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EL ESTADO fiBSOLUTISTAm Peffysigloveintiunoeditores anderson

15a edición

xasiglo ventiuno editores, s.a. de c.v.CERRO DEL AGUA 248. DELEGACION COYOACAn , 04310 MÉXICO. D.F.

siglo veintiuno de españa editores, s.a.PRINCIPE DE VERGARA, 78 2* DCHA., MADRID. ESPAÑA

portada de anhelo hemández

primera edición en español, 1979 decimoquinta edición en español, 1998 © siglo xxi de españa editores en coedición con © siglo xxi editores, s.a. de c.v isbn 968-23-0946-8

primera edición en inglés, 1974 ©nlbtitulo original: lineages of the absolutist State

derechos reservados conforme a la leyimpreso y hecho en méxico/printed and made in mexico

1. EL ESTADO ABSOLUTISTA EN OCCIDENTE

La larga crisis de la economía y la sociedad europeas durante los siglos xiv y xv puso de m anifiesto las dificultades y los lími­tes del m odo de producción feudal en el p o stre r período me­dieval ¿Cuál fue el resultado político final de las convulsiones continentales de esta época? En el transcurso del siglo xvi apareció en Occidente el Estado absolutista. Las m onarquías centralizadas de Francia, Inglaterra y España represen taron una ru p tu ra decisiva con la soberanía piram idal y fragm entada de las formaciones sociales medievales, con sus sistem as de feudos y estam entos. La controversia acerca de la naturaleza histórica de estas m onarquías persiste desde que Engels, en una frase célebre, determ inó que eran el producto de un equilibrio de clase en tre la vieja nobleza feudal y la nueva burguesía urbana: «Sin embargo, por excepción, hay períodos en que las clases en lucha están tan equilibradas (Gleichgewicht halten), que el poder del Estado, como m ediador aparente, adquiere cierta independencia m om entánea respecto a una y otra. En este caso se halla la m onarquía absoluta de los siglos xvu y xvm , que m antenía a nivel la balanza (gegeneinander balanciert) entre la nobleza y el estado llano»2. Las m últiples reservas de este pasaje indican cierta inseguridad conceptual por parte de En­gels. Pero un detenido examen de las sucesivas formulaciones tanto de Marx como de Engels revela que una concepción simi­lar del absolutism o fue, de hecho, un rasgo relativam ente per­m anente en sus obras. Engels repitió la m isma tesis básica de form a m ás categórica en otro lugar, subrayando que «la con­dición fundam ental de la antigua m onarquía absoluta» era «el equilibrio (Gleichgewicht) en tre la nobleza terraten ien te y la

1 Véase su análisis en Passages from Antiquity to feudalism, Londres, 1974, que precede a este estudio. [Transiciones de la Antigüedad al feuda­lismo, M adrid, Siglo XXI, 1979.]

1 The origin of the family, prívate property and the State, en K. Marx y F. Engels, Selected Works, Londres, 1968, p. 588 [El origen de la fami­lia, la propiedad privada y el Estado, en K. Marx y F. Engels, Obras escogidas, M adrid, Akal, 1975, II, p. 339); K. Marx y F. Engels, Werke, volumen 21, p. 167.

burguesía»3. Evidentem ente, la clasificación del absolutism o como m ecanismo de equilibrio político entre la nobleza y la burguesía se desliza a m enudo hacia su designación im plícita o explícita en lo fundam ental como un tipo de E stado burgués en cuanto tal. Este deslizamiento es evidente, sobre todo, en el propio Manifiesto comunista, en el que la función política de la burguesía «durante el período de la m anufactura» se carac­teriza sin ninguna solución de continuidad como «contrapeso (Gegengewicht) de la nobleza en las m onarquías feudales o ab­solutas y, en general, p iedra angular (Hauptgrundlage) de las grandes m onarquías»4. La equívoca transición desde «contra­peso» a «piedra angular» aparece tam bién en otros textos. Engels pudo referirse a la época del absolutism o como la era en que «la nobleza feudal fue obligada a com prender que el período de su dominación social y política había llegado a su fin»5. Marx, por su parte, afirm ó repetidam ente que las estructuras adm inistrativas del nuevo Estado absoluto eran un instrum ento específicam ente burgués. «Bajo la m onarquía absoluta», escri­bió, «la burocracia no era m ás que el medio para p rep ara r la dominación de clase de la burguesía». Y en o tro lugar afirm ó que «el poder estatal centralizado, con sus órganos om nipoten­tes: el ejército perm anente, la policía, la burocracia, el clero y la m agistratu ra —órganos creados con arreglo a un plan de división sistem ática y jerárquica del trabajo— procede de los tiem pos de la m onarquía absoluta y sirvió a la naciente socie­dad burguesa como un arm a poderosa en sus luchas contra el feudalism o»6.

Todas estas reflexiones sobre el absolutism o eran más o menos fortu itas y alusivas: ninguno de los fundadores del m a­terialism o histórico hizo jam ás una teorización directa de las nuevas m onarquías centralizadas que surgieron en la Europa del Renacimiento. Su exacto significado se dejó al juicio de las generaciones siguientes, y, de hecho, los historiadores m arxistas

3 Zur Wohnungsfrage, en Werke, vol. 18, p. 258. [Contribución al pro­blema de la vivienda, en Obras escogidas, I, p. 636.]

* K. Marx y F. Engels, Selected Works, p. 37 [Obras escogidas, I, p. 24]; Werke, vol. 4, p. 464.

5 Uber den Verfall des Feudalismus und das Aufkommen der Bourgeoi- sie, en Werke, vol. 21, p. 398. En la frase aquí citada, la dom inación «polí­tica» es expresam ente staatliche.

‘ La prim era form ulación procede de The Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte, en Selected Works, p. 171 [El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, en Obras escogidas, I, p. 340]; la segunda es de The civil war in France, en Selected Works, p. 289 [La guerra civil en Francia, en Obras escogidas, vol. 1, p. 539],

han debatido el problem a de la naturaleza social del absolutism o hasta nuestros días. Evidentem ente, una solución correcta de este problem a es vital para nuestra com prensión de la transi­ción del feudalism o al capitalism o, y de los sistem as políticos que la caracterizaron. Las m onarquías absolutas in trodujeron unos ejércitos y una burocracia perm anentes, un sistem a nacio­nal de im puestos, un derecho codificado y los comienzos de un m ercado unificado. Todas estas características parecen ser emi­nentem ente capitalistas, y como coinciden con la desaparición de la servidum bre, institución nuclear del prim itivo m odo de producción feudal en Europa, las descripciones hechas por Marx y Engels del absolutism o como un sistem a estatal que repre­senta un equilibrio en tre la burguesía y la nobleza, o incluso un dom inio abierto del m ism o capital, han parecido con m ucha frecuencia plausibles. Sin embargo, un estudio m ás detenido de las estruc tu ras del Estado absolutista en Occidente niega inevitablem ente la validez de tales juicios. El fin de la servi­dum bre no significó por sí m ismo la desaparición de las rela­ciones feudales en el campo. La identificación de am bos fenó­menos es un e rro r común, pero es evidente que la coerción p ri­vada extraeconóm ica, la dependencia personal y la com binación del p roductor inm ediato con los instrum entos de producción, no desaparecieron necesariam ente cuando el excedente rural dejó de ser extraído en form a de traba jo o de entregas en especie para convertirse en ren ta en dinero: m ientras la propiedad agraria aristocrática cerró el paso a un m ercado libre de tierras y a la movilidad real de la m ano de obra —en o tras palabras, m ientras el traba jo no se separó de las condiciones sociales de su existencia para transform arse en «fuerza de trabajo»— , las relaciones de producción rurales continuaron siendo feuda­les. En El capital, el m ism o Marx clarificó este problem a en su correcto análisis teórico de la renta del suelo: «La transform a­ción de la ren ta en trabajo en la ren ta en productos no altera en absoluto, económicam ente hablando, la esencia de la renta de la tie rra [ ...] Entendem os aquí por ren ta en dinero [ ...] la ren ta em anada de una m era trasm utación form al de la renta en productos, del m ism o modo que esta m ism a era sólo la ren ta en traba jo transform ada [ ...] La base de esta clase de renta, a pesar de acercarse a su disolución, sigue siendo la m isma que en la ren ta en productos que constituye el punto de partida. El p roducto r directo sigue siendo, como antes, poseedor here­ditario o, de alguna o tra m anera, tradicional del suelo, y quien debe tribu tarle al terrateniente, en cuanto propietario de la tie­rra, de su condición de traba jo m ás esencial, un trabajo for­

zado excedentario, es decir, traba jo impago, efectuado sin equi­valente, en la form a de plusproducto transform ado en dine­ro » 7. Los señores que continuaron siendo propietarios de los medios de producción fundam entales en cualquier sociedad preindustrial fueron, desde luego, los nobles terratenientes. Du­ran te toda la tem prana edad m oderna, la clase económica y políticam ente dom inante fue, pues, la mism a que en la era me­dieval: la aristocracia feudal. Esta nobleza sufrió una profunda m etam orfosis durante los siglos siguientes al fin de la Edad Media, pero desde el comienzo hasta el final de la h istoria del absolutism o nunca fue desalojada de su dom inio del poder político.

Los cambios en las form as de explotación feudal que acaecie­ron al final de la época medieval no fueron en absoluto insig­nificantes; por el contrario, son precisam ente esos cambios los que m odifican las formas del Estado. El absolutism o fue esen­cialm ente eso: un aparato reorganizado y potenciado de dom i­nación feudal, destinado a m antener a las m asas cam pesinas en su posición social tradicional, a pesar y en contra de las m ejoras que habían conquistado por m edio de la am plia conm utación de las cargas. Dicho de o tra form a, el E stado absolutista nunca fue un árb itro en tre la aristocracia y la burguesía ni, m ucho menos, un instrum ento de la naciente burguesía contra la aris­tocracia: fue el nuevo caparazón político de una nobleza ame­nazada. Hace veinte años, Hill resum ía así el consenso de una generación de historiadores m arxistas, ingleses y rusos: «La m onarquía absoluta fue una form a diferente de m onarquía feu­dal, d istin ta de la m onarquía de estam entos feudales que la precedió, pero la clase dom inante continuó siendo la misma, exactam ente igual que una república, una m onarquía constitu­cional y una dictadura fascista pueden ser todas ellas formas

7 El capital, M adrid, Siglo XXI, 1975-1979, libro ii i, vol. 8, pp. 110, 113, 114. La exposición que hace Dobb de este problem a fundam ental, en su réplica a Sweezy, en el fam oso debate de los años cincuenta sobre la transición del feudalism o al capitalism o, es lúcida e incisiva: Science and Society, xiv, 2, prim avera de 1950, pp. 157-67, especialm ente 163-4 [el con­ju n to del debate, con algunas aportaciones más actuales, se recoge en Rodney Aitton, comp., The transition from feudalism to capitalism, Lon­dres, n lb , 1976; trad . cast.: La transición del capitalismo al feudalismo, Barcelona, Crítica, 1977]. La im portancia teórica del problem a es evidente. En el caso de un país como Suecia, po r ejem plo, los habituales estudios históricos todavía afirm an que «no hubo feudalismo», a causa de la ausen­cia de una servidum bre propiam ente dicha. Por supuesto, las relaciones feudales predom inaron en el campo sueco, de hecho, du ran te toda la ú ltim a era medieval.

de dominación de la burguesía» * La nueva form a del poder nobiliario estuvo determ inada, a su vez, p o r el desarrollo de la producción e intercam bio de m ercancías en las formaciones so­ciales de transición de la prim era época m oderna. A lthusser ha especificado correctam ente su carác ter en este sentido: «El ré­gimen político de la m onarquía absoluta es tan sólo la nueva form a política necesaria para el m antenim iento del dom inio y explotación feudal en un período de desarrollo de una econo­m ía de m ercado»9. Pero las dimensiones de la transform ación histórica que en traña el advenim iento del absolutism o no deben ser minim izadas de ninguna m anera. Por el contrario , es fun­dam ental com prender toda la lógica y la im portancia del cam­bio decisivo en la estruc tu ra del Estado aristocrático y de la propiedad feudal que produ jo el nuevo fenómeno del abso­lutismo.

El feudalism o como modo de producción se definía origina­riam ente por una unidad orgánica de economía y política, para­dójicam ente distribuida en una cadena de soberanías fragm en­tadas a lo largo de toda la form ación social. La institución de la servidum bre como m ecanismo de extracción del excedente fundía, en el nivel m olecular de la aldea, la explotación eco­nóm ica y la coerción político-legal. El señor, a su vez, tenía que p resta r hom enaje principal y servicios de caballería a un señor suprem o que reclam aba el dom inio últim o de la tierra . Con la conm utación generalizada de las cargas por una ren ta en dinero,

' C hristopher Hill, «Coment», Science and Society, x v i i , 4, otoño de 1953, p. 351 [La transición del feudalismo al capitalismo, cit.]. Los té r­m inos de esta afirm ación deben tra ta rse con m ucho cuidado. El carácter general y caracterizador de una época del absolutism o hace inadecuada cualquier com paración form al en tre él y los regím enes locales y excep­cionales del fascismo.

* Louis A lthusser, Montesquieu, la politique et l’histoire, París, 1969, página 117 [Montesquieu, la política y la historia, M adrid, Ciencia Nueva, 1968, p. 97]. Aquí se selecciona esta form ulación por ser reciente y rep re­sentativa. La creencia en el carác ter capitalista o cuasi capitalista del absolutism o puede encontrarse todavía, sin em bargo, de form a ocasional. Poulantzas com ete la im prudencia de clasificarlo así en su, po r o tra parte, im portante obra Pouvoir politique et classes sociales, París, 1968, páginas 169-80 [Poder político y clases sociales en el Estado capitalista, M adrid, Siglo XXI, 1972, pp. 202-211], aunque sus térm inos son vagos y ambiguos. El reciente debate sobre el absolutism o ruso en las revistas históricas soviéticas revela algunos ejem plos aislados sim ilares, aunque cronológicam ente m ás matizados; véase, por ejem plo, A. Ya. Avrej, «Rust- kii absoliutizm i evo ro l’ v utverzhdenie kapitalizm a v Rossii», Istoriya SSSR, febrero de 1968, pp. 83-104, que considera al absolutism o como «el proto tipo del E stado burgués» (p. 92). Los puntos de vista de Avrej fueron criticados con dureza en el debate posterior, y no expresan la tendencia general de la discusión.

la unidad celular de la opresión política y económica del cam­pesinado se vio gravem ente debilitada y en peligro de disolu­ción (el final de este camino sería el «trabajo libre» y el «con­tra to salarial»). El poder de clase de los señores feudales quedó, pues, directam ente am enazado por la desaparición gradual de la servidum bre. El resultado fue un desplazamiento de la coer­ción política en un sentido ascendente hacia una cima centra­lizada y m ilitarizada: el Estado absolutista. La coerción, diluida en el plano de la aldea, se concentró en el plano «nacional». El resultado de este proceso fue un aparato reforzado de poder real, cuya función política perm anente era la represión de las m asas campesinas y plebeyas en la base de la je ra rqu ía social. E sta nueva m aquinaria de Estado, sin embargo, estaba inves­tida por su propia naturaleza de una fuerza coactiva capaz de destru ir o disciplinar a individuos y grupos dentro de la misma nobleza. Como veremos, la llegada del absolutism o nunca fue, para la propia clase dom inante, un suave proceso de evolución, sino que estuvo m arcada por rup tu ras y conflictos extrem ada­m ente duros en el seno de la aristocracia feudal, a cuyos inte­reses colectivos en últim o térm ino servía. Al m ism o tiempo, el com plem ento objetivo de la concentración política del poder en la cúspide del orden social, en una m onarquía centralizada, fue la consolidación, por debajo de ésta, de las unidades de p ro ­piedad feudal. Con el desarrollo de las relaciones m ercantiles, la disolución de los lazos prim arios entre la explotación eco­nómica y la coerción político-legal condujo no sólo a una cre­ciente proyección de esta ú ltim a sobre la cúspide m onárquica del sistem a social, sino tam bién a un fortalecim iento compen­satorio de los títulos de propiedad que garantizaban aquella explotación. En o tras palabras: con la reorganización del sis­tem a político feudal en su totalidad, y la disolución del sistem a original de feudos, la propiedad de la tierra tendió a hacerse progresivam ente menos «condicional», al tiem po que la sobe­ranía se hacía correlativam ente más «absoluta». El debilita­m iento de las concepciones medievales de vasallaje se desarrolló en am bas direcciones: m ientras confería a la m onarquía unos poderes nuevos v extraordinarios, em ancipó las propiedades de la nobleza de sus tradicionales limitaciones. En la nueva época, la propiedad agraria adoptó silenciosam ente una form a alodial (para u sar un térm ino que habría de volverse anacrónico en un clima juríd ico transform ado). Los m iem bros individuales de la clase aristocrática, que perdieron progresivam ente los dere­chos políticos de representación en la nueva era, reg istraron avances en la propiedad, como reverso del mismo proceso his­

tórico. El efecto final de esta redistribución del poder social de la nobleza fueron la m aquinaría de Estado y el orden jurídico absolutistas, cuya coordinación habría de aum entar la eficacia del dom inio aristocrático al reducir a un cam pesinado no ser­vil a nuevas form as de dependencia y explotación. Los estados m onárquicos del Renacim iento fueron, ante todo y sobre todo, instrum entos m odernizados para el m antenim iento del dominio nobiliario sobre las m asas rurales.

Al mismo tiempo, sin embargo, la aristocracia tenía que adaptarse a un nuevo antagonista: la burguesía m ercantil que se había desarrollado en las ciudades medievales. Ya se ha visto que fue precisam ente la introm isión de esta tercera presencia lo que im pidió que la nobleza occidental a ju stara cuentas con el cam pesinado al modo oriental, esto es, aniquilando su resis­tencia y encadenándolo al señorío. La ciudad medieval pudo desarrollarse gracias a la dispersión jerárqu ica de la soberanía en el modo de producción feudal, que había liberado a las eco­nomías urbanas de la dom inación directa de una clase domi­nante r u r a l10. En este sentido, como ya hemos visto, las ciu­dades nunca fueron exógenas al feudalism o de Occidente. De

10 El fam oso debate entre Sweezy y Dobb, con las contribuciones de Takahashi, H ilton y Hill, en Science and Society, 1950-53 [La transición del feudalismo al capitalismo, cit.], es hasta ahora el único tra tam ien to m arxista sistem ático de los problem as fundam entales de la transición del feudalism o al capitalism o. En un im portan te aspecto, sin embargo, este debate gira en torno a un problem a falso. Sweezy argum entó (siguiendo a Pirenne) que el «prim er motor» de la transición fue un agente «externo» de disolución, esto es, los enclaves urbanos que destruyeron la economía agraria feudal po r la expansión del intercam bio m ercantil en las ciuda­des. Dobb replicó que el im pulso hacia la transición debe situarse den tro de las contradicciones de la propia economía agraria, generadoras de una diferenciación social del cam pesinado y de la expansión del pequeño pro­ductor. En un ensayo posterior sobre el m ism o tem a, V ilar form uló ex­plícitam ente el problem a de la transición como un problem a de determ i­nación de la correcta com binación de cam bios agrarios «endógenos» y com erciales-urbanos «exógenos», a la vez que insistía po r su parte en la im portancia de la economía m ercantil atlántica del siglo xvi: «Problems in the form ation of capitalism », Past and Present, 10, noviem bre de 1956, páginas 33-34. [«El problem a de la form ación del capitalismo», en Creci­miento y desarrollo, Barcelona, Ariel, 1974.] En un im portan te y reciente estudio, «Town and country in the transition to capitalism » [New Left Review, 93, septiem bre-octubre de 1975; incluido tam bién en La transición del feudalismo al capitalismo, cit.], John M errington ha resuelto esta an ti­nomia dem ostrando la verdad básica de que el feudalism o europeo —lejos de constitu ir una economía exclusivam ente agraria— es el primer modo de producción de la historia que concede un lugar estructural autónom o a la producción y al comercio urbanos. En este sentido, el crecim iento de las ciudades en el feudalism o de E uropa occidental es una evolución tan «interna» como la disolución del señorío.

hecho, la condición fundam ental de su existencia fue la «desto­talización» única de la soberanía en el m arco del poder politico­económico del feudalismo. De ahí la resistencia de las ciudades de Occidente a lo largo de la peor crisis del siglo xiv, que •rru in ó tem poralm ente a tantas fam ilias patricias de las urbes m editerráneas. Los Bardi y Peruzzi se hundieron en Florencia, m ientras Siena y Barcelona decaían; pero Augsburgo, Génova y Valencia iniciaban precisam ente su ascenso. D urante la depre­sión feudal se desarrollaron im portantes industrias urbanas, ta­les como del hierro, el papel y los textiles. Considerada a dis­tancia, esta vitalidad económica y social actuó como una in ter­ferencia objetiva y constante en la lucha de clases por la tierra, y bloqueó cualquier solución regresiva que pudieran darle los nobles.. Es significativo, en efecto, que los años transcurridos en tre 1450 y 1500, que presenciaron los prim eros pasos de las m onarquías absolutas unificadas de Occidente, fueran tam bién los años en que se superó la crisis larga de la economía feudal gracias a una nueva combinación de los factores de producción, en tre los que, por vez prim era, jugaron un papel principal los •vanees tecnológicos específicam ente urbanos. El conjunto de inventos que coincide con el gozne situado entre las épocas «medieval» y «moderna» es dem asiado bien conocido para vol­ver a d iscutirlo aquí. El descubrim iento del proceso seiger para •ep ara r la p lata del m ineral de cobre reabrió las m inas de E uropa central y provocó un nuevo flujo de m etales en la eco­nom ía internacional; la producción m onetaria de Europa cen­tra l se quintuplicó en tre 1460 y 1530. El desarrollo de los caño­nes de bronce convirtió a la pólvora, por vez prim era, en el arm a de guerra decisiva, y redujo a puro anacronism o las de­fensas de los castillos señoriales. El invento de los tipos móviles produjo la llegada de la im prenta. La construcción de galeones de tres m ástiles y con timón a popa hizo los océanos navega­bles para las conquistas u ltram arin a su . Todos estos inventos

11 Sobre cañones y galeones, véase Cario Cipolla, Guns and sails in the early phase of European expansión, 1400-1700, Londres, 1965 [Cañones

v s en la primera fase de la expansión europea, 1400-1700, Barcelona Ariel, 1967], Sobre la im prenta, las reflexiones recientes m ás audaces aunque dañadas por la m onom anía hab itual en los h istoriadores de la tecnología, son las de E lizabeth L. E isenstein, «Some conjectures about the im pact of p n n ting of W estern society and thought: a prelim inary report», Journal of Modern History, marzo-diciembre de 1968, pp. 1-56. v «The advent of p rin ting and the problem of the Renaissance», Past and Present, 45, noviem bre de 1969, pp. 19-89. Los descubrim ientos técnicos más im portantes de esta época pueden considerarse, en cierto sentido, como variaciones dentro de un m ism o campo, el de las comunicaciones. Afectan, respectivam ente, al dinero, el lenguaje, los viajes y la guerra

técnicos decisivos, que echaron los fundam entos del Renaci­m iento europeo, se concentraron en la segunda m itad del si­glo xv, y fue entonces, hacia 1470, cuando al fin cedió en Francia e Inglaterra la secular depresión agrícola.

E sta fue precisam ente la época en que acaeció, en un país tras otro, un repentino y sim ultáneo resurgim iento de la au to­ridad y la unidad políticas. Desde lo más hondo del trem endo caos feudal y de las convulsiones de las guerras de las Rosas, de la guerra de los Cien Años y de la segunda guerra civil de Castilla, las p rim eras m onarquías «nuevas» se irguieron, prác­ticam ente al m ismo tiempo, durante los reinados de Luis XI en Francia, Fem ando e Isabel en España, Enrique VII en In­glaterra y M aximiliano en Austria. Así, cuando los estados absolutistas quedaron constituidos en Occidente, su estruc tu ra estaba determ inada fundam entalm ente por el reagrupam iento feudal contra el campesinado, tras la disolución de la servidum ­bre; pero estaba sobredeterm inada secundariam ente por el auge de una burguesía urbana que, tras una serie de avances técni­cos y comerciales, estaba desarrollando ya las m anufacturas preindustriales en un volumen considerable. Este im pacto se­cundario de la burguesía urbana sobre las form as del Estado absolutista fue lo que Marx y Engels in tentaron cap ta r con los erróneos conceptos de «contrapeso» y «piedra angular». De he­cho, Engels expresó la verdadera relación de fuerzas con bas­tante exactitud en más de una ocasión: al hab lar de los nuevos descubrim ientos m arítim os y de las industrias m anufactureras del Renacimiento, Engels escribió que «a esta gran transfor­mación de las condiciones económicas vitales de la sociedad no siguió em pero en el acto un cam bio correspondiente de su articulación política. El orden estatal siguió siendo feudal m ientras la sociedad se hacía cada vez más burguesa» a. La

que serán, en una época posterior, los grandes tem as filosóficos de la Ilustración.

“ Anti-Dührirtg, Moscú, 1947, p. 126 [Anti-Dühring, en Max y Engels, Obras, vol. 35, Barcelona, Critica, 1977, p. 108]; véanse tam bién las pá­ginas 186-7 [p. 169], donde se mezclan form ulaciones correctas e incorrec­tas. Hill cita estas páginas en su «Comentario» para exculpar a Engels de los errores del concepto de «equilibrio». En general, es posible encon­tra r textos de Marx y Engels en los que se define el absolutism o de form a más adecuada que en los textos citados anteriorm ente. (Por ejem plo, en el m ism o Manifiesto comunista hay una referencia directa al «absolutismo feudal»: Selected Works, p. 56 [Obras escogidas, i, p. 33]; véase tam bién el artícu lo de Marx «Die m oralisierende K ritik und die kn tisierende Mo­ral». de 1847, en Werke, vol. 4, pp. 347, 352-3.) Difícilmente podría ser de o tra form a, dado que la consecuencia lógica de bautizar a los estados absolu tistas como burgueses o sem iburgueses sería negar la naturaleza

amenaza del m alestar campesino, tácitam ente constitutiva del Estado absolutista, se vio así acom pañada siem pre por la p re­sión del capital m ercantil o m anufacturero dentro del conjunto de las economías occidentales, para m oldear los contornos del poder de la clase aristocrática en la nueva era. La form a pecu­liar del Estado absolutista en Occidente se deriva de esta doble determ inación.

Las fuerzas duales que p rodujeron las nuevas m onarquías de la Europa renacentista encontraron una sola condensación jurídica. El resurgim iento del derecho rom ano, uno de los gran­des movimientos culturales del período, correspondía am bigua­m ente a las necesidades de las dos clases sociales cuyo poder y categoría desiguales dieron form a a las estruc tu ras del Estado absolutista en Occidente. En sí mismo, el conocim iento renovado de la ju risprudencia rom ana databa ya de la Baja Edad Media. El enorm e desarrollo del derecho consuetudinario nunca había suprim ido el recuerdo y la práctica del derecho civil rom ano en la península que poseía su m ás larga tradición, Italia. Fue precisam ente en Bolonia donde Irnevio, «antorcha del derecho», había comenzado de nuevo el estudio sistem ático de las codi­ficaciones de Justiniano, a comienzos del siglo xil. La escuela de glosadores por él fundada reconstruyó y clasificó m etódicam en­te el legado de los ju ristas rom anos para los cien años siguien­tes. Su obra fue continuada, en los siglos xiv y xv, por los «co-

y la realidad de las propias revoluciones burguesas en E uropa occidental. Pero no hay duda de que, en medio de una confusión recurrente, el sentido principal de sus com entarios iba en la línea del concepto del «contrapeso», con el deslizam iento concom itante hacia el de la «piedra an­gular». No hay ninguna necesidad de ocu ltar este hecho. El inm enso res­peto político e intelectual que debem os a Marx y a Engels es incom patible con ninguna piedad hacia ellos. Sus errores —a m enudo m ás reveladores que las verdades de o tros— no deben eludirse, sino que deben ser iden­tificados y superados. Hay que hacer, adem ás, o tra advertencia. D urante largo tiem po ha estado de m oda despreciar la contribución relativa de Engels a la creación del m aterialism o histórico. Para aquellos que todavía se inclinan a acep tar esta noción recibida, es necesario decir tranquila y escandalosam ente: los juicios históricos de Engels son casi siem pre superiores a los de Marx; poseía un conocim iento m ás profundo de la h isto ria europea y una percepción m ás precisa de sus sucesivas y más notables estructuras. En toda la ob ra de Engels no hay nada que pueda com pararse con las ilusiones y prejuicios de los que en ocasiones fue capaz Marx en el cam po de la h istoria, como en la fantasm agórica Secret diplomatic history of the eighteenth century [La diplomacia secreta M adrid, Taller de Sociología, 1979], (No es necesario insistir en la supre­macía de la contribución global de Marx a la teoría general del m ateria­lism o histórico.) La esta tu ra de Engels en sus escritos históricos es, p re­cisam ente, lo que hace oportuno llam ar la atención sobre sus errores específicos.

m entaristas», m ás preocupados por la aplicación contem poránea de las norm as legales rom anas que por el análisis académ i­co de sus principios teóricos, y que, en el proceso de adap ta r el derecho rom ano a las condiciones drásticam ente transform adas de su tiempo, corrom pieron su prístina form a limpiándolo a la vez de sus contenidos particu laristas l3. Paradójicam ente, la mis­m a infidelidad de sus trasposiciones de la ju risprudencia latina «universalizó» a ésta al suprim ir las num erosas partes del dere­cho civil rom ano que estaban estrictam ente relacionadas con las condiciones históricas de la Antigüedad (por ejemplo, su exhaustivo tratam ien to de la esclavitud) M. A p a rtir de su pri­m er redescubrim iento en el siglo x il, los conceptos legales ro­m anos com enzaron a extenderse gradualm ente hacia el exterior de Italia. A finales de la Edad Media, ningún país im portante de Europa occidental estaba al m argen de este proceso. Pero la «recepción» decisiva del derecho rom ano —su triunfo ju rí­dico general— ocurrió en la era del Renacimiento, correlativa­m ente con la del absolutism o. Las razones económicas de su profundo im pacto fueron dobles y reflejaban la contradictoria naturaleza del m ism o legado original rom ano.

