El factor humano - John

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En 1985, cuando Nelson Mandelallevaba veintitrés años en prisión, sepropuso conquistar a sus enemigos,los más fervientes defensores delapartheid. Así obtuvo su libertad yconsiguió convertirse en presidente.Pero la inestabilidad de un paísdividido por cincuenta años de odioracial cristalizó en la amenaza deuna guerra civil. Mandelacomprendió que tenía que conseguirla unión de blancos y negros deforma espontánea y emocional, y viocon claridad que el deporte era unaestrategia extraordinaria para

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lograrlo.

John Carlin ha descubierto el factorhumano que hizo posible un milagro:la capacidad innata de Mandelapara seducir al oponente y su tenazdeliberación de utilizar el mundial derugby de 1995 para sellar la paz ycambiar el curso de la Historia. Lafinal de aquel mundial culminó con lavictoria sudafricana en el últimominuto, y fundió en un abrazo anegros y blancos en el ejemplo másinspirador que ha visto lahumanidad.

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Carlin, cuya labor comocorresponsal en Sudáfrica ha sidocalificada por Mandela como«absolutamente magnífica », ofreceun apasionante relato en la voz deun grupo de personajes que vivieronesta gran historia que la WarnerBros no ha dudado en llevar al cinebajo la dirección de Clint Eastwood,y la interpretación de MorganFreeman y Matt Damon. «En susmanos, existe la posibilidad de quela película haga justicia a la historia,pero no esperéis a la película», TheNew York Times.

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John Carlin

El factor humanoNelson Mandela y el partido que

salvó a una nación

ePUB v1.1

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rosmar71 30.12.11

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Para mi hijo, James Nelson

«No hay que apelar a su razón, sino asus corazones.»

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INTRODUCCIÓN

La primera persona a la que propusehacer este libro fue Nelson Mandela.Nos vimos en el salón de su casa deJohanesburgo en agosto de 2001, dosaños después de que se retirase de lapresidencia de Sudáfrica. Después deintercambiar unas cuantas bromas, cosaque se le da muy bien, y algunosrecuerdos comunes sobre los tensosaños de la transición política enSudáfrica, que yo había cubierto para unperiódico británico, le hice mipropuesta.

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Empecé por exponer los temasgenerales y le dije que, en mi opinión,todas las sociedades aspiran,conscientemente o no, a utopías de untipo u otro. Los políticos comercian conlas esperanzas de la gente de alcanzar elcielo en la tierra. Como no es posible,las vidas de las naciones, como las delas personas, son una lucha perpetua porhacer realidad esos sueños. En el casode Mandela, el sueño que le sostuvodurante sus veintisiete años de cárcelfue el mismo que el de Martin LutherKing Jr.: que un día, a la gente de supaís, se la juzgara no por el color de supiel sino por su carácter.

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Mientras hablaba, Mandela seguíasentado, inescrutable como una esfinge,como hace siempre que la conversaciónse vuelve seria y él es el oyente. Uno noestá seguro, mientras parlotea sin parar,de si le está prestando atención o estáperdido en sus propios pensamientos.Sin embargo, cuando cité a King,asintió, los labios cerrados, con unbrusco movimiento de barbilla.

Animado, le dije que el libro quepensaba escribir trataba sobre lapacífica transferencia de poder de laminoría blanca a la mayoría negra enSudáfrica, el paso del apartheid a lademocracia; que el libro iba a cubrir

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diez años, empezando por el primercontacto político que tuvo él con elgobierno en 1985 (me pareció ver queasentía también a eso), cuando todavíaestaba en prisión. En cuanto al tema, erauna cuestión que podía tener importanciaen cualquier lugar en el que surgenconflictos debidos a la incomprensión yla desconfianza que van de la mano deltribalismo congénito de la especie.Cuando dije «tribalismo», me refería alsentido más amplio de la palabra,aplicada a la raza, la religión, elnacionalismo y la política. GeorgeOrwell definió el término como esa«costumbre de suponer que a los seres

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humanos se les puede clasificar como alos insectos, y que es posible aplicar abloques enteros de millones o decenasde millones de personas la etiqueta de“buenas” o “malas”». Nunca desde elnazismo se había institucionalizado esehábito deshumanizador de forma tancompleta como en Sudáfrica. El propioMandela describió el apartheid como un«genocidio moral»: sin campos de lamuerte, pero con el cruel exterminio delrespeto de un pueblo por sí mismo.

Por ese motivo, el apartheid fue elúnico sistema político que, en el apogeode la guerra fría, muchos países —Estados Unidos, la Unión Soviética,

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Albania, China, Francia, Corea delNorte, España, Cuba— estuvieron deacuerdo en considerar, según ladefinición de Naciones Unidas, «uncrimen contra la humanidad». Sinembargo, de esa injusticia épica nacióuna épica reconciliación.

Le conté a Mandela que, en mitrabajo de periodista, había conocido amucha gente que luchaba para lograr lapaz en Oriente Próximo, Latinoamérica,África, Asia: para esas personas,Sudáfrica era un ideal al que todosaspiraban. En la industria de la«resolución de conflictos» que floreciótras el final de la guerra fría, cuando

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empezaron a estallar conflictos localesen todo el mundo, el manual a seguirpara alcanzar la paz por mediospolíticos era la «revolución negociada»de Sudáfrica, como alguien la llamó unavez. Ningún otro país había hecho latransición de la tiranía a la democraciamejor ni con más compasión. Reconocíque ya se había escrito mucho sobre losmecanismos internos del «milagrosudafricano». Pero lo que faltaba, en miopinión, era un libro sobre el factorhumano, sobre lo milagroso del milagro.Lo que yo tenía en mente era una historiadesinhibidoramente positiva quemostrase los mejores aspectos del

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animal humano; un libro con un héroe decarne y hueso; un libro sobre un paíscuya mayoría negra debería haberexigido a gritos la venganza y, sinembargo, siguiendo el ejemplo deMandela, dio al mundo una lección deinteligencia y capacidad de perdonar.Mi libro iba a estar habitado por unamplio repertorio de personajes,blancos y negros, cuyas historiastransmitirían el rostro viviente de lagran ceremonia de redenciónsudafricana. Pero también, en unmomento en el que, si observábamos alos líderes mundiales, la mayoría nosparecían enanos morales (la esfinge ni

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se inmutó al oírlo), mi libro iba a tratarsobre él. No sería una biografía, sino unrelato que ilustrase su genio político, eltalento que desplegó al ganarse a lagente para su causa a base de apelar asus mejores cualidades; al sacar arelucir, en palabras de AbrahamLincoln, a «los ángeles buenos» de sunaturaleza.

Le dije que quería situar el libro entorno al espectáculo dramático de unacontecimiento deportivo concreto. Eldeporte era un poderoso instrumento demovilización de masas y agudizaba laspercepciones políticas (también aquíhizo un rápido y seco gesto de

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asentimiento). Cité varios ejemplos: losJuegos Olímpicos de Berlín en 1936,que Hitler utilizó para promover la ideade la superioridad aria, aunque el atletanegro estadounidense Jesse Owensdesbarató sus planes al ganar cuatromedallas; Jackie Robinson, el primernegro que jugó en la liga de primeradivisión de béisbol y ayudó a poner enmarcha el cambio de actitud quedesembocaría en una grantransformación social en EstadosUnidos.

Luego recordé a Mandela una cosaque él había dicho uno o dos años antes,en la entrega de un premio a la labor de

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toda una vida a la estrella del fútbolbrasileño Pelé. Había dicho, según lasnotas que llevaba conmigo, que «eldeporte tiene el poder de transformar elmundo. Tiene el poder de inspirar, deunir a la gente como pocas otras cosas...Tiene más capacidad que los gobiernosde derribar las barreras raciales».

Para resumir, le conté a Mandelacuál iba a ser el corazón narrativo de milibro y por qué iba a necesitar su apoyo.Le dije que había habido una ocasióndeportiva que había superado a lasdemás que acababa de mencionar, en laque se habían unido todos los temas delos que le acababa de hablar en la

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conversación; una ocasión que evocabade forma mágica la «sinfonía de lafraternidad» de los sueños de MartinLuther King; un acontecimiento en el quese plasmó todo aquello por lo queMandela había luchado y sufrido en suvida. Me refería a la final del...

De pronto, su sonrisa iluminó lahabitación y, con sus grandes manosunidas en señal de reconocimiento,terminó la frase por mí: «¡La final de laCopa del Mundo de rugby en 1995!» Mipropia sonrisa confirmó que habíaadivinado, y añadió: «¡Sí, sí, porsupuesto! Entiendo perfectamente ellibro en el que está pensando —dijo con

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voz firme, como si no tuviera ochenta ydos años sino cuarenta menos—. John,tienes mi bendición. La tienes de todocorazón.»

Animados, nos dimos la mano yacordamos volver a vernos pronto. Enesa segunda entrevista, con la grabadoraencendida, me explicó que la primeravez que se había hecho una idea delpoder político del deporte había sido enla cárcel; que había utilizado la Copadel Mundo de rugby de 1995 comoinstrumento en el gran objetivoestratégico que se había propuesto parasus cinco años como primer presidenteelegido democráticamente de Sudáfrica:

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reconciliar a los blancos y los negros ycrear las condiciones para una pazduradera en un país que, sólo cinco añosantes, cuando él salió de prisión,contenía todos los elementos para unaguerra civil. Me contó, entre risas, loque le había costado convencer a supropia gente para que apoyara al equipode rugby, y me habló con respeto yafecto de François Pienaar, el rubio ygrandullón hijo del apartheid quecapitaneaba la selección sudafricana,los Springboks, y del mánager delequipo, otro afrikaner gigantesco, Mornédu Plessis, a quien Mandela calificó, enese estilo medio británico, elegante y

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anticuado que tiene, como «un caballeroexcelente».

Después de que Mandela y yo nosviéramos aquel día, todo tipo de genteaceptó hablar conmigo para el libro. Yahabía acumulado gran parte del materialpara mi relato durante los seisapasionantes años que trabajé enSudáfrica como corresponsal delIndependent de Londres, entre 1989 y1995, y había vuelto al país varias vecescomo periodista durante los diez añosposteriores. Pero no empecé aentrevistarme con personas pensandoespecíficamente en este libro hastadespués de hablar con Mandela, y lo

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hice con una estrella de los Springboksde aquel campeonato llamado Hennie leRoux. Uno no espera sentirse afectado ysentimental después de hablar con unjugador de rugby, pero eso es lo que mepasó, porque Le Roux se emocionómucho al hablar de Mandela y del papelque a él, un afrikaner decente pero pocoversado en política, le había tocadodesempeñar en la vida nacional de supaís. Pasamos juntos unas dos horas enuna planta de un edificio de oficinasvacío, mientras caía la tarde, y en tres ocuatro ocasiones tuvo que interrumpirsemientras hablaba para reprimir lossollozos.

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La entrevista con Le Roux marcó eltono que iban a tener las docenas deconversaciones más que mantuve paraeste libro. Hubo muchas ocasiones enlas que a mis interlocutores se leshumedecían los ojos, sobre todo cuandose trataba de alguien del mundo delrugby. Y en todos los casos —ya fuera elarzobispo Desmond Tutu, el generalafrikaner Constand Viljoen, nacionalistade extrema derecha, o su hermanogemelo Braam, más bien de izquierdas—, revivieron la época de la quehablábamos con un entusiasmo que aveces rayaba en la euforia.

Más de una vez, la gente comentó

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que el libro que iba a escribir parecíauna fábula, o una parábola, o un cuentode hadas. Resultaba curioso oírlo deboca de quienes habían sido losprotagonistas reales de una historiapolítica llena de violencia, pero eracierto. El hecho de que ocurriera enÁfrica y tuviera que ver con un partidode rugby era casi lo de menos. Sihubiera sucedido en China y el elementodramático hubiera consistido en unacarrera de búfalos de agua, el relatohabría podido ser igualmente ejemplar.Porque cumplía las dos condicionesesenciales de un buen cuento de hadas:era una gran historia y contenía una

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lección eterna.Otras dos cosas me impresionaron

cuando empecé a revisar todo elmaterial que había acumulado. Enprimer lugar, el genio político deMandela. La política, reducida a suselementos esenciales, es persuasión,ganarse a la gente. Todos los políticosson seductores profesionales. Viven decortejar a la gente. Y, si son listos yhacen bien su trabajo, si tienen talentopara conectar bien con el pueblo,prosperan. Lincoln era así, y Roosevelt,y Churchill, y De Gaulle, y Kennedy, yMartin Luther King, y Reagan, y Clintony Blair. También lo era Arafat. E incluso

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Hitler. Todos ellos se ganaron a su gentepara la causa que defendían. En lo queles superó Mandela —el anti-Hitler—fue en el alcance de su ambición.Después de ganarse a su propia gente —ya suficiente proeza, porque era gentemuy diversa, formada por todo tipo decreencias, colores y tribus—, sepropuso ganarse al enemigo. Cómo lohizo, cómo consiguió ganarse a personasque habían aplaudido suencarcelamiento, que habían queridoverle muerto, que habían planeadodeclararle la guerra, es de lo que trataprincipalmente este libro.

La segunda cosa de la que me di

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cuenta fue que, además de un relato,incluso además de un cuento de hadas,esta historia podía acabar siendo unaparte más del enorme canon de obras deautoayuda que ofrecen a los lectoresmodelos para prosperar en su propiavida. Mandela domina, más que ningunaotra persona viva (y seguramentemuerta) el arte de hacer amigos e influiren la gente. Da igual que procedieran dela extrema izquierda o de la extremaderecha, que al principio hubierantemido, odiado o admirado a Mandela:todas las personas a las que entrevistédijeron haberse sentido renovados ymejores gracias a su ejemplo. Todos

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ellos, al hablar de él, parecían brillar.Este libro pretende, humildemente,reflejar un poco la luz de Mandela.

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CAPÍTULO I -DESAYUNO EN

HOUGHTON

24 de junio de 1995

Se despertó, como siempre, a las4:30 de la mañana; se levantó, se vistió,dobló su pijama e hizo su cama. Habíasido un revolucionario toda su vida yahora era presidente de un gran país,pero no había nada capaz de hacer que

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Nelson Mandela rompiera con losrituales establecidos durante susveintisiete años de prisión.

Ni cuando estaba en casa de otrapersona, ni cuando se alojaba en unhotel de lujo, ni siquiera cuando pasabala noche en el palacio de Buckingham ola Casa Blanca. Con la suerte de quenunca le afectaba el jet lag —le dabaigual estar en Washington, Londres oNueva Delhi—, siempre se levantaba alas 4:30 y se hacía la cama. Laspersonas encargadas de limpiarle lahabitación en todo el mundo sequedaban siempre estupefactas al verque el dignatario que les visitaba les

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había hecho la mitad del trabajo. Sobretodo, la señora a la que le tocó limpiarsu suite del hotel en el que se alojódurante una visita a Shanghai. Letrastornaron las individualistascostumbres de Mandela. Cuando losayudantes de éste le contaron que lacamarera se había quedado molesta, élla invitó a su habitación, le pidiódisculpas y le explicó que hacer la camaera como limpiarse los dientes; era algoque no podía evitar hacer.

La misma fijación tenía con unarutina de hacer ejercicio que habíacomenzado ya antes de la cárcel, en losaños cuarenta y cincuenta, cuando era

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abogado, revolucionario y boxeadoraficionado. En aquellos tiempos, corríadurante una hora antes de queamaneciera, desde su pequeña casa deladrillo en Soweto hasta Johanesburgo yvuelta. En 1964 ingresó en prisión enRobben Island, una isla junto a la costade Ciudad del Cabo, y permaneció enuna celda diminuta durante dieciochoaños. Allí, a falta de otra alternativa,corría sin moverse del sitio. Todas lasmañanas, durante una hora. En 1982 letrasladaron a una cárcel en tierra firmeen la que compartió celda con su mejoramigo, Walter Sisulu, y otros tresveteranos de la lucha contra el apartheid

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en Sudáfrica. La celda era grande,aproximadamente del tamaño de mediapista de tenis, y allí podía dar unasvueltas cortas. Lo malo era que, cuandoemprendía aquellos medios maratonesde interior, los demás estaban todavíaacostados, y se quejaban amargamentede que todas las mañanas les sacaran desu sueño los vigorosos e implacablespisotones sexagenarios de su, por lodemás, querido camarada.

Tras su salida de prisión en febrerode 1990, a los setenta y un años, aflojóun poco el ritmo. En vez de correr,empezó a andar, pero con paso rápido y,como antes, todas las mañanas, durante

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una hora, antes de que amaneciera. Solíahacerlo en el barrio de Houghton, enJohanesburgo, donde se fue a vivir enabril de 1992 tras el fracaso de susegundo matrimonio, con Winnie. Dosaños después llegó a la presidencia y, apartir de entonces, tuvo dos magníficasresidencias a su disposición, una enPretoria y otra en Ciudad del Cabo, perosiempre se sintió más a gusto en su casade Houghton, un refugio en los barriosacomodados y, hasta hacía poco, sólopara blancos, del norte de la metrópolismás rica de África. A un habitante deLos Ángeles le llamarían la atención lassemejanzas entre Houghton y Beverly

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Hills. Los blancos se habían cuidadobien durante la larga estancia deMandela en la cárcel, y él pensó quetambién tenía derecho a un poco debuena vida. Le gustaba el caráctertranquilo y señorial de Houghton, elespacio y la frondosidad de sus paseosmañaneros, las charlas con sus vecinosblancos, a cuyas fiestas de cumpleaños yotras ceremonias asistía de vez encuando. En los primeros tiempos de supresidencia, un chico judío de treceaños se presentó en casa de Mandela yentregó al policía de guardia en lapuerta una invitación para su barmitzvah. Los padres se quedaron

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asombrados al recibir una llamadatelefónica del propio Mandela, unosdías después, para que le dijeran cómollegar a su casa. Y se quedaron aún másasombrados cuando le vieron apareceren su puerta, alto y sonriente, el gran díade su hijo. Mandela se sentía bienvenidoy cómodo en una comunidad en la que,durante la mayor parte de su vida, sólohabría podido vivir si hubiera sido loque en la Sudáfrica blanca llamaban —independientemente de la edad— un«chico de jardín». Se aficionó aHoughton y siguió viviendo allí durantetodo su mandato, sin dormir en susmansiones oficiales más que cuando el

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deber lo exigía.En aquella mañana concreta, en

pleno invierno del hemisferio sur,Mandela se despertó a las 4:30, comosiempre, se vistió y se hizo la cama...pero entonces, con un comportamientoasombrosamente fuera de lugar en unacriatura tan de costumbres como él,rompió la rutina; no fue a dar sucaminata matutina. Fue al piso de abajo,se sentó en el comedor y desayunó.Había pensado el cambio de planes lanoche anterior, con lo que había tenidotiempo de advertir a sus sorprendidosguardaespaldas, la Unidad de ProtecciónPresidencial, de que a la mañana

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siguiente podían quedarse una hora másen la cama. En vez de llegar a las cinco,podían entrar a trabajar a las seis. Lesiba a hacer falta ese descanso extra,porque el día iba a ser una prueba paraellos, casi tanto como para el propioMandela.

Otra señal de que aquél no era undía cualquiera fue que Mandela,normalmente poco dado a los nervios,tenía un nudo en el estómago. «No sabeslo que pasé aquel día —me confesó—.¡Qué tenso estaba!» Una confesióncuriosa, en un hombre con su historia.No era el día de su liberación en febrerode 1990, ni su toma de posesión como

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presidente en mayo de 1994, ni siquierala mañana de junio de 1964 en la que sedespertó en una celda, sin saber si eljuez iba a condenarle a muerte o, comoal final fue, a cadena perpetua. Era eldía en el que su país, Sudáfrica, iba aenfrentarse a la mejor selección delmundo, Nueva Zelanda, en la final de laCopa del Mundo de rugby. Suscompatriotas estaban tan nerviososcomo él. Pero lo extraordinario, en unpaís que había dado bandazos históricosentre crisis y desastres, era que losnervios que sentían todos se debían a laperspectiva del inminente triunfonacional.

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Hasta entonces, cuando había unanoticia que dominaba los periódicos,casi siempre significaba que habíaocurrido o estaba a punto de ocurrir algomalo; o que se refería a algo que unaparte del país interpretaría como buenoy otra como malo. Esa mañana, había unconsenso nacional sin precedentes entorno a una misma idea. Los 43 millonesde sudafricanos, blancos, negros y detodos los matices, compartían la mismaaspiración: la victoria de su equipo, losSpringboks.

O casi todos. Había al menos undescontento en aquellas últimas horasantes del partido, uno que deseaba que

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perdiera Sudáfrica. Se llamaba JusticeBekebeke y aquel día era la encarnacióndel espíritu de contradicción. Se atenía alo que él consideraba sus principios,pese a que no conocía a nadie quecompartiera su deseo de que ganase elotro equipo. Ni su novia, ni el resto desu familia, ni sus mejores amigos dePaballelo, el distrito negro en el quevivía. Todos sus conocidos estaban conMandela y los Boks, a pesar de que, delos quince jugadores que iban a vestiresa tarde la camiseta de rugbysudafricana, verde y dorada, todos eranblancos menos uno. En un país en el quecasi el 90 % de la población estaba

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formado por gente de color de distintasrazas, Bekebeke no quería tener nadaque ver con aquello. Se mantenía en sustrece y se negaba a unirse a aquella casiborrachera de camaradería multirracialque extrañamente se había apoderadoincluso de Mandela, su líder, su héroe.

A primera vista, tenía razón yMandela y los demás no sólo estabanequivocados sino que se habían vueltolocos. El rugby no era el deporte de laSudáfrica negra. Ni Bekebeke, niMandela, ni la gran mayoría de suscompatriotas negros se habían criadocon él ni eran especialmenteaficionados. Para ser sincero, Mandela,

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de pronto un gran hincha, habría tenidoque reconocer que le había costadoentender varias de las reglas. ComoBekebeke, Mandela había sentido lamayor parte de su vida una claraantipatía hacia el rugby. Era un deporteblanco y, en especial, el deporte de losafrikaners, la tribu blanca dominante enel país, la raza superior del apartheid.Los negros habían considerado a losSpringboks, durante muchos años, comoun símbolo de la opresión del apartheid,tan repugnante como el viejo himnonacional y la vieja bandera de losblancos. Y la repugnancia debía ser aúnmayor para alguien que, como Bekebeke

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y Mandela, hubiera sido encarceladopor luchar contra el apartheid; en el casode Bekebeke, durante seis de sus treintay cuatro años.

Otro personaje que, por motivos muydistintos, quizá podía estar en la mismalínea que Bekebeke aquel día era elgeneral Constand Viljoen. Viljoen estabaretirado, pero había sido jefe delejército sudafricano durante cinco de losaños de enfrentamientos más violentosentre los activistas negros y el Estado.Había derramado mucha más sangredefendiendo el apartheid que Bekebekeluchando contra él y, sin embargo, nuncahabía ido a la cárcel por lo que había

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hecho. Debería haber estado agradecidopor ello, pero, por el contrario, habíadedicado parte de su retiro a tratar demovilizar un ejército que se levantasecontra el nuevo orden democrático. Sinembargo, esa mañana, se levantó de lacama en Ciudad del Cabo en el mismoestado de tensión y excitación queMandela y el grupo de amigos afrikanercon los que iba a ver el partido entelevisión por la tarde.

Niël Barnard, un afrikaner con elcurioso mérito de haber luchado tantocontra Mandela como contra Viljoen endiferentes momentos, estaba todavía mástenso que sus dos antiguos enemigos.

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Barnard, que se disponía a ver elpartido con su familia en su casa dePretoria, a 1.500 kilómetros al norte deCiudad del Cabo y a 40 minutos deautopista de Johanesburgo, habíadirigido el Servicio Nacional deInteligencia sudafricano, el SNI, duranteel último decenio del apartheid. Era elhombre más cercano al implacablepresidente P. W. Botha y estabaconsiderado como un personajedemoniaco y siniestro tanto por laderecha como por la izquierda, así comopor mucha gente más allá de lasfronteras de su país. Defensor delEstado —independientemente de la

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forma que adoptase ese Estado— porprofesión y por temperamento, habíalibrado una guerra contra el CongresoNacional Africano (CNA) de Mandela,había sido el cerebro que dirigió lasconversaciones de paz con ellos ydespués había pasado a defender elnuevo sistema político contra losataques de la derecha, a la quepertenecía originalmente. Tenía fama deser aterradoramente frío y clínico. Perocuando se dejaba ir, se dejaba ir. Elrugby era su válvula de escape. Cuandojugaban los Springboks, se deshacía detodas sus inhibiciones y se convertía,como él mismo reconocía, en un animal

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gritón. En este día, cuando iban a jugarel partido más importante de la historiadel rugby sudafricano, se despertó hechoun manojo de nervios.

El arzobispo Desmond Tutu, sobrecuya vida privada solía guardar Barnarddetallados expedientes, se encontraba enun estado de aprensión similar, o sehabría encontrado si no hubiera sidoporque estaba inconsciente. Tutu, quehabía sido el suplente de Mandela en losescenarios mundiales durante los añosde cárcel de éste, era seguramente elmás exuberante de todos los premiosNobel, y había pocas cosas que pudieradisfrutar más que estar presente en el

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estadio durante el partido, pero seencontraba en aquel momento en SanFrancisco, pronunciando discursos yrecibiendo premios. Después de unabúsqueda ansiosa, había encontrado lanoche anterior un bar en el que podíaver el partido por televisión alamanecer, hora de la costa del Pacífico.Se había ido a la cama con una solainquietud: su desesperado deseo de que,a la mañana siguiente, los Springboksrompieran los pronósticos y vencieran.

En cuanto a los propios jugadores,habrían sufrido suficiente tensión si éstahubiera sido una final de la Copa delMundo como cualquier otra. Pero ahora

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tenían una carga añadida. Antes de queempezara la Copa, quizá uno o dos deaquellos campechanos deportistashabría dedicado algún pensamientofugaz a la política, pero nada más. Erancomo otros hombres blancossudafricanos y como la mayoría de loshombres en todas partes, en el sentidode que pensaban poco en la política ymucho en el deporte. Sin embargo,cuando Mandela había ido a verles unmes antes, el día antes de que comenzarael campeonato, les había asaltado unaidea nueva: que se habían convertidoliteralmente en actores políticos. En lamañana de la final, comprendieron con

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impresionante claridad que la victoriacontra Nueva Zelanda podía permitiralgo aparentemente imposible, unir a unpaís más polarizado por la divisiónracial que ningún otro en el mundo.

François Pienaar, el capitán de losSpringboks, se despertó con el resto desu equipo en un hotel de lujo situado enel norte de Johanesburgo, cerca de lacasa de Mandela, en un estado deconcentración tan profunda que tuvo quehacer un esfuerzo para comprenderdónde estaba. Cuando salió a correr amedia mañana para desentumecerse, sucerebro no tenía ni idea de dónde lellevaban las piernas; no pensaba más

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que en la batalla de la tarde. El rugby escomo una partida gigante de ajedrez quese juega a gran velocidad y con granviolencia, y los Springboks iban aenfrentarse a los grandes maestros deldeporte, los All Blacks de NuevaZelanda, el mejor equipo del mundo yuno de los mejores de la historia.Pienaar sabía que los All Blacks podíanganar a los Boks nueve de cada diezveces.

La única persona con unaresponsabilidad mayor que losjugadores de los Springboks aquel díaera Linga Moonsamy, miembro de laUnidad de Protección Presidencial.

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Tenía asignada la tarea de ser elguardaespaldas «número uno» de la UPPy debía estar a un paso de Mandeladesde el momento en el que saliera decasa para ir al partido hasta su vuelta.Moonsamy, antiguo guerrillero en elCNA de Mandela, era muy consciente,como profesional, de los peligrosfísicos que iba a afrontar su jefe ese díay, como antiguo combatiente por lalibertad, del riesgo político que estabaasumiendo.

Agradecido por la hora extra desueño que le había concedido su jefe,Moonsamy llegó en coche a la casa deMandela en Houghton, al puesto de

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policía situado a la puerta, a las seis dela mañana. No tardó en llegar el equipode la UPP que iba a proteger a Mandeladurante todo el día, dieciséis hombresen total, la mitad de ellos ex policíasblancos y la otra mitad antiguoscombatientes por la libertad como él.Hicieron un círculo en el jardíndelantero, como hacían todas lasmañanas, en torno a un miembro delgrupo llamado el oficial deplanificación, que les transmitió lasinformaciones recibidas del ServicioNacional de Inteligencia sobre posiblesamenazas a las que tenían que estaratentos y los detalles de la ruta hacia el

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estadio, los puntos vulnerables deltrayecto. Uno de los cuatro vehículos delequipo se fue a examinar el trayecto yMoonsamy se quedó allí, junto conotros, para comprobar sus armas,examinar el Mercedes-Benz blindado decolor gris de Mandela y hacer elpapeleo. Como formalmente estaban asueldo de la policía, siempre teníanformularios que rellenar, y aquél era elmomento ideal para hacerlo. Si noocurría nada inesperado —y ocurríamuchas veces—, tenían varias horas quematar hasta el momento de salir, así quedisponían de amplias oportunidadespara conversar antes del partido.

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Pero Moonsamy, consciente de laresponsabilidad especial que tenía esedía —porque la identidad delguardaespaldas número uno cambiabade un día para otro—, estaba tan atento asu gran tarea como François Pienaar a lasuya. Moonsamy, un hombre alto y ágilde veintiocho años, se enfrentaba enaquel momento al reto más grande de suvida. Pertenecía a la UPP desde queMandela había llegado a la presidenciay ya había acumulado unas cuantasaventuras. Mandela insistía en hacerapariciones públicas en lugaresimpensados (por ejemplo, en bastionesde la derecha rural afrikaner) y le

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encantaba sumergirse de formaindiscriminada en las multitudes paradisfrutar del contacto no filtrado por sugente. También le gustaba hacer paradasimprevistas, pedir de pronto a su chóferque se detuviera en una librería, porejemplo, porque acababa de acordarsede una novela que deseaba comprar, yentraba en la tienda sin preocuparse porla conmoción que provocaba. Una vez,en Nueva York, cuando su limusinaestaba en un atasco de camino a una citaimportante, Mandela salió y bajó a piepor la Sexta Avenida, para asombro ydelicia de la gente que pasaba por allí.«¡Pero, señor presidente, por favor...!»,

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rogaban los guardaespaldas. Y Mandelarespondía: «No, mirad. Vosotros hacéisvuestro trabajo y yo hago el mío.»

En este día, el trabajo de la UPP ibaa ser distinto a cualquier otro que habíanhecho o harían jamás. El partido deaquella tarde, o la participación deMandela en él, iba a ser, en opinión deMoonsamy, como cuando Daniel entróen el foso de los leones, salvo que setrataba de 62.000 leones presentes en elestadio Ellis Park, un monumento a lasupremacía blanca no muy lejos delamable barrio de Houghton. El 95 % delos espectadores serían blancos, en sumayoría afrikaners. Rodeado por

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aquella muchedumbre tan inusual(Mandela no había aparecido nunca anteuna multitud así), iba a bajar al campo adar la mano a los jugadores antes delpartido y luego, al final, a entregar lacopa al capitán vencedor.

La escena que imaginaba Moonsamy—masas del viejo enemigo, afrikanersbarrigudos con camisas de color caqui,rodeando al hombre al que, durante casitoda su vida, se les había enseñado aconsiderar el mayor terrorista deSudáfrica— tenía cierto tono surrealista.Sin embargo, englobaba el propósitorealista y completamente serio que sehabía fijado Mandela. Su misión, como

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la de todos los sudafricanos negrospolíticamente activos de su generación,había sido sustituir el apartheid por loque el CNA llamaba una «democraciano racial». Pero todavía tenía quealcanzar un objetivo que era igual deimportante y no menos difícil. Ya erapresidente. Un año antes se habíancelebrado las primeras elecciones en lahistoria de Sudáfrica según el principiode «una persona, un voto». Pero todavíaquedaba mucho por hacer. Mandela teníaque asegurar los cimientos de la nuevademocracia, tenía que hacerla resistentea las peligrosas fuerzas que aún estabanal acecho. La historia demostraba que

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una revolución tan total como lasudafricana, en la que el poder pasa dela noche a la mañana a manos de losrivales históricos, provoca unacontrarrevolución. Aún había encirculación muchos extremistasfuertemente armados y con formaciónmilitar; muchos resentidos afrikaner, los«bitter enders», la versión sudafricana,más organizada, más numerosa y másarmada del Ku Klux Klanestadounidense. En esas circunstancias,como había aprendido Moonsamy consus lecturas de textos políticos, eraesperable que hubiera terrorismo dederechas, y el terrorismo de derechas

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era lo que más deseaba evitar Mandelacomo presidente.

La mejor forma de hacerlo eraconseguir que la población blancaaceptara su voluntad. Desde el principiode su presidencia valoró la posibilidadde que la Copa del Mundo de rugby lediera la oportunidad de ganárselos parasu causa. Por eso se había empeñado enconvencer a sus propios partidariosnegros de que abandonaran el justificadoprejuicio de siempre y apoyasen a losSpringboks. Por eso quería demostrarese día a los afrikaners en el estadio queaquél era también su equipo, que iba acompartir con ellos el triunfo o la

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derrota.Pero el plan estaba lleno de riesgos.

Los extremistas podían disparar contraMandela o hacer estallar una bomba. Oel propio acto podía volverse contraellos. Una mala derrota de losSpringboks no ayudaría. Todavía peorera la perspectiva de que los hinchasafrikaners la emprendieran a abucheosal oír el nuevo himno nacional, tanquerido de los negros, o que ondearan lavieja y odiada bandera naranja, azul yblanca. Los millones de personas quevieran el partido en los distritos negrosse sentirían humillados e indignados ypreferirían apoyar a la selección de

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Nueva Zelanda, con lo que el consensoque Mandela había conseguido crear entorno a los Springboks se haría añicos, ysurgiría la consiguiente posibilidad dedesestabilización.

Sin embargo, Mandela era optimista.Estaba convencido de que las cosas ibana salir bien, como estaba convencido(como una pequeña minoría) de que losSpringboks iban a ganar. Por eso,aquella mañana invernal y luminosa desábado, se sentó tenso pero de buenhumor a consumir su acostumbrado ycopioso desayuno. Tomó, por esteorden: media papaya, gachas de maízseco, al que añadió frutos secos, pasas y

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leche caliente; una ensalada verde yluego, en plato aparte, tres rodajas deplátano, tres rodajas de kiwi y tresrodajas de mango. Después se sirvió unataza de café, que endulzó con miel.

Mandela, impaciente por queempezara el partido, comió aquellamañana con especial apetito. No sehabía dado cuenta hasta entonces, perotoda su vida había estado preparándosepara ese momento. Su decisión de entraren el CNA cuando era joven, en los añoscuarenta; su liderazgo desafiante en lacampaña contra el apartheid en loscincuenta; la soledad, la dureza y lacallada rutina de la cárcel; el exhaustivo

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régimen de ejercicios al que se sometíatras las rejas, siempre seguro de que undía saldría y desempeñaría un papelfundamental en la política de su país;todo eso, y mucho más, había construidola plataforma para el empuje definitivode los diez años anteriores, un periodoen el que Mandela había asumido susbatallas más difíciles y sus victoriasmás improbables. Hoy era la granprueba, la que ofrecía las posibilidadesde recompensa más duradera.

Si salía bien, llevaría a unaconclusión victoriosa el viaje que, conuna ambición propia de una epopeyaclásica, había emprendido en la última

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década de su largo camino hacia lalibertad. Como el Odiseo de Homero,había avanzado de obstáculo enobstáculo y había vencido cada uno deellos, no porque fuera más fuerte que susenemigos, sino porque era más listo ymás seductor. Unas cualidades que habíaforjado tras su detención yencarcelación en 1962, cuandocomprendió que la vía de la fuerza brutaque había intentado, como jefe yfundador del brazo militar del CNA, noservía para nada. En la cárcel pensó quela forma de matar el apartheid eraconvencer a los blancos de que lomataran ellos mismos, de que se unieran

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a su equipo y se sometieran a suliderazgo.

Fue también en la cárcel dondeaprovechó su primera gran oportunidadde llevar a la práctica su estrategia. Enaquella ocasión, el adversario fue unhombre llamado Kobie Coetsee, cuyoestado de ánimo en la mañana delpartido de rugby era de excitaciónnerviosa, como el de todos los demás;cuya claridad de ideas sólo se veíanublada por la duda de si ver el partidoen su casa, a las afueras de Ciudad delCabo, o sumergirse en la atmósfera deun bar cercano. En este día, Coetsee yMandela estaban en el mismo bando

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hasta un punto que habría sidoimpensable cuando se conocieron, diezaños antes. Entonces tenían todos losmotivos para sentir mutua hostilidad.Mandela era el preso político másfamoso de Sudáfrica; Coetsee era elministro de Justicia y Prisiones. La tareaque se había propuesto Mandela, quellevaba cumplidos veintitrés años de sucadena perpetua, era ganarse a Coetsee,el hombre que controlaba las llaves desu celda.

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CAPÍTULO II - ELMINISTRO DE

JUSTICIA

Noviembre de 1985

1985 fue un año de esperanza para elmundo, pero no para Sudáfrica. MijailGorbachov llegó al poder en la UniónSoviética, Ronald Reagan tomóposesión como presidente para unsegundo mandato y los dos líderes de la

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guerra fría celebraron su primeracumbre, el indicio más firme en cuarentaaños de que las superpotencias podíanconvencerse mutuamente de aparcar susestratagemas para la destrucciónrecíproca asegurada. Mientras tanto,Sudáfrica avanzaba en la direcciónopuesta. Las tensiones entre losmilitantes antiapartheid y la policíaestallaron en la escalada más violentade hostilidades raciales desde que loscasacas rojas de la reina Victoria y losregimientos del rey Cetshwayo seaniquilaron mutuamente en la salvajecarnicería de la guerra anglo-zulú de1879. La dirección del CNA, en el

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exilio, animaba a sus partidarios en elinterior a que se alzaran contra elgobierno, pero también llevaban a cabosu ofensiva en otros frentes: a través delos poderosos sindicatos, las sancioneseconómicas internacionales y elaislamiento diplomático. Y a través delrugby. El CNA llevaba diez años decampaña para privar a los sudafricanosblancos, especialmente a los afrikaners,del rugby internacional, la gran pasiónde su vida. En 1985 fue cuandoconsiguieron sus mayores triunfos, alfrustrar una gira prevista de losSpringboks por Nueva Zelanda. Fuedoloroso. El recuerdo reciente de

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aquella derrota inyectaba aún más fuerzaa los musculosos brazos de losantidisturbios afrikaner cuandogolpeaban con sus porras las cabezas desus víctimas negras.

La única perspectiva que había eseaño en el horizonte parecía ser la guerracivil. Un sondeo de opinión nacionalllevado a cabo a mediados de agostodescubrió que el 70% de la poblaciónnegra y el 30% de la blanca creían queel país se encaminaba en esa dirección.Pero, si las cosas llegaban a eseextremo, el vencedor no sería el CNA deMandela, sino su principal adversario,el presidente P. W. Botha, más conocido

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en Sudáfrica como «P. W.» o, por losamigos y enemigos en quienesdespertaba temor, die groot krokodil, elgran cocodrilo. A mediados de 1985,Botha, que gobernó Sudáfrica entre 1978y 1989, anunció el estado de emergenciay ordenó que 35.000 soldados de laFuerza de Defensa Sudafricana, FDSA,entrasen en los distritos negrossegregados. Era la primera vez que sepedía al ejército que ayudase a lapolicía a sofocar lo que el gobiernoconsideraba una rebelión cada vez másorganizada. Tales sospechas seconfirmaron cuando la dirección delCNA en el exilio respondió a la medida

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de Botha con un llamamiento a la«guerra popular» para hacer que el paísfuera «ingobernable», lo que hizo quelos blancos huyeran en masa del país —a Gran Bretaña, a Australia, a EstadosUnidos—. 1985 fue el año en el que losespectadores de televisión de todo elmundo se acostumbraron a ver Sudáfricacomo un país de barricadas humeantesen el que los jóvenes negros lanzabanpiedras contra policías blancos armadosde fusiles, en el que los vehículosblindados de la FDSA avanzaban comonaves extraterrestres sobremuchedumbres negras aterrorizadas. Deacuerdo con las normas del estado de

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emergencia, las fuerzas de seguridaddisponían de poderes prácticamenteilimitados de búsqueda, incautación ydetención, además de la tranquilidad desaber que podían atacar a lossospechosos con impunidad. En losquince meses anteriores a la primerasemana de noviembre de ese año, 850personas murieron en actos de violenciapolítica y miles fueron encarcelados sincargos.

En ese clima, ese año, Mandelalanzó su ofensiva de paz. Convencido deque las negociaciones eran la únicaforma de acabar definitivamente con elapartheid, decidió afrontar el reto solo

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y, como se vio después, con las manosatadas. A principios de año, los médicoshabían descubierto que tenía problemasde próstata y, temiendo que fuera cáncer,decidieron que necesitaba ser operadocon urgencia. Habían hecho eldiagnóstico en la cárcel de Pollsmoor,donde había sido trasladado desdeRobben Island tres años antes, en 1982.Pollsmoor, en tierra firme, cerca deCiudad del Cabo, fue la cárcel en la quecompartió la gran celda con WalterSisulu y otros tres presos veteranos a losque ponía furiosos con sus carrerasantes de amanecer. La operación,llevada a cabo el 4 de noviembre de

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1985, fue un éxito, pero Mandela, quetenía ya sesenta y siete años, tuvo quepermanecer bajo observación. Losmédicos ordenaron que convaleciera enel hospital durante tres semanas más.

Durante ese interludio, la primeraestancia de Mandela fuera de la cárcelen veintitrés años, comenzaron sus diezaños de intentos de ganarse a laSudáfrica blanca. Por una coincidenciahistórica extraordinaria, fue el mismomes en el que se reunieron Reagan yGorbachov. Igual que el presidenteestadounidense se disponía a emplear suencanto para ganarse al líder soviético,Mandela se preparaba para utilizar la

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suya con Kobie Coetsee, el hombre queocupaba el cargo con el título máscontradictorio del mundo: ministro deJusticia de Sudáfrica.

Si la cumbre de las superpotenciasen Ginebra fue un espectáculomediático, la reunión sudafricana sellevó a cabo en el mayor de los secretos.La prensa no se enteró de ella hastacinco años después pero, aunque lahubiera conocido en su momento,incluso si la noticia se hubiera filtrado,habría sido difícil encontrar a alguienque se la creyera. El CNA era elenemigo, los instigadores de un «ataquetotal» de inspiración soviética, en

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palabras de P. W. Botha, y contraquienes las fuerzas de seguridad delEstado habían lanzado lo que él llamabauna «estrategia total». No había nadamás inconcebible que la idea de que elrégimen de Botha negociase con los«terroristas comunistas», y mucho menoscon su líder encarcelado.

Aun así, si algún miembro delgobierno debía contactar con elenemigo, ése tenía que ser Coetsee, cuyacartera no sólo abarcaba la Justicia sinotambién los Servicios Penitenciarios, esdecir, el sistema de prisiones. Además,Botha escogió a Coetsee para ser suemisario secreto porque era de una

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lealtad ciega: uno de los pocosmiembros de su gabinete en el que Bothapodía confiar para que se comportasecon discreción. Por otra parte, eraCoetsee quien había recibido, como suspredecesores en el ministerio deJusticia, las largas cartas de Mandelasolicitando la entrevista. Con dichassolicitudes, Mandela no hacía más quecontinuar una tradición infructuosa delCNA, desde su fundación en 1912, deintentar convencer a los gobiernosblancos para que se sentaran a debatircon ellos el futuro del país. Pero ahora,por fin, iba a suceder: las primerasconversaciones entre un político negro y

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un miembro destacado del gobiernoblanco. El motivo de Botha para aprobarel encuentro era, en parte, la curiosidad;el CNA había lanzado en 1980 unacampaña para liberar a Mandela y éstese había convertido ya en el preso másfamoso y menos conocido del mundo.Pero a Botha le impulsaba sobre todo lasituación cada vez más volátil en losdistritos segregados y las presionescrecientes del mundo exterior. Tenía lasensación de que había llegado elmomento de tantear las posibilidades dereconciliación, de aventurarse a intentarprobar si, un día, podría ser posible laconvivencia con la Sudáfrica negra.

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Como explicaría Coetseeposteriormente: «Nos habíamos metidonosotros mismos en un rincón ynecesitábamos encontrar la forma desalir.»

Lo curioso era que, aunque Mandelahabía sido el solicitante, era Coetsee elque se sentía incómodo. Se trataba deuna mezcla de culpabilidad y miedo;culpa porque iba a ver a Mandela comoemisario del gobierno que estabamatando a su gente; miedo porque habíaleído el expediente de Mandela y leinquietaba la perspectiva de ver cara acara a un enemigo aparentemente tandespiadado. «La imagen que me había

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formado de él —dijo durante unaentrevista en Ciudad del Cabo pocosaños después de dejar el gobierno—,era la de un líder decidido a hacerse conel poder, si llegaba la oportunidad, sinimportarle el coste en vidas humanas.»Del expediente de Mandela, Coetseedebió de extraer también la imagenmental de un ex boxeador de los pesospesados que, diez meses antes, habíatenido la temeridad de humillar a suadusto y malhumorado jefe, P. W. Botha,delante de toda la nación. Botha se habíaofrecido públicamente a dejar enlibertad a Mandela, pero había exigidounas condiciones previas. Mandela tenía

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que prometer abandonar la «luchaarmada» que él mismo había iniciado alfundar el brazo militar del CNA,Umkhonto we Sizwe (Lanza de laNación), en 1961, y tenía quecomportarse «de manera que no hayaque detenerle» con arreglo a las leyesdel apartheid. Mandela respondió conuna declaración leída por su hija Zindzidurante una concentración en Soweto.Desafió a Botha a renunciar a laviolencia contra los negros y ridiculizóla idea de que él podía quedar enlibertad cuando, mientras existiera elapartheid, todas las personas negrasseguían viviendo cautivas. «No puedo y

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no voy a hacer ninguna promesa cuandoni vosotros, el pueblo, ni yo somoslibres —decía la declaración—. Vuestralibertad y la mía no pueden estarseparadas.»

Coetsee tenía dudas comprensiblessobre la reunión, pero la balanza seinclinaba a su favor. Al fin y al cabo,Mandela era el preso, y Coetsee elcarcelero; Mandela estaba delgado ydébil tras la operación, vestido con ropade hospital —bata, pijama y zapatillas— mientras que Coetsee, de traje ycorbata ministeriales, derrochaba salud.Y Mandela tenía mucho más que perderen la reunión que Coetsee. Para Mandela

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era una oportunidad a vida o muerte quequizá no se repetiría; para Coetsee eraun encuentro exploratorio, casi un actomovido por la curiosidad. A ojos deMandela, era la oportunidad que habíabuscado, desde que se inició en lapolítica cuatro décadas antes, de teneruna conversación seria sobre ladirección que iba a tomar el país en elfuturo, entre la Sudáfrica blanca y laSudáfrica negra. De todos los retos queafrontaría posteriormente con suspoderes de seducción política, ningunoestaría tan lleno de peligros. Porque, sihubiera fracasado, si hubiera discutidocon Coetsee o si no hubiera habido

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química entre ellos, aquél habría podidoser el principio y el fin de todo.

Pero, desde el momento en el queCoetsee entró en la habitación delhospital de Mandela, las aprensionespor ambas partes se evaporaron.Mandela, un anfitrión modelo, mostró susonrisa espléndida e hizo que Coetsee sesintiera a gusto y, casi al instante, parasorpresa discretamente contenida deambos, preso y carcelero se encontraroncharlando de forma amigable.Cualquiera que les hubiera visto sinsaber quiénes eran habría pensado quese conocían bien, como un consejeroreal conoce a su príncipe o un abogado a

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su mejor cliente. En parte, porqueMandela, que mide 1,83 metros,empequeñecía a Coetsee, un tipomenudo y pizpireto con grandes gafas demontura negra y pinta de abogadourbanista. Pero, sobre todo, por unacuestión de lenguaje corporal, por elefecto que la actitud de Mandela tenía enla gente con la que hablaba. En primerlugar, su postura erguida. Luego, suforma de dar la mano. Nunca seagachaba, ni inclinaba la cabeza. Todoel movimiento lo hacía con laarticulación del brazo y el hombro. Si aeso se añadían el enorme tamaño de sumano y su piel curtida, el resultado era

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majestuoso e intimidatorio. O lo habríasido de no ser por su mirada cálida y suinmensa sonrisa.

«Tenía un don natural —recordabaCoetsee, entusiasmado—, y me di cuentadesde el momento en que lo vi. Era unlíder nato. Y también afable. Estabaclaro que el personal del hospital letenía simpatía y, pese a ello, lerespetaba, aunque sabían que era unpreso. Y no había duda de que dominabasu entorno.»

Mandela mencionó a gente de losServicios Penitenciarios que ambosconocían; Coetsee le preguntó por susalud; charlaron sobre un encuentro

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casual que Coetsee había tenido con lamujer de Mandela, Winnie, unos díasantes en un avión. A Coetsee lesorprendieron la disposición deMandela a hablar en afrikaans y suconocimiento de la historia afrikaans.Fue todo muy cordial. Sin embargo, losdos eran conscientes de que laimportancia de la reunión no residía enlas palabras que intercambiasen, sino enlas que se quedaran sin decir. El hechode que no hubiera ninguna animosidadya era una señal, transmitida y recibidapor ambos, de que había llegado la horade explorar la posibilidad de un cambiofundamental en la forma de relacionarse

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políticamente la Sudáfrica negra y laSudáfrica blanca. Fue, como diríaCoetsee, el comienzo de una nuevapráctica, «hablar en vez de luchar».

La ausencia de cámaras, eltranquilizador entorno del hospital, elpijama, la afabilidad sin consecuenciasde la charla, todo disimulaba la realidadde que Mandela había conseguido llevara cabo la proeza aparentementeimposible por la que el CNA llevabaluchando setenta y tres años. ¿Cómo lohabía hecho? Como todos los que sonmuy buenos en su trabajo —sean atletas,pintores o violinistas—, había trabajadomucho y durante largo tiempo para

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desarrollar su talento natural. WalterSisulu había vislumbrado al líder en éldesde el día en el que se conocieron, en1942. Sisulu, seis años mayor queMandela, era un veterano organizadordel CNA en Johanesburgo; Mandela, quetenía veinticinco años, acababa de llegardel campo. Mandela era un paleto encomparación con la sofisticación urbanade Sisulu, pero el astuto activista queera este último, al observar al joven quese mantenía erguido ante él, vio algo quepodía serle útil. «Me impresionó másque cualquier otra persona que habíaconocido —dijo Sisulu más de mediosiglo después de aquel primer encuentro

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—. Su aire, su simpatía... Yo buscaba agente de cierto calibre para ocuparpuestos dirigentes y él fue un regalo delos dioses.»

Mandela solía decir en broma que,si no hubiera conocido a Sisulu, sehabría ahorrado muchas complicacionesen la vida. La verdad es que Mandela,cuyo nombre en xhosa, Rolihlahla,significa «alborotador», hizo loindecible para buscar esascomplicaciones y demostró tener talentopara adoptar gestos de valor políticodurante el movimiento pacífico deresistencia en los años cuarenta ycincuenta. Había que organizar actos

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públicos que crearan conciencia políticay dieran ejemplo de audacia a lapoblación negra en general. Mandela,«voluntario jefe» de la «campaña dedesafío» de aquel periodo, fue elprimero que quemó su documento deidentidad de hombre negro, conocidocomo «carnet de paso», un métodohumillante que impuso el gobierno delapartheid para asegurarse de que losnegros no entrasen en las zonas blancasmás que para trabajar. Antes de quemarel carnet, escogió el momento y el lugarque podían causar el máximo impacto enlos medios. Las fotografías de la épocale muestran sonriendo para las cámaras

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mientras infringía aquella leyfundamental del apartheid. En el plazode unos días, miles de personas negrasseguían su ejemplo.

Como presidente de la Liga Juvenildel CNA en los años cincuenta, destacócomo un individuo extraordinariamenteseguro de sí mismo. Durante una reuniónde la máxima dirección del CNA, unacto de etiqueta en el que se presentócon un pulcro traje marrón, sorprendió atodo el mundo con un discurso en el quepredijo que él sería el primer presidentenegro de Sudáfrica.

Tenía algo del desparpajo del jovenMohamed Alí, y no sólo por el hecho de

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que boxeaba para mantenerse en forma,una forma física que le gustaba exhibir.Varias fotografías le muestran posandopara las cámaras, desnudo de cinturapara arriba y en posturas clásicas deboxeo. En las fotografías en las queaparece con traje, tiene un aire deestrella romántica de Hollywood. En losaños cincuenta era ya el rostro másvisible de la protesta negra, y vestía deforma impecable: el único hombre negroque se hacía los trajes en el mismosastre que el hombre más rico deSudáfrica, el magnate del oro y losdiamantes Harry Oppenheimer.

Cuando el CNA emprendió la lucha

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armada en 1961, en gran parte ainstancias de Mandela, y él se convirtióen comandante en jefe del brazo militar,Umkhonto we Sizwe, abandonó lostrajes y se pasó al chic revolucionario,tomando como modelo a uno de sushéroes, el Che Guevara. En el últimoacto público al que asistió antes de serdetenido en 1962, una fiesta en Durban,apareció vestido de guerrillero, conuniforme de camuflaje. En aquelmomento era el hombre más buscado deSudáfrica, pero era tal la importanciaque daba a mantener una actituddesafiante y tal el placer que le producíael destacar en una multitud, que rechazó

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el consejo de sus camaradas de que seafeitase la barba que se había dejadopara imitar al Che y con la que aparecíaen los carteles de búsqueda de lapolicía.

Si su vanidad supuso, al menos enparte, su caída, también supo utilizarla.En la cárcel, acusado de sabotaje,decidió que en su primera aparición anteel tribunal iba a volver a acaparar todala atención. Entró en el juzgado con unalentitud y una autoridad deliberadas,vestido, como correspondía a sucategoría en el clan xhosa en el que secrió, con el elaborado atuendo de un altocaudillo africano: una piel de animal

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sobre el pecho, cuentas en torno alcuello y en los brazos. Mientrascaminaba hacia su silla, la sala cayósumida en silencio; incluso el juez tuvoque hacer un breve esfuerzo paraencontrar su voz. Se sentó, y, luego, a ungesto del juez, se levantó, y examinólentamente la sala antes de comenzar undiscurso electrizante. Empezó: «Soy unhombre negro en un tribunal de hombresblancos», y consiguió exactamente elobjetivo nacional que buscaba, crear unespíritu incólume de desafío negro.

Fue un descubrimiento importante.La cárcel podía servir también deescenario político; también desde detrás

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de las rejas podía causar impacto.Aquello cambió su forma de ver lasentencia que le aguardaba y, a partir deaquel momento, aprovechando laexperiencia que había adquirido comoabogado defendiendo a clientes negrosen los tribunales blancos durante losaños cincuenta, utilizó la cárcel comocampo de entrenamiento, un lugar en elque prepararse para la gran partida quele esperaba al salir. Refinó su talentonatural para el teatro con el fin de lograrsus fines políticos y ensayó su papelante sus guardianes y ante otros presospara afrontar el destino triunfante quetenía la temeridad de creer que le

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aguardaba fuera.El primer reto era conocer a su

enemigo, una tarea que emprendió con elmismo rigor que dedicaba a su ejerciciofísico. Disponía de dos herramientas:libros —en los que aprendió sobre lahistoria de los afrikaners y estudió sulengua— y los guardias afrikaners de laprisión, unos hombres sencillos queocupaban el estrato inferior en el gransistema laboral que daba prioridad a losblancos. Fikile Bam, que compartiócárcel con Mandela durante algúntiempo, recordaba con viveza laseriedad con la que, desde el principiode su condena, Mandela se propuso

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comprender la mentalidad afrikaner. «Ensu opinión —y era lo que nos predicabaa los demás—, el afrikaner era africano.Pertenecía a la tierra, y cualquiersolución que se encontrara para losproblemas políticos iba a tener quecontar con los afrikaners.»

En aquel tiempo, la postura oficialdel CNA era que el poder afrikaner erauna versión actualizada del colonialismoeuropeo. Hizo falta mucho valor paraque Mandela se opusiera a esa opinión,que declarase que los afrikaners teníantanto derecho a ser llamados africanoscomo los negros con los que compartíala celda. Y tampoco disimuló su nueva

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pasión por aprender cosas del pasado delos afrikaners. «Tenía un gran interés porlos personajes afrikaners históricos,entre ellos los líderes afrikaners durantela guerra de los bóers —explicaba Bam—. Sabía de memoria los nombres delos distintos generales bóers.»

En la cárcel, Mandela se inscribióen un curso de lengua afrikaans duranteun par de años, y nunca desperdició laoportunidad de mejorar su dominio delidioma. «No tenía absolutamente ningúnreparo en saludar a la gente en afrikaansni en probar su afrikaans con losguardias. Otros presos tenían sus dudase inhibiciones, pero Nelson no. Quería

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conocer de verdad a los afrikaners. Ylos guardias le eran muy útiles para supropósito.»

Y no sólo para aprender el idioma.Mandela vio a aquellos hombres, elrostro más visible e inmediato delenemigo, y se marcó un objetivo:convencerlos para que le tratasen condignidad. Si lo lograba, pensó, habríamuchas más probabilidades de poderhacer lo mismo, un día, con los blancosen general.

Sisulu le había observado fuera dela cárcel, le observó en la cárcel y —como el entrenador que descubre aljoven boxeador que luego se convierte

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en campeón de los pesos pesados— sefelicitó por la astucia de su elección.Sisulu siempre estuvo, porque loprefería, a la sombra de Mandela, peroéste le pidió consejo sobre asuntospersonales y políticos toda su vida. FueSisulu, por ejemplo, el que mejorcomprendió cómo ablandar loscorazones de los carceleros blancos. Laclave, como explicaría mucho después,era el «respeto elemental». No queríaaplastar a sus enemigos. No queríahumillarlos. No quería pagarlos con lamisma moneda. Sólo quería que lestratasen con respeto.

Eso era precisamente lo que querían

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también los hombres blancos quecontrolaban la prisión, duros y de escasaeducación, y eso es lo que Mandela seesforzó en darles desde el principio, pormuy horrorosa que le hicieran la vida.Su celda, su casa durante dieciochoaños, era más pequeña que un cuarto debaño. Medía 2,5 × 2,1 metros, o trespasos por dos y medio de Mandela, ytenía una pequeña ventana con barrotes,de 30 cm2, que daba a un patio decemento en el que los presos se sentabandurante horas a romper piedras.Mandela dormía sobre un colchón depaja, con tres mantas muy finas que eransu única protección contra el frío viento

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de los inviernos del Cabo. Como losdemás presos políticos, que contabancon menos privilegios que los presoscomunes del ala lujosa de la isla, estabaobligado a llevar pantalón corto (loslargos sólo se los daban a los presosindios o mulatos, no a los africanosnegros), y la comida era escasa ydeprimente: unas gachas de maízaderezadas, los días buenos, concartílago. Mandela empezó pronto aperder peso, y la falta de vitaminas hizoque su piel se volviera amarillenta,pero, aun así, se veía obligado a trabajarduramente, o con un pico en la canterade cal de la isla o recogiendo algas que

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se exportaban a Japón como fertilizante.Para lavarse, les daban cubos de aguafría del Atlántico.

Dos meses después de la llegada deMandela a Robben Island, su abogado,George Bizos, tuvo la primeraoportunidad de ver lo que la cárcel leestaba costando. Mandela estaba muchomás delgado e iba vestido de formahumillante, con aquellos pantalonescortos y zapatos sin calcetines. En tornoa él, formando una caja, había ochoguardias elegantemente uniformados,dos delante, dos detrás y dos a cadalado. Sin embargo, desde el momento enel que Bizos vio a su cliente, se dio

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cuenta de que Mandela se movía con unaire distinto al del típico preso. Cuandosalió del furgón penitenciario con suescolta, fue él, y no los guardias, el quemarcó el paso. Bizos se abrió paso entrelos dos guardias de delante y abrazó a sucliente, para confusión de losfuncionarios, a los que nunca se leshabía ocurrido la idea de que un hombreblanco pudiera abrazar a uno negro. Losdos charlaron brevemente y Mandela lepreguntó a su viejo amigo por la familia,pero de pronto se interrumpió y dijo:«George, perdona, no te he presentado ami guardia de honor», y le nombró acada uno de los agentes. Los guardias se

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quedaron tan asombrados, recordabaBizos muchos años después, «que secomportaron verdaderamente como unaguardia de honor y me dieron la manocon todo respeto».

No siempre era así. Los guardias ylos jefes de la prisión rotaban,inevitablemente, y algunos regímenesfueron brutales, mientras que otrosfueron relativamente benignos. Mandela,reconocido por los demás presospolíticos como líder desde el primerdía, perfeccionó el arte de manipularlosa todos, independientemente de sucarácter. Se esforzó en convencer a lospresos de que, en el fondo, todos los

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guardias eran seres humanosvulnerables, que era el sistema el quehabía convertido a muchos de ellos enanimales. Pero eso no quería decir que,cuando la ocasión lo exigía, Mandela nosupiera defender activamente susderechos. La única vez en la isla que unguardia estuvo a punto de golpearlo,Mandela, abogado y boxeador, semantuvo firme y le dijo: «Como meponga la mano encima, le llevaré ante elmás alto tribunal del país. Y, cuandoacabe con usted, será tan pobre comouna rata.» El guardia refunfuñó y gruñó,pero no le pegó y se alejó humillado.

En la mini Sudáfrica que era la isla,

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los presos negros se enfrentaban alrégimen carcelario blanco como lohabían hecho ante el gobierno cuandoeran libres. La desobediencia civil erael principio general, y se manifestaba enhuelgas de hambre, huelgas de celo y elhábito de mantener toda la dignidad quepodían. Los guardias con los que seencontró Mandela cuando llegó a la islaestaban acostumbrados a que los presosles llamasen baas, «jefe». Mandela senegó y, aunque sufrió intimidaciones porello, nunca cedió.

Las condiciones penitenciarias en elpequeño feudo de la isla, antiguamenteuna colonia de leprosos y un manicomio,

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dependían mucho de la personalidad deloficial que estuviera a cargo en unmomento dado. En 1970, un hombrediscreto y afable llamado Van Aarde fuesustituido por el coronel PietBadenhorst, el personaje más temibleque Mandela iba a conocer durante susaños tras las rejas. Badenhorst y losnuevos reclutas que llevó consigo a laisla crearon un reinado de terror queduró un año. Badenhorst era incapaz deabrir la boca sin soltar tacos, y seacostumbró a dirigir los peores insultosa Mandela. Sus guardias seguían elejemplo del jefe: zarandeaban a lospresos de camino a la cantera, sometían

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sus celdas a registros inesperados yconfiscaban sus preciados libros, entreellos las obras de Shakespeare y losclásicos griegos que eran los favoritosde Mandela y Sisulu. Un día de mayo de1971, por la mañana, los guardias deBadenhorst entraron en la galeríapolítica, sección B, borrachos.Ordenaron a los presos que sedesnudasen mientras registraban lasceldas. Una hora después, uno de lospresos se desvaneció y, cuando otroprotestó y arremetió contra ellos, ledieron tal paliza que su celda acabósalpicada de sangre.

Mandela mantuvo la calma y, bajo su

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dirección, los presos recuperaron laslecciones que habían aprendido fuera, enla lucha política. Pidieron ayuda másallá de su microcosmos de la isla.Enviaron mensajes a través de visitantesy la Cruz Roja internacional. Tambiénllegó ayuda de la política progresistamás conocida en el parlamentosudafricano, Helen Suzman, que visitó alos presos en la isla y, por indicación deellos, habló con Mandela, al que habíanelegido de forma unánime comoportavoz.

El momento decisivo se produjocuando tres jueces visitaron la cárcel afinales de 1971. En presencia de

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Badenhorst, se entrevistaron conMandela, que no se contuvo y denuncióel duro trato que les propinaba elcoronel. Habló de la pobre dieta y losduros trabajos, pero se detuvo, sobretodo, en el incidente de los guardiasborrachos que habían desnudado ygolpeado a los presos. Badenhorst lehizo un gesto con el dedo y dijo: «Tencuidado, Mandela. Si hablas de cosasque no has visto, te vas a meter en unlío, ¿me entiendes?» Mandela aprovechóel error de Badenhorst. Se volvió,triunfante, a los jueces, como si volvieraa ejercer de abogado en un tribunal, yles dijo: «Caballeros, ya ven ustedes el

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tipo de hombre que tenemos comocomandante. Si es capaz de amenazarmeaquí, en su presencia, pueden imaginarselo que hace cuando no están.» Un juez sevolvió hacia los otros dos y dijo: «Elpreso tiene mucha razón.»

