El Cristiano Magico - Terry Southern

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Guy Grand es un millonarioexcéntrico (el último de los grandesderrochadores) decidido a creardesorden en el mundo y dispuesto ano escatimar gastos paraconseguirlo

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Guy Grand es un millonarioexcéntrico (el último de los grandesderrochadores) decidido a creardesorden en el mundo y dispuesto ano escatimar gastos paraconseguirlo. Tras una vida marcadapor las bromas pesadas y los planesenloquecidos, su último objetivoconsiste en probar su teoría acercade que nadie puede resistirse alpoder del dinero, y que, porconseguirlo, cualquiera haría lo quese le pidiera, por más degradanteque fuese. En el universo de GuyGrand, todos tienen un precio, y élestá dispuesto a pagarlo.

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El cristiano mágico, jamás hastahoy traducida al castellano, es unasátira sobre la obsesión americanapor la grandeza, el poder, el dinero,la televisión, las armas y el sexo.Una novela hilarante, original yperversa, firmada por un auténticogenio de la comedia.

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Terry Southern

El cristianomágico

ePub r1.0Lipa 01.10.15

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Título original: The Magic ChristianTerry Southern, 1959Traducción: Enrique Gil-Delgado

Editor digital: LipaePub base r1.2

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Para Henry y Dig

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«El pequeño siempre vencerásobre el grande si le asiste la

razón y la hace prevaler».LEMA DE LOS RANGERS DE

TEXAS

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Si bien este libro tomó formaprincipalmente a raíz de ciertosacontecimientos y a causa dedeterminados valores surgidos a lolargo de los años más recientes, esta nopretende ser, de ningún modo, unanovela histórica; además, lospersonajes que contiene no han de seridentificados con cualesquierapersonas, ya estén vivas o muertas.

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I

Cuando Guy Grand[1] no estaba alfrente de alguno de sus grandes negociosen Nueva York, normalmente andaba,como a él le gustaba decir, «en labrecha». Se dedicaba a viajar en trenpor todo el país: de Nueva York aMiami, de Miami a Seattle…Recorridos de ese estilo, y siempre entrenes lentos, de los que paran conmucha frecuencia.

El alojamiento en dichos trenes erahasta cierto punto limitado, y, aunque élsiempre procurase reservarse para sí lomejor de lo mejor, Guy Grand tenía que

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conformarse a menudo con pequeñoscompartimentos apenas equipados conalgo más que las comodidadesesenciales. A pesar de ello, aceptaba lasituación alegremente; y con ese talantefue como, aquella tarde de verano,exactamente a las 14.05, abordó conpaso optimista (considerando loabultado de su porte, ya que, a suscincuenta y tres años, estaba bastanterollizo) el primer coche cama delPortland Plougher[2]. Una vez instaladoen su compartimento, se embarcó en laplacentera rutina de prepararse para ellargo y despacioso periplo que lollevaría hasta Nueva York. Como teníapor costumbre, llamó al mozo de

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inmediato y le pidió una botella grandede Campari y otra de agua mineralhelada. A continuación, se sentó ante suescritorio para despachar lacorrespondencia comercial.

Era bien sabido por todos que Grandera proclive a recompensar congenerosas propinas a todos aquellos quele prestaban cualquier servicio personal,y por eso era común ver siempre a tres ocuatro mozos revoloteandoholgazanamente en el pasillo contiguo asu compartimento, atentos a laportezuela, por si a Grand se le antojabacualquier cosa. En cuanto el trenabandonaba la estación, escrutaban susidas y venidas allá en el interior, y

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escuchaban cómo tarareaba por lobajinis mientras removía los papeles desu mesa. De todos modos, antes de queel tren efectuase su primera parada, losmozos debían tener mucho cuidado enesfumarse, pues Grand había dadoórdenes estrictas de que no queríatoparse con nadie cuando saliese de sucompartimento, cosa que hacía en todasy cada una de las escalas.

Durante la primera de estas paradas,que no se demoró demasiado, Grandsaltó rápidamente al vagón de asientoscontiguo y se apostó junto a la ventana.Le gustaba aquella atalaya porque desdeallí podía observar la actividad que sedesarrollaba en el andén sin que nadie

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lo importunase. Su complaciente cararoja le daba una cierta apariencia dehonesto granjero, y eso le dotaba decierta ventaja, puesto que así no llamabademasiado la atención.

Desde la ventanilla del tren, tras laestación y más allá, podía apreciar elperfil de la pequeña población de NuevaInglaterra en la que se habían detenido(inerte en la tarde estival, como unmausoleo de juguete) mientras que todolo que parecía estar vivo en la ciudad seapretujaba de sopetón en los pasossubterráneos, para emerger de nuevoprecipitadamente, como por la boca deun embudo, hacia el andén de laestación, en la que alguien descargaba

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pequeños paquetes cuadrados desde unode los vagones centrales del tren.

Sin embargo, entre la confusión y lasprisas del andén, Grand localizó unafigura reconocible: era un tipo quevendía perritos calientes de un cajón quetransportaba con una cinta alrededor delcuello.

—¡Están calentitos! —voceabarepetidamente, caminando arriba yabajo, en paralelo al tren y a escasadistancia de los vagones; tras un minutoo así de observación general, Grandconcentró toda su atención en él; y fueentonces, exactamente un minuto antesde que el tren partiera de nuevo, cuandoGrand decidió poner en marcha todo el

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asunto.—¡Calentitos! —vociferaba.Cuando el tipo llegó a la altura de su

ventana, Grand le echó de soslayo unamirada perspicaz, apenas de un segundo.Quizás estaba valorando su carácter.Entonces le preguntó con labiosapretados:

—¿Cuánto?—Son veinte centavos —dijo el

vendedor un poco acelerado, pues eltren se disponía ya a partir—. ¡Conmostaza y salsa y todo! ¡Calentito!

—¡Hecho! —dijo Grandacompañando su afirmación con unsobrio asentimiento. El tren iniciaba yala marcha, así que el vendedor comenzó

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a caminar rápidamente para mantenersejunto a la ventana. Guy Grand se inclinóhacia fuera y le alargó un billete dequinientos dólares—. ¿Tiene cambio?—preguntó lacónico.

El tipo, tratando de aprovechar eltiempo que quedaba, le pasó el perritocaliente a Grand mientras buscabacambio en el bolsillo, sin reparar aún enel valor del billete, así que para cuandose dio cuenta de lo que el otro trataba deendilgarle, ya casi estaba trotando aplena marcha, haciendo extrañas muecasy sacudiendo la cabeza, mientrasintentaba devolver el billete con unamano y recuperar el perrito con la otra.Durante el último instante que estuvieron

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cerca, con el tipo haciendo unsobrecogedor esfuerzo final paraalcanzar su mano estirada, Grand echómano a un bolsillo interior de suchaqueta del que sacó una de esascaretas de animal hechas de plástico —ese día tocaba una de cerdo—, se lacolocó con presteza, y empezó a deglutirel perrito caliente a través de la boca dela máscara, mientras hacía frenéticosintentos de alcanzar el billete, si bien dealgún modo se las iba apañando paramantenerlo justo a una pulgada de lasyemas de sus dedos. Y continuó asímientras la distancia entre ambos se ibaampliando, desesperadamente, hastaque, por fin, el vendedor se detuvo

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exhausto en el extremo del andén,todavía sujetando los quinientos dólaresy con la mirada fija en el tren que seperdía en la distancia.

Solo cuando se hubo retirado de laventana, pudo Grand desembarazarse dela máscara de cerdo. Al otro lado delpasillo, medio girada en su asiento, seencontró cara a cara con una mujer demediana edad que observaba a Grandcon una curiosidad tan intensa que elinstante mismo en que sus miradas secruzaron pareció no transcurrir.

Entonces ella tosió y dirigió sumirada hacia otra parte, si bien no pudoresistirse a volver a mirar a Guy Grandcuando este se levantó, todo sonrisas,

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para abandonar el vagón de pasajeros,mientras dirigía a la mujer un guiño deafecto cómplice.

—Solo me estaba echando unas risascon ese vendedor de salchichas —explicó—. Le aseguro que nadie hasalido damnificado.

Entonces regresó a sucompartimento, cerró la puerta y sesentó a sorber su Campari (una bebidadel color de las frambuesas y amargacomo la hiel) y a especular sobre lasposibles reacciones del hombre de losperritos calientes.

Desde fuera del compartimento,incluso desde el extremo más alejadodel pasillo, los mozos holgazanes

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podían escuchar su extraña risitamientras se removía en el interior.

Para cuando el tren llegó a NuevaYork, Guy Grand había perpetradocuatro o cinco veces más su pequeña«actuación». Un tipo curioso, esteGrand.

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II

Por encima de la ciénaga color grisgranito de Wall Street se alza un singularedificio semejante a una especie degarza de fuego que remontara el vuelo enuna desbandada de blanco y azul.Concretamente estamos en el número 18,un cegador cohete de cristal y cobrellamado el Centro de Inversiones Grand;tal vez la estructura de oficinas másmoderna jamás edificada en nuestropaís, conocida en los círculos de lasaltas finanzas simplemente como ElGrande de Grand.

Las oficinas de El Grande de Grand

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están ocupadas por compañías quenegocian con fondos mutualistas;corporaciones de proporcionesgigantescas cuyas políticas definen laforma misma de los países.

El propio August Guy Grand eramultimillonario. Poseía depósitos enefectivo por valor de 180 millones dedólares en diversos bancosneoyorquinos, capital que no suponíamás que una pequeñísima parte de suinmenso conglomerado de negocios.

Al principio, los socios de Grand —todos ellos individuos de posiciónacomodada— pensaban que era un tipoque no tenía nada de extraordinario:parecía un hombre reservado y de gustos

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sencillos; un hombre que había heredadola mayor parte de su dinero y que sehabía dedicado a presentarlo medianteinversiones seguras en acero, caucho ypetróleo.

Lo que sus socios percibían deGrand era generalmente un reflejo de supropia monotonía: un simple miembrode tu club, o el invitado a un banquete,una mera posibilidad, una veladaamenaza… Un hombre cuyas posesionesrepresentaban a un tiempo unaperspectiva de negocio y un peligro.Aunque esto tenía más que ver con ciertafaceta de su vida privada que podríaconsiderarse atípica: Grand nosolamente era uno de los últimos

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grandes despilfarradores, sino quepracticaba una actitud ciertamenteinusual respecto a la gente que lerodeaba; de hecho, llegaba a gastar hastadiez millones de dólares cada año —taly como él lo expresaba— en «calentaral personal».

* * *

A sus cincuenta y tres años, Grandtenía un torso rechoncho y una cabezacalva levemente apepinada; su cara erabastante rosa, por lo que bajo ciertasluces imprecisas ofrecía el aspecto deun grueso hombre-rábano. Aunque tal

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fachada no llegaba a resultardesagradable, puesto que siempre vestíatrajes bien cortados y solía lucir, a laaltura del cuello, un diamante deltamaño de una moneda de cincocentavos… Un diamante que capturabael tardío sol del crepúsculo en un suaveespejeo de llamaradas de color,mientras Guy atravesaba las silenciosaspuertas de El Grande de Grand y seinternaba en la neblina azul de la callesemidesierta. A su vera, un enormeportero que se llevaba los dedos a lagorra en una rápida y sencillareverencia.

—¿Taxi, señor Grand?—No, gracias, Jason —respondió

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Guy—. Hoy tengo el coche.Y, con una complaciente sonrisa,

giró hábilmente sobre sus tacones yenfiló hacia Worth Street, en direcciónnorte.

Guy Grand tenía unos andaresverdaderamente enérgicos; pasos cortosy elegantes que se elevaban sobre lapunta de sus pies. Era el caminar de unhombre que parecía estar chasqueandolos dedos mientras paseaba.

Alcanzó su vehículo media manzanamás adelante, aunque tuvo algunadificultad momentánea para reconocerlo.Bajo la escobilla del limpiaparabrisashabía una multa de aparcamiento queGrand retiró lentamente, mirándola con

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curiosidad. Entonces escuchó una voz asus espaldas.

—¡Parece que te ha tocado lapapeleta, colega!

Por el rabillo del ojo, Granddistinguió a un hombre vestido con untraje oscuro de verano, que se apoyabaindolentemente en la pared.

Había algo lacónico y engreído en eltono de aquel comentario, entre nasal yresabiado.

—Sí. Eso parece —musitó Grandsin levantar siquiera la vista, mientrascontinuaba estudiando el ticket en sumano—. ¿Cuánto quiere por comérsela?—preguntó entonces, lanzando al tipouna sonrisa penetrante.

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—¿A qué se refiere, señor? —preguntó este con gesto ceñudo, mientrasse incorporaba ligeramente.

Grand carraspeó y sacó lentamentesu billetera, una cartera fina y alargadade tan buen cuero que habría sidoflexible como la seda de no ser porquese hallaba atiborrada de unimpresionante fajo de billetes.

—Le he preguntado que cuántoquiere por comérsela. Ya sabe… —Conlos ojos muy abiertos se puso la multajunto a la boca y simuló masticarostensiblemente.

El hombre, sin perder detalle, hizoademán de adelantarse.

—¡Digamos que no le capto, señor!

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—Bueno —respondió Grandalargando las palabras. Sofocó una risitamientras comenzaba a rebuscar en sugruesa billetera—, en realidad es muysencillo. —Extrajo de la cartera unoscuantos miles de dólares—. Supongoque se habrá dado cuenta usted de queme han puesto esta multa de aquí.Solamente me preguntaba si no leimportaría comérsela por… digamos…—De un rápido vistazo calculó cuántodinero había sacado de la cartera—.¿Seis mil dólares?

—¿A qué se refiere usted concomérmela? —inquirió el del trajeoscuro con una especie de gruñido—.¿Acaso se cree uno de esos tipos

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listillos, colega?—Llámeme como guste: tipo listillo,

gran tipo… ¡Pero no me venga con quees tarde para el papeo! ¿Eh? ¡Ja, ja! —Grand redondeó el asunto con una risillajovial, para añadir rápidamente y sinsonreír—: ¿Qué le parece, amiguete?¿Le apetece ganarse unas cuantaslechugas aquí mismo?

El tipo, que ahora parecía estarrealmente enfadado, avanzó otro paso.

—Escuche, señor… —comenzó entono amenazador, cerrando los puños.

—Me veo en la obligación deadvertirle —repuso Grandtranquilamente, llevándose la manohacia la pechera— de que voy armado.

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—¿Cómo dice? —El hombre sequedó momentáneamente mudo deasombro. Entonces fijó su vista con iraapagada en los seis billetes que Grandsostenía. Se recuperó parcialmente y,ladeando la cabeza, taladró a Grand conla mirada en un simulacro deescepticismo perspicaz, si bienligeramente aderezado con ciertaindignación.

—¿Pero quién se cree usted que es,señor? ¿Se puede saber a qué juega?

—Grand me llamo y la pasta es elreclamo —respondió Guy con un guiño—. Entonces, ¿qué? ¿Jugamos? —Deslizó su pulgar bruscamente por elcanto de los seis billetes nuevecitos y

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estos crujieron con un sonidoquebradizo y convincente.

—Escuche… —murmuró el tipoentre dientes, con los labios apretados.Tenía los dedos flexionados y exhalabasin parar en una exasperación airada—.¿Está usted sugiriendo… está ustedtratando de decirme que me dará seismil dólares… por COMERME esa… —señaló con rigidez el papel que seguíaen la mano de Grand—… por comermeesa MULTA?

—De eso se trata, en líneasgenerales —dijo Grand echando unvistazo a su reloj—. Aunque es lo quepuede llamarse una oferta por tiempolimitado. De hecho, expira en…

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digamos… un minuto.—Eh, oiga, señor —dijo el hombre

mientras apretaba los dientes—, si setrata de alguna clase de broma, norespondo de mí… —Y asintió con lacabeza para demostrar que iba en serio.

—Sin amenazas —le advirtió Grand—, o le volaré los sesos… Bueno, ¿quédice? Le quedan cuarenta y ochosegundos.

—¡Veamos antes ese condenadodinero! —exclamó el tipo, que se habíaacercado aún más, echando mano a losbilletes.

Grand le permitió examinarlos, perosin dejar de mirar su reloj.

—Treinta y nueve segundos —

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anunció con solemnidad—. ¿Deboempezar ya la gran cuenta atrás?

Y, sin esperar a que su interlocutortuviera siquiera tiempo de responder,dio un paso hacia atrás y, colocando lasmanos alrededor de su boca como unmegáfono, comenzó a entonar condramatismo:

—Veintiocho… veintisiete…veintiséis…

El hombre empezó a gesticularalocadamente mientras mascullabaincoherencias antes de agarrar el ticket,desgarrar un pedazo con los dientes ycomenzar a masticarlo con ojoscentelleantes.

—Así me gusta. ¡Buen muchacho! —

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exclamó Grand con calidez,interrumpiendo la cuenta atrás paraaproximarse y darle al tipo una cordialpalmadita en el hombro, a la vez que lealargaba los seis mil.

—En realidad no hace falta que se locoma todo —explicó—. Tan solo queríacomprobar cuál era su precio. —Guiñóun ojo y soltó una risita decondescendencia—. Supongo que casitodos lo tenemos, ¿no cree? ¡Ja, ja!

Y, con un amplio gesto de su mano,se metió en el coche y salió disparado,dejando en la acera al hombre del trajede verano oscuro, que le mirabafijamente, sumido en la más absolutaperplejidad.

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III

Grand condujo ociosamente por elEast River Drive. Se detuvo junto a unacasa grande y lujosa, situada en la CalleSesenta, donde vivía con sus dos tías deavanzada edad, Agnes y EstherEdwards.

Cuando llegó se las encontró a lasdos en el salón.

—¡Oh, ya estás aquí, Guy! —dijoAgnes Edwards haciendo gala de uncariño algo agriado. Tenía ochenta y seisaños, uno más que Esther, y era de lasdos la que llevaba la voz cantante en lamayoría de los asuntos.

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—¡Guy, Guy, Guy…! —exclamóEsther felizmente cuando le llegó suturno, dedicándole una preciosa sonrisacolor rosa; desgraciadamente, insistía enmantener en vilo su taza de té, con loque lo único que se veía de ella era sufrente, suavemente ensombrecida, comosiempre, por una especie de maternalpreocupación hacia el muchacho. Ambasmujeres se hallaban terrible ycrónicamente atribuladas por el hechode que Guy, a sus cincuenta y tres años,no se hubiese casado todavía; aunque,tal vez, caso de que se diera taleventualidad, cada una, a su manera,habría encontrado el modo de oponersea ella.

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Guy les sonrió desde la entrada ycruzó la sala para darles un beso antesde dirigirse a la gran butaca, junto a laventana, en la que siempre se sentaba.

—Justo estábamos tomando el té,querido. ¡Únete a nosotras! —insistió sutía Agnes con temblorosa emoción. Hizotintinear elegantemente su pequeñacampanilla de plata para llamar alservicio, y alzó su rostro medio ladeadoen espera del beso. Guy pudo notar quelo recibía de forma mecánica, si biencon los párpados cerrados ytemblorosos. Y del mismo modopercibió una mano muy delgada que,casi por reflejo, se elevaba para rozarsu cara indecisa, apretada y blanca

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como los encajes del puño de laanciana.

—Guy, Guy, Guy —volvió aexclamar Esther, exagerando su propiaalegría mientras posaba la taza conpresteza, aunque con delatora cautela, enla pequeña mesita.

—Tomarás el té con nosotras, ¿no esasí, querido? —dijo Agnes. Con unamirada transmitió la orden a la sirvienta,que acababa de aparecer por la puerta.

—Nada me gustaría más —respondió Guy, ofreciendo a sus tías unasonrisa cargada de un brillo fanático quehizo que ambas se azoraran levemente.

Se encontraba con buen ánimo trassu periplo, aunque no tardaría, como

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pudieron comprobar sus tías, enesconderse tras las enormes páginasgrises del Financial Times y del WallStreet Journal: para distraerse,quisieron pensar ellas; sin decir palabra,desde luego. Respondía, sí, de vez encuando, pero en un tono raro y distante,sin emoción alguna.

* * *

—Guy… —titubeó la tía AgnesEdwards. Daba vueltas a su taza, en unode esos cálidos y sobreactuados gestosde preocupación que hace la genteextremadamente rica para dotar a la

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situación de un cierto grado de seriedad.—¿Si, tía Agnes? —respondió Guy

en tono retórico, casi jovial,incorporándose levemente en su butaca.No daba vueltas a su taza, aunquetamborileaba en ella con los dedos,educadamente nervioso.

—Guy… Ya sabes lo del jovenamigo de Clemence… En fin, por lo quesé, planean contraer matrimoniopróximamente… y… ¡oh! Vaya… Mepreguntaba si nosotros podríamos serlesde ayuda en algún sentido. Naturalmente,no me he permitido comentar nada deesto con ella. Desde luego, seríaincapaz… Pero ¿a ti qué te parece, Guy?Seguro que hay algo que podemos hacer

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al respecto, ¿no crees?Guy Grand no tenía ni la más remota

idea de qué le estaba hablando su tía,aunque intuía que se trataba de unacuestión de dinero. Así que se expresóde una manera lo bastante imprecisacomo para sugerir que sopesaba concuidado sus palabras.

—Bien… yo diría que sí.Agnes Edwards le respondió con

una sonrisa radiante y levantó su taza enun gesto a la vez tímido y engreído;entonces ambas mujeres intercambiaronmiradas, sonriendo con elegancia, comosi así disiparan las preocupaciones desu cabeza. Fuera como fuese, todossalían ganando.

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* * *

La idea que el propio Grand teníasobre lo de «calentar a la gente» habíasido concebida sin más, literalmente ycasi en plan de ocurrencia, una mañanatemprano, en el verano de 1938, justopor la época en que la Guerra Civilespañola tocaba a su fin. Había volado aChicago y, aproximadamente una horadespués de aterrizar, había adquiridouna propiedad en una de las esquinasmás concurridas del Loop. Hizo que esemismo día un equipo de cincuentahombres con maquinaria pesada

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derribasen el moderno edificio de dosplantas que allí se alzaba y despejasenlos escombros. Entonces dirigió lostrabajos de seis carpinteros queaguardaban a pie de obra desde primerahora de la mañana y que, tras levantaruna empalizada junto a la acera,construyeron una estructura en maderasobre la que colocaron un depósitocuadrado de hormigón con las siguientesproporciones: cuatro metros de lado porun metro y medio de profundidad.Construirlo les llevó en total una hora ymedia. Parecía que el trabajo habíaconcluido y solo quedaba verter elcemento (de hecho, los carpinteros ya sehabían puesto su ropa de calle y estaban

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listos para marcharse) cuando, trasreflexionar un instante, Grand les reunióde nuevo y, con buen tono, les ordenódesmantelar la estructura entera yreconstruirla sobre una tarima de mediometro de altura, de modo que —comoexplicó al capataz de la obra— dejaseespacio suficiente para instalar debajoun aparato calorífico.

