EL DÍA QUE LLEGARON LOS OVNIS Y OTROS RELATOS MENOS MISTERIOSOS de Ricardo Salvador Casanovas

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El día que llegaron los ovnis

y otros relatos menos misteriosos

Ricardo Salvador Casanovas

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Para todos los que han participado en esta crónica de mi vida

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El Drugstore del Paseo de Gracia

No hace mucho, a lo más dos días antes de escribir esta nota, me encontré en

el interior del cuerpo “Vivir” de La Vanguardia, con una fotografía de la

fachada de El Drugstore, aquella tienda por departamentos que situada en el

Paseo de Gracia de Barcelona, quedó marcada en mi vida por haberse

constituido en mi primer trabajo remunerado.

Estaba, como he dicho, en el Paseo de Gracia, por eso su nombre completo

era El Drugstore del Paseo de Gracia, específicamente en el número 71 y fue

inaugurado en junio del 67, con la asistencia de actores de la categoría de

George Hamilton y artistas como Salvador Dalí. Yo estuve, como empleado,

en esa fiesta de inauguración a la que asistió lo mejor de la sociedad

barcelonesa y la jerarquía catalana del régimen.

Recuerdo a su socio principal, un chaval venezolano de apellido Molinare,

que ya tenía una tienda similar en la mejor zona de Caracas para la época, el

Centro Comercial Chacaíto y otra en un exclusivísimo barrio de París.

Pero dejando de lado a molinares, hamiltons, dalís, jet sets o jerarcas

franquistas, mi principal pensamiento se centra en Maite, una chica jienense,

que nada más entrar en las oficinas administrativas para solicitar empleo

pocas jornadas antes de la inuguración, atrajo mi atención. Si la describiera,

más de alguno podría pensar que se trataba de la mismísima Blancanieves,

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pero no. Maite era una chica de verdad, con rostro, ojos, pelo y cuerpo de

verdad. Una mirada y una sonrisa como la vida misma. No recuerdo haber

conocido a lo largo de mi existencia a chica más guapa que aquella preciosa

hija de Jaén.

Fue asignada como dependienta a la sección de discos –menos mal que no lo

fue al Depto. de automóviles- y me hice con una discoteca que ya quisiera la

mejor emisora del mundo.

Maite no fue, sin embargo, más que un breve amor platónico. A los 18 años

todo es raudo y breve y es el período en que un interés se sobrepone a otro

interés. Nunca más la vi pero nunca más he dejado de recordarla del todo,

con simpatía. Ni con cariño ni con nostalgia.

Simplemente con una sentida y profunda simpatía y con el agradecimiento de

haber centrado mi difusa atención de entonces, marcada por una situación

real de soledad e incertidumbre.

Durante unos días, en el trabajo o en la playa, Maite y yo compartimos

anécdotas, chapuzones, risas e intensas miradas de pasión que nunca fueron

más allá. Un día cualquiera, unas lágrimas que se unieron solidarias con

ocasión de nuestro casto beso de despedida fueron el comienzo de un olvido

que aún hoy no se ha consumado.

Mi Drugstore del Paseo de Gracia, no obstante, no solamente se compone de

esa Maite perdida en el tiempo, sino de otro personaje. Se llamaba Hugo

Saragó.

Le conocí en las Ramblas, muy cerca del Liceo. No sería exagerado afirmar

que casi vestía harapos. Era un joven uruguayo que había venido a probar

suerte en España y se había quedado sin nada más que su título de

economista, su dignidad y algunos amigos. Uno de ellos, común, Carlos

Larrañaga, nos presentó en ese punto y se despidió hasta muchas otras veces.

Solos, rodeados por desconocidos, me contó su drama, su cansancio y su

hambre y no sé por qué –será porque siempre fui solidario- le compré algo de

ropa. Compartimos comida caliente y le pagué una semana de pensión

completa en un pequeño y humilde hostal del casco antiguo, hasta me parece

recordar que era más bien en el Barrio Chino. Poco más podía hacer. Le dije,

sin embargo, que al cabo de una semana me buscara por si podía hacer algo

más.

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Pero transcurrieron una, dos y tres semanas y el amigo Hugo no se volvió a

aparecer. Con Carlos tuvimos un par de ocasiones para comentarlo, pero

tampoco eran una persona y un tema que centraran nuestro interés.

A la cuarta semana, entrando en el vestíbulo del hotel donde vivía, me

esperaba un hombre alto, bien vestido, de pelo muy corto, bien afeitado y

mejor perfumado. Solamente le reconocí por su característico acento

uruguayo, un poco como el argentino pero más elegante. Era Hugo.

Gracias a la ropa, y al mejor aspecto adquirido a base de comer y dormir

bien, había comenzado a trabajar en El Drugstore, cuando todavía no había

abierto sus puertas, como Gerente de Administración y aunque yo en realidad

no lo necesitaba porque al final del verano debía irme a la Escuela Oficial de

Periodismo en Madrid, me ofreció un trabajo en aquel establecimiento que

pasó a ser durante unos años, un icono del avance barcelonés.

Lo acepté.

Tres simples meses de mi vida han resurgido del pasado adornados con

emoción, nostalgia y simpatía, gracias a una foto en blanco y negro.

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La chavala de las chabolas

Hace tiempo. Tanto tiempo casi como dos tercios de mi vida. O más. Corría

el año 1963, o sea tenía ni menos ni más que catorce años y una capacidad

vergonzosa para excitarme con cualquier palo con faldas y no se diga con

bañador. Debía para entonces, en la playa ponerme boca abajo y dejar un

forado volcánico en la arena. Fue por aquel entonces que mi primer acto

onanista, confiado a mi hermano mayor con sigilo, pudor y rubor, no exento

de cierto orgullo, porque consideraba que hecha la paja, estaba hecho el

hombre, menos de una hora después de confiado se hizo público en un

autobús repleto de pasajeros y con el dedo índice de mi propio hermano

señalándome mientras difundía a voz en cuello mi primera masturbación,

ante las risas imparables de aquellos irrespetuosos pasajeros, incluido el

asqueroso chofer, que casi chocó contra una señora gorda que se le cruzó.

La cosa es que hace todo el tiempo señalado, que yo no solamente me

excitaba con cualquier palo con faldas, o con bañador o -¡ni se diga!- con

biquini, sino que además me enamoraba de cualquier palo con faldas, con

bañador o con biquini (no me atraía tanto una mujer desnuda, porque para

aquellos tiernos días de mi vida, no había tenido la suerte de contemplar a

alguna chica en espléndidos cueros y solamente me inquietaba dulcemente

con lo que mis ojos habían contemplado).

En fin, que por aquellos tiempos, murió el viejo vigilante del grupo

residencial donde vivíamos en Santiago. Se llamaba Valenzuela. Todos en la

patota lo queríamos mucho, porque era buena gente y le hacíamos rabiar,

tanto, que hasta hoy pienso que fuimos los causantes de su muerte.

El pobre la palmó buscando su revólver, que le habíamos sustraído y

enterrado muy cerca de la garita donde solía dormir mientras trabajaba.

La cosa es que muerto el buen Valenzuela, tenían que enterrarle. Y como yo

no quise ver al muerto mi hermano mayor, el mismo que había promovido

inconvenientemente mi primera demostración de amor propio, comenzó a

gritar, para disgusto de los deudos, que yo era un cobardica que le tenía

miedo a los fiambres. Pero ni así me acerqué al negro y lustroso ataúd.

Lo cierto es que de camino al cementerio, las chavalas del grupo residencial,

comenzaron a lanzar rosas blancas al paso del cortejo fúnebre y una de las

rosas cayó dentro del coche de mi padre y más precisamente sobre mis

piernas. La cogí porque la había lanzado –estoy seguro- la preciosa Isabel.

¡Cómo me gustaba la pequeña Isabel, con sus ojitos azules y su largo pelo

rubio! Acaricié el tallo y me pinché. Pensé entonces que aquello era el

castigo por olvidar mi verdadera pasión por Paulina. ¡Qué linda era Paulina!

¡Una diosa! Pequeña, regordeta, pelo liso castaño, una cara angelical, pero

algo antipatiquilla. Pero mejor estaba su hermana Marcela. ¡Dios mío! Era la

belleza en su expresión más pura. Lo malo es que era tan guapa que era

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imposible que se fijara en mí, porque llevaba gafas. Yo, llevaba las gafas, no

ella. Y por aquellos años llevar gafas era sinónimo de una indeseable

genialidad o una inadecuada gilipollez. No había, porque no existía,

tolerancia hacia los que usábamos gafas. Éramos simplemente diferentes.

Y mientras sostenía la flor con una mano y me lamía la sangre del dedo de la

otra, el cortejo enfiló por un costado del Cementerio General de la capital

chilena. Era una zona de chabolas y de pronto se desprendió sobre la hilera de

automóviles con gente que acompañábamos a Valenzuela al lugar donde el

pobre continuaría pudriéndose hasta convertirse en polvo, una incontable

cantidad de niños en demanda de una limosna para poder engañar el hambre.

Fue entonces cuando la vi.

Estaba de pie sobre la acera. Morena, rabiosamente guapa, con el pelo

enmarañado y la cara tiznada por la suciedad. Una andrajosa falda muy corta

dejaba al descubierto unas piernas espléndidas. Contemplaba la joven émula

de Venus con una radiante sonrisa a los pequeños que arremetían sobre los

coches.

De repente me miró y se puso seria. Yo me olvidé del muerto y del pinchazo

y tuve una erección instantánea como nunca la había tenido.

La niña, que tendría no más de trece años, en la medida que nuestro vehículo

se acercaba a ella, comenzó a estirar la mano. No pensé yo que en aquel

mágico momento de amor sublime la muy desalmada me estuviera pidiendo

dinero.

Así, enamorado perdido por el resto de mi vida, le lancé a sus manos la rosa

blanca.

Ella no tardó ni un segundo en lanzarme a la cabeza un tremendo pedrusco,

que gracias al vidrio lateral del coche, que se rompió hecho mil pedazos, no

me mandó a hacer compañía al difunto Valenzuela.

Hoy, no sé por qué, recordé a la chiquilla de las chabolas de Santiago. Y lo he

hecho con simpatía, porque el tiempo me ha pulido un poco. Ya no me excito

con cualquier palo con faldas y ya he visto y compartido el cuerpo hermoso

de una mujer.

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Patricia, la chica de las lombrices

Por allá por 1960, Patricia era una linda mocosita de diez años que tenía dos

hermanas mayores, Katy y Silvia.

Katy que no se llamaba Catalina, sino Eliana, contaba con 18 primaveras

muy pero que muy bien llevadas. Era guapa, con un rostro excepcional y un

cuerpo escultural y a pesar de que no tenía más estudios que como mucho, un

par de años de secundaria, se jactaba de ser filósofa porque había estado

saliendo un par de semanas con un chico argentino y ya se sabe, que todos los

argentinos son filósofos y como filósofa, oficio profesional que ni siquiera

había podido cultivar con la experiencia, decía cada tontería que quien la

escuchaba no sabía dónde poner la cara para que no lo viera riéndose. Era,

además, muy antipática porque andaba por el mundo como sabia. En su

defensa, no obstante, podemos reproducir lo que decían los que

supuestamente podían decirlo, y era que en la cama se convertía en un

monstruo. Y decimos “supuestamente” porque quienes afirmaban tal

extremo, tenían cara de vírgenes, chafarderos y fantasiosos

.

Katy tenía un novio pero éste andaba más preocupado por demostrar que su

apellido Silva era exclusivo y pertenecía a lo más rancio de la nobleza

española, que de dar cariño a la chiquilla.

Silvia la mediana con trece años era la apasionada novia de mi hermano ¡Qué

revolcones se daban! ¡Cómo se amaban hasta que mi abuela a bastonazos

puso fin a la relación! Con algunos kilos de más, tenía no obstante un cuerpo

perfilado por los dioses, un rostro fascinante y una dulzura insuperable.

Dos o tres años después fue mi rollo ocasional y guardo unos recuerdos

entrañables de aquel amor esporádico al que también puso fin a bastonazos

mi poco tolerante abuela.

Presentado el entorno fraternal de Patricia que completaba un hermano de

quince años, Quique, que cada vez que podía se escapaba de su casa, creando

constantes situaciones angustiosas en sus padres que no atinaban a

comprender la actitud del chaval, vamos a la historia que con ella me

aconteció.

Una noche, a eso de las nueve atiné a pasar, de camino a casa, frente al jardín

de las bellas hermanas y vi a Patricia sentada sobre la hierba, deshojando una

margarita. Esa situación que pudiera parecer un pobre recurso literario, era

real.

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Decía Patricia mientras arrancaba los pétalos, “me quiere, mucho, poquito y

nada... me quiere, mucho...”

Intenté acelerar el paso porque me pareció que la niña no andaba muy bien

del coco, pero ya me había visto.

Me llamó con una voz muy dulce y envolvente para una chavala con la que

esa misma tarde había perdido en el juego todas mis canicas.

Me invitó a compartir, muy cerca de su delgaducho cuerpecillo, la frescura de

una hierba que paliaba el calor de la noche estival.

Dejó de deshojar la margarita cuando solamente le quedaba un pétalo.

La miró largamente y luego la tiró y me cogió una mano.”¿Quieres que

seamos novios?” me preguntó en apenas un susurro y con una mirada que

dejaba claro que había visto muchas películas de la época del cine mudo. Fue

todo muy teatral.

Pienso hoy –porque no estaba entonces en condición de hacerlo-, que el

hecho de tener dos hermanas compartiendo sentimientos con dos chavales del

barrio, fue el aliciente que tuvo para buscar una pareja y presumir de ella.

Y a decir verdad, siempre he sido muy sincero, no estaba yo, con mi famélico

cuerpo y reducido tamaño y con unas gruesas gafas de pasta negra como para

que presumiera nadie conmigo. Pero la necesidad tiene cara de hereje y

posiblemente fui el primer chico que pasó cerca de ella después que Patricia

decidiera igualarse sentimentalmente a sus hermanas.

Pero claro, hablo de las necesidades de Patricia, pero las mías eran las

mismas, porque ver a mi hermano con novia me llenaba de envidia, así es que

la proposición de la delgaducha chiquilla, que no obstante ya apuntaba la

belleza que la adornaría muy poco tiempo después, fue mi oportunidad de

cacarear al mundo que yo también tenía novia.

Pero vamos a ser sinceros. A esa edad la relación no podía ser muy

prolongada. Es más, cada minuto transcurrido era todo un logro.

En fin. Volvamos al punto en que ella me preguntó “¿Quieres que seamos

novios?”, porque ya con mi mano asido por la de ella, con evidente

entusiasmo le respondí que sí.

¡Qué bonito!

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Pocos instantes después de su teatral mirada, me acercó su morrito fruncido y

con los ojos entrecerrados seguramente pretendió darme un beso de amor.

Yo, poco ducho en las lides amatorias, me quedé en blanco y no tenía ni idea

de que lo pertinente fuera unir nuestros labios.

Titubeé porque con todos los años que llevaba conociendo a la chica, lo único

que se me ocurrió fue pensar que posiblemente, con esa mueca tan extraña en

la boca, lo que pretendía hacer era lanzarme un escupitajo y me dio algo de

asco.

Pero el asco no tuvo tiempo de reaccionar, porque con sus dos manos me

cogió por la cabeza y pegó su boca a la mía y debo confesar que sentí un

gustito muy especial.

El segundo beso no necesitó de inducción mecánica. Fue más natural e

incluso más gustosito.

Y después sonriendo me explicó que con esos besos habíamos sellado

nuestro amor para siempre.

Y otro beso más adelante, me contó que esa tarde la había visitado el médico

y que le había encontrado lombrices en la barriguita.

Me imaginé el traspaso de huevos de gusanos que se había producido durante

el segundo ósculo, es decir el más parecido a uno de verdad con intercambio

de saliva y todo y vomité hasta el alma.

Siete minutos duró nuestro amor, por eso, a pesar de ser el primero, nunca lo

consideré como tal. Tal vez si al menos hubiese llegado a la hora, o a los dos

días como el que sí es el primer amor real de mi vida...

Erradicados, como creía, los huevos a través del vómito, mi preocupación

mortificante durante los siguientes meses fue que a través de esos besos la

hubiese embarazado. ¡Maldita ignorancia en la que nos sumían a los niños

por aquellos años! Pero, por fortuna no fue así, simplemente porque no podía

ser así.

Durante meses estuve rehuyendo a la pobre Patricia, hasta que la amistad se

reanudó y unos años después, la última vez que la vi, le toqué el culo, pero

ojo, lo hice porque ella quiso que le tocara el culo. Fue su graciosa concesión

como regalo de despedida porque yo me marchaba muy lejos.

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Nunca más he vuelto a ver a esa chiquilla, pero estoy seguro que aún hoy

andará por el mundo regalando su madura belleza y su jovial simpatía.

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El día que conocí a la Pepa Flores

Hace muchos años, muchísimos. Tantos casi como los que tengo, tal vez

unos ocho o nueve, a lo mejor diez u once menos, que conocí a la Pepa

Flores. ¡Exacto! La misma a la que llamaron primero, después de Pepa

Flores, Marisol y luego, después del Marisol, Pepa Flores.

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Sí señor. Conocí a la Marisol, aunque, para ser sinceros, ella nunca me

conoció a mí. La conocí a la fuerza y a regañadientes, porque tenía yo una

edad en la que las niñas eran, para mí y mis amigos, nuestras enemigas

naturales y la conocí, por no decir que la vi, porque mi buena abuela estaba

empeñada que a mi hermano y a mí nos gustara lo que le gustaba a ella y

entre sus puntos de admiración estaban La Pasionaria, Libertad Lamarque y

Marisol.

Justo ese día que habíamos quedado con los amigos para jugar fútbol en la

cancha del vecindario, en Santiago, vino mi abuela, nos limpió las orejas, nos

echó “brillantina” en el pelo y nos peinó, nos enfundó los mejores pantalones,

la mejor camisa, la mejor corbata y la única americana que teníamos cada

uno (toda mi ropa la había heredado de mi hermano y la de él era hecha a

medida, por lo que la mía también lo era, pero de segunda) y ¡hala! Nos

encaminamos a un modesto cine de barrio a ver a la Marisol.

Primero pensamos que era para ver esa película que tanto anunciaban por la

radio:”Un rayo de luz”, pero ya en la entrada del cine nos enteramos que algo

especial sucedía porque todos los niños y niñas exhibían sus mejores galas y

sus mejores sonrisas. Se habían dado cita, todas las abuelas de la colonia

española y sus nietos y nietas. Y nos apretujamos todos en la entrada, las

abuelas con indisimulada cara de satisfacción, los niños con cara de hastío y

las niñas de ilusión.

Allí, hablando con unos y otros, supimos que no solamente veríamos a la que

llamaban la niña prodigio del cine español a través de una película, sino que

la rubita chavalita estaría allí para presentarla, decir un par de memeces y

cantar.

¡Horror de horrores! Si se llegaban a enterar nuestros amigos acerca de cuál

había sido el motivo para no jugar el partido, no nos dejarían en paz por el

resto de nuestras vidas.

Y comenzó el espectáculo.

Apareció primero un hombre bajito, calvo, con bigotes y traje marrón. Habló

un par de tonterías que fueron coreadas con carcajadas por las viejas y las

niñas y por el silencio avergonzado de los niños.

Al final, apareció Marisol en el escenario. Ni mi hermano ni yo la habíamos

visto nunca en foto, así es que era para nosotros una niña más, muy rubita,

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muy inquieta y que quería pasar por simpática, iluminada por fuertes focos,

lo que le daba el aspecto artístico que necesitaba.

Recuerdo que entre tanta tontería, el hombre bajito, calvo con bigotes y que

tenía un traje marrón le preguntó:

-¿Y tú cómo te llamas de verdad, Marisol?

-Yo me llamo Josefa Flores, pero en casa me llaman Pepa, Pepa Flores.

Las viejas y las niñas aullaron. Algunos chavales que habían quedado

prendados de los ojos de la niña, comenzaron a aplaudir. Yo, que para

entonces necesitaba urgentemente gafas para mi astigmatismo

hipermetrópico, todavía no contaminado con la presbicia, y que no las tenía,

veía a lo lejos una forma humana, un difuso color de pelo rubio y un pequeño

vestido azul celeste, así es que me abstuve de hacer cualquier manifestación.

-¿Y entonces, Pepa, por qué te llaman Marisol?

-Porque tengo, -respondió moviendo teatralmente los brazos, -los ojos azules

como el mar y el pelo amarillo como el sol.

¡Alaridos! Eso fue lo que irrumpió a esa increíble estupidez, que en aquel

momento, debo reconocerlo, me emocionó. (Imaginaos si hubiesen sabido

mis amigos de aquella fugaz emotividad).

Y los gritos de Es-pa-ña. Es-pa-ña y mar-y-sol, mar-y.sol, se confundieron

con los sones de una pobre orquesta, tal vez sacada de algún circo de mala

muerte que abundaban para entones.

La chiquilla, con el guión bien aprendido, comenzó a cantar…:

“Mari sol-sol-sol

Mari, Mari, Mari

Sol-sol-sol…”

Entre los gritos enfervorizados, a las que terminamos por unirnos todos, los

acordes desafinados de una banda mediocre y la voz chillona pero melodiosa

de la niña, el escenario se fue oscureciendo y comenzó la película.

Al final, cuando todo terminó, cada cara de cada vieja, era una melodía de

orgullo españolista. Las niñas cada una, desde la más graciosa hasta la más

desgraciada, se sentían una “Marisol” y pensaban que la gente las

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confundiría. Hablaban con los ademanes que había utilizado la niña y sus

acentos habían pasado a ser malagueños de una España profunda que ninguna

conocía. Algunas ancianas llegaron incluso a olvidar que estaban fuera de

España por culpa del dictador y se atrevieron a dar vivas a Franco, como si el

enano de El Pardo hubiese parido a la Marisol.

En la calle se corrió la voz de que Marisol saldría a saludarnos a y que

firmaría autógrafos. Los chavales nos arreglamos el pelo, pusimos rectas

nuestras corbatas y yo, por esa imaginación tan volátil y tan poco práctica

con la que Dios ya para entonces me había castigado, comencé a soñar con

que saldría Marisol, se vendría directo hacia mí y tras darme un par de

sonoros besos de amistad, me diría “hola, Joselito” y después preguntaría el

resto de envidiosos de mierda “¿No conocéis al pequeño ruiseñor?”

Pero claro, ni Marisol salió, a pesar de que todo el gentío estuvo esperando

algo así como un par de horas, ni yo era ni por asomo Joselito.

Ni al día siguiente, ni los siguientes, ni los siguientes meses y años, se

enteraron nuestros amigos de qué sucedió aquella tarde que nos impidió

patear el balón en la cancha de fútbol, Y si hoy abro mi corazón y lo cuento,

es porque sé que si alguno lo lee, lo comprenderá.

Ese fue el día que conocí a la Pepa Flores.

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La chica del patio

Era blanca, alta, delgada y guapa y con ese porte, esa chavala de no más de

quince años y de cuyo nombre no tengo ni peregrina idea, no porque no lo

supiera sino porque se ha perdido en el fondo de los años, se ponía de punto

en horas de clase en el centro del patio de cemento, el más grande de los tres

patios del colegio de curas donde estudiaba yo por aquellos años.

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Ahí se estaba los días de sol hasta que llegaba la hora del recreo con su

camisa blanca y su falda colegial con cuadrados escoceses verdes en fondo

negro, para hacerse querer por la chiquillería en edad de pre merecer, es decir

por los púberes.

Extrañamente esta chiquilla cuyo nombre me parece que rondaba entre Iratxe

o Izaskun, pese a que no era nada fea, sino más bien de buen ver y de sonrisa

fácil y de mirada radiante, no llamaba la atención a los adolescentes ni su

extraña actitud merecía la atención de los innumerables curas que con sus

negras sotanas parecían cuervos en pos de la carroña. Y ojo que digo que

parecían y no que lo eran, porque faltaría a la verdad.

Esta situación se presentó durante unos seis meses de 1961, porque un día,

así como había aparecido de la nada, la niña desapareció, sin que nadie

volviera a preguntar por ella.

El año, que puede parecer poco importante, lo era, porque para aquel

entonces los colegios de curas eran de niños y los de monjas eran de niñas,

para evitar, pienso yo, que la promiscuidad derivara en un embarazo no

deseado después de una relación carnal tan apasionada como puede serlo la

adolescente.

Poco les preocupaba a los religiosos de entonces -tal vez porque un desliz

jamás acabaría en un berrinche nueve meses después- que los chavales se

enamoraran de un compañero o de un amigo, que eso estaba muy mal visto,

pero como era un tema tabú, parecía que no existía.

La cosa es que Iratxe o Izaskun o como se llamara, venía siendo como una

resplandeciente rosa roja en un jardín de cardos.

La rodeábamos, le hablábamos, la piropeábamos, le preguntábamos su

dirección, su teléfono, pero la jovencilla no hacía más que sonreírnos a todos

mirándonos fijamente, aunque de vez en cuando dirigía sus ojos con nostalgia

¿o deseo? de soslayo hacia donde se reunían los alumnos de más edad.

Uno se sentía importante con una mirada o con una sonrisa de aquella niña

silenciosa y que no se movía de su sitio hasta algún momento de la mañana

en que se marchaba, después del último recreo.

Hoy me ha venido casualmente a la mente y mientras escribía, he recordado

su corto pelo rizado castaño claro que siempre le olía bien, como ella misma

que despedía una suave fragancia de algún sobrio perfume juvenil.

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También, mientras escribía me ha asaltado la certeza de que la misteriosa

joven tenía pocas luces o, probablemente ninguna, lo que explicaría la

indiferencia de los mayores y la tolerancia de los sacerdotes.

Tendrá ella hoy, si aún vive, más de sesenta años y probablemente viva

inmersa en un mundo de simplezas más espeso que el de antaño, sin recordar

aquellos meses que me ocupan pero por motivos diferentes a un simple

olvido.

Ella fue para todos una anécdota sin principio ni final, un pasaje con escaso

interés que hoy me ha venido a la cabeza como puede venirme un recuerdo

aislado que viene y se va sin recuperarlo.

Sin embargo, cuando me ha venido, no he querido dejarlo escapar y he

decidido escribirlo con todas sus lagunas porque es, aunque ínfima, una parte

de mi vida y también de la de mis compañeros y, aunque tal vez para ella

aquello pasó sin que se llegara a enterar, también de su existencia.

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Mi amigo Juan Pablo y el ratón

A mi amigo Juan Pablo, compañero de clase con quien intercambiaba

confidencias le faltaba su padre, muerto el año antes y a mí me sobraba una

madrastra desde hacía poco más de un lustro. Para él su carencia era

irreparable y para mí, el excedente podía ser tolerable de no haber metido

mano mi abuela que la odiaba, ni existido esa zaga de películas de Walt

Disney que denigraba de ese tipo de parientas a las que comparaba con las

brujas.

