cruzaba el cristal.

Entonces la muchacha se escapó. Abrió la puerta del pasilloy desapareció con una sonrisa misteriosa. Por un momento,

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en la semioscuridad, Augustin se quedó solo. El tictac de unrelojito hacía pensar en el comedor de Sainte-Agathe… Pensósin duda; “Entonces, ésta es la casa que tanto he buscado, elpasillo en otro tiempo lleno de cuchicheos y de extraños pasa-dizos…”

Fue en ese momento cuando debió oír —la señorita de Galaisme dijo después haberlo oído también— el primer grito deFrantz, muy cerca de la casa.

La muchacha, entonces, inútilmente le mostró las cosasmaravillosas de que se había cargado: sus juguetes de niña,todas sus fotografías de pequeña; ella disfrazada, ella y Frantzen las rodillas de su madre, que era tan bella… Luego, todo loque quedaba de sus trajecitos tan arreglados de otro tiempo.

—Hasta el que llevaba, ves, por el tiempo en que pronto meibas a conocer, en que llegabas, creo, a la escuela de Sainte-Agathe…

Meaulnes ya no veía ni oía nada.Por un momento, sin embargo, fue invadido otra vez por el

pensamiento de su extraordinaria e inimaginable felicidad…—Estás ahí —dijo sordamente, como si sólo el decirlo le diera

vértigo—, pasas junto a la mesa y tu mano se posa un momen-to… —y después—: Mi madre también, cuando era joven, incli-naba así, ligeramente, el busto sobre el talle para hablarme… Ycuando se sentaba al piano…

Entonces la señorita de Galais propuso tocar el piano antesde que llegara la noche. Pero estaba oscuro en ese rincón delsalón y tuvieron que encender una vela. La pantalla rosa, enel rostro de la muchacha, aumentaba el rojo que le marcabalos pómulos y que denotaba una gran ansiedad.

Allá lejos, en el borde del bosque, empecé a oír esa cancióntemblorosa que nos traía el viento, cortada pronto por el se-gundo grito de los dos locos, que se había acercado a nosotrosentre los abetos.

Mucho tiempo escuchó Meaulnes a la muchacha, mirandosilenciosamente por una ventana. Varias veces se volvió ha-cia el dulce rostro lleno de debilidad y de angustia. Luego seacercó a Yvonne y, muy ligeramente, le puso la mano en el

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hombro. Ella sintió pesar suavemente junto a su cuello esacaricia a la cual habría que haber sabido responder.

—El día cae —dijo al fin él—. Voy a cerrar los postigos. Perono dejes de tocar…

¿Qué pasó entonces en ese corazón oscuro y salvaje? Muchasveces me lo he preguntado, sin saberlo, hasta que fue dema-siado tarde. ¿Remordimientos ignorados? ¿Nostalgias inexpli-cables? ¿Miedo de ver desvanecerse pronto entre sus manosesa felicidad inaudita que tenía tan sujeta? ¿Y, entonces, ten-tación terrible de tirar inmediatamente por tierra, enseguida,esa maravilla conquistada?

Salió lenta, silenciosamente, tras haber mirado otra vez a sujoven esposa. Lo vimos, desde el borde del bosque, cerrar pri-mero un postigo con vacilación, luego mirar vagamente hacianosotros, cerrar otro, y de pronto huir a toda velocidad en di-rección a nosotros. Llegó a nuestro lado antes de que hubiéra-mos podido pensar en escondernos mejor. Nos observó cuandoiba a franquear un pequeño seto recientemente plantado y queformaba el límite de un prado. Se apartó. Me acuerdo de suaire huraño, su aspecto de animal perseguido… Hizo ademánde volver sobre sus pasos para franquear el seto por el lado delarroyo.

—¡Meaulnes! ¡Augustin…! —lo llamé—. Pero no volvió si-quiera la cabeza. Entonces, convencido de que sólo eso podríaretenerlo—: Frantz está ahí. ¡Párate! —grité.

Se detuvo por fin. Jadeando y sin dejarme tiempo de prepa-rar lo que pudiera decirle.

—¡Está ahí! —dijo—. ¿Qué reclama?—Es muy desgraciado —respondí—. Venía a pedirte ayuda,

para volver a encontrar lo que ha perdido.—¡Ah! —dijo, bajando la cabeza—. Me lo temía. Era inútil

que tratara de hacer dormir ese pensamiento… Pero ¿dóndeestá? Cuéntame, aprisa.

Dije que Frantz acababa de marcharse y que ciertamente yano lo alcanzaría. Eso fue para Meaulnes una gran decepción.Vaciló, dio dos o tres pasos, se detuvo. Parecía en el colmo de laindecisión y la consternación. Le conté lo que en su nombre

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había prometido yo al joven. Dije que lo había citado para den-tro de un año en el mismo sitio.

Augustin, tan tranquilo en general, ahora tenía un nervio-sismo y una impaciencia extraordinarios.

—¡Ah!, ¿por qué habrá hecho eso? —dijo—. Pero sí, sin duda, yopuedo salvarlo. Pero debe ser enseguida. Debo verlo, hablarle,pedirle perdón y repararlo todo… Si no, no puedo presentar-me más ahí…

Y se volvió hacia la casa de las Sablonnières.—Así —dije—, por una promesa infantil que le hiciste, estás

a punto de destruir tu felicidad.—¡Ah!, ¡si sólo fuera esa promesa! —dijo.Y así supe que otra cosa unía a los dos jóvenes, pero sin po-

der adivinar qué.—En todo caso —dije—, ya no es tiempo de correr. Ya están

en camino hacia Alemania.Iba a responder, cuando una figura desmelenada, azorada,

se irguió entre nosotros. Era la señorita de Galais. Había de-bido correr, pues tenía la cara sudorosa. Había debido caerse yherirse, pues tenía la frente arañada encima del ojo derechoy sangre seca en el pelo.

Me ha ocurrido, en los barrios de París, ver de repente, ba-jado a la calle, separado por agentes que intervienen en labatalla, un matrimonio al que se creía feliz, unido, honrado.El escándalo ha estallado de repente, no importa cuándo, en elinstante de sentarse a la mesa, el domingo antes de salir, enel momento de felicitar al niño… y ahora todo está olvidado,asolado. El hombre y la mujer, en medio del tumulto, no sonmás que dos demonios lamentables y los niños llorando se arro-jan contra ellos, los abrazan estrechamente, les suplican quese callen y no se peguen más.

La señorita de Galais, cuando llegó junto a Meaulnes, mehizo pensar en uno de esos niños, en uno de esos pobres hijosenloquecidos. Creo que, aunque todos sus amigos, todo unpueblo, todo el mundo la hubiera mirado, ella habría acudidoigual, habría caído de la misma manera, desmelenada, llorosa,sucia.

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Pero cuando comprendió que Meaulnes estaba de veras allí,que, al menos esta vez, no la iba a abandonar, entonces le tomóel brazo bajo el suyo, y luego no pudo menos de reír, en medio desus lágrimas, como un niñito. No dijeron nada ni el uno nila otra. Pero, como ella había sacado el pañuelo, Meaulnes se loquitó suavemente de las manos; con precaución y aplicada-mente, limpió la sangre que manchaba el pelo de la muchacha.

—Ahora, regresemos a casa —dijo.Y los dejé volver a los dos, en el hermoso viento grande del

atardecer que les azotaba la cara, él, ayudándola con la manoen los pasos difíciles; ella, sonriendo y apresurándose, haciasu casa por un momento abandonada.

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Capítulo X

La “casa de Frantz”

Mal tranquilizado, presa de una sorda inquietud, que el felizdesenlace del tumulto de la víspera no había bastado para disi-par, me hizo falta permanecer encerrado en la escuela duran-te todo el día siguiente. Inmediatamente después de la horade “estudio” que sigue a la clase de la tarde, tomé el camino delas Sablonnières. Caía la noche cuando llegué a la avenida de losabetos que llevaba a la casa. Todos los postigos estaban yacerrados. Temí ser inoportuno, presentándome a esa hora tar-día, al día siguiente de una boda. Me quedé hasta muy tardevagabundeando por el borde del jardín y en las tierras de losalrededores, esperando siempre ver salir a alguien de la casacerrada… Pero perdí la esperanza. En la casa de los arrenda-tarios tampoco se movía nada. Y debí regresar a casa, acosadopor las ideas más sombrías.

Al día siguiente, sábado, las mismas incertidumbres. Por latarde, tomé a toda prisa mi zamarra, mi bastón y un trozo depan, para comer por el camino, y llegué, cuando ya caía la no-che, para encontrarlo todo cerrado en las Sablonnières, comoel día anterior… Un poco de luz en el primer piso; pero nin-gún ruido, ni un movimiento… Sin embargo, desde el corralde la casa de los arrendatarios vi esta vez la puerta de la gran-ja abierta, el fuego encendido en la gran cocina, y oí el ruidohabitual de voces y de pasos a la hora de la cena. Eso me tran-quilizó sin informarme. No podía decir ni preguntar nada a

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esa gente. Y volví otra vez a acechar, a esperar en vano, pen-sando siempre ver abrirse la puerta y surgir la alta silueta deAugustin.

Fue sólo el domingo por la tarde cuando me decidí a llamar ala puerta de las Sablonnières. Mientras trepaba las laderaspeladas, oía tocar a lo lejos las vísperas del domingo de invier-no. Me sentía solitario y desolado. No sé qué triste presenti-miento me invadía. Y sólo me sorprendí a medias cuando, a micampanillazo, vi aparecer al señor de Galais, solo, hablándomeen voz baja: Yvonne de Galais estaba en cama, con una fiebreviolenta; Meaulnes había tenido que marcharse desde el vier-nes por la mañana para un largo viaje; no se sabía cuándovolvería…

Y como el anciano, muy cohibido, muy triste, no me invitabaa entrar, me despedí enseguida de él. Al cerrarse la puerta, mequedé un momento en la escalinata, con el corazón apretado,en un absoluto desconcierto, mirando sin saber por qué unarama de glicina desecada que el viento mecía tristemente enun rayo de sol.

