El delator

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1 El delator Juan Ángel Cabaleiro 1 Alejandro Feinmann me refirió el hecho en Madrid, en el bar de la facultad. Yo acababa de defender pretenciosamente, en una clase sobre Dostoievsky, vagas ideas sobre el libre albedrío en Crimen y castigo, cuyas insondables connotaciones ahora sé que me sobrepasan. Fue hace algunos años, pero aún recuerdo el relato que entonces no comprendí. Profesor, ahora le voy a contar una historia, había sentenciado con inquieto acento argentino. 2 En la primavera de 1960, los Feinmann se trasladaron desde Buenos Aires a la norteña San Miguel de Tucumán, en busca de sosiego y de fortuna. Daniel Feinmann, que había ahorrado pacientemente algún capital con su taller de relojería, sintió el repentino impulso de partir. Contaba ya con treinta y tantos años y ahora sí, pensaba, comenzaría a construirse un sólido futuro sobre nuevos y prometedores cimientos. A su llegada a la nueva ciudad se instalaron en un apartado hotelito de la zona del Bajo, muy cerca de la Estación Destino. Después de un viaje largo y agotador, el clima benigno del norte y la imponente frondosidad de los lapachos habían insuflado renovadas energías a su mujer y a su hijo. A Feinmann se le ocurrió que la agricultura podría ser un buen negocio. Los primeros días no se destinaron por completo al turismo, como habían pensado inicialmente: había que aprovechar el tiempo y no dilapidar el capital. Feinmann salía muy temprano por la mañana a realizar diligencias ignotas que le iban revelando las oportunidades que ofrecía aquel lugar. Al mediodía regresaba para almorzar y supervisar a su familia: informaba de las novedades a su mujer y le encargaba algunas tareas menores. Por la tarde, la pareja y el niño paseaban

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Cuento ganador del 21º concurso de cuentos organizado por las Bibliotecas Públicas de Madrid, con una participación de más de 1.200 trabajos. 2006

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El delator

Juan Ángel Cabaleiro

1

Alejandro Feinmann me refirió el hecho en Madrid, en el bar de la facultad. Yo

acababa de defender pretenciosamente, en una clase sobre Dostoievsky, vagas ideas

sobre el libre albedrío en Crimen y castigo, cuyas insondables connotaciones ahora sé

que me sobrepasan. Fue hace algunos años, pero aún recuerdo el relato que entonces no

comprendí. Profesor, ahora le voy a contar una historia, había sentenciado con inquieto

acento argentino.

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En la primavera de 1960, los Feinmann se trasladaron desde Buenos Aires a la

norteña San Miguel de Tucumán, en busca de sosiego y de fortuna. Daniel Feinmann,

que había ahorrado pacientemente algún capital con su taller de relojería, sintió el

repentino impulso de partir. Contaba ya con treinta y tantos años y ahora sí, pensaba,

comenzaría a construirse un sólido futuro sobre nuevos y prometedores cimientos.

A su llegada a la nueva ciudad se instalaron en un apartado hotelito de la zona

del Bajo, muy cerca de la Estación Destino. Después de un viaje largo y agotador, el

clima benigno del norte y la imponente frondosidad de los lapachos habían insuflado

renovadas energías a su mujer y a su hijo. A Feinmann se le ocurrió que la agricultura

podría ser un buen negocio.

Los primeros días no se destinaron por completo al turismo, como habían

pensado inicialmente: había que aprovechar el tiempo y no dilapidar el capital.

Feinmann salía muy temprano por la mañana a realizar diligencias ignotas que le iban

revelando las oportunidades que ofrecía aquel lugar. Al mediodía regresaba para

almorzar y supervisar a su familia: informaba de las novedades a su mujer y le

encargaba algunas tareas menores. Por la tarde, la pareja y el niño paseaban

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minuciosamente por la ciudad memorizando los nombres de las calles y la ubicación de

los lugares de interés. Las grandes ciudades son una especie de monstruosidad, comentó

una tarde a su mujer frente a un escaparate: lo caras que estaban las herramientas en

Buenos Aires y acá, sin buscarla, me encuentro una balanza Holdman a mitad de precio.