—Eso hará que se calienten… —dijo, aunque en esos momentos ya no seestaba dirigiendo realmente al capatazni, aparentemente, a nadie más.

Era ya mediodía, y en la marea de lacalle atestada fueron distinguiéndosegrupúsculos de espectadores quecolgaban como racimos de la robusta

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empalizada; congregaciones quecambiaban constantemente de forma,fascinadas por el modo en que aquelhombretón del este, vestido con ropascaras, repartía órdenes con los puños dela camisa remangados.

Cuando el trabajo estuvo bienencauzado, Grand pasó revista a lamultitud desde su atalaya en medio deaquella barahúnda, y finalmente sedirigió a los curiosos haciendo bocinacon las manos como si se dispusiese agritar, aunque estos estaban a escasosmetros de distancia.

—Mañana… —exclamó—.¡Vuelvan ustedes mañana! ¡Ahora…aún estamos… dejándolo listo!

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Si algún sabihondo ocasional lellamaba la atención e intentaba bromearsobre lo que sucedía al otro lado de lavalla, Guy Grand sonreía cansinamente yle reprendía con el dedo.

—Ahora… —gritaba lentamente antela burla del listillo — estamos…poniéndolo todo… a punto —o algoigual de irrelevante. Pero nadie seofendía ante sus comentarios, bienporque no los comprendían realmente otal vez a causa de la dignidad y el porteque derrochaba aquel hombre, con eseenorme diamante colgado al cuello.

A las dos en punto llegaron otrocontratista, tres operarios y un camióncon grava, arena y seis sacos de cemento

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rápido, pero tuvieron que esperar a quese terminase de elevar la nuevaestructura. Después, colocaron unaplancha de metal bajo el depósito yvertieron el cemento en los moldes.Todo se llevaba a cabo tan velozmente,bajo las enérgicas órdenes de Grand,que el trabajo estuvo acabado antesincluso de que empezara a atardecer.Bajo la estructura habían colocado ungran quemador de gas con forma deestrella, dotado de miles de espitas yque parecía un calamar gigante vueltodel revés. Al retirar los entablados delos moldes, el conjunto semejaba unaespecie de pileta de baño sustentada porcuatro columnas, con un aparato

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calentador debajo y pequeñas rampaslaterales que conducían al depósito.

Antes de la hora de cenar, GuyGrand había dado por finalizados lospreparativos que había iniciado aquelmismo día en los mataderos de Chicago.Había dispuesto que le enviaran unmetro cúbico de estiércol, cuatrocientoslitros de orina y doscientos litros desangre a una dirección de las afueras.Grand hizo que todo aquel desechoapestoso fuese transferido a un camiónvolquete que había comprado esamañana. Hay que decir que todos estosarreglos le supusieron un buendesembolso de dinero puesto que losmataderos no tienen por costumbre

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conservar o vender la orina, que hubo deser especialmente recolectada para laocasión.

Tras asegurar bien la cubierta delcamión, Grand trepó a la cabina,condujo de vuelta hacia los mataderos ylo aparcó allí cerca, donde el hedor quedesprendía se notaría menos.

Luego tomó un taxi a la ciudad, haciael cercano North Side, y cenótranquilamente en el Drake[3].

A las nueve en punto, mientras aúnhabía algo de luz diurna, regresó a laobra, donde aún había algunos obreros,y supervisó la retirada de los moldes yde la valla. Inspeccionó el depósito ycomprobó que el quemador que había

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debajo estaba en buen estado defuncionamiento. A continuación despidióa la cuadrilla de trabajo y regresó a suhotel.

Se sentó en su escritorio a escribircartas de negocios hasta que su finoreloj de oro marcó las tres de lamadrugada. Exactamente entonces dejósu correspondencia, se refrescó un pocoen el baño y, justo antes de salir, sedetuvo junto a la puerta y agarró un granmaletín de cuero, una máscara de gas,una pala de madera, un cubo de pinturanegra y una vieja brocha. Bajó lasescaleras y tomó un taxi hasta dondehabía dejado aparcado el camión.Abandonó el taxi, se metió en el camión

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y lo condujo hasta la obra. Una vez allí,subió cuidadosamente marcha atrás poruna de las rampas y vació toda laporquería del volquete en el depósito.La pestilencia se iba haciendo más ymás insoportable por momentos y, encuanto hubo aparcado el camión y salidode él, Grand se colocó la máscara degas que había llevado consigo.

Trepando por una de las rampas, seagachó sobre el parapeto del depósito yabrió el maletín. De él empezó a extraera puñados diez mil billetes de ciendólares que arrojó a la pileta pararemoverlos después, lentamente con supala de madera.

En estas se hallaba, en cuclillas,

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inclinado junto al depósito, con lamáscara cubriéndole la cara,removiendo febrilmente con la pala ydejando caer billetes en la asquerosamezcolanza, cuando un coche patrullaqué pasaba por allí, alertado por aquelpestífero olor, se acercó para investigarqué estaba sucediendo. Pero antes deque los oficiales pudiesen darse cuentade nada, Grand había cerrado ya elmaletín, se había quitado la máscara, lehabía endilgado a cada uno cinco mildólares y les había exigido que lellevasen de inmediato ante su capitán.Los agentes intercambiaron unas brevespalabras en voz baja, se encogieron dehombros y estuvieron de acuerdo en

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acompañarle.En la comisaría, Grand departió en

privado con el capitán, y, tras mostrarlediversas tarjetas de visita, le explicóque todo formaba parte de un inofensivotruco publicitario destinado allanzamiento de un nuevo producto.

—Naturalmente, mi empresa estádeseosa de cooperar con las autoridades—dijo, mientras le entregaba al capitánveinticinco mil dólares.

Finalmente se acordó que Grandpodía volver a la obra y proseguir consu actividad, siempre que aquello noimplicase ningún acto criminal. Por otraparte, a pesar de que el capitán no podíaprometerle nada definitivo, se mostró

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bastante interesado en la propuesta quéGrand le hizo de «donar» al cuerpootros cincuenta mil dólares, siempre ycuando la policía se mantuviese alejadade la zona durante unas cuantas horas lamañana siguiente.

—Piénselo usted —dijo Grand consu voz más amable—. Consúltelo con laalmohada, ¿quiere?

De nuevo en la obra, Guy volvió acolocarse la máscara y dejó caer lo querestaba del contenido del maletín en eldepósito. Entonces descendió a pie decalle, abrió el bote de pintura, loremovió bien con la brocha y,finalmente, utilizando su mano izquierdapara simular la caligrafía de un niño o

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de alguien semianalfabeto, pintarrajeóen grandes letras negras en el lado deldepósito que daba a la calle: DINEROGRATIS AQUÍ. A continuación volvió asubir por la escalera para echar unúltimo vistazo a su labor. Mezclados enmedio del estiércol, podían verse lasesquinas, los bordes y los númerosfaciales de unos quinientos billetes. Trascontemplar su trabajo durante un buenrato, descendió otra vez, se introdujomedio a gatas bajo el depósito, se quitóla máscara e inspeccionó losquemadores. Realizó una escueta cuentaatrás y abrió la válvula hasta el tope;entonces quitó el mando para que nopudiese ser manipulado fácilmente. En

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cuanto prendió la cerilla brotaron milesde llamitas que lo iluminaron todo deazul, plegándose ante el contacto con laplaca de metal y el hormigón fresco, queadquirió el color de la arena bajo laluna veraniega. Aquel era uno deaquellos instantes memorables que a unole retrotraen a las nieblas de la infancia:un reflejo de lugares húmedos, decemento subterráneo, de lugaresenterrados bajo la frescura del suelo…Instantes después la peste se volviórealmente insoportable; se levantó y sepuso rápidamente la máscara. Cruzó lacalle, se alejó a una distancia prudencialy se detuvo en la esquina para observarel conjunto. Bajo la pálida luz del

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amanecer que ya despuntaba, laprimitiva pintada que rezaba DINEROGRATIS AQUÍ se distinguía de modobastante contundente mientras, debajo detoda la estructura, miles de llamasblanquiazules pujaban con una extrañaurgencia para esas horas de lamadrugada en una esquina del centro deChicago.

—Digamos que… —musitó Grand,aunque lo suficientemente alto comopara oírse a sí mismo — ¡esto hará quese calienten!

Y de un salto se introdujo en elcamión y lo condujo raudo como elviento de vuelta a su hotel. En cuantoamaneció del todo cogió el avión a

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Nueva York.Unas horas después, en aquella

bulliciosa esquina del Loop en el centrode Chicago, reinaba todavía laconmoción. Ese fue el primero y, encierto sentido, el más deliberadamenteliteral de aquellos proyectos que decuando en cuando se asociaban alnombre de «Guy Grand». Un Guy Grandacostumbrado a provocar las iras de laprensa, que comenzaba sus crónicasetiquetándole de «excéntrico» yterminaba por considerarle directamenteun «chiflado».

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IV

—¿Es Clemence una persona? —preguntó Guy, cogiendo un trocito degalleta y echándosela a la boca.

La tía Esther alzó su mano paradisimular una vergonzosa vocecillanerviosa, y la tía Agnes fingióimpaciencia.

—¡Guy! ¡Serás bobo! —dijo Agnes—. ¡En serio, cómo eres! —Aunque,pasado un instante, suavizó el tono paracontinuar—: ¡Clemence es la nuevadoncella! Es católica, Guy, y ademásmuy buena chica, si se me permitedecirlo. Va a casarse con ese muchacho

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judío, Sol… Desde luego, no sé cómovan a arreglárselas… Hablé con ambos,les dije que nosotros somos protestantes,que siempre habíamos sido protestantesy que siempre lo seremos. ¡Pero no eseso lo que me importa en realidad! ¡Nihablar! «Libertad de credo y de culto»,les dije. Ese ha sido siempre elprincipio básico de mi religión. ¡Unareligión ni por asomo tan apremiante yprepotente como otras que yo me sé yque podría mencionar! Por supuesto queno se lo dije así, pero eso es lo quehay…

»Bueno, ella quiere ir de luna demiel a Italia y de paso visitar al Papa,lo que me parece de lo más tierno… Y

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él quiere ir a ese sitio en Oriente adonde van ellos. …Israel, ¿no es así?¡Oh! No lo digo con mala intención. Sonmuy buenos los dos, Guy… Tan amablesy educados como cualquiera pudieradesear, y… En fin, tienen suficientedinero para hacer uno de los dos viajes,ya ves, pero no para ambos. ¡Ojalápudiésemos ayudarles, Guy! Creo quesería bonito que pudiesen ir a los dossitios, ¿no te parece? Acuérdate de lomucho que yo disfruté visitando la sillade Calvino en Ginebra. Claro que no eslo mismo, pero sería precioso. ¿Quéopinas, Guy?

—¡Pero si Guy siempre ha estadoencantado de ayudar en estos asuntos!

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—interrumpió efusivamente Esther.—Gracias, tía Esther —repuso Guy

con humildad—. Me gusta pensar que mifama me precede.

* * *

Durante un tiempo, Guy Grand fuedueño de un periódico; uno de los másconocidos de Boston, cuya tirada diariaera de 900 000 ejemplares. Alprincipio, cuando asumió el control,decidió no introducir cambios en suformato ni interferir en susaparentemente altos principiosperiodísticos. Grand se quedó en Nueva

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York, en la periferia del área operativadel periódico, en donde, como dijo,permanecería hasta que «consiguierapillarle el rollo al asunto».

Sin embargo, pasados un par demeses, se comprobó que en algunasnoticias publicadas por el periódico,sobre todo en las que tenían ciertointerés local, comenzaron a aparecerinopinadamente palabras en francés:

Boston, 27 Mar. (AP) — HowardJones, ving-huit ans, condenado en trescondados por cargos de hurto, fuesentenciado esta mañana a entre 20 y 26meses de reclusión en la Prisión Estatalde Folsom, tal y como anunció

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aujord’hui el juez Grath de la 17.ªInstancia de la Corte de Apelaciones.

Maniobrando a través de toda unasucesión de editores, correctores yoperadores de linotipia, Grand fueimponiendo gradualmente una políticadestinada a escribir de modo erróneo elnombre de ciertas ciudades, islas, asícomo los nombres propios en general,cuando no a hacerlos aparecerdirectamente en idiomas extranjeros:

LOS YANKEES TRIUNFAN ENPARIGI

REFRIEGA EN LOS PIPIRINEOS

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Durante la guerra, cuando lasreferencias geográficas tenían unarelevancia diaria en los titulares, estasdistorsiones servían para situar al lectorcomo antagonista y para oscurecer loshechos.

La tirada del periódico cayó hastaniveles dramáticos y, pasados tresmeses, las ventas descendieron a unavigésima parte de las contabilizadascuando Grand empezó a dirigirlo.

Llegados a este punto, se anunció unimportante cambio de política editorial.En lo sucesivo, el diario no publicaríaviñetas, artículos editoriales o de fondo,críticas artísticas ni publicidad, y

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solamente presentaría los hechos«noticiables» de una manera directa.

Bautizaron el nuevo periódico comoLos Hechos, y Grand se pulió elequivalente al rescate que se exigiríatras el secuestro de una docena de reinasen lograr plasmar en él los «hechos»crudos —o al menos una gran cantidadde ellos—, que resumió en frasessimples. Los ejemplares de los dosprimeros días, más o menos, gozaron debuenas ventas, pero los contenidosresultaban tan increíbles o bien tanirrelevantes que, para el final de laprimera semana, la demanda era másbaja que en ninguna fase anterior de lahistoria del periódico. En la tercera

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semana no se podía hablar ya de ventassiquiera, y el periódico simplemente seregalaba; o bien, rechazado por losdistribuidores, se apilaba por montonesen las esquinas de las calles cadamañana: la tirada, dos millones deejemplares diarios. Al principio la genteparecía divertirse ante tanto periódicosin leer rondando por ahí, pero, cuandola dinámica continuó en la misma tónica,el público comenzó a sentirse molesto.Algo raro estaba sucediendo delante desus propias narices… ¿Comunista?¿Ateo? ¿Homosexual? ¿Católico?¿Monopolio? ¿Corrupción?¿Protestante? ¿Loco? ¿Negro? ¿Judío?¿Puertorriqueño? ¿POESIA?

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La ciudad estaba asquerosa con tantoejemplar. Era habitual que la gentehablase de Los Hechos en términoscomo «basura» o «desperdicios». Elperiódico contenía cierto discurso,incluía letras de molde, y, sin embargo,la publicación era vaga e imprecisa. Eleditor de Los Hechos recibía sacosenteros de cartas llenas de insultos eimproperios. Grand se quedó de brazoscruzados durante una semana o así, yentonces se consagró a publicarexclusivamente dichas cartas, y volvió acambiar el nombre del periódico, al queahora bautizó como Opiniones.

Aquellas cartas, una vez impresas,reflejaban tal divergencia airada de

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pensamientos y de creencias entre loslectores que sirvieron para sembrar unaaguda disensión por toda la ciudad. Lavirulencia del antagonismo grupal subiócomo la espuma. El periódico, aaquellas alturas, gozaba de nuevo de unaamplia difusión, y empezaron aproducirse incidentes violentos. Algo seagitaba en el subsuelo, y no era nadabueno.

* * *

Alrededor de las dos de la tarde del7 de junio empezaron a congregarsemultitudes en Lexington Square, muy

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cerca del centro. Los grupos Judío,Ateo, Negro, Obrero, Homosexual eIntelectual estaban de un lado; del otroestaban los Protestantes y La LegiónAmericana. La balanza del poder, o esoparecía, quedaba depositada en elvaleroso grupo Católico.

Era un día agradable en Boston. Nocorría ni una pizca de aire. Mientras losgrupos y subgrupos iban tomandoposiciones y se abroncaban en el centrode la plaza, Guy Grand llevó a cabo suparticular tour de forcé. Planeandosobre sus cabezas, en un helicópteroequipado con radio, dirigía lasmaniobras de un escuadrón de seisaeroplanos especialistas en escribir en

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los cielos y que, a enorme altura,empezaron a deletrear con humo laspalabras: «QUE OS JO**N», lo cual fueinmediatamente seguido de un sinfín deepítetos disparatados a la manera deinsultos nivel del grupo Gestalt: «Losprotestantes son unos capullos»… «Losjudíos no dicen más que gilipolleces»…«Los católicos son unos mierdas»… Yasí ad nauseam.

La multitud, tras leer los mensajes,estaba que echaba chispas. El gran GuyGrand bajó a una altura de treintametros, inclinó la nave hacia las masas yabrió la portezuela para asomarse yobservar. La turba, asociando aquelhelicóptero que volaba tan bajo con las

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ultrajantes pintadas que se delineaban enlo alto del cielo, empezó a gritarobscenidades y a agitar los puños.

—¡Eh, tú, blanco canalla!—¡Judío apestoso!—¡Tú, negrata bastardo!Así es como empezó la refriega.Durante lo que luego se conoció

como los Disturbios de LexingtonSquare, Grand hizo descender el aparatohasta planear a una altura de unos ochometros y, asomándose por la puerta, conexpresión neutra, se dedicó a gritar envoz alta y con lenta entonación:

—¿QUÉ… PASA? ¿QUÉ… PASA?

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* * *

Para las cuatro de la tarde la plazaestaba en ruinas y todo Boston sehallaba al borde del colapso y larevolución. Hubo que llamar a laGuardia Nacional y se decretó la LeyMarcial. Pasaron treinta y seis horasantes de que el orden se restablecieracompletamente.

La prensa sacó el asunto de quicio.Se iniciaron las pesquisas. Guy Grandhabía untado a algunos peces gordospara llevar a cabo su proyecto, pero nohabían contado con que aquello les

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sobrepasara.De vuelta en Nueva York, tuvo que

sobornar a las autoridades con dosmillones de dólares para que no loempapelaran.

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V

—Sí, ya veo —dijo Guy aclarándosela garganta y mirando con cara deinterés el pedacito de galleta quesostenía en la mano—. Desde luego.¿Por qué no…? Bueno, ya sabéis,averiguáis cuánto necesitan, lesextendéis un cheque y…

La tía Esther disimuló otra vez unavocecilla nerviosa. Le observó con susojitos brillantes por encima de lablanquísima mano que ocultaba su boca,mientras que Agnes apartó bruscamentela mirada evidenciando una ciertaexasperación burlona hacia el

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muchacho.—¡No se trata de darles dinero,

Guy, querido! —exclamó Agnes—. Noquerrían ni oír hablar de ello, porsupuesto… Ese joven… Sol,particularmente. Seguramente ya sabeslo orgullosos que son esas personas…Supongo que es un mecanismo dedefensa que tienen ellos; pero inclusoasí… ¡No, de ninguna manera, no lopodemos permitir! Lo que yo tenía enmente era decirles que comprasen unascuantas acciones, ¿sabes?

—Vale —repuso Guy con sequedad—. Entonces podrían hacer uno de esosdos viajes más adelante. Esa es la idea,¿no? Aunque, espera… Si se gastan todo

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su dinero en uno de los viajes… ¿cómopodrán comprar las acciones encuestión?

—¡Guy…! —dijo su tía. Su vozdenotaba una mezcla de frialdad y dolor.

—Me temo que no os sigo —respondió Grand con candor.

La tía Esther buscó refugio tras supañuelito, sumida en una risilla que nocesaba.

—¡Me refiero a que podemoshacerlas subir y bajar! —soltó Agnescon enfado—. O más bien hacerlasbajar primero, para que suban después.

Le miró fijamente a los ojos uninstante, con su delgadez estirándosehacia delante como un cisne airado,

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sospechando que tal vez él estaba siendodeliberadamente obtuso.

—¡Igualito que un crío! —dijo ella—. ¡No sé cómo te las arreglas en lamesa de juntas! ¡La verdad es que no melo puedo ni imaginar!

—Lo siento —dijo Grand sinsonreír. Se encorvó con gesto juvenilhacia su té para darle un sorbo.

Por supuesto, los tres estabanhaciendo teatro.

—Nombra un buen paquete deacciones del que poseas diez mil —dijoAgnes severamente.

—Un buen paquete… —repitió GuyGrand, mientras su ancha frente seensombrecía.

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—Uno que empiece por «A» —intervino tía Esther.

—¿Que empiece por «A»? —preguntó Guy con aire incrédulo, si bienhaciendo gala de su natural disposicióninfantil hacia el juego.

—¡Esther! —gritó Agnes.—Bueno, ¿quieres decir

exactamente diez mil o por lo menosdiez mil? —inquirió Guy.

—Por lo menos diez mil —respondió Agnes—. ¡Y no hacía falta —añadió lanzando una mirada furibunda asu hermana— decir que empiece por«A»!

—Hmm. Vale, ¿qué tal«Abercrombie & Adams»? —dijo

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Grand como probando—. Parece quesuena de lo más adecuado…

—Bien —dijo tía Agnes—, supónque vendieses todas tus acciones, ¿quéocurriría con el precio?

—Se desplomaría —contestó Grandcon un gesto de desagrado ante la idea—, y de paso provocaría alguna que otraruina.

—¡Ahí lo tienes! —exclamó Agnes—. Si el prometido de Clemencecomprara… cuando el precio estébajo… si comprara, ¿entiendes?…Entonces al día siguiente tú volverías acomprar lo que habías vendido. Y si túvuelves a comprar esas acciones, seguroque subirán de nuevo, ¿no es así?

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—Puede que sí y puede que no —dijo Grand con un punto de frialdad.

—Está bien —dijo Agnes conmarcada altivez—. ¡Pues podrías seguircomprando hasta que subieran! —Luegocontinuó con un tono más suave parademostrar su razonamiento final—:Seguro que puedes hacerlo, Guy,querido. En tal caso, ya verás comoClemence y ese joven te siguen y vendenlas suyas.

—Sí —dijo Grand con ciertadignidad calmada—. Pero, ya sabes.Puede que la Comisión Federal deSeguridad no vea con buenos ojos esetipo de operaciones.

Los labios de Agnes estaban tan

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prietos que en ese momento parecía unatortuga.

—Puede que no lo vea —repitió enfalsete, abriendo mucho los ojos como sihubiese levantado una piedra en eldesierto para ver qué ocultaba debajo—. Bien —dijo con una serenidaddesconcertante, tomando un sorbo de tépara reconfortarse, y volviéndose haciasu hermana, como recurriendo a ella,con una mirada de oscuro significado—,si lo que en realidad te importa esguardar las apariencias… entonces, talvez, después de todo no seas la personaque yo creía que eras.

Se sirvió otra taza de té y puso carade pasmo.

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Acababa de retomar su discursocuando apareció la doncella tras lapuerta para anunciar la llegada de MissGinger Horton (una mujerextremadamente gruesa), que hizo suentrada en la habitación vistiendo uninmenso conjunto veraniego de formatrapezoidal y portando en brazos a supequinés.

—¡Guy! —exclamó extendiéndole lamano al tiempo que él se levantaba—.¡Qué inmensísima alegría verte! ¡Saludaa Guy, Bitsy querido! —le dijo en unchillido alegre al perrito, señalandohacia Guy y el resto de la concurrencia—. ¡Di hola a todos! También estánEsther y Agnes, ¿lo ves, Bitsy?

