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Los Cuadernos de Arte EL DISEÑO Y LA CULTURA TARDO-MODEA* Eduardo Subirats E 1 diseño comprende aquellas activida- des técnicas, expresivas y simbólicas, así como reflexivas y teóricas, que in- tervienen en la creación y en la produc- ción de las rmas. Este principio rmal encie- rra, por tanto, no sólo un valor sensible relativo a la concepción del espacio, el volumen, el co- lor, el ritmo de los objetos de nuestro entorno cultural, sino, al mismo tiempo, valores emoco- nales, éticos y sociales. En este sentido, la rma no solamente introduce una cualidad estética a determinados objetos, sino que constituye aquel eserzo humano que confiere a todos los obje- tos de nuestro entorno vital su significado y su valor cultural. El objetivo último del diseño, de la producción rmal, en sus múltiples proyec- ciones, desde la rma de un objeto doméstico, hasta la rma de la ciudad, es la construcción humana de su propio universo, en el cual habita. La rma es la actividad elemental que otorga a las cosas su sentido humano. Y su significado es, por consiguiente, individual y subjetivo, a la vez que objetivo y social. El diseño, en su constitución moderna, nació precisamente con la conciencia de su trascen- dencia cultural en la sociedad industrial. Los nombres de dos grandes creadores, Ruskin y Morris, están asociados a sus orígenes. Lo que otorgó un valor original e innovador a las obras tanto artísticas como intelectuales de estos pio- neros e el hecho de que asignaran al diseño, tanto en sus rmas individuales, artesanales, como industriales, la dignidad estética de la creación artística y la conciencia de sus múlti- ples consecuencias y significados sociales. El diseño contemporáneo, el diseño que se ha llamado moderno en un sentido estricto, surgió, sin embargo, en el medio de grandes convulsio- nes que, a comienzos del siglo , transrma- ron sustantivamente la estructu.ra de la sociedad industrial, así como sus valores éticos y estéti- cos. Surgió de una crisis que puso pronda- mente en cuestión su propia identidad artística. El nacimiento de grandes metrópolis industria- les, el desarrollo de tecnologías revolucionarias, la primera guerra mundial, y los cambios políti- cos y sociales que ocasionó como últimas secue- las, indujeron una rermulación y una renova- ción de sus principios más elementales. 56 Los pioneros del diseño moderno, artistas co- mo Loos, van de Velde, las escuelas alemanas de lWerkbund y la Bauhaus, el grupo de artis- tas en tomo a la revista holandesa «De Stijl», y muchos otros, transrmaron la idea del diseño en un sentido an a las utopías estético-sociales de Ruskin y Morris. Hicieron suyos el mismo idealismo artístico, y una común preocupación social. Pero la cuestión central de la renovación artística que emprendieron aquellas vanguardias históricas residía en la definición de un nuevo estilo, capaz de expresar simbólicamente los va- lores de la nueva civilización científica-técnica, y de anticipar utópicamente sus finalidades éticas y culturales. Los pioneros de las vanguardias pretendieron, por una parte, poner fin a los his- toricismos y los esticismos del arte de finales de siglo, lo que suponía, por otra parte, una expre- sión más sincera y veraz de las nuevas condicio- nes y tareas sociales. Sin embargo, el nuevo di- seño no daba por terminado su cometido en la creación de nuevos valores rmales y simbóli- cos. Particularmente en el terreno del diseño in- dustrial, la arquitectura y del urbanismo, e in- cluso en las innovadoras experiencias realizadas en la música o la pintura, el nuevo espítu artís- tico tendía a crear los valores normativos de una nueva organización práctica de la sociedad. El nuevo arte nació con una voluntad de estilo que quería ser, al mismo tiempo, el impulso de una renovación cultural. Y así, el diseño del siglo , llegó a alcanzar su mima expresión bajo la síntesis de una innovación simbólica y expre- siva del estilo moderno y de una revolución práctica y organizativa en el desarrollo social. Un análisis más preciso de la edad dorada del diseño moderno, desplegada a lo largo de las tres primeras décadas del siglo, arroja una pers- pectiva aparentemente paradójica. Los conteni- dos simbólicos del nuevo estilo respondían prio- ritariamente a una estética y una concepción fi- losófica de signo racionalista y ncionalista. El santo y seña del nuevo arte rezaba: era de la má- quina, espíritu del maquinismo, cultura tecnoló- gica. Y, sin embargo, sus principios teóricos re- posaban en una concepción romántica de la creación y la finalidad del arte. Eran románticos los dos objetivos ndamen- tales que promulgaron por igual los programas de la arquitectura expresionista, el diseño del Werkbund y de la Bauhaus, e incluso el ideario del neoplasticismo: la concepción del diseño co- mo expresión de los ideales absolutos de la cul- tura moderna, es decir, como estilo en el senti- do más entico de la palabra, y, en segundo lu- gar, la idea programática de la obra de arte total. Esta útima no solamente comprendía la integra- ción de direntes artes en el proceso de apren- dizaje y de creación del diseño, sino también la finalizada, más ndamental, de subordinar el

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EL DISEÑO Y LA CULTURA TARDO-MODERNA*