Su padre, me contaba, había sido muy bueno pero poco afortunado y aparte

de una casa en la playa y otra en la ciudad tan grande como vieja, le dejó a su

madre cuatro hijos y unas deudas que ni siquiera vendiendo las propiedades

podrían saldarse.

Juan Pablo sabía que al año siguiente debería marcharse a un instituto

público, porque los santos sacerdotes de nuestro centenario colegio no podían

asumir que la caridad cristiana les era aplicable también a ellos, ni menos aún

que la Iglesia de Cristo dejara de depender del dinero.

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La generosidad, la comunión y la igualdad de los hijos de Dios se predicaba

en canciones engendradas en la deprimente soledad del seminario y cantadas

con aires de sacra inspiración en alguna hacienda del padre de algún alumno

donde los niños solían reunirse para estar cerca de la creación de Dios.

Y efectivamente, poco después, antes incluso de que acabara el curso, Juan

Pablo desapareció de la nómina de alumnos, aunque un poco antes, también

lo había hecho de la de mis amistades.

Pero no abandoné a Juan Pablo por su anunciada pobreza, porque yo no era

de aquellos "comesantoscagadiablos". Era por crianza, muy sencillo.

Además, ya desde jovencito, siempre rechacé el fariseísmo religioso y la

caridad limosnera de aquellos católicos heredados de la iglesia inquisitorial e

intolerante.

Él era mi amigo de los recreos. El oído de mis problemas. La voz de los

suyos. Era Juan Pablo el que reía mis chistes y que con paciencia disfrutaba

de las películas que le contaba. Era su lágrima añadida en su dolor y mi

fortaleza en la maldad fantasiosa de mi pobre buena madrastra.

A Juan Pablo lo abandoné por cobarde e ignorante.

No él, yo.

Me explico.

Le contaba, un día, en el más largo de los recreos de la mañana, la película

"Tierra de faraones" que había visto algunos años antes pero que me había

impresionado vivamente, cuando noté dos pequeñas heridas en su cara y

como había confianza, se las toqué con el dedo índice de mi mano derecha, al

tiempo que le preguntaba:

-¿Cómo te hiciste esto, Juan Pablo?

Su respuesta me llenó de pavor. Mi dedo índice se quedó suspendido en el

aire y tuve la intención de arrancármelo y tirarlo lejos de mí, y con él el mal

al que me enfrentaba.

Al darme su respuesta, estuve entonces seguro, se desprendió de su boca

infecta, una gota de saliva que me alcanzó sobre mi ceja izquierda.

Con indisimulada presteza me aparte de él.

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Corrí hacia los lavabos y lavé mi dedo y me froté con fruición sobre mi ceja

izquierda.

Juan Pablo extrañado, me siguió, pero cual si fuese el mismísimo Satán, le

aparté de mi vera con palabras y gemidos incoherentes.

Ante mi aparente malestar físico, uno de los sacerdotes llamó a mi padre

quien preocupado me fue a buscar.

-¡No me toques! -Le advertí.

Del colegio partimos directo a la consulta del Dr. Cifuentes, nuestro médico

de cabecera.

Después de hacerme un completo reconocimiento, el médico dictaminó:

-No noto nada anormal.

Fue entonces cuando hizo lo que debió hacer desde un principio, o sea,

preguntarme qué me pasaba.

Muy serio, con lágrimas en los ojos y la voz entrecortada le expliqué mi

tragedia:

-Tengo hidrofobia, doctor.

Esperé durante unos segundos que tanto él como mi padre huyeran

despavoridos de mi lado. Pero por el contrario, se me quedaron mirando

como si fuera un tonto.

-Tengo hidrofobia, -repetí ya con más solemnidad, intentando controlar mis

impulsos y mis miedos. -El mal de rabia, -aclaré para que me entendieran

mejor.

-¿Te ha mordido algún animal? -Me preguntó con el rostro demudado por la

preocupación, mi padre.

Fue entonces cuando les dije lo de Juan Pablo.

-El que hasta hoy fue mi mejor amigo, Juan Pablo, me contó que anoche

mientras dormía, le mordió la cara un ratón.

Médico y progenitor cruzaron una mirada divertida.

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-Estuvimos hablando muy cerca, le toqué las heridas, me salpicó saliva en la

frente, -les expliqué intentando contener las lágrimas.

Tanto el doctor como mi padre me tranquilizaron. Era imposible, me

comentaron, que me hubiese contagiado la rabia, incluso suponiendo que el

animalito la tuviera y por último, me sugirieron que le dijera a mi amigo que

se sometiera al tratamiento antirrábico.

Quise yo también apuntarme al tratamiento que a la sazón consistía en

catorce inyecciones en la barriga, una cada día, pero me aseguraron que no

era necesario.

No tuve, pese a las seguridades adquiridas, el valor de volver a estar cerca de

Juan Pablo, quien estoy seguro que hasta hoy se preguntará qué bicho me

picó entonces.

No le dije lo del tratamiento, porque otro amigo común me contó que ya lo

estaban inyectando.

Iba a terminar con un "¡pobre Juan Pablo!", pero prefiero hacerlo con un

"¡pobre de mí!", por mal amigo y gilipollas.

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Ovnis sobre Santiago

Era la medianoche de un día de diciembre de 1965, cuando Radio Minería de

Santiago de Chile suspendió momentáneamente su programación habitual

para ofrecer una noticia de última hora:

"Hace pocos instantes, centenares de personas han observado sobre la

comuna de Renca, unos objetos luminosos que hacían extraños movimientos

a escasa distancia del suelo y que se elevaban y bajaban a velocidades

vertiginosas.

"La presencia de estos objetos voladores no identificados ha causado

asombro y temor a un numeroso grupo de vecinos, que ante lo inusitado del

fenómeno se han dirigido a nuestra emisora..."

Mi amigo Jaime Hales y yo, estallamos en júbilo y nuestro aullido de alegría

debe haberse escuchado varias manzanas a la redonda.

A la mañana siguiente muy temprano compramos el diario sensacionalista

"El Clarín", que titulaba a todo lo ancho y con grandes letras rojas:

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Platillos voladores

sitian Renca

Ese día Jaime había ido a pasar la tarde a mi casa, pero se nos hizo de noche

y decidimos que se quedaría a dormir. Al día siguiente no había clases.

No era raro que cuando nos juntábamos salieran extrañas cosas de nuestras

febriles mentes.

Una, hacía algo menos de un año, fue la idea de publicar un libro con nuestro

escaso y pobre stock literario. Así, un mes antes de aquel día, había visto la

luz nuestro "Literatura de gente joven", un libro casi con más letras en el

título que páginas, malo donde los haya y que, no obstante, tenía la ventaja de

nuestra corta edad (dieciséis años). Por la edad y no por otro motivo, la venta

no fue del todo mala y la promoción periodística inesperada.

A los pocos días de haberse editado aquel pequeño bodrio, que alguien, no

recuerdo quién, calificó en la prensa como "una pequeña joya literaria", en

una de nuestras peligrosas reuniones, resolvimos, a fin de intentar dar una

proyección insospechada a nuestra publicación, que Jaime, que para entonces

era hijo del ministro de Minería, desapareciera y que yo, su pareja literaria,

denunciara su secuestro ante las autoridades.

Teníamos hasta nuestros sospechosos: los fans de los Beatles. No recuerdo

cuál fue nuestro razonamiento para dirigir la atención hacia esa masa informe

(entre quienes me contaba) como sospechosa, pero mucho me temo que las

razones que podría yo esgrimir carecían de peso.

Menos mal que Jaime consultó la idea con su padre que, aparte de ministro

era abogado y el buen hombre puso el grito en el cielo. Era un delito bastante

delicado la simulación de un hecho punible, aparte que podría afectarle a él

mismo su carrera política.

Desechada la idea del auto secuestro, esa noche, mientras acompañaba a

Jaime a la parada de autobuses, a la que no llegamos por lo dicho, o sea por la

hora, se le ocurrió a un avión de pasajeros pasar muy alto sobre nuestras

cabezas...

...nuestra imaginación aceleró su velocidad, dio curvas a su trayectoria recta y

multiplicó la aeronave por seis o por siete y ya teníamos nuestros platillos

voladores.

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-¡Llamemos a la radio! -propuso Jaime con entusiasmo, cuando nuestras

mentes ya habían dejado de divagar.

Y llamó él.

La ansiedad en su voz, la convicción en sus palabras y los gallos que le

salían, hicieron mella en el redactor de guardia.

-¡Hay harta gente ahí afuera, señor! -Le mintió Jaime -Y tenemos mucho

miedo, pues, a ver si nos atacan.

En "El Clarín", el diario sensacionalista, el sujeto que le atendió pareció no

creerle mucho, porque después de escucharlo con paciencia, le respondió:

-Anda a molestar a tu abuela, cabrito “conchetumadre”.

Pero así como está dicho, tanto la radio como el diario dieron muy buena

acogida a nuestra ficción.

Lo más hilarante del caso, es que El Clarín acompañó la noticia con varias

imágenes de archivo y, sin hacer mención a nuestra llamada telefónica, la

basaba en un buen número de supuestas entrevistas a varios vecinos de

Renca.

Las anécdotas nacidas de nuestras reuniones no se acabaron en esa, aunque

esos otros temas los abordaremos más adelante.

Para terminar, solamente quiero decir que aquella aparición de ovnis en el

cielo renquino de aquella noche de diciembre del 65, aparece como un hecho

constatado en los anales de varios organismos investigadores de este tipo de

fenómenos.

¡Fuimos unos fenómenos!

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Mi amiga Vicky

Era mi primera tarde en Barcelona después de muchos años de ausencia.

Estaba alojado en el Hotel París, de la calle Cardenal Casanyas número 4,

muy cerquita de Las Ramblas y del Liceo.

Pagaba sesenta pesetas diarias, o sea un dólar, incluido un desayuno tipo

americano.

Ya había padecido de una primera noche con sábanas húmedas y un tenue

dolorcillo en el pecho presagiaba, como en efecto ocurrió, una fuerte gripe

que me atormentó durante algunos días.

Una algarabía de voces femeninas llamó mi atención y curioso como siempre

he sido, me asomé al pasillo y lo que vi fue a un grupo no inferior a veinte

chavalas de unos quince o dieciséis años, acordes todas con mi también corta

edad (acababa de cumplir los 18).

Las había rubias, otras morenas, pelirrojas no faltaban y también de pelos

castaños. Casi todas tenían los ojos azules y hablaban un inglés muy

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modulado, por lo que con mi sagacidad periodística en ciernes, deduje que

procedían de Gran Bretaña.

Mi presencia las enmudeció y me observaron con la misma curiosidad con

que lo hacía yo.

"An Spanish macho", pensarían. "Joder con las tías buenas", pensé yo a mi

vez.

Casi todas las chavalas eran más altas que yo, lo que no es de extrañar porque

siempre he sido retaco, por eso, tal vez, mis ojos se posaron en la única

damita a la que podía si no mirar hacia abajo, al menos sí al mismo nivel.

Era, casualmente, la única que me sonreía con una carita de niña buena y

tímida, que me rompió el alma.

Como en las películas, creo recordar que las figuras de sus compañeras se

fueron esfumando y la de ella perfilando a la perfección.

Era, como dije, bajita. Además era delgadita y con el pelo entre castaño y

rojo, muy cortito y sus grandes ojos reflejaban aparte de curiosidad, picardía.

Vestía un minivestido, pero muy mini, azul clarito, dejando expuestas unas

piernas muy bien formadas y blancas como toda ella.

No sé cuánto duraría el cruce de miradas, pero de repente, una de las chicas

exclamó "¡Oh Vicky!" y todas las demás menos ella que se puso de un color

granate oscuro, aplaudieron e hicieron ruidosas manifestaciones de

aprobación.

Fue entonces cuando, quizás por disimular, se acercó a mí y me dijo:

-Mi Vicky, and tú? -Se ve que intentaba chapurrear el castellano.

Y yo que siempre ando de listo, le respondí en inglés:

-My name is Ricardo.

Mala cosa, pues la bella Vicky me lanzó una parrafada interminable en su

idioma. Bien me podía haber ladrado o croado que le hubiese entendido lo

mismo.

Lo curioso es que mientras que mi nueva amiga iba hablando, sus

compañeras se esfumaron de verdad dejándonos solos. Fue cuando tuve la

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duda de si expresarme en su idioma con las pocas cosas que sabía (this is a

table, the table is black, this is a chair, the chair is brown, con lo cual desde

luego no me hubiese lucido) o por el contrario, reconocer mi ignorancia

lingüística. Así pues, reconocí.

-Excuse me Vicky. I don´t speak English.

Fue en ese momento que sentí su risa cantarina y sus manos en mis manos.

Me llevó hasta la escalera y se sentó y la imité.

-Guicagdo, -me dijo como acariciando a su manera mi nombre y me dio un

suave besito en los labios.

Me quedé cortado sin saber qué decir ni qué hacer, hasta que opté por

secundar sus cada vez más apasionados besos.

Sus compañeras -venían todas de un colegio de Cheshire- nos interrumpieron

un buen rato después. Aunque el tiempo nos pareció corto, estoy seguro que

ambos agradecimos la discreción no solamente de las muchachas, sino de las

dos profesoras que las acompañaban.

Al día siguiente, nuevamente por la tarde, fue Vicky acompañada por otras

dos chiquillas hasta mi habitación. Ella estaba llorando y pude entender que

me explicaban que ya se regresaban a Inglaterra. Solamente la había visto un

par de los quince días que habían permanecido en Barcelona y me supo muy

mal, sobre todo porque la linda inglesita me gustaba de verdad.

-Espero, -le dije, -que nos volvamos a ver.

Vicki entre pucheros, le preguntó a una de las chicas:

-What is "espero"?

Y la otra, muy académica en su conocimiento idiomático, le explicó:

-"Espero" is dog.

El signo de interrogación que se dibujó en mi querida muchachita merecía

una pronta explicación y menos mal que la tuve más o menos a mano:

-No, dear Vicky, "espero" is "I hope"

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Las lágrimas dieron paso a las risas y las risas a apurados besos lleno de

lágrimas.

Nunca más la volví a ver, aunque nuestro intercambio epistolar duró muchos

años.

Por ejemplo, poco después de haber regresado a su casa, su madre me

escribió para contarme que había impresionado gratamente a Vicky y que la

familia estaría encantada de tenerme como invitado durante unos cuantos

días.

Me dio pánico pensar en lo que podía ser de mí en un país ajeno donde me

sería muy difícil comunicarme, así es que decidí tomar un curso intensivo de

inglés del que saqué muy poco provecho y la idea de viajar al Reino Unido se

diluyó gradualmente, no así el continuo intercambio de correspondencia.

Muchas fueron las fotografías que me envió y a través de ella pude notar

cómo se estiraba la pequeña Vicky y cómo sus suaves formas se silueteaban

de manera muy atractiva.

Un día mucho tiempo después, me envió una carta en la que sorpresivamente

Vicky me expresaba un amor a toda prueba.

"He intentado olvidarte, pero el tiempo hace que estés más presente y que me

hagas mucha falta".

"No concibo estar más tiempo apartada de tí"

Y yo para esas expresiones no tenía un respuesta, menos viviendo para

entonces en Chile, a miles de kilómetros de distancia.

Un día, años más tarde, me contó:

"He sido elegida Miss Reino Unido y cuando lloraba, no lloraba tanto de

emoción, sino por no tenerte cerca en el momento más importante de mi vida.

Por favor dime que me quieres. Dame una esperanza, porque si me quieres lo

dejaré todo por ti".

Nunca le respondí.

Tenía novia y otras inquietudes, aunque de verdad a la inglesita de ojos

curiosos y pícaros jamás podré olvidarla.

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Pocos meses después supe lo último de ella, pero a través de la prensa. Había

quedado como Primera Finalista en el Miss World.

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38 años después

Cuando escribo esta crónica, 11 de enero del 2008, se cumplen exactamente

treinta y ocho años en que me vi enfrentado por vez primera a un micrófono

como presentador de un programa radial. Se llamaba Fogata Juvenil y

comenzó con una duración de treinta minutos a las dos de la tarde todos los

domingos; luego se extendió hasta las tres menos cuarto y fue tan

sorprendente su éxito a una hora tan inusual, que la dirección de la emisora,

Radio Cooperativa, en Concepción ciudad chilena donde a la sazón estudiaba

periodismo, decidió ponerlo ese mismo día de la semana en horario estelar

durante dos horas.

Lo animaba junto a Sandra y Olga Garretón Pettinelli, dos preciosas gemelas

compañeras de facultad, que tenían unas voces prodigiosas tanto para cantar

como para conducir aquel espacio que llegó a tener más del 95 por ciento de

la audiencia dominical entre casi veinte emisoras.

¡Cómo llegué a querer a mis mellizas! Mejor dicho, ¡cómo nos llegamos a

querer! Durante dos años fuimos tan amigos que parecía que lo nuestro era

indestructible, pero como suele ocurrir, el amor embistió ciego contra la

amistad y todo se fue al garete.

De un día para otro, los celos de mi novia y luego efímera esposa, y mi

idiotez dieron por el traste con una de las relaciones más sanas, más

incondicionales y más hermosas que recuerde.

Sandra y Olga suplieron magistralmente la ausencia de la primera novia que

tuve en Chile tras llegar de España, aunque el amor, como suele serlo en la

primera juventud es afortunadamente efímero para evitarnos sufrimientos y

se había eclipsado casi con la misma rapidez con la que se había iniciado,

pero no la historia breve pero intensa que compartí.

Curiosamente, la amistad con las que aún considero las mejores amigas de mi

juventud, o sea las gemelas, se acabó de pronto. La profundidad y la

dependencia que nos imponía de forma natural esa amistad la hizo

incompatible con nuestros proyectos futuros.

Quizás la única solución viable hubiese sido casarme con Olga, a la que

amaba secretamente casi desde que la conocí, pero emergió entonces el temor

de que una declaración amorosa inoportuna diera por el traste con esa

preciosa relación que por afinidad había nacido entre los tres.

Fue, como digo, la aparición de un amor inoportuno, con una historia

olvidable, el que obligó a las mellizas a pasar a formar parte de mi historia

pasada.

Es así como hoy, encapsulada en un importante apartado emocional guardo

inamovibles aquellos años junto a Sandra y Olga.

Cuántos artistas y gente interesante e importante pasaron por nuestra Fogata

Juvenil.

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Cuántos instantes de intensa emoción se acumularon.

Cuántos aplausos se llevó el éter surgidos en aquellos programas en vivo en

el auditorio de la radio.

Cuántos gritos y aullidos se entremezclaron en aquellos grandes

polideportivos, cuando Sandra, Olga y yo, aparecíamos desde las candilejas.

Cuántas ovaciones recibieron mis poco afortunados intentos por cantar para

complacer a la chiquillería. ¡Me lo perdonaban!

Me premiaban más que a los artistas con sus ovaciones y aplausos.

Fue aquel el comienzo de una historia en la que se han combinado radio,

periodismo, ambas cosas y administración, así como también el éxito y el

fracaso, nunca del todo rutilante el primero, tampoco determinadamente

depresivo el segundo.

Antes ya de aquella Fogata Juvenil, había pisado junto a mi buen amigo

Jaime Hales, estudios radiales y platós de televisión, pero en calidad de

entrevistados, de escritores jóvenes, de promesas literarias.

Hoy todo aquello, como si mi vida tuviese que llegar pronto a su fin, no son

más que recuerdos en un ambiente, confirmado por las excepciones, carente

de ideas, oxidado por un neorriquismo patético en el cual la ambición de

escaso perfil brilla como brilla el latón con deslumbres de platino, en medio

de la cruel y tenebrosa ignorancia intelectual.

Un entorno, en fin, que en su gris mediocridad no cree en tus éxitos y

considera naturales tus fracasos.

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De un gol marcado con la mano a una patada en los

testículos

La vida, salvo contadas excepciones, suele ser muy aburrida. Sin embargo,

dando ocasionales miradas a hechos aislados que en su momento quisieron

enviarte al fondo del océano para que nadie te viera la cara y te la vieron, por

contra, centenares de personas, te llegas incluso a sonreír. Una sonrisa

paradójica, porque la sonrisa dibuja, con algunas arrugas de más, la misma

boca que antaño se curvó en un rictus que pretendía solapar el llanto nacido

de la vergüenza, con una mueca que imitara las risotadas del entorno.

Las dos anécdotas que hoy estampo en este blog de recuerdos personales,

ocurrieron en un estadio de fútbol de primera división. No quiero decir cuál,

para no someterme nuevamente a la mofa de aquellos circunstanciales

testigos que pudieran leerme y amén recordar aquello, porque no me lo

merezco, habida cuenta de que cuando aquellos dos reflejos circunstanciales

se produjeron, yo no era un niño de teta precisamente, pero sí un chaval de

once años que asoma su tierna faz al mundo.

¡Qué sabía entonces yo de muchas cosas!

El estadio estaba a rebosar. Sesenta o setenta mil personas llenaban todos los

sitios del coliseo deportivo y la euforia de los seguidores del cuadro local,

que era el mío, estaba en su apogeo, conseguido hacía poco el 5-0.

Estaba yo en primera fila pues mi astigmatismo hipermetrópico agravado por

la falta de gafas, las que mi padre durante años y tozudamente aseguró que no

necesitaba, no me permitía ver las acciones del encuentro desde las alturas.

Entre paréntesis, debo decir, que para aquella época, principios de los

sesenta, no hacían falta vallas en los campos de fútbol, porque parece ser que

la humanidad era menos salvaje.

La cosa es que de pronto, uno de los atacantes del equipo visitante, marcó un

gol con el puño y el árbitro lo validó.

Durante varios minutos las protestas se sucedieron, aunque casi al término

del partido, daba igual un 5-0 que un 5-1 y las voces se fueron aplacando,

aunque nunca, en un estadio con tanta capacidad se produce el silencio

absoluto.

Pero yo siempre he sido gafe.

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El resto de la gente parece ser que había superado el cabreo y que los dos

puntos (todavía no se daban tres por victoria) estaban en el bolsillo, pero en

mí hervía el deseo de venganza contra ese árbitro sinvergüenza que había

validado un gol ilegal.

Un grito, pensé, entre miles de murmullos será audible para los cuatrocientos

o quinientos asistentes que me rodeaban en lo inmediato y verán que a mi

equipo no se le hace eso.

No sé, pero pienso que Dios silenció al mundo en el momento que con mi

aguda e infantil vocecilla exclamé:

-¡¡¡Árbitro hijo de la gran puta!!!

Y, madre de mi alma. Al árbitro parecía que le hubiesen metido un sable por

el culo, porque se puso tieso, de un silbato detuvo las acciones y como si un

radar lo dirigiera se acercó a mí dando grandes zancadas.

"Me mata", pensé. Quise huir, pero me encontré con una muralla humana que

comenzaba a reírse a costa mía.

El colegiado que en aquella época vestía como todos sus colegas de riguroso

negro, excepto por el cuello blanco, me cogió por el hombre y con una voz

muy chillona y afeminada, me gritó:

-¡Aprenda a respetar, niño!

Y aunque cuando volvía al terreno de juego, la afición secundó mi grito con

sonoros "¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta!", humillado por haber sido descubierto

por el referí me escabullí hasta lograr salir de aquel inmenso estadio.

Pocas semanas después, en el mismo estadio y casi en el mismo sitio veía un

aburrido partido de mi equipo que terminó ciertamente con el marcador en

blanco.

Ese día había acudido con mi madre que tenía la vista normal, por lo que

prefirió quedarse con mi hermano unas treinta filas más arriba.

Todo iba normal. Yo me había prometido que pasase lo que pasase,

mantendría mi boca bien sellada, pero quiso el destino que un jugador de mi

club le diera casualmente una patada en el entrepiernas a un defensor

contrario.

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La multitud hizo un sonido como si fuesen ellos los que habían recibido un

puntapié en los huevos.

Y mi ignorancia me traicionó cuando un espectador que estaba a mi lado le

comentó a su vecino "tremendo matracazo le ha metido en los testículos" y

yo que pensé que le había golpeado en los huevos, me di media vuelta y le

pregunté a mi pobre madre de la única forma que podía hacerlo a esa

distancia, o sea a gritos:

-¡Mamá! ¿Qué son los testículos?

Lo escuchó todo el mundo, incluida mi madre. Lo supe porque pese a mis

dificultades visuales, pude apreciar el color carmesí en su cara.

Ese día, hasta el pobre lesionado se echó a reír y recuerdo, no sin bochorno,

que al árbitro le costaba soplar el silbato para reanudar el encuentro.

Rato después un hombre que estaba a mi lado, rojo de tanto vino que había

consumido, me explicó, cuando ya no necesitaba yo explicación:

-Son los huevos, chaval. Los huevos.

Hasta poco antes de morir mi madre, cuando recordábamos esa anécdota, nos

descojonábamos de la risa. Hoy, solamente sonrío.

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La muerte de mi yaya

La noche que falleció mi abuela fue tan extraña como suelen serlo cada una

de esas jornadas en las que un ser querido nos deja. Nos abate esa sensación

de vacío, de impotencia y de incredulidad que sigue a todos los decesos, por

muy esperados que estos sean.

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Aquella mañana estaba en mi trabajo en Ciudad Guayana, a unos ochocientos

kilómetros de Caracas cuando mi hermano me advirtió a través del hilo

telefónico que si quería ver a la yaya viva por última vez, me apresurara.

Una hora después cogí un avión de Avensa que solía enlazar aquella oriental

ciudad con la capital en cincuenta minutos, pero los pìlotos estaban

movilizados por una huelga que allá se la conoce como "operación

morrocoy" o "de brazos caídos", o sea en ese caso determinado, alargando los

vuelos eternamente y en lugar de llegar a Maiquetía a las diez de la mañana,

lo hice a la una de la tarde.

Traspuse el portal de la residencia una hora más tarde y ahí estaba mi pobre

abuela, que tanto carácter había tenido en la vida, indefensa ante el

imperativo reclamo de la Parca indiferente.

El resto de la tarde y las primeras horas de la temprana noche tropical

permanecí a su lado, congelando mi corazón en cada uno de los incontables

paros cardíacos que interrumpían la ronca respiración exhalada por su cuerpo

en coma.

Necesité descansar. Comprar una camisa nueva, tirar la negra que me había

traído de Guayana, que pegada al cuerpo por el sudor se había convertido en

mi segunda piel y salí. La besé en la frente antes y en la entrada del edificio,

cuando un aire cálido pero acogedor abrazó mi cuerpo, una voz a mis

espaldas me tensó, “su abuela acaba de fallecer, por favor suba a su

habitación”.

Estaba a media luz. Una enfermera le estaba atando un pañuelo entre la

coronilla y la mandíbula para cerrar su boca. El médico que salía me dijo “lo

siento” y la dueña de la residencia musitó “todos, tanto el personal como los

residentes queríamos mucho a la abuela Josefina”.