Económ icamente, la recuperación e introducción del dere­cho civil clásico favoreció, fundam entalm ente, el desarrollo del capital libre en la ciudad y en el campo, puesto que la gran nota distintiva del derecho civil rom ano había sido su concep­ción de una propiedad privada absoluta e incondicional. La con­cepción clásica de la propiedad qu iritaria se había hundido prácticam ente en las oscuras profundidades del prim er feuda­lismo. Como se ha dicho antes, el modo de producción feudal se definía precisam ente por los principios juríd icos de una pro­piedad «escalonada» o condicional, que servía de com plem ento a su soberanía fragm entada. Este esta tu to de la propiedad se adaptaba bien a la economía abrum adoram ente natu ra l que

“ Véase H. D. Hazeltine, «Román and canon law in the Middle Ages», The Cambridge Medioeval History, V, Cambridge, 1968, pp. 737-41. El cla­sicismo renacentista habría de ser muy crítico, consecuentem ente con la obra de los com entaristas.

14 «Pero debido a la aplicación de ese derecho a hechos juríd icos ente­ram ente diversos, desconocidos por la Antigüedad, se planteó la tarea de "constru ir el hecho jurídicam ente, sin contradicción ninguna", y esa preocupación pasó casi de modo absoluto al p rim er plano y, con ella, apareció la concepción del derecho ahora dom inante, como un com plejo com pacto de "norm as", lógicam ente exento de contradicción y de lagu­nas, que debe ser "aplicado"; y esa concepción resultó ser la única decisiva para el pensam iento jurídico.» Weber, Economy and society, XI, p. 855 t Economía y sociedad, México, f c e , 1974, i, p. 6¿5],

emergió en la Edad Oscura, aunque nunca fue com pletam ente idónea para el sector urbano que se desarrolló en la economía medieval. El resurgir del derecho rom ano durante la Edad Media condujo, pues, a un esfuerzo de los ju ristas por «solidi­ficar» y delim itar los conceptos de propiedad, inspirados por los preceptos clásicos ahora disponibles. Uno de estos intentos fue el descubrim iento, a finales del siglo x n , de la distinción entre dom inium directum y dom inium utile para explicar la existencia de una jerarqu ía de vasallaje y, por tanto, de una m ultiplicidad de derechos sobre la m ism a tie rra 15. O tro fue la característica noción medieval de «setsin», concepción interm e­dia en tre la «propiedad» y la «posesión» latinas, que garantizaba la protección de la propiedad contra las apropiaciones casuales y las reclam aciones conflictivas, a la vez que m antenía el p rin­cipio feudal de los m últiples títulos para el m ism o objeto; el derecho de *seisin» nunca fue exclusivo ni p e rp e tu o 16. La reapa­rición plena de la idea de una propiedad privada absoluta de la tie rra fue un producto de la prim era época m oderna: hasta que la producción y el intercam bio de m ercancías no alcan­zaron unos niveles sem ejantes o superiores a los de la Anti­güedad —tan to en la agricultura como en las m anufacturas— , los conceptos juríd icos creados para codificarlos no pudieron encontrar de nuevo su propia justificación. La máxim a de su­perficies solo cedit —propiedad de la tie rra singular e incondi­cional— volvió a ser por segunda vez un principio operativo (aunque todavía no dom inante) en la propiedad agrícola, pre­cisam ente a causa de la expansión de las relaciones m ercantiles en el campo, que habrían de caracterizar la larga transición del feudalism o al capitalism o en Occidente. En las m ism as ciuda­des, había crecido espontáneam ente duran te la Edad Media un derecho com ercial relativam ente desarrollado. En el seno de la economía urbana, el intercam bio de m ercancías había alcanzado un considerable dinam ism o en la época medieval y, en algunos aspectos im portantes, sus form as de expresión legal estaban m ás avanzadas que sus mismos precedentes rom anos: por ejem ­plo, en el derecho protom ercantil y en el derecho m arítim o.

15 Sobre esta discusión, véase J.-P. Lévy, Histoire de la proprieté, París, 1972, pp. 44-6. O tra consecuencia irónica de los esfuerzos p o r encon­tra r una nueva claridad juríd ica, inspirada po r las investigaciones me­dievales en los códigos rom anos, fue, naturalm ente, la aparición de la definición de los siervos como glebae adscripti.

16 Sobre la recepción del concepto de seisitt, véase P. V inogradoff, Román law in mediaeval Europe, Londres, 1909, pp. 74-7, 86, 95-6; Lévy, Histoire de la propriété, pp. 50-2.

Pero no había aquí tam poco ningún m arco uniform e de teoría ni procedim iento legales. La superioridad del derecho rom ano para la práctica m ercantil en las ciudades radica, pues, no sólo en sus claras nociones de propiedad absoluta, sino tam bién en sus tradiciones de equidad, sus cánones racionales de prueba y su hincapié en una jud icatu ra profesional, ventajas que los tribunales consuetudinarios norm alm ente no eran capaces de p ro p o rc io n ar17. La recepción del derecho rom ano en la Europa renacentista fue, pues, un signo de la expansión de las relacio­nes capitalistas en las ciudades y en el campo: económicamente, respondía a los intereses vitales de la burguesía com ercial y m anufacturera. En Alemania, país en el que el im pacto del derecho rom ano fue m ás dram ático, porque sustituyó ab rup ta­m ente a los tribunales locales, en el propio hogar del derecho consuetudinario teutónico, durante los siglos xv y xvi, el ím petu inicial para su adopción tuvo lugar en las ciudades del su r y el oeste, y provino desde abajo a través de la presión de litigantes urbanos por un derecho juríd ico claro y p ro fesional18. Sin em­bargo, este derecho fue adoptado m uy pronto por los príncipes alemanes, y aplicado en sus territo rios en una escala m ucho m ayor y al servicio de fines muy diversos.

Porque, políticam ente, el resurg ir del derecho rom ano corres­pondía a las exigencias constitucionales de los E stados feuda­les reorganizados de la época. De hecho, no puede haber ningu­na duda de que, a escala europea, el determ inante principal de la adopción de la ju risprudencia rom ana radica en el giro de los gobiernos m onárquicos hacia el increm ento de los poderes

17 La relación del an terio r derecho medieval con el rom ano en las ciudades todavía necesita considerable investigación. El relativo avance de las norm as legales que rigen las operaciones en commenda y el co­m ercio m arítim o en la Edad Media, no es sorprendente: el m undo ro ­m ano, como ya hem os visto, carecía de com pañías em presariales y ab ar­caba a un M editerráneo unificado. Por tanto , no había ninguna razón para desarro llar ni las unas ni las o tras. Por o tra parte , el tem prano estudio del derecho rom ano en las ciudades italianas sugiere que lo que en tiem pos del Renacim iento aparecía como práctica contractual «me­dieval» podría haberse inspirado originariam ente en preceptos legales derivados de la Antigüedad. V inogradoff no tie*e ninguna duda de que el derecho con tractual rom ano ejerció una influencia directa en los códi­gos de negocios de los burgueses urbanos duran te la Edad Media: Román law in medioeval Europe, pp. 79-80, 131. En la Edad Media, la propiedad inm ueble urbana, con su «posesión libre», siem pre estuvo más cerca de las norm as rom anas que la propiedad ru ra l, como es obvio.

11 Wolfgang Kunkell, «The reception of rom án law in Germany: an in terpretation», y Georg Dahm, «On the reception of Román and Ita lian law in Germany», en G. S trauss, comp., Pre-Reformation Germany, Lon­dres, 1972, pp. 271, 274-6, 278, 284-92.

centrales. Hay que recordar que el sistem a legal rom ano com­prendía dos sectores distintos y aparentem ente contrarios: el derecho civil, que regulaba las transacciones económicas entre los ciudadanos, y el derecho público, que regía las relaciones políticas en tre el Estado y sus súbditos. El prim ero era el jus, el segundo la lex. El carác ter juríd icam ente incondicional de la propiedad privada, consagrado por el prim ero, encontró su equivalente contradictorio en la naturaleza form alm ente abso­luta de la soberanía impe ial ejercida por el segundo, al menos desde el Dominado en adelante. Los principios teóricos de este im perium político fueron los que ejercieron una influencia y una atracción profundas sobre las nuevas m onarquías del Rena­cimiento. Si la revitalización de la noción de propiedad q u in ­taría traducía y, sim ultáneam ente, prom ovía el crecim iento general del intercam bio m ercantil en las economías de transi­ción de aquella época, el resurgim iento de las prerrogativas au toritarias del Dominado expresaba y consolidaba la concen­tración del poder de la clase aristocrática en un aparato de Es­tado centralizado que era la reacción noble frente a aquél. El doble m ovimiento social inserto en las estruc tu ras del absolu­tism o occidental encontró así su concordancia juríd ica en la reintroducción del derecho rom ano. La famosa máxima de Ul- piano —quod principi placuit legis habet vicem, «la voluntad del príncipe tiene fuerza de ley»— se convirtió en un ideal cons­titucional en las m onarquías renacentistas de todo el Occiden­te 19. La idea com plem entaria de que los reyes y príncipes estaban ab legibus solutus, o libres de las obligaciones legales anteriores, proporcionó las bases juríd icas para anu lar los pri­vilegios medievales, ignorar los derechos tradicionales y some­te r las libertades privadas.

En o tras palabras, el auge de la propiedad privada desde abajo, se vio equilibrado por el aum ento de la autoridad pública desde arriba, encarnada en el poder discrecional del m onarca. Los estados absolutistas de Occidente apoyaron sus nuevos fi­nes en precedentes clásicos: el derecho rom ano era el arm a intelectual más poderosa que tenían a su disposición para sus característicos program as de integración territo ria l y centralis­m o adm inistrativo. De hecho, no fue accidental que la única m onarquía medieval que lograse una com pleta emancipación de las ataduras representativas o corporativas fuese el papado,

“ Un ideal, pero en modo alguno el único: como veremos, la com­pleja práctica del absolutism o estuvo muy lejos de corresponder a la m áxima de Ulpiano.

prim er sistem a político de la Europa feudal que utilizó en eran escala la jurisprudencia rom ana con la codificación del derecho canónico en los siglos x n y x m . La afirm ación de una plenitudo potestatis del papa den tro de la Iglesia estableció el precedente para las pretensiones posteriores de los príncipes seculares, realizadas a menudo, precisam ente, contra las des­orbitadas aspiraciones religiosas. Por o tra parte , y del mismo m odo que los abogados canonistas del papado fueron los que construyeron e hicieron funcionar sus am plios controles adm i­nistrativos sobre la Iglesia, fueron los burócratas semiprofesio- nales adiestrados en el derecho rom ano quienes proporcionaron los servidores ejecutivos fundam entales de los nuevos estados m onárquicos. De form a característica, las m onarquías absolu­tas de Occidente se asentaron en un cualificado estra to de legistas que proveían de personal a sus m aquinarias adm in istra­tivas: los letrados en España, los m aitres des requétes en Francia, los doctores en Alemania. Im buidos en las doctrinas rom anas de la autoridad del príncipe para decretar y en las con­cepciones rom anas de las norm as legales unitarias, estos buró­cratas-juristas fueron los celosos defensores del centralism o real en el crítico prim er siglo de la construcción del Estado absolutista.

La im pronta de este cuerpo internacional de legistas, m ás que cualquier o tra fuerza, fue la que rom anizó los sistem as jurídicos de Europa occidental durante el Renacimiento. Pues la tran s­formación del derecho reflejaba inevitablem ente la distribución del poder en tre las clases poseedoras de la época: el absolutis­mo, en cuanto aparato de Estado reorganizado de la dominación nobiliaria, fue el arquitecto central de la recepción del derecho rom ano en Europa. Incluso allí donde las ciudades autónom as iniciaron el movimiento, como en Alemania, fueron los prínci­pes quienes se apoderaron de él y lo dom esticaron; y allí donde el poder real fue incapaz de im poner el derecho civil, como en Inglaterra, éste no pudo echar raíces en el m edio urbano En

20 El derecho rom ano nunca fue adoptado en Inglaterra , a causa, espe­cialmente, de la tem prana centralización del E stado anglonorm ando, cuya unidad adm inistrativa hizo a la m onarquía inglesa relativam ente indife­rente a las ventajas del derecho civil du ran te su difusión medieval; véanse los pertinentes com entarios de N. Cantor, Mediaeval history, Lon­dres, 1963, pp. 345-9. A comienzos de la época m oderna, las dinastías T udor y E stuardo in trodu jeron nuevas instituciones juríd icas de derecho civil (Cám ara estrellada, Almirantazgo, Cancillería), pero en últim o te r­mino fueron incapaces de prevalecer sobre el derecho consuetudinario: tras los fuertes conflictos en tre am bos a principios del siglo xvil, la revolución inglesa de 1640 selló la victoria del últim o. Para algunas refle-

el proceso sobredeterm inado de renacim iento de lo rom ano, la presión política de los Estados dinásticos tuvo la prim acía: las exigencias de «claridad» m onárquica dom inaron a las de «se­guridad» m ercan til21. Aunque todavía extrem adam ente im per­fecto e incompleto, el crecim iento en racionalidad form al de los sistem as legales de la prim era Europa m oderna fue obra preponderantem ente, del absolutism o aristocrático.

El principal efecto de la modernización juríd ica fue, pues el reforzam iento del dominio de la clase feudal tradicional. La aparente paradoja de este fenómeno quedó reflejada en toda la estruc tu ra de las m onarquías absolutas, construcciones exó­ticas e híbridas cuya fachada «moderna» traicionaba una y o tra vez un subterráneo arcaísm o. Esto puede verse con toda cla­ridad en el estudio de las innovaciones institucionales que anun­ciaron y tipificaron su llegada: ejército, burocracia, im puestos, comercio, diplomacia. Podemos pasar revista brevem ente a cada una de ellas. Se ha señalado con frecuencia que el Estado abso­lu tista echó los cim ientos del ejército profesional, que creció inm ensam ente en tam año con la revolución m ilitar introducida en lo siglos xvi y xvu por M auricio de Orange, Gustavo Adolfo y W allenstein (instrucción y línea de infantería por el holandés; carga de caballería y sistem a de pelotones por el sueco; m ando único vertical por el checo) n . Los ejércitos de Felipe II conta­ban con unos 60.000 hom bres, m ientras que los de Luis XIV cien anos después, tenían hasta 300.000. Tanto la form a como la función de esas tropas divergía enorm em ente de la que más adelante sería característica del m oderno Estado burgués. No constituían norm alm ente un ejército nacional obligatorio, sino una m asa m ixta en la que los m ercenarios extranjeros desem­peñaban un papel constante y central. Estos m ercenarios se reclutaban, significativam ente, en zonas que quedaban fuera del perím etro de las nuevas m onarquías centralizadas, frecuente-

xiones sobre este proceso, véase W. H oldsw orth, A history of English law, lv, Londres, 1924, pp. 284-5.

11 E stos son los dos térm inos utilizados por Weber para señalar los respectivos intereses de las dos fuerzas in teresadas en la rom anización «Por regla general, los funcionarios asp iran a la "claridad”; las capas burguesas a la segundad" de la aplicación del derecho.» Véase su exce- li te gumen ación m Economy and society, n , pp. 847-8 [Economía y sociedad I, pp 629-30]

“ Michael R oberts. «The m ilitary révolution, 1560-1660», en Essays in Swedi story, Londres, 1967, pp. 195-225, que es un libro fundam ental Gustavus Adolphus: a history of Sweden, 1611-1632, vol. I I . Londres. 1958, páginas 169-89. R oberts quizá sobrevalora el crecim iento cuantitativo de los ejércitos en esta época.

mente en regiones m ontañosas que se especializaban en pro­veerlos- los suizos fueron los gurkas de los prim eros tiempos de la Europa m oderna. Los ejércitos franceses, holandeses, es­p a ñ o le s . austríacos o ingleses incluían a suabos, albaneses, sui­zos, irlandeses, galeses, turcos, húngaros o ita lian o s23. La razón social m ás obvia del fenómeno m ercenario fue, por supuesto, la natu ral negativa de la clase noble a a rm ar en masa a sus propios campesinos. «Es prácticam ente im posible ad iestra r a todos los súbditos de una república en las artes de la guerra, y al m ismo tiem po conservarlos obedientes a las leyes y a los magistrados», confesaba Jean Bodin. «Esta fue, quizá, la p rin­cipal razón por la que Francisco I disolvió los siete regim ientos, cada uno de 6.000 infantes, que había creado en este reino» 24. A la inversa, podía confiarse en las tropas m ercenarias, desco­nocedoras incluso de la lengua de la población local, para extir­par la rebelión social. Los Landsknechten alem anes se enfren ta­ron con los levantam ientos campesinos de 1549 en Inglaterra, en la zona oriental del país, m ientras los arcabuceros italianos aseguraban la liquidación de la rebelión ru ral en la zona occi­dental; la guardia suiza ayudó a rep rim ir las guerrillas de bolo- ñeses y camisards de 1662 y 1702 en Francia. La im portancia fundam ental de los m ercenarios desde Gales a Polonia, cada vez m ás visible desde finales de la E dad Media, no fue sim­plem ente un expediente provisional del absolutism o en el des­pun tar de su existencia, sino que lo m arcó hasta el m ismo mo­m ento de su desaparición en Occidente. A finales del siglo xvm , incluso después de la introducción de la recluta obligatoria en los principales países europeos, hasta dos tercios de cualquier ejército «nacional» podían esta r form ados por soldadesca ex­tran je ra asa la riad a2S. El ejem plo del absolutism o prusiano —que com praba y secuestraba su m ano de obra fuera de sus fronteras utilizando la subasta y la leva por la fuerza— es un recuerdo de que no había necesariam ente una clara diferencia en tre ambos.

Al mismo tiempo, sin embargo, la función de estas vastas y nuevas m asas de soldados era tam bién claram ente diferente de la función de los posteriores ejércitos capitalistas. H asta ahora

23 El ensayo de V íctor K iernan, «Foreing m ercenaries and absolute monarchy», Past and present, 11, abril de 1957, pp. 66-86. reim preso en T. Aston (comp.), Crisis in Europe, 1560-1660, Londres, 1965, pp. 117-40, es un estudio incom parable del fenóm eno m ercenario, al que poco se ha añadido después.

" Jean Bodin, Les six livres de la République, París, 1578, p. 669.a W alter Dorn, Competition for empire, Nueva York, 1940, p. 83.

no existe ninguna teoría m arxista de las cam biantes funciones sociales de la guerra en los diferentes modos de producción. No es éste el lugar para estud iar ese tema. Con todo, puede afirm arse que la guerra era, posiblem ente, el modo m ás racional y más rápido de que disponía cualquier clase dom inante en el feudalism o para expandir la extracción de excedente. Es cierto que ni la productividad agrícola ni el volumen del comercio quedaron estancados durante la Edad Media. Para los señores, sin embargo, crecían muy lentam ente en com paración con las repentinas y masivas «cosechas» que producían las conquistas territoriales, de las que las invasiones norm andas de Inglaterra o Sicilia, la tom a angevina de Nápoles o la conquista castellana de Andalucía fueron sólo los ejem plos más espectaculares. E ra lógico, pues, que la definición social de la clase dom inante feudal fuese m ilitar. La específica racionalidad económica de la guerra en esa formación social es la maximización de la rique­za, y su papel no puede com pararse al que desem peña en las formas desarrolladas del modo de producción que le sucede, dom inado por el ritm o básico de la acumulación del capital y por el «cambio incesante y universal» (Marx) de los fundam en­tes económicos de toda form ación social. La nobleza fue una clase terraten ien te cuya profesión era la guerra: su vocación social no era un m ero añadido externo, sino una función in trín ­seca a su posición económica. El medio norm al de la com peten­cia in tercapitalista es económico, y su estruc tu ra es típicam ente aditiva: las partes rivales pueden expandirse y prosperar —aun­que de form a desigual— a lo largo de una m ism a confrontación, porque la producción de m ercancías m anufacturadas es ilim ita­da por naturaleza. Por el contrario , el medio típico de la con­frontación interfeudal era m ilitar y su estruc tu ra siem pre era, potencialm ente, la de un conflicto de sum a nula en el campo de batalla, por el que se perdían o ganaban cantidades fijas de tierras. Esto es así porque la tie rra es un monopolio natural: sólo se puede redividir, pero no extender indefinidam ente. El objeto categorial de la dominación nobiliaria era el territorio , independientem ente de la com unidad que lo habitase. Los perí­m etros de su poder estaban definidos por la tie rra como tal, y no por el idioma. La clase dom inante feudal era, pues, esencial­m ente móvil en un sentido en que clase dom inante capitalista nunca pudo serlo después, porque el mismo capital es par exce- Henee internacionalm ente móvil y perm ite que sus propietarios estén fijos nacionalm ente; pero la tie rra es nacionalm ente in­móvil y los nobles tienen que viajar para tom ar posesión de ella. Cualquier baronía o dinastía podía, así, transferir su resi-

vncia de un confín a o tro del continente sin su frir por ello ninguna dislocación. Los linajes angevinos podían gobernar indi­ferentem ente en Hungría, Ing laterra o Nápoles; los norm andos en Antioquía, Sicilia o Inglaterra; los borgoñones en Portugal o Zelanda; los luxem burgueses en las tierras del Rin o en Bo­hem ia- los flamencos en Artois o Bizancio; los H absburgo en Austria, los Países Bajos o España. En esas variadas tierras no era preciso que señores y campesinos com partieran una len­gua común. No existía solución de continuidad en tre los terri­torios públicos y los dominios privados, y el medio clásico para su adquisición era la guerra, encubierta de form a invariable bajo reclam aciones de legitim idad religiosa o genealógica. La guerra no era el «deporte» de los príncipes, sino su destino. Más allá de la lim itada diversidad de caracteres e inclinaciones individuales, la guerra les a tra ía inexorablem ente como una ne­cesidad social de su estado. Para Maquiavelo, cuando estudia la Europa de comienzos del siglo xvi, la ú ltim a norm a de su ser era una verdad tan obvia e inevitable como la existencia del cielo por encim a de sus cabezas: «Un príncipe, pues, no debe tener o tro objeto ni o tro pensam iento, ni cultivar o tro arte más que la guerra, el orden y la disciplina de los ejércitos, porque éste es el único a rte que se espera ver ejercido p o r el que manda»

Los estados absolutistas reflejaban esa racionalidad arcaica en su más íntim a estructura. E ran m áquinas construidas espe­cialm ente para el campo de batalla. Es significativo que el pri­m er im puesto regular de ám bito nacional establecido en Fran­cia, la taille royale, se recaudara para financiar las prim eras unidades m ilitares regulares de Europa, las compagnies d'or- donnance de mediados del siglo xv, cuya prim era unidad estaba com puesta por aventureros escoceses. A mediados del siglo xvi, el 80 por 100 de las rentas del Estado español se destinaban a gastos m ilitares. Vicens Vives pudo escrib ir que: «el im pulso hacia la m onarquía adm inistrativa a la m oderna se inicia en el occidente de Europa con las grandes operaciones navales em ­prendidas por Carlos V contra los turcos en el M editerráneo occidental en 1535» v . Hacia mediados del siglo xvn, los desem­bolsos anuales de los principados del continente, desde Suecia

“ Niccoló Machiavelli, 11 Principe e Discorsi, Milán, 1960, p. 62 [El Príncipe, Barcelona, B ruguera, 1978. p. 140],

” J. Vicens Vives, «E structura adm inistrativa estatal en los siglos XVI y xvu», X I Congrés International des Sciences Historiques. Rapports, IV, G otemburgo, 1960; ahora reim preso en Vicens Vives, Coyuntura económica y reformismo burgués, Barcelona, Ariel, 1968, p. 116.

hasta el Piam onte, se dedicaban predom inante e invariablem ente, en todas partes, a la preparación o sostenim iento de la guerra, inm ensam ente más costosa entonces que en el Renacimiento. Un siglo después, en las pacíficas vísperas de 1789, y de acuerdo con Necker, dos tercios del gasto del Estado francés se dedi­caban todavía a las fuerzas m ilitares. Es evidente que esta morfología del Estado no corresponde a la racionalidad capita­lista; representa el recuerdo am pliado de las funciones m edie­vales de la guerra. Por supuesto, los grandiosos aparatos mili­tares del últim o Estado feudal no se m antuvieron ociosos. La perm anencia v irtual del conflicto internacional arm ado es una de las notas características de todo el clima del absolutism o: la paz fue una m eteórica excepción en los siglos de su dom ina­ción en Occidente. Se ha calculado que en todo el siglo xvi sólo hubo veinticinco años sin operaciones m ilitares de largo alcance en E u ro p a 28; y que en el siglo xvii sólo transcurrieron siete años sin grandes guerras en tre es tad o s29. Esta sucesión de guerras resulta ajena al capital, aunque, como verem os, en últim o térm ino contribuyera a ellas.

La burocracia civil y el sistem a de im puestos característicos del Estado absolutista no fueron menos paradójicos. Parecen represen tar una transición hacia la adm inistración legal racional de Weber, en contraste con la jungla de dependencias particu­laristas de la Baja Edad Media. Al mismo tiempo, sin embargo, la burocracia del Renacimiento era tra tad a como una propiedad vendible a individuos privados: im portante confusión de dos órdenes que el Estado burgués siem pre ha m antenido diferen­ciados. Así, el modo de integración de la nobleza feudal en el Estado absolutista que prevaleció en Occidente adoptó la form a de adquisición de «cargos»“ . El que com praba privadam ente una posición en el aparato público del Estado la am ortizaba por medio de la corrupción y los privilegios autorizados (sistema de honorarios) en lo que era una especie de caricatura moneta- rizada de la investidura de un feudo. En efecto, el m arqués del Vasto, gobernador español de Milán en 1544, pudo solicitar a los poseedores italianos de cargos en esa ciudad que ofrecieran sus

u R. Ehrenberg, Das Zeitalter der Fugger, Jena, 1922, I, p. 13.” G. N. Clark, The seventeenth century, Londres, 1947, p. 98. E hrenberg,

con una definición ligeram ente d istin ta, ofrece una estim ación algo más baja, veintiún años.

30 El m ejor estudio de conjunto de este fenóm eno internacional es el de K. W. Sw art, Sale of offices in the seventeenth century, La Haya, 1949; el estudio nacional m ás am plio es el de Roland M ousnier, La venalité des offices sous Henri IV at Louis X III, Ruán, s. f.

fortunas a Carlos V en su hora de necesidad después de la derrota de Ceresole, de acuerdo exactam ente con el modelo de las tradiciones feudales31. Esos tenedores de cargos, que proli- feraron en Francia, Italia, España, Gran Bretaña u Holanda, podían esperar obtener un beneficio de hasta el 300 o el 400 por 100 de su com pra, y posiblem ente m ucho más. El sistem a nació en el siglo xvx y se convirtió en un soporte financiero fundam ental de los Estados absolutistas durante el siglo xvn. Su carác ter groseram ente parasitario es evidente: en situaciones extrem as (de la que es un ejem plo Francia en la década de 1630) podía costar al presupuesto real en desembolsos (por arrenda­m iento de im puestos y exenciones) casi tan to como le p ropor­cionaba en rem uneraciones. El desarrollo de la venta de cargos fue, desde luego, uno de los m ás llamativos subproductos del increm ento de m onetarización de las prim eras economías mo­dernas y del relativo ascenso, dentro de éstas, de la burguesía m ercantil y m anufacturera. Pero la integración de esta últim a en el aparato del Estado, por medio de la com pra privada y de la herencia de posiciones y honores públicos, tam bién pone de m anifiesto su posición subordinada dentro de un sistem a polí­tico feudal en el que la nobleza constituyó siem pre, necesaria­mente, la cima de la jerarquía social. Los officiers de los parla­m entos franceses, que jugaron al republicanism o m unicipal y apadrinaron las m azarinadas en la década de 1650, se convir­tieron en los más acérrim os defensores de la reacción nobiliaria en la de 1780. La burocracia absolutista reflejó, y al m ismo tiempo frenó, el ascenso del capital m ercantil.

