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EL CUENTO DE LA SERPIENTE VERDE Johann Wolfgang Goethe Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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EL CUENTO DE LASERPIENTE VERDE

Johann Wolfgang Goethe

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En su pequeña choza, ante el gran río cuya co-rriente habíase acaudalado por una fuerte llu-via y que desbordaba sus riberas, estaba el viejobarquero descansando y durmiendo, rendidopor las labores del día. Le despertaron fuertesvoces en medio de la noche; escuchó que unosviajeros querían ser trasladados. Al salir delante de la puerta vio dos grandesfuegos fatuos flotando encima del bote amarra-do y le aseguraron que se hallaban en los másgrandes apuros y que estaban deseosos de ver-se ya en la otra orilla. El anciano no se demoróen hacerse al agua y navegó con su destrezaacostumbrada a través del río mientras los fo-rasteros siseaban entre sí en un lenguaje desco-nocido y sumamente ágil, y estallaban, de vezen cuando, en fuertes carcajadas saltando pormomentos en los bordes o en el fondo de labarca. —¡Se balancea el bote! —exclamó el viejo—.Si estáis tan inquietos puede volcarse. ¡Sentaos,fuegos fatuos!

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Estallaron en grandes carcajadas ante estaadvertencia, se mofaron del anciano y se pusie-ron más inquietos que antes. Este soportó conpaciencia sus malas maneras y, en poco tiempo,arribó a la otra orilla. —¡Aquí tenéis! ¡Por vuestro esfuerzo! —exclamaron los viajeros y, al sacudirse, cayeronmuchas y resplandecientes piezas de oro de-ntro de la húmeda barca. —¡Santo cielo! ¿Qué hacéis? —exclamó el vie-jo—. Me exponéis al más grande apuro! Sí unade estas piezas hubiera caído en el agua, el río,que no soporta este metal, se hubiera levantadoen terribles olas devorándonos al bote y a mí, ¡yquién sabe cómo os hubiera ido! ¡Tomad denuevo vuestro dinero! —No podemos tomar nada de lo que noshemos desprendido —respondieron ellos. —Entonces, encima me dais el trabajo de te-ner que recogerlas y llevarlas a enterrar bajotierra —dijo el viejo, inclinándose para recogerlas piezas de oro dentro de su gorra.

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Los fuegos fatuos habían saltado del botecuando el viejo exclamo: —¿Y dónde queda mi paga? —¡Quien no acepta oro tal vez quiera trabajargratis! —exclamaron los fuegos fatuos. —Tenéis que saber que a mí sólo se me puedepagar con frutos de la tierra. —¿Con frutos de la tierra? Los detestamos ynunca los hemos disfrutado. —Y sin embargo no os puedo soltar hasta queme hayáis prometido traerme tres coles, tresalcachofas y tres grandes cebollas. Los fuegos fatuos hicieron por escurrirse enmedio de bromas pero se sintieron atados alsuelo de manera incomprensible; era la sensa-ción más desagradable que jamás habían senti-do. Prometieron satisfacer en poco tiempo lademanda del anciano; éste los despachó y par-tió. Ya se encontraba muy lejos cuando a susespaldas le gritaron:

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—¡Viejo! ¡Escuchad, viejo! ¡Hemos olvidadolo más importante! Ya se había alejado y no los escuchaba. Sedejó llevar río abajo por el lado de esa mismaorilla, donde decidió enterrar el peligroso ybello metal; era una región montañosa donde elagua nunca podía llegar. Allí, entre altos pica-chos, encontró un profundo abismo, dondearrojó el oro, y se volvió a su choza. En ese precipicio estaba la hermosa serpienteverde, que se despertó a causa del tintineo delas monedas despeñadas. Apenas vio las dora-das obleas, las devoró de inmediato con granavidez y buscó con mucho cuidado todas laspiezas que se habían esparcido entre la malezay las grietas rocosas. En cuanto las hubo devorado sintió, con elmayor agrado, fundirse el oro en sus intestinosy expandirse a través de todo su cuerpo; notó,para su mayor alegría, que se había vueltotransparente y luminosa. Desde mucho tiempoatrás le habían asegurado que era posible este

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fenómeno; pero como ella recelaba de que estaluz perdurase mucho tiempo, la curiosidad y eldeseo de asegurarse para el futuro la impulsa-ron a salir de la caverna a fin de investigarquién había arrojado en su interior el hermosooro. No encontró a nadie. Tanto más agradablesentía de admirarse ella misma y a su graciosaluz que diseminaba a través del verde frescomientras se arrastraba entre hierbas y matorra-les. Todas las hojas parecían de esmeralda, to-das las flores aureoladas de la manera más es-plendorosa. En vano recorrió la solitaria y yer-ma tierra; pero tanto más creció su esperanzacuando llegó a una planicie y vio en lontananzaun resplandor semejante al suyo. —¡Por fin encuentro a alguien igual a mí! —exclamó, apresurándose a llegar a ese sitio. Noreparó en las fatigas que el arrastrarse a travésde pantanos y cañaverales le causaba, pues apesar de que prefería vivir en los prados secosde los montes y entre las altas grietas de lasrocas, en las que disfrutaba de las hierbas

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aromáticas y solía calmar la sed con tierno rocíoy agua fresca de las fuentes, habría hecho todolo que uno le hubiera impuesto por el amadooro, así de hechizada estaba por retener el her-moso resplandor. Extenuada, llegó por fin a un húmedo juncal,donde nuestros dos fuegos fatuos se entreten-ían en juegos. Se dirigió rápidamente hacia am-bos, los saludó celebrando encontrar caballerosde su parentela tan agradables. Los fuegos fa-tuos se aproximaron, saltaron por encima deella y se rieron a su modo. —Señora Mume —dijeron ellos—, aunquevos séais de la línea horizontal, eso no significanada entre nosotros; se comprende que somosparientes por lo que toca al resplandor, puesvea nada más —y en eso ambos fuegos se alar-garon tanto como su volumen se lo permitió—:¡qué bien nos sienta a los caballeros de la líneavertical esta esbelta longitud! No se enfade connosotros, amiga mía, ¿qué familia puede vana-

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gloriarse de esto? Desde que existen fuegosfatuos, ninguno ha estado sentado o acostado. La serpiente se sentía muy incómoda en pre-sencia de estos parientes; pues por más esfuer-zos que hiciera al querer levantar la cabeza másalto, sentía sin embargo que tenía que bajarlade nuevo hacia el suelo para poder impulsarse;y cuanto más se había complacido consigomisma entre la oscura floresta, tanto más parec-ía disminuir a cada momento su resplandor enpresencia de estos parientes, e incluso temíaque al final se extinguiera del todo. En medio de tal turbación preguntó rápida-mente si los caballeros no le podían dar noticiade dónde venía el reluciente oro que hacía pocohabía caído dentro de la cueva; suponía quehubiese sido una lluvia áurea que manara di-rectamente del cielo. Los fuegos fatuos se sacu-dieron de risa y una gran cantidad de monedasde oro saltó en torno suyo. La serpiente se aba-lanzó sobre ellas para devorarlas.

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—Que os aproveche, señora Mume —dijeronlos gentiles caballeros—. Aun podemos servirlacon más. Se sacudieron varias veces más con gran des-treza, de manera que la serpiente no podía tra-gar más rápido el preciado alimento. Comenzóa aumentar visiblemente su esplendor y, enverdad, destellaba incomparablemente hermo-sa mientras los fuegos fatuos iban volviéndosemagros y pequeños aunque sin perder la másleve pizca de su buen humor. —Os agradezco eternamente —dijo la ser-piente, al haberse recobrado después de su co-mida—. ¡Exigid de mí lo que queráis! Os con-cederé lo que esté a mi alcance. —¡Muy bien! —exclamaron los fuegos fa-tuos—. Dinos dónde habita la bella Azucena.¡Llévanos lo antes posible al palacio y a los jar-dines de la hermosa Azucena! Morimos de im-paciencia por postrarnos ante ella. —Ese servicio —replicó la serpiente con unprofundo suspiro— no os lo puedo conceder de

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inmediato. Por desgracia, la bella Azucena vivemás allá del agua. —¿Más allá del agua? ¡Y nosotros que nosdejamos transportar en esta noche tan tormen-tosa! ¡Qué cruel es el río que ahora nos separa!¿No sería posible llamar otra vez al viejo? —Os esforzaríais en vano —dijo la serpien-te—. Pues aunque vosotros lo encontrarais deeste lado del agua no os llevaría; puede traer aesta orilla a todo aquel que lo quiera, pero no leestá permitido llevar a nadie hacia allá. —¡Mal estamos, pues! ¿No hay otro mediopara trasponer el agua? —Hay algunos otros más, sólo que no en estemomento. Y yo misma puedo transportar a loscaballeros pero únicamente al mediodía. —Esa es una hora en la que no nos gusta via-jar. —Entonces podréis transbordar al anochecersobre la sombra del gigante. —¿Cómo puede ser eso?

