El Duende Colorín Carmen Friedli Lluch Imprimir Tomás

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El duende colorín Carmen Friedli Lluch El duende Valentín era un duende chiquitín, tanto que a su madre, a veces, se le perdía en el jardín, debajo de alguna hoja seca o de un pétalo de rosa. Pero gracias a su pelo colorín ella siempre lograba encontrarlo. Valentín era mañoso y rezongón, así que no le gustaba nada de lo que su madre cocinaba con tanto amor para la numerosa familia Pimentón, en su gran olla de greda del tamaño de una nuez. El duende malcriado no comía ni la cazuela n i la carbonada ni el charquicán ni los porotos. A Valentín sólo le gustaban la pizza y las papas fritas, las papas fritas y la pizza, y cuando no le daban en el gusto se escondía en un dedal y nadie podía sacarlo de ahí. La mamá duende, entonces, lo dejaba sin comer, porque además de su marido, el tío Bartolo y de la tía Berta, tenía nueve hijos más de quienes ocuparse. La mayor, Sabina, la ayudaba en la cocina. La seguía Alberto, que cuidaba del huerto. Después venía Mariana, que era una holgazana. Estaba también Serafín, que regaba el jardín. La más bonita era Lucía, que para todos cosía. El flojo de Armando se la pasaba cantando. La dulce Teresa ponía la mesa. El bueno de Ramón cerraba el portón. La pequeña Ruperta abría la puerta. Y sólo faltaba Valentín, que era el más pequeñín: ¡el duende colorín , flaco como un tallarín! La numerosa familia vivía en una pequeña casa de piedra, oculta en un rincón olvidado de un viejo jardín. Allí se sentían bastante

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El duende colorín

Carmen Friedli Lluch

El duende Valentín era un duende chiquitín, tanto que a su madre, a veces, se le perdía en el jardín, debajo de alguna hoja seca o de un pétalo de rosa. Pero gracias a su pelo colorín ella siempre lograba encontrarlo. Valentín era mañoso y rezongón, así que no le gustaba nada de lo que su madre cocinaba con tanto amor para la numerosa familia Pimentón, en su gran olla de greda del tamaño de una nuez.El duende malcriado no comía ni la cazuela n i la carbonada ni el charquicán ni los porotos.A Valentín sólo le gustaban la pizza y las papas fritas, las papas fritas y la pizza, y cuando no le daban en el gusto se escondía en un dedal y nadie podía sacarlo de ahí. La mamá duende, entonces, lo dejaba sin comer, porque además de su marido, el tío Bartolo y de la tía Berta, tenía nueve hijos más de quienes ocuparse.La mayor, Sabina, la ayudaba en la cocina.

La seguía Alberto, que cuidaba del huerto.Después venía Mariana, que era una holgazana.Estaba también Serafín, que regaba el jardín.La más bonita era Lucía, que para todos cosía.El flojo de Armando se la pasaba cantando.La dulce Teresa ponía la mesa.El bueno de Ramón cerraba el portón.La pequeña Ruperta abría la puerta.Y sólo faltaba Valentín, que era el más pequeñín:¡el duende colorín , flaco como un tallarín!

La numerosa familia vivía en una pequeña casa de piedra, oculta en un rincón olvidado de un viejo jardín. Allí se sentían bastante seguros, ya que tenían muy buenas relaciones con Trapicha, el perro salchicha, y con los Salpicón, la familia ratón, que vivía en el sótano, en un rincón. Una vez sí pasaron un gran susto, cuando Fortunato, el señor gato, que estaba bastante mal de la vista, confundió a Valentín con un ratón y estuvo a punto de tragárselo con zapatos y todo, pero lo escupió rápidamente porque el duende, al igual que toda la familia Pimentón, tenía un fuerte olor pimienta y estragón.

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Valentín asistía, junto con sus hermanos, a la escuela de duendes. Temprano cada mañana, la mamá duende colocaba a sus diez hijos en fila india y con un leve pestañeo y un movimiento de su brazo, los enviaba volando por los aires hasta el salón de clases del duende Barrigón, que de letras y números sabía un montón. A mediodía, cuando ya tenía p reparada la mesa y la comida calentita, hacía nuevamente su pase mágico, y los traía a todos de vuelta hasta sus diez sillas del comedor. Una mañana, en el colegio, Valentín comenzó a sentir que sus tripas crujían haciendo gran escándalo. Cuando el maestro hizo una importante pregunta: “¿Cuál fue el primer duende en pisar América?”, la tripas de Valentín lanzaron un sonoro “¡cruuuuuuuuunch!”. Luego, el maestro preguntó: “¿Cómo se llamaban las tres carabelas en las que viajaron los duendes a la nueva tierra?” —¡Cruuuuuunch, cruuuuuunch, cruuuuunch!

—respondieron nuevamente las tripas de Valentín. Entonces, el duende Barrigón perdió paciencia y gritó:

—¡Alumno Valentín Pimentón, con gorro de burro, derecho al rincón!

Y el duende insolente se quedó sin recreo.