Menos mal que no se nos ocurrió traer nada para vender: acá lo que funciona es la tierra.

Sí, respondió su mujer, por fin vamos a tener un jardín.

Uno de aquellos días, durante el almuerzo, Alejandro oyó a su padre predecir

documentadamente el declive de la industria azucarera de la capital tucumana y el auge

próximo de la citrícola, en el sur lejano y despoblado de la provincia. Esa noche no

salieron a cenar y Alejandro los oyó discutir en la habitación.

A la mañana siguiente abandonaron el hotel. No se pueden perder, les había

dicho el encargado cuando se despedían, y caminando junto al largo muro paralelo a las

vías, llegaron a la estación. Feinmann analizó detenidamente la pizarra: eran cuatro

horas hasta Concepción del Sur; llegarían justo a tiempo para comer. Estos trenes son

mortales, decía mientras acomodaba las maletas, vamos a tener que comprar un auto.

Ay, sí, para salir con el nene a pasear por los cerros, decía ella.

Concepción apenas alcanzaba a ser una ciudad, y al parecer, sus habitantes

padecían de cierto letargo pueblerino que el recién llegado juzgó propicio para un

emprendedor. No había hoteles disponibles, pero alguien les indicó una pensión

confortable; ya alquilarían algo. Feinmann se movía con ansiedad y con inusitada

eficacia. Muy pronto dio con un lugareño que se presentó como agente inmobiliario,

entre otras cosas, y que les fue de gran utilidad. Se llamaba Agustín Campero y era un

hombre inquieto, siempre ávido de entablar contacto con los pocos visitantes que

pasaban por allí. A Feinmann le pareció que le había caído del cielo.

Una tarde se presentó en la pensión. Feinmann, que había ahuyentado en su

mujer algún atisbo de recelo, hizo pasar a don Agustín a la intimidad de su habitación y

le cebó unos mates. Hablaron del tiempo y de cosas que pasan a los hombres. Se

interesaron mutuamente por sus asuntos. Sopesaron las ventajas e inconvenientes de la

vida en el campo y en la ciudad. Antes de despedirse, el hombre le mencionó el

beneficio de comprar tierras con casa algo más al sur, en un paraje llamado “El Cruce”.

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—Es un lugar escondido —le advirtió aquel hombre—. Salvo por la estación,

claro.

Era uno de esos lugares que por alguna razón gustaban a los extranjeros. Uno de

ellos, apodado “el alemán” (don Agustín lo ponía al tanto de todo), llevaba algunos años

ocupando las mejores de aquellas tierras. El resto de los vecinos eran lugareños más

preocupados por irse a malvivir a las orillas de la ciudad que por emprender una

explotación, se quejaba Campero. Gente pendenciera y holgazana. Feinmann, sin

conocerlos, pensaba lo mismo.

—No sé para qué quiere esa gente las tierras —había confiado Feinmann a su

nuevo amigo.

En la puerta se dieron la mano.

Llevaban algo más de un mes en Concepción cuando se le presentó la

oportunidad. Su mujer ya se había acostumbrado a esa ciudad, y había logrado entrar en

el cerrado círculo de las vecinas cuando tuvieron, otra vez, que partir. Antes de firmar

las escrituras es mejor que vea cómo está la casa, le recomendó Campero, queriendo

mostrarse prudente, o quizá, poco interesado en el negocio.

A media mañana, el sol de Septiembre reverberaba y enceguecía. Feinmann

pidió a su mujer que se quedara en la pensión con el chico y salió para el banco. La cosa

estaba prevista y fue fácil retirar todo el dinero en efectivo, que es como se hacen estas

operaciones acá, insistía Campero. Después del mediodía los dos hombres subieron al

tren en dirección a El Cruce. Feinmann ya se había acostumbrado al calor del campo,

pero dentro del vagón sintió que transpiraba demasiado. Cómo engaña el tiempo,

murmuró molesto. Es la humedad, le explicó Campero. Los asientos le parecieron

incómodos y súbitamente le recordaron otros asientos de otro tren de su niñez: se vio

deportado por los nazis junto a su familia y el recuerdo lo estremeció. Aquellos vagones

ya no existirían, calculó como para tranquilizarse. Europa había cambiado mucho en

esos años. Ahora sobreviven acá, en estas líneas secundarias de provincias secundarias.

