El Crepusculo Del Dragon

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E L C R E P U S C U L O D E L D R A G O N

Peter Bourne es uno de los escritores norteamericanos

más leídos. Varios de sus libros se hallan incluidos entre

los best seliers, o sea, constituyen un "record" de venta

en Estados Unidos y en otros países de habla inglesa.

Traducidos al español, los libros de Peter Bourne han

tenido igualmente la más entusiasta aceptación de los

lectores, como pudo comprobarse con la publicación

hecha por la Empresa Editora Zig-Zag de la trilogía de

novelas que llevan los siguientes títulos: "Los Tambores

del Destino", "El Camino del Oro" y "El Embrujo de la

Fortuna".

Compite en interés con tales obras El Crepúsculo del

Dragón, novela de base histórica también y cuya acción

se desarrolla en China, al iniciarse el presente siglo.

Admirable es la descripción del Pekín de entonces, en la

China Imperial, con la Ciudad Prohibida, cuya extensión

alcanzaba a dos millas cuadradas y en la cual había

grandes palacios, maravillosos jardines y misteriosos

sótanos.

Fue en la época de la Emperatriz Viuda cuando el drama

inspirado por el fanatismo de los boxers terminó con el

sitio del Barrio de las Legaciones que, aislado,

bombardeado y ensangrentado, sólo pudo salvarse

gracias al heroísmo de los pocos diplomáticos y soldados

que lo defendían.

En medio de ese drama y juntamente con una vivida

descripción de los horrores y de las costumbres de la

época, está pintado un romance lleno de emoción: el de

Wen Chin y Dulce Virtud, la joven china, "esbelta y

virginal como un lirio".

Portada de Daniel Marshall

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B I B L I O T E C A D E N O V E L I S T A S

Santiago de Chile. 1957.

P E T E R B O U R N E

CREPUSCULO

DEL

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DRAG ON

n,

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H E AQUI UNA HISTORIA DE LA

Ciudad Prohibida de China: una ciudad amurallada, dentro de una ciudad amurallada, en el interior de la ciudad amurallada de Pekín. En la época de la célebre Emperatriz Viuda, la Imperial Ciudad Prohibida era una extensión fabulosa, de casi dos millas cuadradas: una atestada ciudad de innumerables palacios, salas del trono y de audiencias, y templos, separados por un laberinto de estrechas callejuelas, recónditos patios, misteriosos sótanos y jardines artificiales; jiña ciudad prohibida a todos los hombres, salvo al emperador. Fuera de él, albergaba a su esposa, a sus concubinas y a tres mil eunucos, tiranizados por el infame eunuco jefe, Li Lien-ying. Una ciudad de pesadilla, intriga, misterio y terrible muerte.

Circunscribiendo las murallas de la Ciudad Prohibida se encontraba la Ciudad Imperial y, más allá üe las murallas de esta última, la Ciudad Tártara. Esta es también una historia de esa ciudad, ya que, anidado casi debajo de las murallas de la Ciudad Imperial, estaba el Barrio de las Legaciones, donde vivía la mayoría de los extranjeros, tan odiados por la Emperatriz y sus fanáticos consejeros. En 1900, ese pequeño barrio fue aislado del mundo y sitiado por miles de boxers, miembros de una sociedad secreta, los

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cuales, convencidos de que la magia los protegía, se convertían en resueltos luchadores.

Esta es la substancia de la intriga de palacio que condujo al famoso sitio. Haciendo pareja con el romance de Wen Chin y Dulce Virtud, está la historia de la rivalidad de Randall Lockhart con un principe ruso, por la mano de Evelyn, hija de Sír Oliver Strang- ways.

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P Z K 1 NLA CIUDAD IMPERIAL Y LA CIUDAD PROHIBIDA

Puerta Chien Q Puerta Ta Ching (Puerta del Sur) Q

f= 1 | ® Terraza del Océano

© Catedral Peitang

J- -Cerro del CarbónImoeria! 6Í) Puerta del Valor Espiritualimperial ^^ ^ G|orla de <,cc|.

(¡5) dente •(Palacio del Lago) @ Habitaciones de las Concu-

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Puerta Wu (Puerta del Mediodía) (2!) Puerta de la Suprema Armonia Q Jardí

Palacio de la Vejez Tranquila " (g) palacio de Invierno . Vestíbulo de la Suprema Armonía

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C A P I T U L O

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DURANTE MUCHOS DÍAS PASA- dos, las hojas caídas del ailanto se habían juntado bajo el acogedor abrigo de la gran muralla que dividía las ciudades tártara y china de Pekín. Habían yacido tanto tiempo sin ser molestadas, que esta quietud secó su savia y las transformó en quebradizos esqueletos destinados a convertirse en polvo y a mezclarse con la tierra, que era ya vieja antes de que Rómulo hubiese empezado a construir las murallas de Roma. Ahora crujían inquietamente, pues las. escudriñadoras correrías de un ventarrón del nordeste las había sacado, con dedos helados, de sus refugios, y estaban siendo empujadas por una calle escarchada y obscura, ya que la luna nueva se había puesto y las estrellas estaban ocultas por densos nubarrones.

La vibración de las hojas era ahogada por el imponente lamento del viento y el nervioso aullido de un wonlc, un perro amarillo que se escabullía, que torció vivamente la cabeza en dirección a las hojas, husmeó el aire, percibiendo el hedor de los cuerpos sin lavar de los humanos carnívoros, e intuyó la existencia de una conspiración humana.

Las calles de la Ciudad Tártara estaban desiertas, excepto por los wonks escarbadores de basuras y los cuerpos amontonados de los pordioseros leprosos y cubiertos de costras. Los hombres cuerdos permanecían confortablemente en casa; sólo la generación joven se

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aventuraba a salir, y buscaba solaz en la Ciudad China, al extremo de la Puerta Chien, donde las casas se amontonaban más apretadamente que las arvejas en su vaina, y en que era posible hallar casas de juego para los derrochadores y burdeles para los fogosos.

En la Ciudad Tártara las escasas luces brillaban como luciérnagas amarillas en las linternas que colgaban en uno u otro de los numerosos patios de las casas de los nobles manchúes: patios escondidos por murallas altísimas y que sólo se divisaban a través del enrejado de las puertas custodiadas.

Al sur, en la Ciudad China, las luces eran aún más escasas, pues los tortuosos hutungs, esos angostos y atestados callejones que cortaban las calles principales, como otros tantos peldaños de una escalera, estaban a obscuras. Sólo en las anchas vías públicas que atravesaban la ciudad de norte a sur y de este a oeste, el parpadeo de un deficiente alumbrado hacía resaltar la lobreguez de calles tan derechas como las antiguas torres que corrían paralelas y las ensombrecían. En los hogares y tiendas más sencillos, que llenaban los callejones, las gentes se encontraban en el lecho, con-servando el caior, ahorrando el precioso combustible, y amparándose contra los errantes duendes y demonios, cuyas diabólicas risas podían oírse claramente por encima del agudo lamento del viento.

Las crujientes hojas se arremolinaban ante la tormenta que se avecinaba, ya estrellándose contra esa muralla, ya contra otra; ora elevándose en el aire con el gracioso movimiento de una cometa, ora cayendo nuevamente a tierra al cesar las ráfagas. Después de una desasosegada pausa, el viento juntó fuerzas de nuevo y las hojas cayeron a los pies de nueve seres embozados que acechaban, como espíritus malignos, bajo la ribera del canal que separaba la legación británica del palacio del príncipe Su, y en seguida corría debajo de las murallas de la Ciudad Imperial,

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pasando por la Ciudad Prohibida, antes de volver nuevamente a la Ciudad Tártara.

Las hojas fueron convertidas en polvo bajo los

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talones de ocho de los hombres, al tratar de hacer entrar en calor sus pies entumecidos. El noveno siguió adelante, pues era redondo como un pote de manteca, e igualmente gordo, y arrebozado en tantas prendas de vestir que no existía una grieta por donde pudiera colarse el viento. Parecía no sentir el frío al atisbar en medio de la obscuridad las puertas que daban entrada a los terrenos, de la legación. Más allá un portal, edificio de piedra lo suficientemente grande y alto como para contener dos piezas, una encima de la otra, a ambos lados de la entrada, y que más parecía la antesala de una cárcel que el portal exterior de un antiguo palacio chino; detrás de este portal, la mayoría de los edificios se veían alegremente iluminados, pues los Diablos Extranjeros, los Peludos, estaban reunidos en la sala de baile, divirtiéndose a su manera.

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Lady MacDonald, esposa de Sir Claude, el ministro británico, miró alrededor de la atestada sala de baile, y lo que vio disipó su ansiedad. El baile era indudablemente un éxito. La correcta corriente de las con-versaciones probaba que todo iba bien; se elevaba con la música, tocada con concienzudo cuidado por la banda de músicos chinos; se elevaba por encima del taconeo en los brillantes pisos de parquet. Se parecía al gozoso zumbido de las abejas volviendo al anochecer a su colmena; música que, en si misma, no podía dejar de arrancar una sonrisa de triunfo a los labios de una escrupulosa dueña de casa, pues era la música de un sereno placer.

La escena era un arco iris de color desde el techo al suelo, pues la techumbre original, con sus motivos de pavorosos dragones y doradas granadas, y sus so-bresalientes vigas de verde y rojo alternadas, se conservaba intacta, y los paneles de seda que cubrían las paredes no habían desteñido con el paso de los siglos.

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En agudo contraste con el exótico diseño de los

1Spaneles, se veían los trajes modernos de pesadas sedas que pasaban, cayendo desde los albos hombros de las mujeres europeas; y los brillantes uniformes usados por oficiales de muchas naciones. También se veía color en el irisado de los ópalos, el frío brillo de los diamantes, el voluptuoso rojo de los rubíes, el verde virginal de las esmeraldas y la cálida pureza de las perlas. Las mujeres usaban sus mejores joyas en esta ocasión, y los hombres tenían sus condecoraciones prendidas al pecho o colgando del cuello por cintas de seda.

No menos vivido, y por cierto más a tono con lo que lo rodeaba, se veía al honorable Sung Yin, que estaba parado con otras cuatro personas en una antesala. Sobre pantalones de seda .azul y botas de satén con suelas de fieltro, llevaba una larga túnica haciendo juego, y sobre ella una chaqueta corta con amplias mangas sueltas, bordada en el pecho y la espalda con la insignia cuadrada de su rango de mandarín; una cigüeña en relieve, trabajada en plata y oro, denotaba que era un oficial del primer grado. Llevaba, también, alrededor del cuello, el collar de mandarín, una larga sarta de cuentas de ámbar, ciento ocho en total, la cifra mística de la teología budista.

Se dio vuelta, moviendo el abanico a fin de refrescar su rostro, hacia un compatriota parado a su lado; no manchú como él, sino chino.

—¿Decía usted, Wen Chin?Wen Chin era joven, y los ojos obscuros

que frecuentemente se volvían hacia la esbelta figura parada al otro lado de Sun Yin estaban llenos de la luz de un amor del que no tenía derecho a hablar. El, también, era esbelto, pero alto y robusto, pues venía del norte, donde la gente era de una hechura más fina que sus compatriotas de un clima más cálido. Además, había pasado más de

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la mitad de sus veintidós años en los Estados Unidos, donde llevó una vida activa y tomó parte en deportes norteamericanos.

—Esta es más que una víspera común de Año Nuevo para los cristianos, Excelencia.

—¿Por qué así?—En menos de tres horas, Excelencia,

entrarán a un nuevo siglo, el siglo veinte.El hermano adoptivo de Wen Chin, que

estaba a su izquierda, se rió mientras colocaba afectuosamente su brazo en el hombro de Wen Chin. Aun cuando Wen Chin era su hermano adoptivo, Randall Lockhart era norteamericano y blanco.

—Estás equivocado, Chin. Tenemos que esperar otro año para que empiece el siglo veinte. ¿No es así, Alteza? —Miró al príncipe Igor Troubetskoy buscando confirmación.

El príncipe Igor no prestaba atención. Sus hombros erguidos y su rostro pálido estaban vueltos a medias hacia la puerta de la antesala; sus ojos obscuros, de pesados párpados, brillaban con una excitación que ninguna discusión académica sobre la llegada del nuevo siglo era probable que le produjera.

Wen Chin tenía una expresión confundida:

—Hoy es el último día del año mil ochocientos noventa y nueve: mañana será el primer día de mil novecientos D. C. ¿No es el año mil novecientos el primer año de un nuevo siglo?

Randall explicó sonriente:—Sólo si el año uno A. C. fuera seguido

por un año cero. Pero como es seguido por D. C. uno, y no hay constancia de un año C. cero, se comprende que el primer siglo no estuvo completo hasta el último minuto del cien D. C. El segundo siglo D. C. comenzó con el año ciento uno.

—Ahora comprendo —pronunció Wen Chin, haciendo un signo afirmativo.

El mandarín se abanicaba el rostro. Su sonrisa era benigna.

—El año chino es felizmente menos complicado, señor Lockhart. Mañana es el primer día de la duodécima luna del año vigésimo quinto de Kuang-Hsu, nuestro

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emperador. China tiene cinco mil años de historia; con todo, recordamos los principales acontecimientos sólo por el año del emperador reinante en el momento. Por lo que nos referiríamos a ese añonefasto, cuando el traidor Hung Hsiu-chuan se rebeló contra el dominio manchú, como el año trigésimo de Tao-Kuang. Ese año, que fue también el año de mi nacimiento, ustedes lo numeran como mil ochocientos cincuenta.

Siguió una corta pausa a las palabras de Sung Yin. Randall se dio cuenta de la preocupación del principe Igor. Cuando distraídamente siguió la ardiente mirada del georgiano, comprendió la razón. Dos personas se encontraban con Lady MacDonald: el hombre se inclinaba profundamente ante ella. Al enderezarse medio se dio vuelta hacia su joven compañera, y aparentemente se la presentó a la dueña de casa, pues se estrecharon la mano. Randall las vio cambiar estiradas sonrisas mientras hablaban.

Era muy bella esta recién llegada al baile de la legación, pensó. Como una fresca violeta dejada caer por una mano indiferente dentro de un ramo de orquídeas de invernadero, su sonrisa formal sugería la dulzura de un día de primavera, y comprendió que deseaba enormemente serle presentado.

Wen Chin miró con anhelo a la hija de Sun Yin, esbelta y virginal como un lirio, con un vestido de alto cuello, de pesada seda, que colgaba en pliegues derechos desde sus delicados hombros hasta los dedos de sus finos pies.

—Si Su Excelencia disculpara la presunción de uno demasiado indigno para pedir —comenzó, hablando en mandarín—, esa persona se sentiría extasiada de que se le acordara el privilegio de pedirle a Dulce Virtud que bailara con él.

El mandarín examinó durante varios segundos al joven chino; pero Wen Chin no parpadeó ante el escrutinio.

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—Es una suerte, Wen Chin —contestó finalmente—, que Dulce Virtud y yo hayamos viajado y nos encontremos familiarizados con las costumbres extran-jeras. Sabiendo que usted ha pasado más años en los Estados Unidos que en el país de su nacimiento, podemos excusar un descaro que en otras circunstancias y otro lugar serían reprensibles.

—Excelencia —tartamudeó el chino—, si esta insufrible persona no hubiese neciamente olvidado más de lo que ha aprendido, no habría actuado en forma tan contraria a la etiqueta de este país. El había observado ya que los ojos de Dulce Virtud miraban con aparente anhelo el baile en el salón vecino. Esta torpe persona se sentiría anonadada de gozo si le pudiera enseñar los pasos a ella.

—¿De veras? —El mandarín se dio vuelta hacia su hija; lejos de estar su mirada fija en las parejas de la sala de baile, mantenía los ojos pudorosamente bajos. Sonrió suavemente—. Y bien, Dulce Virtud, ¿te sentirías anonadada de gozo si te enseñaran los impropios pasos de una danza extranjera?

—¡Ay, padre!, tu hija los aprendió en París —contestó ella modestamente, sin levantar los ojos.

—¡Así es cómo tú y tu institutriz francesa ocupaban las horas libres mientras yo estaba en la embajada! Entonces, como ni tú ni yo quedaremos en vergüenza, puedes bailar un baile con Wen Chin, hija mía.

—Excelencia... —tartamudeó encantado el chino; pero el mandarín lo despidió con una señal de su abanico. Wen Chin escoltó entonces a Dulce Virtud a la sala de baile, y los dos jóvenes se unieron rígidamente a la corriente de los que bailaban vals.

Sung Yin suspiró, y expresó en inglés:—Si esto llegara a oídos de Su Majestad, la

Emperatriz Viuda..., temo que no saldría de aquí nada bueno.

Randall se dio cuenta de una nota de ansiedad en el fondo de la musical y cadenciosa voz del mandarín.

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—¿Pondría objeción la Emperatriz Viuda a que su hija bailara en público?

Los ojos obscuros miraron al príncipe Igor; pero el georgiano se movía en dirección a Lady MacDonald, que todavía charlaba con los recién llegados. Randall frunció el ceño. Con un esfuerzo refrenó su impaciencia por anticiparse al georgiano, cuyas aventuras amo-

Crepúsculo.—2

rosas eran siempre la comidilla de los tés de las legaciones.

—Los puntos de vista de Su Majestad sobre lo que es propio para las mujeres chinas son reaccionarios, señor Lockhart. Ha expresado su desagrado hacia esos pocos nobles que han permitido que sus mujeres entren en contacto con la civilización de las naciones occidentales. Yo soy uno de los más culpables. No soy ciego a los defectos de las gentes de Occidente; pero tampoco lo soy ante sus virtudes. Aun cuando no desprecio nuestras costumbres chinas, veo muchas cosas a favor de las de ustedes. Por lo tanto, he practicado lo que predico; y no he resguardado a Dulce Virtud en la forma que Su Majestad encontraría deseable.

—Todos saben que usted es amigo de las gentes de Occidente, Excelencia. Con todo, ¿cómo podría Su Majestad saber que Dulce Virtud está bailando con mi hermano adoptivo? No hay nadie aquí presente que no sea amigo suyo.

—La corte tiene más ojos vigilantes que el cielo estrellas, señor Lockhart. Si alguno de los de la orquesta, o uno de los del personal de la legación, o incluso un muchacho de las linternas o de las sillas de mano, con los ojos demasiado cerca de una mirilla, si cualquiera desease hablar mañana de lo que ha visto, la noticia llegaría a Palacio con más rapidez que el vuelo de una paloma.

