El Diario de Daniel
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El diario de Daniel
Golden, Columbia Británica
21 de marzo de 1992
La próxima vez, tendré que dejarla.
En esta vida ya hemos llegado demasiado lejos. Nuestro destino es inevitable.
Nuestra vieja tragedia se aproxima. Mi pluma tiembla al escribir estas líneas:
No puedo salvarla.
Sólo hace un mes que me encontró en la librería. Un mes desde que se presentó
ruborizada mientras se pasaba el pelo por detrás de la oreja antes de estrechar mi
mano. Esta vez se hace llamar Lucy, lo que resulta de una dulzura tan extraña.
Un mes. Uniendo aquella mano con la mía cada tarde al volver a casa desde la
escuela.
He adorado cada centímetro en ella. Me he recreado en cada palmo de su suave
piel y rellenado demasiados cuadernos de dibujo con sus hipnóticos ojos. Nada
es más agridulce que este mes de euforia. Lo mismo que el amor de cada vida.
Soy un estúpido por saborearlo. En especial cuando el fin está tan próximo.
Hace siglos, Gabbe me dijo que no escribiese este libro. Y hay un buen montón
de razones por las que tenía razón. Me han perseguido por las cosas que escribí.
He sido juzgado por herejía y atravesado generaciones de mortales con un precio
por mi cabeza. Y por supuesto, en este preciso momento sólo hay una cosa que
me preocupa:
Si jamás hubiese escrito Los Vigilantes: Mito en la Europa Medieval, Lucinda
no habría tropezado conmigo mientras rellenaba los estantes en la biblioteca de
la universidad donde estudia su hermana. Nunca me habría propuesto cruzar el
campus para encontrarse con Vera después de clase, y jamás habría reunido el
coraje en aquellos diez minutos para apuntarme su número de teléfono detrás del
ticket del drugstore. Nunca habríamos terminado en casa de sus padres aquella
noche. No habríamos paseado por el camino hundido en la nieve detrás de su
cabaña, y hablado durante horas, riendo como si nos conociésemos desde hace
una eternidad.
Nunca nos habríamos enamorado.
Y no estaría viviendo sus últimos días.
No. ¿Por qué sigo engañándome incluso aquí, en mis páginas privadas?
¿La verdad?
Aunque no hubiera escrito mi estúpido libro Lucinda me habría encontrado.
Como siempre lo hace. Me habría terminado encontrando, me habría seguido y
habría bajado la guardia con una rapidez que ella nunca ha llegado a entender.
Ella se habría vuelto a enamorar.
Como si fuera la primera vez, después de mil anteriores.
¿Y por qué no? Para ella no es una tortura. . . hasta que llega el final.
Eso significa que cambiarlo está sólo en mis manos.
Porque el cielo es testigo de que no puedo seguir así. La agonía de otra pérdida
más me destrozará. Me volverá loco. Tener que contemplarla una vez más
sabiendo a lo que se dirige. No puedo.
Que estas páginas sean testigo: Si me lleva diecisiete años arrancarla de mi
alma, y sé que así será, lo haré. La adicción terminará por desvanecerse. El dolor
de la abstinencia acabará por aliviarse.
Pero, ¿acaso es posible? ¿Dejará el amor algún día de asfixiarme hasta
convertirla en un recuerdo y no en la droga sin la que no sé vivir? Es demasiado
duro de imaginar, y sin embargo, la única opción que me queda.
Si puedo hacerlo por ella, Lucinda vivirá una larga y feliz vida. Hará algo que
no ha hecho nunca. Envejecer. Será capaz de amar, prosperar y encontrar la
felicidad. Todo lo que nunca ha conocido. Y todo sin mí.
Ahora ya es muy tarde, pero no siempre lo será. Ya he comenzado la
preparación para nuestro encuentro dentro de diecisiete años.
Para salvarla. Para arrancarla de mí.
Ayer, fui a una reunión.
Vi un folleto en la parada del autobús de la esquina de Grand con Calgary. Doce
pasos para superar tu adicción. Ya temblaba por la abstinencia de no haberla
visto en cinco horas.
Cinco horas. Todo lo que podía hacer era esperarla cuando volviera a casa de la
escuela para abrazarla y...
Reprimirme. Porque siempre tengo que reprimirme. Los momentos en los que
no lo he hecho han sido los momentos que la han matado. Tan pronto como la
besaba, tan pronto como hacía lo único para lo que vine a este mundo, me la
arrebataban.
El amor. Desvaneciéndose. En el aire.