Besé una vez más la frente de mi abuela. Antes la había despedido por un

rato, ahora para siempre. Sentí un leve temblor en su piel tibia y lo quise

comentar, pero el propio temblor de mis labios me lo impidió. Todo lo que en

ese momento tocaran mis labios temblaría por igual.

“Debemos sacarla en ambulancia para no asustar a los viejitos”, me susurró al

oído la dueña de la residencia. Acto seguido me explicó que con su muerte el

contrato expiraba y que debía sacarla de allí cuanto antes, llamar a una

ambulancia sin decir que la señora estaba muerta pues no vendrían y

derivarlos, una vez constatado el fallecimiento, a una empresa funeraria.

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Todo muy medido. Todo bajo presión.

Llamé a la familia. Gran conmoción. Que si estaba seguro. Que no se veía tan

mal. Que qué inoportuna. Que si lo había certificado un médico.

Después solicité una ambulancia. Llegaron con una prisa que no se hubiesen

tomado de saber que el paciente era un finado. Más bien protestaron.

“Saquen a la señora en camilla para que los viejitos no se enteren” ordenó la

dueña.

A pulso la trasladaron a la camilla y la empresaria gritó desde la puerta para

que todos los viejitos se enteraran, “tápenle la carita para que no le moleste la

luz”, pero casi en la escalera, una de las viejitas que la quería mucho,

gritando “ojalá te mueras en el hospital”, le arrancó la sábana dejando a la

vista los pálidos despojos de la yaya. Todas las ancianas aullaron, menos la

autora del desaguisado que se quedó patitiesa allí mismo. Después se la

llevaría otra ambulancia con la cara tapada para que no la molestase la luz.

A dónde la llevamos, me preguntó un camillero y me quedé en blanco. Había

olvidado contactar a una funeraria. Véngase con nosotros, me dijo y me

llevaron hasta la elegante Funeraria Vallés en el exclusivo barrio de La

Florida.

Un hombre canijo y enjuto, más cercano al mundo de los muertos que el de

los mortales, inmerso en un traje negro con camisa blanca y corbata azul

marino que le quedaban, hasta la corbata, holgados, me enseñó no sin cierto

recelo por mi aspecto descuidado, todo tipo de ataúdes. Me gustó, si es que

una urna, que no es otra cosa que un contenedor de restos humanos, puede

gustar, una de madera de ébano. El hombre se quedó asombrado. Comentó

evitando denotar algún tono ofensivo en sus palabras: “Este cuesta dieciocho

mil bolívares y se expondrá en la Capilla Imperial”. Esperó mi rectificación,

acariciando un féretro metálico imitación madera clara. No rectifiqué, pero

me aclaró “este cuesta tres mil”. “Quiero el de ébano” afirmé. Mi abuela lo

merecía.

A las doce de la noche me di cuenta que no había avisado a la familia dónde

se velaría a la yaya.

Fue cuando depositaron sobre una mesa cubierta con una alfombra roja y

negra su lujoso ataúd que me sentí tremendamente solo. Cincuenta sillas

negras de alto respaldo y tapicería de felpa roja, rodeaban pegadas a las

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paredes, la amplia Capilla Imperial. Cuatro sirios de esperma y una cruz de

plata completaban el sobrio mobiliario.

El encargado, con varios teléfonos que le di, se encargó de avisar a los

parientes.

A la una comenzaron a llegar. A las dos lo hizo mi padre. Me abrazó llorando

y me dijo con voz temblorosa y dolida, “se nos fue la yayita”.

El asombro en su expresión más compleja se dibujó en su rostro al ingresar

en la capilla y con recelo me preguntó “¿y esto cuento cuesta?” “Dieciocho

mil bolívares”, le respondí. “¡Coño!”, fue su única exclamación. Y es que

dieciocho mil bolívares en 1976 era muchísimo dinero, más o menos el

precio de un coche medio.

Estuvimos todos conversando de cosas intrascendentes que fueron derivando

hacia mi nueva vida en Guayana y a mi reciente matrimonio y de pronto, a

eso de las dos o dos y media de la madrugada se habían marchado y me

quedé solo con una camisa que ya olía mal, un cansancio insoportable, el

cadáver de mi abuela y los cuatro cirios que comenzaban a gastarse entre

chisporroteos y el hedor caliente de la cera.

Contemplé largamente el rostro apacible de mi abuela. Estaba maquillado,

una veleidad que nunca en vida se quiso dar. Replegada la piel hacia el

fondo, se veía mucho más joven y su perenne rictus de dureza se había

dulcificado.

Acerqué tres sillas a la urna, apagué las luces de la capilla y me recosté a su

lado.

Tuve los más disparatados sueños durante esas horas, todos protagonizados

por ella, pero nunca he podido extraer ni un pasaje, ni un instante de los

mismos, perdidos en algún lugar secreto de mi mente. A las cuatro, ¿o serían

las cinco? me desperté, recorrí la funeraria y vi luz en otra capilla, más

pequeña, más sencilla y más íntima. Tal vez, pensé, la yaya se hubiese

sentido allí más cómoda. Había un ataúd. Era el mismo o al menos parecido

al de metal con aspecto de madera que me había enseñado el encargado. Me

asomé a ver al difunto. Era una chica vestida de azafata aérea a la que ni la

muerte pudo arrebatarle, al menos en las primeras horas, su sorprendente

belleza.

Estaba sola y me apiadé de su alma y aunque lo de los rezos nunca me ha ido

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mucho improvisé una oración con los retazos de varias de ellas aprendidas a

medias en la época escolar.

Salió el primer sol, el tímido, el opaco, el madrugador y junto con él una

brisa refrescante que me invitó a pasear por las arboladas calles de la

urbanización.

Antes de las siete estaba otra vez junto a mi abuela. Había abierto, o para ser

más claros, se le había abierto el ojo izquierdo, dejando ver un globo blanco y

hundido. Asimismo, el pegamento había cedido y la boca abierta parecía

perderse en un grito eterno. La piel se había pegado al hueso de los pómulos

y en pocas horas su faz pasiva y tranquila había dejado paso a una calavérica

y alejada de este mundo.

A las diez fueron llegando los deudos. Mis parientes. Uno me preguntó “¿no

te has cambiado?” y una “¿no hay duchas aquí?” El encargado del día, que ya

tendría referencias mías por el de la noche, me acompañó a un cuarto de baño

y me facilitó jabón, toallas y ropa limpia. Me duché, me sequé y receloso de

la procedencia de la vestimenta ofrecida, volví a ataviarme con lo mío. En

una empresa de pompas fúnebres hay pocas entradas de ropa y no vale la

pena preguntarnos cuáles son.

A las doce eso estaba lleno de gente, familiares, amigos, conocidos y

compañeros de trabajo o subalternos de los parientes, familiares y conocidos

que con tal de faltar al curro se apuntan a cualquier dolor ajeno.

El día seguía su curso, mientras mi tiempo se había detenido la noche

anterior.

Sentado en un rincón, quise mantenerme alejado de aquellos visitantes que

simulaban dolor al acercarse a mi padre o a mi hermano para expresarles su

"hondo sentimiento de pesar". La multitud en la capilla trasladó el calor

desde la calle. El olor a formol se hizo presente y fue en ese instante cuando

apareció un sacerdote maduro con nariz y ojos rojos y preguntó en voz alta y

sin miramientos “¿Cómo se llamaba la difunta?”

La mayoría esquivó la mirada inquisitiva del religioso, porque no tenían ni

puñetera idea de cómo se llamaba la madre del jefe y el jefe, o sea mi padre,

que no salía de su sorpresa por la aparición del cura, cuyo responso venía

incluido en los 18 mil bolívares, respondió por la bajito, “Josefina”.

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Y así, durante unos cinco minutos contó el cura a los presentes las maravillas

de las que ya estaba disfrutando el alma que ocupó aquel cuerpo que apenas

iniciaba su corrupción.

Finalmente y mientras miraba con descaro la hora, dio su sagrada bendición y

se marchó.

Luego nos marchamos nosotros. Se subió la familia en los cuatro lujosos

coches que ponía a nuestra disposición la funeraria por cuenta de los

dieciocho mil bolívares y se marcharon, seguidos por conocidos, subalternos

y amigos en sus coches, mientras yo contemplaba atónito el cortejo desde la

acera.

En ese punto vino el primer favor del encargado de la funeraria y ordenó salir

a un quinto coche para que me llevara al Cementerio del Este. Lo pidió al

chofer con sobriedad y naturalidad.

Allí, en el camposanto, donde reposan los muertos entre árboles y césped, sin

más distintivo que pequeñas placas de bronce recostadas en la hierba, otro

cura, un asiático, preguntó el nombre de mi abuela. Josefina se le dijo y se le

aclaró tantas veces como dijo Marcelina durante el responso.

Al final nos fuimos todos. Yo el último en mi coche de buena voluntad.

De regreso en las puertas de la funeraria, constaté que todos habían tenido

igual prisa por abandonar el sitio y me encontré solo, con un pasaje aéreo de

regreso a Ciudad Guayana, pero sin dinero suficiente para el taxi.

Mi desazón y cara de asombro volvieron a hacer mella en el encargado que

dispuso que me dejasen en Maiquetía en el lujoso coche que me había llevado

y traído del cementerio.

Tranquilo el recuerdo de la partida de mi abuela, son otros los temas que

conforman las anécdotas, unas anécdotas que como ninguna otra cosa,

ratifican que en la muerte de uno, la vida sigue igual para los demás.

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La primera escuela de mi infancia

Era un día de marzo muy fresco. Mi padre y mi abuela me habían preparado

sicológicamente para enfrentarme a las obligaciones de la escuela en un país

nuevo.

Mi padre, siempre ambicioso hasta con sus hijos, me explicaba que ese día

iniciaba mi andadura educativa destinada a alcanzar la licenciatura en

Ingeniería Química. Siempre mi padre soñó con que yo lo fuera, excepto

durante una breve temporada de mi pubertad en que se le metió entre ceja y

ceja que debía ser neurocirujano. Y lo cierto es que nunca estuvimos de

acuerdo porque en la primera etapa de lo de la ingeniería química, mi

pensamiento, mi sueño y mi más íntimo anhelo era ser bombero simplemente

porque me gustaban sus cascos. ¡Coño, cómo me gustaban los cascos de

bombero! La segunda alternativa era ser marino porque nada más arribar a

Viña del Mar, había visto a unos marineros franceses del Jean D'Arc de visita

en Chile, con unos pompones rojos sobre su alba gorra y hay que ver qué

grata impresión me llevé de esa gorra.

O sea, tenía en la cabeza un par de profesiones en las que parte de su

indumentaria serviría para cubrirme la cabeza. Tal vez algún sicólogo pueda

encontrar alguna explicación plausible, aunque en mi propio beneficio,

prefiero que se le guarde. Ya para la etapa de la manía de que fuera

neurocirujano y la segunda de que fuera ingeniero químico, mi padre se

encontró con que su hijo menor se había empecinado en ser un "muerto de

hambre" que era como él veía a los periodistas, aparte de sinvergüenzas,

borrachos y bohemios. Pero me hice periodista y aunque ahora estoy a pocos

céntimos de ser un muerto de hambre, mi profesión me dio muchas

satisfacciones y en momentos puntuales hasta una inmerecida fama.

Bueno. A lo que iba. Al primer día de clase.

Nada más llegar a la escuela de la mano de mi abuela sentí un pánico

indescriptible y no era de extrañar, porque contrariamente a las académicas

aspiraciones paternas, las de la abuela fueron advertencias sobre el cuidado

que debía tener para que los "indios" chilenos no me robasen hasta el alma y

aunque una fugaz mirada hacia el amplio patio de tierra que antecedía a la

pequeña y diría que humilde construcción que albergaba tres aulas para

cuatro clases (kinder, primero, segundo, tercero y cuarto), no vi más que

muchos niños, ninguno ataviado como indígena.

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Cuando la yaya se marchó dejándome en manos de las profesoras Elisa y

Violeta, dos damas maduras pero por lo que recuerdo, muy cariñosas, solté

tal berrido, que creo que se paralizó el propio corazón de Viña del Mar. El

desamparo en que me encontré era tal, que lo mismo daba que estuviese

rodeado de gente que solo en el desierto del Sahara, pero lo peor estaba por

llegar, cuando comencé a tranquilizarme ante las dulces palabras de la

profesora Elisa (Miss había que llamarla), porque cuando le expliqué "es que

mire usted profe. He "llegao" a Chile hace muy poco tiempo y no tengo

amiguitos con los que jugar" y con ese acento mezcla de Pablito Calvo,

Joselito y Marisol, que aún no llegaban a las pantallas chilenas, ya los nuevos

compañeritos calaron mi procedencia, me rodearon y con la inocencia propia

de los niños, pese a las protestas de las profesoras y de la cocinera y de su

hijo de catorce años, que les amenazaban con el sótano oscuro lleno de

ratones, comenzaron a gritar: "¡Coño, coño, coño, coño!" y otro berrinche

más y luego, mientras la "Miss" Elisa intentaba nuevamente tranquilizarme,

creo que la "Miss" Violeta pedía a mis nuevos compañeros tolerancia,

compasión y comprensión, esto último seguro, porque la escuché decir "él no

tiene la culpa de ser español".

Poco a poco, se me fueron ofreciendo para jugar María Inés Sorucco, una

pelirroja con la cara llena de pecas y de la que había que cuidarse porque

cualquier descuido se lo chivaba a las "misses", también Anita María Flores y

su hermano Julito, Álvaro Torres, Julito Anderson, y Maureen, una chavalilla

que si mal no recuerdo es de la primera damita de la que me enamoré en mi

vida, pero que no se cansaba de confesar sus preferencias por Julito

Anderson, que a su vez se declaraba anti niñas y que se cabreaba cada vez

que la linda Maureen le expresaba su ingenuo amor. Al poco tiempo era uno

más, menos en las clases de Historia de Chile, donde parecía renacer el

reconcomio antiespañol expresado contra mi persona, pero eso fue cada vez

más intrascendente.

De esa época son muy fugaces los recuerdos. La escuela quedaba en un

pasaje entre la Avenida Libertad y 1 Poniente que se extendía entre las calles

Doce y Trece Norte. El pasaje comenzaba a la altura de la Central Lechera

ULA, donde mi abuela cada mañana se hacía con dos botellas de leche, hasta

que finalmente se la comenzaron a dejar en la puerta de la casa. En ese

pasaje, a pocos metros del colegio, había un perro de mierda que nos mordía

a todos en los tobillos y un día que uno de los padres reclamó, el dueño del

perro le dio tal paliza al pobre hombre que llegaron los carabineros y una

ambulancia y aunque el padre de nuestro compañero se recuperó, nunca más

volvimos a ver al perro.

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La escuela era una construcción pequeña como he dicho, a la que se accedía

por la cocina y estaba al fondo de un enorme patio de tierra sin árboles ni

bancos.

Aparte de la cocina se accedía a tres habitaciones medianamente grandes a

través de un oscuro pasillo. En el primer salón a la derecha estaba el Kinder y

el primero de preparatoria y en el segundo, también a la derecha, se ubicaban

hacinados los alumnos del tercero y cuarto de preparatoria y al frente en la

habitación más clara de todas estaban los de segundo. Al fondo estaba el

lavabo. ¡Ah! Había también un salón bastante amplio donde dejábamos

nuestras americanas y donde se recibía a los padres en las pocas ocasiones en

que se les citaba.

Pasé tres años completos en aquel colegio, pero no recuerdo más que los días

de mucho sol y calor. Recuerdo asimismo la pequeña imagen de la Virgen de

Lo Vázquez en una esquina de la mesa de la Miss del segundo y también

recuerdo las moscas que por miles llenaban el cielo raso en las tardes de

estío, cercanas ya las vacaciones.

A aquel colegio llegué durante muchas jornadas, meses o un año quizás, de la

mano de la yaya, que tampoco se libró de las mordeduras del perro de mierda

y luego me iba y regresaba solo.

Ya lo digo. Recuerdos fugaces pero cargados de intensa emoción y hasta

deseos de volver a aquellos años en los que se nos ocultó la muerte de Rosita,

una niña que ya llegó enferma y que un día desapareció y aunque nos dijeron

que estaba malita y que regresaría dentro de poco, durante el resto del curso,

un pequeño crespón negro ocupó su pupitre.

Un día salí de vacaciones de verano y ya no regresé a aquel colegio. Me fui a

uno grande. Era de curas; frío, distante, distinto, y clasista y del que guardo

pocos recuerdos, tan pocos como el tiempo que estuve en él, pues después

nos trasladamos a Santiago y me fui a un colegio de la misma congregación

del que atesoro anécdotas imborrables y amistades eternas.

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Después de 38 años

Últimamente tengo algo abandonado este blog y como rincón de recuerdos y

vivencias, debería ser, de lejos, el más mimado de todos, y ¡mira que tengo

blogs!

Si es que en un momento de locura creativa, decidí tener un blog para cada

parcela de mi vida. La periodística, la literaria, la recopilatoria, la proyección

de notimundo, la local, la nacional, en fin, montones que por si quieres

visitarlos son Gente de Hoy, Terrassa en la Mira, Comentarios y cuentos de

Ricardo Salvador, El blog de Ricardo Salvador Notimundo.policial y La hora

del ensueño y del amor, aparte de éste, obviamente. Y como "el tiempo me

sobra", mantengo además actualizada diariamente mi web notimundo.es,

cuyo contenido, aparte de ser curiosamente leído por miles de personas al día,

nutre a muchos de mis blogs.

Parece mentira.

Hace pocos años, unos trece, cuando no me alcanzaba la jornada de tanto que

tenía que hacer, tenía pegada a mi culo a una importante casa editorial

interesada en que publicara un libro con historias románticas que debido a mi

actividad de entonces, hubiese tenido asegurada una venta masiva. Pero el

tiempo me faltaba y aparte de las noticias que debía escribir para los

informativos de la radio, el programa intimista nocturno, y la lectura de entre

cien y doscientas cartas diarias de oyentes, labor en la que me ayudaba mi

mujer, poca cosa más alcanzaba a hacer.

Sin embargo, ahora que el tiempo es más generoso, no hay editorial ni

mecenas que se interese por mi obra y de ahí que quiera colgar en internet

todo de todo.

Pero lo cierto es que uno de los blogs que para mí tiene algún significado

personal es éste, dado que contiene trocitos de mi vida muchas veces

olvidados y que rescato como flashes para mi propio regocijo y cómo no,

intento que también para los casuales internautas que caigan en sus líneas.

Hace unos meses, una de las notas que colgué aquí en 'Pollo frito y

macarrones' y que titulé "38 años después", hacía mención a dos chavalas,

mellizas, que fueron en la época universitaria y de nuestros primeros pasos en

la radio, las personas con las que protagonicé la más increíble y entrañable

historia de amistad. Esa amistad firme, sincera y profunda, amén de cargada

de confidencias e interdependencia parecía ser indestructible, pero yo mismo

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me encargué de echar por tierra lo que con tanto cariño y esmero habíamos

construido y mantenido y las perdí para siempre.

Al menos eso pensaba, y esa sensación se acrecentó cuando con el paso de

los años, todos los intentos por localizar a Sandra y Olga Garretón Pettinelli,

que así se llaman estas mujeres increíbles, fueron en vano.

Pero, un día, en buena hora, escribí esos "38 años después" y por esas

casualidades puntuales lo leyó Pamela Garretón Pettinelli, la hermana menor

de Sandra y Olga, y Constanza Peters Garretón, la hija menor de Sandra y

gracias, pues a este blog y a Pamela y a Constanza, ese hilo que en forma de

recuerdos gratos y vivencias inolvidables preñadas de la más pura y sincera

amistad se había permitido pese a las inclemencias de las circunstancias

condicionantes, permanecer vivo, se rehízo y se convirtió en esa soga fuerte

e indestructible que siempre debió ser, que une como un puente el pasado y el

presente. Un puente bajo el cual se fue construyendo un entramado de vidas,

de las cuales gracias a internet, gracias a 'Pollo frito y macarrones" y en

especial gracias a Pamela y a Constanza tenemos, Sandra, Olga y yo, tiempo

suficiente como para llenar de historias el vacío de 38 años.

Aquella noche del reencuentro me vino a la mente, no sé por qué, la

presentación grabada de nuestro programa. Una presentación que tenía visos

de indisolubilidad.

Con el fondo musical "Sentado en el muelle de la bahía" de Ottis Reddig,

combinando nuestras voces anunciábamos a nuestros miles de oyentes:

"Sandra, Olga y Ricardo les presentamos... ¡Fogata Juvenil!"

Y es que ese "Sandra, Olga y Ricardo" dicho con la convencida pasión

juvenil volcada en la perennidad, convertía en eterna en nuestras mentes y

deseos, esa relación tan estrecha, tan franca y cristalina.

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José Antonio Solana

He recordado mucho en estos días a José Antonio Solana.

José Antonio era un chaval al que antes de conocerle ya sabía que se estaba

muriendo. Tenía 17 años, acababa de aprobar el Bachillerato y como su

sueño de deportista consumado -era campeón de España de Patinaje- era

trabajar en la sección deportiva de alguna emisora de radio, conocida su

historia, la dirección de Antena 3 Radio (Madrid Sur), le dio la oportunidad

de colaborar en los informativos deportivos diarios. Cuando me confiaron

esos informativos, me contaron su historia y la irreversibilidad de su mal. Lo

imaginé consumido y depresivo y debo confesar que no me cayó bien heredar

en el equipo un chico en fase terminal.

Finalizaba febrero, cuando al llegar a la emisora, me abordó nada más cruzar

la puerta, un chaval atlético, guapo, que esbozaba una sonrisa pletórica de

franqueza, que no lograba ocultar un temor que no era el que uno se imagina

como el temor a la muerte. Aparte, José Antonio sabía que estaba enfermo,

pero creía que lo suyo era una enfermedad dolorosa crónica a la que debía

acostumbrarse. Con sencillez y esperanza me explicó que temía que no le

quisiera en mi equipo. Desde ese momento, entre José Antonio y yo se inició

una amistad profunda, aún a pesar de los 25 años de edad que nos separaban.

Esa amistad se enraizó en el cariño sincero que le profesaba mi mujer y

meses después, con la colaboración que quiso dar al nacer mis dos gemelos

menores. Día a día, después de los "deportes", José Antonio y yo nos

pasábamos largas horas conversando. No era, en la intimidad, ajeno a la

gravedad del mal que le consumía, aunque guardaba cierta esperanza de

superarlo. Confiaba en la fortaleza de su cuerpo atlético para combatir al

silencioso enemigo, sin imaginar que esa fortaleza fue la que impidió detectar

desde un principio los tumores que invadían su cuerpo.

Un día, llorando, me confesó que lo que más lamentaba era no poder ser el

mejor amigo de su pequeña hermana que ya despuntaba en la pubertad. La

quería más que a sí mismo y le atormentaba dejarla sola. Y otro, sollozando,

me contó que mientras paseaba con su noviecilla por la calle, el padre de la

niña, los increpó y le dijo a ella que no quería que su hija saliera con un

canceroso moribundo. José Antonio comenzó a sufrir cada vez más.

Cuando se vino conmigo a otra emisora de la que me hacía cargo de los

informativos y nuestro común amigo Eduardo Fernández de los deportes, los

estragos de la enfermedad se notaban en un cabello que había desaparecido

víctima de las sesiones de quimio y en un cuerpo esquelético que no era ni la

sombra del que se sentía orgulloso. Su piel cada vez estaba más pálida. Pero

el entusiasmo de José Antonio no decaía.

En octubre de ese año, cuando cumplió los 18, todos creíamos que se nos iba

al caer en una fase de aparente no retorno. En diciembre, no obstante,

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participó junto a todos nosotros en todas las fiestas navideñas de la radio y

como era habitual, se constituía en el alma de la algarabía. Llegamos a hablar

de un milagro. Pero a mediados de enero del 92, José Antonio se sintió

cansado y no quiso seguir yendo a la radio, aunque aseguró que pesara a

quien pesara debíamos enviarle a cubrir los JJOO de Barcelona que se

iniciaban en junio. Mi mujer y yo comenzamos a visitarle a diario y a diario

conversábamos largamente, aunque en realidad lo que se producía era un

monólogo de intenciones, de planes, de proyectos, de fingido entusiasmo. A

mediados de febrero, José Antonio reaccionó. Nos sorprendió un par de veces

en casa. Le encantaba jugar con nuestros hijos pequeños, aunque ya le

quedaba poca fuerza para moverse. Siempre debíamos acompañarle de

regreso porque era incapaz de sostenerse y con un sincero cariño implícito,

nos apretaba las manos. El 24 de febrero mi trabajo impidió por primera vez

en varias semanas que fuésemos a verle. El 25 cuando llegué a su casa, con

una sensación de impotencia e incredulidad, me senté en su cama donde

estaba acostado, le cogí su mano izquierda que perdía rápidamente el calor y

lloré por el joven amigo que acababa de dejarnos, como no lo había hecho

desde niño. Hacía justo un año que le había conocido.

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La hora del ensueño y del amor

El tiempo pasa tan rápido, que me parece que hablo del fin de semana

pasado, cuando me refiero a la primera vez que me enfrenté a la audiencia

madrileña para anunciar que se daba comienzo a "La hora del ensueño y del

amor".

Fue no obstante, el 3 de junio de 1991, o sea que han pasado más de

diecisiete años. Eran las diez de la noche y el programa comenzó con la

presentación que me hizo la hasta ese momento responsable del horario

nocturno. Solamente diré que se llamaba Raquel, porque lo que me dijo en

antena fue muy fuerte: "Te entrego un programa -el suyo se llamaba Amor y

Música- con tal cantidad de seguidores, que lo único que te agradezco es que

mantengas aunque sea la mitad para cuando me llamen a salvar esta franja"

No fue muy afortunada ni menos amable mi obesa compañera que pasaba a la

franja de tarde. En tan sólo una semana, no obstante, y en pleno verano, las centrales

telefónicas de varios sectores de la provincia se comenzaron a colapsar en el

horario de "la Hora del ensueño y del amor" -con las consecuentes protestas

de la compañía de teléfonos que no daba crédito a nuestro argumento de que

a esa hora no se realizaban concursos. Asimismo, bastó una primera carta al

programa para que la media durante los cinco años siguientes, fuera superior

a las cien misivas diarias, unas cuatro mil mensuales.

El internado de la ONCE permitió a sus pupilos escuchar noche a noche el

espacio, así como Instituciones Penitenciarias autorizó sintonizarlo a sus

internos de los distintos centros madrileños, hasta las doce de la noche.

Cuando iba por la calle, más me valía no hablar porque la gente, sobre todo la

joven, me reconocía en el acto.

Un día, recuerdo, caminando con José María Ruiz Mateos, se le ocurrió

preguntar a dos chicas en dos puntos diferentes, si conocían a "Ricardo

Salvador" y aunque mi imagen no les era familiar, parecían conocerme más

que yo mismo.