Randall hizo un movimiento:—Se lo diré a Chin...—No —Sung Yin cerró bruscamente su

abanico, y tocó ligeramente con él en el

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hombro al norteamericano, conteniéndolo—. Déjelos, pues son jóvenes y felices, y la felicidad no es más que un efímero destello en toda una vida de sombras. Además, apreciaría unos minutos de su tiempo.

Randall vio al príncipe Igor inclinarse ante la muchacha que había llegado tan tarde.

—Mi tiempo es suyo, Excelencia —dijo.Al mandarín no le habían pasado

inadvertidos ni la partida del príncipe Igor ni el desagrado que le produjoa su Joven compañero norteamericano; con todo, mientras inclinaba graciosamente la cabeza agradeciendo la cortesía de Randall, su suave expresión no reveló nada de su conocimiento en estas materias, ni de su apreciación de la insinceridad diplómatica.

—Hace un momento fue usted lo suficientemente amable como para indicar que todos aquí saben que soy amigo de las gentes de Occidente —murmuró—. Eso no es más que la verdad; por lo que le pido que tome en cuenta lo que digo. —Hizo una pausa para asegurarse de que nadie se encontraba lo suficientemente cerca para oir su voz baja por encima de los acordes del vals.

—Su Majestad, la Emperatriz Viuda, está rodeada por consejeros miopes que planean malamente contra todos los extranjeros. La dulzura de sus palabras oculta el veneno en que están impregnadas; pero no por eso deja de estar allí, señor Lockhart; y el señor Conger, su Ministro, haría bien en no demorarse en la preparación de un antídoto.

—No entiendo, Excelencia. —Y en verdad que no comprendía; las palabras no tenían sentido, y sus recuerdos infantiles de la retórica oriental habían sido ofuscados por sus años de colegio y de Harvard.

Sung Yin continuó abanicándose el rostro con un ritmo parejo y una gracia que fascinaba al norteamericano.

—¿No ha oído hablar de una sociedad secreta conocida como Puños Armoniosos y Justicieros, que empezó, cinco años atrás, en el distrito Kuan, de Shan- tung?

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•—¿Los boxers?—Así creo que los llaman ustedes.Naturalmente que Randall había oído hablar

de ellos. De cuando en cuando rumores sobre sus actividades se colaban a través de las grises murallas que rodeaban las legaciones; y muchas de las historias no eran nada divertidas. Sonrió, y siendo novato en las costumbres diplomáticas, no supo disimular su desprecio.

—He oído que practican ritos mágicos y encanta-mientos, en la creencia de que los hacen invulnerables a la muerte.

—¿Se ríe usted de la magia, señor Lockhart?

La pregunta lo sobresaltó.—¿Usted no. Excelencia?—No —contestó suavemente Sung Yin.—Pero, Excelencia, ¿qué magia podría

desviar una bala del blanco?—Una lámina de fierro, una pared de

ladrillos.—Eso no fue lo que quise decir,

Excelencia, sino...—Sé lo que quiso decir, señor Lockhart.

Usted cree que ningún poder mágico puede hacer que siga latiendo un corazón que ha sido dividido por una bayoneta, o hacer que siga funcionando un cerebro que ha sido agujereado por una bala de plomo. Tiene razón, naturalmente. Pero la magia de una creencia fanática es su propia armadura contra el miedo a la muerte, y al darle a un hombre un valor temerario, puede espolearlo a una inmerecida victoria.

—Comprendo. —Randall vio la cara redonda de su compañero y los suaves ojos almendrados que lo miraban tan benignamente. Parecía no haber nada en común entre la dulce expresión y el aparente significado interior de lo que había sido dicho. Recordó la referencia de Sung Yin sobre ocultas mirillas. La idea lo intranquilizó.

—¿Hay que temer algún peligro, Excelencia?

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—Siempre es peligroso un barril de pólvora.

—¿Ha sido encendida la mecha?—Fue encendida hace cinco años,

cuando se creó los Puños Armoniosos y Justicieros. Fue atizada cuando el gobernador enroló los miembros de la sociedad como milicia. Fue atizada de nuevo por el virrey de la provincia de Chihli, que despidió a un digno magistrado por lanzar una proclama advirtiéndole a la gente que no creyera en las llamadas artes mágicas de los boxers. Fue atizada, incluso, cuando los boxers desplegaron estandartes en los que se leía: "Los dioses nos asisten para destruir a todos los extranjeros; lo invitamos a unirse a la patriótica milicia". Y, nuevamente, cuando un monje budista pasó a ser el jefe de la sociedad, y alentó la destrucción de una capilla cristiana y el incendio de las casas de los convertidos al cristianismo en Liupa. La chisporroteante mecha está avanzando a toda velocidad hacia el barril de pólvora, señor Lockhart.

—¿Pekín, Excelencia?—El barril se encuentra dondequiera que

se hayan establecido en China los extranjeros o misioneros cristianos.

—Soy hijo de un misionero, Excelencia. A pesar de que sólo era un niño cuando mi padre vivía en China, tengo muchos recuerdos de su dedicación a los chinos. ¿Por qué son tan odiados los misioneros y detestados los extranjeros?

Sung Yin sonrió.—Si me hiciera el inestimable honor de

visitar un día mi indigna morada, me sentiría dichoso de usar mi poca habilidad en contestar esa pregunta. Mientras tanto, señor Lockhart, no se olvide de mi advertencia.

—Hace poco habló de un antídoto, Excelencia. ¿Qué sugiere?

La pregunta directa hizo centellear los ojos del mandarín.

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—El maestro de escuela que les muestra una vara a sus discípulos rara vez necesita usarla —contestó.

3Wen Chin se dio cuenta de que toda una

vida en el Paraíso no podría producirle una felicidad más intensa que la del momento presente. Estaba demasiado contento para hablar; el gozo lo envolvía en olas de exaltación, y Dulce Virtud no necesitaba palabras. El roce de sus dedos enguantados contra los de ella era tan leve como una plumilla flotando en la plateada superficie de un estanque de lotos; y el amor que res-plandecía en sus ojos la acariciaba con leve calidez.

El tiempo, no lo ignoraba, no era el esclavo de los enamorados. Por fin habló.

—Desde que supe que iba a acompañar a su padre a este baile, he soñado con este momento, Dulce Virtud; y ahora que ha llegado, el tiempo pasa con más rapidez que un aerolito atravesando la profundidad del cielo azul en una noche de agosto. Dígame, ¿es cierto que su padre se alejará de Pekín antes que haya transcurrido una semana?

—Es cierto, Wen Chin.—¿Y va usted con él?—También eso es cierto. Donde va mi padre

voy yo, pues yo soy lo único que le queda de la familia, y él me quiere enormemente, y yo a él.

—¿Cuánto tiempo estará lejos?—Tal vez no menos de dos años.El suspiró.—Rogaré de todo corazón que el tiempo

pase con la misma rapidez con que están pasando estos preciosos minutos, pues no haré más que existir hasta su vuelta, Dulce Virtud.

Bajó las pestañas para ocultar la impropia felicidad que tenía que prohibirles a sus ojos que demostraran, pues no era decoroso que una doncella china escuchase el mensaje de amor antes que su esposo le quitase el velo por primera vez.

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Wen Chin suspiró de nuevo, sabiendo que ya había dicho más de lo que habría osado jamás, si no hubiese pasado muchos años en el Occidente. Dio una ojeada a la antesala, donde esperaba Sung Yin. Vio entonces cómo Randall se acercaba a la dueña de casa. Esta debía ser una señal para que le devolviera Dulce Virtud a su padre.CAPITULO II

L ADY MACDONÁLD OBSERVA- ba a sus huéspedes con la mirada vigilante de una dueña de casa decidida a que nada saliera mal en su recepción:

Vio a la bella señora Hooker pasar bailando un vals en brazos del barón von Ketteler, y oyó algo de su conversación; estiradas trivialidades, pues no había nada en común entre Mary Hooker y el rígido, envarado y obstinado ministro alemán. En seguida pasó el capitán Potter, sirviéndole de compañero a una joven francesa cuyo nombre no podía recordar. Flotaba una sonrisa de agrado en los labios de la francesa, que, combinada con la picara mirada del capitán, convenció a la anfitriona de que él coqueteaba escandalosamente Con ella, murmurándole, probablemente, esas agradables galanterías que venían tan fácilmente a sus labios.

Eran seguidos de cerca por el señor Conger, el ministro de los Estados Unidos. Su compañera era la princesa Natalie Troubetskoy, hermana del príncipe Igor,

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miembro de la legación rusa. Ella escuchaba cor- tésmente la charla de su pareja, aun cuando su mirada revelaba desasosiego, preguntándose, probablemente, quién era la jovencita que bailaba con su hermano —se dijo Lady MacDonald—, pues Natalie era diez años mayor, y se sentía responsable por él. Una pesada responsabilidad. Entonces, su atención se detuvo en la diadema que llevaba la princesa: magníficos y res-plandecientes diamantes que opacaban los de todas las otras mujeres en la sala, incluyendo los propios, reconoció agriamente Lady MacDonald.

En seguida pasaron el ministro ruso, señor de Giers; el señor Knobel, ministro de Holanda, con la señora Herbert Squiers; el señor Kroupensky, primer secretario de la legación rusa, con la esposa de Henry Cockburn, de la legación británica; un alemán, Herr Cordes, secretario del barón von Ketteler; el doctor Morrison, corresponsal del "Times" de Londres, bai-lando con la señora de Giers; el señor Sugiyama, canciller de la legación japonesa; el ministro de Italia, marqués Salvago Raggi; monsieur Pichón, el ministro francés... Eran tantos: franceses, belgas, japoneses, españoles, italianos, alemanes..., y todos parecían contentos. Una velada muy satisfactoria. Sumamente satisfactoria...

—¿Lady MacDonald?Miró a su izquierda, y sonrió:—¿Sí, señor Lockhart? ¿No está usted

bailando?—He bailado hasta ahora. Tengo libres

dos bailes extras, y esperaba tener el privilegio de ser presentado a la joven dama que llegó hace pocos minutos.

—Evelyn Strangways. Está bailando con el príncipe Igor.

—Así he visto.Lady MacDonald parpadeó. La nota de

envidia en la voz de Randall era muy perceptible.

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—No debemos dejar que el príncipe Igor la monopolice, ¿verdad? Tal vez le pueda sugerir al maestro de ceremonia que es un momento conveniente para el primer extra.

Miró con gratitud a su compañera.■—Eso sería maravilloso, querida Lady

MacDonald.—¡Ah! El baile está terminando. Le haré

una señal al príncipe.Así lo hizo. El príncipe susurró algo al

oído de su compañera; en seguida cambió de rumbo, a fin de quedar ante la dueña de casa. Sus ojos obscuros, orientales, salvo por su forma física, estaban llenos de resen-

timiento al posarse en Randall. El propósito de la señal de Lady MaeDonald se le hizo aparente.

¡Qué pequeña se ve Evelyn Strangways al lado de la disipada figura del príncipe! —pensó Randall. Casi tan petite como Dulce Virtud. Su pelo peinado hacia arriba, era color castaño claro; tan abundante y brillante como para dar un reflejo violáceo a sus ojos azul obscuros. Recordó que ya la había comparado a una violeta, y ahora se dio cuenta de que su largo vestido de seda era de un verde profundo.

—Señorita Strangways, permítame presentarle a un joven norteamericano, amigo mío, el señor Randall Lockhart. Señor Randall, debe usted ser especialmente atento con la señorita Strangways. Ella y su padre lle-garon solamente esta tarde a Pekín.

Randall hizo una profunda reverencia a Evelyn.—Bien venida a Pekín, señorita Strangways. —Se

enderezó y sacó su programa—. ¿Puedo tener el privi-legio de poner mi nombre para los dos bailes extras?

—Con mucho gusto. —Le pasó su programa.El príncipe Igor se rió.—Ve usted, señorita Strangways; el señor Lockhart

es demasiado impetuoso y popular para tener en reserva un baile completo. Yo soy más precavido. ¿Puedo tener el honor del número diecisiete, un chotis, y el veintitrés, Los Lanceros?

Le sonrió:-—Con- mucho gusto, Alteza.Habiendo escrito su nombre en los dos extras, Ran-

dall le pasó el programa al príncipe Igor. Tan pronto como éste, a su vez, escribió su nombre en los bailes prometidos, el maestro de ceremonia anunció el primer extra, un vals cotillón.

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Brillaron los ojos de Randall. ¡Querida y bondadosa ( Lady MaeDonald! Qué idea más generosa... ¡Un vals cotillón! Se inclinó.

—Creo que es nuestro baile, señorita Strangways. —En seguida se inclinó ante el príncipe Igor—. Usted nos excusará, Alteza.

El príncipe se inclinó a su vez.

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—•Esperaré con impaciencia nuestro próximo baile, señorita Strangways —murmuró, y por alguna extraña alquimia en la inflexión, consiguió que sus palabras pareciesen sinceras.

Randall le ofreció el brazo a su pareja, cuando comenzaba la música preliminar. Caminaron hacia la sala, y formaron un cuadrado con el capitán Potter y Lady MacDonald, Sir Claude MacDonald y ,1a princesa Natalie, y el señor Conger y la señora Squiers, que era esposa del primer secretario de la legación norteamericana.

Comenzó el baile.-r-¿Esta es su primera visita a Pekín,

señorita Strangways?—Sí. En realidad, ésta es la primera gran

ciudad que he visitado fuera de Inglaterra.—¡Qué lástima!—¿Qué lástima qué?—Que viniera primero a Pekín. Esta debía

ser la última ciudad en el mundo en ser visitada.

—¿Tan horrible es?—¡Horrible! —Sonrió—. Por el contrario.

Es una ciudad de contrastes, fabulosa y fantástica; una tierra de nunca jamás, construida por sibaritas y esclavos, para potentados y poetas; un increíble asilo de paz celestial y pobreza -cruel; de voluptuosa languidez y asquerosas sabandijas; un legendario país de hadas, de color local y cultura, ceremonias y costumbres. Es decir, porque no (hay en el mundo otra ciudad más fascinante, el ver primero Pekín, le echará a perder todas las otras... El Cairo, Roma, Atenas, Buenos Aires, ninguna se comparará con Pekín.

—¡Oh!—¿Por qué está tan sorprendida?Evelyn no pudo contestar, pues tuvieron

que separarse. Después se juntaron de nuevo.

—¿Por qué le extrañó tanto mi alabanza de Pekín, señorita Strangways?

—Porque la primera ojeada que tuve de él me asustó.

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—¿Asustó? ¿Por qué?—Cuando papá y yo llegamos a la

estación, no había nadie para recibirnos. Supimos después que el hotel donde nos proponíamos hospedarnos no recibió la carta que anunciaba la fecha de nuestra llegada. Mientras papá trataba de hacer que alguien comprendiera, la gente se agolpó a nuestro alrededor, mirándonos como si..., como si nos odiaran tanto, que les gustaría hacernos pedazos. Sus ojos me aterrorizaron, señor Lockhart. ¡Y en seguida ese viento espantoso! Había un polvo tan espeso como la niebla de Londres. En reali-dad creo que era peor, pues la arena penetró en mi velo, escociéndome la cara.

Hizo un gesto de pesar. ¡Pobre señorita Strang- ways! No fue un recibimiento muy agradable, especialmente por lo frío del viento.

—No tengo recuerdo de haber sentido un frío más penetrante. En seguida, cuando levanté la vista y vi esos enormes muros elevándose hacia arriba, sentí como si estuviera a punto de entrar a una prisión. ¿No lo hacen sentirse cercado, cautivo?

—Los muros son una merced divina para nosotros los blancos. En días calurosos, cuando queremos estirar las piernas, nos paseamos encima. Se siente fresco allá arriba. Además, se goza de una vista magnífica de la ciudad, especialmente de los techos y edificios de la Ciudad Prohibida. ¿Qué sucedió en la estación?

—Un italiano de buen corazón se compadeció de nosotros. Sabía hablar chino, así es que, gracias a él, llegamos al Hotel de Pekín. Contrató rickshaws para nosotros, una carretilla de mano para los equipajes, y les dijo a los muchachos dónde tenían que ir.

—¿Vio algo de la Ciudad China? ¿La primera mirada que tuvo de sus calles, tiendas y templos no la estimuló, haciéndola sentir que desearía explorarlas con más detención?

Frunció los labios:

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—¿Explorar alcantarillas? Pues eso es lo que son los caminos.

Rió entre dientes:—Estoy de acuerdo en que los caminos

no son un punto a favor de Pekín. Tengo la seguridad, sin embargo, de que cambiará de opinión y caerá bajo su hechizo. Y cuidado, que ese hechizo es peligroso...

—¿En qué sentido?—Un buen número de blancos han sido

sus víctimas; una vez que haya sucumbido no querrá partir jamás.

—Me imagino que no me sucederá nunca.

—¿Cuánto tiempo se quedan?—Eso depende de papá. —Una sombra

pasó por sus ojos violáceos—. Mamá murió hace seis meses. Ahora papá y yo estamos viajando...

—Cuánto lo siento. Vea, señorita Strangways, tengo una idea maravillosa. Si usted permanece en Pekín por un tiempo, ¿puedo tener el placer de enseñarle la ciudad?

Sus ojos mostraron su complacencia:—Me encantaría.—¿Entonces estamos de acuerdo?—Si papá consiente. ¿Forma usted parte

del personal de la legación norteamericana?Hizo un signo afirmativo:—He estado aquí casi dos años, desde

que me gradué en Harvard.—¿Habla chino?—Corrientemente. Tanto mandarín como

canto- nés. Mandarín es el dialecto de Pekín del idioma chino.

—Debe haber estudiado mucho.Rió gozosamente:—No mucho. Es que yo nací en China. En

ese entonces mi padre era misionero aquí. —Señaló en dirección a la puerta de la antesala—: ¿Ve ese joven chino que hay ahí?

—Sí.—Es mi hermano adoptivo, Wen Chin.

Gracias a él conozco el verdadero Pekín, y

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Page 32: El Crepusculo Del Dragon

no solamente el Barrio de las Legaciones o los centros de turismo.