Así que ese remordimiento secreto que llevaba Meaulnesdesde su estancia en París había terminado por ser lo más fuer-te. Había sido necesario que mi gran compañero escapase alfin a su felicidad tenaz…

Todos los jueves y todos los domingos fui a pedir noticias deYvonne de Galais, hasta el día en que, convaleciente al fin, mehizo rogar que entrase. La encontré sentada junto al fuego, enel salón cuya gran ventana baja daba a la tierra y a los bos-ques. No estaba tan pálida como la había imaginado, sino todafebril, al contrario, con vivas manchas rojas bajo los ojos, y enun estado de agitación extrema. Aunque pareciera aún muydébil, se había vestido como para salir. Hablaba poco, pero decíacada frase con una animación extraordinaria, como si hubie-ra querido persuadirse a sí misma de que la felicidad todavíano se había desvanecido… No recuerdo lo que dijimos. Sóloque llegué a preguntar con vacilaciones cuándo regresaríaMeaulnes.

—No sé cuándo volverá —respondió ella vivamente.

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Había una súplica en sus ojos, y me guardé de preguntar más.A menudo, volví a verla, charlé con ella junto al fuego, en ese

salón bajo adonde la noche llegaba antes que a cualquier otrositio. Nunca me hablaba de ella misma ni de su pena escondi-da. Pero no se cansaba de hacerme contar con detalle nuestravida de escolares en Sainte-Agathe.

Escuchaba gravemente, con ternura, con un interés casimaternal, el relato de nuestras miserias de niños grandes.Nunca parecía sorprendida, ni aun de nuestras travesuras másaudaces, más peligrosas. Esta ternura atenta, en la que se pa-recía al señor de Galais, no se había fatigado con las deplora-bles aventuras de su hermano. Lo único que lamentaba delpasado, pienso yo, era no haber sido para su hermano una con-fidente lo bastante íntima, porque, en el momento de su granderrumbamiento, él no se había atrevido a decirle nada, comotampoco a otro, y se había juzgado perdido, sin remedio. Y ha-bía ahí, cuando lo pienso, una pesada tarea que había asumidola joven; tarea peligrosa, secundar a un espíritu tan locamentequimérico como el de su hermano; tarea abrumadora, puestoque se trataba de habérselas con ese corazón aventurero queera mi amigo, el gran Meaulnes.

De esa fe que ella guardaba en los sueños infantiles de su her-mano, de ese cuidado que aportaba al conservarle al menosmigajas de ese sueño en que había vivido él hasta los veinteaños, un día me dio la prueba más conmovedora, y casi diríaque más misteriosa.

Fue un atardecer de abril, desolado como un fin de otoño.Desde hacía cerca de un mes vivíamos en una dulce primaveraprematura, y la joven había reanudado, en compañía del se-ñor de Galais, los largos paseos que le gustaban. Pero ese día,encontrándose cansado el anciano y estando yo libre, ella mepidió que la acompañara, a pesar del tiempo amenazador. Amás de media legua de las Sablonnières, bordeando el estan-que, nos sorprendieron la tempestad, la lluvia y el granizo.Bajo el cobertizo donde nos habíamos refugiado contra la in-terminable tormenta, el viento nos helaba, de pie uno junto a

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otro, pensativos ante el paisaje ennegrecido. La vuelvo a ver,en su dulce traje severo, toda pálida, toda atormentada.

—Debemos regresar—decía ella—. Hemos salido hace muchotiempo. ¿Qué ha podido pasar?

Pero, para mi asombro, cuando nos fue posible al fin aban-donar nuestro refugio, la joven, en lugar de volver a las Sablon-nières, continuó camino y me pidió que la siguiera. Al cabo demucho tiempo de caminar, llegamos ante una casa que yo noconocía, aislada al borde de un camino lleno de baches quedebía ir a Préveranges. Era una casita burguesa, cubierta depizarra, y que no se distinguía del tipo usual en ese país sinopor su alejamiento y su aislamiento.

Al ver a Yvonne de Galais, se habría dicho que esa casa nospertenecía y que la habíamos abandonado durante un largoviaje. Abrió, inclinándose, una reja, y se apresuró a inspeccio-nar con inquietud el solitario lugar. Un gran terreno de hier-ba, adonde debían haber ido a jugar niños durante las largas ylentas tardes de invierno, estaba asolada por la tempestad. Unaro se hundía en un charco de agua. En los macizos donde losniños habían sembrado flores y guisantes, la gran lluvia nohabía dejado más que rastros de grava blanca. Y al fin des-cubrimos, agolpada contra el umbral de una de las mojadaspuertas, toda una nidada de pollitos empapados por la tor-menta. Casi todos habían muerto bajo las alas rígidas y lasplumas ajadas de la madre.

Ante ese espectáculo lamentable, la joven lanzó un gritoahogado. Se inclinó y, sin cuidarse del agua ni del fango, bus-cando los pollitos vivos entre los muertos, los envolvió en unpico de su abrigo. Luego entramos en la casa, cuya llave teníaella. Cuatro puertas daban a un estrecho pasillo donde el vientose metió silbando. Yvonne de Galais abrió la primera a nues-tra derecha y me hizo entrar en un cuarto sombrío, dondedistinguí, tras un momento de vacilación, un gran espejo cu-bierto y una camita recubierta, al modo campesino, por unedredón de seda roja. En cuanto a ella, después de haber busca-do un momento en el resto de la habitación, volvió, trayendo ala pollada enferma en un cesto forrado de plumón, que deslizó

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cuidadosamente bajo el edredón. Y, mientras que un lánguidorayo de sol, el primero y el último del día, hacía más pálidosnuestros rostros y más oscura la caída de la noche, ¡allí está-bamos, de pie, helados y atormentados, en la casa extraña!

De instante en instante, iba a mirar el nido febril, a retirarotro pollito muerto para que no hiciera morir a los demás. Y cadavez nos parecía que algo, como un gran viento, por los crista-les rotos del desván, como una pena misteriosa de niños des-conocidos, se lamentara silenciosamente.

—Aquí estaba —me dijo al fin mi acompañante— la casa deFrantz cuando era pequeño. Quiso una casa para él solo, le-jos de todo el mundo, a la que pudiera ir a jugar, a divertirsey a vivir cuando le gustara. Mi padre había encontrado esafantasía tan extraordinaria, tan divertida, que no se la habíarehusado. Y cuando le parecía bien, un jueves, un domingo, noimportaba cuándo, Frantz se marchaba a habitar en su casacomo un hombre. Los niños de las granjas de alrededor veníana jugar con él, a ayudarlo a arreglar la casa, a trabajar en eljardín. ¡Era un juego maravilloso! Y al caer la noche, no teníamiedo de dormir solo. En cuanto a nosotros, lo admirábamostanto que no pensábamos ni en estar inquietos.

”Ahora, y desde hace mucho —prosiguió ella con un sus-piro—, la casa está vacía. El señor de Galais, afectado por lavejez y la pena, nunca ha hecho nada para encontrar ni volvera llamar a mi hermano. ¿Y qué podría intentar?

”Yo paso por aquí muy a menudo. Los campesinitos de losalrededores vienen a jugar en la hierba como en otros tiem-pos. Y me gusta imaginar que son los viejos amigos de Frantz;que él mismo es todavía un niño y que va a volver pronto conla novia que ha elegido.

”Esos niños me conocen mucho. Juego con ellos. Esta polla-da era nuestra…

Hizo falta esa tormenta y ese derrumbe infantil para queconfiara toda esa gran pena sobre la que nunca había hablado,ese gran dolor de haber perdido a su hermano tan loco, tanencantador y tan admirado. Y yo la escuchaba sin responder,con el corazón lleno de sollozos…

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Vueltas a cerrar las puertas y la verja, colocados otra vez lospollitos en la cabaña de tablas que había detrás de la casa,volvió a tomar tristemente mi brazo y yo la conduje otra vez…

Pasaron semanas, meses. ¡Época pasada! ¡Felicidad perdida! Ala que había sido el hada, la princesa y el amor misterioso detoda nuestra adolescencia, a mí me había correspondido darleel brazo y decirle lo necesario para endulzar su pena, mien-tras que mi compañero había huido. De esa época, de esas con-versaciones, por la noche, después de la clase que yo daba en elcerro de Saint-Benoist-des-Champs, de esos paseos en que laúnica cosa de que hubiera hecho falta hablar era la única deque estábamos de acuerdo en callar, ¿qué podría decir ahora?No he guardado otro recuerdo que, medio borrado ya, el de unbello rostro enflaquecido, unos ojos cuyos párpados bajan len-tamente mientras me miran, como para no ver ya más que unmundo interior.

Y yo seguí siendo su fiel compañero —compañero en unaespera de la cual ya no hablábamos— durante toda una pri-mavera y un verano como no los volverá a haber. Varias vecesvolvimos, por la tarde, a la casa de Frantz. Ella abría las puertaspara airearla, para que no estuviera nada enmohecido cuandovolviera la joven pareja. Se ocupaba de las aves medio silves-tres instaladas en el corral. Y, el jueves o el domingo, animába-mos los juegos de los campesinitos de los alrededores, cuyosgritos y risas, en aquel lugar solitario, hacía parecer aún másdesierta y más vacía la casita abandonada.

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Capítulo XI

Conversación bajo la lluvia

Agosto, época de vacaciones, me alejó de las Sablonnières y dela muchacha. Tuve que ir a pasar a Sainte-Agathe mis dos me-ses de vacaciones. Volví a ver el gran patio seco, el cobertizo, laclase vacía… Todo hablaba del gran Meaulnes. Todo estaballeno de los recuerdos de nuestra adolescencia ya terminada.

Durante esos largos días amarilleados, me encerraba comoen otro tiempo, antes de la llegada de Meaulnes, en el gabinetede los archivos, en las aulas desiertas. Leía, escribía, recor-daba… Mi padre estaba pescando lejos. Millie, en el salón, co-sía o tocaba el piano como en otro tiempo. Y en el silencioabsoluto de la clase, donde las coronas desgarradas de papelverde, los envoltorios en los libros de premio, las pizarras lim-pias con esponja, todo decía que el año había acabado; ya dis-tribuidas las recompensas, todo esperaba el otoño, el retornoa clases en octubre y el nuevo esfuerzo; pensé igualmente quenuestra juventud había acabado y la felicidad estaba perdida;yo también esperaba el regreso a las Sablonnières y el retornode Augustin, que quizá no volvería jamás…

Había, sin embargo, una noticia feliz que anuncié a Milliecuando se decidió a interrogarme sobre la recién casada. Yotemía sus preguntas, su manera a la vez muy inocente y muymaligna de hundir a uno de repente en la turbación, poniendoel dedo en el pensamiento más secreto. Yo lo atajé todo, anun-ciando que la joven esposa de mi amigo Meaulnes sería madreen octubre.