Fue una época preciosa y el éxito no solamente se debió a la oportunidad

romántica de la época, sino a otros factores, tanto externos, como internos de

la emisora. Los externos, es que estábamos en un punto del dial en que

confluían por una parte Radiolé y por la otra "40 Principales". La una, la

radio de las madres extremeño-andaluzas, y la otra, las de sus hijas y en

medio nosotros, aprovechando las mieses de la buena fortuna.

En el aspecto interno, debo reconocer el importante aporte de audiencia que

me suministraba un programa DJ que me precedía, ese "Musical 180" que

presentaba Adolfo Rodríguez. También influía el hecho de que Jesús

Sánchez, animadísimo como siempre, despertaba horas más tarde a medio

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Madrid y el otro medio ya estaba despierto para no perderse las genialidades

del que a la vez fungía de técnico de la emisora.

Carmen Palomar tenía la difícil papeleta durante toda la mañana, de mantener

la audiencia... ¡Y vaya que sí la mantenía! Y la aumentaba con su simpatía

natural.

La propia Raquel por las tardes, después de los informativos y antes de

Adolfo, mantenía una audiencia fiel, a la que de vez en cuando cantaba

versiones de la Pantoja.

Fueron cinco años maravillosos en los que combiné mis dos pasiones: la

animación y el periodismo.

Es difícil que vuelvan aquellos momentos radiantes, pero los llevo en el

corazón. Mis niñas Tenti Sánchez y Mónica Ramírez en los informativos.

Mercedes Martínez también. Y cómo no, los deportivos Eduardo Fernández y

mi querido y siempre recordado José Antonio Solana que falleció recién

cumplidos los 18. Isabel, la secre, también es inolvidable y Ana, la

administrativa y Cárdenas el jefe comercial.

¡Qué tiempos aquellos!

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Rosa María Barrenechea

El día en que mis queridas amigas, las mellizas Sandra, Olga y yo debíamos

entrevistar a Rosa María Barrenechea, la popularísima Miss Ritmo, un título

que daba a la adolescente más guapa, inteligente y encantadora de Chile la

revista de ese nombre, hasta me eché un espray muy aromático en la boca -

aunque no recuerdo que en mis sueños juveniles previos albergara la idea de

besar en la boca a la joven beldad- y tuve además especial cuidado al

afeitarme (utilicé ese día hojillas en lugar de mi afeitadora eléctrica para dejar

el rostro suave como el culito de un bebé, por eso del beso en la mejilla. Ya

saben.)

Estábamos comenzando nuestro programa dominical en la Cooperativa de

Concepción, el ¿o la? inolvidable Fogata Juvenil, cuando un alegre bullicio

nos alertó de que venían llegando Rosa María y su numeroso séquito. La

algarabía no dejaba lugar a dudas. Nuestros compañeros Mónica y Arturo,

amén del técnico Eduardo Cuadra, con señas a través de la pecera nos

confirmaron que llegaba la que a la postre era la adolescente más popular de

Chile.

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Pero la alegre algarabía y el entusiasta bullicio no provenían de una multitud

de fans que la acompañasen, sino de ella misma y de su mamá, que no la

abandonaba, obviamente, ni a sol ni a sombra.

La entrevista fue distendida, sus chistes divertidos, sus anécdotas amenas, sus

canciones melodiosas y sus ojos de ensueño. Era alta -toda mi vida empero,

he tenido la dificultad de ver más alto a casi todo el mundo que se me

aproxima- con un rostro vivaracho y lindo, aunque algo entradita en carnes en

el culete. ¡Una nadería en mi opinión, vamos!

Al terminar el programa, nos habíamos convertido en cuatro alegres

parlanchines (cinco si contamos a su madre que no se quedaba tampoco atrás

en su ímpetu comunicacional)

.

Nos fuimos, al final del espacio y tras una decisión espontánea, a comer a mi

casa. Debajo del bosque de eucaliptus, al lado de nuestro campo de golf,

donde teníamos una "barbecue" mi padre, informado a último momento de la

visita, había improvisado una parrilla con profusión de carnes, refrescos,

vinos y aderezada, entre otras cosas con "alioli", una exquisita mayonesa de

ajo y aceite de oliva, muy típica de Catalunya de donde somos oriundos.

Rosa María cantó, bailó, recitó poesías y mi difunta madrastra... ¡Se enamoró

de ella!

No, no piensen mal. Se enamoró de ella como pareja para mí.

¡Pobre de mí! Si yo estaba tan contento con las dos amigas que el destino

generoso había puesto en mi camino, como para aceptar en el grupo a un

cuarto integrante.

De tanto baile, tanto canto, tanto chiste, tanto poema y tanto vino, llegó el

momento en que quise que la jornada terminara. Ya iría a acompañar a

Sandra y Olga a su casa y ya se irían Rosa María y su mami al lugar donde se

hospedaban.

Mi madrastra, no obstante, decidió que fuera al revés. Ya se irían solas mis

mellizas y yo acompañaría a la bella y a su progenitora. (Ojo, que cuando

digo a la "bella" no quiero desmerecer la belleza inigualable de Sandra y

Olga).

La cosa es que esa noche, resguardaditas Sandra y Olga en su residencia de

Talcahuano y cuando llegábamos Rosa María, su madre y yo a nuestro

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destino, un grupo de zagaletones nos cortó amenazadoramente el paso y tanto

la madre como la hija se apretujaron a mí de tal manera, que me impidieron

efectuar la huida, que fue mi primera y única intención (dicen que los héroes

mueren jóvenes). Finalmente, no sé si porque reconocieron a la Miss Ritmo o

a mí, que junto a Sandrita y Olguita también teníamos nuestra nada

desdeñable cuota de popularidad, y no querían que el problema de un simple

atraco se convirtiera en noticia nacional, los chavalotes se dispersaron y nos

dejaron continuar.

Tampoco sé cómo ni por qué, al día siguiente, una jornada que las mellizas y

yo habíamos decidido pasarlo solos en Playa Blanca, de pronto y de la nada

emergió Rosa María Barrenechea. Una de mis entrañables amigas me

comentó al oído "te sentirás orgulloso que te vean junto a la Miss Ritmo" y lo

que nunca llegó a saber esa mellicita del comentario es que en aquella época

eran ellas mi más íntimo motivo de orgullo.

Lo pasamos bien. Sandra, Olga y yo a lo nuestro y Rosa María Barrenechea a

lo suyo, que no era otra cosa que disfrutar de su innegable popularidad.

Debo reconocer que a partir de esos tres o cuatro días que la chica

permaneció en Concepción, comenzó a unirnos una buena amistad, pasajera,

eso sí, como todos aquellos contactos eventuales. Y a través de esa amistad,

lejos de los micrófonos o de María Pilar Larraín y Manolo Olalquiaga, la

directora y el sub director de la revista Ritmo y en la intimidad de su hogar,

Rosa María desprovista, en resumen, de la rutilancia de la fama, se descubrió

como una muchacha, aunque resulte increíble, tímida, muy inteligente, dulce,

cariñosa y buena amiga, aunque demasiado dependiente, un detalle que no le

quitaba su verdadero encanto personal real.

La última vez que estuvimos juntos fue en su casa de la calle Dieciocho de

Santiago de Chile. Nos despedimos como otras tantas veces con un hasta

luego y un beso en la mejilla, y la siguiente y última vez que la vi fue estando

yo en Venezuela, durante una retransmisión televisiva del Festival de Viña

del Mar, que ella coanimaba.

Un breve pasaje de mi vida que recuerdo con especial cariño.

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El “Pulguita”

Hace muchos años, creo que fue en 1957, o a lo más en 1958, cuando un día,

los chavales de la pandilla intentábamos cabrear, como hacíamos un día sí y

otro también, a la limpiadora del Club Social de los trabajadores de la Fábrica

de Tejidos Caupolicán, en Viña del Mar, a la que en el fondo queríamos

porque diariamente nos daba una “chaucha” (que eran 20 Cts. de cobre de

cuando el cine Oriente de la calle Quillota costaba cinco pesos y el Olimpo

de la Plaza de Viña, diez) para que no la fastidiásemos. Con esa “chaucha”

nos alcanzaba para comprar en la panadería de la señora Panchita, un silbato

de latón que duraba, cuando sonaba, un par de veces, pero que nos hacía

ilusión comprarlo, más aún si lo hacíamos con el dinero que honradamente

nos ganábamos por no fastidiar a la pobre señora Manuela.

Sin embargo, ese día la señora Manuela no estaba y aparte de que nos extrañó

ver el local vacío, más nos extrañó encontrar junto a una reja verde en su

interior, a un pobre perro famélico y sarnoso. Estaba tan sarnoso el bicho que

ninguno del grupo, acostumbrados todos a manipular gusanos, cucarachas,

arañas rinconeras y hasta ratas muertas, sin lavarnos luego las manos antes de

comer, osó tocarlo.

Al vernos, el pobre perro arrastrándose con sus patas delanteras porque las

traseras no le respondían, se nos quiso acercar y nosotros, que éramos malos,

dentro de lo que lo puede ser un niño de menos de diez años, nos

conmovimos al ver la mirada suplicante del maltrecho chucho y fuimos

corriendo a mi casa, que era la más cercana, y vaciamos la nevera de la

abuela para llevar especialmente carne al animalillo desvalido. Sin embargo,

estaba tan débil, que solamente olió y lamió algunos de los “manjares” que le

ofrecimos antes de caer extenuado a su lado. Recogimos los alimentos,

dejándole un pedazo de carne y un tarro con agua y regresamos el contenido

a la nevera de la abuela, que ni ella ni nadie de la casa jamás imaginó al

comerlos, que un hocico enfermo había husmeado sobre ellos.

Un día tras otro fuimos a visitar al perro. Así nos enteramos que la fábrica

había cerrado sus puertas en la ciudad y que la señora Manuela se había

quedado sin trabajo. Allí estaba el animal, al que pusimos por nombre

Pulguita y también el alimento que en cada visita le dejábamos. Su mirada

lastimera se había convertido, al paso de los días en algo así como

agradecida.

Hasta que un día llegamos y Pulguita no estaba. Nos quedamos consternados,

pero la consternación duró solo unos minutos, porque Julito, uno de la

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pandilla, llegó corriendo y nos contó con la voz entrecortada que Pulguita

estaba tirado en la acera de la calle Quillota, al lado del almacén El Gran

Emporio, del italiano don Santos Balzarini y que los vecinos habían llamado

a un veterinario de la perrera.

Esperanzados de que el Pulguita recibiera asistencia médica y de que se

mejorara, hicimos el camino trotando y discutiendo quién tenía mejor

derecho a quedarse con el Pulguita recuperado.

Cuando llegamos a su lado, estaba tirado cuan largo era, sin fuerzas para

moverse, aunque sí la suficiente como para mirarnos con dulzura. Al poco

rato, llegó en bicicleta el que debía ser el veterinario de la perrera y nos

abalanzamos sobre él para contarle atropelladamente la parte de la historia

del perro que conocíamos y expresar cada uno nuestro deseo de una pronta

mejoría.

Sin embargo, el supuesto veterinario de la perrera, sin escucharnos, sacó una

jeringuilla de un viejo maletín que había dejado en la parrilla de su bici, le

inyectó un líquido amarillo, el perrillo tuvo un par de estertores y

comprendimos que había muerto. El hombre se alejó en su bici sin hacer caso

a nuestras protestas. Luego todo fue muy rápido. Vino el maestro del aseo,

como se hacía llamar el basurero de ese sector de la ciudad. Como siempre,

traía a su caballo que arrastraba una carreta llena de basura, cogido por las

bridas. Cogió a Pulguita por las patas traseras, lo golpeó un par de veces

contra un poste de cemento de la luz y lo echó sin miramientos sobre los

desperdicios de la carreta y cuando se iba con su habitual paso cansino, uno

de nosotros, no sé quién, le gritó al maestro del aseo, “concha’e tu madre”.

Al día siguiente, se ve que el hombre se chivateó porque a nosotros la abuela,

y a nuestros colegas de la pandilla sus madres, nos dieron tal paliza, que

nunca más nadie irrespetó al basurero.

Así de corta y así de poco importante fue la historia del Pulguita.

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La “locomorota”

En estos días ha nevado en Terrassa. Bueno, lo cierto es que ha nevado en

toda España.

Fue una nieve muy oportuna porque coincidió con el día de Reyes. Vino a ser

como el regalo llegado en forma de copos que en mi ciudad, no obstante, no

alcanzaban a cuajar más que en uno u otro rincón y a blanquear apenas la

hierba de las pocas plazas con hierba que está dejando el ayuntamiento de mi

lar natal.

Obviamente salí a la calle a dejarme acariciar por la blancura de ese agua

convertida en pequeños trozos de frío algodón.

No había casi gente en la calle. Un grupo de ecuatorianos no se cansaba de

tomarse fotos donde la protagonista era la copiosa nieve que sí blanqueaba

sus abrigos y sus gorras. Incluso, no sé de dónde, pero comenzaron a

encontrar la nieve suficiente como para hacer bolas y lanzársela.

Esto ocurría casi al final de la Rambla.

Entonces me vino a la memoria aquel día en que vi nevar por primera vez.

Sería muy pequeño porque recuerdo que esa tarde mi abuela me hacía

deletrear la palabra locomotora una y otra vez, y no podía articularla.

Y era natural que aquella fuera una palabra importante, porque desde la

ventana de esa misma Rambla de la que he hablado, pero más de medio siglo

atrás y en el otro extremo, veíamos llegar cada hora a los trenes de los

Ferrocarriles de Cataluña y mi padre y mi hermano mayor, aficionados a los

trenes estaban fascinados con la máquina integrada a los vagones que recorría

en una hora el trayecto de veinte kilómetros entre la localidad y Barcelona.

Era hermosa esa vieja estación de los Catalanes, pero la especulación la

derribó y ya no está, como tampoco mi casa, arrebatada por la corrupción y

reemplazada por un angosto edificio. Recuperable, el terreno, eso sí, pero tras

un juicio largo y costoso.

La cosa es que estábamos mi abuela y yo en los menesteres de pronunciar

bien la palabra "locomotora", cuando noté que del cielo caía una cosa blanca

y liviana.

Pegué mi nariz a la ventana y le pregunté "¿qué es eso, yaya?" y me

respondió, "eso es nieve".

Y nevaba mucho. Tanto que en poco rato mi padre, mi madre y mi hermano

mayor ya estaban en la calle con otras gentes, retozando bajo el liviano raudal

de copos. Después comenzaron a lanzarse bolas y reían y corrían.

Quise estar con ellos y disfrutar con ellos.

"¿Yaya, me llevas abajo a jugar con la nieve?

"Pero si aquí estamos la mar de calientitos", me respondió. Cerró las

persianas y seguimos intentando deletrear la palabra "locomotora".

No recuerdo más de aquel día.

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José Miguel Stahl Venegas

Lo conocí cuando tenía un año. Era el único hijo de la única hermana de

Gloria, mi madrastra.

Era un chavalillo, como buen hijo único, malcriadillo, antipatiquillo, pero,

debo reconocerlo, me quería un montón.

Como cualquier pequeño (tenía yo cinco años más que él), fue creciendo -en

eso tampoco este servidor se quedaba atrás- y cuando llegó a la pubertad, se

convirtió en el chaval más encantador, simpático, enamoradizo y buen amigo

que recuerde. Sobre todo buen amigo y muy legal.

Lo veía poco. Cada año durante el verano, mientras vivíamos en Santiago y

nos íbamos a su casa en Viña del Mar y cada año en nuestra paradisíaca casa

de Chiguayante, cuando durante el verano se venía él a pasarlo con nosotros.

Recuerdo que nos sentábamos tardes enteras a conversar. Mejor dicho me

sentaba frente a él a escucharle, porque tenía un dominio de la palabra

realmente magistral, cosa extraña cuando durante toda su niñez había

padecido de una fuerte tartamudez, que se le fue de la noche a la mañana.

El día de su diecisiete cumpleaños, merendamos juntos en Viña del Mar y

nos despedimos hasta vernos justo un año después en Venezuela, donde tenía

previsto irme en octubre del 71 y él llegar en julio del 72.

Primero pasaría un año en un intercambio estudiantil en una casa

estadounidense.

Como ya estábamos acostumbrados a despedirnos por largos períodos de

tiempo, nos dimos un largo abrazo y ninguno se giró para esa última mirada a

la que acostumbramos cuando pasaremos largo tiempo sin vernos.

Y no lo vi nunca más.

Un año justo después, aquel mozo alto, moreno, de ojos verdes, simpatía

desbordante, facilidad de verbo y amistad sincera, tras celebrar su

cumpleaños 18 con sus nuevas amistades norteamericanas y despedirse para

ir al día siguiente a Venezuela, se mató en un terrible accidente de tráfico.

No estaba yo en Caracas, pues después de irme había regresado a Chile y allí

me pilló la noticia y allí llegó su cadáver y allí le enterraron.

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Allí lloré desconsolado su prematura muerte y desde allí comencé a

recordarle, año tras año, con inmensa emoción y simpatía.

Con él aprendo día a día, lo que se llega a querer a un amigo, aunque nunca

se diga, aunque no lo parezca.

Se llamaba José Miguel Stahl Venegas.

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María Eugenia Silva Ferrer

Se llamaba por aquel entonces, 1961 ó 62, María

Eugenia Silva Ferrer. Vivía con su madre en la casa de

al lado de la madre de mi madrastra donde solíamos

pasar nuestras vacaciones de verano, en Viña del Mar.

La primera vez que la vi asomarse al porche de su

vivienda, me quedé prendado de María Eugenia.

Ambos teníamos doce años y así mientras yo era

escuálido como lo fui hasta hace unos cinco años,

María Eugenia ya enseñaba en su prematura pubertad

las formas de mujer hermosa que pugnaban por salir

en cada una de sus suaves líneas. Su rostro era lo más

parecido posible a Jacqueline Bisset, pero corregido y

mejorado.

Simpatizamos inmediatamente.

Quedó clara la tendencia predominante en ese difícil e

invisible hilo que separa la niñez de la pubertad,

porque nada más invitarme a su casa puso un disco

que cantaba más o menos así:

"¿Quién le teme

al lobo feroz

lobo feroz,

lobo feroz?

¿Quién le teme

al lobo feroz

lobo feroz,

lobo feroz?"

Y con esa y otras canciones pasamos ese y muchos días más hasta que se

acabaron las vacaciones, pero comenzaron las cartas a través de las cuales

nos contábamos todo lo que nos pasaba. Yo creo que estaba enamorado de la

bella María Eugenia.

Las vacaciones del año siguiente tuvieron el dulce aliciente de su presencia.

Con trece años María Eugenia se había embellecido un montón y yo, que

seguía estando escuálido como el año anterior y todos los años anteriores,

dejaba constancia de los primeros síntomas de mi pubertad a través de una

voz llena de gallos, granos asquerosos por toda la cara, pecho y espalda y un

par de pelos en la cara, tres pelos gigantescos a la altura de la nuez, siete

pelillos indiscretos alrededor de la base de mi pene y no sé si también los

tendría en el culo, pues nunca he sentido curiosidad por contarme los pelos de

esa región corporal.

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Lo cierto es que ese año los discos de lobos y cerditos, dieron paso a otros

más juveniles y también a una advertencia previa que pusiera las cosas en su

sitio: Una chica de trece años solamente podía dejarse cortejar por chavales

de diecisiete, ni de dieciocho, de de dieciséis, menos aún de trece. ¡De

diecisiete!

Pese a la advertencia que creaba distancias y prohibía temas concretos e

insinuaciones inconcretas, ese año lo pasamos mejor que el anterior. Yo al

menos me sentía muy a gusto a su lado y pienso ahora que si ella no lo

hubiese estado, tampoco habría compartido conmigo tantas horas y tantos

días.

Al separarnos quedamos de intercambiar unas fotografías por correo. Ella me

envió una suya en la que parecía una diosa y como yo, por mucho que me

esforzara jamás aparecería ni como Dios, ni como ángel, ni tampoco como

querubín, a lo más, tal vez, como Cuasimodo, pero muy flaco y sin joroba

¡Faltaría más!, me esforcé en buscar y rebuscar retratos míos en que un error

de la cámara o un milagro divino hubiesen mejorado mi aspecto y al fin di

con una.

Era una fotografía de estudio, en la que con el juego del blanco y negro y

artísticas sombras, quien no me conociera en persona hubiera dicho "¡qué tío

tan guapetón!", y se la envié.

Lo malo es que era una imagen de cuando yo tenía nueve años y estaba en

pantalón corto. Entonces María Eugenia, pensando que era una broma, dejó

de escribirme.

Ya para el verano siguiente ni ella vivía en su casa, ni la madre de mi

madrastra en la suya, lo que no fue obstáculo para que un par de veces ese y

un par de veces otros veranos, nos topásemos por la calle, pero ya eran otras

las amistades, otros los intereses y otros los amores. Nuestros encuentros

casuales, no obstante, estuvieron cargados de cariño y complicidad bajo el

recuerdo de una vieja e ingenua amistad.

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Claudia Barraza, mi primera novia

La primera novia formal de mi vida se llamaba Claudia Barraza y un segundo

apellido muy raro que si Dios quiere recordaré antes de terminar (eso de

recordar es un decir para intentar desconocer los estragos que hace la edad en

la memoria, porque lo que haré en realidad será buscar a todos los Barraza

que aparezcan en Google y si alguno de ellos -su hermano Arturo, por

ejemplo- tiene ese segundo apellido, lo recordaré).

Fue ese con Claudia, como acabo de decir, el primer noviazgo formal que

tuve en mi vida y como lo tuve en Chile, pocos meses antes de regresar a

Barcelona, en realidad se llamaba "pololeo".

¡Cómo me gustaba la Claudia! Para entonces bebería las babas por ella. ¡Ya

lo creo que sí!

Sin embargo, ese "pololeo" del que guardo tan felices y profundos recuerdos,

duró lo que duró la película "El Dr. No" de cuando Sean Connery

interpretaba al agente 007.

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Sin embargo, todo el proceso y la etapa de amistad anterior y posterior a la

relación, fue un episodio que por lo menos podría calificar como de tierno

.La conocí a principios de 1966 durante un paseo mixto entre los chavales del

último año de bachillerato del colegio de curas donde estudiaba y las

chavalas de un colegio de monjas de la misma congregación donde estudiaba

ella. ¡Toda una osadía progre por aquellos años cuando la educación católica

veía casi como un delito de lesa humanidad el compartir aulas chicos y

chicas! ¡No sé! Pienso que a lo mejor se temían que terminásemos todos

follando a la primera de cambio, cosa que desde luego no ocurría en los

liceos públicos (hombre, que a lo mejor uno que otro un polvete se echarían,

pero en la intimidad y no en la mesa del profesor).

Respecto a lo anterior, un día, en un arrebato de sinceridad, uno de los

religiosos, muy buena gente ciertamente, me confesó que esa separación

tendía a evitar los malos pensamientos y la distracción en las clases. Y para

ser franco, comprendí perfectamente esa postura, porque para un chaval sería

más interesante verle el culete a la Pilarcita o los turgentes senos de la Paula,

que la gordura desordenada de Madame Marie, la profesora de francés y para

una chavala tendría más importancia el paquete del Sergio o los músculos del

Horacio que la cabeza de peonza del profesor Órdenes, de Castellano.

La cosa es que ese día, ambas clases, la de chicos y la de chicas, nos fuimos

al campo en un mismo autocar, nosotros delante y ellas detrás, cantando,

chillando, llamando la atención y todo eso que se estila cuando se quiere

conquistar. Bueno, eso de cantar, chillar y llamar la atención no iba ni con mi

amigo Jaime Hales ni conmigo, que acabábamos de publicar nuestro primer

libro, "Literatura de Gente Joven" y debíamos, aunque quisiéramos estar en la

primera fila del desorden controlado por adustos sacerdotes y poco

agraciadas religiosas, preservar nuestra incipiente fama de intelectuales y

juntos ambos en un asiento, conversábamos sobre la "inmortalidad del

cangrejo" con palabras represivas de nuestra innata anarquía.

Pero no tardaron mucho las chicas en interesarse por ese par de jovencísimos

escritores que alcanzaban por entonces la efímera fama de ser los más

jóvenes literatos de habla hispana. Así poco a poco nos fuimos integrando a

un extenso grupo de chicas que dejaron el alboroto para compartir con

nosotros su presunta intelectualidad -tan presunta como la nuestra, todo hay

que decirlo-.

Entre las chicas estaba, si no me equivoco, la que más tarde sería la mujer de

Jaime y la Claudia que por no gustarme, no la noté. Mis ojos se habían ido

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hacia el sitio que ocupaba una moza pequeñita, regordeta, muy puesta en sus

cosas y que destilaba seguridad en sí misma. Se llamaba Inés Co, así, como el

cloqueo de las gallinas: Co-co-co-co. Durante nuestro paseo por el campo me

dediqué a importunar a la pobre Inés que se ve que no quería nada, pero que

absolutamente nada conmigo y a rehuir la presencia de la Claudia y un par de

amigas que no cejaban en su empeño de importunarme a su vez, a mí.

A la hora de la merienda fallé en mi intento por sentarme a la vera de la

Inesita, intento que para Claudia fue exitoso y la tuve al lado la media hora

larga que tardamos en ingerir como muertos de hambre un chocolate caliente

y tres pastas baratas y medio secas. Supe que estaba a mi lado por su voz que

intentaba llamar mi atención.

Injustamente la culpé por impedir mi aproximación a la Inesita, pero cuando

apuraba el último sorbo de chocolate de mi taza, miré hacia Claudia que

llevaba ya un rato callada y pude ver esos ojazos preciosos, muy negros, esa

nariz graciosa, esa cara alba y redondita y esa sonrisa triste que terminó por

robarme el corazón. Pero ella se alejó con sus amigas y no tuve bríos para

acercarme.

El regreso lo hicimos conversando Jaime, su posible futura esposa y una

chica dicharachera y simpática que también estaba próxima a viajar a España,

pues su padre Alberto Nogués, para entonces embajador del Paraguay en

Chile, debía hacerse cargo de la legación en Madrid. Aquí, en la capital de

España, tuvimos ocasión de mantener una breve aunque simpática amistad, la

que no obstante no fue lo suficientemente profunda como para recordar su

nombre.

Bueno.

La cosa es que llegué a mi casa "profundamente" enamorado de la Claudia.

No recuerdo cómo, averigüé su dirección y en varias ocasiones la fui a

visitar, en otras tantas nos fuimos al cine y en una, viajamos, ella, sus

compañeras, mi compañero Rodrigo Yáñez y yo a Viña del Mar, en tren. Lo

pasamos súper bien.

Y mi amor seguía por la senda de la pureza y el platonicismo, porque no me

atrevía a expresarle mis sentimientos.

Un día, sin embargo, Odette, una amiga común de Claudia y mi hermano

Juan, le contó que la chiquilla estaba enamorada de mi y que esperaba que

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ese viernes, en que habíamos quedado para ir al ver "El Dr. No",

comenzáramos oficialmente nuestra relación sentimental.

¡Coño, qué alegría cuando me enteré!