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—El gran gigante, que vive no lejos de aquí,tiene impedido hacer nada con su cuerpo; susmanos no levantan una sola paja, sus hombrosno llevarían ningún leño. Por eso es más pode-roso al levantarse y ponerse el sol, y así, bastasólo con sentarse en la nuca de su sombra alcaer la noche: entonces el gigante se acerca sua-vemente a la orilla y su sombra conduce al via-jero a través del agua. Pero si queréis llegar aaquel rincón del bosque a la hora del mediodía,donde la maleza se une con las aguas del río,entonces puedo yo transportaros y presentaroscon la hermosa Azucena; por el contrario, siteméis al calor del mediodía entonces sólopodréis recurrir al gigante, quien, en aquelacantilado, hacia el anochecer, seguramente semostrará muy obsequioso de serviros. Con leve inclinación, los jóvenes caballeros sealejaron y la serpiente estuvo contenta de des-hacerse de ellos, en parte por deleitarse con supropio resplandor, en parte por satisfacer su

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curiosidad que desde hacía mucho tiempo latorturaba. En medio de los rocosos abismos, en los que amenudo se arrastraba de uno a otro lado, habíahecho un extraño descubrimiento. Pues aunqueestaba obligada a moverse por estos abismossin luz alguna, podía distinguir a través de supiel los objetos. Estaba acostumbrada a encon-trarse en todas partes únicamente presenciasirregulares de la naturaleza; ora enroscábaseentre las aristas de grandes cristales, ora sentía-se sobre las puntas de macizos de plata y saca-ba una u otra piedra preciosa a la luz del día.Pero, para su grande asombro, percibió algunosobjetos dentro de la caverna cerrada que hacíanver la mano activa del hombre. Muros lisos porlos cuales ella no era capaz de trepar, regularesy agudas esquinas, columnas bien talladas y, loque le pareció más extraño de todo, figurashumanas por entre las cuales se había enrosca-do varias veces y que hubo de definir como decobre o de mármol extremadamente bien puli-

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mentadas. Deseaba resumir todas estas expe-riencias a través de la vista, y aquello que ellasolamente suponía, quería comprobarlo. Secreyó capaz de infundir luz por sí misma a estamaravillosa bóveda subterránea, y esperaba deuna vez poder hacerse del completo conoci-miento de esos extraños objetos. Se apresuró y,sin tardanza, halló en su acostumbrado caminola grieta por entre la cual ella solía introducirseal sagrado recinto. Al encontrarse en aquel sitio, se dio vueltacon curiosidad y, pese a que su resplandor nopodía iluminar todos los objetos de la rotonda,los más próximos se le destacaron suficiente-mente claros. Con admiración y respeto, miróhacia lo alto de un brillante nicho en que sehallaba colocada la imagen de un venerable reydel más puro oro. Según la medida, la imagenera de humanas proporciones pero, según lafigura, correspondía a la de una persona másbien pequeña. Su bien formado cuerpo se

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hallaba cubierto con un sencillo manto y unacorona de encinas circundaba su cabello. Apenas la serpiente hubo visto la imagen ve-nerable cuando el rey empezó a hablar y pre-guntó: —¿De dónde vienes? —De los abismos en los que reposa el oro —respondió la serpiente. —¿Qué es más precioso que el oro? —preguntó el rey. —La luz —contestó la serpiente. —¿Qué es más reconfortante que la luz? —preguntó aquél. —La conversación —respondió ésta. Durante estas palabras había mirado de reojoy visto en el nicho inmediato otra imagen pre-ciosa. Representaba, sentado, a un rey de platacuya figura era alta y más bien esbelta; su cuer-po estaba revestido por una adornada vesti-menta: corona, cinturón y cetro guarnecidoscon piedras preciosas. Su rostro poseía la dono-sura del orgullo y parecía querer hablar cuando

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en el muro marmóreo se dibujó una oscura vetaque de pronto se aclaró y difundió una agrada-ble luz por todo el templo. Bajo esta luz, la ser-piente distinguió al tercer rey, que, hecho decobre, estaba sentado con su imponente cuerpo,apoyado en su basto, ornado con una corona delaurel, con el aspecto más de una roca que deun hombre. La serpiente quiso darse vueltapara encontrar al cuarto rey, que estaba a ma-yor distancia, pero mientras tanto el muro seabrió y la veta iluminada centelleó como unrayo y desapareció. Se presentó un hombre de mediana estaturaque atrajo la atención de la serpiente. Iba vesti-do como un labriego y llevaba en su mano unapequeña lámpara ante cuyas llamas silenciosasuno miraba con gusto; iluminaba de manerasingular, sin sombra alguna, todo el cimborio. —¿Por qué vienes si ya tenemos luz? —Vuestra majestad: sabéis que no me espermitido alumbrar lo oscuro.

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—¿Llega a su fin mi reinado? —preguntó elrey de plata. —Tarde o nunca —replicó el viejo. Con voz enérgica, el rey de cobre comenzó apreguntar: —¿Cuándo me levantaré? —Pronto —replicó el viejo. —¿Con quién debo aliarme? —Con tus hermanos mayores —dijo el viejo. —¿Qué será del más joven? —preguntó el rey. —Se sentará —dijo el viejo. —No estoy cansado —exclamó el cuarto reycon una voz ronca y tartamudeante. Mientras aquéllos hablaban, la serpiente sehabía movido silenciosamente en el interior deltemplo, había contemplado todo y en ese mo-mento observaba de cerca al cuarto rey. Esteestaba erecto, apoyado en una columna, y suconsiderable corpulencia era más bien pesadaque hermosa. Mas el metal en que estaba fun-dido no podía distinguirse fácilmente. Bienconsiderado, era una mezcla de los tres metales

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de que estaban hechos sus hermanos. Pero estasmaterias parecían no haberse fusionado bien;vetas de oro y plata corrían irregularmente através de una masa de cobre, dando a la ima-gen un aspecto desagradable. Mientras tanto, el rey de oro se dirigió alhombre: —¿Cuántos secretos sabes? —Tres —replicó el viejo. —¿Cuál es el más importante? —preguntó elrey de plata. —El que es revelado —replicó el viejo. —¿Nos lo quieres también hacer saber? —preguntó el rey de cobre. —En cuanto sepa el cuarto —dijo el viejo. —¡Qué me importa! —murmuró para sí mis-mo el rey mixto. —Yo sé el cuarto —dijo la serpiente, que seacercó al anciano y le siseó algo al oído. —¡Ya es tiempo! —exclamó el anciano conpoderosa voz.

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El templo resonó, retemblaron las estatuas demetal y, en ese momento, el anciano se perdióhacia el poniente y la sierpe hacia el oriente,cada uno recorriendo los abismos rocosos congran prisa. Todos los pasillos que el viejo atravesó, en uninstante se volvían de oro pues su lámpara ten-ía la maravillosa propiedad de convertir en orotodas las piedras, toda la madera en plata, losanimales muertos en gemas, así como de ani-quilar todos los metales. Para lograr este efecto,dicha lámpara tenía que iluminar ella sola; sihabía otra luz a su lado sólo producía un belloy claro resplandor, y todo lo vivo se recreaba acada momento gracias a ella. El viejo entró a su choza, que estaba construi-da al pie de la montaña, y halló a su mujer en lamás profunda aflicción. Estaba sentada junto alfuego y lloraba sin poder consolarse. —¡Qué desdichada soy! —exclamó—. No tehubiera dejado salir este día. —¿Qué pasa, pues?