Eduardo Subirats

E1 diseño comprende aquellas activida­des técnicas, expresivas y simbólicas, así como reflexivas y teóricas, que in­tervienen en la creación y en la produc­

ción de las formas. Este principio formal encie­rra, por tanto, no sólo un valor sensible relativo a la concepción del espacio, el volumen, el co­lor, el ritmo de los objetos de nuestro entorno cultural, sino, al mismo tiempo, valores emoco­nales, éticos y sociales. En este sentido, la forma no solamente introduce una cualidad estética a determinados objetos, sino que constituye aquel esfuerzo humano que confiere a todos los obje­tos de nuestro entorno vital su significado y su valor cultural. El objetivo último del diseño, de la producción formal, en sus múltiples proyec­ciones, desde la forma de un objeto doméstico, hasta la forma de la ciudad, es la construcción humana de su propio universo, en el cual habita. La forma es la actividad elemental que otorga a las cosas su sentido humano. Y su significado es, por consiguiente, individual y subjetivo, a la vez que objetivo y social.

El diseño, en su constitución moderna, nació precisamente con la conciencia de su trascen­dencia cultural en la sociedad industrial. Los nombres de dos grandes creadores, Ruskin y Morris, están asociados a sus orígenes. Lo que otorgó un valor original e innovador a las obras tanto artísticas como intelectuales de estos pio­neros fue el hecho de que asignaran al diseño, tanto en sus formas individuales, artesanales, como industriales, la dignidad estética de la creación artística y la conciencia de sus múlti­ples consecuencias y significados sociales.

El diseño contemporáneo, el diseño que se ha llamado moderno en un sentido estricto, surgió, sin embargo, en el medio de grandes convulsio­nes que, a comienzos del siglo XX, transforma­ron sustantivamente la estructu.ra de la sociedad industrial, así como sus valores éticos y estéti­cos. Surgió de una crisis que puso profunda­mente en cuestión su propia identidad artística. El nacimiento de grandes metrópolis industria­les, el desarrollo de tecnologías revolucionarias, la primera guerra mundial, y los cambios políti­cos y sociales que ocasionó como últimas secue­las, indujeron una reformulación y una renova­ción de sus principios más elementales.

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Los pioneros del diseño moderno, artistas co­mo Loos, van de Velde, las escuelas alemanas de llf'Werkbund y la Bauhaus, el grupo de artis­tas en tomo a la revista holandesa «De Stijl», y muchos otros, transformaron la idea del diseño en un sentido afín a las utopías estético-sociales de Ruskin y Morris. Hicieron suyos el mismo idealismo artístico, y una común preocupación social. Pero la cuestión central de la renovación artística que emprendieron aquellas vanguardias históricas residía en la definición de un nuevo estilo, capaz de expresar simbólicamente los va­lores de la nueva civilización científica-técnica, y de anticipar utópicamente sus finalidades éticas y culturales. Los pioneros de las vanguardias pretendieron, por una parte, poner fin a los his­toricismos y los esticismos del arte de finales de siglo, lo que suponía, por otra parte, una expre­sión más sincera y veraz de las nuevas condicio­nes y tareas sociales. Sin embargo, el nuevo di­seño no daba por terminado su cometido en la creación de nuevos valores formales y simbóli­cos. Particularmente en el terreno del diseño in­dustrial, la arquitectura y del urbanismo, e in­cluso en las innovadoras experiencias realizadas en la música o la pintura, el nuevo espíritu artís­tico tendía a crear los valores normativos de una nueva organización práctica de la sociedad. El nuevo arte nació con una voluntad de estilo que quería ser, al mismo tiempo, el impulso de una renovación cultural. Y así, el diseño del siglo XX, llegó a alcanzar su máxima expresión bajo la síntesis de una innovación simbólica y expre­siva del estilo moderno y de una revolución práctica y organizativa en el desarrollo social.

Un análisis más preciso de la edad dorada del diseño moderno, desplegada a lo largo de las tres primeras décadas del siglo, arroja una pers­pectiva aparentemente paradójica. Los conteni­dos simbólicos del nuevo estilo respondían prio­ritariamente a una estética y una concepción fi­losófica de signo racionalista y funcionalista. El santo y seña del nuevo arte rezaba: era de la má­quina, espíritu del maquinismo, cultura tecnoló­gica. Y, sin embargo, sus principios teóricos re­posaban en una concepción romántica de la creación y la finalidad del arte.

Eran románticos los dos objetivos fundamen­tales que promulgaron por igual los programas de la arquitectura expresionista, el diseño del Werkbund y de la Bauhaus, e incluso el ideario del neoplasticismo: la concepción del diseño co­mo expresión de los ideales absolutos de la cul­tura moderna, es decir, como estilo en el senti­do más enfático de la palabra, y, en segundo lu­gar, la idea programática de la obra de arte total. Esta útima no solamente comprendía la integra­ción de diferentes artes en el proceso de apren­dizaje y de creación del diseño, sino también la finalizada, más fundamental, de subordinar el

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desarrollo social, y en particular el de las fuerzas tecnológicas, a los valores estéticos y éticos que la nueva concepción del diseño como arte inte­gral era capaz de sustentar.