En Buenos Aires, en cambio, los ferrocarriles eran ingleses. ¿Cuánto tiempo había

pasado? Más de veinte años. Algo le dio miedo e hizo un esfuerzo para alejar aquellos

recuerdos. Miró la llanura, un poco más árida en aquella zona, y pensó en el negocio. El

sobre con el dinero palpitaba bajo la camisa, junto al pecho; ¿y si salía mal? Un

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comentario de su amigo lo devolvió al tren y al viaje. Mire, le dijo Campero tocando la

ventanilla, están sacrificando un cordero: será por las fiestas; y Feinmann miró

alarmado. No hay de qué preocuparse, don Feima, en el campo la vida es así. Ya se

acostumbraría.

Era viernes, y el tren de esa noche sería el último en salir de regreso hasta el

lunes siguiente por la mañana. Para la línea El Cruce-Concepción no se podía pedir más.

Feinmann fue reconociendo lentamente el vagón. Del Cruce es mi abuela, le dijo

Campero, y allá tengo dónde parar. Si usté se demora con sus cosas no se preocupe que

hay catre de sobra. Eso si no dice nada su mujer, ironizó el hombre.

A medida que el tren entraba en la antigua y destartalada estación, que no era

más que un apeadero, Daniel Feinmann comenzó a sentir un impreciso temor que le

llegaba de lejos. Afuera acechaba el calor. Al llegar, un fuerte pitido lo estremeció. Vio

un grupo de mujeres y de niños que comenzaba a agolparse contra las ventanillas,

ofreciendo desesperadamente productos o intentando subir. Colgando de una soga

estaba la campana que sentencia la hora de partir. Feinmann se quedó contemplándola

un tiempo indefinido. Comenzó a sentir el acre olor apresurado y sudoroso del amasijo

de cuerpos humanos. Campero le apretó el brazo. Es por las fiestas: nunca se junta tanta

gente por acá, lo tranquilizó su amigo. Un grupo de mujeres taponaba desde afuera una

de las puertas y los guardas intentaban meterlas a empujones. Otros dos uniformados

vociferaban órdenes secas y cortas desde el andén. Feinmann creyó ver las lustrosas

botas de caña alta taconeando contra las baldosas. Esos no son de acá, le apuntó

Campero: vienen de refuerzo.

De repente, el vagón se le convirtió en un infierno: vio a la gente, entre

resignada y confusa, que era introducida y amontonada de cualquier manera. Vio en las

caras un pavor profundo e inmóvil. Los niños lloraban asustados o erraban una mirada

perdida por el desconcierto. A Feinmann comenzó a faltarle el aire y le sobrevino un

leve desvanecimiento. Algo le había ocurrido.

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Cuando me refirió el hecho, Alejandro tenía menos edad que la de su padre en

aquel entonces, pero probablemente ambos hombres se parecieran. Era pelirrojo y su

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cara adulta conservaba algunas pecas que le daban un aire inocente. Como su padre,

Alejandro no alcanzó a comprender del todo lo que había pasado —quién pudiera decir

lo contrario—, o quizá, también como su padre, lo comprendería más tarde, o quizá,

simplemente no quisiera decírmelo. “He matado a un hombre” no es una frase que un

padre se atreva a decir a un hijo, pero tampoco la forma en que un marido revelaría

algo a su mujer. Más allá de los juegos que nos juega la memoria remota de la infancia

(sobre todo la de alguien como Alejandro, que se ha dedicado a las letras), la frase

existió, y aunque menos literaria quizá en la realidad de aquellos remotos parajes

sudamericanos que en su recuerdo, Alejandro la oyó al entrar sorpresivamente en la

habitación de sus padres, en aquella pensión azarosa, esa mañana de lunes de 1960.