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—Apenas te fuiste —dijo la anciana entresollozos— dos impetuosos viajeros llegaron a lapuerta; desprevenida, los dejé entrar, parecíanser dos atentas y honradas personas. Estabanvestidos con ligeras llamas, podían haberseconfundido con unos fuegos fatuos. Apenasestuvieron en casa, comenzaron a adularme conpalabras tan desvergonzadas y se volvieron tanimpertinentes que hasta me avergüenzo depensar en ello. —Bueno —replicó el hombre, sonriendo—, esprobable que los señores habrán bromeado;pues, mirando tu edad, seguramente todohabrá quedado en una elemental cortesía. —¡Cuál edad! —exclamó la mujer—. ¿Debosiempre oír hablar de mi edad? ¿Qué edad ten-go yo? ¡Elemental cortesía! Pues yo sé lo que sé.Y sólo voltea a ver cómo están las paredes, sólomira las viejas piedras que no he visto desdehace cien años; lamieron todo el oro, no hubie-ras dado crédito a su habilidad, y en todo mo-mento aseguraban que sabía mucho mejor que

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el oro corriente. En cuanto limpiaron todas lasparedes, parecieron estar de muchos ánimos y,ciertamente, en poco tiempo se pusieron muchomás grandes, anchos y relucientes. Entoncesempezaron otra vez con su petulancia, me aca-riciaron, me llamaron su reina, se sacudieron yuna gran cantidad de monedas de oro saltóalrededor suyo. Todavía puedes ver cómo relu-cen algunas debajo del banco. ¡Pero qué des-gracia! Nuestro perrito comió algunas de ellas yaquí lo tienes muerto al pobre, debajo de lachimenea. ¡Pobrecillo mi animal! No puedoconsolarme. Lo vi después de que se habíanido, pues de lo contrario no les hubiera prome-tido pagar su deuda con el barquero. —¿Qué es lo que debes? —Tres coles, tres alcachofas y tres cebollas.Les prometí llevar las cosas al río, al amanecer. —Puedes hacerles el favor —dijo el anciano—, pues en algún momento ellos nos servirán anosotros.

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—Si nos van a servir no lo sé, pero yo les hicela promesa. Mientras tanto, el fuego de la chimenea sehabía apagado, el anciano cubrió con muchaceniza las brasas, apartó las relucientes piezasde oro y, al momento, su lamparita iluminabaotra vez con el más hermoso esplendor, los mu-ros de la casa se cubrieron de oro y el perrito setransformó en el ónix más bello que podía unoimaginar. La variación entre el color marrón ynegro de la piedra preciosa hacía de ella unaobra de arte rarísima. —Toma tu cesto —dijo el viejo— y colocadentro el ónix; toma después las tres coles, lastres alcachofas y las tres cebollas, ponlas alre-dedor y llévalo todo al río. Hacia el mediodíahazte transportar por la serpiente, visita a lahermosa Azucena y ¡llévale el ónix! Ella lo re-vivirá con su tacto al igual que por lo mismomata todo lo vivo. En él tendrá un fiel compa-ñero. Dile que no esté triste, que su salvaciónestá cerca, que la desgracia más grande puede

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considerarla como la más grande fortuna, puesya es el tiempo. La vieja preparó su cesto y se puso en caminoal amanecer. El sol naciente brillaba con clari-dad desde el otro lado del río, cuyas aguas res-plandecían a lo lejos; la mujer caminó con pasolento ya que el cesto le oprimía la cabeza y, sinembargo, no era el ónix lo que la fatigaba. Lomuerto que sobre sí llevaba no lo sentía, pues lepermitía levantar su cesto hacia lo alto y flotarsobre su cabeza. Pero cargar una fresca legum-bre o un pequeño animal vivo le era sumamen-te pesado. Hubo de caminar malhumorada untrecho, cuando, asustada de pronto, se paró enseco pues estuvo a punto de pisar la sombra delgigante, que se extendía a través del llano haciadonde ella se encontraba. Y sólo hasta ese mo-mento hubo de ver al descomunal gigante, quese había bañado en el río, salido del agua, sinque ella supiera cómo apartarse. En cuanto él laadvirtió, comenzó entre bromas a saludarla ylas manos de su sombra alcanzaron el cesto.

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Con desenvoltura y agilidad tomaron una col,una alcachofa y una cebolla y las llevaron a suboca, después de lo cual el gigante caminó ríoarriba dejando libre el camino a la mujer. Pensó si no sería mejor regresar y sustituircon las de su jardín las piezas que faltaban, ymientras tanto continuó su camino en medio deestas dudas de manera que pronto llegó al bor-de del río. Estuvo largo tiempo en espera delbarquero, a quien finalmente vio en compañíade un extraño viajero. Un hombre joven, nobley hermoso al que no se cansaba de ver descen-dió de la barca. —¿Qué traéis? —clamó el anciano. —Son las legumbres que los fuegos fatuos osdeben —replicó la mujer, mostrándole su mer-cancía. Cuando el viejo observó dos de cadauno de los géneros se puso de mal humor yaseveró que no podía aceptarlos. La mujer lerogó encarecidamente que las aceptara, le contóque en ese momento no le era posible volver acasa y que la carga le sería muy pesada en el

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camino que tenía por delante. El barquero insis-tió en su desdeñosa respuesta asegurándoleque ni siquiera dependía de él. —Lo que me corresponde a mí tengo que re-unirlo durante nueve horas y no puedo aceptarnada mientras no hayáis tributado al río la ter-cera parte. Después de mucho discutir, respondió por finel viejo: —Hay todavía un medio. Si os ofrecéis comogarante ante el río y os confesáis como deudora,entonces acepto las seis piezas. Pero existealgún peligro. —¿Pero si cumplo con mi palabra no corroningún peligro? —No, el más mínimo. Meted vuestra mano enel río —continuó el viejo— y prometed quequeréis pagar la deuda antes de que transcu-rran veinticuatro horas. La anciana lo hizo así. ¡Pero cómo se asustó alsacar su mano del agua, negra como carbón!Increpó vehementemente al anciano aseguran-

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do que sus manos habían sido siempre lo máshermoso en ella y que, a pesar del trabajo duro,ella había sabido mantener estos nobles miem-bros blancos y gráciles. Miró su mano conenorme disgusto y exclamó, con desesperación: —¡Esto es aun peor! Yo veo que además seencoge, está mucho más pequeña que la otra. —Ahora sólo lo parece —dijo el viejo—. Perosi vos no cumplís vuestra palabra, puede vol-verse realidad. La mano encogerá poco a pocoy finalmente desaparecerá del todo sin que osvéais impedida de su uso. Podréis realizarcualquier cosa con ella, sólo que nadie la podráver. —Preferiría verme impedida de su utilidadcon tal de que no desapareciese —dijo la vie-ja—. Por ahora esto no significa nada. Man-tendré mi palabra para verme librada de estanegra piel y de mi preocupación. Tomó el cesto con premura y lo sostuvo en-cima de su coronilla dejándolo flotar librementeen el aire y, a la carrera, siguió detrás del joven,

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quien caminaba pensativo y sin prisa. Suapuesta figura y su extraña vestimenta habíanimpresionado profundamente a la anciana. Su pecho estaba cubierto con una relucientecoraza bajo la cual todas las partes de su her-moso cuerpo se movían. De sus hombros col-gaba un manto purpúreo, en su cabeza descu-bierta ondeaba un cabello castaño de hermososrizos; su rostro encantador estaba expuesto alos rayos del sol al igual que sus bien propor-cionados pies. Con desnuda planta caminó rela-jadamente sobre la quemante arena y un pro-fundo dolor parecía insensibilizarlo ante todaimpresión externa. La anciana intentó atraerlolocuazmente a su conversación, pero él tan sólole respondió con escasas palabras, de maneraque finalmente, no obstante sus bellos ojos, ellase dio por vencida de dirigirle siempre la pala-bra y se despidió de él diciendo: —Vais demasiado lento, mi señor. No puedoentretenerme antes de cruzar el río con la ayu-da de la serpiente verde para llevarle a la her-

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mosa Azucena el exquisito regalo que mi mari-do le envía. Con estas palabras se alejó presurosamente, ycon la misma prisa el joven se animó a seguirla. —¡Vais con la hermosa Azucena! —exclamóél—. Entonces llevamos el mismo camino. ¿Quéregalo es el que lleváis con vos? —Señor mío —contestó la señora, algo cam-biada—, no es justo que después de que vosrechazárais mis preguntas tan secamente, inter-roguéis ahora con tanta vivacidad por mis se-cretos. Si de otro modo queréis aceptar un in-tercambio y contarme vuestras aventuras, en-tonces no ocultaré cuál es mi situación ni quéclase de regalo es el mío. Pronto se entendieron; la mujer le confió susituación así como la historia del perro y le dejóver el hermoso regalo. Al instante, extrajo del cesto la obra de artenatural y tomó al dogo, que parecía estar dur-miendo dulcemente entre sus brazos.