—¿Su hermano adoptivo?—Sus padres eran cristianos. Mi padre los

convir- l ió. Un día, cuando Chin tenía muy pocos años, sus padres fueron muertos en una matanza de cristianos. Mi pudre consiguió salvar a Chin, mientras él nos salvaba a mi madre y a mí. Cuando llegamos a lugar seguro, consideró que era su deber adoptar a Chin. El y yo hemos sido inseparables desde entonces. Es un buen muchacho. También trabaja en la legación, como intérprete.

De nuevo interrumpieron su conversación. El capitán Potter bailó un vals con ella.

—Lady MacDonald me ha dicho su nombre, señorita Strangways. Espero que me disculpará si me presento a mí mismo. Soy Potter, Reggie Potter para mis amigos. He oído que acaba de salir de la alegre Inglaterra. ¡Sólo llegó esta noche! Y aquí está en el baile de la legación. ¿No se siente fatigada?

—Me siento demasiado animada. Me parece ser la heroína de uno de los cuentos de hadas de Andersen. Cuando llegamos al hotel y encontramos la invitación de Lady MacDonald al baile de víspera de Año Nuevo, papá y yo no pudimos resistir la tentación de venir.

—Cuánto me alegro. De paso, ¿espero que tendrá libres algunos bailes?

—Todos menos tres; el segundo extra con el señor Lockhart, y dos que anotó el príncipe Troubetskoy.

Potter frunció el ceño al oir mencionar al príncipe.

—Puede estar segura de que a ese tipo no se le pasa por alto una joven bonita desde el momento que aparece. Y eso que usted no ha estado aquí sino unos pocos minutos. El hombre ese debe tener un sexto sentido. Por lo demás, ésa es su hermana, la que baila con el joven Lockhart. Una bella

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mujer. De dientes un poco largos, sin embargo.

Sí, la princesa era hermosa; notablemente hermosa, en verdad. Su pelo negro estaba echado hacia atrás de una amplia frente, y peinado en un estilo destinado evidentemente como marco perfecto para su diadema de diamantes. Sus ojos, en sorprendente contraste con sus espesas cejas obscuras, tenían el color azul claro

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to. Los muchachos de las linternas y los culíes agachaban la cabeza ante las violentas ráfagas; la cellisca llenaba sus ojos y les hacía escocer la piel.

—Wa! —gritó el muchacho que hacía de guía al torcer hacia la derecha—. Hoyo en el camino —añadió—. ¡Tengan cuidado! Hoyo en el camino.

El viento le arrancó las palabras de la boca y se las lanzó a los atentos oídos de los acarreadores de la silla de manos.

—Wa! —gritaron a su vez hacia sus compañeros—. Wa! —repitieron éstos al muchacho de la linterna que iba detrás. Todos torcieron hacia la derecha cuando vieron el lóbrego resplandor amarillento de la linterna tomar esa dirección.

La figura redonda del hombre agazapado contra la pared de la legación se hallaba esperando. Ahora era el momento.

—Vamos —gritó. Y el ventarrón del noroeste torció y revolvió la palabra con su demoníaco lamento, y la transformó en una obscenidad. Al correr los nueve hombres hacia la pequeña área de luz, relumbraron los destellos plateados de las hojas de sus dagas desenvai-nadas. ..

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Un redoble de tambores anunció el fin del ano viejo, y "Auld Lang Syne" había sido concienzudamente canta'do con toda clase de acentos por los europeos, que buscaban así el hacerles un sutil homenaje a los dueños de casa. Al terminar la última nota, el capitán Potter lanzó el primer viva por el Año Nuevo, por el primer minuto de 1900. Los vivas sucedían a los aplausos, pues los huéspedes se sentían cómodos y repletos, y, por, el momento, encantados de la vida.

No era el hombre menos contento del baile el ministro británico. ¡Qué mujer admirable era su esposa! Nadie más adepta para organizar una fiesta social de este estilo y conseguir que fuese todo un éxito. Observaba la sala con ojos placenteros...

—Amo. —Sintió que una mano le tiraba de la manga, y se dio vuelta. Ya había reconocido la voz de su criado número uno.

—¿Qué es, Ching?

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Page 35: El Crepusculo Del Dragon

—Venga rápidamente, por favor, amo. El muchacho de linterna del señor Sung ha vuelto. Está apuñalado, quiere hablarle...

—¡Dios mío! ¿Dónde está?—En las caballerizas.El ministro llamó a uno de los sirvientes:—Dígale al doctor Poole que vaya a las caballerizas.El alarmado ministro estaba a punto de seguir al

criado número uno, cuando vio qúe Wen Chin y Randall Lockhart estaban parados a poca distancia. Un intérprete podría ser útil. Se acercó apresuradamente a ellos.

—Algo le ha sucedido al muchacho de linterna del señor Sung, Wen Chin. Ha sido apuñalado. ¿Puede, venir?

Wen Chin se mordió los labios.—Naturalmente, señor. —Miró rápidamente a su

hermano adoptivo—. ¿Vienes, Randall?—¿Puedo ir, señor? —preguntó Randall.—Naturalmente. Vengan, señores. —Sir Claude le hizo

una seña a Ching para que mostrara el camino.El muchacho de linterna yacía en las caballerizas

sobre una improvisada cama de paja que ya se estaba volviendo roja con la sangre de un largo tajo en el hombro izquierdo. Estaba rodeado por un círculo de mafus y culíes que miraban al hombre herido, pero sin hacer nada para estancarle la sangre o aliviarle la postura.

—Interróguelo, Wen Chin, mientras yo miro la herida. —Sir Claude se arrodilló en la paja y comenzó a apartar suavemente del tajo la blusa de algodón, a fin de poder examinar la herida.

Cuando llegó el doctor Poole y aplicó una tosca venda, Wen Chin terminaba de interrogar al culi. Sir

Crepúsculo.—3Claude se puso de pie, usando paja para sacarse un poco la sangre de las manos.

—¿Y bien? —preguntó vivamente.—Varios hombres atacaron a los criados de las sillas

de manos, señor —contestó Wen Chin con voz alterada por la alarma—. A dos los apuñalaron hasta morir. El resto huyó para salvar la vida. Este hombre fingió estar muerto, y vio cómo los atacantes obligaron por fuerza al señor Sung y a la señora Dulce Virtud a que entraran a las sillas de manos, y se los llevaron por el camino en dirección al sur. Tan pronto como desaparecieron de la vista, gateó hasta la reja y dio la alarma.

—Dígale que será recompensado con cien taels.

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Page 36: El Crepusculo Del Dragon

Wen Chin tradujo. El culi rebosó de alegría. Cien taels eran una fortuna. Una puñalada en el hombro era como si nada.

El preocupado ministro miró a sus compañeros.—Me harían un favor no diciéndoles nada a los otros

invitados. No hay que alarmarlos. Mientras tanto, enviaré un mensajero al Yamen, para informar acerca de este ultraje. —Salió apresuradamente del establo, con las colas del frac batiendo al viento.

Wen Chin y Randall le siguieron, pero a medio camino del patio, Wen Chin cogió el brazo de su hermano adoptivo; incluso a través del traje de Randall sintió cómo los rígidos dedos le pellizcaban la carne.

—Randall, tengo miedo por la seguridad de Dulce Virtud y su padre. Voy a ir tras ellos.

—¿Seguirlos adónde, Chin?—No sé, pero puedo escudriñar. Tal vez encuentre un

pordiosero que los haya visto pasar.—No seas necio. Déjaselo al magistrado. Sabes que las

rejas de la ciudad están cerradas, por lo que no pueden salir de Pekín. Ya en la mañana los corredores del Yamen pueden haber encontrado traza de los bandidos. Si no, bueno, con tal de que se pague un rescate...

—Para entonces puede ser demasiado tarde. Los boxers no querrán rescate.

—¡Los boxers! ¡Dios mío! ¿Por qué habían de apo-derarse del señor Sung, un manchú y mandarín?

—Porque es amistoso con los extranjeros —explicó Wen Chin ásperamente—. Si lo encuentro a tiempo, sil- Claude quizás pueda forzar al Yamen a tomar medidas. Si no vuelvo, explícaselo al señor Conger.

Randall no podía ver el rostro de su hermano adop-tivo, pues rachas de nieve y cellisca obscurecían la leve luz de la linterna reflejada en las ventanas de las ca-ballerizas. No tenía necesidad de ver para saber que ningún argumento haría flaquear la resolución de Chin.

—Yo iré contigo —dijo bruscamente—. Busquemos nuestros abrigos y partamos.

—No. Randall, por favor...—¿Por qué no?—Puede ser demasiado peligroso. Eres blanco...—¡Demonios! ¿En esta infernal obscuridad quién va a

ver de qué color soy? Ven.Pocos minutos después, los dos hombres salían por la

reja de la legación, y agacharon la cabeza para defenderse de la arremolinada cellisca.

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Page 37: El Crepusculo Del Dragon

E L C R E P U S C U L O D E L D R A G O N

Peter Bourne es uno de los escritores norteamericanos más leídos. Varios de sus

libros se hallan incluidos entre los best seliers, o sea, constituyen un "record" de

venta en Estados Unidos y en otros países de habla inglesa.

Traducidos al español, los libros de Peter Bourne han tenido igualmente la más

entusiasta aceptación de los lectores, como pudo comprobarse con la publicación

hecha por la Empresa Editora Zig-Zag de la trilogía de novelas que llevan los

siguientes títulos: "Los Tambores del Destino", "El Camino del Oro" y "El Embrujo

de la Fortuna".

Compite en interés con tales obras El Crepúsculo del Dragón, novela de base

histórica también y cuya acción se desarrolla en China, al iniciarse el presente

siglo.

Admirable es la descripción del Pekín de entonces, en la China Imperial, con la

Ciudad Prohibida, cuya extensión alcanzaba a dos millas cuadradas y en la cual

había grandes palacios, maravillosos jardines y misteriosos sótanos.

Fue en la época de la Emperatriz Viuda cuando el drama inspirado por el

fanatismo de los boxers terminó con el sitio del Barrio de las Legaciones que,

aislado, bombardeado y ensangrentado, sólo pudo salvarse gracias al heroísmo

de los pocos diplomáticos y soldados que lo defendían.

En medio de ese drama y juntamente con una vivida descripción de los horrores y

de las costumbres de la época, está pintado un romance lleno de emoción: el de

Wen Chin y Dulce Virtud, la joven china, "esbelta y virginal como un lirio".

Portada de Daniel Marshall

B I B L I O T E C A D E N O V E L I S T A S

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Santiago de Chile. 1957.

P E T E R B O U R N E

CREPUSCULODEL

DRAG ON

n,

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Page 39: El Crepusculo Del Dragon

H E AQUI UNA HISTORIA DE LA

Ciudad Prohibida de China: una ciudad amurallada, dentro de una ciudad amurallada, en el interior de la ciudad amurallada de Pekín. En la época de la célebre Emperatriz Viuda, la Imperial Ciudad Prohibida era una extensión fabulosa, de casi dos millas cuadradas: una atestada ciudad de innumerables palacios, salas del trono y de audiencias, y templos, separados por un laberinto de estrechas callejuelas, recónditos patios, misteriosos sótanos y jardines artificiales; jiña ciudad prohibida a todos los hombres, salvo al emperador. Fuera de él, albergaba a su esposa, a sus concubinas y a tres mil eunucos, tiranizados por el infame eunuco jefe, Li Lien-ying. Una ciudad de pesadilla, intriga, misterio y terrible muerte.

Circunscribiendo las murallas de la Ciudad Prohibida se encontraba la Ciudad Imperial y, más allá üe las murallas de esta última, la Ciudad Tártara. Esta es también una historia de esa ciudad, ya que, anidado casi debajo de las murallas de la Ciudad Imperial, estaba el Barrio de las Legaciones, donde vivía la mayoría de los extranjeros, tan odiados por la Emperatriz y sus fanáticos consejeros. En 1900, ese pequeño barrio fue aislado del mundo y sitiado por miles de boxers, miembros de una sociedad secreta, los

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cuales, convencidos de que la magia los protegía, se convertían en resueltos luchadores.

Esta es la substancia de la intriga de palacio que condujo al famoso sitio. Haciendo pareja con el romance de Wen Chin y Dulce Virtud, está la historia de la rivalidad de Randall Lockhart con un principe ruso, por la mano de Evelyn, hija de Sír Oliver Strang- ways.

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PZK1NLA CIUDAD IMPERIAL Y LA CIUDAD PROHIBIDA

Puerta Chien Q Puerta Ta Ching (Puerta del Sur) Q

f= 1 | ® Terraza del Océano

© Catedral Peitang

J- -Cerro del CarbónImoeria! 6Í) Puerta del Valor Espiritualimperial ^^ ^ G|orla de <,cc|.

(¡5) dente •(Palacio del Lago) @ Habitaciones de las Concu-

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I

Puerta Wu (Puerta del Mediodía) (2!) Puerta de la Suprema Armonia Q Jardí

Palacio de la Vejez Tranquila " (g) palacio de Invierno . Vestíbulo de la Suprema Armonía

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Page 45: El Crepusculo Del Dragon

C A P I T U L O

1

DURANTE MUCHOS DÍAS PASA- dos, las hojas caídas del ailanto se habían juntado bajo el acogedor abrigo de la gran muralla que divi-día las ciudades tártara y china de Pekín. Habían yacido tanto tiempo sin ser molestadas, que esta quietud secó su savia y las transformó en quebradizos esqueletos destinados a convertirse en polvo y a mezclarse con la tierra, que era ya vieja antes de que Rómulo hubiese empezado a construir las murallas de Roma. Ahora crujían inquietamente, pues las escudriñadoras correrías de un ventarrón del nordeste las había sacado, con dedos helados, de sus refugios, y estaban siendo empujadas por una calle escarchada y obscura, ya que la luna nueva se había puesto y las estrellas estaban ocultas por densos nubarrones.

La vibración de las hojas era ahogada por el imponente lamento del viento y el nervioso aullido de un wonlc, un perro amarillo que se escabullía, que torció vivamente la cabeza en dirección a las hojas, husmeó el aire, percibiendo el hedor de los cuerpos sin lavar de los humanos carnívoros, e intuyó la existencia de una conspiración humana.

Las calles de la Ciudad Tártara estaban desiertas, excepto por los wonks escarbadores de basuras y los cuerpos amontonados de los pordioseros leprosos y cubiertos de costras. Los hombres cuerdos permanecían

confortablemente en casa; sólo la generación joven se

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I

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aventuraba a salir, y buscaba solaz en la Ciudad China, al extremo de la Puerta Chien, donde las casas se amontonaban más apretadamente que las arvejas en su vaina, y en que era posible hallar casas de juego para los derrochadores y burdeles para los fogosos.

En la Ciudad Tártara las escasas luces brillaban como luciérnagas amarillas en las linternas que colgaban en uno u otro de los numerosos patios de las casas de los nobles manchúes: patios escondidos por murallas altísimas y que sólo se divisaban a través del enrejado de las puertas custodiadas.

Al sur, en la Ciudad China, las luces eran aún más escasas, pues los tortuosos hutungs, esos angostos y atestados callejones que cortaban las calles principales, como otros tantos peldaños de una escalera, estaban a obscuras. Sólo en las anchas vías públicas que atra-vesaban la ciudad de norte a sur y de este a oeste, el parpadeo de un deficiente alumbrado hacía resaltar la lobreguez de calles tan derechas como las antiguas torres que corrían paralelas y las ensombrecían. En los hogares y tiendas más sencillos, que llenaban los callejones, las gentes se encontraban en el lecho, conservando el caior, ahorrando el precioso combustible, y amparándose contra los errantes duendes y demonios, cuyas diabólicas risas podían oírse claramente por encima del agudo lamento del viento.

Las crujientes hojas se arremolinaban ante la tormenta que se avecinaba, ya estrellándose contra esa muralla, ya contra otra; ora elevándose en el aire con el gracioso movimiento de una cometa, ora cayendo nuevamente a tierra al cesar las ráfagas. Después de una desasosegada pausa, el viento juntó fuerzas de nuevo y las hojas cayeron a los pies de nueve seres embozados que acechaban, como espíritus malignos, bajo la ribera del canal que separaba la legación británica del palacio del príncipe Su, y en seguida corría debajo de las murallas de la Ciudad Imperial, pasando por la Ciudad Prohibida, antes de volver nuevamente a la Ciudad Tártara.

Las hojas fueron convertidas en polvo bajo los

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talones de ocho de los hombres, al tratar de hacer entrar en calor sus pies entumecidos. El noveno siguió adelante, pues era redondo como un pote de manteca, e igualmente gordo, y arrebozado en tantas prendas de vestir que no existía una grieta por donde pudiera colarse el viento. Parecía no sentir el frío al atisbar en medio de la obscuridad las puertas que daban entrada a los terrenos, de la legación. Más allá un portal, edificio de piedra lo suficientemente grande y alto como para contener dos piezas, una encima de la otra, a ambos lados de la entrada, y que más parecía la antesala de una cárcel que el portal exterior de un antiguo palacio chino; detrás de este portal, la mayoría de los edificios se veían alegremente iluminados, pues los Diablos Extranjeros, los Peludos, estaban reunidos en la sala de baile, divirtiéndose a su manera.

2

Lady MacDonald, esposa de Sir Claude, el ministro británico, miró alrededor de la atestada sala de baile, y lo que vio disipó su ansiedad. El baile era indudablemente un éxito. La correcta corriente de las conversaciones probaba que todo iba bien; se elevaba con la música, tocada con concienzudo cuidado por la banda de músicos chinos; se elevaba por encima del ta-coneo en los brillantes pisos de parquet. Se parecía al gozoso zumbido de las abejas volviendo al anochecer a su colmena; música que, en si misma, no podía dejar de arrancar una sonrisa de triunfo a los labios de una escrupulosa dueña de casa, pues era la música de un sereno placer.

La escena era un arco iris de color desde el techo al suelo, pues la techumbre original, con sus motivos de pavorosos dragones y doradas granadas, y sus sobresalientes vigas de verde y rojo alternadas, se conservaba intacta, y los paneles de seda que cubrían las paredes no habían desteñido con el paso de los siglos.