Pero las cosas cuando comienzan mal, acaban mal.

Camino de su casa, en el ático de dos plantas de un edificio céntrico sobre el

Cine Santa Lucía, me puse tan nervioso, que llegué con unas ganas de cagar

horribles, con retortijones y todo.

Como era habitual, su hermano Arturo me abrió la puerta y antes de que

anunciara mi presencia a mi pretendida, le supliqué que me dejara entrar en el

lavabo. Me abrió una puerta que estaba a un costado del salón -como quien

dice eyectaría mis desechos sólidos casi casi en el mismo salón, donde debía

declarar mi amor a la Claudia-.

Sacarme los pantalones y los calzoncillos y sentarme en el váter fue una cosa.

La voz de Claudia llamándome y un pedo que debe haberse escuchado en

todo el extenso centro de Santiago, fueron también paralelos. La tormentosa

descarga intestinal líquido gaseosa posterior casi puso el colofón a aquella

penosa jornada.

Las risas del Arturo, la Claudia y su madre, me pusieron negro como el

carbón. Pero todavía faltaba algo más.

Desahogué mi tripa hasta la saciedad y cuando me fui a lavar las manos, abrí

el grifo y salió tal chorro de agua en forma de explosión que mis pantalones

quedaron como si me hubiese pegado tres meadas encima.

La cosa es que humillado, abochornado, con los pantalones, especialmente

por los contornos de la bragueta, mojados y rodeado del olor a mierda que me

acompañó al abrir la puerta del lavabo y con las indisimuladas risas de

hermano y madre en la planta superior del ático y el rostro a punto de romper

en carcajadas de la Claudia, le expresé mi más profundo y eterno amor.

Entonces se puso seria, soltó una tierna lagrimilla y también me confesó sus

sentimientos. Eran infinitos, indestructibles, incondicionales. La sensación de

vergüenza se esfumó, como también lo hizo el olor a mierda huido por las

ventanas abiertas no casualmente, en la misma proporción que el sentimiento

se iba compenetrando en las palabras.

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Nos fuimos al cine cogiditos de la mano. Y mira tú por dónde, mis palmas

que nunca sudan, se convirtieron ese día, debido al nerviosismo, en duchas

incontrolables.

En el cine no cesamos de decirnos cosas bonitas y mirarnos a los ojos en la

semipenumbra y cuando llegamos a su casa, me confesó que me quería

mucho pero que no podíamos seguir.

Y no seguimos siendo novios, pero sí amigos, hasta que llegó el momento de

regresar a mi tierra.

Al regresar a estudiar a Chile un tiempo después, la vi un par de veces y

nunca más he vuelto a saber de ella.

¡Ah! Y si no me equivoco, el nombre completo de mi recordada primera

noviecita era Claudia Barraza Lifschitz.

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Al guateque con Maribel

De esto hace muchos, muchísimos años,

aunque menos que los que tengo si no, no

hubiese podido ser el protagonista.

Fue una tontería como suelen serlo todas las

anécdotas de una vida sin importancia, pero

la recuerdo con una mezcla de vergüenza y

de diversión.

Caminaba no sé por qué calle de Barcelona

cuando una voz de mujer llamó mi atención.

-¿Ricardo? -Lo hizo a mis espaldas.

Me volví y me encontré cara a cara con

Nuria, la mujer de Antonio Bofill, un buen

amigo de mi padre. No la veía desde que había entrado en la pubertad,

aunque nunca hasta hoy me había preguntado cómo logró reconocerme, y

más aún, estando de espaldas, aunque debo reconocer que mi forma de

caminar es algo peculiar. En fin, tan peculiar que hasta mis hijos en ocasiones

me imitan para entretenimiento de sus amistades.

La cosa es que estuvimos hablando un buen rato y al final, cuando ya había

perdido las esperanzas de que lo hiciera, me invitó a su casa a comer.

Recordé por el camino que tenía dos pequeñas hijas, Maribel y, creo que la

pequeña era Nuri y bueno, cuando entramos en el portal de su casa en la Vía

Augusta, venía bajando por las escaleras una chavala guapísima y

espectacular.

-¿Te acuerdas del Ricardo?, -le preguntó la señora.

La alegría se reflejó en el rostro de aquel encanto. Un gran abrazo y un par de

besos rubricaron el reencuentro con la preciosa Maribel.

Con la emoción de enlazar tantos años vacíos, Maribel olvidó a qué iba a la

calle y regresó a casa con nosotros.

Nuri, si es que así se llamaba la pequeñaja, seguía siendo una niña, pero

despuntaba a sus trece años, una promisoria belleza.

La cuestión es que al día siguiente, un viernes, Maribel iría a un guateque y

no se lo pensó dos veces para pedirme que la acompañara. ¿Yo? ¡Pues

encantado!

Durante la mañana del viernes iríamos de compras para llevar nuestra

aportación a la reunión juvenil.

¡Madre mía! Aquella noche me acosté vestido y soñé despierto hasta que al

dormirme dejé de soñar. Pero mientras estaba consciente de mis

idealizaciones, cruzaron por mi mente todo tipo de probabilidades respecto a

Maribel, incluso hasta que me pidiera en matrimonio, a lo que yo aceptaría

encantado. Lo que sí no llegué a pensar en ningún momento fue con

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llevármela a la cama, porque para entonces era este servidor muy de

avanzada, muy medio hippie, muy intelectualoide, muy de todo, pero a fin de

cuentas no era más que un romántico empedernido.

A eso de las diez de la mañana -había quedado con Maribel a las once-, me

desperté, me vestí, me calcé, me cubrí con una chaqueta y salté a la calle.

Ya en el bar donde solía degustar mi desayuno americano, café con leche,

tostadas con mantequilla y mermelada, un par de huevos fritos con tocino y

un buen vaso de zumo de naranja, me habían mirado como bicho raro y

posiblemente porque ya tenía la fama de serlo o seguramente porque todo el

barrio estaba enterado de que días antes había entregado el libro que había

escrito con Jaime Hales, "Literatura de gente joven", a Franco en mano, en el

mismísimo Palacio de El Pardo, nadie me dijo nada.

Por la calle también sentí que me miraban y algunas mujeres de cierta edad,

lo hacían sin pudor ni reparo. Sin embargo, con mi pelo largo -muy largo

para la época- mis gafas de gruesa pasta negra y en general mi aspecto de

bohemio, ya me había acostumbrado a las miradas indiscretas... ¿Pero tantas

y tan descaradas?

Finalmente llegué caminando a la oficina de mi banco, el Atlántico que por

aquellos años estaba situado en la calle Balmes, 4 Bis y en la mirada de sus

empleados vi en algunos asombro, y en otros, estupor, así a secas.

Demás está decir, que como lo había hecho al menos un par de veces antes de

entrar al banco, pasé mi mano derecha sobre mi cabello, a ver si había

olvidado peinarme, pero lo sentía bien puesto y me tanteaba por los

alrededores de la nariz, por si algún moco indiscreto me estuviera jugando

una mala pasada, pero... ¡tampoco!

Aquel día, como siempre lo hacía con los buenos clientes y yo era uno de

ellos, el director me atendió con su misma flema antipática de siempre, pero,

posiblemente pensando que retiraría mi suculenta cuenta de aquella oficina si

cometía alguna indiscreción, calló como un maldito.

Salí del banco cargando con mi creciente curiosidad y mi dinero, y me dirigí

a casa de Maribel y a medio camino, entrando por la Vía Augusta, la vi que

venía de frente acompañada Nuri, la peque. La distancia no me impidió notar

cómo enrojecían sus rostros y verlas después huir de vuelta a su casa a toda

carrera.

Corrí tras ellas, pensando que alguna de las dos había sufrido alguna

inoportuna indisposición estomacal.

Comencé a picar en el timbre del portero y dale y dale, y nada.

Hasta que de pronto me percaté en la manga que salía por debajo de la manga

de la chaqueta. ¡Madre mía! No me había puesto la camisa, sino la chaqueta

del pijama.

¡Quise que la tierra me tragara y para querer hundirme definitivamente, miré

mis pantalones... eran también los del pijama!

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¡Y cómo cantaba aquel pijama con sus grandes cuadros rojos, verdes y

blancos!

¡Menos mal que el calzado era el ordinario!

No tenéis una idea de lo que me costó dar cada paso de regreso a mi casa. Iba

cabizbajo e intentando pensar en la corrida de toros del último domingo.

De Maribel -¡y mira que lo intenté!- nunca más supe nada. Ni se ponía al

teléfono ni estaba cuando me abría la puerta su madre o su padre.

Si Maribel Bofill lee esta nota, me gustaría preguntarle... ¿Qué tal estuvo

aquel guateque?

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El “maestro” Tito

Esto ocurrió cuando yo era muy pequeño, aunque no tanto como para olvidar

el incidente que hoy les cuento que emerge entre los recuerdos como una

burbuja entre las tinieblas de un pasado muy lejano.

No estoy seguro de dónde vivíamos. Ese detalle no me viene a la memoria,

aunque sí el hermoso chalé que habitábamos, ayudado por una antigua

fotografía en la que aparecemos en su porche mi hermano, mi abuela y este

servidor. En esa imagen llevo pañales de tela y es una de las pocas

constancias que tengo de que mi pelo gris era por aquel entonces tan rubio

que casi pasaba por blanco.

La cosa es que al lado de la casa había un terreno vacío en cuyo fondo, una

familia, el "maestro" Tito, su mujer y su hijo "Pochito", ocupaban una

chabola construida con diferentes trozos de madera y unas láminas negras

cuyo material ni me debe haber interesado entonces ni sería capaz de

identificarlo hoy.

El "maestro" Tito era un borracho simpático y servicial. Todos los vecinos

que desconozco por qué le llamaban "maestro", le encargaban arreglos en el

jardín, algún que otro retoque de albañilería y no sé que más, pues solo

repito los retazos que recuerdo de las conversaciones de mi padre y mi abuela

y las ofertas del buen hombre para ayudar a cambio de la voluntad del vecino.

Aunque mi hermano y yo lo teníamos prohibido, nos escapábamos y nos

íbamos a la chabola del "maestro" Tito, que siempre dormía, para jugar con el

simpático "Pochito", que nunca llevaba zapatos, al igual que su padre y su

madre. Aquella infravivienda siempre combinaba tres olores básicos, el

primero, a mierda, porque seguramente la familia hacía sus necesidades en

algún rincón cercano a su morada, el segundo, a vino o halitosis de vino y el

tercero a café muy fuerte. Siempre había humo dentro de la chabola.

Un día la chabola fue derribada por unos obreros y la policía se llevó al

"maestro" Tito.

No había robado, si es lo que pensáis. Lo que sucedió es que un sábado por la

mañana se fue mi padre a la chabola y le llevó unos zapatos al "Pochito".

Las exclamaciones de agradecimiento del "maestro" y de su mujer las

escuchábamos desde la casa. Pero cuando no hacía mucho que mi padre había

regresado expresada la satisfacción en su rostro, los alaridos del "Pochito" y

de su madre, hicieron que todos corriésemos a su humilde vivienda. También

lo hicieron los vecinos más cercanos.

Allí estaba el "maestro" Tito explicando a gritos para que se le escuchara por

sobre los alaridos del niño y la mujer, que los zapatos le habían quedado

chicos. Lo espeluznante es que con una navaja ya había cortado varias

rebanadas de carne de aquellos callosos piececitos de niño, para que le

cupiera el calzado recién regalado.

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Ese fue el único día que vi a mi padre golpeando a alguien.

Nunca más volvimos a saber de aquellos vecinos.

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La “Nené” Vázquez

De esto, hacen algo así como 44 años, lapso que

demuestra no solamente el tiempo transcurrido,

sino que me hago viejo a pasos forzados.

Pero ni es la edad ni la relatividad del tiempo lo

que hoy quería abordar, sino la figura etérea a

estas alturas, de una chavala chilena, de origen

hispano, si mal no recuerdo, a la que conocí

muy poquito, pero a quien dediqué, no obstante,

la parte del libro que escribí junto a mi amigo

Jaime Hales, allá por 1965. Se llamaba "Nené" Vázquez. Era alta, muy alta

y su figura se adelgazaba según se fuera

subiendo la vista, o sea que tenía unas piernas

gruesas y muy bien hechas, un culo bastante

bien provisto, una cintura sensualmente estrecha

y en el camino hacia su cabeza, hay que decir

que uno se encontraba con que la naturaleza

había sido bastante egoísta al momento de

dotarla de sus glándulas mamarias. Pero ¡ojo!

que en su conjunto "Nené" -no me viene a la

cabeza el nombre de pila para nada- era muy

atractiva y además tenía un rostro que a pesar

de sus gruesas gafas para la miopía, era bastante

agraciado.

A sus dieciséis años de entonces, parecía tener

18 ó 20, contaba con una inteligencia muy

desarrollada, un sentido artístico muy claro y convencido, y,

lamentablemente porque no le hacía falta hacerlo, se había rodeado de un

halo bohemio, que le restaba algo de naturalidad a sus cualidades.

Ni recuerdo cuándo la conocí y apenas la última vez que la vi. Solo sé que me

gustaba, lejos eso sí de cualquier sentimiento, como mujer y como persona.

La veía tan segura de sí misma, que quería verme en su espejo, aunque al

final tuve la sensación de que en esa armadura de autodominio, se escondía

un ser frágil e inseguro y peor, aún, atenazado por una incipiente depresión.

Entró en mi vida, creo que a través de mi hermano Juan, cuando Jaime y yo

ultimábamos los detalles previos a la publicación de nuestro "Literatura de

Gente Joven". Y uno de esos detalles era concretar a quién dedicaríamos

aquella edición. Jaime lo tenía claro en su falta de claridad. Estamparía en

letras de molde para la eternidad a Teresita, un nombre sin más cuerpo y más

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alma que las que le dio mi amigo a través de sus sueños que le llevaban por

los caminos de un perfecto amor utópico.

Yo, más pragmático y que aún no conocía a Claudia, el primer amor de mi

vida a la que sin duda se lo hubiese dedicado, quise agradecer la presencia en

aquel momento de "Nené", sus consejos, su amistad y su cuerpo que me

volvía loco, principalmente después de haberla visto en biquini, permití que

se plasmara la única opción que me pareció lógica, es decir, dedicarle a ella

el libro.

Cuando le comuniqué mi decisión, recuerdo que la chavala, que pocas veces

sonreía, se puso muy contenta, tanto que a veces pienso que al igual como me

sucedía a mí, yo también le gustaba sin que los sentimientos la entorpecieran.

Sin embargo, aquella amistad fue fugaz. Un día indeterminado dejé de verla y

mucho tiempo después, después incluso de haber regresado de Madrid, en

otro día indeterminado, la encontré sentada al borde del estero Marga-Marga

en Viña del Mar. Iba completamente vestida de negro y lloraba

desconsoladamente. La saludé con un par de besos, le pregunté qué le sucedía

y no me respondió. Con su silencio supe que quería buscar refugio en su

propia tristeza y soledad. Le acaricié el cabello y me aparté de "Nené"

Vázquez.

Algo supe de ella no hace mucho. Creo que se dedica a una de las

especialidades del mundo del cine europeo con bastante éxito.

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Gloria

Un once de junio me enteré de la muerte de Gloria.

De eso hacen ahora veintitrés años. Trabajaba

aquellos días como redactor del diario El Expreso en

Ciudad Bolívar, Venezuela.

Me llamó Juan, mi hermano desde Caracas y me

comentó que Gloria había fallecido sorpresivamente

en su casa mientras conversaba con su hermana

Carmen en Viña del Mar, Chile.

¿Pero quién era esa tal Gloria, se preguntarán

ustedes?

Pues Gloria era mi MADRASTRA, así, con

mayúsculas y en negrita.

A vuelo de pájaro, podría atreverme a decir que la

felicidad pocas veces golpeó su puerta y las escasas

veces que lo hizo fue efímera y terminó en amargura.

Sin embargo, pese a que tenía un carácter muy fuerte, quizás la paciencia y su

enorme capacidad para perdonar fueron sus mayores virtudes, aparte de tener

unas manos de oro en la cocina, en especial con las cosas dulces, así, en

ocasiones con muy pocas cosas, era capaz de hacer unos platos que sabían a

gloria, o sea a su nombre, aunque realmente Gloria no era su identificación ni

legal ni bautismal, sino un apodo que ella misma se había puesto por la

evidente vergüenza que cargaba sobre sus hombros con el nombre que sus

padres le habían impuesto: Rosa Guacolda (donde estés, si es que estás en

algún sitio, te ruego que me perdones esta infidencia y si esta noche el cielo

se tiñe de rojo, habré recibido el mensaje de tu abochornado rubor.).

El primer contacto con Gloria fue estupendísimo. Yo tenía seis años. Mi

padre que acababa de anular su matrimonio, nos llevó a un parque de

atracciones y Gloria que ya era su novia se portó a la altura de un niño de

nuestra edad, luego fuimos a cenar y tuvo una actitud tan tierna y maternal,

que desdecía radicalmente las advertencias de mi abuela de que esa "bruja",

quería apartar a mi padre de su madre (ella) y de sus hijos (nosotros). Así

pequeño y todo, desde mi perspectiva simple e ingenua, creo que percibí

deseos no solamente de dar cariño, sino también de recibirlo. Ni mi hermano

ni yo veíamos en esa mujer joven y guapa, dulce y cariñosa, al enemigo

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solapado que espera el instante oportuno de dar el zarpazo y arrancar a mi

padre de nuestro lado.

Esa sensación la seguimos teniendo hasta que regresaron de su viaje de Luna

de Miel. Nada más llegar, Gloria fue a buscarnos al colegio y la explosión de

alegría la expresamos a dúo Juan y yo seguidos luego por toda la chiquillería

con agudos gritos de "¡Viva la novia! ¡Viva la novia!"

.

Fue quizás la última vez.

Desde ese día, entre mi buena abuela, que defendía a su manera la primacía

que creía tener sobre mi padre y Walt Disney que con películas como La

Blancanieves y La Cenicienta, le daba un apoyo moral indecible a la matrona,

llegaron a inculcarnos de tal forma la idea primero y la convicción después,

de que Gloria era un ser malvado, egoísta y pendenciero, que de aborrecerla,

pasamos a odiarla de tal forma, que el infierno en el que convertimos su vida,

lo fue también para nosotros, reconvertidos en reptiles siempre al acecho para

inyectarle el terrible veneno del desprecio.

Entre mi abuela y nosotros le hicimos, literalmente la vida imposible. Por

ejemplo mi hermano y yo nos marchábamos de casa exigiendo como

condición para regresar el que ella se fuera y ella, sabiendo la importancia

que cada uno tenía para mi padre, prefería batirse en retirada.

Fueron once o doce años continuos de rechazo total, de intentos casi

desesperados por su parte por recuperar aquel cariño efímero y muy pasajero

del primer encuentro y como una manera de salir de aquel escenario en el que

desde mi punto de vista aquella mujer al que un maldito médico le arrebató la

posibilidad de ser madre y a la que el destino le arrancó brutalmente al más

querido y allegado de sus sobrinos, de dieciocho años, cogí mis cosas y me

vine a Barcelona.

Un año solo no solamente hizo que aflorara en mi espíritu la nostalgia

familiar, sino que además emergiera una asombrosa añoranza por la

madrastra, muy tenue, eso sí, superficial, tal vez, pero añoranza a fin de

cuentas.

Al regresar al lar familiar, éste se había trasladado a un sitio paradisíaco, en

medio de un parque, con bosques, con río, con campo de golf.

Los cuatro años siguientes, alejada físicamente mi abuela, fueron tiempos de

llevárnosla bien con Gloria. Quizás lo adecuado sea decir que la llegamos a

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tolerar. Incluso en ocasiones a defender ante la andanada de ataques verbales

en su contra que debíamos escuchar cuando íbamos de visita a casa de la

abuela.

En esos cuatro años, nuestras noviecillas vieron siempre en ella a una aliada

formidable en la juvenil convicción de que el amor es eterno y que sus

buenos oficios serían suficientes para lograr nuestra fidelidad, pero con

Gloria o sin ella, la fidelidad duraba hasta que duraba (y ojo, que en más de

una ocasión el fallo estuvo de parte de la joven damita de turno).

Gloria demostró con nosotros y nuestras amistades, que era amiga de todos y

se comportó respecto a nosotros, como la madre que cuida a los cachorros.

¡Cómo nos aconsejaba Gloria en asuntos amorosos! Y es que era

tremendamente equilibrada e inteligente.

Luego, cuando formé mi propia familia muy lejos del clan paterno, la

relación se normalizó, aunque en cada discusión propia de cualquier núcleo

familiar, no sé por qué, resurgía de manera incontrolable, toda esa hilera de

años de constante lavado cerebral en su contra y muchas veces intercambios

de palabras sin mayor importancia, terminaban convirtiéndose en agrias e

hirientes discusiones. Luego la distancia no dejaba lugar a una reconciliación

presencial.

Y en una de esas extrañas e indeseadas situaciones, me enteré aquel once de

junio de 1986, que Gloria había muerto.

Hoy, sin presiones, con la objetividad que regala el tiempo y aplacadas las

pasiones por la madurez, me doy cuenta de que si se lo hubiésemos

permitido, recordaríamos a Gloria como a una madre estupenda.

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Ana María Escribano Bradley

Ana María, una rubita de Viña del Mar, hija de una dama norteamericana y

de un padre bombero voluntario y contador de profesión, pertenece a la

prehistoria de mi vida, es decir a aquella etapa de la que tengo mis primeros

recuerdos, aunque son escasos y brumosos y por lo tanto susceptibles de no

ser anecdóticamente exactos.

De ella, sin embargo, puedo afirmar categóricamente que fue la primera

amiga que mi hermano y yo tuvimos en Chile.

Corría el año de 1953

La chiquilla pecosita, rubia como ya he dicho y de ojos azules, era la vecina

inmediata en la casa a la izquierda de la nuestra, mientras que a la derecha

vivía Björn, un noruego de once años, que venía siendo algo así como

nuestro padre y consejero y cuando digo "nuestro", es que amén de a mi

hermano y a la pícara Ana María, incluyo a María Luisa, una preciosa nenita

que como todos nosotros, excepto el chaval nórdico, rondaba los cuatro o

cinco años. Destaco a María Luisa porque su hermana de 17 años, era a la

sazón Miss Viña del Mar y obviamente, la pequeña amiguita era la más

importante de todos. La dulce niña desapareció un día que coincidió con la

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muerte de su padre, un joven médico, amigo de los padres de Ana María, que

siempre nos dejaba su estetoscopio para que jugásemos con él. ("le salió un

grano en el pecho -nos contó mi abuela- y después de sufrir mucho, se

murió").

No haría un par de días que habíamos llegado a Chile donde mi abuela,

atenazada por dogmas ancestrales cargados de ignorancia, nos había

advertido que debíamos cuidarnos mucho de los "indios" que eran muy

peligrosos. Justamente en prevención al peligro, la verja del jardín estaba

asegurada con doble cadena y candado y de noche electrificada. Como decía,

no llevábamos más de un par de días en Chile, cuando se personó al otro lado

de la verja la pícara Ana María. En pocos minutos nos enteró de su entorno y

se enteró del nuestro, se encargó de sortear la reja y quedar dentro de nuestra

propiedad, mientras los ojos avizores de la abuela observaban la escena

cargados de recelo, desde la segunda planta.

Ana María, por ser rubia y de ojos azules y María Luisa por tener la belleza y

picardía típicas de una chavalina andaluza, fueron aceptadas a regañadientes

por mi yaya. Aunque cuando se enteró que la primera era hija de una señora

estadounidense, le cogió algo de ojeriza, porque era mi abuela comunista,

marxista leninista, estalinista y franquista (cosa de las ideas políticas poco

claras).

A la madre de Ana María no le hizo ni pizca de gracia que su retoñita tuviese

amistad con unos "godos", pero no le quedó más remedio que aceptarnos, una

aceptación que se acabó cuando nos dio por jugar al papá y la mamá (Juan y

Ana María) y a la hija y al hijo (María Luisa y yo) o cuando no estaba con

nosotros María Luisa, al médico, la enfermera y el enfermo (Juan, Ana María

y yo, en ese orden) juego en que se tocaban partes indebidas del "paciente",

como el ombligo o la barriga.

Aun cuando nos ingeniábamos para que la relación de juegos y amistad

continuara, el constante control de la madre de la niña, unido al control que

de pronto comenzó a ejercer la yaya, cada vez nos era más difícil continuar

con nuestras prácticas infantiles cargadas de nervio e ingenuidad.

Así, cuando nos fuimos, el contacto se había devaluado a cómplices miradas

preñadas de la intención de que todo volviese a ser como al principio.

Doce años más tarde, de paso por aquel balneario chileno, fui a visitar a Ana

María. Medía al menos una cabeza más que yo y se había convertido en una

jovencita muy atractiva, pero casi no tuvimos nada que decirnos.

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Adiós a Radio Fuenlabrada

En marzo del 91, una emisora ágil, juvenil y muy española, se asomó por las

ondas del sur de Madrid. Era Radio Fuenlabrada cuya sintonía se repetía cada

pocos minutos para que los oyentes que hacían zapping se quedaran con el

nombre y con el punto del dial:

Noventa y dos punto sieeeeeete

Esto es Radio Fuenlabraaaaaada.

En junio de ese año llegué yo. Me presenté a una especie de casting para

formar un equipo de deportes y me quedé como jefe de los informativos, y en

las noches me relajaba con aquel programa que llevo en el corazón "La hora

del ensueño y el amor" a través del cual intentaba compartir amistad y

endulzar los en ocasiones espinosos caminos del amor. Poníamos mucha y

buena música romántica.

Estuve cinco años en Radio Fuenlabrada, calificada como una emisora

mítica, que logró trasponer con creces las fronteras de la localidad del sur

madrileño, para proyectarse con inusitado éxito por toda la comunidad.

Mucha gente pasó por sus estudios, pero creo que el equipo de oro, el más

recordado lo conformamos Jesús Sánchez, Adolfo Rodríguez, Carmen

Palomar, Raquel Rodríguez y este servidor, que intentábamos no solamente

mantener sino mejorar las increíbles cotas de audiencia que traían de cabeza a

los directivos de otras emisoras que no comprendían cómo un equipo de

desconocidos con discretos sueldos y bajos presupuestos podían presentarles

competencia y ganarles. Durante los fines de semana estaban los

incomparables Vicente García y Maricarmen Sánchez y en los informativos

no me puedo olvidar de Eduardo Fernández, el jefe de deportes, el entrañable

José Antonio Solana que a sus 18 años nos abandonó para irse al cielo,

dejándonos en el corazón su sonrisa franca y su constante lucha por la vida

que fue ganada por la muerte.

Capítulo aparte merecen las periodistas Mercedes Martínez, Anelys Martínez

y mis queridísimas amigas y colegas Tenti Sánchez y Mónica Ramírez.

De todos ellos, Adolfo, Carmen y Mónica se mantuvieron hasta el final, hasta

el cierre, hasta la asombrosa despedida.