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—¡Qué feliz animal! —exclamó—. Prontoserás tocado por sus manos, serás revivido porella mientras que los vivos huyen de ella parano sufrir un triste destino. ¡Pero ¿por qué digo"triste"? ¿No es mucho más triste y angustiososer paralizado ante su presencia que morir alcontacto de su mano? ¡Mírame! —dijo a la an-ciana—. ¡Cuán miserable es la condición que ami edad tengo que soportar! Esta coraza quellevé con honor durante la guerra, este mantopurpúreo que intenté merecer a través de unsabio gobierno me los otorgó el destino, aquéllacomo una carga inútil y el otro como un adornoinsignificante. Corona, cetro y espada estánperdidos. Por lo demás, estoy tan desnudo ymenesteroso como cualquier hijo de la tierra,pues tan infelices se ven sus hermosos ojos azu-les que a todos los seres vivos les quita susfuerzas y todos aquellos a quienes su mano nomata se sienten trasladados a un estado deerrabundas sombras vivas.

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Así continuó lamentándose y de ninguna ma-nera satisfacía la curiosidad de la anciana, queno solamente quería saber acerca de su estadointerior, sino también de su circunstancia ex-terna. No supo ni el nombre de su padre ni elde su reino. Acarició al petrificado dogo, al quelos rayos del sol y el pecho tibio del joven hab-ían dado color como si estuviera vivo. El jovenno dejó de preguntar por el hombre de lalámpara, por los efectos de la luz sagrada y, ensu triste situación, de esto parecía prometersemucho para el porvenir. Mientras avanzaban conversando vieron bri-llar bajo el resplandor del sol, a lo lejos y de laforma más maravillosa, el majestuoso arco delpuente, que se tendía de una orilla a otra. Am-bos quedaron admirados pues jamás habíanvisto esa construcción bajo un aspecto tan her-moso. —¡Cómo! —exclamó el príncipe—. ¿No era yasuficientemente hermoso ante nuestros ojos,como el jaspe y el prasio, cuando estaba recién

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construido? ¿No tiene uno el temor de pisarlopues parece estar fundido en la variedad másanimada de esmeralda, crisopasio y crisolito? Ambos ignoraban el cambio que había adqui-rido gracias a la serpiente, pues era ésta la quecada mediodía se elevaba sobre el río en esaaudaz forma de puente. Los viajeros posaron suplanta con respeto y, en silencio, caminaron através de ella. Apenas hubieron llegado al otro lado, elpuente empezó a balancearse y a moverse, enbreve tocó la superficie del agua y la serpienteverde acompañó en su extraña figura a los via-jeros que ya iban por tierra. Ninguno de los doshabía apenas dado las gracias por pisar su torsocuando notaron que, además de ellos tres, teníaque haber otras personas entre el grupo, lascuales, sin embargo, no podían ver con suspropios ojos. A su lado oyeron un siseo al quela serpiente respondió igualmente con otro si-seo; aguzaron el oído y por fin pudieron enten-der lo siguiente:

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—Investigaremos primero de incógnito en eljardín de la bella Azucena —dijeron distintasvoces— y os rogamos que al anochecer, cuandoestemos presentables, nos llevéis ante la perfec-ta beldad. Nos encontraréis en el borde delgran lago. —Así lo haremos —respondió la serpiente yun siseante sonido se perdió en el aire. Nuestros tres viajeros se consultaron entoncesen qué orden querían presentarse ante la bel-dad; pues aunque podía estar rodeada de va-rias personas. éstas sólo podían presentarseante ella por separado y retirarse ya que, deotro modo, se verían sometidas a intensos dolo-res. La mujer, con el perro transformado dentrodel cesto, se acercó primeramente al jardín ybuscó a su protectora, quien era fácil de encon-trar pues en esos momentos cantaba acom-pañándose con una lira. Los suaves tonos semanifestaron primero como anillos sobre lasuperficie del lago silencioso, después como un

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ligero vientecillo que puso en movimientoabrojos y matorrales. En una verdosa glorieta, ala sombra de un bello conjunto de variadosárboles, a la primera vista hechizó, como decostumbre, los ojos, el oído y el corazón de lamujer, que se acercó encantada jurándose a ellamisma que la beldad se había hecho más her-mosa todavía durante su ausencia. Ya desdelejos la buena mujer, saludándola y elogiándo-la, exclamó ante la más amable de todas lasdoncellas: —¡Qué dicha veros! ¡Qué celestial diafanidadesparce vuestra presencia en torno vuestro!¡Qué grácil se ve vuestra lira apoyada en vues-tro regazo! ¡Cuán delicadamente la ciñen vues-tros brazos, qué añoranza parece tener porvuestro pecho y qué tiernamente se escuchabajo el tacto de vuestros finos dedos! ¡Tres ve-ces dichoso el mancebo al que prometisteis to-mar su lugar!

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Se hubo acercado al pronunciar estas pala-bras; la hermosa Azucena abrió los ojos, dejócaer sus manos y replicó: —¡No me entristezcas con importunos elo-gios! Eso sólo me hace sentir más honda midesdicha. Mira, aquí a mis pies está el pobrecanario muerto. Acostumbraba posarse sobremi lira y, gracias a mi esmero en su educación,evitaba tocarme. Hoy, después de habermereconfortado del sueño, al comenzar una serenacanción matinal y al escucharle a mi pequeñocantarín, más alegre que nunca, sus armoniosostrinos, un azor se lanzó por encima de mi cabe-za. Mi pobre animalillo, asustado, se refugiódentro de mi pecho y en ese instante sentí losúltimos estertores de la vida que lo abandona-ba. Cierto que tocado por mi mirada, el crimi-nal caminó desfalleciente al borde del agua,pero ¡de qué pudo servirme su castigo! Mi ado-rado está muerto y su tumba solamente harácrecer más los tristes abrojos de mi jardín.

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—¡Animaos, hermosa Azucena! —exclamó lamujer, secándose una lágrima que el relato dela infeliz doncella le había provocado—. ¡Esfor-zaos! Mi edad puede mostraros que debéis mo-derar vuestra tristeza y considerar la desdichamás grande como un indicio de la más grandefortuna, pues ya ha de ser el tiempo. Y en ver-dad —continuó la anciana— muy revuelto an-da el mundo. ¡Ved tan sólo mi mano, qué negrase ha puesto! ¡En verdad que está mucho máspequeña y debo darme prisa antes de que des-aparezca completamente! ¿Por qué deberíamostrarme tan complaciente ante esos fuegosfatuos? ¿Por qué debía yo encontrarme con elgigante y por qué debía de meter mi mano en elrío? ¿No me podéis dar una col, una alcachofa yuna cebolla? De ese modo, se los llevaré al río ymi mano se pondrá blanca como antes, de ma-nera que la podré poner casi al lado de la vues-tra. —Coles y cebollas podríais aún encontrarlasen cualquier sitio, pero en vano buscaréis alca-

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chofas. Todas las plantas de mi jardín no tienenni pétalos ni frutos pero cada ramita que quie-bro y planto en la tumba de un ser querido re-verdece de inmediato y rápidamente crece. Pordesgracia, he visto crecer todos estos grupos dematorrales y florestas. Las umbelas de estospinos, los obeliscos de estos cipreses, los colo-sos de encinos y hayas, todos, fueron ramasdiminutas plantadas por mi mano como tristesmonumentos en un suelo normalmente infértil. La vieja había prestado poca atención a estediscurso mientras sólo observaba su mano, lacual, en presencia de la hermosa Azucena, sevolvía más y más negra y parecía disminuir acada minuto. Quería tomar su cesto y estaba apunto de irse cuando sintió que había olvidadolo mejor. En seguida extrajo al dogo convertidoy lo colocó sobre el prado, no lejos de la hermo-sa mujer. —Mi marido —dijo la vieja— os manda estepresente. Sabéis que podéis revivir esta piedrapreciosa apenas la toquéis. Este bueno y fiel

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animalillo os dará con seguridad mucha alegr-ía, y la tristeza de que yo lo haya perdido pue-de aligerarse con la idea de que vos lo poseéis. La hermosa Azucena miró con placer al man-so animal y, según podía apreciarse, con admi-ración. —Coinciden muchos signos que me inspirangran esperanza —dijo ella—. Pero ¡ay!, ¿no esacaso una locura propia de nuestra naturalezaque cuando coinciden muchas desgracias nosimaginemos que lo mejor está cerca?¿Cómo han de ayudarme tantos buenos signos?¿El ave muerta, la negra mano de mi amiga?¿El dogo convertido en joya tiene así su fielimagen?¿Acaso no me lo ha enviado la lámpara?Alejada del dulce gozo humano,Estoy por cierto hermanada a la desdicha.¡Ay! ¿Por qué no está el templo junto al río?¿Por qué el puente no está todavía construido? Con cierta impaciencia había escuchado lamujer estos versos que la hermosa Azucena