En agudo contraste con el exótico diseño de los

1Spaneles, se veían los trajes modernos de pesadas sedas que pasaban, cayendo desde los albos hombros de las mujeres europeas; y los brillantes uniformes usados por oficiales de muchas naciones. También se veía color en el irisado de los ópalos, el frío brillo de los dia-mantes, el voluptuoso rojo de los rubíes, el verde virginal de las esmeraldas y la cálida pureza de las perlas. Las mujeres usaban sus mejores joyas en esta ocasión, y los hombres

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tenían sus condecoraciones prendidas al pecho o colgando del cuello por cintas de seda.

No menos vivido, y por cierto más a tono con lo que lo rodeaba, se veía al honorable Sung Yin, que estaba parado con otras cuatro personas en una antesala. Sobre pantalones de seda .azul y botas de satén con suelas de fieltro, llevaba una larga túnica haciendo juego, y sobre ella una chaqueta corta con amplias mangas sueltas, bordada en el pecho y la espalda con la insignia cuadrada de su rango de mandarín; una cigüeña en relieve, trabajada en plata y oro, denotaba que era un oficial del primer grado. Llevaba, también, alrededor del cuello, el collar de mandarín, una larga sarta de cuentas de ámbar, ciento ocho en total, la cifra mística de la teología budista.

Se dio vuelta, moviendo el abanico a fin de refrescar sü rostro, hacia un compatriota parado a su lado; no manchú como él, sino chino.

—¿Decía usted, Wen Chin?Wen Chin era joven, y los ojos obscuros que

frecuentemente se volvían hacia la esbelta figura parada al otro lado de Sun Yin estaban llenos de la luz de un amor del que no tenía derecho a hablar. El, también, era esbelto, pero alto y robusto, pues venía del norte, donde la gente era de una hechura más fina que sus compatriotas de un clima más cálido. Además, había pasado más de la mitad de sus veintidós años en los Estados Unidos, donde llevó una vida activa y tomó parte en deportes norteamericanos.

—Esta es más que una víspera común de Año Nuevo para los cristianos, Excelencia.

—¿Por qué así?—En menos de tres horas, Excelencia,

entrarán a un nuevo siglo, el siglo veinte.El hermano adoptivo de Wen Chin, que

estaba a su izquierda, se rió mientras colocaba afectuosamente su brazo en el hombro de Wen Chin. Aun cuando Wen Chin era su hermano adoptivo, Randall Lockhart era norteamericano y blanco.

—Estás equivocado, Chin. Tenemos que esperar otro año para que empiece el siglo veinte. ¿No es así, Alteza? —Miró al príncipe Igor Troubetskoy buscando confirmación.

El príncipe Igor no prestaba atención. Sus hombros erguidos y su rostro pálido estaban vueltos a medias hacia la puerta de la antesala; sus ojos obscuros, de pesados párpados, brillaban con una excitación que ninguna discusión académica sobre la llegada del nuevo siglo era probable que le produjera.

Wen Chin tenía una expresión confundida:—Hoy es el último día del año mil

ochocientos noventa y nueve: mañana será el

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primer día de mil novecientos D. C. ¿No es el año mil novecientos el primer año de un nuevo siglo?

Randall explicó sonriente:—Sólo si el año uno A. C. fuera seguido por

un año cero. Pero como es seguido por D. C. uno, y no hay constancia de un año C. cero, se comprende que el primer siglo no estuvo completo hasta el último minuto del cien D. C. El segundo siglo D. C. comenzó con el año ciento uno.

—Ahora comprendo —pronunció Wen Chin, haciendo un signo afirmativo.

El mandarín se abanicaba el rostro. Su sonrisa era benigna.

—El año chino es felizmente menos complicado, señor Lockhart. Mañana es el primer día de la duodécima luna del año vigésimo quinto de Kuang-Hsu, nuestro emperador. China tiene cinco mil años de historia; con todo, recordamos los principales acontecimientos sólo por el año del emperador reinante en el momento. Por lo que nos referiríamos a ese añonefasto, cuando el traidor Hung Hsiu-chuan se rebeló contra el dominio manchú, como el año trigésimo de Tao-Kuang. Ese año, que fue también el año de mi nacimiento, ustedes lo numeran como mil ochocientos cincuenta.

Siguió una corta pausa a las palabras de Sung Yin. Randall se dio cuenta de la preocupación del principe Igor. Cuando distraídamente siguió la ardiente mirada del georgiano, comprendió la razón. Dos personas se encontraban con Lady MacDonald: el hombre se inclinaba profundamente ante ella. Al enderezarse medio se dio vuelta hacia su joven compañera, y aparentemente se la presentó a la dueña de casa, pues se estrecharon la mano. Randall las vio cambiar estiradas sonrisas mientras hablaban.

Era muy bella esta recién llegada al baile de la legación, pensó. Como una fresca violeta dejada caer por una mano indiferente dentro de un ramo de orquídeas de invernadero, su sonrisa formal sugería la dulzura de un día de primavera, y comprendió que deseaba enormemente serle presentado.

Wen Chin miró con anhelo a la hija de Sun Yin, esbelta y virginal como un lirio, con un vestido de alto cuello, de pesada seda, que colgaba en pliegues derechos desde sus delicados hombros hasta los dedos de sus finos pies.

—Si Su Excelencia disculpara la presunción de uno demasiado indigno para pedir —comenzó, hablando en mandarín—, esa persona se sentiría extasiada de que se le acordara el

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privilegio de pedirle a Dulce Virtud que bailara con él.

El mandarín examinó durante varios segundos al joven chino; pero Wen Chin no parpadeó ante el escrutinio.

—Es una suerte, Wen Chin —contestó finalmente—, que Dulce Virtud y yo hayamos viajado y nos encontremos familiarizados con las costumbres extranjeras. Sabiendo que usted ha pasado más años en los Estados Unidos que en el país de su nacimiento, podemos excusar un descaro que en otras circunstancias y otro lugar serían reprensibles.

—Excelencia —tartamudeó el chino—, si esta insufrible persona no hubiese neciamente olvidado más de lo que ha aprendido, no habría actuado en forma tan contraria a la etiqueta de este país. El había observado ya que los ojos de Dulce Virtud miraban con aparente anhelo el baile en el salón vecino. Esta torpe persona se sentiría anonadada de gozo si le pudiera enseñar los pasos a ella.

—¿De veras? —El mandarín se dio vuelta hacia su hija; lejos de estar su mirada fija en las parejas de la sala de baile, mantenía los ojos pudorosamente bajos. Sonrió suavemente—. Y bien, Dulce Virtud, ¿te sentirías anonadada de gozo si te enseñaran los impropios pasos de una danza extranjera?

—¡Ay, padre!, tu hija los aprendió en París —contestó ella modestamente, sin levantar los ojos.

—¡Así es cómo tú y tu institutriz francesa ocupaban las horas libres mientras yo estaba en la embajada! Entonces, como ni tú ni yo quedaremos en vergüenza, puedes bailar un baile con Wen Chin, hija mía.

—Excelencia... —tartamudeó encantado el chino; pero el mandarín lo despidió con una señal de su abanico. Wen Chin escoltó entonces a Dulce Virtud a la sala de baile, y los dos jóvenes se unieron rígidamente a la corriente de los que bailaban vals.

Sung Yin suspiró, y expresó en inglés:—Si esto llegara a oídos de Su Majestad, la Emperatriz

Viuda..., temo que no saldría de aquí nada bueno.Randall se dio cuenta de una nota de ansiedad en

el fondo de la musical y cadenciosa voz del mandarín.

—¿Pondría objeción la Emperatriz Viuda a que su hija bailara en público?

Los ojos obscuros miraron al príncipe Igor; pero el georgiano se movía en dirección a Lady MaeDonald, que todavía charlaba con los recién llegados. Randall frunció el ceño. Con un esfuerzo refrenó su impacien-cia por anticiparse al georgiano, cuyas aventuras amo-

Crepúsculo.—2

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rosas eran siempre la comidilla de los tés de las legaciones.

—Los puntos de vista de Su Majestad sobre lo que es propio para las mujeres chinas son reaccionarios, señor Lockhart. Ha expresado su desagrado hacia esos pocos nobles que han permitido que sus mujeres entren en contacto con la civilización de las naciones occidentales. Yo soy uno de los más culpables. No soy ciego a los defectos de las gentes de Occidente; pero tampoco lo soy ante sus virtudes. Aun cuando no desprecio nuestras costumbres chinas, veo muchas cosas a favor de las de ustedes. Por lo tanto, he practicado lo que predico; y no he resguardado a Dulce Virtud en la forma que Su Majestad encontraría deseable.

—Todos saben que usted es amigo de las gentes de Occidente, Excelencia. Con todo, ¿cómo podría Su Majestad saber que Dulce Virtud está bailando con mi hermano adoptivo? No hay nadie aquí presente que no sea amigo suyo.

—La corte tiene más ojos vigilantes que el cielo estrellas, señor Lockhart. Si alguno de los de la orquesta, o uno de los del personal de la legación, o incluso un muchacho de las linternas o de las sillas de mano, con los ojos demasiado cerca de una mirilla, si cualquiera desease hablar mañana de lo que ha visto, la noticia llegaría a Palacio con más rapidez que el vuelo de una paloma.

Randall hizo un movimiento:—Se lo diré a Chin...—No —Sung Yin cerró bruscamente su

abanico, y tocó ligeramente con él en el hombro al norteamericano, conteniéndolo—. Déjelos, pues son jóvenes y felices, y la felicidad no es más que un efímero destello en toda una vida de sombras. Además, apreciaría unos minutos de su tiempo.

Randall vio al príncipe Igor inclinarse ante la muchacha que había llegado tan tarde.

—Mi tiempo es suyo, Excelencia —dijo.Al mandarín no le habían pasado inadvertidos

ni la partida del príncipe Igor ni el desagrado que le produjoa su Joven compañero norteamericano; con todo, mien-tras inclinaba graciosamente la cabeza agradeciendo la cortesía de Randall, su suave expresión no reveló nada de su conocimiento en estas materias, ni de su apreciación de la insinceridad diplómatica.

—Hace un momento fue usted lo suficientemente amable como para indicar que todos aquí saben que soy amigo de las gentes de Occidente —murmuró—. Eso no es más que la verdad; por lo que le pido que tome en cuenta lo que

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digo. —Hizo una pausa para asegurarse de que nadie se encontraba lo suficientemente cerca para oir su voz baja por encima de los acordes del vals.

—Su Majestad, la Emperatriz Viuda, está rodeada por consejeros miopes que planean malamente contra todos los extranjeros. La dulzura de sus palabras oculta el veneno en que están impregnadas; pero no por eso deja de estar allí, señor Lockhart; y el señor Conger, su Ministro, haría bien en no demorarse en la preparación de un antídoto.

—No entiendo, Excelencia. —Y en verdad que no comprendía; las palabras no tenían sentido, y sus recuerdos infantiles de la retórica oriental habían sido ofuscados por sus años de colegio y de Harvard.

Sung Yin continuó abanicándose el rostro con un ritmo parejo y una gracia que fascinaba al norteamericano.

—¿No ha oído hablar de una sociedad secreta co-nocida como Puños Armoniosos y Justicieros, que empezó, cinco años atrás, en el distrito Kuan, de Shan- tung?

•—¿Los boxers?—Así creo que los llaman ustedes.Naturalmente que Randall había oído hablar de

ellos. De cuando en cuando rumores sobre sus actividades se colaban a través de las grises murallas que rodeaban las legaciones; y muchas de las historias no eran nada divertidas. Sonrió, y siendo novato en las costumbres diplomáticas, no supo disimular su desprecio.

—He oído que practican ritos mágicos y encanta-mientos, en la creencia de que los hacen invulnerables a la muerte.

—¿Se ríe usted de la magia, señor Lockhart?La pregunta lo sobresaltó.—¿Usted no, Excelencia?—No —contestó suavemente Sung Yin.—Pero, Excelencia, ¿qué magia podría

desviar una bala del blanco?—Una lámina de fierro, una pared de

ladrillos.—Eso no fue lo que quise decir, Excelencia,

sino...—Sé lo que quiso decir, señor Lockhart.

Usted cree que ningún poder mágico puede hacer que siga latiendo un corazón que ha sido dividido por una bayoneta, o hacer que siga funcionando un cerebro que ha sido agujereado por una bala de plomo. Tiene razón, natural-mente. Pero la magia de una creencia fanática es su propia armadura contra el miedo a la muerte, y al darle a un hombre un valor temerario, puede espolearlo a una inmerecida victoria.

—Comprendo. —Randall vio la cara redonda de su compañero y los suaves ojos almendrados que lo miraban tan benignamente. Parecía no

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haber nada en común entre la dulce expresión y el aparente significado interior de lo que había sido dicho. Recordó la referencia de Sung Yin sobre ocultas mirillas. La idea lo intranquilizó.

—¿Hay que temer algún peligro, Excelencia?—Siempre es peligroso un barril de pólvora.—¿Ha sido encendida la mecha?—Fue encendida hace cinco años, cuando se

creó los Puños Armoniosos y Justicieros. Fue atizada cuando el gobernador enroló los miembros de la sociedad como milicia. Fue atizada de nuevo por el virrey de la provincia de Chihli, que despidió a un digno magistrado por lanzar una proclama advirtiéndole a la gente que no creyera en las llamadas artes mágicas de los boxers. Fue atizada, incluso, cuando los boxers desplegaron estandartes en los que se leía: "Los dioses nos asisten para destruir a todos los extranjeros; lo invitamos a unirse a la patriótica milicia". Y, nuevamente, cuando un monje budista pasó a ser el jefe de la sociedad, y alentó la destrucción de una capilla cristiana y el incendio de las casas de los convertidos al cristianismo en Liupa. La chisporroteante mecha está avanzando a toda velocidad hacia el barril de pólvora, señor Lockhart.

—¿Pekín, Excelencia?—El barril se encuentra dondequiera que se

hayan establecido en China los extranjeros o misioneros cristianos.

—Soy hijo de un misionero, Excelencia. A pesar de que sólo era un niño cuando mi padre vivía en China, tengo muchos recuerdos de su dedicación a los chinos. ¿Por qué son tan odiados los misioneros y detestados los extranjeros?

Sung Yin sonrió.—Si me hiciera el inestimable honor de

visitar un día mi indigna morada, me sentiría dichoso de usar mi poca habilidad en contestar esa pregunta. Mientras tanto, señor Lockhart, no se olvide de mi advertencia.

—Hace poco habló de un antídoto, Excelencia. ¿Qué sugiere?

La pregunta directa hizo centellear los ojos del mandarín.

—El maestro de escuela que les muestra una vara a sus discípulos rara vez necesita usarla —contestó.

3Wen Chin se dio cuenta de que toda una vida

en el Paraíso no podría producirle una felicidad más intensa que la del momento presente. Estaba demasiado contento para hablar; el gozo lo envolvía en olas de exaltación, y Dulce Virtud

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no necesitaba palabras. El roce de sus dedos enguantados contra los de ella era tan leve como una plumilla flotando en la plateada superficie de un estanque de lotos; y el amor que resplandecía en sus ojos la acariciaba con leve calidez.

El tiempo, no lo ignoraba, no era el esclavo de los enamorados. Por fin habló.

—Desde que supe que iba a acompañar a su padre a este baile, he soñado con este momento, Dulce Vir-tud; y ahora que ha llegado, el tiempo pasa con más rapidez que un aerolito atravesando la profundidad del cielo azul en una noche de agosto. Dígame, ¿es cierto que su padre se alejará de Pekín antes que haya transcurrido una semana?

—Es cierto, Wen Chin.—¿Y va usted con él?—También eso es cierto. Donde va mi padre voy

yo, pues yo soy lo único que le queda de la familia, y él me quiere enormemente, y yo a él.

—¿Cuánto tiempo estará lejos?—Tal vez no menos de dos años.El suspiró.—Rogaré de todo corazón que el tiempo pase

con la misma rapidez con que están pasando estos preciosos minutos, pues no haré más que existir hasta su vuelta, Dulce Virtud.

Bajó las pestañas para ocultar la impropia felicidad que tenía que prohibirles a sus ojos que demostraran, pues no era decoroso que una doncella china escuchase el mensaje de amor antes que su esposo le quitase el velo por primera vez.

Wen Chin suspiró de nuevo, sabiendo que ya había dicho más de lo que habría osado jamás, si no hu-biese pasado muchos años en el Occidente. Dio una ojeada a la antesala, donde esperaba Sung Yin. Vio entonces cómo Randall se acercaba a la dueña de casa. Esta debía ser una señal para que le devolviera Dulce Virtud a su padre.CAPITULO II

L ADY MACDONÁLD OBSERVA- ba a sus huéspedes con la mirada vigilante de una dueña

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de casa decidida a que nada saliera mal en su recepción:

Vio a la bella señora Hooker pasar bailando un vals en brazos del barón von Ketteler, y oyó algo de su conversación; estiradas trivialidades, pues no había nada en común entre Mary Hooker y el rígido, envarado y obstinado ministro alemán. En seguida pasó el capitán Potter, sirviéndole de compañero a una joven francesa cuyo nombre no podía recordar. Flotaba una sonrisa de agrado en los labios de la francesa, que, combinada con la picara mirada del capitán, convenció a la anfitriona de que él coqueteaba escandalosamente Con ella, murmurándole, probablemente, esas agradables galanterías que venían tan fácilmente a sus labios.

Eran seguidos de cerca por el señor Conger, el ministro de los Estados Unidos. Su compañera era la princesa Natalie Troubetskoy, hermana del príncipe Igor, miembro de la legación rusa. Ella escuchaba cor- tésmente la charla de su pareja, aun cuando su mirada revelaba desasosiego, preguntándose, probablemente, quién era la jovencita que bailaba con su hermano —se dijo Lady MacDonald—, pues Natalie era diez años mayor, y se sentía responsable por él. Una pesada responsabilidad. Entonces, su atención se detuvo en la diadema que llevaba la princesa: magníficos y res-plandecientes diamantes que opacaban los de todas las otras mujeres en la sala, incluyendo los propios, reconoció agriamente Lady MacDonald.