Si la venta de cargos fue un medio indirecto de obtener rentas de la nobleza y de la burguesía m ercantil en térm inos beneficiosos para ellas, el Estado absolutista gravó tam bién, y sobre todo, naturalm ente, a los pobres. La transición económica de las prestaciones en traba jo a las ren tas en dinero vino acom­pañada, en Occidente, por la aparición de im puestos reales para financiar la guerra que, en la larga crisis feudal de finales de la Edad Media, ya fueron una de las principales causas de los desesperados levantam ientos campesinos de la época. «Una ca­dena de rebeliones cam pesinas dirigidas claram ente contra los im puestos estalló en toda Europa [ ...] No había m ucho que elegir en tre los saqueadores y los ejércitos amigos o enemigos: unos se llevaban tan to como los otros. Pero entonces apare-

51 Federico Chabod, Scritti sul Rinascimento, Turín, 1967, p. 617. Los funcionarios m ilaneses rechazaron la dem anda de su gobernador, pero sus homólogos de o tros lugares quizá no fueran tan decididos.

cieron los recaudadores de im puestos y arram blaron con todo lo que pudieron encontrar. Los señores recobraban en últim o térm ino de sus hom bres el im porte de la «ayuda» que ellos mismos estaban obligados a p resta r a su soberano. Es indudable que de todos los males que afligían a los campesinos, los que sufrían con más dolor y menos paciencia eran los que provenían de las cargas de la guerra y de los rem otos impuestos» 32. Prác­ticam ente en todas partes, el trem endo peso de los impuestos —la taille y la gabelle en Francia, los servicios en España— cayó sobre los pobres. No existía ninguna concepción del «ciu­dadano» jurídico, sujeto al fisco por el m ism o hecho de perte­necer a la nación. La clase señorial, en la práctica y en todas partes, estaba realm ente exenta del im puesto directo. Porshnev ha bautizado con razón a las nuevas contribuciones im puestas por el Estado absolutista con el nom bre de «renta feudal cen­tralizada», para oponerlas a los servicios señoriales que form a­ban la «renta feudal local»33: este doble sistem a de exacción condujo a una torm entosa epidem ia de rebeliones de los pobres en la Francia del siglo xvu, en las que los nobles provincianos condujeron m uchas veces a sus propios campesinos contra los recaudadores de im puestos como m ejor medio para extraerles después sus cargas locales. Los funcionarios del fisco tenían que ser custodiados por unidades de fusileros para cum plir su misión en el campo: reencarnación en form a m odernizada de la unidad inm ediata en tre coerción político-legal y explotación económica constitutiva del modo de producción feudal en cuan­to tal.

Las funciones económicas del absolutism o no se redujeron, sin embargo, a su sistem a de im puestos y de cargos. El m ercan­tilismo, doctrina dom inante en esta época, presenta la misma am bigüedad que la burocracia destinada a realizarlo, con la m ism a regresión subterránea hacia un prototipo anterior. Indu­dablem ente, el m ercantilism o exigía la supresión de las barreras particularistas opuestas al com ercio dentro del ám bito nacional, esforzándose por crear un m ercado interno unificado para la producción de m ercancías. Al p re tender aum entar el poder del Estado en relación con los o tros estados, el m ercantilism o alentaba la exportación de bienes a la vez que prohibía la de

“ D , Rural economy and country Ufe in the medioeval West, Lon­dres, 1968, p. 333 [Economía rural y vida campesina en et Occidente me­dieval, Barcelona, Península, 1973],

11 B. F. Porshnev, Les soulévements populaires en France de 1623 á 1648, París, 1965, pp. 395-6 [ed. cast. abreviada: Los levantamientos popu­lares en Francia en el siglo XVII, M adrid, Siglo XXI, 1978],

m etales preciosos y de m oneda, en la creencia de que existía una cantidad fija de com ercio y de riqueza en el m undo. Por decirlo con la famosa frase de Hecksher: «el Estado era a la vez el su jeto y el objeto de la política económica mercantilis- ta» M. Sus creaciones m ás características fueron, en Francia, las m anufacturas reales y los gremios regulados por el Estado, y en Inglaterra, las com pañías privilegiadas. La genealogía medieval y corporativista de los prim eros apenas necesita com entario; la reveladora fusión de los órdenes político y económico en las segundas escandalizó a Adam Smith. El m ercantilism o represen­taba exactam ente las concepciones de una clase dom inante feu­dal que se había adaptado a un m ercado integrado, pero pre­servando su visión esencial sobre la unidad de lo que Francis Bacon llam aba «consideraciones de abundancia» y «considera­ciones de poder». La clásica doctrina burguesa del laissez faire, con su rigurosa separación form al de los sistem as políticos y económico, estaría en sus antípodas. El m ercantilism o era, pre­cisamente, una teoría de la intervención coherente del Estado político en el funcionam iento de la economía, en interés a la vez de la prosperidad de ésta y del poder de aquél. Lógica­mente, m ientras la teoría del laissez taire sería siem pre «paci­fista», buscando que los beneficios de la paz en tre las naciones increm entaran un com ercio internacional m utuam ente venta­joso, la teoría m ercantilista (M ontchrétien, Bodin) era profun­dam ente «belicista» al hacer hincapié en la necesidad y ren ta­bilidad de la g u e r ra 3S. A la inversa, el objetivo de una economía

M H ecksher afirm a que el objeto del m ercantilism o era aum en tar el «poder del Estado» antes que «la riqueza de las naciones», y que eso significaba una subordinación, según las palabras de Bacon. de las «con­sideraciones de abundancia» a las «consideraciones de poder» (Bacon alabú a E nrique V II po r haber lim itado las im portaciones de vino en bar­cos ingleses basándose en esto). Viner, en una eficaz respuesta, no tiene ninguna dificultad en m o stra r que la m ayoría de los escritores mercan- tilistas dan a am bos igual im portancia y los consideran com patibles. «Power versus plenty as objectives of foreign policy in the 17th and 18tn centuries», World Politics, I, 1, 1948, reim preso en D. Coleman, comp., Revisions in mercantilism, Londres, 1969, pp. 61-91. Al m ism o tiem po. Viner subestim a claram ente la diferencia en tre la teoría y la práctica del m er­cantilism o y las del laissez-faire que le siguió. En realidad, tan to H ecksher como V iner pierden de vista, p o r razones diferentes, el punto esencial, que es la indistinción de econom ía y política en la época de transición que produjo las teorías m ercantilistas. La discusión en torno a si una de ellas tenía «primacía» sobre la o tra es un anacronism o, porque en la p ráctica no existió tal separación rígida de am bas hasta la llegada del lais ;ez-f< ir

“ c S ilberner, La guerre dans la pensée économique du X V I' au X V III• siécle, París, 1939, pp. 7-122.

fuerte era la victoriosa prosecución de una política exterior de conquista. Colbert dijo a Luis XIV que las m anufacturas reales eran sus regimientos económicos y los gremios sus reservas. El más grande de los m ercantilistas, que restableció las finanzas del Estado francés en diez milagrosos años de adm inistración, lanzó a su soberano a la desgraciada invasión de Holanda en 1672 con este expresivo consejo: «Si el rey lograra poner a todas las Provincias Unidas bajo su autoridad, su com ercio pasa­ría a ser el comercio de los súbditos de su m ajestad, y entonces no h ab n a nada más que pedir» Cuatro décadas de conflicto europeo iban a seguir a esta m uestra de razonam iento econó­mico, que capta perfectam ente la lógica social de la agresión absolutista y del m ercantilism o depredador: el com ercio de los holandeses era tratado como la tierra de los anglosajones o las propiedades de los moros, como un objeto físico que podía tom arse y gozarse por la fuerza m ilitar como modo natura l de apropiación, y poseerse después de form a perm anente. El erro r óptico de este juicio particu lar no lo hace m enos represen ta tivo- os estados absolutistas se m iraban en tre sí con los mismos ojos.

Las teorías m ercantilistas de la riqueza y de la guerra estaban, por supuesto, conceptuaftnente interconectadas: el modelo de sum a nula de comercio m undial que inspiraba su proteccionis­mo económico se derivaba del modelo de sum a nula de política internacional, inherente a su belicismo.

Naturalm ente, el comercio y la guerra no fueron las únicas actividades externas del E stado absolutista en Occidente. Su otro gran esfuerzo se dirigió a la diplomacia, que fue uno de os grandes inventos institucionales de la época, inaugurado en

la reducida área de Italia en el siglo xv, institucionalizado en el mismo país con la paz de Lodi, y adoptado en España, Fran­cia, Inglaterra, Alemania y toda Europa en el siglo Xvi. La diplo­macia fue, de hecho, la indeleble m arca de nacim iento del Estado renacentista. Con sus comienzos nació en Europa un sis­tem a internacional de estados, en el que había una perpetua «exploración de los puntos débiles en el entorno de un Estado o de los peligros que podían em anar contra él desde otros es­tados» - . La E uropa medieval nunca estuvo com puesta por un

“ P Te Goubert, Louis X IV et vingt millions de francais, París, 1966, página 95.

” B. F. Porshnev, «Les rapports politiques de l’Europe occidentale et de l'Europe onentale k l'époque de la guerre des Trente Ans», X I’ Congrés International des Sciences Historiques, Upsala, 1960, p. 161: incursión ex r<>madament<* speculativa en la guerra de los T reinta Años, que es un

buen ejemplo de la fuerza y la debilidad de Porshnev. Al contrario de

ron i unto claram ente delim itado de unidades políticas homoge- es decir, por un sistem a internacional de estados. Su

mapa político era inextricablem ente confuso y enredado: en el estaban geográficamente entrem ezcladas y estratificadas dife­rentes instancias juríd icas, y abundaban las alianzas plurales, las soberanías asim étricas y los enclaves anom alos is. Dentro de este intrincado laberinto no había ninguna posibilidad de que surgiera un sistem a diplom ático formal, porque no había uni­form idad ni paridad de concurrentes. El concepto de cristiandad latina, de la que eran m iem bros todos los hom bres, proporcio­naba a los conflictos y las decisiones una m atriz ideológica universalista que constituía el reverso necesario de la extrem ada heterogeneidad particu larista de las unidades políticas. Asi, las «embajadas» eran simples viajes de salutación, esporádicos y no retribuidos, que podían ser enviadas tanto por un vasallo o sub- vasallo dentro de determ inado territorio , como en tre principes de diversos territorios, o en tre un príncipe y su soberano. La contracción de la p irám ide feudal en las nuevas m onarquías centralizadas de la Europa renacentista produjo, por vez p ri­mera, un sistem a form alizado de presión e intercam bio ínter- estatal, con el establecim iento de la nueva institución de las em baiadas recíprocam ente asentadas en el extranjero, cancille­rías perm anentes para las relaciones exteriores y comunicacio­nes e inform es diplom áticos secretos, protegidos p o r el nuevo concepto de «ex tra territo rialidad»39. El espíritu resueltam ente secular del egoísmo político que insp iraría en adelante la prác­tica de la diplomacia fue expresado con toda nitidez por Er- m olao Barbaro, el em bajador veneciano que fue su prim er teó­rico. «La prim era obligación de un em bajador es exactam ente

lo que han dicho sus colegas occidentales, su fallo más im portan te no es un rígido «dogmatismo», sino un «ingenio» superfertil. no siem pre lim itado adecuadam ente po r la disciplina de las pruebas; claro está que ese m ism o rasgo es el que le convierte, en o tro aspecto, en un h isto­riador original e im aginativo. Las sugerencias al final de su ensayo sobre el concepto de «un sistem a internacional de estados» son interesantes.

" A Engels le gustaba c ita r el ejem plo de Borgoña: «Carlos el Calvo, po r ejem plo, era subdito feudal del em perador por una parte de sus tie­rras v del rev de Francia po r o tra; pero, po r o tra parte, el rey de Francia, su señor feudal, era al m ismo tiem po subdito de Carlos el Calvo, su propio vasallo, en algunas regiones.» Véase su im portante m anuscrito, titu lado postum am ente Uber den Verfall des Feudalismus und das Auf- kommen der Bourgeoisie, en Werke, vol. 21, p. 396.

” Sobre todo este desarrollo de la nueva diplom acia en los albores de la Europa m oderna, véase la gran obra de G arrett Mattingly, Renaissance diplomacy, Londres, 1955, passim. La frase de B arbaro se cita en la página 109.

la m ism a que la de cualquier o tro servidor del gobierno, esto es, hacer, decir, aconsejar y pensar todo lo que sirva m ejor a la conservación y engrandecim iento de su propio Estado.»

Con todo, estos instrum entos de la diplomacia —em baja­dores o secretarios de Estado— no eran todavía arm as de un m oderno Estado nacional. Las concepciones ideológicas del «nacionalismo» fueron ajenas, como tales, a la naturaleza íntim a del absolutism o. Los estados m onárquicos de la nueva época no desdeñaron la movilización de los sentim ientos patrióticos de sus súbditos en los conflictos m ilitares y políticos que opo­nían m utua y constantem ente a las diversas m onarquías de E uropa occidental. Pero la existencia difusa de un protonacio- nalism o popular en la Inglaterra de los Tudor, la Francia bor­bónica o la España de los Habsburgo fue, básicam ente, un signo de la presencia burguesa en la política m ás que dejarse go­b ern ar por ellos, los grandes y los soberanos siem pre m anipu­laron esos sentim ientos. La aureola nacional del absolutism o en Occidente —a m enudo muy aparentem ente pronunciada (Isabel I, Luis XIV)— era, en realidad, contingente y prestada. Las norm as directrices de aquella época radicaban en o tro lu­gar: la ú ltim a instancia dfe legitim idad era la dinastía y no el territo rio . El Estado se concebía como patrim onio del m onar­ca y, por tanto, el títu lo de su propiedad podía adquirirse por una unión de personas: felix Austria. El m ecanismo suprem o de la diplomacia era, pues, el m atrim onio, espejo pacífico de la guerra, que tan tas veces provocó. Las m aniobras m atrim o­niales, menos costosas como vía de expansión territo ria l que la agresión arm ada, proporcionaban resultados menos inm edia­tos (con frecuencia sólo a la distancia de una generación) y estaban sujetas por ello a im predecibles azares de m ortalidad en el intervalo an terio r a la consum ación de un pacto nupcial y su goce político. De ahí que el largo rodeo del m atrim onio condujera directam ente y tan a m enudo al corto cam ino de la guerra. La h istoria del absolutism o está plagada de esos con­flictos, cuyos nom bres dan fe de ello: guerras de sucesión de España, Austria o Baviera. N aturalm ente, su resultado final po­día acentuar la «flotación» de la dinastía sobre el te rrito rio que

rurales y u rbanas m ostraron, po r supuesto, form as espon­táneas de xenofobia; pero esta tradicional reacción negativa hacia las om un ades ajenas es muy distin ta de la identificación nacional positiva

nup cumienza a aparecer en los medios literarios burgueses a principios de la época moi erna. La fusión de am bas podía producir, en situaciones de crisis, estallidos patrió ticos populares de un carác ter incontrolado y sedicioso: los com uneros en E spaña o la Liga en Francia.

las había ocasionado. París pudo ser derrotada en la ruinosa lucha m ilitar para la sucesión española; pero la casa de Borbón heredó M adrid. El índice del predom inio feudal en el Estado absolutista es evidente tam bién en la diplomacia.

Inm ensam ente engrandecido y reorganizado, el Estado feudal del absolutism o estuvo, a pesar de todo, constante y profun­dam ente sobredeterm inado por el crecim iento del capitalism o en el seno de las form aciones sociales m ixtas del prim er período m oderno. Estas formaciones eran, desde luego, una com bina­ción de diferentes modos de producción bajo el dom inio —deca­dente— de uno de ellos: el feudalismo. Todas las estruc tu ras del Estado absolutista revelan la acción a distancia de la nueva economía que se abría paso en el m arco de un sistem a más antiguo: abundaban las «capitalizaciones» híbridas de las for­m as feudales, cuya m ism a perversión de instituciones fu turas (ejército, burocracia, diplomacia, comercio) era una reconver­sión de objetos sociales anteriores para repetirlos.

A pesar de eso, las prem oniciones de un nuevo orden político contenidas dentro de ellas no fueron una falsa prom esa. La burguesía de Occidente poseía ya suficiente fuerza para dejar su borrosa huella sobre el Estado del absolutism o. La aparente paradoja del absolutism o en Occidente fue que representaba fundam entalm ente un aparato para la protección de la propie­dad y los privilegios aristocráticos, pero que, al m ismo tiempo, los medios por los que se realizaba esta protección podían asegurar sim ultáneam ente los intereses básicos de las nacientes clases m ercantil y m anufacturera. El Estado absolutista centra­lizó cada vez más el poder político y se movió hacia sistem as legales m ás uniform es: las cam pañas de Richelieu contra los reductos de los hugonotes en Francia fueron características. El Estado absolutista suprim ió un gran núm ero de barreras co­m erciales internas y patrocinó aranceles exteriores contra los com petidores extranjeros: las m edidas de Pombal en el Portu­gal de la Ilustración fueron un drástico ejemplo. Proporcionó al capital usurario inversiones lucrativas, aunque arriesgadas, en la hacienda pública: los banqueros de Augsburgo en el si­glo xvi y los oligarcas genoveses del siglo Xvii hicieron fortunas con sus préstam os al Estado español. Movilizó la propiedad rural p o r medio de la incautación de las tierras eclesiásticas: disolución de los m onasterios en Inglaterra. Proporcionó sine­curas rentables en la burocracia: la paulette en Francia regla­m entaría su posesión estable. Patrocinó em presas coloniales y com pañías comerciales: al m ar Blanco, a las Antillas, a la bahía de Hudson, a Luisiana. En o tras palabras, el Estado absolutista

realizó algunas funciones parciales en la acumulación originaria necesaria para el triunfo final del m odo de producción capita­lista. Las razones por las que pudo llevar a cabo esa función «dual» residen en la naturaleza específica de los capitales m er­cantil y m anufacturero: como ninguno de ellos se basaba en la producción en m asa característica de la industria maquini- zada propiam ente dicha, tam poco exigían una ru p tu ra radical con el orden agrario feudal que todavía encerraba a la vasta m ayoría de la población (el fu turo traba jo asalariado y m er­cado de consum o del capitalism o industrial). Dicho de o tra for­ma, esos capitales podían desarrollarse dentro de los lím ites establecidos por el m arco feudal reorganizado. Esto no quiere decir que siem pre ocurriera así: los conflictos políticos, reli­giosos o económicos podían fundirse en explosiones revolucio­narias contra el absolutism o, en coyunturas específicas, tras un determ inado período de m aduración. En este estadio, sin em ­bargo, había siem pre un potencial terreno de com patibilidad en tre la naturaleza y el program a del Estado absolutista y las operaciones del capital m ercantil y m anufacturero. En la com­petencia internacional en tre clases nobles que produjo el endé­mico estado de guerra de esa época, la am plitud del sector m ercantil dentro de cada patrim onio «nacional» tuvo siem pre una im portancia decisiva para su relativa fuerza m ilitar y po­lítica. En la lucha contra sus rivales, todas las m onarquías te­nían, pues, un gran interés en acum ular m etales preciosos y prom over el com ercio bajo sus propias banderas. De ahí el carác ter «progresista» que los historiadores posteriores han atribu ido tan frecuentem ente a las políticas oficiales del abso­lutismo. La centralización económica, el proteccionism o y la expansión u ltram arina engrandecieron al últim o Estado feudal a la vez que beneficiaban a la prim era burguesía. Increm enta­ron los ingresos fiscales del prim ero al p roporcionar oportuni­dades de negocio a la segunda. Las máximas circulares del m er­cantilism o, proclam adas por el Estado absolutista, dieron elo­cuente expresión a esa coincidencia provisional de intereses. E ra muy lógico que el duque de Choiseul declarase, en las ú ltim as décadas del anden ré.gime aristocrático en Occidente: «De la arm ada dependen las colonias; de las colonias el co­mercio; del com ercio la capacidad de un Estado para m antener num erosos ejércitos, para aum entar su población y para hacer posibles las em presas más gloriosas y más ú tile s» 41.

41 Citado p o r G erald G raham , The politics of naval supremacy, Cam­bridge, 1965, p. 17.

Pero, como sugiere esa cadencia final de «gloriosas y ú ti­les», el carácte:.' irreductiblem ente feudal del absolutism o per-

aneció. E ra un Estado basado en la suprem acía social de la aristocracia y lim itado por los im pentivo:; de propiedad de la tie rra La nobleza podía depositar ul peder en la m onarquía y perm itir el enriquecim iento de la burguesía, pero las m asas estaban todavía a su merced. En el Estado absolutista nunca tuvo lugar un desplazam iento «político» de la clase noble. Su carácter feudal acabó frustrando y falsificando una y o tra vez sus prom esas al capital. Los Fugger term inaron arruinados por las bancarro tas de los Habsburgo; los nobles ingleses se apro­piaron la m ayor parte de las tierras m onásticas; Luis XIV destrozó los fru tos de la obra de Richelieu al revocar el edicto de Nantes; los com erciantes londinenses se vieron saqueados por el proyecto d i Cockayne; Portugal volvió al sistem a de M ethuen desDués de la m uerte de Pombal; los especuladores parisinos fueron arrum ados por Law. E jército, burocraci plom acia y dinastía form aban un inflexible com plejo feudal que regía toda la m aquinaria del Estado y guiaba sus destinos. La dominación del Estado absolutista fue la dominación de la nobleza feudal en la época de la transición al capitalism o. Su final señalaría la crisis del poder de esa clase: la llegada de las revoluciones burguesas y la aparición del Estado capitalista.

2. CLASE Y ESTADO: PROBLEMAS DE PERIODIZACION

Dibujadas ya las grandes líneas del com plejo institucional del Estado absolutista en Occidente, quedan ahora por esbozar, muy brevem ente, algunos aspectos de la trayectoria de esta forma histórica que, naturalm ente, sufrió modificaciones significativas en los tres o cuatro siglos de su existencia. Al m ism o tiem po es preciso ofrecer alguna explicación de las relaciones en tre la clase noble y el absolutism o, porque nada puede estar menos justificado que dar por supuesto que se tra taba de una rela­ción sin problem as y de arm onía natu ra l desde su comienzo Puede afirm arse, por el contrario , que la periodización real del absolutism o en Occidente debe buscarse precisam ente en la cam biante relación entre la nobleza y la m onarquía, y en los m últiples y concom itantes virajes políticos que fueron su corre­lato. En cualquier caso, aquí se propondrá una periodización provisional del Estado y un in tento para trazar la relación de la clase dom inante con él.

Como hemos visto, las m onarquías medievales fueron una am algam a inestable de soberanos feudales y reyes ungidos. Los extraordinarios derechos regios de esta ú ltim a función eran naturalm ente, un contrapeso necesario frente a las debilidades y lim itaciones estructurales de la prim era: la contradicción en­tre esos dos principios alternos de realeza fue la tensión nu­clear del Estado feudal en la Edad Media. La función del soberano feudal en la cúspide de una jerarqu ía vasallática era, en ultim o térm ino, la com ponente dom inante de este modelo m onárquico, como habría de m ostrar la luz retrospectiva a rro ­jada sobre ella por la estruc tu ra opuesta del absolutism o. En el p rim er período medieval, esta función imponía lím ites muy estrechos a la base económica de la m onarquía. Efectivam ente el soberano feudal de esta época tenía que sacar sus rentas prin­cipalm ente de sus propias tierras, en su calidad de propietario particular. Las rentas de sus tierras se le entregarían inicial­m ente en especie, y posteriorm ente en dinero Aparte de estos

' La m onarquía sueca recibió en especie gran parte de sus ingresos tan to cargas como im puestos, h asta bien en trada la época m oderna.

in g re s o s , norm alm ente gozaría de ciertos privilegios financieros sobre su señorío territo ria l: sobre todo, las «cargas» feudales v las «ayudas» especiales de sus vasallos, sujetos por investi­dura a sus feudos, m ás los peajes señoriales sobre m ercados o rutas comerciales, más los im puestos procedentes de la Iglesia en situaciones de emergencia, m ás los beneficios de la justicia real en form a de m ultas y confiscaciones. N aturalm ente, estas formas fragm entadas y restringidas de renta fueron muy pronto inadecuadas incluso para las exiguas obligaciones gubernam en­tales características del sistem a político medieval. Se podía re­currir, p o r supuesto, al crédito de m ercaderes y banqueros resi­dentes en las ciudades, que controlaban reservas relativam ente amplias de capital líquido: éste fue el p rim er y más extendido expediente de los m onarcas feudales al enfrentarse a una insu­ficiencia de sus rentas para la dirección de los asuntos de Es­tado. Pero recibir préstam os sólo servía para posponer el pro­blema, porque los banqueros exigían norm alm ente contra sus préstam os garantías seguras sobre los futuros ingresos reales.

La necesidad aprem iante y perm anente de obtener sum as sustanciales fuera del ám bito de sus ren tas tradicionales con­dujo prácticam ente a todas las m onarquías medievales a con­vocar a los «Estados» de su reino cada cierto tiempo, con objeto de recaudar im puestos. Tales convocatorias se hicieron cada vez más frecuentes y prom inentes en E uropa occidental a par­tir del siglo x i i i , cuando las tareas del gobierno feudal se hicieron m ás com plejas y el nivel de finanzas necesario para ellas se volvió igualm ente más exigente2. En ninguna parte llegaron a alcanzar una convocatoria regular, independiente de la voluntad del soberano, y de ahí que su periodicidad variara enorm em ente de un país a o tro e incluso dentro del mismo país. Sin embargo, estas instituciones no deben considerarse

5 Se necesita con urgencia un estudio com pleto de los Estados me­dievales en Europa. H asta ahora la única obra con alguna inform ación internacional parece ser la de Antonio Marongiu, II Parlamento in Italia, nel Medio Evo e nell'Etá Moderna: contributo alia storia delle mstituziom parlamentan dell'Europa Occidentale, Milán, 1962, traducida recientem ente al inglés con el equívoco títu lo de Mediaeval parliaments: a comparative study, Londres, 1968. De hecho, el lib ro de M arongiu —como indica su títu lo original— se refiere principalm ente a Italia, la única región de E uropa en la que los Estados no existieron o carecieron de im portancia. Sus cortas secciones sobre o tros países (Francia, Ing laterra o España) apenas pueden considerarse como una introducción satisfactoria al tema, y adem ás se ignoran los países del norte y el este de Europa. Por o tra parte, el libro es un estudio jurídico, carente de toda investigación so­ciológica.

como desarrollos contingentes y extrínsecos al cuerpo político medieval. Constituyeron, por el contrario , un m ecanismo in ter­m itente que era una consecuencia inevitable de la estruc tu ra del prim er E stado feudal en cuanto tal. Y precisam ente porque los órdenes político y económico estaban fundidos en una cadena de obligaciones y deberes personales, nunca existió ninguna base legal para recaudaciones económicas generales realizadas por el m onarca fuera de la jerarqu ía de las soberanías interm e­dias. De hecho, es sorprendente que la m ism a idea de un im­puesto universal —tan im portante para todo el edificio del im perio rom ano— faltara por com pleto duran te la Edad Me­d ia 3. Así, ningún rey feudal podía decretar im puestos a volun­tad. Para aum entar los im puestos, los soberanos tenían que obtener el «consentimiento» de organism os reunidos en asam ­bleas especiales— los Estados—, bajo la rúbrica del principio legal quod om nes tangit *. Es significativo que la m ayor parte de los im puestos generales directos que se in trodujeron paula­tinam ente en E uropa occidental, sujetos al asentim iento de los parlam entos medievales, se hubieran iniciado antes en Italia, donde la prim era síntesis feudal había estado m ás próxim a a la herencia rom ana y urbana. No fue sólo la Iglesia quien estable­ció im puestos generales sobre todos los creyentes para las cru­zadas; los gobiernos municipales —sólidos consejos de patricios sin estratificación de rango ni investidura— no tuvieron grandes dificultades para establecer im puestos sobre las poblaciones de sus propias ciudades, y m ucho menos sobre los contados sub­yugados. La com una de Pisa tenía ya im puestos sobre la pro­piedad. En Italia se in trodujeron tam bién m uchos im puestos indirectos: el monopolio de la sal o gabelle tuvo su origen en Sicilia. Muy pronto, una abigarrada estruc tu ra fiscal se desarro­lló en los principales países de Europa occidental. Los príncipes ingleses, a causa de su situación insular, contaban principal­m ente con las ren tas consuetudinarias; los franceses, con los im puestos sobre el comercio in terior y con la taille, y los ale­m anes con la intensificación de los peajes. Esos im puestos no eran, sin embargo, prestaciones regulares, sino que perm anecie­ron como recaudaciones ocasionales hasta el final de la Edad Media, durante la cual pocas asp.mbl^as de Estados cedieron a los m onarcas el derecho de rec. «dar im puestos generales y perm anentes sin el consentim iento de sus súbditos.

Cari S tephenson, Medioeval institutions, Ithaca, 1954, pp. 99-100.4 \b ómnibus debet comprobari: lo que a todos afecta, po r todos debe

ser aprobado.