Enfurruñado y echando humito de indignación por las orejas, no quiso aceptar tan injusto castigo, y aprovechando que lo habían dejado solo, saltó por la ventana y escapó.

Una vez fuera, comenzó a imaginar que se comía una enorme pizza con harto queso y tomate.

Entonces cerró los ojos, apretó las manos contra sus orejas y trató de imitar el pase mágico de mamá duende, para ir se volando a la pizzería del señor Alegría. Hizo tanta, tanta fuerza, que se le desenrollaron las puntas de sus zapatillas verdes, p ero cuando abrió los ojos descubrió, decepcionado, que sólo había dado un salto y avanzado un par de metros.

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¡Le faltaba mucho por aprender aún! Se sentó muy triste en un guijarro, hasta que vio venir trotando por el camino a Trapicha, el perro salchicha, que todos los días a esa hora salía a dar una vuelta por el barrio. El duendecito lo llamó:

¡Amigo Trapicha! ¿Cómo está usted? ¿Cómo amaneció? ¿Está mejor de su dolor de espaldaaaaaaas? ¿No quiere que le espante las pulgas?”

“ ¿Qué me querrá pedir Valentín, que está tan amable?” —se preguntó el perro, que no tenía un pelo de tonto. Pero eso de que le espantaran algunas de sus pulgas le resultó muy tentador, así que accedió a llevar al duende colorín, montado en su lomo, hasta la pizzería.

Allí iba Valentín, poniendo caras muy feas a las pulgas del perro, que huían despavoridas. Pero quiso la mala suerte que Fortunato, el señor gato, se les cruzara por delante, y que Trapicha, sin recordar a su pasajero, se largara a correr detrás de su eterno enemigo, lanzando a Valentín por los aires.

El duende colorín cayó en una mancha de aceite, quedando tan negro, tan negro, como un pedacito de carbón.

Mientras tanto, la mamá duende había traído a sus hijos de vuelta a casa, pero al verlos a todos ya sentados a la mesa, comenzó a contar muy preocupada: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve...y después, de vuelta: diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos... ¡Había una silla vacía, faltaba el más pequeñín, el duende colorín. “ ¡Llamen a la policía, a los bomberos!”, gritó, moviendo sus orejas con desesperación.

Valentín continuaba alejándose cada vez más de su casa. Pronto vio venir volando a doña Rosa, la mariposa, que buscaba un jardín de flores para libar su néctar. “Doña Rosa, ¿cómo está usted? ¡Qué lindos colores luce en sus alas hoy! ¿Quiere que le ayude a buscar flores?” Luego de pensarlo un rato, la mariposa accedió a llevarlo volando a la pizzería a cambio de que le ayudara. “Total, cuatro

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ojos ven más que dos, y quizás hasta me diga otro piropo ', pensó doña Rosa, que era muy pretenciosa.

Pronto dejó al duendecillo colorado, que ahora parecía un carboncillo apagado, frente a la pizzería del señor Alegría. “¿Y ahora cómo entro?'’, se preguntó Valentín, y cerró los ojos concentrándose, apretó las manos contra las orejas puntudas e hizo mucha, mucha fuerza. Por volar con los ojos cerrados el pobre no vio por donde iba, y fue a caer en medio de una pizza gigante. Se hundió en el queso caliente, que se le metió por la boca, la nariz y las orejas , y gritó muy fuerte: “¡Ayayayayay!”. Pero nadie lo escuchó. De pronto vio con espanto que un tremendo tenedor le agarraba con queso y todo y lo acercaba a una gran boca, muy oscura y muy abierta. “¡Ay ay ay ay ay!”, volvió a gritar, pero ahora tampoco nadie lo escuchó. Cerró los ojos aterrado, pensando que ese era el fin de sus días. Aliviado, notó entonces que el tenedor se detenía en el aire y una voz indignada decía:

“ ¿Pero qué es esto? ¡Qué asco! ¡Yo la pedí sin aceitunas!”. Luego, Valentín se sintió lanzado por los aires. Así, lleno de queso, tomate y aceite; adolorido, quemado y asustado, fue a dar a la calle. Unas lágrimas muy saladas comenzaron a salir a borbotones de sus ojos. Sólo entonces recordó a la mamá duende, cerró los ojos, se apretó las orejas e hizo mucha fuerza, y cuando los abrió... se encontró nuevamente en su casa, con toda la familia Pimentón.

Después de un baño y de una buena regañada Valentín, hambriento, se comió toda la ensalada, toda la sopa y todo el charquicán que le sirvió su mamá. Más tarde se comió tres postres: el suyo, de la tía Berta y el de su hermana Ruperta.

Y el duende travieso, malcriado y rezongón,

de su arriesgada aventura,

aprendió una lección.

Con tantos ensayos

y concentración,

de los niños fue el primero

de los Pimentón,

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que descubrió los secretos

de la locomoción.

**•

*•

Ese día Valentín terminó humillado.

¡Estaba tan arrepentido

de haberse escapado!

Después de sentirse, adolorido y quemado,

hizo una promesa a su ser maltratado:

¡Sus días de pizza habían terminado!