En seguida pasaron el ministro ruso, señor de Giers; el señor Knobel, ministro de Holanda, con la señora Herbert Squiers; el señor Kroupensky, primer secretario de la legación rusa, con la esposa de Henry Cockburn, de la legación británica; un alemán, Herr Cordes, secretario del barón von Ketteler; el doctor Morrison, corresponsal del "Times" de Londres, bailando con la señora de Giers; el señor Sugiyama, can-ciller de la legación japonesa; el ministro de Italia, marqués Salvago Raggi; monsieur Pichón, el ministro francés... Eran tantos: franceses, belgas, japoneses, españoles, italianos, alemanes..., y todos parecían contentos. Una velada muy satisfactoria. Sumamente satisfactoria...

—¿Lady MacDonald?Miró a su izquierda, y sonrió:—¿Sí, señor Lockhart? ¿No está usted

bailando?—He bailado hasta ahora. Tengo libres dos

bailes extras, y esperaba tener el privilegio de

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ser presentado a la joven dama que llegó hace pocos minutos.

—Evelyn Strangways. Está bailando con el príncipe Igor.

—Así he visto.Lady MacDonald parpadeó. La nota de

envidia en la voz de Randall era muy perceptible.

—No debemos dejar que el príncipe Igor la monopolice, ¿verdad? Tal vez le pueda sugerir al maestro de ceremonia que es un momento conveniente para el primer extra.

Miró con gratitud a su compañera.■—Eso sería maravilloso, querida Lady

MacDonald.—¡Ah! El baile está terminando. Le haré una

señal al príncipe.Así lo hizo. El príncipe susurró algo al oído de

su compañera; en seguida cambió de rumbo, a fin de quedar ante la dueña de casa. Sus ojos obscuros, orientales, salvo por su forma física, estaban llenos de resen-

timiento al posarse en Randall. El propósito de la señal de Lady MaeDonald se le hizo aparente.

¡Qué pequeña se ve Evelyn Strangways al lado de la disipada figura del príncipe! —pensó Randall. Casi tan petite como Dulce Virtud. Su pelo peinado hacia arriba, era color castaño claro; tan abundante y brillante como para dar un reflejo violáceo a sus ojos azul obscuros. Recordó que ya la había comparado a una violeta, y ahora se dio cuenta de que su largo vestido de seda era de un verde profundo.

—Señorita Strangways, permítame presentarle a un joven norteamericano, amigo mío, el señor Randall Lockhart. Señor Randall, debe usted ser especialmente atento con la señorita Strangways. Ella y su padre llegaron solamente esta tarde a Pekín.

Randall hizo una profunda reverencia a Evelyn.—Bien venida a Pekín, señorita Strangways. —Se enderezó

y sacó su programa—. ¿Puedo tener el privilegio de poner mi nombre para los dos bailes extras?

—Con mucho gusto. —Le pasó su programa.El príncipe Igor se rió.—Ve usted, señorita Strangways; el señor Lockhart es

demasiado impetuoso y popular para tener en reserva un baile completo. Yo soy más precavido. ¿Puedo tener el honor del número diecisiete, un chotis, y el veintitrés, Los Lanceros?

Le sonrió:-—Con- mucho gusto, Alteza.Habiendo escrito su nombre en los dos extras, Randall le

pasó el programa al príncipe Igor. Tan pronto como éste, a su vez, escribió su nombre en los bailes prometidos, el maestro de ceremonia anunció el primer extra, un vals cotillón.

Brillaron los ojos de Randall. ¡Querida y bondadosa ( Lady MaeDonald! Qué idea más generosa... ¡Un vals cotillón! Se inclinó.

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—Creo que es nuestro baile, señorita Strangways. —En seguida se inclinó ante el príncipe Igor—. Usted nos excusará, Alteza.

El príncipe se inclinó a su vez.

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—•Esperaré con impaciencia nuestro próximo baile, señorita Strangways —murmuró, y por alguna extraña alquimia en la inflexión, consiguió que sus palabras pareciesen sinceras.

Randall le ofreció el brazo a su pareja, cuando comenzaba la música preliminar. Caminaron hacia la sala, y formaron un cuadrado con el capitán Potter y Lady MacDonald, Sir Claude MacDonald y la princesa Natalie, y el señor Conger y la señora Squiers, que era esposa del primer secretario de la legación norteamericana.

Comenzó el baile.-r-¿Esta es su primera visita a Pekín, señorita

Strangways?—Sí. En realidad, ésta es la primera gran

ciudad que he visitado fuera de Inglaterra.—¡Qué lástima!—¿Qué lástima qué?—Que viniera primero a Pekín. Esta debía ser

la última ciudad en el mundo en ser visitada.—¿Tan horrible es?—¡Horrible! —Sonrió—. Por el contrario. Es

una ciudad de contrastes, fabulosa y fantástica; una tierra de nunca jamás, construida por sibaritas y esclavos, para potentados y poetas; un increíble asilo de paz celestial y pobreza -cruel; de voluptuosa languidez y asquerosas sabandijas; un legendario país de hadas, de color local y cultura, ceremonias y costumbres. Es decir, porque no (hay en el mundo otra ciudad más fascinante, el ver primero Pekín, le echará a perder todas las otras... El Cairo, Roma, Atenas, Buenos Aires, ninguna se comparará con Pekín.

—¡Oh!—¿Por qué está tan sorprendida?Evelyn no pudo contestar, pues tuvieron que

separarse. Después se juntaron de nuevo.—¿Por qué le extrañó tanto mi alabanza de

Pekín, señorita Strangways?—Porque la primera ojeada que tuve de él

me asustó.—¿Asustó? ¿Por qué?—Cuando papá y yo llegamos a la estación,

no había nadie para recibirnos. Supimos después que el hotel donde nos proponíamos hospedarnos no recibió la carta que anunciaba la fecha de nuestra llegada. Mientras papá trataba de hacer que alguien comprendiera, la gente se agolpó a nuestro alrededor, mirándonos como si..., como si nos odiaran tanto, que les gustaría hacernos pedazos. Sus ojos me aterrorizaron, señor Lockhart. ¡Y en seguida ese viento espantoso! Había un polvo tan espeso como la niebla de Londres. En reali-dad creo que era peor, pues la arena penetró en mi velo, escociéndome la cara.

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Hizo un gesto de pesar. ¡Pobre señorita Strangways! No fue un recibimiento muy agradable, especialmente por lo frío del viento.

—No tengo recuerdo de haber sentido un frío más penetrante. En seguida, cuando levanté la vista y vi esos enormes muros elevándose hacia arriba, sentí como si estuviera a punto de entrar a una prisión. ¿No lo hacen sentirse cercado, cautivo?

—Los muros son una merced divina para nosotros los blancos. En días calurosos, cuando queremos estirar las piernas, nos paseamos encima. Se siente fresco allá arriba. Además, se goza de una vista magnífica de la ciudad, especialmente de los techos y edificios de la Ciudad Prohibida. ¿Qué sucedió en la estación?

—Un italiano de buen corazón se compadeció de nosotros. Sabía hablar chino, así es que, gracias a él, llegamos al Hotel de Pekín. Contrató rickshaws para nosotros, una carretilla de mano para los equipajes, y les dijo a los muchachos dónde tenían que ir.

—¿Vio algo de la Ciudad China? ¿La primera mirada que tuvo de sus calles, tiendas y templos no la estimuló, haciéndola sentir que desearía explorarlas con más detención?

Frunció los labios:—¿Explorar alcantarillas? Pues eso es lo que

son los caminos.Rió entre dientes:—Estoy de acuerdo en que los caminos no

son un punto a favor de Pekín. Tengo la seguridad, sin embargo, de que cambiará de opinión y caerá bajo su hechizo. Y cuidado, que ese hechizo es peligroso...

—¿En qué sentido?—Un buen número de blancos han sido sus

víctimas; una vez que haya sucumbido no querrá partir jamás.

—Me imagino que no me sucederá nunca.—¿Cuánto tiempo se quedan?—Eso depende de papá. —Una sombra pasó

por sus ojos violáceos—. Mamá murió hace seis meses. Ahora papá y yo estamos viajando...

—Cuánto lo siento. Vea, señorita Strangways, tengo una idea maravillosa. Si usted permanece en Pekín por un tiempo, ¿puedo tener el placer de enseñarle la ciudad?

Sus ojos mostraron su complacencia:—Me encantaría.—¿Entonces estamos de acuerdo?—Si papá consiente. ¿Forma usted parte del

personal de la legación norteamericana?Hizo un signo afirmativo:—He estado aquí casi dos años, desde que

me gradué en Harvard.—¿Habla chino?

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—Corrientemente. Tanto mandarín como canto- nés. Mandarín es el dialecto de Pekín del idioma chino.

—Debe haber estudiado mucho.Rió gozosamente:—No mucho. Es que yo nací en China. En ese

entonces mi padre era misionero aquí. —Señaló en dirección a la puerta de la antesala—: ¿Ve ese joven chino que hay ahí?

—Sí.—Es mi hermano adoptivo, Wen Chin. Gracias

a él conozco el verdadero Pekín, y no solamente el Barrio de las Legaciones o los centros de turismo.

—¿Su hermano adoptivo?—Sus padres eran cristianos. Mi padre los

convir- l ió. Un día, cuando Chin tenía muy pocos años, sus padres fueron muertos en una matanza de cristianos. Mi pudre consiguió salvar a Chin, mientras él nos salvaba a mi madre y a mí. Cuando llegamos a lugar seguro, consideró que era su deber adoptar a Chin. El y yo hemos sido inseparables desde entonces. Es un buen muchacho. También trabaja en la legación, como intérprete.

De nuevo interrumpieron su conversación. El capitán Potter bailó un vals con ella.

—Lady MacDonald me ha dicho su nombre, señorita Strangways. Espero que me disculpará si me presento a mí mismo. Soy Potter, Reggie Potter para mis amigos. He oído que acaba de salir de la alegre Inglaterra. ¡Sólo llegó esta noche! Y aquí está en el baile de la legación. ¿No se siente fatigada?

—Me siento demasiado animada. Me parece ser la heroína de uno de los cuentos de hadas de Andersen. Cuando llegamos al hotel y encontramos la invitación de Lady MacDonald al baile de víspera de Año Nuevo, papá y yo no pudimos resistir la tentación de venir.

—Cuánto me alegro. De paso, ¿espero que tendrá libres algunos bailes?

—Todos menos tres; el segundo extra con el señor Lockhart, y dos que anotó el príncipe Troubetskoy.

Potter frunció el ceño al oir mencionar al príncipe.

—Puede estar segura de que a ese tipo no se le pasa por alto una joven bonita desde el momento que aparece. Y eso que usted no ha estado aquí sino unos pocos minutos. El hombre ese debe tener un sexto sentido. Por lo demás, ésa es su hermana, la que baila con el joven Lockhart. Una bella mujer. De dientes un poco largos, sin embargo.

Sí, la princesa era hermosa; notablemente hermosa, en verdad. Su pelo negro estaba echado hacia atrás de una amplia frente, y

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peinado en un estilo destinado evidentemente como marco perfecto para su diadema de diamantes. Sus ojos, en sorprendente contraste con sus espesas cejas obscuras, tenían el color azul claro

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to. Los muchachos de las linternas y los culíes agachaban la cabeza ante las violentas ráfagas; la cellisca llenaba sus ojos y les hacía escocer la piel.

—Wa! —gritó el muchacho que hacía de guía al torcer hacia la derecha—. Hoyo en el camino —añadió—. ¡Tengan cuidado! Hoyo en el camino.

El viento le arrancó las palabras de la boca y se las lanzó a los atentos oídos de los acarreadores de la silla de manos.

—Wa! —gritaron a su vez hacia sus compañeros—. Wa! —repitieron éstos al muchacho de la linterna que iba detrás. Todos torcieron hacia la derecha cuando vieron el lóbrego resplandor amarillento de la linterna tomar esa dirección.

La figura redonda del hombre agazapado contra la pared de la legación se hallaba esperando. Ahora era el momento.

—Vamos —gritó. Y el ventarrón del noroeste torció y revolvió la palabra con su demoníaco lamento, y la transformó en una obscenidad. Al correr los nueve hombres hacia la pequeña área de luz, relumbraron los destellos plateados de las hojas de sus dagas desenvainadas. ..

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Un redoble de tambores anunció el fin del ano viejo, y "Auld Lang Syne" había sido concienzudamente cantado con toda clase de acentos por los europeos, que buscaban así el hacerles un sutil homenaje a los dueños de casa. Al terminar la última nota, el capitán Potter lanzó el primer viva por el Año Nuevo, por el primer minuto de 1900. Los vivas sucedían a los aplausos, pues los huéspedes se sentían cómodos y repletos, y, por, el momento, encantados de la vida.

No era el hombre menos contento del baile el ministro británico. ¡Qué mujer admirable era su esposa! Nadie más adepta para organizar una fiesta social de este estilo y conseguir que fuese todo un éxito. Observaba la sala con ojos placenteros...

—Amo. —Sintió que una mano le tiraba de la manga, y se dio vuelta. Ya había reconocido la voz de su criado número uno.

—¿Qué es, Ching?—Venga rápidamente, por favor, amo. El muchacho de

linterna del señor Sung ha vuelto. Está apuñalado, quiere hablarle...

—¡Dios mío! ¿Dónde está?—En las caballerizas.El ministro llamó a uno de los sirvientes:—Dígale al doctor Poole que vaya a las caballerizas.El alarmado ministro estaba a punto de seguir al criado

número uno, cuando vio qúe Wen Chin y Randall Lockhart estaban parados a poca distancia. Un intérprete podría ser útil. Se acercó apresuradamente a ellos.

—Algo le ha sucedido al muchacho de linterna del señor Sung, Wen Chin. Ha sido apuñalado. ¿Puede, venir?

Wen Chin se mordió los labios.—Naturalmente, señor. —Miró rápidamente a su hermano

adoptivo—. ¿Vienes, Randall?—¿Puedo ir, señor? —preguntó Randall.

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—Naturalmente. Vengan, señores. —Sir Claude le hizo una seña a Ching para que mostrara el camino.

El muchacho de linterna yacía en las caballerizas sobre una improvisada cama de paja que ya se estaba volviendo roja con la sangre de un largo tajo en el hombro izquierdo. Estaba rodeado por un círculo de mafus y culíes que miraban al hombre herido, pero sin hacer nada para estancarle la sangre o aliviarle la postura.

—Interróguelo, Wen Chin, mientras yo miro la herida. —Sir Claude se arrodilló en la paja y comenzó a apartar suavemente del tajo la blusa de algodón, a fin de poder examinar la herida.

Cuando llegó el doctor Poole y aplicó una tosca venda, Wen Chin terminaba de interrogar al culi. Sir

Crepúsculo.—3

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Claude se puso de pie, usando paja para sacarse un poco la sangre de las manos.

—¿Y bien? —preguntó vivamente.—Varios hombres atacaron a los criados de las sillas de

manos, señor —contestó Wen Chin con voz alterada por la alarma—. A dos los apuñalaron hasta morir. El resto huyó para salvar la vida. Este hombre fingió estar muerto, y vio cómo los atacantes obligaron por fuerza al señor Sung y a la señora Dulce Virtud a que entraran a las sillas de manos, y se los llevaron por el camino en dirección al sur. Tan pronto como desaparecieron de la vista, gateó hasta la reja y dio la alarma.

—Dígale que será recompensado con cien taels.Wen Chin tradujo. El culi rebosó de alegría. Cien taels eran

una fortuna. Una puñalada en el hombro era como si nada.El preocupado ministro miró a sus compañeros.—Me harían un favor no diciéndoles nada a los otros

invitados. No hay que alarmarlos. Mientras tanto, enviaré un mensajero al Yamen, para informar acerca de este ultraje. —Salió apresuradamente del establo, con las colas del frac batiendo al viento.

Wen Chin y Randall le siguieron, pero a medio camino del patio, Wen Chin cogió el brazo de su hermano adoptivo; incluso a través del traje de Randall sintió cómo los rígidos dedos le pellizcaban la carne.

—Randall, tengo miedo por la seguridad de Dulce Virtud y su padre. Voy a ir tras ellos.

—¿Seguirlos adónde, Chin?—No sé, pero puedo escudriñar. Tal vez encuentre un

pordiosero que los haya visto pasar.—No seas necio. Déjaselo al magistrado. Sabes que las rejas

de la ciudad están cerradas, por lo que no pueden salir de Pekín. Ya en la mañana los corredores del Yamen pueden haber encontrado traza de los bandidos. Si no, bueno, con tal de que se pague un rescate...

—Para entonces puede ser demasiado tarde. Los boxers no querrán rescate.

—¡Los boxers! ¡Dios mío! ¿Por qué habían de apoderarse del señor Sung, un manchú y mandarín?

—Porque es amistoso con los extranjeros —explicó Wen Chin ásperamente—. Si lo encuentro a tiempo, sil- Claude quizás pueda forzar al Yamen a tomar medidas. Si no vuelvo, explícaselo al señor Conger.

Randall no podía ver el rostro de su hermano adoptivo, pues rachas de nieve y cellisca obscurecían la leve luz de la linterna reflejada en las ventanas de las caballerizas. No tenía necesidad de ver para saber que ningún argumento haría flaquear la resolución de Chin.

—Yo iré contigo —dijo bruscamente—. Busquemos nuestros abrigos y partamos.

—No. Randall, por favor...—¿Por qué no?—Puede ser demasiado peligroso. Eres blanco...—¡Demonios! ¿En esta infernal obscuridad quién va a ver de

qué color soy? Ven.Pocos minutos después, los dos hombres salían por la reja

de la legación, y agacharon la cabeza para defenderse de la arremolinada cellisca.

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C A P I T U L O I I I

1

EL BARRIO DE LA LEGACIÓN Y unas cuantas de las principales vías públicas tenían luces en la calle; pequeñas lámparas metidas en "casas"; cada casa tenía cuatro ventanas de papel, y estaba colocada encima de un pedestal d.e ladrillos de cuatro pies de alto; tan separadas de sus vecinas, que servían más bien de guía que como un medio de ilumi-nación. Convencidos de que muchas de las luces habrían sido apagadas por el viento, dando margen a la posibilidad, mejor dicho la probabilidad, de que los raptores escogerían la obscuridad de las calles y callejones menos importantes, Wen Chin llevaba una linterna que hacía poco más que transformarlos a él y Randall en informes espectros, con sombras alargadas que de cuando en cuando hacían grotescas evoluciones en el suelo cubierto de escarcha, al brillar claramente la llama, y desaparecían en seguida, cuando ráfagas de viento penetraban por el ventilador, esparciendo la llama. Ambos hombres se mantenían junto a la muralla de los terrenos de la legación, que se extendían por más de 125 yardas, para luego continuar con una reja secundaria, que daba acceso al edificio ocupado por el primer secretario. Un poco más allá llegaron a un camino lateral, que quedaba a su derecha, en route hacia el Mercado Mogólico, pasando ante casas y tiendas chinas y la muralla trasera de la legación rusa, a la izquierda.