N aturalm ente, la definición social de «súbditos» era prede­cible. Los «Estados del reino» representaban usualm ente a la nobleza, al clero y a los burgueses urbanos y estaban organi­zados bien en un sencillo sistem a de tres curias o en o tro algo diferente de dos cám aras (de m agnates y no m agnates)5. Estas asam bleas fueron prácticam ente universales en toda Europa occidental, con la excepción del norte de Italia, donde la den­sidad urbana y la ausencia de una soberanía feudal impidió naturalm ente su aparición: el Parliament en Inglaterra, los États Généraux en Francia, el Landtag en Alemania, las Cortes en Castilla o Portugal, el Riksdag en Suecia. Aparte de su fun­ción esencial como instrum ento fiscal del Estado medieval, esos Estados cum plían o tra función crucial en el sistem a político feudal. E ran las representaciones colectivas de uno de los p rin­cipios más profundos de la jerarqu ía feudal dentro de la no­bleza: el deber del vasallo de p resta r no sólo auxilium, sino tam bién consilium a su señor feudal; en o tras palabras, el dere­cho a dar su consejo solemne en m aterias graves que afectasen a am bas partes. Estas consultas no debilitaban necesariam ente al soberano feudal; por el contrario , podían reforzarle en las crisis internas o externas al proporcionarle un oportuno apoyo político. Aparte del vínculo particu lar de las relaciones de home­naje individuales, la aplicación pública de esta concepción se lim itaba inicialm ente al pequeño núm ero de m agnates baronia- les que eran los lugartenientes del m onarca, form aban su sé­quito y esperaban ser consultados por él acerca de los asuntos de Estado im portantes. Con el desarrollo de los Estados pro­piam ente dichos en el siglo x m , a causa de las exigencias fis­cales, la prerrogativa baronial de consulta en los ardua negotia regni se fue extendiendo gradualm ente a estas nuevas asambleas, y llegó a form ar parte im portante de la tradición política de la clase noble que en todas partes, naturalm ente, las dominaba. La «ramificación» del sistem a político feudal en la B aja Edad Media, con el desarrollo de la institución de los Estados a p a r tir del tronco principal, no transform ó las relaciones en tre la m o­narquía y la nobleza en ningún sentido unilateral. Esas insti­tuciones fueron llam adas a la existencia fundam entalm ente para

5 Hintze tra ta de estos diversos modelos en «Typologie der Standischen Verfassungen des Abendlandes», Gesammelte Abhandlungen, vol. I, Leip­zig, 1941, pp. 110-29, que es todavía la m ejo r obra sobre el fenóm eno de los Estados feudales en Europa, aunque curiosam ente no ofrece con­clusiones definitivas en com paración con la m ayor parte de los ensayos de Hintze, como si todas las implicaciones de sus hallazgos tuvieran que ser todavía elucidadas po r el autor.

extender la base fiscal de la m onarquía, pero, a la vez que cum plían ese objetivo, increm entaron tam bién el potencial con­trol colectivo de la nobleza sobre la m onarquía. No deben con­siderarse, pues, ni como m eros estorbos ni como simples ins­trum entos del poder real; m ás bien, reprodujeron el equilibrio original en tre el soberano feudal y sus vasallos en un m arco más com plejo y eficaz.

En la práctica, los Estados continuaron reuniéndose en oca­siones esporádicas y los im puestos recaudados por la m onarquía siguieron siendo relativam ente m odestos. Una im portante razón para ello era que todavía no se interponía en tre la m onarquía y la nobleza una vasta burocracia pagada. Durante toda la Edad Media el gobierno real descansó en buena m edida sobre los servicios de la muy am plia burocracia clerical de la Iglesia, cuyo alto personal podía dedicarse plenam ente a la adm inistra­ción civil sin ninguna carga financiera para el Estado, ya que recibían buenos salarios de un aparato eclesiástico indepen­diente. El alto clero que, siglo tras siglo, proporcionó tantos suprem os adm inistradores al gobierno feudal —desde Ing laterra a Francia o España— se reclutaba en su m ayor parte, eviden­tem ente, en tre la m ism a nobleza, para la que era un im portante privilegio económico y social acceder a posiciones episcopales o abaciales. La ordenada je ra rqu ía feudal de hom enaje y lealtad personal, las asambleas de los Estados corporativos ejerciendo sus derechos de votar im puestos y deliberar sobre los asuntos del reino, el carác ter inform al de una adm inistración m antenida parcialm ente por la Iglesia —una Iglesia cuyo m ás alto personal se com ponía frecuentem ente de m agnates—, todo eso form aba un lógico y trabado sistem a político que ataba a la clase noble a un Estado con el cual, a pesar y en m edio de constantes conflictos con m onarcas específicos, form aba un todo.

El contraste en tre ese modelo de m onarquía medieval de Estados y el de la prim era época del absolutism o resulta bas­tante m arcado para los historiadores de hoy. Para los nobles que lo vivieron, el cambio no resultó m enos dram ático: todo lo contrario. Porque la gigantesca y silenciosa fuerza estructu ral que im pulsó la com pleta reorganización del poder de clase feu­dal, a sus ojos quedó inevitablem ente oculta. El tipo de causali­dad h istórica provocadora de la disolución de la unidad origina­ria de explotación extraeconóm ica en la base de todo el sistem a social —por medio de la expansión de la producción e in ter­cambio de m ercancías—, y su nueva centralización en la cús­pide, no era visible en el in terio r de su universo categorial. Para m uchos nobles, el cambio significó una oportunidad de

f o r t u n a y de fama, a la que se aferraron con avidez; para m u­c h o s otros, significó la indignidad o la ruina, contra las que

rebelaron; para la mayoría, en trañó un largo y difícil pro­ceso de adaptación y reconversión, a través de sucesivas gene­raciones, antes de que se restableciera precariam ente una nueva arm onía en tre clase y Estado. En el curso de este proceso, la últim a aristocracia feudal se vio obligada a abandonar viejas tradiciones y a adqu irir m uchos nuevos sab e res6. Tuvo que desprenderse del ejercicio m ilitar de la violencia privada, de los modelos sociales de lealtad vasallática, de los hábitos eco­nómicos de despreocupación hereditaria, de los derechos polí­ticos de autonom ía representativa y de los atribu tos culturales de ignorancia indocta. Tuvo que adaptarse a las nuevas ocupa­ciones de oficial disciplinado, de funcionario letrado, de corte­sano elegante y de propietario de tierras más o menos p ru ­dente. La historia del absolutism o occidental es, en buena me­dida, la historia de la lenta reconversión de la clase dom inante poseedora de tierras a la form a necesaria de su propio poder político, a pesar y en contra de la m ayoría de sus instintos y experiencias anteriores.

La época del Renacimiento presenció, pues, la p rim era fase de la consolidación del absolutism o, cuando éste todavía estaba relativam ente próxim o al modelo m onárquico antecedente. Has­ta la m itad del siglo, los Estados se m antuvieron en Francia, Castilla y Holanda, y florecieron en Inglaterra. Los ejércitos eran relativam ente pequeños y se com ponían principalm ente de fuerzas m ercenarias con una capacidad de cam paña únicam ente estacional. Estaban dirigidos personalm ente por aristócratas que eran m agnates de prim erísim o rango en sus respectivos

‘ El libro de Lawrence Stone, The crisis of Aristocracy 1558-1641, Ox­ford, 1965, es el estudio más profundo de un caso particu lar de m etam or­fosis de una nobleza europea en esta época [ed. cast. abreviada: La crisis de la aristocracia, 1588-1641, Madrid, Revista de Occidente, 1976], La crítica se ha centrado en su tesis de que la posición económica de la nobleza (peerage) inglesa se deterioró claram ente en el siglo analizado. Sin em bargo, éste es un tem a esencialm ente secundario, porque la «crisis» fue mucho m ás am plia que la de la simple cuestión de la cantidad de feudos poseídos po r los señores: fue un constante esfuerzo de adaptación. La aportación de Stone al problem a del poder m ilitar aristocrático en este contexto es particu larm ente valiosa (pp. 199-270). La lim itación del libro radica m ás bien en que sólo tra ta de la nobleza (peerage) inglesa, una élite muy pequeña den tro de la clase dom inante terrateniente. Por o tra parte , como verem os después, la aristocracia inglesa fue atípica res­pecto al conjunto de la E uropa occidental. Son m uy necesarios otros estudios sobre las noblezas continentales con una riqueza de m aterial com parable a la de Stone.

reinos (Essex, Alba, Condé o Nassau). El gran auge secular del siglo xvi, provocado tanto por el rápido crecim iento dem ográ­fico como por la llegada de los m etales preciosos y el comercio am ericanos, facilitó el crédito a los príncipes europeos y per­m itió un gran increm ento de sus desembolsos sin una corres­pondiente y sólida expansión del sistem a fiscal, aunque hubo una intensificación general de los im puestos: ésta fue la edad de oro de los financieros del su r de Alemania. La adm inistra­ción burocrática creció rápidam ente, pero en todas partes fue presa de la colonización de las grandes casas que com petían por los privilegios políticos y los beneficios económicos de los cargos y controlaban clientelas parasitarias de nobles menores que se infiltraban en el aparato del Estado y form aban redes rivales de patronazgo dentro de él: versión m odernizada del sistem a de séquitos de la ú ltim a época medieval, y de sus con­flictos. Las luchas faccionales en tre grandes familias, cada una con una parte de la m áquina estatal a su disposición, y con una base regional sólida dentro de un país débilm ente uni­ficado, ocupaban constantem ente el p rim er plano de la escena p o lítica7. Las virulentas rivalidades Dudley/Seym our y Leices- ter/C ecil en Inglaterra, las sanguinarias guerras trilaterales en­tre los Guisa, los M ontm orency y los Borbones en Francia, y las crueles y subterráneas luchas por el poder en tre los Alba y los Eboli en España, fueron un signo de los tiem pos. Las aristocracias occidentales habían comenzado a adqu irir una educación universitaria y una fluidez cultural reservada, hasta ese m om ento, a los clérigos8. De todas formas, no habían des­m ilitarizado aún su vida privada, ni siquiera en Inglaterra, y no digamos ya en Francia, Italia o España. Los m onarcas reinantes tenían que contar generalm ente con sus m agnates como fuerza independiente a la que había que conceder posi­ciones adecuadas a su rango: las huellas de una sim étrica pirá­mide medieval todavía eran visibles en el entorno del soberano. Unicamente en la segunda m itad del siglo comenzaron los pri­meros teóricos del absolutism o a propagar las concepciones del derecho divino, que elevaban el poder real muy por encima de la lealtad lim itada y recíproca de la soberanía regia medieval. Bodin fue el prim ero y el más riguroso de ellos. Pero el si­glo xvi se cerró en los grandes países sin la realización de la

7 Un reciente tra tam ien to de este tem a puede verse en J. H. E lliott, Europe divided, 1559-1598, Londres, 1968, pp. 73-7 [La Europa dividida 1559-1598, M adrid, Siglo XXI, 1976],

' J. H. Hexter, «The education of the aristocracy in the Renaissance», en Reappraisals in history, Londres, 1961, pp. 45-70.

forma consum ada de absolutism o: incluso en España, Felipe II se veía im potente para que sus tropas cruzaran las fronteras de Aragón sin el perm iso de sus señores.

Efectivam ente, el m ismo térm ino de «absolutismo» era in­correcto. Ninguna m onarquía occidental ha gozado nunca de un poder absoluto sobre sus súbditos, en el sentido de un despo­tismo carente de tra b a s 9. Todas se han visto lim itadas, incluso en el cénit de sus prerrogativas, por ese entram ado de concep­ciones designadas como derecho «divino» o «natural». La teoría de la soberanía de Bodin, que dominó el pensam iento político europeo durante un siglo, encarna de form a elocuente esa con­tradicción del absolutism o. Bodin fue el p rim er pensador que rompió sistem ática y resueltam ente con la concepción m edie­val de la autoridad como ejercicio de la justicia tradicional form ulando la idea m oderna del poder político como capacidad soberana de crear nuevas leyes e im poner su obediencia indis­cutible. «El signo principal de la m ajestad soberana y del poder absoluto es esencialm ente el derecho de im poner leyes sobre los súbditos, generalm ente sin su consentim iento [ ...] Hay, efectivamente, una distinción en tre justicia y ley, porque la prim era implica m era equidad, m ientras la segunda im plica el m andato. La ley no es m ás que el m andato de un soberano en el ejercicio de su p o d e r10». Pero m ientras enunciaba estos revolucionarios axiomas, Bodin sostenía, sim ultáneam ente, las más conservadoras máximas feudales que lim itaban los básicos derechos fiscales y económicos de los soberanos sobre sus súb­ditos. «No es de la com petencia de ningún príncipe exigir im­puestos a sus súbditos según su voluntad, o tom ar a rb itra ria ­m ente los bienes de un tercero», porque «al igual que el prín-

9 Roland M ousnier y Fritz H artung, «Quelques problém es concernant la m onarchie absolute», X Congresso Internazionaie di Scienze Storici, Relazioni, iv, Florencia, 1955, especialm ente pp. 4-15, es la prim era y más im portan te contribución al debate sobre este tem a en los últim os años. Algunos escritores anteriores, entre ellos Engels, percibieron la m ism a verdad, aunque de form a m enos sistem ática: «La decadencia del feuda­lismo y el desarrollo de las ciudades constituyeron fuerzas descentraliza- doras, que determ inaron precisam ente la necesidad de la m onarquía abso­luta como un poder capaz de un ir a las nacionalidades. La m onarquía tenía que ser absoluta, precisam ente a causa de la presión centrífuga de todos esos elem entos. Su absolutismo, sin em bargo, no debe enten­derse en un sentido vulgar. Estuvo en conflicto perm anente con los Estados, con los señores feudales y ciudades rebeldes: en ningún sitio abolió por com pleto a los Estados.» K. Marx y F. Engels, Werke, vol. 21, Página 402. La ú ltim a frase es, por supuesto, una exageración.

10 Jean Bodin, Les six livres de la République, París, 1578, pp. 103, 114. He traducido droit por «justice» en este caso, para resa lta r la distinción a la que se ha aludido m ás arriba.

cipe soberano no tiene potestad para transgred ir las leyes de la naturaleza, ordenadas por Dios —cuya imagen en la tierra él es—, tam poco puede tom ar la propiedad de o tro sin una causa ju sta y razonable»n. La apasionada exégesis que hace Bodm de la nueva idea de soberanía se com bina así con una llam ada a infundir nuevo vigor al sistem a feudal de servicios m ilitares, y a una reafirm ación del valor de los Estados: «La soberanía de un m onarca no se altera ni disminuye en modo alguno por la existencia de los Estados; por el contrario , su m ajestad es m ás grande e ilustre cuando su pueblo le reconoce como soberano, incluso si en esas asam bleas los príncipes, no deseosos de enem istarse con sus subditos, conceden y perm iten m uchas cosas a las que no habrían consentido sin las peticio­nes, plegarias y justas quejas de su p ueb lo ...»12. Nada revela de form a m ás clara la verdadera naturaleza de la m onarquía absoluta a finales del Renacimiento que esta autorizada teori­zación de ella. La práctica del absolutism o correspondió, en efecto, a la teoría de Bodin. Ningún Estado absolutista pudo disponer nunca a placer de la libertad ni de las tierras de la nobleza, ni de la burguesía, del m odo en que pudieron hacerlo las tiranías asiáticas coetáneas. Tampoco pudieron alcanzar una centralización adm inistrativa ni una unificación juríd ica com­pletas; los particularism os corporativos y las heterogeneidades regionales heredadas de la época medieval caracterizaron a los anciens régimes hasta su derrocam iento final. La m onarquía absoluta de Occidente estuvo siem pre, de hecho, doblem ente lim itada: por la persistencia de los organism os políticos trad i­cionales que estaban por debajo de ella y por la presencia de la carga excesiva de una ley m oral situada por encim a de ella En o tras palabras, el poder del absolutism o operaba, en últim o térm ino, dentro de los necesarios lím ites de la clase cuyos inte­reses afianzaba. E ntre ambos habrían de estallar duros conflic­tos cuando la m onarquía procediera, en el siglo siguiente, al desm antelam iento de m uchas destacadas familias nobles. Perodebe recordarse que duran te todo este tiempo, y del mismom odo que el Estado absolutista de Occidente nunca ejerció un poder absoluto, las luchas en tre esos estados y sus aristocra­cias tam poco pudieron ser nunca absolutas. La unidad social de am bos determ inaba el terreno y la tem poralidad de las con­tradicciones políticas entre ellos. Sin embargo, esas contradic­ciones habrían de tener su propia im portancia histórica.

11 Les six livres de la République, pp. 102, 114Les six livres de la République, p. 103.

Los cien años siguientes presenciaron la im plantación plena de' Estado absolutista en un siglo de depresión agrícola y dem o­gráfica y de continua baja de los precios. Es en este m om ento ruando los efectos de la «revolución m ilitar» se dejan sen tir decisivamente. Los ejércitos m ultiplican rápidam ente su tam año__haciéndose astronóm icam ente caros— en una sene de guerrasaue se extienden sin cesar. Las operaciones de Tilly no fueron mucho mayores que las de Alba, pero resultaban enanas com­paradas con las de Turenne. El costo de estas enormes m áqui­nas m ilitares creó profundas crisis de ingresos en los Estados absolutistas. Por lo general, se intensificó la presión de los impuestos sobre las masas. Sim ultáneam ente, la venta de car­gos y honores públicos se convirtió en un expediente financiero de capital im portancia para todas las m onarquías, siendo siste­m atizado en una form a desconocida en el siglo anterior. El resultado fue la integración de un creciente núm ero de bu r­gueses arrivistes en las filas de los funcionarios del Estado, que se profesionalizaron cada vez más, y la reorganización de los vínculos entre la nobleza y el aparato de Estado.

La venta de cargos no era un m ero instrum ento económico para obtener ingresos procedentes de las clases propietarias. Estaba tam bién al servicio de una función política: al convertir la adquisición de posiciones burocráticas en una transacción m ercantil y al do tar a su propiedad de derechos hereditarios, bloqueó la formación, dentro del Estado, de sistem as de clien­tela de los grandes, que no dependían de im personales contri­buciones en metálico, sino de las conexiones y prestigio perso­nales de un gran señor y de su casa. Richelieu subrayó en su testam ento la im portantísim a función «esterilizadora» de la paulette al poner todo el sistem a adm inistrativo fuera del al­cance de tentaculares linajes aristocráticos como la casa de Guisa. Evidentemente, todo consistía en cam biar un parasitism o por otro: en lugar de patronazgo, venalidad. Pero la mediación del m ercado era más segura para la m onarquía que la de los magnates: los consorcios financieros de París, que avanzaban préstam os al Estado, arrendaban im puestos y acaparaban car­gos en el siglo xvu, eran mucho menos peligrosos para el abso­lutism o francés que las dinastías provinciales del siglo Xvi, que no sólo tenían bajo su dominio secciones enteras de la admi­nistración real, sino que podían movilizar sus propios ejércitos. El aum ento de la burocratización de los cargos produjo, a su vez. nuevos tipos de altos adm inistradores, que se reclutaban norm alm ente de la nobleza y esperaban los beneficios conven­cionales del cargo, pero que estaban imbuidos de un riguroso

respeto hacia el Estado como tal, y de una profunda determ i­nación de m antener sus intereses a largo plazo contra los m iopes cabildeos de los grandes ambiciosos o desafectos. Tales fueron los austeros m inistros reform adores de las m onarquías del siglo xvu, esencialm ente funcionarios civiles carentes de una base autónom a m ilitar o regional, y que dirigían desde sus des­pachos los asuntos de Estado: Oxenstiem a, Laúd, Richelieu, Col- bert u Olivares. (El tipo com plem entario en la nueva era serían los irreflexivos amigos personales del soberano reinante, los validos, de los que España habría de ser tan pródiga desde Lerma a Godoy; M azarino fue una extraña mezcla de ambos.) Fueron estas generaciones las que extendieron y codificaron la práctica de la diplomacia bilateral del siglo xvi en un sistem a internacional m ultilateral, cuyo docum ento fundador fue el tra ­tado de Westfalia, y cuyo crisol m aterial fue el grandioso ám bito de las guerras del siglo xvn.

La extensión de la guerra, la burocratización de los cargos, la intensificación de los im puestos, la erosión de las clientelas: todo em pujaba en la m isma dirección, hacia la elim inación de lo que M ontesquieu habría de teorizar con nostalgia, en el si­glo siguiente, como los «poderes interm edios» en tre la m onar­quía y el pueblo. En o tras palabras, las asam bleas de Estados se hundieron progresivam ente a m edida que el poder de clase de la nobleza asum ía la forma de una d ictadura centrípeta e je r­cida bajo la enseña real. El poder efectivo de la m onarquía, como tal institución, no correspondía necesariam ente, por su­puesto, al poder del m onarca: el soberano que dirigía verda­deram ente la adm inistración y conducía la política era tanto la excepción como la regla, aunque por razones obvias la uni­dad creadora y la eficacia del absolutism o alcanzaron sus más altas cim as cuando am bos coincidieron (Luis XIV o Federico II). El florecim iento y el vigor máximos del Estado absolu tista en el grand siécle supusieron tam bién, necesariam ente, la sofocan­te com presión de los derechos y las autonom ías tradicionales de la clase noble, que se rem ontaban a la originaria descentra­lización medieval del sistem a político feudal, y estaban san­cionados por la costum bre venerable y por el interés. En Fran­cia, los últim os Estados Generales antes de la revolución se celebraron en 1614; las últim as Cortes castellanas antes de Na­poleón, en 1665; el últim o Landtag en Baviera, en 1669; en Inglaterra la más larga suspensión del Parlam ento en un siglo tuvo lugar en tre 1629 y la guerra civil. Esta época es, por tanto, no sólo la del apogeo político y cultural del absolutism o, sino tam bién la de la m ayor desafección y alejam iento aristo-

eróticos respecto a él. Los privilegios particu laristas y los dere­chos consuetudinarios no se abandonaron sin lucha, especial­m ente en un tiem po de profunda recesión económica y de tiran­tez en el crédito.

El siglo x v ii fue escena de repetidas rebeliones locales nobi­liarias contra el Estado absolutista de Occidente, que se mez­claban a m enudo con incipientes sediciones de abogados o co­m erciantes, y algunas veces utilizaban incluso la rabia dolorida de las masas urbanas y rurales como arma tem poral contra la m onarquía ,J. La Fronda en Francia, la república catalana en España, la revolución napolitana en Italia, la rebelión de los Estados en Bohemia y la gran rebelión en Inglaterra tienen, en muy diferentes proporciones, algo de este carác ter de rebelión nobiliaria contra la consolidación del ab so lu tism o 14, N atural­mente. esta reacción nunca pudo convertirse en un asalto unido y total de la aristocracia contra la m onarquía, porque am bas estaban unidas en tre sí por un cordón um bilical de clase; tam ­poco hubo en este siglo ningún caso de rebelión puram ente nobiliaria. El modelo característico fue, m ás bien, una explosión sobredeterminada en la que una parte regionalmente delim itada

11 El ensayo justam en te fam oso de Trevor R oper «The general crisis of the seventeenth century», Past and Present, 16. noviem bre de 1959. páginas 31-64, reim preso con modificaciones en Religión, The Reformation and social changc, Londres, 1967, pp. 46-89, a pesar de todos sus m éritos, lim ita excesivamente el alcance de estas rebeliones, al presentarlas esen­cialm ente como pro testas con tra el gasto y el despilfarro de las cortes posrenacentistas. De hecho, como han señalado num erosos historiadores,la guerra era un capítulo muy superior a la corte en los p resupuestos es­tatales del siglo xvii El personal palaciego de Luis XIV fue mucho más pródigo que el de Ana de Austria y no p o r eso fue más im popular. Aparte de esto, la diferencia fundam ental en tre la aristocracia y la m onarquíano era realm ente, en esta época, de tipo económico, aunque los im puestos <ie guerra pudieran dar origen a am plias rebeliones. Pero las divergencias eran políticas, y se referían a la posición total de la nobleza en un inci­piente sistem a político cuyas líneas m aestras todavía perm anecían ocultas para todos los actores envueltos en el dram a.

14 La rebelión napolitana, socialm ente la m ás radical de todos estos movim ientos, na tu ra lm en te fue la que menos tuvo de esto. Pero incluso en este caso, los prim eros signos que anunciaron la to rm enta de la explosión antiespañola fueron las conspiraciones aristocráticas de Sanza. Convcrsano y o tros nobles, hostiles al fiscalism o del virrey y a las cam a­rillas de especuladores que vivían de él y que ya estaban intrigando desde 1634 con Francia en con tra de España. Los com plots señoriales se estaban m ultiplicando en Nápoles a comienzos de 1647, cuando el tum ulto popular encabezado por M asaniello estalló repentinam ente y em pujó de nuevo hacia posiciones leales al grueso de la aristocracia napolitana. Sobre todo este proceso, véase el excelente análisis de Rosario Villari, La rivolta antispagnuola a Napoli: le origini US8S-I647), Bari, 1967, pági­nas 201-16.

de la nobleza levantaba la bandera del separatism o aristocrático y a la que se unían, en un levantam iento general, la burguesía u rbana descontenta y las m uchedum bres plebeyas. La gran rebelión únicam ente triunfó en Inglaterra, donde el com ponen­te capitalista de la sublevación era preponderante tan to en las clases propietarias rurales como en las urbanas. En todos los demás países, en Francia, España, Ita lia y Austria, las insurrec­ciones dom inadas o contagiadas por el separatism o nobiliario fueron aplastadas, y el poder absolutista quedó reforzado. Todo ello fue necesariam ente así porque ninguna clase dom inante feudal podía echar por la borda los avances alcanzados por el absolutism o —que eran la expresión de profundas necesidades históricas que se abrían paso por sí m ismas en todo el conti­nente— sin poner en peligro su propia existencia; de hecho ninguna de ellas se pasó com pleta o m ayoritariam ente a la causa de la rebelión. Pero el carácter parcial o regional de estas luchas no minim iza su significado: los factores de autonom ism o local se lim itaban a condensar una desafección difusa, que fre­cuentem ente existía en toda la nobleza, y le daban una form a político-m ilitar violenta. Las pro testas de Burdeos, Praga, Ná­poles, Edim burgo, Barcelona o Palerm o tuvieron una am plia resonancia. Su derro ta final fue un episodio crítico en los difíciles dolores de parto del conjunto de la clase durante este siglo, a m edida que se transform aba lentam ente para cum plir las nuevas e inusitadas exigencias de su propio poder de Estado Ninguna clase en la h istoria com prende de form a inm ediata la lógica de su propia situación histórica en las épocas de tran ­sición: un largo período de desorientación y confusión puede ser necesario para que aprenda las reglas necesarias de su pro­pia soberanía. La nobleza occidental de la tensa era del abso­lutism o del siglo xvu no fue una excepción: tuvo que rom perse en la dura e inesperada disciplina de sus propias condiciones de gobierno.

E sta es, en lo esencial, la explicación de la aparente paradoja de la trayectoria posterior del absolutism o en Occidente. Porque si el siglo xvu es el m ediodía tum ultuoso y confuso de las relaciones entre clase y Estado dentro del sistem a to tal de dominio político de la aristocracia, el siglo xvm es, en compa­ración, el a tardecer dorado de su tranquilidad y reconciliación Una nueva estabilidad y arm onía prevalecieron, a m edida que cam biaba la coyuntura económica internacional v comenzaban cien anos de relativa prosperidad en la m ayor parte de Europa m ientras la nobleza volvía a ganar confianza en su capacidad para regir los destinos del Estado. En un país tras o tro tuvo

hiear una elegante rearistocratización de la más alta burocracia, jo cual, por un contraste ilusorio, hizo que la época an terio r pareciese plagada de parvenus. La Regencia francesa y la oli- earquía sueca de los Som breros son los ejem plos m ás llamativos de este fenómeno. Pero tam bién puede observarse en la España de Carlos, en la Ing laterra de Jorge o en la H olanda de Penwig, donde las revoluciones burguesas ya habían convertido al Estado V al m odo de producción dom inante al capitalism o. Los m inis­tros de E stado que simbolizan el período carecen de la energía creadora y la fuerza austera de sus predecesores, pero viven en una paz serena con su clase. Fleury o Choiseul, Ensenada o Aranda, Walpole o Newcastle, son las figuras representativas de esta época.

Las realizaciones civiles del Estado absolutista de Occidente en la era de la Ilustración reflejan ese modelo: hay un exceso de adornos, un refinam iento de las técnicas, una im pronta más acusada de las influencias burguesas, a lo que se añade una pérdida general de dinam ism o y creatividad. Las distorsiones extrem as generadas por la venta de cargos se redujeron, y si­m ultáneam ente la burocracia se hizo menos venal, aunque, a menudo, al precio de in troducir un sistem a de crédito público destinado a obtener ingresos equivalentes, sistem a que, im itado de los países capitalistas m ás avanzados, tendió a anegar al Estado con deudas acum uladas. Todavía se predicaba y prac­ticaba el m ercantilism o, aunque las nuevas doctrinas económi­cas «liberales» de los fisiócratas, defensores del com ercio libre y de la inversión en la agricultura, hicieron algunos progresos en Francia, en la Toscana y en otros lugares. Pero quizá la más im portan te e in teresan te evolución de la clase terraten ien te dom inante en los últim os cien años antes de la revolución fran­cesa fuese un fenómeno que se situaba fuera del aparato de Estado. Se tra ta de la expansión europea del vincolism o, la irrupción de mecanismos aristocráticos para la protección y con­solidación de las grandes propiedades agrarias contra las pre­siones y riesgos de desintegración por el m ercado capitalista La nobleza inglesa posterior a 1689 fue una de las prim eras en fom entar esta tendencia, con la invención del str ic t se ttlem en t, que prohibía a los propietarios de tierras la enajenación de la

u No hay ningún estudio que abarque todo este fenómeno. Se tra ta de él m arginalm ente en, ínter alia, S. J. Woolf, Studi sulla nobilitd piemontese nell'epoca dell'Assolutismo, T urín, 1963, que sitúa su expansión en el siglo anterior. Tam bién lo tocan la m ayor parte de las contri d u - ciones al libro de A. Goodwin, comp., The European nobtlity tn the 18th century, Londres, 1953.

propiedad fam iliar e investía de derechos únicam ente al hijo mayor: dos m edidas destinadas a congelar todo el m ercado de la tie rra en interés de la suprem acía aristocrática. Uno tras o tro, los principales países de Occidente desarrollaron o per­feccionaron muy pronto sus propias variantes de esta «vincu­lación» o sujeción de la tie rra a sus propietarios tradicionales. El mayorazgo en España, el morgado en Portugal, el fidei- com m issum en Italia y Austria y el maiorat en Alemania cum ­plían todos la m isma función: p reservar intactos los grandes bloques de propiedades y los latifundios de los potentados con­tra los peligros de su fragm entación o venta en un m ercado com ercial a b ie r to 16. Indudablem ente, gran p arte de la estabili­dad recobrada por la nobleza en el siglo xv m se debió al apun­talam iento económico que le proporcionaron estos m ecanismos legales. De hecho, en esta época hubo probablem ente menos movimiento social dentro de la clase dom inante que en las épo­cas precedentes, en las que familias y fortunas fluctuaron m ucho m ás rápidam ente, en medio de las m ayores sacudidas políticas y sociales 17.