Mandela había domado a sutorturador. Después de la visita de losjueces, la situación en la cárcel mejoróy, al cabo de tres meses, llegó la noticiade que iban a trasladar a Badenhorst.Pero la historia no se quedó ahí.Todavía estaba por llegar lo másinteresante, porque tendría un efecto enMandela que influiría en su actitudrespecto a los «opresores» afrikaners el

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resto de su vida y fue decisivo cuando,por fin, pudo entablar el combatepolítico con ellos.

Unos días antes de que Badenhorstse fuera, el comisario nacional deprisiones, un tal general Steyn, visitóRobben Island. Se entrevistó conMandela en presencia de Badenhorst. Alterminar la entrevista y cuando Steyn yano podía oírle, Badenhorst se acercó aMandela y, con una vozextraordinariamente cortés, le informóde su inminente partida. Luego dijo:«Sólo quiero desear buena suerte a sugente.» Mandela se quedómomentáneamente sin saber qué decir,

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pero luego se recobró lo suficiente comopara darle las gracias y desearletambién buena suerte en su nuevo puesto.

Mandela reflexionó sobre eseincidente y examinó las enseñanzas quepodían sacarse de él, cómo un hombre alque había considerado cruel y salvaje,al final, había revelado tener una luzmás suave. Aparcó esas reflexiones,pero también encontró formas deutilizarlas enseguida. Aplicando lasestrategias que había desarrolladodurante sus siete años en Robben Island,utilizó toda la ayuda que pudo de gentecomo Helen Suzman y el sistemajudicial para hacer que la cárcel fuera

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un lugar más habitable. A finales de lossetenta, no sólo había mejorado muchola calidad de la comida, la ropa y lascamas respecto a 1964, no sólo sehabían terminado la recogida de algas ylos trabajos forzosos en la cantera, sinoque se habían añadido todo tipo de lujosinimaginables. Los presos podían verpelículas, oír la radio en un sistema dealtavoces por todas las instalaciones y,lo mejor de todo, hacer deporte.Incluido el tenis, curiosamente. Tambiénel fútbol, el pasatiempo favorito de laSudáfrica negra. A insistencia de lasautoridades, se añadió a la lista elrugby. Las normas eran que una semana

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se jugaba al fútbol y otra al rugby,siempre de manera alterna. Los presosmás jóvenes jugaban al rugby y oíanretransmisiones de partidos importantesen la radio, aunque todos ellos apoyabanruidosamente a los equipos rivales.

Eso llegaría mucho más tarde. Antesse produjo la conversión de KobieCoetsee, aquel día de noviembre de1985.

Cuando Mandela fue dado de alta enel hospital, el 24 de noviembre de 1985,Botha coincidió con Coetsee en que nodebía volver a la amplia celda que habíacompartido los tres años anteriores consus cuatro viejos camaradas.

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Permanecería en Pollsmoor pero iba aestar en una celda propia, en una partevacía de la cárcel. No era un castigo,sino un primer paso hacia la libertad. Setrataba de mantener los nuevos contactosentre Mandela y el gobierno en elmáximo secreto posible, incluso ante losdemás presos. Mandela agradeció elhecho de tener el espacio que necesitabapara ordenar sus ideas y elaborar suestrategia. Además, Coetsee se encargóde proporcionar a Mandela, en su celdasolitaria, un trato de favor como ningúnbaas le había dado jamás a un hombrenegro en Sudáfrica. Su comida mejoró yempezó a recibir periódicos, una radio y

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acceso a un invento desconocido enSudáfrica cuando él ingresó en la cárcel,una televisión.

Tenía asimismo la compañía de unguardia llamado Christo Brand quehabía sido trasladado con él desdeRobben Island y que le adoraba. Criadoen una granja, Brand había tenido suprimer contacto con la electricidad a losdiez años y había abandonado la escuelaa los quince. Era un hombre que tenía lamitad de años que Mandela, amable, queconsideraba a su preso casi como unpadre. Mandela cumplía su papel: entreotras cosas, escribía cartas a la esposade Brand para quejarse de que su

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marido no hacía lo suficiente paramejorar; que era muy inteligente y, si sele convencía para que estudiara, podíahacer algo más con su vida. El hijo deBrand, Riaan, que nació en 1985, seconvirtió también en una especie denieto postizo de Mandela. Brand metió aRiaan clandestinamente en Pollsmoorcuando tenía ocho meses para queMandela pudiera cogerlo en brazos.Mandela lo hizo y los ojos se lehumedecieron; llevaba veintitrés añossin poder tocar a ninguno de sus seishijos. A medida que Riaan fuecreciendo, Mandela nunca dejó depreguntar cómo le iba en el colegio, y le

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escribió puntualmente cartas cada añopor su cumpleaños.

Los altos jefes de Pollsmoor, másdistantes, eran más difíciles de abordarque Brand. Mandela tuvo que manteneragudizados sus sentidos para ganárselos.El oficial a cargo del ala C de la cárcel,de máxima seguridad, era un talcomandante Van Sittert, un hombre que,como contó después Brand, se sentíamás a gusto tratando con presos comunesque con los políticos. «El comandantesolía visitar las celdas una vez al mes—contaba Brand—. Los presospolíticos le parecían una molestia: sequejaban y pedían cosas con mucha más

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frecuencia que los presos comunes;además, el comandante no hablabainglés muy bien, y también por eso sesentía incómodo con ellos.» Mandelaera ya famoso en todo el mundo, unaauténtica celebridad. Y eso irritabatodavía más al comandante Van Sittert,hacía que estuviera más incómodo en supresencia.

Mandela se lo pensó mucho. Habíasometido a todos los demás jefes, peroel picajoso e inseguro Van Sittert iba aponer verdaderamente a prueba suspoderes de seducción. Habló con Brandpara intentar encontrar algún puntoflaco. Y gracias a él lo encontró. Sittert

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era un fanático del rugby. Así queMandela, que no era especialmenteaficionado a ese deporte, se propusoaprender celosamente todo lorelacionado con él antes de la visitamensual del comandante. Por primeravez en su vida, leyó las páginas de rugbyde los periódicos, vio los programasdeportivos en televisión y se propusoestar al tanto de las últimas noticias parapoder hablar con el comandante sobre sugran pasión de forma más o menoscreíble.

Mandela tenía otro incentivo ademásde la satisfacción política de hacersecon una nueva presa blanca. Tenía una

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necesidad concreta, una petición quequería hacer, que afectaría su bienestarinmediato y que sólo el comandantepodía conceder. No quería esperar otromes para tener una oportunidad delograr lo que necesitaba, así que teníaque aprovechar el momento cuandosurgiera. Mandela se entrevistó con elcomandante Van Sittert por primera vezen el corredor, delante de su celda. Y,aunque la vestimenta volvía a situarlo endesventaja, como había ocurrido el díaen que conoció a Kobie Coetsee, porqueél iba vestido de preso y el comandantecomo un oficial del ejército, Mandelavolvió a dominar la situación. Recibió

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al comandante como si fuera un invitadoen su casa. Y, sabiendo lo poco que legustaba a Van Sittert hablar inglés, sedirigió a él en afrikaans.

«Mandela estuvo muy educado,como de costumbre —recordaba Brand—. Le saludó con una gran sonrisa einmediatamente se puso a hablar derugby. ¡Me sorprendió muchísimo! Ahíestaba, diciendo que tal jugador loestaba haciendo muy bien, pero queaquel otro no estaba dando el máximorendimiento y había decepcionado en elúltimo partido, y que quizá habíallegado la hora de dar una oportunidad ano sé qué jugador joven, porque parecía

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muy prometedor, y así sucesivamente.»Cuando el comandante superó su propioasombro, se animó y se mostró deacuerdo con Mandela prácticamente entodos sus argumentos. «Podía versecómo al comandante se le ibandespejando todas las dudas», terminóBrand.

Después de tender la trampa,Mandela atrajo al comandante haciaella. Le llevó lentamente a su celda,mencionando como de casualidad quetenía un pequeño problema, que estabaseguro de que el comandante no querríaque tuviera que aguantar un hombre derugby como él. Le dijo que estaba

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recibiendo más comida para el almuerzoque para la cena y que, por ese motivo,había adoptado la costumbre deguardarse parte del almuerzo para latarde. Lo malo era que, para entonces, lacomida se había enfriado. Pero habíauna solución, dijo Mandela. Había oídohablar de una cosa llamadacalientaplatos. Le parecía que era lasolución para su dilema. «Comandante—dijo—, ¿sería posible que me ayudaraa obtener uno?»

Para sorpresa de Brand, Van Sittertcapituló sin resistencia. «¡Brand —ordenó—, vaya y consígale a Mandelaun calientaplatos!»

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Obtuvo todo eso y más cuandovolvió a reunirse en secreto con KobieCoetsee, esta vez en su casa. Elministro, deseoso de otorgar a Mandelala dignidad que consideraba quemerecía, dispuso que las autoridades dela prisión le pusieran una chaqueta porprimera vez en veintitrés años y que lellevaran, no en un furgón, sino en unelegante coche. En ese segundoencuentro, el contenido de la discusiónfue más explícitamente político.Coetsee, satisfecho, informó a Botha deque la cárcel parecía haber suavizado aMandela, que ya no era el agitador yterrorista y parecía dispuesto a estudiar

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un acuerdo con los blancos.Mandela obtuvo más privilegios.

Brand y Van Sittert se sorprendieron alrecibir órdenes de que pasearan aMandela en coche por Ciudad del Cabo.Un pequeño comité formado porpersonas de confianza de Botha, quesabían de las conversaciones secretas(Coetsee, Niël Barnard, jefe delServicio Nacional de Inteligencia, y unoo dos más), temía que, si se enterabatodo el gobierno de las negociaciones,alguien podía acabar filtrando el asuntoa la prensa. No obstante, les parecía tanimportante que Mandela empezara aaclimatarse a la vida fuera de la cárcel

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que incluso autorizaron a sus guardias adejar que saliera a dar pequeños paseospor su cuenta, a mezclarse con lapoblación local desprevenida. En unaocasión, Christo Brand se lo llevó a sucasa y le presentó a su mujer y sus hijos.Otro día, dos guardias le llevaron encoche hasta una ciudad llamadaPaternoster, a 100 kilómetros al norte deCiudad del Cabo, en la costa delAtlántico. Mientras Mandela paseabasolo por la prístina playa blanca de laciudad, apareció de pronto un autobúslleno de turistas alemanes. Los dosoficiales se asustaron y temieron que lereconocieran. No tenían que haberse

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preocupado. Los turistas, extasiadosante la salvaje belleza de la zona,hicieron fotos e ignoraron al hombrenegro de cabello gris que andaba porallí cerca. Mandela podría haberseprecipitado hacia ellos y haber subido alautobús en busca de asilo político, perotodavía no quería salir de la cárcel, peseal clamor que se había ido formando entodo el mundo por su liberación. Leparecía que podía hacer más cosas si sequedaba dentro y negociaba.

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CAPÍTULO III -SERVICIOSSEPARADOS

Justice Bekebeke era un joven negroairado en noviembre de 1985, uno entremillones. Alto y delgado, como unaescultura africana, tenía unas maneraseducadas y una relajante voz de barítonoque indicaba una sabiduría penosamenteadquirida muy por encima de susveinticuatro años. Bekebeke vivía enPaballelo, un distrito segregado sinárboles a 750 kilómetros al norte de la

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cárcel de Mandela en Ciudad del Cabo ya otros tantos al oeste de Johanesburgo,en el límite del desierto de Kalahari, enlos últimos confines de la tierra. EnSudáfrica había un distrito negro junto acada ciudad blanca. Pero, aunque losdistritos negros siempre tenían muchosmás habitantes, en los mapas sóloaparecían las ciudades blancas. Losdistritos eran las sombras negras de lasciudades. Paballelo era la sombra negrade Upington.

Upington era una cruda caricatura deuna ciudad del apartheid. Un visitantepoco curioso quizá no habría notado enJohanesburgo los más burdos límites

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racistas del sistema. Pero en Upingtonesos límites eran ineludibles: letreros de«Slegs Blankes» («Sólo blancos») enaseos públicos, bares, fuentes, cines,piscinas públicas, parques, paradas deautobús, la estación de ferrocarril. Todaesa insensatez, exigida legalmente por laLey de Servicios Separados de 1953,generaba, a veces, humor de dudosogusto. Una mujer negra que llevara entren al bebé blanco de su «señora»,¿tenía que viajar en la sección de «sóloblancos» o en la de «no blancos»? Unvisitante japonés que entrara en un aseopúblico de «sólo blancos», ¿estaríainfringiendo la ley? ¿Y qué tenía que

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hacer el conductor de un autobús sólopara blancos si ordenaba a un pasajerode piel oscura que se bajara y él senegaba e insistía en que era un hombreblanco muy bronceado?

Era frecuente que, entre los blancosprogresistas de Johanesburgo o Ciudaddel Cabo, estos detalles legales fueranignorados. En lugares como Upington, enel corazón del territorio afrikaner, seobedecían con un rigor calvinista.Paballelo era un lugar más pobre, mássucio y estaba más abarrotado queUpington, pero era menos asfixiante.Allí uno podía escapar de lasrestricciones más mezquinas del

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apartheid. Podía comer, comprar osentarse donde quisiera. Para ir aPaballelo desde Upington había querecorrer kilómetro y medio hacia eloeste, por la carretera a Namibia, hastallegar al matadero municipal. Allí habíaque girar a la izquierda y entonces unose encontraba con un letrero roñoso quedecía «Bienvenidos a Paballelo». Elcontraste entre uno y otro lugar, comosiempre que se cruzaba del mundoblanco al mundo negro en Sudáfrica, eraestremecedor, como si se hubieraretrocedido un siglo o se hubiera pasadodirectamente de una zona residencial deMarbella a Burkina Faso. Una zona era

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un laberinto seco y amontonado de casascomo cajas de cerillas en una llanura dematorrales; la otra era un oasis artificialde sauces llorones, jardines con céspedde campo de golf, cuidadas rosaledas ygrandes casas cuyos dueños no se habíancontenido a la hora de tomar agua delcercano río Orange. Upington habríasido casi elegante si no fuera tan poconatural, si el verdor no oliera a falsoadorno en medio del calor abrasador yla sequedad del desierto, si no hubierasido un sitio en el que los blancosllamaban constantemente a los negrospor el más humillante de los nombres,kaffir, la versión sudafricana de nigger.

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Tres recuerdos infantiles iban a tenerun efecto duradero en Justice Bekebeke.El primero se remontaba a su niñez,cuando visitó Ciudad del Cabo con sufamilia. Mientras contemplaba el océanoAtlántico, vio un puntito de tierra nomuy lejos de la costa. Su padre, queapenas sabía leer pero sabía cuáles eransus convicciones políticas, le dijo queaquél era el lugar en que estaban«nuestros líderes». El punto era RobbenIsland. Justice pidió a su padre unamoneda para echarla a uno de lostelescopios costeros y poder ver a susdirigentes. No lo consiguió, porque laisla estaba a 11 kilómetros de distancia,

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pero sí vio las siluetas de los edificiosen los que estaban las celdas, losuficiente para elaborar una fantasíamental de que había estado realmente enla isla. Volvió a casa y contó esafantasía como si fuera verdad, y logróimpresionar tanto a sus amigos en elcolegio que, cuando se quiso dar cuenta,se había convertido él mismo en un líderen Paballelo, alguien a quien susjóvenes colegas acudían en busca deorientación política.

Gracias a ese episodio, y gracias ala influencia de su padre, Justice se aliódesde muy joven con el CongresoNacional Africano de Mandela, y no con

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su rival, el Congreso Panafricanista, másradical. El CPA era un partidoabiertamente racista y vengativo quetenía eslóganes como «una bala, uncolono» y «arrojar a los blancos almar», y que casi se convirtió en lafuerza dominante en la política negradurante los años sesenta. El CPA era elHamás de Sudáfrica.

Imaginemos a Yasir Arafatconvenciendo a Hamás de que serindiera a su liderazgo para que elpueblo palestino se uniese bajo labandera de Al Fatah, y nos haremos unaidea de lo que consiguió Mandela consus bases, mucho más pobladas y con

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más diversidad tribal. En la Sudáfricanegra había zulúes, había xhosas, habíasothos y otros seis grupos tribales, todoscon distintas lenguas maternas y lamayoría con algún tipo de animosidadhistórica respecto a los otros. Mandela,de quien todo el mundo sabía quepertenecía a la realeza xhosa, acabó porganarse a más del 90 % de lossudafricanos negros.

El segundo recuerdo decisivo deBekebeke quedó sellado cuando teníadiez años. Oyó hablar de un hombrenegro que había discutido con un policíablanco. La disputa se caldeó cada vezmás hasta que el policía sacó la pistola

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y disparó al hombre, que, mientras caía,asestó una puñalada al policía y le mató.Justice no conocía al hombre negro,pero le pareció que la historia tenía lafuerza de una parábola. «Me encantóaquel hombre —se indignaba, con lamisma energía de su juventud, cuandocontaba la historia, muchos añosdespués—. Me pareció un héroe porenfrentarse al policía blanco, pordefenderse.»

Si ese recuerdo indica el reto queiba a afrontar Mandela al tratar deconvencer a su gente para que aceptarael fin negociado del apartheid, el tercergran recuerdo de infancia de Justice

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mostraba lo difícil que iba a serconvencerles para que apoyasen a losSpringboks. Hablamos de un partido derugby jugado en Upington en 1970,también cuando tenía diez años.

Como a la mayoría de los niñosnegros, el rugby le interesaba poco. Erael entretenimiento salvaje y extraño deuna gente salvaje y extraña. Pero, esavez, la curiosidad y la perspectiva dedisfrutar con una derrota poco frecuentede sus vecinos blancos le animaron a iral estadio local. La selección de rugbyde Nueva Zelanda estaba de gira porSudáfrica y había ido a Upington a jugarcontra el gran equipo de la provincia, el

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North West Cape. El estadio erapequeño, con una capacidad de 9.000espectadores, y espacio —donde pegabamás el sol— para sólo unos cuantoscentenares de negros. Sin embargo,Justice fue con la esperanza de que elequipo local, el orgullo de la Upingtonafrikaner, recibiera una buena paliza.

Los afrikaners, que son en sumayoría de ascendencia holandesa yhablan una lengua que casi todos losholandeses actuales podrían entender,constituían el 65 % de los cincomillones de blancos en Sudáfrica. Elotro 35 % hablaba inglés en casa, erasobre todo de ascendencia británica

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(aunque había unos cuantos portugueses,griegos y judíos lituanos) y dominabanel mundo de los negocios, en especial elde las grandes empresas, que, enSudáfrica, quería decir las minas de oro,diamantes y platino. El poder político,sin embargo, estaba en manos de losafrikaners. Gobernaban el Estado —todos los ministros, todos los generalesdel ejército, todos los jefes de losservicios de inteligencia eran afrikaners— y eran los que poseían y cultivabanlas tierras. La relación entre losafrikaners y la tierra era tan total que lapalabra boer, que quiere decir«granjero» en afrikaans, era

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prácticamente un sinónimo de afrikaner.No era extraño, dado que 50.000agricultores blancos eran dueños dedoce veces más tierras de labor y depastos que los 14 millones de negrosrurales del país.

Al ser quienes controlaban losalimentos y las armas, los afrikanerseran los protectores del resto de laSudáfrica blanca. O, como dijo en unaocasión P. W. Botha: «La seguridad y lafelicidad de todos los gruposminoritarios en Sudáfrica dependen delos afrikaners. Da igual que hableninglés, o alemán, o portugués, o italiano,o incluso hebreo, no hay diferencia.»

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Botha era torpe pero tenía razón. Losafrikaners eran los señores y protectoresdel apartheid. Por eso el joven Justicevitoreó como loco aquel día a losneozelandeses, un equipo formado sólopor blancos pero llamado, paraconfusión y delicia de Justice, los AllBlacks (todos negros), un nombrederivado de sus uniformes. Y tuvomucho que celebrar. Dirigidos por unjugador calvo y robusto llamado SidGoing, los visitantes derrotaron a NorthWest Cape 26-3. Justice, al evocar aquelrecuerdo de infancia, se frotaba lasmanos con alegría mientras hablaba decómo los de Nueva Zelanda

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«asesinaron» a los bóers de Upington;aquellos gigantes sobrealimentados queles humillaban a él, a su familia y a susamigos a diario, que insistían siempre enque los negros los llamaran baas. Apartir de aquel día, Justice se convirtióen un aficionado al rugby, aunque sólofuera de la manera limitada yestrictamente vengativa en que lo eranlos sudafricanos negros. Sólo le gustabacuando los rivales extranjeros eranbuenos y vencían a los bóers.

Justice pasó a ser un adolescenteatento a la política, que comprendía laimportancia que tenía el rugby para losafrikaners; que era lo más parecido que

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tenían, fuera de la iglesia, a una vidaespiritual. Tenían su cristianismo deAntiguo Testamento, llamado la IglesiaHolandesa Reformada; y tenían sureligión laica, el rugby, que era para losafrikaners lo que el fútbol para losbrasileños. Y, cuanto más de derechaseran los afrikaners, más fundamentalistasu fe en Dios, más fanática era su aficiónal deporte. Temían a Dios, pero amabanel rugby, sobre todo cuando llevabacamiseta de los Springboks.

Las sucesivas seleccionesnacionales sudafricanas habíanadquirido, a lo largo del siglo XX, lafama de ser los jugadores de rugby más

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duros del mundo. En su mayoría eranafrikaners, aunque, de vez en cuando,algún «inglés» (como les llamaban losafrikaners cuando querían ser educados)especialmente voluminoso, o duro, orápido, se colaba en el equipo nacional.Y, al ser afrikaners, en su mayoría eranhombres de huesos grandes, hijos degranjeros de manos callosas que, depequeños, habían aprendido a jugardescalzos y en campos duros y secos enlos que, si uno se caía, sangraba.

Como metáfora de la arrolladorabrutalidad del apartheid, los Bokscumplían muy bien su papel. Por eso sudistintiva camiseta verde se había vuelto

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tan detestable para los negros como lapolicía antidisturbios, la banderanacional y el himno nacional, Die Stem(La llamada), cuya letra alababa a Diosy celebraba la conquista blanca de lapunta meridional de África.

En tales humillaciones pensabaJustice durante aquel fatídico mes de1985. Mientras Mandela, cosainconcebible, se reunía en secreto conKobie Coetsee, Justice se encontrabamenos dispuesto a hacer concesionesque nunca. Le llenaba la oscuraindignación de un hombre que sabía que,por haber nacido negro, nunca podríaaprovechar su talento natural hasta el

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límite. Siempre había sido un estudianteespecialmente brillante, que, a losquince años, estaba muy por delante desus colegas y sus padres (su madrenunca aprendió a leer). Pero lasautoridades de Upington, queadministraban Paballelo, no permitían laescolarización de niños negros a partirde esa edad. Se atenían al pie de la letraa lo dictado por el principal arquitectodel apartheid, Hendrick Verwoerd, que,en 1953, como responsable delDepartamento de Asuntos Nativos,elaboró un plan de estudios diseñado,según él, para «la naturaleza y lasnecesidades de las personas negras».

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Verwoerd, que después sería primerministro, decía que el objetivo de su Leyde Educación Bantú era impedir que losnegros recibiesen una educación quepudiera hacerles aspirar a puestos porencima de los que les correspondían. Elauténtico propósito era sostener el granelemento del sistema del apartheid, laprotección encubierta de los puestos detrabajo de los blancos. El padre deJustice, decidido a hacer lo que fuerapara esquivar el sistema, le envió al otroextremo del país, a la provincia delCabo Oriental, a una escuela metodistallamada Healdtown en la que habíaestudiado el propio Mandela.

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Justice pasó los diez años siguientesyendo y viniendo entre Upington y elCabo Oriental, 900 kilómetros a travésdel país, en el intento, a menudofrustrante, de lograr una educación quele ayudara a alcanzar su sueño de sermédico. Empezaba a aproximarse, habíaaprobado todos los exámenes necesariospara que le admitieran en Medicina,cuando, a finales de 1985, sucedió eldesastre. Se enamoró de una chica y ladejó embarazada. Tenía veinticuatroaños, pero a la institución educativacristiana en la que se encontraba lepareció intolerable. Le expulsaron yvolvió a Paballelo en la primera semana

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de noviembre, consumido por lafrustración.

El regreso de Justice coincidió conel primer episodio grave de lo que lasautoridades del apartheid llamaron«disturbios negros» en el distrito.Estaba ocurriendo en todo el país, peroera un fenómeno nuevo en un lugaratrasado como Paballelo, en el que,hasta entonces, la resistencia políticahabía sido siempre clandestina. Duranteel primer fin de semana de Justice encasa, el domingo, 10 de noviembre, eldistrito estalló. Los «disturbios»siguieron la triste coreografía que tanbien conocían ya los telespectadores en

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todo el mundo, salvo en Sudáfrica,donde las imágenes estaban censuradas.Unos cuantos negros se reunieron en unespacio abierto de Paballelo paradenunciar la última letanía de injusticiassociales. La policía local temía desdehacía tiempo que sus negros, hastaentonces bastante domesticados(«nuestros negros», solían decir, sindarse cuenta de las ideas rebeldes quese arremolinaban en sus cabezas),pudieran seguir el violento ejemplo desus primos con ínfulas de Johanesburgoy Ciudad del Cabo. Convencidos de quehabía llegado el temido día, siguieron lapauta de sus colegas metropolitanos y

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arrojaron gas lacrimógeno contra lapequeña muchedumbre de manifestantes.Justice no estaba presente aquel día,pero no faltaron otros jóvenes negrosairados que respondieron tirandopiedras a los policías, que, a su vez,cargaron contra la multitud, lanzaron asus perros contra los que arrojabanpiedras, les persiguieron y golpearoncon porras a los que atrapaban.

La policía no estaba preparada parahacer frente al caos desencadenado, enel que los manifestantes quemaron casasy vehículos de aquellos a quienesconsideraban colaboradores de losblancos, gente como los concejales

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negros pagados por el régimen paradarle una pátina de respetabilidaddemocrática. La policía abrió fuego ymató a una mujer negra embarazada.Después dijeron que les había arrojadopiedras. Pero todo el mundo enPaballelo sabía que, en realidad, estabasaliendo de su casa para ir a comprar elpan.

La revolución había llegado por fina Upington. Durante dos días, lunes ymartes, los residentes de Paballelo seenfrentaron sin cesar a la policía, estavez con Justice en primera línea.

El martes por la tarde, llegaronrefuerzos policiales de Kimberley, la

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ciudad más próxima, a 270 kilómetros.Al frente estaba un tal capitán Van Dyk,que propuso negociaciones de paz. Esatarde, Justice y otros líderes locales sereunieron con él en el distrito. No sealcanzó ninguna solución, peroacordaron volver a verse a la mañanasiguiente, en esta ocasión con toda lacomunidad presente, en el polvorientocampo de fútbol local. La idea, que elcapitán Van Dyk aceptó, fue que losresidentes de Paballelo expusieran losmotivos de queja que habían ocasionadotodos los disturbios en primer lugar. Siel capitán de la policía podía dar algúntipo de satisfacción, alguna sensación de

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que los problemas planteados se iban aabordar a nivel político, tal vez losánimos se calmarían y podría evitarse elviolento enfrentamiento que seavecinaba. A Justice y los demás líderesles pareció prometedora la actitud deVan Dyk. Era distinto a los policíaszafios con los que estabanacostumbrados a tratar en Upington.

A la mañana siguiente, el 13 denoviembre, acudieron miles de personasal campo de fútbol. Una vez más, lacoreografía siguió una pauta conocida yreprodujo el desarrollo de otros milesde concentraciones de ese tipo en todoel país. Bajo la mirada de una falange de

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fuerzas antidisturbios de uniforme gris yazul y una columna de voluminososvehículos blindados con enormes ruedasllamados Casspirs, una ordenadamuchedumbre negra se reunió en elcentro del campo. El acto comenzó,como siempre, con el himno oficial de laliberación negra, el Nkosi SikeleleiAfrika. La letra, en xhosa, la lengua deMandela, decía:

Dios bendiga a ÁfricaQue su gloria sea elevadaOye nuestros ruegosDios, bendícenosA nosotros, tus hijos

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Ven, EspírituVen, Espíritu SantoDios, te pedimos que protejas a

nuestra naciónIntervén y pon fin a todos los

conflictosProtégenosProtege a nuestra naciónQue así seaPor siempre y para siempre.

Era generoso, triste, desafiante, ytenía la fuerza reiterativa de una ola enel océano. Para los sudafricanos negrosy los que simpatizaban con su causa, era

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un llamamiento al valor. Para lasautoridades del apartheid y, en especial,para los jóvenes policías blancos aquienes iba inmediatamente dirigido elhimno, era una expresión amenazante dela vasta marea negra que podía alzarse ydevorarlos.

Después del Nkosi Sikelele se rezóuna oración cristiana. Mientras los milesde asistentes se dirigían a Dios con lacabeza inclinada, y antes de que nadiehubiera ni empezado a hablar depolítica, un oficial de la policía local, elcapitán Botha, arrebató el mando alcapitán Van Dyk. Botha era de Upington.

Para consternación de Van Dyk,

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Botha cogió un megáfono y anunció, enun grito con el que estabanfamiliarizados todos los veteranos delas protestas negras en Sudáfrica, que lamuchedumbre tenía «diez minutos paradispersarse». Lo único peculiar delanuncio fue que lo hiciera tan pronto,antes incluso de que hubieran terminadolos rezos. El capitán Van Dyk quizáhabría llegado a la misma conclusión,pero habría observado las cortesíasreligiosas un poco más y tal vez habríasimulado por lo menos buscar unacuerdo negociado.

El capitán Botha no esperó a quetranscurrieran los diez minutos. Antes de

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que pasaran dos, ordenó a sus tropas quedispararan gas lacrimógeno y balas degoma y que soltaran a los perros.Algunos de los negros más jóvenesarrojaron piedras, pero la mayoría de lagente salió corriendo, con los gritos delas mujeres ahogados por el temibleruido de los acelerones de los Casspirsque les perseguían. Casi todas las víasde salida estaban bloqueadas porpolicías que llevaban armas,acariciaban sus porras o golpeaban sussjamboks, unos gruesos látigos de cuero,contra el suelo pedregoso. Justice vio unhueco, llevó a un grupo de unas 150personas —hombres y mujeres, jóvenes

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y viejos— por Pilane Street y dejó atrása los policías blancos.

De pronto, de una de las pequeñascasas de ladrillo gris de la calle,salieron unos disparos. Un niño cayó alsuelo gravemente herido. Entonces saliócorriendo de una casa un hombre conuna pistola sobre la cabeza. El hombreque había disparado, se lanzó hacia laira, el miedo, el caos. Se llamaba LucasSethwala. Era un elemento peculiar en laSudáfrica del apartheid, un policíanegro; uno de esos «colaboradores» quehabían sido el blanco de los disturbiosel domingo por la noche. En algúnrincón del cerebro de Justice, como

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motor que le impulsaba, estaban lasimágenes que le habían inspirado,Robben Island y el sufrimiento de«nuestros líderes», la alegría fugaz dever a los All Blacks masacrar al equipode rugby de Upington, la Ley deServicios Separados, las Áreas deGrupo, la escolarización que se acababaa los quince años, el ejemploemocionante del héroe que había matadoa puñaladas al policía blanco... todosesos recuerdos y más le carcomían. Sinembargo, en aquel momento, cuando selanzó a correr solo en pos del agente depolicía Lucas Sethwala, la principalsensación fue una locura frenética; el

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único propósito era la venganza.«No tuve tiempo de pararme a

reflexionar. No fue una decisiónracional. Fue pura emoción», recordabaJustice.

El hecho de que Sethwala todavíatuviera su arma en la mano y Justice notuviera ninguna, que Sethwala sevolviera mientras corría y disparasecontra Justice, demuestra lo alocada quefue la reacción de este último. Pero lostiros fallaron y Justice le atrapó, learrebató el arma y le golpeó en lacabeza con ella. Le golpeó sólo dosveces, pero fueron suficientes. Se quedóquieto, muerto. Justice se levantó y

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siguió corriendo, pero el grupo que ibadetrás de él, que había celebrado con ungrito la captura de Sethwala y losgolpes, hizo lo que las muchedumbressudafricanas hacían entonces, condemasiada frecuencia, en esassituaciones. Empezaron a dar patadas alcuerpo inerte de Sethwala y alguiencorrió en busca de una lata de gasolina.Justice no lo vio; se lo contarondespués. Alrededor de cien personas sereunieron en torno al cadáver, dandovítores de alegría. Era una victoria, porfin, o algo que, en la locura delmomento, se parecía mucho a unavictoria para Paballelo. Rociaron el

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cuerpo de gasolina, encendieron unacerilla y le prendieron fuego.

Justice huyó al otro lado de lafrontera, a Windhoek, la capital deNamibia. Pero entonces Namibia no eraaún un país independiente; seguíaperteneciendo a Sudáfrica. Seis díasdespués, el 19 de noviembre, ledetuvieron y le devolvieron a Upington,donde él y otros veinticinco fueronencarcelados y acusados de asesinato.La llamada Ley del Propósito Comúnpermitía procesar no sólo a la persona opersonas directamente responsables deun crimen, sino también a todos los quepodían haber compartido el deseo de

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cometerlo, que habían prestado apoyomoral. Con una definición tan vaga, lapolicía podría haber detenido a dos,cinco, diez, veinte o sesenta y dospersonas. Optaron por veintiséis, a lasque acusaron del asesinato de aquelhombre. Entre los acusados estaba unmatrimonio de sesentones que teníanonce niños y ningún remoto antecedentepenal ni político. Los investigadores nohicieron ningún esfuerzo para distinguirentre el grado de culpabilidad del viejomatrimonio y el de Bekebeke. No sabíanque él era el que había propinado losgolpes decisivos. Ni lo iban a averiguardurante el largo juicio posterior. Si se

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les declaraba culpables, los «26 deUpington» recibirían la misma sentenciapara la que se había preparado Mandelacuando ocupó el banquillo en Pretoriaveintiún años antes: la muerte en lahorca.

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CAPÍTULO IV - ELCOCODRILO

ATRAPADO 1986-1989

Kobie Coetsee se había rendido másrápido de lo que podían esperar él oMandela. Pero éste dudaba de que susiguiente objetivo fuera a ceder contanta facilidad. Para alcanzar su metasuprema —una entrevista con el propioBotha—, antes tenía que ganarse alhombre que guardaba la puertapresidencial, el jefe del Servicio

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Nacional de Inteligencia, Niël Barnard.Barnard, que había estudiado políticainternacional en la Universidad deGeorgetown, en Washington, D.C., sehabía ganado, a los veintitantos años,fama de genio precoz. Botha oyó hablarde él por primera vez cuando Barnardera profesor de Ciencias Políticas en laUniversidad del Estado Libre deOrange. De manera impulsiva, Botha losacó de la universidad y lo contrató paraque dirigiera, con treinta años, el SNI.Era el 1 de junio de 1980. Barnardpermanecería en su puesto hasta el 31 deenero de 1992, después de haberservido a Botha durante casi diez años y

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a su sucesor, F. W. de Klerk, durantedos.

Nadie, en el aparato del apartheid,estaba más enterado de lo que ocurría enla política sudafricana que Barnard, quedisponía de informadores en todaspartes, algunos en el corazón del CNA.Era astuto y discreto, funcionario hastala médula y con un fuerte sentido deldeber. Durante los doce años que fuejefe del SNI, una organización que seganó el respeto —aunque no el afecto—de otras como la CIA y el MI6 británico,su rostro fue tan desconocido para elgran público como el de Mandela lohabía sido en la cárcel. No había nadie

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en quien Botha confiara más.Barnard era un tipo alto, delgado, de

cabello oscuro y sin sentido del humor.Un Mr. Spock afrikaner, que hablaba demanera monótona y cuyos rasgos erantan inexpresivos que, si uno se loencontraba por casualidad al díasiguiente de haber hablado con él,seguramente no lo reconocería. Pero losmecanismos de su mente eran claros, yaños después, aunque hablaba de formaun poco acartonada, recordaba conagudeza el ambiente político y las luchasdentro del gobierno durante los añosochenta.

«Algunas personas, sobre todo en el

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ejército, pero también en la policía, enel fondo creían que teníamos que lucharcontra ello de una u otra forma —recordaba—. En el SNI pensábamos queésa era una manera equivocada deabordar la situación. Nuestra opiniónera que un acuerdo político era la únicarespuesta a los problemas del país.» Nohay duda de que era un mensaje muydifícil de vender al aparato oficial deSudáfrica. Barnard no se hacíailusiones. «Pero lo importante era que P.W. Botha, que prácticamente habíanacido y se había educado en laestructura de seguridad, creíafirmemente que, de una u otra forma,

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teníamos que... cómo lo diría...estabilizar la situación sudafricana y, apartir de ahí, tratar de encontrar algúntipo de solución política.»

Un día de mayo de 1988, Bothaconvocó a Barnard a su despacho y ledijo: «Doctor Barnard, quiero que sereúna con el señor Mandela. Intentedescubrir si es cierto lo que proponeusted desde hace tiempo. ¿Es posiblellegar a un acuerdo pacífico con elCNA; con ese hombre, Mandela? Tratede averiguar qué opina sobre elcomunismo... y luego trate de averiguarsi Mandela y el CNA están interesadosen un acuerdo pacífico. Porque también

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tenemos graves dudas acerca de susobjetivos.»

La primera entrevista de Barnardcon Mandela se celebró en el despachodel comandante de Pollsmoor. Segúnrecordaba Barnard, de forma parecida alas primeras impresiones de KobieCoetsee, «Mandela entró y viinmediatamente que, incluso vestido conun mono y unas botas, tenía unapresencia y una personalidaddominantes.» Los dos hombres sesentaron, conscientes de que elverdadero objetivo de aquella reuniónera conocerse, desarrollar una relaciónque pudiera sostener las negociaciones

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políticas que pudieran producirse conposterioridad. Hablaron de naderías —Mandela le preguntó de qué parte deSudáfrica era y Barnard se interesó porsu salud— y acordaron volver a verse.

Sin embargo, antes de eso, Barnardordenó, como Coetsee, que vistieran aMandela con ropas más propias dealguien de su categoría. Como explicabaBarnard, «hablar sobre el futuro del paísvestido con un mono y unas botas,evidentemente, era inaceptable.Acordamos con Willie Willemse, elcomisario de los ServiciosPenitenciarios, que, a cualquier reuniónfutura iría vestido de manera

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correspondiente a su dignidad y suorgullo como ser humano». Y la ropa nofue lo único en lo que Barnard decidióque había que dar facilidades aMandela. También pidió un lugar másapropiado para los encuentros. «Encualquier reunión futura, Mandela teníaque estar a la misma altura, como igual,eso lo tenía muy claro. Recuerdo queWillie Willemse y yo dijimos que nuncapodíamos volver a tener una de esasreuniones dentro de la cárcel. Así eraimposible tener una situación deigualdad.» A partir de entonces, Barnardy Mandela se reunieron en casa deWillemse, en el recinto de Pollsmoor, y

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no en su insulso despacho.Empezaron a hacerlo en la segunda

entrevista, una cena a la que Mandelaacudió con chaqueta. «Fue un invitadomaravilloso», recordaba Barnard, queabandonó su reserva natural al hacermemoria. En las reuniones, la mujer deWillemse hacía unas cenas deliciosas,corría el vino y los dos hombreshablaban durante horas sobre cómoponer fin pacíficamente al apartheid.

Por su parte, Kobie Coetsee llegó ala conclusión de que mantener al presoen la cárcel era impropio y tan poco útilpara el propósito general de lasnegociaciones como vestirlo con el

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uniforme. No es que en Pollsmoor letrataran mal. En comparación con laclaustrofobia que había aprendido asoportar en Robben Island, su celda dePollsmoor le parecía el mar abierto.Pero el sitio al que fue a parar era unaespecie de transatlántico de lujo.

Cuanto peor trataba el régimen deBotha a los negros en la calle, mejortrataba a Mandela. Él podía haberprotestado. Podía haberse enfurecidocon Barnard, haber amenazado coninterrumpir las conversaciones secretas.Pero no lo hizo. Entró en el juegoporque sabía que, aunque su capacidadde intervenir en los hechos que estaban

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ocurriendo fuera en aquel momentoprácticamente inexistente, susposibilidades de influir en el futuro deSudáfrica podían ser inmensas. Por eso,cuando, en diciembre de 1988, elgeneral Willie Willemse le informó deque le iban a trasladar de su gran celdasolitaria en Pollsmoor a una casa dentrodel recinto de una prisión llamadaVictor Verster en una bonita ciudadllamada Paarl, a una hora al norte deCiudad del Cabo, en el corazón de lastierras del vino, Mandela no pusoninguna objeción.

Cambió su celda por una espaciosacasa bajo la supervisión —o, más bien,

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el cuidado— de otro Christo Brand, otroguardia afrikaner que le habíaacompañado en Pollsmoor y RobbenIsland. Se llamaba Jack Swart y sutrabajo era cocinar para Mandela yhacerle de mayordomo, con deberescomo abrir la puerta a sus invitados,ayudarle a organizar su agenda ymantener la casa limpia y ordenada. Lacocina era amplia y estaba bienequipada, e incluía electrodomésticosimpensables cuando Mandela entró en lacárcel. Le permitían recibir visitas deotros presos políticos aún encarcelados.Uno de ellos fue Tokyo Sexwale, unagitador de Umkhonto we Sizwe que

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había pasado trece años en RobbenIsland acusado de terrorismo. Sexwalepertenecía a un pequeño grupo dejóvenes turcos del CNA que habíanintimado con Mandela en la isla y queno sólo hablaban con él de política sinoque se relajaban con él jugando aEscaleras y Serpientes y al Monopolyantes de que le trasladaran a Pollsmoor.Sexwale se reía al recordar aquellavisita a Mandela en Victor Verster.«Vimos un televisor en la casa. Ya erafuerte aquello. Pero luego vimos otro.¡Dos televisores! ¡Aquélla era,pensamos, la prueba definitiva de que sehabía vendido al enemigo!»

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Con una gran sonrisa, Mandela lesaseguró que no era un televisor. Explicóa sus boquiabiertos invitados que erauna máquina para hervir el agua. Cogióuna taza llena de agua y les hizo unademostración: puso la taza dentro yapretó un par de botones. Al cabo deunos momentos, sacó la taza de aguahirviendo del microondas, un aparatoque sus invitados no habían visto jamás.

Siempre con Jack Swart presente,Mandela invitó a cenar en su nueva«casa» a gente tan variada comoBarnard, Sexwale y su abogado, GeorgeBizos. Antes de que llegaran losinvitados, Swart y Mandela discutían

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aspectos de etiqueta como cuál era elvino apropiado. En cuanto a lasverduras, algunas procedían del propiojardín de Mandela, que incluía unapiscina y una vista de las grandiosasmontañas escarpadas que rodeaban losfértiles valles y viñedos de El Cabo. Yel paraíso no habría sido completo paraMandela sin un gimnasio, dotado debicicleta estática y pesas, en el quehacía ejercicio diligentemente todas lasmañanas antes del alba.

Se trataba, según Barnard, defacilitarle la transición, después de loque ya eran veintiséis años dehibernación, a un mundo nuevo de

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microondas y ordenadores personales.«Nos dedicamos a crear una atmósferaque permitiera a Mandela vivir en unentorno lo más normal posible»,explicaba Barnard. El propósito defondo, según él, era ayudarle aprepararse para gobernar y paradesempeñar un papel en el escenariomundial. «Le dije muchas veces: “SeñorMandela, gobernar un país es un trabajodifícil. No es, con todos los respetos,como sentarse en un hotel de Londres abeber cerveza Castle importada deSudáfrica y hablar del gobierno (era unapulla de Barnard contra los líderes delCNA en el exilio).” Le dije: “Gobernar

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es un trabajo duro, tiene que entenderque es difícil.”»

Barnard también se encargó de otratarea más delicada, la de preparar alpresidente Botha, el krokodil, paraentrevistarse con Mandela. La presióninicial para que se celebrara eseencuentro surgió del propio Mandela,que empezó a expresar ciertaimpaciencia por la lentitud de losavances.

Quería que las conversacionesabriesen la puerta a un proceso denegociaciones en el que participasen elCNA, el gobierno y todas las demáspartes que lo quisieran, con el fin de

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acabar con el apartheid por mediospacíficos. Al llegar 1989, tras más deseis meses de reuniones entre preso yespía, Mandela se hartó. «Está bientener conversaciones preliminares conusted sobre los aspectos fundamentales—le dijo a Barnard—, perocomprenderá que no es un político. Notiene la autoridad ni el poder necesarios.Tengo que hablar con el propio Botha, loantes posible.»

En marzo de 1989, Barnard entregóa su jefe una carta de Mandela. En ella,Mandela alegaba que la única forma deconseguir una paz duradera en Sudáfricaera mediante un acuerdo negociado.

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Decía que, por otra parte, la mayoríanegra no tenía intención de rendirse. «Elgobierno de la mayoría y la paz interna—escribió— son dos caras de la mismamoneda, y la Sudáfrica blanca tiene queaceptar que no habrá paz ni estabilidaden este país hasta que no se apliqueplenamente ese principio.»

Quizá más importante que esa cartafue el hecho de que Mandela ya habíaconvencido a Barnard del argumento quecontenía. Barnard podía convencer a sujefe, aunque la carta no lo consiguiera.

«Sí... —contaba Barnard, con unanota de afecto en la monotonía metálicade su voz—, el viejo —se refería a

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Mandela— es uno de esos individuosextraños que te cautiva. Tiene esecarisma peculiar. Te das cuenta de quequieres escucharle. De modo que, sí —continuaba Barnard—, en nuestra mente,desde una perspectiva inteligente, nuncatuvimos la menor duda. Éste es elhombre; si no podemos llegar a unacuerdo con él, no habrá ningúnacuerdo.»

Eso es lo que le dijo a Botha. Perohabía también otros argumentos sobrelos que recomendó pensar al presidente.El mundo estaba cambiando a todavelocidad. El movimiento anticomunistade Solidaridad había obtenido el poder

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en Polonia; en la plaza de Tiananmenhabía manifestaciones para exigirreformas en China; el ejército soviéticohabía puesto fin a sus nueve años deocupación de Afganistán; el Muro deBerlín se tambaleaba. El apartheid,como el comunismo, pertenecía a otraera.

Los argumentos de Barnardinfluyeron en Botha, pero el presidentepodría haber seguido titubeando,irritándose y dando vueltas en sufortaleza mental si el destino biológicono hubiera intervenido. En enero de1989 sufrió una apoplejía que inyectó unnuevo sentido de urgencia en sus

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actuaciones.Más que quererle, los miembros de

su gabinete le respetaban y algunosincluso le temían. Sus enemigos dentrodel propio Partido Nacional percibían,por fin, señales de debilidad, y sedisponían a dar el golpe de gracia.Barnard, una de las pocas personas quesí sentía afecto por Botha, presentía quesu jefe tenía los días contados en sucargo y que tenía que actuarrápidamente. «Recuerdo que le dije queera el momento perfecto paraentrevistarse con Mandela, lo antesposible. Si no, íbamos a desperdiciar,quizá, una de las oportunidades más

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importantes de nuestra historia. Mipostura, que le transmití a Botha, era:“Señor presidente, si se entrevista conMandela y eso se convierte en la base,el fundamento de la evolución futura denuestro país, la historia siempre lereconocerá como el hombre que inicióeste proceso necesario. En mi opiniónmeditada, es una situación con todas lasde ganar.”»

Era una forma educada de decir queBotha se encontraba tal vez ante laúltima oportunidad de ser recordado nosólo como un enorme reptil aterrador.Botha lo comprendió y Barnard volvió aMandela con la feliz noticia de que el

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presidente había aceptado reunirse conél. «Pero le advertí: “Mire, ésta es unareunión para romper el hielo, no paratratar de temas fundamentales. Venga asaber algo de él. Hable de las cosasfáciles en la vida. Y no toque el tema deWalter Sisulu... Si vuelve a mencionar lapuesta en libertad de Walter Sisulu, elseñor Botha dirá que no. Le conozco. Ysi dice no, es no... Deje eso a un lado.Hay otra forma de abordar la cuestión.Además, no hable de temas espinosos,no es el objeto de la primera reunión.”»

Mandela escuchó cortésmente, perono tenía la menor intención de seguir losconsejos de aquel joven inteligente,

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descarado y algo raro, al que llevabamás de treinta años. Los dos habíanhablado mucho sobre la posibleliberación de Sisulu, que llevaba enprisión veinticinco años, y, si a Mandelale parecía oportuno, pensaba sacar arelucir el tema con Botha. Lo que norechazó, en cambio, fue la oferta deBarnard de hacerse ropa especial parala ocasión. Por cortesía del SNI, unsastre le midió para un traje. Cuando selo enviaron hecho, Mandela se miró enel espejo y el resultado le gustó. Era lareunión más importante de su vida yestaba deseando crear el ambienteadecuado. Como un actor a punto de

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salir a escena, repasó las notas quehabía estado preparando durante variosdías, ensayó sus frases y se metió en elpapel. Iba a entrevistarse con sucarcelero jefe de igual a igual. Doscaudillos que representaban a dospueblos orgullosos.

La mañana del 5 de julio de 1989, elgeneral Willemse recogió a Mandela enVictor Verster para hacer con él eltrayecto de 45 minutos desde Paarl hastala majestuosa residencia presidencialconocida como Tuynhuys, en Ciudad delCabo, un monumento del siglo XVIII alpoder colonial blanco. Justo antes deentrar en el coche, Willemse, que había

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adoptado momentáneamente el papel deJeeves de Jack Swart, se aproximó aMandela y le ayudó a ajustarse lacorbata. Mandela, tan elegante antes deentrar el cárcel, había perdido el toque.

Aproximadamente una hora después,cuando Mandela acababa de salir delcoche y se disponía a entrar en lasoficinas de Botha, Barnard, que leaguardaba, hizo una cosa extraordinaria.Ansioso por que su protegido causarabuena impresión, se arrodilló delante deMandela y ató bien los cordones de loszapatos del señor mayor.

Mandela se detuvo, sonriente, en elumbral de la guarida del cocodrilo, con

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la sensación de que, si daba con el tonoadecuado y escogía sus palabras conprudencia, el triunfo para el que llevabapreparándose un cuarto de siglo podíaestar, por fin, al alcance de su mano.Sabía que la decisión de Botha deentrevistarse con él era unreconocimiento de que las cosas nopodían seguir como hasta entonces. Poreso no le había causado ninguna angustiapensar si estaba bien o no sentarse ahablar con los gobernantes másviolentos que había conocido Sudáfricadesde la instauración del apartheid en1948.

Para empezar, Mandela entendía,

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como no podían entenderlo los JusticeBekebeke que estaban en primera líneade fuego, que la violencia que habíadesencadenado Botha contra lapoblación negra en los cuatro añosanteriores era un signo de debilidad ydesesperación crecientes. La fantasía delegitimidad se había desvanecido y elúnico instrumento que quedaba paramantener vivo el apartheid era el cañónde una pistola. Si Mandela habíaaprendido algo en la cárcel, era a mirartodo el conjunto. Y eso significaba nodejarse distraer por los horrores queestaban ocurriendo y mantener la vistafirmemente puesta en el objetivo

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distante.Y había algo más. Tras tantos años

de estudiar a los afrikaners, su lengua ysu cultura, había aprendido que, porencima de todo, eran supervivientes.Habían llegado de Europa, se habíanasentado en África y la habíanconvertido en su hogar. Para ello, habíantenido que ser duros, pero tambiénpragmáticos. Había dos P. W. Botha.Estaba el matón despiadado y estaba elhombre que en una ocasión habíaadvertido a los afrikaners, en un famosodiscurso, que tenían que «adaptarse omorir».

Barnard llamó a la puerta del

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presidente, la abrió y entró en el lujososalón, decorado con tapiceríasversallescas. Mandela recuerda esemomento en su autobiografía, El largocamino hacia la libertad: «Desde ellado opuesto de su enorme despacho, P.W. Botha se acercó. Tenía la manoextendida y una gran sonrisa y, laverdad, desde aquel primer momento,me desarmó por completo.» KobieCoetsee, que presenció la reunión juntocon Barnard y que observó con asombrocómo Botha le servía una taza de té aMandela, creía más bien que el desarmefue mutuo. Mandela consiguió que elviejo y áspero cocodrilo se relajara, le

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tranquilizó con su sonrisa franca y suaire solemne, y hablando con él enafrikaans. «Creo que, cuando se vieronpor primera vez, sintieron casi alivio»,explicó Coetsee.

Botha mostró un respetoincondicional por Mandela. Éste fuetambién todo cortesía, pero la ventajaque tenía sobre el presidente era laastucia de sus artes de seducción. Paraponerle las cosas fáciles, habló de lasanalogías entre la lucha actual delpueblo negro por su liberación y elcombate similar de los afrikaners casicien años antes, en la guerra de losbóers, para sacudirse el yugo imperial

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británico. A Botha, cuyo padre y cuyoabuelo habían luchado contra losbritánicos en aquella guerra, leimpresionó que Mandela conociera lahistoria de su gente.

Cuando consideró que habíaablandado suficientemente al presidente,Mandela desobedeció las instruccionesde Barnard y mencionó el tema de laliberación de su amigo Sisulu. Era deuna importancia crucial, afirmó, tantopor motivos políticos como por motivospersonales, que Sisulu, cuya salud noera muy buena, saliera a la calle.«Curiosamente —recordaba Barnarduna década después—, Botha escuchó y

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dijo: “Señor Barnard, usted sabe losproblemas que tenemos. Supongo que selos ha explicado al señor Mandela, perocreo que debemos ayudarle. Creo quehay que hacerlo. Quiero que presteatención a eso.” Y yo contesté: “Deacuerdo, señor presidente.”»

No todo fue fácil entre los doshombres. «Hubo momentos de gransinceridad —recordaba Coetsee—, y lasdos partes se mostraron muy firmes ensus posturas.» Mandela debió de tenerque morderse la lengua cuando Botha,según recordaba Coetsee, empezó ahablar de «criterios y normas,civilización y las escrituras», que era la

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forma figurada que tenían los políticosdel Partido Nacional de contrastar losméritos de su cultura con la barbarieignorante del mundo habitado por losnegros. Por su parte, a Botha no debióde gustarle que Mandela volviese adecir que el Partido Comunista era unviejo aliado y que no iba a «deshacerseahora de socios que han estado con elCNA a lo largo de toda la lucha».

Sin embargo, los dos hombres sedespidieron con la misma afabilidad quea la llegada. La química que habíapercibido Coetsee había funcionado,porque Botha confirmó de inmediato unade las impresiones que había tenido

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Barnard: Mandela era un hombre desólidas convicciones y no temíamanifestarlas. «Mandela fue muysincero, incluso muy directo a veces —dijo Barnard—. A los afrikaners lesgusta eso.» Botha observó al líder de laSudáfrica negra y prefirió ver unaversión idealizada de su propiabrusquedad. Al apelar a su vanidad y suorgullo afrikaner, Mandela habíaconquistado al krokodil. «Mandela —dijo Barnard— sabía cómo utilizar supoder con sutileza. Es como compararlas antiguas fortunas y los nuevos ricos.Sabía cómo manejar su poder sinhumillar a sus enemigos.»

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Una declaración oficial tras lareunión dejó clara la victoria deMandela, en un lenguaje anodino: losdos hombres habían «confirmado suapoyo a la evolución pacífica» deSudáfrica. En otras palabras, Botha sehabía comprometido al plan queMandela había elaborado en susveintisiete años de prisión: la paz através del diálogo. Los preparativospara unas negociaciones completas entreel CNA y el gobierno, ahora con labendición del máximo mandatarioafrikaner, iban a seguir adelante. Yestaba el regalo añadido de losaparentes avances en cuanto a la

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liberación de Walter Sisulu y otra mediadocena de presos veteranos, que seprodujo tres meses después, si bien,para entonces, Botha había abandonadoya su cargo y había sido sustituido por F.W. de Klerk.

Ambos dejaron aquella reunión deTuynhuys más satisfechos de sí mismos ydel mundo que al entrar. Mandela, enespecial, se fue con una discretasensación de triunfo. Como escribió ensu autobiografía, «el señor Bothallevaba mucho tiempo hablando de lanecesidad de cruzar el Rubicón, pero nolo hizo hasta aquella mañana enTuynhuys. Entonces sentí que habíamos

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llegado a un punto sin retorno».Aquél fue el final del trabajo

político de Mandela tras las rejas. Sehabía ganado a sus carcelerosinmediatos, como Christo Brand y JackSwart; después, a los jefes de la prisión,el coronel Badenhorst y el mayor VanSittert; luego a Kobie Coetsee, NiëlBarnard, y, contra todo pronóstico, nadamenos que al viejo cocodrilo. Elsiguiente paso era salir de la cárcel yempezar a ejercer su magia con lapoblación en general, ampliar suofensiva de seducción hasta queabarcase a toda Sudáfrica.

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CAPÍTULO V -PLANETAS

DIFERENTES

El mundo en el que Mandela seencontró viviendo en 1989 estaba muylejos, en el tiempo y en el espaciomoral, de las dificultades cotidianas enSudáfrica, sobre todo la Sudáfricanegra. Mientras se arreglaba para cenaren casa del simpático matrimonioWillemse, mientras jugaba con su hornomicroondas, hablaba de vino con sumayordomo, se bañaba en su piscina y

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admiraba las vistas desde su jardín, loshombres más poderosos del país —losmismos con los que se sentaba a tomaresas refinadas tazas de té— seescabullían por la puerta trasera y secolocaban sus trajes de vampiro paradescargar su furia sobre la gente a cuyalibertad había dedicado Mandela suvida.

Aparte del caos habitual que creabala policía antidisturbios en los distritosnegros, los escuadrones de la muerte dela policía y el ejército cuya creaciónhabía aprobado Botha se dedicaban aquitar de en medio a activistas a los queconsideraban especialmente peligrosos

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para el Estado. Y Kobie Coetsee seguíapresidiendo un sistema judicial quecondenaba a muerte a más gente queArabia Saudí y Estados Unidos (aunquemenos que China, Irak e Irán) y quedictaba una sentencia injusta tras otra.En abril de 1989, dos granjeros blancosdeclarados culpables de matar a golpesa uno de sus empleados negros fueroncondenados a una multa de 1.200 rand(unos 500 dólares de entonces), más unapena de seis meses de cárcel,suspendida durante cinco años. Esemismo día, otro tribunal declaró a trespolicías culpables de matar a golpes aun hombre negro pero no encarceló más

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que a uno de ellos, casualmente el queera negro, durante doce años.

Pero nada podía compararse con loque la gente de Coetsee estabapreparando en un tribunal del centro deUpington. De las 26 personas acusadasdel asesinato de Lucas Sethwala, elpolicía negro que había disparadocontra la muchedumbre, se las habíanarreglado para declarar culpables a 25.Lo que todavía estaba por decidir, amediados de 1989, era si los 25, quellevaban en la cárcel desde finales de1985, iban a sufrir la obligatoriacondena a muerte.

Paballelo seguía con pasión todos

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los detalles del juicio. Sin embargo,para los blancos, era como si secelebrase en Borneo, por lo que lesinteresaba. Salvo los policías deservicio, no apareció ni un solo blancodurante los tres años y medio que duróel proceso. Para cautivar, un dramanecesita que el espectador tenga unacondición humana común con losprotagonistas. Para Upington, Paballeloera un mundo paralelo, poco iluminado,habitado por una especie distinta; másvalía dejarlos solos.

Sería injusto insinuar que Upingtontenía el monopolio del racismo blanco.El juicio que allí se celebraba y las

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circunstancias que lo rodeaban podríanhaber sucedido en cualquiera de otrasmuchas ciudades de Sudáfrica.Upington, en medio del desierto, ofrecíauna imagen muy nítida del apartheid, delas líneas claramente dibujadas quemantenían separadas a las distintasrazas. Pero los habitantes blancoslocales no estaban solos, ni muchomenos, ni eran sustancialmente distintosde la mayoría de sus compatriotas depiel clara. Y, aunque eran objeto desátiras y críticas en todo el mundo, habíaque preguntarse si el ciudadano mediode Estados Unidos, Canadá o España, sihubiera nacido en la Sudáfrica del

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apartheid, se habría comportado demanera muy diferente. Vivían en lamisma órbita general que la gente másprivilegiada del mundo occidental. Susvidas consistían en el hogar y el trabajo,en disfrutar de una existencia tranquila yconfortable. La política no solíainteresarles. La diferencia estaba en quevivían al lado de unas personas queestaban entre las más pobres y peortratadas del mundo, y en que su buenasuerte, la razón por la que lossudafricanos blancos tenían seguramenteel mayor nivel de vida del mundo y,desde luego, la mejor calidad de vida,dependía de la desgracia de sus vecinos

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negros.Pensemos en una familia de los

estratos económicos más bajos de laSudáfrica blanca. Por ejemplo, lafamilia de François Pienaar, queacabaría siendo el capitán Springbok enla final de la Copa del Mundo de rugbyen 1995. El padre de Pienaar era untrabajador en la industria del acero. Sufamilia no vivía bien, en comparacióncon el nivel medio de la Sudáfricablanca. Para ellos, la vida era una luchacontinua. Pienaar se avergonzaba delcoche familiar, viejo y abollado, de losregalos que recibía en Navidad, menosextravagantes que los de otros chicos.

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Sin embargo, la familia Pienaar teníauna casa lo suficientemente grande comopara incluir a dos criadas negrasinternas, que llamaban a François y a sustres hermanos pequeños klein baas,«jefecitos». Aquel tipo de relación entreniños de seis años y criadas lo bastantemayores como para ser sus madres o susabuelas era normal en las casas de losblancos, y lo había sido desde hacíamucho tiempo. En una ocasión, P. W.Botha describió al New York Times surelación con los negros cuando era niño.«Mi padre me enseñó a ser estricto conellos —dijo—, pero justo.»

Pienaar creció en una ciudad

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industrial al sur de Johanesburgo y a 750kilómetros al este de Upington, llamadaVereeniging. La Vereeniging blanca teníala misma relación con el distritosegregado más próximo, Sharpeville,que la Upington blanca tenía conPaballelo. Sharpeville ocupaba en lamente de la familia Pienaar un espaciocasi tan poco significativo como Selma,Alabama. Por el contrario, Vereenigingtenía gran peso en la mente de losresidentes de Sharpeville. Era el lugardesde el que se había acercado avisitarles la muerte en una ocasiónfamosa. Sharpeville sufrió en unaocasión la peor atrocidad de la era del

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apartheid; en 1960, las fuerzas depolicía dispararon a unos manifestantesnegros desarmados que huían y matarona 69.

Seguramente había más odioconcentrado hacia los blancos enVereeniging que en ningún otro lugar deSudáfrica. Sharpeville era el distrito enel que el CPA —el de «un colono, unabala»— tenía su base de apoyo mássólida. Pero Pienaar, de niño, no teníaidea de que los negros le considerabansu enemigo mortal, ni sabía nada de laexistencia de Sharpeville, y muchomenos de su historia. Los negros semovían en la periferia vagamente

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borrosa de su conciencia infantil. Comoreconocería más tarde: «Éramos unatípica familia afrikaner de clase obrera,con escasa conciencia política, quenunca hablaba de ello y se creía porcompleto la propaganda de entonces.»

Lo mismo pasaba prácticamente contodos los que crecieron en el mundo dePienaar. Ni se les ocurría poner en dudala justicia de que los blancos tuvierancasas más grandes, mejores coches,mejores colegios, mejores instalacionesdeportivas, o el derecho ancestral asaltarse la cola por delante de losnegros en la oficina de Correos. Todavíamás remota le resultaba a Pienaar, como

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a la gran mayoría de los afrikaners de suclase social, la idea de que los blancoshubieran adquirido esa vida privilegiadade forma sospechosa y un día pudieranarrebatársela por las malas. En suadolescencia, pensar que los negrospudieran organizarse como una fuerzaque mereciera el nombre de «enemiga»habría parecido rocambolesco. Elenemigo, para alguien que jugaba alrugby como François, eran «losingleses», que también jugaban al rugby,aunque nunca tan bien como losafrikaners, a los que la población dehabla inglesa llamaba «los holandeses».El joven Pienaar estaba muy orgulloso

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de que, durante toda su trayectoriaescolar, su equipo no perdiera jamáscontra un colegio cuyo idiomapredominante fuera el inglés.

La diferencia entre la pasión de lafamilia Pienaar por el rugby y su falta deinterés por la política quedó patente enla gira que hicieron los Springboks en1981 por Nueva Zelanda. Este país,normalmente uno de los más plácidosdel mundo, se dividió peligrosamente endos con la gira, por los apasionadossentimientos de la mitad del país, quecompartía la ciega devoción al deportede los afrikaners, y la otra mitad, queaborrecía el gran «crimen contra la

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humanidad» de Sudáfrica. Nunca habíaestado tan polarizada la población delpaís isleño. La gira duró ochotumultuosas semanas y, en todos loslugares a los que fueron los Springboks,les recibieron manifestantesenloquecidos, policía antidisturbios consus cascos, soldados y alambradas. Losestadios estaban siempre llenos, pero enlas calles había otros tantosmanifestantes que los cercaban. Elúltimo partido de la gira en Auckland sevio interrumpido por una avioneta quearrojó bombas de harina sobre elterreno. Con las imágenes de policíasaporreando a manifestantes vestidos de

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payasos, el resultado fue un magníficoespectáculo televisivo. Los Pienaarestaban viéndolo y se quedaronfrancamente asombrados.

