El especiero

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imagen oct 21, 2008 http://oloravioletas.wordpress.com

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Cuento breve donde se narra todo el camino del héroe para rescatar un artículo de cocina, encontrar a la doncella y salir victorioso del encuentro con el padre. Y todo sin salir de casa

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El especiero

―Chispas, dejé el especiero en casa de Lucía

―¿Neta?

―Sí, pues ya ni modo, luego voy por él, o le digo que nos veamos en algún lu-

gar para que me lo pase.

―No, mejor mándale un mensaje y dile que vas por él al rato.

―No sé, qué tal si está su papá, o su novio.

―No puedes saberlo si no lo averiguas primero, mándale el mensaje.

Horacio mandó el mensaje al celular de Lucía informándole del olvido del espe-

ciero y avisando de la visita a su casa para recuperarlo.

Comenzó a pensar en lo que haría, todo se lo comentaba a su amigo; en su mente

vislumbraba la salida de su casa, deseaba que fuera algo tarde, cuando más tiempo tenía.

Tendría que hacer un viaje por metro que le llevaría una hora de camino, pero antes de

eso habría que lidiar con su madre justificando la salida: <<voy con Manuel>>, es lo

que pensaba decirle si le preguntaba la madre al respecto. Después de lidiar con ella,

vendría el solucionar la falta de transporte que lo llevara al metro, no importaba, tomaría

un taxi o se iría caminando, si alguien trataba de asaltarlo o algo por el estilo tendría que

correr.

Una vez llegando al metro todo sería más sencillo, sólo tendría que transbordar

en Hidalgo y nuevamente habría que moverse con cuidado para llegar a la casa de Lu-

cía. Lo mejor vendría desde ese momento, seguramente lo estaría esperando en la puerta

(al menos es lo que a Horacio le gustaría), lo invitaría a pasar.

―¿Qué crees que pase después? ―preguntaba el amigo mientras invitaba de su

cigarro a Horacio.

No podía tener una creencia certera, más bien pensaba en lo que le gustaría. Se-

ría muy bueno que ella se portara tierna como solía hacerlo cuando estaba con él, pero

sería mejor que empezara a ponerse algo más cariñosa y lo invitara a su cuarto.

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Lucía era una chica de la que no se podía esperar nada con certeza, pero a Hora-

cio no le importaba, o al menos había dejado de importarle, las tiernas caricias de Lucía

habían hecho que no afectara en sí lo extraña que podía resultar ella en algún momento.

Las caricias siempre podían solucionarlo todo, hasta podían hacerle olvidar lo momen-

tos de locura de Lucía donde incluso podría correrlo de su casa sin el mayor miramien-

to. Por eso sólo prefería pensar en las caricias, y por qué no, en algo más.

Pensaba en que lo invitara a su cuarto con una intención diferente a la del recos-

tarse para dormir, pensaba en los besos que irían creciendo en abrazos, y terminarían en

el tan esperado fornicio.

―Pero y si llega su papá ―preguntó el amigo de Horacio.

Lucía vivía con su papá, llevaba dos meses viviendo con él, antes (cuando Hora-

cio la conoció) vivía con su madre, y con ella no había ningún problema porque los en-

contrara, seguramente, ni siquiera los molestaría. Pero la situación era diferente, el pa-

dre la quería mucho. Seguramente habría problemas si los hallaba.

Prefería pensar en que no los encontrara, que cuando llegara ya hubieran acaba-

do de hacer lo que querían hacer, o al menos tener tiempo para hacer como si no hubiera

pasado nada.

―Bueno y si no los descubre, pero empieza a preguntarte por qué estás en su ca-

sa.

Horacio especulaba. Le diría que el motivo de su visita era debido al olvido del

especiero (¿no era acaso por eso por lo que habría ido en primer lugar?).

―¿Y si pregunta qué hacía allí tu especiero o si realmente es tuyo?

Tal vez no le creería, era una posibilidad. Tendría que demostrárselo entonces.

Le diría el contenido del pequeño frasco: trozos de ajo, hojas de albahaca, hojas de pere-

jil, todo seco; lo usaba para aderezar las carnes y las pastas. Mencionaría que le debía

una comida a Lucía y lo había dejado mientras pagaba su deuda.

Nuevamente siguió con su viaje mental, al padre de Lucía le gustaba cocinar

también, empezó a imaginarse hablando con él, compartiendo recetas, o consejos culi-

narios. Seguramente pasaría así, al menos es como más le gustaría que pasaran las co-

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sas, sería extraño y agradable, el padre parecía una buena persona según las propias plá-

ticas de Lucía, quizá le invitaría del vino que guardaba en el refrigerador, vino tinto bien

frío, sonaba bastante apetecible la posibilidad, aunque preferiría que se tratara de vino

blanco; no importaría, un poco de alcohol por parte del dueño de la casa es una buena

señal, no sabía de qué, pero estaba seguro de que sería una buena señal.

―Pero a ti te pega bien rápido el alcohol, qué tal si terminas vomitando. Peor

aún, qué tal si lo vomitas a él o en algún lugar que no sea el baño, ¿te imaginas?