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había acompañado con los agradables sonidosde su lira y que a cualquier otro hubiera encan-tado. Apenas quiso retirarse cuando de nuevole fue impedido por la llegada de la serpienteverde. Ésta había escuchado los últimos versosde la canción, por lo que al momento, llena deconfianza, le infundió coraje. —¡La profecía del puente se ha cumplido! —exclamó—. Preguntad tan sólo a esta buenamujer qué hermoso se muestra el arco en estemomento. Lo que normalmente era jaspe opa-co, lo que sólo era prasio a través del cual la luzatravesaba cuando mucho sus bordes, se havuelto ahora una transparente joya. Ningúnberilo es tan claro y ninguna esmeralda tienetan hermoso color. —En tal caso os deseo suerte —dijo Azuce-na—, mas perdonadme si no creo cumplidaaún la profecía. Sobre el elevado arco de vues-tro puente sólo pueden pasar peatones, y se nosha prometido que pasarán caballos y carros yviajeros de todas clases, yendo y viniendo al

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mismo tiempo sobre el puente. ¿No se os haprofetizado acerca de los grandes pilares que selevantarán desde el río mismo? La vieja había clavado en todo momento sumirada sobre la mano; en ese instante inte-rrumpió la conversación y se despidió ceremo-niosamente. —Aguarda un momento más —dijo la her-mosa Azucena— y lleva a mi pobre canario.Ruega a la lámpara que lo convierta en unhermoso topacio. Yo lo quiero revivir con mismanos y él, junto con vuestro buen Mops, seránmi mejor esparcimiento; pero ¡apresúrate lomás que puedas!, pues con la puesta del sol unainsoportable descomposición atacará al pobreanimal y desgarrará para siempre el conjuntode su hermosa figura. La anciana colocó el diminuto cadáver entretiernas hojas dentro del cesto y se retiró a todaprisa.

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—Sea lo que fuere —dijo la serpiente, conti-nuando la conversación interrumpida—, eltemplo está construido. —Pero aún no está en el río —replicó la her-mosa mujer. —Aún reposa en las profundidades de la tie-rra —dijo la serpiente—. Yo he visto a los reyesy he hablado con ellos. Pero ¿cuándo se levantarán? —preguntóAzucena. La serpiente replicó: —Escuché las grandes palabras resonar de-ntro del templo: "El tiempo ha llegado". Una agradable alegría se extendió por el ros-tro de la beldad: —Pues hoy escuché —dijo ella— las venturo-sas palabras por segunda ocasión. ¿Cuándollegará el día que las escuche por tercera vez? Se levantó y, de inmediato, detrás de un ma-torral, surgió una encantadora muchacha querecibió de sus manos la lira. A ésta la siguióotra que plegó el catrecillo tallado en marfil, en

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el cual había estado sentada Azucena, y bajo subrazo tomó el plateado almohadón. Una terce-ra, que llevaba una gran sombrilla bordada conperlas, se presentó en espera de que Azucenallegara a necesitarla en caso de hacer su paseo.Eran estas tres muchachas de una expresiónincomparablemente bella y encantadora y, sinembargo, tan sólo resaltaba la belleza de Azu-cena de modo que cada una terminó por reco-nocer que no podían compararse con ella.Mientras tanto, la hermosa Azucena había ob-servado con placer al magnifico perro. Se in-clinó hacia él, lo tocó y, en ese instante, se le-vantó de un salto. Se volvió vivazmente, corrióde un lado a otro y por último se arrojó sobresu bienhechora saludándola de la manera másamable. Ella lo tomó en sus brazos y lo estrechócontra su pecho. —¡Qué frío estás! Y aunque sólo anida en ti lamitad de la vida, eres bienvenido. Te quieroamar tiernamente, jugar contigo, mimarte y

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estrecharte con todas mis fuerzas cerca de micorazón. En ese momento lo soltó, lo alejó de sí, volvióa llamarlo, jugó con él y corretearon inocente yvivazmente sobre el prado, de tal manera quehabía que ver su alegría con nuevo encanto yparticipar de ella, al igual que un momentodespués su tristeza había afluido a todos loscorazones. Esa alegría, esos graciosos juegos fueron inte-rrumpidos por la llegada del joven triste. Seaproximó de la manera como ya lo hemos visto;sólo que el calor del día parecía haberlo fatiga-do todavía más, y ante la presencia de su ama-da empalidecía más a cada instante. Llevaba elazor en su mano, posado tranquilamente, comouna paloma, dejando caer sus alas. —No es amable —exclamó Azucena, diri-giéndose a él—que traigas ante mi vista elodioso animal, el monstruo que ha matado a mipequeño cantarín.

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—¡No riñas a la infeliz ave! —replicó el jo-ven—. Acúsate más bien a ti misma y al desti-no, y concédeme que permanezca en compañíade mi hermano de miserias. Mientras tanto, el perro no cesaba de impor-tunar a la beldad, a lo cual ella le correspondíacon las muestras más cariñosas. Palmeó susmanos a fin de apartarlo; después al punto sedirigió para atraerlo de nuevo. Intentaba coger-lo cuando él huía y ahuyentarlo cuando inten-taba acercarse a ella. El joven observaba en si-lencio y con creciente disgusto. Pero finalmen-te, como ella tomara en sus brazos al feo anima-lillo, que a él le parecía del todo horrible, loapretara contra su blanco regazo y besara sunegro hocico con sus celestiales labios, se leagotó por completo la paciencia y exclamó,lleno de desesperación: —¿Es que debo yo, tal vez para siempre y porun triste destino, vivir privado de tu presencia,de ti, por cuya causa he perdido todo, incluso amí mismo, ver ante mis ojos que una criatura

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tan antinatural te provoque alegría, que gane tuafecto y pueda disfrutar de tu abrazo? ¿Debo irvagando por más tiempo de un lado a otro ycompletar el triste círculo cruzando el río deuna a otra de sus orillas? No. Aún palpita unachispa del antiguo heroísmo en mi pecho. ¡Queen este momento se levante crepitante porúltima vez! Si piedras pueden reposar en tuseno, entonces que me convierta en piedra; si tutacto mata, entonces quiero morir en tus ma-nos. Dijo estas palabras con ademanes vehemen-tes; el azor voló de su mano, pero él se arrojóhacia la hermosa muchacha cuando ella alzósus manos para detenerlo y, con horror, sintióella la adorada carga en su seno. Con un gritoretrocedió y el encantador mancebo se des-plomó desde la altura de sus brazos. ¡La desgracia había ya sucedido! La dulceAzucena estaba de pie, inmóvil, mirando absor-ta el cadáver inánime. El corazón parecía para-lizársele dentro del pecho y sus ojos estaban sin

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lágrimas. En vano el doguillo intentaba atraerlacon movimientos amistosos; para ella todo elmundo había muerto con él. En su muda de-sesperación no buscó ayuda pues ya no espera-ba ninguna. Por el contrario, la serpiente se movió con lamayor presteza; parecía tener en mente unaforma de salvarlo y, en efecto, sus extrañosmovimientos servían al menos para impedir demomento las inminentes terribles consecuen-cias de la desgracia. Con su flexible cuerpo des-cribió un amplio circulo en torno al cadáver,tomó la punta de su cola con los colmillos y semantuvo inmóvil. Poco después apareció una de las más hermo-sas doncellas de Azucena que traía consigo elcatrecillo de marfil e instó a la beldad, con ges-tos amables, a que se sentara; poco despuésllegó la segunda de ellas, que llevaba un velorojo que colocó sobre la cabeza de su señora,ornamentándola más que cubriéndola; la terce-ra le dio la lira y, apenas había ella tomado el

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precioso instrumento y arrancado algunos to-nos a las cuerdas, cuando la primera regresócon un redondo y claro espejo, se sentó ante labeldad, captó sus miradas y le presentó la ima-gen más agradable que podía hallarse en lanaturaleza. El dolor acrecentaba su hermosura,el velo, sus encantos, la lira, su gracia; y cuantomás deseaba uno ver cambiar su triste situa-ción, tanto más deseaba uno mantener su ima-gen tal y como aparecía en esos momentos. Con una muda mirada hacia el espejo, tanpronto como arrancaba sonidos melodiosos, sudolor parecía aumentar y las cuerdas respond-ían vehementemente a su lamento. Varias veceshizo el intento de cantar, pero la voz se le que-braba; pronto su dolor se disolvió en lágrimas,las doncellas la tomaron del brazo en su ayuda,la lira cayó de su falda. Apenas tomó la solícitasierva el instrumento, lo puso a su lado. —¿Quién nos trae al hombre de la lámparaantes de que el sol desaparezca? —siseó suavepero comprensiblemente la serpiente.