Las ideas estéticas y sociales de aquel período pionero del diseño moderno transformaron sus­tancialmente la conciencia artística y la misma identidad cultural de la sociedad contemporá­nea. Y, sin embargo, entre sus propuestas y rea­lizaciones, y el universo cultural de las postri­merías del siglo XX, media una gran distancia. Se trata de una distancia provocada por diversos trastornos políticos y económicos y refundicio­nes y reformulaciones teóricas; una distancia ge­nerada, no en último lugar, por el mismo proce­so de institucionalización de aquellos objetivos originales. Y la lejanía histórica a la que el tiem­po ha relegado las posturas más innovadoras y polémicas de los pioneros del diseño moderno tiende, o bien a idealizarlas bajo una perspectiva nostálgica, o bien a olvidarlas o tergiversarlas, bajo más recientes e imperiosas exigencias prag­máticas.

Hoy es frecuente la monumentalización mu­seal, más o menos heroica, de los ensayos artís­ticos de las vanguardias, lo que muchas veces hace olvidar que sus actitudes intelectuales fue­ron anatemizadas por las mismas tradiciones académicas que hoy los ensalzan, en nombre de su carácter elitista e impopular, abstracto o in­cluso «decadente». Y todavía son más corrientes las acusaciones de su espíritu utópico, pretendi­damente ingenuo, de su aspiración artística om­nisciente y omnipotente, o de su afinidad con las estrategias sociales de signo radicalista que se dilataron a lo ancho de Europa en los años que siguieron a la primera guerra mundial. Para quienes nada quieren saber del espíritu funda­mentalmente creador y renovador de aquellos' artistas, en vano se recordará que su aspiración utópica, común al pensamiento filosófico y lite­rario de la época, polemizaba con el escepticis­mo y el pesimismo predominantes en el am­biente intelectual de la post-guerra, que su vo­luntad innovadora encontró precisamente en el espíritu doctrinario y pragmático de las políticas marxistas su más enconado enemigo, y que el idealismo y romanticismo artísticos de pintores y arquitectos como Kandinsky, Klee, Marc, Sch­lemmer, Taut, Gropius, y tantos otros no pre­tendía en realidad otro objetivo que devolver al arte, frente a sus nuevas dependencias económi­cas, políticas o tecnológicas, aquella dignidad de la que había gozado a lo largo de sus pretéritos renacimientos modernos.

Por estos motivos hablar hoy de aquellas con­cepciones del diseño y de su papel cultural sig­nifica, al mismo tiempo, plantear, si no su fraca­so, al menos los obstáculos y las crisis que ha experimentado a lo largo de la historia cultural

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del siglo XX. Analizar estas crisis y frustraciones de la utopía moderna del diseño es, ciertamente, una tarea compleja, y, en este marco, tan sólo deseo sugerir una aproximación esquemática a estos avatares de la estética contemporánea. A este respecto, considero que deben examinarse tres constelaciones sociales relativamente dife­renciadas y que han ejercido una influencia sen­sible en la evolución de las ideas artísticas de nuestro tiempo. La primera de ellas fue defini­da, en la década anterior a la segunda guerra mundial, por el surgimiento del stalinismo y el nacional-socialismo. El segundo marco históri­co, sin duda alguna delimitado con menor clari­dad, coincide con el período de la post-guerra, y con el nuevo desarrollo tecnológico, de signo in­ternacionalista, que se inauguró con él. Por fin, el tercer y último contexto que debe analizarse a este propósito es el período actual de transición post-moderna.

La primera crisis se caracteriza por su nítido perfil, y por sus obvias y reconocidas consecuen­cias. Las obras y los objetivos programáticos de las vanguardias artísticas fueron anatemizadas y censuradas; sus creadores sufrieron persecucio­nes y algunas veces el exilio. La utopía estética de una nueva cultura fundada en valores socia­les y democráticos fue destruida. En su lugar se impuso una concepción doctrinaria del arte, en conformidad con las respectivas ideologías auto­ritarias. La conciencia social de los pioneros del diseño moderno fue transformada en su contra­rio: el sometimiento de la creación artística a una dependencia política que la aproximaba a las tareas de la propaganda. El sueño del arte moderno experimentó en este horizonte político su fracaso.

Los cambios que se desarrollaron en la con­ciencia artística apenas acabada la guerra mun­dial fueron mucho más complejos. De ningún modo se trató de una crisis política, sino de un nuevo tenor en las concepciones estéticas. Por una parte, se intentó recuperar la continuidad con los postulados teóricos y formales que el stalinismo y el nacional-socialismo habían liqui­dado; por otra, las experiencias estilísticas de las vanguardias fueron articuladas con los valores internacionales del nuevo desarrollo tecno-eco­nómico en las sociedades democráticas. El dise­ño o el arte de las vanguardias adquirió bajo este techo un status internacional e institucional: se convirtió en el «estilo moderno».