Existió también el regreso aberrante a Buenos Aires y la recobrada vocación

por reparar el tiempo (el taller de relojería permitió pagar los estudios de Alejandro,

hasta que obtuvo la beca para España). Existió —como nunca antes— la sinagoga de

la calle Bulnes y la amorosa devoción por su mujer y su hijo (existieron para él Adela

y Alejandro). Existió el secreto rodeando la enigmática frase que Alejandro oyó y que

me confiaría años después y que hoy súbitamente recuerdo y entiendo. Existió el

indirecto crimen enorme que lo justificaba y que pendería imborrable en su memoria, y

que ocurrió así:

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A través del cristal empañado por el masivo y asfixiante aliento, al que él mismo

contribuía, por supuesto, había visto la inesperada figura de un hombre delgado y sereno,

no demasiado viejo (algo más de cincuenta años), de disciplinado cabello negro. Y con

ojos multiplicados (porque eran sus ojos, pero también los de las miles de víctimas que

no tuvieron su suerte), detrás de unos anteojos de carey, halló la inequívoca mirada del

ejecutor.

Cuando se despertó creyó que era de noche. Una mano apergaminada lo calmaba

y le ofrecía un té. La anciana entraba y salía de la habitación. Afuera discutían los gallos.

Feinmann alzó la vista y descubrió que amanecía. Había una ventana de madera que

recortaba un pedazo de cielo celeste y blanco. Todavía tenía fiebre. Todo era confuso y

fragmentario aún.

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Feinmann dejaba la taza sobre una mesita de madera, precaria como todo en

aquella habitación, cuando vio entrar a su amigo.

—Tenga cuidado Feima, le va a salir caro el té si se le vuelca en los billetes —

bromeó don Agustín, como se debe hacer con los enfermos. Pero Daniel Feinmann ni

siquiera había visto el sobre junto a la taza. Tampoco le importaba.

—Tráigame toda el agua que pueda, don Agustín, que tengo que apagar un

incendio —decía, sujetándose el estómago.

La fiebre comenzó a ceder junto con la siesta y la tarde. A la noche, que en el

campo siempre es muy temprano, se sintió mejor. La anciana les había preparado algo

especial para la cena.

—Ha estado soñando fiero —afirmó don Agustín mientras comían—. Hablaba

muchas cosas Feima. Se nota que usté no es argentino.

Al rato, la anciana, que no había hablado nunca, se levantó y los dejó solos.

Campero bajó una botella de la repisa y llenó dos copitas con un líquido turbio y oloroso.

—Es sábado a la noche, Feima. Tome tranquilo, pero no se olvide que le queda un

día solo para lo que tenga que hacé.

Feinmann observó unos segundos la copa que le acababa de acercar su amigo.

Luego levantó la mirada.

—Por qué no me cuenta lo que me ha pasado, don Agustín.

Campero parecía complacido con el poder de saberse conocedor de la historia.

Esbozaba una sonrisa astuta, que sólo desdibujaba para dar cortos tragos al licor de caña.

Después de beber, infaliblemente sostenía la copita con dos dedos y hacía girar el líquido

dentro en forma de remolino, observando el prodigio sin dejar de sonreír. Recién después

agregaba alguna frase.

—Lo hemos sacao del tren como si lo estuvieran pariendo. Lo hemos traído al

catre y de ahí no paraba de hablá raro. ¿Usté es brujo, Feima?

Feinmann lo observó alarmado.

—¿Dice que me han traído? ¿Quién más estaba?

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—El alemán y yo lo hemos traído alzando —respondió Campero.

—¿El alemán está por acá?

—Estaba, Feima, estaba. Lo ha oído a usté y se ha disparao el hombre.

—¿Adónde?

—Será a su casa, o al medio el monte, porque acá no hay tren hasta el lunes,

amigo.