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Las muchachas se miraron entre sí y laslágrimas de Azucena fueron en aumento. Enese instante, la mujer del cesto regresó, desalen-tada. —¡Estoy perdida e inválida! —exclamó ella—.¡Mirad cómo mi mano casi ha desaparecido! Niel barquero ni el gigante me quieren transpor-tar porque aún soy deudora del agua; en vanohe ofrecido cien coles y cien cebollas: no quie-ren más que tres piezas y ninguna alcachofapuede encontrarse en esta región. —Olvidad vuestra pena —dijo la serpiente—y tratad, de ayudar aquí. Tal vez al mismotiempo se os pueda ayudar. Apresuraos todo loque podáis para encontrar a los fuegos fatuos;aún queda suficiente luz para verlos pero talvez podáis escuchar sus risas y su alboroto. Siellos se apresuran, el gigante os llevará todavíaal otro lado del río y entonces podréis encontraral hombre de la lámpara y enviarlo aquí. La mujer corrió tan aprisa como pudo y laserpiente parecía esperar el regreso de ambos

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con la misma impaciencia que Azucena. El rayodel sol poniente doraba por desgracia ya tansólo la punta más alta de los árboles y de lamaleza, y largas sombras se extendían sobre ellago y los prados; la serpiente se movía conimpaciencia y Azucena se deshacía en lágrimas. En ese trance, la serpiente miraba en tornosuyo pues temía a cada momento que el sol seocultase, que la podredumbre penetrase en elcírculo mágico y atacara inconteniblemente alapuesto mancebo. Por fin, vio en lo alto delcielo al azor con su purpúreo plumaje y cuyopecho reflejaba los últimos rayos del sol. Seestremeció de alegría ante la buena señal; y nose equivocaba pues poco después vio al hom-bre de la lámpara deslizarse por encima dellago como si patinara. La serpiente no cambió de posición pero Azu-cena se puso de pie y le gritó: —¿Qué buen espíritu te envía en este momen-to en que te deseamos y necesitamos tanto?

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—El espíritu de mi lámpara me impulsa —replicó el viejo—, y el azor me condujo hastaaquí. Mi lámpara chisporrotea cuando alguienme necesita y yo solamente busco la señal en elcielo; cualquier ave o meteoro me señala la di-rección o el sentido hacia donde debo dirigir-me. ¡Estad tranquila, bella doncella! Yo no sé sipuedo ayudar, uno solo no ayuda sino el que seune en la hora precisa con muchos. Dejadnosdiferir y esperad. Mantén tu circulo cerrado —continuó, dirigiéndose a la serpiente y sentán-dose al lado suyo, sobre un montículo de tierray alumbrando el cuerpo muerto. —¡Traed también al buen canario y colocadlodentro del círculo! Las muchachas tomaron del cesto el pequeñocadáver que la vieja había dejado allí y obede-cieron a la voz del hombre. Mientras tanto, el sol se había ocultado y, amedida que la oscuridad aumentaba, no sólo laserpiente y la lámpara del hombre comenzarona resplandecer, cada quien a su modo, sino que

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también el velo de Azucena despedía una tenueluz que coloreaba sus pálidas mejillas y su ves-tido blanco como una tierna aurora de una gra-cia infinita. Uno al otro se miraron intercam-biando miradas en una muda contemplación;preocupación y tristeza estaban apaciguadaspor una firme esperanza. Por ello, no parecía menos gratificante mirar ala vieja en compañía de los vivaces fuegos,quienes entre tanto debían haber gastado mu-cho pues se habían puesto extremadamentemagros, a pesar de lo cual se comportaban de lomás comedidos frente a la princesa y las demásdoncellas. Con entero aplomo y locuaz expresi-vidad dijeron cosas bastante vulgares; se mos-traron sobre todo muy receptivos, especialmen-te ante el encanto que el reluciente velo ex-pandía sobre Azucena y sus acompañantes. Lasmujeres bajaron modestamente sus miradas yel elogio de su belleza en verdad las embellecía.Todo el mundo estaba contento, tranquilo, ex-cepto la anciana. Pese a que su marido afirmaba

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que su mano no podía disminuir más mientrasestuviese expuesta a la luz de la lámpara, ellaaseguró más de una vez que, de continuar así,ese noble miembro desaparecería del todo antesde la medianoche. El viejo de la lámpara había escuchado aten-tamente la conversación de los fuegos fatuos yestaba contento de que Azucena se hubieradistraído y alegrado con esa conversación. Y, enefecto, llegó la medianoche, no se sabía cómo.El viejo miró las estrellas y entonces comenzó adecir: —Estamos reunidos en la feliz hora, desem-peñe cada quien su trabajo, cada uno cumplacon su obligación y una felicidad colectiva di-solverá los pesares de cada quien al igual que ladesgracia de todos consume las alegrías de ca-da uno. Después de dichas estas palabras, surgió unmaravilloso barullo pues todos los presenteshablaron por sí mismos y expresaron en vozalta lo que tenían que hacer; sólo las tres donce-

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llas permanecían en silencio, vencidas por elsueño; una al lado de la lira, la otra a la vera delparasol y la tercera junto al catrecillo, y no seles podía tomar a mal pues era ya tarde. Losflamígeros jóvenes, después de breves galanter-ías que también habían dedicado a las siervas,habían acabado por referirse a Azucena comola más hermosa. El anciano dijo al azor: —Toma el espejo y con los primeros rayos delsol alumbra a las durmientes y despiértalasdesde la altura con el reflejo de la luz. La serpiente comenzó a agitarse, deshizo elcírculo y se movió en grandes ondulacioneshacia el río. Los fuegos fatuos le siguieron conla mayor ceremonia de modo que podía unoconsiderarlos como las llamas más serias. Laanciana y su marido tomaron el cesto, cuyatenue luz no se había advertido hasta ese mo-mento, lo estiraron por ambos lados hastahacerlo más y más grande y resplandeciente; enseguida introdujeron el cadáver del mancebo y

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colocaron el canario en su pecho. El cesto seelevó en el aire y flotó sobre la cabeza de la vie-ja, quien siguió el camino de los fuegos fatuos.La bella Azucena tomó al perrillo entre sus bra-zos y siguió a la anciana; el hombre de lalámpara cerraba el séquito mientras la regiónestaba iluminada de la más extraña manera porestas diversas luces. No sin escasa admiración, el grupo, al llegaral río, vio elevarse un arco precioso sobre elmismo, encima del cual la serpiente bienhecho-ra les preparó un camino esplendoroso. Si du-rante el día uno había admirado las transparen-tes gemas de las que se apreciaba estar cons-truido el puente, entonces durante la noche seadmiraba uno de su resplandeciente hermosu-ra. En la parte superior el claro círculo se desta-caba del oscuro cielo, mientras que en la parteinferior refulgían vivos destellos hacia el centromostrando la cambiante solidez de la construc-ción. La comitiva atravesó con lentitud y elbarquero, que miraba a lo lejos desde su choza,

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contemplaba con admiración el círculo res-plandeciente y las extrañas luces que por enci-ma del mismo se agitaban. Apenas llegaron a la otra orilla cuando el arcocomenzó a balancearse de un modo singular alaproximarse el agua ondulante. Poco despuésla serpiente se arrastraba por tierra, el cesto seasentó en el suelo y la serpiente volvió a cerrarsu circulo; el anciano se inclinó ante ella y dijo: —¿Qué has decidido? —Sacrificarme antes de que me sacrifiquen —replicó la serpiente—. Prométeme que no vas adejar en tierra una sola piedra. El anciano se lo prometió y dijo después a labella Azucena: —¡Posa tu mano izquierda sobre la serpientey la derecha sobre tu amado! Azucena se arrodilló y tocó de ese modo a laserpiente y al cadáver. En ese instante, éste pa-reció retornar a la vida; se agitó dentro del ces-to e incluso se incorporó para sentarse. Azuce-na lo quiso abrazar pero el viejo la retuvo; así,

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ayudó al mancebo a levantarse sosteniéndolocuando salía del cesto y del círculo. El joven estaba de pie, el canario revoloteabaen su hombro; había de nuevo vida en ambospero el espíritu aún no había retornado. Elapuesto mancebo tenía los ojos abiertos pero noveía, al menos parecía mirar todo sin interésalguno y, apenas se hubo moderado un tanto laadmiración ante este fenómeno, se hizo notar laextraña manera en que se había transformadola serpiente. Su esbelto y hermoso cuerpo sehabía descompuesto en miles y miles de reful-gentes piedras preciosas; la vieja, que al des-cuido quiso tomar su cesto, había tropezadocon ellas y no se vio más la figura de la serpien-te; tan sólo un hermoso círculo de resplande-cientes gemas quedó sobre la hierba. El anciano dio indicios de meterlas en el ces-to, a lo cual su esposa tuvo que ayudarle. Am-bos llevaron luego el cesto hacia la orilla, en unsitio elevado, y él arrojó toda la carga al río nosin el disgusto de su mujer y de las demás don-