Este nuevo contexto social confirió a las anti­guas categorías formales y estéticas de las van­guardias un diferente contenido. El estilo inter­nacional de los años cuarenta se concibió como una síntesis de las experiencias formales desa­rrolladas a partir del cubismo, el expresionismo, el neoplasticismo o el constructivismo. Pero la voluntad de estilo de las vanguardias históricas

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había sido innovadora, y estaba dotada de una conciencia histórica y de una perspectiva social de signo crítico. El estilo internacional era pos­tulado, en cambio, como una sintaxis estricta­mente codificada, como una lingüística estruc­tural. Presuponía un renovado formalismo y un rehabilitado academicismo. Los componentes idealistas y socialmente utópicos de las vanguar­dias históricas cedieron el paso, a su vez, a la in­tegración pragmática de los códigos lingüísticos del arte o la arquitectura «modernos» a las exi­gencias de la reproducción industrial. En las obras de Mies, Le Corbusier o de Johnson, los componentes específicamente tecnológicos de la forma adquirieron una predominancia casi ab­soluta sobre sus momentos expresivos y simbó­licos. Si el estilo internacional redujo el proble­ma del estilo a los términos de una lingüística estructural, el funcionalismo, tras las huellas de Loos, Le Corbusier o el neoplasticismo, legiti­mó la racionalización de la forma artística a sus aspectos tecno-económicos e instrumentales. La preocupación expresiva y simbólica, como el in­terés reflexivo de la creación artística, desapare­cieron casi por entero. Le Corbusier replanteó el problema del estilo en los términos de su racio­nalización técnico-económica, y transformó ten­dencialmente la estética en una lógica matemá­tica. En sus últimas consecuencias, el estilo in­ternacional y el funcionalismo abolieron el pro­blema del estilo y lo sustituyeron por una doc­trina sintáctica.

En el ideario formalista del disefio como sin­taxis matemático-geométrica habitaba un princi­pio positivo: se posibilitaba la difusión de un lenguaje universal, símbolo de la participación de todos los pueblos en la construcción de una civilización tecnológica internacional. Con este diálogo cosmopolítico parecía ponerse fin a aquellas fronteras que también habían generado la última guerra mundial. Pero las consecuen­cias negativas de este formalismo universal no eran menos significativas. La censura de los componentes expresivos y simbólicos que su­brepticiamente imponía, desembocaron necesa­riamente en una concepción desubjetivada y de­semantizada de la jornada artística. El precio de la universalidad instrumental del funcionalismo y el estilo internacional fue su pérdida de carác­ter, su ausencia de identidad. Bajo su predomi­nio todos los museos y todas las ciudades esta­ban llamadas a ser iguales, y la misma existencia humana fue sometida a su constrictiva unifor­midad.

Esta evolución transformó la idea misma del diseño. Este había asumido en el período de los pioneros, la libertad subjetiva y expresiva como su sustancia vital. La liquidación política de las vanguardias doblegó este esfuerzo creador, pero bajo la forma de una imposición doctrinaria y

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exterior. La anti-estética funcionalista modificó en cambio la naturaleza íntima del diseño, su proceso de aprendizaje y de producción. Esta transformación estuvo condicionada fundamen­talmente por el predominio de los aspectos tec­nológicos sobre los momentos subjetivos e in­novadores. Al fin y al cabo el estilo moderno ya constituía un hecho acabado y consolidado. Só­lo era preciso desentrañar sus leyes sintácticas para luego aplicarlas en una serie indefinida de reproducciones indiferenciadas. Tal fue, en últi­ma instancia, la utopía antiartística que Le Cor­busier expuso en su manifiesto Le Modulor. Y así, las tareas del diseño se redujeron, en sus úl­timas consecuencias, a la reproducción a nivel internacional de una serie más o menos monó­tona de modismos y modas ( que en realidad no han sido más que manierismos derivados de uno y el mismo código lingüístico general), y a la innovación estrictamente tecnológica.

El tercer marco histórico de la crisis del dise­ño moderno configura nuestro presente inme­diato. Sus signos más aparentes los constituyen diversos sentimientos de malestar cultural, es­cepticismo y pesimismo, así como la conciencia mejor o peor formulada de asistir a un cambio profundo de las estructuras sociales, políticas y morales que regían la cultura moderna. Son muy heterogéneos los factores que trazan el perfil de esta nueva crisis del mundo contempo­ráneo. Las categorías filosóficas y sociológicas que han tratado de definir la presente situación de transición a una nueva era ponen de mani­fiesto más bien una enorme inseguridad en cuanto a las características culturales que hoy anticipan la sociedad por venir. Palabras como edad tardo-moderna, era post-industrial, cultura post-moderna, o post-historia, delatan una pers­pectiva negativa: dan por supuesto el fin de una época, y de los discursos filosóficos, estéticos o éticos que definían su identidad cultural; pero no señalan positivamente las características de lo nuevo. Términos sociológicos como tecno­cultura o sociedad programada exponen reducti­vamente un futuro recortado por las exclusivas coordenadas del desarrollo tecnológico, sin asu­mir reflexiva o analíticamente las consecuencias de orden estético, moral y cultural que este de­sarrollo lleva necesariamente consigo.

Existen, sin embargo, algunas grandes cues­tiones que permiten trazar un panorama sucinto de las formaciones culturales, hoy incipientes, llamadas a determinar el futuro de nuestra cul­tura. El primero de ellos, y quizás el más impor­tante, son las recientes proporciones que ha ad­quirido el desarrollo tecnológico contemporá­neo. La sociedad industrial del siglo XIX con­templaba el desarrollo tecno-científico como la primordial condición del progreso humano, en un sentido ético y social. El ideario positivista

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fue la expres10n más neta de este optimismo tecnológico. El socialismo de la primera mitad del siglo XX heredó asimismo esta perspectiva progresista del desarrollo tecnológico e indus­trial. Incluso el proyecto Manhattan, que dio lu­gar a la primera bomba atómica, se sustentó en una resistencia intelectual y ética contra el na­cional-socialismo.