Claro que se lo imaginaba, la situación (mientras no la viviera todavía, o no fue-

ra él el que la viviera) resultaba bastante jocosa. Pero empezaba a pensar como si estu-

viera en aquellas circunstancias, tendría que limpiar, o podría huir. No, se trataba de una

mala idea, si estuviera tan ebrio como para vomitar, seguramente estaría tan ebrio para

no poder huir. Era definitivo, seguramente tendría que limpiar, qué vergüenza sería

aquello, el primer día que conocería al padre de Lucía y él vomitándole enfrente, sería

mucho peso para aguantar, tendría que huir en cuanto pudiera, eso si no lo sacaban de la

casa antes.

―¿Y si te sacan?

Ni modo, todo acabaría ahí, al menos hasta que Lucía quisiera volver a hablar

con él.

―¿Y si antes de irte Lucía te dice que no te vayas y esperes por ahí cerca hasta

que su padre se duerma?

Horacio, emocionado, interrumpió a su amigo pensando en la posibilidad de lo

que le había dicho. Esperaría adentro del edificio escondido hasta el momento de ser

avisado por Lucía. Luego entraría de puntitas evitando hacer ruido, la acompañaría a su

cuarto y se recostaría a su lado mientras la luz permanecía apagada. Las circunstancias

serían las que decidirían lo que pasaría después.

―¡Sí cómo no!, bien que sabes lo que pasaría después, o al menos lo que quieres

que pase después.

No lo podía negar, el amigo de Horacio tenía razón, las circunstancias no valían

en su pensamiento, seguramente vería la forma de llevar el momento al cachondeo, qui-

zá es lo que ella misma hubiera deseado desde el principio (por qué otra razón le habría

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pedido que se esperara), fantaseaba con el momento para él solo, no comentaba con su

amigo más de lo necesario.

―¿Y si hace mucho ruido y se despierta su papá?

Era un punto crítico, en el cuarto de Lucía no habían muchos lugares dónde es-

conderse, se trataba de una habitación de aproximadamente tres por tres. No quería pen-

sar en la posibilidad de que lo encontrara pero era la única que parecía viable. Recordó

una vieja experiencia con su novia, la situación era la misma, sólo que en el lugar había

más espacio. La novia de Horacio había cerrado la puerta argumentando que se estaba

cambiando, y lo escondió bajo la ropa sucia.

―Sí carnal, pero ahí lo que despertaría al don es el ruido, y nadie hace esos rui-

dos cuando se cambia.

Tenía razón. La idea de esconderse bajo la ropa sucia (o quizá la cama) resultaba

incompleta, tendría que hacer algo más, decidió que Lucía sería la que tendría que ac-

tuar, tendría que dar la cara a su padre y decirle que se estaba masturbando, que no la

molestara.

―¿Y crees que el don se lo crea?

No había seguridad al respecto, pero Horacio creía que en situaciones embarazo-

sas de ese estilo la gente generalmente deja de hablar al respecto. En otras palabras, co-

mo su papá la habría encontrado masturbándose (o al menos escuchando), lo vergonzo-

so del suceso haría que el padre se retirara apenado tanto por interrumpir a su hija como

por descubrirla haciéndolo.

―¿Y después?

Después pues una de dos, o seguirían, o se dormirían, quizá ambas, Horacio

aguantaría lo más posible la llegada del sueño para poder ver el rostro de Lucía dormi-

da. Le gustaba hacerlo, verla dormir mientras la abrazaba y la besaba tiernamente. Al

día siguiente tendría que marcharse, era seguro, lo haría en cuanto el papá de Lucía

saliera, y al partir dejaría el especiero, esta vez con toda la intención.

―O sea, que lo único que te importa es verla, en realidad tu especiero vale ma-

dres.

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―No, el especiero sí importa, es el motivo para que pueda volver a ir

―No pues sí, tienes razón. Oye, sácate un cigarro mientras sigues debrayando, a

mí ya se me acabaron.

―Creo que los dejé en la mochila, a ver chécale.

Empezaba a pensar en la siguiente visita a Lucía, seguramente hablarían de có-

mo su papá los había descubierto y de lo que le dijo después éste a Lucía con respecto a

masturbarse (si es que le decía algo), y llevarían el tema hasta burlarse del malestar es-

tomacal de Horacio, pero no le importaba, las risas son un buen preludio para las cari-

cias con Lucía.

―Oye, no encontré los cigarros pero está esto aquí ―dijo el amigo de Horacio y

mostró el especiero que éste creía olvidado en casa de Lucía―. Creo que tendrás que

buscar otro pretexto para irla a visitar. Al menos mándale el mensaje diciéndole que ya

lo encontraste.

Horacio desilusionado mandó el mensaje. Cinco minutos después recibió la con-

testación. Lucía había escrito que entendía el motivo por el cuál no encontraba el espe-

ciero en su casa (al parecer lo había estado buscando desde que le mandó el primer men-

saje), que se alegraba de que lo hubiera encontrado, y le hacía una nueva invitación a

que cocinara para ella en el transcurso de la semana pues su padre saldría de viaje, sólo

le pedía que le mandara un mensaje para confirmar el día.

―¿Qué te pasa? ―preguntó el amigo a Horacio pues lo veía más desilusionado

que al mandar el mensaje. Él mostró la respuesta de Lucía― No entiendo, si ya te invitó

a su casa otra vez. Y eso es lo que querías.

―No sé, es que hubiera estado chido como me lo imaginé.

―Pues no te preocupes por eso, sirve que así ya no vas a vomitar a su papá, sólo

ten cuidado de no vomitarla a ella ―ambos rieron por el chiste y prendieron otro ciga-

rro―. Total, siempre puedes dejar olvidado el especiero.