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cellas, a quienes les hubiera gustado elegir al-gunas para sí. Las gemas, como resplandecien-tes y fulgurantes estrellas, nadaron entre eloleaje y no podía distinguirse si se perdían a lolejos o se sumergían. —Señores míos —dijo el anciano encarecida-mente a los fuegos fatuos—, en adelante voy aenseñaros el camino abriendo el paso; mas es-peramos vuestra preciosa ayuda para franque-arnos la puerta del sagrado recinto, por la cualtenemos que entrar esta vez y que nadie másque vosotros puede abrir. Los fuegos fatuos se inclinaron cortésmente yse quedaron detrás. El anciano avanzó con lalámpara al interior de la caverna, que se abriódelante suyo. El joven, casi mecánicamente, lesiguió; silenciosa e insegura, Azucena se man-tuvo a cierta distancia detrás suyo, la vieja noquería quedarse atrás y alargó su mano paraque la luz de la lámpara de su marido pudieraalumbrarla sin sombra alguna. Cerraron enton-ces los fuegos fatuos el séquito inclinando una

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hacia otra las puntas de sus llamas como siconversaran. No habían andado mucho tiempo cuando elcortejo se halló delante de un gran portal debronce cuyas hojas estaban cerradas con unacerradura de oro. Al momento, el ancianollamó a los fuegos fatuos quienes no vacilaronen consumir con sus llamas más punzantes lacerradura. El bronce crujió cuando el portón saltó depronto y aparecieron en el interior del recintosagrado las dignas imágenes de los reyes, ilu-minadas por las luces que atravesaban desde elexterior. Todos y cada uno se inclinaron antelos venerables monarcas y especialmente losfuegos fatuos no escasearon en retorcidas genu-flexiones. Después de una pausa, el rey de oro pre-guntó: —¿De donde venís? —Del mundo —contestó el viejo. —¿A dónde vais? —preguntó el rey de plata.

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—Al mundo —dijo el viejo. —¿Qué queréis de nosotros? —preguntó elrey de bronce. —Os queremos acompañar —dijo el viejo. El rey mixto estaba a punto de comenzar ahablar cuando el rey de oro dijo a los fuegosfatuos, quienes se le habían acercado demasia-do: —¡Alejaos de mí; mi oro no es para vuestropaladar! en esto se dirigieron al de plata y seestrecharon a él; su traje relucía hermoso bajolos destellos dorados. —Vosotros sois bienvenidos —dijo él—, peroyo no os puedo alimentar: ¡llenaos afuera ytraedme vuestra luz! —se alejaron y caminaronen silencio pasando por donde estaba el rey decobre, que parecía no haberlos notado, y se di-rigieron hacia el rey mixto. —¿Quién dominará el mundo? —exclamóéste con voz tartamudeante. —quien está en sus pies —contestó el viejo. —¡Ese soy yo! —dijo el rey mixto.

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—Eso se manifestará —dijo el viejo—, pues eltiempo ha llegado. La hermosa Azucena se echó al cuello delanciano y lo besó muy cordialmente. —Santo padre —dijo ella—, mil veces teagradezco pues por tercera vez escucho estaspalabras enteramente proféticas. Apenas hubo exclamado lo anterior cuandose apoyó más fuertemente en el viejo pues elpiso comenzó a vacilar bajo sus pies; la vieja yel joven se tomaron también el uno al otro; sólolos ágiles fuegos fatuos no se daban cuenta denada. Se podía sentir claramente que todo el templose movia como un navío que se alejara suave-mente fuera del puerto después de levar anclas;las profundidades de la tierra parecían abrirseante él al momento en que cruzaba. No chocócontra nada, ninguna roca se interpuso en sucamino.

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Durante unos instantes pareció caer una llu-via fina; el anciano sostuvo a la hermosa Azu-cena más fuertemente y le dijo: —Estamos debajo del río y pronto habremosllegado a nuestro destino. No mucho después creyeron estar en calmapero se equivocaban: el templo se elevaba. Entonces surgió un ruido extraño por encimade sus cabezas. Tablas y vigas, en relaciónamorfa, comenzaron a oprimir hacia adentroruidosamente y en dirección a la abertura de lacúpula. Azucena y la anciana saltaron a un la-do, el hombre de la lámpara sujetó al manceboy lo detuvo en su sitio. La pequeña choza delbarquero —pues era ésta a la que el templo, alelevarse, había separado de la tierra y habíaacogido— descendió lentamente cubriendo aljoven y al viejo. Las mujeres gritaban mientras el templo sesacudía como un navío que chocase insospe-chadamente contra la costa. Angustiadas, lasmujeres erraban bajo el crepúsculo en torno de

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la choza. La puerta estaba cerrada y nadie escu-chaba sus toquidos. Llamaron más fuerte y nofue poco su asombro cuando al final la maderacomenzó a resonar. Por la fuerza de la lámparaencerrada, la choza se había convertido desdedentro en plata. No pasó mucho tiempo cuandoincluso cambió su figura, pues el noble metalabandonó las eventuales formas de las tablas,de los pilares y de las vigas y se extendió hastaformar un precioso edificio de un refinado tra-bajo. Había ahora un pequeño y hermoso tem-plo en medio del grande o, más bien, un altardigno de un templo. Por una escalera que ascendía desde el inter-ior, el noble mancebo trepó hacia lo alto, elhombre de la lámpara le alumbró y otro, queparecía apoyarlo, apareció vestido en un trajeblanco y corto con un ramo de plata en la ma-no; podía inmediatamente reconocerse en él albarquero, el anterior habitante de la chozatransformada.

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La bella Azucena trepó por las escaleras exte-riores que conducían del templo hacia el altar;pero aún tenía que mantenerse alejada de suamado. La anciana, cuya mano se había vueltomás pequeña mientras la lámpara se mantuvooculta, exclamo: —¿Debo finalmente ser infeliz? ¿No hay ma-nera de salvar mi mano con tantos milagrosque suceden? Su marido le señaló el portón abierto y le dijo: —¡Mira, está amaneciendo! ¡Date prisa ybáñate en el río! —¡Vaya consejo! —exclamó ella—; ¡pareceque debo ponerme toda negra y desaparecerdel todo pues no he pagado todavía mi deuda! —Ve —dijo el anciano— y sígueme. Todas lasdeudas están pagadas. Fue la vieja corriendo y, en ese momento, laluz del sol naciente apareció en la cúspide de lacúpula. El anciano se colocó entre el joven y ladoncella y exclamó en voz alta:

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—Son tres los que dominan la tierra: la Sabi-duría, el Esplendor y el Poder. A la primera palabra se levantó el rey de oro,a la segunda el de plata y a la tercera, lenta-mente, se puso en pie el de bronce al momentoen que el rey mixto se sentó, aturdido de pron-to. Quien lo vio no podía apenas contenerse derisa a pesar del solemne momento pues no sesentaba ni se acostaba ni tampoco se apoyaba,sino que se había desplomado como una masaamorfa. Los fuegos fatuos, que hasta entonces se hab-ían ocupado de él, se hicieron a un lado. Parec-ían volver a estar, no obstante su palidez a laluz matinal, bien alimentados y de buenas lla-mas; habían lamido diestramente con sus agu-das lenguas las doradas vetas de la colosalimagen. Los irregulares y vacíos espacios quese habían creado, permanecieron abiertos du-rante algún tiempo y la figura se mantuvo ensu posición anterior. Pero cuando, finalmente,

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las vetas más tiernas fueron también consumi-das la imagen se derrumbó y, por desgracia,precisamente en aquellas partes que se mantie-nen enteras cuando el hombre se sienta. Encambio, las articulaciones, que debían habersedoblado, se mantenían firmes. Quien no fueracapaz de reírse tenía que apartar su mirada; lacombinación entre forma y masa resultaba re-pugnante a la vista. El hombre de la lámpara condujo entonces alapuesto joven, aunque con la mirada aún fijadurante el descenso del altar, clavada directa-mente en el rey de bronce. A los pies del pode-roso príncipe se hallaba, dentro de su funda,una espada sobre el piso. El mancebo se la ciñó. —¡La espada en la izquierda, la derecha libre!—exclamó el poderoso rey. Entonces caminaron en dirección del rey deplata, quien inclinó su cetro hacia el joven. Estelo tomó con la izquierda; con agradable voz, ledijo el rey: —¡Pastoread las ovejas!