Conozco todo eso tan bien, y sin embargo jamás he podido controlarlo.
Así que memoricé la dirección del folleto. Subí al autobús, viajé durante un rato
y me bajé. Entré en aquella sala anexa a la iglesia, de techo bajo y mal
iluminada. Me senté en una incómoda silla plegable en círculo frente a un grupo
de extraños con aspecto deprimente.
Cuando fue mi turno, me levanté. Me aclaré la garganta y procuré no prestar
atención al picor que me quemaba las alas cuando dije, Hola, me llamo Daniel y
soy un adicto.
Asintieron y me ofrecieron su reconocimiento. Dijeron: Explícanos de las veces
que te has puesto cómo fue tu viaje más fuerte.
El otro día. Por ejemplo. Decidí llegar más lejos de lo habitual con mi dosis. Un
paseo por el bosque, nada más. La nieve, el sol calentando entre los árboles, y
ella. Estoy seguro de que nadie en este mundo se ha sentido más vivo. Y
necesitaba más. Sabía que podía haberse complicado, sabía que estaba jugando
con la sobredosis. Pero un tentador beso era tan maravilloso. Lo cierto es que la
sensación es cada vez exactamente igual de intensa.
Cada momento supera lo imaginable.
Dijeron: Ahora describe tu momento más bajo.
Vacío. Me devora salvajemente por dentro. Desde el mismo instante en que
escapo de ello hasta que vuelvo a por más. Un vacío absoluto que me descarna
el cuerpo, y me arranca hasta la última gota de vida. Siento carga cuando debería
sentir levedad. Una separación más cruda que el mismo infierno.
Entonces preguntaron: Así pues, ¿merece la pena?
Y me quedé en silencio porque no puedo llegar a más y no, no merece la pena.
Aquellos bastados me miraron como si lo hubieran conseguido.
En algunos círculos se me acusa de tener delirios de grandeza, pero aquel no fue
el caso.
Me pude ver reflejado en la tristeza de cada una de las almas que me rodeaban
en aquella sala. Mi expresión perdida y desesperada se reflejaba en cada una de
sus caras. Tenían la piel amarilla y desprendían un olor insoportable mientras
sus ojos se hundían en una especie de frágil abandono. Y cada uno de ellos me
aseguraba que siempre terminaba por mejorar.
Mejorar.
No para mí.
No iba a funcionar. Ellos hablaban del amor con nostalgia, y en cierto modo, los
envidio por ello. Pero la cuestión es que esas reuniones y su mensaje, su forma
de superarlo pensando sólo en el día de hoy, no me servirían.
El día de hoy durante sesenta años más no es más que una gota en el mar
comparado con lo que contemplo ante mí. Una eternidad de días sin la única
cosa que me completa. Un gigantesco vacío que no se puede comparar con nada.
Y también estaba el problema de Dios.
Dijeron: Déjale que te devuelva a la cordura. Ábrete a Él.
Una evidente decepción surgió en sus caras cuando les dije que, francamente,
Dios no me iba a ayudar con esta decisión. Sabía lo que estaban pensando: Con
el tiempo, algunas reuniones más y una perspectiva más clara y sobria, seguro
que cambiaría de opinión. Ojalá pudiera.
Mientras abandonaba la sala hacia la luz, pensé que sí había algo después de la
reunión que veía de forma más clara que nunca:
Mi adicción no me está matando. Soy Yo la droga que la está matando a ella.
Caminé hacia las sombras de detrás de la iglesia, deslicé mis alas hacia delante y
las abrí de par en par.
Jamás me he sentido tan vacío de energía. Incluso cuando alcé el vuelo,
cruzando el cielo blanco de nieve hasta sobrevolar la tormenta que habían
previsto desde hace días. Mis alas no pueden salvarme. Mi naturaleza tampoco.
Es solo mi alma la que tiene una misión.
Tengo que cerrarme la puerta tan pesada que me conduce a ella.
En la próxima vida.
En esta, ya he llegado demasiado lejos. Ya no hay vuelta atrás.
Está empezando a nevar de nuevo y debo terminar de escribir. Hay una fiesta de
patinaje en la casa de Lucy esta noche. Vera ha invitado a todos sus amigos y le
prometí que iría.
Ya está.
Iré. Consciente de lo que se aproxima. Y la querré hasta el último suspiro. Esta
será la última Lucinda que muera en mis brazos.
La próxima vez, tendré que dejarla.
DG
Maquetación y diseño: The Fallen Saga
Traducción: Staff Saga Oscuros
Fuente: María