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El perro dio un pequeño ladridocomo enfadado, y un moco le chorreópor la nariz.

—¡Oh! ¿Está mi Bitsy-witsypachuchito? —Miss Horton arrulló alchucho mientras hacía pucheros ypermitía que Guy la acompañase a unasilla situada junto a las tías,maniobrándola a través de la sala comouna gabarra por un río—. Hmm. ¿Estámalitito Bitsy?

—Espero que no sea nada serio —dijo Grand con gesto de solícitapreocupación.

—Serán los nervios, espero —contestó Miss Horton ahora en tonoaltanero y algo enojado—. Este tiempo

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es tan… realmente abominable… Contoda esa gentuza mugrienta pululandopor ahí… Pero bueno, aquí tienes aEsther y a Agnes, Bitsy.

—Cómo nos alegramos de verte,querida —corearon ambas ancianas,posando cada una sus dedillos sobre lainmensa manaza de la recién llegada—.¡Pero qué vestido de verano más ideal!Ha sido muy amable por tu parte traer aBitsy, ¿verdad, Guy?

—Extremadamente amable —musitó Guy con una sonrisa radiante,mientras se retiraba hacia su butacónjunto a la ventana.

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* * *

De hecho, Guy Grand había utilizadoa sus abogados recientemente parahacerse con diversos interesesestratégicos en los tres principalesclubes de cría canina de la costa Este.De ese modo había conseguidovirtualmente el dominio y laresponsabilidad de la Exhibición Caninade aquel año en el Madison SquareGarden.

Su gérant número uno, su «hombre-fachada» para esta operación, era un talseñor Hernández González, un

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descomunal mexicano sobradamenteconocido desde hacía tiempo en loscírculos de aficionados caninos comocriador de chihuahuas de «Lazo Azul».En cualquier caso, con el apoyo deGrand y en un tiempo récord de seismeses, González se había convertido enel celebrado propietario de uno de losmejores criaderos del mundo, famoso nosolo por sus chihuahuas, sino tambiénpor los pequineses, los pomeranias yotros animales de razas raras y extrañas,procedentes en su mayoría de Oriente.

Se hacía evidente que la exhibiciónde esa temporada sería especial: sehabían creado nuevas categorías ytrofeos; los premios en metálico habían

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aumentado sustancialmente y el concursose presentaba más competitivo quenunca. Brillantes hombres jóvenes yacaudaladas viudas nobles llegaronprocedentes de los rincones másremotos para presentar sus mejorespedigríes. El propio González habíaprometido presentar fuera de concursoun espécimen de una excelente y antiguaraza.

Una revista de fotografía de tiradanacional dedicó su portada al evento ypublicó un prolongado editorial en elque elogiaba el espíritu americano delamor por los animales, «…en unbrillante y elocuente contraste —afirmaba el editorial— con ciertas

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barbaridades naïve, como por ejemplolas corridas de toros españolas».

Por consiguiente, cuando llegó eldía, todo estaba preparado comocorrespondía. La pista del Carden,alegremente engalanada; losespectadores, en actitud de solemnidadfestiva; las luces, candentes; las grandescámaras, en plena actividad; y losparticipantes, vestidos como si fueran aasistir a una audiencia papal (aunquecon un ánimo ligeramente ambivalenteque fluctuaba entre la fobia adespeinarse o llenarse de pelos y losdeseos irrefrenables de mimar y hacerarrumacos a sus animales).

Salvo por la reseñable ausencia del

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señor González, las cosas fueron comola seda hasta que dio comienzo lacompetición final, que enfrentaba a «LoMejor de Cada Raza» por el codiciadotítulo de «Lo Mejor de la Exhibición».

Fue justo entonces cuando aparecióGonzález, quien se unió al tropel depropietarios y bestias cuadrúpedas quese arremolinaban en el centro mismo delGarden, Pronto se hizo evidente que suspromesas no iban descaminadas… Alotro extremo de la correa, el hombretónarrastraba un perrazo extraordinario.Era negro azabache, casi del tamaño deun gran danés adulto, y lucía el másasombroso pelaje y porte que sehubieran visto en la muestra de aquel

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año.La cabeza la llevaba adornada a la

manera de un caniche peinado para elcirco, aunque con alardes mucho másexagerados, por lo que el animalpresentaba la mitad de la cara cubiertade rizos y tirabuzones.

González se unió a la multitudexhibiendo una sonrisa desenvuelta y ungesto victorioso en absoluto inapropiadopara alguien tan eminente como él. Nohabía transcurrido ni un minuto cuandotanto el dueño como el perro fuerondetectados por Mrs. Winthrop-Garde ysu pequeño e irritable Spitz.

La buena señora se adelantóentonces —de un modo nada apropiado

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para alguien de su caché— con unagresivo paso vacilante queinmediatamente fue imitado por otrastantas mujeres de igual rango, junto consus pequineses, pomeranias y diversoschuchos en miniatura, todos deprevisible temperamento enfermizo.

González repartió reverencias conuna gracia tan triunfal como pasada demoda, y acarició una a una las manos delas damas.

—¡Es todo un encanto! —chilló Mrs.Winthrop-Garde a propósito del animalque sujetaba González, y a continuaciónestampó su nariz en la de su mascota—.¿Verdad, cariñín? ¿Hmm? ¿Hmm?¿Acaso no es precioso, tesorito mío?

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¿Cuál podrá ser su nombre? —le gritó aGonzález cuando comprobó qué supropio animal no respondía sino que selimitaba a soltar un irritado ladridito.

—Se llama… Colmillo —respondióGonzález por lo bajinis. Había en su vozun deje de suave dramatismo que debióde escapársele a Mrs. Winthrop-Garde,ya que se acercó un paso más al señorGonzález, haciendo gala de unapeligrosa despreocupación.

—¡Golfillo, qué nombre más bonito!¡Demasiado delicioso… totalmenteadorable! ¡Saluda a Golfillo, Angélica!¡Dile hola a Golfillo, mi flor depelusilla!

Mientras arrimaba al pequeño spitz

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enfurruñado y este lanzaba mordisquitosy bufaba y moqueaba, sucedió algoextraordinario: de alguna manera, Grandy González se las habían apañado (porrazones que la prensa nunca llegó adesentrañar) para introducir en laexhibición del Carden un animaldisfrazado que no era un perro enabsoluto; más bien se trataba de unaespecie de terrible pantera negra o dejaguar teñido (que además estabahambriento y rabioso como unaguindilla). Así pues, antes de que lajornada tocase a su fin, la fiera no solohabía desbaratado toda la programación,sino que además había eliminadoaproximadamente a la mitad de «Lo

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Mejor de Cada Raza».Durante la primera hora o así,

habida cuenta de su reputación en loscírculos caninos, González quedó librede todo reproche. El incidente fueconsiderado por completo accidental,además de, por supuesto,extremadamente desafortunado.

—Es que tiene un carácter muyfuerte —explicaba con gestoapesadumbrado, meneando la cabeza; ymientras él y la fiera merodeabanparsimoniosamente por el mismo centrodel barullo, se dedicaba a reprender alhambriento felino—: Estás agotado porel viaje, ¿no, muchacho? ¿Eh? ¿Eh?

Por encima de los ladridos y los

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lloriqueos de los perros, la multitudpodía escuchar ocasionales ¡fiiuu!, y¡zas!, a medida que González y sufantástica bestia avanzaban, llevándosepor delante a sus competidores, queacababan convertidos en despojos (casiliteralmente).

Finalmente, una mujer recién llegadaal círculo y que, por tanto, no sabía de laimportancia de González apareció conuna pistola automática e intentó dispararal felino. Pero estaba tan fuera de sí, ytan furiosa, que erró el tiro y fueinmediatamente arrestada.

González, que no era ningún tonto,tardó poco en comprender aquello comouna señal de que su tarea había

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concluido. Así que «Lo Mejor de laExhibición» fue elegido al fin de entreaquellos ejemplares que no habíanresultado «eliminados».

Más tarde, Grand escribió una seriede mordaces artículos sobre el asunto:«¡Oprobio en la exhibición canina!».«¿Cómo puede ocurrir algo así ennuestro país?». «¿Se trata de algunaclase de broma?», etc, etc.

Los propietarios prematuramentedespojados de sus mascotas eranpersonas adineradas e influyentes, másque dispuestas a exigir una investigaciónsin importar quién cayese. De todasformas, según iban apareciendo lostestigos, todos eran sobornados por

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Grand o sus representantes, así que alfinal nada salió a la luz. Aunque esseguro que a Grand le costó un buenpellizco impedir que su nombre se vierasalpicado por el escándalo.

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VI

—¿Qué tal te fue en tu viaje, Guy?—preguntó Ginger Horton, husmeandolo justo para parecer educada.

Guy se encogió de hombros.—¡Oh! El mismo seis-y-siete de

siempre, Ginger querida —respondió.—¿Cómo has dicho, Guy? —

intervino de pronto su tía Agnes.Esther sonrió, estableciendo cierta

complicidad con el único hijo de suhermana favorita, tiempo ha fallecida.

—Significa no demasiado bien,Agnes querida —apuntó, enfatizando laspalabras—. Es una expresión que se

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utiliza en los dados: se «sale» con unseis (¿no es así, Guy?), entoncespuntúas, y a continuación arrojas unsiete, que quiere decir: mala suerte, túpierdes. —Miró a su muchacho—. ¿Noes así, querido?

—¡Ah! Es algún tipo de jerga detimba —anunció Agnes Edwards conuna dosis de entretenida complacencia,aunque levantó su taza con ciertapremura. Esther, por su parte, seconformó con sonreír a Guy.

—Entonces tu viaje no fue…demasiado bien, ¿no es eso? —preguntóGinger Horton con seriedad,depositando al momento su propia tazaen la mesita y presionando brevemente

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la servilleta en sus labios.Esther comenzó a responder, pero se

interrumpió y se limitó a mirar a Guy.—¡Oh! Solo es una forma de hablar

—reaccionó Guy con soltura—. Lo querealmente da lugar a la expresión es que«seis» es, por lo general, una puntuaciónfácil de conseguir, ¿veis? Y bueno… Elhecho es que en realidad, resulta que…Eh… La economía nacional, por asídecirlo, no pasa por su mejor momento.Falta demanda en los mercados. Larealidad es que la tendencia es un pelína la baja. —Sofocó una risita mirandohacia el pequinés.

Ginger Horton aprovechó la ocasiónpara dirigirse al perrillo.

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—Bueno, también nosotros estamosa la baja, ¿verdad Bitsy? ¿No estás tú deacuerdo Bitsy-witsy? ¿Eh?

—A la baja… —repitió Esther.—Creo que todos sabemos qué es lo

que eso significa, Esther —interpusoAgnes secamente, llevándose una manoa la garganta con una mirada quecentelleaba no menos que los enormesdiamantes que la adornaban, y a los queinstintivamente se había aferrado.

* * *

Era evidente que, en ocasiones, aGuy le gustaba interpretar el papel de

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campechano ingenuo. En cualquier caso,había decidido comprarse un cine detamaño grande en Filadelfia. El negociohabía estado perdiendo dinero desdehacía seis meses, por lo que era normalque tanto el director como el resto delpersonal, que desconocíanabsolutamente los antecedentes deGrand, se mostrasen aprensivos ante unamás que probable reestructuración.

El director era un tipo astuto ycompetente, con muchos años deexperiencia en la dirección de recintosde exhibición cinematográfica. Unhombre cuya posición era el fruto detoda una vida de trabajo. Decidió que sumejor opción estaba en ir a ver a Grand

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y, desenfadadamente, recomendar unrecorte general de los salarios.

En todo caso, durante su primerareunión, fue Grand quien, en calidad denuevo propietario, llevó la iniciativa entodo momento.

A modo de preliminar, y mientras eldirector se hallaba sentado en actitudalerta en el borde de una gran butaca decuero, Grand comenzó a dar vueltas porla oficina con las manos enlazadas a laespalda y un ligero gesto depreocupación en el rostro. Finalmente sedetuvo en el centro de la habitación y sedirigió al gerente:

—Los chinos tienen un dicho,señor… señor director. Me parece que

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se menciona en el famoso libro delI Ching. «Pon tu casa en orden», dicenlos chinos. «Ese es el primer paso paratodo».

El rubor inundó el rostro deldirector, que se removió en su asiento.

—Mi padre —continuó Grand, estavez con solemnidad— se abrió caminoaquí mismo en… en 1920. Por aquelentonces había pocas fronteras abiertaspara él. ¡Pero incluso en su época habíamás fronteras abiertas que hoy en día!

Se plantó ante el director dispuesto adejarle hablar. Es más, mirándoledirectamente a la cara parecía que leestuviese invitando a hacerlo, pero elhombre solo acertó a asentir con sensato

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reconocimiento.—Si queda algún territorio

inexplorado —prosiguió Grand, que aesas alturas ya se había embalado—,algún vestigio de bosque virgen en estemundo nuestro de hombres… ¡es elnegocio del cine! Mi padre —PapáGrand— fue todo un campeón de golf.Tal vez esa sea la razón de que… en fin,se trata solo de conjeturas… Pero puedeque fuera por eso por lo que siemprehizo honor a la máxima «Si quieres quejueguen a tu juego ¡no pongas piedras enel green!».

Grand hizo en su discurso una pausade aproximadamente un minuto deduración. La ancha frente arrugada, los

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labios apretados, el gesto frenéticamentepensativo. Miró con fijeza los lustrososzapatos del gerente. Entonces lanzó unapregunta:

—¿Conoce usted la historia delTeatro Majestic de Kansas City[4]?

El gerente, un tipo con treinta añosde experiencia en el ramo y que se sabíaal dedillo la historia de todos y cada unode los teatros del país, no había oídohablar en su vida de esa sala.

—Corría el mes de agosto de 1939,y la dirección del K. C. Majestic habíacambiado de manos y también detrayectoria. Se instalaron asientos deplatea, diez centímetros más anchos delo normal, y los precios de las entradas

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se redujeron a la mitad… si bien losasientos debían ser ocupados por dospersonas. El nuevo director, JasonFrank, quien ese mismo año moriría deuna hemorragia cerebral, habíaadelantado a la Agencia Wyler depublicidad novecientos dólares por eleslogan «Mitad de Precio pero el Doblede Vicio», que recibió una ampliadifusión privada. —Grand interrumpiósu narración para echar un indagadorvistazo al gerente. Solo entoncescontinuó—: ¡Pero su treta no funcionó,señor mío! Aquello no funcionó… Y lediré por qué: era algo propio de unlunático. Algo tan disparatado como lode las piedras en el green. Le costó al

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buen Frank su licencia, su salud y, eneste caso, tal vez hasta su propia vida.

Hizo una pausa para ver si su golpecausaba efecto, y entonces fue hasta sumesa, agarró un legajo de papelotes ylos blandió agitándolos delante de lasnarices del director. Cada hoja estabaplagada de números.

—Según mis cifras —dijo lacónico—, este negocio plegará en nueve mesesa menos que decretemos una subida deal menos el ocho por ciento en losprecios. —En ese punto la seriedad sedibujó en su cara aunque poco despuésla dejó ir; ensayó una sonrisa forzada,movió nervioso los brazos una o dosveces y, en un tono mucho más calmado,

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dijo—: Desde luego, existe unconsiderable número de posibilidadespara nosotros… He trazado ciertosplanes… que son, por descontado,provisionales. Tengo algo preparado. Hemetido las espadas en la fragua, si esque me permite la expresión… Peropuedo decirle algo: voy a mantenerles austed y a su personal. No vamos a pasarel arado por donde crece la hierba, ¿mesigue? Vale. Ya he tomado una decisiónfavorable en relación a los aumentos desueldo que usted iba a proponerme: undiez por ciento. No diré que es unincremento sustancial. Simplementediré: un diez por ciento… Lo cualsignifica, claro está, que todas… todas

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estas cifras… —Sacudió el manojo depapeles en un gesto de desesperación y acontinuación lo dejó caer en el interiorde una papelera— ¡tendrán que serrevisadas! ¡Más tiempo perdido antes desaber qué terreno pisamos! Es cierto, nopuede evitarse. Se trata de unmovimiento, lo afirmo, es unmovimiento… ¡en la dirección correcta!

Siguió y siguió hablando durante unahora o más, perorando en voz alta,captando las sensaciones inherentes alnegocio, guardándose la jugada.Entonces le ordenó al director que setomase tres meses de vacaciones con losgastos pagados.

La sala de cine de Grand era de las

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mayores de la ciudad y ostentabaderechos preferentes sobre las películasmás publicitadas. En ausencia delgerente, las cosas procedieron connormalidad durante algún tiempo; hastaque una noche la sala se llenó hasta lostopes para el estreno de la nueva yelegante comedia musical U. S. A., CalleMayor.

La película empezó con media horade retraso para dar tiempo a que sevendieran las localidades que dabanderecho a ocupar uno de los taburetes decamping que Grand había situadoconvenientemente en los pasillos.Entonces, cuando las luces de la salafinalmente hicieron un fundido a negro y

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la audiencia se arrellanó para disfrutardel musical, Grand les ofreció algo queni en sus peores sueños podrían haberesperado: una bazofia de películaextranjera.

En el momento en que la proyecciónarrancó, al sospechar lo que se les veníaencima, unos cuantos espectadores selevantaron con la idea de marcharse. Sinembargo, en la oscuridad, con asientosen filas de a dos obstruyendo lospasillos, muchos tuvieron que regresar asus localidades. Entretanto, nadieinterrumpió la proyección, y la películacontinuó un cuarto de hora más, y luegootro cuarto, y cada minuto se tornabaagonizante. Grand estaba encerrado

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arriba, en la sala de proyección, dandotraspiés de un lado a otro y partiéndosede risa.

Cuarenta y cinco minutos más tarde,la película se interrumpió por fin y seanunció al público por la megafonía, aun volumen nunca antes utilizado enninguna otra sala de cine, que se habíacometido un error y que aquello queacababan de presenciar, evidentemente,no era el nuevo musical tan esperado.

Se escucharon gritos de: «¡Y que lodigas!», «¡Cómo es posible!» y «¡Nohace falta que lo jures, por todos lossantos!».

Entonces se produjo otro nuevoretraso para rebobinar, tras el cual las

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luces se volvieron a apagar. Y en lapantalla apareció la misma malapelícula extranjera de antes, solo queesta vez proyectada al revés.

Hacia las diez y media de la nochela sala estalló en un furor iracundo. Seprodujeron auténticas escenas de pánico.Grand dio la orden de reembolsar eldinero de su entrada a cualquiera que loexigiese en las taquillas. En la puerta, alas once en punto, había una fila que seextendía a lo largo de dos manzanas.

Desde su despacho del segundopiso, Grand persistía en retrasar eltrabajo de los taquilleras. Les llamabacada pocos minutos para que subieran yle contaran cómo marchaba la cosa.

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Al día siguiente había un aviso en eltablón central de la cartelera: «¡Piedrasen el green! ¡Mucho ojito!».

Era el preludio a otro peajesustancioso que habría de ser satisfecho.

En algunas películas, tales como Laseñora Miniver, Grand realizóexcéntricos insertos.

En cierta escena de dicha película,Walter Pidgeon está sentado de nochejunto a la chimenea escribiendo sudiario. Justamente aquella misma tardehabía entablado conversación con Mrs.Miniver, y sin duda pensaba en ellamientras se interrumpía en susquehaceres y miraba pensativo hacia elfuego. La versión original de dicho filme

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le muestra cogiendo un pequeñocortaplumas de un cajón de suescritorio, con el que afila meditabundoel lápiz con el que había estadoescribiendo. A lo largo de esta escena,la cámara se centra en su cara, plena dereflexión tranquila y modesta esperanza,por lo que la marcada intencionalidadde la escena queda a todas lucesbastante clara: Walter Pidgeon seconsagra a sus gentiles ymelancólicamente ambiciosospensamientos sobre Mrs. Miniver.

Los cambios que Grand introdujo enesta película, al igual que otros muchosque fue incluyendo en posterioresfilmes, fueron insertados con toda

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profesionalidad y resultarontécnicamente indistinguibles. Este, quefue incluido justo en el momento en quePidgeon está abriendo el cortaplumas,consistía en un primerísimo plano detres segundos de duración sobre eldestello del fuego en la cuchilla.

Esta sencilla imagen anulaba elénfasis de la escena. El reflejo delcentelleo en la navaja parecía augurar unfunesto mal y, apareciendo tal como lohacía, al principio de la historia,directamente echaba a perder lapelícula.

Grand rondaba por el vestíbulodespués de la proyección esperando«cazar» algún comentario de los

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espectadores que salían de la sala. Confrecuencia se les unía:

—¿Y qué me dicen de esa parte delcuchillo? —preguntaba quejumbroso,caminando airado de un lado a otro ygolpeando el puño cerrado contra lapalma de la otra mano—. El tipo teníauna navaja… ¡Le juro que creí que iba amatarla! ¡Cielos, no lo entiendo!

En ocasiones, Grand no tenía másremedio que disponer de dos copias dela película, puesto que sus alteracioneseran tan flagrantes que no considerabasensato proyectar la copia alterada dosveces seguidas. Ese fue el caso delconocido filme titulado Los mejoresaños de nuestra vida. Esta película

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narraba, en un extraño alarde derealismo, la peripecia de un jovenmutilado, veterano de guerra, que teníagarfios en lugar de manos. Era unahistoria desarrollada con bastantesolvencia, y su sentido dramáticodependía en gran medida de ciertadescarnada identificación con lasituación y la actitud del tullido. Laaportación de Grand tenía lugar en mitadde la escena principal. La toma originalconsistía en una panorámica de sietesegundos de los dos personajesprotagonistas: el chico mutilado y suguapa prometida, ambos oriundos delmismo pueblo, se han sentado en elcolumpio del porche de la casa familiar

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una tarde de verano. El héroe la cortejaa su manera silenciosa (esto es, con unasonrisa valiente con la que parecequerer disculparse por tener ganchos demetal en vez de manos), mientras losojos de la muchachita brillan decomprensión y tolerancia… Escena quese ve interrumpida abruptamente por elinserto de Grand: un corte hacia lacintura de la chica muestra los garfiosdeslizarse un instante para desaparecerinmediatamente por debajo de su falda.La duración de este corte nosobrepasaba apenas el medio segundo,pero podía ser claramente percibido porcualquiera que no estuviese a punto dequedarse dormido.

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Al ver aquello, parte de la audienciase incorporó súbitamente, presos de unaextraña rigidez. A otros, menos atentos,la escena les afectó como una especie dedoble-toma, y solo reaccionaron minutosdespués. El resto, es decir,aproximadamente una tercera parte delpúblico, no se dio cuenta de nada y lapelícula continuó. La mayoría, noobstante, no podía dar crédito a lo quesucedía; aquellos que estabanconvencidos de haber captado algoextraño en medio de una escenaaparentemente realista volvieron a verla película de nuevo a fin de asegurarse(aunque, por supuesto, la versiónalterada nunca se proyectaba dos veces

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consecutivas) de que lo habíanimaginado todo. Pero la prácticatotalidad de los que lo habían percibidoestaban tan obsesionados con lo quehabían visto (o con lo que imaginabanhaber visto), que no pudieron seguir pormás tiempo el hilo argumental, aunque apartir de aquel punto no hubiera másincongruencias ni más sorpresas.