Al acabar la útima gran guerra, el desarrollo de la tecnología nuclear ligada a las estrategias militares puso fin al equilibrio relativo entre de­sarrollo tecno-científico y fines morales de la so­ciedad. El fracaso de los físicos norteamericanos en cuanto al control de las nuevas tecnologías para un uso pacífico, planteó y plantea una nue­va realidad -civilizatoria: la de un poder tecnoló­gico cuyos efectos a medio y largo plazo son im­predecibles. Esta nueva dimensión histórica de la tecno-ciencia afecta, en segundo lugar, no só­lo a las cuestiones derivadas de la competencia internacional de poderes y su expresión militar, sino también a los diferentes y en parte indis­pensables usos pacíficos de la tecno-ciencia. Los fenómenos de crecimiento y desintegración ur­banas en las grandes metrópolis, las catástrofes ecológicas y las nuevas formas de desigualdad social, derivadas del crecimiento tecno-econó­mico, ponen de manifiesto una situación para la que las viejas categorías filosóficas y sociales re­sultan obsoletas. La era del progreso, y el mis­mo concepto de historicidad que entrañaba, que configuraron la conciencia moderna desde los comienzos del pensamiento científico moderno, ha llegado a su fin. Y también los valores afines de democracia, igualdad social o identidad na­cional, formulados a partir de la Ilustración eu­ropea, han perdido con esta transformación so­cial su contenido fundamental.

Junto a estos dos amplios fenómenos que afectan al desarrollo material de la civilización contemporánea tienen que observarse también los cambios acaecidos, a lo largo de las últimas décadas, en el terreno de las concepciones co­munes sobre la sociedad y la existencia indivi­dual, en el arte o en las diversas formas de cono­cimiento. Se habla a este respecto de una crisis de valores o incluso de una crisis ideológica. En este marco es oportuno señalar la disolución de los valores predominantes de la sociedad indus­trial, bajo sus configuraciones capitalistas lo mismo que bajo las socialistas, acaecidas en los últimos años, y de manera más específica como consecuencia de los conflictos sociales y espiri­tuales desarrollados en la década de los sesenta. Desde el movimiento estudiantil y las protestas de carácter social de aquellos años, a los movi­mientos feministas, ecologistas y más reciente­mente pacifistas, la nueva crisis ideológica de la civilización industrial cuestionó radicalmente sus fundamentos morales. Mas, por razones di-

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versas que aquí no es posible analizar, estos fe­nómenos sociales no pudieron definir, ni teórica ni institucionalmente, los valores o las catego­rías de un nuevo modelo social. La crisis de los sesenta fue un momento histórico de gran en­vergadura crítica, y de una intensa proyección utópica. Sin embargo, las críticas y las utopías que en el conocimiento, en las artes o en las ins­tituciones sociales desplegaron sus portavoces chocaron, al cabo, con un principio de la reali­dad con el que no podían medirse sus fuerzas. Esta circunstancia explica la peculiar situación que, a mi modo de ver, caracteriza la conciencia cultural de nuestros días, o más bien la condi­ción escindida de la conciencia tardo-moderna: de un lado existe la mayor sensibilidad con res­pecto al precio psicológico y social que la civili­zación nuclear impone sobre nuestra existencia; por otra, se asumen en silencio sus conflictos económicos, institucionales y aún militares. La conciencia de un malestar cultural de proporcio­nes impresionantes, coincide con una acepta­ción inarticulada de la misma destrucción, que el actual desarrollo tecno-militar postula, de he­cho, como condición objetiva de la sobreviven­cia en la cultura tecnológica.

La tensión entre la conciencia moral del hom­bre moderno y el principio de realidad que debe asumir por una necesidad de sobrevivencia fran­quea los límites de lo humanamente admisible, y define una nueva forma histórica de angustia e infelicidad. El renacimiento del expresionismo en el arte europeo es un vivo testimonio de ello. En la vida diaria esta condición contemporánea se traduce en los signos complementarios de la melancolía y el escepticismo. Se habla de recu­peración de la historia, reacción muchas veces retardada frente a un progreso económico y tec­nológico que ha destruido irreversiblemente los centros creadores de las culturas históricas; se defienden los regionalismos con el deseo de res­guardar, a título parcelario, micro-identidades de un proceso histórico que ha perdido en gran medida su identidad; por doquier se anuncian proyectos alternativos con la voluntad expresa de salvaguardar en un plano micro-social las es­peranzas que ayer se habían puesto sobre el de­sarrollo social entero.

Al otro lado de estas utopías reformuladas, cuya inconsistencia teórica delata muchas veces su carácter retórico, el espíritu escéptico reclama como verdad última la inexistencia de la verdad. Bajo el gesto de una lucidez algo subida de tono se anuncia, como recientemente ha escrito un mediocre filósofo francés, que los grandes dis­cursos filosóficos de la Historia, el Sujeto y la Emancipación han llegado a su fin (ignorando que las filosofías científicas que formularon es­tos valores nunca los hipostasiaron en categorías mayúsculas). Aun siendo falso, esta lucidez es

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seria. Su fundamento estrictamente epistemoló­gico consiste en que más allá de la legalidad de la dominación, ningún otro discurso puede ser legítimo. Y la legalidad de la dominación es el status de derecho del discurso epistemológico, la racionalidad de la tecno-ciencia en la era nu­clear.