“ E l m ayorazgo español era con m ucho el m ás antiguo de estos dispo­sitivos, ya que databa de doscientos años antes; pero su núm ero y su alcance aum entaron rápidam ente, llegando a incluir finalm ente incluso bienes muebles. El strict settlement inglés era, de hecho, algo menos rígido que el modelo general del fideicommissum vigente en el continente, por­que form alm ente era operativo por una sola generación; pero en la prác­tica se suponía que los sucesivos herederos lo volverían a aceptar.

17 Todo el problem a de la m ovilidad den tro de la clase noble, desde los albores del feudalism o hasta el final del absolutism o, necesita una investigación m ucho mayor. H asta ahora sólo son posibles algunas con­je tu ras aproxim adas p ara las sucesivas fases de esta larga h istoria. Duby m uestra su sorpresa al descubrir que la convicción de Bloch acerca de una discontinuidad radical entre las aristocracias carolingia y medieval en Francia estaba equivocada; de hecho, una alta proporción de los lina­jes que sum in istraron los vassi dominici del siglo ix sobrevivieron para convertirse en los barones del siglo X II. Véase G. Duby, «Une enquéte á poursuivre; la noblesse dans la France médiévale», Revue Historique, ccxxvi, 1961, pp. 1-22 [«La nobleza en la Francia medieval: una inves­tigación a proseguir», en Hombres y estructuras de la Edad Media, Ma­drid, Siglo XXI, 1977], Por o tra parte , Perroy descubrió un nivel muy alto de movilidad den tro de la nobleza del condado de Forez desde el siglo x m en adelante: la duración m edia de un linaje noble era de 3-4 o, más conservadoram ente, de 3-6 generaciones, a causa sobre todo de los azares de la m ortalidad. E douard Perroy, «Social m obility among the French noblesse in the la te r Middle Ages», Past and Present, 21, abril de 1962, pp. 25-38. En general parece que la Edad Media tard ía y los comienzos del Renacim iento fueron períodos de rápida rotación en m u­chos países, en los que desaparecieron la m ayor parte de las grandes fam ilias medievales. E sto es cierto en Ing laterra y Francia, aunque pro­bablem ente lo sea m enos en España. La reestabilización de los rangos de

Con esta situación de fondo, se extendió por toda Europa una cu ltura cosm opolita y elitista de corte y salón, tipificada por la nueva preem inencia del francés como idiom a internacio­nal del discurso diplom ático y político. N aturalm ente, debajo de ese barniz esta cu ltura estaba m ucho m ás profundam ente penetrada que nunca por las ideas de la burguesía ascendente, que ahora encontraban una triunfante expresión en la Ilu stra ­ción. El peso específico del capital m ercantil y m anufacturero aum entó en la m ayoría de las formaciones sociales de Occidente durante este siglo, que presenció la segunda gran ola de expan­sión com ercial y colonial u ltram arina. Pero esto sólo determ inó la política del Estado allí donde había tenido lugar una revo­lución burguesa y el absolutism o estaba derrocado, es decir, en Inglaterra y Holanda. En los o tros países no hubo un signo más sorprendente de la continuidad estruc tu ral del últim o Es­tado feudal en su fase final que la persistencia de sus tradiciones m ilitares. La fuerza real de los ejércitos, en general, se esta­bilizó o disminuyó en la Europa occidental después del tra tado de U trecht; la m aterialidad del aparato bélico dejó de expan­dirse, al menos en tierra (en el m ar el problem a es otro). Pero la frecuencia de las guerras y su im portancia capital para el sistem a estatal internacional no cambió sustancialm ente. De hecho, quizá cam biaron de m anos en Europa mayores exten­siones geográficas de territo rio —objeto clásico de toda lucha m ilitar aristocrática— durante este siglo que en los dos ante­riores: Silesia, Nápoles, Lom bardía, Bélgica, Cerdeña y Polonia se contaron entre las presas. La guerra «funcionó» en este sen­tido hasta el fin del an d en régime. N aturalm ente, y m ante­niendo una básica constancia, las cam pañas del absolutism o europeo presentan cierta evolución tipológica. El común deter­m inante de todas ellas fue la orientación feudal-territorial de la que se ha hablado antes, cuya form a característica fue el conflicto dinástico puro y simple de comienzos del siglo xvi (la lucha en tre los Habsburgo y los Valois por Italia). Super­puesto a esta lucha duran te cien años —de 1550 a 1650— es­tuvo el conflicto religioso en tre las potencias de la Reforma y la C ontrarreform a, que nunca inició las rivalidades geopolí­ticas, pero frecuentem ente las intensificó y las exacerbó, a la vez que les proporcionaba el lenguaje ideológico de la época. La guerra de los Treinta Años fue la mayor, y la últim a, de

la aristocracia parece igualm ente clara a finales del siglo xvii, después de que hubiera llegado a su fin la últim a y m ás violenta de todas las reconstrucciones, en la Bohemia de los H absburgo duran te la guerra de los Treinta Años. Pero seguram ente este tem a nos reserva nuevas sorpresas.

estas luchas «mixtas» 18. Fue sucedida muy pronto por un tipo de conflicto m ilitar com pletam ente nuevo en Europa, entablado por diferentes motivos y en un elem ento diferente, las guerras comerciales anglo-holandesas de los años 1650 y 1660, en las que prácticam ente todos los enfrentam ientos fueron m arítim os. Estas confrontaciones, sin embargo, se lim itaron a los dos Es­tados europeos que habían experim entado revoluciones burgue­sas y fueron contiendas estrictam ente capitalistas. E l intento de Colbert para «adoptar» sus objetivos en Francia fue un com­pleto fiasco en la década de 1670. Sin embargo, a p a rtir de la guerra de la Liga de Augsburgo el com ercio fue casi siempre una copresencia auxiliar en las grandes luchas m ilitares te rri­toriales europeas, aunque sólo fuese por la participación de Inglaterra, cuya expansión geográfica u ltram arina tenía ahora un carácter plenam ente comercial, y cuyo objetivo era, efectiva­mente, un m onopolio colonial m undial. De ahí el carác ter híbrido de las últim as guerras del siglo xvm , que com binan dos dife­rentes tiem pos y tipos de conflicto en una extraña y singular mezcla, cuyo ejem plo m ás claro lo ofrece la guerra de los Siete Años 19: la p rim era de la h istoria en que se luchó de una parte a o tra del globo, aunque sólo de form a m arginal para la mayo­ría de los participantes, que consideraban a Manila o M ontreal como rem otas escaramuzas com paradas con Leuthen o Ku- nersdorf. Nada revela m ejor la decadente visión feudal del an d en régime en Francia que su incapacidad para percibir lo que estaba realm ente en juego en estas guerras de naturaleza dual: hasta el últim o m om ento perm aneció, ju n to a sus rivales, básicam ente clavado en la tradicional pugna territo rial.

“ El capítulo de H. G. Koenigsberger, «The E uropean civil war», en The Habsburgs m Europe, Ithaca, 1971, pp. 219-45, es una narración sucinta y ejem plar.

" E l m ejor análisis general de la guerra de los Siete Años es todavía el ele Dorn, Competition for empire, pp. 318-84.

1. EL ABSOLUTISMO EN EL ESTE

Es necesario volver ahora a la m itad oriental de Europa o, más exactam ente, a la parte de E uropa oriental perdonada por la invasión otom ana que inundó los Balcanes en oleadas sucesi­vas, sujetándolos a una historia local diferente a la del resto del continente. La gran crisis que asoló las economías europeas en los siglos xiv y xv produjo una violenta reacción feudal al este del Elba. La represión señorial desencadenada contra los campesinos aum entó en intensidad durante todo el siglo xvi. La consecuencia política, en Prusia y en Rusia, fue un absolu­tism o oriental, coetáneo del occidental pero de origen básica­m ente distinto. El Estado absolutista del Oeste fue el aparato político reorganizado de una clase feudal que había aceptado la conm utación de las cargas. Fue una c o m p e n s a c i ó n p o r l a d e s ­

a p a r i c i ó n d e l a s e r v i d u m b r e , en el contexto de una economía crecientem ente urbana, que no controlaba por com pleto y a la que se tuvo que adaptar. Por el contrario , el Estado absolutista del Este fue la m áquina represiva de una clase feudal que aca­baba de liquidar las tradicionales libertades com unales de los pobres. Fue un i n s t r u m e n t o p a r a l a c o n s o l i d a c i ó n d e l a s e r v i ­d u m b r e , en un paisaje limpio por com pleto de vida u rbana o resistencia autónom as. La reacción feudal en el Este significaba que era preciso im plan tar desde arriba, y por la fuerza, un m undo nuevo. La dosis de violencia que se in trodujo en las relaciones sociales fue, por tanto , m ucho mayor. El Estado absolutista del Este nunca perdería las m arcas de esta expe­riencia originaria.

Pero, al m ismo tiempo, la lucha de clases in terna dentro de las formaciones sociales del Este, y su resultado, la servidum ­bre del cam pesinado, no ofrecen por sí m ismas una explica­ción exhaustiva de la aparición de un tipo diferente de absolu­tism o en esta región. La distancia en tre am bos puede m edirse cronológicam ente en Prusia, donde la reacción feudal de la nobleza ya se había im puesto al cam pesinado con la generali­zación de la G u t s h e r r s c h a f t en el siglo xvi, cien años antes del establecim iento de un Estado absolutista en el siglo xvu. En Polonia, tie rra clásica de la «segunda servidum bre», nunca sur-

gio un Estado absolutista, aunque esto constituyera un fracaso por el que la nobleza tendría que pagar finalm ente el precio de su existencia nacional. Sin embargo, tam bién aquí el siglo xvi presencio un gobierno feudal descentralizado, dom inado por un sistem a representativo bajo el control total de la aristocracia y con una autoridad m onárquica muy débil. En Hungría, el p ro ­ceso de definitivo som etim iento a servidum bre del campesinado tuvo lugar tras la guerra austro-turca, en el paso del siglo xvi al xvii, m ientras la nobleza m agiar resistía con éxito la impo­sición del absolutism o de los Habsburgo En Rusia, la im plan­tación de la servidum bre y la construcción del absolutism o es­tuvieron mas estrecham ente vinculadas, pero incluso en este caso la aparición de la prim era precedió a la consolidación del segundo, y no siem pre se desarrolló pari passu con él. Como las relaciones serviles de producción entrañan una fusión inme­diata de la propiedad y de la soberanía, del señorío y del dominio de la tierra , no había nada sorprendente por sí mismo en unos estados nobiliarios policéntricos, tales como los que existían en Alemania al este del Elba, en Polonia o en Hungría tras la reacción feudal en el Este. Para explicar el posterior ascenso del absolutism o es preciso, ante todo, re in sertar la to­talidad del proceso de la segunda servidum bre dentro del sis­tem a internacional de estados del últim o período de la Europa feucal.

Ya hemos visto que la presión ejercida en esta época sobre el ü s te por las economías occidentales m ás avanzadas se ha exagerado con frecuencia, al presen tarla como fuerza única o principal responsable de la reacción señorial en esta región. De hecho, aunque el comercio de cereales intensificó indudable­m ente la explotación servil en la Alemania oriental o en Polonia no la inauguró en ninguno de estos países, v no jugó ningún pa­pel en su paralelo desarrollo en Bohemia o en Rusia. En otras palabras, si es incorrecto conceder una im portancia central a los lazos económicos del comercio de exportación e im portación entre el Este y el Oeste, la causa es que el modo de producción feudal como tal —que no estaba superado en modo alguno en Europa occidental duran te los siglos xvi y x v a— no podía crear un sistem a económico internacional unificado. Sólo el m ercado mundial del capitalism o industrial realizaría esta tarea, irra­diando desde los países avanzados para moldear y dom inar el

1 Véase Zs. Pach. Die ungarische Agrarentwicklung im 16-17 Jahrhun- dert, Budapest, 1964, pp. 38-41, 53-6, acerca de las etapas de este p ro­ceso \ 1 im pacto de la guerra de los Trece Años sobre la condicióncampesina.

desarrollo de los atrasados. Las economías m ixtas occidentales del período de transición —que com binaban una agricultura feudal sem im onetarizada y postserv il2, con enclaves de capital m ercantil y m anufacturero— carecían de tan fuerte em puje. La inversión exterior era mínima, excepto en los im perios colonia­les y, hasta cierto punto, en Escandinavia. El comercio exterior representaba todavía un pequeño porcentaje del producto na­cional de todos los países, excepto Holanda y Venecia. Asi pues, una integración com pleta de Europa oriental en el circuito eco­nómico de Europa occidental —im plícita a m enudo en la uti­lización por los historiadores de expresiones tales como «eco­nomía colonial» o «empresas de plantación» para referirse al sistem a de G utsherrschaft vigente más allá del Elba— resulta intrínsecam ente inverosímil.

Esto no quiere decir, sin embargo, que el im pacto de la Europa occidental en la oriental no fuera determ inante de las estructuras estatales que allí aparecieron. En efecto, la in terac­ción trasnacional dentro del feudalism o se produjo siem pre y en p rim er lugar en el plano político y no en el economico, pre­cisam ente porque era un modo de producción basado en la coacción extraeconómica: su form a prim aria de expansión era la conquista y no el comercio. El desarrollo desigual del feuda­lismo dentro de Europa encontraba su expresión mas caracte­rística y directa no en la balanza comercial, sino en la balanza de las arm as en tre las respectivas regiones del continente. En otras palabras, la prim era mediación en tre Este y Oeste en estos siglos fue m ilitar. Fue la presión internacional del abso­lutism o occidental, aparato político de una aristocracia feudal

: El índice real de m onetarización de las diferentes agriculturas de Europa occidental en los siglos xvi y xvn era, probablem ente, mucho más baio de lo que generalm ente se cree. Jean M euvret afirm a que en la Francia del siglo xvi «el cam pesinado vivía en un régimen de cuasi au tarqu ía dom éstica prácticam ente en todas partes», y que «la vida diaria de los artesanos, incluyendo a la pequeña burguesía, estaba regulada de hecho por el mismo principio, a saber, vivir de los alim entos cultivados en las tie rras propias y, por lo demás, com prar y vender el mínimo posible»; porque «para satisfacer las necesidades ordinarias, no era nece­sario en absoluto el uso de m onedas de oro o de plata. Para el pequeño núm ero de transacciones m ercantiles que resultaban indispensables era posible prescindir frecuentem ente del dinero». Jean M euvret. «Circulation m onétaire et utilization econom ique de la m onnaie dans la France du

• et du xvm* siécle», Eludes d'Histoire Moderne et Contemporaine I 1947. d. 20. Porshnev caracteriza correctam ente la situación general de esta época cuando la define por «la contradicción entre la form a mone­taria y la base natural de la economía feudal», y com enta que las difi­cultades fiscales del absolutism o radicaban por doquier en esta contra­dicción: Les soulévements populaires en France, p. 558.

más poderosa, dom inante en sociedades m ás avanzadas, lo que obligó a la nobleza oriental a crear una m áquina estatal igual­m ente centralizada para sobrevivir. De o tra form a, la superior fuerza m ilitar de los ejércitos reorganizados y engrandecidos del absolutism o se habría hecho sen tir en el medio norm al de la com petencia interfeudal: la guerra. La m ism a modernización de los ejércitos y las tácticas, resultado de «la revolución mi­litar» occidental tras 1560, hacía más factible que nunca la agre­sión a los vastos espacios del Este, e igualm ente aum entaba los peligros de invasión para las aristocracias locales de estos países. Así, al m ismo tiem po que divergían las relaciones infra- estructurales de producción, tuvo lugar en am bas zonas una paradójica convergencia de las superestructu ras (índice, por supuesto, de lo que en últim o térm ino era un modo de produc­ción común). La form a concreta que adoptó la amenaza m ilitar del absolutism o occidental fue, afortunadam ente para la noble­za oriental, indirecta y transitoria. A pesar de todo, es sorpren­dente hasta qué punto sus efectos actuaron como catalizador del modelo político del Este. El frente en tre am bas zonas estaba ocupado, en el sur, por el largo duelo austro-turco, que duran te doscientos cincuenta años concentraría la atención de los H absburgo sobre sus enemigos otom anos y sus vasallos hún­garos. En el centro, Alemania era un laberinto de estados pequeños y débiles, divididos y neutralizados por los conflictos religiosos. Así, el ataque llegó desde el norte, relativam ente prim itivo. Suecia —el m ás reciente y sorprendente de todos los absolutism os occidentales, país nuevo con una población muy lim itada y una economía rudim entaria— sería el m artillo del Este. Su im pacto sobre Prusia, Polonia y Rusia en los noventa años que van desde 1630 hasta 1720 puede com pararse con el de España sobre Europa occidental en una época anterior, aunque nunca haya recibido la m ism a atención. A pesar de esto, fue uno de los grandes ciclos de expansión m ilitar en la h istoria del absolutism o europeo. En su punto culm inante, la caballería sueca se paseó victoriosa por las cinco capitales de Moscú, Varsovia, Berlín, Dresde y Praga, en un gran arco a través del territo rio de la Europa oriental que llegó a superar las cam ­pañas de los tercios españoles en la occidental. Los sistem as estatales de Austria, Prusia, Polonia y Rusia experim entaron su im pacto formativo.

La prim era conquista exterior de Suecia fue la tom a de Es­tonia, en las largas guerras de Livonia con Rusia durante las ú ltim as décadas del siglo xvi. Sin embargo, fue la guerra de los T reinta Años la que produjo el p rim er sistem a internacional

de Estados com pletam ente formalizado en Europa y la que señaló el decisivo comienzo de la irrupción sueca en el Este. La espectacular m archa de los ejércitos de Gustavo Adolfo sobre Alemania, arrollando el poder de los H absburgo para asom bro de Europa, fue el punto decisivo de la guerra, y los éxitos posteriores de Baner y Torstensson hicieron imposible toda recuperación a largo plazo de la causa im perial. Desde 1641, los ejércitos suecos ocuparon de form a perm anente gran­des zonas de M oravia3, y cuando la guerra term inó, en 1648, estaban acam pados en la orilla izquierda del Moldava, en Praga. La intervención de Suecia había arru inado definitivam ente la perspectiva de un Estado im perial de los H absburgo en Alema­nia. De ahí que la trayectoria y el carácter del absolutism o austriaco habrían de estar determ inados por este derro ta, que lo privo de la posibilidad de un centro territo ria l consolidado en las tierras tradicionales del Reich y desplazó, a su costa, todo el centro de gravedad hacia el Este. Al mismo tiempo, el im pacto del poder sueco en la evolución de Prusia, internacio­nalm ente menos visible, fue en el in terio r m ucho más profundo. Los ejércitos suecos ocuparon Brandem burgo desde 1631 y, a pesar de ser técnicam ente un aliado en la causa protestante , le som etieron inm ediatam ente a requisiciones m ilitares y exac­ciones fiscales despiadadas, tales como nunca antes se habían conocido: los privilegios tradicionales de los Estados de los jun k er fueron liquidados de un plum azo por los com andantes suecos4. Al traum a de esta experiencia se añadió la adquisición sueca de la Pcm erania occidental por el tra tado de W estfalia de 1648, que aseguró a Suecia una am plia y perm anente cabeza de playa en las tierras del su r del Báltico. Las guarniciones suecas controlaban ahora el Oder y am enazaban directam ente a la hasta entonces desm ilitarizada y descentralizada clase domi­nante de Brandem burgo, país que prácticam ente carecía de ejército. La construcción del absolutism o prusiano por el Gran Elector, desde 1650 en adelante, fue en buena m edida una res­puesta d irecta a la inm inente am enaza sueca: el ejército perm a­nente, que habría de ser la p iedra angular de la autocracia de los Hohenzollern, y su sistem a fiscal, fueron aceptados por los junkers en 1653 para enfrentarse a la inm inente situación de

> Véase J. Polisensky, The Thirty Year’s War, Londres, 1971, pági­nas 224-31

4 Carsten, The origins of Prussia, p. 179. Pocos años antes. Gustavo Adolfo había tom ado las estratégicas fortalezas de Memel y Pillau, en la Prusia oriental, que dom inaban el acceso a Koenigsberg, im poniendo en ellas peajes suecos: op. cit., pp. 205-6.

guerra en el teatro báltico y para resistir a los peligros exte­riores. De hecho, la guerra sueco-polaca de 1655-60 se reveló como el punto crucial de la evolución política de Berlín, que evitó lo peor de la agresión sueca participando al lado de Esto- colmo como joven y tem eroso aliado. El gran paso siguiente en la construcción del absolutism o prusiano se dio, una vez más, en respuesta al conflicto m ilitar con Suecia. Durante la década de 1670, en medio de la angustia provocada por las campañas suecas contra Brandem burgo, que abrieron un teatro nórdico en la guerra desencadenada por Francia en el oeste, fue cuando el célebre Generalkriegscommissariat pasó a ocupar las funcio­nes del an terior consejo privado y a dar form a a toda la estruc­tu ra del aparato estatal de los Hohenzollern. El absolutism o prusiano y su definitiva configuración tom aron form a durante la época del expansionismo sueco y bajo su presión.

M ientras tanto, en estas décadas que siguieron a Westfalia, cayó sobre el Este el m ás duro de todos los golpes nórdicos. La invasión sueca de Polonia en 1655 hizo sa ltar rápidam ente la insegura confederación aristocrática de los szlachta. Cayeron Varsovia y Cracovia, y todo el valle del Vístula quedó desgarrado por las m archas y contram archas de los ejércitos de Carlos X. La principal consecuencia estratégica de la guerra fue privar a Polonia de toda soberanía sobre el ducado de Prusia. Pero los resultados sociales del devastador ataque sueco fueron m u­cho más serios: las pautas dem ográfica y económica de Polonia quedaron tan gravem ente dañadas que la invasión sueca llegó a ser como un diluvio que separaría para siem pre la an terior prosperidad de la Rzeczpospolita de la crisis y la decadencia irrecuperables en los que se hundió después. La últim a y breve recuperación de las arm as polacas en la década de 1680, cuando Sobieski dirigió la liberación de Viena del cerco turco, fue se­guida muy pronto por la segunda ofensiva sueca contra la m an­com unidad, durante la gran guerra del norte de 1701-21, en la que el principal teatro de destrucción fue, una vez más, Polonia. Cuando los últim os soldados suecos abandonaron Varsovia, Polonia había dejado de ser una gran potencia europea. La nobleza polaca, por razones de las que se hablará más adelante, no tuvo éxito en su intento de generar un absolutism o m ientras duraron estas tragedias. Así dem ostró en la práctica cuáles eran las consecuencias, para una clase feudal del Este, de no seguir este camino; Polonia, incapaz de recuperarse de los golpes m ortales infligidos por Suecia, dejó finalm ente de existir como Estado independiente.

Rusia, como siem pre, constituye un caso algo diferente den­

tro de un campo histórico común. El im pulso en el seno de la aristocracia hacia una m onarquía m ilitar fue evidente en Rusia mucho antes que en ningún otro país del Este europeo. Esto se debió, en parte, a la prehistoria del Estado de Kiev y a la tradición im perial bizantina que éste transm itió a través de ía caótica Rusia de la Edad Media, utilizando la ideología de la «Tercera Roma»: Iván II I se había casado con la sobrina de últim o Paleólogo, em perador de Constantinopla, y se arrogo el título de «zar» o em perador en 1480. Sin embargo, la ideología de la translatio im perii era menos im portante, indudablem ente, que la continua presión m aterial sobre Rusia de los pueblos pastores tárta ros y turcom anos del Asia Central. La soberanía política de la H orda de Oro duró hasta finales del siglo xv. Sus sucesores los janatos de Kazán y Astracán lanzaron desde el Este constantes incursiones en busca de esclavos, hasta su derro ta y aborción a mediados del siglo xvi. Durante otros cien años, los tárta ros de Crimea —ahora bajo señorío otom ano— asolaron el territo rio ruso desde el sur; sus expediciones en busca de botín y de esclavos m antuvieron a la m ayor parte de Ucrania como un páram o deshab itado5. En los albores de la época m oderna, los jinetes tárta ros carecían de capacidad para la conquista o la ocupación perm anente. Pero Rusia «centmeia de Europa», tuvo que soportar lo peor de sus ataques, y la consecuencia fue un mayor y más tem prano ím petu hacia un Estado centralizado en el ducado de Moscú que en el más protegido electorado de Brandem burgo o en la m ancom unidad polaca. Sin embargo, a p a rtir del siglo xvi, la amenaza m ilitar del Oeste fue siem pre mucho mayor que la del Este, porque la artillería de cam paña y la infantería m oderna eran ahora netam ente superiores a los arqueros m ontados como arm a de batalla. Así pues, tam bién en Rusia las fases realm ente decisi­vas de la transición hacia el absolutism o tuvieron lugar durante las fases sucesivas de la expansión sueca. El crucial reinado de Iván IV a finales del siglo xvi estuvo dom inado por las largas guerras de Livonia, de las que Suecia resultó vencedor estratégico al anexionar Estonia por el tra tado de Yam Za- polsky de 1582: un tram polín para su dominio del litoral norte del Báltico. El «período de trastornos», a principios del si­glo xvn, que term inó con la crítica subida al trono de la dinastía

5 En vísperas del ataque de Iván IV contra el janato se supone que había allí unos 100.000 esclavos rusos. El num ero total de esclavos capturados por los tá rtaros en sus correrías desde Crimea en la p rim era m itad del siglo xvu fue superior a los 200.000. G. VernaasKy, The tsardom of Moscow, 1457-1682, I, Yale, 1969, pp. 51-4, 12.

Románov, presenció el despliegue del poderío sueco en las pro­fundidades de Rusia. En medio del creciente caos, un ejército m andado por De la Gardie se abrió paso hasta Moscú para sostener al usurpador Shuiski. Tres años después, un candidato sueco —el herm ano de Gustavo Adolfo— estuvo a punto de ser elegido para la m ism a m onarquía rusa, aunque se vio blo­queado en el últim o m om ento por la elección de Miguel Romá­nov. El nuevo régimen se vio obligado a ceder inm ediatam ente Carelia e Ingria a los suecos, quienes en el transcurso de o tra década tom aron toda Livonia a los polacos, lo que les dio un control prácticam ente absoluto del Báltico. En los prim eros años de la dinastía Románov, el influjo sueco se extendió tam ­bién al sistem a político ru s o 6. Finalm ente, el enorm e edificio estatal de Pedro I de principios del siglo xv m se erigió du­rante, y contra, la suprem a ofensiva m ilitar sueca en Rusia, dirigida por Carlos X II, que había comenzado con la destrucción de los ejércitos rusos en Narva y continuaría con un profundo avance en Ucrania. El poder zarista dentro de Rusia se forjó y se puso a prueba en la lucha internacional contra el im perio sueco por la suprem acía en el Báltico. El Estado austríaco había sido expulsado de Alemania por la expansión sueca; el Estado polaco quedó fragm entado. Por el contrario , los estados ruso y prusiano hicieron frente y derro taron a la expansión sueca, adquiriendo su form a desarrollada en el curso de esta contienda. El absolutism o oriental estuvo determ inado, fundam entalm en­te, por tanto, por las condiciones im puestas por el sistem a político internacional en cuyo seno estaban integradas objetiva­m ente las noblezas de toda la reg ió n 7. Este fue el precio de su supervivencia en una civilización de in in terrum pida guerra territo ria l; el desarrollo desigual del feudalism o les obligó a igualar las estruc tu ras estatales de Occidente antes de haber alcanzado un estadio com parable de transición económica ha­cia el capitalism o.

Con todo, este absolutism o tam bién estuvo sobredeterm ina- do, inevitablem ente, por el desarrollo de la lucha de clases den­tro de las form aciones sociales del Este. Es preciso considerar

* J. H. Billington, The icón and the axe, Londres, 1966, p. 110; este tem a invita a una m ayor investigación.

7 Un reconocim iento de esta cuestión por un h is to riador ruso puede verse en A. N. Chistozvonov, «Nekotorye aspekti problem i genezisa abso- liutizma», Voprost Istorii, 5, mayo de 1968, pp. 60-1. Aunque contiene algunos juicios d isparatados (sobre España, po r ejem plo), este ensayo com parativo es probablem ente el m ejor estudio soviético reciente sobre los orígenes del absolutism o en Europa orien tal y occidental

ahora las presiones endógenas que contribuyeron a su aparición. Llama la atención una coincidencia inicial. La decisiva conso­lidación juríd ica y económica de la servidum bre en Prusia, Rusia y Bohemia tuvo lugar, precisam ente, duran te las mismas décadas en que se echaron con firmeza las bases políticas del Estado absolutista. Este doble proceso —institucionalización de la servidum bre e inauguración del absolutism o— estuvo, en los tres casos, estrecha y claram ente ligado en la historia de las respectivas formaciones sociales. En Brandem burgo, el Gran Elector y los Estados sellaron el famoso acuerdo de 1653, con­signado en una C arta form al, por el que la nobleza votaba los im puestos para un ejército perm anente y el príncipe prom ul­gaba ordenanzas por las que ataba irrem ediablem ente a la tierra a la fuerza de traba jo rural. Los im puestos habrían de cargarse sobre las ciudades y los campesinos, pero no sobre los propios junkers, m ientras el ejército habría de ser el núcleo de todo el Estado prusiano. Fue un pacto que aum entó tanto el poder político de la dinastía sobre la nobleza como el poder de la nobleza sobre el campesinado. La servidum bre de Alemania oriental quedó ahora norm alizada y generalizada en todas las tierras de los Hohenzollern situadas m ás allá del Elba, m ientras que el sistem a de Estados fue suprim ido inexorablem ente por la m onarquía en una provincia tras otra. En 1683, los L a n d t a g e de B randem burgo y de la Prusia oriental habían perdido1 para siem pre todo su p o d e r8. Al mismo tiempo, se había producido en Rusia una coyuntura muy similar. En 1648, el Z e m s k t S o b o r

—Asamblea de la T ierra— se había reunido en Moscú para aprobar el histórico S o b o r n o e U l o z h e n i e , que, por vez prim era, codificaba y universalizaba la servidum bre para la población rural, institu ía un estricto control estatal sobre las ciudades y sus habitantes y, a la vez, confirm aba y rem achaba la respon­sabilidad form al de todas las tierras nobles respecto al servicio m ilitar. El S o b o r n o e U l o z h e n i e fue el p rim er código legal global que se prom ulgó en Rusia y su llegada constituyó un hecho transcendental. En efecto, el código proporcionó al zarism o el m arco juríd ico regulador para su solidificación como sistem a estatal. La proclam ación solemne de la servidum bre del campe­sinado ruso fue seguida aquí tam bién por la rápida caída en desuso del sistem a de Estados. En el curso de una década, el

• En esa fecha los nobles reunidos en B randem burgo dejaron cons­tancia de su melancólica convicción de que los antiguos privilegios de los Estados estaban prácticam ente «anulados y descoloridos de tal form a que no parecía quedar ni una umbra libertatis». Citado por Carsten, The origins of Prussia, p. 200.