Grand se metió en muchosproblemas por culpa de sus alteracionesde determinadas películas, y hasta fuedemandado por varios de los grandesestudios cinematográficos.

No les quepa la menor duda de quepagó una buena suma por salir indemne.

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VII

—Hoy han llegado mis libros deLord Russell[5] —dijo Ginger Hortonbajando la voz al nivel de un susurro,habida cuenta de que el perrillo parecíahaberse dormido en su regazo.

—¿Perdón? —exclamó Grand casigritando.

Mrs. Horton, dramáticamenteexoftálmica, se llevó el índice a loslabios.

—Creo que Bitsy se ha dormido —gorjeó suavemente, y miró con ternura alanimal—. ¿No es una cucada? —dijo,dirigiéndose al resto de la concurrencia

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con una sonrisa angelical.—Sí, es monísimo —corroboraron

Agnes y Esther, alargando sus cuellospara mirar como vejestorios estirándoseen la arena.

—Guy —siseó Agnes—, ¡ven averlo!

—Es mejor que no —respondió Guycon sensatez—, podría despertarlo.

—Guy tiene razón —dijo GingerHorton comprimiendo secamente loslabios y apartando por precaución a lasdos mujeres—. No sabéis lo enfadadoque se pondría Bitsy. Eres un encanto,Guy —añadió lanzándole una sonrisapenetrante. Sin embargo, antes de que élpudiera agradecérselo

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correspondiéndola, su cara volvió aadoptar un gesto de cuidado maternal—.Como iba diciendo, mis libros de LordRussell llegaron hoy.

—¿Lord Russell? —inquirió Guyafablemente.

—Laird K. Russell —murmuróEsther totalmente embelesada, igual quelo hacía cada vez que un querido nombreolvidado surgía para maravillarlasuavemente desde algún lugar muy, muylejano.

—¡Bertrand Russell! —exclamóAgnes bruscamente—. ¡El filósofo!¡Santo Cielo, Esther, por lo que másquieras!

—No es Bertrand Russell —gritó

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Ginger Horton—, sino Lord Russell, deLiverpool. ¡Ya sabes, el que escribeesos libros tan atroces!

—Dios bendito… —dijo Agnes.—Pues bien, ¿sabéis lo que

hicimos? —preguntó Ginger Horton—.Bitsy y yo nos sentamos y nosimaginamos que ese… este… este…Thorndike había sido capturado yllevado ante la justicia y… ¡que todasesas atrocidades se las hicieron a él!Bueno, a él y a toda la desagradablegentuza que se nos pudo pasar por lacabeza en ese momento.

—¡Válgame Dios…! —exclamóAgnes.

—¿No sería Bill Thorndike? —dijo

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Grand incorporándose de su butaca eintentando mostrar algún interés.

—¡Oh! ¡Ese tipo está absolutamenteloco de remate! —dijo Ginger Horton—. No quisiera tener que hablar de ello.Desde luego no delante de mi Bitsy…

—¿El perro? —dijo Grand—. Peroestá dormido, ¿no es así?

—Por supuesto que Bitsy está altanto del tema —dijo Miss Horton deforma enigmática— ¡Incluso demasiadoal tanto!

—Ginger, querida —intervino Agnes—, ¿cómo puedes estar tan segura deeso?

—¡Ah! Una tiene miles y miles demaneras de saberlo —respondió Ginger

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Horton.—¿Recuerdas a aquel joven Mr.

Laird K. Russell? —preguntó Esther aAgnes en la pausa que siguió—. Vino albaile de verano que organizamos enWestport para la pequeña Nancy.

—¡Ángeles del cielo, Esther! ¡Esofue hace más de sesenta años! ¡No sabeslo que estás diciendo!

Esther asintió, con los ojos nubladospor una ilusión distante. Había unapálida sonrisa en sus labios.

—¡Esther, en serio!Ginger Horton resopló sin

complejos para ocultar que le molestabaaquel cambio de tema, mientras Agnestrataba de retomar el hilo.

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—Toma algo más de té, Ginger… Y,por favor, cuéntanos de dónde sacasteese adorable conjuntito. ¡Es tanpráctico!

—Eres un encanto, Agnes —dijoGinger un poco más animada, si bieninsinuando un momentáneo reprochehacia Esther y Guy antes de dirigir denuevo su atención hacia la gran tienda decampaña rosa que llevaba a guisa devestido—. Sí, creo que es muydivertido, ¿verdad? Por supuesto, fueCharles quien lo confeccionó para mí…

—¡Es simplemente adorable! —dijoAgnes—. ¿No crees, Guy?

—Extremadamente atractivo —dijoGuy con una voz de lo más persuasiva y

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masculina. Las damas se sonrieronradiantes.

* * *

Una de las sentencias preferidas deGuy Grand cuando presidía cualquierconsejo de administración era lasiguiente:

—Muéstrenme al hombre quedesprecie las migajas… ¡y yo lesmostraré a un idiota!

Quizás se debiera a esa idea suya elhecho de que el propio Grand fuera tanaficionado a echar mano a cuanto pastelse le pusiera por delante.

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En 1950 se hizo con VanityCosmetics, el próspero emporioperfumero de la Quinta Avenida.Sorprendió al personal cuando sepresentó con su propio equipo deinvestigación química, proveniente deotros campos afines. Sin embargo, losejecutivos en plantilla, todos ellossobradamente veteranos, lo único queesperaban de él era un voto deconfianza; aun así, no pasaría muchotiempo antes de que Grand empezase ahablar en términos de sangre fresca, denuevos horizontes y de pensar a logrande.

—Este es un juego de hombres, yhay que mirar hacia el futuro —insistió

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en declarar en su primera reunión—, ¡o,de lo contrario, sin comerlo ni beberlopuedes acabar hasta arriba de mierda!

Admitamos que se expresó condureza, pero en su descargo cabe decirque había en su tono una conviccióndesenvuelta y una pericia demoledora.

—Está en lo cierto —dijo uno de losempleados tras aquella sesión—. Estetipo dice lo que piensa y ¡se queda tanpancho!

—Sí, estoy con él —convino otrorápidamente—. Me refiero a… ¡quédiantres! Todos estamos en esto por lapasta, ¿no es así, Joe?

Los empleados fijos dejaron de tenercontacto con el laboratorio pues, tal y

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como Grand había explicado, «preferíallevarlo él por su cuenta unatemporada».

—Simplemente se trata decomprobar cómo se asienta el terreno —dijo.

Trabajó incansablemente con sunuevo equipo de químicos, él mismoenfundado en una bata blanca. Se movíaafanoso por el laboratorio, siguiendo losprogresos de este y aquel ensayo, y delos correspondientes resultados.

—¡Al tajo! —Le gustaba decir en lasreuniones (tenía el hábito de asistir a lasjuntas con la bata puesta, haciendo queel resto se sintiera un poco fuera delugar, ya que todos los demás iban de

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punta en blanco, con sus bien cortadostrajes de tweed gris clerical, mientrasque el nuevo manda-más estaba allísentado, soltando mordacidades y con elmandil cubierto de manchas dellaboratorio).

—Ustedes los civiles viven entrealgodones —les pinchaba Grandocasionalmente; si bien es cierto que eraahora cuando aquellos tipos empezabana parecer ansiosos por entrar en ellaboratorio.

—Ya sabe, no me importaría echaruna mano de vez en cuando… —leconfió uno de los ejecutivos de mayoredad cuando por fin pudo acercarse aGrand.

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—Sí. Apuesto a que así es —lerespondió Grand con una sonrisacentelleante—. Aunque, mientras se lopiensa, ¿qué le parecería echarle manoa un puñado de estos? —Y del bolsilloauxiliar de su enorme bata delaboratorio extrajo fugazmente un fajoenrollado que contenía unas decenas demiles de dólares.

Aunque el ejecutivo habría podidopensar que Grand hablaba en sentidofigurado, aquel requiebro debió decausarle una fuerte impresión, a juzgarpor la cara que puso.

—Sí, señor —le respondió delmodo más ferviente—. ¡Ya lo creo queme encantaría arrimar el hombro en el

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laboratorio!Sin embargo, Grand hizo una mueca

extraña y, ejecutando un signo denegación con el dedo y soltando unacarcajada, se marchó volando de vueltaa sus matraces y decantadores.

—El viejo es sagaz como un zorro—comentaban ellos—. Me cae bien.

Como resultado de lasinvestigaciones de Grand, sedesarrollaron un par de novedososproductos. El primero fue Downy[6], unacombinación de champú y suavizante,que fue anunciado en una campañapromocional a escala nacional. Lafórmula de Downy estaba supuestamentebasada en el mismo principio que

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utilizaran los egipcios para embalsamara sus muertos (si bien acerca de esto sehizo solamente una vaga referencia queactuaría como mero trampolín para elproducto al conseguir el respaldo deexpertos en diferentes campos y ganaruna cobertura en prensa más allá de lapublicidad contratada). El énfasisprincipal de la promoción se centró enel atractivo social y la seguridadabsoluta que parecía prometer elproducto.

Según la campaña de lanzamiento,«Downy hará que su cabello ¡quedemás suave que el de SU BEBE!».

Y no solo eso, sino que losresultados estaban incondicionalmente

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garantizados. Llegaron a presentarsealgunas pruebas que inducían a pensarque la fórmula de Downy había sido «elsecreto mejor guardado de Cleopatra», yque habiendo sido ella «en realidad unamujer de belleza más bien vulgar (cosaque uno nunca debe desestimar), habíaconseguido conquistar tronos y hombresnotables merced al que hoy puede serSU PROPIO DOWNY».

La campaña de lanzamiento seprolongó durante algún tiempo antes deque el producto fuera ofrecido a loscompradores mayoristas, aunque Downyya había sido probado con éxito, desdehacía tiempo, por numerosas y bellascelebridades, y había una enormidad de

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testimonios a tal efecto. Así que cuandofinalmente salió al mercado, las ventasse dispararon.

—Creo que hemos dado con un filón—dijo un avezado Guy Grand ante lajunta directiva aquella primera mañana,enfundado en su bata llena demanchurrones. Mientras tanto, ibanllegando los datos de ventas—. No soyde los que se ponen a contar los polloscon solo ver los huevos… porexpresarlo de alguna manera, pero yodiría que hemos topado con algobueno… algo que bien podríamosdenominar «¡un touchdown en elcorazón del Sr. y la Sra. América!».

Los otros estuvieron totalmente de

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acuerdo, pero Grand se mostró presto ademostrar su perspicacia en estas lidesañadiendo:

—… Y les he hablado de no contarlos pollos. —Y, elevando unadmonitorio dedo índice—: ¡Pero nodije nada acerca de poner todos loshuevos en la misma cesta!

Mientras insinuaba que ya se estabanempezando a desarrollar investigacionesacerca de nuevos y sorprendentesproductos, comenzaron a llegarnumerosos informes adversos apropósito de las propiedades delsuavizante.

Porque se daba el caso de quedurante los ensayos con los nuevos

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químicos, lo que Guy Grand habíainventado era una poción que no solo nosuavizaba el pelo en absoluto, sino que,por el contrario, lo dejaba tieso yestropajoso.

A medida que arreciaba la avalanchade informes, acompañados de untorrente de querellas judiciales, losmiembros de la mesa de juntasempezaron a mostrarse inquietos.

—En fin, no siempre se puede ganar—se disculpó Grand emitiendo unarisita de buen perdedor—. La sabiduríazen nos ofrece variadas enseñanzasacerca de esto. —Y así se quedósatisfecho y despachó el fracaso delproducto, ansioso como estaba de

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embarcarse en algo nuevo.Según se iba haciendo más patente

que su inversión millonada se iba apique, los miembros del consejocomenzaron a entrar gradualmente enestado de pánico.

—Lo hacemos lo mejor quepodemos —dijo Grand, alzando estoicola cabeza—. Nadie puede decir más desí mismo.

Uno de los ejecutivos más veteranos,un hombre que hacía años que habíasuperado la cuarentena y que ya peinabacanas, hizo amago de arrojarse por laventana.

Grand, quien llevaba la iniciativa enla mayoría de las reuniones, lo condujo

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con calma de vuelta hacia la mesa y lointentó consolar de este modo:

—Hablar es gratis, caballeros, ydado que no soy proclive a la retóricafácil les ahorraré la inevitablereferencia a la vieja máxima sobre la«leche derramada», pero déjenmedecirles algo: muéstrenme al hombreque mire hacia atrás… ¡y yo lesenseñaré lo que es un imbécil deprimera clase!

Aquello pareció convencer a ladirectiva, al menos de momento, y así,bajo la firme tutela de Grand, hicieroncaso omiso del ignominioso anatema ymiraron hacia el futuro.

—Nuestro departamento de Estudios

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de Mercado ha llegado a una conclusión—dijo Grand— y, por cierto, para esoles pagamos… Nuestros chicos, comodecía, han logrado destilar un par deprincipios que rigen la mecánica delconsumo, y me gustaría compartirlosaquí con ustedes: uno, el insaciableanhelo del público por lo absoluto; ydos, el reciente fracaso del monoteísmo,es decir, el fracaso de intentar quecualquier noción de lo absoluto puedarepresentarse como una sola cosaseparadamente.

Grand hizo una pausa juntando lasyemas de sus dedos con las palmasabiertas. Comenzó a lanzar calculadorasmiradas directas a los miembros más

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cercanos de la mesa, antes de continuar:—Y no les falta razón a estos

muchachos, desde luego. Nosotros entanto que… en tanto que extremo-occidentales, para lo bueno y para lomalo (justo es reconocerlo), pensamosen términos de dicotomía… Y así lovenimos haciendo desde el mismomomento en que somos concebidos. ¿Laidentidad propia? Nunca ha tenido lamás mínima oportunidad en estaslatitudes nuestras. En fin, yo lespregunto, señores, ¿adonde nos llevaesto? El monoteísmo hecho pedazos enuna mano y en la otra una súplicadesesperada porque exista un «algo»absoluto.

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»Les adelanto que la solución pendepor sí misma ante nuestros ojos:concretamente, un absoluto (dentro decualquier categoría) ¡debe serpresentado en forma de dicotomía! ¡Esoes! Si una compañía líder, como nuestraVanity, pudiese confrontar al públicocon una dicotomía en estado puro,aplicada a cualquier producto, se haríavirtualmente con el monopolio delmismo. ¡Así que seremos nosotrosquienes hagan posible dicha dicotomía!¡Una dualidad que se abrace por losextremos y que se encuentre consigomisma a mitad de camino! Afirmo que lagente hará su elección de entre ladicotomía que le presente una empresa

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afianzada. Los consumidores nobuscarán otras opciones, porqueentonces el artículo se volveríaimpreciso y las implicaciones de elegirya no serían claras ni satisfactorias…satisfactorias en términos de, por asídecirlo, “auto-orientación”, por lo que,según este último análisis, loscompradores adquirirán únicamentenuestro producto. ¿Hay alguna clase deobjeción a lo aquí expuesto?

Como no hubo ninguna, Grand pudoconcluir:

—Así pues, lo que queremos es unproducto que podamos presentar bajodos formas: bueno y malo, viejo ynuevo, primitivo y civilizado; dos

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motivos diseñados para un mismo usopero presentados como algocompletamente antitético, tanto moralcomo filosóficamente (si bien noestéticamente…). En cualquier caso, elenvoltorio tendrá que venir en tonosfuertes y en un único modelo. Les ruegoinformen a los departamentoscorrespondientes… Y ahora, señoresejecutivos y demás personalsubalterno… ¿sabe alguno de ustedescuál será ese producto?

Los miembros del consejo,evidentemente, no lo sabían, pero lo quetampoco sabían es que se trataba de unardid de Grand. Hacía ya mucho tiempoque este había elegido el producto, y los

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trabajos para su lanzamiento estaban yamuy avanzados.

Sería un desodorante corporal que,por supuesto, se presentaría, tal y comoél había sugerido, en dos formatos.

El primero, el tradicional,combinaba lo clínico y lo eróticoofreciendo «Protección durante losmomentos más íntimos. Corta de raíz elolor corporal, como un cuchillo». Eratécnicamente superior a cualquier otrodesodorante del mercado, puesto queestaba desarrollado a base de «cristaleslíquidos e inocuos selladoresplásticos…». Lo llamaron Sigilo.

El segundo desodorante se inspirabatambién en otro principio global, la

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biología. Una antigua sabiduría habíaresurgido, algo relacionado con laselección natural de los animales en fasede apareamiento, que, según eminentes ycitadas autoridades de la materia, tienesu origen con toda certeza en elmecanismo olfativo de motivación-respuesta por el que los animalesdetectan y logran entablar relacionesarmoniosas y monógamas.

Por tanto, el segundo producto fuediseñado no para disimular el olornatural del cuerpo, sino, de un modociertamente inteligente, para potenciarlo.De acuerdo con los estudios demercado, una innegable correspondenciay atracción natural surgiría entre

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aquellas personas que fuesenapropiadamente compatibles. El nuevoproducto fue denominado Musgo y Sebo.

Como reclamo utilizaron unairritante cancioncilla publicitaria, ensonido estereofónico, basada en elprincipio de repetición a alta velocidad(varias veces por segundo) de lafórmula «¡Tu efluvio es nuevo – Musgoy Sebo!».

También se decidió que, habidacuenta del fracaso de Downy, seríaventajoso en aquel punto cambiar elnombre de la compañía madre; seelegiría una nueva denominación queabarcaría ambos aspectos de lospostulados propuestos por los análisis

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de mercado. Por consiguiente, laempresa pasó a llamarse LADYAPHRODITA.

Grand se las arregló para que unconsiderable número de prominentesbiólogos, físicos, filósofos, ministros dediversas iglesias, estrellascinematográficas, mujeres congresistas,maestras de educación infantil yrepresentantes de otros colectivos por elestilo se pronunciasen (eso sí, siempredando la impresión de que nadie habíarequerido sus opiniones) sobre lopráctico del producto y su adecuación alas reglas de la moral.

Por lo que se refería a la promoción,el concepto parecía haber cautivado la

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imaginación del público. Losargumentos de Grand en la reuniónapelaban a «un magnífico arrebatobohemio que sacudiese a la gran clasemedia» y «un regreso a los elementosnaturales que, como un gigantedormido, estuviesen latentes en ella».

—Al hacer entrega de estos dosmagníficos productos a los ciudadanosde este gran país nuestro —dijo alconcluir la reunión—, Lady Aphroditaha presentado la dicotomía en estadopuro. Por fin puede hacerse una elecciónverdaderamente satisfactoria, tomarpartido, y, ¡es más!, cada facción gozaráde la seguridad (al menos en lo que serefiere al artículo particular que elijan)

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de operar con un absoluto. Caballeros,auguro que este producto ¡provocará unauténtico home-run en los corazones delSr. y la Sra. América!

No llegó a tanto, puesto que ambosproductos, como se supo después, noeran más que variaciones de un tipobastante sofisticado de bomba fétida(fabricada con sulfuro de hidrógeno ocon algún producto igual de pestilente)cuyo efecto retardado causó hedores ysituaciones altamente bochornosas a ungran número de personas.

Aparentemente, se trataba de otra delas famosas bufonadas de Grand y,comparada con las anteriores, noprecisamente una de buen gusto. Al

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menos así lo reflejó la prensa (cuandotodos se dieron cuenta de lo quesucedía) y los reproches cayeron sobreGrand y sus socios con un pesoproverbial.

Esta vez a Grand la broma le saliópor un buen pico.

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VIII

—Y dígame, ¿cómo se encuentranuestra querida señorita Sally Hastings?—preguntó Agnes a Ginger Horton.Intentó ofrecer su voz más amable, peroa la vez dirigió a Guy una tímida mirada,ya que había tratado de emparejar a susobrino con la joven dama.

—¡Pobrecita Sally! —dijo GingerHorton adoptando un airedespreocupado—. Me temo queúltimamente se ha vuelto un poco sosa.

—¡Vaya, una pena! —dijo Agnes—.Una muchachita tan deliciosa… ¿nocrees, Guy?

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—De lo más encantadora —respondió Guy Grand.

—Aun así, debo añadir que no tepercataste de que apenas dijo un par defrases en toda la velada —prosiguió sutía en tono severo—, a pesar de que, sies que me queda una sola pizca deintuición, juraría que se sentía de lo másatraída por ti, Guy.

—Nos vimos más tarde. En su casa—explicó Guy.

—¡Guy, no serías capaz…! —exclamó Agnes con verdadero enojo.

—Por supuesto que sí —dijo Guy—.Aunque solo tuvimos un pequeño tête-a-tête… La cosa no llegó a más.

—Bueno —dijo Agnes tomando un

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largo sorbo de té y frunciendo el ceñoantes de dirigirse de nuevo a Ginger—.Pues menuda pena, Ginger. Una chica taninteligente, además. Aunque supongoque debe de haber unas cuantas comoella… ¿no es así? Me refiero a unascuantas jovencitas de esa clase.Personalmente, claro, yo antepongo lacalidad a la inteligencia, ¿y tú, Guy?

—¡Oh, me parece que huelgamencionarlo! —soltó Guy sin pensárselodos veces.

* * *

La incursión de Grand en el mundo

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del boxeo, significativa como de hechofue, pasó completamente inadvertidapara los enteradillos de la prensadeportiva.

Ellos estaban a su propio rollo:promocionar al Campeón. Decían que elCampeón tenía corazón y bemoles desobra y que, aunque tal vez no fuese eltipo más brillante del mundo, ¡quécaramba!, no era ningún zoquete, y golpetras golpe se las había arreglado paraderribar a los mejores de cadacategoría.

En sus columnas, los enteradillosplanteaban hipotéticos combates:

Tal vez se estén preguntando,

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¿podría el campeón haber resistido alprimitivo derechazo cruzado de RockyMarciano? ¿La respuesta? Podría. ¡Y afe que habría repartido leña de sobra!Pero, se preguntará usted, ¿podríahaberse manejado con el golpe que soltóel Bombardero[7] aquel memorabledomingo? ¡Ojo! Nos estamos refiriendoa «ese» capaz de sacudirle a un armariode dos-por-cuatro a una distancia deveinticinco centímetros. Miren, dejenque les cuente algo: si nuestro Campeónno hubiera podido encajar ese lance,¿saben qué habría podido hacer?Simplemente ¡se lo habría tomado arisa! «¡Apuesto a que sí!», dirán ustedes,«pero ¿podría el Campeón haber

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aguantado con Big John L.[8] cuandollegó el momento de la verdad (huesos-desnudos-nudillos-sangrientos), allá enla stanza de la 108.ª?». Oiga, amigo,¿quiere que le responda a eso? Estábien, le diré algo. Estaba yo con elCampeón y su Mami la canosa unsábado por la tarde en la esquina deDarrow con Lex, cuando una especie derufián matón se acerca ¡y se pone aabofetear a la Mami del Campeón!