Las condiciones del desarrollo tecnológico moderno acrecientan cuantitativa y cualitativa­mente la importacia social del diseño. La civili­zación tecnológica constituye un universo artifi­cial total, una segunda naturaleza integral. La existencia humana está absolutamente mediati­zada por dispositivos técnicos, sistemas de co­municación y de información, ambientes artifi­ciales y objetos, y el diseño constituye precisa­mente el principio de su configuración. El dise­ño es la forma cultural por excelencia en la cul­tura contemporánea. Pero esta dimensión am­plia del diseño de hoy está revestida, al mismo tiempo, de nuevas limitaciones y dependencias.

Para analizar teóricamente la incidencia de las nuevas condiciones tecnológicas y culturales so­bre el diseño actual es preciso establecer una distinción conceptual entre los componentes es­pecíficamente técnicos y los aspectos estricta­mente formales en el diseño. Es cierto que en la concepción clásica de la obra de arte dicha sepa­ración se manifiesta bajo su opuesto: la integra­ción de la técnica a las necesidades formales, y con ellas, a sus valores expresivos y simbólicos. La ingeniería arquitectónica de las catedrales góticas es impensable sin el ideal trascendente de la vida humana en la concepción medieval del mundo. La selección de los materiales y los procesos técnicos que subyacen a los iconos bi­zantinos obedecían a un riguroso criterio reli­gioso. Asimismo, los pioneros del arte moderno trataron de renovar esta integración de los con­tenidos simbólicos de la forma y los nuevos me­dios tecnológicos que la sociedad industrial pro­porcionaba. El primer edificio de acero y vidrio, de Bruno Taut, y la primera arquitectura de con­creto, de Rudolf Steiner, constituyen hoy ejem­plos paradigmáticos del uso de los medios in­dustriales más avanzados para una expresión simbólica adecuada a la situación cultural mo­derna. La calidad artística de estas obras es debi­da a su liberación de nuevas posibilidades poéti­cas a los entonces revolucionarios medios técni­cos, y, al mismo tiempo, a que otorgaron a estos medios técnicos un contenido simbólico renova­dor. En última instancia, la misma dimensión utópica inherente a las obras pioneras del arte moderno no constituía un valor añadido, una cualificación exterior a sus aspectos formales, si­no la condición misma de su forma artística, que significaba a los correspondientes medios técni­cos o industriales. Y en sus últimas consecuen­cias, esta síntesis de medios técnicos y valores

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expresivos anticipó artísticamente la posibilidad de una cultura en la que también los instrumen­tos materiales del progreso pudieran dar lugar a nuevas cualidades poéticas y morales.

Las dos tendencias polares que caracterizan el presente histórico, el predominio de una civili­zación integralmente tecnológica, y la concien­cia de un vacío cultural en cuanto a valores éti­cos o estéticos capaces de configurar el futuro, se traducen asimismo, en el ámbito del diseño, en sus respectivos extremos complementarios: su reducción tecnológica y su reducción forma­lista. Se trata naturalmente de dos extremos, formulados aquí en su pureza esquemática, y entre los cuales el diseño real de nuestros días se diversifica en multitud de modismos y aspec­tos, en muchas ocasiones de gran delicadeza artística. Pero ambos extremos constituyen, al fin y al cabo, lugares comunes perfectamente definidos, y precisamente en el ámbito de la es­tética que ha sido llamada post-moderna.

La reducción tecnológica del diseño significa la identificación inmediata de la forma artística con la construcción técnica. Consiste en la in­versión diametral de aquel equilibrio entre téc­nica y expresión simbólica que había trazado el expresionismo europeo y americano. También a este respecto la arquitectura muestra la enverga­dura tanto estética como social de este postula­do: la casa post-moderna, se ha dicho en una re­ciente exposición sobre creación industrial, ha dejado de ser un lugar simbólico, un espacio ex­presivo y de identificación individual. La vivien­da del futuro será diseñada de acuerdo a las exi­gencias tecnológicas de la sobrevivencia social y a las necesidades biológicas del individuo, am­bos sistematizados con arreglo a un código per­formatizado. La igualación de la forma artística a los componentes técnicos de la construcción puede, sin embargo, respetar una cierta autono­mía de los componentes formales, como sucede en el diseño de dispositivos técnicos, como los automóviles, las viviendas o los aeroplanos. Pe­ro también en este caso el proceso formal está regulado de acuerdo con un criterio de racionali­dad técnico-económica. La forma deja de ser ex­presión, símbolo, forma de un contenido espiri­tual. Se convierte en un sistema lingüístico, tal como anticipó el purismo en los años veinte y hoy legitima la estética cibernética.

Este aspecto de la anti-estética post-moderna, que ya había sido prefigurado por el futurismo europeo, contiene un elemento utópico tan marcado como en los más ideales sueños del ro­manticismo: la utopía de la tecnocultura, el ob­jetivo final de una forma cultural absolutamente determinada por la racionalidad tecno-científica y tecno-económica. En sus últimas consecuen­cias, esta concepción estética perfila el horizon­te social de un brave new world informatizado.