Randall aflojó el paso, creyendo que los raptores encogerían la primera oportunidad para buscar la obs-curidad de una calle lateral, pero Wen Chin le dijo con Impaciencia:

—Por ahí no.—¿Cómo sabes?—-Mira.El -chino bajó la linterna, a fin de que su reflejo

amarillento iluminara un pedazo de suelo escarchado, <iue no tenía traza de pisadas. No esperó el comentario do Randall, sino que siguió adelante, pasando ante víalas -casas chinas, que daban frente al -canal. El nor- l-i-americano tuvo que ponerse a trotar para mantenerle a la par con él.

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Llegaron a la esquina de la calle de la Legación, que pasaba por encima del canal, mediante un puente de piedra. Ahí se detuvo Wen Chin, dirigiendo la luz de la linterna hacia el barro endurecido. Se veían huellas en abundancia; demasiadas, pues se dirigían a derecha e izquierda, por lo que era imposible adivinar el lado tomado -por los raptores.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Randall.Durante un momento, Wen Chin pareció dudar, con

la espalda al viento, que aullaba con frenética furia a lo largo del canal. Randall se apretó aún más su abrigo forrado de piel, y bajó la capucha sobre su cabeza y sus orejas. Había malignidad en -el viento y en la obscuridad que los rodeaba. Los demonios andaban sueltos esa noche, y se ma-ravilló de que los raptores hubiesen sido capaces de -convencer incluso a algunos guapos a -que arrostraran los sobrenaturales peligros de la noche.

Finalmente, Wen Chin señaló hacia el oeste.—Por ahí —gritó por encima del silbante rugido del

viento.—¿Cómo sabes?—No sé. Si no encontramos nada, podemos volver.Ahora se veían casas chinas a ambos lados, y Ran-

dall se alegró de la leve protección contra el helado soplo del viento norte. Pasaron entre las murallas de la

hT.iu'lún rusa, a la derecha, y de su propia legación, ni [\ r\\U\ A través de la reja vio luz en el dormitorio 'del ministro, y su rosado resplandor daba una idea de i.ihir'/.a que lo hizo estremecerse. Envidió la negra silue- i:i cjue se divisaba a través de las -cortinas de la venta- 11? "El criado número uno úel ministro, probablemen-

pensó. Habría envidiado a cualquiera lo suficiente- monte afortunado como para estar protegido por murallas de los rigores del viento.

Pasaron ante Ja tienda Imbeck, y, al lado de ella, el Banco Ruso, y detrás, la legación de Holanda. En seguida otro grupo de casas chinas, invisibles en la obscuridad.

Pronto llegaron a una amplia plaza, cruzada por una ancha avenida que conectaba la Puerta Ta Ching Men, Puerta de la Paz Celestial, la última puerta al sur de la Ciudad Imperial, con la Puerta Chien, al fondo de la cual se encontraban las atestadas calles y callejones de la Ciudad China. Aquí podían ir a tres partes: de vuelta a la sección este de la Ciudad Tártara, por medio de la calle de la Legación; hacia adelante, atravesando la plaza a la sección occidental, o hacia el sur, a la Ciudad China; pues la Puerta Chien, única entre todas las puertas de la ciudad, permanecía abierta después de la puesta del sol.

Si alguien hubiese presenciado el paso de los raptores, éste era el lugar para encontrarlo, pues aquí venían todos los visitantes de la ciudad, para mirar con asombro la Puerta de da Paz Celestial, y observar la corriente de

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visitantes del palacio que entraban y salían por las rejas entre las horas de la salida y la puesta del sol, y para mirar hacia las distantes rejas de la misma Ciudad Prohibida y preguntarse, tal vez, qué misterios ocurrirían detrás de das formidables murallas rosadas, a 'través de las cuales nadie podía pasar, excepto a invitación del emperador o de su tía, la Emperatriz Viuda.

Aquí también venían los lisiados, los cojos y ciegos, agobiando a los visitantes y turistas; y algunos, no teniendo hogar, ni de la peor especie, vivían dondequiera que hubiera un boyo o un rincón en que se pudiera colgar un trapo andrajoso, a fin de protegerse algo de las inclemencias del tiempo.

Wen Chin buscó un mendigo, y pronto descubrió un par de ojos brillando en las sombras de un obscuro rincón. Be acercó más, bajando la linterna casi al nivel del suelo. La vacilante luz reveló un amarillento rostro hundido, más viejo que el lapso de la vida humana, cubierto de lepra y extendido al pie de la muralla. Retrocedió un paso, y habló ásperamente a la ruina que una vez fue hombre.

—Dime, venerable anciano, si acaso dos sillas de manos han pasado por este rincón en los últimos treinta minutos.

—Los ojos de esta anciana y cansada persona han estado cerrados en el sueño desde la hora del gallo, honorable señor —gimió el limosnero.

—-No tan cerrados que dejaran de vernos, viejo. ¿Veinte en efectivo ayudarían tu memoria?

—-Veinte en efectivo no harían más que recordar-le a la incierta memoria' de este excremento ¡humano, la visión fugaz de dos sillas de manos pasando rápidamente, quizás unos veinte minutos atrás, honorable señor.

—'¿Por qué lado fueron?—¡Ay! Veinte no compran más que una'gota

de aceite, mientras que las ruedas de la memoria de éste están mohosas por falta de uso, y no pueden trabajar sin una cantidad de aceite.

—Entonces, deja que este tael compre bastante aceite como para anegarlas, viejo.

Wen Chin arrojó una moneda, que rebotó en el informe bulto, y eomenzó a, rodar en la obscuridad. Antes que pudiera desaparecer, una mano como garra, cubierta con la inmunda enf ermedad, la -cogió y guardó en lugar seguro, escondiéndola entre los andrajos de algodón azul que envolvían el esquelético cuerpo.

—Pasaron por. la Puerta Chien, no hace cinco minutos, honorable señor.

—¡Cinco minutos! Mencionaste veinte minutos.

Hubo una discusión. Los acarreadores querían más dinero.

Tal vez podamos alcanzarlos —exclamó Wen Chin, jubiloso—. No pueden ir rápidamente.

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Giró sobre sus talones, y se dirigió hacia la Puerta Chlcn; Randall vio la luz bailando ante él, como un fue- go íatuo, al moverse Wen Chin de un la-do a otro del camino, para evitar los peores baches.

Llegaron a la muralla; pasaron por la puerta forrada en hierro, y penetraron al túnel de sesenta pies de largo que pasaba bajo de la torre de muchas hileras, que quedaba encima, con su sucesión de techos de teja y numerosas troneras con persianas, sobre las que estaban pintadas las grises bocas de cañones destinados a llenar de desesperación al enemigo, e impresionar a Kuanti, el dios de la guerra, con la preparación de la ciudad para resistir un ataque.

El techo del túnel estaba a gran altura sobre ellos, y totalmente invisible, no recibiendo luz ni de la linterna ni de las antorchas de pino, que llameaban caprichosamente en sus soportes. Actuaba como caja armónica, y les devolvía, fantasmagórico y exagerado, el eco de sus pasos apresurados, haciéndolos casi creer que varias personas los acompañaban. Randall se sintió más contento cuando desembocaron del túnel, con sus espectrales ecos y hedor a podredumbre y excrementos, y respiró de nuevo la vigorizante frescura del viento.

Salieron por la puerta fortificada a la calle Chien Men, la arteria principal de la Ciudad China, recta, ancha y bordeada de tiendas.

"¿Hacia dónde ahora?", pensó Randall, al atisbar dentro de la tétrica obscuridad con la esperanza de divisar las linternas de los raptores. A alguna distancia, probablemente a medio camino entre la puerta que tenían detrás y la Puerta Yung Ting, que conectaba la Ciudad China con el mundo del otro lado, vio la luz de una linterna.

—¿Adonde nos dirigimos? —preguntó, pues la Ciudad China tenía tantos callejones como pulgas un wonk; y no había manera de saber a cuál fueron llevados el señor Sung Yin y su hija. Debían estar en alguna parte en la Ciudad China, porque todas las puertas en las murallas circundantes estarían cerradas hasta la primera luz del día.

Wen Chin no se molestó en contestar. Como un terrier en el rastro, corría de allá para acá, examinando el terreno escarchado, buscando pisadas y lanzando la luz de su linterna a los apartados rincones y hacia los mendigos. Por fin, cuando comenzaba a desesperar, encontró una mujer. Estaba acurrucada dentro de un cajón de embalaje, compartiéndolo con un perro que gruñó una ronca advertencia cuando Wen Chin tocó a la mujer con el pie.

—¿Madre, ves estos treinta en efectivo que tengo en la mano? Son tuyos por decirme por cuál lado fueron dos sillas de manos con ocho acarreadores, como cinco minutos atrás.

La vieja movió la cabeza:—Déjeme en paz, honorable señor. No quiero dinero —gruñó

—. Ya mañana me habré juntado con mis antepasados; bendita sea su memoria. Me estoy muriendo. Deje que mis últimos minutos sean tranquilos.

Cerró los ojos.—Un tael, entonces, madre. Un tael por no más de dos

palabras. Un tael para que te compres un ataúd.No abrió los ojos, y Wen Chin le remeció un brazo. El perro

ladró lúgubremente cuando la mandíbula de la mujer se soltó:

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—¡Está muerta! —exclamó horrorizado Randall. Nunca antes había visto morir.

Wen Chin era nacional de un país donde la muerte es un hecho tan común como el fin de un día, y ella no le causaba ningún horror. Preocupado por los vivos, por la seguridad de su amada, se sentía impaciente por continuar la búsqueda. Seguido de Randall, se movió en un círculo siempre creciente, y así, mientras iba apresuradamente por la calle Retrato, se encontró cara a cara con un hombre que acababa de torcer por ella, desde la dirección de la calle Libro.

—Le pido perdón, señor —empezó, ronco, a causa del ejercicio y sin más ceremonias—. ¿Ha visto pasar dos sillas de manos?

El hombre hizo un signo afirmativo.—Las he visto, en realidad, cuando recientemente pasaba

ante la cocina pública de los limosneros, yendo a casa de mi honorable tío, donde yace enfermo, a causa de una repentina dolencia. Me pregunté qué hombre noble iría escondido detrás de las cortinas de la silla, y qué estaría haciendo en esta reprensible sección de la Ciudad China, en una noche como ésta. Si corre a toda prisa, joven caballero, los alcanzará. Tome la próxima vuelta a su izquierda; en seguida, la siguiente esquina, a su derecha; luego, la otra, a su izquierda; entonces, en la encrucijada que hay allí, mire a ambos lados, y seguramente las verá.

Con un reconocido "Gracias, señor", los dos hombres corrieron por la calle Retrato. La linterna se balanceaba de allá para acá, con un movimiento espas- módico, y la llama casi se extinguió. Torcieron a la izquierda, en seguida a la derecha, y nuevamente a la izquierda, a lo largo de un callejón tan estrecho, que no se atrevían a ir ambos de frente, por temor a golpearse el hombro contra los letreros que estaban colgados en la pared de cada tienda. El sonido de sus apresurados pasos sonaba y resonaba lúgubremente a través del angosto callejón. Se sintieron animados llegando al final, al divisar el parpadeante reflejo de una linterna.

—Tenemos que ir más despacio —jadeó Wen Chin—; no deben oírnos.

Hicieron una pausa hasta que el resplandor que iba adelante torció a la derecha y se perdió de vista. Wen Chin apuró el paso. A poca distancia, se encontraron con un callejón tan angosto como el anterior. Al cruzarlo, vagas sombras se materializaron de la envolvente obscuridad y convergieron amenazadoramen- te sobre ellos.

Randall las vio primero, pues no iba distraído por el peligro que amenazaba a su adorada. Percibió obscuras duelas en alto y el plateado reflejo del acero.

—'¡Cuidado! —gritó al hacerse a un lado, a tiempo para evitar un sablazo.

t Una sombra se interpuso entre él y la luz, por lo que lanzó un puñetazo. El golpe dio en el blanco. Un a,gudo grito de dolor fue seguido por un apresurado movimiento de lado; algo peor siguió, ya que el hombre se metió en la trayectoria de otro sablazo dirigido a Randall. El sable hizo una profunda herida en su brazo izquierdo. Gritó angustiado, y, cayendo, empujó a otro, que a su vez tropezó con un tercero.

Al aliviarse el ataque dirigido a Randall, éste observó que Wen Chin se veía apurado por sus atacantes. Uno de ellos le

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había arrebatado la linterna de la mano,y la mantenía en alto, a fin de que sus compañeros pudieran completar satisfactoriamente su sangrienta hazaña. El instintivo amor a la vida es una efectiva arma de defensa. Chin se evadía desesperadamente de un lado a otro del frente de la tienda en que lo tenían acorralado los atacantes; y por suerte, ninguno de ellos había conseguido herirlo hasta ahora, a pesar de que una de las mangas de su abrigo recibió un tajo desde el ¡hombro al puño.

Randall se echó encima del hombre con la linterna, y se la arrebató de la mano. Al caer al suelo, el vidrio se quebró en fragmentos, por lo que el viento sopló la llama, apagándola. Al mismo tiempo, el norteamericano metió la cabeza entre los hombros y cargó contra el atacante más cercano, con aquel empuje que le ganó el envidioso respeto de los universitarios que se toparon con él en el campo de fútbol de Harvard. El otro hombre fue arrojado hacia adelante, contra su compañero, y de nuevo el aullido de dolor de un hombre herido se mezcló con el gemido del viento del noroeste.

La total obscuridad y los quejidos de los hombres heridos detuvieron transitoriamente la riña.

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—¡Chin! —el grito jadeante de Randall le sonó como un graznido en los oídos—. ¡Chin!... —-gritó con voz más fuerte aún.

—¡Estoy aquí! —contestó Chin desde atrás—. Dame la mano. Corramos para salvar la vida.

Agitaron los brazos hasta que sus manos se encontraron. Un fósforo fue encendido: nuevo acicate para huir. De la mano, corrieron a tropezones hacia adelante, sin saber en qué dirección iban, y sin importarles, con tal de que pudieran escapar de la muerte, cuyo frío hálito ya les había congelado el corazón. A causa de que era imposible ver, andaban dando traspiés en todos los objetos, cayéndose estrepitosamente, que-brando cosas invisibles y rasgando sus ropas.

O'yeron gritos detrás de ellos, y el viento les trajo el eco de las palabras, por lo que supieron qué continuaba la persecución. Una rápida ojeada hacia atrás, les advirtió que tenían encendida una linterna; a pesar de que su luz no serviría, por el momento, para revelar su paradero, ayudaría a los perseguidores a moverse con mayor rapidez.

Luego, mientras caminaban desatinadamente, vieron un destello de luz a poco trecho hacia adelante, a la izquierda, y se dieron cuenta de que habían llegado a una encrucijada. Torcieron, pues, hacia allá, con la esperanza de que sus perseguidores continuarían por el callejón que acababan de dejar. Un grito y una mirada hacia atrás, les advirtió que no sólo su maniobra había fallado, sino que los hombres que los seguían ganaban terreno.

Vieron otra luz y torcieron de nuevo. Dieron vueltas a un lado y otro, siguiendo tortuosos caminos a través de uno y otro callejón. Varias veces, mientras corrían, olfatearon el olor dulzón del opio. Dos veces oyeron el leve eco de música. Dos veces oyeron pasos que corrían ante ellos: alarmados vagos nocturnos buscando seguridad en sus propias guaridas. Pero fueron incapaces de ganarles distancia o perderse de sus perseguidores, quienes, todo el tiempo parecían aumentar en número. El dormido Pekín estaba despertando. ¡No era.de extrañar!, pues los hombres de atrás venían gritando, y, muchas veces, cuando corrían hacia el sur, el eco de sus voces pasaba ante los que iban adelante, llevado en alas del viento del noroeste.

—Sha! Sha!"¡Muerte! Muerte!" El histérico bramido llenaba a Randall de

terror. Varias veces había oído ese bramido de odio: una vez en realidad, pero muchas veces aumentado espantosamente en pesadillas. Si Chin y él no conseguían eludir a sus perseguidores, ningún sablazo misericordioso los salvaría de una vil tortura. Imaginándose lo mejor, serían despedazados, miembro a miembro; y lo peor, existían tantas maneras más crueles de matar...

—Sha! Sha! Sha!El grito de odio subió de tono. El gentío, que aumentaba,

sabía que estaban persiguiendo a un Peludo, a un Demonio Extranjero; y de normalmente dóciles, hombres de carácter pacífico, se convertían en vehementes salvajes: "¡Muerte al Extranjero! ¡Muerte al Demonio Extranjero!" Aparecieron nuevas linternas encendidas. Ningún rincón debía ser dejado sin luz, inexplorado.

En alguna parte, adelante de Randall y Chin, un burdel dejó salir la mitad de su clientela: estudiantes de juerga. Un grupo 41

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alegre que había bebido hasta saciarse de los deleites profanos y que estaba feliz de la vida. Al volverse hacia casa, con las linternas balanceándose para guiar sus pasos inseguros, oyeron al viento susurrar "Sha! Sha!", y ya no se sintieron soñolientos: "¡Muerte! ¡Muerte!"

Algunos ya habían oído antes ese grito.—¡Un Demonio Extranjero! —exclamó uno—. ¿Quién quiere

ver un Peludo enviado donde sus malditos antepasados?Dieron vuelta sus rostros ansiosos en dirección a los gritos y

caminaron hacia adelante, formando un solo cuerpo. Y así fue que vieron, al dar vuelta una curva en el caminó, las linternas del populacho que iba en persecución, y a dos siluetas que se tambaleaban y hacían eses.

—¡Allí están! ¡Muerte! ¡Muerte! —Sus voces estaban llenas de excitación. El estar con una prostituta era divertido, pero matar a un Demonio Extranjero..., ¡ah! !