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Por mi parte, recordé el día en que Yvonne de Galais me dioa entender esa gran noticia. Hubo un silencio, por mi parte,una ligera cohibición de joven. Y dije enseguida, sin pensarlo,para disiparlo, pensando demasiado tarde en todo el dramaque removía así:

—¿Debe ser usted muy feliz?Pero ella, sin reservas mentales, sin lamentarlo, sin remor-

dimientos ni rencor, había respondido con una hermosa son-risa de felicidad:

—Sí, muy feliz.Durante esa última semana de vacaciones, que en general es

la más bella y la más romántica, semana de grandes lluvias,semana en que se empiezan a encender los fuegos, y que yosolía pasar cazando entre los abetos negros y mojados del Vieux-Nançay, hice mis preparativos para volver directamente aSaint-Benoist-des-Champs. Firmin, mi tía Julie y mis primasdel Vieux-Nançay me hubieran hecho demasiadas preguntas alas que no quería contestar. Renuncié por esa vez a llevar pordurante ocho días la vida embriagadora del cazador de campoy volví a mi casa de la escuela cuatro días antes de que se rea-nudaran las clases.

Llegué antes del anochecer al patio ya alfombrado de hojasamarillas. Cuando partió el hombre del coche, deshice tristemen-te en el comedor sonoro y cerrado el paquete de provisionesque me había hecho mamá… Tras una ligera comida apresu-rada, impaciente, ansioso, me puse la zamarra y partí para unpaseo febril que me llevó derecho hacia las Sablonnières.

No quise introducirme allí como un intruso ya la primeranoche de mi llegada. Sin embargo, más atrevido que en febre-ro, después de haber dado vueltas por todo el Dominio dondebrillaba sólo la ventana de la joven, franqueé, tras la casa, la cer-ca del jardín y me senté en un banco, contra el seto, en la inci-piente sombra, contento sencillamente de estar allí, muy cercade lo que más me apasionaba y me inquietaba en el mundo.

Llegaba la noche. Empezaba a caer una lluvia fina. Con lacabeza baja, miraba, sin pensarlo, mis zapatos que se mojabanpoco a poco y brillaban con el agua. La sombra me rodeaba

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lentamente y el frescor me invadía sin turbar mi ensueño. Tier-na, tristemente, pensaba en los caminos fangosos de Sainte--Agathe, en esa misma noche de septiembre; imaginaba el sitiolleno de bruma, el mozo del carnicero que silba yendo a la bom-ba, el café iluminado, el alegre paso del coche, con su capara-zón de paraguas abiertos, que llegaba antes de finalizar lasvacaciones, a casa del tío Florentin… Y me decía tristemente:“Qué importa toda esa felicidad, puesto que Meaulnes, mi com-pañero, no puede estar ahí, ni su joven esposa…”

Entonces fue cuando, levantando la cabeza, la vi a dos pasosde mí. Sus zapatos, en la arena, hacían un ruido ligero que yohabía confundido con el de las gotas de agua en el seto. Lleva-ba por la cabeza y los hombros una gran pañoleta de lana ne-gra, y la fina lluvia le espolvoreaba el pelo sobre la frente. Sinduda, desde su cuarto, me había observado por la ventana quedaba al jardín. Y venía hacia mí. Así mi madre, en otros tiem-pos, se inquietaba y me buscaba para decir: “Hay que regre-sar”, pero habiendo tomado gusto a ese paseo bajo la lluvia yen la noche, decía sólo: “¡Te vas a enfriar!”, y se quedaba en micompañía charlando largamente…

Yvonne de Galais me tendió una mano ardiente, y, renun-ciando a hacerme entrar en las Sablonnières, se sentó en elbanco musgoso y verdegris, en el sitio menos mojado, mien-tras que, de pie, apoyado con la rodilla en ese mismo banco,me inclinaba hacia ella para oírla.

Ella empezó por reñirme por haber abreviado así mis vaca-ciones.

—Hacía falta —respondí— que viniese cuanto antes paraacompañarla.

—Es verdad —dijo ella, en voz casi del todo baja, con un sus-piro—, sigo sola. Augustin no ha vuelto.

Tomando ese suspiro por una queja, un reproche ahogado,comencé a decir lentamente:

—Tantas locuras en una cabeza tan noble. Quizá el gusto delas aventuras es más fuerte que todo…

Pero la joven me interrumpió. Y fue en ese lugar, esa noche,donde, por primera y última vez, me habló de Meaulnes.

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—No hable así —dijo suavemente—, François Seurel, amigomío. Sólo nosotros…, sólo yo soy culpable. Piense en lo quehemos hecho…

”Le hemos dicho: ‘Aquí está la felicidad, aquí está lo que hasbuscado durante toda la juventud, ¡aquí está la muchacha queestaba en el final de todos tus sueños!’

”El que empujábamos así por los hombros, ¡cómo no iba asentirse invadido de vacilaciones, y luego de temor, y luego deespanto, y no iba a ceder a la tentación de escapar!

—Yvonne —dije muy bajo—, usted sabe muy bien que ustedera esa felicidad, esa muchacha.

—¡Ah! —suspiró ella—. ¡Cómo he podido tener por un ins-tante ese pensamiento orgulloso! Ese pensamiento es la causade todo.

”Yo le decía a usted: ‘Quizá no pueda hacer yo nada por él’. Yen el fondo, pensaba: ‘Puesto que me ha buscado tanto y loamo, no podré menos de hacer su felicidad’. Pero cuando lo vijunto a mí, con toda su fiebre, su inquietud, su remordimien-to misterioso, comprendí que yo sólo era una pobre mujer comolas demás.

”—No soy digno de ti —repetía él, cuando amaneció y seterminó nuestra noche de bodas.

”Y yo traté de consolarlo, de tranquilizarlo. Nada calmabasu angustia. Entonces dije: ‘Si es necesario que te vayas, si hellegado a ti en el momento en que nada podía hacerte feliz, sies preciso que me abandones algún tiempo para volver des-pués tranquilo junto a mí, te pido que te vayas…’

En la sombra vi que había levantado los ojos hacia mí. Eracomo una confesión que me había hecho, y esperaba, ansiosa-mente, que la aprobara o la condenara. Pero, ¿qué podía haceryo? Cierto que, en el fondo de mí, volví a ver al gran Meaulnesde otros tiempos, torpe y salvaje, que siempre se dejaba cas-tigar antes que excusarse o pedir un permiso que sin vaci-laciones le hubieran concedido. Sin duda habría hecho faltaque Yvonne de Galais fuera violenta y, tomándole la cabezaentre las manos, le dijera: “¿Qué importa lo que hayas hecho?Te quiero; todos los hombres, ¿no son pecadores?” Sin duda se

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había equivocado ella mucho, por generosidad, por espíritu desacrificio, al lanzarlo así al camino de las aventuras… Pero¡cómo podía yo desaprobar tanta bondad, tanto amor!

Hubo un largo rato de silencio, durante el cual, turbadoshasta el fondo del corazón, oíamos la fría lluvia gotear en lossetos y bajo las ramas de los árboles.

—Entonces, se marchó por la mañana —prosiguió—. Ya nonos separaba nada. Y me besó, sencillamente, como un maridoque deja a su joven esposa antes de un largo viaje…

Ella se levantaba. Tomé en la mía su mano febril, luego subrazo, y volvimos a subir por la alameda en la profunda oscu-ridad.

—Sin embargo, ¿no le ha escrito nunca?—Nunca —respondió ella.Y, entonces, viniéndonos el pensamiento de la vida aventu-

rera que a esas horas llevaba él por los caminos de Francia ode Alemania, empezamos a hablar de él como no lo habíamoshecho nunca. Detalles olvidados, impresiones antiguas nos vol-vían a la memoria, mientras que lentamente regresábamos acasa, haciendo a cada paso largas paradas para intercambiarmejor nuestros recuerdos… Durante mucho tiempo —hastalas barreras del jardín —, en la sombra, oí la preciosa voz bajade la joven; y yo, invadido de nuevo por mi viejo entusiamo, le ha-blaba sin cansarme, con una amistad profunda, del que noshabía abandonado…

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Capítulo XII

La carga

Las clases debían empezar el lunes. El sábado por la tarde,hacia las cinco, una mujer del Dominio entró en el patio de laescuela donde yo estaba ocupado en aserrar leña para el in-vierno. Venía a anunciarme que había nacido una niña en lasSablonnières. El parto había sido difícil. A las nueve de la no-che habían tenido que llamar a la comadrona de Préveranges.A medianoche, habían vuelto a enganchar para ir a buscar almédico de Vierzon. Éste había tenido que usar los hierros. Laniña tenía la cabeza herida y gritaba mucho pero parecía muyviva. Yvonne de Galais estaba ahora muy abatida, pero habíasufrido y resistido con una valentía extraordinaria.

Dejé allí mi trabajo, corrí a ponerme otro abrigo y, contentoen general con esas noticias, seguí a la buena mujer hasta lasSablonnières. Con precaución, con temor de que una de las dosheridas estuviera dormida, subí por la estrecha escalera demadera que conducía al primer piso. Y allí, el señor de Galais,con rostro fatigado pero feliz, me hizo entrar en el cuarto dondehabía instalado provisionalmente la cuna rodeada de cortinas.

Yo nunca había entrado en una casa donde hubiera nacidoese mismo día un niñito. ¡Qué extraño y misterioso y buenome parecía eso! Hacía una tarde tan buena —una verdaderatarde de verano— que el señor de Galais no había temido abrirla ventana que daba al patio. Acodado junto a mí en el alféi-zar de la ventana, me contaba, agotado y feliz, el drama de la

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noche; y yo, escuchándolo, sentía oscuramente que alguienextraño estaba ahora con nosotros en el cuarto…

Bajo las cortinas, “eso” se puso a gritar, un gritico agrio yprolongado… Entonces, el señor de Galais me dijo a media voz:

—Esa herida en la cabeza es lo que la hace gritar —maqui-nalmente (se notaba que lo hacía desde por la mañana y queya había tomado la costumbre), se puso a acunar el paqueticode cortinas.