Estuvieron también hasta el final, Isabel Díaz, la secre y Miguel Ángel

Cárdenas, el comercial.

El caso de Radio Fuenlabrada es la imagen del éxito convertido en fracaso

debido a la mala gestión de un director.

Era una radio local con proyección autonómica, con mucha publicidad,

dirigida por una persona que ni tenía idea de administración, ni de dirección

ni mucho menos de radio, lo que llevó a su presidente Ángel Cambronero,

desconocedor por omisión de aquella negligente gestión, a asociarse primero

con la desaparecida cadena Radio Voz, un breve proyecto gallego que mermó

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la popularidad de Radio Fuenlabrada y luego con la Cadena Cope que ha

optado por transformar aquel mítico punto del dial en un simple repetidor,

convirtiendo en agua de borrajas el esfuerzo de Carmen Palomar y Adolfo

Rodríguez por mantener la popularidad de una radio que jamás debió dejar de

ser independiente ni de la zona sur, porque todos y cada uno nos debíamos a

nuestro público.

¡Adiós, Radio Fuenlabrada!

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Hernia inguinal derecha sintomática, no complicada

Me tienen que operar de una hernia. Es una hernia inguinal derecha, y aunque

dicen todos que, salvo que se estrangule, es una de las intervenciones

quirúrgicas más simples, este servidor está con unos temores que pudieran ser

irracionales, pero que tienen su base en un trauma de la infancia.

Os lo cuento.

Corría el año de 1956 y estábamos mi padre, mi abuela, mi hermano y yo en

la consulta del Dr. Marshall, un otorrinolaringólogo que atendía en la ciudad

chilena de Valparaíso. Era un hombre bajo, rechoncho, simpático, charlatán y

calvo. A Juan, mi pobre hermano, le agobiaba una persistente fiebre y un

fuerte dolor de garganta.

El buen médico, con su atavío inmaculadamente blanco, a la usanza de

aquella época y con un chisme que sostenía una especie de espejo redondo

con un hueco en el medio, montado sobre su calva a manera de sombrero,

dictaminó tras una breve mirada a la boca abierta de mi hermano.

-¡Chuchas, tremenda amigdalitis que tiene el cabrito este!

Mi padre y mi abuela lo contemplaron con la interrogación dibujada en sus

rostros. Con estas expresiones todavía no atenuadas, recibieron la noticia:

-A este chiquillo hay que operarlo, pues don José.

Y mi padre y mi abuela, asombrosamente, asintieron. Y digo

asombrosamente, pues gastar un duro les costaba más que rezar el rosario

(que por cierto nunca se rezó en casa).

Pero ahí no terminó todo.

El Dr. Marshall, quizás entusiasmado al ver la facilidad con que se había

ganado un cliente para una operación, se dirigió a mí, que estaba sano y

hermoso como un rábano y me dijo:

-Vamos a ver a este cabrito ahora, porque cuando un hermano tiene

amigdalitis, al otro también le da.

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Me hizo abrir la boca y la abrí.

Puso una cara de sorpresa enorme:

¿Y a vos, chiquillo, no te duele la garganta?

Y antes que le dijera que no, sentenció:

-Este está peor que el hermano. -Dicho lo cual invitó a mi padre y mi abuela a

asomarse hacia el interior de mi boca y aunque seguramente no vieron nada,

asintieron quizás por temor a quedar como unos ignorantes, que al menos en

esa materia, lo eran.

-A este chiquillo también hay que operarlo, pues don José.

Y el buen e incauto viejo y su buena y también incauta madre, volvieron a

asentir, aunque el olor del dinero de los gastos duplicados, asomó sombrío en

ambas faces.

¡Con qué facilidad el galeno había endosado dos operaciones a esa pareja de

hijo y madre!

No fue de extrañar la camaradería con la que el doctor Marshall se despidió

de todos. Pero la despedida no fue un hasta luego, o hasta el día de las

operaciones... ¡No!

Entre frases tranquilizadoras dirigidas a Juan y a mí, que realmente no las

necesitábamos, porque con tan solo decirnos que estaríamos quince días de

baja, lo que nos evitaba ir al cole, ya era una gran noticia. Decía que entre

frases tranquilizadoras y ratificaciones de la conveniencia de las operaciones,

el médico preguntó si en la familia había algún o algunos niños de nuestra

edad y, claro, por ahí andaba mi primo hermano Jordi y, obviamente,

recomendó que le visitara. Y así fue.

Después de análisis de sangre, de orina, de heces y todas esas sandeces, sin

incluir las lavativas, que debía haber omitido por pudor, nos fuimos un día a

las siete de la mañana desde Viña del Mar hasta el Hospital Enrique

Deformes en Valparaíso en el Chevrolet modelo 1951 de mi padre. Allí

íbamos, adelante, mi padre, Juan y mi tío Agustín y atrás, mi abuela, mi tía

Soledad, Jordi y yo.

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Llegamos y una enfermera gorda y desagradable nos ordenó ponernos las

pijamas y acostarnos, Juan y yo en una habitación y Jordi en otra contigua.

-¿Quién es el mayor?-, preguntó a poco de llegar, un hombre que traía una

camilla y como el mayor era Juan, lo pasaron a la camilla y se lo llevaron,

acompañado de la yaya y de otra enfermera gorda y desagradable. Ello no fue

obstáculo para que Juan se fuese haciendo morisquetas.

Diez minutos después, regresó el hombre de la camilla y en lugar de

preguntar "¿quién viene ahora?", el muy hijo de puta, inquirió:

-Me llevo al menor. -Y Jordi se fue acompañado de mi tía Soledad y de la

misma enfermera gorda y desagradable que se había ido con Juan. Jordi

también se fue haciendo morisquetas, como Juan, como si ambos hubiesen

ido a un parque de atracciones.

Otros diez minutos después, regresó el hombre con la camilla, pero con mi

hermano acostado en ella, sumido en tan profundo sueño, que más bien se

parecía al "Tordillo", aquel amiguete de juegos que un día se murió y al que

todos fuimos a ver.

Para más remate, la Yaya, posiblemente sensibilizada por la operación de tres

de sus cuatro nietos (Agustín se había salvado, porque nos llevaba unos

quince años de diferencia), lloraba a moco tendido mientras asía una de las

inertes manos de Juan.

¡Coño!

Visto lo visto, salté de la cama e intenté correr fuera de la habitación, pero la

primera enfermera gorda y desagradable que habíamos visto al llegar a

nuestras habitaciones, me cogió de un brazo, como quien coge a una gallina

que intenta salvar la vida y con una destreza impresionante, me envolvió en

una gruesa manta que me inmovilizó por completo. Me levantó como si fuese

un fardo, me puso en brazos de mi padre y entre unos gritos que difícilmente

os podríais imaginar, me llevó hasta las puertas de la sala de operaciones, que

quedaba en otro edificio cruzando la calle y allí me dejó en brazos de una

tercera enfermera gorda y desagradable, que a diferencia de las dos primeras,

no iba vestida de blanco, si no de verde, con una gorrita y una amplia

mascarilla del mismo color.

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La mujer, bajo amenaza de darme un par de tortazos, me obligó a mear unos

orines que no tenía y luego me recostó en una cama bajo unos enormes focos,

me ató a ella a la altura de los tobillos y de las muñecas, pasando además, un

cinturón sobre el pecho.

¡La hecatombe!

¡Me estaban asesinando como lo habían hecho con mi pobre hermano y

seguramente también con Jordi!

Y en aquella mesa de sacrificios, rodeado por tres o cuatro sujetos o sujetas

con batas, gorras y mascarillas verdes, uno me tapó la boca y la nariz un con

paño humedecido con un líquido horrorosamente mal oliente y tras pedirme

que contara al revés del diez hasta el uno (¡estaba mi ánimo para contar!), me

acercó a la cara un artefacto que parecía ser de acero y tras luchar contra

miles de rayos que se mezclaban con la oscuridad y de sentir cómo se

alejaban las voces, me desperté de pronto en la habitación del hospital,

viendo muy malamente cómo mi hermano, vivo a Dios gracias, gesticulaba

signos difíciles de entender.

¡Una semana estuvimos ingresados!

¡Claro, que de aquello hacen cincuenta y tres años! Sin embargo, esa imagen

y esas circunstancias me han perseguido toda la vida como una pesadilla.

Cuando el pasado viernes 22 de enero, mi moto hizo una cabrioleta extraña y

nos caímos juntos, ella, la muy desalmada, dejó aprisionada mi pierna

derecha y sentí a la altura de la ingle algo muy similar a la sensación de

cuando picas un huevo y echas clara y yema sobre la cacerola, es decir una

especie de "blurp", ya me imaginé que debería reencontrarme con los

fantasmas del pasado.

Al llegar a urgencias y me vio el cirujano, me dijo con uno de esos rostros

inexpresivos que caracterizan a los médicos de urgencia...:

-Lo que tiene es una hernia inguinal derecha sintomática no complicada... y

¿ya sabe cómo se soluciona esto, no? -Y antes que djiera que no, el hombre

había clavado el puñal de la pesadilla hecha realidad.

-¡Con una operación! -Concluyó

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Y aquí estoy, escuchando las experiencias de todos los que se han sometido a

ella, que no son pocos considerando la edad, incluyendo la de Ricardo

Olivares, que para darme ánimos, me contó que cuando le iban a operar de

una hernia -siendo adulto- huyó del hospital y tuvieron que cogerle dos

fornidos enfermeros para llevarlo a la sala de operaciones.

No me dio mucho ánimo, pero la risa incontenible que me ocasionó me llevó

nuevamente derecho a urgencias, donde constataron que el hueco a través del

que mi intestino delgado sale y entra se había agrandado y que por lo tanto,

debía adelantarse la fecha de la operación.

¡Sí! ¡Ya lo sé! ¡Soy un "cagao"!

¿¿¿Y???

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¿Sabían leer algunos culos de los de antes?

Lo que os voy a contar hoy, debo reconocerlo, me llena de rubor, porque

indica que tuvimos, mi hermano y yo, una época bastante estúpida dentro de

un “pijismo” del que yo renegaba pero como quedará demostrado en este

relato, practicaba.

Comienzo.

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Llegó un día a nuestra casa una amiga, la Isabelita, que nos tenía locos con su

belleza, dulzura y simpatía. Incluso, sin su conocimiento, habíamos llegado a

pensar para el futuro, en un “menage a trois” para no romper nuestra férrea

unión fraternal.

Antes que olvide comentarlo, teníamos entonces, él 14 y yo 13 años.

La cosa es que la preciosa y soñada Isabelita, alta, delgadita, cara de diosa,

ojitos azules de ensueño y un pelo rubio muy liso que le llegaba casi hasta la

cintura, llegó acompañada de Raffaella, una italianita tan alta como la

Isabelita, pero no solamente con una cara de diosa, sino con cuerpo de diosa;

morena y con el pelo también liso pero de un brillante castaño oscuro.

Y además, como la Isabelita, era muy dulce y muy simpática y además, al ver

una guitarra sobre uno de los sillones de la sala, la cogió, la afinó y se puso a

cantar como los mismos ángeles.

Mi primer pensamiento fue ser generoso con mi hermano, dejarle a la

isabelita para quedarme con la Raffaella, con la que había decidido

abruptamente, que debía para siempre parte de mi vida.

Pero unas cuantas canciones más adelante y un baboseo increíble por parte de

los dos que demostraba que Juan había tenido en su mente una generosidad

similar a la mía, las chavalas se despidieron… la pobre Isabelita no pudo

disimular su desazón, pues siempre había sido nuestra musa y centro de

mimos y galantería.

La despedida no se detuvo en un par de besos, sino en intercambio de

teléfonos y averiguar la dirección de ella.

Los primeros días fueron un vano intento por localizarla a través del teléfono,

pero ni modo. Simplemente el número no existía, o sea, que la muy malvada

nos la había jugado.

Sin embargo, los dos, desesperados por volver a ver a aquella deidad

escapada del Olimpo, nos jugamos la última carta y un miércoles después del

cole, cogimos el autobús y tras recorrer toda la ciudad, nos percatamos que la

numeración nos llevaba a la gris periferia. Tras apearnos del transporte,

caminamos un largo trecho, hasta llegar a una casona grande, algo

abandonada y muy, pero que muy apartada del vecindario.

¡No! ¡No es lo que pensáis! ¡Raffaella no era un fantasma!

Tocamos el timbre varias veces y como no respondía nadie, comenzamos a

llamarla a gritos por su nombre y de pronto, apareció la itálica beldad tras la

puerta que se abrió lentamente.

No estaba contenta de vernos. Avergonzadilla, quizás. Tampoco nos invitó a

entrar, aunque sí lo hizo el clon mayor, gordo y feo de ella… Era su madre y

aunque todo parecía indicar que la preciosa Raffaella llegaría en un punto de

su vida a igualar el aspecto de la madre, ni mi hermano ni yo dudamos en

nuestra ilimitada admiración.

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La buena señora se disculpó no sé por qué, nos hizo sentar en un salón muy

oscuro y marcado por un fuerte olor a humedad.

La madre resultó ser muy simpática y parlanchina, mientras la hija se

mantuvo silenciosa y en un rincón, el más oscuro del oscuro salón. Apenas se

perfilaba su sombra.

El viaje que fue mucho más largo del esperado y un vaso de agua detrás de

otro con los que la buena señora nos quiso cumplimentar, obligaron a Juan a

pedir por el servicio para saciar unas ganas de mear que a mí también me

apretaban.

Al regresar, venía pálido como el papel, tanto que parecía brillar entre la

penumbra. Me miró de reojo y yo sin reparar primero en que Raffaella no

estaba en el salón, que la madre seguía hablando como si nada y en el cambio

de actitud de mi hermano, me fui corriendo al servicio y meé, claro que meé

porque si no me lo hacía encima, pero atenazado por el asombro y el temor

de que alguno de nuestros amigos del cole llegara a enterarse de lo que

habíamos descubierto con minutos de diferencia.

Aprovechamos de salir de aquella casa cuando la buena madre de la

“desaparecida” Raffaella, fue a la cocina por otro par de vasos de agua.

Estuvimos una semana o más sin mencionar el asunto, pero cuando nos

volvimos a ver con la Isabelita, que aún estaba dolida por nuestra

discriminación de la última vez, le conté con mi maldita falta de pelos en la

lengua…:

“Tu amiguita Raffaella y su familia parece que tienen culos cultos, ¿verdad?”

No captó la ironía en mis palabras, ni la sorna. ¡Imbécil de mí!

Y mi hermano tuvo que explicarle…:

“Esos amigos tuyos se limpian el culo con papel de diario”

Fue además de irónico, socarrón. ¡Imbécil de él!

La Isabelita se llevó las manos a la cara y dio un grito espantado y luego

intentó explicar por todos los medios que no era su amiga, que la había

conocido casualmente, pero que si tan siquiera hubiese imaginado tal

impudicia, jamás la hubiera mirado a la cara. ¡Imbécil ella!

Un año después volví a ver a Raffaella durante una reunión de alumnos de

colegios de curas y de monjas. Estaba si se podía, más bella, más radiante y

cuando me vio se acercó con una sonrisa brillante y franca y tras el

intercambio de besos en las mejillas, nuestros propios amigos nos apartaron.

Pero al poco rato, una de sus compañeras se me acercó y me comentó “me

dice la Raffaella que le gustas”, pero el orgullo que emergió inconsultamente

colisionó con el recuerdo de aquella imagen de un váter sin más papel que

unas hojas de diarios y revistas para asearse.

Me fui de la reunión y nunca más la vi.

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Jamás me he dejado de avergonzarme de aquello y no logro justificarlo ni por

la época, ni por la mierda de prejuicios en aquel sector de la sociedad al que

estaba lamentablemente más próximo.

De verdad que lo siento.

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Adiós Abuelo

Hace muchos años, unos treinta y cinco, aproximadamente, cuando la vida la

veía desde la perspectiva de padre e hijo y no como ahora, que se reduce a

una más simple y contemplativa, la de abuelo y padre, escribí para la revista

dominical del diario venezolano El Expreso, un breve relato que llevaba por

título “Adiós abuelo”.

Contaba a través del diario, cómo había sido la relación entre mis primeros

hijos y mi suegro, un viejo lobo de mar, severo en el trato, parco en el habla.

Con ideas muy claras e inteligencia aguda. Solía participar en las charlas

como observador, hasta que le tocaba objetar algún punto, algún desliz, una

afirmación que a su entender no era correcta -y pocas veces, si hubo alguna,

dejaba de tener razón.

Mayor cuando le conocí, rondaba los 73 años al nacer mis hijos, y ya era

abuelo de dos mozos y una moza, ninguno de los cuales llegaba a los tres

años. Con los tres primeros, la relación era de cariñosa distancia, de orgullo

reprimido, de macho de principios del siglo XX, para quien hijos y nietos,

amor aparte, era cosa de mujeres.

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Cuando llegó la primera camada de su única hija entre tres varones,

pensamos que la cosa podría ser quizás menos inflexible, más elástica, pero

como lo había hecho en las anteriores oportunidades, él permaneció en casa

mientras mi mujer daba a luz. Las mujeres ya ayudaban mejor en estos casos

y para hombres, ya estaban, pensaría, bien representados por mí.

En un momento que pasé por su casa buscando más pañales para los niños,

que nos sorprendieron llegando en pareja, ya que a falta de ecografías para

entonces, la sorpresa del número corría a cargo de una radiografía, que por

anticiparse el parto no fue posible realizar y la del sexo se desvelaba al

momento de alumbrar.

Estaba Antonio, que así se llamaba el hombre, de pie en el porche de la casa,

serio, con la vista clavada en ninguna parte y fumando, como lo había hecho

yo en la sala de espera de la clínica, su enésimo cigarrillo. Cuando me

acerqué a él, con su peculiar acento de hijo de la Isla de Margarita, sólo quiso

saber una cosa “¿Cómo está mi hija?”, una pregunta en la que sobraban “la

niña de mis ojos, mi adoración, mi razón de ser”, porque la veneración que

sentía por ella la conocíamos todos. Tras tranquilizarlo explicándole que todo

había salido bien y que mi joven esposa estaba algo débil, pero feliz y

tranquila, esperé la segunda parte de la pregunta, o sea la referida al sexo del

niño, pero me dio la sensación de que temía hacerlo, así es que se lo solté sin

hacerle esperar: “Antonio, eres abuelo de dos preciosos gemelos”. “¡Hijo’er

diablo!” escuché que exclamaba al más puro estilo margariteño, mientras que

una sonrisa que no le había visto nunca, se esbozó en su radiante rostro. ¡Qué

orgullo más grande! ¡Qué felicidad más infinita!

Sus ojos, siempre secos, se llenaron de lágrimas y convirtieron su

apergaminado rostro, cincelado durante años por el sol y la sal, en un

monumento al equilibrio más exquisito de emociones y sensaciones, que

habían logrado romper el dique de permanente contención. Pero ojo, que el

viejo marino lo supo recomponer en poco minutos con una poco creíble

explicación “este sol me pica los ojos” y una reafirmación de que su sitio no

estaba en la clínica… “cuando salgan de la maternidad me los traes”.

Cuando al día siguiente, hija y nuevos nietos llegaron a su casa, se rompieron

todos los principios del viejo, porque desde ese día y hasta el último que el

destino quiso, no tuvo otra actividad, otro anhelo, otro proyecto, como no

fuera estar al lado de aquel par de pedacitos de carne berreantes que comían y

cagaban mucho y dormían poco.

Los retoños fueron creciendo no solamente a la sombra de sus padres, que les

guiábamos, les dictábamos normas, les inculcábamos principios de disciplina,

sino también a la del abuelo, que nos estropeaba el esfuerzo, con su

apasionado consentimiento, con su incondicional entrega… Y si le

llamábamos al orden, se reía como reían nuestros hijos...Era tal la asimilación

entre los gemelos y su abuelo, que aquellos largos paseos en los primeros

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meses que daba el abuelo llevando consigo el cochecito de los bebés, se

convirtió más adelante en caminatas tan largas como los extremos de sus

edades se los permitían, amenizadas con charlas de nunca acabar, en las que

los peques celebraban con algarabía cualquier salida de tono -controlada- del

viejo, y éste a su vez hacía lo propio con las de ellos.

Cuando tuvimos que ponernos serios, fue durante el primer año de preescolar

de los niños, porque el abuelo en su afán de no abandonarlos, se convirtió en

un alumno más de la clase, sentándose al final del salón y escuchando

atentamente lo que aprendían sus nietos y sus nuevos amiguitos.

Fue en esta etapa cuando al buen Antonio comenzó a fallarle la salud. En

varias ocasiones se desmayó -nunca delante de sus niños para evitar

traslucirles su humana fragilidad- y en otras presentó alteraciones cardíacas.

En ese estado que era extraño en un hombre que parecía eterno, no permitió

que sus visitas al médico o cualquier examen de salud coincidiera con alguno

de los momentos que dedicaba a los chavales.

Más desmayos, más trastornos y más molestias, le llevaron al Hospital

Uyapar, de Ciudad Guayana y aunque intentamos explicarles a los mellizos

que no sería posible que le vieran todos los días, porque no estaba permitida

en el centro la entrada a menores de siete años, salvo que estuviesen

enfermos, estos no dieron su brazo a torcer, hasta que al final optamos porque

lo vieran de lejos y así, todas las tardes a las cinco, el anciano abuelo se

asomaba por un balcón de la cuarta planta desde donde a gritos mantenía su

alegre comunicación con ellos. Después de un tiempo, el dolor y los mareos

no fueron obstáculo para que se siguiera asomando, aunque sí para hablar,

por lo cual nuestros hijos, siguiendo una consigna común, optaron por

cambiar los diálogos por un monólogo a dos voces que se resumía en un “te

queremos, abuelo”, repetido tantas veces como minutos estuviésemos allí.

Agotado por la enfermedad, fue enviado a casa y aunque apenas podía

levantarse del lecho, sus niños le llevaban toda la alegría que le negaba la

salud.

Sentados los mellizos sobre la cama a los pies del abuelo, volvieron por unos

días a hablar de todo y de cualquier cosa, y a reír, a reír mucho. ¡Vamos que

Antonio se olvidaba que estaba a las puertas de la muerte!

Un día, justo cuando hicimos un viaje corto e ineludible, el viejo dejó de

respirar.

Durante el rápido trayecto de regreso informamos a los niños que el abuelo se

había ido al cielo y como única respuesta, comenzaron a manipular

frenéticamente unos trozos de plastilina que luego guardaron en una pequeña

bolsa con silencioso respeto.

Insistieron en ver al abuelo en la Funeraria.

Cuando llegaron, ambos se asomaron a contemplar el cuerpo yacente del

noble marino y sin un asomo siquiera de tristeza, depositaron sobre el cristal

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que lo cubría, sendos barquitos modelados con plastilina y antes de pedirnos

que les llevásemos a casa, los dos a dúo, le dijeron:

Adiós abuelo.

Nunca le han olvidado.

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Una de tantas tardes en Ciudad Bolívar

Durante mi año como director del diario La Tarde de Ciudad Bolívar en

Venezuela, el tiempo que más disfrutaba eran aquel par de horas que me daba

para hacer reportajes urbanos para lo cual salía cada calurosa tarde entre las

cuatro y las seis. Me iba con el fotógrafo de redacción a ver qué

encontrábamos y lo cierto es que en la capital guayanesa, si no había algo

para sacarle filo en amplios reportajes acompañados por varias imágenes, era

porque el calor nos llevaba a algún bar a combatirlo con frías cervezas.

Los primeros tiempos las salidas eran con Zulay Alí, una chavala de origen

guyanés -que no guayanés- que era la mar de inquieta y simpática, pero que

un buen día quedó embarazada y aunque intentó ser mi compañera hasta el

final, lo cierto es que a los cinco o seis meses desistió de dar aquellas carreras

a las que nos obligaban a dar a pedradas algunos pobladores de barrios que se

pudieran sentir ofendidos por alguna nota aparecida en nuestro diario, así

como en el matutino El Expreso, de la misma editorial.

La cosa es que reemplazada por esas circunstancias por Marcos, un chaval al

que nunca le caí bien del todo, pero que nos la pasamos igualmente bien, nos

vimos un día enfrentados a una inquietante falta de tema, por lo que

iniciamos un lento y repetitivo paseo por el centro de la ciudad, hasta que al

tercer o cuarto paso por un sector cercano al Paseo Orinoco, lleno de

extrañamente altos y espesos matorrales, Marcos, oriundo de la ciudad,

recordó que en aquel sitio se iba a construir o se había construido un núcleo

de las oficinas de turismo de la gobernación del Estado.

El área tendrían unos 20 mil metros cuadrados y al acercarnos, los matorrales

parecían emerger de un fondo acuífero, por lo que previamente premunidos

de sendos machetes, intentamos encontrar entre tanta hierba algún paso que

nos llevara hacia el centro de la espesura, hasta que dimos con un pasadizo

que nos dio la primera pista de que a su final o nos toparíamos con el inicio

de una obra o, en su defecto con aquella obra que le venía a la mente al

fotógrafo, pero que confesaba no recordar haberla visto.

Curiosamente no nos resultó difícil avanzar a través de la maleza. Parecía

más bien una ruta camuflada y al final, como quien entra a una cueva, nos

encontramos con una construcción moderrna y limpias sus diferentes

estancias, y a la que llegaba bastante luz a través de los casuales y pequeños

espacios que dejaba la maleza que la cubría.

Al decir que las estancias y el complejo cubierto por la naturaleza estaban

limpios, no quería decir que estuviesen vacíos. No. Por el contrario, en cada

módulo había muestras de estar siendo utilizados por seres humanos.

Colchones, muebles viejos y sorpresivamente, gran cantidad de equipos de

sonido y televisores. Tantos, que difícilmente estaban allí para uso y disfrute

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de los eventuales habitantes de aquella moderna edificación ubicada en pleno

centro de la ciudad, sin que la ciudad se enterara de su existencia.

Caminamos hacia un pequeño puente que pasaba por sobre un arroyo y al que

le llegaba plenamente la luz solar. Estaría situado, calculamos en el centro del

complejo. Al otro lado, más vegetación y bajo su camuflaje, más edificios.

Cuando trasponíamos los matorrales, unas toses a nuestras espaldas nos

alertaron acerca de presencia humana y en efecto, en el puente se habían

apostado al menos una veintena de individuos, salidos en apariencia de la

nada, todos premunidos de amenazantes machetes. Yo me vi muerto y

cortado en pedacitos, porque se veía a las claras a través de aquellos rostros

infrahumanos, de que no había disposición a que se conociera aquel

escondrijo.

Sin embargo, la sangre fría de Marcos me asombró gratamente:

-Aquí pana, vamos a salir a balazos, dijo y se llevó la mano a la espalda a la

altura del cinturón al tiempo que añadía -saca tu hierro.

No está demás recordar que en el ambiente hamponil venezolano, el hierro se

refería a un arma de fuego y siguiendo su ejemplo, también me llevé la mano

al cinto de la espalda.