—¡Vieja puta asquerosa! —aullaba,mientras seguía dándole de tortas.

¡La Mami del Campeón! ¿Se loimaginan? Bueno, pues si alguien sepiensa que este Americano Campeón delMundo de los Pesos Pesados se quedó

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de brazos cruzados mientras un pedazode escoria canalla como ese daba unatunda a su Mami… ¡a ese alguien lerecomendaría que dejase de pensar y sededicase a otra cosa, señor mío! ¡Más levale a usted ponerse su «gorra depensar», señor mío! La respuesta es ENE-O, deletreado: ¡NO!

«Vale», dirán, «hasta ahí, bien pormí, divino a más no poder, pero…¿podría el Campeón haber noqueado aDemetrius, el Gladiador, cuando Demese dedicaba a menear la vieja red y aempuñar el tridente, si el Campeónhubiera estado atado de pies y manoscomo un gorrino?».

¿Cómo? ¿Espera que le responda a

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eso, amigo? De acuerdo, pues escuche.Si el Campeón…

El Campeón era un auténtico héroenacional. Se había convertido en todauna personalidad de la televisión, y sumayor baza consistía en su conmovedoray casi increíble ignorancia. Tenía buenfondo, el tipo; afable y estúpido…aunque (¡muchacho-oh-muchacho!), ¡eraun tipo duro de verdad!

El caso es que Grand consiguió dealgún modo entrar en comunicación conél, y una vez se ganó su confianza plantósus argumentos sobre la mesa. ElCampeón recibiría dos millones, libresde impuestos, a cambio de un arreglo en

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virtud del cual pelearía su próximocombate al estilo gay (o afeminado).Pero el acuerdo no se quedaba ahí, sinoque, de hecho, el Campeón tendría quecomportarse así durante todo el tiempoque durara su contrato; en la televisión,encima del ring, cuando saliera apasear; mariposearía por ahí, haríamuecas raras y se estremecería cada vezque asestara un golpe a su contrincante.

El próximo combate, por tanto, sedesarrollaría en términos bastantediferentes a los habituales. El aspiranteen esta ocasión era un veterano del ringde treinta y tres años llamado TexasPowell. Tex contaba con unimpresionante récord: 40 victorias (25

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de ellas por K. O.), 7 derrotas y 3empates. Llevaba en el oficio elsuficiente tiempo como para que elpúblico y la prensa lo tildaran de«sujeto inquebrantable» y de «huesoduro de roer».

«Tex tiene gancho», decían losplumillas. «La gran incógnita es: ¿podráatizar al Campeón? ¿Se mantendráconsciente el tiempo suficiente paralograr sacar una buena mano? ¡He ahí lacuestión primordial del combate de estanoche!».

El apaño de Grand también incluía aTex, claro (no para que simplementepelease sino para que lo hiciera de laforma más extravagante y homosexual

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posible). Por último, Grand había tenidola precaución de organizar otro arreglo(o chanchullo, como le decían entonces)con la Comisión (precaución que sedemostró acertada, habida cuenta decómo transcurrieron losacontecimientos, ya que lo que sucedióaquella noche sobre el ring fue tan«cómico», que bien podrían habersuspendido el enfrentamiento nada máshacer sonar el gong inicial).

Afortunadamente, aquello no duródemasiado. El Campeón y el aspirantese dedicaron a brincar desde susrespectivos rincones con pasoamanerado y provocativo, y durante elprimer intercambio de tanteo (en el que

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no se esforzaron más que una niñita quetratara de espantar a una avispa con sumano izquierda) se limitaron a emitirunos cuantos grititos de sorpresa ydesdén. Entonces Texas Powell acosó alCampeón, lo acorraló en planavasallador y se embarcó en unainsufrible retahíla de molinetes quehicieron que el Campeón se cubriesedesesperadamente y acabase chillando:«¡No lo soportooo!» antes de sucumbirbajo la despiadada ráfaga percutora,para caer dramáticamente sobre la lonaen medio de un berrinche sollozante.(Resultó peor perdedor de lo que unopodía figurarse).

Tex sacudió la cabeza con felino y

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engreído desprecio, y permitió que lelevantasen el brazo en señal de victoria(al contacto con al mano del árbitro, lehizo ojitos de manera sospechosa).

Al parecer, algunos espectadoresencontraron el espectáculo tanaborrecible que incluso llegaron adesmayarse.

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IX

—Ginger… —preguntó tímidamenteAgnes—, ¿cuándo empezaste a notar queSally Hastings era tal vez… bueno, unpoquito vulgar?

—Fue Bitsy quien lo supo primero—exclamó Ginger Horton con perfectocandor.

—¿El perro? —preguntó Grand.—¿A qué te refieres, Ginger? —

quiso saber Agnes, también ella algodubitativa aunque le estuviera echando asu sobrino una mirada fugaz y cortantepara dejar claro de qué lado estaba.

—Ella no quería a nuestro Bitsy —

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dijo Ginger por resumir—. Aunque,desde luego, a Bitsy no podríanimportarle menos esos desaires, ¡te loaseguro!

* * *

El accidentado paso de Grand por elmundo del cine y la edición de películasno pareció disuadirlo de su pasión porel drama, y en especial (quizás debido asu ascendente cultural) por elmelodrama televisivo. De hecho, seencontraba de lo más dispuesto a llevarel concepto (según sus propias palabras)«de vuelta a las tablas».

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—No hay negocio como el negociodel espectáculo —bromeaba con losotros comparsas—. Oh, no negaré quetenemos nuestros altibajos, ¡qué puñetas!Pero ¡no cambiaría el tufillo a pinturafresca en una noche de estreno por todoslos condenados cháteaux de la malditaFrancia!

Con ese propósito, se introdujo decabeza en el gremio. No le interesabafigurar en los créditos sino implicarseen la acción misma. En aquella época,los domingos por la noche echaban unprograma que había logrado alcanzarcierto éxito. Se titulaba «El teatro delbarrio» y pretendía estar dedicado alteatro serio o, al menos, así era como se

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lo vendían a los televidentes; aunque,para ser sinceros, si se contemplaba a laluz de cualquier punto de vistamínimamente civilizado, aquello era lafarsa más desastrosa, hipócrita einconsistente que uno pudieraimaginarse. Así que Grand se las apañópara intervenir.

Su llegada fue de lo más propicia,pues coincidió con las pruebas devestuario de una obra titulada Todosnuestros ayeres, un drama que, segúnjuraban los patrocinadores, aspiraba aaportar al público ciertas emociones yargumentos más o menos definitivos.

Empezando por esta producción enconcreto, Grand se empeñó en contactar

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(bien por sí mismo o bien medianterepresentantes) con el héroe o la heroínade cada historia, a fin de intentaralcanzar alguna clase de entendimientoen lo que se refería a la obra final. Conun millón le bastaría.

El arreglo al que llegó Grand con laactriz principal de Todos nuestrosayeres constituyó el ejemplo mismo dela sencillez. Durante la representaciónfinal (es decir, durante la mismísimafunción que se emitía en directo paratodo el país ese domingo por la noche),en el momento cumbre de su gran escenacolofón-del-segundo-acto, la heroína seseparó sutilmente de los otros actores y,dirigiéndose a los telespectadores, hizo

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un aparte:—¡Cualquiera que consienta que le

endilguen un tostón sensiblero ypretencioso como este, sin dudademuestra tener menos gusto que lasbestias del campo!

Y, acto seguido, abandonó la escenapavoneándose.

La mitad de los actores que laacompañaban en el escenario lasiguieron impávidos con la mirada;mientras que los demás permanecieronsentados, congelados en un postrerogesto. Procedente de las bambalinas seescuchó un frenesí de cuchicheosvelados.

—¡¡Qué diablos!!

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—¡Sigan…! ¡Sigan…!—¡Corten! ¡Por Cristo bendito,

corten de una vez!Se produjo una cierta conmoción

hasta que finalmente la emisión seinterrumpió; uno de los actoressecundarios, versado en el método ruso,pensó que podía improvisar el resto dela función (quedaban como unos doceminutos), pero solo tuvo tiempo de decirun par de frases absurdas antes de que latransmisión fuese precipitadamenteinterrumpida.

En su lugar, para tratar de arreglar eldesajuste horario, se emitió undocumental sobre la pesca del jurel.

La única explicación que se les

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ocurrió fue que la protagonista se habíavisto aquejada por un súbito einoportuno acceso de locura, pero, contodo y con eso, en los despachos losánimos estaban más que caldeados.

Al siguiente domingo, la producciónLas luces del mañana tomó un giroinesperado, también en la escenaculmen. El protagonista masculino (unmaduro y afable cirujano) se inclinabasobre la mesa de operaciones en plenaintervención de urgencia, con el ceñofruncido por la ansiedad y locomprometido de la situación. Unajoven enfermera trataba de escrutaralguna señal en su rostro, por mínimaque fuera.

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—Doctor Lawrence —dijo ella—,¿cree usted…? ¿Cree que podrá salvaral hijo del doctor Chester?

Sin relajar la expresión, el doctorsonrió desalentado, para, a continuación,dirigir sus ojos castaños hacia elladiciendo:

—Me temo que no es una cuestiónde salvar su vida, enfermera. ¡Ojalá lofuese! Lo que en realidad me fastidia esque a este paso voy a llegar tarde a lacena.

La enfermera dejó translucir unamirada interrogativa tras la que sedisimulaba cierto pánico (¡se habíaequivocado en el diálogo!). Dejando delado su instrumental, el doctor prosiguió

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su discurso:—Mire usted, en verdad creo que si

tengo que pronunciar una sola frase másde esta pantomima, acabaréperdiéndome la cena, y eso no megustaría ni un pelo. —Agachó la cabezahacia la mesa de operaciones—. Y, loque es peor, acabaré vomitando dentrode esta incisión que acabo de hacer. —Se quitó parsimoniosamente los guantesde látex mientras miraba a la estupefactaenfermera con moderada indignación—.Tal vez esta sea su idea de unaagradable tarde de domingo, señorita —dijo en tono de reproche—. ¡Pues losiento, pero para mí no lo es! —Y,dando un brusco giro sobre sus talones,

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abandonó el escenario.Para la tercera vez que sucedió algo

semejante, tanto el productor como elpatrocinador estaban ya fuera de suscasillas. Por descontado, sospechabanque alguna compañía rival estabasaboteando sus producciones,sobornando a los actores y llevándoles ala ruina.

Se adoptaron estrictas medidas deseguridad. Despidieron directores adiestro y siniestro. Los ensayos secelebraban a puerta cerrada y hubo hastaun intento de mantener a los actoresconfinados durante toda la semana,pero… Grand siempre se las arreglabapara colarse por los resquicios. Y, ya se

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sabe, poderoso caballero…Como consecuencia, algunos actores

llegaron a pagar compensaciones dehasta veinticinco mil dólares porviolación de contrato; otros alegaronlocura transitoria, y hubo hasta quiendecidió adoptar una pose filosófica,proclamando que se había vistosuperado por las náuseas ante la enormeestupidez que debía representar, y queera demasiado sensible como para pasarpor el aro así como así; que estabasobrado de integridad, de fibra moral ybla, bla, bla…

Con un millón en el bolsillo, aninguno de ellos le faltó una buenadefensa. La mayoría de los que fueron

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expulsados del sindicato se hicierondirectamente productores.

Entretanto, el programa continuó enantena. La gente empezó a sintonizarlopor el morbo de saber por dóndeafloraría el escándalo; incluso parecíaque en el asunto había un cierto einaprensible componente de reclamocómico. El programa, con susinesperadas cagadas, se convirtió en lacomidilla de la profesión; los niveles deaudiencia habían remontado un tantopero, de algún modo, aquello no pintabanada bien. Finalmente, el productor y elpatrocinador tuvieron que rendir cuentasante el Sr. Harían, el muy alto ydistinguido director de la cadena.

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—Escuche —le soltó Harían alpatrocinador mientras daba vueltas porsu despacho—, apreciamos su apoyofinanciero, no me malinterprete… Perosi ustedes no pueden controlar lo queocurre en ese programa… en fin, ¡queme aspen! ¿Se puede saber qué estápasando? —Se volvió entonces hacia elproductor, con quien le unía una amistadpersonal—: ¡Por Dios santo, Max! ¿Esque no puedes producir un espectáculo yemitirlo sin sobresaltos y como esdebido?… ¡No podemos permitir quecontinúen sucediendo esta clase decosas! Así que ya lo sabes, Max.Simplemente no consentiremos…

—Mira, Al —respondió el

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productor, un tipo bajito y rechonchoque rebotaba sobre las puntas de lospies y sonreía al hablar—. Tenemos losíndices más altos de la historia.

—¡Al cuerno con eso! Tengo a laComisión Federal de Comunicaciones alacecho, dispuesta a saltarme al cuello…No podéis volver a programar unespacio como ese; siempre sucede algodisparatado y acabáis rellenándolo concualquier cosa… Diablos, os doy uno odos programas como mucho, por Cristobendito.

—Tenemos los mayores índices dela historia, Al…

—Hay cosas que van en contra de laley, Max, y todo ese rollo de la semana

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pasada, de «me dan pena los pringadoscuyas vidas están tan vacías como paratragarse esto» y toda esa mierda, ¡esono puede emitirse! ¿Es que no locomprendes? No soy yo, Max, tú losabes. Me importa un bledo si sacas a…Si sacas a una muía plantando unaboñiga humeante en medio delescenario. ¡Me encantaría, joder! Peroestá la cuestión de los procedimientoslegales y…

—¿Por qué no aducimos que se tratade una «saludable sátira de los medios»,Al?

—¿Cómo dices?—Estamos pulverizando las

audiencias, Al.

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—Aguarda ahí…—Los tenemos, Al.—Espera un momento, Max, estoy

pensando. ¡Por los clavos de Cristo!«Saludable sátira de los medios». Esuna forma de verlo, un punto de vista.Jones se lo tragaría… Jones, el de laComisión… Si pudiese llegar hasta élantes… Es lo bastante estúpido comopara creérselo. Vale, es un ángulo, Max;es todo cuanto puedo decirte porahora… Es un ángulo.

La mayor parte de los críticos,después de haber despellejado los dosprimeros programas tildándolos de«tremendos coñazos», se mostraronimpávidos a la espera de ver en qué

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dirección soplaba el viento a partir deentonces. Cuando los índices alcanzaronniveles estratosféricos, empezaron asugerir que tal vez el programa podríaser una especie de diamante en bruto.

«Un antídoto contra el sueño»,reseñó uno de ellos. «¡No se lopierdan!».

«Nueva comedia», apuntó otro. «Unsofisticado desmarque de losentimental».

Y otro: «El humor en sus cotas máselevadas».

Casi todos acabaron concluyendo enque se trataba de una saludable sátira delos medios.

Después de haber interferido en seis

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o siete programas, Grand empezó aimpacientarse.

—Me retiro —se dijo a sí mismo—.Puede que esta vez haya logrado haceruna buena inversión después de todo…

Ya daba lo mismo, porque, trasdarse cuenta de cuál era la causa de suvasta audiencia, el productor y supatrocinador empezaron a elegir y darforma conscientemente a cada programaen función de ese momento de anomalíaque había hecho famoso el show. Dealgún modo aquello acabó porfastidiarlo todo.

En cualquier caso, el programa muypronto volvió a degenerar hacia la viejapaparruchada de antes, al igual que los

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índices de audiencia, que tambiénvolvieron enseguida a sus antiguosniveles (previos a la Era Grand), queno estaban mal pero que no eran, desdeluego, para tirar cohetes.

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X

—¿Quieres saber por qué recuerdode un modo tan intenso al joven Laird K.Russell, Agnes? —preguntó Esther.

Ginger Horton resopló como parademostrar un rotundo desinterés, ymurmuró algo hacia su durmiente Bitsy.

—No puedes estar hablando enserio, Esther —respondió Agnes,volviéndose hacia el resto con unabrillante sonrisa—. ¿Alguien quiere másté?

—A mí, desde luego, me encantaríasaberlo —intervino Grand,incorporándose levemente en su asiento.

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—Bueno —dijo Esther—, es porquese parecía un montón a mi padre.

—¡Esther, en serio! —aulló Agnes.—Quería decir nuestro padre, por

supuesto —repuso Esther—. Sí, Agnes.Exactamente como papi en aquellasfotos de cuando era joven. Sé que algome llamó la atención, pero no caí en lacuenta entonces. Así que puede que nosea de Laird K. Russell de quien meacuerde, ya ves, incluso ahora, sino delas fotografías. Tú no le conociste,claro, Guy… Era un hombreverdaderamente formidable.

—¿Te refieres a Russell o a papi?—preguntó Guy.

—Pues a papi, ¡claro! De todos

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modos, es imposible que tú llegases aconocer a Laird K. Russell…

—¡Esther, en nombre del cielo! —exclamó Agnes—. ¡Probablemente yahabrá fallecido! ¿Cómo puedes seguirdándole vueltas al asunto? A veces mepregunto si no lo harás deliberadamente,para contrariarme…

* * *

Hablando de contrariar, Grandcontrarió, y bien, a una brillante agenciade publicidad de Madison Avenue,Jonathan Reynolds Ltd., al comprarla ensecreto (dicho sea en passant) y colocar

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como presidente de su consejo deadministración a un pigmeo.

En aquella época no era habitual queun hombre de su pigmentación o suestatura ostentase un cargo taninfluyente, y menos en una agencia tanpomposa como aquella; sobre el papeleran dos desventajas imposibles desuperar, aparentemente, aunque tal vez,con el tiempo, quizás el tipo lo hubieselogrado de haber podido demostrar queposeía una cantidad razonable desavoir-faire y cierta destreza en generalo, al menos, si hubiera dado signos deque en un futuro cercano podría llegar adesarrollarlas.

De todas formas, en aquel caso,

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Grand se había preocupado de untarbien al hombre para que se comportaseen todo momento de la forma másexcéntrica posible: por ejemplo, paraque fuese por las oficinas correteandocomo una ardilla y parloteando demanera estridente en su lengua nativa.Pero resultó que aquello terminóconvirtiéndose en algo bastante más quemolesto.

Por ejemplo, podía darse el caso deque un ejecutivo de cuentas seencontrara agasajando a un importantecliente (tal vez incluso al emisario dealguno de los reyes del detergente enpolvo) en su propio despacho, en untête-a-tête en el que empezasen a

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tratarse ya asuntos serios, y entonces lapuerta se abría de golpe, aparecía elpresidente en persona gateando por todala habitación, se metía debajo delescritorio, y una vez allí se ponía achillar como un desesperado en unalengua ignota, para salir a continuaciónarrastrándose como un cangrejo por laalfombra, enseñando los dientes conojos centelleantes.

—¡Por todos los santos! ¿Se puedesaber qué ha sido eso? —preguntaba elcliente, mirando intranquilo a sualrededor, con gesto de seriadesaprobación.

—Ya, pues, en fin. Ese… Ese…Sin embargo, el ejecutivo no se

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atrevería a contarlo, por lo menos lasprimeras veces. Evidentemente, setrataba de una cuestión de orgullo.

Más tarde, este mismo ejecutivo decuentas se encontró con uno de suscolegas de otra agencia, y se saludaron:

—Dime, he oído que tenéis a unnuevo «número-uno» a cargo de lapresidencia en J. R… En serio, ¿qué tales el tipo?

—Bueno, Bert, de hecho…—¿No te estarás refiriendo a que te

ha hecho quedar por los suelos, eh,Tommy? ¡Ja, ja! ¿Es eso lo que estásdiciendo?

—No es eso, Bert, es… Bueno, nolo sé, Bert, simplemente no lo sé.

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Estaba claro que se trataba de unacuestión de orgullo.

Para contrarrestar los efectosadversos del nuevo fichaje,distribuyeron paquetes de acciones entrelos trabajadores y los salariosexperimentaron un importante impulsoascendente. Así que si a aquellospulcros ejecutivos se les pasaba por lacabeza cambiar de empresa, sería acosta de perder muchos dólares ycentavos.

Muchos de los veteranos (bueno, ytambién, en realidad, de los másnovatos) tuvieron que echar mano deaquello que hay que tener para seguirpechando con la situación en Jonathan

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Reynolds. Pero al menos lo hacían porla pasta.

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XI

—¡Qué buenos están estosbocaditos! —dijo Ginger Hortontomando delicadamente de una granbandeja de plata el que debía de seralgo así como su noveno buñuelo dehojaldre y nata. Aprovechó para lanzar aGuy una mirada de lo más coqueta.

—Basta probar uno para saberlo —dijo Guy, sonriendo y alejando lamirada.

Esther soltó una ligera risitanerviosa, y Agnes se mostrócomplacida.

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* * *

Grand provocó una conmoción deaúpa en otoño del 58, cuando decidióentrar en el negocio del automóvil. ElBlack Devil Rockets, con su líneadeportiva, era un descapotablegigantesco. Había cuatro modelos delRocket, cada uno de ellos con un nombremás caprichoso que el anterior, si bienlos cuatro coches eran idénticos salvopor el color de sus tapicerías.

El gran descapotable mantenía lasproporciones de un coche normal, peroestaba realizado a una escala inmensa.Era, de hecho, más largo y ancho que el

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mayor autobús en funcionamiento de lacompañía Greyhound.

¡BAJO EL CAPÓ DE ESTAPRECIOSIDAD HAY POTENCIA

PARA DAR Y TOMAR!

Ese fue el reclamo publicitario, yconstituyó todo un éxito.

Frente al deslumbrante cristal delsalpicadero había dos asientos de«competición» separados por unadistancia de tres metros, y el enormeasiento «ya-estamos-todos» de la partetrasera habría podido acomodarespaciosamente a doce fornidos remerosuniversitarios sentados hombro con

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hombro.«¡Cómprese un coche mastodóntico,

amigo!», rezaban los enormes anuncios.«¡De proa a popa es como unapartamento de trescientos metroscuadrados! ¡Líneas femeninas para uncoche supercachas!».

Normalmente, se obviaban losdetalles sobre sus prestaciones, perobastantes vallas publicitarias entricromía, y anuncios a doble páginaproclamaban:

«¿Prestaciones? ¡Pregúntele al tipoque está al volante!», y mostraban, amodo de testimonio auténtico, a uno delos más afamados reyes de la velocidadde Indianápolis tras el volante de aquel

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mamut descapotable. Y, a pesar de queera un hombretón de tamaño mayor a lamedia, su figura se veía increíblementeempequeñecida por las enormesdimensiones del coche. Su diminutacara, apenas asomando por encima delvolante, se retorcía en una enfermizamueca forzada, como en los anuncios dedentífrico: la risa de un perturbadocongelada en un punto de hilaridadantecedente a la pesadilla. Un rótulojunto a él apostillaba:

«Sentir vibrar entre mis manos estaenorme preciosidad ha sido unaexperiencia terrorífica, ¡puedencreerlo!».