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La utopía tecnocrática de una tecno-cultura integral asume la herencia anti-estética postula­da por una parte importante de la vanguardia europea de los años veinte, y por el ideario fun­cionalista. Bajo la perspectiva de un nuevo ra­cionalismo y formalismo informáticos, ella con­sagra la institucionalización definitiva de una sintaxis formal completamente codificada. De ahí también su preocupación fundamental: no el proceso reflexivo de la creación, ni tampoco los componentes intuitivos del símbolo artístico, si­no el control estructural de las tipologías, las unidades estructurales mínimas de la composi­ción. La abolición de la subjetividad es anuncia­da futurísticamente como total y definitiva.

En el extremo diametralmente opuesto a este formalismo cartesiano, y a este principio de la desubjetivación y desimbolización de la forma, la anti-estética post-moderna ha presentado en los últimos años una serie de reformismos, de carácter fundamentalmente manierista, que comprenden una variedad ecléctica de lengua­jes, desde los diferentes historicismos y regiona­lismos, hasta una amplia gama de revivals de concepciones estilísticas modernas, entre tanto convertidas en tradición.

El carácter de estos modismos lingüísticos, que en ningún caso pueden confundirse con un estilo en sentido estricto, es reformista: por de pronto se presentaron a comienzos de los años ochenta, con una intención de ruptura frente al ascetismo ornamental del funcionalismo y fren­te a la aspiración a un lenguaje unitario y en gran medida monolítico, del estilo internacio­nal. Ruptura y reformismo post-modernos supu­sieron también una cierta libertad, que no con­sistió tanto en el florecimiento de un nuevo im­pulso creativo, como en la legitimación ecléctica de cualquier lenguaje.

Tres crisis sucesivas, política la primera, esté­tica o más bien anti-estética la segunda, e ideo­lógica en un sentido amplio la última, han llega­do a cuestionar radicalmente la conciencia con­temporánea del diseño. Hoy en día, el proceso creador del diseño, e incluso en sus niveles más incipientes, o sea en su aprendizaje académico, es tan dependiente de las leyes de mercado, de la estructura de las modas y de las condiciones de revolucionarias innovaciones tecnológicas, que parece anticuado, si no superfluo, hablar de su naturaleza artística, o de sus múltiples di­mensiones estéticas y culturales. La protesta contra un mundo de formas técnicamente pro­ducidas, que Benjamin elevó contra la estética de las vanguardias, parece más bien carente de sentido.

Las tecnologías modernas pretenden, por un lado, asumir plenamente aquellas tareas forma­les y procesos creativos que otrora eran privile­gio de la sola experiencia subjetiva. La concep-

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ción tradicional del diseño, ligada a la esfera de la creatividad y a lo individual tiende a desapare­cer de acuerdo con los principios explícitos de la electrónica. La anti-estética post-moderna legiti­ma esta evolución factual en nombre de remi­niscencias futuristas. No faltan en los panora­mas teóricos del nuevo desarrollo tecnológico las acusaciones escandalosas a los pioneros del diseño moderno, a su ilusión de omnipotencia artística, a su banal espíritu utópico, a su super­fluo radicalismo. Los tiempos dorados de los ideales artísticos se proclaman por doquier co­mo superados, como ya hiciera Hegel, por el nuevo espíritu de la tecno-ciencia.

Y, sin embargo, la conclusión de que el desa­rrollo tecnológico ha vuelto imposible la inte­gración del arte en nuestra civilización es falsa, porque las conquistas más sublimes y los pode­res más omniscientes de la tecnología -y hoy más que en ningún otro período histórico sabe­mos también el precio del desarrollo tecnológi­co- nunca pueden eximir de la reflexión indivi­dual sobre el pasado y el presente, sobre nuestro lugar en el mundo natural, en el mundo históri­co; no nos eximirá nunca de la necesidad de una expresión de nuestras emociones, ni de la preo­cupación por formular siempre renovados valo­res ideales sobre nuestra existencia y sociedad. Y la tarea elemental del diseño, en sus formas más elitarias, como en sus formas industrializa­das, comienza precisamente en esta experiencia reflexiva, expresiva y sensible, que siempre ha definido la esencia del arte como manifestación objetiva de la creatividad o la libertad humanas.

El cuestionamiento del diseño como actividad artística, el mismo cuestionamiento del arte en la cultura contemporánea, son radicales: com­prometen la naturaleza íntima de la creación y la expresión artísticas, y la misma forma simbólica que constituye su medio. De ahí también la ra­dicalidad que exige el esfuerzo por su replantea­miento, y la nueva definición de sus condicio­nes de trabajo, de sus dimensiones sociales, de su significado como experiencia subjetiva y co­lectiva al mismo tiempo. Ni siquiera se trata hoy de un problema que afecte específicamente al diseño como tarea especializada. La defensa de un diseño artístico, habida cuenta de su impor­tancia cuantitativa y cualitativa en la civilización contemporánea, es la defensa del derecho de to­do ser humano y toda colectividad a construir su propio universo cultural, con arreglo a sus con­diciones históricas y tecnológicas, geo-políticas e individuales. Esta dimensión del diseño es in­separable de la crisis de la cultura contemporá­nea y constituye uno de los aspectos más impor­tantes capaces de participar en la solución de sus conflictos.