Arnold Stofile llamaba al rugby «elopio de los bóer». Stofile, un hombrenegro que, como Bekebeke, no habíadejado que las indignidades delapartheid coartaran su poderosapersonalidad, se crió en una granja, seunió a una organización tapadera delCNA a principios de los sesenta, seconvirtió en profesor de Teología en laUniversidad de Fort Hare (donde habíaestudiado Mandela), fue ordenadoministro presbiteriano y jugaba al rugby,

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un fenómeno menos infrecuente entre losnegros de su nativo Cabo Oriental queen otras partes del país. Pero no dejabaque su pasión personal por el deportenublara su visión del panorama políticogeneral. Se convirtió en uno de losorganizadores más activos de boicots decompeticiones deportivasinternacionales. «Siempre definimos eldeporte como una muestra de apartheidcon chándal —decía Stofile—. Era unelemento muy importante en la políticaexterior de este país, y las figuras deldeporte eran embajadores de facto deSudáfrica, un elemento clave de losesfuerzos para hacer que el apartheid no

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fuera tan inaceptable. En cuanto a lapolítica interna, el deporte era la barreraque separaba a los jóvenes blancos delos negros; por eso contaba con unenorme apoyo del gobierno y lasgrandes empresas tenían grandes rebajasfiscales por patrocinarlo. Era el opioque mantenía a los blancos en unaignorancia feliz; el opio que teníaadormecida Sudáfrica.»

Impedir que Sudáfrica consumiera ladroga feliz y que el gobierno tuviera sus«embajadores» fue la misión a la queStofile dedicó casi veinte años de suvida. «Una huelga de trabajadores,incluso una bomba, afectaba a un grupo

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pequeño —explicaba—. Esto afectaba atodos, todos los hombres blancos, todaslas familias, en un país apasionado deldeporte, cuyo máximo motivo de orgulloante el resto del mundo eran sus hazañasdeportivas.»

Niël Barnard, que sufrió la ofensivade Stofile, estaba de acuerdo. «Lapolítica del CNA de aislamientodeportivo internacional, especialmenteel aislamiento del rugby, nos resultó muydolorosa a los afrikaners. Desde elpunto de vista psicológico era un golpecruel, porque el rugby era un campo enel que sentíamos que, a pesar de ser unpaís pequeño, podíamos tener la cabeza

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alta. Impedir que jugáramos al rugby conel resto del mundo acabó siendo uninstrumento de influencia políticaincreíblemente eficaz.»

El éxito más espectacular de Stofilese produjo en 1985, el año trascendentalen el que pareció ocurrir prácticamentetodo en Sudáfrica. Salió ilegalmente delpaís y consiguió llegar a Nueva Zelanda,con ayuda de un antiguo miembro de losAll Blacks que era alto comisario de supaís en Zimbabue. Una vez allí, prestótodo su peso, de forma decisiva, a unacampaña para impedir que los AllBlacks llevaran a cabo una gira previstapor Sudáfrica.

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Nueva Zelanda estaba tan dividida ytan furiosa que toda la cultura del rugby,la pasión y el orgullo del país, corríapeligro. Los sentimientos del bandoopuesto a la gira eran tan fuertes que lospadres se negaban a dejar que sus hijosjugaran al rugby en el colegio y lesamenazaban con impedir que volvieran ajugarlo jamás. Stofile recordaba consatisfacción que se lanzó a una ofensivade propaganda: habló antemuchedumbres, apareció en la radio y latelevisión, elevó el debate nacional másallá de unos conceptos abstractos deblanco y negro y dio a la causa un rostroy un nombre. Cuando llegó a Nueva

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Zelanda, el apoyo al boicot deportivoestaba en un 40 %. Tres semanasdespués, esa cifra había subido al 75 %.No obstante, la junta directiva del rugbyneozelandés decidió hacer la gira, peroentonces intervinieron los propiosjugadores y un grupo de ellos llevó lacuestión a los tribunales. La apariciónde Stofile como testigo fue decisiva. Untipo fornido, que amaba el rugby tantocomo el neozelandés corriente, Stofile,alegó que lo que estaba en juego era másimportante y ofreció un elocuente relatode primera mano de las burdasinjusticias que sufrían los negros, conespecial énfasis en la Ley de Servicios

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Separados y lo que significaba para suvida diaria. Concluyó recordando altribunal que un país con la admirabletradición democrática de Nueva Zelandadebería avergonzarse de colaborar conun régimen que tenía el descaro dedescribir a un equipo —los Springboks— extraído de sólo el 15 % de lapoblación como los auténticosrepresentantes de toda Sudáfrica. «Fui elsegundo testigo —contó Stofile,sonriendo al recordar—, y, cuandoacabé, habíamos ganado el caso. La girase canceló. Fue una gran victoria.»

Al volver a su país, Stofile fuedetenido y condenado a doce años de

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cárcel. La Sudáfrica negra celebró sutriunfo igual que había celebrado, cuatroaños antes, las escenas de disturbios enel país de las antípodas que tanto habíanconfundido a la familia Pienaar.

Para Pienaar, el rugby era sólo undeporte, su principal entretenimiento deniño, junto con las peleas. Su vida,desde muy pequeño, había sido violenta,pero nunca con intención criminal opolítica, como en los difíciles distritossegregados; era violencia porque sí.Cuando Pienaar tenía siete años, losmiembros de una banda rival le colgaronde un árbol. Si no hubiera pasado en esemomento un adulto, habría muerto. Aun

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así, la cuerda le dejó profundas marcasen el cuello. Más tarde, cuando estabaen la universidad, más o menos en lamisma época en la que Bekebeke mató aSethwala, Pienaar estuvo a punto dehacer lo mismo —o temió haberlo hecho— con un extraño con el que se cruzódelante de un bar en una calle deJohanesburgo, a altas horas de la noche.Durante una pelea de borrachos, derribóal hombre, que aterrizó de cabeza en elsuelo con un ruido seco. Entre esos dosincidentes, rompió más costillas y másdientes, dentro y fuera del campo derugby, de los que podía recordar.

Desde la perspectiva del mundo de

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Justice Bekebeke, en el que lasdiversiones eran el fútbol y el baile, elrugby era un deporte extrañamentesalvaje, en el que los jugadores salíandel campo en camilla, como soldadosdespués de una batalla; en el que losespectadores, inevitablemente grandes einevitablemente borrachos, en susuniformes de guardabosques bóer, concamisa y pantalón corto caquis,calcetines gruesos y botas, devorabancon entusiasmo sus tradicionalessalchichas boerewors y bebían subebida favorita, coñac con coca cola. Encuanto a los niños, a ojos de los negros,parecían seguir el ejemplo de sus

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padres. Sus vidas consistían en peleassangrientas sin fin en las que estabanconstantemente golpeándose con sillasen la cabeza, cuando no estabancolgando a sus amiguitos de los árboles.

La horca estaba muy presente en lamente de un afrikaner llamado J. J.Basson la mañana del 24 de mayo de1989. Basson, el juez que había dictadoel veredicto sin precedentes en el casode Upington, llevaba casi seis mesesescuchando los argumentos de losabogados de la defensa, sobre todoAnton Lubowski, para que tuviera encuenta circunstancias atenuantes quepudieran mitigar las condenas a muerte

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de Justice Bekebeke y los otros 24asesinos convictos.

Lubowski era un afrikaner de treintay siete años, alto, atractivo, criado enCiudad del Cabo, cuyo aspecto parecía,como su nombre, el de un seductorconde polaco. Era un activistaprofundamente inmerso en la luchapolítica contra el apartheid y pertenecíaa ese menos del 1 % de la poblaciónblanca que no sólo veía Sudáfrica conlos mismos ojos que el resto del mundo,sino que actuaba de acuerdo con esaopinión; que se había arriesgado y habíatomado la decisión consciente de nadarcontra la feroz corriente de la opinión

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ortodoxa entre el volk. Era una de esasescasas personas blancas que de verdadconocían su país, todo su país; quepasaba tiempo en los distritossegregados, haciendo amigos yconspirando; que se esforzaba poraprender unas cuantas palabras de lalengua negra.

Los periodistas que cubrían el juiciose hicieron amigos de Lubowski enaquellos primeros meses de 1989.Justice Bekebeke no era entonces másque un rostro al otro lado de un juzgadorepleto. Sin embargo, años más tarde,era Bekebeke el que hablaba de aquellaépoca. «Anton era uno de los nuestros

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—decía, con una solemnidad afligida—.Él y nosotros éramos uno. Lellamábamos “número 26”, como si fueraotro acusado más. Era mucho más quenuestro abogado.» Dentro de losjuzgados de Upington había una salaespecial de consultas en la que losabogados se reunían con sus clientes.«Pero él no quería hablar con nosotrosallí. Quería vernos en nuestro entorno,así que venía a las celdas. Decía que sesentía más cómodo allí. Era nuestrocamarada. No veíamos su piel blanca,que era un afrikaner.»

Lubowski iba a las celdas situadasbajo el tribunal, cantaba con ellos

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canciones de protesta y bailaba conellos sus bailes desafiantes. Y luego losrepresentaba, alto e impresionante en sutoga negra de abogado, en el calordesértico del tribunal, donde lasventanas estaban abiertas de par en parcon la esperanza de atrapar alguna pizcade brisa pasajera. Se enfrentaba aBasson, discutía con él en un tono legaly discreto o, cuando todo lo demásfallaba, con muestras de indignación.Mandela habría estado más dispuestoque Lubowski a perdonar a Basson,habría estado más dispuesto a ver sucrueldad como consecuencia del mundoen el que se había educado. Pero

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Mandela también habría visto queLubowski era una imagen de ese mundomejor que quería crear en Sudáfrica yque, en gran parte, gracias a losLubowski sudafricanos podía él tratarde convencer a sus compatriotas negrosde que, no porque una persona fuerablanca, tenía necesariamente que sermala.

A primera hora de la mañana del 24de mayo, el día que Basson iba a dictarsu veredicto, Lubowski confesó en eldesayuno que lo máximo a lo que podíanaspirar era un rayo de paternalismobenevolente que iluminara el gélidocorazón de Basson. Lubowski tenía las

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mayores esperanzas para el matrimoniode sesentones, Evelina de Bruin y sumarido Gideon Madlongolwana. «Nocreo que ni siquiera Basson pueda estartan loco como para ahorcarlos a ellos»,dijo. Tenían once hijos, dos todavía enedad escolar. Evelina era una criadadoméstica regordeta que cojeaba unpoco al caminar. Gideon había trabajadofielmente para los ferrocarrilessudafricanos durante treinta y seis años.Ninguno de ellos tenía antecedentespenales. Lubowski pensaba que iban asalvarse. El acusado para el que no teníaninguna esperanza era Justice Bekebeke,que en aquella época tenía veintiocho

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años y era el miembro del grupo máselocuente y militante.

Si hubieran querido dar ejemplo conél y hubieran perdonado al resto, esohabría tenido cierta lógica. «Elverdaderamente culpable era yo —decíadespués Justice—. Hacia el final de lafase de atenuantes del juicio, Anton vinoa las celdas a decirnos cuáles erannuestras posibilidades. Yo les dije atodos que, en mi opinión, tenía queconfesar, por el bien del grupo. No medejaron prácticamente terminar. Saltarontodos, furiosos. Me dijeron: “Antes temataríamos nosotros que dejar que tematen ellos.” No querían que confesara

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ante aquel juez blanco. Era cuestión dedignidad y de solidaridad, y comprendíinmediatamente que no habíaposibilidad de más discusión. Antonestaba presente, y dijo: “Muy bien,sabéis qué, yo no he oído esto. Estaconversación no ha tenido lugar.”»

Los compañeros acusados deBekebeke hicieron un tremendosacrificio, porque el juez Bassonsobrepasó las peores expectativas deLubowski. Dictó que los atenuantes sólovalían para once de los acusados; que,además de Justice Bekebeke, Evelina deBruin y Gideon estaban entre los catorcepara cuyo comportamiento no veía

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excusa, cuyo propósito, el 13 denoviembre de 1985, consideraba quehabía sido el asesinato.

Gritos de dolor, asombro e irallenaron el tribunal, mientras losacusados y sus familiares se tapaban elrostro con desesperación e incredulidad,porque aquello no era lo que susabogados les habían dicho que debíanesperar. Evelina de Bruin se inclinósobre su marido y lloró. Basson,impasible, pospuso la sentenciadefinitiva hasta el día siguiente. Pero lasemociones que había desencadenado enel tribunal se extendieron a la calle. Seagruparon 40 o 50 mujeres, jóvenes y

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ancianos, bajo la mirada de un númeroigual de policías fuertemente armados.Lloraron, luego rompieron a cantarcanciones protesta como las que se oíanen toda Sudáfrica en funerales,manifestaciones y juicios políticos.

Un adolescente se separó del grupoy emprendió un Toi Toi, una danza deguerra que simbolizaba la resistenciaairada contra el apartheid. Mientrassiseaba «¡¡Zaaa!! ¡Za-Zaaa! ¡Zaaa! ¡Za-Zaaa! ¡Zaaa! ¡Za-Zaaa!» y dabapisotones tan fuertes que las rodillasrebotaban hasta la barbilla, daba vueltasy más vueltas, como en trance, moviendolos brazos y apretando los puños hasta

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hacerlos palidecer. Pero no llevabaninguna lanza, y los policías teníanarmas y perros que mostraban susfauces, y una videocámara le enfocaba.

Las mujeres lo miraban y meneabanla cabeza. Temblaban por él. Teníanrazón. Esa noche, la policía enloqueció.Es difícil saber exactamente por qué.Quizá porque la madres de loscondenados habían alterado el recatadoy prístino equilibrio del centro de laUpington blanca al reunirse allí aderramar sus lágrimas y cantar sustristes cantos. Quizá porque, en unmomento de alivio dentro de un día depenas, las mujeres negras que se

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encontraban ante los juzgados rompierona carcajadas y aplausos cuando un cochede policía chocó de forma accidentalcontra el costado de un Toyota quepasaba. Quizá fue simplemente porqueUpington no había saciado todavía deltodo su sed de venganza, seguíaindignada por la intrusión de lasprotestas negras en las cómodascertidumbres de sus vidas en elapartheid.

Fuera por lo que fuese, el caso esque, al anochecer de aquel jueves, unescuadrón antidisturbios salió por laparte del matadero a las afueras de laciudad, giró a la izquierda hacia

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Paballelo y atacó a todo el que se lespuso a tiro. Por lo menos veintepersonas recibieron palizas graves.Algunos acabaron inconscientes.Algunos fueron pisoteados. Algunosrecibieron en el abdomen patadas hastasangrar. De los veinte que tuvieron queser hospitalizados, cinco tenían treceaños y cuatro tenían quince.

Al día siguiente, el último día deljuicio de Upington, el tribunal volvía aparecer un horno. Pero el juez J. J.Basson, envuelto en su toga roja ritual,no sudó ni una gota. Iba a dictar unascondenas a muerte, pero su voz tenía untono ausente —como un burócrata

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impaciente por irse a casa tras una largajornada— cuando invitó a cada uno delos acusados a dirigirse brevemente altribunal, tal como permitía la ley.

Los catorce condenados habíanpedido a Justice que hablara en sunombre. Él había pensado escribir algo,pero al final no pudo. Se limitó a hablarcon el corazón en la mano:

«En un país como Sudáfrica —comenzó, dirigiéndose a Basson—, mepregunto cómo puede aplicarseverdaderamente la justicia. Yo, desdeluego, no la he encontrado. Pero megustaría pedir, señoría, que olvidemosnuestro odio racial. Busquemos la

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justicia para toda la humanidad.Luchamos para que todos los gruposraciales vivan en armonía. ¿Pero esposible, en nombre del Señor? ¿Esposible en un país así?... Me gustaríaque el Señor le conceda muchos añospara que un día pueda verme a mí, unhombre negro, caminando por las callesde una Sudáfrica libre... Y, señoría, queel Señor le bendiga, señoría.»

Al acabar sus palabras, un hombremenudo que estaba de pie al fondo de lasala musitó: «¡Amén!» Estaba erguido,apoyado en un bastón de madera con elpuño de marfil, impecablemente vestidocon traje de tres piezas y corbata. Era el

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padre de uno de los acusados y laimagen —tenía más o menos la edad deMandela— de un anciano distinguido.Pero cuando el juez Basson anunció susveredictos, el hombre se sentó muydespacio y se derrumbó con la cabezaentre las manos. Había ordenado lamuerte en la horca para JusticeBekebeke y los otros trece condenados.Basson hizo el anuncio con voz seria yluego suspendió la sesión por últimavez. Los presos fueron a las celdas dedebajo del tribunal, y Lubowski fue conellos. Estaba destrozado. «Nosotros leconsolábamos a él», recordabaBekebeke.

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Se llevaron a los «catorce deUpington», como pronto se empezó allamarlos, a un gran furgón amarillo dela policía para transportarlos a la cárcelcentral de Pretoria, la prisión de máximaseguridad más conocida entonces enSudáfrica como Corredor de la Muerte.Sus dedos morenos se aferraban a lasrejas de metal del vehículo. Dirigidospor Bekebeke, los condenados ibancantando el Nkosi Sikelele, el únicogesto de desafío que les quedaba.

Llegaron al Corredor de la Muerte aldía siguiente por la tarde, un sábado, yel lunes, al amanecer, ahorcaron a unamujer que estaba allí presa. Durante el

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resto de 1989, más presos murieronejecutados, semana tras semana. Desde1985, Sudáfrica había llevado a cabo600 ejecuciones legales. Al preso leanunciaban su muerte con una semana deadelanto y luego le colocaban en unacelda llamada «la olla», a dos celdas dedistancia de donde se alojaba JusticeBekebeke. Antes de cada ejecución,Justice oía a los condenados llorar todala noche. Oía a los carceleros queabrían la celda al amanecer, oía lasoraciones, oía cómo se llevaban alpreso lloroso por las escaleras hasta elcadalso. Cuando dejaba de oírse elllanto, sabía que el preso había muerto.

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«Al horror que era todo aquello —contaba Justice—, había que añadir elsaber que la semana siguiente podíatocarte a ti.»

Pero no fue él. Fue Anton Lubowski.Los catorce de Upington soportaronmuchas penas en el Corredor de laMuerte, pero ninguna como la quesintieron al oír en la radio el 13 deseptiembre de 1989, dos meses despuésdel té de Mandela con Botha enTuynhuys, que la noche anterior habíanmatado a tiros a Lubowski a la entradade su casa en Windhoek, Namibia.Justice nunca olvidó aquel momento.«Aquella mañana estábamos en mi celda

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seis de los de Upington. Al principioreaccionamos con incredulidad. Nopodía ser verdad. Luego, a medida quepasó el tiempo, comprendimos larealidad y nos quedamos destrozados,desolados, inconsolables. Sabíamosquién lo había hecho. Por supuesto quelo sabíamos. Era el Estado.»

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CAPÍTULO VI - ELAYATOLÁ

MANDELA 1990

Después de años de travesía deldesierto, el mito se hizo hombre; elpatriarca, envejecido, volvió a servisible para su pueblo y prometió darlela libertad. Era la encarnación de lavirtud revolucionaria y en todas partesle recibían enormes multitudesextasiadas. «Golpearé con mis puños lasbocas del gobierno», gritó el día en quevolvió de su largo exilio, y diez días

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después, el 11 de febrero de 1979, elEstado se había derrumbado y susmilicias controlaban las calles. Enmedio de aclamaciones de felicidad, elayatolá Jomeini se proclamó jefe de unnuevo gobierno revolucionario.

Exactamente once años después, el11 de febrero de 1990, Nelson Mandelapuso fin a su exilio, al salir de la cárcel.El gobierno sudafricano no dejó deadvertir la coincidencia en las fechas.Temían que, al dejarlo en libertad y alpermitir que el CNA actuara en lalegalidad después de una prohibición detreinta años, fueran a desencadenar loque, en momentos de pánico, llamaban

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entre ellos «el factor ayatolá». NiëlBarnard no estaba tan inquieto como lamayoría. Pero incluso él estabapreocupado, en algún rincón de suescéptico corazón de espía, por laposibilidad de que Mandela le hubieratomado el pelo, le hubiera engañado. Lapesadilla de las autoridades era que,después de salir en libertad en Ciudaddel Cabo, Mandela iniciara una largamarcha hacia el norte, al centro políticode Johanesburgo y Soweto. «Iríacobrando impulso —explicaba Barnard—, y recorrería el país, llegaría aJohanesburgo y sería casi como elayatolá, un movimiento imparable...

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cientos de miles de personas arrasandotodo, disparando y matando. Lo que nosangustiaba era si íbamos a poder superarlas primeras 24, 48, 72 horas sin un granlevantamiento popular, sin unarevolución.»

Si el precedente iraní había hechodudar al gobierno, fue otro episodioextranjero más reciente lo que empujó alnuevo presidente, F. W. de Klerk, acontinuar con urgencia la labor quehabía iniciado P. W. Botha. La caída delMuro de Berlín, apenas dos meses antes,dio motivos para creer que, ocurriera loque ocurriera en Sudáfrica, elcomunismo nunca volvería a ser viable,

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ni en Europa del este ni en Sudáfrica.Además, si el apartheid había sido unavergüenza hasta entonces, ahora era yainsostenible ante la comunidadinternacional. Fue una suerte para DeKlerk que su predecesor hubiera tenidola prudencia de preparar el terreno parala liberación de Mandela y el inicio delas negociaciones.

Pero ese día, el 11 de febrero de1990, De Klerk se detuvo menos apensar en su buena suerte que en losriesgos que podían acechar en torno a laliberación de Mandela. No contribuyó atranquilizar su ánimo ni el de los otrosmiembros del gobierno que la liberación

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de Mandela, por razones que De Klerk,viéndola en la televisión, no comprendióal principio, no se produjera, ni muchomenos, según el horario previsto. En laentrada de la cárcel de Victor Versterhabía una batería de cámaras detelevisión y millones de personasseguían el acontecimiento en todo elmundo, pero, dos horas después delmomento anunciado para su aparición,seguía sin suceder nada.

Cuando Mandela apareció, por fin,saliendo con paso decidido por la puertaprincipal de la prisión bajo el solreluciente de media tarde, su sonrisatriunfante de felicidad, como un soldado

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que volviera de la guerra, ocultaba elhecho de que, un rato antes, se habíamostrado furioso. La razón era su mujer,Winnie, que aparecía un poco menoscontenta a su lado. El retraso se debía aella, que había llegado tarde esa mañanade Johanesburgo porque había acudido auna cita con su peluquera. Una de lasconsecuencias fue una severareprimenda de Mandela; otra fue que,mientras tanto, la tensión empezó aaumentar peligrosamente en la Parade,la gran plaza abierta de Ciudad delCabo en la que Mandela debíapronunciar su primer discurso comohombre libre. Se había reunido una

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enorme muchedumbre bajo el solardiente, incluidos muchos jóvenesnegros que tenían pocos motivos paratener buenos sentimientos respecto a lafalange de policías blancos colocadospara vigilar al ayatolá. Hubo algunasescaramuzas, gas lacrimógeno, algunaspiedras arrojadas. No fue un baño desangre ni nada parecido, pero sí bastópara hacer que la gente salieradisparada en todas direcciones.

A Mandela y su séquito, que seencontraba en una caravana de coches,les hicieron saber que era mejor queesperasen a que las cosas se hubierancalmado un poco. No era un comienzo

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muy prometedor, pero la cárcel le habíaenseñado a Mandela paciencia. Su gentede seguridad le dijo que lo más prudenteera detener el convoy y esperar, y él semostró de acuerdo. Decidieron aparcara las afueras de la ciudad, en un elegantebarrio blanco, políticamente progresista,llamado Rondebosch, en el que vivía unjoven médico llamado Desmond Woolfcon su mujer, Vanessa, y sus pequeñosgemelos, Daniel y Simon.

Los Woolf estaban siguiendo losacontecimientos del día por televisióncon la madre de él. El doctor Woolf y sumujer pertenecían a un pequeño sectorde la sociedad blanca, políticamente

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sensible, que estaba decididamente afavor de la liberación de Mandela.Incluso habían discutido entre ellos laposibilidad de unirse a la muchedumbreen la Parade. Ahora, en cambio, setrataba de saber si el propio Mandelaiba a poder llegar. Por lo que decían entelevisión, nadie parecía saberexactamente dónde estaba.

De pronto llamaron a la puerta. Erauna amiga de Vanessa Woolf, paradecirles que Mandela estaba sentado enun coche delante de su casa. «¡Venga ya,no seas ridícula!», dijo el doctor Woolf.«No —respondió la amiga—. Está aquí.¡Salid, rápido!»

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El matrimonio salió con sus doshijos y la madre del doctor Woolf, yvieron delante de ellos una fila de cincocoches aparcados. «Y allí estaba él —contaba el doctor Woolf—, sentado en elcoche de en medio. Nos detuvimos... yle miramos asombrados. La atención delmundo entero estaba centrada en él y élestaba allí, delante de nuestra casa,cuando se suponía que debía estar enotro sitio. Y nos quedamos mirándolo yél bajó la ventanilla, nos hizo un gestopara que nos aproximáramos y dijo:“Por favor, acérquense.”»

El doctor Woolf se presentó,Mandela se presentó, y se dieron la

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mano. El doctor Woolf llevaba a Simon,que tenía sólo un año, y Mandela estiróla mano para tocar la del niño y luegopidió permiso a su padre para cogerlo ymeterlo por la ventanilla en el coche.«Lo hizo botar en su rodilla y lepreguntó cómo se llamaba. Luego quisosaber por qué le habíamos puestoSimon, si el nombre tenía algúnsignificado especial. Pareció gustarlemucho poder tener a un niño en brazos.»Luego se presentó Vanessa Woolf yMandela cambió a Simon por Daniel.Después se acercó a saludar la madredel doctor Woolf y así se completóaquella alegre escena de domingo por la

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tarde.Otro residente de Rondebosch,

Morné du Plessis, también había estadodudando antes si ir o no a la Parade y, alfinal, había decidido ir. Era uno de lospersonajes más famosos de aquellamultitud —desde luego, el blanco másfamoso— y, para los afrikaners, era unaespecie de dios.

Du Plessis había sido capitán de losSpringboks durante los malos tiempos,como su padre lo había sido antes queél. Felix du Plessis encabezó el equiposudafricano de rugby que obtuvo cuatrofamosas victorias sobre Nueva Zelandaen 1949, el año posterior a la primera

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victoria electoral del Partido Nacional,que afianzó el apartheid en la vidasudafricana para los siguientes cuarentaaños. Morné, que nació ese mismo año,acabó mejorando el récord de su padre,puesto que no sólo infligió un castigosimilar a los All Blacks sino que seretiró en 1980 con un historialinternacional de 18 victorias en 22partidos. Con él de capitán, Sudáfricaganó 13 partidos y perdió sólo dos.Durante los nueve años que jugó en laselección fue un héroe nacionalafrikaner y, como tal, la expresión másvisible de la opresión racial quesimbolizaba la camiseta verde de los

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Springboks para los sudafricanosnegros. Pero él, a diferencia de algunosde sus compañeros de equipo, era capazde verlo. Nunca olvidó que, en partidosverdaderamente importantes, comocontra los Lions británicos en 1974 y losAll Blacks neozelandeses en 1976, lospocos negros que había en el estadioeran, en palabras suyas, «fanáticospartidarios del otro equipo».

Por eso no fue demasiadosorprendente —Du Plessis eraseguramente el más alto de las decenasde miles de personas reunidas en laParade— que un hombre negro,aparentemente borracho, se acercara a él

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esa tarde, le insultara y le dijera que sefuera, que aquélla era una ceremonia enla que él no pintaba nada. «Pero lo queme impresionó no fue la actitudamenazante de aquel tipo —contaba DuPlessis—. Fue el hecho de que otronegro se apresuró a amonestarle.Entonces se unieron otros, enfadadospor que me hubiera tratado así, y se lollevaron.» Era gente pobre que hablabaen xhosa, la lengua de Mandela, pero DuPlessis comprendió que tenían lasutileza política suficiente para saberque, a cuantos más blancos pudieraconvencerse de participar en lascelebraciones de la liberación de

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Mandela, mejor para todos.Du Plessis había ido aquel día

porque sentía con toda la fuerza laimportancia histórica del momento yquería formar parte de él. Pero la razónprofunda se remontaba al primer hombreque había marcado la dirección que ibaa tener su trayectoria política, su padre.Felix du Plessis fue capitán de losSpringboks durante la primera euforiadel poder del Partido Nacional, perosiempre fue partidario del PartidoUnido, más moderado, más progresista—o, por lo menos, menos intransigente—, al que el Partido Nacional habíaderrotado en 1948. Además luchó en la

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Segunda Guerra Mundial con losaliados, otro factor que le hizo oponersea la postura antibritánica, y en algunoscasos ambiguamente pronazi, de losNacionales. La madre de Morné era unasudafricana blanca de habla inglesa y, entodo caso, más contraria todavía alPartido Nacional que su padre. Eso noquería decir que estuvieran a favor de ungobierno de la mayoría. El PartidoUnido se oponía al apartheid porqueconsideraba que tenía un racismo burdo,pero los padres de Du Plessis nuncapusieron en duda la convenienciafundamental del poder blanco.

Tampoco la ponía en duda su hijo,

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que nació en la misma ciudad queFrançois Pienaar, Vereeniging, unacoincidencia asombrosa dado que nosólo ambos acabaron siendo capitanesSpringbok sino que, exactamente cincoaños después de la liberación deMandela, Du Plessis se convirtió enmánager del equipo de Pienaar en laCopa del Mundo. Sin embargo, lacoincidencia se quedaba ahí, sin incluirel relativo progresismo político de lafamilia Du Plessis —más acomodada—,aunque, la verdad, la política tenía casitan poca importancia en la vida deljoven Morné como en la del jovenPienaar.

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Sin embargo, en 1970, Du Plessis seencontró con un hombre que dio elempujón necesario a esas brasas derebelión que le habían encendido suspadres. Se llamaba Frederik van ZylSlabbert. Profesor de sociología en laUniversidad de Stellenbosch, en la queestudiaba Du Plessis, Slabbert era unpensador progresista, de gran brillantezacadémica pero sospechoso a ojos delaparato afrikaner, que además era unbuen jugador de rugby a nivelprovincial. La combinación de esos dosfactores —un jugador de rugby queestaba a favor del principio una persona,un voto— fue un descubrimiento que

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abrió los ojos a Du Plessis y le hizo verque era posible admirar a alguien quepensaba que el apartheid era perverso.

Si Slabbert dio un ligero empujón aDu Plessis, su debut con los Springboksen una gira por Australia en 1971 fueuna brusca revelación. Desde el puntode vista deportivo, fue todo un éxito.Sudáfrica derrotó a Australia en los trespartidos que jugaron y Du Plessis seconvirtió en un auténtico héroe en casa,la nueva estrella rutilante del rugby.Pero la alegría de Morné se vioempañada por el hostil recibimiento deuna buena parte del público australianoal equipo. «Fue abrumador ver tanta

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furia en personas tan lejanas —recordaba—. Las imágenes de aquellosrostros australianos indignados, el odioque parecían tenernos, nunca se meolvidó.»

Empezó a tomar cuerpo en DuPlessis la idea de que pasaba algo«grave» en su país. Pero una cosa erasentirse incómodo y otra dejar que lapolítica le distrajera de su carrera en elrugby. Durante sus nueve años comoestrella de los Springboks, nunca adoptóuna postura pública, cosa que podríahaber hecho y habría causado sensación.Nunca habló sobre sus dudas ni de suapoyo al Partido Federal Progresista, al

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que pertenecía Helen Suzman, la viejavisitante de Mandela en la cárcel, y alque se incorporó Slabbert, que seconvirtió en miembro del parlamento enrepresentación de Rondebosch amediados de los setenta y poco despuésasumió el liderazgo del partido. Los«progres», considerados comolibrepensadores estrambóticos en elpequeño mundo aislado de la Sudáfricablanca, en realidad eran conservadores,en comparación con el resto del mundo.Representaban a una población de hablainglesa, en general acomodada, ansiosade criticar el duro trato que daban losbóers a los negros pobres pero poco

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dispuesta a visitarlos en uno de susdistritos; no obstante, el PFP tuvo elmérito de ofrecer una voz pública legalde oposición al apartheid dentro deSudáfrica y un puente para facilitar latransición hacia los cambios que iban allegar posteriormente. El propioSlabbert sería un intermediario crucialen los primeros contactos secretos entreel gobierno y el CNA en 1987, pocodespués de las primeras reuniones deMandela con Kobie Coetsee en lacárcel.

Morné du Plessis, con todo lovaliente que era en el terreno de rugby,no asumió ningún riesgo político fuera

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de él. Hasta aquella tarde del 11 defebrero de 1990, en la Parade de Ciudaddel Cabo. Fue porque confiaba, comoJoel Stransky, en que la liberación deMandela curase a un país que, comosabía desde hacía tiempo, estabaenfermo. Stransky siguió la puesta enlibertad de Mandela en televisión, desdeun café en Francia. No era tanimpresionante como ir a la Parade, peroera prueba de más interés que elmostrado por la mayoría de sus futuroscamaradas en el equipo Springbok, cuyaactitud resumió uno de los gigantescosdelanteros del equipo, Kobus Wiese. Alpreguntarle, mucho después, cuál había

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sido su reacción ante la liberación deMandela, contestó con sinceridad: «Noestaba prestando mucha atención, laverdad.» En cambio, Stransky recordabahaberse sentido «absolutamenteentusiasmado».

La vida de Stransky estabatotalmente dedicada al deporte, pero notanto como para que no experimentarados efímeros momentos de despertarpolítico. El primero llegó tras unacontecimiento del que apenas si debióde tener noticia: el levantamiento deunos escolares no mayores que él enSoweto, en 1976. Como consecuencia,sus padres empezaron a sospechar que

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alguien podía prender fuego al colegiode su hijo. «Recuerdo que mi padre tuvoque ir a hacer guardia a nuestro colegiopor la noche, durante los disturbios y losmotines. No estoy seguro de si sabíaexactamente lo que pasaba porque losadultos no hablaban verdaderamente deello, pero, a partir de ese momento, tuvemuy claro que las cosas no estaban bienen este país.»

El segundo conato de despertarpolítico de Stransky llegó en 1981,cuando tenía catorce años, durante latumultuosa gira de los Springboks porNueva Zelanda. Se dio cuenta de quetenía que haber una buena razón para

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que la mitad de Nueva Zelanda estuvieraindignada con sus compatriotas.Stransky fue un ejemplo del efecto queArnold Stofile y otros activistas anti-rugby del CNA querían provocar entrela población blanca. Al negarles sudroga feliz, pretendían despertarlos desu sopor. Estaban creando lascondiciones para el cambio político. Enalgunos hallaron un público másreceptivo que en otros. En Stransky seencontraron con la reacción perfecta,porque, cuando Mandela salió enlibertad, él se emocionó.

Stransky sospechaba también que laliberación de Mandela quizá podía ser

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positiva para su carrera en el rugby. Yaestaba considerado como uno de losmejores jugadores del país. A los veinteaños se había convertido en un jugadorfundamental para la provincia de Natal,uno de los cuatro mayores equipos delpaís. Como no era del tipo corpulento,fuerte y arrollador, tenía que tener elvalor y la resistencia necesarios parasoportar una paliza de rivales deltamaño de Pienaar una docena de vecesen cada partido. Pero Stransky ocupabala única posición en un equipo de rugbyque no exige una velocidad ni unadimensión sobrenaturales: medioapertura. El equivalente, en el fútbol,

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sería el medio centro organizador, el quedecide el juego, para el que esfundamental tener cerebro y habilidadcon el balón. Además, chutaba demaravilla.

Y era ambicioso. Por eso, cuandoterminó la temporada sudafricana derugby en octubre de 1989, al empezar laprimavera, se fue a Francia a jugar. Elrugby que se jugaba allí no era tanintenso como en Sudáfrica, pero lepermitió mantenerse en forma durante elverano sudafricano, de modo que,cuando comenzó la nueva temporada, enabril de 1990, pudo empezar fuertedesde el principio, en buena forma física

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y rindiendo a un alto nivel. La jugadasalió bien. Al regreso de Stransky deFrancia, la provincia de Natal acabóganando el campeonato nacional. Y laliberación de Mandela también iba a serpositiva para él, tal como habíaesperado. Para Stransky, la libertad deMandela significaba acabar con elboicot internacional a los Springboks.Sentado en aquel café francés, imaginóque un día iba a poder jugar al rugbyvistiendo los colores de su país.

Estaba previsto que Mandela llegaraa la Parade alrededor de las tres de latarde, pero era tal el caos que, al final,acabó llegando casi cinco horas

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después, al atardecer. Y, para contribuira la extraña sensación de anticlímax queenturbió los históricos acontecimientosdel día, pronunció un discurso que nocumplió las expectativas, que noemocionó a nadie.

A la mañana siguiente, la primera enla que se había despertado como hombrelibre desde hacía veintisiete años y seismeses, tuvo que someterse a una pruebaque parecía todavía más dura: una ruedade prensa ante medios de todo el mundo.Había 200 periodistas, muchos de ellospresentadores de televisión célebres ensus países. Sudáfrica no tenía televisióncuando Mandela entró en la cárcel. Él

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había aparecido ante una cámara detelevisión sólo en una ocasión, en unaentrevista cara a cara con un periodistabritánico un año antes de su detención,en 1961. En 1990, todos los políticoshabían tenido que aprender a manejarseante las cámaras. Pero he aquí queMandela, que era tan famoso como faltode experiencia en la era de los mediosde masas, estaba a punto de enfrentarsea lo que más temían los políticos decualquier lugar, una rueda de prensa sincondiciones. No podía saber lo que leiban a preguntar los periodistas. Y sudiscurso de la noche anterior, tan pococarismático, había suscitado dudas

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sobre el nivel de su actuación esamañana. Al fin y al cabo, tenía setenta yun años y había pasado casi tres décadasen prisión. ¿Hasta qué punto podía estarbien? ¿Cuánta agudeza podía tener?

La rueda de prensa se celebró aprimera hora de la mañana en el jardínde la residencia oficial en Ciudad delCabo del jefe de la Iglesia anglicana enSudáfrica, el arzobispo Desmond Tutu,que, hasta ese momento, como ganadordel premio Nobel de la Paz en 1984,había sido el rostro más visible de laresistencia al apartheid en todo elmundo. La mansión, con el típico tejadoa dos aguas del estilo holandés de El

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Cabo, se encontraba en la boscosaladera de Table Mountain, el monolitocuyo perfil rectangular veía Mandeladesde Robben Island. Dado queMandela se levantaba siempre a lascuatro y media de la mañana, las cosastenían que empezar temprano: losperiodistas debían estar allí a las seis ymedia. Cuando salió de la casa con sumujer, Winnie, a su lado, todavía habíarocío sobre las hojas. Mandela y suesposa sonrieron y saludaron mientrasbajaban los escalones de piedra hastadonde aguardaba la prensa. Tutu, dandobrincos de alegría, feliz de no tener queseguir desempeñando el papel de

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máxima celebridad antiapartheid delmundo, encabezaba la marcha. No hubomás que un sobresalto, cuando Mandelase detuvo en la mesa y observó unaartillería de objetos de peluche queestaban colocados ante él. Uno de susayudantes le susurró algo al oído, yMandela respondió con una señal y un«Ah, ya entiendo...». Los objetos depeluche eran micrófonos.

A partir de ese momento, todo fuecomo la seda. Aplacó a sus propiospartidarios y a los demás líderes delCNA al reafirmarse en su compromisosimbólico con la lucha armada y la viejapolítica (que el CNA pronto iba a

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abandonar) de nacionalizar la riquezamineral del país. Al mismo tiempo,indicó su determinación de ser un líderfuerte al dar el audaz paso de calificaral presidente F. W. de Klerk —quellevaba veinte años en el gobierno delapartheid y que acababa de llegar alpoder en otra elección «general» sólopara blancos— como «un hombreíntegro»; y tendió una manotranquilizadora a la Sudáfrica blanca encada oportunidad que se le presentó.

Tuvo palabras de reconocimientopara los más amables de sus carceleros—los Christo Brand, los Jack Swarts ylos Willem Willemses— cuando le

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hicieron la gran pregunta que no teníanmás remedio que hacerle, si tenía algúnresentimiento tras sus veintisiete años ymedio de cautividad. Tambiénreconoció, de forma pasajera peroenérgica, lo que había aportado la cárcela la formación de su estrategia política.«A pesar de los tiempos difíciles enprisión, también tuvimos la oportunidadde pensar en programas... y en la cárcelha habido hombres que eran muy buenos,en el sentido de que entendían nuestropunto de vista e hicieron todo lo quepudieron para hacernos lo más felicesposible. Eso —dijo Mandela conénfasis, como si subrayara la frase al

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pronunciarla— borra cualquierresentimiento que pudiera tener unhombre.»

Al preguntarle lo que más le habíaasombrado en su regreso al mundo,declaró que estaba «completamentesorprendido» por el número de personasblancas que le habían recibido en lacalle el día anterior. Y lo másimportante, Mandela dijo que la víahacia una solución negociada era unafórmula que parecía muy sencilla: laconciliación de los miedos blancos conlas aspiraciones negras. «El CNA estámuy preocupado por abordar la cuestiónde las inquietudes que tienen los blancos

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sobre la exigencia de una persona, unvoto —dijo—. Insisten en... garantías...para asegurarse de que la plasmación deesta exigencia no desemboque en ladominación de los blancos por losnegros. Entendemos esos sentimientos yel CNA quiere abordar el problema yencontrar una solución que convengatanto a los blancos como a los negros deeste país.»

Al oír en público esas palabras quehabía oído tan a menudo en privado,Niël Barnard suspiró aliviado. Aquellono era el lenguaje de la insurrección. Noera un ayatolá pegando puñetazos en laboca a la gente. Cuando terminó la rueda

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de prensa, 45 minutos después deempezar, todas las angustias previasparecían ridículas. Mandela habíatransformado lo que se había anunciadocomo su primer interrogatorio públicoen el amable equivalente externo a unacharla junto a la chimenea. Habíaplantado la semilla, entre algunossudafricanos blancos, de la idea de queun hombre negro podía llegarles alcorazón. François Pienaar, que seguíasin ser, ni mucho menos, un animalpolítico, se sintió sorprendentementeconmovido al ver a Mandela entelevisión. «No puedo recordar ningunaemoción más que tristeza —me dijo—.

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Me sentí triste por el tiempo que habíapasado en la cárcel y, aunque tenía elrostro lleno de orgullo, me dio pena quehubiera perdido tanto tiempo.»

Otros telespectadores blancosseguramente sintieron menos simpatía, ymuchos debieron de gruñir. Una parteimportante de la opinión de derechaspensaba que el aparato blanco se habíaequivocado al no ahorcar a Mandela,cuya influencia como fuente deinspiración para los revolucionariosnegros había sobrevivido a sucautiverio. Esa gente contempló laliberación de Mandela en televisión y nosintió más que amargura y desprecio por

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De Klerk y el que consideraban sugobierno traidor por haber vendido a laSudáfrica blanca, por dejar suelto en lacalle al terrorista supremo.

Muy distinto fue el efecto que causóentre los periodistas que estaban en elcésped del arzobispo Tutu la mañana del12 de febrero de 1990. No hicieron faltamás que 45 minutos para que Mandelaatrapara a los medios de todo el mundoen su astuto abrazo. Los periodistas nose habían dado cuenta, porque tambiénellos estaban aturdidos, pero, con eltiempo, comprenderían que Mandela eraun estratega brillante, un genialmanipulador del sentimiento de las

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masas. Su talento para el teatro políticoera tan sutil como el de Bill Clinton o elde Ronald Reagan. En aquella rueda deprensa, Mandela logró dar un golpe quetanto Clinton como Reagan habríanenvidiado. La sesión terminó con los200 periodistas reunidos haciendo algoque no habían hecho jamás. El serhumano que había dentro de ellos seimpuso al periodista y de pronto sevieron, con gran confusión y sorpresapor su parte, rompiendo a aplaudir demanera espontánea.

Ganarse a la prensa afrikaner no fuetan sencillo. Los blancos en general, ylos afrikaners en particular, se sentían

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inseguros y temerosos ante lasconsecuencias de la liberación, por loque se aferraron a las cosas másalarmantes que dijo —la política denacionalización, la «lucha armada», lalealtad del CNA a sus aliados delPartido Comunista— y no se fijaron enel aprecio que había manifestado por suscarceleros ni su deseo de alcanzar unacuerdo aceptable para todos. Un retosimilar fue el que tuvo que afrontar consu propia gente, tanto entre losdirigentes, entre los que había habidoalgunas quejas sobre su decisiónunilateral de emprender negociacionessecretas con el gobierno, como entre la

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masa de la población, para la queMandela era un mito poderoso pero,como líder de carne y hueso, una figurapor descubrir.

Con el fin de abordar estos dosproblemas, Mandela voló aJohanesburgo, a dos horas de distancia,la misma mañana de la rueda de prensa,y de allí fue en coche a Soweto, donde,esa tarde, Arrie Rossouw fue a verlo ala casita familiar de la que había salidopara entrar en prisión. Era una de esasanodinas cajas de cerillas que llenaban,en filas interminables, todos los distritossegregados de Sudáfrica, casi idéntica allugar en el que había vivido Justice

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Bekebeke antes de ir a la cárcel.Rossouw era el principal corresponsalpolítico de Beeld, el periódico delaparato afrikaner. Era uno de los cincoperiodistas afrikaner invitados a la casade ladrillo rojo desvaído para manteneruna entrevista colectiva con el hombreal que sus periódicos habían mostradodurante décadas a los lectores como laencarnación del swart gevaar, el«peligro negro». Rossouw estababastante más enterado que el promediode los volk. Había tenido contactos conel CNA en el exilio, era consciente de lanecesidad de que la Sudáfrica blancallegara a un acuerdo con la Sudáfrica

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negra y conocía la imagen del apartheidque había en todo el mundo lo suficientecomo para sentirse incómodo cuandoviajaba al extranjero; es decir, estabamuy por delante de la mayoría de suslectores, del mismo modo que NiëlBarnard estaba muy por delante de lagente que votaba al Partido Nacional.No obstante, Rossouw tenía motivospara estar nervioso. Era demasiadopronto para declarar terminada la alertasobre el ayatolá (para el día siguiente sehabía preparado lo que el CNA llamabauna concentración de masas en Soweto).

Pero Mandela hechizó a ArrieRossouw como había hechizado horas

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antes a sus colegas extranjeros en larueda de prensa de Ciudad del Cabo.«Allí estaba, en el pequeño salón de sucasita de ladrillo, y nos saludó como unrey, el rey más encantador imaginable —dijo Rossouw—. Se presentó, nadamenos. “Hola, soy Nelson Mandela¿cómo está?” Y entonces me presentéyo, y él sabía todo sobre mí. Sabíaexactamente quién era. Dijo que mehabía leído con gran interés desde hacíatiempo, y se acordaba de artículos quehabía escrito hacía meses.»

Los afrikaners fueron el primergrupo de periodistas con el que hablóMandela en petit comité, antes que con

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la prensa negra, la prensa blancaprogresista y la prensa internacional.«Nos escogió de forma deliberada paratransmitir el mensaje de que todos lossudafricanos iban a tener un lugar en elfuturo de la nación; sobre todo, que nosalía de la cárcel pensando en lavenganza. Comprendió, desde luego, quelos afrikaners eran la clave para lograruna paz duradera y trató, a través denosotros, de afrontar sus temores desdeel primer día, literalmente.»

Rossouw era lo bastante astuto comopara comprender que Mandela estabahaciendo lo que quería con él. Pero se lotragó de todas formas. «Se veía que

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sabía cómo llegar a los afrikaners. Loque nos dijo fue, en esencia: “Miren, lesconozco a ustedes y a su gente, hanhecho mucho por este país, y conozcosus miedos, pero vamos a hablar deellos y a ser amigos.” Y mientrashablaba, se reía de sí mismo, de formaque uno no se sentía intimidado por él,sino a gusto. De pronto, me sentítremendamente privilegiado de estar ensu presencia. Me vi allí, sentado, viendoa aquel hombre, y recordé que habíarumores de que estaba enfermo,gravemente enfermo, y pensé: “¡Porfavor, Dios, que no sea verdad!” Porquecomprendí la enorme importancia que

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iba a tener aquel hombre para elbienestar de nuestro país.»

Una diferencia entre lossudafricanos blancos políticamenteastutos como Rossouw y el sudafricanonegro corriente era que este último notenía que procesar la liberación deMandela racionalmente paracomprender la feliz enormidad delmomento. Salvo un peligroso reducto dezulúes conservadores y anacrónicos aleste del país, nadie discutía el derechoautomático de Mandela al liderazgo. Nisiquiera Justice Bekebeke, que habríapodido sentirse olvidado o amargamentefuera de onda. A pesar de llevar nueve

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meses y cuarenta ejecuciones en elCorredor de la Muerte, él tambiénsuspendió la razón, se olvidó de suscircunstancias y celebró la liberación deMandela como si hubiera sido la suyapropia. «Teníamos una hora de ejerciciodiaria, pero ese día nos quedamos todosen las celdas para escuchar la radio.Pusieron una canción mientrasesperábamos y esperábamos. ReleaseMandela, de Hugh Masekela. Todoscantamos y bailamos. Cuando la radioanunció que estaba saliendoacompañado de Winnie, aquel momentofue la libertad para nosotros. Nosolvidamos de dónde estábamos.»

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En todos los lugares a los que ibaMandela se reunía una muchedumbre.Sin embargo, él no hablaba el lenguajede la muchedumbre. En las semanasinmediatamente posteriores a suliberación, emprendió una larga marchapor toda Sudáfrica, y en todos loslugares a los que fue aparecía muchagente, ansiosa por verlo, soñando conque les dedicara una sonrisa, con tocarla punta de sus dedos cuando tendieralas manos —desde el principio fue unapesadilla para los guardaespaldas— a lamultitud. La Sudáfrica negrareaccionaba ante él como si fuera unamezcla de Napoleón y Jesucristo. Pero,

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aunque cristianos como el arzobispoTutu interpretaban el mensaje subliminalde lo que decía como una exhortación a«amar a tu enemigo», sus argumentoseran duros.

Para convencer a los militantes queproporcionaban al CNA su energíapolítica, tenía que apelar a algo más quea la moralidad; tenía que usar ellenguaje duro de la necesidad política ydejar que algunos sectores de su públicocreyeran, si querían, que no había nadaque le gustase más que una revolucióncomo la de Castro. Así que hablaba deque llegar a un acuerdo con la Sudáfricablanca era necesario, no de que fuera

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deseable, y lo hacía en un lenguajeinflexible que convencía a losmilitantes, al reiterar que los principiosbásicos no eran negociables. Recordó algobierno que, si no accedían a lademocracia plena de «una persona, unvoto», si pensaban —como pensó DeKlerk durante un tiempo— que podíaninventarse algún compromiso legalistaque siguiera afianzando los privilegiosde los blancos, entonces se encontraríancon una batalla. Ninguno de los millonesque vieron u oyeron a Mandela enaquellos primeros días de libertad pudoconfundirle con un pacifista gandhiano.

Mandela había sido un famoso sin

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rostro durante muchos años, pero ahorasu imagen se conocía ya en todos losrincones del mundo, y en Sudáfrica dabala impresión de estar en todas partes almismo tiempo. Su larga marcha parecíauna fiesta gigantesca, un desfile real deciudad en ciudad. La primera de lasconcentraciones masivas se llevó a cabodos días después de su liberación en elestadio de Soccer City, la «ciudad delfútbol», en Soweto, con 120.000personas. Fue la coronación de Mandelacomo rey de la Sudáfrica negra. A partirde ese momento, en cada parada serepitió la misma ceremonia. En Durban,la mayor ciudad de la provincia de

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Natal, le rindió homenaje un númerosimilar de zulúes. En Bloemfontein, lasede del tribunal supremo de Sudáfrica,acudieron 80.000. En Port Elizabeth,capital de la provincia del CaboOriental, en la que nació Mandela,200.000.

En cada caso se daba una mezcla delfrenesí de un concierto pop con lapasión de una final deportiva y el fervorde una misa solemne. Su primeraaparición en el escenario, acompañadode Sisulu y otros sumos sacerdotes de lalucha, provocaba arrebatos. Pero luegoel acto se sumía en un orden extraño y sedesarrollaba una liturgia cuyos rituales

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conocía todo el mundo.Lo primero era el grito del maestro

de ceremonias sobre el estrado,«¡Amandla!», que significa «poder» enxhosa. La multitud reunida respondía«¡Awethu!» —«¡para el pueblo!»—,repetido cuatro o cinco veces, increscendo.

Luego llegaba el que los líderesnegros habían considerado siempre elhimno nacional, el Nkosi Sikelele, encuyas cadencias fúnebres el públicointroducía ahora, con el puño levantado,un tono triunfante que antes no se oía.Cantaban el himno con la pulcritud de uncoro profesional, como si hubieran

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estado ensayando para ello durante todasu vida, cosa que, en cierto sentido,habían hecho, en todas lasconcentraciones de protesta a lo largode los años. No sólo se sabía todo elmundo, las 120.000 o 200.000 personas,la letra, sino que los hombres sabíancuándo callarse y dejar que cantaran lasmujeres, y las mujeres sabían cuándodejar que se oyeran las voces profundasde los hombres.

Luego, más «¡Amandla! ¡Awethu!»,luego «¡Un agravio a uno!», queprovocaba la respuesta «¡Es un agravioa todos!», seguida de «¡Viva el CNA,viva!», «¡Viva!», «¡Viva el CNA, viva!»,

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y luego «¡Larga vida a NelsonMandela!», «¡Larga vida!».

Después había más cantos y luegobailes, como una discoteca gigantesca,después más «¡Larga vida a NelsonMandela!» y luego, por fin, se levantabaél, con aspecto de ser todavía más altoque sus 1,83 metros, alzaba el puñoderecho y los cuellos y los rostrosextasiados se volvían hacia él enadoración, y él gritaba «¡Amandla!» y enrespuesta recibía el «¡Awethu!» mássonoro, y la gente le señalaba y gritaba,porque le había visto, por fin, a lo lejos,y para eso había ido todo el mundo. Ydespués empezaba a hablar. No era un

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buen orador, su voz tenía un caráctermonótono y metálico que nuncacautivaba a sus oyentes como la delhistriónico arzobispo Tutu. Al cabo deun rato, la muchedumbre empezaba aagitarse, como durante los sermones enla iglesia, pero, cuando acababa, todosvolvían a la vida y volvían a gritar los«¡Amandlas!» y los «¡Vivas!» hastainiciar de nuevo un canto increíblementeconmovedor del Nkosi Sikelele, y luegotodo el mundo se iba a casa, con lacoronación terminada. Pero elsentimiento duraba mucho más allá delfermento de la concentración. Mandelaencarnaba el destino de todos los

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sudafricanos negros. En él teníandepositadas todas las esperanzas y lasaspiraciones; se había convertido en lapersonificación de todo un pueblo.

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CAPÍTULO VII - ELREY TIGRE

«¡Colgad a Mandela!», «Mandela,vete a casa, a la cárcel», «De Klerktraidor»: éstas eran algunas de laspancartas más educadas que se veían enuna concentración de la derecha blancaen Pretoria cinco días después de laliberación de Mandela. El escenario erala Church Square, un cuadrángulo en elcorazón de la capital de Sudáfrica,dominado en su centro por una estatuagris y salpicada de pájaros del patriarcabóer Paul Kruger, elegantemente vestido

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con la banda presidencial, abrigo,sombrero de copa y bastón. Asistíanunas 20.000 personas, un porcentaje dela población blanca tan grande como lohabían sido de la población negra las120.000 personas reunidas en Soweto.

Los sentimientos eran tan intensoscomo en el estadio de Soccer Citycuatro días antes, pero el ánimo nopodía ser más diferente. En Soweto, sehabía respirado un aire de victoria; enChurch Square, se percibía una calladadesesperación bajo la actitud desafiante.Aquella gente temía estar a punto deperderlo todo. Eran burócratas delgobierno que tenían miedo de perder sus

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puestos de trabajo, pequeñosempresarios que tenían miedo de perdersus empresas, granjeros que teníanmiedo de perder sus tierras. Y todosellos temían perder su bandera, suhimno, su lengua, sus escuelas, su IglesiaReformada Holandesa, su rugby. Y,latente, tiñéndolo todo, el temor a unavenganza equivalente al crimen.

Se habían reunido en la capitalsudafricana a instancias del PartidoConservador, el brazo político delextremismo de derechas. El PC, elprincipal partido de la oposición en elparlamento blanco, era vástago delPartido Nacional, del que se había

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escindido ocho años antes porque susdirigentes consideraban a P. W. Bothasospechosamente de izquierdas, y ahoraconsideraban que De Klerk era el mismodemonio.

La derecha afrikaner tenía suliturgia, aunque no tan elaborada opracticada como la del CNA.Empezaron por cerrar los ojos, abrir lasmanos en gesto de súplica, inclinar lacabeza y rezar una oración. Luegocantaron Die Stem, el lúgubre himnonacional oficial, que alaba a Dios ycelebra los triunfos de los bóers cuandoavanzaron en sus carretas hacia el norteen la Gran Marcha de mediados del

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siglo XIX, durante la que fueronquedándose con las tierras negras por elcamino. Unos hombres vestidos concamisas pardas se entremezclaban con lamultitud, como bravucones de colegio.Eran miembros del AfrikanerWeerstandsbeweging (el movimiento deresistencia afrikaner), el más famoso deuna colección fragmentada de grupos deextrema derecha. Más conocidos comoAWB, su enseña rojinegra estabaformada por tres sietes colocados deforma que recordaba a la esvástica nazi.

Pero en esta ocasión no fueron loscamisas pardas los que definieron elacto. Lo más siniestro, y una medida más

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pesimista del reto que le aguardaba aMandela, era la aparente normalidad dela mayoría de la gente, una muestravariada del espectáculo humano como laque se podía ver cualquier día de lasemana en el centro de Upington, oVereeniging, o cualquier otro lugar de laSudáfrica blanca. Había jóvenes convaqueros y camisetas de los Springboks,parejas jóvenes y entusiastas con bebés,hombres barrigudos con pantalón cortocaqui y calcetines largos, viejos señorescon chaquetas de tweed y señorasvestidas como si fueran al baile anualdel club de bolos. Eran la clase mediablanca de cualquier lugar de Europa o

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Estados Unidos. Y no querían que losnegros gobernaran sus vidas. Todosellos tenían en común la pesadilla deuna mano negra saliendo de debajo de lacama en mitad de la noche, de pandillasde jóvenes maleantes negrosirrumpiendo en sus hogares.

Si se examinaba la situación condetalle, se veía algo que nunca aparecíaa primera vista, un fondo de blandura yvulnerabilidad en la Sudáfrica blanca,tanto entre los afrikaners como en lagente de habla inglesa, los de la ciudadcomo los del campo, los ricos como lospobres. La diferencia era hasta quépunto conseguía disimularlo cada uno.

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Pero, como en la dura imagen desupervivientes que preferían tener de símismos, sobre todo los afrikaners, noencajaba reconocer esa vulnerabilidad,algunos se esforzaban para disfrazar sustemores tras la retórica de la resistencia.Eso no quiere decir que no creyeran loque decían. El miedo les volvíapeligrosos. Aquel día, en laconcentración de Church Square, eldoctor Andries Treurnicht, el líder delPartido Conservador, obtuvo el mayoraplauso del día cuando gritó: «¡Elafrikaner es un tigre amistoso, pero nohay que meterse con él!» Las certezasclaras y sencillas del pasado empezaban

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a resquebrajarse, pero ahí tenían unaverdad en la que preferían creer y en laque ni Mandela ni los ya legalizados«comunistas» del CNA podían jamáshacer mella. El afrikaner era un tigre ycualquier animal que se mezclara con élestaba condenado. «Mientras el CNAactúe como una organización militante,les atacaremos con toda la fuerza quepodamos —rugió Treurnicht, teólogo yantiguo ministro de la Iglesia ReformadaHolandesa—. Por lo que a nosotrosrespecta, es la guerra, sin más.»

En el CNA, algunos seguíanconvencidos de que podían derrotar altigre. Mandela sabía que no. El enemigo

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tenía todas las armas, la fuerza aérea, lalogística, el dinero. El gran principio deactuación política de Mandela era el quehabía comprendido hacía mucho tiempoen la cárcel: que la única forma devencer al tigre era domesticarlo.Aquella gente que protestaba a lasombra de la estatua de Paul Kruger erala misma a la que había sometido a suvoluntad en Robben Island.

La primera prioridad de Mandelaera evitar una guerra civil, y no sóloentre blancos y negros, sino entreblancos y blancos también. Los liberalescomo el doctor Woolf, que habíanllegado a donde estaban después de

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nadar audazmente contra las corrientesde la ortodoxia blanca, iban a estar en elpunto de mira de los guerreros de laderecha. Ya lo estaban. El propio doctorWoolf había recibido amenazas deorganizaciones de derechas después deque se publicara en un periódico deDurban la historia del encuentro de sufamilia con Mandela. Lo habían incluidoen una lista de condenados a muerte. Ylos Arrie Rossouw de la prensaafrikaner también habían pagado unprecio por adelantarse a su tiempo. Alas oficinas de su periódico, Beeld, enJohanesburgo, llegaban correosenvenenados, y la centralita telefónica

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estaba bloqueada por llamadasinsultantes. En una concentración dederechas en el Estado Libre de Orange,dos semanas después de la liberación deMandela, dieron una paliza a unfotógrafo blanco de Beeld.

No había dos personas queencarnasen mejor la división entre losblancos sudafricanos que los gemelosViljoen. La historia de Braam yConstand Viljoen no es exactamente lade Caín y Abel, ni la del hijo pródigo,pero tiene elementos de ambas. Los doshermanos, físicamente idénticos, habíanemprendido caminos radicalmenteopuestos en su adolescencia y estuvieron

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sin apenas comunicarse durante cuarentaaños. Cuando volvieron a hacerlo, eldestino tuvo mucho que ver. Si loshermanos no hubieran hecho las paces,Sudáfrica podría haber acabadoenvuelta en una guerra.

Nacidos en 1933 en una familiaafrikaner de clase alta rural cuyas raícesse remontaban a los colonos del sigloXVIII, de los primeros en llegar deEuropa a la punta meridional de África,los Viljoen (se pronuncia «Filyun»)tenían razones no sólo políticas paravivir separados. Juntos, corrían elriesgo de que se les considerase unosgemelos de comedia, mientras que, por

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separado, resultaban imponentes. Eranhombres serios, que se tomaban en serioa sí mismos y sus papeles en lasociedad, y a los que tomaban en seriolos demás. Las otras dos cosas quetenían en común eran su devociónreligiosa y su amor a la agricultura, a laque Constand se dedicaba de formaintermitente en la granja familiar deTransvaal Oriental y Braam —más amenudo— en otra granja a casi 370kilómetros de distancia, en TransvaalSeptentrional.

En cuestión de temperamento y deconcepción del mundo, no podían sermás distintos. Braam, el reflexivo,

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emprendió carrera en la Iglesia.Constand, el hombre de acción, entró enel ejército. Pero, aunque una trayectoriapodía parecer más pacífica que la otra,fue Braam el que luchó y, desde el puntode vista estrictamente profesional,fracasó, mientras que Constand, con unasuavidad admirable, ascendió hasta lacima de su profesión. Si Braam seenfrentó al sistema y perdió, Constandno sólo se incorporó al sistema, sino quese convirtió en él. Llegó a ser no sólogeneral, no sólo jefe del ejército, sinocomandante supremo de la FuerzaSudafricana de Defensa, que incluía lamarina y la fuerza aérea. P. W. Botha le

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designó para el cargo cuando tomóposesión como primer ministro, en1980. Viljoen permaneció en él, laúltima línea de defensa del apartheid,hasta su jubilación, en 1985. Dirigió lasfuerzas sin las cuales el apartheid sehabría venido abajo de la noche a lamañana. Arriesgó su vida y quitó la vidaa otros en apoyo de un sistema políticobasado y definido en tres de las leyesmás perversas jamás creadas: la Ley deServicios Separados, la Ley de Áreas deGrupo y la Ley de Inscripción de laPoblación, todas aprobadas en elparlamento cuando él y su hermanotenían diecisiete, dieciocho y diecinueve

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años, cuando estaban decidiendo quérumbo emprender en la vida.

La Ley de Servicios Separados erala que prohibía a las personas negrasentrar en las mejores playas y losmejores parques, y a las niñeras negrasviajar en los compartimentos blancos detren con los bebés blancos de las«señoras» para las que trabajaban. Lasotras dos leyes que aplicaba ConstandViljoen eran tan injustas y absurdascomo ésta.