—Se ha reído ya —dijo—, y se agarra al dedo. Pero, ¿no la havisto? —Abrió las cortinas y vi una carita roja e hinchada, unpequeño cráneo alargado y deformado por los hierros—. No esnada —dijo el señor de Galais—, el médico ha dicho que todose arreglaría solo… Dele el dedo, se lo apretará.

Yo descubría ahí como un mundo ignorado. Sentía mi cora-zón henchido de una alegría extraña que no conocía antes…

El señor de Galais entreabrió con precaución la puerta delcuarto de la joven. No dormía.

—Puede entrar —dijo.Ella estaba tendida, con el rostro febril, entre sus cabellos

rubios esparcidos.Me tendió la mano sonriendo con un aire cansado. La felicité

por su hija. Con voz un poco ronca, y con una dureza desacos-tumbrada —la dureza de quien vuelve del combate—, dijo son-riendo:

—Sí, pero me la han echado a perder.Debí marcharme pronto para no fatigarla.Al día siguiente, domingo por la tarde, acudí con prisa casi

gozosa a las Sablonnières. En la puerta, un letrero sujeto conalfileres detuvo el gesto que ya hacía yo: “Se ruega no llamar”.

No adiviné de qué se trataba. Golpeé bastante fuerte. Oí enel interior unos pasos ahogados que acudían. Alguien desco-nocido —y que era el médico de Vierzon— me abrió.

—Bueno, ¿qué pasa? —dije vivamente.—¡Chist, chist! —me respondió muy bajo, con aire irritado —.

La niña ha estado a punto de morir esta noche. Y la madreestá muy mal.

Completamente desconcertado, lo seguí de puntillas hasta elprimer piso. La niñita dormida en la cuna estaba muy pálida,

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muy blanca, como un niño que ha nacido muerto. El médicopensaba salvarla. En cuanto a la madre, no afirmaba nada…Me dio largas explicaciones, como al único amigo de la familia.Habló de congestión pulmonar, de embolia. Vacilaba, no esta-ba seguro…

El señor de Galais entró, espantosamente envejecido en dosdías, azorado y tembloroso.

Me llevó al cuarto sin saber muy bien lo que hacía.—Es necesario—me dijo muy bajo— que no se asuste; es pre-

ciso, ha dicho el médico, convencerla de que el asunto va bien.Con toda la sangre en la cara, Yvonne de Galais estaba acosta-

da, con la cabeza echada hacia atrás igual que la víspera. Conlas mejillas y la frente de un rojo sombrío, y los ojos agitadosalgunos momentos, como quien se ahoga, se defendía contrala muerte con una valentía y una dulzura indecibles.

No podía hablar, pero me tendió su mano de fuego, con tantaamistad que estuve a punto de estallar en sollozos.

—¡Bueno, bueno —dijo el señor de Galais muy fuerte, conuna animación atroz, que parecía de locura—, ya ve que paraestar enferma no tiene demasiada mala cara!

Y yo no sabía qué responder, pero guardaba en la mía la manohorriblemente caliente de la joven moribunda…

Quiso hacer un esfuerzo para decirme algo, preguntarmeno sé qué; volvió los ojos hacia mí, luego hacia la ventana comopara hacerme seña de irme afuera a buscar a “alguien”… Peroentonces la invadió una terrible crisis de ahogo; sus bellos ojosazules, que por un instante me habían llamado tan trágica-mente, convulsionaron; las mejillas y la frente se le ennegre-cieron, y se debatió suavemente, tratando de contener hastael fin su espanto y su desesperación. Se precipitaron —el mé-dico y las mujeres— con un balón de oxígeno, con servilletas,con frascos; mientras que el anciano, inclinado sobre ella, gri-taba como si ella estuviera ya lejos de él, con su voz ruda ytemblorosa:

—No tengas miedo, Yvonne. No será nada. ¡No necesitas te-ner miedo!

Luego la crisis se apaciguó. Pudo respirar un poco, pero con-tinuó ahogándose a medias, con los ojos en blanco, la cabeza

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echada hacia atrás, luchando siempre, pero incapaz, ni por unmomento, de mirarme y hablarme, de salir del abismo dondeya se había hundido.

Y como yo no servía para nada, tuve que decidirme a partir.Sin duda, me habría podido quedar un momento más; y al pen-sar eso me siento ahogado por un espantoso remordimiento.Pero ¿qué? Esperaba todavía. Me convencía de que todo noestaba tan cerca.

Al llegar al borde del bosque de abetos, detrás de la casa,pensando en la mirada de la joven vuelta hacia la ventana,examiné con la atención de un centinela o de un cazador dehombres la profundidad de ese bosque por donde había venidoAugustin en otro tiempo y por donde había huido el inviernopasado. ¡Ay! Nada se movió. Ni una sombra sospechosa; ni unarama. Pero, a la larga, allá lejos, hacia la avenida que venía dePréveranges, oí el sonido muy fino de una campanilla; prontoapareció en el recodo del sendero un niño con un casquete rojo yuna blusa de escolar siguiendo a un sacerdote… Y me fui, de-vorando mis lágrimas.

Al día siguiente empezaron otra vez las clases. A las siete, yahabía dos o tres chiquillos en el patio. Vacilé largamente sibajar, si dejarme ver. Y cuando por fin aparecí, dando vuelta a lallave del aula enmohecida, ocurrió lo que más temía en el mundo:vi al mayor de los escolares separase del grupo que jugaba bajoel cobertizo y acercárseme. Venía a decirme que “la joven se-ñora de las Sablonnières había muerto ayer al caer la noche”.

Todo se mezcla para mí. Todo se confunde en ese dolor. Pare-ce ahora que nunca más tendré el valor de volver a empezar laclase. Nada más atravesar el árido patio de la escuela es unafatiga que me va a romper las rodillas. Todo es penoso, todo esamargo, puesto que ella ha muerto. El mundo está vacío, lasvacaciones se han terminado. Terminadas, las largas carre-ras perdidas en coche; terminada, la fiesta misteriosa… Todovuelve a ser la pena que era.

Digo a los chicos que no habrá clase esta mañana. Se van engrupitos a llevar esa noticia a los demás a través del campo.En cuanto a mí, tomo el sombrero negro y una chaqueta contrencilla, y me voy miserablemente hacia las Sablonnières…

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¡Ya estoy delante de la casa que tanto habíamos buscado hacetres años! En esta casa ha muerto ayer noche Yvonne de Galais,la mujer de Augustin Meaulnes. Un extraño la tomaría poruna capilla, de tanto silencio como se ha hecho desde ayer eneste lugar desolado.

Aquí está, pues, lo que nos reservaba esta hermosa mañanade retorno a clases, este pérfido sol de otoño que se deslizabajo las ramas. ¡Cómo lucharía yo contra esa espantosa rebe-lión, esta sofocante subida de lágrimas! Habíamos vuelto aencontrar a la bella muchacha. La habíamos conquistado. Erala mujer de mi compañero y yo la amaba con esa amistad pro-funda y secreta que no se dice nunca. La miraba y estaba con-tento como un niño. Quizá algún día me casaría con otramuchacha, y a ella sería la primera a la que habría confiado lagran noticia secreta…

Cerca de la campanilla, en el ángulo de la puerta, han dejadoel letrero de ayer. Ya han bajado el ataúd al vestíbulo. En elcuarto, la nodriza de la niña me recibe, me cuenta el final yentreabre suavemente la puerta… Aquí está. Ya no hay fiebreni combates. Ya no hay enrojecimiento, ni espera. Sólo silen-cio, y, rodeado de guata, un duro rostro insensible y blanco,una frente muerta de donde salen los cabellos recios y duros.

El señor de Galais, acurrucado en un rincón, volviéndonos laespalda, está en calcetines, sin zapatos, y hurga con una terri-ble obstinación en cajones en desorden, arrancados de un ar-mario. De vez en vez, saca, con una crisis de sollozos que lesacude los hombros como una crisis de risa, una foto antigua,ya amarillenta, de su hija.

El entierro es a mediodía. El médico teme la descomposiciónrápida que sigue a las embolias. Por eso el rostro, como todo elcuerpo, está rodeado de guata empapada en fenol.

Terminado el arreglo —le han puesto su admirable traje deterciopelo azul oscuro, sembrado en algunos trozos de estre-llitas de plata, pero ha hecho falta aplanar y arrugar las her-mosa mangas jamón ahora pasadas de moda—, en el momentode hacer subir el ataúd, se han dado cuenta de que no podríadar la vuelta por el pasillo, demasiado estrecho. Haría falta,

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con una cuerda, izarlo fuera de la ventana, y del mismo modohacerlo bajar luego… Pero el señor de Galais, siempre incli-nado sobre cosas viejas entre las cuales busca no se sabe quérecuerdos perdidos, interviene entonces con una vehemenciaterrible.

—Antes que eso —dice con voz cortada por las lágrimas y lacólera—, antes de dejar hacer una cosa tan espantosa, soy yoquien la tomaría y la bajaría en brazos…

¡Y lo haría así, a riesgo de caer de debilidad, a medio caminoy derrumbarse con ella!

Pero entonces yo me adelanto y tomo el único partido posi-ble. Con ayuda del médico y de una mujer, pasando un brazobajo la espalda de la muerta extendida, el otro bajo las pier-nas, la cargo sobre mi pecho. Sentada en mi brazo izquierdo,los hombros apoyados en mi brazo derecho, la cabeza colgantevuelta hacia mi barbilla, pesa terriblemente sobre mi corazón.Bajo lentamente, escalón por escalón, la larga escalera empi-nada, mientras que, abajo, lo preparan todo.