Una perspectiva semejante, que no es menos realista que utópica, porque precisamente parte

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de una sobria conciencia sobre el malestar cul­tural en el mundo de hoy, supone, sin embargo, como condición primordial, una reformulación de las categorías estéticas del arte y el diseño, así como una nueva definición programática de las tareas prácticas, educativas y organizativas de la creación en este ámbito. Las cosas, tanto en un plano teórico como en el proceso de aprendi­zaje y realización de la forma, no pueden seguir como están, es decir, sometidas a la rutina de modas, de academicismos, de una estrecha pro­fesionalización, de la apatía intelectual, de la pa­sividad en aquellos aspectos culturales más am­plios que, aún pareciendo hoy lejanos de las cuestiones formales y expresivas de la creación, constituyen, en el fondo, su único fundamento.

Semejante postura supone una cierta ruptura con el stablishment de museos, academias y ga­lerías. Tal vez suponga también una relativa confrontación con las normas industriales y de mercado. Pero no es el momento de la ruptura, convertida hoy en día en un ritual retórico de los epígonos neo-vanguardistas, un elemento esencial. Lo más importante hoy es, precisa­mente, restablecer la continuidad con el núcleo más vivo de los pioneros del diseño moderno, cuyos contenidos más críticos han sido olvida­dos en beneficio de sus aspectos más formalistas e institucionales. El arte moderno se encuentra hoy en un momento histórico de recapitulación, de reflexión y de síntesis. Son muchas y muy aprovechables las experiencias acumuladas a lo largo del siglo que acaba, desde el expresionis­mo hasta el post-moderno, con la diversidad de elementos heterogéneos que lo constituyen. Es preciso, no obstante, comenz�r algo nuevo, algo más consistente.

No se trata de la cuestión, tan banalmente es­grimida por los defensores de la rutina, de que el diseño se eleve a principio demiúrgico de la utopía de otro nuevo mundo. La cuestión reside más bien en poner fin a la apatía, al reinante principio de lo déja vu, al oportunismo de mafias y de jurados internacionales, a la inexistencia de espacios reflexivos para la comunicación de los problemas que afectan a la vez a la cultura y al arte contemporáneos. Tampoco se trata de cam­biar el mundo si por ello se entiende la mala metafísica de sujetos históricos revolucionarios, o su sublimación en la figura de sujetos éticosextasiados en su prístina constitución. Pero tam­poco es el caso de la pasividad generalizada fren­te a una post-historia enteramente definida porla tecno-ciencia y los agentes burocráticos de suabstracta racionalidad.

La cultura moderna no es reductible a sus componentes tecno-económicos. La idea misma de una tecno-cultura es una falacia. A espaldas de esta abstracta utopía hoy experimentamos por doquier los fenómenos de una desintegra-

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ción cultural, desde las guerras hasta los fenó­menos de degradación urbana. Es el fruto de aquella limitada visión que supone el concepto de tecno-cultura. Por el contrario, la cultura la configuran siempre los elementos simbólicos, el lenguaje y sus mútiples creaciones expresivas. Y ahí precisamente se inserta la importancia actual del diseño, el pleno significado de su reformula­ción teórica y práctica. En estas tareas, el artista y el diseñador no se encuentra, ni mucho menos solo. No es un sujeto absoluto, como pensó un Mondrian- o un Le Corbusier. En su afán inno­vador tiene que dialogar y participar con aque­llas fuerzas culturales que hoy, de manera inci­piente y limitada, perfilan la renovada esperanza de un mundo mejor: desde la ecología al pacifis­mo, desde los movimientos por los derechps ci­viles hasta el feminismo. Los valores de una cul­tura nacen del encuentro de estos fenómenos sociales que nuestro conflictivo presente genera necesariamente y el diseño es uno de estos valo­res culturales.

El problema último que aquí he analizado es el de la forma y la forma no es solamente lo que reviste la apariencia sensible que el arte, el dise­ño o la producción tecno-industrial confieren a los objetos. Es, en última instancia, la forma de nuestro mundo mismo; el mundo en que habi­tamos. De ahí que la forma, en su aspecto estéti­co, o sea, sensible, coincida con la forma enten­dida como valor espiritual, la forma cultural. Se trata siempre del principio que anima a los obje­tos socialmente producidos. Es la cultura mate­rial y el valor simbólico que representa. Esto no quiere decir solamente que la creación formal, el arte, el diseño, la producción industrial, po­sean, en sus últimas consecuencias, una trascen­dencia cultural. Esto quiere decir, ante todo, que el mundo cultural, sus valores simbólicos y sus normas, intervienen en la misma creación formal. Pueden intervenir de manera inmediata, mecánica, irreflexiva: las imposiciones académi­cas o las normas del mercado son un magnífico ejemplo. Pueden intervenir también de una ma­nera reflexiva. Esta dimensión reflexiva, que presupone una crítica social al mismo tiempo, es el punto de partida de una teoría estética del di­seño. También lo es de la creación artística de la práctica del diseño. Esta es la cuestión abier­ta: el problema del diseño de hoy es, al e· mismo tiempo, el del futuro de nues-tras culturas.

* Ponencia leída en el Congreso Latino-americano deArquitectura, Belo Horizonte (Brasil), octubre de 1985.