A través de un vaho de sudor, Randall vio enfrente las linternas que se movían.

—Caímos en una ratonera, Chin —jadeó—. ¡Mira!Wen Chin ya había visto y su cerebro estaba des-

esperadamente alerto. El viento norte le lanzaba copos de nieve en el oído izquierdo: una cellisca que ya se estaba convirtiendo en nevazón. Creyendo que la nieve venía de una encrucijada, empujó a Randall hacia la izquierda, en dirección a la blanca alfombra.

Se dieron cuenta demasiado tarde que habían juzgado erradamente la causa de la ráfaga. No era camino ni callejón en el que penetraron, sino una puerta de reja que conducía a un patio. Los dos hombres oyeron la puerta cerrarse detrás de ellos y el rechinar de los cerrojos al ser introducidos en los pasadores. Se desesperaron creyéndose atrapados, y ofrecieron una si-lenciosa plegaria para que su final no fuese demasiado terrible y para que tuvieran el valor de afrontarlo con valentía. f

—Por aquí —dijo una voz suave en mandarín—. Quienesquiera que sean, aquí estarán en seguridad. Vengan.

Una puerta se abrió y una cálida luz se derramó por el patio, extendiendo una blanca alfombra hacia la seguridad y la vida.

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C A P I T U L O I V

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T AN PRONTO COMO LOS DOS hombres

recuperaron el aliento y se hubieron limpiado los ojos del sudor, se dieron cuenta de que habían entrado a la casa de un acaudalado chino. Se encontraban en un hall de recepción, del que dos paredes se veían cubiertas con delicados paneles de seda pintada, sujetos en marcos de madera de sándalo; las dos paredes restantes permanecían ocultas bajo magníficas colga-duras de pesada seda, cada una ricamente bordada con un pavoroso dragón.

Cuatro sillones de ébano incrustados con nácar; una inapreciable copa Sung, en, la que nadaban cinco peces dorados con largas colas; tres jarrones del período Kang-hsi; una vitrina de laca dorada y roja; una rica alfombra y una pequeña mesa de dos pisos, con un brasero de carbón en la tabla de abajo, completaban el amoblado.

Todo esto observaron con una mirada comprensiva, mientras su salvador cerraba la puerta para impedir que entraran el viento y la nieve, y mantener dentro la luz y el calor.

—Bien venidos a esta humilde morada, caballeros —saludó con una dulce voz aflautada—. Oyendo el ruido de los gritos, fui a la reja a fin de ejercer mi autoridad de magistrado de este distrito. Al hacerlo, los dioses felizmente dirigieron los pasos de ustedes hacia adentro. Estarán seguros aquí, pues esto es el Yamen. Eoos malvados de afuera no osarán buscarlos acá, ya que si lo hicieran, mis soldados se encargarían de ellos.

El que hablaba era de baja estatura; esto y su acento sureño convencieron a Wen Chin de que su anfitrión, como él, era chino, no manchú. Usaba en el sombrero el botón de segundo rango. Su pequeña barba indicaba que había llegado al honorable estado de abuelo.

Wen Chin hizo una reverencia en la forma apropiada., —Por mi hermano adoptivo y por mí, permítale a esta humilde persona expresar su agradecimiento, Excelencia, por el oportuno socorro.

Después que el mandarín hubo cumplido con las cortesías de la etiqueta china devolviéndole la reverencia, hizo un gesto de menosprecio con la mano.

—No hice más que mi deber como magistrado, caballeros. —Su mirada se posó en Randall—. Veo que su hermano adoptivo es europeo...

—Norteamericano, Excelencia. Es el señor Randall Lockhart, de la legación norteamericana. El indigno nombre de esta humilde persona es Wen Chin.

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El mandarín hizo una señal con la cabeza.—No continuemos con estas ceremonias, caballeros. Yo soy

Yang Chao. ¿Nos sentamos?Se sentaron alrededor de la mesa con el brasero de carbón,

para que su suave calor envolviera sus cuerpos.El mandarín empezó disculpándose:—Siento mucho, señor Wen, no saber hablar inglés, por lo

que se ganará mi gratitud si le pide a su hermano adoptivo que pase por alto mi involuntaria descortesía al continuar hablando en mandarín.

—Con todo respeto, Excelencia, eso no será necesario. Mi hermano adoptivo habla corrientemente tanto mandarín como cantonés.

Un leve movimiento hacia arriba de las delgadas cejas de Yang Chao denotó sorpresa; la etiqueta le prohibía hacer una pregunta personal. Por lo que Wen Chin explicó:

—Nació en China; era hijo del misionero norteamericano que salvó mi vida cuando mis padres fueron muertos en un motín. Eran cristianos, como yo.

Yang Chao inclinó la cabeza.—Y ahora, señor Wen, como magistrado de este distrito,

debo preguntarle por qué eran perseguidos por un populacho decidido a matarlos.

—Hace menos de una hora, Excelencia, que el señor Sung Yin y su hija, la señora Dulce Virtud, fueron atacados por una pandilla de hombres al salir de la legación británica.

—¡Sung Yin! —El magistrado parecía preocupado—. Es amigo mío. ¿Qué pasó? ¿Fueron heridos?

—Creo que no los hirieron, Excelencia, aun cuando sus culíes fueron muertos o heridos. Creemos que los raptaron y condujeron a la Ciudad China. Seguimos las huellas, y estábamos a punto de alcanzarlos, cuando nosotros mismos fuimos atacados. Nos persiguieron y nos encontrábamos casi cercados, cuando Su Excelencia nos salvó.

—Fue voluntad de los dioses que yo hubiese olvidado cómo pasaba el tiempo mientras leía a Mencio — dijo gravemente el magistrado—. Mañana, al despuntar el alba, ordenaré un registro de mi distrito y mandaré corredores a mis colegas magistrados. También veré que se les envíen mensajes a los capitanes de las puertas, pidiendo que no se deje salir de la ciudad, sin ser examinados, ninguna silla de manos o vehículo.

—Al hacer esas cosas, Excelencia, se ganará la gratitud de otras personas, fuera del ministro británico.

La mirada del magistrado se posó un instante en el rostro desdichado de Wen Chin. Su leve movimiento de cabeza daba a entender que muchas cosas se le habían hecho claras.

—Los bandoleros no deben esperar misericordia de mí, si son hallados en mi distrito. Para ellos, una lenta estrangulación en las jaulas. Sin duda que Sung Yin pagaría un alto rescate por su hija, si no por él.

Crepúsculo.—4—No es seguro que Su Excelencia fuera raptado para pedir

rescate.—¿Qué otra razón podía haber inspirado un procedimiento

tan escandaloso?

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—Su amistad con los occidentales, su celo reformista y el haber asistido al baile de esta noche. Estoy seguro, Excelencia, que dos de los hombres que nos atacaron usaban bandas y chaquetas rojas, y un trapo rojo enrollado en la cabeza.

—¿Boxers? Yang Chao movió angustiado la cabeza—. ¿Se han atrevido a penetrar en Pekín? Hay maldad en este bdio ignorante hacia los extranjeros que está barriendo el país. Desearía que se le pudiese poner fin.

—¿Por qué los chinos se dejan llevar tan fácilmente del odio hacia nosotros, Excelencia? —preguntó Randall—. El comercio y prosperidad que traemos mejorarán la suerte de millones de sus paisanos pobres.

El mandarín miró a Randall con ojos apreciativos:—Hablaré con franqueza, señor Lockhart. ¿Ha viajado usted

por el interior?—No he vuelto a hacerlo desde que era niño. Poco puedo

recordar, salvo la matanza que Chin mencionó.—Entonces, ¿no conoce el río Yangtzé?•—No, Excelencia. Pasé mis primeros años en la provincia

de Kwangsi.Yang Chao metió las manos dentro de las amplias mangas

de su chaqueta.—¿Qué opinión tiene de la navegación a vapor, ferrocarriles,

tranvías y otras amenidades de la civilización occidental?—Que son de inestimable valor para la humanidad,

Excelencia.El mandarín asintió con la cabeza.—Indudablemente. Con todo, la gente del gran valle del

Yangtzé escasamente compartirá su opinión. Durante miles de años, decenas de miles de hombres han ganado a duras penas su vida transportando cosas en sus juncos río arriba y río abajo, y a través del bajo canal que sale del Gran Canal de Pekín. Usted podrá decirme, y con razón, que esos viajes son lentos e inútiles. Con la misma razón podrá decirme qué, a cau- NU del rápido transporte en barcos, las rentas públicas imperiales ya no tienen que sufrir con las eternas depredaciones de los contrabandistas y ladronzuelos, (|uo compartían sus saqueos con cientos de inescrupulosos mandarines, miles de sus seguidores y muchos miles más de los boteros que toleraban el pequeño derecho de peaje impuesto por las pandillas de contrabandistas.

La caprichosa sonrisa de Yang Chao se repitió en su voz suave y dulce:

—Espero que no creerá que yo perdono esas prácticas, señor Lockhart; sin embargo, un medio de transporte que una vez mantenía a cientos de miles de personas se ha ido para no volver jamás. Muchas de esas gentes se están ahora muriendo de hambre, por falta de un poco de dinero. ¿Le sorprende que la gente del valle del Yangtzé odie a los extranjeros que los han condenado a una lenta muerte?

—Ese es el lamentable precio del progreso, Excelencia. Años atrás, los trabajadores en Inglaterra se amotinaron cuando introdujeron las máquinas. Hoy día Inglaterra es uno de los países más prósperos del universo. El mundo tiene que progresar.

—¿Por qué? —Yang Chao sonrió mientras movía la cabeza—. Los chinos tienen otras quejas más serias contra los extranjeros.

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Hasta que los ingleses nos obligaron, por la fuerza, a legalizar la venta de opio, era prohibido fumarlo. ¿Por qué nos forzó Inglaterra a fomentarlo? ¿Para mejorar el standard de vida en China? Quizás haya visto con sus propios ojos el terrible aumento de los que fuman opio y el daño incalculable que está haciendo.

—Su reproche es justificado, Excelencia.—No tocaré la cuestión más delicada de sus misioneros. No

estoy al tanto de la religión cristiana; sé que es su deber tratar de convertir gente a la fe cristiana.Los que entre nosotros han estudiado la historia de los pueblos cristianos, saben que una vez los católicos ro- m:mn:; quemaron protestantes, que los protestantes quemaron católicos romanos y que los disidentes huye- ron a Norteamérica.

"Su religión cristiana, señor Lockhart, dice: "No robarás; no codiciarás los bienes ajenos". A los ojos de los chinos, los occidentales no practican las doctrinas que predican.

"Durante los sesenta años pasados, los mercaderes Ingleses han vendido opio, a pesar de todas las tentativas chinas de ponerle fin a la exportación. Se acordó que todo el opio en poder de los mercaderes ingleses sería entregado a los chinos para ser destruido, lo que se hizo. Desgraciadamente, el alborozado comisionado imperial hizo nuevas exigencias, las que el gobierno británico usó como una excusa para declarar la guerra. Los chinos son una nación pacífica; los británicos son valientes guerreros y estaban bien armados. China perdió la guerra, y habiendo legalizado la venta de opio y cedido Hongkong como indemnización, fue forzada después a abrir cuatro puertos al comercio internacional.

"¡Ay!, si la intrusión, extranjera se hubiese detenido en ese punto, todo podría haber terminado felizmente. Por desgracia, era sólo el comienzo: disturbios en la dependencia china de Corea dieron como resultado que fuera declarada independiente, bajo la soberanía virtual del Japón, y, eventualmente, una guerra entre China y Japón. Las condiciones de paz pedían la cesión de Formosa al Japón. Este trató de apoderarse de la Manchuria al mismo tiempo; pero la intervención de Rusia, el amigo de China, lo obligó a devolvernos ese territorio. La magnanimidad de Rusia estaba dirigida por su propio interés, pues más tarde reforzó en tal forma su establecimiento militar en Manchuria, que pasó a ser el poder dominante en la misma tierra que había dado vida a los últimos conquistadores de China.

"Las naciones no tardaron en darse cuenta de que China era un árbol con buenas ciruelas para todos los que quisieran estirar un brazo armado, y hubo una loca rebatiña entre los países occidentales, tratando cada uno de cortarse un pedazo de China. Alemania se ha apoderado del territorio que incluye Kiaochao, con la isla de Tsingtao. Gran Bretaña ha "arrendado" trescientas millas cuadradas en Weihaiwei, y otra área de iguales dimensiones como anexo a Hongkong. Francia ha insistido en que se le conceda un arriendo del territorio de la bahía de Kwangchao, en la costa sur de mi propia provincia de Kwangtung.

"Italia fue el último poder occidental en exigir una tajada: un puerto en la costa de la provincia de Chekiang. Eso fue hace sólo unas pocas lunas. ¿Sabe lo que sucedió?

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Randall hizo un signo afirmativo: —China rehusó.Yang Chao asintió varias veces con la cabeza: —Tenía que

ponérsele fin al despojo del territorio chino. En Pekín ya no podíamos pasar por alto el temor de los chinos de que el tiempo vería la desintegración del Imperio y su transformación en territorios coloniales pertenecientes a otros poderes, muchos de los cuales no poseen más de la veinteava parte del territorio y población de China.

"A riesgo de provocar un ataque armado, el emperador rehusó. La aceptación por parte de Italia de este rechazo hizo creer al pueblo chino no sólo que, según las palabras de Mencio, "lo que los bárbaros quieren es mi territorio", sino también que las potencias occidentales se retirarán ante la primera muestra verdadera de fuerza china. Hay otros, menos ignorantes — terminó diciendo—, que creen que no les sería imposible a los invencibles boxers chinos echar a los "bárbaros" hacia el mar. Esta es la gente que está atizando el fuego del tradicional odio de los chinos hacia todos los extranjeros. ¿Contesta esto su pregunta, señor Lockhart?

•Tan completamente, Excelencia, que ahora puedo comprender una advertencia que se me dio hace pocas horas. ¿Puedo hacerle una pregunta, Excelencia?

-Si es una que puedo o me es permitido contestar, con todo agrado.

- ¿Amenaza un peligro a la población extranjera de Pekín?—Si la vanguardia de los soldados boxers está en lu ciudad,

entonces me parece que sí. Un grave peligro. .. —insistió el magistrado.

2

Cuatro corredores del Yamen acompañaron a Randall y Wen Chin de vuelta a la legación británica; pero el trayecto careció de incidentes. Al lado afuera de las rejas, Wen Chin le dio las gracias a la escolta, y les entregó una propina que representaba un mes de salario para cada hombre. Aceptaron las gracias y el dinero con un enfado que deprimió a Wen Chin más que la advertencia de Yang Chao. Se lo dijo a Randall cuando pasaban ante el alojamiento de los alguaciles, de paso para el pequeño Tinger.

—Esos corredores nos habrían degollado por la mitad de lo que les di, Randall, si Yang Chao no se hubiese demostrado tan amistoso. ¿Oíste lo que mascullaron al partir?

—No.—"¡Maldito Peludo subalterno!" Es decir, un cristiano chino

al que se le ha pegado el gusto por las costumbres extranjeras. Si su actitud es un índice, el sentimiento antiextranjero se está extendiendo en Pekín con más rapidez de lo que sospechamos. ¿Le hablarás al señor Conger en la mañana?

—¡ Naturalmente!—¿Y a Sir C^aude MacDonald?Randall reflexionó:—Le debemos una explicación, Chin, por lo que no estaría de

más el decírselo. Entre ambos quizás podamos hacer que los

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ministros se den cuenta de lo que está sucediendo bajo nuestras narices.

Al pasar ante la vivienda de la escolta, oyeron el apagado eco de la música mezclándose con el crujido de la madera, al doblarse a impulso del viento las desnudas ramas de los árboles que rodeaban el gran Tinger. El contraste entre la escena dentro del tibio salón de baile casi dos horas antes y los tristes callejones cubiertos de nieve de la Ciudad China, chocó al sentido de proporciones de Randall.

—¿Es el baile un sueño, Wen, o una pesadilla el ataque que sufrimos?

Wen Chin no contestó. Las ramas murmuraban "Sha! Sha!" al frotarse unas contra otras. Y porque sus años en Norteamérica no habían extirpado enteramente supersticiones heredadas de incontables generaciones de antepasados, se dio cuenta de que era un presagio desfavorable. Admiraba a Yang Chao y respetaba su sinceridad; pero desconfiaba de la autoridad del magistrado sobre los corredores del Yamen, y se sentía enfermo de aprensión por la seguridad de Dulce Virtud.

Las caras impasibles de los sirvientes de la legación no demostraron emoción alguna cuando los dos hombres pasaron por las antesalas en dirección a la sala de baile. Durante casi un minuto permanecieron en el umbral, y observaron las alegres parejas que pasaban bailando una animada polca, mientras la fragancia de muchos perfumes les acariciaba el olfato. Por primera vez, mientras buscaba entre los bailarines a su anfitrión, Randall se dio cuenta de que varias señoras se debieron morder los labios cuando no se presentó a reclamar el baile por el que las había importunado. Mientras analizaba el alcance de su involuntaria grosería, su mirada se encontró con la del príncipe Igor. Una traviesa sonrisa entreabría los labios del ruso, lo que advirtió a Randall que el segundo extra ya había sido tocado; tenía la certeza de que el príncipe Igor lo bailó, en vez de él, con Evelyn, y que indudablemente habría ganado una desleal ventaja con sutiles insinuaciones. Para el príncipe todo era permitido en el amor y en la guerra.

Randall vio a Sir Claude conducir a su pareja, la .señora Conger, a un lado, y comprendió que el Ministro lo había visto. Los ojos hundidos de Sir Claude denotaban preocupación, y los extremos de sus largos bigotes encerados sobresalían como dos lápices, en vez de caer en elípticas curvas. Randall estaba seguro de que el ministro, en su ansiedad, los había retorcido, sacándolos de su posición acostumbrada.

—¿Y bien, señores, tienen buenas noticias?—No, señor. —Randall miró significativamente hacia la sala

de baile.El ministro indicó una puerta cerrada:—Estaremos más tranquilos en esa pieza.Randall le dio a Sir Clauüe una exposición detallada de todo

lo que había sucedido. El ministro sabia escuchar.—Si se puede tomar en cuenta lo que dicen los dos

mandarines, señor, el peligro amenaza a todos los extranjeros, no sólo en el interior, sino aquí en Pekín — terminó diciendo Randall.