Luego, dirigiéndose a los titubeantes sujetos les advirtió.

-No queremos usarlos, pero si uno sólo se mueve, los vamos a convertir en

coladores.

Pegados espalda con espalda, avanzamos lentamente, pasando entre aquellos

hombres que nos hicieron un pasillo.

Para calmar los ánimos, se me ocurrió, mirando a uno de esos tipejos,

preguntarle en cuánto me vendía un VHS Panasonic y si me lo podría tener

para el día siguiente.

Los semblantes parecieron cambiar. Surgieron algunas sonrisas y tres “sí” en

coro me respondieron, lo mismo que tres precios diferentes, pero irrisorios.

Sin perder nuestra postura sin dejar de avanzar, y reemplazado el ambiente

beligerante por uno más comercial, al que añadieron otras tentadoras ofertas

arribamos al umbral de la salida.

La despedida se resumió en un:

-No digan a nadie donde estamos porque si no, mañana no habrá negocio, -

seguido de un:

-Y a ustedes ni se les ocurra decir que cargamos hierros porque no tenemos

permiso de armas.

Hubo risas distendidas por parte de ellos y nerviosas por la nuestra.

¡Qué tremendo reportaje montamos aquella tarde!

Al día siguiente hicimos otro en el mismo sitio, adonde fuimos acompañando

a palas mecánicas e incontables policías y guardias nacionales que pusieron a

buen recaudo a aquellos hombres que tenían atemorizados desde hacía

muchísimo tiempo a los comerciantes de la zona, sin que nadie imaginara,

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porque la ciudad había olvidado su existencia, que pudieran utilizar como

guarida unas edificaciones que la naturaleza mantenía a buen resguardo.

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Mi padre el Caudillo de España

Ya desde muy pequeño tuve una imaginación desbocada, ilimitada, pero muy

poco comercial, si no, me hubiese forrado desde mi primer libro.

En fin.

Una época en que cada vez que se acercaba un policía al coche que conducía

mi padre, con tamaña fantasía me bastaban unos pocos segundos para

imaginar que aquel uniformado que había tocado la sirena desde su moto y

que se acercaba a nosotros dando grandes zancadas, traía en el papel que

esgrimía vigoroso en su mano izquierda, una notificación del más alto

estamento militar en la que se comunicaba a mi padre que, fallecido el

Generalísimo -para los años 50 aquello solo era un deseo colectivo que habría

de esperar unos cuantos lustros para hacerse realidad pero parte necesaria

para el buen fin de mis ambiciones- los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire

habían decidido nombrarle a él, mi padre, Caudillo de España por la Gracia

de Dios, Jefe del estado y Generalísimo de aquellos mismos ejércitos. Me

daba además, tiempo de verme con un pequeño uniforme de capitán general,

detrás de mi progenitor acompañándole al presidir un desfile de la Victoria.

Lejos estaba, en mi infantil e ingenua ignorancia, de pensar que en lo que el

dictador, había pensado para sucederle, era en un sujeto vago y medio tonto,

y menos aún que ya lo estaba aleccionando e intentando educar para

convertirle en su delfín. Y más lejos aún, de llegar a pensar que aquel

malvado policía, siempre diferente según la ocasión, traía entre sus manos la

libreta de multas que siempre solía ganarse mi buen padre por saltarse un

semáforo en rojo, por exceso de velocidad, por no respetar un Pare o un paso

de cebra.

Era muy despistado el pobre.

Y ese despiste, como digo, siempre me daba la posibilidad de soñar por

algunos segundos, con ser el hijo del hombre más importante de España y si

había la ocasión, se disfrutar con el pensamiento de ver al Pedrito en las

mazmorras de Carabanchel por birlarme un par de canicas en el Cole o a la

Nuria en una cárcel de mujeres por haber dicho públicamente que no me

quería.

Pero aunque nunca se dio la circunstancia imaginada, al menos disfruté de la

breve ficción y quién sabe, a lo mejor un día hasta pudo haberse hecho

realidad.

Hoy me doy cuenta de lo descabellados que eran esos pensamientos y que

con el despiste de mi padre, suerte tuvo de no caer en manos de los grises por

haber atropellado a algún peatón o chocado a algún ciclista, que a punto

estuvo en más de alguna ocasión mientras gesticulaba maldiciendo a Franco,

que efectivamente, no era demonio de su devoción.

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Un día fui amante de una escultural morenaza de ojos azules

Una vez, hace muchos años, disfrutando de mi nueva soltería en Caracas,

llegó al restaurante donde a diario comía, una cajera que nos dejó a todos

flipando.

Poseedora de una belleza exótica, combinaba un pelo liso y largo, negro

como el carbón, con una piel suavemente morena y unos ojos azules cuya

intensidad destacaba al contraste con la piel. A todo ello, habría que añadir

aquel escultural cuerpo que le moldeó el Caribe con su natural maestría.

Era, eso sí, antipática sin aparente remedio.

Pero eso era lo de menos. Comiendo, todos los hombres que comenzaron a

plenar no de manera misteriosa aquel local, solíamos dar miradas no del todo

fugaces, aunque sí muy intensas hacia aquella preciosa cajera cuyo nombre

no atino a recordar.

Las primeras semanas no nos obsequió ni una sola sonrisa, aunque la mayoría

de los hombres optamos por convertir aquel negocio también en el de

nuestras meriendas, a ver si por eso de vernos más seguido, al menos

saludaba a uno de nosotros. Pero nada.

Un sábado, sin embargo, que salí a adquirir un regalo a la madre de mi

madrastra que cumplía años, lo compré pensando en la incomparable beldad

y en lugar de ir directo a la fiesta, pasé por el restaurante, con la esperanza de

encontrarla. Y en efecto allí estaba.

-Toma, esto es para tú, -le dije y le dejé el paquete envuelto. Y con la

sensación de ser un calzonazos, y sin recibir ni las gracias, ni siquiera una

sonrisa, me fui nuevamente a comprar el regalo de mi abuela política y de ahí

a su fiesta. El resto del fin de semana, tuve una sensación de penoso

bochorno, de vergüenza, vamos.

El lunes, dudé por unos instantes de ir al mismo restaurante, porque no sé qué

reacción podría tener la chavala. Sin embargo, con una mezcla de

tranquilidad y pesar, me percaté que en la caja estaba el portugués propietario

del negocio.

Me senté en mi mesa habitual y la escultura viviente se apareció no sé desde

qué cielo y se sentó a mi lado. Con un beso en la mejilla, envidiado por la

enorme concurrencia masculina, me agradeció el inesperado presente, comió

conmigo, me sonrió, rió, me cogió varias veces de las manos, con efectos

inmediatos en el indiscreto meato urinario que parecía estar atento para

ponerse en posición firme las veces que fuesen necesarias. Para terminar me

pidió que la llevara esa noche al autocine. Fuimos.

Intentando no dar la sensación de estar vuelto loco por darme un revolcón

con ella, me dediqué a ver la peli y a comer, como ella, un par de

hamburguesas con Pepsi.

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Al final, cuando regresábamos en coche no sé a dónde porque no sabía donde

vivía mi nueva amiga, me preguntó:

-¿Eres maricón?

¡Vaya palo, amigos míos! ¡Qué incomodidad!

Pero como todo tenía una solución, di media vuelta, volví a meterme en el

autocine y nos dimos el lote de lo lindo y pude demostrarle mi marcada

preferencia por las mujeres, en especial por ella.

Seguimos saliendo varias semanas y nunca la pude dejar en su casa. Siempre

cerca, pero nunca en…

Hasta que un día, se decidió y me invitó a llegar hasta la meta. ¡Cómo me

ilusionó pensar que podríamos hacer el amor en un mullido colchón y no en

la parte trasera del coche!

Llegamos a su hogar y lo primero que hizo fue presentarme al marido. Pensé

que el tío me mataría a golpes, pero por el contrario, se mostró más que

amable, simpático.

Pese a eso, nos seguimos viendo y haciendo lo que habíamos venido

haciendo, pero con un elemento añadido. La jovencilla quería irse a vivir

conmigo a Managua (¿?) y yo, pues me sentía muy a gusto en Caracas y no

se me había perdido nada en la capital nicaragüense.

Poco a poco se hizo habitual que su marido se fuera a pasear con nosotros,

los fines de semana, o quizás lo correcto sea decir que yo les acompañaba a

ellos, y a otros dos desconocidos personajillos, dos pequeñas hijas de la

pareja que surgieron inopinadamente de la nada, a las que a cada rato les

decían “pídele al tío Ricardo que te compre ese par de zapatitos tan lindos”, o

“pídele al tío Ricardo que te compre ese vestido que te gusta tanto”, etc..

Un día, niñas, papis y este imbécil, nos fuimos a Maracay, donde vivía la

familia de “mi” chica.

Residían en el barrio de Palo Negro, un sector muy deprimido y diferente a lo

que estaba acostumbrado, Resultó que sus padres eran una pareja de

alemanes, rubios casi albinos y de ojos azules, lo mismo que sus preciosas

hermanas mayor y menor. No me costó trabajo deducir que la morena de mis

amores era producto de un desliz de la mami con algún mulato de buena

estampa.

Bueno, ese día las niñas quisieron que el tío Ricardo las llevara a pasear por

la hermosa ciudad aragüeña en su coche y a este paseo se unieron las tías.

El tío Ricardo compró comida para todos y nos fuimos a orillas del Lago de

Valencia a hacer un picnic.

Allí, en medio de aquel bucólico paisaje, la hermana menor se quiso enrollar

conmigo y yo, débil a la tentación de la carne, me dejé llevar, hasta que la

hermana del medio, la morena, la casada, “mi” chica, se interpuso y le dio tal

paliza y con tanta agresividad, que a su marido y a mí nos costó un mundo

apartar a la iracunda mujer de su presa.

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El marido pareció no reparar cuando en tono amenazante, la agresora me

gritó: “¡Hijo de puta!”, ni en las miradas de odio que dirigía su mujer a la

hermana, , mientras ésta gemía exhibiendo golpes y moratones por todo el

cuerpo “estoy enamorada de Ricardo” y lo cierto es que hasta hoy

desconozco el motivo de ese amor tan repentino.

La cosa es que de vueltas en la capital de Aragua y gastado el dinero que

llevaba en el viaje, para complacer a tan peculiar familia, una urgencia

líquida, me llevó directo al piso que tenía mi padre en Maracay, donde vivía

solo, porque mi a mi madrastra no hubo manera de sacarla de su vivienda en

Caracas. Allí mearía a gusto y además le presentaría a mis amigos.

Nada más abrir la puerta, el viejo adquirió un preocupante tono lívido y

musitó con incredulidad “¿Ingrid?”, a lo que Ingrid, o sea la hermana mayor

de mi amante, le respondió “Así es que aquí es donde vives, mi cielo” y yo

pensé “¡Vaya cagada!”

Y vamos que sí fue una tremenda cagada, porque obligó a mi padre a vender

rápidamente aquel piso y comprar otro, Amén de ello, durante varios días me

recriminó por teléfono haber llevado hasta su piso a la chavala que le

satisfacía sus necesidades sexuales y a la que pagaba por ello.

La historia tuvo un rápido desarrollo y un inesperado desenlace.

Dos o tres semanas después de aquello, me encontré en el restaurante con la

pareja, a la que había comenzado a evitar después de lo de Maracay y a la que

nunca desvelé -no sé por qué, porque no me hubiese importado compartirla

con ella- mi dirección.

Con calma y las niñas presentes, me contaron que habían decidido comprar

un piso en la Urbanización Palo Verde de Petare, un barrio caraqueño pero

que no podían pagar la entrada, así como tampoco las mensualidades. Con la

misma calma me extendieron la oferta del piso y con la misma calma, pero

con una cara dura terrible, “mi” chica me advirtió “esto lo va a pagar tu papá

si no quiere que su mujer se entere de lo suyo con mi hermana”.

Me quedé de piedra. Les pedí tiempo para hablar con él (debía ir a Maracay a

decírselo personalmente), pero querían la respuesta, necesariamente positiva,

al día siguiente,

Si aquellos sinvergüenzas me hablaron con calma, no lo fue menor la que

mantuvo mi padre mientras le transmitía la coacción. No pareció importarle.

En aquel momento supe el poder de las buenas relaciones y de las amistades

que de alguna u otra manera estaban en deuda con el viejo.

Hizo un par de llamadas y luego me recordó que debía regresar a Caracas que

se hacía tarde.

Desde aquel día la familia entera desapareció de mi vida, como si la tierra los

hubiera engullido.

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Pero no penséis mal. Unos cinco años después la vi a ella por la calle, con

muchos kilos de más y a las hijas crecidas y no tuvo mejor saludo, que

decirme “¡maldito!” entre dientes.

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Pavo Navideño al horno con puré de manzanas y rayitas de

caviar iraní

Más o menos en junio de un año cualquiera de hace ya mucho tiempo,

compró mi padre un pavo para engordarlo y hacer en Navidad un pavo

relleno, con una guarnición, decía mi querida madrastra, de puré de

manzanas, ciruelas pasas y rayas de caviar iraní. Mi hermano Juan y yo, no

terminamos de comprender el por qué de ese cambio de menú, pues un par de

meses antes habían adquirido una pareja de faisanes con el mismo fin, o sea

comérnoslos en esas fechas tan señaladas.

Pusieron al pobre y esmirriado pavo aún joven, pero no por eso menos

ruidoso, en una de las amplias jaulas del gallinero que aparte de una docena

de gallinas rojas y rollizas cuya vida se había respetado porque eran

excelentes ponedoras, tenía como inquilinos ocasionales a los dos citados

faisanes y a una cantidad incontable de conejos que ocupaban el resto de las

jaulas, todos ellos descendientes del mascota del programa radial Fogata

Juvenil, y de su pareja. La mascota pasó a mejor vida a manos de nuestro fiel

y hermoso perro Duque y los conejos no sumaban muchos más, porque de

vez en cuando regalábamos uno o dos a diferentes amigos o conocidos.

El pavo nos llamó la atención a mi hermano y a mí, amén de al perro, porque

no dejaba de dar esos desagradables gorjeos que les caracterizan, no sabemos

si como respuesta o provocación a los ladridos, en un dúo al que permanecían

ajenos los faisanes y los conejos. A la casa no llegaban esas ruidosas

discusiones, porque el gallinero estaba detrás del aparcamiento de coches que

distaba de la casa unos cuantos y convenientes metros. Comenzaron a pasar

las semanas y el triste pavo del principio se convirtió en uno gordo y

saludable para alegría de mi padre y su mujer, pero no para la nuestra que nos

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habíamos encariñado con aquel pájaro de colgantes mocos rojos y extraña

cresta peluda en su emplumado pecho.

A medida que se acercaban las datas festivas, Juan y yo comenzamos a urdir

distintos planes para salvar el pellejo del pavo.

Primero sugerimos, a través de recetas, una larga lista de manjares en base a

faisán, y fue cuando nos enteramos de que mi madrastra se había quedado

prendada de la bella estampa del macho y había decidido dejarlo como

mascota y obviamente no le privaría de su derecho a fornicar con su pareja

(al no estar casados, los faisanes no hacen el amor, sino que fornican, algo

aplicable al resto de animales y pecadores humanos).

Nuestra sugerencia para una cena de Noche Buena y una inolvidable comida

navideña, pasó entonces por la suerte de los conejos, pero se dio el caso de

que mi madrastra les había puesto nombre a todos y había comenzado a

considerarlos como mascotas y ni pensar en comerlos, así como tampoco

seguirlos regalando.

A un par de semanas del ajusticiamiento de un pavo inocente y conocedores a

esas alturas de que la mujer de mi padre amaba la belleza estética de los

animales, urdimos un plan descabellado y nos fuimos muy temprano a una

granja cercana con nuestro pavo a cuestas y lo cambiamos provisionalmente

por un pavo real ornado de noble y admirable esplendor. El trato con el

granjero fue que nos llevábamos su ave a cambio de la nuestra y algo de

dinero para compensar cualquier posible accidente, pero que comenzado el

nuevo año, cada bestia volvería a su gallinero original.

Pusimos al nuevo residente en su jaula y como seguía siendo muy temprano,

mi hermano y yo formamos un tremendo alboroto, anunciando que durante la

noche nuestra cena navideña se había desarrollado resultando ser un

majestuoso pavo real. No hubo tiempo para saber si nos creyeron o no,

porque la madrastra enloqueció de alegría con tan gallardo pavo y finalmente

en la Noche Buena cenamos langosta con puré de manzanas y rayas de caviar

iraní y otras exquisiteces y en Navidad lechón relleno de no sé qué de nueces

y acompañamientos diversos.

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Nunca fuimos a recuperar a nuestro querido pavo para no dejar al descubierto

el cambiazo, aunque nuestras dos decenas de años de edad nos habían

otorgado la suficiente experiencia como para saber que los viejos no eran

tontos.

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Un tsunami devastador

Ciertamente remover los trastos acumulados en el cerebro para recordar

anécdotas, aunque no lo crean, es una tarea harto difícil, más aún si tomamos

en cuenta que ya en recuerdos rescatados por la pluma y el papel, he

acumulado cerca de doscientos folios y cada vez tengo menos, al menos que

revistan algún cierto interés. El otro problema, es que cuanto más antiguas

son las historias, más filtradas llegan a la actualidad.

Hoy a cuenta de nada, como es lo usual, me ha venido a la mente aquella

noche, en la víspera de mi cuarto cumpleaños, cuando cenábamos la familia

al completo, es decir, mi padre, mi abuela, mi hermano Juan, mi primo Jordi

y mis tíos Soledad y Agustín. Yo, pobrecico de mí, temeroso de que aquel

aniversario pasara por debajo de la mesa, dije en un momento que hubo un

silencio entre los adultos, porque a los niños, allá por los años 50, solo se nos

permitía hablar en la mesa “cuando hablen los del pico redondo”, o sea los

cerdos, al decir de mi abuela, que a la mañana siguiente sería un año más

veterano en las lides de esta vida (no lo dije así precisamente, porque lo dije a

la manera de un tierno infante que acaba de dejar la teta materna y aún no

sueña con la teta que deberá ganarse en el futuro a fuerza de currársela) ,

pero, y valga tanta redundancia, lo dije.

Y mi padre que era un cabrón de cuidado (en el buen sentido de la palabra,

claro), me miró, luego miró al resto de niños y finalmente con una sonrisa a

los adultos, me explicó:

-Pues Ricardito, no tendrás tiempo de celebrarlo, porque mañana el señor del

tiempo de la radio ha anunciado un maremoto que nos matará a todos.

Antes de seguir, explicar a nuestros lectores más jóvenes que el maremoto se

le llamaba antes en cristiano al tsunami, una palabra japonesa que nos acerca

al Asia oriental para que nos vayamos acostumbrando a las lenguas de por

allá y no precisamente la nipona, sino la china o mandarina, que es la que en

breve estaremos hablando todos, excepto los que opten por el árabe.

Hecha esta salvedad, volvamos al punto en que dejó de hablar mi padre.

En ese momento todos nos miraron divertidos y nosotros, Juan, Jordi y yo,

entrecruzamos unos ojos realmente aterrorizados y sin saber qué era un

maremoto, sí temíamos a la muerte, un miedo que de forma certera nos había

inculcado la yaya y rompimos a llorar de tal manera que una vez terminadas

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las bofetadas de la yaya que constituían una de sus pocas generosidades para

que cerráramos la boca, mi padre y mis tíos nos calmaron explicando que

había sido una broma.

A la mañana siguiente, muy temprano, decidimos tomar el relevo de la broma

y mientras nos columpiábamos en la Plaza del Coliseo, le contamos a

Ambrosito, un vecinillo de dos o a lo más tres añitos recién cumplidos, que

en aquel día habría un maremoto y que se moriría y que si se había portado

mal o dicho alguna grosería, se iría derecho al infierno. Pero como el

Ambrosito no sabía lo que era un maremoto, ni tampoco la muerte ni menos

el infierno, se quedó tan pancho, por lo que nos vimos precisados a explicarle

atropellándonos entre los tres e inventando sobre la marcha, que un

maremoto era que el mar se salía de su sitio y caía como una piedra sobre la

gente matándola a toda y que morir era quedarse tan dormido que los gusanos

aprovechaban de comerte entero y que si te habías portado bien, venía

alguien con “Flit”, un insecticida al uso en la época, y mataba los gusanos

para que siguieras durmiendo tranquilamente y si no, venía un hombre rojo y

te tiraba en un fuego que hay en la luna y te quemarías para siempre. El pobre

pequeñajo, abrió unos ojos enormes, saltó de su columpio y pareció vomitar

lo que había ingerido en toda la semana y finalmente soltó tal berrinche que

huimos a la par que su atenta madre corría hacia él. Las consecuencias de

aquello las contaré al final.

Y las contaré al final para no perder el hilo, porque después de nuestra

trastada no huimos a escondernos, sino a continuar con una segunda fase y

para ello fuimos a nuestras casas, sacamos nuestros cascos de tipo prusiano,

pero hechos de cartón piedra, un tambor de latón y dos cornetas de feria, de

cartulina y papel de colorines.

Premunidos de la indumentaria militar y de los instrumentos para formar una

precaria banda de guerra, Juan con su tambor, encabezó la marcha haciéndolo

sonar estrepitosamente y Jordi y yo, de a dos en fondo, le seguíamos

haciendo sonar nuestras cornetas lo más marcialmente posible. Así, armando

entre los tres el bullicio de una multitud, fuimos marchando por el vecindario

sin que nadie nos hiciera caso, hasta que llegamos al mercado, Juan dejó de

hacer sonar su tambor y nosotros nuestras cornetas y anunció solemnemente:

-Hoy habrá un maremoto que nos matará a todos. Lo ha dicho el señor del

tiempo de la radio.

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Y como solamente nos miraron casualmente dos señoras que hacían la

compra, Jordi intentó dar mayor seriedad al asunto:

-Y lo ha leído mi madre en el diario de la mañana.

Pero solamente logró que nos mirara, también por casualidad, el que tenía un

puesto de manzanas y parece que también de moscas.

Y como para entonces ni soñábamos con la tele, quise impresionar a aquella

concurrencia que nos ignoraba pese a la gravedad de nuestro anuncio y con

mi voz tremendamente estridente entonces, añadí:

-Y también lo ha dicho Franco en el No-Do… -indiferencia total. -En el

cine… -acoté. Más indiferencia, -El sábado pasado…

Visto lo narrado, nos fuimos desanimados a nuestras casas y allí nos esperaba

a Juan y a mí, no a Jordi no me explico por qué, la respuesta a la broma del

peque Ambrosito y la respuesta fue en forma de correazos y bofetadas y

corrió por cuenta de mi abuela y de mi padre.

No hubo ni fiesta ni regalos.

¡Feliz cumpleaños!

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Mi pequeña y linda Maureen

Era mi primera vez en pre escolar cuando aquel curso era de un solo período

y se iniciaba a los cinco años de edad. Empezaba el ciclo de aprender a hacer

palotes y círculos para ir dando seguridad en los trazos de cara a la futura

escritura, aunque a mí, con una letra horrible e ilegible me parece que no me

hizo mucho efecto.

Aclarados casi innecesariamente esos pequeños pormenores que impiden que

esta nota sea inferior a párrafo y medio, pasemos al tema de fondo.

El primer día de cole, secados ya los mocos por mi paciente profesora Elisa,

tras los chillidos histéricos que proferí cuando mi abuela me dejó solo, noté

que un centenar de niños de mi edad o uno o dos años más, me miraban con

desconfianza y hasta con desprecio. No me extrañaba, llevábamos poco

tiempo en Chile y la primera afrenta para ellos era que llevaba en el ojal de la

solapa una insignia del club de fútbol Unión Española, que era el club que me

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había impuesto mi abuela, a falta de un Barça que era al que toda la familia le

rendía verdadera veneración.

No éramos muy populares los españoles en Chile. No.

Y es normal. Según la historia contada desde la cuna, habíamos llegado

conquistando a los pueblos indígenas, los habíamos esclavizado, les

habíamos robado su oro, los habíamos colonizado, habíamos destruido su

cultura, habíamos impuesto a sangre y fuego un Dios y una religión ajenos a

aquella gente (aunque eso, en un cole religioso, se veía como lo único bueno

de nuestra estirpe)… por haber, habíamos sido unos grandísimos hijos de

puta. Menos mal, que -siempre según esa historia aprendida desde la cuna-

los indios habían eliminado hasta al último de los invasores. A cuenta de

esto, un día tuve la mala idea de sacar conclusiones y había algo que no me

cuadraba. Me preguntaba yo ¿y si los indios Caupolicán, Lautaro, Galvarino

y muchos otros habían exterminado a los conquistadores en el siglo XVI,

cómo es que tres siglos después la burguesía criolla lograba la independencia

de los monárquicos españoles que dominaban la tierra? Esta pregunta, años

después, me costó que el profe de historia, un cura llamado Hernán que, todo

hay que decirlo, era una bellísima persona, me expulsara de clase… eso le

evitó la respuesta. (Aunque poco a poco, avanzando en los estudios, ya ese

exterminio masivo de compatriotas se fue atenuando y cambiando hacia uno

de indios y que los que quedaron se fueron concentrando en penosos

reductos).

¡Hombre! Quería y quiero, hablar de mi pequeña y linda Maureen y mira tú

por dónde me voy por la tangente y los caminos parciales de la historia.

¡Vamos al grano!

Una vez secados los mocos, labor que con maestría de madre realizaba la

profe Elisa, me fijé en una pitufina preciosa de mi edad y sólo Dios sabe qué

sensación de ternura me invadió.

Con timidez me acerqué, al segundo o tercer día, a preguntarle el nombre y

no tuvo a bien mirarme ni por una mínima cortesía. Ni siquiera podría utilizar

en ese caso el símil de que mis palabras fueron como una brisa invisible, sino

más bien que fueron como un pedo, porque hasta juraría que tuvo un tic de

desprecio.

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La María Inés, la chivata del cole a la que no le costó percatarse de que me

gustaba la pequeña y linda Maureen, primero me dijo que tenía “pololo” y

que yo no tenía ninguna posibilidad con ella y me costó unas cuantas

semanas comprender qué tendría que ver una mascota con los sentimientos,

hasta que no sé quién me aclaró que el “pololo” era en aquel país, el novio.

Sin embargo, yo seguía mirando con incomprensible veneración para la edad,

a la niña de mis sueños.

Otro día me le acerqué y le pregunté si era verdad que tenía “pololo”. Su

respuesta fue la misma forma hiriente de ignorarme y creo que también aquel

tic despreciativo, ensombreció su adorado rostro por un micromomento.