Pronto tengo los brazos rotos por la fatiga. A cada escalóncon ese peso en el pecho, estoy un poco más sin aliento. Agarra-do al cuerpo inerte y pesado, bajo la cabeza hacia la cabeza delo que me llevo, respiro fuertemente y sus cabellos rubios aspi-rados me entran en la boca, cabellos muertos que tienen ungusto de tierra. Ese gusto de tierra y de muerte, ese peso sobreel corazón, es todo lo que queda para mí de la gran aventura, yde ti, Yvonne de Galais, joven tan buscada, tan amada…

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Capítulo XIII

El cuaderno de tareas mensuales

En la casa llena de tristes recuerdos, donde unas mujeres, todoel día, mecían y consolaban a una niñita enferma, el viejo se-ñor de Galais no tardó en caer en cama. Con los primeros fríosgrandes del invierno se extinguió apaciblemente y no pudemenos de verter lágrimas a la cabecera de ese anciano encan-tador, cuyo pensamiento indulgente y cuya fantasía aliada conla de su hijo habían sido la causa de toda nuestra aventura.Murió, muy felizmente, en una absoluta incomprensión de todolo que había pasado, y, además, en un silencio casi absoluto.Como desde hacía tiempo ya no tenía ni parientes ni amigosen esa región de Francia, me instituyó por testamento su lega-tario universal hasta el retorno de Meaulnes, a quien yo de-bía dar cuenta de todo, si él volvía alguna vez… Y ahora era enlas Sablonnières donde vivía yo. Ya no iba a Saint Benoist másque a dar la clase; salía por la mañana muy apurado, almor-zaba a mediodía una comida preparada en el Dominio, quehacía calentar en la estufa, y volvía por la tarde apenas aca-bado el estudio. Así pude guardar junto a mí a la niña que cui-daban las mujeres de la granja. Sobre todo, aumentaba misprobabilidades de volver a encontrar a Augustin, si volvía undía a las Sablonnières.

Por lo demás, no desesperaba de descubrir a la larga en losmuebles, en los cajones de la casa, algún papel, algún indicioque me permitiese conocer en qué pasaba el tiempo, duranteel largo silencio de los años precedentes, y quizá también de

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entender las razones de su huída o, al menos, de volver ahallar su pista… Ya había inspeccionado vanamente no sécuántas alacenas y armarios, abriendo en los cuartos de de-sahogo, una gran cantidad de antiguos paquetes de todas lasformas, que tan pronto se encontraban llenos de envoltoriosde viejas cartas y de fotografías amarillentas de la familia deGalais, como rebosantes de flores artificiales, de plumas, de pe-nachos, y de pájaros pasados de moda. De esas cajas se esca-paba no sé qué olor marchito, de perfume extinguido, que, derepente, despertaba en mí durante todo un día los recuerdos,las nostalgias, y detenía mis búsquedas…

Un día de fiesta, finalmente, observé en el desván una viejamaletica larga y baja, forrada con piel de cerdo medio roída,que reconocí como la maleta de escolar de Augustin. Me re-proché no haber empezado por ahí mis búsquedas. Hice saltarfácilmente la cerradura oxidada. El maletín estaba lleno hastael borde de cuadernos y libros de Sainte-Agathe. Aritmética,literatura, cuadernos de problemas, ¿qué sé yo…? Con ternuramás bien que por curiosidad, me puse a hurgar en todo eso,releyendo los dictados que todavía sabía de memoria, ¡de tan-tas veces como los habíamos copiado! ¡“El Acueducto”, deRosseau, “Una aventura en Calabria”, de P. L. Courier, “Cartade George Sand a su hijo”…!

Había también un cuaderno de tareas mensuales. Me sor-prendió, pues esos cuadernos se quedaban en la escuela y losalumnos no se los llevaban nunca. Era un cuaderno verde, todoamarillo en los bordes. El nombre del alumno, “AugustinMeaulnes”, estaba escrito en la tapa en magnífica redondilla.Lo abrí. En la fecha de las tareas, abril 189…, reconocí queMeaulnes lo había comenzado pocos días antes de salir deSainte-Agathe. Las primeras páginas estaban llevadas conel cuidado religioso que era de rigor cuando se trabajaba enese cuaderno de redacciones. Pero no había más de tres pági-nas escritas, el resto estaba en blanco y por eso se lo habíallevado Meaulnes.

Reflexionando, arrodillado en el suelo, sobre esas costum-bres, esas reglas pueriles que tanto sitio habían ocupado en

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nuestra adolescencia, hacía pasar bajo el pulgar el borde delas páginas del cuaderno inacabado. Y así, descubrí otras ho-jas escritas. Después de cuatro páginas dejadas en blanco, sehabía empezado otra vez a escribir.

Seguía siendo la escritura de Meaulnes, pero rápida, mal for-mada, apenas legible; pequeños párrafos de anchuras desigua-les, separados por líneas blancas. A veces era sólo una fraseincompleta. A veces, una fecha. Desde la primera línea, mepareció que allí podía haber informaciones sobre la vida pa-sada de Meaulnes en París, indicios sobra la pista que yo bus-caba, y bajé al comedor para recorrer con tranquilidad, a laluz del día, el extraño documento. Hacía un día de inviernoclaro y agitado. Tan pronto el vivo sol dibujaba las cruces delos cristales sobre las cortinas blancas de las ventanas, comoun viento brusco lanzaba a los cristales un chaparrón helado.Y delante de esa ventana, junto al fuego, leía esas líneas queme explicaron tantas cosas y cuya copia exacta reproduzco aquí.

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Capítulo XIV

El secreto

He pasado otra vez bajo la ventana. El cristal está siemprepolvoriento y blanqueado por la doble cortina de detrás. Si laabriera Yvonne de Galais, no tendría nada que decirle, porquese ha casado… ¿Qué hacer ahora? ¿Cómo vivir…?

Sábado, 13 de febrero.

He encontrado, en el muelle, a esa muchacha que me habíainformado en junio, que esperaba como yo, delante de la casacerrada… Le hablé. Mientras ella caminaba, miraba yo de ladolos ligeros defectos de su rostro, una arruguita en la comisurade sus labios, un poco de caída en las mejillas, y los polvosacumulados en las aletas de la nariz. Se volvió de repente ymirándome cara a cara, quizá porque es más bella de frenteque de perfil, me dijo con voz breve:

“Me divierte mucho usted. Me recuerda a un joven que me hacíala corte en otros tiempos en Bourges. Incluso, era mi novio…”

Sin embargo, en plena noche, en la acera desierta y mojadaque reflejaba el fulgor de un farol de gas, se me acercó derepente para pedirme que la llevara esa noche al teatro con suhermana. Por primera vez noto que está vestida de luto, conun sombrero de señora demasiado viejo para su rostro joven, unalto paraguas fino, parecido a un bastón. Y cuando estoy muycerca de ella, cuando hago un gesto, mis uñas arañan el crespónde su blusa… Pongo dificultades para conceder lo que ella pide.Irritada, quiere marcharse enseguida. Y soy yo, ahora, quien

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la retiene y ruega. Entonces un obrero que pasa en la oscuridadbromea a media voz:

“¡No vayas, pequeña, que te hará daño!”

Nos hemos quedado los dos cohibidos.

En el teatro. Las dos muchachas, mi amiga, que se llamaValentine Blondeau, y su hermana, han llegado con unas pobresmantillas.

Valentine se ha colocado delante de mí. A cada instante se vuelve,inquieta, como preguntándose qué quiero. Y yo me siento casifeliz cerca de ella; le respondo cada vez con una sonrisa.

Alrededor de nosotros, había mujeres muy descotadas. Ybromeábamos. Ella sonreía al principio, y luego dijo: “No deboreírme. Yo también estoy demasiado descotada”. Y se haenvuelto en su mantilla. En efecto, bajo el cuadrado de encajenegro, se veía que, en su prisa por cambiarse de vestimenta, sehabía bajado la parte alta de su sencilla camisa que sobresalía.

Hay en ella no sé qué de pobre y de pueril; hay en su miradano sé qué aire sufrido y azaroso que me atrae. Cerca de ella, elúnico ser en el mundo que haya podido informarme sobre lagente del Dominio, no dejo de pensar en mi extraña aventurade otro tiempo… Quise interrogarla de nuevo en el pequeñohotel del bulevar… Pero ella, a su vez, me hizo preguntas tanincómodas que no supe qué contestar. Siento que desde ahora,los dos seremos mudos sobre ese tema. Y sin embargo sé quevolveré a verla. ¿Para qué? ¿Y por qué…? ¿Estoy condenadoahora a seguir la pista a todo ser que lleve en sí el más vago, elmás lejano regusto de mi aventura fracasada…?

A medianoche, solo, en la calle desierta, me pregunto: ¿quéquiere de mí esta nueva y extraña historia? Camino a lo largode casas parecidas a cajas de cartón alineadas, donde duermetodo un pueblo. Y me acuerdo de repente de una decisión quehabía tomado yo el mes pasado: había decidido ir allá en plenanoche, hacia la una de la madrugada, rondar el edificio, abrirla puerta del jardín, entrar como un ladrón y buscar un indiciocualquiera que me permitiera volver a hallar el Dominio per-dido, para volver a verla, solamente volver a verla… Pero estoyfatigado. Tengo hambre. Yo también me he apresurado acambiar de traje, antes del teatro, y no he cenado… Agitado,

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inquieto, sin embargo, me quedo sentado mucho tiempo en elborde de la cama, antes de acostarme, presa de un vagoremordimiento. ¿Por qué?

Noto también esto: no han querido ni que las acompañase nidecirme dónde vivían ellas. Pero las he seguido tanto tiempocomo he podido. Sé que viven en una callecita que da la vueltacerca de Notre-Dame. Pero ¿en qué número…? He adivinadoque eran costureras o modistas.

Escondiéndose de su hermana, Valentine me dio cita para el jue-ves, a las cuatro, delante del mismo teatro a donde hemos ido.

—Si no estuviera allí el jueves —dijo—, vuelva el viernes a lamisma hora, y luego el sábado, y así sucesivamente, todos losdías.

Jueves 18 de febrero.

He ido a esperarla en el gran viento que lleva lluvia. Se decíauno a cada instante: “Acabará por llover…”

Camino en la semioscuridad de las calles, con un peso en elcorazón. Cae una gota de agua. Temo que llueva, un chaparrónpuede impedirle venir. Pero el viento vuelve a soplar y la lluvia nocae todavía esta vez. Allá arriba, en la tarde gris del cielo —unasveces gris y otras veces deslumbrante— una gran nube hatenido que ceder al viento. Y estoy aquí, agazapado en unaespera miserable…

Ante el teatro. Al cabo de un cuarto de hora estoy seguro deque ella no vendrá. Desde la acera donde estoy, observo a lo le-jos, por el puente por donde habría debido venir ella, el desfile degente que pasa. Acompaño con la mirada a todas las jóvenesde luto que veo venir y siento casi agradecimiento hacia aquellasque, durante más tiempo y hasta más cerca de mí, se le hanparecido y me han hecho esperar…

Una hora de espera. Estoy cansado. A la caída de la noche, unguardia arrastra a la comisaría cercana a un granuja que, convoz ahogada, le lanza todas las injurias y todas las basuras quesabe. El agente está furioso, pálido, mudo… Desde el pasilloya empieza a pegar, luego cierra la puerta detrás de ellos para

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dar una paliza a su gusto al miserable… Me viene el espantosopensamiento de que he renunciado al paraíso y voy a marcarel paso a las puertas del infierno.