Zem ski Sobor había desaparecido realm ente, m ientras que la m onarquía constru ía un amplio ejército sem iperm anente que finalm ente sustituyó a todas las viejas levas de la nobleza. El últim o y simbólico Zem ski Sobor pasó al olvido en 1683, cuando ya no era más que una fantasm al claque cortesana. El pacto social en tre la m onarquía y la aristocracia rusa fue sellado con el establecim iento del absolutism o a cambio de la aproba­ción definitiva de la servidum bre.

D urante la m ayor parte de este mismo período, la evolu­ción de Bohemia tuvo un sincronism o com parable, aunque en el diferente contexto de la guerra de los T reinta Años. El tratado de W estfalia, que finalizó en 1648 con esta larga lucha m ilitar, consagró la doble victoria de la m onarquía Habsburgo sobre los Estados de Bohemia y la de los grandes terratenientes sobre el cam pesinado checo. El grueso de la vieja aristocracia checa había sido elim inado después de la batalla de la M ontaña Blan­ca, y con ella la constitución política que encarnaba su poder local. El Verneuerte Landesordnung, que ahora adquirió un vigor incontestado, concentró todo el poder ejecutivo en Viena. Los Estados, una vez disuelto su tradicional liderazgo social, quedaron reducidos a una simple función ceremonial. La auto­nom ía de las ciudades fue aplastada. En el campo se tom aron im placables m edidas para extender la servidum bre en las gran­des propiedades. Las grandes prescripciones y confiscaciones sufridas por los anteriores propietarios y nobles checos crearon una aristocracia nueva y cosm opolita de aventureros m ilitares y de funcionarios de la corte que controlaban, jun to con la Iglesia, cerca de las tres cuartas partes de todas las tierras de Bohemia. Las enorm es pérdidas dem ográficas tras la guerra de los T reinta Años provocaron una aguda escasez de m ano de obra. Las prestaciones de traba jo del robot llegaron muy pronto a la m itad de la sem ana laboral, m ientras que los servicios, diezmos y contribuciones feudales podían alcanzar hasta dos tercios de toda la producción cam pesina9. El absolutism o aus­tríaco, derrotado en Alemania, triunfó en Bohemia, y con él se extinguieron las últim as libertades del cam pesinado checo. Así pues, la consolidación del control señorial sobre el campesinado y la discrim inación contra las ciudades estuvieron ligadas, en las tres regiones, a un rápido aum ento de las prerrogativas de la m onarquía, y fueron seguidas por la desaparición de los sis­tem as estam entales.

Como ya hemos visto, las ciudades de Europa del Este ha­

bían sido reducidas y reprim idas duran te la ú ltim a depresión medieval. La notable m ejoría económica que experim entó el continente en el siglo xvi favoreció un nuevo, aunque desigual, crecim iento urbano en algunas zonas del Este. A p a rtir de 1550, las ciudades de Bohemia volvieron a conquistar buena parte de su prosperidad, aunque bajo la égida de unos patriciados u rba­nos estrecham ente unidos a la nobleza por la propiedad te rri­torial y m unicipal, y sin la vitalidad popular que las había caracterizado en la época husita. En el este de Prusia, Koenigs- berg era todavía una firm e avanzadilla de la autonom ía de los burgos. En Rusia, Moscú había retoñado de nuevo tras la im­plantación formal del zarism o con Iván III, beneficiándose no­tablem ente del comercio de largo recorrido en tre Europa y Asia, que cruzaba Rusia y en el que tam bién partic ipaban los viejos centros m ercantiles de Novgorod y Pskov. La m adura­ción de los estados absolutistas en el siglo xvn propinó el defi­nitivo golpe m ortal a la posibilidad de un renacim iento de la independencia urbana en el Este. Las nuevas m onarquías —Hohenzollern, Habsburgo y Románov— aseguraron la inque­brantable suprem acía política de la nobleza sobre las ciudades. El único organism o corporativo que resistió al Gleichschaltung del Gran E lector tras la Suspensión de 1653 fue la ciudad de Koenigsberg en la Prusia oriental: fue aplastada en 1662-63 y en 1674, ante la pasividad de los junkers lo ca le s10. En Rusia, el m ismo Moscú carecía de una clase burguesa fuerte, al estar el com ercio acaparado por los boyardos, los funcionarios y un pequeño grupo de m ercaderes gosti, cuyo esta tu to y privilegios dependían del gobierno. Había, sin embargo, num erosos artesa­nos, una anárquica fuerza de trabajo sem irrural, y los trucu ­lentos y corrom pidos fusileros de la m ilicia de los streltsi. La causa inm ediata de la convocatoria del decisivo Zem ski Sobor que prom uleó el Sobornoe Ulozhenie fue una explosión repentina de estos grupos heterogéneos. Las m ultitudes am otinadas se enfurecieron ante la subida de precios de los artículos básicos que siguió al aum ento de im puestos decretado por la adm inis­tración de Morózov, tom aron Moscú y obligaron al zar a aban­donar la ciudad, m ientras el descontento se extendía por las provincias rurales hasta Siberia. Una vez recuperado el control de la capital, se convocó al Zem ski Sobor y se decretó el Uloz­henie. Novgorod y Pskov se rebelaron contra las exacciones fiscales, por lo que fueron definitivam ente reprim idas, dejando de tener en adeiante toda im portancia económica. Los últim os

tum ultos urbanos de Moscú tuvieron lugar en 1683, cuando los artesanos rebeldes fueron som etidos con facilidad, y en 1683, cuando Pedro I liquidó por fin a los streltsi. A p artir de en­tonces, las ciudades rusas no crearon ningún problem a a la m o­narquía ni a la aristocracia. En tierras checas, la guerra de los Treinta Años acabó con el orgullo y el desarrollo de las ciudades de Bohemia y Moravia: los incesantes sitios y devastaciones que sufrieron durante las cam pañas de la guerra, jun to con la can­celación de las autonom ías m unicipales después de ella, las redujeron para siem pre a adornos pasivos del im perio de los Habsburgo.

La razón interna m ás fundam ental del absolutism o del Este radica, sin embargo, en el campo. Su com pleja m aquinaria de represión estaba dirigida prim ordial y esencialm ente contra el campesinado. El siglo xvn fue una época de caída de los pre­cios y dism inución de la población en la m ayor p arte de Europa. En el Este, las guerras y los desastres civiles habían creado crisis de m ano de obra particularm ente agudas. La guerra de los T reinta Años infligió un golpe b ru ta l al conjunto de la eco­nom ía alem ana al este del Elba. En muchos d istritos de Bran­dem burgo hubo pérdidas dem ográficas superiores al 50 por 100 “ . En Bohemia, la población total bajó de 1.700.000 habi­tantes a menos de 1.000.000 en el m om ento de la firm a de la Paz de W estfa lia12. En las tierras rusas, las intolerables ten­siones de las guerras de Livonia y de la Oprichnina condujeron a la despoblación y evacuación calam itosas de Rusia central en los últim os años del siglo xvi: en tre el 76 y el 96 por 100 de todos los núcleos rurales de la provincia de Moscú fueron abandonados 13. El «período de trastornos», con sus guerras ci­viles, invasiones extranjeras y rebeliones rurales, produjo en­tonces inestabilidad y escasez de la fuerza de trabajo a dispo­sición de la clase terrateniente. El descenso demográfico de esta época creó así, o agravó, una constante escasez de trabajo ru ral para el cultivo de la tierra . Había, además, un antecedente regional perm anente de este fenómeno: el problem a endémico para el feudalism o oriental de la proporción tie rra /trab a jo , la existencia de dem asiado pocos campesinos, dispersos en espa­cios excesivamente grandes. La siguiente com paración puede dar una idea de la diferencia de condiciones con la Europa occidental: la densidad de población en la Rusia del siglo xvn

11 Stoye, Europe unfolding, 1648-1683, p. 31.1J Polisensky, The Thirty Year's war, p. 245.u R. H. Hellie, Enserfment and military change in Muscovy, Chicago,

1971, p. 95.

era de tres o cuatro personas por kilóm etro cuadrado, m ientras que la de Francia era de 40, es decir, diez veces m ay o rM. En las fértiles tierras del sudeste de Polonia o de Ucrania occi­dental, la zona agrícola m ás rica de la Rzeczpospolita, la den­sidad dem ográfica no era m ucho mayor, en tre tres y siete per­sonas por kilóm etro cuadrado 15. La m ayor parte de la llanura de H ungría central —que entonces eran las tierras fronterizas entre los im perios austríaco y turco— estaba igualm ente des­poblada. El p rim er objetivo de la clase terraten ien te no era tanto, como en Occidente, fijar el nivel de las cargas que debía pagar el campesino, como detener la movilidad del aldeano y a tarle a la tierra . Del mismo modo, en grandes zonas de Europa oriental, la form a más típica y eficaz de la lucha de clases pro­tagonizada por el cam pesinado era sim plem ente huir, esto es, desertar colectivamente de la tierra y dirigirse a nuevos espa­cios deshabitados e inexplorados.

Ya se han descrito las m edidas tom adas en el últim o período medieval por la nobleza prusiana, austríaca y checa para im pe­dir esta movilidad tradicional; naturalm ente, estas m edidas se intensificaron en la fase inaugural del absolutism o. Más hacia el este, en Rusia y en Polonia, el problem a era todavía más serio. En las am plias tierras pónticas situadas en tre am bos paí­ses no existían límites ni fronteras estables de asentam iento; la profunda zona forestal del norte de Rusia era tradicional­m ente un área de cam pesinado de «tierra negra», al margen del control señorial, m ientras que Siberia occidental y la región del Volga y el Don, en el sudeste, constituían rem otas e impe­netrables extensiones todavía en proceso de colonización gra­dual. La emigración rural en todas esas direcciones ofrecía la posibilidad de liberarse de la explotación señorial y establecer, en las duras condiciones de la frontera, colonias cam pesinas in­dependientes. El interm inable proceso de reducción a la servi­dum bre del cam pesinado ruso, a lo largo del siglo xvn, debe considerarse en el m arco del contexto natural apuntado: exis­tían zonas marginales, grandes y divisibles, alrededor de las propiedades territo ria les de la nobleza. Así, es una paradoja histórica que Siberia fuese colonizada por pequeños propieta­rios campesinos, procedentes de las com unidades de «tierra negra» del norte, que buscaban m ayor libertad personal y opor­tunidades económicas, durante el m ismo período en que la gran

14 R. M ousnier, Peasant Uprisings, pp. 157, 159.15 P. Skwarczynski, «Poland and Lithuania», en The New Cambridgt

Modern History of Europe, I I I , Cambridge, 1968, p . 377.

m asa del cam pesinado central se estaba hundiendo en una abyecta esclavitud 16. Esta ausencia de una fijación territo ria l norm al en Rusia es lo que explica la sorprendente supervivencia de la esclavitud en una escala muy considerable: a finales del siglo xvi, los esclavos todavía cultivaban en tre el 9 y el 15 por 100 de las propiedades ru s a s 17. En efecto, como hemos dicho repetidas veces, la presencia de esclavitud ru ra l en una form ación social feudal siem pre significa que el sistem a de ser­vidum bre no se ha cerrado aún, y que un considerable núm ero de productores directos perm anece libre en el campo. La pose­sión de esclavos era uno de los grandes capitales de la clase boyarda, que daba a sus propiedades una ventaja económica fundam ental sobre la m ás pequeña nobleza de servicio 18: dejó de ser necesaria sólo cuando la red de la servidum bre hubo atrapado con fuerza a casi todo el cam pesinado ruso en el si­glo xviii. M ientras tanto, existió una incesante rivalidad in ter­feudal por el control de «almas» para el cultivo de las tierras de la nobleza y el clero: los boyardos y los m onasterios con feudos m ás rentables y racionalizados adm itían siervos fugiti­vos, procedentes de fincas m ás pequeñas, y ponían obstáculos a su recuperación por sus antiguos señores, lo que enfurecía a la clase de pequeños propietarios. Estos conflictos no term i­naron hasta que se estableció una autocracia central, estable y poderosa, con un aparato coercitivo de Estado, capaz de im poner la adscripción a la tierra en todo el territo rio ruso. Así pues, la constante preocupación señorial por el problem a de la m ovilidad laboral en el E ste es lo que explica, sin duda alguna, gran parte de la m archa in terio r hacia el absolutism o w. Las leyes señoriales que ataban al cam pesinado a la tierra ya se habían aprobado en la época precedente. Pero, como ya hemos visto, su cum plim iento era norm alm ente muy imperfec-

“ A. N. Sajarov, «O dialektike istoricheskovo razvitiya russkovo krest'yanstva», Voprosi Istorii, 1, enero de 1970, pp. 26-7, subraya este con­traste.

” M ousnier, Peasant uprisings, pp. 174-5.“ Véase la notable ponencia de V ernadsky, «Serfdom in Russia», en

X Congresso Internationale di Scienze Storiche, Relazioni, in , Florencia,1955, pp. 247-72, que señala correctam ente la im portancia de la esclavitud ru ra l en Rusia como una característica del sistem a agrario.

“ Una idea de la m agnitud de este problem a para la clase dom inante rusa puede deducirse del hecho de que en fecha tan tard ía como 1718-9, mucho después de la consolidación legal de la servidum bre, el censo ordenado por Pedro I descubrió no menos de 200.000 siervos fugitivos —alrededor del 3 ó 4 po r 100 del to tal de la población sierva— que fueron devueltos a sus antiguos amos. Véase M. Ya. Volkov, «O stanovlenii absoliutizm a v Rossii», Istoriya SSSR , enero de 1970, p. 104.

to: las verdaderas pautas de la m ano de obra no correspon­dían siem pre, en modo alguno, a las disposiciones de los codigos legales. La misión del absolutism o fue, en todas partes, con­vertir la teoría juríd ica en práctica económica. Un aparato represivo inexorablem ente centralizado y unitario constituía una necesidad objetiva para la vigilancia y la supresión de la extendida movilidad ru ral en épocas de depresión económica. Ninguna red de jurisdicciones de señores individuales, por muy despóticos que fueran, podía enfren tarse con este problem a de form a adecuada. Las funciones de policía in terio r necesarias para la segunda servidum bre del Este fueron, en este sentido, m ucho m ás exigentes que las necesarias para la prim era servi­dum bre en el Oeste: el resultado fue hacer posible un Estado absolutista más avanzado que las relaciones de producción so­b re las que se asentaba, y contem poráneo del que en el Oeste evolucionaba más allá de la servidum bre.

Polonia, una vez más, fue la aparente excepción en la lógica de este proceso. Pero así como en lo exterior tuvo que pagar el castigo del diluvio sueco por no haber generado un absolu­tismo, en el in terior el precio de su fracaso fue la m ayor insu­rrección cam pesina de esta época, la catástrofe de la revolución ucraniana de 1648, que le costó un tercio de su territo rio y que descargó sobre la m oral y el valor de la szlachta un golpe del que nunca se habría de recobrar plenam ente, pues sirvió de preludio inm ediato a la guerra con Suecia, a la que habría de ligarse. El carác ter peculiar de la revolución ucraniana fue con­secuencia directa del problem a básico de la movilidad y la huida de los campesinos en el E s te 20. Fue una rebelión iniciada por los relativam ente privilegiados «cosacos» de la región del Dnieper, que eran en su origen campesinos fugitivos o rutenios, o habitantes de las tierras atlas circasianas, que se habían asen­tado en las vastas tierras fronterizas en tre Polonia, Rusia y el janato tá rta ro de Crimea. En estas tierras de nadie habían lle­gado a adop tar un modo de vida sem inóm ada, ecuestre, muy sim ilar al de los tá rta ros contra los que norm alm ente luchaban. Mucho tiem po después se había desarrollado una com pleja es­tru c tu ra social en las com unidades de cosacos. Su centro político y m ilitar era la isla fortificada o sech, situada m ás abajo de los rápidos del Dnieper, creada en 1557, y que constituía un cam pa­m ento guerrero, organizado en regim ientos que elegían delega-

“ Una com pleta descripción de la estruc tu ra social de Ucrania y de la revolución de 1648-54 puede verse en Vernadsky, The tsardom of Mos- cow, i, pp. 439-81.

dos para un consejo de oficiales o s t a r s h i n a , que a su vez elegía un com andante suprem o o h e t m á n . Fuera del s e c h de Zapo- rozhe, las bandas erran tes de bandidos y m ontañeros se mez­claban con asentam ientos aldeanos de agricultores, gobernados por sus propios ancianos. La nobleza polaca, cuando encontró estas com unidades en su expansión hacia Ucrania, pensó que era necesario to lerar la fuerza arm ada de los cosacos zaporoz- hianos, englobándola en un núm ero lim itado de regim ientos téc­nicam ente «registrados» bajo m ando polaco. Las tropas cosacas fueron utilizadas como caballería auxiliar en las cam pañas polacas de Moldavia, Livonia y Rusia, y los oficiales triunfantes llegaron a constitu ir una élite de propietarios, que dom inaron al pueblo cosaco y en ocasiones se convirtieron finalm ente en nobles polacos.

Esta convergencia social con la s z l a c h t a local, que había extendido inin terrum pidam ente sus tierras en dirección al Este, no cambió la anom alía m ilitar de la independencia de los regi­m ientos del s e c h , con su base en un filibusterism o sem ipopular, ni afectó a los grupos de cosacos rurales que vivían en tre la población sierva cultivando los latifundios de la aristocracia polaca en esta región. Así, la movilidad cam pesina había dado origen en las praderas pónticas a un fenómeno sociológico prácticam ente desconocido por entonces en Occidente: el de unas m asas rurales capaces de p resen tar ejércitos organizados contra una aristocracia feudal. El repentino m otín de las com­pañías registradas bajo su H e t m á n Jm elnitski en 1648 fue pro­fesionalm ente capaz de hacer frente a los ejércitos polacos en­viados contra ellas, y su rebelión desencadenó, a su vez, un levantam iento general de los siervos de Ucrania, que lucharon codo a codo con los campesinos cosacos pobres por a rro ja r a los señores polacos. Tres años después, los campesinos polacos sp rebelaron en la región de Podhale, en Cracovia, en un movi­m iento inspirado por el de los cosacos y los siervos ucranianos. Una salvaje guerra social se libró en Galitzia y en Ucrania, en la que los ejércitos s z l a c h t a fueron derrotados repetidas veces por las fuerzas zaporozhianas. E sta guerra term inó con la deci­siva transferencia de fidelidad de Polonia a Rusia realizada por Jm elnitski con el tra tado de Pereyaslavl de 1654, que puso a toda la Ucrania situada más allá del Dnieper bajo el dominio de los zares, garantizando los intereses del s t a r s h i n a cosaco21.

11 Un relato sucinto de las negociaciones y disposiciones del tra tado de Pereyaslavl puede verse en C. B. O 'Brien, M uscovy and the Ukraine, Berkeley y Los Angeles, 1963, pp. 21-7.

Los campesinos ucranianos —cosacos y no cosacos— fueron las víctimas de esta operación: la «pacificación» de Ucrania con la integración del cuerpo de oficiales en el Estado ruso restable­ció sus ataduras. Finalmente, tras una larga evolución, los escua­drones cosacos llegaron a form ar un cuerpo de élite de la auto­cracia zarista. El tra tado de Pereyaslavl simbolizó, en efecto, la respectiva trayectoria de los dos grandes rivales de aquella zona durante el siglo xvu. El fragm entado E stado polaco se m ostró incapaz de derro tar y som eter a los cosacos, y tam poco pudo resistir a los suecos. La autocracia zarista centralizada fue capaz de am bas cosas: repelió la amenaza sueca y no sólo sometió, sino que al final utilizó a los cosacos como dragones encargados de la represión de sus propias masas.

El levantam iento ucraniano fue la guerra cam pesina m ás im­portan te de la época en el Este, pero no fue la única. Todas las grandes noblezas de Europa oriental tuvieron que enfrentarse, en un m om ento u o tro del siglo xvu, con rebeliones de siervos. En Brandem burgo se produjeron repetidos estallidos de violen­cia ru ral en el d istrito central de Prignitz, durante la fase final de la guerra de los Treinta Años y en la década siguiente: 1645, 1646, 1648, 1650 y, de nuevo, en 165622. La concentración del po­der nobiliario por el Gran E lector debe considerarse en el m arco del m alestar y la desesperación de las aldeas. El campesinado de Bohemia, sujeto a una creciente degradación de su posición económica y legal después del tra tado de W estfalia, se levantó contra sus señores a lo largo de todo el país en 1680, cuando los ejércitos austríacos tuvieron que ser enviados para suprim ir su alzamiento. Pero, sobre todo, en la m ism a Rusia hubo un núm ero inigualado de insurrecciones rurales que se extendieron desde el «período de trastornos» a comienzos del siglo xvu hasta la era de la Ilustración en el siglo xvm . En 1606-07, los campesinos, plebeyos y cosacos de la región del Dnieper tom a­ron el poder provincial bajo el m ando del ex esclavo Bolót­nikov, y sus ejércitos estuvieron a punto de instalar al Falso Dimitri como zar de Moscú. En 1633-34, los siervos y desertores de la zona de guerra de Smolensko se rebelaron bajo el m ando del campesino Balash. En 1670-71, prácticam ente todo el sud­este, desde Astracán hasta Sim birsk, se sacudió el control señorial a m edida que num erosísim os ejércitos de campesinos y cosacos subían por el valle del Volga dirigidos por el bandido Razin. En 1707-08, las m asas rurales del Bajo Don siguieron al cosaco Bulavin en una violenta rebelión contra el aum ento

de contribuciones y el trabajo obligatorio en los astilleros, im­puestos por Pedro I. Finalm ente, en 1773-74, tuvo lugar la ú ltim a y más form idable de todas las insurrecciones: la trem enda rebelión de num erosas poblaciones explotadas, desde las estri­baciones de los Urales y los desiertos de Bashkiria hasta las orillas del Caspio, al m ando de Pugachev, que combinó a cosa­cos del m onte y la estepa, obreros industriales forzados, cam­pesinos de las llanuras y tribus de pastores en una serie de sublevaciones que, para ser derrotadas, necesitaron el despliegue a gran escala de los ejércitos im periales rusos.

Todas estas rebeliones populares se originaron en las inde­term inadas zonas fronterizas del territo rio ruso: Galitzia, Bie- lorrusia, Ucrania, Astracán, Siberia, porque allí se diluía el poder del Estado central y las escurrizidas m asas de bandidos, aventureros y fugitivos se mezclaban con los siervos asentados y las propiedades nobiliarias. Las cuatro mayores rebeliones fueron dirigidas por elem entos cosacos arm ados, que aportaban la experiencia m ilitar y la organización que les hacían tan peli­grosos para la clase feudal. Con el cierre final de las fronteras ucraniana y siberiana a finales del siglo xvm , después de que se com pletaran los program as colonizadores de Potemkin, fue cuando el campesinado ruso, de form a significativa, quedó so­m etido a una taciturna quietud. Así pues, en toda la Europa oriental, la intensidad de la lucha de clases en el campo —siem­pre latente en form a de huidas rurales— fue tam bién el deto­nador de explosiones cam pesinas contra la servidum bre, en las que resultaba frontalm ente am enazado el poder colectivo y la propiedad de la nobleza. La geografía social plana de la mayor parte de la región —que la distinguía del espacio más segmen­tado de la Europa occidental— 23 podía dar form as particu lar­m ente serias a esta amenaza. El extendido peligro procedente de sus propios siervos actuó, por tanto, como una fuerza centrí­peta sobre las aristocracias del Este. La ascensión del Estado absolutista en el siglo xvn respondía, en últim o térm ino, al miedo social: su aparato coactivo político-m ilitar era la garantía de la estabilidad de la servidum bre. Había así un orden interno del absolutism o del Este que com plem entaba su determ inación exterior: la función del Estado centralizado consistía en defen­der la posición de clase de la nobleza feudal contra sus rivales

25 El contraste entre la topografía llana e interm inable del Este, que facilitaba las huidas, y el relieve más accidentado y lim itado del Oeste, que ayudaba al control de la fuerza de trabajo , es subrayado por Latti- more, «Feudalism in history», pp. 55, 56, y M ousnier, Peasant uprisings, páginas 157, 159.

del exterior y sus campesinos del interior. La organización y la disciplina de los prim eros y la fluidez y contum acia de los segun­dos dictaron la urgencia de la unidad política. El Estado abso­lu tista se reduplicó, pues, al otro lado del Elba, hasta llegar a ser un fenómeno europeo de carácter general.

¿Cuáles fueron los rasgos específicos de la variante oriental de esta m áquina feudal fortificada? Pueden señalarse dos carac­terísticas básicas e interrelacionadas. En prim er lugar, la in­fluencia de la guerra en su estruc tu ra fue m ás preponderante incluso que en el Oeste, y tom ó form as sin precedentes. Prusia representa quizá el límite extrem o alcanzado por la m ilitariza­ción en la génesis de este Estado. El hincapié funcional en la guerra redujo en este caso al naciente aparato de Estado a un subproducto de la m áquina m ilitar de la clase dom inante. El absolutism o del Gran E lector de Brandem burgo había nacido, como ya hemos visto, en medio de la confusión provocada por las expediciones suecas a través del Báltico en la década de 1650. Su evolución y articulación internas representaron una expresiva realización de la frase de Treitschke: «La guerra es el padre de la cu ltura y la m adre de la creación», porque toda la estruc tu ra fiscal, la burocracia central y la adm inistración local del Gran E lector com enzaron su existencia como subde- partam entos técnicos del Generalkriegskomm issariat. A p artir de 1679, durante la guerra con Suecia, esta institución única se convirtió bajo el mando de Von Grum bkow en el órgano su­prem o del absolutism o de los Hohenzollem . La burocracia p ru ­siana, en o tras palabras, nació como una ram a del ejército. El Generalkriegskommissariat constituía un m inisterio de la guerra y de hacienda om nicom petente, que no sólo m antenía un ejército perm anente, sino que recaudaba im puestos, regula­ba la industria y sum inistraba el funcionariado provincial del Estado de Brandem burgo. El gran h istoriador prusiano Otto Hintze describió así el desarrollo de esta estruc tu ra en el siglo siguiente: «Toda la organización del funcionariado estaba li­gada a los objetivos m ilitares y destinada a servirlos. Incluso los policías provinciales procedían de los com isariados de la gue­rra. Todo m inistro de Estado se titu laba sim ultáneam ente m i­nistro de la guerra; todo consejero de las cám aras adm inistra­tivas y fiscales se titu laba sim ultáneam ente consejero de la guerra. Los antiguos oficiales se convertían en consejeros pro­vinciales o, incluso, en presidentes y m inistros; los funcionarios de la adm inistración se reclutaban en su m ayor parte en tre los antiguos interventores y com isarios de los regim ientos; las po­siciones m ás bajas se llenaban hasta ddnde era posible con

suboficiales retirados o con inválidos de guerra. Todo el Es­tado adquiría así un corte m ilitar, y todo el sistem a social se ponía al servicio del m ilitarism o. Los nobles, burgueses y cam ­pesinos se lim itaban a estar allí, cada uno en su esfera, para servir al Estado y travailler pour le roi de P russe»24. A finales del siglo xvm , el porcentaje de la población enrolada en el ejército era quizá cuatro veces superior al de la Francia con­tem poránea" , y se utilizaban im placables m étodos coactivos para reaprovisionarlo con desertores y campesinos extranjeros. El control del m ando por los junkers era prácticam ente abso­luto. Esta trem enda m áquina m ilitar absorbía norm alm ente en­tre el 70 y el 80 por 100 de los ingresos fiscales del Estado en tiem pos de Federico I I 26.