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Cuando llegaron ante el rey de oro, éste lecolocó al joven la corona de encinas con gestopaternal, con el que le daba la bendición, y dijo: —¡Reconoced lo más elevado! El viejo había observado en todos sus detallesal joven durante esta celebración. Después deceñirse la espada elevó su pecho, sus brazos semovieron y sus pies pisaron con más firmeza;tomando el cetro con la mano, la fuerza parecíasuavizarse y volverse más poderosa en virtudde un encanto indescriptible; pero cuando lacorona de encinas engalanó sus rizos, los rasgosde su rostro se avivaron, sus ojos brillaron conuna indescriptible espiritualidad y la primerapalabra en su boca fue: "¡Azucena!" —¡Querida Azucena! —exclamó él al correr asu lado subiendo las escaleras de plata, puesella había observado sus pasos desde el pinácu-lo del altar—. ¡Querida Azucena! ¿Qué mejorcosa puede desear un hombre dotado de todoque la inocencia y el callado afecto que tu pe-

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cho me ofrece...? ¡Oh, mi amigo! —continuó,dirigiéndose hacia el viejo y mirando a las tresimagenes sagradas—. Magnifico y seguro es elreino de nuestros padres pero has olvidado lacuarta fuerza que domina al mundo desde susorígenes del modo más general y seguro: elpoder del Amor. Con estas palabras se echó al cuello de lahermosa joven; había tirado el velo y sus meji-llas se coloreaban del más hermoso e imperece-dero rubor. Entonces el anciano dijo, sonriente: —El amor no gobierna pero nos templa, quees mejor. En medio de esta solemnidad, felicidad y en-canto no se habían percatado de que el día hab-ía nacido plenamente y, de golpe, les impresio-naron aquellos objetos totalmente inesperadospor entre el portón abierto. Ante una gran plazarodeada de columnas se hallaba el vestíbulo, encuyos confines se apreciaba un largo y hermosopuente que cruzaba el río sobre innumerables

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arcos; estaban amplia y hermosamente instala-dos en ambos lados para sus viajeros, con pasi-llos arqueados en los cuales ya se hallaban con-gregados muchos miles de ellos, que cruzabanafanosamente de un lado a otro. El gran caminocentral se animaba con el paso de rebaños, mu-las, jinetes y carros que, en ambos lados, fluc-tuaban en corrientes sin estorbarse. Todos pa-recían admirarse ante la comodidad y el lujo, yel nuevo rey y su esposa estaban encantadoscon el movimiento y la vida de este gran pue-blo, al igual que su mutuo amor los hacía feli-ces. —¡Honrad la memoria de la serpiente! —dijoel hombre de la lámpara—. Le debéis la vida, tupueblo le debe el puente por el cual las dos ori-llas se unen y se vivifican como pueblos. Aque-llas resplandecientes gemas que están en elagua, los restos de su cuerpo sacrificado, sonlos pilares de este hermoso puente. Sobre ellosella misma se edificó y sola se mantendrá.

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Quisieron reclamarle la aclaración de estemaravilloso secreto cuando cuatro hermosasjóvenes entraron en el portón del templo. Por lalira, la sombrilla y el catrecillo podían recono-cerse en seguida a las acompañantes de Azuce-na, pero la cuarta, más bella que las otras tres,era una desconocida que andaba corriendo conellas a través del templo, bromeando como en-tre hermanas y subiendo las escaleras de plata. —¿En el futuro me vas a creer más, queridaesposa? —dijo el hombre de la lámpara a estahermosa mujer—. ¡Que tú y toda criatura quese baña esta mañana en el río se llene de dichay prosperidad! La rejuvenecida y embellecida anciana, decuyas formas no quedaba ni rastro, abrazó conrevividos y juveniles brazos al hombre de lalámpara, que recibía complaciente sus caricias. —Si te parezco demasiado viejo —dijo él,sonriendo— entonces puedes escoger a otroesposo. Desde hoy, ningún matrimonio es váli-do si no se contrae de nuevo.

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—Es que no sabes —replicó ella— que tútambién te has vuelto más joven. —Me alegra si a tus ojos parezco un gallardomancebo. Yo acepto de nuevo tu mano y vivirécon gusto junto a ti durante el siguiente mile-nio. La reina le dio la bienvenida a su nueva ami-ga y descendió con ella y sus demás compañe-ras de juegos mientras el rey, en medio de losdos hombres, miraba hacia el puente y contem-plaba con atención el vívido gentío de su pue-blo. Pero no duró mucho su satisfacción; advirtióun objeto que durante un momento le provocódisgusto. El gigante, que parecía aún no haber-se reincorporado de su siesta matinal, se tamba-leaba a través del puente y causaba allí mismogran desorden. Como siempre, se había levan-tado somnoliento pensando en bañarse en laconocida bahía del río. En vez de ésta, se en-contró con tierra firme y caminó a tientas sobreel ancho empedrado del puente. Si bien entró

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entre personas y animales de la más torpe ma-nera, era sin embargo ciertamente admirada supresencia por todos sin resentirse nadie de ella.Pero, cuando el sol le pegó en los ojos y él le-vantó las manos para restregárselos, la sombrade sus inmensos puños pasó tan enérgica ytorpemente detrás de él que personas y anima-les se derrumbaron en grandes masas, sufrien-do daños y corriendo peligro de ser arrojados alrío. El rey, al ver este desaguisado, dirigió su ma-no instintivamente hacia su espada pero se con-tuvo y miró con tranquilidad primero su cetro,después la lámpara y por último el remo de susacompañantes. —Adivino tus pensamientos —dijo el hombrede la lámpara—, pero nosotros y nuestras fuer-zas somos impotentes contra este débil. ¡Estátetranquilo! Está causando daño por última vezy, por fortuna, se ha apartado de nosotros. Mientras tanto, el gigante se había acercadomás, había bajado sus manos admirado por lo

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que veían sus asombrados ojos; no hizo másdaño y, boquiabierto, entró en el vestíbulo. Caminaba hacia la puerta del templo cuandofue atrapado en medio del vestíbulo. Estabaerecto como un colosal e inmenso obelisco depiedra de un bermejo esplendor y su sombramostraba las horas hechas en marquetería enforma de un círculo trazado en torno suyo so-bre el piso, no con números sino en nobles ysimbólicas imágenes. No fue poca la alegría del rey al ver la utili-dad de la sombra del gigante ni poca la sorpre-sa de la reina al subir con sus doncellas desde elaltar, ornamentado con exagerado lujo, cuandovio hacia el puente. Mientras tanto, el pueblo se había apretujado,detrás del gigante, siguiéndolo; y como éste semantuviese quieto, lo rodearon admirando sutransformación. La multitud partió de aquíhacia el templo, que hasta entonces parecieronadvertir, y se multiplicaron junto a la puerta.

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El azor volaba en ese momento en lo alto de lacúpula; con el espejo, captó la luz del sol y lareflejó sobre el grupo, que estaba de pie en loalto del altar. El rey, la reina y sus acompañan-tes parecían iluminados por un celeste resplan-dor dentro de la bóveda crepuscular del temploy el pueblo se arrodilló inclinando la cabeza.Cuando se hubo recuperado y reincorporado lamuchedumbre, el rey descendió con los suyosdentro del altar para caminar, a través de pasa-dizos secretos, hacia su palacio. Y el pueblo sedispersó dentro del templo para satisfacer sucuriosidad. Contemplaba, con arrobo y respeto,a los tres reyes erguidos, pero estaba tanto másávido de saber qué bulto se ocultaba bajo eltapiz, dentro del cuarto nicho; pues quien hayasido, una modestia benévola había extendidoun precioso manto sobre el rey caído y queningún ojo pudo traspasar con la mirada nimano alguna tiene permitido quitar. El pueblo no hubiera. encontrado fin a suadmiración y contemplación y la masa que con-

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tinuaba entrando se hubiera aplastado dentrodel templo si su atención no hubiera sido atraí-da de nuevo hacia la gran plaza. Inesperadamente, cayeron del aire monedasde oro, resonando sobre las baldosas demármol; los; más cercanos se lanzaron a fin deapoderarse de ellas; aisladamente se repitió esemilagro, es decir, aquí y alli. Se comprende quelos fuegos fatuos se daban otra vez gusto ymalgastaban de manera alegre el oro de losmiembros del rey caído. Ávidamente, el pueblocorrió durante algún tiempo de un lado a otro,se desgarró e incluso se desmoralizó debido aque cesaron de caer más monedas. Por último,poco a poco fue dispersándose, siguió su cami-no y, hasta hoy en dia, el puente pulula de via-jeros y el templo es el mas visitado de toda latierra.

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