La Ley de Inscripción de laPoblación compartimentaba a los gruposraciales. Había cuatro categoríasprincipales. En orden descendiente de

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privilegios, eran: blancos, mestizos,indios y negros. Una vez que cadasudafricano estaba en la casilla racialcorrespondiente, se derivaban todas lasdemás leyes del apartheid. Sin la Ley deInscripción de la Población, porejemplo, habría sido imposible aplicarla Ley de Inmoralidad, por la que erailegal no sólo que alguien se casara conuna persona de otra raza, sino quetuviera cualquier cosa parecida a uncontacto sexual. En parte para adaptarsea la incontinencia amorosa de unapequeña minoría de almas moralmentedébiles y en parte para satisfacer eldeseo de la gente de mejorar en lo

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material, el gobierno incluyó en la Leyde Inscripción de la Población unacláusula que concedía a las personas elderecho, biológicamente asombroso, aintentar cambiar de raza.

Para ello había que presentar unasolicitud ante un organismo de Pretoriallamado Junta de Clasificación de Razasy estipular de qué raza a qué razadeseaba cambiarse uno. Se llevaban acabo varias entrevistas y, en los casosmás difíciles, los solicitantescomparecían ante la junta, formada porhombres y mujeres, todos blancos. Losmiembros de la mesa pedían a losaspirantes que se pasearan delante de

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ellos para poder examinar sus posturas yla forma de sus nalgas. Si la cuestiónseguía sin resolverse, la formacientíficamente más fiable de disipar lasdudas era la prueba del lápiz. Se metíaun lápiz en el pelo de la persona: cuantomás enganchado se quedaba, más oscuraera su clasificación. Las cifras delMinisterio del Interior de 1989 muestranque 573 mestizos pidieron ser blancos y,de ellos, 519 lo consiguieron, y que 369negros solicitaron ser mestizos y, deellos, lo lograron 327. En estos casos, elmotivo para solicitarlo era claramente eldeseo de mejorar las condicionesmateriales. Pero en los archivos se ve

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también que 14 blancos pidieron sermestizos, y 12 lo consiguieron; que tresblancos pidieron ser indios y dos,chinos, y los cinco lo lograron.Evidentemente, esos milagros no fueronposibles gracias a un frío razonamiento,sino a la simpatía de la Junta deClasificación de razas por los impulsosadmirablemente sacrificados yrománticos de los solicitantes.

La Ley de Áreas de Grupo era la queprohibía que los negros y los blancosvivieran en las mismas zonas de lasciudades, la que hacía obligatoria laseparación física entre la ciudad blancay el distrito segregado negro. Pero para

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los ideólogos del apartheid, era más queeso. Era una ley de inspiración divina.Los volk temerosos de Dios nuncahabrían establecido un sistema de tantoalcance, que condenaba a la granmayoría de los habitantes de su país aser ciudadanos de cuarta clase, si nohubieran estado seguros de que teníanuna justificación bíblica para lo queestaban haciendo. Como otrosfundamentalistas anteriores yposteriores, hurgaron en el AntiguoTestamento y encontraron argumentosteológicos para arrojar a los negros a laoscuridad exterior. Según un librotitulado Biblical Aspects of Apartheid,

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publicado en 1958 por un eminenteteólogo de la Iglesia ReformadaHolandesa, la legislación sobre lasÁreas de Grupo también era válida en elmás allá. El libro reconfortaba a lossudafricanos blancos que podían temerque iban a tener que mezclarse con losnegros en el Cielo. No había quepreocuparse. Biblical Aspects ofApartheid les garantizaba que el LibroSagrado decía que había «muchasmansiones» en «la casa de nuestroPadre».

Constand Viljoen dedicó su vida adefender esas leyes contra las fuerzasdirigidas por su principal enemigo,

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Nelson Mandela. Braam Viljoen, que,desde muy pronto, pensó que las leyesdel apartheid eran una abominación, seconvirtió en uno de los soldados de apie extraoficiales de Mandela.

Si el problema de Constand era quepensaba muy poco, el de Braam era quepensaba demasiado. Unas cuantasafirmaciones desde el púlpito de que lasleyes del apartheid eran obra de Dios, yConstand se apresuraba a saliralegremente en defensa de la patria.Braam, un adolescente de ideasasombrosamente independientes para unafrikaner criado en una granja a más de200 kilómetros de la ciudad más

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próxima, oía decir al dominee local dela Iglesia Reformada Holandesa lasmismas palabras que su hermano y leparecían profundamente inquietantes. Alir a la Universidad de Pretoria aestudiar teología, con el propósito dehacerse él mismo dominee, le interesó eltrabajo de un pequeño grupo subversivode teólogos que ponían en tela de juiciolas ortodoxias dominantes. Eso, a suvez, le hizo interesarse por el CNA.Leyó con gran atención su Carta de laLibertad («Sudáfrica pertenece a todoslos que viven en ella, blancos y negros»)cuando se hizo pública, en 1955, el añoen el que su hermano terminó la

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universidad y se convirtió en oficial delejército.

Mientras Constand ascendía confacilidad e impresionaba a sussuperiores, a Braam le impresionó laseriedad cristiana del antecesor deMandela en la dirección del CNA,Albert Luthuli. A principios de lossesenta, cuando ya era profesor deteología, Braam firmó una declaraciónque afirmaba que era una herejíaidentificar el apartheid con la voluntadde Dios. La declaración estabaredactada de forma solemne yrespetuosa. En privado, Braam estabafurioso. «Llegué a detestar la ingenua e

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infantil justificación bíblica delapartheid, que se basaba en unainterpretación literal del Génesis —explicaba después—. Odiaba tambiénaquella forma fundamentalista de pensar,de afirmar ciegamente que ésa era lapalabra de Dios, de no admitir ningúndebate. Como es natural, eso me supusoun conflicto con mi familia. Con mihermano, que era ya comandante en laFDSA, dejé de hablar de política, porlas buenas.» Y también le supuso unconflicto con la Iglesia ReformadaHolandesa, que le calificó de disidente yle impidió ganar el sueldo que lecorrespondía como dominee con las

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cualificaciones teológicas necesarias.Siguió impartiendo clases en launiversidad hasta los años ochenta,pero, por motivos económicos, se vioobligado a volver a la agricultura atiempo parcial.

En la granja, intensificó su actividadpolítica cuando empezó a comprender loque significaba el apartheid para los queocupaban el estrato más bajo de todos:las personas negras en las áreas rurales.A principios de los ochenta, cuando lasprotestas negras se incrementaron entodo el país, él se involucró en lo queempezó a llamar «la lucha por lalibertad» y conspiró con los mismos

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dirigentes políticos a los que suhermano, como jefe de la FDSA, sehabía comprometido a derrotar. Tambiénestaba metido hasta el cuello en lasactividades del Consejo Sudafricano deIglesias, un organismo que las fuerzas deseguridad consideraban una tapadera delos terroristas del CNA. Cuanto máspoderoso se volvía su hermano, másconsciente era Braam de los métodosbrutales que aprobaba el jefe deConstand. Antes sabía que el sistema eraperverso, pero hasta entonces no sehabía dado cuenta de lo criminal quepodía ser. «Estaba escandalizado yhorrorizado. ¡La gente que trabajaba con

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mi propio hermano mataba y torturaba aotros!» En realidad, Braam tuvo suertede que no le torturaran y le mataran a él.Después de la liberación de Mandela,descubrió que había estado en la lista deobjetivos de una unidad de los serviciossecretos militares que había asesinado aAnton Lubowski.

«No creo que mi hermano estuvieseal tanto», insistía, convencido. PeroConstand debió de sospechar quepasaba algo. «Me envió un mensaje, através de nuestra madre —recordabaBraam—, en el que me aconsejaba que,“si sabía lo que me convenía”, dejaselos comités del Consejo Sudafricano de

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Iglesias.»Braam no hizo caso. A lo largo de

los años ochenta siguió trabajando conel consejo eclesiástico. En 1987 fue conotros 50 intelectuales afrikaner liberalesa Dakar, Senegal, para una reunión sinprecedentes con la dirección en el exiliodel CNA. Uno de los personajes clavede esa reunión fue Frederik van ZylSlabbert, el primer héroe político deMorné du Plessis. Cuando BraamViljoen regresó de Dakar, el SNI de NiëlBarnard le interrogó, pero él siguióactuando como siempre. Ese mismo añose incorporó al pequeño pero valientePartido Federal Progresista (otro

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elemento en común con Morné duPlessis, puesto que era el partido queMorné apoyaba). Incluso fue candidatoparlamentario por el PFP, antes deunirse a un think tank anti-apartheid casiilegal, llamado Instituto para laDemocracia en Sudáfrica, que habíacreado, después de dejar la políticaactiva, Van Zyl Slabbert.

A pesar de sus profundasdisparidades («vivíamos en mundosdistintos», explicaba Braam), Braam yConstand tenían muchas cualidades encomún. Ambos eran honrados y estabanescrupulosamente dedicados a sutrabajo. Constand era un soldado de

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soldados, recto, sensato, que pasó suvida profesional dentro de una burbujamoral, convencido de que pertenecer alas FDSA era tan honorable como estaren el ejército de Nueva Zelanda. Eramuy admirado por los que estaban a susórdenes, así como por los millones desudafricanos blancos que le conocierondurante su prolongado mandato comojefe del ejército y después de todas lasfuerzas armadas. Consolidó sureputación a mediados de los setenta,cuando fue el oficial al mando de lafuerza expedicionaria sudafricana en laguerra de Angola, que luchó del lado deJonas Savimbi y sus guerrilleros de

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UNITA contra el gobierno marxista delpaís, en uno de los numerosos conflictosregionales que había en todo el mundodurante la guerra fría. El gobiernoangoleño recibía ayuda de Cuba y laUnión Soviética y UNITA de EstadosUnidos. Sudáfrica entró en combateporque sus gobernantes eran tananticomunistas como los de Washingtony porque el gobierno angoleño ayudabaal CNA.

Al ser nombrado jefe de la FDSA en1980, Constand se vio obligado aprestar más atención al CNA, queactuaba en países vecinos como Zambiay Mozambique, y a las organizaciones

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que actuaban en su nombre en Sudáfrica,cada vez más rebeldes, y con las que serelacionaba su hermano. Un año antes,un documento del gobierno había dichoque la amenaza política y militar contraSudáfrica estaba aumentando «a un ritmoalarmante». Decidido a formular laguerra contra el CNA en términosgeopolíticos que resultaran más delagrado de la comunidad internacional, eldocumento afirmaba que «la ofensivatotal» del enemigo era parte de un plande Moscú para utilizar Sudáfrica «comopunto de partida para la conquista delmundo». El lenguaje convenció a losconservadores estadounidenses y a la

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primera ministra británica MargaretThatcher, que se mostró públicamente deacuerdo con el presidente Botha en queel CNA era una organización«terrorista» de inspiración comunista.Animado, Botha ordenó que el ejércitoentrase en los distritos segregados.Como consecuencia, Viljoen seconvirtió en el primer comandante enjefe de las fuerzas armadas sudafricanasque vio cómo sus competenciasrebasaban la protección del país frente aun enemigo exterior e incluían laprotección del Estado contra su propiopueblo. El ejército, de pronto, tuvo queactuar codo con codo con la Policía de

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Seguridad, con incursiones conjuntas enpaíses vecinos como Mozambique,Botsuana y Lesotho que causaron lamuerte de tantos civiles inocentes comomiembros del CNA.

Constand nunca se sintió a gusto enese papel. Su visión moral quizá no eratan abierta como la de su hermano, perotenía sus escrúpulos. En mayo de 1983,una incursión de la FDSA enMozambique confundió varios hogaresparticulares, una guardería y una fábricade zumos de frutas con unasinstalaciones de misiles, un centro deentrenamiento y una base logística delCNA. Murieron seis personas, ninguna

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de ellas perteneciente al CNA, y laacción provocó un furioso memoránduminterno de Viljoen al jefe del ejército enel que se declaraba no sólodecepcionado, sino escandalizado. «Situviéramos que analizar nuestra eficaciaoperativa y hacer públicos losresultados, nos avergonzaríamos»,escribió.

Los resultados no se hicieronpúblicos y, con la ayuda de una prensacomplaciente, se publicitaron lashazañas de la FDSA con la mejor luzposible. Una incursión en Gaborone, lacapital de Botsuana, en la que lossoldados sudafricanos mataron a un niño

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de seis años y un hombre de setenta yuno, se describió en los periódicossudafricanos en términos gloriosos; undiario encabezó el relato épico con eltitular «Los cañones de Gaborone».Cuando Constand se jubiló, después deuna carrera militar de treinta y un años,se había convertido en una leyenda viva—en la imaginación popular afrikaner,casi un Mandela blanco— y, sobre todo,en un general valiente, de principios,sensato, en la tradición bóerdecimonónica de políticos-soldadoscomo Andries Pretorius y Paul Kruger:en otras palabras, el antídoto perfecto alhombre ladino, escurridizo, claramente

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poco bóer que era el pactista F. W. deKlerk. La decisión de Constand Viljoende seguir la tradición bóer y volver a sugranja sólo sirvió para aumentar ladevoción de sus admiradores. En 1985,creyó que su vuelta a la tierra eradefinitiva. Cinco años después, mientrassufría viendo en televisión la puesta enlibertad de Mandela, no podía imaginarque los volk pronto iban a llamarlo paraque abandonara su granja y les dirigieraen su última gran guerra de liberación.

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CAPÍTULO VIII - LAMÁSCARA 1990-1993

Mandela estaba de nuevo en lacárcel al mes de haber salido. Esta vez,por propia voluntad, visitó el lugar alque en 1964 había temido ir a parar, elCorredor de la Muerte en Pretoria. Fue aver a los 14 de Upington y a otrospresos que estaban encarcelados, en suopinión, por motivos políticos. JusticeBekebeke se lo perdió. Por una serie decircunstancias desafortunadas,relacionadas con una inoportuna visitafamiliar, no pudo ver a Mandela. «No

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quería morir en el Corredor de laMuerte, pero quería suicidarme», decíadespués Justice medio en broma.Mandela aseguró a los de Upington que,con su salida de la cárcel, las cosashabían cambiado definitivamente enSudáfrica. No sólo iba a convencer algobierno para que aceptase unamoratoria sobre las ejecuciones, sinoque iba a hacer todo lo posible paraconseguir su libertad. Ellos le creyeron.Para los fieles negros, Mandela podíahacer milagros. «Aunque no estuve conél, compartí el entusiasmo de los demás—me dijo Justice—. Supimos ahora concerteza que íbamos a salir.»

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Sudáfrica había emprendido unrumbo nuevo y, aunque De Klerk eraformalmente quien gobernaba, eraMandela quien controlaba la situación.Comenzaron las negociaciones entre elCNA y el gobierno. El proceso quehabía iniciado en secreto Mandela en lacárcel siguió adelante, ahora de maneraabierta. La derecha gruñó, pero el CNAy el gobierno empezaron a conocersebien, cada uno descubrió, para susorpresa, que el otro —como dijo undirigente del CNA— no tenía cuernos, yentre los dos empezaron a crear laconfianza mutua de la que dependesiempre el avance en unas

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negociaciones. «El proceso», como lollamaron los entendidos, comenzóformalmente en mayo de 1990 yprogresó todo lo razonablemente bienque podía esperar Mandela. Una de lasprincipales concesiones que Mandelaobtuvo enseguida fue la que habíaprometido a los 14 de Upington, el cesede todas las ejecuciones legales. Lospresos políticos empezaron a salir pocoa poco como parte del toma y daca delas conversaciones. Pero el grupo deUpington, ninguno de cuyos miembrospertenecía oficialmente al CNA, noentraba en esos cálculos. La ley seguiríasu curso y tendrían que esperar a las

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apelaciones para quedar libres.Las delegaciones del gobierno, el

CNA y otros grupos más pequeños sereunían de lunes a viernes enhabitaciones llenas de humo, comoabogados en litigio, en un edificio decongresos cercano al aeropuerto deJohanesburgo y denominado, con unagrandiosidad exagerada, World TradeCentre. Al cabo de un tiempo, algunosde los delegados se llevaban tan bienque empezaron a preguntarse si noestaban adelantándose demasiado a susbases; si podían surgir problemas, sobretodo para el gobierno, cuando llegara lahora de pedir a la gente que aprobaran

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los acuerdos a los que habían llegado.El negociador jefe del CNA, un antiguolíder sindicalista llamado CyrilRamaphosa, y el negociador jefe delgobierno, el ministro de Defensa RoelfMeyer, se hicieron tan amigos que,muchas veces, discutían los temas losfines de semana, mientras se iban depesca. Mandela y De Klerk nuncallegaron a llevarse tan bien pero, aunquetenían momentos de tensión, manteníanun contacto permanente y a veces sereunían hasta altas horas de la noche. Yano había ninguna necesidad de pedir unacita: el antiguo preso podía conseguirque el presidente se pusiera al teléfono

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en cualquier momento.En este clima de rápida

transformación, en mayo de 1991, eltribunal superior de apelaciones deSudáfrica revocó 21 de las 25 condenaspor asesinato originales en el caso deUpington y desestimó las 14 sentenciasde muerte. Bekebeke fue uno de loscuatro cuyas condenas fueronconfirmadas. Iba a salir del Corredor dela Muerte, pero el tribunal había dictadoque tenía que cumplir una condena dediez años. Aceptó la noticia de buentalante y abrazó al anciano GideonMadlongolwana, que, con su mujerEvelina, había quedado en libertad. Al

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cabo de ocho meses, después de haberpasado un total de seis años, un mes yquince días en prisión, tambiénBekebeke salió a la calle. El 6 de enerode 1992 se reunió con su familia y susamigos y con su novia, Selina, enUpington. Fue un momento feliz, peroBekebeke se sentía impaciente. Teníamucho tiempo que recuperar y unapromesa que cumplir. Se la había hechoa sí mismo y a sus compañeros de cárcelel día del asesinato de Anton Lubowski.

Hasta entonces, había tenido muyclara la ambición de su vida. Quería sermédico. «Pero ese día cambiaron misplanes. A partir de ese día, sólo quise

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ser una cosa: abogado. Iba a empuñar sulanza. Iba a seguir sus pasos. Iba a llenarel vacío que él había dejado. Iba aconvertirme en otro Anton.»

Era una cosa sorprendente en laboca de un joven militante negro comoBekebeke, pero la cárcel le habíasuavizado como había suavizado aMandela. Dos semanas después de salir,había llevado a la práctica su retóricagrandilocuente. Se disponía a empezar, alos treinta y un años, sus estudiosuniversitarios en Ciudad del Cabo, ellugar en el que había tenido su ilusainspiración infantil de visitar a Mandelay los demás «líderes» en su cárcel de la

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isla. Bekebeke fue un alumno brillanteen la Universidad de Western Cape.Consiguió las mejores notas en susexámenes y obtuvo una beca. Era, en suspropias palabras, un estudiante poseso.«Siempre me guió el espíritu de Anton;sabía que, por muy duro que fuese,nunca iba a amilanarme, nunca iba afallarle. Había dicho a mis camaradasdel Corredor de la Muerte que iba ahacer aquello. Había hecho unapromesa, y la cumplí.»

Mandela iba camino de cumplir supropia promesa de llevar la libertad aSudáfrica, pero aún le aguardabantormentas, fenómenos de carácter

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político que no había previsto y que, alprincipio, escaparon a su control.Mientras las negociaciones en el WorldTrade Centre avanzaban a pasotranquilo, la derecha había emprendidoya su batalla para echarlas por tierra.Era una batalla que adoptó diversasformas, y una de ellas, la más sangrienta,tenía rostro negro. Porque en Sudáfricano había sólo una derecha blanca, sinotambién —mucho más difícil deentender desde fuera— una derechanegra. Y sus intereses coincidían.

El movimiento zulú de derechasInkatha y sobre todo su líder,Mangosuthu Buthelezi (del que un

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embajador extranjero dijo que estaba«loco como un zorro»), tenían tantomiedo como la derecha blanca de que, siel CNA llegaba al poder, quisieraejercer una venganza temible contraellos. Buthelezi había aceptado elapartheid, y sólo había fingido que no enalguna ocasión, cuando le habíaparecido necesario. Su retórica, muchasveces, imitaba la del CNA, llena deataques contra el racismo del gobierno yesas cosas, pero la verdad era que sehabía apuntado al sistema. El plan del«gran apartheid» de Hendrick Verwoerdhabía sido dividir Sudáfrica en una seriede patrias tribales que deberían ser

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reconocidas internacionalmente comoEstados soberanos. Verwoerd, el doctorStrangelove del apartheid («nunca measalta la duda de que quizá estéequivocado», declaró en una ocasión),preveía que cada uno de los nuevegrupos tribales de Sudáfrica tuviera supropio mini-estado, mientras la tribublanca se quedaba con la parte del león,la zona rica en minerales y agricultura,incluidas las grandes ciudades.Buthelezi secundó el plan y aceptó unpequeño feudo financiado totalmente porPretoria y llamado KwaZulu. En élllevaba una gran vida como «ministroprincipal», con un gabinete de ministros

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y una fuerza de policía encabezada porun general de brigada afrikaner (en eseterreno mandaba Pretoria) que habíasido jefe en la Policía de Seguridad dela Sudáfrica blanca.

El mini-Estado de Buthelezi habríapodido resultar cómico si no hubierasido un instrumento de lacontrainsurgencia de Botha. Guiado porel general residente enviado porPretoria, Buthelezi envió a sus fuerzasimpi («batallón», en zulú) contra lamitad de la población zulú y partidariadel CNA, en unos combates entre losdos bandos que produjeron miles demuertes. El CNA y sus seguidores

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llegaron a odiar a Buthelezi tanto comoa Botha, si no más. Buthelezi temía que,si Mandela llegaba alguna vez al poder,él perdería los privilegios políticos yeconómicos derivados de sucomplicidad con el Estado delapartheid. Asimismo temía una venganzasangrienta, igual que la derecha blanca,por lo que ninguno de los dos veíanninguna ventaja en un proceso denegociación cuyo fin era el gobierno dela mayoría.

A los seis meses de la liberación deMandela, los guerreros de Inkathahabían extendido su guerra más allá delterritorio zulú, a los distritos segregados

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de los alrededores de Johanesburgo, conataques contra la comunidad en general,porque sabían que, en su gran mayoría,apoyaba al CNA. Cada mes moríancentenares de personas, a tiros,atravesadas por lanzas y cuchillos oquemadas. En sus ataques, que seprolongaron durante los tres primerosaños posteriores a la salida de Mandela,los matones de Buthelezi contaban conla ayuda descarada de la policíauniformada, cuyos coches blindadosescoltaban a los impis de Inkatha en suspogromos. Otros elementos de la Policíade Seguridad y los servicios deinteligencia militares proporcionaban

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armas a los terroristas de Inkatha deforma clandestina. El objetivo estabamuy claro: provocar al CNA para queentrase en una serie de miniguerras enlos distritos y, de esa forma, hacer queel nuevo orden previsto fueraingobernable.

A pesar de toda su serenidad y todosu encanto, Mandela tuvo momentos deenorme indignación, en la mayoría delos casos causada por las matanzas y porDe Klerk, a quien lamentaba haberllamado «un hombre de integridad» y alque acusaba de complicidad pasiva conla violencia. Tokyo Sexwale, el antiguopreso de Robben Island y ahora

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miembro del máximo organismo delCNA, el Comité Ejecutivo Nacional(CEN), decía que hubo un momento elque Mandela quiso romper lasrelaciones con el gobierno. «Así que nosquejamos. “Si hacemos eso, ¿entoncesqué? ¿Volvemos a la lucha armada?”Mandela estaba muy enfadado, peroteníamos que vencerle, y loconseguimos. Pero le afectó mucho porla cantidad de sangre que estabaderramándose en todo el país.» Mandelase desahogó criticando a De Klerk. «Sifueran blancos los que mueren —proclamó—, sé que él estaría tomándosemucho más interés en la cuestión.»

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Buthelezi, que era consciente de quela impunidad que le garantizaba elEstado del apartheid no incluía elderecho a matar gente blanca, se viocada vez más próximo al derechistaPartido Conservador y sus variopintastropas de asalto, que jaleaban a losimpis de Inkatha, celebraban susmatanzas y aguardaban con ansiedad eldía en el que pudieran forjar una alianzazulú-bóer contra el CNA. Mientrastanto, Mandela recibía cada vez másinformaciones de sus servicios deinteligencia y de gobiernos extranjerosamigos que hablaban de movilización dela derecha.

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A principios de 1992 no habíaseñales de que disminuyeran lasmatanzas en los distritos segregados ytodo indicaba que la extrema derechaiba a jugar sus bazas más violentas. Elpeligro acechaba, y Mandela tenía quedisiparlo. Necesitaba calmar lostemores de los blancos, darles algúnincentivo para aceptar el nuevo ordenque se avecinaba. En una reunión delcomité ejecutivo de su partido surgió laidea de convertir el palo político quehabía constituido el deporte en unazanahoria: ofrecerse a relajar o inclusoa abandonar por completo el boicot alrugby. Arnold Stofile, el hombre

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encarcelado en 1985 por su papel en lainterrupción de la gira de los AllBlacks, participó activamente en eldebate. «No es una zanahoria corrientela que estaríamos ofreciendo a laSudáfrica blanca —dijo el efervescenteStofile a sus colegas, muchos de loscuales no comprendían la importanciadel rugby para el afrikaner—. Esto no espolítica. Esto no es ideología. Es algomucho más poderoso y primitivo, muchomás personal. Ofrecernos a reinstaurarlos partidos internacionales de rugby esdecir a los blancos: “Si cooperáis connosotros, podréis ir a Europa, EstadosUnidos y Australia a visitar a vuestros

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amigos y que, cuando os comprueben lospasaportes en el aeropuerto, no os mirencomo parias.” Y verán que además esbueno para los negocios y, sobre todo,que supondría volver a caer bien a lagente. Eso es lo importante. Esosignificará muchísimo para ellos.Podrán exclamar: “¡Nos quieren! ¡Nosquieren!” En resumen, camaradas, losblancos sudafricanos podrán volver asentirse seres humanos, ciudadanos delmundo.»

Un miembro del comité ejecutivoque entendía a la perfección lo quequería decir Stofile era Steve Tshwete,un antiguo preso de Robben Island que

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había sido jugador de rugby. Tshwetehabía defendido la opción de utilizar eldeporte como instrumento de cambiopositivo desde la puesta en libertad deMandela. Arrie Rossouw, el periodistapolítico del diario en afrikaans Beeld,contaba que, a principios de 1990, volóa Zambia, la base del CNA en el exilio,y tuvo largas charlas hasta altas horas dela noche con Tshwete, que ya porentonces era el más deportista de laorganización. «Tshwete entendió desdeel principio que el restablecimiento delos partidos internacionales de rugbyharía que los afrikaners revisaran susprejuicios sobre el CNA —explicaba

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Rossouw—. Era apasionado partidariode utilizar el rugby como instrumento dereconciliación.»

Stofile y él defendieron suargumento ante el comité. Las opinionesestaban divididas entre los pragmáticos,que creían que había llegado la hora detender una inmerecida mano amistosa, ylos que consideraban que la idea derecompensar la perfidia de los bóers eraindignante. Fueron los pragmáticos losque lograron convencer a Mandela. Laidea de utilizar el rugby como incentivopara que los afrikaners se subieran altren de la democracia coincidíaplenamente con la estrategia que había

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ensayado en la cárcel, especialmentecon el comandante Van Sittert en elencuentro del «calientaplatos», y quehabía desplegado desde entonces con tanvaliosos efectos políticos. Los blancostenían mucho pan, pero se les habíanegado el circo. El CNA iba adevolvérselo; iba a permitir que losSpringboks volvieran a actuar en elescenario mundial.

En agosto de 1992, Sudáfrica jugó suprimer partido internacional serio enonce años contra Nueva Zelanda, en elestadio Ellis Park de Johanesburgo. Lasautoridades de rugby y el CNA llegarona un acuerdo previo. Les permitimos el

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partido, dijo el CNA, mientras ustedesimpidan que se utilice el encuentro«para promover los símbolos delapartheid». Sin embargo, había unproblema intrínseco: la camiseta verdede los Springboks, que seguía siendo unpoderoso símbolo del apartheid para losnegros y, en la mente de los blancos,estaba inevitablemente asociada a losotros dos símbolos a los que se referíael CNA al fijar sus condiciones: la viejabandera sudafricana, que seguía siendola bandera oficial, y el viejo himnonacional, Die Stem, que seguía siendo elhimno nacional. Pedir a los aficionadosal rugby que separasen un símbolo de

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los otros, dado el inevitable estado deebriedad en el que se encontrabanmuchos ya al entrar en el estadio y dadasu falta de sensibilidad política, parecíapedir demasiado y demasiado pronto.

Efectivamente. Las banderas delapartheid ondeaban en todo el estadio yLouis Luyt, el grandullón y descaradopresidente de la Unión Sudafricana deRugby, desobedeció las normas demanera escandalosa cuando ordenó quese interpretase el himno blanco. Lamuchedumbre entonó el canto como ungrito de guerra y convirtió lo que elCNA había esperado que fuese un ritualde reconciliación en una ceremonia de

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desafío. Rapport, el periódico enafrikaans más anclado en el pasado,hacía un derroche de sentimentalismo aldescribir «las suaves lágrimas deorgullo» que habían derramado los volken Ellis Park, y luego pasaba al relatoheroico, en el que aplaudía su espírituinflexible. «Éste es mi canto, ésta es mibandera —se extasiaba Rapport—. Aquíestoy y aquí entonaré hoy mi canto.»

Los afrikaners progresistas comoArrie Rossouw, el negociador principaldel gobierno, Roelf Meyer, y BraamViljoen, el hermano del general,agacharon la cabeza desesperados. Losdirigentes del CNA se apresuraron a

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expresar su indignación. Arnold Stofilese sintió traicionado. «Nunca fuimosdogmáticos en la cuestión delaislamiento —explicaba—.Convertimos el palo en una zanahoriadulce y jugosa. Pero no todo el mundo sela comió. Así que, cuando losaficionados nos decepcionaron deaquella forma, cantando el himno delapartheid y todo lo demás, nuestra gentese enfadó verdaderamente.»

Sin embargo, después de que pasarala tormenta de Ellis Park, Mandeladefendió enérgicamente en las reunionesdel CEN las ventajas de seguirutilizando el rugby como instrumento de

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persuasión política. Era una posturadifícil de defender ante un grupo degente decidida y harta de sufririndignidades a manos de los blancos.Pero lo hizo. «Hasta ahora, el rugby hasido la aplicación del apartheid en eldeporte —dijo a sus colegas del CNA—. Pero ahora las cosas estáncambiando. Debemos utilizar el deportepara ayudar a la construcción nacional ypromover todas las ideas que creemosque contribuirán a la paz y la estabilidaden el país.»

La respuesta inicial fue «muynegativa», recordaba Mandela. «Yoentendía la ira y la hostilidad de los

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negros, porque habían crecido en unaatmósfera en la que el deporte era unbrazo del apartheid, en la queapoyábamos a los equipos extranjeroscuando jugaban contra Sudáfrica. Ahora,de pronto, yo había salido de la cárcelpara decirles que debíamos apoyar a esagente. Comprendía muy bien su reaccióny sabía que me iba a costar mucho.» Ladirección del CNA discutió el asunto envarias reuniones. El argumento máspoderoso de Mandela era que el rugbyequivalía, en palabras suyas, a variosbatallones. «Mi idea era asegurarnos elapoyo de los afrikaners, porque —comono dejaba de recordarle a todo el mundo

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— el rugby, para los afrikaners, es unareligión.»

En enero de 1993, sólo cinco mesesdespués del desastre en el partido contraNueva Zelanda, Mandela dio a laSudáfrica blanca el mayor, mejor y másinmerecido regalo que podía imaginar:la Copa del Mundo de rugby de 1995.No sólo se iba a permitir a lossudafricanos competir por primera vez,sino que Sudáfrica iba a ser el paísanfitrión. Walter Sisulu encabezó unapequeña delegación que se reunió en lasede del CNA en Johanesburgo con losmáximos dirigentes del ConsejoInternacional de Rugby. Todos salieron

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del encuentro proclamando su «júbilo»por la decisión del CNA de apoyarincondicionalmente una propuestaimpensable sólo tres años antes, cuandoMandela aún estaba en la cárcel.

Pero, en vez de responder con lagratitud que esperaba Mandela, laderecha blanca intensificó su retórica deresistencia y sus planes de guerra.Vieron que las negociaciones entre elCNA y el gobierno estaban preparandoel camino hacia la democracia. DeKlerk había anunciado unas semanasantes que tenía ya una fecha paracelebrar elecciones con la participaciónde todas las razas, abril de 1994. Los

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temores que despertaba esa perspectivapesaban más que los incentivosdeportivos de Mandela.

A los pocos días del anuncio sobreel rugby, en los círculos políticos sólose hablaba de guerra civil. Incluso elpresidente De Klerk, un abogado que, engeneral, intentaba apaciguar los ánimos,se sintió obligado, por las informacionesde los servicios de inteligencia, adeclarar que la alternativa a lasnegociaciones era «una guerradevastadora». Un miembro de sugabinete dijo: «Estamos preocupadospor los acontecimientos en Yugoslavia,mucho más de lo que la mayoría de la

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gente piensa.» También lo estaba elCNA. Mandela y sus lugartenientes semostraban claramente inquietos por laposibilidad de que sus sueños dedemocracia «se ahogaran», como dijo elpropio Mandela, «en sangre».

Estuvieron a punto el 10 de abril de1993. Del variado grupo de gente queconstituía la extrema derecha surgió unaextraña pareja que cometió lo másparecido a un regicidio que había vistoSudáfrica desde el asesinato deVerwoerd en 1966, pero conconsecuencias incalculablemente máspeligrosas. Verwoerd había muertoapuñalado por un mensajero

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parlamentario medio loco. Fue unespanto para su familia y sus seguidores,pero no para el sistema político, quesiguió adelante como si no hubierapasado nada. El asesinato de Chris Hanifue una cosa completamente distinta.

Hani era, junto a Mandela, el mayorhéroe de la Sudáfrica negra. Si Mandelano hubiera existido, o si hubiera muertoen prisión, Hani habría sido el líder dela Sudáfrica negra por aclamación.Como en el caso de Mandela, su mito leprecedía. Después de vivir en el exiliodurante casi treinta años, su rostro eradesconocido para el gran público hastaque se levantó la prohibición sobre el

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CNA y él volvió a su país, poco despuésde que Mandela saliera en libertad. Elmito se basaba en dos argumentosfundamentales: había dirigido las dosorganizaciones a las que más temía elrégimen blanco, Umkhonto we Sizwe yel Partido Comunista de Sudáfrica. Laregla general, entre los militantesnegros, era que, cuanto más odiado porel gobierno era un dirigente del CNA,más se le admiraba. Hani, heredero deMandela como «terrorista jefe» para losblancos, había sido una leyenda cuyasdimensiones se veían agrandadas por lashistorias que llegaban a los distritossegregados sobre proezas e intentos de

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asesinato a los que había sobrevivido;por el rumor —totalmente cierto— deque había nacido en medio de unaextrema pobreza, en la zona negra yrural del Cabo Oriental.

Las fotografías e imágenestelevisivas del 10 de abril de 1993presagiaban grandes problemas: el ídolocaído, tumbado boca abajo en un charcode sangre, las manifestacionesespontáneas en todo el país y losbosques de puños negros alzados conira, las barricadas ardiendo, los cochesquemados, los policías blancos de lasfuerzas antidisturbios que apretaban losfusiles contra el pecho, en un gesto

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protector. La dimensión del peligroquedó patente en las palabras que elarzobispo Tutu empleó para contener alos negros e impedir que hicieran lo queexigía la justicia natural. «No dejemosque los asesinos de Chris triunfen en susiniestro propósito de hacer que nuestropaís arda en llamas —rogó Tutu—,porque ahora podría arder en llamas congran facilidad.»

El asesino de Hani, el hombre que lemató a tiros delante de su casa en elbarrio de Dawn Park, una zona de claseobrera, antes sólo blanca, a las afuerasde Johanesburgo, era un inmigrantepolaco, un soldado de a pie del

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movimiento blanco de resistencia, unmiembro del AWB llamado JanuszWalus cuyo celo anticomunista sólo seequiparaba a su deseo de ser aceptadopor la derecha bóer. El compañero dearmas de Walus, lo más parecido alcerebro que ideó el plan, compartía lanecesidad del polaco de que los volk leaceptasen. Se llamaba Clive Derby-Lewis y tenía exactamente el aspecto yla forma de hablar que uno podríaesperar de alguien con un nombre comoése. Miembro del parlamento por elPartido Conservador del doctorTreurnicht, vestía chaquetas azules ycorbatas, lucía un bigote exuberante y

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hablaba inglés con acento aristocrático eincluso pijo: parecía un actorinterpretando al tópico golfo británico.

Estos dos aspirantes a bóersempujaron a Sudáfrica más cerca quenunca de una guerra entre razas. Beeld loentendió a la perfección. El periódicodel aparato afrikaans advirtió: «Unestallido apresurado en este momento,una bala perdida, un acto de venganzapuede derribar la delicada estructura delas negociaciones y desatar fuerzassatánicas.»

Mandela recibió la noticia porteléfono en Qunu, la aldea del Transkeien la que nació, junto al Cabo Oriental.

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Richard Stengel, que colaboró conMandela en su autobiografía, estaba conél en aquel momento, mirando cómo setomaba su típico desayuno de gachas,fruta y tostadas. El rostro de Mandela sevolvió de piedra o, como decía Stengel,congelado «en la mueca de la tragedia».Se quedó destrozado. Sentía un cariñopaternal por Hani como hombre y unenorme respeto por él como herederopolítico. Sin embargo, sopesó deinmediato la gravedad del momento yvio que no podía permitirse el lujo dedejarse llevar por sus sentimientos. Seapresuró a cambiar de padre apenado apolítico calculador.

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«Colgó el teléfono —recordabaStengel—, y su mente ya estabamaquinando y trabajando, pensando quéiba a ocurrir. ¿Qué iba a suponer aquellopara la nación? ¿Qué iba a suponer parala paz? ¿Qué iba a suponer para lasnegociaciones? Empezó a hacer unaserie de llamadas a sus colaboradores einmediatamente vio que aquello podíaser la chispa que iniciara el incendio, larevolución, Dios sabía qué. Mantuvopor completo el control del momentopolítico. Y yo casi tenía la sensación deque podía ver el interior de su cerebro,ver todo el engranaje. Se comportócomo un consumado animal político,

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pensando en todas las consecuencias deaquello y lo que significaba.»

Lo que significó fue que en aquelmomento tuvo más poder que nunca paradefinir el rumbo que iba a emprender supaís. La opción más fácil habría sido laguerra. La difícil era llamar a lacontención, pedir a las masas airadasque dejaran de lado las emociones enfavor del objetivo fundamental.

Jessie Duarte, su secretariapersonal, era la que le había dado lanoticia por teléfono, y fue quien lerecibió esa tarde, después de que fueraal pueblo de Hani a ofrecer sus respetosa la familia, cuando llegó al cuartel

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general del CNA en Johanesburgo.«Estaba muy triste —recordaba Duarte—. Quería verdaderamente a Chris.Pero también sabía que no podíamosperder tiempo, que no era el momento dedejarse llevar por sus sentimientospersonales. La conclusión a la que llegófue que las posibilidades de queestallara la violencia en respuesta a lamuerte de Chris eran inmensas y, a pesarde que era un momento muy difícil paratodo el mundo, su responsabilidad eracalmar a la gente.»

Duarte trabajó con Mandela cuatroaños. Compartían un despacho y casinunca viajaba a ningún sitio sin ella. Era

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una mujer de corta estatura, intensa,llena de energía, cuyo feroz activismopolítico le había ganado la fama dejoven airada en los círculos del CNA.Pero Mandela le despertaba su ladoalegre y ella se convirtió, entre muchasotras cosas, en una especie de hijaadoptiva. Como tal, era una de las pocaspersonas a las que él dejaba ver sutristeza, ante las que, de vez en cuando,se quitaba la máscara impertérrita delpolítico. Jessie Duarte era una de laspersonas que mejor sabía que su vidaera más feliz, más rica y, en general, mássatisfactoria en la política que en elplano personal, que había estado lleno

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de fracasos, decepciones y tragedias.Duarte estaba a su lado el día de

abril de 1992 en el que anunció suseparación de su segunda esposa,Winnie. Le impresionó el aura negra quecubrió a Mandela cuando se dio cuentade la enorme desilusión que habíasupuesto Winnie. Ella tenía un amantemucho más joven al que había seguidoviendo incluso después de que Mandelasaliera de la cárcel, nunca compartía ellecho con él cuando él estaba despierto,utilizaba un lenguaje vulgar que aMandela le repugnaba y bebía de formagrosera y excesiva. Como declaró él enel juicio del divorcio tres años más

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tarde, al describir cómo habían sido losdos años de matrimonio que vivió trassalir de prisión, «era el hombre mássolitario», más aún por la ilusión delamor que le había sostenido en la cárcely que ella había ayudado a alimentar consus visitas. Una carta que él le escribióa ella a poco de entrar en prisiónrevelaba el anhelo y su percepción deque era necesario no dejar que los quele rodeaban descubrieran esavulnerabilidad. «Mi querida Winnie —escribió Mandela—, he sido bastantecapaz de ponerme una máscara tras laque añoro a mi familia a solas, sinapresurarme a mirar el correo hasta que

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alguien dice mi nombre. Me esfuerzopor reprimir mis emociones mientrasescribo esta carta.»

Anunció el fin de su matrimonio enla sede del CNA en Johanesburgo. Enuna sala demasiado pequeña para laocasión y atiborrada con más de 100periodistas de todo el mundo, Mandelase sentó ante una mesa, con WalterSisulu al lado, se colocó las gafas decerca y leyó una breve declaración.Luego alzó la vista, más canoso y másserio de lo que nunca se le había visto, ydijo: «Señoras y señores, estoy segurode que comprenderán lo doloroso que esesto para mí. La conferencia se ha

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terminado.» Normalmente, un anuncio detal magnitud empuja a los periodistas ahacer una avalancha de preguntas con laesperanza de provocar una respuestaespontánea que pueda proporcionar unabuena cita. Sin embargo, mientras él selevantaba despacio y con rigidez y sevolvía hacia la puerta con el rostrodolido, los periodistas permanecieroncallados, sin excepción.

Nunca habían tenido ni volverían atener un atisbo tan desgarrador de lapena que sentía por su fracaso comohombre de familia. Fue la única vez quedejó deslizarse la máscara, que permitióque el mundo viera la tristeza escrita en

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su rostro; la tristeza acumulada durantedecenios, porque se sentía responsablede las penalidades que había sufridoWinnie durante su estancia en la cárcel ypor los ebrios actos de delincuencia alos que había acabado viéndosereducida, incapaz de hacer frente por sísola a la combinación de fama ypersecución policial implacable a la queestaba sometida. Mandela se sentíaasimismo responsable de la rebeldía y,en algunos casos, el rencor hacia él, quemostraban varios de sus hijos (dos conWinnie y cuatro —dos de ellos habíanmuerto— con Eveline). «Nunca pudoquitarse la idea de que, si no hubiera ido

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a la cárcel, toda su familia habría sidogente muy distinta», decía Jessie.

Pero ése era el riesgo que asumióconscientemente el día de 1961 en elque fundó Umkhonto we Sizwe. Habíatomado entonces la decisión de serpadre de la nación primero ypaterfamilias después. En parte paraocultar el dolor de la decisión que habíatomado, en parte como medida de locompleta que había sido su dedicación ala causa, la máscara política seconvirtió en su verdadero rostro;Mandela el hombre y Mandela elpolítico se convirtieron en uno mismo.

La muerte de Hani le causó a

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Mandela un dolor equiparable al deldivorcio. Entonces había perdido a unaesposa; ahora había perdido a un hijo.Pero esta vez no podía permitirse el lujode quitarse la careta. La audiencia, endirecto y en prime time, era todo el país,a través de los canales estatales de laSouth African BroadcastingCorporation. De Klerk podría haberseopuesto, pero no lo hizo porquecomprendió que, ante la catástrofe quese avecinaba, él era impotente,irrelevante. Tenía tantas posibilidadesde influir en las masas negras indignadascomo Mandela de influir en el AWB, oquizá incluso menos. El guardián de la

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paz era ya Mandela, no De Klerk.Cuando se dirigió a la nación aquellanoche a través de la radio y latelevisión, lo hizo como un jefe deEstado de facto.

«Fue un padre hablando de un hijo alque acababan de asesinar y pidiendo ala gente que guardara la calma»,explicaba Jessie Duarte sobre laaparición de Mandela. Presentado deesa forma, ¿cómo iba a desobedecernadie? Si el propio padre no clamabavenganza, ¿qué derecho tenía nadie mása buscarla? Por una vez, el estilooratorio monótono de Mandela encajó ala perfección con el mensaje que

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pretendía transmitir. En esa ocasión, elreto no era ganarse a los blancos; eraconvencer a su propia gente. Para ellotenía que redirigir el río de su ira, quese encaminaba directamente hacia elenfrentamiento hostil con la Sudáfricablanca. Para conseguirlo, tenía queapelar no a su resentimiento, sino a loque quedase de su generosidad. Por eso,en su discurso televisado, llamó laatención de los espectadores sobre elhecho de que, en medio de la tragedia, laheroína había sido una afrikaner. JanuszWalus fue detenido casi inmediatamentegracias a una mujer afrikaner, una vecinade Hani, que había tenido la presencia

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de ánimo de anotar el número dematrícula del coche en el que habíahuido.

«Un hombre blanco, lleno deprejuicios y odio, vino a nuestro país ycometió un acto tan repugnante que todanuestra nación se encuentra al borde deldesastre —dijo Mandela—. Una mujerblanca, de origen afrikaner, arriesgó suvida para que pudiéramos conocer yllevar ante la justicia al asesino.»

Si Mandela exageró el heroísmo dela mujer, lo hizo con un propósitopolítico claro. «Éste es un momentotrascendental para nosotros —dijo—.Nuestras decisiones y nuestras acciones

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determinarán si utilizamos nuestro dolor,nuestra pena y nuestra indignación paraavanzar hacia lo que es la únicasolución duradera para nuestro país, ungobierno elegido por el pueblo... Hagoun llamamiento, con toda la autoridad dela que dispongo, a toda nuestra gentepara que permanezca en calma y honrela memoria de Chris Hanicomportándose como una fuerza de pazdisciplinada.»

Salió bien. En todo el país hubomanifestaciones masivas, pero la genteno dejó que su pena se transformara enfuria violenta. «Aquellos días de 1993fueron verdaderamente críticos —

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reflexionó mucho después Tutu—. Loque sé con seguridad es que, si[Mandela] no hubiera estado presente, elpaís se habría desgarrado. Porque lomás fácil habría sido dar rienda suelta alos perros de la guerra. Eso era quizá loque muchos jóvenes turcos querían. Fueuno de los momentos más desoladores, yla ira se podía palpar. Si Nelson nohubiera hablado en televisión y radiocomo lo hizo... nuestro país habríaestallado en llamas.»

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CAPÍTULO IX - LOS«BITTER ENDERS»

1993

Para el general Constand Viljoen,que seguía los acontecimientos desde sugranja, el espectáculo era exasperante.No importaba cuántos obstáculos seinterpusieran en su camino, la máquinade Mandela seguía adelante. No es queViljoen hubiera participado en laconspiración para asesinar a Chris Hani.No pertenecía al ala asesina de laFDSA. Pero, como miembro de los volk

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y como obstinado estudioso de la guerracontra la insurgencia, había dado porsentado que el asesinato de Hani iba ahacer que se tambalease el proceso decambio democrático. Bill Keller,entonces jefe de la oficina de The NewYork Times en Sudáfrica, describió elsorprendente efecto estabilizador deldiscurso de Mandela y el hecho de queel gobierno lo hubiera transmitido porradio y televisión como señales «de larelación implícita que se hadesarrollado entre el gobierno y elCongreso Nacional Africano». Kellercontinuaba: «Es una relación conflictivapero extraordinariamente duradera, que

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equivale casi a un gobierno informal deunidad nacional. Como consecuencia, elproceso de cambio pacífico se haconvertido en algo, si no inexorable, almenos asombrosamente resistente.»

Viljoen lo sabía tan bien comoKeller, pero no le gustaba nada. Peoraún, él y el resto de los volk de derechasprefirieron interpretar el funeral de Hani—un acto masivo que terminó con unemocionante llamamiento de DesmondTutu a la paz y la unidad— como unapresentación en sociedad de los negrosvengativos. En vez de prestar atención alas palabras de Mandela y Tutu al llamara la calma, se fijaron en los mensajes de

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discordia emitidos desde el estrado pormiembros jóvenes y de tercera categoríadel CNA que hicieron justo lo contrariode lo que siempre pretendía Mandela yapelaron a los instintos más bajos de lamultitud con una canción que era muypopular entre la juventud airada de losdistritos. El estribillo, al ritmo deltambor y repetido en un hipnóticocrescendo, decía: «¡Matad al bóer!¡Matad al granjero! ¡Matad al bóer!¡Matad al granjero!»

Este sentimiento estaba siemprepresente entre los jóvenes activistasnegros. Lo más lógico habría sidoaprovechar su energía y transformarla en

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una revolución de tierra quemada, alestilo del ayatolá. El miedo, losprejuicios y la culpa que llenaban elcorazón de los blancos eran tan grandesque a muchos les resultaba imposiblepensar en los cambios que teníaplaneados Mandela más que como unavenganza.

Los gritos de «Matad al bóer», queMandela toleró como forma de dejar quelos jóvenes desahogaran su indignación,fueron una nota al margen, no el centrodel acto. Constand Viljoen no locomprendió y decidió que llevaba yademasiado tiempo callándose suindignación en la granja y que había

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llegado el momento de responder alllamamiento del deber nacionalista. El 7de mayo de 1993 entró en la refriega yacudió a la mayor concentraciónrealizada hasta entonces por la derecha,en Potchefstroom, una ciudad a 110kilómetros al suroeste de Johanesburgo.Allí se representó un mini-Nuremberg,con banderas, insignias que imitaban laesvástica, desfiles, guerreros bóerresentidos, los «bitter enders», con susbarbas y sus camisas pardas, y oradoresdesaforados como Eugene Terreblanche,del AWB. Se juntó una gran y variadamultitud de descontentos, unidos en sumiedo a que, el día que los negros

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llegaran al poder, tratasen a los blancoscomo los blancos les habían tratado aellos. Allí estaban un grupo derivadodel AWB, llamado Movimiento Bóer deResistencia (BoereWeerstandsbeweging, o BWB), unaorganización llamada Resistencia contrael Comunismo, el MovimientoMonarquista Afrikaner, la Fundaciónpara la Supervivencia y la Libertad,Blanke Veiligheid (Seguridad Blanca),Blanke Weerstandsbeweging(Movimiento Blanco de Resistencia), elEjército Republicano Bóer, BoereKommando, Orde Boerevolk (Orden delPueblo Bóer), Pretoria Boere, Volksleër

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(Ejército del Pueblo), Wenkommando(Comando de la Victoria), los LobosBlancos, la Orden de la Muerte eincluso el Ku Klux Klan. Se les podríahaber considerado un puñado dechalados con disfraces si no hubieransido 15.000 y si aquella no hubiera sidola ciénaga mental de la que había salidoel asesino de Hani, Janusz Walus.

Los primeros patriotas bóer quevieron llegar a Constand Viljoen lerecibieron con veneración. En elmomento culminante del acto, lehicieron subir al escenario y le invitarona asumir la dirección de los volk. Hizolo que le pedían, mientras Eugene

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Terreblanche le acompañaba alescenario y declaraba que estaría«orgulloso, orgulloso» de servir como«cabo» a las órdenes de un héroe bóercomo Viljoen. Éste, como correspondíaal espíritu reinante, denunció la «infamealianza» que se había forjado entreMandela y De Klerk y se declaródispuesto y deseoso de dirigir losbatallones bóer. «El pueblo afrikanerdebe estar listo para defenderse —gritóel general—. Cada afrikaner debe estarpreparado. Cada granja, cada escuela esun blanco. Si atacan nuestras iglesias,nadie está a salvo. Si nos quitan nuestracapacidad defensiva, acabaremos

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destruidos. Es inevitable un conflictosangriento que exigirá sacrificios, peroharemos esos sacrificios de buena ganaporque nuestra causa es justa.»

La muchedumbre rugió suaprobación. «¡Dirígenos, nosotros teseguiremos! ¡Dirígenos, nosotros teseguiremos!», clamaron. Terreblanchetenía gran sentido del espectáculo, peroel serio Viljoen, que aún contaba contodo el respeto de los oficiales de laFDSA, era el redentor al que los volkhabían estado esperando. Los líderes delAWB, el BWB, el Wenkommando ytodos los demás grupos prestaron, comohabía hecho Terreblanche, juramento de

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lealtad al general, al que allí mismo senombró líder del nuevo «EjércitoPopular Bóer».

Aquel día se creó asimismo un brazopolítico, el Afrikaner Volksfront, unacoalición formada por el PartidoConservador y todas las demás milicias.El programa del Volksfront consistía enla creación de un Estado afrikanerindependiente —un Boerestaat— en unterritorio dentro de las fronteras deSudáfrica. «Un Israel para losafrikaners», lo llamó Viljoen, queprácticamente llegó a exponer de formaexplícita la visión que tenía de sí mismo—compartida por sus entusiasmados

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seguidores— como el Moisés bóer.Los periodistas, a veces, sentían la

tentación de burlarse de aquelloscríticos que recurrían al AntiguoTestamento. Pero la llegada de Viljoen,que arrastró a otros cuatro generalescomo ayudas de campo, hizo que laderecha blanca se convirtiera en unaamenaza seria. Dos días después de laconcentración de Potchefstroom, DeKlerk hizo la advertencia más dura quehabía lanzado hasta la fecha y declaróque había aumentado la posibilidad dedesembocar en «una sangrienta guerracivil como la de Bosnia».

Viljoen emprendió su nueva misión

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con la dedicación y la meticulosidad quehabían caracterizado sus operacionesmilitares en Angola. Al cabo de dosmeses, sus generales y él habíanorganizado y dirigido 155 reunionesclandestinas en todo el país. «Teníamosque movilizar psicológicamente a losafrikaners, iniciar nuestras campañas depropaganda —explicaría más tardeViljoen—. Pero también era muyimportante construir una enormecapacidad militar.» En aquellos dosprimeros meses, el Volksfront reclutópara la causa a 150.000 secesionistas,de los cuales 100.000 eran hombres dearmas, prácticamente todos con

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experiencia militar.Eso quería decir que quedaban otros

tres millones y pico de afrikaners, y untotal de cinco millones de sudafricanosblancos si se incluía a los «ingleses»,que no estaban claramente alineados conla causa separatista. ¿Dónde estaban?Había una minoría como Lubowski queapoyaba activamente al CNA. Habíaotra minoría importante, alrededor del15 % de los blancos, de personas quequizá no votarían por el CNA en unaselecciones pero tenían la suficienteconciencia política para ver lo que erarealmente el apartheid y daban su apoyoal Partido Demócrata, el nuevo heredero

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del Partido Federal Progresista por elque se había presentado Braam Viljoenen las elecciones de 1987.Aproximadamente el 20 % de losblancos, sobre todo afrikaners, aceptabaen silencio las ideas generales delVolksfront, o al menos sus temores. Yluego estaba el resto, el gran sector de laclase media blanca sudafricana al quepertenecían François Pienaar y sufamilia, que, en un 60 %, solía creer quepodía confiar la defensa de sus interesesal Partido Nacional, que llevaba tantosaños en el gobierno. De vez en cuando,esas personas despertaban de su sopor,pero sólo cuando sucesos como el

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asesinato de Hani saltaban a primerplano y entonces se les ocurría que susvidas cotidianas podían sufrir lasconsecuencias.

Sin embargo, ese mismo sector erasusceptible a los llamamientos deMandela. Sus opiniones no eraninamovibles y sus identidades dependíanmenos de antiguos prejuicios que las delos fieles del Volksfront; por eso, paraellos fue una agradable sorpresa queMandela elogiara a la mujer afrikanerque había anotado la matrícula delasesino de Hani. Y les gustó su actitudrespecto al rugby, cuyos primeros frutossaborearon el 26 de junio de 1993,

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cuando los Springboks comenzaron suslargos y deliberados preparativos parala Copa del Mundo —para la que aúnquedaban dos años— jugando unencuentro contra Francia en casa. Fue elpartido en el que debutó con losSpringboks François Pienaar.

Al enterarse de que había sidoseleccionado, Pienaar, que entoncestenía veintiséis años, reaccionó como siviviera en un país normal. En suautobiografía, Rainbow Warrior, nomenciona el tenso contexto político en elque alcanzó la «ambición primordial»de su vida. Los asesinatos que seguíanproduciéndose en los distritos, los

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preparativos de la derecha para laguerra, la posible inminencia de laselecciones con participación de todaslas razas; ninguna de esas cosas ocupabaseriamente sus pensamientos, todastenían tan poco que ver con su vidacomo lo habían tenido los negros deSharpeville durante su infancia. En elrugby sudafricano se estaba iniciandouna nueva era y el equipo nacionalnecesitaba un nuevo capitán. Pienaar sesintió abrumado al enterarse en suprimera sesión de entrenamiento de queen su primer partido iba ya a dirigir elequipo contra Francia, algo sinprecedentes en ningún deporte. El

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encuentro iba a celebrarse un sábado enel estadio King’s Park de Durban. Eljueves anterior, Pienaar hizo que suspadres fueran a Durban, el primer vueloen avión de sus vidas, y por la tarde lesllevó al hotel en un Mercedes-Benz quelos patrocinadores de los Springboks lehabían prestado. Mientras posaba parauna serie de fotografías familiaresvestido con su uniforme Springbok, enforma y listo para la batalla, se sintiómás feliz que ningún otro afrikaner.

Esa misma tarde, miles de soldadosdel Volksfront limpiaban sus armas enpreparación para la primera acciónmilitar desde que el general Constand

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Viljoen había sido designado jefe de losdel final amargo. En una operaciónlogística bien organizada, se dirigieronpor carretera a Johanesburgo a lo largode la noche, con el propósito de llegaral amanecer a las puertas del WorldTrade Centre, la sede de lasnegociaciones entre el CNA y elgobierno. Llegaron de toda Sudáfrica,del Cabo Occidental y el CaboSeptentrional, de Transvaal Oriental yTransvaal Septentrional. Eddie vonMaltitz encabezaba un contingente deFicksburg, en el Estado Libre deOrange, a cinco horas de distancia.«Organizamos un autobús y nos

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apiñamos en él, sólo hombres fuertes ymuy bien armados —recordaba después—. Esperábamos sangre. No teníamosque detener sólo al CNA, teníamos quedetener a De Klerk. Teníamos queinterrumpir las negociaciones. Estabanllevándonos al Apocalipsis. Era unanueva toma de la Bastilla; el comienzode una revolución, pensamos.»

El autobús de Von Maltitz estabaocupado sobre todo por miembros delAWB, al que se había unido en elagitado año de 1985. ¿Por qué entró enaquel grupo? «Dios me habló —explicaba—. Me instó a luchar paraimpedir que los comunistas se

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apoderasen de mi país.» Cristianodevoto, Von Maltitz era de origenalemán pero se consideraba bóerhonorario. El manifiesto del AWB letocó muy de cerca. Según él, la misióndel movimiento de resistencia era«garantizar la supervivencia de lanación bóer» que «había nacido por laProvidencia Divina». Con tal fin,proponía la secesión y la creación,dentro de las fronteras sudafricanas, de«una república cristiana libre».

Pero el mayor atractivo para lamayoría de los camisas pardas del AWBno era el manifiesto, sino su líder,Eugene Terreblanche, cuyos discursos

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contenían perlas como «¡Allanaremos lagrava con Nelson Mandela!» y «Nosgobernaremos a nosotros mismos connuestros genes blancos superiores».Pero mejor aún era cómo lo decía. Elfornido Terreblanche, con su barbablanca, era un orador que enardecía. Sepodía contar siempre con él para agitarlas pasiones de los bóers, ansiosos porocultar sus miedos bajo una actitudbravucona y desafiante. Era bueno, enparte, porque era un actor nato, cuyoaccesorio más preciado era el caballoblanco que montaba, en parte porquetenía un sentido rico y poético de lascadencias del lenguaje, en parte porque

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la afición a la bebida le soltaba lalengua y en parte porque, durante sujuventud, se había asegurado de estudiarlas técnicas oratorias de Adolf Hitler.

Von Maltitz era menos demagogo queTerreblanche, pero estaba tan motivadocomo él. Su celo hizo que ascendierarápidamente en el AWB hastaconvertirse en el principal lugartenientede Terreblanche en el Estado Libre, elcorazón geográfico de Sudáfrica.Aunque no era bóer de nacimiento, loera en espíritu. Su abuelo había luchadojunto a los afrikaners en la guerra contralos británicos, pero, más importante,sentía un amor a la tierra tan puro y

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apasionado como cualquiera de los volk.Criado en la granja familiar, que heredóde su padre, se consideraba un auténticohijo de África, orgulloso de haberordeñado su primera vaca a los tresaños. Desde el punto de vista militar,opinaba que aportaba a las fuerzas delos bóers cierto grado deprofesionalismo prusiano del quecarecían algunos de los fanfarrones deTerreblanche. Había hecho el serviciomilitar en un regimiento de paracaidistasde élite, sabía manejar todo tipo dearmas y era cinturón negro de kárate.

Sin embargo, se sentía cada vez másdecepcionado con Terreblanche, en

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particular con su forma de beber. (Enmás de una ocasión, el líder, borracho,se cayó de su caballo blanco, paradelicia de periodistas y transeúntesnegros.) Terreblanche, avisado de queera posible que perdiera a su mejorhombre en el Estado Libre, le llamó unanoche por teléfono y le dijo: «Herr vonMaltitz, ¿está conmigo o contra mí?»Von Maltitz respondió de maneraambigua: «Estoy con usted en la causa.»

Poco después (esto ocurría en1989), Von Maltitz se fue y formó ungrupo al que dio el nombre deMovimiento Bóer de Resistencia, BWB,que al poco tiempo dejó para formar

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otro grupo más que se llamó ResistenciaContra el Comunismo. De aspectoerguido y nervioso, con fuertes manos deagricultor, siempre salía de casa vestidocon uniforme militar de camuflaje y conel arma en la cadera. Von Maltitz estabaconvencido de que Dios hablaba con él—a menudo—, lo cual podría haberresultado divertido si, como reacción ala liberación de Mandela, no hubieraconvertido su granja en un campo deentrenamiento militar junto a su usohabitual. Al menos una vez a la semana,reunía a soldados cristianos quepensaban como él y les preparaba paralo que llamaba la «plena resistencia

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militar» contra el CNA. «El enemigollama ya a mi puerta trasera. Debocombatirlo», era el razonamiento quehacía. Llegó a entrenar simultáneamentehasta a 70 aspirantes a kommandos en eluso de fusiles y pistolas Magnum y en laguerra de guerrillas.

Von Maltitz figuraba en la lista delos radicales de derecha vigilados porel Servicio Nacional de Inteligencia deNiël Barnard. Para los agentes de dichoservicio y para el puñado de periodistasque seguía las actuaciones de la extremaderecha, el nombre de Eddie von Maltitzadquirió una resonancia siniestra.

Los guerreros bóer irrumpieron en el

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World Trade Centre la mañana del 25 defebrero de 1993. En el edificio decristal y hormigón, de dos pisos, sehabían reunido dos personajesdestacados, Joe Slovo, líder legendariodel Partido Comunista, y el ministro deExteriores Pik Botha. Antes del ataque,unos 3.000 miembros armados delVolksfront se encontraron frente a lapolicía antidisturbios que había formadoun perímetro de protección alrededordel edificio. Un bando iba de marrón yel otro de azul grisáceo, pero, por lodemás, eran la viva imagen el uno delotro. Hablaban el mismo idioma, teníanlos mismos apellidos, les habían

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impartido la misma propagandasupremacista blanca todas sus vidas,habían aprendido a odiar y temer alCNA. Los policías del batallónantidisturbios eran los encargados por elapartheid de aplastar los movimientosde protesta negros. Aquel día, en elWorld Trade Centre, se enfrentaron aalgo nuevo y extraño. El descontentoblanco. Su entrenamiento —sueducación— no les había preparadopara aquello. ¿Qué debían hacer?¿Habría alguno en sus filas que siguierael ejemplo del soldado que vigilaba laBastilla, que se negó a disparar contrasu pueblo y volvió el arma contra su

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oficial? Y en ese caso, ¿qué pasaría?El pulso duró cuatro horas, con los

dos bandos situados a 100 metros uno deotro, sin que ninguno se atreviera a darel primer paso. El gobierno eraconsciente de que, si moría alguien, si secreaban mártires bóer, las consecuenciaspodían ser catastróficas. El CNAcontaba con numerosos seguidores, peropocos estaban armados. Esta gente, encambio, estaba armada hasta los dientes,y en Constand Viljoen tenía a un lídercapaz de desgarrar el país. Porconsiguiente, se ordenó a la policía queactuara con la máxima contención, queno respondiera con la fuerza habitual en

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un entorno que dominaban mejor, el deuna muchedumbre de jóvenes negrosarrojando piedras. Además, el respetode las autoridades por Viljoen lespermitía confiar en que la contenciónsuscitara una reacción razonable porparte de sus adversarios y la situaciónno acabara en un baño de sangre.