Los cuatro modelos, idénticos entre

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sí, fueron expuestos en un concesionariode la Quinta Avenida, y, aunque suprecio excedía con mucho los de casitodas las gamas, se vendieron sindificultad. En cualquier caso, el últimodía de la exposición los sacaron acircular por el centro de Manhattan enplena hora punta, a las cinco de la tarde.

A pesar de lo espacioso de suinterior, de lo imponente de su porte yde su potencial como tragamillas, losenormes coches demostraron serauténticas nulidades en la ciudad, puessu radio de giro (para un viraje normalde noventa grados) era mayor que ladistancia que mediaba entre las esquinasde los edificios; así que para las cinco y

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media, los cuatro lustrosos DevilRockets se hallaban varados en lasesquinas de diferentes intersecciones enlas inmediaciones de Columbus Circle,constituyendo cada uno de ellos unabarrera que obstaculizaba la vía en suscuatro sentidos, y causando unembotellamiento tal que tuvieron quetraer grúas y remolques desde el EastRiver para conseguir moverlos.

Las autoridades de la ciudad deNueva York respondieron rápidamenteal aluvión de protestas, y se lasarreglaron para obtener en tiemporécord un mandamiento judicial para quese pusiese fin a la producción de cochespor la Black Devil Rocket Corp.

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—Personalmente —anunció un altocargo municipal en un comentarioextraoficial que apoyaba las medidasdictadas por el juez (las cuales, despuésde todo, supusieron una violaciónflagrante de los derechos de libreempresa)—… personalmente, piensocon franqueza que es un coche feo y…pretencioso… Y nada práctico, a juzgarpor la experiencia. Apostaría a que,además, es horriblemente caro demantener.

Al final, tras desembolsar una buenasuma de dinero y mover algunos hilos,Grand pudo seguir adelante peleandopor obtener el visto bueno de lasautoridades y pasarse a la producción en

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cadena de aquella enorme preciosidad.

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XII

—Tienes que quedarte a cenar,Ginger —dijo Agnes—. Y puede queincluso haya por ahí un buen pedazo defilete para nuestro Bitsy —añadió entono de complicidad—. ¡Déjame que lediga al cocinero que te quedas!

—Pero, querida mía. No sé sipodría… No voy vestida del modo másadecuado —dijo Ginger echando unamirada ruborosa de orgullo infantilhacia su propio, enorme y vaporosoatuendo—. ¿Y qué van a pensar de mítus negritos?

—¿Quién? ¿El personal de cocina y

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el servicio? —preguntó Agnes,verdaderamente sorprendida—. ¡Desdeluego, Ginger…! ¡Hay que ver…! ¿Quéopinas tú al respecto, Guy?

—Disculpad, no entiendo —dijoGuy.

—Bueno, Ginger cree que tal veznuestros sirvientes… Puede que…

—Sí, puede que sean incapaces dereprimirse y que se levanten de golpe desus mecedoras arrebatados por un deseobestial, ¿no es así? —preguntó Grandlacónico—. Hmmm… Tal vez Gingertenga razón. Siempre he dicho que enestos temas más vale prevenir que tenerque lamentar después.

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* * *

A Guy le gustaba hacerse el tonto, escierto (aunque algunos afirmaran que suspayasadas iban más allá de lo queparecía a simple vista).

Sea como fuere, había una cosa quele divertía más que ninguna otra, yconsistía en hacerse pasar por grandgourmet en los más lujosos restaurantesdel mundo.

En cierta ocasión, Guy llegó a unode estos locales ataviado con unimpecable atuendo de gala. Le asistía unmayordomo con cara de póquer queportaba una silla especial de gourmet y

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un gran maletín en el que transportabaunos cuantos utensilios adicionales. Elasiento de gourmet, cuyo respaldo eraespecialmente pesado para que nopudiese girarse con facilidad, teníafijada una larga correa en la cintura, queel mayordomo ajustó fuertementealrededor de Guy en cuanto este se hubosentado. Entonces, el asistente sacó dela valija un enorme babero de goma y selo ató a Guy en torno al cuello, mientraseste inspeccionaba el menú en fervientereunión con una bandada de anfitriones:el maître d’, el jefe de sala, el sumillery al menos un miembro del equipo decocineros.

Guy Grand era el último de los

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grandes derrochadores y, como tal,cliente predilecto de esta clase deestablecimientos. De todos modos,debido a su excéntrico comportamiento,la dirección siempre tomaba laprecaución de situarle en una mesa lomás apartada posible, en un extremo dela terraza, en un reservado suavementeiluminado o, preferiblemente, en unamesa totalmente cubierta por algunaclase de dosel cerrado que muchosrestaurantes, tras su primera visita,habían considerado sensato adquirir porsi a Guy se le ocurría regresar algunavez.

Tras discutir un buen rato paradeterminar el orden en que debían salir

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los platos, el mayordomo volvió arevisar el cinturón y entonces Guy echóhacia atrás su silla, mientras se frotabalas manos en una sofisticadaanticipación de los manjares que leesperaban.

Cuando llegó el primer plato, tuvolugar un espectáculo insólito. Al soloaroma de la comida, Grand,manteniendo una postura bien erguida,algo apartado de la mesa y haciendogala de una suerte de autodominiofanático, empezó a retorcerse extático enla silla, con los ojos dando vueltas ensus órbitas, la cabeza colgando y lasaliva chorreándole por sus coloradosmofletes. Llegado el momento, se puso

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rígido, la cara teñida de una urgenciatemblorosa, y entonces gritó:

—AU TABLE!Tras lo cual se acercó arrastrando la

silla hacia la mesa y, abarcándola conambos brazos, empezó a echarse a labocaza bien abierta cuanto encontró a supaso: la comida, los platos, el mantel,todo. No contento con aquel increíbledestrozo (que le dejó cubierto de restosde comida desde la cabeza hasta lacintura), le pidió al impasiblemayordomo que se inclinase parasoltarle la correa, y entonces Guyabandonó la mesa de un salto y,corriendo atropelladamente hacia lacocina, chorreando comida por las

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comisuras de los labios, el peloembadurnado, un brazo completamenteextendido en afán de felicitación,empezó a gritar a pleno pulmón:

—MES COMPLIMENTS AU CHEF!Una vez de regreso, volvió a ser

«atado» a la silla, refrescado con unamanguera y una pequeña bomba de aguaque el mayordomo había extraído a talefecto del maletín, y luego secadocompletamente con una toalla grande.Este mismo proceso se repitió tras todosy cada uno de los platos.

Los restaurantes que habían decididoinstalar uno de aquellos doseles paraocultar a Grand de los otros comensaleslo hacían bajo un riesgo considerable,

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pues en el momento en que estefinalizaba cada plato, solía salirzumbando hacia la cocina de un modotan atropellado que, a menos que loscamareros estuviesen alerta y fuesenmuy hábiles para retirar el dosel atiempo, Guy solía hacerlo caer sobre sucabeza, y quedaba como un hombreatrapado bajo una tienda de campañaque se hubiera desplomado sobre él. Seagitaba en su interior, desbaratando lamesa entera y, como para añadir algomás de caos al desconcierto general,permitía que los pies se le enredaran enel lienzo, y a continuación atravesaba ellujoso restaurante ciegamente escoradoy abalanzándose sobre el resto de los

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clientes diseminados por la sala. Desdeluego, si conseguía llegar a la cocinaaún cubierto por la tela, el asunto seconvertía en algo realmente calamitoso.

La expresión de incredulidad de loscamareros y de los clientes que asistíancomo testigos a estas escenas apenas sise veía disminuida por los retazos delanodino diálogo que, accidentalmente,podía escucharse entre el maître (quientambién estaba en el ajo) y elmayordomo.

—La salsa bearnesa del chef le haencantado —apuntaba sobriamente elmaître al mayordomo—, eso es seguro.

El mayordomo asentía, juicioso,mientras observaba a Grand causando

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estragos por la sala.—Hoy se le ve especialmente

entusiasmado.—En la bearnesa —se atrevía a

confesar el maître en un susurroemocionado—, los granos de pimientano han sido molidos, sino ¡simplementeespolvoreados por encima!

Los dos sirvientes intercambiabansendas miradas de complicidad ante estarevelación.

Para cuando llegaba el último plato,Grand se hallaba ya tan exhausto que elexquisito postre se le hacía excesivopara sus totalmente abrumados sentidos.Con solo probar un poquito, entraba enuna especie de trance final y después,

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simplemente, pendía el conocimiento.Siempre acababan retirándole encamilla, dejando a los camareros y alresto de la clientela con expresiónincrédula, mientras el maître aguardabarespetuoso junto a la puerta de salida,flanqueado por varios miembros delpersonal.

—¡Eh, chaval! ¿Has visto qué tipomás chiflado? —soltaba un jovencamarero con los ojos muy abiertos porla sorpresa, mientras seguía con lamirada a aquel tropel de personas que sealejaba. Sin embargo, el maître hacíacomo que no había oído nada.

—¡El último de los grandesgourmets! —suspiraba con cierto deje

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de nostalgia al retirarse de la puerta—.No, señor, ya no quedan tipos queposean un gusto así.

La connivencia con los maîtres delos establecimientos era un negociociertamente gravoso y dio lugar arelevos en más de una plantilla veterana.Aun así, los que perdieron sus empleosse encontraban por lo general en unasituación lo bastante favorable comopara poder abrir sus propios negocios(asumiendo, claro está, que no lesimportase comprar el restaurante del queacababan de ser despedidos).

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XIII

—En literatura, por supuesto —comenzó a decir Ginger—, la mejorescritura proviene del corazón, ¡y no dela cabeza!

—¡Te compro esa idea! —convinoGuy Grand, incorporándose en su granbutaca con receptivo interés. Su vozestaba tensa por la emoción—: Para midinero la mejor… la escrituraverdaderamente buena ¡sale de lasmismísimas entrañas! ¡Qué demonios!—Y se dio una palmada en la orondapanza como para reforzar el sentido desu afirmación.

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—¡Santo cielo! —exclamó Esther,presa de un ataque de risa floja.

—¡Y nada de reescribir! —añadióvehemente Guy—. ¡Directamente desdelas tripas al condenado papel!

—¡Guy! —exclamó Agnes—. ¡Hablaen serio!

Era bien sabido que Ginger Hortonera autora (de hecho escribía sin freno)de interminables torrentes de una prosaprofundamente introspectiva.

—Lo siento —murmuró Grandrecostándose en su butaca—. Supongoque a veces me dejo llevar.

—¡Sentimiento y pasión! —aullóGinger con gesto aprobatorio—. Claroque la mayoría de la gentuza que nos

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rodea ¡no es capaz de sentir nada! ¡Ni unápice!

—Es interesante que lo hayasmencionado —dijo Grand buscando ensu bolsillo y extrayendo una libretita queempezó a hojear mientras hablaba—.Conocí a un tipo en el tren… Nomencionaré su nombre si no os importa,porque el asunto aún se halla en fase deborrador, por así decirlo… Pero puedodeciros esto: es uno de los jefazos dePublishers Row. Así que comenzamos acharlar de esto y de aquello, y tras unrato me ofreció la posibilidad deincorporarme a un nuevo proyecto suyo.No sé si será algo serio, pero estádispuesto a dejarme participar en los

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beneficios con una inversión a precioventajoso, por descontado… —añadióGrand con una afable risotada—. Y deahí viene lo del viejo seis-y-siete, porcierto. Pero, con todo, eso es loprevisible en el juego de lasinversiones. En fin, su plan (y conste queno se trata más que de un globo sonda)consiste en sacar una serie de libros debolsillo del tipo «hágalo-usted-mismo».Ya sabéis, Shakespeare-Hágalo-usted-mismo, D. H. Lawrence-Hágalo-usted-mismo, y en ese plan.

—¿Cómo es posible? —dijo Ginger.Se la notaba irritada.

—Su idea —continuó Guy—, y nopretendo saber si cuenta o no con una

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base sólida, consiste en publicar losmismos textos de las obras que todostenemos en nuestras bibliotecas y que yahemos leído, solo que con ciertaspalabras, pasajes o retazos de diálogosque vendrían en blanco… Y cuyosespacios, esto… Veréis… Sería ellector quien los rellenase.

—A mí, si quieren saber mi opinión,jamás se me ocurriría… —dijo Gingerairada.

—¡Oh, sí, aquí está! —continuó Guy.Acababa de dar con lo que buscaba ensu cuadernito—. Sí, aquí tengo unacopia promocional… En líneasgenerales, os advierto… Veamos, sí. Setrata de Kafka, El Proceso-Hágalo-

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usted-mismo. Escuchad esto:

¡Ahora, usted también puedeexperimentar el mismo tormento deambigüedad y el hechizador destello deeterna belleza que destrozó el alma deeste extraño artista y le acechó hasta lamisma tumba! Complételo con unselector —opcional— de imaginería,una tabla orientativa de palabras clave yun bolígrafo especial de escritor.Precio, treinta y cinco centavos.

Ginger Horton emitió un borboteantesonido de enfado. Abrió la boca parahablar, pero Guy la atajó añadiendo:

—Aquí tengo la de Vuelve —(Tú

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mismo)— a casa ángel:[9]

¡Eh, usted! Sí, usted, lector-escritor… ¿Qué le parecería podervomitar los higadillos directamentesobre una valiosísima alfombra persa enmitad del salón de otra persona mientrastodo el mundo le mira? ¿Eh? Pues bien,¡qué caray! Ya puede hacerlo…

—Como he mencionado, se trata deun bosquejo, sin más, hay que pulido yacicalarlo, pero ¿qué impresión tecausa, Ginger? Sinceramente. Creo quepodría tratarse de un buen «aldabonazo»en los corazones del Sr. y la Sra. PorcheDelantero.

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—¿Qué? En fin. ¡Yo no daría ni unsolo centavo por eso! —dijo Gingerenfáticamente.

—Oh, suena fatal, Guy —exclamótía Agnes—. ¡Ni se te ocurra meter lanariz ahí!

—Hmm… Supongo que estáis en locierto —dijo Guy—. En realidad, esdifícil decidirse. Podría funcionar. O talvez no… Solo intentaba tantear lasituación. Siempre es bueno manteneruna mentalidad abierta en esto de losnegocios.

* * *

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Grand se divirtió de lo lindo cuandocontrató a un tipo para que machacasegalletitas saladas con un martillo pilónen Times Square.

El individuo en cuestión,extraordinariamente robusto, llegó conel material (una caja de galletitassaladas y un mazo de treinta kilos)exactamente a las nueve de la mañana.«Montó su chiringuito», según palabrasde Grand, «justo a la salida del metro enla Calle 42, la vía pública más ajetreadadel mundo a esa hora».

Iba ataviado con un mono de colorcaqui y llevaba un casco metálico en lacabeza. Entonces se abrió paso en mediode la avalancha de viajeros que

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desbordaban la boca del metro, y, parasorpresa de la apiñada muchedumbre,abrió la tartera metálica que llevabafijada a su cinturón, extrajo una solitariagalletita salada y se agachó paradepositarla cuidadosamente sobre laacera.

—¡Tengan ustedes cuidado! —gritómientras se levantaba, gesticulandoimpaciente—. ¡Apártense! ¡Cuidadodónde pisan!

Entonces, levantando el mazo a laaltura del hombro, lo descargó con todassus fuerzas sobre la galletita. Esta quedóreducida literalmente a polvo, pero sumazazo también produjo unas grietasconsiderables en el pavimento.

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En pocos minutos el lugar se llenóde mirones. La mayoría tenía que estirarel cuello por encima de la concurrenciapara poder echar un vistazo a aquel tipodel casco metálico, que, entretanto, sehabía agachado para examinar los restoscasi invisibles de la galletita.

—Vaya si la he machacado —murmuraba como para sí, de un modoprofesional.

—¿Qué ha dicho? —preguntabanalgunas a las personas más cercanas a laoperación.

—Ha dicho «vaya si la hemachacado» —explicó alguien.

—¿Machacado? —soltó otro—.¡Vaya si lo ha hecho, chaval!

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Guy Grand, que también se hallabaen la escena, atento a los diversoscomentarios, se atrevía a terciar de vezen cuando:

—Oiga usted, ¿se puede saber quéhace? —preguntó a bocajarro al hombredel casco metálico.

El hombre sacó otra galletita y lacolocó con gran cuidado en el mismositio que ocupaba la anterior.

—¿Esto? —Se puso en pie y alzóotra vez el mazo—. Oh. Se trata de algotécnico.

—¿Qué ha dicho?—Dice que es técnico.—¿Qué?—¡Técnico!

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—Pss… Sí, bueno… ¿Y qué es esoque está golpeando con el martillo?¿Qué es? Parece una galletita.

—¡Bah, no! ¿Está de broma? ¿Paraqué iba a golpear una galleta?

—¡Eh, oye! ¡Mira! ¡El mazo estáreventando el suelo! ¡Menudo pedazo demartillo tiene!

En un breve lapso de tiempo lacongregación había alcanzado ya lacalzada, interrumpiendo el tráfico. Uncorreoso poli que patrullaba la 42 seabrió camino a brazadas, y llegó asíhasta el meollo de la multitud.

—¡Está bien! ¡Dispérsense! —exclamaba—. ¡Largo!

Cuando se situó en el lugar donde se

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estaba llevando a cabo la operación, sequedó allí plantado, con la gorralevantada hacia atrás, los brazos enjarras y una expresión hosca en la cara.Observó al hombre del casco metálico yvio cómo trituraba algunas galletitas máscon su mazo pilón.

—¡Eh, tú! ¿Trabajas para la ciudad?—preguntó por fin con voz airada.

—Así es —dijo el tipo del casco sinlevantar la vista—. Planificaciónurbanística. Es algo técnico.

—Ya —dijo el poli—, pues tienebemoles el sitio que has ido a escogerpara hacerlo, por todos los diablos. —Entonces, ajustándose la gorra, empezóa empujar a la multitud—. ¡Vale, aquí no

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hay nada que ver, circulen! —gritaba—.¡Despejen la zona! ¡Vuelvan a sustrabajos! ¡Es un asunto técnico,muévanse!

Pero la diversión a esas horas secotiza alto, y no resultó fácil dispersar ala multitud. Fue necesario traer lasmangueras antidisturbios.

Cuando la treta fue descubierta,Grand tuvo que soltar un buen pastónpara taparlo.

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XIV

—Tal vez Ginger quiera enfundarsealguno de tus modelitos —sugirióGrand.

Esther se cubrió infantilmente laboca con la mano para ahogar unacarcajada, y lanzó una mirada malévolaa la concurrencia, mientras Agnescontenía el aliento.

—¡Me temo que no usamos la mismatalla, Guy!

Agnes, delgada como un suspiro,utilizaba tal vez una treinta y nueve,mientas que el enorme tamaño de Gingersugería alguna talla mayor que la

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sesenta.También Ginger negó

categóricamente con la cabeza.—¡A Charles le daría algo si

supiese que he llevado un vestido que noes suyo!

—¿Te ha hecho Charles algúnblusón? —inquirió Guy.

—Yo quería que Charles meconfeccionase algunas blusitas de tipoitaliano —confesó Ginger—. Creo quetengo la rotundidad que precisan…Bueno, habrían supuesto una renuncia amis adornos femeninos y a los encajes…Desde luego, ¡Charles no quiso ni oírhablar de ello! Dijo que sería todo uncrimen… Además, hace un trabajo tan

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adorable con los encajes, Guy, quesimplemente… ¡no fui capaz! Pero ¿túqué opinas, Guy? —preguntó por finhaciendo con la cabeza un ademán a loCarmen de Bizet.

—Puede que Charles tenga razón,claro —dijo Guy tras permitirse unmomento de reflexión.

* * *

Grand estuvo en el Congo en unaexpedición de caza mayor, y acabódando algún que otro susto a unoscazadores blancos británicos (así comoa una pareja de venerables escritores

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americanos que andaban de safari porallí) cuando decidió partir y embarcarseen una expedición de caza usando comomunición obuses de 75 milímetros.

—Estos proyectiles pueden alcanzaruna velocidad de crucero de tres milseiscientos metros por segundo —bromeaba Grand—. Son capaces depararle los pies a cualquier cosa que seles ponga por delante en este continente.

Utilizado normalmente por elejército francés como artillería decampo, el gran cañón (aunque lequitases todo menos el tambor, lacámara y el mecanismo percutor) pesabamás de setenta y cinco kilos.

—Es capaz de darle matarile a

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cualquier cosa que se mueva —decíaGuy—. Incluso a una ballena emergida.

Grand contrató a tres porteadoresnativos para acarrear el arma, y él lesprecedía muy ufano, protegiéndose lacintura con un dispositivo acolchado, ytocado con un enorme salacot bajo elque ocultaba media cara. Mientras,ilustraba a los otros miembros de laexpedición sobre cualquier cosa quetuviera que ver con las armas de fuego yel gran juego de la caza.

—Pues el otro día las pasamoscanutas en los montes de Kenia —contaba—. Uno de esos enormes felinosse cepilló a dos de nuestros muchachos.—Entonces propinó al monstruoso

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artefacto un par de palmaditasafectuosas y añadió con complicidad—:¡Pero el puñetero gato debió de cambiarde parecer en cuanto probó un poco dela medicina del viejo setenta y cinco!¡Sí, señor! ¡Esta belleza mete unoszambombazos de cuidado, puedenapostar su vida a que sí!

Cada hora, más o menos, Grand separaba y levantaba dramáticamente lamano, haciendo que todo el safari sedetuviese mientras él y uno de losnativos de su confianza (reconocidocomo «el mejor guía del ÁfricaCentral») husmeaban el aire con lostemblorosos ollares ensanchados y unamirada salvaje.

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—Hay un felino ahí, entre losarbustos —susurraba Guy secamente. Y,mientras los demás miembros de laexpedición miraban asustados a sualrededor, Grand, con la cara totalmentevelada por el salacot, tomaba en susbrazos el inmenso rifle. Tambaleándosebajo su peso, lo apoyaba contra el grandispositivo acolchado a la altura de suestómago y entonces, a bocajarro,disparaba uno de aquellos pepinazoshacia el follaje. Cuando se disipaba elhumo de la descarga, se veía un gransurco a través de la hierba crecida, y unpar de árboles que habían sidoderribados como si fuesen tallos demaíz. El retroceso del arma propulsaba

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a Grand por el aire como unos docemetros hacia atrás, donde aterrizabaaparentemente inconsciente.

—Esta belleza tiene un retrocesopara hombres de pelo en pecho —reconocía poco después—. Comparadocon ella, el rifle de cerrojo Mannlicherno es más que una pistolita para niños.

Debido al estruendo producido porla descarga del cañón, cualquier presaque anduviera rondando por la zona seencontraría ya a varias millas dedistancia, y no volvería a aparecermientras el eco de los zambombazos nose extinguiera. Por eso, aquellos safariscomenzaban y acababan sin un solodisparo de verdad, salvo por las

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ocasionales y monumentalesdetonaciones del setenta y cinco deGrand.