Feinmann se había recuperado; ahora se sentía poderoso y casi feliz. Era absurdo

pensar que “el alemán” (no se atrevía a pensar en su verdadero nombre) hubiese podido

reconocerlo a él, que no era nadie; que había sido tan sólo uno entre miles en esa marea

humana de deportados y de muertos. El otro, sin embargo, era tristemente famoso (salvo

para los paisanos de lugares como El Cruce, adonde había terminado recluyéndose, para

evitar la otra reclusión). Pero aunque no pudiera reconocerlo a él como a una de sus

víctimas, Feinmann sabía que lo había oído hablar en alemán durante su delirio

inconsciente. Ahora era el otro quien tenía que huir. El Shabat estaba llegando a su fin;

Feinmann tendría todo el domingo para tramar su plan. Decidió darse unas horas de

alegría antes de ponerse manos a la obra.

—Vamos a trabajarnos la botella esta noche, don Agustín.

Se dio ánimos, queriendo imitar el tono de su amigo.

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Desde el lugar en el que se encontraban, Feinmann podía ver una ventana

iluminada allá a lo lejos. Campero le estaba explicando que después del fin de semana

de fiesta y excesos, el pueblo se sumía en un largo proceso de penitencias. Iba a agregar

que en realidad eran muy pocos los que cumplían ese precepto cuando Feinmann lo

interrumpió.

—¿Quién vive allá?

Era la sombra del alemán, que se acercaba y se alejaba de las cortinas en plena

actividad nocturna. Campero repitió una vez más algunas críticas al pueblo. No le habló

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de las escrituras, en las que ya tampoco él pensaba. En mitad de la noche se turnaron

para salir a orinar detrás del rancho, y los dos aprovecharon para observar la persistente

ventana vecina. Campero no sabía exactamente qué pasaba, pero su interés estaba muy

por encima de esas cosas como para que lo asaltara la intriga. Tenía la cautela y la

indiferencia del auténtico hombre de campo, por eso, además, renegaba del campo.

Hablaron de las novedades del cine y de la televisión: Campero le mencionó una

película del oeste en la que dos forajidos morían heroicamente en Bolivia, y Feinmann

se entusiasmó. El alcohol le sacaba afirmaciones temerarias acerca de la vida y la

muerte. Borracho, disparó innumerables tiros imaginarios. Al amanecer cada uno

llenaba pesadamente un catre.

Durante la noche se gestó en él la idea de que tenía que matarlo. No sabía cómo,

pero debía hacerlo. Feinmann se despertó pensando que se lo podría encontrar en el tren

del día siguiente. De ser así, las cosas se complicarían: salía a primera hora de la

mañana y estaba obligado a tomarlo. A la mañana salió a la llanura a fumar un cigarro.

Al mediodía demoró unos mates bajo el alero y escrutó largamente el horizonte. A la

siesta masticó un yuyo acodado en una tranquera. Al atardecer el plan ya estaba urdido,

y lo sorprendió la simpleza del acto en que consistía. Lo sorprendió menos (aunque le

resultara tremendamente penoso) comprobar que era un hombre cobarde. Con el ocaso

afloraron dudas y cuestionamientos tan acuciantes que obligaron a Feimann a ejercitar

la filosofía, trabajando con las ideas como si se tratase de un mecanismo de relojería.

Cuando ya había oscurecido comprendió que debía haber otra forma de trabajar con

ellas, pero no alcanzó a entreverla. Todo parecía consistir en hallar una buena

justificación para una acción que, en el fondo, se sabía cobarde. No era un intelectual, y

quizá por eso aquellas conmovedoras reflexiones finales despertaron en él una fe

milenaria (la fe, más que la razón lo justificaba) que en el futuro se esmeraría en

perpetuar. Nada alteró su decisión.

Esa segunda noche en el campo, Feinmann se acostó preocupado por no perder

el tren del día siguiente. En la hondura de la noche, se soñó siendo un niño austríaco que

quería aprender el oficio de su padre. A primera hora de la mañana, don Agustín le

comunicó que tenía que quedarse con la anciana otro día por un asunto de leña y que le

deseaba suerte y que tuviera cuidado con el sobre del dinero. Se despidieron y

Feinmann se dirigió a la estación. Ese lunes a esa hora previsiblemente no habría casi

nadie, y no había. Ocupó un asiento junto a la ventanilla derecha y le tocó ir mirando

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hacia atrás. Durante el viaje, se entretuvo con la sombra del tren que se amoldaba con

una agilidad de vértigo a los avatares del terreno, y pensó en las cosas que le habían

pasado en esos días. El sábado no contaba, porque había estado en cama con fiebre, pero

el domingo había sido un día perdido en el que hubiese podido realizar su cometido.