No está claro si Viljoen apoyó laorden de atacar. Pero la acción comenzócuando Terreblanche ordenó a sus tropasde asalto, la unidad de «élite» del AWB,que avanzaran. Estos soldados,conocidos como la Guardia de hierro,se diferenciaban de los demás gracias asus uniformes negros, parecidos a los de

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las SS. Eran una treintena. La policía seapartó lentamente y les dejó pasar.Eddie von Maltitz, con su uniforme decamuflaje, se unió a ellos y trotó junto aun bakkie (un tipo de camioneta) decuatro ruedas y del tamaño de un carrode combate que se dirigió hacia laentrada del edificio, atravesó el cristal yabrió una brecha por la que cargó VonMaltitz. «Yo encabecé el primer grupoque entró —recordaba, triunfante—.Teníamos chalecos antibalas yestábamos listos para disparar. Yo teníauna ametralladora RI.»

En un instante, había 400 guerrerosarmados dentro del edificio, después de

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pasar al lado de unos policías armadosque no sabían cómo reaccionar. En unmomento dado, un grupo de cuatromiembros del Volksfront rodeó a unperiodista negro de la agencia denoticias Reuters. Iba vestido conchaqueta y corbata, y eso parecióenojarlos especialmente. «Es un kaffirlleno de ínfulas», musitó uno. Mientrasdecidían si hacerle algún daño, intervinoun periodista blanco. «Eres unavergüenza para la raza blanca», le dijouno de los asaltantes armados. Depronto apareció Eddie von Maltitz.«Dejad tranquilo a este hombre —gritó—. No tenemos ningún problema con el

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hombre negro. El problema es nuestrogobierno blanco. Vamos a dispararcontra esos traidores. Vamos a dispararcontra Pik Botha.»

Posteriormente, Von Maltitzpresumía de haber «evitado un baño desangre». Viljoen impidió uno más grandeaún. El general entró por la puerta rota yfue al piso de arriba, flanqueado por unaguardia solemne de miembros del AWB,para hablar con los delegados del CNAy el gobierno y con los oficiales depolicía al mando. Había dejado claro loque quería. Como un terrorista quecoloca una bomba pero luego llama a lapolicía para que la desactive, había

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demostrado la capacidad de su gentepara hacer daño. Lo único que quería enese momento era que les dejaran salir yque no se detuviera a ninguno de sushombres al volver a casa. Se aceptaronsus condiciones y, salvo unas cuantaspintadas groseras en las paredes, algode orina en las alfombras y muchocristal roto, no pasó nada. Por segundavez en dos meses, Sudáfrica habíacoqueteado con la catástrofe pero habíalogrado evitarla.

La vida real seguía adelante conindependencia de todo aquello. A menosde un kilómetro del World Trade Centre,la gente seguía trabajando en sus

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oficinas y sus fábricas como siempre.Dos kilómetros más allá, los pasajerosse embarcaban en el aeropuerto deJohanesburgo y los aviones seguíandespegando y aterrizando sininterrupción. La ciudad bullía como decostumbre, los semáforos se ponían enrojo y en verde, los cafés estaban llenos.Y los Springboks de Pienaar seentrenaban ferozmente a 500 kilómetrosde distancia, en Durban, para el partidodel día siguiente contra Francia.

El CNA tenía ya motivos suficientespara decir: «Basta ya, vamos a quitarosla zanahoria y nunca más os la vamos adevolver.» Sin embargo, no lo hizo. Una

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vez más, Mandela, con el apoyo deSteve Tshwete, se impuso con elargumento de que no era a la gente comoViljoen, como Terreblanche y como VonMaltitz a quien había que apelar, porquepor ahora eran casos perdidos, sino alos afrikaners normales y corrientes.Como toda la gente normal de cualquierpaís que se encuentra entre la guerra y lapaz, esas personas ponían la seguridad yla prosperidad por delante de laideología, observaban de qué ladosoplaba el viento y trataban de ver quéopción favorecía más los intereses desus familias. Para esas personas, elrugby seguía siendo un incentivo;

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quitárselo les haría daño, les haría estarmás tentados de aproximarse al bandode Viljoen. Mandela sabía que el rugbyera el opio del apartheid, la droga queadormecía a la Sudáfrica blanca paraque no viera lo que hacían sus políticos.Quizá era útil tener a mano una drogaque anestesiara a esa Sudáfrica blancaante el dolor de perder sus poderes y susprivilegios.

El partido contra Francia, unapotencia en el rugby mundial contra laque Sudáfrica no había podido jugardesde hacía trece años, fue el momentode más orgullo en los veintiséis años devida de François Pienaar. Desarrollado

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ante un estadio repleto, 52.000espectadores, el encuentro eclipsó en laimaginación popular los sucesosocurridos 24 horas antes en el WorldTrade Centre. El resultado final fue unempate 20-20, pero para Pienaar, y parala mayor parte de los blancossudafricanos, tuvo sabor a victoria.

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CAPÍTULO X - LASEDUCCIÓN DEL

GENERAL

En 1838, el general bóer Piet Retiefencabezó un millar de carretas debueyes cargadas de hombres, mujeres yniños hasta el corazón del territoriozulú. Dingaan, el rey zulú, miró a losexpedicionarios con aprensión. Lehabían llegado informaciones de que sequedaban con todas las tierras por lasque pasaban, pero también había oídoque habían infligido pérdidas terribles a

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las tribus negras que habían intentadooponerse a ellos. El primer instinto deDingaan fue mantenerse firme y luchar.Al fin y al cabo, los zulúes eran losguerreros más valientes, disciplinados ytemidos de todo el sur de África.Generaciones anteriores de su pueblohabían barrido todo lo que encontrabana su paso, como parecía que estabanhaciendo ahora los bóers. Pero esteenemigo tenía caballos y rifles, y el reyzulú pensó que más valía tratar de llegara un acuerdo que enviar a los lancerosde sus impis contra ellos. Así quemandó a unos emisarios a ver al generalRetief y le invitó a su kraal real, con la

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propuesta de buscar una fórmula que lespermitiera convivir en paz.

Retief, de quien los libros dehistoria dicen que era un hombrehonorable, aceptó la invitación, pese alas advertencias de parte de su gente deque no se fiara del rey zulú, que habíaascendido al trono después de asesinar asu medio hermano, Shaka. Pero Retiefcalculó que Dingaan no sería tanimprudente como para hacer lo mismocon el líder de un gran contingente dehombres blancos fuertemente armados.

El 3 de febrero, Retief llegó a lacapital zulú de uMgungundlovu, quesignifica «el lugar secreto del elefante»,

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con un grupo de 69 hombres y ofrendasde ganado y caballos para Dingaan. Lascosas fueron bien. Antes de que acabarael día siguiente, las dos partesacordaron un tratado por el que Dingaancedía grandes franjas de tierra a lospioneros bóer. Para celebrar el pacto, elrey invitó a Retief y su grupo a una fiestados días después, con danzastradicionales zulúes. Les dieroninstrucciones de dejar sus armas fueradel kraal real, y así lo hicieron ellos.Entraron, se sentaron y, cuando la danzaalcanzaba su frenético clímax saltarín,Dingaan se levantó de golpe y gritó:«¡Bambani aba thakathi!» («¡Matad a

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los magos!») Los guerreros del reydominaron a Retief y sus hombres y losllevaron a una colina cercana en la quelos masacraron.

La historia de Piet Retief y Dingaanla conocían todos los niños sudafricanosblancos en edad escolar. Para lostradicionalistas como Constand Viljoen,que vivían rodeados del folklore bóer yse consideraban seguidores de laorgullosa tradición de héroes bóer comoRetief, el recuerdo de la traición deDingaan era siempre un aviso de lo quepodía ocurrir si se confiaba en elhombre negro.

En opinión de los fieles del

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Volksfront, eso era lo que Mandelaestaba haciendo con F. W. de Klerk.Braam Viljoen, el hermano gemelo deConstand, comprendía la forma depensar de la extrema derechaprácticamente mejor que nadie, teniendoen cuenta que se alineaba más o menoscon el CNA. Lo que la derecha habíapreferido aprender de la historia era que«nuestros negros» no respondían a unapersuasión racional, sino a laintimidación y la fuerza. Braam Viljoenescribió un documento para IDASA, elthink-tank para el que trabajaba, queinfluyó en Mandela y el CNA e hizo queempezaran a tomarse a la extrema

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derecha tan en serio como se la tomabadesde hacía tiempo De Klerk, queposeía mejores informaciones. En suinforme, Braam decía que el nuevo tipode dirección había «transformado laactitud de la derecha de catástrofeinevitable en activismo militante, yhabía permitido que los grupos afrikanermás variados se unieran bajo el nuevoparaguas del Volksfront». Braam, que noexcluía la posibilidad de que sectoresimportantes de la FSAD respondieran alllamamiento de su hermano, advertía deque era necesario oír a la extremaderecha. «A veces pienso que estáncoincidiendo los elementos clásicos de

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la tragedia: el pasado que determina deforma ineludible el futuro, el heroísmo yel valor que se mezclan extrañamentecon la estupidez absoluta para provocarel desastre supremo e inevitable.»

Para averiguar si la extrema derechapodía tolerar la «audiencia» queproponía, es decir, conversaciones conel CNA, Braam decidió que habíallegado la hora de romper el hielo consu hermano. Cuatro meses antes decumplir sesenta años, a principios dejulio de 1993, Braam y Constand Viljoense sentaron a hablar de política porprimera vez que recordaran ellos.

Braam empezó haciendo a Constand

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una pregunta sencilla y directa. «¿Cuálesson vuestras opciones?»

«Me temo —respondió Constand—que no tenemos más que una opción.Vamos a tener que resolver estomediante la acción militar.»

Braam, que contaba con que dijeraeso, prosiguió: «Quizá exista otraopción. ¿Qué te parecería una reuniónbilateral de alto nivel con el CNA, comoúltimo intento de evitar una guerracivil?»

Constand reflexionó un instante ydijo: «Lo consultaré con mi consejo enel Volksfront.»

Unos días después, Constand

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respondió a su hermano. Constandestaba familiarizado con la guerra,quería evitarla. Era partidario dereunirse con Mandela, y la dirección delVolksfront, unos militares que obedecíanpor naturaleza a su jefe, se habíanmostrado de acuerdo. «La respuesta essí —dijo Constand a su hermano—.Estamos dispuestos a reunirnos con elCNA.» Braam se puso a trabajar deinmediato. Contactó con un antiguoalumno suyo de teología llamado CarlNiehaus, que se había convertido en unode los afrikaners de más renombre en elCNA. Dirigía el día a día en eldepartamento de comunicaciones de la

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organización.Braam Viljoen le dijo a Niehaus que,

desde que su hermano había sidonombrado jefe del Volksfront, habíaestado viajando por todo el paísanimando a los fieles a la guerra.Aspiraban a desbaratar el proceso denegociaciones e impedir que secelebraran elecciones con participaciónde todas las razas. Constand, encolaboración con altos oficiales de laFSAD que simpatizaban con su causa,estaba pensando seriamente en organizarun golpe de Estado. «Braam me dijo queeran capaces de romper la lealtad de laFSAD al proceso de negociación y

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apartar al gobierno del poder con ungolpe clásico —recordabaposteriormente Niehaus—. Me dijo queestaban convencidos de tener suficientepotencia de fuego y suficiente gente paralograrlo.»

Braam le dijo a Niehaus que elVolksfront no iba a participar, comohabían hecho muchos grupos políticospequeños, en las negociaciones delWorld Trade Centre. Para ellos, sentarsecon el CNA ya era malo, pero sentarsecon el gobierno de De Klerk eraimpensable. La única remota posibilidadde encontrar una salida pacífica a lacrisis inminente estaba en tener

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conversaciones directas entre el CNA yla dirección del Volksfront. ¿CreíaNiehaus que era factible?

Niehaus se apresuró a hablar con unresponsable de inteligencia del CNA,Mathews Phosa, y le preguntó si habíaque tomarse en serio los rumores degolpe. Phosa confirmó que, según susfuentes, había que tomárselos muy enserio. Phosa era partidario de unareunión con el Volksfront, igual queotros personajes del CNA con los quehabló Niehaus. «Cuando NelsonMandela se enteró de la propuesta, no lodudó. Inmediatamente comprendió elvalor del encuentro —recordaba

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Niehaus—. Creía en el contactopersonal, y estaba convencido de quepodía conectar con Constand Viljoen yconvencerlo de que se lo pensaramejor.»

Niehaus transmitió la respuestapositiva del CNA a Braam, que informóa su hermano. Constand dijo que leparecía bien que se celebrara la reunión,pero que tenía dos condiciones previasesenciales. Tenían que dar garantíasabsolutas, primero, de que la delegacióndel Volksfront iba a estar segura y,segundo, de que la reunión se iba ahacer en absoluto secreto. Constand, quequizá tenía en mente a Piet Retief, estaba

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siguiendo, sin saberlo, el ejemplo deMandela. A finales de los ochenta,habría sido desastroso para elprisionero Mandela que las bases delCNA se hubieran enterado de que estabahablando con el enemigo. La confusiónhabría dado paso a dañinas divisionesen las filas. Viljoen tenía miedo de queocurriera eso mismo, o algo peor, si sussoldados descubrían que iba a reunirsecon Mandela.

Braam tranquilizó a su hermano ennombre del CNA y, el 12 de agosto de1993, sólo cuatro días después delprimer contacto con Niehaus, Braam yConstand Viljoen atravesaban la puerta

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principal de la casa de Nelson Mandelaen Houghton. Él mismo les esperabaallí, con la mano tendida y su sonrisaabierta. Fue un encuentro que dejóasombrados a las dos partes. Mandelaera mucho más alto que los doshermanos, con una imponente presenciafísica. Y se mostró muy cálido con ellos,aparentemente encantado de verlos. Porsu parte, él miró a uno y otro hermano yvio a dos hombres de altura media ypeso normal, con las mismas naricesprotuberantes, las barbillas prominentes,las cabezas cubiertas de una cabellerablanca pero juvenil y los ojos solemnesde color azul marino. Sólo cuando les

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hizo un gesto para que entraran y les viocaminar advirtió una diferencia entre elpaso rígido y marcial del hermanomilitar y el más desgarbado del hermanoteólogo.

Constand había ido acompañado delos tres generales retirados queconstituían el alto mando de suVolksfront; Mandela tenía a los dosmáximos responsables de los brazosmilitar y de inteligencia del CNA.Braam y Carl Niehaus, los mediadores,completaban el grupo. La persona másrelajada durante las incómodaspresentaciones fue Mandela, que daba laimpresión de estar recibiendo a un grupo

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de embajadores europeos. Pero lo quehabía allí eran dos grupos de personasque estaban a punto de dar la vuelta auna relación de décadas, sin dejar demantener la misma rivalidad violenta.Viljoen estaba haciendo lo que habíahecho Mandela en 1961: establecer unmovimiento de resistencia armada paraintentar cambiar de forma violenta elstatu quo. Mandela quería dar a losaspirantes a terroristas la alternativapacífica que a él no se le había ofrecidohasta casi treinta años después de fundarUmkhonto.

Mientras las dos delegaciones seobservaban, sin tener claro si estar

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fascinados u horrorizados deencontrarse todos en la mismahabitación, Mandela invitó amablementeal general Viljoen a sentarse junto a élen el salón. Las discusiones formales entorno a una gran mesa de conferenciasiban a empezar enseguida, pero antesMandela quiso rendir a P. W. Botha elhomenaje de reproducir con Viljoen laselegantes maneras que el gran cocodrilole había mostrado cuatro años antes enTuynhuys. Ofreció a Constand una tazade té y se la sirvió él mismo. «¿Quiereleche, general?» El general dijo que sí.«¿Le gustaría un poco de azúcar?» «Sí,por favor, señor Mandela», respondió el

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general.Viljoen removió su té en un estado

de silenciosa confusión. Aquello no eraen absoluto lo que esperaba. Unosestereotipos largamente arraigados sevenían abajo. Lo que no comprendía enaquel momento —y no podíacomprender, por su educación— eraque, en términos políticos, no estaba a laaltura de su interlocutor. Mandela, queera un hombre de mundo y no uno de losvolk, tenía una capacidad de penetrar enlas mentes de personas culturalmentedistintas a él de la que el generalcarecía. Sabía cuándo halagar y aplacar(Niël Barnard hablaba del «instinto casi

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animal» de Mandela «para llegar a lasvulnerabilidades de una persona ytranquilizarla»); sabía también cuándopodía pasar al ataque sin ofender, con loque transmitía una impresión de hombredirecto que sabía que le iba a gustar algeneral, como le había gustado a P. W.Botha. Años después, Mandela dijo:«He trabajado con afrikaners desde quehacía prácticas de abogado, y me hanparecido siempre sencillos y francos. Sia un afrikaner no le caes bien, te dice“gaan kak” —«lárgate», sería unatraducción cortés del original bóer—.Pero, si le caes bien, entonces está deacuerdo contigo. Tienen la capacidad de

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continuar lo que empiezan.»Mandela —cortés pero sin pelos en

la lengua— se esforzó en caer bien aViljoen. «Mandela empezó diciendo queel pueblo afrikaner les había hechomucho daño a él y a su gente —recordaba el general Viljoen—, y que,sin embargo, sentía un gran respeto porlos afrikaners. Dijo que quizá eraporque, aunque era difícil de explicar ala gente de fuera, el afrikaner teníamucha humanidad. Dijo que, si el hijo deun peón en una granja de un afrikaner seponía enfermo, el granjero afrikaner lellevaba en su bakkie al hospital, yllamaba para preguntar por él, y llevaba

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a sus padres para que lo vieran, y seportaba muy bien. Al mismo tiempo, elgranjero afrikaner trataba duramente a supeón y esperaba que trabajase mucho.Era un jefe exigente, dijo Mandela, perotambién era humano, y ese aspecto eraalgo que a Mandela le impresionabamucho.»

Viljoen estaba asombrado por lacapacidad de Mandela de ir más allá delas caricaturas superficiales ycomprender con tanta profundidad, en suopinión, el verdadero carácter delafrikaner. Otra cuestión es cuántospeones de granja negros habríaencontrado Mandela que confirmaran su

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opinión del baas. Lo importante era queMandela sabía que su descripción delafrikaner como un cristiano rudo ycurtido se ajustaba perfectamente a lavisión que Viljoen tenía de su propiopueblo.

Viljoen se quedó tan intrigado comose había quedado Botha cuando Mandelaempezó a destacar las similitudes entrela historia de los negros y la de losafrikaners, dos pueblos que habíanlibrado guerras de liberación. Y, porsupuesto, Mandela estaba haciendo algoque Viljoen no se esperaba. Estabateniendo la cortesía de hablar con él ensu propio idioma.

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Mandela había valorado muy bien laatmósfera y le había dejado claro aViljoen que era un hombre con el quepodía hablar y del que podía esperarque le entendiera. Pero el auténticomeollo de la reunión llegó al final de suconversación en torno a las tazas de té.Braam y Niehaus estaban escuchandojusto en ese momento.

«Espero que comprenda lo difícilque les resulta a los blancos confiar enque las cosas van a ir bien con el CNAen el poder —dijo Constand Viljoen, yañadió—: No estoy seguro de si se dausted cuenta, señor Mandela, pero estopuede detenerse.»

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«Esto» quería decir la transiciónpacífica hacia el gobierno negro. No lodijo con todas las letras, peroclaramente estaba indicándole aMandela que iba a haber unaintervención militar y que la derecha,con la ayuda de la FSAD, podía hacersecon el poder si no se daba a losafrikaners una franja de territoriosoberano dentro de las fronterassudafricanas.

Mandela, muy serio, respondió:«Mire, general, sé que las fuerzasmilitares que puede reunir usted sonpoderosas, bien armadas y bienentrenadas; y que son mucho más

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potentes que las mías. Militarmente, nopodemos luchar contra ustedes; nopodemos ganar. Sin embargo, si va usteda la guerra, le aseguro que tampocoganará, no vencerá a largo plazo.Primero, porque la comunidadinternacional estará por completo denuestro lado. Y segundo, porque somosdemasiados, y no pueden matarnos atodos. Así que, dígame, ¿qué tipo devida va a tener su gente en este país? Migente se irá al campo, las presionesinternacionales sobre ustedes seránenormes y este país se convertirá en uninfierno para todos nosotros. ¿Es eso loque desea? No, general, si entramos en

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una guerra no puede haber vencedores.»«Es verdad —replicó el general

Viljoen—. No puede haber vencedores.»Y ahí acabó la cosa. Aquél fue el

entendimiento sobre el que la extremaderecha y el movimiento negro deliberación construyeron su diálogo.Aquella primera reunión en Houghtonsentó las bases para tres meses y mediode negociaciones secretas entredelegaciones del CNA y el Volksfront.El Volksfront quería establecer elprincipio constitucional de un Israelafrikaner, a lo que el CNA nunca dijototalmente que no y nunca dijototalmente que sí; su principal

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preocupación era conseguir que la gentede Viljoen siguiera en lasconversaciones y para ello les tentaroncon la posibilidad de futurasconversaciones sobre la constitución desu anhelado Boerestaat.

Aquellos contactos siguieronadelante pese a una serie deacontecimientos que podían haber sidodesestabilizadores y que se produjerondurante los tres últimos meses de 1993.El primero fue el anuncio, por parte delos negociadores del World TradeCentre, de que las primeras eleccionessudafricanas con participación de todaslas razas se celebrarían el 27 de abril de

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1994. Luego crearon un comitéencargado de escoger un nuevo himnonacional y una nueva bandera. Entonces,Mangosuthu Buthelezi descubrió suscartas al formar una coalición con laextrema derecha blanca, un organismodel que formaban parte el Volksfront eInkatha y que se llamaba la Alianza parala Libertad. (Los seguidores de Viljoen,impresionados por la disposición deInkatha a respaldar su retórica con lafuerza, celebraron el hecho.) Después,los asesinos de Chris Hani, JanuszWalus y Clive Derby-Lewis, fueroncondenados a muerte. Luego, una mujernegra fue coronada Miss Sudáfrica por

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primera vez. Y, para echar más sal en laherida, Mandela y De Klerk recibieronel premio Nobel de la Paz. Y, lo másimportante de todo, Mandela y De Klerkpresidieron una ceremonia en la quequedó solemnemente aprobada la nuevaconstitución de transición del país. Elresultado de tres años y medio denegociaciones fue un pacto por el que elprimer gobierno elegidodemocráticamente sería una coaliciónque iba a compartir el poder durantecinco años: el presidente pertenecería alpartido mayoritario pero laconfiguración del gabinete debía reflejarla proporción de votos obtenida por

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cada partido. Las nuevas disposicionesofrecían asimismo garantías de que nilos funcionarios blancos, incluidos losmilitares, iban a perder su trabajo, ni losgranjeros blancos iban a perder sustierras. Tampoco habría ningún juicio alestilo de Nuremberg.

Aunque era con De Klerk con quienhabía llegado a ese acuerdo histórico,Mandela siempre sintió más respetopersonal por Constand Viljoen —eincluso por P. W. Botha— que por elpresidente que le había puesto enlibertad. Para Mandela, Viljoen era,como él, un líder patriarcal que, dentrode los límites de su simplista naturaleza

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bóer, tenía un gran corazón. Mandelaveía reflejadas en Viljoen algunas de suspropias cualidades —honradez,integridad, valor— que más le gustaban.

En De Klerk, por el contrario,Mandela veía pocas cosas que quisieraemular. Nunca le perdonó lo queconsideraba su desprecio por la pérdidade vidas negras en los distritossegregados y consideraba que elpresidente era un abogado mezquino ysibilino que se perdía en los detalles ycarecía del temperamento y laconvicción propios de un verdaderolíder. Era una opinión que inclusomuchos de sus propios colegas en el

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Comité Ejecutivo Nacional del CNAconsideraban injusta, pero, si había algoque el probo caballero victoriano queera Mandela odiaba, era el sentimientode que alguien había traicionado subuena fe.

Pese a ello, fue con De Klerk conquien Mandela recibió su premio Nobelconjunto. La concesión le indignó, noporque le pareciera prematura, que loera, puesto que nadie sabía aún cuál ibaa ser el resultado de la carrera entre lapaz y la guerra, sino porque, según suviejo amigo y abogado George Bizos,creía que De Klerk no lo merecía, que elpremio debería haber ido a parar a

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Mandela y el CNA en su conjunto.«Cuando De Klerk pronunció sudiscurso de aceptación —contabaGeorge Bizos, que viajó a Noruega conla delegación del Nobel—, Mandelaesperaba que reconociera que se habíacometido una injusticia con lascrueldades del apartheid contra la gentede Sudáfrica. Pero De Klerk no incluyóninguna referencia de ese tipo.» Como sise creyera la propaganda, como si secreyera la media verdad tácita del actode que se había ganado una posición deigualdad moral con Mandela, lo únicoque dijo De Klerk fue que ambas parteshabían cometido «errores». «Miré a

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Mandela. Él se limitó a menear lacabeza.»

Esa noche, Mandela y De Klerkpresenciaron junto a la catedral de Oslouna procesión de antorchas. Parte de laceremonia consistía en unainterpretación del Nkosi Sikelele.Mandela notó que, mientras cantaban elhimno de liberación, De Klerk charlabadistraídamente con su esposa. Lapaciencia de Mandela llegó al límitedurante la cena, organizada por elprimer ministro de Noruega y con 150invitados, miembros de su gobierno y elcuerpo diplomático. Cuando Mandela selevantó para hablar, Bizos se quedó tan

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asombrado como todos los demás anteel veneno que destilaron sus labios.«Dio los detalles más horribles de loque habían sufrido los presos en RobbenIsland —recordaba—, incluido cómohabían enterrado a un hombre en laarena dejándole sólo la cabeza fuera ycómo habían orinado sobre él... Contó lahistoria como ejemplo de lo inhumanoque había sido el sistema, aunque nollegó a decir: “Aquí están las personasque representaban a ese sistema.”»

Es evidente que Mandela guardabacierto resentimiento hacia suscarceleros, al contrario de lo que habíaasegurado en la rueda de prensa al día

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siguiente de su liberación y a la imagenque los admiradores de todo el mundodeseaban tener de él. Después de todono era un santo.

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CAPÍTULO XI -«HAY QUE APELARA SUS CORAZONES»

1994

Una dieta sencilla y baja en grasas,mucho ejercicio, el fresco aire de mar,suficientes horas de sueño, horariosregulares, prácticamente nada de estrés:la cárcel tenía sus compensaciones. Esoayudaba a entender por qué los médicosde Mandela confirmaban lo que decíanquienes le habían visto en accióndurante aquel año tan repleto de

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acontecimientos espectaculares: a lossetenta y seis años, tenía la constituciónde un hombre de cincuenta en buenaforma. Mil novecientos noventa y tresfue un año cargado de acontecimientos;1994 prometía ser todavía más difícil.Mandela se levantaba todos los días alas 4:30 no sólo por costumbre, sino pornecesidad. La derecha blanca y laderecha negra seguían negándose apresentarse a las elecciones yamenazaban con la guerra si se llevabana cabo sin contar con ellas. En el casode que sí se celebraran las primeraselecciones multirraciales el 27 de abril,según lo previsto, Mandela tendría que

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ocuparse de una campaña electoral, y, sivencía, tendría un país que gobernar, unpaís con los problemas habituales entodas partes, más la certidumbre de queel problema fundamental de laestabilidad, la perspectiva delterrorismo contrarrevolucionario, no ibaa desaparecer.

Lo bueno era que Constand Viljoenestaba perdiendo su entusiasmo por laguerra. Desde su llamamiento a lasarmas en Potchefstroom, habíadesarrollado —con la ayuda de Mandela— una conciencia más clara del baño desangre que podía desencadenar y estabaempezando a ver que un gobierno

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dirigido por negros podía no ser tanapocalíptico como había pensado alprincipio. Sin embargo, seguíaexhortando a su gente a movilizarse parala guerra. «Si quieres discutir con unlobo, asegúrate de tener una pistola en lamano», era su lema. El problema era queya no estaba completamente seguro de siel lobo era un lobo, o un perro quepodía domesticarse. Mandela le caíabien, pero tenía sus dudas sobre elCNA; le preocupaba que los dirigentescon los que se reunía, como el astutonúmero dos de la organización, ThaboMbeki, pudieran estar abusando de subuena fe y engañándole para que

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vendiera a su gente. Y había otra cosa.Si el CNA estaba poniendo en prácticaun juego retorcido y engañoso, si lo queen realidad quería era convertirSudáfrica al comunismo y llevar a cabouna terrible venganza contra los blancosmientras fingía lo contrario, los altosjefes de la FDSA se lo habían creídopor completo. El general Georg Meiring,sucesor de Viljoen como jefe de lasfuerzas armadas, había pronunciadojusto antes de la Navidad de 1993 undiscurso en el que prometía su apoyo ala nueva constitución (uno de losincentivos para hacerlo fue la amenaza,por parte del progresista jefe de las

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fuerzas aéreas, de que estaba dispuesto abombardearle si volvía al ejército encontra del nuevo orden). Viljoen sabíaque, si el Volksfront declaraba la guerra,seguramente se enfrentaría al poderíodel mismo ejército en el que él habíaservido con tanto orgullo y distinción.Todavía era posible contar con quealgunos sectores de la FDSA lucharíanjunto a la resistencia bóer, pero, de noproducirse un golpe de mano —que cadavez era menos probable— en la cúpula,la institución parecía estar alineada conMandela y De Klerk.

El general Viljoen no se habíasentido nunca tan inseguro e incómodo.

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A medida que las posibilidades devictoria del Volksfront se volvían másremotas, sus soldados clamaban en vozmás alta pidiendo la guerra. Mandelatambién oía esos gritos, y simpatizabacon Viljoen. Sabía que las bases delgeneral necesitaban lanzar vítores. Losdemás dirigentes del CNA no lo teníantan claro. En una reunión del ComitéEjecutivo Nacional a principios de1994, se discutió qué postura debíatener el nuevo gobierno sobre ladelicada cuestión del himno nacional. Elviejo himno era claramente inaceptable.Una parte de Die Stem, una lúgubremelodía marcial, era una aceptable y

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neutral súplica a Dios para que «protejanuestra amada tierra»; pero otra —y ésaera la parte que oían los negros—celebraba los triunfos de Retief,Pretorius y el resto de los«expedicionarios» en su marcha hacia elnorte a través de Sudáfrica en el sigloXIX, una marcha en la que aplastaron laresistencia negra y sus «carroschirriantes dejaron sus surcos en latierra». El himno extraoficial de laSudáfrica negra, el Nkosi Sikelele, erala sentida expresión de un pueblo quehabía sufrido mucho tiempo y anhelabala libertad.

La reunión acababa de empezar

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cuando entró un ayudante para informara Mandela de que tenía una llamada deun jefe de Estado. Salió de la sala y lostreinta y pico hombres y mujeres delórgano supremo de decisión del CNAsiguieron debatiendo sin él. Hubo unconsenso abrumador en favor deeliminar Die Stem y sustituirlo por elNkosi Sikelele. Los miembros delcomité ejecutivo estaban felicitándosepor su decisión y lo que simbolizabapara la nueva Sudáfrica cuando regresóMandela. Le dijeron lo que habíandecidido y él respondió: «Pues losiento. No quiero ser grosero, pero...creo que debo expresar lo que pienso

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sobre esta propuesta. Nunca pensé quepersonas experimentadas como vosotrospodían tomar una decisión de talmagnitud en un tema tan importante sinni siquiera esperar al presidente devuestra organización.»

Y entonces Mandela expuso su puntode vista. «Esta canción que despacháiscon tanta facilidad contiene lasemociones de muchas personas a las quetodavía no representáis. De un plumazo,decidiríais destruir la misma —la única— base de lo que estamos construyendo:la reconciliación.»

Los hombres y mujeres del ComitéEjecutivo Nacional del CNA se

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sintieron abochornados. Mandelapropuso que Sudáfrica tuviera doshimnos que serían interpretados, unodespués de otro, en todas las ceremoniasoficiales, desde las tomas de posesiónpresidenciales hasta los partidosinternacionales de rugby: Die Stem y elNkosi Sikelele. Los luchadores por lalibertad, rápidamente convencidos porla lógica del argumento de Mandela,cedieron de forma unánime. Jacob Zuma,que había presidido la reunión, dijo«Bueno, creo... creo que la cosa estáclara, camaradas. Creo que la cosa estáclara.» No hubo objeciones.

El comité capituló ante el enfado de

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Mandela porque sus miembroscomprendieron que su solución para elproblema del himno era la mejor desdeel punto de vista táctico. Habíaamonestado al comité sobre lanecesidad de ganarse a los afrikaners ymostrar respeto por sus símbolos; sobrela conveniencia de hacer todo loposible, por ejemplo, para decir unaspalabras en afrikaans al principio decada discurso. «No hay que apelar a surazón —explicó—, sino a suscorazones.»

En el caso de Constand Viljoen,Mandela se dirigió al cerebro y elcorazón, pero al final fue el corazón el

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que ganó. Ayudó enormemente el hechode que, el 11 de marzo, el Volksfrontsufrió su Waterloo, y eso movió algeneral en la dirección hacia la queMandela había estado empujándole consuavidad.

A apenas seis semanas de laselecciones, Viljoen respondió a unallamada de uno de sus aliados negros enla Alianza por la Libertad. En esaocasión no era Buthelezi, sino el líderde otro de los pequeños Estados tribalesque el ideólogo jefe Hendrick Verwoerdhabía ideado como parte de su estrategiadel «gran apartheid», un hombrellamado Lucas Mangope, cuyo poder en

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Bophuthatswana estaba amenazado porla mayoría de sus ciudadanos,partidarios del CNA y ofendidos por sudependencia de Pretoria. Viljoenmovilizó una fuerza de más de milhombres para ir a la capital de «Bop»,una ciudad llamada Mmabatho. La cosaacabó en desastre cuando el AWB deEugene Terreblanche entró en la refriegay emprendió lo que los periódicosafrikaans describirían más tarde comoun kaffirskietpiekniek, un pícnic de tiroal kaffir. Las fuerzas de seguridad deMangope se rebelaron y dirigieron susarmas contra los miembros delVolksfront, y cuando, horas más tarde,

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llegó la FSAD en una columna devehículos blindados, las tropas deViljoen abandonaron el campo debatalla en medio del caos.

Suele decirse que lo que ocurrió enMmabatho fue la única razón por la queViljoen decidió abandonar la lucha deresistencia bóer. Pero él reconoció quehabía más factores. Una vez librado delelemento vándalo del AWB, habríapodido seguir dirigiendo una campaña«militar» eficaz, aunque todos los demáslo habrían llamado terrorismo.«Teníamos un plan. Podríamos haberimpedido que se celebraran laselecciones, y no con la FSAD, sino

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nosotros solos. Teníamos los medios,teníamos las armas, teníamos la táctica yteníamos la voluntad. No de hacernoscon el poder, no de derrotar a la FSAD,pero sí de impedir que se celebrasen laselecciones, no me cabe ninguna duda.»

Arrie Rossouw, al que, cuatro añosdespués de la liberación de Mandela, seconsideraba un peso pesado delperiodismo afrikaner y queposteriormente sería director de Beeld yde Die Burger, estaba de acuerdo. «Nohay duda de que podía haber hecho undaño terrible a este país —afirmaba—.Muy fácilmente podía haber colocado a400 ex miembros de los regimientos de

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Reconocimiento [fuerzas especiales],perfectamente entrenados, a sus órdenesy, con ellos, bien dotados de armas,podría haber hecho estallar aeropuertos,estaciones de tren, estaciones deautobús, podría haber asesinado a gente.No habrían conseguido derrocar algobierno —eso lo aprendieron enMmabatho—, pero sí habrían podidoparalizar la economía y causar un caospolítico total. Y habrían podidomantenerlo durante años y años.»

En otras palabras, podrían haberhecho lo que el IRA hizo en Irlanda delNorte durante treinta años, pero conunos efectos mucho más catastróficos.

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En parte, porque disponían de másarmas y más hombres con experienciamilitar, pero, sobre todo, porqueSudáfrica estaba construyendo sudemocracia con una economíaquebradiza, vulnerable al caos y elderrumbamiento como no lo habían sidojamás Irlanda ni Gran Bretaña. Loalarmante fue que no era un colectivo,sino un solo hombre, el que debíadecidir qué vía iban a emprender, la pazo la guerra.

«Sí, fue una decisión completamentemía. Completamente —confirmó Viljoenen tono solemne—. Durante aquellasúltimas semanas antes de las elecciones,

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en el Volksfront afrikaner había divisiónde opiniones, entre una mitad que queríala opción violenta, impedir laselecciones y todo el procesodemocrático en Sudáfrica, y la otra quequería una solución negociada.» Sufriócon la decisión. «Siempre me parecióque la guerra y la violencia no sonopciones fáciles. Yo sabía lo que era laguerra. Así que les dije a mispartidarios que asumía laresponsabilidad de decidir si luchar ono. Fue la decisión más difícil de todami vida. En el ejército, tiene queentenderlo, antes de tomar una decisiónen un asunto como éste, sopesamos

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todos los factores, evaluamos,reflexionamos, y sólo después de unlargo proceso nos decidimos. Pensé quela mejor opción eran las negociaciones yparticipar en las elecciones. Me parecióque era lo mejor para el país y lo mejorpara el pueblo afrikaner.»

El factor decisivo para Viljoen nofue ni la chusma del AWB, ni el fiascode Mmabatho, sino otra cosa. «Elcarácter del oponente, si se puedeconfiar en él, si uno cree que estáverdaderamente a favor de la paz. Loimportante, al sentarse a negociar con elenemigo, es el carácter de losinterlocutores al otro lado de la mesa y

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si cuentan con el apoyo de su gente.Mandela tenía las dos cosas.»

Había pocos capaces de resistirse alencanto de Mandela; ni siquiera DeKlerk, ni siquiera cuando estaban enplena campaña, uno contra otro, antes delas elecciones del 27 de abril, y nisiquiera después de que se enfrentaranen un debate en vivo en televisión comolos de Estados Unidos. De Klerk, lobastante joven como para ser hijo deMandela, se mostró más despierto ymejor preparado que su adversario.Pero entonces, cuando el debate seaproximaba a su fin, Mandela tendió lamano y estrechó la del presidente, y le

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ofreció el elogio de que era «unauténtico hijo de África». De Klerk,atónito, no tuvo más remedio queaceptar el apretón y puso su mejorsonrisa, aunque sabía que en esemomento Mandela estaba dándole ungolpe decisivo.

«Tenía la sensación, y la tenía todoel mundo, de que yo estaba ganando lospuntos —recordaba posteriormente DeKlerk—. Pero él se recuperó cuando, depronto, me elogió y me dio la manodelante de todas las cámaras. Quizáestaba planeado de antemano. Quizá fueuna medida política. Pero creo que sustriunfos mediáticos, en general, eran

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producto de una reacción instintiva porsu parte. Creo que tiene un talentoextraordinario para ello.» Pocos díasdespués del debate, el propio De Klerkhizo una cortés declaración pública.Durante su última rueda de prensa antesde las elecciones, le pidieron su opiniónsobre su rival. «Nelson Mandela —replicó De Klerk, con las manosextendidas como si se rindiera— es unhombre predestinado.»

Como parte de la campaña electoral,Mandela acudió a un programa nocturnode entrevistas en la emisora Radio 702de Johanesburgo, para responder apreguntas de los oyentes en directo.

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Eddie von Maltitz, el primer guerrerodel Volksfront que había entrado en elWorld Trade Centre durante el asalto,estaba en su granja con varios de suskommandos y estaba escuchando elprograma. Cuando sus camaradas leinstaron a que llamase y le dijera unascuantas cosas al kaffir, Von Maltitzaccedió. Dedicó nada menos que tresminutos a despotricar y protestar contraMandela: el comunismo era tal, losterroristas cual, la destrucción denuestra cultura, las normas civilizadas,las reglas. Acabó con una amenazabrutal y directa. «Este país se veráinmerso en un baño de sangre si usted

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sigue de la mano de los matonescomunistas.»

Después de una tensa pausa,Mandela respondió: «Bueno, Eddie, meparece que es usted un sudafricano dignode tal nombre y no me cabe duda de que,si nos sentásemos a intercambiar puntosde vista, yo me aproximaré a usted yusted se aproximará a mí. Vamos ahablar, Eddie.»

«Eh... bueno, vale, señor Mandela—murmuró Eddie, confuso—. Gracias—añadió y colgó.

Tres meses después, en su granja,aunque seguía llevando ropa decamuflaje, botas de cazador y una

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pistola de 9 mm al cinto, Eddie era otrohombre. Había dejado de entrenar a suskommandos; había abandonado suspreparativos para la guerra. La charla enRadio 702 había cambiado todo.«Aquello fue lo que me hizo pensar»,explicó después. El nuevo primerministro del Estado Libre de Orange, enel que vivía, un hombre del CNA, fue elque le hizo dar el paso decisivo. Sellamaba Terror Lekota, un sobrenombreque le habían dado por su capacidadletal de marcar goles en el terreno defútbol. Lekota, que había estado enRobben Island durante los últimos añosde Mandela allí, tenía muchos instintos

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muy parecidos a los de él. Decidió quesu primera misión, al llegar al poder, eraganarse a los granjeros afrikaner delEstado Libre. Si lo conseguía con VonMaltitz, tendría mucho más fácil hacersecon los demás. Llamó personalmente aVon Maltitz y le invitó a su fiesta decumpleaños en su residencia en lacapital del Estado, Bloemfontein. VonMaltitz dijo que no, pero Lekota insistió.«Por favor, Eddie, me gustaríaverdaderamente que viniera.» VonMaltitz dijo que consultaría con sushombres y luego le daría una respuesta.«Hablamos y pensamos que no teníamosnada que perder —recordaba después

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Von Maltitz—. De modo que, cuandovolvió a llamar, le dije que sí.»

Von Maltitz acudió a la que llamaba«la gran casa» en Bloemfonteintotalmente armado. «No quería ser unPiet Retief con Dingaan», explicaba.Entró en la casa y se unió a la fiesta, enla que predominaban los negros, sin quenadie le registrase. «Terror Lekota mevio desde el otro lado de la sala, seacercó y me dio un gran abrazo. Debióde notar mis pistolas, pero no dijo nada.No dejó de sonreír. Me cayó bien. Erasincero. Como el señor Mandela, unhombre sincero. Así que pensé: Vamos adarles una oportunidad; se la merecen.»

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¿Por qué? Porque Mandela y sunuevo amigo Terror le habían tratadocon respeto, con el «respeto elemental»,de Walter Sisulu. «Nunca obtuve eserespeto de De Klerk y el PartidoNacional. En cambio, del señorMandela, sí. Creo de verdad quedebemos darles una oportunidad.»

El CNA había ganado las eleccionescon casi dos tercios de los votosnacionales y casi el 89 % del votonegro. Del resto, el 1 % fue al CPA,claramente antiblanco, cuyo lema de «uncolono, una bala» fuedespreciativamente transformado por lospartidarios del CNA en «un colono, uno

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por ciento», y el 10 % fue a parar aInkatha (abandonado por Viljoen, el jefeMangosuthu Buthelezi no tuvo másremedio que incorporarse al procesoelectoral). El Partido Nacional obtuvoel 20 %, que significaba cuatro puestosen el gabinete, incluida lavicepresidencia para De Klerk, en elnuevo gobierno de coalición que iba apresidir Mandela. Y el partido deViljoen, que se llamaba Frente por laLibertad, consiguió el 2 % de los votos,que significaba nueve respetablesescaños en el nuevo parlamentomulticolor.

En cuanto se conocieron los

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resultados, John Reinders, jefe deprotocolo presidencial con De Klerk yP. W. Botha, se puso en contacto con susantiguos patronos, el Departamento deServicios Penitenciarios. Botha le habíasacado de la burocracia carcelaria en1980, cuando tenía el rango decomandante, pero ahora se encontró,para su tranquilidad, que todavía teníanun hueco para él.

Su última tarea antes de irse fueorganizar la toma de posesión deMandela como presidente, el 10 demayo de 1994. Fue una pesadillalogística en comparación con la de DeKlerk, a la que no había acudido ninguna

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delegación extranjera, salvo losdiplomáticos destacados en el país. Estavez, las cosas iban a ser muy diferentes.Cuatro mil personas se reunieron en lasede del poder en Pretoria, un conjuntode edificios de principios del siglo XXllamado Union Buildings y situado sobreuna colina que dominaba la ciudad.Entre los invitados estaban personas alas que era difícil imaginar en unamisma habitación, como Hillary Clinton,Fidel Castro, el príncipe Felipe deInglaterra, Yasir Arafat y el presidentede Israel, Chaim Herzog. Seinterpretaron los dos himnos nacionales—Nkosi Sikelele y Die Stem— uno

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detrás de otro, mientras ondeaba lanueva bandera nacional. Era la banderamás multicolor del mundo, una especiede colcha de retazos en negro, verde,oro, rojo, azul y blanco, unacombinación de los colores asociadoscon la resistencia negra y los de la viejabandera sudafricana. Mandela prestójuramento ante un juez blanco,flanqueado por su hija Zenani y rodeadode antiguos presos negros y generalesblancos de la FSAD en posición defirmes y uniforme de gala. («Unos añosantes, me habrían detenido», bromeabadespués.) La ceremonia se cerró con elespectáculo de los reactores de la

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Fuerza Aérea Sudafricana volando porencima y pintando los colores de lanueva bandera en el cielo.

Francamente aliviado de que laceremonia hubiera transcurrido sinninguna catástrofe, John Reinders llegó asu despacho de los Union Buildings aprimera hora de la mañana siguiente, 11de mayo, con un par de grandes cajas decartón bajo el bazo. Era un hombre altoy corpulento, pero tenía la actitudrespetuosa de alguien más menudo y elsentido común suficiente para sabercuándo iba a ser derrotado.

«Esa mañana llegué pronto pararecoger mis cosas —recordaba Reinders

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—. Todos los blancos habíamossolicitado empleo en otros sitios, porqueestábamos seguros de que nos iban apedir que nos fuéramos. Bastantes teníanprevisto ir a trabajar para el señor DeKlerk en la vicepresidencia.»

Reinders estaba empaquetando susrecuerdos de los diecisiete años quehabía pasado dirigiendo la oficina de lapresidencia, organizando ceremonias,conociendo a gente famosa en viajesoficiales, cuando, de pronto, le sacó desus reminiscencias una llamada a lapuerta. Era otro madrugador. Mandela.

«Buenos días, ¿cómo está?», dijo,mientras entraba en el despacho de

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Reinders con la mano extendida.«Muy bien, señor presidente,

gracias. ¿Y usted?»«Bien, bien, pero... —continuó

Mandela, confundido—, ¿qué hace?»«Estoy recogiendo mis cosas para

irme, señor presidente.»«Ya veo. ¿Y puedo preguntarle

dónde va a ir?»«De vuelta a los Servicios

Penitenciarios, señor presidente, dondetrabajaba antes.»

«Mmm —dijo Mandela, apretandolos labios—. Yo estuve allí veintisieteaños, ya sabe. Fue horrible —sonriómientras repetía—, ¡horrible!»

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Reinders, estupefacto, le devolvióuna media sonrisa.

«Bueno —continuó Mandela—, megustaría que pensara en la posibilidadde seguir con nosotros. —Reindersexaminó los ojos de Mandela conasombro—. Sí, hablo en serio. Ustedconoce este trabajo. Yo no. Yo vengo delcampo. Soy un ignorante. Si se quedaconmigo, sería sólo para un mandato,nada más. Cinco años. Luego, porsupuesto, sería libre de marcharse.Ahora, compréndame: esto no es unaorden. Sólo me gustaría que se quede sidesea quedarse y compartir susconocimientos y su experiencia

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conmigo.»Mandela sonrió. Reinders sonrió

también, esta vez con más confianza.«Así que ¿qué dice? —preguntó

Mandela—, ¿se queda conmigo?»A pesar de su asombro, Reinders no

lo dudó. «Sí, señor presidente. Mequedo. Sí. Gracias.»

Entonces, su nuevo jefe le encargósu primera tarea: reunir a todo elpersonal de la presidencia, incluidos loslimpiadores y los jardineros, para unareunión en la sala del consejo deministros. El presidente se paseó entreellos, estrechó la mano y dijo unaspalabras a cada uno del centenar

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aproximado de personas, en afrikaanscuando correspondía. Luego hablódirigiéndose a todos. «Hola, soy NelsonMandela. Si alguno de ustedes prefiereacogerse al convenio, es libre demarcharse. Váyanse. No hay problema.Pero se lo pido, ¡quédense! Cinco años,nada más. Ustedes conocen esto.Necesitamos esos conocimientos,necesitamos esa experiencia quetienen.»

Todos y cada uno de los miembrosdel personal de la presidencia sequedaron.

Dos semanas más tarde, el 24 demayo, 400 delegados recién elegidos se

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reunieron en Ciudad del Cabo para laapertura del primer parlamentodemocrático de Sudáfrica, en el mismoedificio de la Asamblea Nacional en elque antes se reunía el parlamentoreservado a los blancos. Hasta entonces,había sido un lugar lúgubre, pesado,monocromático. En la mañana de mayoen la que la cámara abrió sus puertas ala democracia no racial de Mandela, laescena se transformó en una imagen detecnicolor. La imagen desde lo alto de lagalería de invitados era una mezcla entrela Asamblea General de NacionesUnidas, un concierto pop y una fiestauniversitaria de fin de curso. Un vistazo

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a la lista de nuevos miembros delparlamento lo decía todo. Antes sellamaban Botha, Van der Merwe ySmith. Ahora tenían esos nombres, perotambién Bengu, y Dlamini, y Farisani, yMaharaj, y Mushwana, y Neerahoo, yPahad, y Zulu. Y un tercio de losparlamentarios, incluida la nuevapresidenta, Frene Ginwala, eranmujeres. Más impresionante todavía erala proporción de diputados que habíanestado en la cárcel o huidos de lapolicía. Prácticamente todos losrepresentantes del CNA habíaninfringido la ley; ahora iban a ser ellosquienes la elaborasen, dirigidos por el

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preso más antiguo de todos, el últimohombre en llegar ese día: Mandela.

Cuando se corrió la voz de sullegada, los parlamentarios se pusieronen pie y el murmullo dejó paso a unrugido, cantos de libertad y rítmicasdanzas entre los miembros más jóvenesy exuberantes del contingente del CNA.En medio de la mezcla variopinta de laNación Arcoiris, el general Viljoen erauna figura anómala. Serio como siempre,de traje gris y corbata, estaba de pie enel centro de la cámara ovalada, en laparte inferior, como correspondía allíder de la honorable oposición delFrente por la Libertad. Mandela

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apareció, también por la parte inferior,sonriente y erguido, entre los vítores dela asamblea.

Viljoen miraba a Mandela con unamezcla de admiración y afecto. Al verlo,Mandela rompió el protocoloparlamentario, cruzó hasta él, le dio lamano y dijo con una gran sonrisa: «Mealegro mucho de verle aquí, general.»

Algunas voces desde la galeríagritaron: «¡Dele un abrazo, general!¡Vamos, dele un abrazo!»

Al recordar el momento, Viljoenesbozó una ligera sonrisa, asintió yluego recuperó la solemnidad. «Pero nolo hice. Soy un militar y él era mi

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presidente. Le di la mano y me pusefirme.»

Y ahí podía haber acabado la cosa:el orden restablecido, los viejosenemigos reconciliados, el buen reycoronado, todos los actores salen —deforma exuberante— por la izquierda delescenario. Pero no fue así. Todavía nose había terminado, ni para Mandela nipara el general Viljoen. Todavíaquedaba un acto por representar paraque Viljoen pudiera colgar la espadacon el espíritu tranquilo, una últimaserie de obstáculos que superar para queMandela pudiera considerar completadala odisea de su vida.

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Como indicaba Viljoen, «el 40 o el50 por ciento de mi gente no participóen las elecciones.» Durante la semanaanterior a las elecciones, algunoscolocaron bombas en paradas deautobús y otros lugares en los que losnegros se reunían en gran número.También pusieron una bomba en elaeropuerto internacional deJohanesburgo. Murieron 21 personas ymás de 100 resultaron gravementeheridas. Los discursos de Mandeladurante su primer mes de mandato eransiempre optimistas, porque intentabacrear una atmósfera positiva y llena deenergía. Pero no pudo resistirse a

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señalar, al cerrar aquella primera sesióndel parlamento, que las fuerzas deseguridad iban a permanecer en plenaalerta. «El problema de la violencia deorigen político sigue estando connosotros», dijo.

Mandela tuvo mucho de lo queocuparse durante sus cinco años en elcargo: proporcionar casas y escuelas,agua y luz a los negros. Pero su máximaprioridad fue sentar las bases de lanueva democracia, construirla a pruebade bombas. Sabía que iba a haberintentos de subvertir el nuevo orden,inevitablemente frágil. No era posibleque toda la Sudáfrica blanca cediera sus

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viejos poderes, y no pocos privilegios,sin luchar.

En cuanto al general Viljoen, sedebatía como se había debatido NiëlBarnard cuatro años y medio antes, lamañana de la liberación de Mandela. Apesar de haberse entrevistado conMandela 60 veces en la cárcel, Barnardno podía desechar por completo la señalde alarma que sonaba en el fondo de sucerebro para advertirle, aunque fuerairracional, sobre el peligro del factorayatolá. Viljoen tenía dudas similares,como si no pudiera acabar de creerseque la vida podía ser tan buena comohacía parecer Mandela, como si no

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hubiera sido capaz de librarse de todasu desconfianza ancestral respecto alhombre negro. Una parte de él estabapreocupada, mientras estaba sentado allíel día de la apertura del parlamento ydurante todo el año posterior, por laposibilidad de que hubiera actuadoconforme a sus intereses —Mandelasiempre había tenido la puerta abiertapara él y siempre le había tratado conrespeto—, pero no conforme a losintereses de su pueblo. Confesó despuésque le había remordido la conciencia.«Estaba preocupado. Muy preocupado—dijo—. Se habían dicho muchas cosasmuy bonitas, pero ¿dónde había una

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prueba que pudiera enseñar a mi gentede una vez por todas?»

La solución era que Mandelademostrase a la gente de Viljoen quetambién era su gente; que ampliara suacogida, más allá de Constand Viljoen,John Reinders, Niël Barnard y KobieCoetsee, a todos los afrikaners. Elasesor legal y confidente de Mandela enla oficina presidencial, un abogadoblanco llamado Nicholas Haysom, quehabía estado en prisión tres vecesdurante los años de la lucha contra elapartheid, definió la misión en términosépicos muy apropiados.

«Lo llamamos la construcción

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nacional. Pero Garibaldi tiene una fraseque lo ilustra de manera más elocuente—explicaba Hanson, con una referenciaa Giuseppe Garibaldi, el patriotasoldado que unificó Italia a mediadosdel siglo XIX—. Al acabar su misiónmilitar, Garibaldi dijo: “Hemos hechoItalia, ahora debemos hacer italianos.”»En realidad, el reto que aguardaba aMandela era más difícil que el deGaribaldi. «Italia estaba dividida peroera homogénea. Sudáfrica, en 1994, eraun país dividido histórica, cultural yracialmente, y en muchos otros aspectos—añadió Haysom—. Por muchosdiscursos, negociaciones, constituciones

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que hubiera, no bastaban por sí solospara “hacer sudafricanos”. Hacía faltaalgo más que uniera a la gente. Eranecesario que Mandela hiciera lo quemejor sabía hacer: elevarse por encimade nuestras diferencias, ser más grandeque todos esos factores que nosseparaban y apelar a lo que nos unía.»

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CAPÍTULO XII - ELCAPITÁN Y EL

PRESIDENTE 1994-1995

«Al contemplarlo —dijo Mandela,recordando su primer encuentro conFrançois Pienaar—, si se tenía en cuentade dónde venía, lo que se veía era unafrikaner típico.»

Mandela tenía razón. Si losideólogos del apartheid hubieran tenidola misma afición a poner el arte alservicio de la política que sus

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homólogos soviéticos, habrían escogidoa Pienaar para representar el espécimenideal de la virilidad afrikaner. Con 1,92metros de altura, llevaba sus 120 kilosde músculo con la gracilidad esculturaldel David de Miguel Ángel.

Si además, como decía Mandela, setenía en cuenta su origen, uno seimaginaba a un niño que había crecidohasta hacerse adulto en Vereeniging enlos años setenta y ochenta y veía, casicon claridad cinematográfica —comohizo Mandela—, una fiel representacióndel 90 % de los volk afrikaner: unoshombres condicionados por el periodo yel lugar en el que les había tocado nacer,

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que les obligaba a ser unos individuosfrancos, sencillos, trabajadores, duros,secretamente sentimentales, devotos yfanáticos del rugby, que se relacionabancon sus numerosísimos vecinos negroscon una mezcla de desdén, ignorancia ymiedo.

Ahora bien, si había algo queMandela había aprendido en sus tratoscon los afrikaners era que no había quefiarse de las apariencias. «No mepareció en absoluto el producto típicode la sociedad del apartheid —decíaMandela—. Le encontré muy simpáticoy tuve la sensación de que eraprogresista. Y había estudiado. Era

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licenciado en Derecho. Era un placersentarse a charlar con él.»

El placer era lo último en la cabezade Pienaar el 17 de junio de 1994,mientras se detenía en las escaleras depiedra de los inmensos Union Buildingsy se disponía a entrar para asistir a unareunión a la que le había invitado elpresidente Mandela. Pienaar, que teníaen aquel momento veintisiete años perode pronto se sintió mucho más joven,confesó a los periodistas presentes queno había estado tan nervioso en toda suvida; que la perspectiva de entrevistarsecon el presidente era más aterradora quecualquier partido de rugby.

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Vestido con traje oscuro y corbata,Pienaar entró por una pequeña puertasituada en el ala oeste de los edificios,pasó por un detector de metales y sepresentó ante dos policías que leaguardaban en una mesa tras una ventanade cristal verde a prueba de balas.Ambos eran afrikaners y en seguidacomenzaron una animada conversaciónsobre rugby con él. Uno de ellos le llevóa un patio y por un pasillo decorado —aunque apenas se dio cuenta de laanomalía— con acuarelas de escenas dela Gran Marcha, carros de bueyes yhombres a caballo sobre un fondo develdt pardo y amarillento. El policía le

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dejó en una pequeña sala de espera,desnuda salvo por unos sillones decuero, en la que entró la ayudantepersonal de Mandela, una mujer negra,alta e imponente, llamada MaryMxadana, que le pidió que se sentara yesperase un momento. Permaneció solodurante cinco minutos; las manos lesudaban. «Estaba increíblemente tenso amedida que se acercaba el momento deconocerle —recordaba—. Me sentíaverdaderamente intimidado por él. Nodejaba de pensar: “¿Qué digo? ¿Qué lepregunto?”»

Entonces volvió Mxadana, lepreguntó si quería té o café —él dijo

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que café— y le pidió que laacompañara. Salió de la sala de esperaal pasillo con los cuadros de lascarretas, se detuvo ante una puerta altade color marrón oscuro, llamó con ungolpe seco y entró. Mantuvo la puertaabierta para Pienaar, cuyo miedoescénico no hizo más que empeorar alver la amplia sala, que le pareciótremendamente vacía hasta que cruzó elumbral y vio, a la derecha, a un hombrealto y de pelo gris que se levantaba deun salto. Mandela tenía setenta y seisaños pero se acercó a Pienaar con larapidez de un rival de rugby que fuera ahacerle un placaje; la única diferencia

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era que él estaba erguido, tenía una gransonrisa y la mano tendida. «¡Ah,François, qué bien que haya venido!»Pienaar musitó: «No, señor presidente,muchas gracias por invitarme.» Mandelale dio la mano de manera efusiva yPienaar advirtió, para su sorpresa, queel presidente era casi tan alto como él.«¿Y cómo está, François?» «Oh, muybien, señor presidente, ¿y usted?» «Ah,muy bien. ¡Muuuy bien!»

Mandela, sin dejar de sonreír,claramente contento de tener a ese jovenbóer grandullón en su nuevo despacho,le hizo ademán de que se sentara en unsofá situado en ángulo recto con el suyo

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y le felicitó por la victoria de losSpringboks contra Inglaterra, unconvincente 27-9, en un partidocelebrado en Ciudad del Cabo seis díasantes.

Llamaron a la puerta y apareció unaseñora con una bandeja de té y café. Erauna mujer blanca, de mediana edad, quellevaba un vestido de flores conhombreras. Mandela la vio aparecer enla puerta, al otro lado de la habitación—una distancia seis veces mayor que lacelda que había sido su hogar durantedieciocho años— e inmediatamente sepuso de pie, y de pie permaneciómientras ella colocaba la bandeja en una

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mesita entre los dos hombres. «Ah,muchas gracias. Muchas gracias —sonrió Mandela, aún de pie—. Ah, yéste es François Pienaar... LenoyCoetzee.» Pienaar le dio la mano a lamujer y, antes de que ella se fuera,Mandela volvió a darle las gracias; nose sentó hasta que la afrikaner salió dela sala.

Pienaar contempló el despacho,grande y revestido en madera, y notóvagamente una decoración mezcla de lavieja y la nueva Sudáfrica; acuarelas decarretas junto a escudos de cuero yesculturas africanas de madera. Mandelale interrumpió: «¿Quiere leche, con su

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café, François?»En menos de cinco minutos, el humor

de Pienaar se había transformado. «Noes sólo que uno se sienta cómodo en supresencia —recordaba Pienaar—.Tienes la sensación, cuando estás con él,de sentirte seguro.» Tan a salvo quePienaar tuvo la osadía de preguntarle,medio en broma, si iba a acompañar alos Springboks en una gira a NuevaZelanda el mes siguiente. «¡Nada megustaría más, François! —sonrió—.¡Pero, por desgracia, tengo gente en esteedificio que me hace trabajarmuchísimo, y sé que ellos ordenarán queme quede y trabaje!»

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Para alivio de Pienaar, a partir deese momento, Mandela se hizo cargo yse lanzó a una serie de recuerdos ehistorias que hicieron sentirse aljugador, en palabras suyas, como unniño pequeño sentado a los pies de unsabio anciano. Una de las historiashablaba del robo de unos pollos enQunu, la aldea del Transkei en la queMandela se había criado y a la quetodavía regresaba a cumplir sus deberestradicionales de jefe. Un día, cuandoestaba allí Mandela, una mujer se acercóa su casa para decirle que un vecino lehabía robado sus pollos. Según lorelataba Pienaar: «Mandela convocó al

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vecino, que confesó que lo había hecho,pero sólo porque su familia estabahambrienta. Entonces, Mandela llamó alos dos a su casa y dictó que el hombretenía que pagarle a la mujer dos pollos.Pero ella discutió, negoció, porquequería más, y acordaron una cantidadmayor. Sin embargo, eso era demasiadopara el hombre, así que Mandela leayudó a pagarlo.»

Mandela se reía mientras contaba laanécdota, una historia curiosa paracontarle al capitán Springbok en unareunión que había convocado con elclaro propósito de forjar una relacióncon él para prepararse para la Copa del

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Mundo de rugby del año siguiente. Erauna historia especialmente ligera einsustancial dada la solemnidad delentorno, un despacho en el que, comohabía dicho Mandela en una entrevistaunos días antes, «se fraguaron los planesmás diabólicos». Pero la historia de lospollos robados fue útil, porque ayudó acrear precisamente el tipo de intimidady complicidad que el presidente queríaestablecer con el joven. Al contarle loque era una especie de confidenciaprivada, una historia que Pienaar nopodía leer en los periódicos, Mandelaencontró una forma de llegar al corazóndel abrumado capitán de rugby, de

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hacerle sentir como si estuviera encompañía de su tío abuelo favorito.Pienaar no podía saberlo entonces pero,para Mandela, ganarse su confianza —y,a través de él, conquistar al resto delequipo Springbok— era un objetivoimportante. Porque lo que Mandelahabía deducido, con ese estilo medioinstintivo y medio calculador que tenía,era que la Copa del Mundo podía ayudara afrontar el gran reto de la unificaciónnacional que aún quedaba por hacer.

Mandela nunca dijo claramente cuálera su propósito en aquella primerareunión con Pienaar, pero sí se aproximóal tema cuando empezó a hablar sobre

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sus recuerdos de los Juegos Olímpicosde Barcelona, a los que había asistidoen 1992 y que evocaba con granentusiasmo. «Habló del poder que teníael deporte para emocionar a la gente ycómo lo había comprobado pocodespués de su liberación en los Juegosde Barcelona, que recordaba en especialpor un momento concreto en el que,contaba, se puso de pie y sintió cómoretumbaba todo el estadio», contabadespués Pienaar. La intención deMandela era plantar en su mente lasprimeras semillas de una idea política;Pienaar no se dio cuenta de que eso eralo que estaba pasando, pero, en la

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versión que contaba Mandela después,junto a toda la calidez del encuentro, elmensaje subliminal estaba clarísimo.