Las expediciones de caza en Áfricason un asunto serio y caro, y esta clasede chiquilladas le costaron a Grand unapasta gansa. Pero al menos leproporcionaban otra entretenida páginaen su álbum de memorias; y los viejosguías nativos también parecían disfrutarde lo lindo con la experiencia.

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XV

—Un momento. Aquí hay una noticiainteresante —dijo Guy enderezándosede pronto en su gran butaca y sacudiendoelegantemente el periódico. El titularrezaba:

EL PRESIDENTE PIDE A LA NACIÓNQUE TENGA FE EN EL AMBICIOSO

PROGRAMA ESPACIAL.PROMETE ENVIAR UN ASNO AL

ESPACIO

Lo leyó en tono pomposo, peroGinger decidió que aquello era muy

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gracioso.—¡Seguro que es uno de esos burros

chiquititos mexicanos…! —gritó—. ¡Elpresidente sí que es un verdaderoasno…!

Era notoria su antipatía hacia elgobierno.

—Si yo fuese tú no subestimaría alTío Zambo —le advirtió Guy mientrasalzaba una mirada arrogante haciaGinger y sus tías.

—¡Pero si esos burros mexicanosocupan menos que un botón! —insistióGinger.

—Ginger tiene razón —repusoAgnes con aspereza, bajándose las gafaspara lanzarle una mirada por encima de

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los lentes, con el rostro enjuto e irritado(lo hacía invariablemente cuandohablaba de política con Guy)—.¡Tendría mucho más sentido queenviáramos a ese zoquete al espacio! —Ante la sola idea galleó hacia atrás conla cabeza, en una cacareante risa deplacer—. ¡Bien que empaquetaría yo atoda esa pandilla de zopencos y losenviaría al espacio exterior!

Grand dejó de lado su periódico.—No me considero una persona

intolerante —dijo con calma, aunquecon cierto sentimiento, mientras se poníaen pie— ni tampoco comparto opinionesapresuradas, pero… En momentos comoeste, cuando la mismísima valía de esta

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nación está en la encrucijada, afirmo queesa clase de discurso ¡no difiere enmucho de la más detestable traición! —Todavía ceñudo, se marcó un breve ygracioso pasodoble y lo remató con unelegante saludo—. Por cierto, me temoque no me quedo a cenar.

Su afirmación sonó a hechoconsumado.

—¡Guy, simplemente no te loconsiento! —gritó muy enfadada Agnes,arrancándose las gafas de la nariz yclavando en su sobrino una miradairacunda—. ¡Claro que te quedas!

—Guy, Guy, Guy… —se lamentóEsther mientras sacudía su adorablecabeza gris—. Siempre en la brecha.

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—Nada me gustaría más en el mundoque poder quedarme —le reconocióGrand con un punto de tristeza—. Sinembargo, es preciso avanzar… He devolver al tajo, a la rutina…

* * *

Fue más bien hacia el final de susandanzas cuando Grand alcanzó (sihablamos en términos de escándalopúblico) su succés d’estime, comoalgunos dieron en llamarlo. Sucedió enla época en que se embarcó en elenorme navío El Cristiano Mágico…Buque que más tarde sería conocido

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mundialmente como «El Terrible BarcoTrampa del Capitán Klaus».

En realidad se trataba del Griffin, untrasatlántico de pasajeros que Grandhabía comprado y reconstruido trasdesembolsar unos cincuenta millones. ElCristiano, cuyo peso total era de unas30 000 toneladas, estaba preparado paraalojar a un millar largo de pasajeros.Grand lo transformó en un barco decíaseúnico, y lo acondicionó para que en élpudiesen viajar cómodamentecuatrocientos pasajeros, que disfrutasende un confort y de un estilodesconocidos de un confín a otro delmundo, exceptuando, quizás, losprincipescos dominios de Oriente.

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Cada camarote del Cristiano era unpalacio en miniatura; los muebles erantan suntuosos y de una factura tanexquisita que era preferible imaginarlosa describirlos.

Todos los camarotes estaban, porsupuesto, por encima del nivel decubierta y daban al exterior; cada unotenía un ventanal panorámico de seismetros, y puertas acristaladas por lasque se accedía a una terraza particulardesde la que se dominaba una magníficaextensión de mar y de cielo.

Había gruesas y caras alfombras portoda la suite, así como mobiliarioantiguo de la mejor clase, bar privado,un diván, una chimenea auténtica, una

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inmensa cama de tamaño regio (doselopcional), una biblioteca incorporada(con la Enciclopaedia Britannicacompleta y lo mejor en ficción elegante),un magnetófono grabador, sala detocador, una pequeña terma romana yuna cabina de sauna. Las paredes ibanrecubiertas de ante en tonos claros, conpaneles de maderas de teca ypalisandro.

El comedor del barco era unarecreación del restaurante Maxim’s deParís, cuya plantilla había sidocontratada para preparar y servir lascomidas con discreta gracilidad. Lasuave música de fondo corría a cargodel Juilliard String Quartette.

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El equilibrio del mobiliario de abordo obedecía a normas de armoniosaconjunción. Había, por ejemplo, unauténtico teatro «bombonera» concuatrocientos asientos justos, diseñadocomo réplica del Casino de Montecarlo;y la versátil compañía teatral, los OldVic Players, ofrecía dos funcionesdiarias.

El doctor del barco, lejos de ser unsimple médico, era además un psiquiatrade altos vuelos, por lo que los pasajerossiempre disponían, a cualquier hora, deasesoramiento para sus problemasemocionales.

Tal vez uno de los detalles máscuidadosamente pensados del Cristiano

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era su sala principal, el Salón Marino.Se trataba de una espaciosa estancia,bajo cubierta, cuyas paredes (queformaban parte del casco de la nave)eran transparentes, a fin de que lospasajeros pudiesen sentarse mirandohacia fuera, al auténtico corazón delmar.

Se creó un efecto fondo-marino quese alimentaba mediante la suelta regularde criaturas de las profundidades (desdeun depósito canalizado junto a la quilla).Si a ello se unía el uso de potentesreflectores de luz, el efecto resultabasobrecogedor: pulpos gigantes, enormesrayas irisadas, serpientes marinas,grandes y níveos peces ángel y

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fantásticos bancos de peces luminososrevolviéndose en silenciosos ymajestuosos combates a poca distanciadel relajado pasaje.

Aunque El Cristiano Mágico obtuvosu buena dosis de revuelo durante losdías previos a su primer viaje (la revistaLife le dedicó un número entero congran despliegue fotográfico y titularesentusiastas), la única publicidad pagadafue un simple anuncio, que apareció enThe Times y en National Geographic,en el que se adelantaba la fecha en quezarparía el barco.

El anuncio no mencionaba el preciodel pasaje (si bien Life apuntaba quequizás rondara los cinco mil dólares) y

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se imprimió en letras pequeñas y anchas,enmarcadas por un grueso rebordenegro. Comenzaba dirigiéndose «A losescasos agraciados…» y continuaba conla declaración, en forma de breve ytímida disculpa, de que no todo elmundo sería aceptado. Las solicitudespara adquirir un pasaje en el Cristianoserían debidamente contrastadas, y todosaquellos no aceptados no debíanofenderse. «Nuestro criterio», concluía,«tal vez no sea el suyo».

Las dependencias del barco noserían mostradas a nadie hasta que elsolicitante hubiese sido aceptado, ysiempre previa cita.

El navío fue bautizado por la reina

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de Inglaterra.Todo aquello hizo que llovieran las

solicitudes. Más de uno y más de dos, enrealidad, reclamaron un pasaje para elprimer gran viaje del Cristiano.Aquellos que acababan de llegar devacaciones se sorprendían, sin sabermuy bien cómo, organizando de nuevoun viaje al extranjero. Y una cantidadconsiderable de personas interrumpiósus vacaciones para volver corriendo acasa y apuntarse. Para muchos, el viajeinaugural de El Cristiano Mágico seconvirtió sencillamente en un must.

Mientras tanto, Guy Grand, queprefería permanecer en la sombra, sededicaba a revisar personalmente las

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solicitudes, aplicando en la tarea algúnoscuro criterio propio. Debió de echarseunas buenas risas. En el caso de lasolicitud, por ejemplo, de una venerable«vástaga» de la alta sociedad romana,él simplemente escribió encima con ungastado lápiz y grandes letras de paleto:«¿Está de broma? ¡Ni por asomo!».

Luego se supo que la mujer, al veraquello, sufrió una crisis nerviosa y mástarde les demandó por difamación y lespidió un millón de dólares. A Grand lesalió por un ojo de la cara arreglarlo.

Por otra parte, Guy aceptó (aunquemás bien cabría decir contrató) comopasajeros a un grupo bastante sórdido decomediantes (a la mayoría de los cuales

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no se les podía quitar el ojo de encima),además de a una cuadrilla de gitanos.Gente de la farándula, de aparienciaofensiva y carácter dudoso, que, segúnquedó establecido, debían permanecerbajo cubierta durante los primeros días,aunque, como eran cuarenta individuosen total, no constituían más que unadécima parte del pasaje.

Los otros trescientos sesenta (deesos que no se lo pensaron dos veces yempezaron a montar follón en la cubiertacuando el barco zarpó en medio de unaexquisita algarabía en aquella mañanade Pascua) eran, sin asomo de duda,personalidades del más alto nivel.

Entre las innovaciones más

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interesantes que ofrecía el barco estabaun flamante sistema de comunicaciónpor vídeo que permitía contemplarimágenes no solo del puente, sinotambién de cualquier otro rincón delbarco.

Sobre la chimenea de cada uno delos camarotes había situada una pequeñapantalla de televisión queproporcionaba comunicación directa conla cabina de mando del capitán, y que,habida cuenta de que ofrecía una vistapanorámica del lugar, permitíapresenciar cualquier actividad que allíse desarrollase. Hay que decir que losaparatos podían apagarse y encenderse avoluntad, pero el día de la inauguración

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tuvieron buen cuidado de dejarlosencendidos, para que cuando llegaranlos pasajeros se ahorraran el bochornode preguntarse para qué canastos servíaaquel armatoste.

Así que cuando los viajeros entraronen sus camarotes, lo primero que vieronfue la pantalla encima de la chimenea, yallí, en medio, al capitán manejando eltimón. El mismísimo capitán Klaus.

Para encarnar a este personaje, GuyGrand había contratado los servicios deun actor profesional; un distinguidohombre de cabello plateado que, concada gesto, inspiraba la más profundaconfianza. En la oscura pechera de sucasaca lucía una doble fila de menciones

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por los servicios prestados, y sedesenvolvía de un modo a la parautoritario y agradablemente cordial,como pudieron comprobar los pasajerosal verle tan pronto se hubieron instaladoy todo estuvo bajo control.

El marino rellenabaparsimoniosamente su pipa cuando sevolvió hacia la cámara, deteniéndosepara tocarse la gorra en un leve saludo.

—Capitán Klaus —dijo,presentándose con amable informalidad,si bien ciertamente no le supuso ningúnsacrificio dado su distinguido porte—.Encantado de tenerles a bordo.

Tomó, como por casualidad, unpuntero y lo dirigió hacia un mapa que

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había colgado en la pared cercana.—Esta será nuestra ruta —dijo—,

rumbo nord-nordeste, cuarenta y sietegrados.

Continuó explicando los detallesmecánicos y la disposición del puente;las condiciones meteorológicas y de lamarea, así como su previsión deltiempo, utilizando en su discurso unacantidad importante de jerigonzamarinera como para demostrar que sabíade lo que hablaba. Informó, asimismo,de que el piloto automático seríautilizado de tanto en tanto, si bien élprefería hacerse cargo del timónpersonalmente, añadiendo jovialmenteque, en su opinión, «un barco precisa de

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hombres más que de máquinas».—Tal vez sea una noción anticuada

—apuntó con un guiño de sabiduría—,pero, para mí, un barco es como unamujer.

Finalizó con un saludo debienvenida, diciendo otra vez:

—Encantado de tenerles a bordo.Y se giró hacia la gran rueda del

timón.Aquel contacto con el paternal

capitán pareció sembrar entre lospasajeros un clima de confianza yseguridad. De hecho, las cosas nopudieron ir mejor durante las primerashoras de singladura.

Era de madrugada, aproximadamente

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las tres de la mañana, cuando acaecióalgo inesperado. Casi todo el pasaje,como es lógico, estaba durmiendo en sucama.

Hasta ese momento habían estadoviendo al capitán en la acogedora cabinade mando, en pie, solitario, con la pipahumeando y oteando con sus profundosojos grises las oscuras aguas frente así… Pero entonces se apagaron laspantallas.

Unas pocas personas habíanpermanecido levantadas con sustelevisores encendidos y, de estas pocaspersonas, solo dos o tres estabanmirando la pantalla en aquel precisoinstante. En la esquina de la cabina de

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mando, junto a la puerta, se movió unasombra y a continuación se produjo unextraño movimiento… Y entonces, derepente, en la pantalla asomó una figurade apariencia siniestra que,deslizándose tras el capitán, empezó agolpearle la cabeza, tras lo cual se hizocon el timón. En ese preciso momentolas pantallas se oscurecieron.

Quienes vieron aquello no pudieronpor menos que inquietarse, claro está.De hecho, algunos, presos de una súbitainquietud, empezaron a deambular deacá para allá, y se liaron a despertar a lagente, dispuestos a tomar el puente porasalto.

Finalmente lograron reunir a un

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pequeño grupito y allá que seencaminaron, para toparse con elmismísimo capitán, que, imperturbable,les aseguró con rebozo que todo iba bieny que no había nada de qué preocuparse;aquello había sido un incidente menor.Y, claro está, cuando losexpedicionarios volvieron a suscamarotes, allí, encima de suschimeneas estaba de nuevo el capitánKlaus, bien alerta, manejando el timóncon mano experta.

Los que habían presenciado aquello,hallándose en franca minoría, fuerontachados al día siguiente de borrachos ode lunáticos, y se les invitó amablementea pasar por la consulta del doctor de a

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bordo. Por lo demás, se dejó correr elincidente sin causar demasiado alboroto.

Las aguas se recondujeron y todovolvió a ir como la seda, hasta lasiguiente noche. En las exquisitas salasde juego anexas al Salón Marino, uno delos croupiers de la ruleta fue visto porvarias personas haciendo trampas:lanzando miradas furtivas a losjugadores, interfiriendo en las apuestas,guardándose fichas subrepticiamente enel bolsillo… En fin, esa clase de cosas.

Aquello era tan intolerable que unviejo duque se desplomó muerto allímismo.

El croupier fue sacado a empellonesdel salón de juego por el propio capitán

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Klaus, quien deploró el sucesoprofusamente y declaró que la siguientedocena de vueltas de la ruleta correríapor cuenta de la casa, asegurándose deperder todas las apuestas en un vanointento de salir bien de aquella. Unamagnánima recompensa a ojos de unamasa entusiasta, que la aplaudió comotal. Aun así, el incidente no fue fácil deolvidar.

Además, algo curioso sucediócuando unas cuantas damas fueron, cadauna por su cuenta, a visitar al doctor. Lamayoría simplemente necesitaba que lerecetaran una aspirina, o píldoras contrael mareo, o bien, sencillamente,resultaba que les apetecía tener una

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amistosa charla con el galeno. Ocurrió,sin embargo, que varias de estas damasfueron informadas de que tenían pinta deestar un poco trastornadas y se lesrecomendó un examen ulterior.

—Más vale curarse en salud —repetía el doctor. Invariablemente,durante el reconocimiento médico,parecía descubrir lo que él denominaba«abrasiones latentes» en la cintura, enlas caderas, en el costado o en loshombros de las damas, y, aunque talesheridas no podían percibirse a simplevista, el doctor consideraba que se hacíapertinente aplicar unos fomentos.

—Nada serio —explicaba—. Aunasí, más vale prevenir…

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Y, diciendo esto, aplicaba unainmensa compresa en la zona, unaespecie de gigantesca gasa de unostreinta centímetros de ancho y bastantegrosor, con un gran vendaje adhesivoque daba vueltas a medio cuerpo. Eltremendo abultamiento de aquellasvendas era un fastidio, pues causabagrandes protuberancias deformantes enlos elegantes vestidos de las damas. Unamujer fue vista corriendo por ahí conalgo en la cabeza que parecía una granpamela blanca y resultó ser una enormecataplasma.

El primer simulacro de evacuaciónestaba programado para la mañanasiguiente. Poco antes de que tuviese

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lugar, el capitán Klaus apareció en eltelevisor y, en una charla que sonóbastante informal, ofreció una sonrientedisculpa por los inconvenientes,incidiendo en la necesidad de talprocedimiento.

—Más vale ser previsor que luegotener que lamentarse —dijo,concluyendo así su pequeña charla.

Cuando sonó la alarma deevacuación, todos se pusieron loschalecos salvavidas (que eran lo últimode lo último, a pesar de que tenían lamisma apariencia que los normales) yentonces, rezongando con buen talante,se dirigieron hacia sus puestos en losbotes de salvamento.

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Sin embargo, sucedió algo: dosminutos después de haber empezado lamaniobra, los chalecos empezaron ainflarse de forma colosal. Al parecer,cualquier intento de zafarse de ellosaccionaba alguna clase de dispositivoque los hinchaba descomunalmente. Loschalecos llegaron a inflarse tanto queocultaban literalmente a las personasque los llevaban puestos, sobresaliendopor encima de sus cabezas y por debajode sus pies hasta alcanzar un diámetroaproximado de casi cuatro metros; tantoque si el pasajero estaba en algúnespacio abierto como un camarote, unasala o en la cubierta, sencillamenterodaba por el suelo hasta perderse de

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vista; mientras que los que transitabanen aquellos momentos por los pasillosquedaron irremisiblemente atascadosallí, apelotonados los unos con losotros.

En cualquier caso, casi nadie escapóa los efectos de los salvavidasdefectuosos. Así que, cuando sehubieron deshinchado, todos volvieron asus camarotes, muy enojados, en esperade las explicaciones del capitán Klausacerca de cuál había sido la causa delfallo.

Por desgracia, y para remate, lasirena antiniebla que había sido puestaen funcionamiento durante el simulacrose había atascado, y ahora no había

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modo de apagarla. Por más intentos quehicieron para arreglarla, continuósonando enérgicamente durante toda lacharla que el capitán ofreció a lospasajeros con posterioridad al ejerciciode simulación, de tal modo que suaullido impedía escuchar una solapalabra del discurso. Era como sialguien estuviese hablando desde detrásde un cristal blindado. El propio capitánno parecía ser consciente de que nadiele estaba escuchando, así que siguió allí,charla que te charla durante un buenrato, puntualizando sus comentarios conalgunos pequeños gestos faciales paraindicar toda una gama de intensasemociones.

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El asunto de la sirena se tornó másserio de lo que en un principio podíaparecer, y continuó berreando, sin pausa,durante el resto del viaje.

Coincidiendo con el desbarajustedel simulacro, cincuenta miembros de latripulación aprovecharon la ocasiónpara sustituir alguna pata de cada silla,mesa, armario o mueble del barco poruna fina varilla de madera de balsa.

Cuando el capitán concluyó suprolongado y mudo discurso, sonrió,saludó de modo informal y abandonó lacabina de mando. Debió de ser en aquelmomento cuando todo el mobiliarioempezó a derrumbarse, y media horadespués no quedaba ni un solo mueble

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en pie a bordo del Cristiano.Pronto empezaron a aparecer

personas extrañas y poco adecuadas pordoquier. En las salas de estar, en laszonas de juego, deambulando por lapiscina… Durante el baile de sobremesade la tarde se vio circular por la pista auna enorme mujer barbuda en cuerosque se dedicó a molestar a las parejas,por lo que el psiquiatra del barco tuvoque retirarla a la fuerza.

El entramado de cañerías tambiéncomenzó a colapsarse y, finalmente, unade las inmensas chimeneas del Cristianose atoró. Gracias a un complicadosistema de conducciones, los productosde la combustión de los motores se

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enviaron por accidente directamente alcomedor, que pronto se vio infestadopor un denso humo aceitoso. A partir deaquel momento el viaje se convirtió enuna auténtica pesadilla.

Por todas partes se podían vergrandes carteles que rezaban:

CAMPAÑA DE APOYO A LA SALUDMENTAL.

MANTENGAMOS LA GONORREALEJOS DE CHAPPAQUIDDICK,

MASSACHUSSETS.

Así como eslóganes groseros, detono vagamente político, pintarrajeadosen enormes letras descuidadas por

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muros y cubiertas, del tipo:

¡MUERTE A LOS RICOS!¡VOLEMOS EN PEDAZOS LOS

ESTADOS UNIDOS!

Debido al cariz que estaban tomandolos acontecimientos, más de un pasajerobuscó solaz en el consejero deproblemas por excelencia, el distinguidodoctor.

—Doctor, ¡en el nombre de Cristo!¿Se puede saber qué está pasando aquí?—le gritaba un pasajero, presa delfrenesí.

El doctor respondió con una sonrisasocarrona, enarcando las cejas,

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suavemente censurador:—Tenemos buen clima, ¿eh,

grumete? —le reprendió con suavidad—. ¡Hm! ¿Enfadado? ¿Irritable cuandolas cosas no salen a su gusto? Bueno, ¿ycuál es el problema exactamente?

—¿¡Problema!? —exclamaba elescandalizado pasajero—. ¡Por Dios,doctor! Espero que no crea usted quemis quejas son… son… ¡injustificadas!

El doctor volvió su mirada soñadorahacia el océano, apiñó sus finos dedosbajo su barbilla en una delicadapirámide de contemplación,pensativamente abstraído, y entonces sevolvió y se dirigió al paciente confranqueza:

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—Los miedos irracionales, los quemás enraizados están en nosotros —comenzó a decir con voz engolada-suelen ser, casi siempre, el origen denuestras ansiedades…

El pasajero casi estallaba deimpaciencia.

—¡Por lo más sagrado, doctor! Nohe venido aquí a que me endilgue unaconferencia sobre psicología… ¡Soloquiero que me diga qué diantres estáocurriendo a bordo de este barco!

Ante tales estallidos de ira, el doctorse limitaba invariablemente a mantenerla calma, a mirar al paciente confrialdad escrutadora, y a tomar unasbreves y cuidadosas notas en su libreta.

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—Bien, usted ha mencionado, y citotextualmente, que «su chalecosalvavidas se infló en demasía», queusted de repente se vio «atrapado en elpasillo» (creo que esa fue la expresiónliteral, «atrapado en el pasillo») y queen ese momento sintió usted ciertamalaise, por así decirlo. Déjemepreguntarle algo…

En otras ocasiones, el doctor secomportaba de forma excéntrica, con lacabeza colgando de lado, mirando alpaciente de reojo con una taimadasonrisa de loco en los labios, que semovían en un susurro casi inaudible,como un bisbiseo.

Al final, el paciente, sin poder

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contenerse más, se levantaba de un salto.—Bueno, ¡en nombre del cielo,

doctor! ¡Lo menos que creo que puedehacer es administrarme algúntranquilizante!

Sin embargo, el doctor no era deesos que prescriben drogaspromiscuamente.