El absolutism o austriaco, como se verá m ás adelante, siem­pre tuvo una estruc tu ra mucho más heteróclita, mezcla im per­fecta de rasgos orientales y occidentales que correspondía a su base territo ria l m ixta en Europa central. Ninguna concentra­ción com parable a la de Berlín prevaleció nunca en Viena. Con todo, hay que tener en cuenta que, desde la m itad del siglo xvi hasta finales del xvm , la tendencia centralizadora y el ím petu innovador dentro del ecléctico sistem a adm inistrativo del Es­tado de los H absburgo provinieron del com plejo m ilitar im pe­rial. D urante mucho tiempo, en efecto, sólo este complejo m ili­ta r dio realidad práctica a la unidad dinástica de las dispersas tierras gobernadas por los Habsburgo. Así, el Consejo Suprem o de la Guerra, o H ofkriegsrat, era el único organism o de go­bierno con jurisdicción en todos los territo rios de los H absbur­go en el siglo xvi, y el único organism o ejecutivo que los unía bajo la familia dom inante. Aparte de sus deberes de defensa contra los turcos, el H ofkriegsrat era responsable de la directa adm inistración civil de toda la banda de territo rio situada a lo largo de la frontera sudoriental de Austria y Hungría, que estaba guarnecida con milicias de Grenzers su jetas a su mando. Su posterior papel en el crecim iento gradual de la centralización de los Habsburgo y en la construcción de un absolutism o des­arrollado fue siem pre determ inante. «De todos los órganos cen­trales de gobierno, éste fue probablem ente el que tuvo una influencia m ayor para prom over la unificación de los diversos territo rios hereditarios, y todos —incluyendo Bohemia y espe­cialm ente Hungría, para cuya protección se había planeado ori-

" Hintze, Gesammelte Abhandlungen, 1, p. 61.25 Dorn, Competition for empire, p. 94.“ A. J. P. Taylor, The course of Germán history, Londres, 1961, p. 19.

ginariam ente— aceptaron su control suprem o sobre los asuntos militares» 27. El ejército profesional que apareció tras la guerra de los T reinta Años rubricó la victoria de la dinastía sobre los Estados bohemios; sostenido por los im puestos sobre las tierras de Bohemia y de Austria, se convirtió en el p rim er aparato per­m anente de gobierno en am bos reinos, y careció durante más de un siglo de un verdadero equivalente civil. También en las tierras magiares, la extensión del ejército de los Habsburgo en H ungría a principios del siglo xv m provocó finalm ente una unión política más estrecha con las o tras posesiones dinásticas. El poder absolutista, en este caso, residía exclusivamente en la ram a m ilitar del Estado: a p a rtir de entonces, H ungría sum i­nistró acantonam ientos y tropas a los ejércitos de los H abs­burgo, que ocupaban un terreno geográfico situado, para el resto de la adm inistración im perial, más allá de sus fronteras. Al mismo tiempo, los territo rios recién conquistados y situados más hacia el Este, que se habían tom ado a los turcos, se pu­sieron bajo control del ejército. El Consejo Suprem o de la G uerra gobernaba directam ente Transilvania y el Banato, orga­nizando y supervisando la colonización sistem ática de estas tierras por inm igrantes germanos. La m aquinaria de guerra fue siem pre el acom pañam iento más constante del desarrollo del absolutism o austríaco. Pero no por eso los ejércitos austría­cos alcanzaron nunca la posición de sus equivalentes prusianos: la m ilitarización del Estado se vio bloqueada por los lím ites im puestos a su centralización. La carencia final de una unidad política rigurosa en los dominios de los H absburgo impidió un auge com parable del aparato m ilitar dentro del absolutism o austríaco.

Por o tra parte, el papel del aparato m ilitar en Rusia apenas fue menos im portante que en Prusia. En su estudio sobre la especificidad histórica del im perio moscovita, Kliuchevsky co­m enta que «la prim era de estas peculiaridades era la organiza­ción guerrera del Estado. El im perio moscovita era la Gran Rus en arm as» 28. Los arquitectos más célebres de este edificio, Iván IV y Pedro I, diseñaron su sistem a adm inistrativo básico para aum entar la capacidad bélica de Rusia. Iván IV intentó reconstru ir todo el modelo de tenencia de la tie rra en Moscovia para convertirlo en tenencias de servicio, implicando cada vez m ás a la nobleza en obligaciones m ilitares perm anentes para

” H. F. Schwarz, The imperial Privy Council in the seventeenth cen­tury, H arvard, 1943, p. 26.

” V. O. Kliuchevsky, A history of Russia, ll, Londres, 1912, p. 319.

con el Estado moscovita. «La tierra se convirtió en un medio económico para asegurar al Estado un servicio m ilitar suficien­te, y la propiedad de la tierra por la clase de los oficiales pasó a ser la base de un sistem a de defensa nacional»29. Durante la m ayor parte del siglo xvi hubo un estado de guerra perm a­nente contra suecos, polacos, lituanos, tá rta ros y otros antago­nistas. Finalmente, Iván IV se hundió en las largas guerras de Livonia, que term inaron en la catástrofe generalizada de la dé­cada de 1580. El «período de trastornos» y la posterior conso­lidación de la dinastía Románov desarrollaron, sin embargo, la tendencia básica a ligar la propiedad de la tierra con la construcción del ejército. Pedro I dio entonces su form a más im placable y universal a este sistem a. Toda la tierra quedó su­je ta a obligaciones m ilitares y todos los nobles tenían que co­m enzar un servicio indefinido al Estado a la edad de quince años. Dos tercios de los m iem bros de todas las familias nobles tenían que ingresar en el ejército, y sólo se perm itía al tercer hijo de cada familia cum plir este servicio en la burocracia ci­v i l30. Los gastos m ilitares y navales de Pedro en 1724 —uno de los pocos años de paz de su reinado— ascendieron al 75 por 100 de los ingresos del E s tad o 31.

La atención preferente del Estado absolutista a la guerra no era gratuita; correspondía a movimientos de conquista y expan­sión m ucho mayores que los que tuvieron lugar en Occidente. La cartografía del absolutism o del Este corresponde estrecha­m ente a su estruc tu ra dinámica. Moscovia m ultiplicó unas doce veces su tam año durante los siglos xv y xvi, absorbiendo Nov- gorod, Kazán y Astracán. En el siglo xvn, el Estado ruso se ex­pandió inin terrum pidam ente con la anexión de Ucrania occi­dental y una parte de Bielorrusia, m ientras que en el siglo xv m ocupó las tierras del Báltico, el resto de Ucrania y Crimea. B randem burgo adquirió Pom erania en el siglo X vii, y el Es­tado prusiano dobló después su tam año con la conquista de Silesia en el siglo xvm . El Estado de los Habsburgo, basado en Austria, reconquistó Bohemia en el siglo xvii, y en el xvm había som etido a H ungría y anexionado Croacia, Transilvania y Oltenia, en los Balcanes. En fin, Rusia, Prusia y Austria se dividieron Polonia, que había sido el Estado m ás grande de Europa. La racionalidad y la necesidad de un «superabsolutis- mo» para la clase feudal del Este recibió en este desenlace

" Kliuchevsky, op. cit., p. 120." M. Beloff, «Russia», en Goodwin, comp., The European nobility in

the 18th century, pp. 174-5.11 V. O. Kliuchesvsky, A history of Russia, IV, pp. 144-5.

final una dem ostración sim étrica, a p a rtir del ejemplo de su ausencia. La reacción feudal de los nobles prusianos y rusos llegó a su plenitud con un absolutism o perfeccionado. Sus homólogos polacos, tras som eter a los campesinos de una for­ma no menos feroz, no fueron capaces de generar un absolu­tismo. Al preservar celosam ente los derechos individuales de cada propietario contra todos los demás, y los de todos contra cualquier dinastía, la nobleza polaca cometió un suicidio colec­tivo. Su miedo patológico a un poder estatal central institucio­nalizó la anarquía nobiliaria. La consecuencia era previsible: Polonia fue borrada del m apa por sus vecinos, que dem ostraron en el cam po de batalla la más alta necesidad del Estado abso­lutista.

Tanto en Prusia como en Rusia la m ilitarización extrem a del Estado estaba ligada estructuralm ente a la segunda carac­terística principal del absolutism o, que radicaba en la natu­raleza de la relación funcional entre los propietarios feudales y las m onarquías absolutas. La diferencia fundam ental entre las variantes oriental y occidental puede verse en los respec­tivos modos de integración de la nobleza en la nueva burocracia creada por ellas. La venta de cargos no existió en Prusia ni en Rusia en volumen considerable. Los junkers del este del Elba se habían caracterizado por su rapacidad pública en el siglo xvi, en el que hubo una corrupción generalizada, malversación de fondos estatales, arrendam ientos de s in ec ira s y manipulaciones del crédito r e a l32. E sta fue la época de dom inio incontestado del H errenstand y el R itterschaft y de debilitam iento de toda autoridad pública central. La llegada del absolutism o de los Hohenzollern en el siglo xvu cambió radicalm ente esta situa­ción. A p a rtir de entonces, el nuevo Estado prusiano impuso una creciente probidad financiera sobre su adm inistración. No se perm itió la com pra por los nobles de posiciones rentables en la burocracia. Significativam ente, sólo en los enclaves de Cle- ves y Mark, en Renania, que eran socialm ente m ucho m ás avan­zados y en los que había una floreciente burguesía urbana, fue form alm ente sancionada la com pra de cargos por Federico Gui­llerm o I y sus suceso res33. En Prusia, el conjunto de la buro­cracia oficial se caracterizaba por su concienzudo profesiona­lismo. En Rusia, por o tra parte, los fraudes y las m alversa­ciones eran males endémicos en las m áquinas del Estado mos-

” H ans Rosenberg, «The rise of the junkers in Brandenburg-Prussia 1410-1563». American Historical Review, octubre de 1943, p. 20.

,J H ans Rosenberg, Bureaucracy, aristocracy and autocracy: the Prus- sian experience, 1680-1815, Cambridge, 1958, p. 78.

covita y de los Románov, que perdían de esta form a una gran proporción de sus ingresos. Pero este fenómeno no era m ás que una variedad directa y prim aria del peculado y el robo, aunque en una escala enorm e y caótica. La venta de cargos propiam ente dicha —en cuanto sistem a regulado y legal de reclutam iento de una burocracia— nunca llegó a establecerse seriam ente en Ru­sia. Tampoco fue una práctica significativa en el Estado aus­tríaco, relativam ente m ás avanzado, y que nunca poseyó —al contrario de algunos de los principales vecinos de la Alemania del sur— una clase «funcionarial» que hubiera com prado sus posiciones en la adm inistración. Las razones para esta diferencia general entre el Este y el Oeste son evidentes. El com pleto estu­dio de Sw art sobre la distribución del fenómeno de la venta de cargos hace hincapié correctam ente en su conexión con la existencia de una clase comercial lo ca l34. En o tras palabras, la venta de cargos en Occidente correspondió a la sobredeterm i- nación del últim o Estado feudal por el rápido crecim iento del capital m ercantil y m anufacturero. El vínculo contradictorio que el capital establecía entre el cargo público y las personas privadas reflejaba las concepciones medievales de soberanía y contrato, en las que todavía no existía un orden público im per­sonal; pero sim ultáneam ente era un vínculo m onetario, que reflejaba la presencia y la interferencia de una economía mone­taria y de sus fu turos dueños, la burguesía urbana. M ercaderes, abogados y banqueros tenían acceso a la m áquina del Estado si podían pagar las sum as necesarias para com prar su posición en él. La naturaleza m ercantil de la transacción era tam bién, por supuesto, un indicio de la relación in terclasista establecida en tre la aristocracia dom inante y su Estado: la unificación por medio de la corrupción y no de la coacción produjo un absolu­tism o m ás suave y m ás avanzado.

En el Este, por el contrario, no había ninguna burguesía u rbana que pudiera m odificar el carácter del Estado absolu­tista, el cual, por tanto , no fue atem perado por un sector m er­cantil. Ya hemos hablado de la sofocante política antiurbana de las noblezas prusiana y polaca. En Rusia, los zares contro­laban el com ercio —frecuentem ente a través de sus propias em presas m onopolistas— y adm inistraban las ciudades. A me­nudo, los residentes en las ciudades eran siervos, lo que cons­titu ía un caso único. La consecuencia fue que el híbrido fenó­m eno de la venta de cargos resultó im practicable. Los principios feudales puros habrían de dirigir la construcción de la maqui-

14 K. W. Sw art, Sale of offices in the seventeenth century, p. 96.

n an a estatal. El m ecanismo de una nobleza de servicio fue en m uchos aspectos el correlato oriental de la venta de cargos oc­cidental. La clase de los junkers prusianos fue incorporada directam ente al Comisariado de la G uerra y a sus servicios finan­ciero y fiscal por medio de su reclutam iento para el Estado. En la burocracia civil siem pre hubo una im portante dosis de elem entos no aristocráticos que norm alm ente eran ennoblecidos una vez que habían alcanzado las posiciones su p erio res35. En el campo, los junkers m antenían un control riguroso del Guts- bezirke local y, por tanto, estaban investidos con una completa panoplia de poderes fiscales, jurídicos, de policía y de reclu ta­m iento para el servicio m ilitar sobre los campesinos. Los órga­nos burocráticos provinciales de la adm inistración central del siglo xvm , sugerentem ente llam ados Kriegs - und - Domanen - K am m ern (Cámaras de la G uerra y los Dominios), tam bién estaban cada vez más dom inados por ellos. En el mismo ejér­cito, el m ando de oficiales constituía la reserva profesional de la clase terrateniente. «Sólo los jóvenes nobles eran adm itidos en las com pañías o escuelas de cadetes que había fundado [Fe­derico Guillermo I], y los nobles sin nom bram iento de oficial eran incluidos por su nom bre en los inform es trim estrales rea­lizados para su hijo, con lo que se indicaba que los nobles se consideraban, eo ipso, aspirantes a oficiales. Aunque m uchos plebeyos ascendieron a oficiales bajo la presión de la guerra de sucesión española, fueron purgados inm ediatam ente después de su final. La nobleza se convirtió de esta form a en una no­bleza m ilitar, identificaba sus intereses con los del Estado que le concedía posiciones de honor y de beneficio» 36.

En A ustria no había un ajuste tan estrecho en tre el aparato del Estado absolutista y la nobleza; la heterogeneidad insupe­rable de las clases terraten ien tes de los reinos de los H absbur­go lo im posibilitaba. Con todo, tam bién aquí tuvo lugar un movimiento profundo aunque incom pleto hacia la creación de una nobleza de servicio. A la reconquista de Bohemia por los H absburgo durante la guerra de los Treinta Años siguió la sis­tem ática destrucción de la vieja aristocracia checa y germ ana de las tierras de Bohemia, en las que se asentó una nobleza nueva y extranjera, de fe católica y orígenes cosm opolitas, que debía por com pleto sus propiedades y fortunas a la voluntad de la dinastía que la había creado. La nueva aristocracia «bohe­mia» sum inistró a p a r tir de entonces el contingente dom inante

35 Rosenberg, Bureaucracy, aristocracy and autocracy, pp. 139-43.34 Carsten, The origins of Prussia, p. 272.

de cuadros del Estado de los Habsburgo, convirtiéndose así en la más im portante base social del absolutism o austríaco. Pero el radicalism o abrupto de su construcción desde arriba no se reprodujo en las form as subsiguientes de su integración en la m áquina del Estado: el com plejo sistem a político dinástico diri­gido por los H absburgo hacía im posible una cooptación buro­crática uniform e y «regulada» de la nobleza para el servicio del abso lu tism o37. Las posiciones m ilitares por encim a de ciertos rangos y tras determ inados períodos de servicio conferían títu ­los nobiliarios de form a autom ática, pero no surgió ningún vínculo general o institucionalizado entre el servicio al Estado y el orden aristocrático, lo que significó la decadencia final de la fuerza internacional del absolutism o austríaco.

En el más prim itivo medio social de Rusia, los principios de una nobleza de servicio habrían de llegar m ucho m ás lejos incluso que en Prusia. Iván IV prom ulgó en 1556 un decreto que hacía obligatorio para todos los señores el servico m ilitar, y determ inaba el cupo exacto de soldados que debía sum inis­tra r cada unidad de tierra , con lo que se consolidaba la clase pom eshchik de nobleza m edia que había comenzado a aparecer bajo su predecesor. A la inversa, sólo las personas al servicio del Estado podían poseer legalmente la tie rra en Rusia a p a rtir de este decreto, con excepción de las instituciones religiosas. Este sistem a nunca alcanzó en la práctica la universalidad ni la eficacia que se le confería en la ley, y no acabó en absoluto con el poder autónom o de la an terio r clase poten tada de los boyardos, que m antuvieron sus tierras como posesión alodial. Pero, a pesar de los m uchos vaivenes y retrocesos, los sucesores de Iván heredaron y desarrollaron la obra de éste. Blum hace el siguiente com entario sobre el p rim er soberano Románov: «El Estado que Miguel fue llam ado a gobernar constituía un tipo único de organización política. E ra un Estado de servicios, y el zar era su soberano absoluto. Las actividades y obligaciones de todos los súbditos, desde el más grande de los señores hasta el m ás ínfimo de los campesinos, estaban determ inadas por el Estado de acuerdo con sus propios intereses y políticas. Todos los súbditos estaban obligados a determ inadas funciones espe­cíficas que se program aban para preservar y engrandecer el poder y la autoridad del Estado. Los señores estaban obligados a p resta r servicio en el ejército y en la burocracia, y los cam-

37 Schwarz afirm a, sin em bargo, que la vieja y a lta nobleza del Es­tado de los H absburgo debía fundam entalm ente su poder al servicio en el Consejo Privado im perial du ran te el siglo xvii: The imperial Privy Council in the seventeenth century, p. 410.

pesinos estaban atados a los señores para proporcionarles los medios con los que cum plir su servicio al Estado. Todas las libertades y privilegios de los que un súbdito podía gozar le correspondían tan sólo en la m edida en que el Estado se las perm itía como prerrequisito de la función que cum plía a su servicio»3S. Pero esto es una evocación retórica de las pre ten­siones de la autocracia zarista o samoderzhavie, y no una des­cripción de la verdadera estru c tu ra del Estado: las realidades prácticas de la form ación social rusa estaban muy lejos de co­rresponder al om nipotente sistem a político sugerido en este párrafo. La teoría ideológica del absolutism o ruso nunca coin­cidió con sus poderes m ateriales, que siem pre fueron mucho m ás lim itados de lo que los observadores occidentales —pres­tos a m enudo a las exageraciones propias de los viajeros— ten­dían a creer. Con todo, si se adopta una perspectiva europea com parativa, la peculiaridad del com plejo servicio moscovita es innegable. A finales del siglo xvu y principios del xvm , Pedro I radicalizó todavía m ás sus principios norm ativos. Al mezclar las tierras condicionadas y hereditarias, Pedro I asimiló las clases pom eshchik y boyar. A p a rtir de entonces, todos los nobles debieron convertirse en servidores perm anentes del zar. La burocracia del Estado se dividió en catorce rangos; los ocho superiores im plicaban una condición noble hereditaria, y los seis inferiores una condición aristocrática no hereditaria. De esta form a, los rangos feudales y la je ra rqu ía burocrática se fun­dieron orgánicam ente: el m ecanismo de la nobleza de servicio convirtió en principio al Estado en un sim ulacro de la estruc­tu ra de la clase terrateniente, bajo el poder centralizado de su delegado «absoluto».

2. NOBLEZA Y MONARQUIA: LA VARIANTE ORIENTAL

Es preciso determ inar ahora el significado histórico de la no­bleza de servicio, y la m ejor form a de hacerlo es considerar la evolución —esta vez en el Este— de las relaciones entre la clase feudal y su Estado. Ya hemos visto que antes de la expansión del feudalism o occidental hacia el Este, durante la Edad Media, las principales formaciones sociales eslavas de Europa oriental no habían producido ningún sistem a político feudal, plenam ente articulado, del tipo que había surgido de la síntesis romano- germánica en Occidente. Todas ellas se encontraban en diferen­tes estadios de la transición en tre las incipientes federaciones tribales de los asentam ientos originarios y jerarqu ías sociales estratificadas con estruc tu ras de Estado estabilizadas. Como sev recordará, el modelo m ás característico com binaba una aristo­cracia guerrera dom inante con una población heteróclita de campesinos libres, siervos por deudas o esclavos capturados, m ientras que la estruc tu ra del Estado estaba todavía muy cerca del sistem a de séquitos acom pañantes de los jefes m ilitares tra ­dicionales. Ni siquiera la Rusia de Kiev, que era el sector más avanzado de toda la región, había producido todavía una m o­narquía hereditaria y unificada. El im pacto del feudalism o occi­dental sobre las formaciones sociales del Este ya se ha dis­cutido en lo que se refiere a sus efectos sobre el modo de producción dom inante en las tierras y las aldeas, así como sobre la organización de las ciudades. Sin embargo, se ha estudiado menos su influencia sobre la propia nobleza, a pesar de que, como ya hemos visto, dentro de la clase dom inante se produjo una evidente y creciente adaptación a las norm as jerárquicas occidentales. En Bohemia y Polonia, por ejemplo, la alta aristo ­cracia se fue perfilando precisam ente desde mediados del si­glo x n hasta principios del xiv, esto es, en el período culmi­nante de la expansión germana; tam bién fue entonces cuando aparecieron los rytiri y vladky o caballeros checos, jun to con los grandes barones, m ientras que en am bos países se adoptaba el uso de blasones y títulos procedentes de Alemania en la se­

gunda m itad del siglo x m *. En la mayor parte de los países orientales, el sistem a de títulos se tom ó del uso germano (y m ás adelante danés): conde, margrave, duque, fueron palabras adoptadas sucesivamente por las lenguas eslavas.

Sin embargo, tan to durante la era de expansión económica de los siglos xi y x n , como en la de contracción de los dos siglos siguientes, hay que observar dos rasgos fundam entales de la clase dom inante del Este, que son anteriores a la ausencia de una síntesis feudal del tipo occidental. En prim er lugar, la ins­titución de la posesión condicional —esto es, el sistem a pro­piam ente feudal— nunca estuvo realm ente arraigado m ás allá del E lb a 2. Es cierto que este sistem a siguió inicialm ente el ca­mino de la colonización germ ana y siem pre tuvo m ás fuerza en las tierras al este del Elba, ocupadas perm anentem ente por los junkers germanos, que en cualquier o tra parte. Pero las pro­piedades germ anas que estaban obligadas a p resta r servicios de caballería en el Este eran legalmente alodiales en el si­glo xiv, aunque tuviesen obligaciones m ilita re s3. En el siglo xv, las ficciones juríd icas fueron cada vez m ás ignoradas en Bran­dem burgo, y el Rittergut tendió a convertirse en una propiedad patrim onial (proceso que no era diferente, en este sentido, de lo que estaba ocurriendo en Alemania occidental). Tampoco en los o tros países pudo establecerse con firmeza la posesión con­dicional. En Polonia, las propiedades alodiales fueron m ás nu­m erosas que los feudos durante la Edad Media, pero, como en Alemania oriental, am bos tipos de propiedad estaban obligadas a la prestación de servicios m ilitares, aunque esta obligación era m ás ligera para las prim eras. A p a rtir de la segunda m itad del siglo xv, la nobleza logró convertir m uchas propiedades feu­dales en alodiales, contra los esfuerzos de la m onarquía por invertir este proceso. Desde 1561 hasta 1588, la Sejm aprobó una serie de decretos que conm utaban en todas partes las pro­

1 F. Dvornik, The slavs: their early history and civilization, Boston,1956, p. 324; The Slavs in European history and civilization, New B runs­wick, 1962, pp. 121-8.

! Bloch se percató de esto, aunque ofreciera una explicación engaño­sam ente culturalista, al afirm ar que «los eslavos nunca conocieron» la diferencia en tre concesiones por servicios y donaciones incondicionales. Véase su nota «Feodalité et noblesse polonaises», Annales, enero de 1939, pp. 53-4. En realidad, la concesión de tie rra a cam bio de servicios fue conocida en Rusia desde el siglo xiv al xvi y apareció más tarde en el sistem a de pomestie.

1 H erm ann Aubin, «The lands east of the Elbe and Germán coloniza- tion eastwards», en The agrarian life of the Middle Ages, p. 476.

piedades feudales por alod iales4. En Rusia, como hem os visto, la propiedad característica de los boyardos siem pre fue la vot- china alodial; la imposición desde arriba del sistem a condicional de pom estie fue obra posterior de la autocracia zarista. En todas estas tierras había pocos o ningún señorío interm edio entre los caballeros y los m onarcas, del tipo del tenente in capite que tan im portante papel jugó en las com pactas jerarqu ías feu­dales de Occidente. Las cadenas com plejas de subvasallaje o subinfeudación eran prácticam ente desconocidas. Por o tra par­te, la autoridad pública tam poco estuvo nunca tan lim itada o dividida juríd icam ente como en el Occidente medieval. Los cargos adm inistrativos locales de todas estas tierras se recibían por nom bram iento m ás que por herencia, y los soberanos con­servaban el derecho form al de im poner contribuciones a toda la población campesina, que no quedaba sustraída del dominio público por medio de jurisdicciones e inm unidades privadas, aunque en la práctica los poderes fiscales y legales de los prín­cipes o los duques fueran a m enudo muy limitados. El resultado fue la presencia de una red de relaciones intrafeudales m ucho menos trabada que en Occidente.

No hay duda de que este modelo estaba ligado a la im plan­tación espacial del feudalism o del Este. Así como las vastas y escasam ente pobladas extensiones de tie rra crearon a la nobleza del Este problem as específicos de explotación del trabajo , a causa de la posibilidad de huidas, tam bién crearon problem as especiales para la integración jerárqu ica de la nobleza por los príncipes y señores. El carácter fronterizo de las formaciones sociales del Este hacía extrem adam ente difícil para los sobera­nos dinásticos im poner la obediencia ligia a los colonizadores y terraten ien tes m ilitares, en un medio sin lím ites en el que los aventureros arm ados y las veleidades anárquicas eran muy abundantes. Como consecuencia de esto, la solidaridad feudal vertical era m ucho más débil que en Occidente. Había pocos lazos orgánicos que atasen in ternam ente en tre sí a las distintas aristocracias. E sta situación no se vio transform ada sustancial­m ente por la introducción del sistem a señorial durante la gran crisis del feudalism o europeo. La agricultura de reservas seño­riales y el traba jo servil alinearon ahora más estrecham ente la agricultura del Este con las norm as de producción del prim er período medieval de Occidente. Pero la reacción señorial que

4 P. Skwarzynski, «The problem of feudalism in Poland up to the beginning of the 16th century», Slavonic and East European Review, 34, 1955-6, pp. 296-9.

creó estas nuevas condiciones no reprodujo sim ultáneam ente el específico sistem a feudal que las había acom pañado. Una con­secuencia de este hecho fue la concentración del poder señorial sobre el cam pesinado hasta un punto desconocido en Occidente, donde la soberanía fragm entada y la propiedad escalonada crea­ron jurisdicciones plurales sobre los villanos, con confusiones y solapam ientos que favorecían objetivam ente la resistencia campesina. En Europa oriental, por el contrario , el señorío te­rritorial, personal y económico se fundía generalm ente en una sola autoridad señorial, que ejercía derechos acum ulados sobre sus súbditos siervos5. Esta concentración de poderes llegaba tan lejos que en Rusia y en Prusia los siervos podían venderse, por separado de las tierras en las que trabajaban , a o tros pro­pietarios, lo que constituía una situación de dependencia per­sonal cercana a la esclavitud. El sistem a señorial no afectó, pues, inicialm ente, al tipo predom inante de posesión aristocráti­ca de la tierra , aunque lo am plió enorm em ente a costa de las tierras comunes de las aldeas y de las pequeñas propiedades campesinas. Si algo hizo este sistem a fue aum entar el poder des­pótico local dentro de la clase señorial.

La doble presión que creó finalm ente un Estado absolutista en el Este se ha esbozado más arriba. Es preciso insistir ahora en que la transición hacia el absolutism o no podía seguir el m ismo rum bo que en Occidente, a causa no sólo del aplasta­m iento de las ciudades o de la servidum bre del campesinado, sino tam bién del carácter específico de la nobleza que la llevó a cabo. Esta nobleza no había experim entado ningún proceso de adaptación secular a una jerarqu ía feudal relativam ente disci­plinada que la preparase para su integración en un absolutism o aristocrático. A pesar de esto, al enfren tarse con los peligros históricos de la conquista ex tran jera o de las deserciones cam­pesinas, la nobleza necesitó un instrum ento capaz de dotarla ex novo de una unidad de hierro. El tipo de integración política realizado por el absolutism o en Rusia y en Prusia siem pre llevó la m arca de esta originaria situación de clase. Hemos subrayado en qué m edida la hora del absolutism o se adelantó en la Europa oriental; en qué m edida era una estruc tu ra de Es­tado situada por delante de las formaciones sociales que le ser­vían de base, para nivelar a los estados occidentales que esta­ban frente a ellas. Ahora es preciso subrayar el reverso de esta

5 Skazkin tra ta correctam ente este punto: «Osnovnye problem y tak nazyvaemovo "vtorovo izdaniya krepostnichestva" v srednei i vostochnoi Evrope», pp. 99-100.

m isma relación dialéctica. La construcción del «moderno» edi­ficio absolutista necesitaba precisam ente la creación de la rela­ción de servicios «arcaica» que había sido característica del sis­tem a feudal de Occidente. Antes, esta relación nunca había arraigado profundam ente en el Este, y precisam ente cuando es­taba desapareciendo en Occidente, por la llegada del absolutis­mo, comenzó a aparecer en el Este por exigencias del absolu­tismo. El caso más claro fue, naturalm ente, Rusia. Los siglos medievales, tras la caída del Estado de Kiev, habían conocido una au toridad política m ediatizada y una relación m utua de soberanía y vasallaje entre príncipes y señores, pero am bas esta­ban disociadas del señorío territo ria l y de la posesión de la tierra , que seguían bajo el dominio de la votchina alodial de la clase b o y ard a6. Sin embargo, a p a rtir de los comienzos de la época m oderna, todos los avances del zarismo se construyeron sobre la conversión de las posesiones alodiales en condicionales, con la im plantación del sistem a de pom estie en el siglo rtvi, su predom inio sobre la votchina en el x v i i y la mezcla final de am bos en el xvm . Por vez prim era, la tie rra se poseía ahora a cambio de servicios caballerescos al gran señor feudal, el zar, en lo que era una réplica del feudo del Occidente medieval. En Prusia no hubo una transform ación juríd ica tan radical de. la posesión de la tierra , aparte de la recuperación en gran escala de las tierras reales tras las enajenaciones del siglo xvi, debido a que todavía sobrevivían las huellas del sistem a feudal. Pero tam bién aquí la dispersión horizontal de los junkers fue ro ta por una rigurosa integración vertical en el Estado absolutista bajo el im perativo ideológico de la obligación universal de la clase nobiliaria de servir a su soberano feudal. De hecho, el ethos del servicio m ilitar al Estado habría de ser m ucho más profundo en Prusia que en Rusia, y al final habría de producir la aristocracia europea probablem ente m ás fiel y disciplinada. Así pues, en Prusia fue mucho menos necesaria la reform a le­gal y la coacción m aterial que el zarismo tuvo que aplicar de form a tan implacable en su esfuerzo para forzar a la clase te rra ­teniente rusa al servicio m ilitar al E s tad o 7. En am bos casos,

6 Hay una excelente delimitación y discusión del modelo histórico aplicable a las tierras rusas en el texto, extrem adam ente lúcido, de Ver- nadsky, «Feudalism in Russia», Specttlttm, vol. 14, 1939, pp. 300-23. A la luz del posterior sistem a de pomestie, es im portante subrayar que las relaciones vasalláticas del período medieval fueron auténticam ente con­tractuales y recíprocas, como puede verse por los hom enajes de la época. Una descripción y ejem plos de esto pueden verse en Alexandre Eck, Le Moyen Age russe, pp. 195-212.