«François Pienaar era el capitán derugby y, si yo quería utilizar el rugby,tenía que contar con él —explicabaMandela—. En nuestra reunión meconcentré en felicitarle por el papel quedesempeñaba y podía desempeñar. Y leconté lo que estaba haciendo a propósitodel deporte y por qué. Me pareció unapersona muy inteligente.» Había llegadoel momento, explicó Mandela a suinvitado, de abandonar la viejapercepción del equipo de rugby de losSpringboks como los «enemigos» y

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considerarlos compatriotas y amigos. Sumensaje fue: «Vamos a usar el deportepara la construcción nacional y parapromover todas las ideas que creemosque conducirán a la paz y la estabilidaden nuestro país.»

Pienaar había pasado a ser otro másde los afrikaners «envueltos» —comodecía él— en el aura de Mandela; perono se convirtió en apóstol de la noche ala mañana. Era un hombre dedicado encuerpo y alma al rugby para el que laspalabras grandilocuentes como«construcción nacional» significabanpoca cosa. El mensaje que se llevó de lareunión estaba muy claro: sal a ganar,

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lleva esa camiseta con orgullo, no tengasduda de que yo te apoyo. Mandela sedespidió de Pienaar como si fueran yaíntimos amigos.

Mandela volvió a su trabajo yPienaar al suyo, sin que ninguno de losdos advirtiera la extraordinariasemejanza entre las tareas que lesaguardaban. Pienaar, recién llegado alpuesto de capitán, visto con ciertasreservas por un sector de la fraternidaddel rugby que ponía en tela de juicio sucarácter y su capacidad, tenía un trabajodifícil: consolidar su autoridad y unir ala selección de rugby. Para ello eranecesaria una buena dosis de habilidad

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política, porque los Springboks eranhombres grandes con grandes egos, queprocedían de equipos de provincias yestaban acostumbrados a verse unos aotros como feroces enemigos en la grancompetición nacional, la ligasudafricana, la Currie Cup.

La división entre afrikaners eingleses era otro inconveniente. Unaprueba inmediata de la capacidad deliderazgo de Pienaar fue su forma demanejar a James Small, uno de los«ingleses» de más talento en el rugbysudafricano. Small, un jugadorrelativamente bajo y menudo, de 1,80metros y 100 kilos de peso, era uno de

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los corredores más rápidos del equipo yuno de los caracteres más volátiles. Laalegría de Pienaar por haber vencido aInglaterra la semana antes de conocer aMandela se había visto empañada poruna cosa que le había dicho Small en elterreno de juego durante el partido. Undesliz de Small había hecho queconcedieran un penalti a Inglaterra.Pienaar le regañó con un brusco «¡Perohombre, James!», a lo que Smallreplicó: «¡Vete a la mierda!» Pienaar sequedó asombrado. En otros deportes, elpapel del capitán, muchas veces, esmeramente simbólico o ceremonial, peroen el rugby tiene auténtico peso. El

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capitán no sólo ejerce mucha autoridadtáctica durante un encuentro, ordenandojugadas que, por ejemplo, en el fútbol,indican los entrenadores desde lasbandas, sino que, por tradición, tiene ungran componente místico. Se supone queel resto del equipo le trata con unrespeto similar al de los alumnos de uncolegio por el director o el de lossoldados por su oficial al mando. El«vete a la mierda» de Small era un actode insubordinación tan grave que, dehaberlo dejado pasar, podía haberacabado erosionando la influencia dePienaar con todo el equipo. Después delpartido, François, que era mucho más

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alto que Small, se lo llevó aparte y ledijo con firmeza que nunca, nunca, debíavolver a hablarle de esa forma en elcampo. Small tenía fama de participaren peleas de bares y era más agresivoque Pienaar, pero comprendió a laperfección lo que le decía su capitán.Nunca volvió a increparlo.

Sudáfrica estaba compensando losaños perdidos por el aislamiento conuna repentina avalancha de partidosinternacionales, y viajó a Nueva Zelandapor primera vez en trece años en juliode 1994; perdió por la mínima unpartido y empató otro contra los AllBlacks neozelandeses, considerados por

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todos los favoritos para la Copa delMundo del año siguiente. En octubre, losSpringboks jugaron dos partidos en casacontra Argentina, otra selección fuerte, yganaron ambos. Small fue la estrella delsegundo encuentro, pero lascelebraciones de esa noche acabaroncon él en otra pelea de borrachos. Elincidente, que comenzó cuando unamujer en un bar pellizcó el trasero deljugador, recibió gran cobertura en losmedios. Le prohibieron que fuera a unagira por Gran Bretaña el mes siguiente,en la que los sudafricanos derrotaron deforma convincente a Escocia y Gales eintimidaron a todos los que les vieron

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con la implacable ferocidad de su juego.Los Springboks estaban ya centrados

en una sola cosa. Lo único que lespreocupaba era la Copa del Mundo, queiba a comenzar a finales de mayo delaño siguiente. Ni Pienaar, ni Small, niningún otro jugador prestaba la menoratención a la política sudafricana, en laque estaban sucediendo muchas cosas.

Noviembre de 1994 había sido elmes de mayor incertidumbre del medioaño que llevaba Mandela en el poder.Había dejado en manos de sus ministrosla dura tarea de proporcionar viviendasy servicios públicos a aquellos a los queel apartheid había negado

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deliberadamente los elementos básicosde una vida moderna digna. Él tenía quetrabajar para convertirse en el padre detoda la nación, hacer que todo el mundotuviera el sentimiento de que élsimbolizaba su identidad y sus valores.Ése era el motivo por el que una partede él siempre observaba con cautela alos miembros más recalcitrantes de lanueva familia que estaba tratando decrear, la derecha afrikaner. Y esosignificaba preocuparse también por lapolicía. Mandela estaba bastantetranquilo respecto a la FuerzaSudafricana de Defensa, a cuyosgenerales afrikaner se habían unido, en

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las altas instancias, antiguos jefes deUmkhonto we Sizwe. Los generales dela FSAD eran disciplinados. La policíaera más incontrolable, y casi todos losmandos de la era del apartheidcontinuaban en sus puestos. Losservicios de inteligencia del gobierno,hasta entonces utilizados para vigilar ala izquierda, habían empezado aconcentrar sus energías en ese 50 % delos antiguos partidarios del generalViljoen que no había participado en laselecciones de abril y de cuyas filasdescontentas habían surgido losterroristas que colocaron las bombasantes de los comicios.

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La sensación predominante entre lossudafricanos blancos, tras la toma deposesión de Mandela, era de alivio. Elapocalipsis se había ido por dondehabía venido y la vida seguía comosiempre. No se habían erigido lasguillotinas y los funcionarios, engeneral, seguían en sus puestos. Pero losblancos no se libraron de su mezclainherente de culpa y miedo de la noche ala mañana. Empezó a preocuparles siaquello no sería la calma antes de latormenta, si podía haber un cambiorepentino de política sobre los puestosen la administración para los blancos,precipitados por el inevitable clamor

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que esperaban oír entre los negrosexigiendo una gratificación económicainmediata. Como muestra de hasta quépunto los blancos seguían subestimandola inteligencia de sus vecinos negros,empezaron a circular historias sobre«chicas de la limpieza» y «chicos deljardín» negros que entraban en loscuartos de estar de sus «señoras» y sus«señores» y les exigían las llaves de sushogares.

En realidad, los sudafricanos negroseran, en su mayor parte, suficientementeastutos y pacientes para saber que Romano se construiría en un día. Confiaban enque su gobierno acabaría por cumplir

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sus promesas, pero eran conscientes deque arrojar a los blancos al mar no erabueno para nadie. Por eso habían votadopor el CNA, y no por el CPA.

La generosidad que había supuestoesa elección se escapaba a lacomprensión de un gran sector de lapoblación blanca, entre la que pocosmiembros tenían la menor idea de lo quepensaban los negros. El general Viljoen,el político accidental, también seguíapreocupado, todavía con dudas sobre sihabía hecho bien, desde el punto devista de su gente, al abandonar la opcióndel Boerestaat y sumarse a la buena fedel CNA de Mandela. Le inquietaban

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también las posibilidades de violenciaque podían representar sus antiguosaliados, fuertemente armados y, enalgunos casos, no del todo en su sanojuicio. Mandela, que hablaba de estascuestiones con Viljoen, con quientomaba el té de forma habitual, vio sustemores confirmados la noche del 5 denoviembre.

Ese día, los Springboks habíananiquilado a un equipo galés con talestilo y tanta pasión que el entrenador,Kitch Christie, proclamó convencidoque podían ganar la Copa del Mundo.Seguramente, Johan Heyns, como otrosmuchos afrikaners, se había formado la

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misma opinión. Pero no vivió paraverlo. Esa noche, cuando estaba sentadoen su casa de Pretoria, jugando a lascartas con su mujer y sus dos nietos, deocho y once años, le mataron de undisparo. Un pistolero le asesinó desde elexterior de un balazo en la nuca.

El profesor Johan Heyns, que teníasesenta y seis años, había sido un pilardel sistema del apartheid en su cargo demoderador de la Iglesia ReformadaHolandesa entre 1986 y 1990. Perotambién había sido un motor del cambiopolítico y había puesto fin a treinta añosde conflicto con Braam Viljoen y elpequeño grupo de teólogos disidentes

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que pensaban como él, al reconocer queera un error creer que el apartheid teníasu justificación en la Biblia. Eso fue en1986. Su última acción como jefe de lamayor Iglesia afrikaner había sidoatreverse a declarar en 1990, pocodespués de que Mandela saliera enlibertad, que el apartheid era un pecado.Había vivido su propia conversióndurante una estancia prolongada enEuropa a principios de los años ochenta.«Me había educado en la idea de que losnegros eran culturalmente inferiores alos blancos —confesó en una ocasiónHeyns—. El contacto con negros de grannivel académico en Europa tuvo un

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profundo efecto sobre mí.»En 1990, cuando empezaban a

sentirse los primeros espasmos de laresistencia de la derecha, Heyns dijo:«Lo que estamos experimentando ahorason los dolores de parto de la nuevanación. Y no tengo duda de que la nuevanación nacerá. Pero el nacimiento sueleir acompañado de dolor, e incluso demuerte.»

El asesinato de Heyns no podíacompararse al de Chris Hani en cuanto alos peligros inmediatos querepresentaba, pero sí llenó a la gente deaprensión. ¿Quién lo había hecho yquién podía ser el próximo? ¿Podía

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haber sido un antiguo miembro de lavieja policía o de los escuadrones de lamuerte del ejército? Desde luego, habíasido un trabajo de profesional. El armaasesina era un fusil de gran calibre,disparado a través de una ventana, desdeunos siete metros de distancia. Nadiedudaba de que había sido un acto de laextrema derecha. Pero nadie sabía quiénlo había hecho, ni por qué.

Mandela estaba indignado. Heyns,con quien se había reunido en muchasocasiones, era el tipo de afrikaner quemás le gustaba. Moral y físicamentevaliente, honrado hasta la médula, habíatenido el valor, ya mayor, de reconocer

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que se había equivocado. Mandelalamentó su «pérdida para la naciónsudafricana en su conjunto, tanto negracomo blanca». Pero luego, tres díasdespués de la muerte de Heyns, pasó ala ofensiva. Anunció enérgicas medidascontra la extrema derecha y acusó algobierno anterior de no haber hecho enabsoluto lo suficiente para disipar laamenaza de los extremistas. Y empezóesas medidas por la policía, entre cuyasfilas sospechaba que había connivenciacon los asesinos de Heyns, además deuna falta de voluntad de descubrirverdaderamente a los culpables. Hastaese momento, Mandela había andado

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con pies de plomo en sus relaciones conla policía. No había querido hacer loque le pedía su instinto, que era cortarlas cabezas más altas. Ahora lo hizo.

Uno de los hombres que permanecíaen su puesto, seis meses después de queMandela asumiera la presidencia, era eljefe supremo de la policía del país, elcomisario Johan van der Merwe, unantiguo jefe de la Policía de Seguridadque había sido sospechoso decomplicidad en operaciones suciascontra el CNA, incluidos asesinatos.Mandela estaba dispuesto a tragarmuchas cosas en nombre de la paz eincluso había nombrado al líder de

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Inkatha, Mangosuthu Buthelezi, ministrodel Interior. Pero la muerte de Heynsagotó su paciencia. «No podemosconsentir que se desarrolle una fuerza depolicía en oposición al gobierno»,afirmó, e incluso llegó a acusar asectores de la policía de «declarar laguerra» al CNA. Destacó personalmentea Van der Merwe y le acusó de noapoyar al gobierno democrático. Unosdías después, hizo realidad susamenazas y lo destituyó.

Dos meses después, Mandela, queesperaba alguna reacción en contra,recibió informes sobre lo que parecíauna conspiración seria contra su

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gobierno. «Descubrí que entre laderecha existía un plan para unirse elPartido de la Libertad Inkatha y atacarjuntos al CNA. Entonces fui a Pretoria.Ni siquiera lo dije en el CNA. Fui aPretoria porque el debate se estabaproduciendo allí. Después de verificar yvolver a verificar los datos con la gentede los servicios de inteligencia,averigüé que un grupo de derechistasdecía: “Vamos a unirnos a Inkatha yatacar al CNA. Naciones Unidas no seinmiscuiría porque serían unos negroscontra otros. No se inmiscuirán. Ytenemos que derribar este gobiernoporque es un gobierno comunista.” Pero

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otros derechistas decían: “¡No, nopodéis hacer eso! Mirad lo que hanhecho por el rugby, mirad el rugbyinternacional que nos han dado.”»

El periódico conservador Rapportpublicó poco después un artículo queconfirmaba lo que las fuentes deMandela le habían dicho a él. Lacoalición de derechas estaba preparandoun plan para matar al rey zulú, con laesperanza de que eso desatara unarebelión negra contra el CNA. Mandelase apresuró a asignar el caso a su genteen los servicios de inteligencia y susoficiales de policía más leales. Ademásemprendió una ofensiva política, de

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nuevo con el rugby como instrumento,como zanahoria. Pero entonces surgióotro problema.

En la dirección del CNA, el partidomayoritario, con gran diferencia, en elgobierno de coalición que presidíaMandela, todos se habían convencido yade que acoger la Copa del Mundo derugby en Sudáfrica era algo positivo. Sinembargo, muchos no podían soportar laidea de conservar el nombre deSpringbok. Se habían deshecho de lavieja bandera, se habían mediodeshecho del viejo himno y no podíapermitirse que ese nombre, el tercergran símbolo del apartheid, siguiera

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siendo la enseña de un equipo querepresentaba a la nueva Sudáfrica. Sefiltró el rumor de que la ejecutivanacional del CNA quería cambiar elnombre, y la fraternidad afrikaner delrugby se levantó en armas.

Mandela contó posteriormente que,al principio, había estado de acuerdo eneliminar el nombre de Springbok. Perolas tensiones precipitadas por la muertede Heyns y el despido de los jefes depolicía, más las noticias sobre laconspiración derechista, le hicierondudar. Tuvo en cuenta la situacióngeneral y decidió que debía hacer algopara apaciguar a la agitada derecha.

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«Decidí actuar. Hice unadeclaración. Sugerí que debíamosconservar el nombre de Springbok.»

Un año antes, la dirección del CNAhabía respondido dócilmente a lareprimenda a propósito del himno, peroesta vez la reacción fue abiertamenterebelde.

«¡Fue increíble! ¡Gente como ArnoldStofile! ¡Empezaron a atacarme! Así queles llamé uno por uno y hablé con ellos.Les expliqué la situación.» ParaMandela, el nombre de Springbok erauna cuestión superficial; para personascomo Stofile, era algo que llevaban enel corazón, un motivo de mucha

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indignación acumulada. No podían verlela gracia, como hacía Mandela. Esteúltimo telefoneó a Stofile y le pidió quepasara por su casa. «Me gustaría quehablásemos sobre este animal», le dijo.

«No le entiendo», replicó Stofile.«Ya sabe, este animal del deporte.»Se entrevistaron al día siguiente y,

después de algunos nervios, Stofile, alsaber por Mandela que había unproblema de seguridad nacional pormedio, cedió. «Al final —contó Stofile—, estuvimos de acuerdo en no estar deacuerdo.» Como hicieron los demásrebeldes del rugby del CNA. Mandelahabía vuelto a imponer su voluntad. El

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Springbok estaba a salvo, justo a tiempopara la Copa del Mundo.

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CAPÍTULO XIII -SERENATA

SPRINGBOK

La cuestión, ahora, era saber si losSpringboks iban a salvar a Mandela. Élhabía arriesgado mucho por la gente delrugby, y ahora ellos debían pagarle conla misma moneda. Stofile y otrosmiembros del Comité EjecutivoNacional del CNA aún se resentían alrecordar la reacción de las autoridadesdel rugby, tres años antes, ante sudecisión de permitirles volver a jugar

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partidos internacionales. En el encuentrofrente a Australia en 1992, Louis Luyt,presidente de la Unión Sudafricana deRugby, había animado deliberadamentea la multitud a desobedecer lascondiciones impuestas por el CNA, aondear la vieja bandera y cantar el viejohimno. Luyt, un ex jugador gigantesco,había salido de una relativa pobrezadurante su niñez para convertirse en unmagnate de los fertilizantes y la cerveza,una persona tremendamente rica. Lahumildad no era el rasgo más visible deaquel hombre hecho a sí mismo. Teníasesenta y dos años y era descarado,ruidoso y mandón. Odiaba que alguien le

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dijera lo que tenía que hacer, y muchomás si ese alguien era negro. De ahí sureacción a las normas que el CNA habíatratado de imponerle en 1992.

Pero en ese breve periodo habíancambiado muchas cosas en Sudáfrica, ytambién había cambiado Luyt.Ablandado gracias a Mandela, comoparecía ocurrirles a todos los afrikaners(«Se mostró muy simpático, respetuosoy encantador la primera vez que nosvimos», contaba), Luyt había adquiridoun nuevo sentido de la responsabilidadpolítica a instancias de las autoridadesinternacionales de rugby, que no queríanque la Copa del Mundo se convirtiese en

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un desastre mundial por problemasraciales. Ante esa necesidad, Luyt hizodos nombramientos muy inteligentes.Designó a Edward Griffiths, un experiodista de mentalidad liberal, comoconsejero delegado de la federación derugby, y a Morné du Plessis, el excapitán Springbok que había ido a ver aMandela en la Parade de Ciudad delCabo el día de su liberación, comománager del equipo para la Copa delMundo. Griffiths se ganó muchos elogiospor la habilidad con la que dirigió lasoperaciones de la Copa del Mundo, perosu contribución más valiosa y duraderafue el eslogan que inventó para la

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campaña de los Springboks. «Un equipo,un país» no sólo capturaba laimaginación de los sudafricanos, sinoque transmitía el propósito de Mandelaa la perfección.

Si Griffiths era el cerebro entrebastidores, Morné du Plessis era elespíritu conductor, con la misión deconvertir la teoría en práctica, hacer queel comportamiento del equipoconvenciera al país en general, y a laSudáfrica negra en particular, de que eleslogan no eran palabras huecas.Además, ser mánager significabamuchas otras cosas. El trabajo eradistinto del del entrenador, Kitch

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Christie, que estaba a cargo de todo lorelacionado propiamente con lodeportivo, con lo que ocurría en elterreno de juego, empezando porescoger a los integrantes del equipo. Lastareas de Du Plessis abarcaban todo loque ocurría fuera del campo, como unaespecie de administrador: asegurarse deque estuvieran a punto todos lospreparativos de viaje, que elequipamiento necesario estuviera amano, que las cuentas estuvieranpagadas. Pero en este caso, en aquelmomento de la historia de Sudáfrica, elcargo tenía un significado mucho mayor.Era para Du Plessis la oportunidad, no

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sólo de construir un equipo ganador,sino de hacer penitencia por lo que cadavez más consideraba que había sido sugran fallo («Una de las cosas de las quemás me arrepiento en mi vida», confesómás tarde), no haber estado a la alturade las circunstancias, cuando era capitánSpringbok, y no haber dicho o hechoalguna cosa que hubiera podido ayudar amejorar la situación de los sudafricanosnegros.

Du Plessis pensaba que su nuevopapel no debía limitarse a la logística.Quería que su equipo estuviera ensintonía con la nación, que captara bienla atmósfera política, quería que los

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jugadores comprendieran que estabanjugando no sólo para la Sudáfrica blancasino para todo el país. Lo mejor quetenía a su favor era su credibilidad.Aquel gigantón seguía siendo unaleyenda entre los sudafricanos blancos,que no habían olvidado su historialcomo capitán Springbok, en especial elmando y el talento desplegados en unafamosa victoria contra el viejo enemigo,Nueva Zelanda, en 1976. El hecho deque Luyt escogiera a Du Plessisimpresionó al CNA, porque eranconocidas las tendencias políticasliberales del segundo. No obstante, loque le aguardaba era una tarea delicada,

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y él lo sabía. «Comprendí casi deinmediato, al asumir el cargo, con quéfacilidad se podía sufrir un traspiés,cómo se podía arruinar todo con unerror tonto, si se decía algo equivocado,si se enviaba una mala señal.»

Fue precisamente su deseo de darcon el tono apropiado lo que sugirió aDu Plessis la idea de enseñar a losSpringboks a cantar la parte «negra» delnuevo himno nacional, el Nkosi Sikelele.Mandela y él tenían una misma misiónimposible: convencer a los negros deque ejecutaran un vuelco histórico yapoyaran a los Boks. Mandela estabarealizando la labor que le correspondía

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dentro del CNA, transmitiendo elmensaje a su gente que «ellos» eran ya«nosotros». Du Plessis, por su parte,instó a sus jugadores a comportarse deforma respetuosa en público. Sabía quelas consecuencias podían ser terriblessi, antes de cada partido de la Copa delMundo, la gente veía a los Springbokscantando la letra de Die Stem enafrikaans y en inglés con entusiasmopero no la del Nkosi Sikelele. Si ocurríaeso, el empeño de Mandela y Du Plessisestaría condenado al fracaso; la nociónde «un equipo, un país» sería elhazmerreír de todos. Du Plessis teníaclaro lo que había que hacer. Tenía que

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verse a los jugadores cantando el viejohimno de protesta y liberación. Esaimagen trastocaría la idea convencionalde los negros de que los Springbokseran unos patanes afrikaner que cantabancanciones racistas y violentas.

Du Plessis no había hablado depolítica con ninguno de los jugadores,pero no tenía motivos para creer quefueran otra cosa que los típicos votantesdel Partido Nacional, con la ignoranciay los prejuicios que eso entrañaba.«Teníamos a algunos afrikaners de puracepa, y eso [el Nkosi Sikelele] estaba enxhosa, que era la lengua del que, paramuchos sudafricanos blancos, había sido

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el enemigo. Era duro pedir a estoschicos que cantaran una canción quetenía esas connotaciones.» Y era duroenseñarles a pronunciar las palabras enxhosa. En el equipo sólo había dosjugadores que hablaran el idioma. MarkAndrews, de 1,97 metros y 120 kilos depeso, se había criado en la zona ruraldel Cabo Oriental, la región xhosa, yhabía tenido contacto con la lengua deMandela desde que nació. Hennie leRoux, más menudo y más rápido ytambién de aquella parte del país,hablaba asimismo un poco de xhosa. Los24 jugadores restantes no tenían ni idea.

Por suerte, Du Plessis tenía una

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amiga que podía ayudar, una vecina suyaen Ciudad del Cabo llamada AnneMunnik. Era una mujer blanca de treintay tantos años, esbelta, atractiva y llenade vida, de habla inglesa, que se ganabala vida enseñando xhosa. Habíaaprendido la lengua de niña, también enla zona del Cabo Oriental, y la habíaperfeccionado en la Universidad deCiudad del Cabo, donde ahora dabaclases. Se quedó estupefacta cuando DuPlessis le sugirió que diera una clase alos Boks para enseñarles a cantar elNkosi Sikelele y luego, cuando lo pensóun poco, dubitativa sobre el tipo dereacción que podrían tener aquellos

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bóers gigantescos. Pero Du Plessisinsistió y ella, con algunas reservas,aceptó.

Quedaron una tarde de la tercerasemana de mayo de 1995 en el hotel deCiudad del Cabo en el que se alojaba elequipo durante los preparativos para elprimer partido de la Copa contra loscampeones del mundo, los australianos,para el que faltaban pocos días. Seordenó a los jugadores que se reunierandespués del entrenamiento en lo quehabían empezado a llamar la sala delequipo, un espacio anodino en el quebancos y empresas de márketing localessolían celebrar seminarios para su

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personal, y en el que, en esos días, KitchChristie adoctrinaba a sus jugadoressobre táctica y estrategia. En esaocasión, les aguardaban al fondo de lasala Du Plessis y Anne Munnik.

Du Plessis, mucho más alto que ladirectora del coro, la presentó a losSpringboks recién salidos de la duchacomo una vieja amiga a la que conocíadesde hacía veinte años. Los jugadoresreaccionaron como adolescentes.Codazos, guiños, gestos de complicidad.«Cuando Morné dijo que había estadoen mi granja varias veces, no hubo másque hablar —recordaba Anne Munnik—.Todo fue “Oh”, y “Ah”, y risitas, y

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carcajadas, e insinuaciones, yempezaron a tomarnos el pelo.»

Pero con buena intención. Secalmaron cuando Du Plessis se pusoserio y dijo: «Vamos, chicos, si cantáisel himno en voz alta y con orgullo,estaréis dando vida al lema “Un equipo,un país”.» Anne Munnik miróboquiabierta el espectáculo. Eraaficionada al rugby, pero nada de lo quehabía visto en televisión la habíapreparado para el tamaño de aquelloshombres en carne y hueso. Grandes ymusculosos, parecían escogidos por unexageradamente entusiasta director dereparto de Hollywood para cubrir 26

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papeles de gladiadores romanos. Habíavisto sus nombres guturales típicos delafrikaans en una lista que le había dadoDu Plessis —Kobus Wiese, BalieSwart, Os du Randt, Ruben Kruger,Hannes Strydom, Joost van derWesthuizen, Hennie le Roux— y tenía lasensación de que, desde el punto devista político, también debían de tenermás en común con la extrema derechaque con el CNA, con Die Stem que conel Nkosi Sikelele. Pero empezó su clase:dio a cada jugador una hoja de papelcon la letra de la canción y les hizoleerla, repitiendo las palabras másdifíciles e intentando reproducir los

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sonidos chasqueantes del xhosa, casiimposibles para personas que no loshubieran aprendido desde niños.«Luego, cuando llegó el momento decantar —contaba, aún sorprendida, añosmás tarde—, lo hicieron con muchosentimiento.»

Algunos más que otros. KobusWiese, Balie Swart y Hannes Strydomtenían talento natural. Wiese y Strydommedían 1,93 metros y pesaban 125 kilos;Swart medía casi ocho centímetrosmenos, pero era tan ancho como lapuerta de un establo. Todos estabanextraordinariamente en forma, comodebía ser para jugar el rugby tan brutal

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por el que eran famosos los Boks. Y lesgustaba mucho cantar. Wiese(pronunciado «Vise») era uno de lospayasos del equipo y un hombre cuyaagudeza mental parecía impropia de sutamaño, pero nadie habría podidoacusarlo nunca de ser progresista. Laliberación de Mandela habíaemocionado a Du Plessis, habíainspirado a su compañero de equipoJoel Stransky, había supuesto un vuelcopara Pienaar, pero a Wiese, segúnreconocía él mismo, le había dejadofrío. Swart era uno de los miembros másdiscretos del equipo, pero, como eramás viejo que la mayoría, y más fornido,

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exigía e inspiraba respeto. Wiese ySwart eran muy buenos amigos. No sóloeran ambos delanteros, unidos entre síde forma casi diametral durante losfrenéticos amontonamientos humanosque el rugby dignifica con nombrescomo ruck, maul y melé, sino quecantaban juntos en un coro desde hacíaaños.

Wiese se asombró al ver con quérapidez la música del Nkosi Sikelele,desde la primera vez que cantó el himno,había eliminado de un plumazo losescrúpulos políticos. «Había oído lacanción, por supuesto —contaba—.Había visto en televisión a esas masas

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enormes de negros desfilando, cantandoy bailando por las calles con palos yneumáticos en llamas; les había vistoarrojar piedras e incendiar casas. Ysiempre se oía el Nkosi Sikelele iAfrikade fondo. Para mí, y prácticamente paratodos los que conocía, el himno erasinónimo de swart gevaar, el peligronegro. Pero el caso es que me gustamucho cantar. Siempre me ha gustado. Yde pronto descubrí, para mi asombro,que estaba atrapado en el canto, que erauna melodía preciosa.»

Os du Randt, el más joven delequipo con veintidós años, pero el máspesado, con 1,88 metros y 130 kilos,

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cantaba con timidez, como si no quisieraque lo vieran. Llamado «el Buey», habíaservido en el ejército en un regimientode carros de combate, aunque era unmisterio para todos cómo habíaconseguido meterse en un vehículo tancerrado. Ruben Kruger, de 1,85 y sólo112 kilos, era uno de los jugadores másmenudos en la delantera, pero fuertecomo un ñu, con unos músculoscultivados desde muy pequeño en unnegocio familiar en el que su principalocupación era acarrear grandes sacos depatatas sobre los hombros. Pienaar,como siempre, trató de dar ejemplo y seunió lleno de buena voluntad, pero le

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costaba muchísimo la pronunciación delas palabras y tenía la canción en símucho menos presente —«pocos denosotros conocíamos ni siquiera lamelodía, la verdad»— que Wiese, contoda su falta de progresismo.

Wiese, Swart, Kruger, Pienaar, DuRandt y Mark Andrews eran algunas delas estrellas en el «pack» de ladelantera. Los jugadores que ocupabanlas veloces posiciones de «tres cuartos»casi parecían, a primera vista,pertenecer a una especie diferente. AAnne Munnik le llamó la atención elcontraste. No sólo tenían un tamaño másnormal, sino que sus rostros eran menos

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temibles, sus narices estaban menostorcidas y sus orejas no estabandeformadas por horas y horas defrotarlas contra gruesos muslos peludosen la sudorosa y jadeante fábrica decarne de las melés. Eran los galanes delos Springboks, los David Beckham delrugby.

James Small, que, cuando no jugabaal rugby, era modelo, era el chico malo,el que había estado proscrito de la giradel año anterior por Gran Bretañadespués de una pelea de bar. Sinembargo, Munnik advirtió que nadiecantaba la canción con tanto sentimientocomo él. «Estuvo todo el tiempo a punto

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de llorar», decía. Al sudafricanocorriente aficionado al rugby, conocedorde sus líos fuera del terreno de juego, lehabría resultado difícil creerlo, pero asus compañeros de equipo, no. Todoslos que le conocían tenían la sensaciónde que vivía al límite, de que, si nohubiera sido por la válvula de escapeque el rugby proporcionaba a susemociones desmesuradas, supersonalidad descontrolada y violentahabría podido enviarle detrás de lasrejas. Él era el primero en decirlo. «Soymuy afortunado —explicaba—. Yo eraun tipo duro, podía haber acabado en lacárcel. Iba a los clubes más siniestros

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de Johanesburgo por la noche. Muyfácilmente podría haber acabadorecibiendo un disparo.»

Pero había otro motivo por el que seemocionó tanto cuando empezó a cantarel viejo himno negro. Él sabía lo quesignificaba vivir marginado. Elapartheid también existía en el rugby,entre los blancos. «Sé lo que es estar enla parte perdedora —decía—. Yo era uninglés que practicaba un deporte deholandeses. Cuando empecé a nivelprovincial, los jugadores afrikaners mehacían muchas faenas. Tanto mi equipocomo los rivales me hacían sentir que noera bienvenido. Algunos jugadores de

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mi propio equipo trataban de queseleccionaran a sus compañerosafrikaner antes que a mí. Me hacían elvacío, y recibí muchas palizas. Cuandome seleccionaron para los Springboks,al principio, me hicieron tanto daño quemi padre quiso denunciarlo a la policía.Lo que querían dejar claro es que ésteera un deporte de afrikaners, y no habíasitio para un inglés. El inglés era unintruso.» Ésa era precisamente laopinión que había tenido Pienaar de «losingleses» cuando era adolescente, comolo demuestra el orgullo que sentía deque su equipo nunca hubiera perdidocontra otro de un colegio «inglés».

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«Pero usé todo eso como estímulo —decía Small—, y, al final, me salí con lamía. Me convertí en un Springbok. Todaaquella experiencia me enseñó a valoraral de fuera, a simpatizar con quienes nohabían tenido, en mi país, lasoportunidades que yo había tenido.»

Un afrikaner que nunca mostró aSmall más que amabilidad y respeto eraMorné du Plessis. Su influencia tambiénse vio en la reacción de Small cuandotuvo que aprender el himno negro. «Veíalas cosas de forma muy distinta que unaño antes. A medida que nosacercábamos a las elecciones de 1994,me dejé arrastrar por el miedo que

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tenían muchos blancos de que fuera ahaber caos, violencia, venganza. Por esocompré un arma por primera vez en mivida. Tenía miedo. Y, sin embargo, unaño después... ¡estaba cantando el NkosiSikelele! Pero no habría sido posible sinMorné. Él fue el que nos convenció deque debíamos representar a Sudáfricacomo colectivo, que teníamos quecomprender de verdad lo quesignificaba ser sudafricano en unaSudáfrica que no tenía más que un añode edad. Fue gracias a él como entendíque aprender el Nkosi Sikelele era partede eso.»

Chester Williams no se sintió tan

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conmovido como Small por el canto deliberación. Como Small, Williams eraun jugador fornido y rápido que jugabaen el ala. A diferencia de Small, era unhombre discreto, cuya timidez le hacíaparecer frío. Williams era el únicojugador no blanco en el equipo, pero esono quería decir que tuviera másfacilidad que Small para el xhosa o elzulú. Era un «mestizo», según lasnormas de la Ley de Inscripción de laPoblación, difunta desde hacía poco.Los «mestizos» —o, como decía laapelación políticamente correcta, «losllamados mestizos»— eran el subgrupomenos comprometido políticamente de

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los cuatro principales del apartheid; losotros eran negros, blancos e indios.Como eran una mezcla de razas, tambiéneran los que contenían más diversidadfísica. En su mayoría coincidían más conla idea habitual del negro africano quecon el blanco europeo, pero el grupoétnico al que los mestizos solían sentirsemás próximos eran los afrikaners, sobretodo porque en casa hablaban la mismalengua que ellos. A esa categoría generalpertenecía Chester Williams: de aspectoafricano, de lengua afrikaans, apolítico.

No es que los afrikaners mostrasenningún respeto especial por losmestizos. La esposa de F. W. de Klerk,

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Marike, hizo unas celebradasdeclaraciones sobre los «mestizos» en1983 que le pasaron factura más tarde,cuando su marido trataba de asumircierto grado de respetabilidad «noracial». «Son un grupo negativo, ¿sabe?—había dicho la futura primera dama—.La definición de mestizo en el registrode la población es alguien que no esnegro, no es blanco y no es indio, enotras palabras, una no persona. Son losrestos. Son la gente que quedó cuando serepartieron las naciones. Son losdemás.»

La evolución en el trato que recibíaWilliams de sus compañeros Springboks

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entre el momento de incorporarse alequipo, en 1993 —el año en el que seformó el Volksfront—, y la Copa delMundo, dos años más tarde, fue unreflejo del cambio radical en la relaciónde la gente blanca en general, y losafrikaners en particular, con suscompatriotas de piel oscura. «Fue unaépoca difícil para mí —decía Williams,hablando de sus primeros días comoSpringbok—. La gente no me aceptó. Yointentaba entablar conversación, perome dejaban solo.»

En un libro coescrito por él,Williams fue más lejos y llegó a afirmarque James Small, entre otros, le llamaba

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kaffir y sugería que estaba en el equipo,no por mérito, sino porque era «el negrosimbólico». Small se sintió herido poresas afirmaciones, y Williams, hastacierto punto, se desdijo. Según Small,Williams se disculpó posteriormentedelante de todo el equipo y amboshicieron las paces. En una entrevistarealizada poco después de que hubierapasado la tormenta, Williams pareció unpoco avergonzado por algunas de lascosas que aparecían en el libro yreconoció que quizá había habidoalgunas exageraciones. Pero insistió enque se había sentido discriminado.«Sólo con el paso del tiempo vi que la

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gente cambiaba, que cada vez meaceptaban más; en 1995, ya me habíanaceptado por completo como miembrodel equipo, por mis propios méritos.»

El equipo, en cierto modo, teníapoca elección, puesto que losresponsables de márketing del rugbysudafricano habían escogido a ChesterWilliams como el rostro evocador de laNación Arcoiris en el torneo. Para él erauna situación extraña, dado su carácterretraído, pero, para su asombro y el desus compañeros, cada vez que iban aalgún lugar del país, su rostro lescontemplaba desde enormes cartelespublicitarios. También debía de ser un

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poco confuso, y no totalmenteconvincente, para los sudafricanosnegros, no sólo porque Williams era«mestizo» (gustara o no, y al CNA no legustaba, las etiquetas, muchas veces,seguían existiendo), sino porque erasargento en la Fuerza Sudafricana deDefensa, una institución en la que habíaservido durante el apartheid. Williams,cuya relación con los negros había sidomínima, cuyas lenguas no hablaba,seguramente entendió esa reacciónmejor que la gente de márketing, cuyasideas tenían más impacto entre losblancos que entre los negros, entre losvisitantes extranjeros que entre los

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sudafricanos en general. En una subastallevada a cabo a principios de mayo,Williams miró asombrado cómo unretrato de él se vendía por lo queentonces equivaldría a 5.000 dólares.Sudáfrica estaba vendiendo al mundouna imagen de sí misma que el mundoquería comprar.

El sueño que había tenido JoelStransky al ver en un bar francés, portelevisión, la salida en libertad deMandela, de que el mundo volviera aaceptar a Sudáfrica, se había hechorealidad e incluso se había vistosuperado. No sólo iba a jugar al rugbypor su país, sino que lo iba a hacer en

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una Copa del Mundo. E iba a ocupar elpuesto fundamental de medio apertura,que, en su caso, incluía también laenorme responsabilidad de lanzar lospenaltis, de los que tantas vecesdependía el resultado de los grandesencuentros. Para sus obligacionesnecesitaba nervios de acero además deuna gran audacia física, porque, con1,75 metros de altura y 95 kilos de peso,tenía que soportar las cargas másbrutales de hombres mucho másvoluminosos que él. Sin embargo, alempezar la clase de canto, estabanervioso y habría preferido estar en otrositio. «Soy una de esas personas que

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odian cantar —explicaba—. Es casi unafobia.» Pero se sorprendió a sí mismo.«Todos sabíamos el contenido políticode aquella canción, y habíamos oídohablar mucho de ella y, de pronto, allíestaba, aprendiendo la letra, y era algoverdaderamente especial.»

Hennie le Roux, uno de losmiembros más serios del grupo e íntimoamigo de François Pienaar, se dedicócon gran aplicación a las lecciones deAnne Munnik. Con un gran talento paracorrer sorteando al contrario y el másversátil de los tres cuartos del equipo,Le Roux era tan poco político como losdemás, pero tenía ya muy clara la

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necesidad nacional de aprender el NkosiSikelele. Lo había comprendido, comootros Springboks, a su llegada al hotelde Ciudad del Cabo unos días antes,cuando el personal, en su mayoría negro,salió a recibirles en el vestíbulo. «Nosrecibieron cantando, bailando ycelebrando, felices de vernos, muyacogedores. Fue algo que no habíamosvisto nunca en nuestras carreras, unosnegros ahí delante, saludándonos contanto entusiasmo como el que nosmostraban las muchedumbres deaficionados blancos más enloquecidos.Fue un gran momento para todosnosotros.» James Small lo decía de

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forma más directa. «Nos miramos entrenosotros y pensamos: “¡Joder, aquí estápasando algo!”» Para Le Roux, ése fueel momento en el que comprendió quetenía que poner algo de su parte. «Siellos estaban tan dispuestos a estar anuestro lado, lo menos que podíamoshacer nosotros era un esfuerzo paraaprender su canto. El recuerdo deaquellas escenas de nuestra llegadamientras estábamos aprendiendo lacanción hizo que me resultara muchomás emocionante.»

Pienaar estaba tan emocionado comosu amigo, pero su motivación eratodavía más personal. Era el único

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Springbok que había hablado cara a caracon Mandela y estaba especialmenteansioso de que su equipo proyectase unaimagen que agradase al presidente. Perotambién pensaba, como hacía siemprecon una minuciosidad implacable, que loque el equipo hiciera fuera del terrenode juego podía mejorar su actuación enél. Y, mientras se oía a sí mismo y a suscompañeros cantando, su cerebro derugby se puso en marcha. Comprendióque la victoria en un partido de rugby deprimera categoría era en un 50 %cuestión de psicología, y vio en lacanción un valor deportivo, más allá dela política. «En aquel mismo instante

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decidí que aquello era una ventajainesperada que nos había proporcionadoMorné; que podía aportarnos algoespecial antes de empezar a jugar, si lorespetábamos y sentíamos su energía —explicó después Pienaar, que añadió,sonriendo y meneando la cabeza—:Ahora... es asombroso, si se piensa.¡Los chicos afrikaners cantando aquelhimno!»

Anne Munnik estaba a punto deacabar la clase cuando los tresjugadores más grandes del equipo,Kobus Wiese, Hannes Strydom y BalieSwart, alzaron la mano: ¿podían cantarel himno una vez más, ellos tres solos?

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«Dije: “¡Por supuesto!” Y empezaron acantar, como tres niños de coro gigantes,primero en voz baja, subiendo hasta lasnotas más altas. ¡Lo cantaron de formatan hermosa! Los demás jugadores sequedaron boquiabiertos. No hubo risasni bromas. Simplemente los miraron.»

Para los tres gigantes, cantar aquellacanción tuvo el poder de una epifanía.«¡Allí se quedó mi inocente ignorancia,hecha añicos! —exclamaba Wiese—.Cuando aprendí la letra de aquel canto,se me abrieron las puertas. Desdeentonces, cada vez que oigo a un grupode negros cantando el Nkosi Sikelele...,es deslumbrante, tío. Es precioso.»

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Uno podía tener tantas dudas sobrelos Springboks como Justice Bekebeke overlos con tanta generosidad comoMandela, pero cualquier sudafricanonegro que hubiera entrado en aquellasala mientras el trío de bóers rompía acantar también se habría quedadodeslumbrado.

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CAPÍTULO XIV -SILVERMINE

El 25 de mayo de 1995, losSpringboks iban a enfrentarse a losvigentes campeones del mundo,Australia, en el primer partido de laCopa del Mundo en Ciudad del Cabo. Eldía anterior, el equipo estaba reunido enSilvermine, una vieja base militar dentrode una reserva natural montañosa en lapenínsula de El Cabo, donde habíanestablecido un campo de entrenamientotemporal. Silvermine, situado en lamitad oriental de la estrecha cintura de

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la península, es uno de los lugares máshermosos de Sudáfrica. Hacia el norte,se ve el simbólico monolito de TableMountain. Hacia el sur, el extremorocoso en el que se unen el OcéanoÍndico y el Atlántico. Por todas parteshay acantilados, bosques, valles y elmar.

Los jugadores acababan de terminaruna sesión de tarde de entrenamientocuando levantaron la vista y vieron ungran helicóptero militar que bajabadesde el cielo. Morné du Plessis, al quehabían avisado de la visita, se habíapuesto chaqueta y corbata. Mientras losdemás miraban boquiabiertos la

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máquina voladora que descendía haciael suelo, les anunció que era Mandela,que venía a verlos. Siguieron mirandocómo salía Mandela del aparato, debajode la hélice, vestido con una relucientecamisa suelta roja y naranja, con elestilo que se había convertido en laimagen de marca de su presidencia. Seaproximó con una sonrisa hacia losjugadores, y ellos se apelotonaron yempezaron a darse codazos unos a otroscomo fotógrafos en una rueda de prensa,estirando el cuello para ver mejor.

Mandela hizo varios comentarioscasuales que despertaron las risas, yluego Du Plessis pidió silencio para que

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el presidente pudiera dirigir unaspalabras al equipo.

Para su sorpresa, Mandela comenzóabordando los mismos temas serios quesolía tocar cuando hablaba con blancos(aquel día, todo su público era blanco,porque Chester Williams estaba ausente,recuperándose de una lesión). Lesrecordó que el CNA había prometidoque el nuevo gobierno iba a mantener aljefe del ejército, el comisario nacionalde policía, el gobernador del Banco dela Reserva y el ministro de Finanzas, yque, un año después de las elecciones,el gobierno había cumplido su palabra.Como afrikaners, no tenían nada que

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temer del CNA. Ni tampoco, añadióMandela con una sonrisa, de sus rivalesdel día siguiente.

«Os enfrentáis a los campeones delmundo, Australia. El equipo que ganeeste partido seguirá hasta la final —predijo, antes de recuperar un tonosolemne—. Ahora tenéis la oportunidadde servir a Sudáfrica y unir a nuestropueblo. En cuestión de mérito, soisiguales a cualquier otro en el mundo.Pero jugáis en casa, y eso os da ventaja.Recordad, todos nosotros, blancos ynegros, estamos con vosotros.»

Los jugadores vitorearon yaplaudieron, y luego Mandela se detuvo

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a charlar con todos uno por uno. «Mepreguntó por qué me había vestido contanta formalidad para recibirle —recordaba Du Plessis—. Pero lo másasombroso fue la química. Losjugadores se sintieron atraídos hacia élinmediatamente.» Kobus Wiesereconoció: «No puedo recordar por quénos reíamos, pero recuerdo que nosreímos con Mandela todo el rato queestuvo allí.»

De pronto, Hennie Le Roux, elcorpulento centro tres cuartos, decidióofrecer a Mandela una señal deagradecimiento por haberse molestadoen ir a visitarles. Cuando el presidente

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llegó donde estaba él, le entregó sugorra verde de Springbok y le dijo: «Porfavor, tómela, señor presidente, es parausted. —Hizo una pausa y añadió—:Muchas gracias por estar aquí. Significamucho para el equipo.»

Mandela la cogió, sonrió y dijo:«Muchas gracias. ¡La voy a llevar!» Sepuso la gorra allí mismo.

François Pienaar puso el sello a laceremonia de la montaña con un brevemensaje de despedida a Mandela. Serefirió al partido del día siguiente ydeclaró: «Hay una persona para la queahora sabemos que tenemos que jugar, yes el presidente.»

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El encuentro de Silvermine redefiniólos sentimientos de los Springboksrespecto a su presidente y su país.Cuando intentó describir el momento enel que Mandela subió al helicóptero y sealejó, a Du Plessis casi le faltaban laspalabras. «Miré a los jugadoresmientras contemplaban el helicóptero yestaban como niños, saludando, llenosde... entusiasmo. Aquellos chicos habíanvisto un millón de helicópteros, peroMandela... se había ganado suscorazones.»

Y les hizo bien como equipo derugby. Pienaar había estado preocupadopor la tensión entre sus compañeros de

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equipo la víspera del comienzo delcampeonato. Normalmente, habríatratado de romperla con una canción ouna película, pero, en esta ocasión,Mandela lo había hecho por él. Un añoantes, Mandela había conseguido quePienaar se encontrara a gusto en eldespacho presidencial. Ahora habíahecho lo mismo con el equipo entero.«Relajó a los chicos. Su trato con elequipo fue jovial, siempre sonriente,siempre con pequeñas bromas. Ysiempre tiene tiempo para todos. Sedetiene a hablar, y aquella vez hizo quelos jugadores se sintieran cómodos. Fueuna cosa muy especial antes del partido

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inaugural.»Mandela tal vez rebajó el estrés de

los Springboks, pero no pudo eliminarlopor completo. Hay pocos jugadores quemueran en un campo de rugby, pero, porlo demás, ningún otro deporte es másparecido —por el dolor soportado y labrutalidad de los choques— a la guerra.Los jugadores de rugby dan y recibengolpes tan duros como los de fútbolamericano, pero sin cascos, hombrerasni otros elementos de protección. Y elrugby exige mucha más capacidad deresistencia que el fútbol americano.Cada partido de rugby consiste en dosmitades de 40 minutos con un único

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intermedio de 10 minutos entre ellas yningún tiempo de descuento salvo encaso de lesiones. Pero el miedo físicono dominaba tanto la mente de losjugadores como el peso de laexpectación nacional. En menos de 24horas iban a enfrentarse a los Wallabiesaustralianos, uno de los cinco equiposcon serias posibilidades de ganar laCopa, junto con Francia, Inglaterra,Nueva Zelanda y Sudáfrica. Mandela leshabía hecho sentirse especiales, perotodavía estaba por ver si los Springbokspodían canalizar esa presión a su favordurante el partido o caer aplastados bajosu peso.

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También estaba por ver cuántoapoyo iban a dar verdaderamente losnegros a los Springboks, hasta qué puntohabían triunfado los esfuerzos deMandela para convencer a su gente deque la vieja camiseta verde y oro ahoraera también la suya.

La Unidad de ProtecciónPresidencial era un barómetro tan buenocomo cualquier otro para medir elambiente nacional. Era un grupo desudafricanos que, la noche antes delpartido contra Australia, se fueron a lacama tan tensos como los propiosSpringboks. Pero por diferentesmotivos. «La preocupación por la

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seguridad en aquel primer partido contraAustralia era enorme y las medidastomadas, muy numerosas», explicabadespués Linga Moonsamy, ex guerrillerodel CNA y miembro de la UPP desde latoma de posesión de Mandela.«Pasamos semanas preparándonos paraaquel día. Examinamos repetidamentecada rascacielos alrededor del estadio.Colocamos francotiradores en lasazoteas en puntos estratégicos, pusimosgente en los puntos más débiles dentrodel estadio.»

La UPP se sentía unida en su misiónpero dividida en dos entre negros yblancos, entre antiguos miembros de

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Umkhonto we Sizwe, como Moonsamy,y antiguos miembros de la Policía deSeguridad. «Los tipos de Umkhonto ylos policías habíamos sido enemigosmortales, literalmente, habíamos queridomatarnos mutuamente durante años —contaba Moonsamy—, aunque hay quedecir que ellos lo consiguieron muchomás que nosotros.»

Y esa división se extendía al rugby.El hecho de estar acompañando aMandela un día sí y otro no durante unaño había suavizado el aspecto más durode Moonsamy. Pero todavía no llegaba aapoyar de corazón a los Springboks ni,en realidad, a entender verdaderamente

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de qué iba el rugby.«Habían corrido muchos rumores de

que la extrema derecha iba a utilizar lacompetición para preparar un actoterrorista contra la nueva democracia,contra el propio Mandela —recordabaMoonsamy—. Nuestros colegas blancoseran tan conscientes de esa posibilidadcomo nosotros y estaban tan preparadoscomo nosotros, pero la gran diferenciaera que estaban todavía más nerviosospor el resultado del partido. Nosotrosles mirábamos, sonreíamos ymeneábamos la cabeza. No loentendíamos.»

Llegado el momento, la preparación

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de la UPP valió la pena. El partido entreSudáfrica y Australia se desarrolló sinincidentes. Mandela llegó en helicópterodesde la residencia presidencial enCiudad del Cabo hasta un edificio altopróximo al estadio. Desde allí setrasladó en un BMW blindado de colorgris metalizado con Moonsamy, queaquel día era el guardaespaldas númerouno e iba sentado en el asiento delcopiloto, delante de él. En medio detoda la emoción, Mandela no habíaolvidado la gorra de Hennie Le Roux.Se la puso en la ceremonia deinauguración del torneo, donde los 16equipos que participaban desfilaron en

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el estadio de Newlands, al lado de1.500 bailarines (o 1.501, porque elpropio Mandela se unió y se puso abrincar), antes de dar paso al partido. Yse la puso cuando salió al campo a darla mano a los dos equipos, en medio delos cálidos vítores de una muchedumbreabrumadoramente blanca, 50.000personas, entre las que se veíanabundantes banderas sudafricanasnuevas. Siguió con la gorra puestacuando los Springboks cantaron los doshimnos nacionales con la mismaemoción, aunque todavía fuera evidenteque se sabían mejor la letra de DieStem.

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El partido fue un triunfo para losSpringboks. Toda la tensión les habíafavorecido y, al final, derrotaron aAustralia, que llevaba invicta 14 meses,con más comodidad de la que sugería elresultado: 27-18. Joel Stransky fue laestrella del partido, al marcar 22 puntos,17 de ellos de chut y uno con un ensayosobre la línea. Cuando el partido estabaacabando, apareció en medio de lamultitud una pancarta pintada a todaprisa que decía: «Olvidémonos delrinoceronte. ¡Salvemos al Wallaby!» Losaustralianos, feroces competidores entodos los deportes que practicaban,aceptaron la derrota con elegancia. «No

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hay duda de que ha ganado el mejorequipo —dijo Bob Dwyer, su entrenador—. Cualquier otro resultado, si lohubiéramos logrado colar, habría sidoinjusto.»

Esa noche, los Springboks locelebraron como suelen hacerlo losjugadores de rugby, bebiendo hasta lascuatro de la mañana y llevados enhombros por todas partes. A la mañanasiguiente, Kitch Christie, el entrenador,no les perdonó la carrera diaria a lasnueve, desde el centro de la ciudad hastala orilla del mar, pero el dolor de laresaca se vio aliviado por todos lostranseúntes que les felicitaron por el

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camino.Un día después, con las cabezas

todavía doloridas, se encontraban en unferry que se dirigía a Robben Island. Fueuna idea de Morné du Plessis, que habíavisto el enorme impacto que iba a tenerel «Un equipo, un país», no sólo por lopositivo que podía ser para la nación,sino por lo que podía beneficiar alequipo.

«Había una relación causa-efectoentre el factor Mandela y nuestraactuación en el campo —decía DuPlessis—. Causa y efecto en mil frentes.En cómo superaban los jugadores labarrera del dolor, en un deseo superior

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de ganar, en tener la suerte de tu ladoporque tú te fabricas tu propia suerte, entodo tipo de detalles mínimos que,juntos o por separado, marcan ladiferencia entre ganar y perder. Aqueldía todo convergió a la perfección.Nuestro deseo de ser el equipo de lanación y el deseo de Mandela deconvertir el equipo en el equiponacional.»

Robben Island todavía se usabacomo cárcel, y todos los presos erannegros o mestizos. Parte de la jornadaconsistió en conocerlos, pero antes losjugadores vieron, por turnos, la celda enla que Mandela había pasado dieciocho

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de sus veintisiete años en cautividad.Los jugadores entraron en la celda deuno en uno o de dos en dos; no cabíanmás. Como acababan de conocer aMandela, sabían que era un hombre altocomo casi todos ellos, aunque no tancorpulento. No hacía falta granimaginación para comprender losproblemas, físicos y psicológicos, deestar tanto tiempo encerrado en un sitiotan pequeño. Pienaar, que había leídoalgo sobre el pasado de Mandela, sabíatambién que de aquella celda, o almenos de aquella prisión, era de dondehabía surgido gran parte de la energía yla planificación del boicot a las giras

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internacionales de los Springboks.Morné du Plessis hizo una reflexiónsimilar, mucho más intensa aún porqueél había sido uno de los jugadoresdirectamente afectados. Steve Tshwete,ahora ministro de Deportes, le habíadicho a Du Plessis que en aquellasceldas escuchaban los partidos de losSpringboks contra los Lions británicosen 1980, y que los guardias les gritabana los presos que dejaran de animar a losrivales, pero que ellos seguían. «¿Ysabe qué? —me decía Du Plessis—,mirando aquellas celdas, viendo lo queles hicimos sufrir, yo también habríaanimado a los Lions.»

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Después de la celda de Mandela, losjugadores salieron al patio en el que, enotro tiempo, Mandela había tenido quepicar piedra. Allí les esperaba un grupode presos.

«Estaban felices de vernos —contaba Pienaar—. A pesar de estarencerrados allí, estaban claramenteorgullosos de nuestro equipo. Hablé conellos sobre el sentimiento que teníamosde representar a todo el país, ellosincluidos, y nos cantaron una canción.James Small —nunca lo olvidaré—estaba de pie en un rincón, llorando alágrima viva. James vivía siempre allímite, y supongo que debió de pensar:

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“Yo podía haber estado aquí.” Esverdad, su vida podía fácilmente haberseguido otro camino. Pero la míatambién, ¿eh? —añadió Pienaar,recordando las peleas en las que sehabía enzarzado de joven, la vez quemató a un hombre—. Yo también podíahaber acabado allí.»

Small recordaba el episodio. «Lospresos no sólo nos cantaron, sino quenos vitorearon y yo... rompí a llorar —dijo, con los ojos enrojecidos alrecordarlo—. Allí fue dondeverdaderamente tuve la sensación de quepertenecía a la nueva Sudáfrica y dondecomprendí mi responsabilidad como

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Springbok. Allí estaba, oyendo losaplausos que me daban y, al mismotiempo, pensando en la celda deMandela y en que él había pasadoveintisiete años en la cárcel y habíasalido lleno de amor y amistad. Todoaquello me abrumó, fue una iluminacióntremenda, y las lágrimas corrieron pormi rostro.»

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CAPÍTULO XV -VER PARA CREER

«¡Mis propios seguidores meabuchearon! ¡Me abuchearon cuando lesdije: estos chicos son ahora de losnuestros, vamos a apoyarlos! —Mandelafruncía el ceño al recordarlo—. Fue muydifícil...»

Estaba recordando un incidenteconcreto hacia el final de la Copa delMundo, una concentración del CNA enel corazón del KwaZulu rural querepresentó para él las enormesdificultades a las que tenía que hacer

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frente para convencer a los sudafricanosnegros de que apoyaran a losSpringboks. Convencerles para queapoyaran un símbolo tan evocador delsufrimiento y las indignidades que habíasoportado durante tanto tiempo era unejercicio de persuasión política casi taninverosímil como el que habían llevadoa cabo con Constand Viljoen. JusticeBekebeke, por ejemplo, no iba a cederfácilmente en este aspecto. Como decíaél, «esos afrikaners del rugby eranprecisamente los que peor nos trataban.Ésos eran los que nos echaban a patadasde las aceras. Ésos —los blancosmatones y grandullones— eran los que

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nos decían “quítate, kaffir”».Pero sus circunstancias en ese

momento, como correspondía al nuevoespíritu imperante en el país, habíancambiado. Después de haber evitado lahorca, en mayo de 1995 estaba a puntode obtener su licenciatura en Derecho, afinales de ese año. Estaba de acuerdocon el compromiso histórico que habíaelaborado Mandela, estaba a favor deque blancos y negros compartieran elgobierno; sin embargo, había un límite.

«Yo era un miembro leal del CNA—explicaba posteriormente—, creía enla filosofía del no al racismo y eraadmirador de Mandela. El ejemplo que

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me había dejado Anton Lubowski erauna garantía inamovible de que nuncasería racista. Pero los Springboks, elemblema Springbok del que tanto seenorgullecía aquella gente, lo odiaba.Para mí seguía siendo un potente ydetestable símbolo del apartheid.»

Ese símbolo fue exactamente lo quelos partidarios del CNA en laconcentración de KwaZulu vieronponerse a Mandela sobre la cabeza amitad de su discurso. Era la gorraSpringbok que le había regalado Henniele Roux. Mandela había llegado alpueblo a celebrar el aniversario delsuceso que desencadenó la revolución

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sudafricana, el día de 1976 en el que losniños de Soweto se alzaron contra susmaestros del apartheid. Sin embargo, leabuchearon.

Al escoger aquel lugar, Ezakheni,para realizar su gesto, Mandela quizáestaba tentando la suerte. Primeroporque, como señaló en su discursoaquel día, era en los lugares másatrasados, como Ezakheni, donde lagente había experimentado lo peor delviejo sistema. «Aquí —dijo Mandela—el apartheid dejó comunidades encondiciones que escapan a todadescripción.» Segundo, la violencia quedurante una década se había desatado

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entre los zulúes partidarios del CNA ylos zulúes partidarios de Inkatha habíacontinuado a pesar de la llegada delnuevo gobierno, y Mandela tuvo quedeclarar: «La muerte de zulúes a manosde otros zulúes debe acabar.» Tercero,la muchedumbre odiaba a los granjerosblancos locales, que, en su mayoría,habían simpatizado con Inkatha.

Buthelezi, el líder de Inkatha, eraahora ministro del gobierno de Mandela.La generosidad de este último hacia élera un ejemplo de pragmatismo políticollevado al extremo moral. Pero enEzakheni las heridas seguían abiertas yla confraternización con el enemigo no

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estaba bien vista. Pedirles que tuvierancariño a los Springboks era casi unagrosería. Sin embargo, eso fue lo quehizo Mandela. «Ved esta gorra que llevo—dijo a su público—, es en honor denuestros chicos, que juegan contraFrancia mañana por la tarde.»

Aquello fue lo que despertó losabucheos de la gente. Y Mandela no loconsintió. «Mirad —les amonestó—,entre vosotros hay líderes. No seáiscortos de miras, no os dejéis llevar porlas emociones. La construcción nacionalsignifica que hay que pagar un precio,del mismo modo que los blancos tienenque pagar un precio. En su caso, abrir

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los deportes a los negros es pagar unprecio. Para nosotros, decir que ahoradebemos apoyar a la selección de rugbyes pagar un precio. Eso es lo quetenemos que hacer. —Mientras losabucheos se callaban poco a poco,prosiguió—: Quiero ver a líderes entrevosotros, hombres y mujeres, que selevanten y promuevan esta idea.»

Cuando Mandela recordaba aquellaconcentración, hablaba como un cazadorde su presa. «Al final —decía con unasonrisa victoriosa—, al final me gané ala gente.» Ya había pasado por ello, yale había sucedido estar aparentemente apunto de perder a una muchedumbre y

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ganársela en el último momento. Una vezle había ocurrido en un territorio en elque Inkatha había causado una pérdidaterrible de vidas humanas. Ante elcomprensible deseo de venganza de lamuchedumbre, les pidió que adoptaranuna visión más amplia, que «arrojaransus armas al mar». En otra ocasión, enun distrito negro a las afueras deJohanesburgo llamado Katlehong, en elque Inkatha también había atacado a lapoblación civil, calló a 15.000 personasindignadas por su negativa a darlesarmas cuando les preguntó si queríanque siguiera siendo su líder. Porque, sino hacían lo que les estaba pidiendo,

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que era el esfuerzo de hacer las pacescon individuos que, según él, más queser malos, estaban equivocados,presentaría su dimisión. La gente nodeseaba llegar a eso, y, al terminar sudiscurso, todos cantaron su nombre ybailaron victoriosos, celebrando el éxitodel llamamiento que Mandela habíahecho a la parte más sabia de susnaturalezas.

Casi igual de difícil fue convencer ala gente de que los Springboks podíanverdaderamente ganar la Copa delMundo. Todos los expertos estaban deacuerdo en que era una esperanza vana.«Cuando fui a ver a los jugadores en

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Silvermine y les dije que estaba segurode que iban a ganar, no quería que luegoresultase que me había equivocado —contaba Mandela—. Personalmente, eramuy importante para mí, porque sabíaque la victoria movilizaría a losincrédulos que, como Santo Tomás,necesitan ver y tocar para creer. ¡Poreso tenía tantas ganas de que Sudáfricavenciera! Sería la recompensa por todoel duro trabajo, todo el recorrer el país,todos los abucheos...»

Hablaba de «duro trabajo» y anteshabía empleado la palabra «campaña»;prueba de que se había fijadodeliberadamente el objetivo de utilizar

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el rugby como instrumento político.Nicholas Haysom, asesor legal deMandela en la presidencia, era unantiguo jugador, y aficionado al rugby detoda la vida, que se convirtió en elexperto residente en Union Buildings.Haysom decía que Mandela había vistocon mucha claridad el instrumento tanpoderoso que podía ser la Copa delMundo para «el imperativo estratégiconúmero uno de sus cinco años demandato». Pero no era sólo eso. Una vezmás, el elemento político y el personal,el cálculo y la espontaneidad, se fundíanen uno. «Cuando la Copa del Mundoestaba empezando —recordaba Haysom

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—, me hablaba de “los chicos”, cosascomo “los chicos están animados”, o“los chicos van a ganar”. Al principio,le preguntaba: “¿Qué chicos?” Y él memiraba como si le hubiera hecho unapregunta increíblemente tonta yrespondía: “Mis chicos”, que enseguidaentendí que quería decir losSpringboks.» Aunque Mandela noempezó la Copa del Mundo como unhombre con un gran conocimientohistórico del rugby, se fue informando yapasionando más a medida que avanzabael torneo. «Vio la oportunidad política,es verdad, pero no fue un cálculo frío,porque él también se vio arrastrado por

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el fervor y se convirtió en otroaficionado patriota y enloquecido.»

A la mitad negra del cuerpo deguardaespaldas de Mandela le costó másque a él entrar en el espíritu delcampeonato. Aquel primer partidocontra Australia, recordaba Moonsamy,había sido una experiencia espeluznantedesde el punto de vista de suresponsabilidad profesional de manteneral presidente con vida. Pero, desde elpunto de vista deportivo, el partido leshabía dejado indiferentes.