Cansado de la lucha, abandono el lugar y alcanzo esa estrechacalle baja, ente el Sena y Notre-Dame, donde casi conozco elsitio de su casa. Solo, voy y vengo. De cuando en cuando, unacriada o un ama de casa sale bajo la llovizna a hacer sus com-pras antes de la noche… No hay nada aquí para mí, y me voy…Vuelvo a pasar, en la lluvia clara que retrasa la noche, al sitiodonde debíamos esperarnos. Hay más gente que antes, unamultitud negra…

Suposiciones — Desesperación — Fatiga. Me aferro a esa idea:mañana. Mañana, a la misma hora, en este mismo sitio, volverépara esperarla. Y tengo mucha prisa de que llegue mañana.Con aburrimiento imagino la noche de hoy y luego la mañana demañana, que voy a pasar ocioso… Pero ¿no ha terminado yacasi este día? De regreso a casa, junto al fuego, oigo pregonarlos diarios de la tarde. Sin duda, desde su casa perdida en algúnsitio de la ciudad, cerca de Notre-Dame, ella también los oye.

Ella…, quiero decir, Valentine.

Esta noche que yo habría querido escamotear me pesaextrañamente. Mientras avanza la hora y el día va a terminarpronto, y ya lo querría terminado, hay hombres que le hanconfiado toda su esperanza, todo su amor y sus íntimas fuerzas.Hay hombres agonizantes, otros que esperan el cumplimientode un plazo, y que querrían que no fuera nunca mañana. Hayotros para quienes mañana surgirá como un remordimiento.Otros que estan cansados, y esta noche nunca será bastantelarga como para darles todo el descanso que necesitarán. Y yo,yo que he perdido mi día, ¿con qué derecho me atrevo a llamarlomañana?

Viernes por la noche. Había pensado escribir a continuación:“No la he vuelto a ver”. Y todo se habría acabado. Pero al llegaresta tarde, a las cuatro, a la esquina del teatro, ahí está. Finay grave, vestida de negro, pero con polvos en la cara y un cuelloblanco que le da el aire de un pierrot culpable. Un aire a la vezdoloroso y malicioso.

Es para decirme que quiere dejarme enseguida, que no ven-drá más.

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Y, sin embargo, al caer la noche, allí estamos todavía los dos,caminando lentamente uno junto a otro, por la arena de lasTullerías. Me cuenta su historia, pero de una manera tanenredada que la entiendo mal. Dice: “Mi amante”, hablandode ese novio con el que no se casó. Lo hace adrede, pienso,para escandalizarme y para que no me sienta unido a ella. Hayfrases suyas que transcribo de mala gana:

“No tenga ninguna confianza en mí —dice—, nunca he hechomás que locuras”.

“He corrido caminos muy sola”.

“He desesperado a mi novio. Lo abandoné porque me admirabademasiado; no me veía más que en imaginación y no tal comoyo era. Ahora bien, estoy llena de defectos. Habríamos sidomuy desgraciados”.

A cada momento, la sorprendo haciéndose peor de lo que es.Pienso que quiere probarse a sí misma que tuvo razón en otrotiempo de hacer la tontería de que habla, que no tiene nadaque lamentar y no era digna de la felicidad que se le ofrecía.

Otra vez:

“Lo que me gusta en usted —me dijo mirándome lentamen-te—, lo que me gusta en usted, no puedo saber por qué, sonmis recuerdos…”

Otra vez:

“Lo sigo queriendo —decía—, más de lo que usted se imagina”.

Y luego, de repente, brusca, brutal, tristemente:

“En fin, ¿qué quiere usted? ¿Usted también me ama? ¿Ustedtambién va a pedir mi mano…?

Balbuceé. No sé lo que contesté. Quizá dije: “Sí”.

Esta especie de diario se interrumpía ahí. Comenzaban enton-ces los borradores de cartas ilegibles, informes, tachadas. ¡Preca-rio noviazgo…! La muchacha, a ruegos de Meaulnes, habíaabandonado su oficio. Él se había ocupado de los preparativosde la boda. Pero, sin cesar, invadido otra vez por el deseo de se-guir buscando, de volver a partir tras las huellas de su amorperdido, sin duda había debido desaparecer varias veces; y enesas cartas, con trágico cohibimiento, trataba de justificarseante Valentine.

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Capítulo XV

El secreto (continuación)

Luego continuaba el diario.Había anotado recuerdos de un viaje que habían hecho al

campo los dos, no sé dónde. Pero, cosa extraña, a partir de eseinstante, quizá por un sentimiento de pudor secreto, el diarioestaba redactado de manera tan entrecortada, tan informe, ytambién garrapateado tan apresuradamente, que debí tomarlopor mi cuenta y reconstruir toda esa parte de su historia.

14 de junio.

Cuando se despertó muy de mañana en el cuarto del hotel, elsol ya había iluminado los dibujos rojos de la cortina negra.Trabajadores agrícolas, en la sala de abajo, hablaban fuertetomando el café de la mañana; se indignaban, con frases rudasy tranquilas, contra uno de sus patronos. Desde hacía tiempo,sin duda, Meaulnes oía en su sueño ese ruido en calma, puesal principio no se fijó en absoluto. Esa cortina sembrada deracimos enrojecidos por el sol, esas voces matinales subiendoal cuarto silencioso, todo eso se fundía en la impresión únicade un despertar en el campo, al comienzo de las deliciosasvacaciones de verano.

Se levantó, golpeó suavemente en la puerta vecina, sin obtenerrespuesta, y la entreabrió sin ruido. Entonces observó aValentine y comprendió de dónde le venía tanta felicidadapacible. Ella dormía, absolutamente inmóvil y silenciosa, sinque se le oyera respirar, como debe dormir un pájaro. Muchotiempo miró ese rostro de niña de ojos cerrados, ese rostro tanquieto que se habría deseado no despertar ni molestar nunca.

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Ella, para mostrar que no dormía, no hizo más movimientoque abrir los ojos y mirar.

Cuando estuvo vestida, Meaulnes volvió junto a la muchacha.

—Estamos retrasados —dijo ella.

Y fue enseguida como un ama de casa en su hogar.

Puso orden en los cuartos, cepilló el traje que Meaulnes habíallevado el día antes, y cuando llegó al pantalón se quedó deso-lada. Los bajos de las piernas estaban cubiertos de un barroespeso. Vaciló y luego, cuidadosamente, con precaución, antesde cepillarlo, comenzó por raspar el primer espesor de tierracon un cuchillo.

—Así es —dijo Meaulnes— como hacían los chicos de Sainte-Agathe cuando se habían metido en el barro.

—A mí, mi madre me lo enseñó —dijo Valentine.

Y tal era la compañera que debía desear, antes de su aventuramisteriosa, ese cazador y campesino que era el gran Meaulnes.

15 de junio.

En esa cena, en la granja, donde, gracias a los amigos que leshabían presentado como marido y mujer, fueron invitados, parasu gran disgusto, ella se mostró tímida como una recién casada.

Habían encendido las velas de dos candelabros, en cada extremode la mesa cubierta de tela blanca, como en una apacible boda decampo. Los rostros, cuando se inclinaban, bajo esa débil cla-ridad, se hundían en la sombra.

A la derecha de Patrice (el hijo del granjero) estaba Valentine,y luego Meaulnes, que permaneció taciturno hasta el fin,aunque casi siempre se dirigieran a él. Desde cuando había de-cidido, en esa aldea perdida, para evitar los comentarios, hacerpasar a Valentine por su mujer, un mismo dolor, un mismoremordimiento lo desolaban. Y mientras que Patrice, a lamanera de un caballero del campo, dirigía la cena:

“Soy yo —pensaba Meaulnes— quien debería, esta noche, enuna sala baja como ésta, una bella sala que conozco muy bien,presidir el banquete de mi boda”.

Cerca de él, Valentine rehusaba tímidamente todo lo que leofrecían. Se hubiera dicho una joven campesina. A cada nuevointento, ella miraba a su amigo y parecía querer refugiarse enél. Desde hacía tiempo, Patrice insistía en vano para que ella

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vaciara su vaso, hasta que por fin Meaulnes se inclinó haciaella y le dijo suavemente:

—Hay que beber, mi pequeña Valentine.

Entonces, dócilmente, ella bebió. Y Patrice felicitó sonriendoal joven por tener una mujer tan obediente.

Pero los dos, Valentine y Meaulnes, permanecían silenciosos ypensativos. Estaban cansados, ante todo; sus pies hundidosen el barro durante el paseo, estaban helados, en las baldosaslavadas de la cocina. Y además, de cuando en cuando, el jovenestaba obligado a decir:

—Mi mujer, Valentine, mi mujer…

Y cada vez, pronunciando sordamente esa palabra, ante esoscampesinos desconocidos, en una sala oscura, tenía la impre-sión de cometer una falta.

17 de junio.

La tarde de ese último día empezó mal.

Patrice y su mujer los acompañaron en el paseo. Poco a poco,en la pendiente desigual cubierta de brezo, las dos parejas seencontraron separadas. Meaulnes y Valentine se sentaron entrelos enebros, en un bosquecito.

El viento traía gotas de lluvia y la temperatura estaba baja. Elatardecer tenía un sabor amargo, parecía el sabor de un hastíotal que ni el amor mismo podía distraer. Mucho tiempo perma-necieron allí, en su escondite, abrigados bajo las ramas, hablan-do poco. Luego el tiempo se aclaró. Hizo buen tiempo. Creyeronque, ahora, todo iría bien.

Comenzaron a hablar de amor. Valentine hablaba, hablaba…

—Esto es —decía— lo que me prometía mi novio, como unniño que era, enseguida tendríamos una casa, como una chozaperdida en el campo. Estaba completamente preparada, decía.Llegaríamos como de regreso de un gran viaje, el anochecer denuestra boda, hacia esta hora que está cercana a la noche. Ypor los caminos, en el corral, escondidos en los bosques, niñosdesconocidos nos festejarían, gritando: “¡Viva la novia…!” ¡Quélocuras! ¿No es verdad?