—¿Me está usted diciendo quepretende evadirse mediante las drogas?—preguntaba, meneando lentamente lacabeza—. ¿Que quiere disimular susmiedos bajo una bruma artificial? —Siempre había un indicio de tristeza ensu sonrisa—. No, me temo que elproblema radica en nosotros mismos,¿entiende? —Entonces se repanchingaba

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bien en su asiento y ponía cara de buenapersona—. Huir de los problemas noayuda a resolverlos. Creo que me loagradecerá dentro de unos años. —Porúltimo se inclinaba hacia delante enactitud confidencial—. ¿Le importa si lehago algunas preguntas acerca de su…infancia más temprana?

Cuando el capitán Klaus reaparecióen la pantalla, parecía que se acabara delevantar tras haber dormido en uncharco. Estaba completamentedespeinado, con los galonespendiéndole de los hombros en hilachasandrajosas, su desabrochado abrigoaleteando, y la corbata desanudadacolgándole descuidadamente del cuello

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de la camisa. También parecía borracho.Con un gesto grosero expulsó alpersonal del puente y se arrastró dandotumbos hacia la pantalla de vídeo hastaque chocó con ella. Se quedó tan cercadel objetivo que su imagen aparecíatotalmente distorsionada.

—¡Mantendremos a flote este viejocascarón! —gritaba a un volumenensordecedor.

En un momento dado fue atacado porla espalda por un rufián que sujetaba unaenorme aguja hipodérmica y que empezóa forcejear con él, previsiblemente parainyectarle algo en el cerebro. Luegoaquel bruto agarró el timón y lozarandeó con violencia antes de que la

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pantalla se fundiese en negro.Por entonces, se supo que debido a

un imperdonable error de cálculo porparte del oficial a cargo de lasprovisiones, la única comida quequedaba en el barco eran patatas.

A pesar de todo, el Cristiano rugíasobre las olas y avanzaba contra vientoy marea.

Guy Grand se encontraba a bordo,por supuesto, como un pasajero más,quejándose amargamente y, de hecho,era de los que organizaban grupitos deasalto en un esfuerzo por enterarse dequé puñetas estaba pasando en el puente,aunque cada vez que intentaban entrarallí eran conducidos de vuelta por unos

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cuantos sicarios armados con pistolas ycuchillos que el capitán había apostadojunto a la escalerilla de acceso.

—¿Quiénes son esos tíos, por elamor del cielo? —preguntaba Grandmientras se batían en presurosa retiradapor la cubierta—. ¡No me gusta un pelola pinta que tiene esto!

Ocasionalmente, se encendían laspantallas de comunicación de loscamarotes para revelarmomentáneamente lo que estabaaconteciendo en el puente de mando. Laescena resultaba dantesca: la propiacabina de mando había quedadoreducida a un montón de escombros queiban y venían a merced de los cabeceos

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que daba el barco, y se podía distinguiral capitán, de forma intermitente,luchando con varios asaltantes y, por fin,con lo que parecía ser un enormeorangután.

La bestia, tras forcejear con elcapitán un buen rato, acabóreduciéndolo y arrojándolo al mar por laventana de la cabina de mando antes deagarrar fuertemente el timón con laintención evidente de arrancarlo de subase. Tras lo cual el barco virócompletamente sobre su eje y seencaminó a toda máquina hacia la bahíade Nueva York, con las bocinas ysilbatos a todo pitar, hasta que seempotró, cuan largo era, contra el gran

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muelle de la Calle 47.Afortunadamente, ningún miembro

del pasaje salió herido. Pero con todo ycon eso, las cosas no se pusieron fácilespara Grand, que ya había dilapidado unabuena fortuna en el proyecto (dejaremosa la imaginación del lector la suma quetuvo que desembolsar para librarse deesta).

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XVI

—Ahora, hablando en serio —dijoGuy Grand—. ¿Alguien tiene noticias deBill Thorndike? Hace siglos que nohablo con él.

Ginger Horton dejó su tazabruscamente.

—¡Ese…! ¡Ese maldito chiflado! —exclamó—. Pues no. ¡Y no podríaimportarme menos!

—¿Quién? —preguntó Esther.—El doctor Thorndike —explicó

Agnes—. Aquel dentista tan bueno alque fue Ginger… Él y Guy eran amigosdel colegio, ¿no es así, Guy?

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—Sí, éramos muy buenos amigos —dijo Guy—. Pobre muchacho. Por lo queGinger me contó, sufrió alguna clase decrisis nerviosa. La verdad es que llevomuchísimo tiempo sin saber de él. ¿Ycómo estaba entonces, la última vez quele viste, Ginger?

Grand había hecho aquella preguntainfinidad de veces y restaba importanciaal relato que Ginger hacía del incidente,como si no llegara a tragárselo del todo.

—¡La última vez! —exclamó ella—.¡Pero si solo le vi una vez! Porsupuesto, bajo tu recomendación… Ypara mí fue más que suficiente. ¡PorDios! ¿No me dirás que lo has olvidadootra vez? ¡Pues te diré cómo estaba!

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¡Absolutamente fuera de sus cabales!Me soltó: «¡Estos molares están flojos,señorita Horton! ¡Me temo quetendremos que someterlainmediatamente a un régimen de comidablanda!», y entonces, sin mediar palabray aprovechando que yo estaba recostadahacia atrás con la boca abierta, mevertió un huevo crudo en la boca y saliócorriendo de la habitación, agitando losbrazos y chillando a pleno pulmón.¡Loco de atar!

—Hmmm… No es propio de BillThorndike —dijo Grand—. Solía ser undentista de primera. Entonces, ¿nuncavolviste a su consulta?

—¡Desde luego que no! Me fui

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derechita a la comisaría más cercana.¡Ahí es donde fui! ¡Y le puse unadenuncia!

Grand dejó entrever un gesto deligera desaprobación.

—Me temo que eso no habrá sido demucha ayuda precisamente a la hora demantener a Bill en la Asociación DentalAmericana.

—¡Vaya! ¡Espero que no! —dijoGinger enérgicamente.

—¡Oh, Dios! ¡Cómo le gustaban loshuevos crudos al tío Edgard! —dijoEsther—. ¿Te acuerdas, Agnes?

—No tiene nada que ver, Esther —dijo Agnes.

—Bueno, él los tomaba con alguna

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clase de salsa —recordó Esther—.Supongo que era salsa Worcestershire.

—A lo mejor se trataba de algúnnuevo tratamiento, Ginger —añadióAgnes—. Quiero decir, si tus molaresestaban flojos…

Sin embargo, en la cara de GingerHorton se mascaba la exasperación.

—¿Tú qué piensas, Guy?—Bill siempre estaba a la última —

convino Guy—. Actualizado al minuto.Fue muy precoz en los asuntos de laescuela (desde luego nada censurable).En fin, quiero decir que, lejos de estar altanto de las últimas… técnicasodontológicas. Bueno, estoy totalmenteseguro de que Bill…

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—¡Me soltó un huevo crudodirectamente en la boca! —dijo Gingeren tono histérico—. ¡Yo ni siquierasabía qué narices me estaba metiendo!¡Y por si fuera poco… el instrumentalera un despropósito! Tenía una especiede pala de madera…

—¿Una espátula? —apuntó Guy,colaborador.

—¡No! ¡No era una espátula! Másbien parecía un gran remo de madera,como de un metro y medio, que teníaallí, apoyado en la silla.

—Espero que no se le ocurrieseutilizarlo contigo —apuntó Agnes.

—Pero ¿se puede saber qué hacíaaquello allí? ¡Me gustaría saberlo! —

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dijo Ginger.—Puede que Bill se hubiera

aficionado a las regatas —sugirió Guy,pero luego carraspeó ligeramente comopara evidenciar la debilidad de suargumento—. Aunque lo cierto es que,por lo que recuerdo, nunca leinteresaron durante su etapa escolar. Eltenis. Ese era el juego de Bill… ¡Y eracondenadamente bueno en la pista! Losdos últimos años formó parte del equipode la universidad.

—Ya veo que no puedo hacerte verlo chiflado que estaba —dijo GingerHorton—. Y aún había otra cosa másencima de la silla… Parecían unaspinzas para el hielo.

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—Alguna clase de abrazadera,supongo… —murmuró Grand.

—«Más vale prevenir que curar,¿no cree, señorita Horton?», me decíacon esa voz de maníaco que tenía, yluego: «¡Ahora quiero que no se tragueesto!», y fue entonces cuando me soltó elhuevo crudo en toda la boca. Luegoagarró un montón de aquellosinstrumentos y se lió a correr por toda lahabitación, agitándolos sobre su cabeza.¡Y a continuación salió por la puertachillando a pleno pulmón!

—Tal vez le habían llamado paraque atendiera alguna urgencia, ¿nocrees? —dijo Grand—. Es muyfrecuente en este gremio, por lo que he

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visto.—¿Y qué estaba diciendo cuando se

marchó, Ginger? —preguntó Agnes.—¿Que qué estaba diciendo? No

estaba diciendo nada. Solamentechillaba. «¡Aaaaaah, Uaaaah,Uaaaah!», hacía.

—¿Qué es lo que dice que estabadiciendo? —preguntó Esther a Agnes.Era un poco dura de oído.

—«¡Uaaaah! ¡Uaaaah!» —dijoAgnes bajito.

—No es propio de Bill —dijo Guymeneando la cabeza—. Seguro que lellamaron para una emergencia. Es loúnico que se me ocurre.

—Desde luego, la recepcionista

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podría haberte dado alguna explicación,querida —dijo Agnes.

—Allí no había ningunarecepcionista. ¡Como te lo cuento! —contestó Ginger airada—. No habíanadie más que él… Y un montón deinstrumentos absurdos. ¡Hasta la sillaera extraña! ¡Suerte que salí con vida deallí!

—¿Y se tragó el huevo? —preguntóEsther a su hermana en voz bajita.

—¡Esther! ¡Por Dios bendito! —reconvino Agnes.

—¿El qué? —preguntó Grand, queno parecía haberlo oído.

—Esther quiere saber si Ginger setragó el huevo —dijo Agnes.

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—¡Claro que no! —respondióGinger—. Lo escupí inmediatamente. Alprincipio no, por supuesto; estabasumida en un completo estado de shock.«¡Ahora quiero que no se trague esto!»,me dijo cuando me lo echó dentro. ¡Elmuy miserable, el muy maníaco! Así queme quedé allí sentada, presa de unauténtico shock, mientras él dabavueltas y más vueltas por la habitación,¡chillando como un poseso!

—Puede que no fuese un huevo… —sugirió Esther.

—¿Se puede saber a qué diantres terefieres? —preguntó Ginger, muy segurade sí—. ¡Por supuesto que era unhuevo…! ¡Un huevo crudo! ¡Lo probé y

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lo vi, y hasta me cayó algo de yema en elvestido!

—Y fue entonces cuando presentasteuna queja ante las autoridades… —dijoAgnes.

—¡Por dios, Agnes, claro que sí! Mefui directa a la policía. Pues bien, ¡nopudieron encontrarle! Desapareció sindejar rastro. ¡Loco de remate!

—Bill Thorndike no es ningúntarado —dijo Grand con lealtad—.Empeñaría mi palabra en eso.

—Y, entonces, ¿por qué desaparecióde esa manera, Guy? —preguntó Agnes.

—Tal vez haya trasladado suconsulta a alguna otra parte de la ciudad,¿no? —dijo Guy—. O directamente se

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habrá mudado a otro estado. Sé que aBill le encantaba la Costa Oeste, dehecho. ¡Nunca se hartaba de California!Se escapaba por allí cada vez que teníaocasión.

—No, no está en ninguna parte delos Estados Unidos —dijo GingerHorton con bastante autoridad—. Locierto es que no queda ni rastro de él.

—¡No estarás insinuando que Bill harenunciado a todo! —dijo Grandreflexivo—, que ha echado todo por laborda y se ha largado a las Bermudas oalgo así. —Se le escapó una suave risitatolerante—. Aunque, conociéndolo,tampoco me sorprendería del todo…Bill era también un gran aficionado a la

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pesca, ahora que lo pienso. Sí, a lapesca y al tenis. Ese era Bill Thorndike.

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XVII

—Simplemente, no puedes irte así,Guy —dijo Agnes mostrando unaauténtica impaciencia con el muchacho,ahora que ya se había levantado paramarcharse—. ¡No te dejaré!

—Puedo y debo, queridas mías —explicó Guy besando a ambas—. Flujo,movimiento, crecimiento, cambio…Esos son los grandes principios querigen nuestras vidas. Es mejor mantenerla marcha mientras podamos.

Se inclinó hacia delante y tomó unade las rechonchas manos de Ginger entrelas suyas.

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—Me voy, Ginger —dijodedicándole una cálida sonrisa, másextrovertido ahora tal vez por laanticipación—. ¡Parto hacia CaboCañaveral y Los Alamos!

—¡Cielo santo! —dijo Esther—.¿Con este calor? ¡Qué absurdo!

—Siempre en la brecha —ronroneóEsther.

—Lo más sabio es mantenerse altanto de lo que pasa —dijo Guy conseriedad—. Me dejaré caer por CaboCañaveral para ver qué se cuece en losambientes espaciales.

—El viejo seis-y-siete, ¿no es así,Guy? —bromeó Ginger lanzándolemiraditas picaras.

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—Bueno… ¿Quién sabe? —admitióGuy con franqueza—. Vivimos tiemposextraños… Tiempos, si se me permitedecirlo, capaces de poner a prueba lasalmas de los hombres. Aunque seguroque cada uno lo hace lo mejor quesabe… ¿Qué más puede decirse?

—Guy —dijo Ginger, estrujándolela mano y echándole unas cuantasmiraditas más—. Ha sido divertidísimo.—Los adioses eran su fuerte.

Guy asintió cortésmente endeferencia (dio esa impresión) a subelleza, antes de girarse para enfilar lasalida.

—Querida mía —susurró, con unavoz ronca que hizo estremecer a las

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damas—, lo que ha sido es…inspirador.

* * *

El asunto de El Cristiano Mágicofue el último proyecto importante deGrand (al menos fue el último que saltóa los titulares). Después de aquello suánimo, como quien dice, empezó adecaer.

De todas formas, le gustaba«mantener el contacto», como él decía, ypor ese motivo compró una tienda deultramarinos en Nueva York. Erabastante pequeña y más o menos

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indistinguible de otras muchas delbarrio. Grand colocó un pequeño cartelen el escaparate:

NUEVO PROPIETARIO – NUEVAPOLÍTICA

GRAN OFERTA DE BIENVENIDA

Cuando la tienda abrió sus puertas laprimera tarde, el propio Grand estabatras el mostrador, ataviado con un batínblanco (no muy diferente de aquella granbata de laboratorio que usó en Vanity).

Su primer cliente fue un tipo quevivía en el portal de al lado. Compró uncartón de botellitas de zumo de uva.

—Son tres centavos —dijo Grand.

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—¿Cuánto? —preguntó el hombre.—Tres centavos.—¿Tres centavos? ¿Por seis zumos

de uva? ¿Bromea?—Es nuestra Oferta de Bienvenida:

dos-por-uno en los zumos de uva —dijoGrand—. Nueva política.

—¡Muchacho! ¡Ya lo creo que esnueva! —dijo el tipo—. ¡Y cómo…!¿Tres centavos? ¡Por mí vale, hermano!

Y plantó los tres centavos en elmostrador.

—¡Ahí tiene! —dijo, y aún parecíamás sorprendido cuando Grand ledeslizó el cartón.

—Vuelva cuando quiera —dijoGrand.

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—Esa sí que es una buena política—dijo el hombre mirándole por encimadel hombro mientras se dirigía hacia lapuerta. De pronto se detuvo en seco.

—Escuche —dijo—, ¿vende esoszumos… eh… ya sabe… por cajas?

—Bueno, sí —respondió Grand—.Podría conseguirle un buen descuento sicomprase usted la caja. No mucho,claro. Trabajamos con un margen debeneficio muy escaso, como ve, y…

—Oh, sí, me encanta esa políticasuya del dos-por-uno, ¡Cristo! Soloquería saber si podría conseguir unacaja entera a ese precio.

—Desde luego, ¿quiere usted unacaja?

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—Bueno, de hecho, podríainteresarme más de una caja…

—¿Cuántas cajas podríaninteresarle?

—En fin, estooo… ¿Cuántas…cuántas cajas tiene usted?

—Digamos… ¿mil?—¿Mil? ¿Mil cajas de zumo de uva?—Sí, yo podría darle… Veamos, el

diez por ciento de descuento por cadamil… Veinticuatro botellas por caja…Eso harían ciento veinte dólares, menosel diez por ciento, serían ciento ocho…Lo dejamos en ciento cinco dólares porlas mil cajas, ¿hace?

—No, no. No puedo llevarme milcajas, ¡Jesús! Quería decir, digamos…

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diez cajas.—Eso será un dólar con veinte.—¡Trato hecho! —dijo el hombre, y

plantó el dólar con veinte sobre elmostrador—. ¡Muchacho! ¡Menudapolítica más buena que tiene usted! —añadió.

—Es nuestra Política de Bienvenida—dijo Grand.

—Me va esa política —dijo el tipo—. ¿Tiene usted alguna otra… ofertaespecial en estos momentos? Ya sabe,otro dos-por-uno, o algo así…

—Bueno, de hecho la mayoría denuestros artículos tienen preciosreducidos gracias a nuestra Política deBienvenida…

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El hombre no se había fijado bien,pero cuando lo hizo se dio cuenta de quelas etiquetas de los precios estaban a lavista, y todos los artículos habían sidodrásticamente reducidos: la leche, a doscentavos el cuarto de litro; lamantequilla, a diez centavos la libra; unadocena de huevos, once centavos; yasí…

El hombre miró entusiasmado a sualrededor.

—¿Y cigarrillos? ¿Tiene cigarrillos?—No, hemos decidido no vender

cigarrillos. Los han relacionado (deforma bastante contrastada, de hecho)con el cáncer dé pulmón, y hemospensado que no sería de buen gusto

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venderlos aquí. Quiero decir… Este esun humilde comercio de barrio.

—Eh… Estoo… Vale, escuche. Voya casa un momentito para traer un saco oun… Un cajón, tal vez un cajón…Vuelvo enseguida…

De alguna forma, la voz se corriópor el vecindario y en dos horas latienda había quedado limpia como unapatena.

Al día siguiente había un cartel en elescaparate vacío:

NOS HEMOS TRASLADADO

Aquella misma tarde, en otra partede la ciudad, sucedió exactamente lo

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mismo… Seguido otra vez de un rápidotraslado.

Las personas que experimentaronaquel fenómeno empezaron a pasarmuchísimo tiempo buscando cada tardela ubicación del nuevo establecimiento.Puede ocurrir, en la actualidad, que enocasiones dos de esas personas seencuentren (una que estuvo en el granDescuento de Bienvenida de la Calle 4Oeste, por ejemplo, y otra en el de laCalle 139) y así puede que sospechenque no solo no se trataba de un sueño,sino que aquello aún podría seguirfuncionando.

Otros afirman que, de hecho, aúnfunciona… Dicen que se nota en la

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premura rastreadora que puede verse enlos rostros, especialmente en los ojos,de las gentes de las ciudades, cadatarde, justo a la hora en que empieza aoscurecer.

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TERRY SOUTHERN (1924 – 1995).Fue un influyente escritor de relatosestadounidense, novelista, ensayista yguionista destacado por su satíricoestilo. Formando parte del movimientoliterario de posguerra parisino en losaños 50 y contemporáneo de la llamadageneración beat de escritores en

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Greenwich Village, Southern estuvotambién en el centro del movimientoSwinging London en los sesenta, y ayudóa cambiar sustancialmente el estilo delcine americano en los años 70.

El oscuro y frecuentemente absurdoestilo satírico de Southern ayudó adefinir la sensibilidad de variasgeneraciones de escritores, lectores,guionistas y directores de cine ytelevisión. Su talento para los diálogosse hizo evidente en sus guiones para Dr.Strangelove or: How I Learned to StopWorrying and Love the Bomb (1964),The Cincinnati Kid (1965) o Easy Rider(1969)

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Mucho antes que todo esto, en 1959,escribió la que se dice que es su obramaestra, El cristiano mágico. Uno delos favoritos de Peter Sellers (el regaloque le hizo a Stanley Kubrick de unacopia del libro llevó a que Southernfuera contratado para Dr. Strangelove) yposteriormente protagonizó junto aRingo Star la adaptacióncinematográfica del libro, The MagicChristian (1969).

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Notas

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[1] Grand Guy, literalmente Gran Tipo.La palabra Grand en inglés también seutiliza para designar algo magnífico oespléndido y coloquialmente hacereferencia a la cantidad de 1000 dólaresamericanos. A grand: uno de losgrandes. (Todas las notas son deltraductor). <<

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[2] El «arador de Portland» es unnombre de ferrocarril (alusión al surcoque deja un arado) inventado por TerrySouthern para parodiar lasdenominaciones de los trenes en losEstados Unidos. <<

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[3] El Drake es un famoso y lujoso hotel(inaugurado en 1920) que, a la sazón,fue el primero de Chicago en instalar unsistema de aire acondicionado. No dejade ser paradójico que en aquel calurosoverano Grand Guy se alojase allí con laidea de «calentar al personal». <<

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[4] Sala de cine ficticia, aunque existe unteatro con tal nombre perteneciente a lacadena Majestic en Philipsburg(Kansas). Este mismo cine inventado fueel principal escenario de la serietelevisiva americana de los ochenta Thepopcorn kid (El vendedor depalomitas), de claras referencias«southernianas». <<

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[5] Lord Edward Frederick LangleyRussell (1895-1981), segundo barónRussell de Liverpool. Soldado, letrado ehistoriador. Fue uno de los consejeroslegales en los juicios (Núremberg yTokio) que, tras la Segunda GuerraMundial, persiguieron los crímenescontra la humanidad cometidos por elbando derrotado. Escribió varios librossobre la atrocidad de los nazis y de losjaponeses durante la guerra. <<

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[6] La utilización de un adjetivo comodowny (trad. esp. «velludo») no parecela más comercial para un producto dehigiene capilar. <<

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[7] Joe Louis (1914-1981), el«Bombardero de Detroit», es unaleyenda de la época dorada del boxeo,considerado el mejor peso pesado detodos los tiempos. Mantuvo el títulomundial durante doce años consecutivos (1936-1949) y se despidió delpugilismo tras ser vencido en NuevaYork por Rocky Marciano. <<

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[8] John L. Sullivan —Big John— (1858-1918), el «Fortachón de Boston»,boxeador pionero. Fue el últimocampeón mundial de la lucha con manosdesnudas y el primero de la pelea conguantes. Este hecho le convirtió en elprimer deportista célebre de los EstadosUnidos. <<

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[9] La referencia es a la novela deThomas Wolfe (1900-1938) LookHomeward, Angel (1929), que fue —discutiblemente— traducida como Elángel que nos mira, y en otrasadaptaciones más apropiadamente comoVigila nuestro hogar, ángel. <<