«Cuando sonó el pitido que marcabael final, los blancos se volvieron locos.Nosotros nos quedamos mirándoles

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entre risitas, confundidos. Noentendíamos el juego, no nos interesaba,no estábamos nada impresionados. LosSpringboks eran todavía su equipo, no elnuestro.» Moonsamy contó después quela campaña de Mandela paradesdemonizar a los Springboks le habíahecho pensar, pero que todavía tenía quepasar de la indiferencia al apoyo claro.Su evolución durante las cuatro semanasde la Copa del Mundo, como la del restode los miembros negros de la UPP, fueun reflejo del cambio en la relación delos sudafricanos negros con el viejoenemigo verde y oro.

«Cuando los Springboks ganaron su

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segundo partido, empezamos a sentir unpoco de curiosidad —dijo Moonsamy,refiriéndose a un encuentrorelativamente fácil contra Rumanía—.El entusiasmo de nuestros colegasblancos nos intrigó sin poderloremediar, así que empezamos apreguntarles cosas sobre el rugby. Paranuestro asombro, se convirtió en un temade conversación entre nosotros.» Cadados semanas, la UPP salía de la ciudadpara una sesión de entrenamiento con elfin de refrescar los procedimientos ymantenerse en forma. Practicaban tiro,combate cuerpo a cuerpo y otrashabilidades. En la sesión posterior al

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partido de Australia, un miembro de launidad blanco y corpulento, llamadoKallis, les enseñó a jugar a rugby sincontacto. Es decir, con menos violenciafísica, sin la ferocidad habitual en loschoques. «A través de aquellas sesiones—contaba Moonsamy—, losguardaespaldas negros aprendieron losdetalles del rugby.»

Se enteraron de que había 15jugadores en cada equipo; que ocho deellos eran delanteros y que sieteformaban la línea de tres cuartos; que seganaban cinco puntos por un ensayo, locual quería decir apoyar el balón trascruzar la línea de marca, que se ganaban

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dos puntos por una transformación —esdecir, chutar el balón para pasarlo entrelos dos palos—, que se ganaban trespuntos por un penalti entre los palos ytres si se conseguía eso mismo en eltranscurso del juego, chutando un«drop», es decir chutando el balón abote pronto. «Pero, sobre todo,empezamos a entender el sentido delrugby. Jugábamos sin contacto peroentrábamos con fuerza. Así empezamosa comprender el rugby y, de nuevo paranuestro gran asombro, empezó agustarnos.»

Las imágenes emitidas en latelevisión sudafricana el día antes de un

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partido contra Canadá hicieron pensar aMoonsamy que quizá también tenían queempezar a gustarle a él los Springboks.Todo el equipo había visitado unpequeño distrito negro llamado Zwide, alas afueras de la gran ciudad de PortElizabeth, en Cabo Oriental. Las escenasde aquellos gigantes blancos charlando yjugando con los niños negrosentusiasmados conmovieron aMoonsamy y a cuantos las vieron.

Aproximadamente 300 niños sereunieron en un campo polvoriento pararecibir una lección impartida por Mornédu Plessis, que separó a los chicos engrupos de 15, aunque fue Mark Andrews

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quien acaparó toda la atención, porqueera inmenso y porque hablaba xhosa.También estaba allí Balie Swart,enseñando a los niños a pasar ymostrando a los atónitos adultos que losbóers grandullones también podían seramistosos. Esa misma noche, Du Plessisllevó a un grupo de jugadores a unestadio destartalado en el que jugabanlos equipos negros locales. Se estabajugando un partido, y a Du Plessis lepareció que les gustaría que fueran averlos los Springboks. Así fue, gracias,entre otros, a James Small, cuyo talentoy cuya fama hacían que fuera el rostromás reconocible del equipo. Small pasó

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hora y media firmando autógrafos, tantoa niños como a adultos.

Cuando Sudáfrica venció a Canadá20-0 en el estadio Boet Erasmus de PortElizabeth, todo Zwide lo celebró, ytambién lo celebró Linga Moonsamy. Elsiguiente partido, un encuentro decuartos de final contra los duros ybrillantes jugadores de SamoaOccidental, unos isleños grandotes yfanáticos del rugby, parecía un reto másdifícil. Además, el partido habríapodido representar una forma decomprobar las lealtades de lossudafricanos negros, porque Samoa eraun equipo de piel oscura al que habrían

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apoyado en los viejos tiempos. ChesterWilliams se encargó de ello y estuvo ala altura de lo que, hasta entonces, habíaparecido una fama un poco inflada;marcó cuatro ensayos, o 20 puntos, enuna victoria por 42-14. «Todas lasdudas que podía haber tenido sobre mímismo o el resto del equipo, o quecualquier otra persona podía habertenido sobre mí, desaparecieron ese día,sin más —recordaba Williams—.Recibí un inmenso apoyo, dentro y fueradel terreno de juego, de François yMorné, y, a partir de entonces, fui paratodos un miembro del equipoplenamente aceptado y respetado. La

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historia dio un vuelco aquel día. Elhecho de que no fuera blanco habíapasado a ser completamenteirrelevante.»

Una semana más tarde se jugó lasemifinal, la que Mandela habíamencionado en Ezakheni, contra una delas selecciones que habían partido comofavoritas, Francia. El campo iba a ser elestadio King’s Park de Durban, dondePienaar había debutado con losSpringboks dos años antes, el mismo díadel asalto del Volksfront al World TradeCentre. La atmósfera política envísperas del partido no podía ser másdistinta. Cuando el equipo iba y venía

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del hotel al entrenamiento, las callesestaban llenas de gente, cada vez conmás negros, a medida que pasaban losdías. James Small recordaba que «nosmirábamos y pensábamos: ¡Joder!, elpresidente Mandela no estababromeando; quizá era verdad que todo elpaís estaba con nosotros».

Hennie le Roux se hizo eco de lo quehabía dicho Mandela de que la victoriamovilizaría a los incrédulos. «Podíamosver que el país estaba uniéndose detrásde nosotros pero que, si ganábamos,haríamos que ese vínculo fuera másfuerte. Cuanto mejor lo hiciéramos en elcampo, mayor sería la onda expansiva.»

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La adversidad y las emocionespatentes antes y durante el partido contraFrancia también ayudaron. Había unaclara posibilidad de que el encuentro sesuspendiera y se diera la victoria aFrancia. La agradable ciudad índica deDurban había experimentado una de susperiódicas lluvias semitropicales y elterreno de King’s Park estaba inundado.Si no se jugaba ese día, las normas de laCopa del Mundo decretaban que sedeclarase ganador a Francia, porqueSudáfrica tenía peor historialdisciplinario hasta ese momento en elcampeonato (un jugador había sidoexpulsado por juego duro en el muy

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disputado partido contra Canadá). Todoel país prestó atención, angustiado,mientras las autoridades de rugby eincluso las fuerzas armadas emprendíanuna carrera desesperada para arreglar elcampo a tiempo. Se reclutaronhelicópteros militares para ventilar elterreno desde arriba, pero la situación,al final, se resolvió gracias a un batallónde mujeres negras armadas con cubos yfregonas, cuyos heroicos esfuerzosconvencieron al árbitro para quepermitiera que se celebrase el partido.

A pesar de la labor de laslimpiadoras, el encuentro fue un baño debarro con un resbaloso balón ovalado

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que circulaba por allí y sobre el que sepeleaban violentamente unos hombresgrandes y sucios. Cuando faltaban dosminutos y Sudáfrica resistía con un 19 a15, un francés de origen marroquí, tanenorme como Kobus Wiese, llamadoAbdelatif Benazzi, pensó que habíaplantado el balón al otro lado de lalínea, lo que habría supuesto el ensayode la victoria. En lugar de ello, elárbitro concedió a los franceses unamelé, los ocho jugadores más grandes decada equipo enfrentados uno contra otroen formación de tortuga, a cuatro metrosy medio de la línea sudafricana. Si losexhaustos Bleus empujaban a los

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exhaustos Springboks al otro lado de lalínea, el partido estaría acabado.Francia estaría en la final. El torneohabría acabado para la Nación Arcoiris.Los Springboks estaban a punto de ir aasumir sus posiciones en la melé cuandoKobus Wiese, con sus 1,93 metros deestatura en la segunda fila de la sala demáquinas de la melé, lanzó un grito deguerra que espoleó a sus compañeros.Se dirigió a su mejor amigo, BalieSwart, el delantero base en primera fila,y le dijo: «Mira, Balie, en esta melé, nopuedes retroceder. Puedes ir haciaadelante, puedes ir hacia arriba, puedesir hacia abajo o puedes caer. ¡Pero no

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vas a retroceder!»Los Springboks no retrocedieron y

Sudáfrica pasó a la final. «Fue uncombate de voluntades, más que otracosa —explicó Morné du Plessis—. Fueel partido en el que verdaderamentesentimos que la magia de Mandela habíasurtido efecto en nosotros a la hora dejugar. Porque nos habíamos enterado deldiscurso de Mandela el día anterior enKwaZulu. Habíamos oído que, en unlugar en el que la gente se moría, élhabía dicho que había llegado la hora deque toda Sudáfrica apoyase a losSpringboks, y lo había dicho con sugorra Springbok puesta. Aquello

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emocionó verdaderamente al equipo.»Linga Moonsamy se conmovió más

de lo que podía imaginarse. «Estábamosmuy tensos durante el partido —recordaba—. Estábamos muy unidos alfinal. Los negros y los blancos denuestra unidad, todos indistinguibles.Todos absolutamente locos de alivio yalegría.»

Varios años más tarde, Morné duPlessis se encontró con Benazzi, el grandelantero francés que había estado apunto de dar la victoria a su equipo.Como era inevitable, hablaron de aquelpartido, y Benazzi insistió en que lapolémica jugada había sido un ensayo,

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que el balón había cruzado la línea.Ahora bien, también le dijo a DuPlessis: «Lloramos desconsoladoscuando perdimos con vosotros. Pero,cuando fui a ver la final el fin de semanasiguiente, volví a llorar, porque sabíaque era más importante que noestuviéramos allí, que lo que estabaocurriendo ante nuestros ojos era másimportante que una victoria o unaderrota en un partido de rugby.»

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CAPÍTULO XVI - LACAMISETA

NÚMERO SEIS

24 de junio de 1995, por la mañana

La víspera de la final de la Copa delMundo de rugby contra Nueva Zelanda,justo después de que los Springboksterminaran su último entrenamiento,François Pienaar estaba en el vestuario,a punto de quitarse las botas, cuando

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sonó su teléfono móvil dentro de labolsa. «Hola, François, ¿cómo estás?»Era Mandela, que llamaba para desearbuena suerte al equipo. Morné duPlessis se aseguró de informar de ello ala prensa. A Mandela le encantó leer enlos periódicos, la mañana de la final,cómo contaba Du Plessis la historia dela llamada telefónica. «El señorMandela le dijo a François que estabacasi más nervioso que el equipo»,citaban todos los periódicos. «Estasllamadas prueban que forma ya parte denuestro equipo y nuestra campaña.»

Todo indicaba que aquél iba a ser unbuen día, que los sudafricanos habían

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pasado página, que se avecinaba unanueva era de madurez política; peronunca se sabía. Si hubiera hablado conNiël Barnard, el viejo jefe de espíasbóer le habría dicho que, en junio de1995, «la situación política estabatodavía muy verde: muchos blancos sesentían ajenos, fuera de losacontecimientos». Era difícil sabercómo podían reaccionar esos blancosdistanciados, muchos de los cuales, sinduda, estarían presentes en el estadio.Quizá por eso Mandela, al recordar latensa víspera del partido, hizo unaobservación sorprendente: «Nunca seme ha dado muy bien predecir cosas.»

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Era su forma de confesar los recelos quetenía. ¿Y si, a pesar de todos susesfuerzos, había juzgadoequivocadamente la actitud de losafrikaners? ¿Y si algunos aficionadosabucheaban durante el canto del NkosiSikelele? ¿Y si la gente empezaba adesplegar las banderas de la viejaSudáfrica, como había hecho en elfatídico partido contra Nueva Zelandatres años antes?

Esas preguntas flotaban en su mentecuando se sentó ante el desayuno depapaya, kiwi, mango, gachas y café quesiempre tomaba en su casa de Houghton.Estaba preocupado, pero tampoco

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estaba exactamente consumido por laansiedad. Las buenas noticias pesabanmás que los malos augurios. Uno de losmotivos por los que Mandela renunció asu paseo de las 4:30 de la mañana el díade la final de rugby fue que queríadedicar más tiempo a los periódicosmatutinos. Normalmente, devoraba lasección de política y miraba por encimala sección de deportes. Esta vez, prestóatención a ambas. Nunca habíadisfrutado tanto con la prensa de lamañana como aquel día. El consensonacional que tanto se había esforzado enforjar en torno a los Springboks sereflejaba en el tono unánime de

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celebración de los editoriales y losanalistas políticos. Sudáfrica se dabauna gran palmadita en la espalda. Y,aunque se notaba cautela en cuanto alresultado del partido, y un enormerespeto por los rivales, los All Blacksde Nueva Zelanda (Die Burger decía:«Los All Blacks se alzan comoHimalayas ante los Boks»), había unatranquila confianza en que el destino ibaa jugar en favor de Sudáfrica. El titularen el principal periódico de Ciudad delCabo, el Argus, proclamaba a los cuatrovientos el entusiasmo nacional. «¡Vivalos Boks!», decía. «Viva», en este caso,era un grito de guerra de las protestas

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negras que se usaba desde hacía muchosaños, tomado en algún momento de larevolución cubana. Incluso mejor que eltitular era el artículo que figuraba acontinuación, firmado por el «equipopolítico» del periódico.

«La Copa del Mundo de rugby hareforzado de forma espectacular lareconciliación nacional entre todas lasrazas en Sudáfrica, han dicho estasemana varios investigadores ysociólogos.» El artículo citaba a unconocido profesor afrikaner llamadoWillie Breytenbach, que decía que laamenaza del terrorismo de extremaderecha había quedado «prácticamente

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aniquilada» y que el clamor por unEstado afrikaner independiente habíadisminuido sustancialmente. «Al mismotiempo, las calles predominantementenegras de Johanesburgo se vacían deforma extraordinaria cada vez quejuegan los Springboks. Los habitantes delos distritos negros vuelven corriendo asus casas para ver los partidos portelevisión... El rugby, el asombrosonuevo fenómeno de construcciónnacional, ha sorprendido a los analistas,que ven cómo todas las razas se hanaferrado, encantadas, a unacontecimiento que ha desatado una olade patriotismo latente a través de un

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deporte tradicionalmente asociado enSudáfrica a varones blancos afrikaner.»

Después, el Argus enumeraba loscinco «factores clave» que hacían que elrugby pudiera ser «un catalizador deunidad»: el ruidoso apoyo de Mandela a«nuestros chicos» y sus apariciones conla gorra Springbok; el respaldo públicodel arzobispo Tutu; la actuación delequipo en consonancia con el lema «Unequipo, un país»; los éxitos del equipoen el terreno de juego; el canto delnuevo himno combinado y la exhibiciónde la nueva bandera.

Ése era el fruto de todas lasorquestaciones de Mandela entre

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bastidores, y él estaba feliz de ver quehabía variaciones patrióticas sobre losmismos argumentos en todos losperiódicos. Le gustó ver que los diariosnegros se unían al espíritu reinante. ElSowetan, de gran difusión, fueespecialmente memorable, porque acuñóuna nueva palabra sudafricana que iba acapturar la imaginación de todos losnegros del país: «AmaBokoBoko», unnuevo término para designar a losSpringboks, que daba por fin a losnegros cierto sentido de empatía con elequipo. Pero lo que más satisfizo aMandela fueron los periódicosafrikaans, que apenas podían contener la

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euforia por la manera en que laSudáfrica negra había decidido apoyar alos Springboks. Die Burger citaba unafrase de la Liga Juvenil del CNA,famosa por su radicalismo, que decía:«¡Traed la copa a casa, Boks! ¡Osesperamos!» Beeld contaba que elnegociador principal del CNA en lasconversaciones constituyentes, el exresponsable sindical Cyril Ramaphosa,había declarado: «Estamos orgullososde nuestro equipo nacional, losSpringboks.» A Mandela le gustóespecialmente verse citado en lasprimeras páginas de Beeld y Die Burger.«Nunca he estado tan orgulloso de

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nuestros chicos —decía su propia citaque leyó—. Espero que todos sigamosanimándolos hasta la victoria. Jugaránen nombre de toda Sudáfrica.»

Esa palabra, «espero», revelaba unatisbo de preocupación. La multitud conla que se iba a encontrar hoy era la másaterradora de su vida. En el estadioNewlands de Ciudad del Cabo, para elprimer partido contra Australia, habíasido otra cosa. El Cabo era el bastiónblanco liberal de Sudáfrica. Allí losafrikaners eran más blandos, másmoderados. Eran los descendientes delos bóers que habían decidido noemprender la Gran Marcha hacia el

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norte, que no se habían ofendido tantopor la decisión del Imperio británico deabolir la esclavitud. En cambio, la gentedel Transvaal en Ellis Park tenía a PietRetief y la Batalla del Río Sangrientograbados en su ADN. Eran seguramente,en muchos casos, de los que habíangritado de júbilo ante el asalto al WorldTrade Centre, los que, como habíaobservado amargamente Bekebeke,habían visto la expresión «¡Quítate,kaffir!» como una cosa normal toda suvida. Eran los que habían «votadoNacional» siempre y los que, en algunoscasos, se habían pasado después a laextrema derecha. De los 62.000

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espectadores que iba a haber esa tardeen Ellis Park, muchos, si no la mayoría,parecerían recién salidos de unamanifestación de desafío bóer. Llevaríansus uniformes de guardias forestales decolor caqui, sus calcetines largos delana y sus enormes barrigas, forjadas abase de innumerables cervezas Castle ysalchichas boerewors. Mandela habíasido el centro de atención de másconcentraciones de masas que ningunaotra persona, pero nunca se habíaatrevido con una multitud semejante.

Mandela miró por la ventana de susalón y vio fuera a sus guardaespaldas,unos hombres musculosos, 16 en total,

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que estaban comprobando sus armas,rellenando papeles, examinando losmotores de los coches y charlandoamigablemente entre sí. Se dio cuenta deque, hasta hacía unas semanas, susguardaespaldas blancos y negros habíanofrecido una triste imagen de separacióndigna del apartheid. Ahora les veíacharlar todos juntos, haciendo gestosenfáticos, sonriendo, riéndose.

«Estábamos hablando de qué habíaque hacer para parar a los All Blacks,algunos decían que no teníamosposibilidades, otros que jugaríamosmejor ese día —explicaba Moonsamy—, cuando, en plena conversación,

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surgió la idea de que sería estupendoque el presidente llevara la camisetaverde y oro de los Springboks alestadio.» Al insistirle, Moonsamyreconoció que era él quien había tenidola idea. El impacto en sus colegas,continuó, había sido como una descargaeléctrica. «Nos sumamos todos a ello.Nos pusimos de acuerdo en que, cuandoyo entrara en la casa a repasar lasinstrucciones de seguridad, que erasiempre tarea del que estaba de “númerouno” cada día, se lo mencionaría.»

Estaba previsto que salieran hacia elestadio a la una y media. A las 12,Moonsamy entró en la casa para

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informar a Mandela. Terminadas lasformalidades de seguridad, le dijo:«Tata —el apodo afectuoso queutilizaban los guardaespaldas negros conél, y que quería decir abuelo—,estábamos pensando, ¿por qué no llevahoy la camiseta de los Springboks?»

Mandela, cuando alguien le proponíauna cosa completamente nueva, sobretodo una cosa que acarreabarepercusiones políticas y afectaba a algoque le importaba siempre tanto como suimagen pública, solía adoptar su rostropensativo, de esfinge. Pero esta vez nodudó ni un instante. Por el contrario,mostró una sonrisa de oreja a oreja. «Se

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le iluminó —decía Moonsamy—. Lepareció una idea magnífica.»

Mandela había comprendido el valordel gesto inmediatamente. «Decidíllevar la camiseta —explicaba después— porque pensé: “Cuando los blancosme vean llevando la camiseta de rugbyde los Springboks, verán que aquí hay unhombre que apoya por completo anuestro equipo.”»

Pero había un problema. No teníaesa camiseta, y faltaba sólo hora ymedia para la salida hacia el estadio.Fue directo de Moonsamy a susecretaria, Mary Mxadana, y le ordenóque llamara de inmediato a Louis Luyt,

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el responsable de la Unión Sudafricanade Rugby. Le pidió que le dijera que noquería cualquier camiseta, sino —y estofue idea suya— que debía tener elnúmero 6 de Pienaar en ella, y quequería también una gorra Springbok(había dejado la de Le Roux en suresidencia de Ciudad del Cabo).

Una hora después de que Moonsamyle hubiera propuesto la idea, la camisetaestaba en casa de Mandela y su ama dellaves, a petición de él, estabaplanchándola. Entonces, Mandela centrótoda su atención en el propio partido. Suprincipal preocupación, como la detodos los aficionados y jugadores de los

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Springboks, era un negro grandullónllamado Jonah Lomu.

Nueva Zelanda tenía un equipoformidable, uno de los mejores de lahistoria. Su capitán, Sean Fitzpatrick, ylos veteranos Zinzane Brooke, FrankBunce, Walter Little e Ian Jones eranjugadores que no sólo eran famosos allídonde se jugaba al rugby, sino que eranlos mejores del mundo en susrespectivos puestos. Pero su armasecreta, el hombre del que ya se decíaque era el mejor jugador de rugby detoda la historia, era el veinteañero JonahLomu. Originario de Tonga, con la pieltan oscura como Mandela, medía 1,90 y

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pesaba 130 kilos. Era tan grande comoel más corpulento de los Springboks,Kobus Wiese, y podía correr másdeprisa que Williams y Small, 100metros en menos de 11 segundos. Unperiódico le llamaba «un rinocerontecon zapatillas de ballet». En la semifinalque enfrentó a los All Blacks contraInglaterra, una de las seleccionesfavoritas, se había mostradoprácticamente imparable. Fue capaz deatravesar las líneas cuatro veces ymarcó un total de 20 puntos. Comodecían los diarios londinenses, hizo quelos del equipo inglés parecieran niñospequeños.

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El puesto de Small en losSpringboks hacía que fuera él quien ibaa tener que ocuparse de controlar aLomu. Los periódicos publicarongráficos comparando las estadísticasvitales de ambos jugadores, como sifueran boxeadores a punto de saltar alring. Small —que, por una vez, hacíahonor a su apellido, «pequeño»— era10 centímetros más bajo y pesaba 30kilos menos que su oponente.

En los periódicos, Mandela leyó suopinión sobre qué hacer con el colosode los All Blacks. «Estratégicamentesería un error concentrarse en él, porquedeben concentrarse en todo el equipo —

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había dicho, antes de añadir, comosorprendido por su audacia alaventurarse en un terreno poco conocido—, pero estoy seguro de que losSpringboks lo tienen completamenteresuelto.»

Pocos compartían su optimismo,sobre todo entre los neutrales. Elentrenador australiano, Bob Dwyer,ocupaba todas las páginas de deportescon su confiada predicción de que losAll Blacks, «rápidos y en forma», iban atener a los pesados delanterosSpringboks persiguiendo fantasmas todala tarde; el Sydney Morning Heraldhabía dicho que los Boks, a punto de

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caer en la trampa, «no podían ni soñarcon ganar»; un ex jugador All Black,Grant Batty, parecía resumir todas lasopiniones de los expertos sobre elpartido cuando dijo que «sólo un riflepara elefantes» podía impedir a Lomu ycompañía la victoria.

Un rifle para elefantes... o unesfuerzo sobrehumano de voluntadcolectiva. Y algo parecido es lo que losSpringboks descubrieron que tenían a sualcance cuando se levantaron esamañana en el Sandton Sun and TowersHotel, un moderno complejo hotelero decinco estrellas en una zona comercial yacomodada de Johanesburgo, a unos

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diez minutos en coche al norte de la casade Mandela.

Kobus Wiese compartía habitacióncon su colega y compañero de coroBalie Swart. Wiese era el que habíalanzado el espeluznante grito de guerraen la melé durante la semifinal contraFrancia, pero ahora estaba callado. «Lapresión —contó posteriormente— eraabsolutamente insoportable. Erainmensa. La noche anterior habíallamado a mi madre. Nada concreto,sólo para oír su voz, que me ayudaba adesconectar. Pero ahora tenía miedo,miedo de decepcionar a todos aquellosmillones de aficionados. Teníamos esa

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expectación de saber, por primera vez,que el país entero estaba con nosotros, yera algo abrumador. Era aterrador, perotambién nos daba energía. Tenía laprofunda sensación de que todo lo quehabía hecho en mi vida estaba llegandoa su momento decisivo.»

Los jugadores desayunaron en unambiente de tensión, presión yexpectación insoportables. Sentían queestaban dentro de una burbuja,suspendida en el tiempo. O como unosastronautas a punto de despegar.Necesitaban desahogarse o iban aexplotar. Y para eso sirvió la «carreradel capitán». A media mañana, se

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reunieron en el vestíbulo del hotel y, conPienaar a la cabeza, corrieron doskilómetros por las inmediaciones delcomplejo. Según recordaba FrançoisPienaar, «había mucho nerviosismoentre los chicos, pero entonces, cuandogiramos hacia la izquierda al salir delhotel, en un grupo apretado, oí ruidos ygritos, y cuatro niños negros que vendíanperiódicos nos reconocieron yempezaron a perseguirnos y a llamarnospor nuestros nombres —conocíanprácticamente a todos los del equipo—,y se me pusieron los pelos de punta. Nosé si los niños sabían leer siquiera, peronos reconocieron y, para ellos, éramos

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su equipo. En aquel momento vi con másclaridad que nunca que aquello eramucho más serio y más importante de loque podíamos haber imaginado».

Mandela se miró en el espejo con sunueva camiseta verde, se puso la gorra,y se gustó. Poco antes de la una y media,salió por la puerta de casa para subirsea su Mercedes-Benz blindado de colorgris metalizado e ir al estadio. Elpartido empezaba a las tres en punto.Normalmente, no se tardaba mucho másde 15 minutos en llegar a Ellis Park,pero, dado que iba a haber muchotráfico, prefirieron salir pronto. Losguardaespaldas eran un modelo de

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eficacia rápida, callada y ágil. A medidaque avanzaba el día estaban cada vezmenos habladores, más ocupados ysolemnes, estudiando su ruta en el plano,como habían hecho una docena de vecesen la semana anterior, atentos acualquier posible punto vulnerable.Estaban en contacto permanente con lapolicía, comprobando que losfrancotiradores estaban en sus puestosalrededor del estadio, que todo estababien con los escoltas en motocicleta y,con la gente de seguridad en Ellis Park,que la entrada estaría despejada para lallegada de la caravana presidencial.

Sin embargo, cuando Mandela salió

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de la casa, los 16 guardaespaldas sequedaron helados y rompieron susintensos preparativos para mirar,atónitos, su nueva camiseta verde.«¡Wow!», se oyó Moonsamy decir a símismo entre dientes. Mandela sonrió alver su sorpresa y les dio suacostumbrado y alegre buenos días, a loque ellos mascullaron otro «buenosdías» en respuesta; después recuperaronde golpe su actitud de UPP, introdujeronrápidamente al presidente en el coche,cerraron las puertas con fuerza yocuparon sus puestos en los cuatrocoches que formaban la caravana. Elsitio de Moonsamy, como «número

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uno», estaba en el Mercedes gris,erguido y alerta, en el asiento delpasajero de enfrente. A lo largo del día,nunca estaría a más de un paso dedistancia del presidente. Las motos de lapolicía aguardaban fuera. Emprendieroncamino entre el chirrido de las ruedassobre el pavimento de la entrada devehículos. Los hombres de la UPPexhibían los rostros serios deguardaespaldas, pero, por dentro,estaban felices. «Le veíamos conaquella camiseta verde de rugby —explicaba Moonsamy—, y nos sentíamosmuy orgullosos, porque él se sentía muyorgulloso.»

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Mandela no fue el único hombrenegro que llevó una camiseta de losAmaBokoBoko aquel día. En todaSudáfrica se veía a negros llevandoalegremente el símbolo de los viejosopresores, como descubrió JusticeBekebeke, estupefacto, la mañana de lafinal.

Si Mandela se había despertadopensando que tenía el apoyo de losnegros a los Springboks en el bote, nohabía contado con el hombre al quehabía estado a punto de conocer en elCorredor de la Muerte cinco años antes.Mandela estaba preocupado por los delfinal amargo, los resentidos blancos, y

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no era consciente de que tambiénexistían resentidos negros.

«Al principio de la Copa delMundo, yo apoyaba a los All Blacks contanta pasión como lo había hecho deniño, cuando les apoyé aquella vez quevinieron a Upington —explicabaBekebeke—. Me alegraba de quehubiéramos llegado al acuerdo políticoque teníamos con los blancos. Aceptabaque, por ahora, teníamos que tener ungobierno compartido, con gente comoDe Klerk en el gabinete. Muy bien. Locomprendía. Me parecía bien. Pero miposición era: “¡No me pidáis que apoyea los Springboks!” No tenía intención de

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ceder. Ya había perdonado suficientescosas.»

Lo que tenía a Bekebeke confundidoera que no parecía que hubiese muchagente en Paballelo que compartiese suopinión. Ni siquiera Selina, su novia,que había seguido a su lado mientrasestaba en la cárcel, que había ayudado afinanciar sus estudios. Sobre el papel,ella era más radical políticamente queél. Pertenecía no sólo al CNA, sino a sualiado ideológico de la línea dura, elPartido Comunista Sudafricano. Peroella había hecho lo que pedía Mandela,había abandonado los justificadosprejuicios de toda una vida y había

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decidido considerar a los Springboks«nuestro equipo». Los jugadores podíanser, prácticamente todos, blancos, en sumayoría bóers, pero ella iba a apoyarlosen el partido de esa tarde con tantoentusiasmo patriótico como si hubieransido todos negros, como ella.

Lo cual suponía un dilema paraBekebeke: cómo pasar el resto del día.Selina estaba totalmente empeñada enver el partido, pero él no estaba segurode qué hacer. Podía hacer lo que habíahecho toda su vida: apoyar al equipovisitante, en este caso, Nueva Zelanda.O quizá podía hacer una excepción, poresta vez, y que le diera igual.

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«A medida que discurría la mañana,a medida que vi los periódicos, oí laradio, vi cómo mi novia estaba cada vezmás emocionada, empecé a sentirmedividido. Una parte de mí pensaba queera mejor no ver el maldito partido.Pero luego pensé que todo el mundo ibaa verlo. Mi novia iba a verlo. Todos misamigos. Incluso los camaradas quehabían estado en la cárcel conmigo. Nopodía perdérmelo.»

Una cosa que Bekebeke tenía claraera que no debía ver el partido a solascon Selina. «Me preocupaba que, si lohacíamos, nos pusiéramos muy tensos yacabásemos peleándonos —explicaba

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—. Así que, por suerte, surgió laoportunidad de ver el partido en casa deunos amigos. Habían organizado unabraai [una barbacoa] para la ocasión, ypensé que, si tenía que aguantar elpartido, al menos habría algunacompensación con la comida.» En labraai iban a estar cuatro parejas,incluidos ellos. Los otros tres hombreshabían estado en prisión con Bekebeke;uno de ellos —Kenneth Khumalo, el«acusado número uno»— había estadoen el Corredor de la Muerte con él.Bekebeke se sintió animado por ello,convencido de que no estaría solo en susdudas respecto a todo aquel lío de los

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Springboks y seguro de que elentusiasmo de Selina iba a llamar laatención en el grupo. Ella había ido pordelante para ayudar con lospreparativos, así que él llegó solo, máso menos a la misma hora que Mandelasalía de casa hacia el estadio.

«No he sentido tanto asombro comoaquel día en mi vida —contó despuésBekebeke—. Se abre la puerta, entro enla casa y ¿qué veo? ¡Los siete vestidoscon la camiseta verde de losSpringboks!»

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CAPÍTULO XVII -«¡NELSON!¡NELSON!»

24 de junio de 1995, por la tarde

En los 60 minutos que mediaronentre la llegada de Mandela a Ellis Parky el inicio del encuentro a las tres enpunto hubo de todo. Primero se cantóuna canción, luego pasó volando unJumbo y, por último, se oyó un clamor

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que conmocionó el mundo.La canción se llamaba Shosholoza.

Mandela la conocía muy bien, comoprácticamente todos los negros enSudáfrica. Históricamente la cantabanlos trabajadores negros que emigrabandesde las zonas rurales del sur de Áfricaa las minas de oro en torno aJohanesburgo, y era una melodía alegrey llena de energía que parecía imitar elritmo del tren de vapor. «Shosholoza» setraducía a veces como «abrirse paso», aveces como «avanzar», a veces como«viajar deprisa». Era, además, unacanción dinámica, enormemente popularen los partidos de fútbol entre los

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aficionados a este deporte, casiexclusivamente negros. Mandela solíacantarla con Walter Sisulu y otros presoscuando trabajaban en la cantera de calde Robben Island. Había vuelto acantarla hacía sólo cuatro meses cuando,con otros cien ex presos, habíaregresado a la cárcel para llevar a cabouna alegre ceremonia. Pero ahora, enotra señal del rápido cambio que estabaexperimentando Sudáfrica, la Unión deRugby de Louis Luyt había escogidoShosholoza como canción oficial de laCopa del Mundo, y los aficionadosblancos la habían adoptado alegrementecomo propia.

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No obstante, necesitaban un poco deayuda con la música y con la letra.Necesitaban, como los Springboks conel Nkosi Sikelele, a alguien que lesenseñara a cantar. Y ahí es donde entróDan Moyane. Moyane nació en Sowetoen 1959 y se crió sin ningún interés porel rugby, «salvo para darme cuenta —decía— de que era un símbolo de ladominación afrikaner». Tras losdisturbios estudiantiles de 1976, lamayoría de sus amigos fueron al exilio oa la cárcel. Él, acosado por la Policíade Seguridad, huyó del país y consiguiópasar la frontera a Mozambique, donde,en 1979, se incorporó al CNA. Allí

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trabajó como periodista para BBCRadio y Reuters, entre otros; sobrevivióa las incursiones de los comandos de lasfuerzas especiales del general ConstandViljoen al otro lado de la frontera aprincipios de los ochenta y volvió a supaís en 1991, un año después de que selevantara la prohibición sobre el CNA.Casi de inmediato obtuvo trabajo en laemisora de Johanesburgo Radio 702(donde Eddie von Maltitz tendríaposteriormente su conversacióntelefónica con Mandela), y prontoempezó a presentar un talk-show de seisa nueve de la mañana en colaboracióncon un ex jugador de rugby nacido en

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Irlanda, John Robbie, que había jugadocon los Lions británicos contra losSpringboks en 1980. Formaban un dúomuy popular, y su mezcla deconversación ligera y discusión seriasobre temas políticos fue una de lasaportaciones más palpables de lasociedad civil al impulso de loscambios políticos en Sudáfrica. En suprograma, incitaban suavemente a susoyentes —especialmente los blancos—a tener una actitud más generosarespecto a las nuevas realidades delpaís.

La Copa del Mundo de rugby les diomucho de lo que hablar. Para Robbie,

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era un sueño hecho realidad, unaoportunidad de conciliar sus dospasiones, el rugby y la reconciliaciónracial en Sudáfrica. Moyane, alprincipio, no estaba tan seguro.Sacudirse de encima las connotacionesque tenían los Springboks era para él tandifícil como para cualquier otro negro.Robbie y él discutían de rugby ante losmicrófonos. Hasta que llegó el partidoinaugural contra Australia.

«Cuando oí que Nelson Mandela ibaa estar presente, tuve que haceresfuerzos para creérmelo —dijoMoyane—. Pero pusimos la televisiónen casa y allí estaba él, y mi esposa me

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dijo: “Bueno, si Mandela está allíapoyando a los Springboks, supongo quenosotros también tendremos que hacerlo.¡Vamos a tener que ver el rugby!” Erauna idea asombrosa, pero así fue, y creoque la misma conversación, con más omenos variaciones, se repitió en loshogares negros de todo el país.»

A lo largo del mes siguiente, granparte del programa matutino consistió enMoyane haciendo de ingenuointerrogador y Robbie de hombre derugby experto y sabio. Un día pusieronShosholoza, en una versión que acababade grabar el sudafricano grupo coralmasculino, mundialmente famoso,

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Ladysmith Black Mambazo. Era unaversión muy bella, pero, cuando Robbiele pidió a Moyane su opinión, ésterespondió que, a su juicio, la cancióndebía tener un espíritu más descarnado.«Era una canción de ánimo, deesperanza, cantada por hombres queestaban lejos de sus familias, queestaban trabajando duramente pero quepronto iban a coger el tren para volver acasa.» Moyane le dijo a Robbie que, ensu opinión, no era una canción pensadapara arreglos corales muy elaborados.«Me parecía una canción que había quecantar con entusiasmo, con una pasiónde gente de la calle, con corazón y con

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agallas.» Robbie respondió: «Muy bien,¿por qué no la cantas tú entonces, Dan?Muéstranos cómo hay que hacerlo.» Yeso hizo Dan Moyane. Entonó un par decompases. «Era la primera vez quecantaba así ante el micrófono, y, en unossegundos, las líneas de teléfono delestudio se saturaron. Blancos y negrosllamaron para decir que les habíaencantado.»

Pronto llamaron también productoresde música locales. Al cabo de diez días,Moyane había grabado y producido supropia versión de Shosholoza, con uncoro de Soweto. «De pronto me vifirmando autógrafos en tiendas. La

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canción fue un éxito inmediato.» Todoaquello era bastante asombroso, pero nopodía compararse con lo que estaba porvenir. Una semana antes de la final,después de que Sudáfrica derrotara aFrancia, los organizadores de la Copadel Mundo le invitaron a dirigir a losaficionados cantando una hora antes delpartido contra los All Blacks.

A primera vista, Moyane no parecíauna elección natural para una ocasióntan ruidosa. De mediana altura yconstitución delgada, tenía unos rasgossuaves y redondeados y unas manerasfrágiles que contrastaban con lafisionomía y la actitud del aficionado

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blanco al rugby en general. Sin embargo,estuvo a la altura de la ocasión como sihubiera nacido para ello.

A las dos en punto, salió al terrenode juego. Su versión de Shosholoza sehabía oído por los altavoces del estadiomientras los aficionados iban entrando;ahora iban a cantarla todos juntos.Moyane se acercó al micrófono ypreguntó: «¿Me oís?»

Sesenta y dos mil aficionadosrugieron: «¡SÍ!»

«Muy bien, para estar seguros deque me oís verdaderamente, ¿podemostener un poco de silencio ahora?» EllisPark se calló de pronto. Entonces

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apareció en las dos grandes pantallas alos lados del estadio la letra de lacanción en lengua zulú.

En medio del silencio, Moyanegritó: «¡Vamos a cantar la canción hastaechar a los All Blacks del estadio!», yse oyeron enormes vítores. Primero,leyó la letra en voz alta con el público, yluego todos empezaron a cantar.

Dirigió a aquellas masas deherederos de Piet Retief en dos sonorasinterpretaciones de la canción zulú. «Micabeza se vio inundada de emociones eideas —explicaba Moyane—. Mevinieron a la mente imágenes de 1976,de amigos encarcelados, de personas a

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las que conocía y a las que aquellos queestaban allí —o, por lo menos, otrospróximos a ellos— habían torturado yasesinado. Pero al mismo tiempo pensé,¡qué gesto por parte de esta gente!Estaban devolviéndonos el favor dehaberles dejado conservar la camisetaverde. Era una canción negra callejera,una canción de fútbol, una canción deemigrantes, una canción de presos.Aquél fue un ejemplo maravilloso deque se habían cruzado las líneas, de quelos ánimos estaban cambiando.»

Y de que la gente estaba cogiendovelocidad para el gran partido. Losiguiente elevó aún más el nivel de

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decibelios. El culpable fue elprotagonista del segundo acto delespectáculo, un piloto de South AfricanAirways llamado Laurie Kay. Nacido enJohanesburgo en 1945, Kay creciócompletamente protegido del mundo enel que vivía Dan Moyane. Era un blancode habla inglesa que, por un capricho decircunstancias familiares similares alque había afectado a otros dos millonesde personas como él, acabó viviendo enla punta meridional de África. Estabaobsesionado con volar desde la niñez,pero no entró a formar parte de lasfuerzas aéreas sudafricanas, sino de laRoyal Air Force británica, no por

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convicción política, sino por sentidopráctico. Le resultó más fácil entrar enla RAF. «Ahora no me enorgullezco decontarlo —decía años después—, perola verdad es que yo era una personablanca, completamente apolítica, quevotaba al Partido Nacional.»

Las primeras semillas de concienciapolítica se plantaron en Kay pocodespués de que Mandela saliera de lacárcel. Se encontraban ambos en unvuelo de SAA de Río de Janeiro aCiudad del Cabo. Era un Boeing 747 yKay era el capitán. «Fue mi primer yúltimo encuentro cara a cara con NelsonMandela. Me pasaron un mensaje

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diciendo que quería verme. Así que salíde la cabina y vi que estaba con sumujer, Winnie. Estaban en los asientos1D y 1F; nunca lo olvidaré —contabaKay—. En cuanto me vio, se levantó. Yole dije: “No, por favor”, pero él insistió,se levantó, me saludó y me dio la mano.No me había ocurrido ni ha vuelto aocurrirme jamás con un pasajero. Paramí, la cortesía y el respeto de aquelgesto fueron reveladores.» Mandelahabía dejado boquiabiertos a KobieCoetsee y a Niël Barnard desde elprimer instante, como le pasaría despuéscon el general Viljoen. Pero esoshombres tenían cierta preparación

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política, cierta idea de qué esperar. Elcapitán Kay era una página en blanco.Sin embargo, el efecto fue, una vez más,automático. «Se levantó y me conquistó.Me di cuenta de que era una clasedistinta de hombre. Hasta entonces, eraun rostro y un nombre más de negro quequizá representaba una amenaza contrami forma de vida. Yo me había criado enla mentalidad afrikaner y, aunque mepreocupara poco por la política, aquéllaera la influencia que me había llegado.»

A menudo, Mandela se mostrabaencantador porque sí. En muchas otrasocasiones, su intención era lograr algo acambio. Algunas veces, era puramente

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personal; otras, era político. En aquelcaso, Mandela quería pedir un favorespecífico. «Me explicó que el resto desu delegación viajaba en clase turista yque quería saber si se les podía subir decategoría.» Kay no lo dudó.«Inmediatamente di la orden de que losllevaran al piso de arriba, a primera.»

Era evidente que Mandela le habíamanipulado. Pero, aunque Kay se diocuenta de ello, no por eso disminuyó suadmiración, en parte porque, como decíadespués, «¡Debería ver a algunos de lostipos fríos y arrogantes que viajan enprimera! Pero fue más que eso. A partirde ese día, cambié para siempre. Es un

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mago, no cabe duda. Yo creo que ciertaspersonas tienen un aura. EugeneTerreblanche, por ejemplo. Una vez fuiandando hasta un avión a su lado: teníaun aura malvada. Mandela posee un aurade bondad.»

Los caminos de Kay y Mandelavolvieron a cruzarse —o estuvieron apunto de hacerlo— el día de la final dela Copa del Mundo de rugby.

South African Airways habíainiciado conversaciones con la Unión deRugby, unas semanas antes, para ver sipodían sacar algún provecho comercialal gran acontecimiento. Al principio, lasdiscusiones se centraron en la idea de

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que un pequeño avión controlado conmando a distancia, con los colores deSAA, sobrevolara el estadio. Sinembargo, a medida que avanzaban lasnegociaciones, los planes se volvieronmás ambiciosos, hasta que Kay recibióuna llamada de un directivo de SAA quequería convencerlo de pilotar un Jumboen la tarde del partido, con las palabras«Go Bokke» (el plural de Bok enafrikaans) pintadas en la parte inferiordel aparato. Kay no se lo pensó dosveces. Si Mandela había estado toda suvida preparándose para este momento,él también. No sólo era el piloto conmás experiencia en 747 de la compañía,

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sino que había sido durante treinta añospiloto acrobático. Había hechoespectáculos de acrobacia e incluso, enuna ocasión, había trabajado en unapelícula del actor Jackie Chan.

La diferencia, esta vez, era quepodía representar un grave peligro, y nosólo para sí mismo y las 62.000personas dentro del estadio, sino paramuchísimas más fuera. Porque Ellis Parkse encontraba en plena hondonadadentro de Johanesburgo. Estaba rodeadode edificios residenciales y de oficinas.

Laurie Kay pasó la semana previa ala final preparándose con diligenciapara el que iba a ser el vuelo rasante

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más espectacular de la historia. Mantuvonumerosas reuniones con la gente deaviación civil y las autoridades de laciudad, ahora bajo el mando del nuevoprimer ministro de la provincia, elcarismático ex preso de Robben IslandTokyo Sexwale. «Instalamos un controlmilitar de tráfico aéreo en la cubierta deEllis Park y declaramos una franja decinco millas náuticas de cielo alrededordel estadio zona «estéril», es decir, sintráfico aéreo, durante el día delpartido», explicaba después Kay. Suscolegas de South African Airways y éltuvieron que reunirse asimismo con laSABC, que iba a emitir el partido en

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directo a todo el mundo, para asegurarsede que el vuelo se hiciera justo en elmomento de máxima audienciatelevisiva. «Dijeron que querían quepasara exactamente a las 14:32 y 45segundos. Eso podía hacerlo. Pero luegodijeron que tenía que volver a pasar unasegunda vez, 90 segundos después.Aquello me dejó perplejo, porque nosabía si podía maniobrar un avión tangrande en tan poco tiempo. Peropractiqué en el simulador y descubrí quesí podía hacerlo.»

Sin embargo, el simulador no teníaningún programa que pudiese prepararlepara la maniobra concreta que tenía

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prevista. Para ello tuvo que salir y hacerun poco del viejo trabajo de preparaciónsobre el terreno. «Pasé mucho tiemposobre la cubierta de Ellis Park y en lascolinas que lo dominaban, para decidirla mejor aproximación y hacerme unaidea de lo que iban a ver losaficionados. Ellis Park está en unadepresión, y es difícil acercarse.Comprendí que iba a necesitar algunamaniobra agresiva.»

En aquella época, Sudáfrica teníaalgo del salvaje oeste. Con todos loscambios radicales que estabaexperimentando, era un país temerario,vibrante y lleno de posibilidades. Con

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ese ánimo afrontó Laurie Kay el retoprofesional más peligroso de su vida.

«La Autoridad de Aviación Civiltiene normas para sobrevolar áreashabitadas y concentraciones públicas.Creo que la altitud mínima es de 600metros. Por supuesto, esas normasquedaron provisionalmente anuladas.Era responsabilidad mía decidir hastadónde debía bajar.» Kay, su copiloto ysu mecánico de vuelo despegaron y sedirigieron, como en un bombardero de laSegunda Guerra Mundial, hacia suobjetivo.

«Íbamos tres en la cabina, pero,cuando nos preparábamos para nuestra

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aproximación final, les dije: “Muy bien,chicos, a partir de ahora asumo plenaresponsabilidad.” Porque no servía denada, en una ocasión como ésta, volartan alto que la gente casi no pudieraoírte. Así que me aproximé a un ángulobajo para asegurarme de que losespectadores pudieran leer las palabrasescritas en la parte inferior del aparato,y la velocidad más lenta posible sinllegar a detenerme. A 259 kilómetrospor hora. Fui despacio para quepudiéramos generar suficiente fuerzapara subir en cuanto pasáramos elestadio. Así que, cuando llegamos allí—el tiempo que estuvimos sobre nuestro

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objetivo fue de entre dos y tres segundos—, aceleramos los motores, losforzamos para que transmitieran alestadio todo el ruido y toda la potenciaposibles.»

Kay voló tan bajo que habríaacabado en la cárcel si la AAC nohubiera aceptado suspender las normas.Voló a sólo 60 metros de altura sobrelos asientos superiores del estadio, lamisma distancia que la de laenvergadura del aparato. «Y volvimosperfectamente a tiempo para la segundapasada, en menos de 80 segundos —contaba Kay, que añadía, con modestia—: Hubo algunos factores que jugaron a

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nuestro favor. La visibilidad eraexcelente. No había viento. Pero, sobretodo, yo quería que transmitiéramos alestadio el mensaje de que éramos fuertese íbamos a ganar. De modo que, sí,vaciamos toda la potencia que pudimosen el estadio.»

La primera reacción de la multitud,que, en su mayoría, no había visto venirel avión, fue de auténtico terror. Fuecomo si hubiera estallado una granbomba dentro del estadio. El impacto delos cuatro motores rugientes del Boeing747 ensordeció a todo el mundo e hizovibrar las paredes. Louis Luyt estaba enla suite presidencial, con Mandela a su

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lado.«¡Qué salto di! —exclamaba Luyt—.

¡Y Mandela también saltó!» Como todoel mundo en el estadio. «¡Qué cabrón!—sonreía Luyt, refiriéndose al capitánKay—. No nos había dicho que iba avolar tan bajo. ¡A 60 metros! ¡Qué sustome pegué! Podía haber rozado lacubierta del estadio.»

La sorpresa y el susto dieron paso aun entusiasmo atronador. La potenciaque el capitán Kay vertió sobre elestadio electrizó a todos los presentes ymantuvo a la muchedumbre ronroneandohasta el final del partido.

Cinco minutos antes del inicio,

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Nelson Mandela salió al campo para darla mano a los jugadores. Llevaba lagorra verde y la camiseta verde de losSpringboks, abotonada hasta el cuello.Cuando el público le vio, se quedó ensilencio. «Fue como si no pudieran creerlo que estaban viendo», explicaba Luyt.Entonces empezó a oírse un clamor,primero en voz baja pero enseguidasubiendo en volumen e intensidad.Morné du Plessis lo oyó al salir delvestuario y pasar por el túnel hacia elcampo. «Salí a aquel sol frío y brillantede invierno y, al principio, no entendíalo que pasaba, qué gritaba la gente, porqué había tanta excitación cuando los

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jugadores todavía no habían saltado alcampo. Entonces descifré las palabras.Aquella multitud de blancos, afrikaners,gritaban, como un solo hombre, una solanación: “¡Nel-son! ¡Nelson! ¡Nel-son!”Una y otra vez, “¡Nel-son! ¡Nel-son!”, yfue algo...» Los ojos de este ex jugadorde rugby se le llenaban de lágrimasmientras intentaba encontrar las palabraspara describir el momento. «No creo —prosiguió—, no creo que vuelva a vivirnunca un instante como aquél. Fue unmomento mágico, un momentomaravilloso. Fue cuando comprendí querealmente había una posibilidad de queeste país saliera adelante. Aquel hombre

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estaba demostrando que era capaz deperdonar por completo, y ellos —laSudáfrica blanca, la Sudáfrica blancaaficionada al rugby— estaban probando,con aquella reacción, que tambiénquerían devolverle el favor, y eso es loque hicieron al gritar “¡Nelson!¡Nelson!”». Fue maravilloso. Fue dignode un cuento de hadas. Fue Sir Galahad:mi fuerza es la fuerza de diez porque micorazón es puro.

«Entonces vi a Mandela con aquellacamiseta, agitando la gorra en el aire,con aquella sonrisa enorme y especialque tenía. Estaba tan contento. Era laviva imagen de la felicidad. Se reía sin

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parar, y pensé, sólo con que le hayamoshecho feliz en este momento, ya essuficiente.»

Rory Steyn, uno de los miembros delequipo de guardaespaldaspresidenciales de Mandela, tuvotambién asiento de primera fila. Lehabían asignado la responsabilidad de laseguridad de los All Blacks, por lo queestaba en el campo con ellos, al lado desu banquillo. «Con aquel acto degenerosidad, Mandela transformó a todaSudáfrica en una nación nueva —dijodespués Steyn, un ex Policía deSeguridad que, durante años, se habíadedicado a perseguir al CNA y sus

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aliados—. Recibimos el mensaje de lapoblación negra con gratitud y alivio.Compartimos vuestro júbilo, nos decían;os perdonamos por el pasado.»

El perdón iba acompañado de laexpiación. Eso era también lo quequerían decir los gritos de «¡Nelson!¡Nelson!» Al rendir homenaje al hombrecuya pena de cárcel había sido unametáfora del cautiverio de la Sudáfricanegra, estaban reconociendo su pecado,descorchando la botella en la que estabaencerrada su culpa. Linga Moonsamy,situado en el césped un paso detrás deMandela, absorbiéndolo todo, se sintiócompletamente abrumado. Por un lado,

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estaba saboreando el sueño al que habíadedicado su vida como joven luchadordel CNA; por otro, tenía una misión quedebía cumplir con frialdad. «Allí estaba,casi pegado a su espalda, escuchandoaquel rugido, y los gritos de “¡Nelson!¡Nelson!” y, aunque estaba muyemocionado, más conmovido de lo quehabía estado en toda mi vida, tambiéntenía que cumplir un deber, y estabatotalmente alerta, vigilando a lamuchedumbre. Y entonces, hacia laesquina derecha del campo, vi queondeaban unas cuantas banderassudafricanas antiguas y eso despertó enmí una reacción completamente

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contraria. Me entraron escalofríos. Depronto había una alerta de seguridadalarmante. Sabía que debíamos vigilarcuidadosamente a aquel sector delpúblico y me propuse mencionarlo encuanto pudiera al resto del equipo. Perome sentí dividido, porque me sorprendiócomprender lo que significaba desde elpunto de vista político.»

El simbolismo era alucinante.Durante décadas, Mandela habíarepresentado todo lo que más temían losblancos; durante más años todavía, lacamiseta Springbok había sido elsímbolo de todo lo que más odiaban losnegros. Ahora, de pronto, ante los ojos

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de toda Sudáfrica y gran parte delmundo, los dos símbolos negativos sehabían fundido para crear uno nuevo queera positivo, constructivo y bueno.Mandela era el responsable de esatransformación y se había convertido enla encarnación, no del odio y el miedo,sino de la generosidad y el amor.

Dos años antes, Louis Luyt no habríasabido cómo interpretar todo aquello,pero ahora sí. «Mandela sabía queaquélla era la oportunidad política de suvida, y ¡Dios mío, cómo supoaprovecharla! —dijo posteriormente—.Cuando la muchedumbre estalló,pudimos verlo: aquel día era el

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presidente de Sudáfrica sin un solo votoen contra. Sí, la toma de posesión, unaño antes, fue estupenda, pero era laculminación de unas elecciones en lasque unos habían ganado y otros perdido.Aquí estábamos todos en el mismobando. Ni un voto en contra. Aquel díafue nuestro rey.»

Ése era el objetivo. Mandela habíasabido valorar el poder de su gestocuando había dicho que el hecho de quese pusiera la camiseta «tendría un efectomagnífico entre los blancos». Aquel díafue el rey de todos. Ya había tenido unacoronación, en el estadio de fútbol deSoweto, al día siguiente de su

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liberación. Entonces, había sidocoronado rey de la Sudáfrica negra.Cinco años más tarde, se producía susegunda coronación en el sanctasanctorum de los afrikaners, el estadionacional de rugby.

Van Zyl Slabbert, que habíainspirado a Morné du Plessis en sujuventud y era jefe de Braam Viljoen enel think-tank de Pretoria, estaba en elestadio. «No se puede hacer idea de loque significó para mí ver a aquellosbóers típicos a mi alrededor, con susbarrigas cerveceras, sus pantalonescortos y sus calcetines largos, típicossimpatizantes del AWB, bebiendo coñac

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con coca cola, ver a aquellos norteñosreaccionarios del Transvaal cantandoShosholoza, dirigidos por un jovennegro, y vitoreando a Mandela —decíaSlabbert, perplejo al recordar la escena—. Podíamos haber esperado que,cuando llegara a la presidencia, dijera:“¡Voy a acabar con vosotros...!” Pero no,él contradice todos los estereotipos devenganza y castigo.»

El arzobispo Tutu, que, de niño, ibaandando a Ellis Park a ver los partidoscon sándwiches que le hacía su madre,tuvo que vivir con la cruel ironía de nopoder acudir al estadio porque tenía uncompromiso fijado con anterioridad en

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Estados Unidos. Pero no estabadispuesto a perderse el partido. Lo vio,a primera hora de la mañana, en un barde San Francisco.

«Nelson Mandela tiene el don dehacer lo más apropiado y ser capaz dehacerlo con aplomo —dijo Tutu—. Otrolíder político, otro jefe de Estado, sihubiera intentado hacer algo así, sehabría dado de bruces. Pero era lo quehabía que hacer. No es una cosa que unopueda inventarse... Creo que fue unmomento definitorio en la vida denuestro país.»

Nadie capturó el cambiotrascendental que había llevado a cabo

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Mandela mejor que Tokyo Sexwale, quehabía pasado trece años en RobbenIsland condenado por terrorismo yconspiración para derrocar el gobierno;que, al salir de prisión, se habíaconvertido en el mejor amigo delasesinado Chris Hani; que, como primerministro de la provincia de Gauteng(antes Transvaal), se había convertidoen uno de los seis o siete personajes másdestacados del CNA.

«Aquél fue el momento en el quecomprendí con más claridad que nuncaque el fin de la lucha de liberación denuestro pueblo no era sólo liberar a losnegros del cautiverio —decía Sexwale,

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teniendo muy en cuenta la principallección que había aprendido de Mandelaen la cárcel—, sino, todavía más,liberar a los blancos del miedo. Y allíestaba. “¡Nelson! ¡Nelson! ¡Nelson!” Elmiedo que se disipaba.»

¿Y qué pasó con el último SantoTomás? ¿Qué pasó con JusticeBekebeke, el único del grupo de ocho enla barbacoa de Paballelo que no llevabacamiseta Springbok? Para él también fueun momento definitorio. Por fin capituló,impotente ante la marea del nuevosentimiento sudafricano que habíadesencadenado Mandela.

«Una hora antes de que empezara el

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partido, seguía indeciso y confuso —explicaba—. Pero entonces encendimosel televisor y vimos a aquella gentecantando Shosholoza, y luego aquelvuelo rasante asombroso, y después elanciano, mi presidente, con la camisetaSpringbok. Yo me debatía. Todavía noacababa de sacudirme el viejoresentimiento, el odio, pero me estabapasando algo, y comprendí que estabacambiando, me estaba ablandando, hastaque tuve que ceder, tuve que rendirme. Yme dije, bueno, ésta es la nuevarealidad. No hay vuelta atrás: el equiposudafricano es ya mi equipo, seanquienes sean, sea cual sea su color.

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»Fue todo un hito para mí. Para todami relación con mi país, con lossudafricanos blancos. A partir de aqueldía, todo cambió. Todo se redefinió.»

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CAPÍTULO XVIII ELSABOR DE LA

SANGRE

«No pude cantar el himno —reconocía François Pienaar—. No meatreví.» Había queridodesesperadamente estar a la altura de laocasión, ser un ejemplo, no decepcionara Mandela. Había visualizado la escenauna y otra vez en su cabeza. Sinembargo, cuando llegó el momento,cuando los dos equipos se pusieron enfila a un lado del campo, antes del

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partido, y la banda tocó los primeroscompases del Nkosi Sikelele, no fuecapaz de abrir la boca.

«Sabía que, si lo hacía, me iba avenir abajo. Me iba a deshacer enlágrimas allí mismo. Estaba tanemocionado —contaba el capitánSpringbok—, que quería llorar. SeanFitzpatrick [el capitán de los AllBlacks] me dijo después que me habíamirado y había visto cómo me caía unalágrima por la mejilla. Pero eso no eranada comparado con lo que sentía pordentro. Era un momento de mi vida detanto orgullo, y yo estaba allí, y todo elestadio retumbaba. Era demasiado. Traté

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de localizar a mi novia, fijar mi atenciónen ella, pero no pude. Así que me mordíel labio. Me lo mordí con tanta fuerzaque sentí el sabor de la sangre.»

Lo que había hecho que Pienaarestuviera a punto de venirse abajo de laemoción había sido la visita de Mandelaal vestuario de los Springboks diezminutos antes. Entre el sobrevuelo delJumbo y su salida al campo vestido conla camiseta, Mandela había pedido aLouis Luyt que le llevara a las entrañasdel estadio para decir unas palabras alos jugadores.

Pienaar recordaba la escena.«Acababa de ponerme los vendajes y

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estábamos todos allí, en un estado detensión como no habíamos vivido jamás,y por la cabeza me pasaban un montónde cosas, consciente de que aquello eralo más grande que había hecho nunca;una oportunidad de lograr todo lo quesiempre habíamos deseado. Y estabapensando en todo eso pero, al mismotiempo, con toda la atención puesta enlos detalles del partido, cuando, depronto, apareció él. No sabía que iba avenir, y todavía menos que iba a llevarla camiseta Springbok. Dijo “Buenasuerte”, se dio la vuelta y vi en laespalda el número 6, que era yo...

»Los hinchas más apasionados, sabe,

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son los que llevan la camiseta de suequipo. Y allí estaba yo viéndole entraren el vestuario, precisamente en aquelinstante, vestido como otro hincha más,pero resulta que era mi camiseta la quellevaba. No hay palabras para describirlas emociones que me embargaron.»

Como un mes antes en Silvermine,Mandela sorprendió a los Springboks.Según recordaba Morné du Plessis,antes de que entrara en la sala, elsilencio era absoluto. «De pronto, losjugadores le vieron y todo el mundoempezó a reírse, a sonreír, a aplaudir. Latensión se disipó.» En esta ocasión, eldiscurso de Mandela fue más breve, más

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cercano y más directo que el de lavíspera del partido contra Australia.«Mirad, chicos —dijo—, jugáis contralos All Blacks. Son uno de los equiposmás potentes en el mundo del rugby,pero vosotros sois todavía más potentes.Y sólo tenéis que recordar que toda estamultitud, tanto negros como blancos,está con vosotros, y que yo estoy convosotros.» Luego se paseó por la sala,dando la mano y diciendo unas palabrasa cada jugador. Cuando salía por lapuerta, François Pienaar le dijo en vozalta: «Me gusta la camiseta que lleva,señor.»

Mandela era consciente de que su

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visita podía elevar más aún la presiónsanguínea de los Springboks, que yaestaba en un nivel peligroso. Pero luegodijo que sus palabras habían estado«calculadas para animarles».

Sus cálculos, una vez más, eranacertados. Stransky, que, en su puesto demedio apertura, iba a ser seguramente elque más tensión iba a soportar aquel día,confirmó posteriormente que «supo darexactamente con el tono adecuado. Fueuna auténtica inspiración. Yo habríapensado que era completamenteimposible hacer más intensos lossentimientos que teníamos antes delencuentro, pero Mandela lo consiguió.

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Nos “aceleró” todavía más».Louis Luyt, que había acompañado a

Mandela al vestuario, estaba deacuerdo. «Les cargó las baterías conaquellas palabras, cuando dijo que todoel país estaba con ellos. Fue un discursobreve pero que, Dios mío, ¡iba a hacerque los chicos jugaran como demonios!»

Tres minutos después, mientras losclamores de «¡Nelson! ¡Nelson!»todavía recorrían el estadio, les tocó alos jugadores salir al campo. A partir deese momento, era cosa suya. Laresponsabilidad del bienestar del paísquedó depositada en manos de losjugadores. No iba a haber nada más

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importante durante la hora y mediasiguiente. Si Sudáfrica perdía, todavíahabría cosas que podían salvarse. Era unhonor haber llegado a la final. La naciónestaba unida como nunca. «Un equipo,un país» había dejado de ser un astutolema de márketing. Pero, si Sudáfricaperdía, todo acabaría en un mustioanticlímax, un recuerdo agridulce quemás valdría olvidar. El gran instante de«¡Nelson! ¡Nelson!» seguiría vivo, perosin las alegres connotaciones detrompetas y la Novena de Beethoven quepodía evocar la victoria.

Para marcar el día, para hacerlohistórico, los Springboks tenían que

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vencer los pronósticos y ganar. Paraello, tenían que detener a Jonah Lomu.Le vieron por primera vez cara a caracuando salieron del vestuario hacia eltúnel, en preparación para la salidaparalela de los dos equipos al campo.Los All Blacks tenían un equipo temible,lleno de nombres famosos. Pero todaslas miradas estaban puestas en Lomu,como lo habían estado la mayoría de lospensamientos de los Springboks desdeque, una semana antes, habían visto alinmenso corredor dejar el orgullo deInglaterra reducido a un montón degolfillos desconcertados.

«Era enorme —decía Stransky—.

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Era imposible no admirarlo. En el túnel,no podía apartar mis ojos. Parecía unamontaña. ¡Una montaña que teníamosque escalar!»