Meaulnes, cortado, preocupado, la escuchaba. Volvía a hallar,en todo eso, como el eco de una voz ya oída. Y también había,

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en el tono de la muchacha al contar esa historia, un vago re-mordimiento.

Pero ella tuvo miedo de haberlo herido. Se volvió hacia él conimpulso, con dulzura.

—A ti —dijo— te quiero dar todo lo que tengo, algo que hayasido para mí más precioso que todo… ¡y lo quemarás!

Entonces, mirándolo fijamente, con aire ansioso, sacó del bol-sillo un paquetico de cartas que le tendió, las cartas de su novio.

¡Ah!, enseguida él reconoció la fina escritura. ¡Cómo no habíapensado nunca en eso! Era la letra de Frantz, el cómico, quevio en otro tiempo en el desesperado mensaje dejado en el cuartodel Dominio…

Ahora caminaban por un caminito estrecho entre los girasolesy el heno iluminado oblicuamente por el sol de las cinco. Tangrande era su estupor, que Meaulnes todavía no comprendíaqué desastre significaba para él todo eso. Leía porque ella lehabía pedido que leyera. Frases infantiles, sentimentales,patéticas… Ésta, en la última carta:

¡Ah!, has perdido el corazoncito, imperdonable, pequeña Va-lentine. ¿Qué nos va a pasar? En fin, no soy supersticioso…

Meaulnes leía, medio cegado de remordimiento y de cólera,con el rostro inmóvil, pero muy pálido, con estremecimientosbajo los ojos. Valentine, inquieta al verlo así, miró por dóndeiba y qué lo trastornaba así.

—Es —explicó muy de prisa— una joya que me había dado,haciéndome jurar que la guardaría siempre. Eran sus ideas locas.

Pero eso no hizo más que exasperar a Meaulnes.

—¡Locas! —dijo, metiéndose las cartas en el bolsillo—. ¿Por quérepetir esa palabra? ¿Por qué no haber querido nunca creer enél? ¡Yo lo he conocido, y era el muchacho más maravilloso delmundo!

—¡Tú lo has conocido! —dijo ella, en el colmo de la emoción—,¿has conocido a Frantz de Galais?

—Era mi mejor amigo, era mi hermano de aventuras, ¡y resultaque le he quitado su novia!

”¡Ah! —prosiguió con furia—, ¡qué daño nos has hecho, tú queno has querido creer en nada! Tú eres la causa de todo. ¡Lo hasechado todo a perder, todo!

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Ella le quiso hablar, tomarle la mano, pero él la rechazó bru-talmente.

—Vete. Déjame.

—Pues, bueno, si es así —dijo ella, con el rostro encendido,tartamudeando y medio llorosa—, me marcharé, en efecto.Volveré a Bourges, a nuestra casa, con mi hermana. Y si novuelves a buscarme, ¿sabes, no, que mi padre es demasiadopobre para mantenerme?, ¡pues bueno!, volveré a marcharmea París, iré por los caminos como ya he hecho otra vez, sinduda llegaré a ser una chica perdida, yo, que ya no tengo oficio.

Y se fue a buscar su equipaje para tomar el tren, mientras queMeaulnes, sin mirarla marchar siquiera, seguía caminando al azar.

El diario se interrumpía de nuevo.Seguían aún borradores de cartas, cartas de un hombre inde-

ciso, extraviado. De regreso a La Ferté-d´Angillon, Meaulnesescribía a Valentine, en apariencia para confirmarle su deci-sión de no volver a verla nunca y darle sus razones precisas;pero, en realidad, quizá para que ella le respondiera. En unade esas cartas, le preguntaba lo que, en su desconcierto, nisiquiera había pensado en preguntarle ante todo: ¿Sabía elladónde se encontraba el Dominio tan buscado? En otra, le su-plicaba que se reconciliara con Frantz de Galais. Él mismo seencargaría de volver a hallarlo… No todas las cartas cuyosborradores veía yo debían haber sido enviadas. Pero debió deescribir dos o tres veces, sin obtener jamás respuesta. Habíasido para él un período de combates espantosos y miserables,en un absoluto aislamiento. Como la esperanza de volver a vera Yvonne de Galais alguna vez se había desvanecido por com-pleto, había debido sentir debilitarse poco a poco su gran resolu-ción. Y por las páginas que vienen a continuación —las últimasde su diario—, imagino que, una hermosa mañana, debió alqui-lar una bicicleta para ir a Bourges, a visitar la catedral.

Había partido a primera hora, por el hermoso camino rectoentre los bosques, inventando mientras tanto mil pretextospara presentarse dignamente, sin pedir una reconciliación anteaquella a quien había alejado.

Las cuatro últimas páginas que he podido reconstruir conta-ban ese viaje y esa última falta…

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Capítulo XVI

El secreto (fin)

25 de agosto.

Desde el otro lado de Bourges, en el extremo de los nuevosarrabales, descubrió, después de haber buscado mucho tiempo,la casa de Valentine Blondeau. Una mujer —la madre deValentine—, en el hueco de la puerta, parecía esperarla. Erauna buena figura de ama de casa, pesada, ajada, pero todavíabella. Lo miraba venir con curiosidad, y cuando él preguntó “silas señoritas Blondeau estaban ahí”, le explicó suavemente, conbenevolencia, que habían vuelto a París desde el 15 de agosto.

—Me han prohibido decir a dónde iban —añadió—, peroescribiendo a su antigua dirección les remitirán las cartas.

Él pensaba, volviendo sobre sus pasos, con la bicicleta de lamano:

“Se ha marchado… Todo ha terminado como yo quise… Soyyo quien la ha forzado a eso. Sin duda llegará a ser una chicaperdida”, decía. “¡Y soy yo quien la ha lanzado a eso! ¡Soy yoquien ha echado a perder a la novia de Frantz!”

Y por lo bajo se repetía con locura: “¡Tanto mejor! ¡Tantomejor!”, con la certidumbre de que era en realidad “tanto peor”,por el contrario, y que, ante los ojos de esa mujer, antes dellegar a la verja, iba a tropezar con los pies y caer de rodillas.

No pensó en almorzar y se detuvo en un café donde escribiólargamente a Valentine, solo por no gritar, por liberarse delgrito desesperado que lo ahogaba. Su carta repetía indefini-damente: “¡Tú has podido! ¡Tú has podido…! ¡Tú has podidoresignarte a eso! ¡Has podido perderte así!”

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Junto a él bebían unos oficiales. Uno de ellos contaba rui-dosamente una historia de mujeres que se oía a jirones:

“…Yo le dije… Debe conocerme usted muy bien… ¡Todas lastardes juego una partida con su marido!” Los demás se reíany, volviendo la cabeza, escupían detrás de las banquetas.Macilento y polvoriento, Meaulnes los miraba como unmendigo. Los imaginó teniendo a Valentine en las rodillas.

Mucho tiempo erró en bicicleta alrededor de la catedral, di-ciéndose oscuramente: “Al fin y al cabo, he venido por la cate-dral”. En el extremo de todas las calles, en la plaza desierta, seveía elevarse, enorme e indiferente. Estas calles eran estre-chas y sucias como las callejuelas que rodean las iglesias depueblo. Acá y allá había la muestra de alguna casa equívoca,un farol rojo… Meaulnes sentía su dolor perdido en ese barriosucio, vicioso, refugiado, como en épocas antiguas, bajo los arbo-tantes de la catedral. Le venía un temor de campesino, unarepulsión hacia esa iglesia de la ciudad, donde todos los viciosestán esculpidos en escondrijos, que se ha edificado entre los ma-los lugares y que no tiene remedio para los más puros doloresde amor.

Pasaron dos muchachas, abrazadas por la cintura y mirán-dolo descaradamente. Por asco o por juego, para vengarse desu amor o para echarlo a perder, Meaulnes las siguió lenta-mente en bicicleta y una de ellas, una miserable muchachacuyos escasos cabellos rubios estaban sujetos hacia atrás porun moño falso, le dio cita a las seis en el jardín del Arzobispo,el jardín donde Frantz, en una de sus cartas, daba cita a lapobre Valentine.

No dijo que no, sabiendo que a esa hora habría abandonadola ciudad hacía tiempo. Y desde su ventana baja, en la calleen pendiente, ella se quedó mucho tiempo haciéndole signosvagos.

Tenía prisa por reanudar su camino.Antes de marcharse, no pudo resistir al sombrío deseo de

pasar por última vez delante de la casa de Valentine. Miró todolo que pudo, haciendo así provisión de tristeza. Era una de lasúltimas casas del arrabal y la calle se convertía en camino a

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partir de ahí… Enfrente, una especie de terreno vago forma-ba como una pequeña plaza. No había nadie en las ventanas,ni en el terreno de delante, ni en ninguna parte. Sola, a lolargo de una pared, arrastrando dos chiquillos andrajosos, pasóuna sucia muchacha empolvada.

Allí se había desarrollado la infancia de Valentine, allí habíacomenzado a mirar el mundo con sus ojos confiados y juicio-sos. Había trabajado y cosido detrás de esas ventanas. Y Frantzhabía pasado para verla, para sonreírle, por esa calle de arra-bal. Pero ahora ya no había nada, nada… El triste atardecerduraba y Meaulnes sólo sabía que, en alguna parte, perdida,durante esa misma tarde, Valentine miraba pasar en su re-cuerdo ese lugar sombrío adonde nunca vendría más.

El largo viaje que le quedaba por hacer para volver a casa de-bía ser el último recurso contra su pena, su última distracciónforzosa antes de hundirse en él todo entero.

Partió. En los alrededores del camino, en el valle, deliciosascasas de campesinos, entre los árboles, al borde del agua, mostra-ban sus aguilones puntiagudos guarnecidos de celosías verdes.Sin duda, allí, en los céspedes, muchachas atentas hablaban deamor. Se imaginaba uno allí unas almas, unas bellas almas…

Pero para Meaulnes, en ese momento, no existía más que unsolo amor, ese amor mal satisfecho al que acababa de abofe-tear tan cruelmente, y la única muchacha entre todas a quienhubiera debido proteger, salvaguardar, era justamente la queacababa él de enviar a su perdición.