La María Inés, visto lo visto, no se pudo callar y se puso a chillar dando

saltitos por todo el patio como una verdadera gilipollas:

-¡Al coño (o sea yo), le gusta la “Morí-in! ¡Al coño le gusta la “Mori-ín”. -Y

al “coño”, o sea a mí, se me puso la cara como un tomate y al poco, granate,

cuando un centenar de voces, incluidas las de mi pequeña y linda Maureen,

comenzaron a hacerle coro. La vergüenza, el sofoco y la impotencia se

unieron para expresarse en forma de llanto. El resultado de ese lamento

lacrimoso abochornado, fue una bronca de las profes a todos los niños y

nunca más volvieron a llamarme “coño”. Es más, un día, alguien muy

condescendiente le dijo a otro igual de condescendiente, sin importarles que

yo pudiese escuchar… “el pobre no tiene la culpa de haber nacido en

España”.

En fin.

La cosa es que pasaron los meses y por más que lo intentaba, de mi pequeña

y linda Maureen no obtuve ni siquiera una distraída mirada, y eso que había

sumado una larga lista de amiguitos y amiguitas.

Hubo un día, no obstante, en que mi abuela, conocedora de mis ingenuos

sentimientos hacia la chavalita, logró que hablara de mí, aunque no conmigo.

Sucedió en mi cumpleaños.

Para aquel aniversario, invité a todos los amigos y amigas del cole y también

quise que fuese la niña amada y como estábamos de vacaciones, no me quedó

más remedio que acercarme al cuartel del regimiento Coraceros, donde estaba

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asignado su padre que era capitán y al llegar, quise entregarle el sobre con la

invitación a uno de los dos soldados que permanecían de guardia en una

posición tan firme que parecían estatuas, sosteniendo unas largas lanzas, pero

en lugar de cogerlo, el soldado comenzó a gritar “¡Cabo de Guardia! ¡Cabo

de Guardia!, hasta que apareció otro uniformado, imagino que el “cabo de

guardia” y lo cogió y se ve que se lo entregó, porque Maureen se presentó en

la fiesta.

Pero antes de seguir, permitidme que cuente una pequeña historia acerca de

aquellos soldados que parecían estatuas en la entrada del cuartel. No es ni

mucho menos una historia épica ni nada que se le parezca. La cuestión es que

cuando les conté a mi hermano Juan y a mi primo Jordi que aquellos hombres

tenían prohibido moverse, salvo la boca con la que llamaban al “cabo de

guardia”, conseguimos unas plumas de gallina y cada día nos acercábamos a

ellos y les hacíamos cosquillas en la nariz sin lograr el más mínimo

movimiento corporal, aunque sí respingos de nariz y miradas de odio. Cada

sesión se prolongaba hasta que los taconazos del “cabo de guardia” que se

acercaba indicándonos que era el momento para huir.

Un día, sin embargo, nublado y presagiando tormenta, nos tocó un centinela

de mal talante y peor paciencia y nos soltó tal cantidad de improperios y de

tal magnitud ofensiva, que huimos antes de escuchar los taconazos del “cabo

de guardia”. Sin embargo, nos dimos cuenta de una cosa muy mala para los

cancerberos del regimiento. Pese a los insultos, ninguno de los dos se había

movido, así es que al siguiente día, decidimos vengarnos y Jordi y yo por un

lado y Juan por el otro, comenzamos a mear en las firmes botas de los

guardianes, en las dos del insultante y en una del otro. Ese día que fue el

último de nuestra diarias incursiones, no hubo tiempo de llamar al “cabo de

guardia”, porque el “cabo de guardia” y otros tres o cuatro soldados, entre

ellos un teniente nos sorprendieron, nos cogieron, nos llevaron a la Sala de

Guardia y allí nos dieron una tremenda charla que no nos dejó ganas de

regresar. Lo cierto es que ese teniente, un día que fuimos a ver una Parada

Militar en Playa Ancha, se acercó con su corcel a nosotros, se bajó y juntos

nos echamos un hartón de reír por lo hecho, aunque quedó claro que si

volvíamos a repetirlo, dirigiría la artillería del regimiento hacia nuestras casas

y “nos borraría de la faz de la tierra”. Sabíamos que no lo haría, pero tampoco

nos imaginamos nunca de que cada vez que había una competencia de

equitación en las instalaciones militares, recibíamos Joan, Jordi y yo,

cumplidamente, nuestra invitación para asistir.

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Y volviendo al tema de mi pequeña y linda Maureen, que creo que hoy es la

vez que más me he desviado del hilo central. Una vez cantado el

“cumpleaños feliz” y apagadas las velas, mi abuela le preguntó a la niña…

-¿Te gusta mi nieto Ricardito?

A lo que ella, con rostro a saltos entre el asombro y el espanto, respondió con

un rotundo:

-¡¡¡No!!!

Y a mi abuela, insistente ella, no se le ocurrió otra cosa que preguntarle el por

qué… Como si no hubiese en los senderos del amor, infinitos “por qué” para

el sí así como para el no. Pero Maureen tuvo una respuesta clara, precisa,

aguda, punzante, hiriente y… lo peor de todo, sincera.

-Porque es español.

Y contra mis orígenes no podía yo luchar. Dejó de gustarme.

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Blue eyes

De joven no es que tuviese pocos amores, tampoco muchos. Vamos a ver,

que ni era monógamo ni tampoco promiscuo. Pero ojo, que al decir que no

era monógamo, no significa que estuviese con dos o más chicas al mismo

tiempo, sino una detrás de otra, como debe ser en esas circunstancias

marcadas por la falta de compromiso, aunque tampoco tantas como las que

me gustaban porque me acompañaba, lamentablemente, un halo de

intelectualidad que de verdad no ayudaba demasiado.

La cosa es que entre las chicas que me gustaban había tres grupos, aquellas

con las que nunca tuve nada más que una amistad, aquellas con las que me

enrollé y las otras con las que salí en una relación más o menos formal.

De la etapa a la que me refiero en esta nota anecdótica, mi época universitaria

en Chile, o sea entre 1969 y 1973, recuerdo muchos nombres, no todos, de las

chavalas que se englobaron entre las que me gustaban, y por orden más o

menos cronológico, puedo citar a Cecilia, María Olga, Loreto, dos María

Eugenia, dos Carmen, dos Andrea, dos Verónica, Ximena, Elizabeth. Paz,

Olga y un corto etcétera y todas, excepto Elizabeth que pasaba de mí de

forma casi hiriente dada su asumida hermosura, tenían algo en común, es

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decir, los ojos marrones. Esto no tendría nada de particular, pero hubo un

momento en aquellos meses en que quise poder estar con alguna chica de

ojos azules.

Una tontería, ya lo sé, pero a los 18 ó a los 20, uno todavía tiene la cabeza

poco amueblada.

Unos meses antes en Barcelona, había estado tonteando con la Reca, una

guapa extremeña de ojos azules de la que para variar, me enamoré

infinitamente y la relación duró hasta que me enteré de que detrás del

apócope de Reca, existía un nombre de verdad, Recadera y aunque entre los

sueños pasionales en torno a la dulce y guapa Reca, siempre me planteaba la

adaptación progresiva a los inevitables cambios que el tiempo impondría

implacablemente durante aquella anhelada relación eterna, no pude con la

idea de que debería soportar de por vida tan inusual y disonante nombre y no

de la noche a la mañana, como se suele decir, sino antes de una hora de

conocer su apelativo bautismal, dejé a la Recadera.

Cuando llevaba ya largos meses en el nuevo ambiente y cuando sonaban las

trompetas que llamaban a retirada, es decir a cambiar una vez más de

fronteras y de amigos, conocí a una preciosidad de intensos y expresivos ojos

azules. Se llamaba Carmen, Carmencita la llamé desde un principio, y vino a

suplir el amor que sentía por Olga, nunca declarado por temor a perder una

amistad que me era suficiente para estar a su lado y a entrar en mi vida como

un precioso ser transitorio antes de conocer al también pasajero demonio, en

cuyo infierno viví dos años.

Pero en fin, hablemos de Carmencita. Era pequeñita, cara redonda, ojos

grandes y ya lo digo, azules, intensos y expresivos.

Tenía, si mal no recuerdo, que, debo reconocerlo, todo lo recuerdo mal, 16

años y era muy moderna para sus cosas, además de poseer una personalidad

arrolladora y desprejuiciada.

Vestía un poquito al estilo hippie, tenía el pelo castaño claro ondulado,

menos el que la cubría la frente hasta por debajo de las cejas, lo que

destacaba aún más el azul de sus ojos. Sostenía el pelo con un pañuelo de

colores, enrollado al estilo indio. Se veía, ya lo digo, preciosa.

Primero empezamos tonteando y comprendí que algo pasaba en mi errático

corazón, cuando comencé a sentir que engañaba a Olga. Poco después me

dominó una fuerte atracción por la chica, una atracción que se ve que era

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mutua, porque un día nos vimos retozando en pelotas sobre la enorme cama

matrimonial de la habitación principal de visitas de mi casa… en fin,

retozando y algo más.

¡Qué bella estaba Carmencita sin más trapos encima que el pañuelo alrededor

de su cabeza!

¡Cómo creía amarla! ¡Cómo me convencí que sería la mujer de mi vida!

¡Cómo sentí remordimientos por Olga! y… ¡Cómo de pronto me vi en la

encrucijada de tener que escoger entre la sin par Carmencita y el demonio

que seguro que me había hecho alguna brujería para conquistar mi entregado

“corazón partío”.

El azul profundo de aquellos ojos que eran el cielo y el mar convertidos en

poema, me indujeron a tomar una decisión, haciendo lo que no había hecho

hasta aquel día, ni siquiera en la cama o en los más inocentes rollos, es decir,

expresarle que la quería, que estaba embobado por ella, que era la chica que

Dios me había puesto en bandeja en mi camino sin destinos ni fronteras.

Llegué a su casa al atardecer. Me esperaba en la puerta del jardín y ya

imaginaba por el nerviosismo que había notado en mi voz a través del

teléfono, que lo que debía decirle era importante y que sin duda era lo que

quería compartir conmigo.

Cogí su maravilloso rostro entre mis manos y miré fijamente sus ojos.

Sabía que tenía los días contados en aquel país, por lo que mi decisión, pese a

la corta edad, era seria y meditada y posiblemente nada madura y si ella

seguía o no mis pasos, sería su decisión.

La besé suavemente de una manera diferente a como lo había hecho hasta ese

instante, es decir, le transmití amor, pasión, sentimientos, pureza, amistad y

ella me abrazó llorando mientras devolvía con la misma entrega mis besos.

Separé sus labios y volví a mirarla, a acariciarla y en un arrebato, poseído

seguramente por las brujerías del demonio, le quité el pañuelo enrollado en su

cabeza y le eché el pelo hacia atrás.

¡¡Y coño! Pero muy hacia atrás, porque la frente más que amplia era

amplísima y los primeros pelos le nacían a la altura de la coronilla.

Fui un desalmado y comprendí que lo que amaba de la chiquilla eran sus

ojitos y que una frente despejada -tal vez en demasía hay que decirlo en mi

descargo- era ampliamente negativa en una decisión de tanto alcance.

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Mi último beso, y ella así lo intuyó, fue frío y supo a despedida y cuando me

marché sin mirar atrás, iluminado ya por las farolas que desafiaban a la

incipiente noche, supe que me miraba acompañada de un llanto quedo y

desconcertado.

Mi castigo fue compartir dos años el infierno con el demonio que en una de

sus representaciones, la de aquella ocasión, tuvo formas de mujer.

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El infinito placer de fumar

Así como ahora los grandes cárteles de la droga han logrado que los

gobiernos -el español incluido, porque el nuestro se apunta a todo- comiencen

a suprimir el tabaco para lograr una mayor base viciosa enganchada a los

estupefacientes cuyo consumo está casi normalizado, hubo una época, parte

de la cual me tocó vivir, en la que fumar no solamente estaba permitido, sino

que era socialmente bien visto y conveniente.

Mira que si era socialmente bien visto y conveniente, que si en una reunión

no fumabas, te tachaban de “raro”, o de “snob” e incluso algunos iban más

allá y aventuraban conclusiones como las de que no fumabas tabaco porque

te drogabas con “LSD”. Así que el no fumador habitual, se veía precisado a

serlo al menos de manera social, o sea sacaba su pitillo de una brillante

pitillera durante las fiestas o reuniones, pero como no aspiraba el humo,

siempre cabía la posibilidad de que alguien echara a correr la voz de que

igualmente no eras fumador.

En esto del fumar, además, existían normas muy estrictas pero a la vez

simples… Una, que el hombre podía fumar donde la placiera y la otra que la

mujer solamente podía hacerlo en lugares cerrados, jamás en la vía pública so

pena de generar las más variopintas habladurías, todas las cuales incluían con

mayor o menor vehemencia, el término de “zorra”. Esto tenía un lado

positivo, si es que así podemos llamarlo, y es que si la mujer no fumaba ni

siquiera en reuniones, jamás la tildarían de rara o de drogata, sino, por el

contrario, de virtuosa, fiel, hacendosa, buena cocinera, planchadora ideal y

lavadora pulcra y refinada, o sea que era la esposa ideal… ¡Vamos, cosas del

machismo!

La cuestión es que llegado yo a los 16 años, ya había conocido mujer a través

de los primeros apasionados besos y pecaminosas caricias, pero no tabaco y

como por escribir ya me llamaban raro, no sentía la menor atracción por el

cigarrillo, porque nadie diría que era “raro, raro” o doblemente raro, sino

simplemente, raro.

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Mas, hete aquí que al cumplir aquella edad, reunida la familia en pleno en

una cena, a la hora de los postres, mi padre me regaló dos paquetes de tabaco

rubio, ante lo que los admirados comensales exigieron que me hiciera hombre

y calara uno de los pitillos, aunque mi padre ordenado como siempre, decidió

que la del café era la hora más adecuada.

El primer cigarrillo sirvió de pretexto para enseñarme a aspirar y disfrutar del

humo, el segundo, para depositar de mala manera en el retrete y por la boca,

todo el potaje ingerido durante el día.

No fue aquella indisposición pasajera obstáculo, sin embargo, para que a

partir de aquel día me convirtiera en un consumidor compulsivo de tabaco y

menos mal que en el Insti nos permitían fumar en los recreos y en las clases

de Historia y Religión y en la de Castellano, solamente cuando el profesor

fumara, que lo hacía muy de vez en cuando. Sin esas licencias, el “mono”

hubiese podido conmigo”

Eran aquellos otros tiempos. Tan distintos, que mi padre políticamente de

derechas, republicano por principio y socialmente liberal, cuando llegué a los

18, en lugar de más tabaco me regaló dinero para, así mismo me lo dijo, “ir

de putas para terminar de hacerme hombre”, sin imaginar que si por follar me

hacía yo más hombre, pues ya lo era, porque si hubiese llegado a saber que

“me había hecho varias veces más hombre” con una linda vecinita, me

hubiese abofeteado tantas veces como las que con ella estuve. Todo ello

porque dentro de su peculiar ideología, era preferible una mala gonorrea a

una buena criatura, cuantimás en aquellos tiempos que mientras que la

primera se combatía con unas cuantas inyecciones de penicilina, el embarazo

se saldaba con un matrimonio de honor.

Señores… ¡He dicho!

Por si acaso, aclaro que no fumo desde 1991.

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Unas historias de cine

De pequeños y mientras vivimos en la ciudad chilena de Viña del Mar

nuestra rutina, incluidos mi hermano Juan y mi primo Jordi, aparte de ir de

lunes a viernes al cole, consistía en acudir cuatro veces por semana al cine.

Dos, jueves y domingo, al Oriente, en la calle Quillota, una, los sábados al

Olimpo en la Plaza Vergara y una, los domingos también, al cine Metro en la

Av. Pedro Montt de Valparaíso.

Descomponiendo las diferentes sesiones, los jueves íbamos al Oriente la

familia al completo, o sea los tres chavales, mi abuela y mi tía Soledad y a

última hora se unían mi padre y mi tío Agustín. Allí, en lo que llamaban

sesión continuada, nos calábamos una larga serie de películas mexicanas

desde la una de la tarde hasta las nueve de la noche. Por otro lado los

domingos en el mismo cine, pero desde las tres y hasta las ocho, solamente

íbamos los tres a ver dos películas -nunca, jamás, pasaban las anunciadas de

terror o policiales, sino aburridísimas comedias musicales- y un sinnúmero de

seriales, viejas ya para la época, entre las que destacaban las de Fumanchú y

Flash Gordon (eran como las telenovelas de la tele, con la diferencia que a

veces se saltaban los capítulos o no seguían un orden correlativo).

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En el Cine Olimpo asistíamos a la sesión de tarde (Vermut, la llamaban) con

toda la familia, excepto mi padre, fuese cual fuese la película que exhibieran

(cuando ya éramos algo más grandes, los tres nos íbamos a ver una vaquera a

la sesión del mediodía (matiné) y luego nos uníamos con mis tíos y la yaya,

en la siguiente).

Nuestra otra cita obligatoria era los domingos, en el cine Metro de

Valparaíso. Allí llegábamos a las diez de la mañana (sesión matinal) solos

con mi tío Agustín, para ver una larga serie de dibujos animados, centrados

principalmente en Tom y Jerry y el Pájaro Loco y el hecho de que fuesen casi

siempre las mismas pelis, no nos importaba y si nos hubiese importado poco

podíamos hacer, porque aquella era una obligación como lo era para nuestros

compañeros del cole, ir a misa. En ocasiones y siempre por decisión de mi tío

Agustín, nos íbamos a pescar al muelle del Puerto de Valparaíso, aunque no

recuerdo bien si algún día tuvimos éxito en esa actividad, aunque sí, que

jamás se sirvió alguna de nuestras presas en los potajes caseros. Y en una

ocasión visitamos una fragata fondeada en las afueras del puerto.

A veces no llego a entender qué magia tenía el cine entonces, con la mayoría

de las películas cuadradas y en blanco y negro, que no nos aburría. A fecha

de hoy puedo asegurar, por ejemplo -destruida con el paso de los años, la

magia- que no voy al cine desde que vivíamos en Mataró, o sea hace cosa de

diez u once años y que además veo poco la tele y que cuando se visualiza en

la casa una peli grabada, pues irremediablemente me quedo dormido. Creo

que las miles de películas engullidas durante mi infancia me alejan hasta del

olor del celuloide (nunca he tenido la curiosidad de preguntarles a Juan y a

Jordi si les ocurre lo mismo).

En fin, de las matinales en el Metro con mi tío Agustín sólo me queda el

recuerdo de aquella ocasión en que el cine comenzó a remecerse y que

comenzaron a parpadear unas luces rojas en todos los rincones, mientras que

por la megafonía se invitaba a los asistentes a salir ordenadamente de la sala.

En la huída el desorden, los gritos y los pisotones, unidos a los ruidos propios

de un fuerte seísmo, al de la megafonía y finalmente el pánico que acrecentó

la histeria de la multitud al cortarse la energía eléctrica, fueron dantescos. Sin

embargo, mi tío Agustín nos contuvo y los cuatro nos refugiamos debajo de

las butacas, siguiendo las instrucciones de un hombre experimentado como

él, que había pasado mil penurias y más durante la guerra civil, de la que le

considerábamos un héroe. Ese día, la estampida humana no produjo víctimas,

aunque sí mucha gente contusionada. Finalmente, en aquella jornada, como

es propio de un país acostumbrado a los movimientos telúricos, como no se

había alcanzado las cotas de terremoto, la función continuó, aunque con la

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mitad o menos de los asistentes (la otra mitad o más, la encontramos a la

salida, en medio de la plaza del frente, como a la espera de otro temblor de

mayor magnitud.

Por otra parte, casi todos los sábados llegábamos tarde al cine Olimpo y

como no nos enterábamos del camino en los pasillos entre las butacas con las

luces apagadas, nuestros gritos llamándonos, obligaban al personal de la sala

a encender las luces para terminar de ubicarnos y esto se hizo tan habitual,

que nada más llegar al cine, ya encendían las luces para evitar nuestro

escándalo. Pero esta encendedera de luces, una vez descubierta nuestra

opípara merienda, también se hizo habitual, cuando el encargado del cine se

enteró de que aquella familia española que iba todos los sábados a la función

de vermut, aparte de los gritos que daba en su tardía entrada, consumía una

extraña combinación de comestibles para la merienda que debían ser

conocidos por el resto de espectadores, entre los que llegó un punto en que

más interesante que la película, era su interrupción para ver lo que comíamos.

Aleccionados por la yaya, mi tía y mi tío, terminamos por hacer caso omiso a

las carcajadas y a los aplausos burlones de la concurrencia.

Voy a explicar qué comíamos durante la función.

Pues simplemente un bocadillo de media barra cada uno a la que primero se

le aplicaba aceite de oliva y sal y se rellenaba con abundantes rodajas de

queso de bola, sobre la que se aplicaba una capa de tabletas de chocolate y

finalmente se le añadía un plátano cortado en ruedecillas. Para los niños,

sobre todo, meternos aquella enormidad en la que se aplicaban en hacer en la

oscuridad mi yaya y mi tía, en la boca, era una tarea trabajosa y ciertamente

muchas veces no entraba por el hueco de la boca, sin que trozos de queso,

chocolate y plátano, fueran a dar al suelo entre las protestas de la abuela o de

la tía o de las dos, mientras mi tío intervenía sonoramente exigiendo un

silencio en el que no colaboraba. Casi siempre era en este punto que se

encendían las luces y las miradas convergían unánimes hacia nosotros. Y

claro no solamente exhibíamos el peculiar bocadillo, sino también la

manzana -para los postres, que sosteníamos en la otra mano, compartiendo

sitio con una botella de Coca-Cola de vidrio, de las que se usaban por

aquellos tiempos, que no pocas veces se nos caían de las manos, dejando un

reguero de líquido pringoso en el suelo y sonoras reprimendas especialmente

de la yaya, a la que poco le importaba el mierdero añadido que quedaba, sino

lo que había costado el refresco que se perdía entre las butacas. En ocasiones

pienso que la gente iba al Olimpo, más que a ver las películas, a vernos a

nosotros. Esto podría explicar el hecho de que cuando se inició la rutina, la

sala siempre estaba a medias y al poco tiempo estaba a reventar, aunque

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curiosamente siempre teníamos nuestra fila completa, como si alguien nos la

reservara.

Lo único lamentable de la rutina del Olimpo fue que el único día de nuestras

vidas que pudimos haber visto un eclipse total de sol, fuimos los únicos

asistentes y cuando por megafonía se nos invitó a disfrutar del inusual

espectáculo, la yaya, con el argumento de que no nos dejarían volver a entrar,

nos impidió salir, aunque la peli se suspendió durante casi una hora,

dejándonos durante ese tiempo en penumbras.

En las sesiones continuadas de los jueves en el Oriente, la merienda era la

misma, pero como los espectadores habituales de aquel cine de barrio eran

tanto o más ordinarios que nosotros, pasaba desapercibida. Lo que sí

molestaba al principio a la concurrencia, era cuando llegaban mi padre y mi

tío, después del trabajo. Los gritos de “mama” y “Sole” y nuestros

bullangueros “aquí, aquí” agitando los brazos, puesta la vista en la puerta de

entrada, impacientaban al resto del público, que como ya digo, tanto o más

ordinario que nosotros, exigía silencio utilizando los más disonantes e

irrepetibles epítetos imaginables. Claro que a veces, aunque con el tiempo,

principalmente cuando la película de turno era una patata, nada más se abría

la portezuela de entrada y se agitaban las cortinas que la resguardaban, el cine

se convertía en un atronador “mama, Sole” que venía de todos los rincones,

que solamente se acallaba con un “¡callad, malparidos!” que escupía por su

nada delicada boquita mi yaya. Pero se ve que aquello llegó a formar, como

en el Olimpo, parte del espectáculo.

Y termino esta historia cinematográfica con la anécdota sórdida a cargo de

Jordi.

Resulta que el domingo por la tarde que era el de las dos películas e

incontables seriales, nuestro horario era de 3 a ocho de la tarde, pero la

función rotativa que así le llamaban a la de los domingos, comenzaba

realmente a la una, pero por asuntos de comida familiar nos era imposible ir

antes. La cosa es que al llegar siempre al final de la primera película, tanto la

sala como la galería, que eran los dos sectores del cine estaban repletos a

rebosar y los chavales atestaban asimismo los dos amplios pasillos,

incluyendo el que separaba platea de galería, que quedaba algo más alta.

Pues lo anterior nunca fue obstáculo para que a los pocos minutos de nuestra

entrada pudiéramos escoger localidad, siempre, eso sí, en las últimas filas de

una sección o las primeras de la otra.

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Pues bien. Llegábamos, nos poníamos en el pasillo paralelo a la pantalla,

aquel que separaba la platea de la galería y comenzaba mi primo, que para

ello tenía una facilidad envidiable para eso -al menos desde nuestro infantil

punto de vista- a expeler unos pedos tan silenciosos como horrorosamente

fétidos y no veas cómo se iba disolviendo la chiquillería tanto del pasillo,

como de las dos últimas filas de la platea y las dos primeras de la galería,

aunque en forma de círculo y como además de gaseoso, era un guarro de

cuidado, una vez que escogíamos nuestras butacas, expresaba su satisfacción

con un eructo tan sonoro que era agradecido con risas y aplausos de un

público que como nosotros, esperaba en aquellas largas sesiones, cualquier

alteración para aclamarla con el mismo entusiasmo con que recibíamos a la

caballería yanqui que aparecía al toque de clarín (ta-ta-ta-ta-ta-ta-tiiiiii-ta-ti-

ta-taaaaa) en defensa de sus heroicos compañeros sitiados por unos indios

malvados que merecían la muerte por defender su histórica tierra de los

sinvergüenzas que venían a usurpársela a nombre de la “civilización”.

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Índice Pág.

El Drugstore del Paseo de Gracia 5 La chavala de las chabolas 9 Patricia, la chica de las lombrices 11 El día que conocí a la Pepa Flores 15 La chica del patio 19 Mi amigo Juan pablo y el ratón 23 Ovnis sobre Santiago 27 Mi amiga Vicky 31 38 años después 37 De un gol marcado con la mano a una patada en los testículos

39

La muerte de mi yaya 43 La primera escuela de mi infancia 49 Después de 38 años 53 José Antonio Solana 55 La hora del ensueño y del amor 57 Rosa María Barrenechea 59 El “Pulguita” 63 La “locomorota” 65 José Miguel Stahl Venegas 67 María Eugenia Silva Ferrer 69 Claudia Barraza, mi primera novia 71 Al guateque con Maribel 77 El maestro “Tito” 81 La “Nené” Vásquez 83 Gloria 85 Ana María Escribano Bradley 89 Adiós Radio Fuenlabrada 91 Hernia inguinal derecha sintomática no complicada

93

¿Sabían leer los culos de los de antes? 99 Adiós abuelo 103 Una de tantas tardes en Ciudad Bolívar 107 Mi padre el Caudillo de España 111 Un día fui amante de una escultural morenaza de ojos azules

113

Pavo navideño al horno con puré de manzanas y rayitas de caviar iraní

117

Un tsunami devastador 121 Mi pequeña y linda Maureen 125 Blue eyes 131 El infinito placer de fumar 135 Unas historias de cine 137

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