Para ser más específicos, unamontaña que tenía que escalar JamesSmall. «Recuerdo que vi a Jonah ypensé: “¡Joder!”», explicaba Small, consu típica concisión. Todo el equipo eraconsciente de la carga sobre loshombros del «inglés», el designado paramarcar a Lomu, y todos habían notadoque estaba más callado que decostumbre en el autobús hacia elestadio. «Era prácticamente lo único enlo que pensaba. Sabía que, si él

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conseguía sacar dos o tres yardas dediferencia, no había nada que hacer.Pero los demás jugadores estabanconmigo y me dejaron claro que iban aapoyarme en cuanto Jonah se hiciera conel balón.» Chester Williams, cuyasdiferencias anteriores con Smallquedaron sumergidas en la solidaridaddel momento, fue el primero enacercarse a tranquilizarlo: «Lo únicoque tienes que hacer es contenerlo, ynosotros acudiremos. No te preocupes.Yo estaré cubriéndote las espaldas.»

Durante la semana anterior, la prensasudafricana había visto la aparición deun nuevo tipo de experto en rugby, el

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Lomúlogo. Todos tenían sus teoríassobre cómo pararle. Una de ellas era laestrategia directa propuesta por ChesterWilliams. Si Small lograba retenerlodurante un segundo, hacerle perder elpaso, el resto del equipo se abalanzaríasobre él. Otras teorías decían que Lomuno tenía tanta fuerza mental como física.Quizá tenía algo de Sonny Liston, eltemible campeón de los pesos pesadosal que Mohamed Alí derrotó nocastigándole el cuerpo, sino jugando consu mente, sacudiendo su frágilautoestima. Dos días antes del partido,los periódicos sudafricanos habíancitado con profusión las palabras de un

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ex capitán de rugby australiano quedecía que la clave para neutralizar aLomu era «intentar quebrar su confianzadesde el principio del partido». La ideaera que Lomu era imparable si estabaconvencido de que era imparable. Siperdía esa convicción, se derrumbaría.El australiano decía que sería útil, porejemplo, que Stransky pateara unoscuantos balones altos y difíciles en sudirección, para que tuviera que ir en subusca, o, lo mejor de todo, arrojarlo alsuelo una o dos veces en los primerosdiez minutos. Desde el primer instante,el objetivo de los Springboks tenía queser «confundir al grandullón»,

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«proporcionarle uno o dos revesesmentales».

Hay pruebas de que Mandelatambién intentó proporcionarle alguno.Según contó más tarde Linga Moonsamy,antes de ir al vestuario Springbok,Mandela visitó el de los All Blacks.«Jonah Lomu, de cerca, era gigantesco—recordaba Moonsamy—. Pero sepodía ver inmediatamente que eratímido. Estaba como atemorizado porMandela. Los chicos de Nueva Zelandaestaban todos sin camiseta y, cuandoMandela se acercó a Lomu, le oí decir:“¡Uff!”» Dio la mano a todos losjugadores y les deseó suerte. Mandela

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no había sido tan poco sincero en todasu vida, y los All Blacks lo sabían.«Hubo un detalle que los neozelandesesno tuvieron más remedio que advertir —decía Moonsamy entre risas—. ¡Llevabala camiseta de los Springboks! Luego mepregunté si, en realidad, el hecho dehaber entrado a verlos era una forma detransmitirles un mensajedeliberadamente ambiguo.»

Quince minutos después, Mandelaestaba en el campo, recorriendo la filade jugadores de Nueva Zelanda, dándolela mano a cada uno. Cuando llegó aLomu, saludó al hombre al que acababade conocer como si fuera un amigo al

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que no veía desde hacía tiempo. «¡Ah,hola, Jonah! ¿Cómo estás?», sonrió.Según un periodista de televisión queestaba cerca: «¡Lomu tenía pinta de ir acagarse encima!»

El último número del espectáculoantes de que empezara el partido era eltradicional Haka de los All Blacks. Elequipo ejecutaba este rito antes de lospartidos internacionales desde hacíamás de cien años. Era una danza deguerra maorí cuyo propósito era infundirterror a las filas enemigas. Los 15 AllBlacks se colocaban en el centro delterreno de juego, en amplio despliegue,cada uno con las piernas separadas y

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medio en cuclillas. A un grito delcapitán, comenzaba la danza. Entremucho gruñido y mucho sacar la lengua,grandes pisotones, palmadas en losmuslos, pechos hinchados y gestosamenazadores, los All Blacks entonabanun canto que era mucho más alarmanteen los gritos originales en maorí quetraducido y por escrito. El enardecedorfinal decía:

T-nei te tangata p-huruhuruN-na nei i tiki mai whakawhiti te rupane, ka upaneupane, ka upaneWhiti te r, h!

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Éste es el hombre peludo que aquíse yergue.

Que trajo el sol y lo hizo brillar.Un paso hacia arriba, otro paso

hacia arriba.¡Un paso hacia arriba, otro paso

hacia arriba! ¡El sol brilla!

Por suerte para los All Blacks, susrivales no suelen tener a mano latraducción. Lo que suelen hacer es tratarde amilanarlos con la mirada, o sonreírcon aparente desprecio, o fingirindiferencia. Pero ninguna de esas cosas

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resulta nunca del todo convincente, porlo hipnótico y amenazador del canto. Enesta ocasión, sin embargo, hubo unaligera pero significativa ruptura delprotocolo. A mitad de la interpretación,que dura aproximadamente un minuto y20 segundos, Jonah Lomu se salió de lapauta y empezó a aproximarse, despaciopero con decisión, sin dejar de mirarlo,a James Small. Pero entonces ocurrióalgo de lo que pocos de los que veían elpartido en el estadio y en televisión sedieron cuenta, pero que sí registrarontodos los jugadores en el campo. KobusWiese, que estaba al lado de Small,rompió también el protocolo y dio dos o

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tres pasos hacia Lomu, interponiéndosedelante de Small. «Kobus rompió la filacomo para decir a Lomu: “Para llegarhasta él, tienes que enfrentarte primero amí», recordaba Pienaar. Fueronpequeños gestos de dos hombresgigantescos, unos gestos infantiles enmedio de todos los acontecimientos deldía, pero que surtieron efecto. Antes deque el silbato del árbitro señalara elcomienzo del partido, el marcador eraya Springboks 1, Lomu 0.

Si la atención de los aficionadosestaba centrada en James Small, lamáxima presión la sufría Stransky.Debido al puesto en el que jugaba, era el

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pateador del equipo, las miradas iban aestar puestas en él más que en ningúnotro jugador. François Pienaar y KobusWiese podían, hasta cierto punto,esconderse tras el tumulto de gruñidosde la melé. Si cometían un error, pocosfuera del equipo o de la esfera de losexpertos tenían por qué darse cuenta. Lomalo era que, por eso mismo, pocasveces se les daba todo el mérito que lescorrespondía. Por el contrario, nadiepodía perderse lo que hiciera o dejasede hacer Stransky. Su puesto de medioapertura era el más visible del equipo y,además, de su puntería dependía muchasveces el resultado del partido. Era el

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encargado de chutar los drops, lastransformaciones de los ensayos y lospenaltis, con los dos o tres puntos queeso suponía. Si el chut salía bien, eljugador era un héroe. Si no, corría elriesgo de la ignominia eterna o, en elmejor de los casos, de reprochárselo así mismo eternamente, como unfutbolista que falla un penalti. Y, comoun futbolista en esas circunstancias,muchas cosas dependían de una minucia.La diferencia entre la gloria y eldesastre residía en un cambio sutil en ladirección del viento, unos movimientoscasi microscópicos de los músculos,tendones y nervios en el tobillo, la

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rodilla, la cadera, el dedo gordo del pie.El rugby puede ser un deporte

espectacular de ver, incluso parapersonas que no conocen todas suscomplejidades. Combina la táctica, lafuerza y la velocidad del fútbolamericano con la fluidez, la amplitud, elesfuerzo colectivo y el talento individualdel fútbol. Para jugar en la máximacategoría hay que tener la fuerzanecesaria en el primero y la agilidadnecesaria en el segundo. Cuando sejuega bien, con ritmo y habilidad, elespectáculo es como una pelea degladiadores y, al mismo tiempo, unplacer para los sentidos. Si el partido

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está muy igualado, todavía mejor,porque entonces se mezclan el arte y elteatro.

La final de la Copa del Mundo derugby de 1995 produjo más teatro quearte. Fue un partido agotador. Fue purodesgaste. Fue una guerra de trincheras,no demasiado grato como espectáculo.Pero, como muestra de dramatismo, fueinigualable.

Toda Sudáfrica estaba pendiente;todas las razas, religiones, tribusestaban pegadas a sus televisores.Desde Kobie Coetsee, que encontró unbar abarrotado cerca de su casa deCiudad del Cabo en el que ver el

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partido, pasando por Constand Viljoen,que lo vio con unos amigos, también enCiudad del Cabo, Tutu, que lo vio condesconocidos en California, NiëlBarnard que lo vio en su casa dePretoria con su mujer y sus tres hijos, yJustice Bekebeke con sus viejos amigosy camaradas en Paballelo, hasta el juezBasson, el hombre que les habíacondenado a muerte, que lo vio en sucasa de Kimberley. Todos pertenecían,por fin, al mismo equipo. Como Eddievon Maltitz, que lo vio con sus viejoskommandos bóer en la granja, en elEstado Libre de Orange. Estaba ya tancomprometido con la causa de los

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Springboks y Nelson Mandela como lohabía estado con la del AWB de EugeneTerreblanche.

«Todos rezábamos aquel día, tío —contaba—. Estábamos tensos. Rezando,rezando. Si podíamos ganar al equipo deNueva Zelanda, podríamos hacermuchas cosas como nación. Estábamosmuy unidos, y ahora teníamos laoportunidad de estar más unidostodavía. Era muy importante ganar paraSudáfrica.»

Tan importante que las callesestaban desiertas, como sólo pudieronatestiguar el piloto Laurie Kay y losmiembros de su tripulación. El avión

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aterrizó antes de que empezara elpartido, pero en el aeropuerto no habíanadie del personal de tierra pararecibirlos. Salvo que recurrieran aalguna medida extrema como desplegarel tobogán de emergencia, estabanatrapados en el aparato. Por fin,apareció su chófer, que encontró unasescalerillas y las llevó rodando hasta elavión. «No había nadie en las calles.Parecía una escena de aquella novelapostapocalíptica, La hora final. Lleguéa casa en diez minutos justos.» Lo cualquiere decir que debió de ir por lascalles más deprisa que en el vuelo quehabía hecho sobre Ellis Park.

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El partido en sí fue flojo. No fuefluido en ningún momento, en parteporque Sudáfrica no dejó a Jonah Lomuque jugara como sabía. James Small notenía que haberse preocupado; todo elequipo se encargó de Lomu. Si el primerplacaje no podía con él, el segundo, o eltercero, o el cuarto lo conseguirían.Hubo momentos en los que Lomuparecía un búfalo atacado por unamanada de leones. Antes de queperfeccionaran el placaje en grupo, huboun par de acciones de valor individual.La primera vez que Lomu recibió elbalón, uno de los jugadores másmenudos de Sudáfrica, el medio melé

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Joost van der Westhuizen, lo derribó conun placaje bajo, justo por debajo de lasrodillas («Aquello marcó el tono delpartido», contaba Pienaar). Un pocodespués, cuando parecía que Lomu habíaencontrado el tiempo y el espacio paraacumular energía, lo derribó con elmismo aplomo Japie Mulder, el centrotres cuartos que formaba pareja conHennie le Roux. Mientras el gigante selevantaba, Mulder —un pigmeo encomparación— le aplastó el rostrocontra el césped de Ellis Park.

«Fue bastante poco elegante porparte de Japie hacer eso —decía Mornédu Plessis, sin una pizca de

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desaprobación—. Pero fue un mensaje aLomu y a todos los All Blacks: Nadie vaa poder hoy con nosotros.»

Y nadie pudo. Los All Blacks sehabían emborrachado de tantosmarcados en ensayos durante el torneo,pero no consiguieron ni uno contra losSpringboks. John Robbie, el ex jugadorde rugby y presentador de radio, loresumió muy bien. «Los Springbokscerraron el juego, lucharon por cadacentímetro de terreno y placaron comodemonios. Contra aquel equipo, era laúnica forma de tener alguna posibilidadde ganar.»

Lo malo era que los sudafricanos

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tampoco estaban marcando ningúnensayo. La defensa de los All Blacks eratan firme como la de los Springboks. Erael equivalente deportivo de la PrimeraGuerra Mundial: ningún avance, líneasdefendidas con obstinación, proyectilesque volaban entre un bando y otro. Fueun partido que se decidió en los chuts.Todo el tanteo del partido salió de lospenaltis y los drops, que valían trespuntos cada uno.

Al llegar al descanso, Joel Stranskyhabía chutado a palos con acierto tresveces, mientras que Andrew Mehrtens,el medio apertura de los All Blacks, lohabía hecho en dos ocasiones. Cuando

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se detuvieron, al terminar los primeros40 minutos, para el obligatorio descansode 10, el marcador indicaba 9-6 a favorde Sudáfrica. Pero Mehrtens igualó en lasegunda mitad, y el partido terminó, enun ambiente de tensión insoportable, enel que la situación podía variar encualquier momento en un sentido u otro,con un tanteo de 9-9. Por primera vez enuna Copa del Mundo de rugby, había quejugar una prórroga, dos mitades de 10minutos cada una. Ningún jugador de losque estaban en el campo había cruzadonunca ese umbral. Estaban física ymentalmente exhaustos. Pero losaficionados estaban sufriendo aún más,

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entre ellos Mandela, pese a que —comola mayoría de los recientes conversosnegros de todo el país— se habíaperdido algún detalle que otro. «Noentendía mucho, pero sí lo suficientepara seguir el partido —recordaba elbrusco Louis Luyt, que estaba sentadojunto a él—. Me hacía preguntas: “Esepenalti, ¿por qué ha sido?” ¡Eso sí, quénervioso estaba! ¡Increíblemente tenso!¡Sobre el filo de una navaja!»

Mandela no dudaba en corroborar laimpresión que había sacado Luyt. «¡Nosabe lo que sufrí aquel día! ¡No lo sabe!—decía después, identificándose contodos sus compatriotas—. No había

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visto nunca un partido de rugby en el queno se hubiera logrado ningún ensayo.Todo penaltis o drops. No había vistonunca nada igual. Pero, cuandodecidieron darnos diez minutos más,sentí que me desmayaba. Francamente,no he estado nunca tan nervioso.»

Morné du Plessis, veterano de cienbatallas, también se sintió desmayarcuando se imaginó en el lugar de losjugadores. «Era mucho más que unpartido de rugby, recuerde, y todos losabían; era como tener a un grupo desoldados que acaban de vivir el traumadel campo de batalla y volverlos aenviar inmediatamente al frente.»

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Pienaar, el general, de veintiochoaños, recordó a sus compañeros el granobjetivo que tenían en el intervalo antesde que se reanudara el juego. «Mirad avuestro alrededor —dijo a sus cansadastropas—. ¿Veis esas banderas? Jugadpara esa gente. Ésta es nuestraoportunidad. Tenemos que hacerlo porSudáfrica. Vamos a ser campeones delmundo.»

Su elocuencia no impidió que losAll Blacks se adelantaran con un dropde Mehrtens al minuto de haberempezado. Nueva Zelanda ganaba 12-9,pero, a medida que se aproximaba elminuto 10, cuando estaba a punto de

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sonar el pitido del descanso, Stranskycolocó otro penalti alto y directo entrepalos. Estaban 12-12. Sonó el silbato y,cinco minutos después, los jugadores,con piernas de plomo, reanudaron labatalla por última vez. Los últimos 10minutos del partido.

«Unos días antes de la final, KitchChristie [el entrenador] me había dicho:“No te olvides de los drops” —recordaba Joel Stransky—. Y estuvepracticando marcar drops durante losdos días anteriores al gran encuentro.Menos mal que lo hice.

»Sólo recuerdo tres de los cincochuts entre palos que metí aquel día. La

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última es una de ellas. Faltaban sieteminutos y el marcador seguía 12-12.Tuvimos una melé a 25 yardas de sulínea. François ordenó una jugada de lafila posterior, que habíamos practicadouna y otra vez.» Eso quería decir que losdelanteros intentaban atravesarcorriendo las densas filas de los AllBlacks para hacer un ensayo. «Pero Joelanuló mi orden —recordaba Pienaar—.Dijo que quería el balón de inmediato.»Así que eso es lo que hicieron. Segúnrecordaba Wiese, «Joel nos pidió que lamelé girase en una dirección concretapara que pudiera marcar su drop.Estábamos muy cansados, pero lo

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intentamos y salió».El balón emergió de la masa humana

de la melé y Joost van der Westhuizen,el medio melé, el nexo entre losdelanteros y los tres cuartos, lanzó elbalón a Stransky. Éste dispuso de 30segundos desde que dio su orden hastaque recibió el balón para sercompletamente consciente de que aquélera el momento más importante de suvida y de las vidas de muchas otraspersonas. La presión mental, la enormeresponsabilidad y la dificultad física dedejar caer el balón e impactarlolimpiamente con el pie en cuanto toca elsuelo, de forma que vuele alto y directo,

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sabiendo a la perfección que dos o tresgigantes se dirigen hacia ti con ganas deasesinarte... Stransky se había ofrecido acumplir uno de los deberes máspeligrosos en cualquier deporte.

«Recibí el balón limpiamente, yejecuté un chut perfecto —decíaStransky, reviviendo el momento másfeliz de su vida—. Mantuvo sutrayectoria. Giró como debía, sindesviarse. Y ni siquiera miré para ver siiba a atravesar los palos. Sabía, encuanto se alejó de mi bota, que era ungolpe demasiado bueno para fallar. Yme sentí absolutamente exultante.»

Él y todos los demás sudafricanos

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que estaban viendo el partido: JusticeBekebeke, Constand Viljoen, ArnoldStofile, Niël Barnard, Walter Sisulu,Kobie Coetsee, Tokyo Sexwale, Eddievon Maltitz, Nelson Mandela; todos.Pero aún quedaban seis minutos. YLomu seguía allí. Y allí seguían losotros 14 All Blacks, según el DailyTelegraph de Londres, la alineación derugby «de talento más asombroso» quenadie podía recordar.

Pienaar dijo a sus hombres queaguantaran, que aguantaran e hicierantodo lo posible para tratar de mantenerel balón en el campo de Nueva Zelanda,inmovilizarlos, no dejarles ver ni un

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atisbo de luz.«Cuando Joel Stransky lanzó aquel

drop, había un británico que estabacerca de mí y que me dijo: “Estoyseguro de que ése ha sido el tantodecisivo” —recordaba Mandela—. Peroyo no me atrevía a creerlo del todo. ¡Yla tensión, qué nervios! ¡Le digo quefueron los seis minutos más largos de mivida! Miraba sin cesar mi reloj, todo eltiempo, y pensaba: “¿Cuándo va a sonarel silbato?”»

Los seis minutos pasaron, losSpringboks resistieron, y el silbato sonó.François Pienaar salió disparado de unamelé y saltó con las manos levantadas.

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De pronto se arrodilló y se ocultó elrostro con el puño, y los demásjugadores se arrodillaron a su alrededor.Rezaron y luego se levantaron, saltarony se abrazaron, que era lo que estabahaciendo todo el mundo en el estadio,incluido Nelson Mandela, que no eramuy dado a abrazos.

«Estaba en el séptimo cielo —decíaMoonsamy—. Estuve con NelsonMandela cinco años, toda supresidencia, y nunca le vi tan feliz comoentonces. Estaba entusiasmado, extático.Cuando sonó el silbato, toda la suiteestalló. Si la gente cree que losguardaespaldas son robots, deberían

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habernos visto cuando sonó el silbato.Nosotros también nos abrazamos, yalgunos lloramos.»

Mandela se reía tanto al recordar elmomento que casi no podía hablar.«Cuando sonó el silbato, Luyt —decía—, Louis Luyt y yo... de pronto nosencontramos... ¡abrazándonos! ¡Sí,abrazándonos!» Luyt lo confirmó.«Cuando sonó el silbato y los jugadoresse arrodillaron, nos abrazamos. Y él medijo: “¡Lo hemos conseguido! ¡Lo hemosconseguido!” Nos abrazamos con talfuerza —seguro que él no mencionó estedetalle— ¡que le levanté del suelo!»

En las gradas, 62.000 rostros

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exultantes volvieron a gritar: «¡Nel-son!¡Nel-son!» La emoción de la victoriahacía que su grito fuera más alto, másvisceral que antes. En el campo,envuelto en el éxtasis del público, desus compañeros de equipo y del suyopropio, Kobus Wiese digería laenormidad del momento. «Era muyconsciente de que sólo unos pocospueden tener ese sentimiento y ser partede una cosa así. Vertí lágrimas dealegría. Creo que todos lloramos. Enesos momentos, tras la victoria,absorbes toda la emoción, y no hablas.Te abrazas con todos y nadie tiene quedecir nada. En aquel terreno nos dimos

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cuenta, con toda la emoción quesentíamos, de que habíamos pasado aformar parte de la historia.»

«Era imposible decir nada queexpresase lo que sentíamos. Noslimitamos a saltar y saltar, y sonreír ysonreír —decía Joel Stransky, sonriente—. Sonreí durante toda una semana. Nohe dejado de sonreír.»

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CAPÍTULO XIX -AMA A TUENEMIGO

«Cuando terminó el partido —contaba Morné du Plessis—, di la vueltay empecé a correr hacia el túnel, y allíestaba Edward Griffiths, el creador deleslogan “Un equipo, un país”, y me dijo:“Las cosas nunca volverán a ser igual.”Comprendí inmediatamente que teníarazón, porque me di cuenta, allí mismo,de que lo mejor había quedado ya atrás,que la vida no podía ofrecer nada mejor.

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Le dije: “Hoy lo hemos visto todo.”»Pero Du Plessis se equivocaba.

Quedaba más. Quedaba Mandelabajando al campo, con la camisetapuesta, la gorra en la cabeza, paraentregar la copa a su amigo François. Yquedaba el público embelesado denuevo —«¡Nelson! ¡Nelson!¡Nelson!»— cuando Mandela aparecióen la línea de banda, sonriendo de orejaa oreja, saludando a la muchedumbre,mientras se disponía a acercarse alpequeño podio colocado en el campo enel que iba a entregar el trofeo de laCopa del Mundo a François Pienaar.

Van Zyl Slabbert, el afrikaner

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liberal, rodeado en el estadio —segúnpalabras suyas— de tipos barrigudoscon pinta de pertenecer al AWB, sequedó asombrado ante la pasión por laNueva Sudáfrica de sus compatriotasrenacidos. «Tendría usted que habervisto las caras de esos bóers a mialrededor. Recuerdo ver a uno al que lecorrían las lágrimas por el rostro y queno paraba de decir, en afrikaans: “Ése esmi presidente... Ése es mipresidente...”»

Y hubo más aplausos y más lágrimascuando Pienaar ofreció el que iba a serel primero de dos ejemplos memorablesde elocuencia improvisada. Un

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periodista de la cadena de televisiónSABC se le acercó en el campo ypreguntó: «¿Qué ha sentido al tener a62.000 aficionados apoyándoles aquí enel estadio?»

Sin dudarlo un instante, respondió:«No teníamos a 62.000 aficionados connosotros. Teníamos a 43 millones desudafricanos.»

Linga Moonsamy, que salió alterreno de juego un paso por detrás deMandela, miró a la multitud, al viejoenemigo que coreaba el nombre de sulíder, y luchó para recordar que estabatrabajando, que, mientras todos los quele rodeaban perdían la cabeza, él tenía

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que conservar la suya. Mantuvo lasuficiente sangre fría para recordar que,antes del partido, había visto en laesquina derecha del estadio aquellasviejas banderas sudafricanas. Así quevolvió a mirar hacia allí. «Pero no —contaba—, las viejas banderas habíandesaparecido. Sólo había banderasnuevas. Y la gente en aquel sector delpúblico estaba llorando y abrazándose,como todos los demás. Así que merelajé un poco y me permití pensar queaquél era un momento inmenso para elpaís, que yo había hecho lo que habíahecho cuando era joven, había corridoriesgos, había luchado por esto, y nunca

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había imaginado que podía manifestarsecon tales dimensiones.»

Tokyo Sexwale, que estaba en elestadio, compartía los sentimientos deMoonsamy. «Te sientas allí y sabes queha valido la pena. Todos los años en laclandestinidad, en las trincheras, deabnegación, de estar lejos de casa, en lacárcel, todo valió la pena. Aquello eratodo lo que queríamos ver. Y otra vez,“¡Nelson! ¡Nelson! ¡Nelson!” Estábamosallí de pie y no sabíamos qué decir. Yome sentía orgulloso de encontrarmejunto a aquel hombre con el que habíaestado en la cárcel. ¡Qué arriba estabaen aquel momento! Me sentí tan

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orgulloso, tan orgulloso de habermecodeado con los dioses...»

Los dioses, en aquel momento, eranMandela y Pienaar, el anciano vestidode verde, coronado rey de todaSudáfrica, que entregaba la copa aPienaar, el joven vestido de verde,designado, aquel día, jefe espiritual dela nueva afrikaneidad.

Mientras el capitán sostenía la copa,Mandela le puso la mano izquierda en elhombro derecho, le miró con afecto, ledio la mano y dijo: «François, muchasgracias por lo que has hecho por nuestropaís.»

Pienaar miró a Mandela a los ojos y

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respondió: «No, señor presidente.Gracias a usted por lo que ha hecho pornuestro país.»

Si se hubiera estado preparando todala vida para aquel instante, no habríapodido ser más certero. Como dijoDesmond Tutu: «Aquella respuesta fueuna inspiración divina. Los sereshumanos hacemos todo lo que podemos,pero aquellas palabras en aquelmomento... nadie habría podidoescribirlas.»

Tal vez un guionista de Hollywoodhabría hecho que se dieran un abrazo.Fue un impulso que Pienaar confesóhaber reprimido a duras penas. Pero no,

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los dos se miraron y se rieron. Morné duPlessis, que estaba al lado, miró aMandela y al afrikaner pródigo, vio aPienaar que levantaba la copa sobre loshombros, mientras Mandela, riendo,alzaba los puños, y le costó creer lo queveían sus ojos. «No he visto jamás unaalegría tan completa —dijo Morné duPlessis—. Mandela miraba a François yno paraba de reír... y François miraba aMandela y... ¡qué afecto se palpaba entreellos!»

Todo aquello resultó abrumador parael duro Slabbert, veterano de milbatallas políticas. «Cuando FrançoisPienaar dijo aquello en el micrófono,

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con Mandela escuchando, riéndose ysaludando a la multitud y agitando lagorra —contaba—, todos lloraron. Noquedó un ojo seco en el estadio.»

No quedó un ojo seco en el país. Elviejo ministro de Justicia y ServiciosPenitenciarios del groot krokodil, en suatiborrado bar de Ciudad del Cabo,sollozaba como un niño. Kobie Coetseeno podía dejar de pensar en su primerencuentro con Mandela, diez años antes.«Superó los demás logros. Fue elmomento en el que mi gente, susadversarios, aceptó a Mandela. Fue unmomento comparable, pensé entonces, ala creación de Estados Unidos. Fue el

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mayor triunfo de Mandela. Les vi a él ya Pienaar y lloré. Me dije a mí mismo:“Ha valido la pena. Todo el sufrimiento,todo lo que he vivido, ha valido la pena.Esto refuerza el milagro.” Eso es lo quesentí.»

Lejos de allí, en el polvorientoPaballelo, Justice Bekebeke sentía lomismo. Cinco años antes estaba en elCorredor de la Muerte, enviado allí poruno de los jueces de Coetsee, pero, depronto, todo aquello le pareció muyremoto. «¡Me sentí en el séptimo cielo!—explicaba—. Cuando Joel Stranskymetió el drop, mis amigos empezaron acelebrarlo y a gritar como locos, y este

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Santo Tomás incrédulo también. Mesentí cien por cien sudafricano, mássudafricano que nunca. Estaba taneufórico como todos los demás. Nosvolvimos completamente locos. Ydespués de que sonara el silbato,después de que Mandela entregara lacopa a Pienaar, salimos a la calle. Comotodo el mundo en Paballelo. Las bocinassonaban y todo el distrito salió a bailar,cantar y celebrarlo.»

Eran las mismas calles en las queBekebeke había matado al policía quehabía disparado contra un niño; dondelos antidisturbios habían enloquecido lanoche antes de que se dictaran las penas

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de muerte para los 14 de Upington yhabían golpeado a todos los que veían,hasta enviar a veinte personas alhospital.

«Era irreal. Y pensar que esasescenas estaban repitiéndose en todaSudáfrica sólo cinco años después de laliberación de Mandela, dos añosdespués del asesinato de Chris Hani.Entonces me habría resultado lo másimprobable del mundo imaginar que ibaa celebrar una victoria de losSpringboks. Sin embargo, viéndoloahora, no puedo creer la indiferenciaque sentía aquella mañana antes de lafinal, no puedo creer que no me

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importara. Porque sólo había unamanera de describir lo que sentía enaquel instante: una euforia desatada.»

En Paballelo, en Soweto, enSharpeville y en otros mil distritosnegros, grupos de jóvenes recorrían lascalles sin árboles interpretando supropia Haka, su propia danza de guerra,el Toi Toi. Pero ahora no marchabandesafiantes; rebosaban orgullo nacionalmulticolor y celebraban la victoria delos AmaBokoBoko.

Llegaban noticias de las zonasresidenciales acomodadas de Ciudaddel Cabo, Durban, Port Elizabeth yJohanesburgo de que las señoras blancas

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estaban deshaciéndose de generacionesde prejuicios y contención y abrazando asus criadas negras, bailando con ellas enlas calles arboladas de pulcros barrioscomo Houghton. Por primera vez, losmundos paralelos del apartheid sehabían fundido, las dos mitades sehabían unido en un todo, pero en ningúnsitio como en la propia Johanesburgo y,sobre todo, en torno a Ellis Park, dondeel carnaval de Río se confundió con laliberación de París en un tumulto deverde Springbok. Un anciano negroestaba en mitad de la calle, delante delestadio, ondeando una banderasudafricana y gritando una y otra vez;

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«Sudáfrica ya es libre. Los Boks nos hanpermitido ser libres y estar orgullosos.»

Enfrente de Ellis Park seencontraban las oficinas del periódicodominical negro, City Press. KhuluSibiya, el director del periódico, mirabaestupefacto el espectáculo desde suventana. «Nunca he visto a tantos negroscelebrando en las calles. Nunca. Es más,nuestras páginas, al día siguiente,hablaron más de lo increíble que era vera los negros festejando que sobrePienaar y la copa en sí. Fueasombroso.»

El arzobispo Tutu, que también teníamucho olfato periodístico, estaba de

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acuerdo. La noticia fueron lascelebraciones de los negros. «Lo quevimos aquel día fue una revolución»,decía, encantado de haber vivido paraver cómo su país engendraba un modelonuevo de revolución, en el que no seeliminaba al enemigo, sino que se leacogía; que, en vez de dividir a la gente,la unía. «Si se hubiera profetizado sóloun año —sólo unos meses— antes queen las calles de Soweto la gente iba abailar para celebrar una victoria de losSpringboks, casi todo el mundo habríadicho: “Has tomado demasiado solsudafricano y te ha afectado al cerebro.”Aquel partido hizo por nosotros lo que

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no habían podido los discursos de lospolíticos ni los arzobispos. Noselectrizó, nos hizo comprender que eraverdaderamente posible estar todos enel mismo bando. Nos dijo que eraposible convertirnos en una solanación.»

La inevitable histeria patriótica enlos periódicos sudafricanos al díasiguiente, la sensación de que el paíshabía cambiado para siempre, quedóresumida en el titular de primera página,a ocho columnas, de un diario que tuvola buena fortuna de nacer precisamenteaquel día, el Sunday Independent.«Triunfo de los Guerreros del Arcoiris»,

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clamaba el primer número delperiódico. La prensa extranjera se sumóa la fiesta y hasta los cronistasdeportivos casi se olvidaron de escribirsobre el partido propiamente dicho,como el especialista en rugby delSydney Morning Herald, quecomenzaba su información de estaforma: «Sudáfrica se convirtió ayerrotundamente en “un equipo, un país”,mientras la nación arcoiris caía rendidaen éxtasis.» Y añadía, en referencia alfinal de la Segunda Guerra Mundial,«fue como una repetición del Día de laVictoria, con oleadas de pasiónsimilares, y el sentimiento de que

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acababa de suceder algo trascendental einolvidable».

Van Zyl Slabbert, que era un hombrecorpulento, un típico bóer, se encontróen medio de la histeria posterior alpartido. «Salí a las calles, que estabanrepletas de negros bailando, y tenía quellegar hasta casa, así que me metí en untaxi negro.» Un «taxi negro» es unhíbrido de taxi tradicional y autobús, unvehículo que se para cuando uno lollama pero que sigue una ruta concreta yque tiene una capacidad de alrededor deuna docena de personas. Es «negro»porque en Sudáfrica era siempre unaforma de transporte que usaban los

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negros; los blancos, casiinvariablemente, tenían coche propio.Lo que hizo Slabbert, parar uno ysubirse, era prácticamente inaudito,sobre todo para los habitantes delelegante barrio del norte de la ciudad,no lejos de Houghton, en el que vivía.«Me metí, y la gente estaba dando gritosy celebrando con tanta pasión como losbóers en Ellis Park. Le dije al conductorque me podía dejar en el Centro Cívico,en la ciudad, pero me preguntó cuál erami destino. Le dije que mi casa estabaen un barrio a las afueras, pero que elCentro Cívico bastaba porque suponíaque seguramente le pillaba de camino.

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Pero el conductor se mostró muyinsistente. Me dijo que no, que me iba allevar hasta casa, pese a que lesupondría una demora de más o menosmedia hora y, con el caos de tráfico deaquel día, seguramente más. Así que ledije que muy bien, pero qué pasaba conlas otras personas que estaban en el taxi,que iba completamente lleno. Todosgritaron que no había inconveniente. Selo tomarían como un paseo. Estaban tancontentos. Por fin llegamos a casa y, alsalir, le pregunté al conductor:“¿Cuánto?” Me sonrió y dijo: “No. Hoy,nadie paga.”»

Slabbert suponía que nadie de los

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que iban en el taxi tenía más que vagosconocimientos sobre rugby, pero eso noaguó la fiesta general en Johanesburgo,como tampoco a 750 kilómetros dedistancia, en Paballelo. «En mi distrito,entre mi gente, no había ni un soloaficionado al rugby —contaba Bekebeke—. Pero aquel día... hasta mi madreululaba en celebración. Locelebrábamos como sudafricanos, comouna nación. Y sabíamos, en el fondo, quelos Springboks habían ganado porquenos habíamos propuesto que ganaran.¡Fue un día increíble! Una democraciajoven, recién nacida, y allí estaba elsímbolo de nuestra transformación,

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Mandela. Cuando levantó la copa,aquélla fue nuestra victoria. Supimos, alfin, que éramos una nación triunfadora.»

Arrie Rossouw, el periodistaafrikaner que conoció a Mandela enSoweto al día siguiente de su liberación,estaba de acuerdo, pero lo sentía inclusocon más intensidad porque, comosudafricano blanco, se había sentido unperdedor, un paria a los ojos del mundo.«Habíamos dejado de ser los malos —decía—. No sólo ganamos, sino que elmundo quería que ganáramos. ¿Se dacuenta de lo que significó aquello paranosotros? ¿Qué alegría? ¿Qué inmensoalivio?»

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Tokyo Sexwale dijo que Mandelahabía liberado a los blancos del miedo.Era verdad, pero no era sólo eso. Losliberó en más sentidos. Los redimió antesus propios ojos y ante los ojos delmundo.

Y entonces les hizo campeones delmundo. Kobus Wiese, François Pienaar,Hennie le Roux, Chester Williams,James Small, todos estaban de acuerdoen que el factor Mandela había sidodecisivo. Habían ganado el partido porél y gracias a él. «Los jugadoressabíamos que el país tenía un rostro y unnombre —explicaba Le Roux—.Jugamos por Sudáfrica, pero también

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jugamos para no decepcionar al viejo,que venía a ser lo mismo.»

«Se conjugó todo a la perfección:nuestro deseo de ser el equipo de toda lanación y su deseo de convertir el equipoen el equipo nacional —explicabaMorné du Plessis—. Coincidió en elmomento justo. Y estoy convencido deque ésa fue la razón por la que ganamosla Copa del Mundo.»

El propio Louis Luyt estaba tambiénde acuerdo. «¡No habríamos ganado sinMandela! Cuando bajé con él a ver a losjugadores en el vestuario, antes delpartido, pude verlo: les levantó la moralun cien por cien. Ganaron en su nombre,

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tanto como por todo lo demás.»Morné du Plessis tuvo la sensación

de que iba a ser el gran día de Sudáfricaen cuanto vio a Mandela al borde delcampo con la camiseta verde,recibiendo las aclamaciones delpúblico. «Lo digo con todo el respeto aun equipo All Black verdaderamentememorable, pero, con la inmensidad delhombre que nos apoyaba, y el poder queemanaba de él y a través de él, mepareció un poco injusto.» SeanFitzpatrick, el temible capitán All Black,reconoció mucho después que DuPlessis tenía razón, que se había sentidosobrecogido, en cierto modo, al oír la

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reacción del público ante Mandela. «Lesoímos corear su nombre —explicaba—,y pensamos: ¿Cómo vamos a derrotar aestos cabrones?»

Demasiado tarde, Fitzpatrickcomprendió que su equipo podía tener aJonah Lomu, pero los otros jugaban conun hombre más; disponían de un armasecreta contra la que el mejor equipo derugby de la historia no tenía respuesta.Joel Stransky habría podido atribuirse elmérito del triunfo, pero se lo cedió aldecimosexto hombre de los Springboks.«El efecto que causó en los jugadoresfue inconmensurable. Aquel día fue uncuento de hadas hecho realidad, con

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Mandela en el centro. Él nos dio lavictoria.»

Y, aquel día, disfrutó enormementecon ella. El camino de vuelta a casadesde el estadio duró tres veces más delo previsto, pero, como decíaMoonsamy, podría haber durado seisveces más y Mandela habría pedidomás. «Todos nuestros planes se vinieronabajo. Nuestra ruta estabacompletamente atascada. Toda la ciudadse había transformado en una gigantescafiesta callejera. Pero Mandela disfrutóde cada minuto.»

Moonsamy seguía alerta, pero laidea de que alguien pudiera querer

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asesinar a Mandela en aquel momento leparecía descabellada incluso a él.Cuando los cuatro coches que formabanla caravana llegaron, por fin, aHoughton, había una pequeñamuchedumbre reunida delante de sucasa, celebrándolo. Mandela salió delMercedes para saludarlos y una ancianase le acercó. Moonsamy vio,asombrado, que le soltaba un pequeñodiscurso a Mandela para declarar que,hasta esa tarde, había sido del AWB,pero que ahora, dijo, «renuncio a seguirsiendo miembro».

Estaba anocheciendo, eran alrededorde las seis y media. Mandela dejó

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marchar a sus guardaespaldas. «Chicos—dijo—, id a divertiros.»

Le tomaron la palabra. «Llegué acasa, a través de las masas ruidosas —recordaba Moonsamy—, y entonces, micuñado, su mujer y sus hijos, y mifamilia y yo fuimos al lago, a RandburgWaterfront, donde todo el mundo estabareuniéndose para celebrar la victoria, yallí vi una Sudáfrica unida. Blancos ynegros abrazándose, riendo y llorando,hasta altas horas de la noche.»

Mandela prefirió quedarsetranquilamente en casa. «Volví del rugbyy me quedé en casa, feliz,reflexionando», y siguiendo sus rutinas

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inviolables. Vio el informativo en inglésa las siete y en xhosa a las siete y media.A las ocho menos diez se sentó paratomar su habitual cena ligera: muslo depollo con piel, batata y zanahorias. Nadamás. Antes de irse a la cama, una horadespués, se sentó a solas en el salónpara recapitular, como hacía en su celdacada noche antes de dormir. Lo que lehabía sorprendido y satisfecho era hastaqué punto había acabado siendo elcentro de atención. Porque eraconsciente de que, detrás de aquelclamor espontáneo de los blancos enEllis Park —aquel «¡Nelson!¡Nelson!»—, había pruebas elocuentes y

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convincentes de que sus duros esfuerzoshabían surtido efecto. Al rendirle tributoa él, estaban rindiendo tributo al granvalor del «no racismo» por el que habíasoportado veintisiete años de cárcel.Estaban pidiendo perdón y aceptando elgeneroso abrazo que él, y a través de élla Sudáfrica negra, les estabaofreciendo. Había empezado con KobieCoetsee aquel día de noviembre de 1985en el hospital, el primero de susenemigos al que conquistó. Luego NiëlBarnard, luego P. W. Botha, luego losmedios afrikaans, De Klerk y susministros, el alto mando de la FSAD,Constand Viljoen y los demás generales

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del final amargo, del Volksfrontafrikaner, Eddie von Maltitz, JohnReinders y el resto del personal en losUnion Buildings, Morné du Plessis,Kobus Wiese, François Pienaar: uno trasotro habían sucumbido a medida que élampliaba cada vez más su abrazo, hastael día de la final de rugby, en el queabrazó a todos.

John Reinders, el jefe de protocolode la presidencia, lo comprendióperfectamente: «La final de la Copa delMundo de rugby mostró lo mejor de él;fue todo él —decía—. Fue el día en elque todo el país vio en público alhombre que nosotros habíamos visto en

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privado. Fue el día en que todo elmundo, especialmente la Sudáfricablanca, pudo verle como era deverdad.»

«Fue un día memorable —dijoMandela años después, con una sonrisaque iluminaba el mismo salón en el quese había sentado a saborear la victoriaaquella noche del 24 de junio de 1995—. Nunca imaginé que ganar la Copadel Mundo pudiera tener tanto impactoen una persona. Nunca me lo esperé.Todo lo que hacía era seguir adelante enmi tarea de movilizar a los sudafricanospara que apoyaran el rugby e influyeranen los afrikaners, sobre todo con vistas a

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la construcción nacional.»«Influir» era una forma de llamarlo.

La gran tarea de su presidencia, asegurarlos cimientos de la nueva nación, «hacersudafricanos», se había completado noen cinco años, sino en uno. De unplumazo, había eliminado la amenaza dela derecha. Sudáfrica no había tenidotanta estabilidad política en ningúnmomento desde la llegada de losprimeros colonos blancos en 1652.

Die Burger lo resumió bien. Elperiódico destacaba que «el aislamientodeportivo fue una de las principalespresiones que precipitó el cambiopolítico» y decía: «¿No es irónico que

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el rugby sea una fuerza unificadora detal calibre cuando, durante tanto tiempo,sirvió para aislarnos del mundo? Porqueya no cabe duda de que el equipoSpringbok ha unido al país más quecualquier otra cosa desde el nacimientode la nueva Sudáfrica.»

También lo supo, cosa másimportante, Constand Viljoen. Laspreocupaciones que le habíanatormentado, la idea de que se habíaequivocado al optar por las eleccionesen vez de una guerra de liberación bóer,o de que todavía podía estallar esaguerra sin él, se habían desvanecido.«Aquel partido de rugby me convenció

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de que había acertado con mi decisión»,dijo. El alivio del general Viljoenderivaba de la seguridad de que, cuandolas hordas gritaban «¡Nelson! ¡Nelson!»,se le había quitado un gran peso deencima. Con aquel gesto, los afrikanersestaban asumiendo la responsabilidaddel general sobre sus propios hombros,estaban apropiándose de la devociónque sentía él por Mandela.

«Verlo a él, el icono de los negros,tan feliz con su camiseta Springbok, meresultó tremendamente tranquilizador.Me había resultado muy difícil tomar ladecisión y nunca imaginé que iba averme reafirmado de forma tan

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espectacular.»En este sentimiento, su hermano

Braam, el gemelo «bueno», encontró porfin algo en común con Constand. «Heconocido la ira de la política afrikanertoda mi vida, y que pudiera ocurriraquello me pareció un milagro —reflexionaba—. ¡Qué carisma teníaaquel hombre! ¡Qué líder era Mandela!Cogió del brazo a mi hermano y no losoltó.»

¿Tenía Mandela algún defecto?Sisulu lo conocía mejor que nadie. Surespuesta era que su viejo amigo teníatendencia a confiar demasiado en lagente, a creerse a la primera sus buenas

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intenciones. «A veces desarrollademasiada confianza en una persona —dijo—. Cuando confía en una persona,va a por todas.» Pero luego Sisulu pensóun momento en lo que había dicho yañadió: «Claro que eso quizá no es undefecto... Porque la verdad es que nonos ha decepcionado con esa confianzaque tiene en la gente.»

La debilidad de Mandela era sumayor virtud. Triunfó porque prefirióver el bien en personas a las que el 99% de la gente habría consideradoimposibles de redimir. Si NacionesUnidas decretó que el apartheid era uncrimen contra la humanidad, ¿qué

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mayores criminales que el ministro deJusticia del apartheid, el jefe de losservicios de inteligencia del apartheid,el jefe militar supremo del apartheid, eljefe de Estado del apartheid? Sinembargo, Mandela apuntó directamentea la semilla oculta que albergaba a sus«ángeles buenos» y supo sacar labondad que yace en el fondo de todaslas personas. No sólo Coetsee, Barnard,Viljoen y P. W. Botha, sino los esbirrosdel apartheid —los guardias deprisiones, Badenhorst, Reinders— y suscómplices inconscientes: Pienaar,Wiese, Luyt. Con su empeño endespertar e incitar lo que había de mejor

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en ellos, y en todos los sudafricanosblancos que vieron el rugby aquel día,les ofreció un regalo de valorincalculable: hizo que pudieran sentirsemejores personas y, en algunos casos,los transformó en héroes.

Su arma secreta era que daba porsupuesto no sólo que le iban a caer bienlas personas a las que conociera, sinoque él les iba a gustar a ellas. Esaenorme seguridad en sí mismo, unida ala sincera confianza que tenía en otros,era una combinación tan irresistiblecomo encantadora.

Era un arma tan poderosa queengendró un nuevo tipo de revolución.

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En vez de eliminar al enemigo y partirde cero, incorporó al enemigo a unnuevo orden deliberadamente construidosobre los cimientos del viejo. Alconcebir su revolución, no sólo como ladestrucción del apartheid, sino, a largoplazo, como la unificación yreconciliación de todos lossudafricanos, Mandela rompió el moldehistórico.

Pero, como mostró su reacción a laactitud del público en Ellis Park, sesorprendió incluso a sí mismo. No habíavalorado lo suficiente el poder de suencanto.

Un domingo, pocas semanas después

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de la victoria de los Springboks, NelsonMandela visitó una iglesia en Pretoria.Era un templo de la Iglesia ReformadaHolandesa, la confesión que en otrotiempo había tratado de encontrarjustificación bíblica para el apartheid;que había convencido a ConstandViljoen de que había Cielos separadospara blancos y negros; que habíaexiliado a su hermano Braam por decirque aquella doctrina era una herejía.«Aquélla fue la ocasión —contabaMandela, con los ojos chispeantes— enla que vi que los efectos del partido derugby iban a durar, que la actitud de losafrikaners hacia mí había cambiado

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verdaderamente por completo.» Duranteel servicio, se dirigió a los fieles enafrikaans, y después le rodearon ante laiglesia, como si estuvieran en una melé.Era exactamente lo que le habíasucedido en cientos de concentracionesdel CNA en los distritos negros de todoel país. En cualquier sitio al que iba, losnegros le trataban como si fuera unacombinación de David Beckham, EvitaPerón y Jesucristo. Ahora, los blancosestaban haciendo lo mismo. «De la masasalían manos que trataban de estrecharla mía. Y las mujeres: ¡querían besarmeen la mejilla! Eran espontáneos,entusiastas. Se desvivían por acercarse,

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y a mí me llevaban de un lado a otro. Yperdí un zapato. ¿Puede creerlo? ¡Perdíun zapato!»

Mandela estaba casi doblado de risamientras contaba la historia. Se reíaporque era divertida, pero tambiénporque estaba describiendo laculminación del sueño de su vida, elmomento en el que comprendió queSudáfrica, por fin, era un país.

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EPÍLOGO

Doce años después de la final de laCopa del Mundo de rugby, en agosto de2007, se descubrió una estatua debronce de Nelson Mandela en la Plazadel Parlamento de Londres, junto a lasde Abraham Lincoln y WinstonChurchill. En su información del acto, unperiódico nacional británico calificó aMandela de «líder negro». No pretendíaofender, seguramente, pero, aun así,parecía un poco insultante verlo descritoen esos términos. Como lo habría sidover a Lincoln y a Churchill descritos

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meramente como «líderes blancos».Identificar a Mandela por su raza es

disminuirlo. Tony Benn, un veteranoparlamentario británico, se aproximómás a la verdad cuando, en laceremonia, llamó a Mandela «presidentede la humanidad».

Pero Mandela, que entonces teníaochenta y nueve años, no era una especiede aberración de la naturaleza. Comodijo él en su turno de intervención, frágilpero con voz firme, «aunque esta estatuarepresenta a un hombre, en realidaddebería simbolizar a todos los que seresistieron a la opresión, especialmenteen mi país».

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La modestia de Mandela podía, aveces, ser un poco artificial, pero en esaocasión no lo era. Mandela era laencarnación de las mejores cosas quepodía ofrecer su país. Lo vipersonalmente, en repetidas ocasiones,durante los seis años que estuvedestinado en Sudáfrica, entre 1989 y1995, una época en la que, en medio delesperanzado movimiento hacia delante,se desató una violencia terrible en losdistritos negros, sobre todo los dealrededor de Johanesburgo, donde yovivía. Lo mejor de Sudáfrica no eraMandela, sino que el país estaba repletode mini-Mandelas, de gente como

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Justice Bekebeke, su novia, Selina, oTerror Lekota, el primer ministro delEstado Libre de Orange que invitó aEddie von Maltitz a su fiesta decumpleaños.

La primera vez que entrevisté aMandela, a principios de 1993, lepregunté cómo era posible que elmensaje de «no racismo» del CNAhubiera capturado la imaginación de losnegros sudafricanos, en detrimento delvengativo «un colono, una bala» delCPA. Me respondió que la historia habíaenseñado a su pueblo a ser cálido,amable y generoso, incluso con susenemigos. «El rencor no se concibe —

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dijo—, ni siquiera cuando luchábamoscontra algo que nos parecía que estabamal.» El mensaje del Congreso NacionalAfricano, dijo, «no había hecho más queconsolidar ese modelo histórico».

Esa verdad quedó demostrada pormi experiencia, pero no era toda laverdad. Otro tipo de líder del CNAhabría podido escoger la opción, másfácil, de apelar a la indignidad y eldolor que había sufrido la Sudáfricanegra y convertirlos en unenfrentamiento violento. Hacía falta unasabiduría poco frecuente para queMandela dijera a su gente, como meparafraseó en aquella misma entrevista:

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«Entiendo vuestra ira. Pero, si estáisconstruyendo una nueva Sudáfrica,debéis estar preparados para trabajarcon gente que no os gusta.»

Su generoso pragmatismo eratodavía más extraordinario si se tenía encuenta la trayectoria histórica de supropia vida. Albert Camus escribió ensu libro El hombre rebelde: «Veintisieteaños en prisión no engendran una formamuy conciliadora de inteligencia. Unencierro tan prolongado hace que unhombre se convierta en un pelele, o unasesino, o a veces ambas cosas.» Endefensa del filósofo francés, hay quedecir que murió en 1960, antes incluso

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de que Mandela entrara en la cárcel.Pocos habrían discutido la lógica deesas palabras cuando las escribióCamus. Mandela fue un primer caso yseguramente un último. Fue paraSudáfrica lo que George Washington fuepara Estados Unidos, el hombreindispensable. Como me dijo elarzobispo Tutu: «No habríamos podidohacerlo sin él.»

Mandela impidió que estallara unaguerra pero eso no significó que dejara aSudáfrica un estado de paz y armoníaperfectas, como Washington tampoco lologró en Estados Unidos. Después delapartheid, Sudáfrica se libró de su

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singularidad en el mundo, dejó de ser elparangón de la injusticia y el chivoexpiatorio (totalmente merecido) de laincapacidad humana de superar losantagonismos raciales, tribales,nacionalistas, ideológicos y religiosos.Se convirtió en un país con los mismosretos que otros en parecidascircunstancias económicas: cómoproporcionar viviendas a los pobres,cómo combatir los crímenes violentos,cómo luchar contra el sida. Y hubocorrupción, hubo ejemplosdesagradables de clientelismo político,hubo dudas sobre la eficacia del CNAen el gobierno. Y la eterna cruz de la

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humanidad, el retrógrado problema delcolor de la piel, tampoco desapareciópor arte de magia, aunque, al comenzarel siglo XXI, la transformación era talque no había muchos países cuyosciudadanos blancos y negros serelacionasen con tanta naturalidad comoen Sudáfrica.

También era cierto que losfundamentos políticos siguieron siendotan sólidos como los había dejadoMandela al acabar sus cinco años demandato presidencial: el país siguiósiendo un modelo de estabilidaddemocrática y el imperio de la leypermaneció firme.

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¿Permanecería así para siempre?¡Quién podía saberlo! Lo que síperduraría es el ejemplo de Mandela, yaquel atisbo de utopía que su pueblo viodesde la cima de la montaña a la que lesllevó el 24 de junio de 1995. Cuandopregunté a Tutu cuál era el valor másperdurable de aquel día, replicó: «Esfácil. Un amigo de Nueva York me dio larespuesta cuando me dijo: “¿Sabes qué?Lo mejor de todo lo bueno que haocurrido es que puede volver aocurrir.”»

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¿DÓNDE ESTÁNHOY?

NIËL BARNARD: ocupó un altocargo del Partido Nacional en elgobierno de coalición de Mandela hastasu retirada en agosto de 1996; Mandelaorganizó un banquete de despedida en suresidencia oficial de Pretoria pararendir homenaje a su contribución alcambio pacífico. Hoy trabaja comoconsultor y emplea su «experiencia yconocimientos», según sus palabras, enasesorar a líderes africanos de todo elcontinente «sobre el gobierno y la forma

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de gobernar».

JUSTICE BEKEBEKE: fueresponsable electoral de la Provinciadel Cabo Norte en Sudáfrica y en 2004formó parte de un equipo deobservadores internacionalesindependientes que viajó a EstadosUnidos para ayudar a certificar que laselecciones presidenciales de ese añoeran libres e imparciales.

P. W. BOTHA: murió de un ataque alcorazón a los noventa años, en 2006.

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Mandela transmitió sus condolencias ala familia y dijo: «Aunque, para muchos,el señor Botha seguirá siendo unsímbolo del apartheid, también lerecordamos por los pasos que dio paraabrir camino hacia una soluciónnegociada y pacífica en nuestro país.»

CHRISTO BRAND: lleva la tiendaoficial de recuerdos en Robben Island.Su hijo Riaan, el que Mandela abrazósecretamente en la cárcel cuando teníaocho meses, murió en un accidente decoche en 2005. Mandela, cuyo hijomurió a una edad parecida en otro

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accidente mientras él estaba en RobbenIsland, voló hasta Ciudad del Cabo paraconsolar a su viejo carcelero.

KOBIE COETSEE: murió de unataque al corazón a los sesenta y nueveaños, en 2000. Mandela dijo: «Siemprecultivaremos y valoraremos el recuerdode Kobie Coetsee como uno de losgrandes arquitectos de la transformaciónhacia una Sudáfrica democrática. Nosentristece que haya fallecido antes deque nosotros, y el país, pudiéramosrendir el homenaje apropiado a estehombre discreto y modesto por sus

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contribuciones pioneras, cuyos frutosestamos disfrutando ahora.»

NICHOLAS HAYSOM: trabajó paraNaciones Unidas en la resolución deconflictos y la construcción nacional enLíbano, Nigeria, Indonesia, Filipinas,Timor Oriental, Sudán, Somalia, SriLanka, Lesotho, Colombia, Congo,Tanzania, Zimbabue, Kenia, Nepal,Myanmar e Irak, antes de ser nombradodirector de asuntos políticos en laOficina Ejecutiva de la SecretaríaGeneral de la ONU.

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NELSON MANDELA: unassemanas antes de cumplir ochenta y seisaños, convocó una rueda de prensa paraanunciar su retirada y al final dijo:«Muchas gracias por su atención ymuchas gracias por su amabilidad conun anciano, por permitirle que descanse,aunque muchos de ustedes puedanpensar que, después de vaguear en unaisla y algunos otros lugares durante 27años, el descanso realmente no esmerecido.» Desde entonces, se hadedicado a sus tres organizacionesbenéficas personales: la FundaciónMandela Rhodes, la Fundación NelsonMandela y el Fondo Nelson Mandela

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para la Infancia, dedicadas,respectivamente, a promover laeducación, luchar contra la pobreza ycombatir el sida.

LINGA MOONSAMY: es jefe deseguridad corporativa en South AfricanAirways, pero sigue siendo amigo deMandela. Está casado con una sobrinade la esposa de Mandela, Graça Machel,y va muchas veces a comer losdomingos a su casa.

EDDIE VON MALTITZ: sigue

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viviendo en su granja del Estado Librede Orange, todavía va vestido decamuflaje, lleva un arma y llama porteléfono a las emisoras de radiosudafricanas para denunciar injusticias.

MORNÉ DU PLESSIS: dirige elInstituto de Ciencias del Deporte deSudáfrica y es miembro de la AcademiaMundial del Deporte, un organismo deantiguos grandes del deporte entre losque están Jack Nicklaus, Dan Marino,Martina Navratilova y sir BobbyCharlton. Cada año se reúnen paraseleccionar a los ganadores de los

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Premios Mundiales Laureus, elequivalente en el mundo del deporte alos Oscars de Hollywood.

CONSTAND VILJOEN: dirige unagranja en lo que ahora se denomina laProvincia de Mpumalanga (cuando eraniño, era el Transvaal Oriental) y de vezen cuando pasa sus vacaciones enCiudad del Cabo, donde se aloja con sumujer en una casa en la costa paramilitares retirados, llamada El Alamein.

BRAAM VILJOEN: dedica su

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jornada de trabajo a su granja al nortede Pretoria. Su hermano y él tienen unarelación más estrecha que nunca desdesu niñez. Disfrutan hablando de política.

FRANÇOIS PIENAAR: trabajacomo alto ejecutivo en el First NationalBank de Ciudad del Cabo. Mandela, quees padrino de su hijo mayor, Jean, les hainvitado en varias ocasiones a su casa aél, su mujer, Nerine, y sus hijos.Mandela dio al hijo pequeño de Pienaar,Stephane, el apodo de Gora, quesignifica «el valiente» en xhosa.

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EUGENE TERREBLANCHE: ellíder del Movimiento de ResistenciaAfrikaner (AWB), de extrema derecha,fue encarcelado en 1997 por lesionesgraves e intento de asesinato, en amboscasos de unos hombres negrosindefensos. Quedó en libertad de 2004 yhoy predica sermones que invitan alarrepentimiento y la redención.

AWB: un editorial en el boletín de laorganización, Storm, publicado en 2002,decía: «Desde las elecciones de 1994,las organizaciones patrióticas afrikanerse han visto debilitadas por la

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incertidumbre entre sus partidariossobre si votar o no. La unidad queexistía antes de las elecciones de 1994ha quedado destruida. Nuestra gente estádecepcionada por el hecho de que elCNA se haya hecho con el poder, y nosinvade un sentimiento de impotencia.Desde entonces, la actitud reinante es de“sálvese quien pueda”, y todo el interéspor la política ha desaparecido.»

LOS SPRINGBOKS: volvieron aganar la Copa del Mundo de rugby en2007, derrotando a Inglaterra en la final,y todavía visten la camiseta verde y oro.

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Una vez más, el país estalló de júbilo,negros, blancos y todos los coloresintermedios.

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AGRADECIMIENTOS

Ante todo, mil gracias a losnumerosos actores del dramasudafricano que se molestaron en hablarconmigo para este libro.

Gracias a Pearlie Joubert, porconcertarme citas con ellos ysimplemente por ser tan estupenda.

Gracias a Stephen Glover, así comoa Andreas Whittam Smith, pornombrarme corresponsal en Sudáfricadel Independent de Londres. Si nohubieran tenido tanta fe en mí en 1989,este libro nunca habría visto la luz.

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Y gracias a Javier Moreno, mi jefeactual en El País, por concederme eltiempo necesario para escribirlo.

Un afectuoso agradecimiento a mieditora Elena Ramírez, la directora deSeix Barral, cuya mezcla de rigor,inteligencia y apoyo me han ayudado deforma inconmensurable. Mil gracias aNahir Gutiérrez y el resto del equipo deSeix Barral, y a Marisa Rodríguez, mitraductora, por su empeño,perseverancia y sensibilidad. Tampocoolvido que Adolfo García Ortega fueuno de los primeros en animarme aescribir este libro.

Zelda la Grange (junto con Pearlie,

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una fuerte aspirante al título de la mejormujer sudafricana viva) fue muy amable.También lo fueron Moegsien Williams yKathy Macfarlane en el Star deJohanesburgo, y Amanda Oosthuizen enDie Burger. Asimismo, Marietta VanWyk.

Indra Delanerolle, David Fanning,Sara Blecher, Sharon Cort, Cliff Bestall,Lindy Wilson y el resto del grupo deldocumental sobre Mandela que hicimospara televisión: muchas gracias a todos.

Entre los amigos y conocidos que mehan brindado su apoyo, sus sugerenciasy ánimos, y a los que debo enormegratitud, están (y que aquellos de los que

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me he olvidado me perdonen) DanielTanzer, James Lemoyne, Peter Ettedgui,Mark Phillips, Wim Trengrove, StephenRobinson, Jorge Valdano, JeremyThompson, Tony O’Reilly, Teresa Rioné,Morgan Freeman, Sebastian Spear,Jayendra Naidoo y Tony Peckham.

Un agradecimiento especial a LaurenJacobson y Keith Coleman, MichaelShipster, Joaquín Villalobos y KobusJordaan, magníficos amigos, tangenerosos con su tiempo, susconocimientos y su agudeza mental.

Gail Behrman hizo un gran trabajorecopilando las fotografías para estelibro. La sensibilidad y los ánimos de

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Sue Edelstein fueron un impulsotremendo a lo largo de todo el proceso.

Anne Edelstein (nada que ver), miagente en Barcelona y Nueva York, fuedecisiva. La idea de este libro llevabarondándome la cabeza desde hacía años.Sin su impulso entusiasta, quizá nuncahabría nacido y, desde luego, no habríanacido ahora. Su devoción al empeño,como libro y como causa, ha sido muyvaliosa y una fuente de inspiración.

Gracias a Anne, conocí a mi editor,Eamon Dolan. Él es (junto con Anne) laconfirmación de lo que siempre hepensado: que los mejoresestadounidenses son la mejor gente. Si

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este libro tiene algún valor, gran partedel mérito corresponde a Eamon, unartesano de la palabra brillante,exhaustivo y apasionado. Todavía noacabo de creerme mi suerte.

Por último, gracias a Sudáfrica porhaber compartido sus secretos y su genioconmigo. Gracias a Nelson Mandela y alos miles de Mandelas menos famosos, alos que tuve la inmensa fortuna deconocer durante mi estancia allí, y cuyoespíritu generoso late en lo que de buenopueda tener este libro. Pienso en JusticeBekebeke, pienso en Walter Sisulu yAhmed Kathrada, pienso en mi viejoamigo Mandla Mthembu (que salvó mi

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vida al menos en una ocasión), pienso enKader Asmal, Terror Lekota, JohnBattersby, Dudu Chili, Cyril Ramaphosa,Shaun Johnson, Ronnie Kasrils, JacquesPauw, Gill Marcus, Debora Patta, CarlNiehaus, Max du Preez, HenriettaMqokomiso, Halton Cheadle, AzizPahad, Ali Bacher, Anton Lubowski,Andy Durbach, Brian Currin, DesmondTutu, Tim Smith, John Allen, HelenSuzman, y pienso en el difunto, granBheki Mkhize, el hombre más bueno,valiente y noble que he conocido jamásen ningún sitio. Él iluminó Sudáfricapara mí como el sol.

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UNA NOTA SOBRELAS FUENTES

Prácticamente todo el material deeste libro está extraído de entrevistasque hice específicamente para él entre2000 y 2007, o a lo largo de mi trabajoperiodístico general desde que fui avivir a Sudáfrica, en 1989. Un proyectoen el que participé de cerca, undocumental televisivo sobre Mandela,emitido en PBS (The Long Walk ofNelson Mandela), SABC (The FirstAccused) y otros lugares en 1999,resultó especialmente valioso. También

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me resultaron útiles varios libros, entreellos: la autobiografía de NelsonMandela, Long Walk to Freedom [Ellargo camino hacia la libertad]; ellibro de Anthony Sampson Mandela:The Authorized Biography; RainbowWarrior, de François Pienaar; Days ofthe Generals, de Hilton Hamann; OneTeam, One Country,de EdwardGriffiths; Anatomy of a Miracle, de PattiWaldmeir; One Step Behind Mandela,de Rory Steyn y Debora Patta;Apartheid: The Lighter Side, de BenMaclennan; The Other Side of History,de Frederik van Zyl Slabbert; y ACommon Purpose: The Story of the

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Upington 25, de Andrea Durbach.

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