Algunas líneas apresuradas del diario me indicaban todavíaque había formado el proyecto de volver a hallar a Valentine,costara lo que costara, antes de que fuese tarde. Una fecha, enun rincón de una página, me hacía creer que ése era el largoviaje para el cual la señora Meaulnes hacía preparativos cuan-do llegué a La Ferté-d´Angillon para estropearlo todo. En laalcaldía abandonada, Meaulnes anotaba sus recuerdos y susproyectos una hermosa mañana de fines de agosto —cuando

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empujé la puerta y le traje la gran noticia que él ya no espera-ba—. Había vuelto a quedar dominado, inmovilizado, por suantigua aventura, sin atreverse a hacer nada ni a confesar nada.Entonces habían comenzado los remordimientos, el dolor y lapena, unas veces sofocados, otras veces triunfantes, hasta eldía de la boda, cuando el grito del cómico entre los abetos lehabía recordado teatralmente su primer juramento de joven.

En ese mismo cuaderno de tareas mensuales, todavía habíagarrapateado unas palabras apresuradas, en el amanecer,antes de abandonar con su permiso —pero para siempre— aYvonne de Galais, su esposa, desde el día antes:

Me marcho. Hace falta que vuelva a hallar la pista de los doscómicos que vinieron ayer al bosquecito de abetos y se mar-charon hacia el este en bicicleta. Sólo volveré junto a Yvonnesi puedo traer conmigo e instalar en la “casa de Frantz” aFrantz y a Valentine casados.

Este manuscrito, que había comenzado como un diario se-creto y que ha llegado a ser mi confesión, será, si no vuelvo,propiedad de mi amigo François Seurel.

Había debido de deslizar el cuaderno apresuradamente bajolos demás, cerrar con llave su antigua maletica de estudiante,y desaparecer.

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Epílogo

Pasó el tiempo. Perdía la esperanza de volver a ver a mi compañero,y sombríos días se deslizaban por la escuela campesina, tristes díaspor la casa desierta. Frantz no vino a la cita que le había dado, y, porotra parte, mi tía Moinel ya no sabía desde hacía mucho tiempo dón-de vivía Valentine.

La única alegría de las Sablonnières fue pronto la niñita que se ha-bía podido salvar. A fines de septiembre, se anunciaba incluso comouna niña sólida y alegre. Iba a cumplir un año. Agarrada a los palosde las sillas, las empujaba ella sola, tratando de andar sin cuidarse delas caídas, y hacía un estrépito que despertaba largamente los ecossordos de la casa abandonada. Cuando yo la tenía en brazos, no consen-tía nunca que le diera un beso. Tenía un modo salvaje y encantadoral mismo tiempo de agitarse y rechazarme la cara con la manitaabierta, riendo a carcajadas. Con toda su alegría, con toda su violen-cia infantil, se hubiera dicho que iba a ahuyentar la pena que pesabasobre la casa desde su nacimiento. Me decía yo a veces: “Sin duda, apesar de ese salvajismo, será un poco mi niña”. Pero, una vez más, laProvidencia lo decidió de otro modo.

Un domingo por la mañana, a fines de septiembre, me había levan-tado muy pronto, antes incluso que la campesina que cuidaba a lapequeña. Iba a pescar al Cher con dos hombres de Saint-Benoist yJasmin Delouche. A menudo los aldeanos de alrededor se entendíanasí conmigo para grandes partidas de pesca furtiva; pesca a mano,por la noche, pesca con el esparavel prohibido… Durante todo el vera-no, nos marchábamos los días libres, desde el amanecer, y volvíamos

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sólo a mediodía. Era el modo de ganarse la vida de casi todos esoshombres. Y yo había terminado por tomar gusto a esas excursiones.

Esa mañana, pues, ya estaba de pie a las cinco y media, ante la casa,bajo un pequeño cobertizo adosado al muro que separaba el jardíninglés de las Sablonnières de la huerta de la granja. No había ama-necido del todo; era la aurora de una hermosa mañana de septiem-bre, y el cobertizo donde yo desenredaba de prisa mis artefactos seencontraba medio sumergido en la noche.

Estaba allí, silencioso y atareado, cuando de repente oí abrirse lareja, y un paso rechinar en la grava. “¡Ah, ah! —me dije—, ahí estámi gente más pronto de lo que yo había creído. ¡Y aún no estoy pre-parado!”

Pero el hombre que entraba era un desconocido. Era, por lo que pudedistinguir, un buen mozo barbudo, vestido como un cazador o unfurtivo. En lugar de venir a buscarme donde todos los demás sabíanque yo estaba siempre, a la hora de nuestras citas, alcanzó directa-mente la puerta de entrada.

“¡Bueno! —pensé—, es uno de sus amigos que habrán invitado sindecírmelo y lo habrán enviado como explorador”.

El hombre hizo girar suavemente, sin ruido, el pestillo de la puerta.Pero yo la había vuelto a cerrar, en cuanto salí. Hizo lo mismo en laentrada de la cocina. Luego, vacilando un momento, volvió hacia mí,iluminada por la media luz, su cara inquieta. Y sólo entonces fuecuando reconocí al gran Meaulnes.

Un largo rato me quedé allí, espantado, desesperado, invadido denuevo por todo el dolor que su regreso había despertado. Había desa-parecido detrás de la casa, había dado la vuelta, volvía vacilante.

Entonces me adelanté hacia él y, sin hablarle, lo abracé sollozando. En-seguida comprendió.

—¡Ah! —dijo con voz breve—, ella ha muerto, ¿no es eso?

Y se quedó allí, de pie, sordo, inmóvil y terrible. Lo tomé del brazo ysuavemente lo llevé hasta la casa. Ya era de día. Enseguida, paradejar cumplido lo más duro, le hice subir la escalera que llevaba alcuarto de la muerta. Apenas dentro, cayó de rodillas ante la cama ydurante un buen rato permaneció con la cabeza entre los brazos.

Se levantó por fin, con los ojos extraviados, titubeando, sin saberdónde estaba. Y, siempre guiándolo del brazo, abrí la puerta que co-municaba ese cuarto con el de la niña. Ella se había despertado sola

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—mientras que la nodriza estaba abajo— y, deliberadamente, se ha-bía sentado en la cuna. Sólo se veía su cabeza asombrada, vueltahacia nosotros.

—Ésta es tu hija —le dije.

Él se sobresaltó y me miró.

Luego la abrazó y la levantó en brazos. No pudo verla bien al prin-cipio, porque lloraba. Entonces, para desviar un poco ese gran en-ternecimiento y ese torrente de lágrimas, teniéndola muy apretadacontra sí, sentada en su brazo derecho, volvió hacia mí la cabeza bajay me dijo:

—Los he vuelto a traer, a los otros dos… Irás a verlos en su casa.

Y, en efecto, al comienzo de la mañana, cuando yo iba, pensativo ycasi feliz, hacia la casa de Frantz, que Yvonne me había mostradodesierta en otro tiempo, observé de lejos una especie de joven ama decasa con cuello blanco, que barría la entrada de la puerta, objeto de cu-riosidad y de entusiasmo para algunos vaquerillos endomingadosque iban a misa…

Mientras tanto, la niña comenzaba a aburrirse de estar así apretada,y como Augustin, con la cabeza inclinada a un lado para esconder ydetener las lágrimas, seguía sin mirarla, ella le dio un gran golpecon su manita en la boca barbuda y mojada.

Esta vez el padre levantó muy en alto a su hija, la hizo saltar en elextremo de los brazos y la miró con una especie de risa. Satisfecha,ella palmoteó…

Yo me había echado atrás un poco para verlos mejor. Algo decepcio-nado y sin embargo maravillado, comprendía que la niña había en-contrado al fin al compañero que esperaba oscuramente. La únicaalegría que me había dejado el gran Meaulnes, notaba muy bien quehabía regresado para quitármela. Y ya lo imaginaba, por la noche,envolviendo a su hija en un capote y partiendo con ella hacia nuevasaventuras.

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Índice

Primera Parte

Capítulo PrimeroEl huésped/ 9

Capítulo IIDespués de las cuatro/ 15

Capítulo III“Frecuentando la tienda de un cestero”/ 18

Capítulo IVLa evasión/ 22

Capítulo VVuelve el coche/ 26

Capítulo VILlaman a la ventana/ 30

Capítulo VIIEl chaleco de seda/ 35

Capítulo VIIILa aventura/ 40

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Capítulo IXEl alto/ 43

Capítulo XEl establo/ 47

Capítulo XIEl dominio misterioso/ 50

Capítulo XIIEl cuarto de Wellington/ 54

Capítulo XIIILa extraña fiesta/ 57

Capítulo XIVLa extraña fiesta (continuación)/ 61

Capítulo XVEl encuentro/ 66

Capítulo XVIFrantz de Galais/ 73

Capítulo XVIILa extraña fiesta (fin)/ 78

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Segunda Parte

Capítulo PrimeroEl asalto/ 85

Capítulo IICaemos en una emboscada/ 90

Capítulo IIIEl cómico en la escuela/ 94

Capítulo IVQue trata de la mansión misteriosa/ 100

Capítulo VEl hombre de las alpargatas/ 105

Capítulo VIUna disputa entre bastidores/ 109

Capítulo VIIEl cómico se quita la venda/ 113

Capítulo VIII¡Los gendarmes!/ 116

Capítulo IXEn busca del sendero perdido/ 119

Capítulo XLa colada/ 126

Capítulo XIHago traición/ 130

Capítulo XIILas tres cartas de Meaulnes/ 134

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Tercera Parte

Capítulo PrimeroEl baño/ 141

Capítulo IIEn casa de Florentin/ 146

Capítulo IIIUna aparición/ 154

Capítulo IVLa gran noticia/ 160

Capítulo VLa excursión al campo/ 165

Capítulo VILa excursión al campo (fin)/ 170

Capítulo VIIEl día de la boda/ 177

Capítulo VIIILa llamada de Frantz/ 180

Capítulo IXLos felices/ 184

Capítulo XLa “casa de Frantz”/ 189

Capítulo XIConversación bajo la lluvia/ 195

Capítulo XIILa carga/ 200

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Capítulo XIIIEl cuaderno de tareas mensuales/ 206

Capítulo XIVEl secreto/ 209

Capítulo XVEl secreto (continuación)/ 214

Capítulo XVIEl secreto (fin)/ 219

Epílogo/ 223

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