7 Debe observarse, sin embargo, que el absolutism o prusiano no des-

sin embargo, el resurgim iento de la relación de servicio en Eu­ropa introdujo, de hecho, una drástica modificación en ella, porque el servicio m ilitar exigido no se p restaba sim plem ente a un señor principal en la cadena m ediatizada de dependencia personal que era la jerarqu ía feudal de la época medieval, sino a un supercentralizado Estado absolutista.

Este desplazam iento de la relación produjo dos consecuen­cias inevitables. En prim er lugar, el servicio exigido ya no era una ocasional y autónom a acción de arm as por un caballero a la llam ada de su superior feudal, como por ejem plo la con­vencional cabalgada de cuarenta días estipulada en el sistem a feudal norm ando, sino que era la en trada en un aparato buro­crático y su carácter tendía a convertirse en algo vocacional y perm anente. En este sentido, el extrem o se alcanzó con los decre­tos de Pedro I, que hacían a la dvoriantsvo rusa legalmente responsable de p resta r servicio al Estado durante toda su vida. Una vez más, la m ism a ferocidad e irrealism o de este sistem a reflejaba la enorm e dificultad de in tegrar a la nobleza rusa en el aparato zarista más que un verdadero éxito de esta em presa. En Prusia no hubo ninguna necesidad de estas m edidas extre­mas, porque la clase de los junkers fue desde el principio más reducida y más dócil. En am bos casos, sin embargo, es evidente que el servicio propiam ente burocrático —fuese m ilitar o civil— contradice uno de los principios fundam entales del contrato feudal de la época medieval en Occidente, a saber, su naturaleza recíproca. El sistem a de feudos siem pre tuvo un com ponente explícito de reciprocidad: el vasallo no sólo tenía obligaciones hacia su señor, sino tam bién derechos que el señor estaba obli­gado a respetar. El derecho medieval incluía expresam ente la noción de felonía señorial, esto es, la ru p tu ra ilegal de la rela­ción por el superior feudal y no por el inferior. Ahora bien, es evidente que esta reciprocidad personal, con sus garantías legales relativam ente estrictas, era incom patible con un abso­lutism o pleno, que presuponía un poder nuevo y unilateral del aparato central del Estado. Por eso, el segundo rasgo distintivo de la relación de servicio en el Este fue, de hecho y necesaria­mente, su heteronom ía. El pom eshchik no era un vasallo que pudiera exigir sus propios derechos contra el zar; era un ser­vidor, que recibía tierras de la autocracia y quedaba obligado

deñó la coacción cuando la juzgó necesaria. El Rey Sargento prohibió a los junkers Jos viajes al extranjero, salvo con su expreso perm iso, para obligarles a cum plir sus deberes de oficiales en el ejército. A. Goodwin, «Prussia», en Goodwin, comp., The European nobility in the 18th century, página 88.

a una obediencia incondicional. Su sum isión era legalmente d irecta e inequívoca y no estaba m ediatizada por las instancias interm edias de una jerarqu ía feudal. E sta extrem a concepción zarista nunca fue asim ilada por Prusia, pero tam bién aquí se dio una llam ativa carencia del fundam ental elem ento de reci­procidad en los vínculos en tre el jun k er y el Estado de los Hohenzollern. El ideal del Rey Sargento se expresa claram ente en esta petición: «Tenéis que servirm e con la vida y la m uerte, con la casa y la riqueza, con el honor y la conciencia; debéis entregarlo todo, excepto la salvación eterna, que pertenece a Dios. Pero todo lo demás es m ío»8. En ninguna o tra parte llegó a pene trar tan to en la clase terraten ien te el culto a la obediencia m ilitar mecánica (la K adavergehorsam keit de la burocracia y el ejército prusianos). Así pues, en el Este nunca se produjo una réplica perfecta de la síntesis feudal occidental, ni antes ni después de la ú ltim a crisis medieval. Antes bien, los elemen­tos com ponentes de este feudalism o fueron reconstruidos en una serie de combinaciones asincrónicas, sin que ninguna de ellas llegara a poseer nunca la plenitud ni la unidad de la sín­tesis originaria. Así, el sistem a señorial funcionó tanto bajo la anarquía nobiliaria como bajo el absolutism o centralizado; existió soberanía fragm entada, pero en épocas de posesión in­condicional; las posesiones condicionadas aparecieron, pero con obligaciones de servicio no recíprocas, y la jerarqu ía feudal fue codificada en el m arco de la burocracia estatal. El absolu­tismo representó la más paradójica reconjugación de todos estos elem entos; en térm inos occidentales, una extraña mezcla de es­tructu ras m odernas y medievales, consecuencia de la específica tem poralidad «condensada» del Este.

La adaptación de los terraten ien tes de Europa oriental a la im plantación del absolutism o no fue un proceso lineal, sin vici­situdes, como tam poco lo había sido en Occidente. De hecho, la szlachta polaca —caso único en Europa— desbarató todos los esfuerzos por c rear un fuerte Estado dinástico, por razones de las que se hablará más adelante. En general, sin embargo, la relación en tre la m onarquía y la nobleza siguió en el Este una trayectoria sim ilar a la del Oeste, aunque con algunas ca­racterísticas propias, regionalm ente significativas. Así, durante el siglo xvi prevaleció una relativa despreocupación aristocrá­tica, seguida en el xvn por conflictos y tum ultos de gran am ­plitud, que dejaron paso en el x v m a una nueva y confiada

* R. A. D orw art, The administrative reforms of Frederick William I of Prussia, Cambridge (M assachusetts), 1953, p. 226.

concordia. Pero esta pauta política se distinguió de la Occidental en cierto núm ero de im portantes aspectos. Para empezar, el proceso de construcción del Estado absolutista comenzó en el Este m ucho más tarde. En la Europa oriental del mismo siglo no hubo ningún equivalente a las m onarquías renacentistas de E uropa occidental. B randem burgo era todavía un rem anso pro­vincial sin ningún poder principesco notable; Austria estaba paralizada en el sistem a medieval im perial del Reich; H ungría había perdido su dinastía tradicional y había sido am pliam ente dom inada por los turcos; Polonia se m antenía como una m an­com unidad aristocrática; Rusia experim entaba una autocracia prem atura y forzada que muy pronto sucumbió. El único país que produjo una genuina cu ltu ra renacentista fue Polonia, cuyo sistem a estatal era prácticam ente una república nobiliaria. El único país que tuvo una poderosa m onarquía protoabsolutista fue Rusia, cuya cu ltu ra perm aneció en una situación m ucho más prim itiva que la de cualquier o tro Estado de la zona. Al estar desunidos, am bos fenómenos tuvieron corta duración. Los es­tados absolutistas duraderos sólo pudieron erigirse en el Este durante el siglo siguiente, después de la plena integración mili­ta r y diplom ática del continente en un solo sistem a internacional, y de la consiguiente presión occidental que le acompañó.

El destino de las asam bleas de Estados en esta zona fue el índice más claro de los avances del absolutism o. Los tres sis­tem as de Estados m ás fuertes del Este eran los de Polonia, H ungría y Bohemia, que reivindicaban para sí el derecho cons­titucional de elegir a sus respectivos m onarcas. La Sejm polaca, asam blea bicam eral en la que sólo estaban representados los nobles, no sólo frustró la ascensión de una au toridad m onár­quica central en la m ancom unidad después de sus trascenden­tales victorias del siglo xvi, sino que increm entó las prerroga­tivas anárquicas de la nobleza con la introducción en el si­glo xvii del liberum veto, po r el que cualquier m iem bro de la S ejm podía disolverla con un sim ple voto negativo. El caso polaco fue el único en Europa: la posición de la aristocracia era tan inquebrantable que ni siquiera hubo en esta época un conflicto serio en tre la m onarquía y la nobleza, porque ningún rey electivo acum uló nunca el poder suficiente para enfrentarse a la szlachta. En Hungría, por o tra parte, los tradicionales Es­tados chocaron frontalm ente con la dinastía Habsburgo cuando ésta procedió a la centralización adm inistrativa desde finales del siglo xvi. La nobleza m agiar, alentada por un particularism o nacionalista y protegida por el poderío turco, resistió al abso­lutism o con todas sus fuerzas. Ninguna o tra nobleza europea

habría de sostener luchas tan feroces y persistentes contra la usurpación de la m onarquía. No menos de cuatro veces en el espacio de cien años —en 1604-8, 1620-1, 1678-82 y 1701-11, bajo Bocskay, Bethlen, Tokólli y Rákóczi—, los sectores más im por­tantes de la clase terraten ien te húngara se levantaron en rebe­lión arm ada contra la Hofburg. Al final de esta prolongada y virulenta contienda, el separatism o m agiar quedó destrozado, y H ungría ocupada por los ejércitos absolutistas unificados, m ientras que los siervos locales eran som etidos a una contribu­ción central. Pero en casi todos los otros aspectos se m antuvie­ron los privilegios de los Estados, y la soberanía de los H abs­burgo en H ungría sólo fue una débil som bra de su equivalente en Austria. En Bohemia, por el contrario , la rebelión de los Snem , que precipitó la guerra de los T reinta Años, fue aplastada en la batalla de la M ontaña Blanca en 1620. La victoria del abso­lutism o austríaco fue com pleta y definitiva, liquidando entera­m ente a la vieja nobleza bohemia. Los sistem as de Estados sobrevivieron form alm ente en Austria y en Bohemia, pero a p a rtir de entonces fueron obedientes cajas de resonancia de la dinastía.

En las dos zonas que dieron origen a los estados absolu­tistas m ás desarrollados y dom inantes de Europa oriental, la' pauta h istórica fue diferente. En Prusia y en Rusia no hubo grandes rebeliones aristocráticas contra la llegada de un Estado centralizado. Por el contrario, es digno de mención que, en la difícil fase de transición hacia el absolutism o, la nobleza de estos países jugó un papel menos prom inente en las rebeliones políticas de la época que sus hom ónimos de Occidente. Los estados de los Hohenzollern o los Románov nunca se enfren­taron con ningún verdadero equivalente de las guerras de reli­gión, la Fronda, la rebelión catalana y ni siquiera el Peregrinaje de Gracia. En am bos países, el sistem a medieval de Estados desapareció hacia finales del siglo x v i i sin clamores ni lamentos. El Landtag de B randem burgo asintió pasivam ente al creciente absolutism o del Gran E lector tras la suspensión de 1653. La única resistencia seria provino de los burgos de Koenigsberg; los terraten ien tes de Prusia oriental, por el contrario, aceptaron con pocos reparos la supresión sum aria de los antiguos derechos del Ducado. La constante política antiurbana seguida por las noblezas orientales tuvo su efecto ahora, cuando estaba en ca­mino el proceso de absolutización9. A finales del siglo x v i i y

’ El Landtag prusiano existió form alm ente hasta Jena, pero en la prác­tica estaba privado de todas sus funciones, excepto las decorativas, desde

principios del xvm , las relaciones entre la dinastía y la nobleza prusiana no estuvieron en modo alguno libres de tensiones y suspicacias: ni el Gran E lector ni el Rey Sargento fueron diri­gentes populares entre su propia clase, que a m enudo fue tra ­tada duram ente por ambos. Pero durante esta época nunca se desarrolló en Prusia ninguna división seria entre la m onarquía y la nobleza, ni siquiera de carácter transitorio . En Rusia, la Asamblea de los Estados —el Zem ski Sobor— era una institu ­ción particularm ente débil y a rtif ic ia l10, creada originariam ente en el siglo xvi por Iván IV por razones tácticas. Su composición y convocatoria eran fácilm ente m anipuladas por las cam arillas cortesanas de la capital; el principio de los estados medieva­les nunca adquirió vida independiente en Moscovia y se debilitó todavía más a causa de las divisiones sociales en el seno de la clase terrateniente, entre el estra to de los grandes boyardos y la pequeña nobleza pom eshchik, cuyo ascenso había sido pro­movido por los zares del siglo xvi.

Así pues, aunque se desencadenaron gigantescas luchas so­ciales en el curso de la transición hacia el absolutism o, en una escala mucho m ayor que la conocida en Europa occidental, sus protagonistas fueron las clases explotadas rurales y urbanas, y no los privilegiados ni los propietarios, que en conjunto reve­laron una prudencia considerable en sus relaciones con el za­rismo. «A lo largo de nuestra historia», escribía el conde Stroga- nov a Alejandro I en un m em orándum confidencial, «la fuente de todos los disturbios ha sido siem pre el campesinado, mien­tras que la nobleza nunca se ha agitado; si el gobierno tiene que tem er a alguna fuerza o vigilar a algún grupo, es a los siervos y no a ninguna o tra clase» “ . Los grandes acontecim ientos que m arcaron la desaparición del Zem ski Sobor y de la Duma boyar­da no fueron rebeliones separatistas nobiliarias, sino las guerras campesinas de Bolótnikov y Razin, los disturbios urbanos de los artesanos de Moscú, el aum ento de los tum ultos cosacos a lo largo del Dnieper y el Don. Estos conflictos proporcionaron el contexto histórico en cuyo in terior se iban a resolver las contradicciones intrafeudales en tre los boyardos y los pomesh- chiki, contradicciones que desde luego fueron m ucho m ás agu-

la década de 1680. En el siglo xvu se lim itaba a reunirse para rendir hom enaje a los nuevos m onarcas a su accesión al trono.

10 Véase el agudo análisis de su actividad en J. L. H. Keep, «The decline of the Zemsky Sobor», The Slavonic and East European Review, 36, 1957-8, páginas 100-22.

“ Véase H. Seton-W atson, The Russian empire, 1801-1917, Oxford, 1967, página 77.

das que en Prusia. D urante la m ayor parte del siglo x v i i , los grupos boyardos controlaron la m aquinaria central del Estado, en ausencia de zares fuertes, m ientras la pequeña y m edia no­bleza perdía espacio político; pero los intereses esenciales de am bas estaban protegidos por las nuevas estruc tu ras del abso­lutism o ruso, a m edida que éste se iba consolidando. La repre­sión autocrática contra algunos aristócratas fue m ucho más feroz en Rusia que en Occidente, debido a la falta de algún equivalente a las tradiciones legales del medievo occidental. Lo sorprendente, sin embargo, es la estabilidad que pudo alcanzar la m onarquía rusa en medio de las luchas febriles em pren­didas por controlarla por los pequeños grupos cortesanos y m ilitares de la nobleza. La fuerza de la función del absolutism o superó tan to a la de sus regios ocupantes nom inales que, des­pués de Pedro I, la vida política pudo convertirse durante cierto tiem po en una serie frenética de intrigas y golpes pala­ciegos sin que por ello se m odificara el poder del zarism o como tal, o se pusiera en peligro la estabilidad del conjunto del país.

El siglo x v m presenció, de hecho, el cénit de la arm onía en tre la aristocracia y la m onarquía en Prusia y en Rusia, como había ocurrido en E uropa occidental. En esta época fue cuandp la nobleza de am bos países adoptó el francés como lengua culta de la clase dom inante, idioma en el que Catalina II habría de declarar con franqueza: Je suis une aristocrate, c'est mon m etier (lo que vale como resum en de toda la ép o ca)12. La con­sonancia entre la clase terraten ien te y el Estado absolutista era m ucho m ayor en las dos grandes m onarquías del Este que en el Oeste. La debilidad histórica de los elem entos contractuales y de reciprocidad del vasallaje feudal en Europa oriental durante la época an terior ya se han señalado antes. La je ra rqu ía de servicios del absolutism o prusiano y ruso nunca reprodujo las obligaciones recíprocas del hom enaje feudal, porque una pirá­mide burocrática excluye necesariam ente los votos interperso­nales de una je ra rqu ía señorial, y sustituye las fidelidades por m andatos. Pero la supresión de las garantías individuales entre señor y vasallo, que aseguraban en principio una relación caba-

" La propagación del francés entre las clases dirigentes de Prusia, A ustria y Rusia en el siglo x v m es, - .uralm ente, una prueba de la ausencia en los estados de E uropa rn e n ta l de la aureola «protonacio- nalista» adquirida en una época araerio r p o r el absolutism o de Europa occidental, y a su vez estuvo determ inada po r la falta de una burguesía ascendente en la E uropa oriental de este tiempo. La m onarquía prusiana m antuvo su reconocida hostilidad hacia los ideales nacionales hasta la víspera de la unificación alem ana, y la austríaca hasta el fin de su existencia.

llerosa en tre ambos, no significaba que los nobles del Este que­dasen por ello entregados a la tiran ía a rb itra ria o im placable de sus m onarcas. La aristocracia como clase fue ratificada en su poder social por la naturaleza objetiva del Estado que se había levantado por «encima» de ella. El servicio de la nobleza en la m aquinaria del absolutism o aseguraba que el Estado abso­lu tista sirviera a los intereses políticos de la nobleza. El vínculo en tre am bos en trañaba m ás coacción que en Occidente, pero tam bién m ás intim idad. Por tanto, y a pesar de las apariencias ideológicas, las norm as generales del absolutism o europeo nun­ca se infringieron seriam ente en los países del Este. La propie­dad privada y la seguridad de la clase terraten ien te fueron siem pre el talism án dom éstico de los regímenes reales, sin que influyera en esto para nada el carácter autocrático de sus p re­tensiones 13. La composición de la nobleza podía ser transfo r­m ada y reconstruida a la fuerza en las situaciones de crisis agu­das, como lo hab ía 'sido en el Occidente medieval, pero siem pre se m antuvo su posición estruc tu ral dentro de la formación social. El absolutism o oriental, no menos que el occidental, se detenía en las puertas de las propiedades señoriales, y, a la inversa, la nobleza obtenía su riqueza y su poder fundam ental de la posesión estable de la tierra , y no de su presencia tem ­poral en el Estado. En toda Europa, la gran m asa de la pro­piedad agraria siguió siendo juríd icam ente hereditaria e indi­vidual dentro de la clase noble. Los grados de la nobleza podían esta r coordinados con los rangos en el ejército o en la adm i­nistración, pero nunca se redujeron a éstos: los títulos siem pre subsistieron al m argen del servicio al Estado, indicando el ho­nor antes que el cargo.

Por tanto, no es sorprendente que a pesar de las grandes diferencias en el conjunto de la form ación histórica de las dos m itades de Europa, la trayectoria de la relación en tre monar-

15 La dem ostración más llam ativa de los estrictos lim ites objetivos del poder absolu tista es la prolongada y triun fan te resistencia de la nobleza rusa a los planes zaristas de em ancipación de los siervos du ran te el si­glo xix. Por entonces, tan to A lejandro I como Nicolás I —dos de los m onarcas más poderosos que Rusia ha conocido— consideraban perso­nalm ente que la servidum bre era, en principio, un estorbo social, aunque en la p ráctica acabaran por tran sfe rir más cam pesinos a la esclavitud privada. Incluso cuando Alejandro II decretó po r fin la emancipación, en la segunda m itad del siglo xix, la form a de su realización vino deter­m inada en buena m edida p o r los com bativos con traataques de la aristo ­cracia. Sobre estos episodios véase Seton-W atson, The Russian empire, páginas 77-8, 227-9, 393-7.

quía y aristocracia en el Este fuese tan sim ilar a la del Oeste. La im periosa llegada del absolutism o tropezó con la incom pren­sión y el rechazo iniciales, pero tras un período de confusión y resistencia fue aceptado y abrazado finalm ente por la clase te rra ­teniente. El siglo x v m fue en toda Europa una época de recon­ciliación en tre m onarquía y nobleza. En Prusia, Federico II siguió una política claram ente aristocrática de reclutam iento y prom oción en el aparato del Estado absolutista, excluyendo a los extranjeros y a los roturiers de las posiciones que antes habían tenido en el ejército y en la burocracia central. También en Rusia los oficiales profesionales expatriados, que habían sido uno de los pilares de los regimientos zaristas reform ados del siglo xvu, perdieron sus puestos m ientras la dvorianstvo en tra­ba de nuevo en las fuerzas arm adas im periales y sus privilegios adm inistrativos provinciales eran generosam ente am pliados y confirm ados por la carta de la nobleza prom ulgada por Cata­lina II. En el im perio austríaco, M aría Teresa consiguió un éxito sin precedentes al disipar la hostilidad de la nobleza hún­gara hacia la dinastía Habsburgo, vinculando a los grandes magiares con la vida de la corte en Viena y creando en la m ism a capital una guardia húngara especial para su persona, A mediados de siglo, el poder central de las m onarquías era mucho m ayor que antes, y sin em bargo la relación en tre los respectivos soberanos y los terraten ien tes del Este era más estrecha y relajada que en cualquier o tro tiem po pasado. Ade­más, y contrariam ente al del Oeste, el absolutism o tard ío del Este se encontraba ahora en su apogeo político. El «despo­tism o ilustrado» del siglo xvm fue esencialm ente un fenómeno de la Europa central y oriental M, simbolizado por los tres mo­narcas que se repartieron Polonia: Federico II, Catalina II y José II. El coro de alabanzas a su obra, procedentes de los philosophes burgueses de la Ilustración occidental, a pesar de sus frecuentes e irónicos errores, no fue un m ero accidente

14 E sto se deduce con toda claridad del estudio m ás reciente sobre el tema: Frangois Bluche, Le despotisme eclairé, París, 1968. El libro de Bluche ofrece un agudo estudio com parativo de los despotism os ilus­trados del siglo xvm . Sin em bargo, su m arco explicativo es defectuoso, porque se basa fundam entalm ente en una teoría de ejem plos genealógicos, por la que se dice que Luis XIV proporcionó un modelo original de go­bierno, que inspiró a Federico II, quien a su vez inspiró a los demás soberanos de su época (pp. 344-5). Sin negar la im portancia del fenó­meno. relativam ente nuevo, de una consciente im itación internacional en­tre los estados du ran te el siglo xvm , los lím ites de este tipo de genealo­gías son bastan te obvios.

histórico: la capacidad y la energía dinám ica parecían haber pasado a Berlín, Viena y San Petersburgo. Este período fue el punto culm inante del desarrollo del ejército, la burocracia, la diplomacia y la política económica m ercantilista del absolutism o en el Este. La partición de Polonia, ejecutada tranquila y co­lectivam ente en desafío a las im potentes potencias occidentales, en vísperas de la revolución francesa, parecía sim bolizar su ascenso internacional.

Ansiosos de b rillar en el espejo de la civilización occidental, los soberanos absolutos de Prusia y Rusia em ularon con asi­duidad las hazañas de sus iguales de Francia o España y adu­laron a los escritores occidentales que llegaban para levantar acta de su esplendor 15. En algunos aspectos lim itados, los abso­lutism os orientales de este siglo fueron curiosam ente m ás avan­zados que sus prototipos occidentales del siglo anterior, debido a la evolución general de los tiem pos. M ientras Felipe I I I y Luis XIV habían expulsado sin contem placiones a los m oriscos y hugonotes, Federico II no sólo dio la bienvenida a los refu­giados por motivos religiosos, sino que estableció oficinas de inm igración en el ex tranjero para prom over el crecim iento de­mográfico de su reino: un nuevo rasgo de m ercantilism o. Tam­bién se prom ovieron políticas poblacionistas en Austria y en Rusia, que lanzaron ambiciosos program as de colonización en el Banato y en Ucrania. La tolerancia oficial y el anticlericalis­mo se potenciaron en Austria y en Prusia, al contrario de lo que ocurría en España o F r a n c i a S e inició o se extendió la educación pública, alcanzándose notables progresos en las dos

15 Los com entarios de Bluche sobre la incansable y crédula adm iración de los philosophes hacia los m onarcas del E ste son particu larm ente sar­cásticos y enérgicos: Le despotisme eclairé, pp. 317-40. Voltaire fue el coryphée del absolutism o prusiano en la persona de Federico II, D iderot lo fue del absolutism o ruso en la de Catalina II; m ien tras que Rousseau reservó sus recom endaciones, de form a significativa, para la aristocracia ru ra l de Polonia, a la que advirtió que no se lanzara intem pestivam ente a la abolición de la servidum bre. Los fisiócratas M ercier de la Riviére y De Quesnay ensalzaron, por lo general, los m éritos del «despotism o patrim onial y legal».

" José II podía declarar, con los acentos de su época: «La tolerancia es una consecuencia del beneficioso aum ento del conocim iento que ahora ilustra a E uropa y que se debe a la filosofía y a los esfuerzos de los grandes hom bres; es una prueba convincente del perfeccionam iento de la m ente hum ana, que ha vuelto a ab rir con audacia por en tre los dominios de la superstición un cam ino recorrido ya hace varios siglos por Zoroas- tro y Confucio y que, afortunadam ente para la hum anidad, se ha conver­tido ahora en la gran ru ta de los monarcas». S. K. Padover, The revolu- tionary Emperor; Joseph II, 1741-1790, Londres, 1934, p. 206.

m onarquías germ ánicas, especialm ente en los reinos de los Habsburgo. La llam ada a filas se im plantó por doquier, con notable éxito en Rusia. Económ icamente, se llevaron a la prác­tica con vigor el proteccionism o y el m ercantilism o absolutistas. Catalina presidió la gran expansión de la industria m etalúrgica en los Urales y llevó a cabo una im portante reform a de la mo­neda rusa. Federico II y José II duplicaron los establecim ientos industriales de sus dominios. En Austria, el m ercantilism o tradicional llegó a m ezclarse con las influencias m ás m odernas de la fisiocracia, con su m ayor énfasis en la producción agraria y en las virtudes del laissez-faire interno.

Con todo, ninguno de estos aparentes avances transform ó realm ente el carácter y la posición relativa de los ejem plos orientales del absolutism o europeo en la época de la Ilu stra­ción. Las estruc tu ras subyacentes de estas m onarquías conti­nuaron siendo arcaicas y retrógradas incluso en el m om ento de su m ayor prestigio. Austria, sacudida por la derro ta en la guerra con Prusia, fue escenario de un in tento m onárquico de restable­cer la fuerza del Estado por m edio de la em ancipación del cam­pesinado 17. Sin embargo, las reform as agrarias de José II aca­baron en el fracaso, inevitable una vez que la m cnarquía se había aislado de su nobleza circundante. El absolutism o aus- triaco fue ya para siem pre débil e inferior. El fu tu ro estaba con los absolutism os prusiano y ruso. Federico II m antuvo la servidum bre, y Catalina II la extendió: los fundam entos seño­riales del absolutism o oriental perm anecieron intactos en las potencias dom inantes de la región hasta el siglo siguiente. Pero entonces, una vez más, el im pacto del ataque m ilitar procedente de Occidente, que había contribuido en el pasado a tra e r a la existencia al absolutism o oriental, puso fin a la servidum bre sobre la que éste se asentaba. Ahora el asalto provenía de los estados capitalistas y era im posible resistirlo durante m ucho tiempo. La victoria de Napoleón en Jena condujo directam ente a la em ancipación legal del cam pesinado prusiano en 1811. La derro ta de Alejandro II en Crimea precipitó la em ancipación form al de los siervos rusos en 1861. Pero estas reform as no

17 El p rim er program a oficial para la abolición de las prestaciones de traba jo de los robot y la distribución de la tie rra a los cam pesinos fue esbozado en 1764 por el Hofkriegsrat, con el propósito de aum entar el reclutam iento para el ejército: W. E. W right, Serf, seigneur and sover- eing: agrarian reform in eighteenth century Bohemia, M inneapolis, 1966, página 56. Todo el p rogram a josefino debe considerarse siem pre teniendo en cuenta las hum illaciones m ilitares de los H absburgo en la guerra de sucesión austríaca y en la guerra de los Siete Años.

significaron en ningún caso el fin del absolutism o en Europa oriental. La duración de la vida de ambos, contrariam ente a cualquier expectativa lineal, pero en conform idad con la m ar­cha oblicua de la h istoria, no coincidió: el Estado absolutista del Este, como veremos m ás adelante, habría de sobrevivir a la servidum bre.