Pensó, al final, en cómo se lo contaría a su mujer y en cómo se lo ocultaría a su hijo.

¿Qué haría?

Cuando llegó a la estación de Concepción el tren echó un largo suspiro y

Feinmann bajó. La pensión estaba a pocos minutos: ya no había tiempo para recapacitar.

Al llegar, Daniel Feinmann alzó el teléfono y comprobó, con sorpresa, que

funcionaba bien. La dueña de la pensión, que poca simpatía le había mostrado durante

los días de su estancia, le acercó el grueso volumen de la guía telefónica.

—Vamos, señor Feima. Llame de una vez —lo animó mientras salía, dejándolo

solo en la salita.

En las primeras páginas encontró el número de la embajada de Israel. Marcó.

Pidió hablar con alguien para revelar una información de importancia. Habló de un país

lejano, de una fecha lejana, de un tren lejano; dio un nombre; precisó un lugar. Del otro

lado lo interrogaron con sorpresa y con gratitud. Colgó. Acababa de delatar a un

hombre, para que otros hagan el trabajo que él no se animaba a hacer. Ya no había

forma de detenerlo.

Afuera, a lo lejos, la enorme maquinaria de un trapiche se ponía en marcha.

Feinmann observó los engranajes antiguos pero eficaces y pensó en un reloj ineluctable

y monstruoso. Pensó en el otro, más ineluctable y más monstruoso, pero más efímero

también, del que había escapado en sus años de la infancia, del que había logrado

escapar salvando su vida. Supo que él mismo era un engranaje al fin, de un juego

infinito, de una máquina hecha de muchas máquinas.

—Desde chica que vengo oyendo que al trapiche lo van a jubilar. Y mire usté —

interrumpió la mujer, señalando con la cabeza a lo lejos.

—No haga caso, señora. Esas son macanas. No lo para nadie.

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Feinmann entró en la habitación donde lo esperaba su mujer. Hablaron, y quizá

la amarga melancolía le inspiró alguna frase más o menos literaria —“he matado a un

hombre”— justo cuando entraba su hijo.

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Ahora preparo una recopilación de autores alemanes para mi curso de literatura

europea del siglo XIX. El destino, fatal e inescrutable, me depara el vigésimo tomo de la

Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-Americana, y mi dedo despreocupado

recorre primero a EICHELBAUM, Samuel (1894-1967). Dramaturgo argentino. Su

obra, iniciada con “El lobo manso” (1917); “En la quietud del pueblo” (1919)... Antes

de detenerse en lo que realmente busco: EICHENDORF, Joseph K. Benedict von (1788-

1857). Último de los grandes escritores románticos alemanes, aportó una nota de

equilibrio espiritual... Apunto las obras, que nadie se ha interesado en traducir, y antes

de volver la tapa lo veo: la foto es pequeña, en el margen superior izquierdo. Viste un

riguroso saco negro y su boca abierta parece inmovilizar una enérgica afirmación o

negación que su puño acompaña vehemente. Tiene escaso pelo negro y le han puesto

unos aparatosos auriculares que comprimen las gruesas gafas de carey. El pié de foto

dice: A. Eichmann durante su proceso. Y el artículo correspondiente explica:

EICHMANN, Adolf (1906-1962). Funcionario nazi alemán. Se unió a la policía secreta

(Gestapo) en 1934 y cuando los alemanes anexionaron Austria en 1938, se le encargó

el cometido de deportar a los judíos de ese país... Después de la guerra desapareció,

pero en 1960 agentes israelíes localizaron su rastro en la ciudad argentina de

Concepción, de la que huyó a Buenos Aires, donde posteriormente lo secuestraron

para llevarlo a Israel. Enjuiciado en Jerusalén y acusado de crímenes contra la

humanidad, fue ahorcado dos años después.