—Se puede uno liar de la advertencia general — confirmó el ministro—. Las opiniones de ellos corroboran los informes que he estado recibiendo. Hace sólo tres días envié una seca nota al

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Tsungii Y amen, previniéndole de posibles complicaciones internacionales a menos que los desórdenes antiextranjeros fuesen inmediatamente sofocados.

"En cuanto a los temores que ellos sienten por los extranjeros en Pekín... —Su grave expresión se relajó—. No tomo la advertencia tan en serio, señor Lockhart. Aquí, bajo los propios ojos del emperador, apenas se atreverían los boxers a atacar a los extranjeros residentes. Su llamada milicia, sin entrenamiento e indisciplinada, no podría hacerle frente por mu-cho tiempo a la guardia de corps imperial.

—¿Y Su Excelencia el honorable Sung Yin?... —sugirió Wen Chin.

—Si no tenemos mañana noticias de él —dijo SirClaude severamente—, yo visitaré los yamens del Tsungli, y haré uso de todo el peso de mi influencia para conseguir que sea enviado un informe sobre el insulto hecho a la legación de Su Majestad y puesto en conocimiento del emperador y de la Emperatriz Viuda. —Colocó una mano amistosamente sobre el hombro de Chin—. No se desespere, señor Wen. Veré que se haga todo lo posible para descubrir el paradero de Su Excelencia y de Dulce Virtud.

Chin expresó su gratitud con ceremoniosa cortesía, pero su corazón había perdido toda esperanza. Conocía demasiado bien a sus compatriotas para compartir la confianza del ministro.C A P I T U L O V

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D TIRANTE LA NOCHE EL VIENTO alejó las nubes hacia el Reino del Sur. Con el alba del nuevo día, el cielo sobre Pekín era de un brillante azul y lo mismo en las montañas del norte y oeste, y hacia el sur, hasta donde alcanzaba la vista, por encima de las monótonas planicies grises.

Wen Chin se levantó temprano, pues durmió poco y desasosegadamente; al extenderse desde el este el rosado resplandor, el pensamiento de que los corredores de Yang Chao habían empezado a registrar la Ciudad China, le pareció un estimulante para mantenerlo despierto. Venció el impulso de correr a la ciudad y de ahí al Yamen, pues comprendía que no tendría paz hasta que recibiera noticias de su Dulce Virtud, su amada, a quien no tenía esperanza de hacer su mujer, tanto a causa de su alto rango y de la humilde posición de él, como a causa de la ley pragmática, que prohibía' los matrimonios entre manchúes y chinos. El impulso tenía que estar subordinado al sentido común; por lo que completó lentamente su arreglo personal, y fue a la habitación de Randall.

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Randall estaba dormido; pero, a causa de la cos-tumbre, tan cerca de la hora de despertar, que el ruido del picaporte al abrirse la puerta hizo que sus ojos se abrieran. Diferente a su hermano adoptivo, la mente de Randall permanecía confusa. No podía creer que era hora de levantarse.

\—¿Por qué andas vagando a estas horas de la noche? —

refunfuñó—. ¿No consigues dormir?—Es hora de levantarse, Randall.—No te creo —contradijo lleno de sueño mientras se daba

vuelta en la cama—. Acabamos de acostarnos.Chin le dio un tirón a la ropa de cama:—Despierta, Hermano Mayor. Tenemos que ver al señor

Conger esta mañana.Le volvió la lucidez al norteamericano. Con el rostro grave,

se sentó tiritando en la cama.—No me demoraré mucho —prometió.Después que hubieron comido algo, dejaron la ca- llej uela

de la Piedad Filial, donde ocupaban una pequeña casa al lado de la Misión Metodista Norteamericana, y caminaron hacia la Puerta Ha Ta. Aun cuando el air¿ era tan frío que escarchaba su aliento, la mañana era frescamente placentera, pues el viento había amainado y el sol caía oblicuamente sobre los curvados techos, arrojando grotescas sombras sobre las paredes de los edificios del frente.

Era difícil, pensó Randall, conciliar esta alegre escena bañada de sol, de una pacífica muchedumbre dedicada ya a sus labores, con ese aterrador populacho de enloquecidos asesinos de la noche anterior. Un contraste típico de Pekín, pensó; pues Pekín era una ciudad de increíbles contrastes, de cavilante misterio.

Entraron a una calle Ha Ta Men, más ancha; y pronto, derechamente a la calle Legación, donde la superficie estaba empedrada y el caminar se hacía más fácil. Como todos los caminos en Pekín, la calle Legación estaba atestada de gente; pero entre los caminantes chinos se veían muchos rostros blancos: oyeron una veintena de idiomas europeos diferentes en casi la misma cantidad de yardas. Pasaron la legación de Italia, a su derecha, y, luego, detrás de la calle de la Aduana, los terrenos de la legación de Francia con sus espléndidos edificios y parque.

Llegaron al Hotel de Pekín, y Randall se acordó de Evelyn Strangways. Durante un momento, olvidandolos acontecimientos de la noche anterior y la inquietud de Wen Chin, saboreó el placer de mostrarle Pekín; una probabilidad que no había perdido su atractivo desde el lapso transcurrido.

Frente al hotel estaba la poco atractiva entrada de la legación de Alemania, con su acostumbrado complemento de cochecillos de alquiler. Detrás de los terrenos de dicha legación se encontraba el Banco de Hong- kong; mientras que justo enfrente, al lado del hotel, se

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veía el magnífico par de leones de piedra de la legación del Japón. En el extremo de esta legación, la última en el lado este del canal, estaba la pequeña legación de España. Pronto estaban pasando sobre el puente de piedra, donde Wen Chin había visto tantas pisadas la noche anterior; y así penetraron a su propia legación, con la residencia del señor Conger a la derecha de ellos y la del señor Squiers, primer secretario, a su izquierda.

El ministro los estaba esperando.—Buenos días, Lockhart; buenos días, Wen.

Siéntense. —Les indicó dos sillas—. Ahora, díganme, ¿cuál es este asunto extremadamente urgente por el que quisieron verme? —El señor Conger, sin la menor apariencia de cansancio a pesar de haber bailado gran parte de la noche, los miró con sus ojos hundidos y se acarició su corta barba. Por encima de su alta frente, su aceitado cabello estaba cepillado lisamente.

—¿Le contó el ministro de Inglaterra lo que le sucedió a Su Excelencia, el honorable Sung Yin, señor?

—¡Sung Yin! ¡Sucedió! ¿Qué es eso? Vaya, pero si yo lo vi anoche en el baile con esa deliciosa hija que tiene.

—Fueron raptados al dejar la legación británica, justamente antes de medianoche.

Antes que Randall hubiera terminado la historia, la boca de Conger se contrajo, pero sus ojos demostraban curiosidad.

—El asunto es serio para el señor Sung, ¿pero, por qué sugirió Sir Claude que me lo dijeran a mí como asunto de gran urgencia, señores? Hasta donde puede una potencia extranjera intervenir en un asunto doméstico, esa potencia es Gran Bretaña, cuya legación el mandarín acababa de dejar.

—No le he dicho todo, señor. Sir Claude quería que yo le repitiera una conversación que tuve con Su Excelencia antes que partiera.

—¿Y bien?La perplejidad de Conger se hizo más

pronunciada. Tan pronto como Randall hubo terminado de hablar, dijo:

—Antes de hacer un comentario sobre la advertencia del señor Sung, ¿me podrá decir por qué había de dirigirse a usted, en vez del señor Squiers o a mí? Francamente, Lockhart, habría tomado más en cuenta sus palabras si me las hubiera dicho a mí personalmente y no de este modo indirecto.

—No creo que Su Excelencia tuviera intención de hablar indirectamente, señor. Creo que habló como lo hizo, porque soy el hermano adoptivo de Chin.

—No comprendo.

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—Chin está enamorado de la señora Dulce Virtud, señor; por lo que, a pesar de que no hay esperanza de un matrimonio entre ellos, creo que Su Excelencia estima lo suficiente a Chin para sentir que soy como miembro de la familia de su yerno, si se pudieran casar.

Randall se sonrojó de turbación. Aun a sus propios oídos la explicación sonaba excepcionalmente complicada.

Brillaron los ojos del ministro. Tenía sentido del humor.

—Casi llego a entender sus razones. Tanto el señor Sung como el magistrado hablaron de un inminente peligro. Naturalmente que sé muy bien de la amenaza a los occidentales en las ciudades aisladas; pero creo que exageran el peligro para nosotros en Pekín. Sabe usted, tan bien como yo, cómo detesta la Corte china las sociedades secretas. Y más vale que así sea, en verdad, pues durante toda la historia china han sido una pla-Ka, con sus revueltas y rebeliones armadas. Todas las sociedades secretas son ilegales. No hay razón alguna pura creer que los Puños Armoniosos y Justicieros sean mirados por la Emperatriz Viuda como otra cosa que rebeldes, que pronto recibirán la absolución a manos de las tropas imperiales.

Cuando el ministro hizo una pausa, Randall permaneció cuerdamente callado. Conger, reflexionando, miró al chino. Después de un momento frunció el ceño.

—¿Dígame, Wen, no encontró extraño que los hombres que raptaron al señor Sung se hubieran detenido a discutir en uno de los pocos lugares de Pekín en que existía la posibilidad de que fueran vistos?

—No, señor. Desde el punto de vista de ellos, estaban en buena posición para regatear. Los planes del cabecilla habían ido demasiado lejos para ponerles fin, y no tan lejos como para que él despreciara la amenaza de los hombres de desertar.

—Déjeme hacerle la pregunta en otra forma: Si usted hubiera raptado un importante mandarín fuera de las rejas de la legación británica, ¿no habría anticipado la posibilidad, por no decir otra cosa, de ser perseguido?

—Sí, señor.—¿Se arriesgaría, entonces, a ser cogido por los

perseguidores en una discusión de veinte minutos en uno de los sitios más abiertos de Pekín?

Chin frunció los labios:—No, señor.—Además, ¿no encontró que era una circunstancia fortuita

el que se hallara a esa hora de la mañana con el único hombre en Pekín que pudiera decirle qué dirección habían tomado las dos sillas de manos?

Chin ya no trató de disimular su temor:—¿Usted cree, señor, que fuimos llevados a una trampa?—Así lo creo.—Fue sólo por casualidad que seguímos a Su Excelencia. Si

hubiésemos estado bailando no nos habríamos enterado de lo sucedido.

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El ministro alzó la mano:—No sugiero que esa trampa fuera armada

especialmente para usted y Lockhart, Wen, sino para alguien que saliera en persecución del señor Sung y su hija. No me sorprendería oir que fue llevado a algún sitio en la Ciudad Tártara y no a la Ciudad China.

El ministro se compadeció de la angustia de Chin:

—Espero estar equivocado, Wen, y que el magistrado Yang Chao los encuentre. Estoy seguro de que a usted le gustaría tener uno o dos días de permiso.

—Sí, señor —reconoció el desventurado chino.

—Entonces váyase tan pronto como desee. Mientras tanto, gracias señores por llamarme la atención hacia los dos avisos. No me parece que sea tan seria la probabilidad de disturbios en Pekín como creen los dos caballeros chinos: opinión que, debo agregar, es compartida por los demás ministros, con quienes me mantendré en •contacto, así como ellos conmigo.

La entrevista había terminado.

2Habiéndosele concedido la tarde libre,

después de almuerzo Randall se encaminó al Hotel de Pekín. Al entrar al vestíbulo fue saludado con una amplia sonrisa por monsieur Chamot, el joven administrador suizo.

—Bien venido, monsieur Lockhart ■—dijo en buen inglés—. No es frecuente el placer que tenemos de verlo en la tarde. —Le hizo señas a una mujer joven que acababa de entrar por una puerta privada al vestíbulo—. Ven para acá, chérle.

—Vaya, buenas tardes, señor Lockhart —dijo—. No lo vemos muy seguido a esta hora del día. —Se acercó a los dos hombres. Era norteamericana, y bastante popular entre los miembros jóvenes de las legaciones.

—Lo mismo le estaba diciendo —observó su marido—. ¿En qué podemos servirlo, monsieur?

He prometido mostrarle algunos sitios de Pekín a la señorita Strangways.

Dos pares de ojos, uno castaño y otro azul, le hicieron un guiño. Se dio cuenta de que los Chamot habían sabido desde el primer momento la naturaleza exacta de lo que quería; de ahí la razón de la extraordinaria cordialidad de sus sonrisas.

—No me digan —dijo con fastidio— que soy el duodécimo hombre que les dice lo mismo.

—El quinto, monsieur —dijo sonriendo Chamot.—El sexto —corrigió su mujer—. Llegó el príncipe

Troubetskoy mientras tú estabas en la cocina.Randall se sentía molesto. Se dijo a sí mismo que debía

haber supuesto que todos los hombres jóvenes en Pekín la

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importunarían para que los dejara escoltarla, y ella, siendo un ángel de buen corazón, probablemente les habría dado permiso a todos. En cuanto al príncipe Trqubetskoy... Y bien, si tenía que salir con alguien, esperaba sinceramente que no fuera con el ruso.

—¿No ha salido con él? —preguntó malhumoradamente.Madame Chamot sonrió traviesamente:—Ya conoce al príncipe. No hay una mujer en Pekín que

pueda resistir su encanto.—Sería mejor que hubiera una, amor mío —insistió Chamot

frunciendo el ceño.Se rió de su marido antes de dirigirse a Randall.—La señorita Strangways no ha salido con el príncipe ni con

nadie, señor Lockhart. Partió enfadado, hace quince minutos. La señorita Strangways está con su padre y la princesa Natalie. Dejó una nota pidiendo que lo acompañáramos a su salón.

Le mostró el camino, saliendo del vestíbulo y atravesando un patio, hacia la puerta de una salita. Evelyn abrió la puerta cuando ella golpeó, y sonrió al ver a Randall. -

—Muchas gracias, madame. Entre, señor Lockhart.La siguió a una sala pequeña, pero bien amoblada. Dentro

se encontraba el padre de Evelyn: alto, delgado, con cabellos color gris acero y apariencia ascética.

—Papá querido, éste es el señor Randall Lockhart. Señor Lockhart, mi padre, Sir Oliver Strangways.

Mientras los dos hombres se estrechaban la mano, Evelyn se dio vuelta hacia la otra visita:

—Princesa, estoy segura de que conoce al señor Lockhart.—Naturalmente que sí. —Le extendió una delgada mano

enguantada. Mientras la saludaba, ella sonrió—: Creo que no debiera hablarle, señor Lockhart. Anoche, cuando esperé a una cierta pareja que reclamara el baile décimocuarto... ¡había desaparecido! Si no hubiese sido por la gentileza de Sir Oliver, habría estado condenada a permanecer sentada.

—Lo que perdió el señor Lockhart fue para mí una afortunada ganancia, princesa —protestó Sir Oliver.

—Le presento mis excusas por mi descortesía, princesa, y le ruego que me perdone. Tanto Wen Chin como yo partimos de la legación por un asunto urgente. Anoche, el honorable Sung y su hija fueron raptados a la salida de la puerta de la legación.

Randall se preguntó cuántas veces más tendría que repetir su explicación, antes que fuese conocida en todo el Barrio de las Legaciones. Quizás no muchas veces más, al recordar la rapidez con que normalmente circulaban los chismes escandalosos. Anticipándose a la pregunta que veía asomar a los atractivos ojos negros de la princesa Natalie, contó de nuevo lo que había sucedido.

Escuchó sin emoéión alguna la historia.—Creo que su primera solución es la correcta, señor

Lockhart —dijo encogiéndose negligentemente de hombros— El señor Sung ha sido raptado para pedir rescate.

Evelyn parecía perpleja:—He oído decir que se encuentran bandidos en algunos de

los lugares más remotos, ¿pero seguramente que no aquí, en Pekín? ¿Acaso no hay policía?

Natalie rió:—Sí, querida, si la hay; pero es influenciable. Como los

vigilantes nocturnos encargados de proteger las tiendas, que

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muchas veces harán la vista gorda en consideración a una participación en el botín. —Compren-

Crepúsculo.—5dló la Impaciencia de Randall por partir, y la dificul-tad de hacerlo sin parecer descortés—: Si va a darle a la señorita Strangways su primera ojeada de Pekín, señor Lockhart, ¿no sería bueno que partieran ya, mientras todavía hay luz?

Se sintió agradecido por el tacto de la princesa, pero se dio cuenta de que ni siquiera había pensado en el padre de Evelyn.

—¿Quisiera usted acompañarnos, Sir Oliver? —Sir Oliver ya me ha prometido ese privilegio, señor Lockhart —explicó la princesa con el rostro serio—. ¿Quisiera volver a mi casa a las cinco con la señorita Strangways y acompañarnos a tomar té?

Randall le dio las gracias a Natalie; en seguida se dirigió a Evelyn:

—¿Partamos, señorita Strangways? Use la ropa más abrigadora que tenga. El viento ha amainado, por lo que no hace tanto frío como anoche; iJero creo que así y todo sentirá bastante frío.

—Felizmente traje un abrigo de piel. Casi lo dejé atrás. Siempre he creído que China es un país cálido. ¿No es terrible darse cuenta de lo poco que aprendemos en el colegio?

A los pocos minutos Evelyn reapareció, bien abrigada con un largo abrigo de piel y una pequeña toca de lo mismo. Se veía adorable, y se sintió lleno de orgullo y de satisfacción al saber que había reservado este placer especialmente para él. Diez minutos antes se había mofado de la idea de que otra media docena de rivales ya la habían visitado para pedirle el privilegio de escoltarla por Pekín ese día. Ahora le pesaba que no hubiese venido el doble de esa cantidad, pues entonces el cumplido que ella le estaba haciendo habría sido doblemente sincero. -

Evelyn echó su primer vistazo de la vida pequinesa al dejar el hotel y asomarse a la calle Legación. Una cantidad de conductores de cochecillos convergieron hacia ellos, gritando para que los tomaran; al mismo tiempo varios carros, arrastrados por caballejos lanudos y medio muertos de hambre, se acercaron rechinando sobre el empedrado desde ambas direcciones. Preocu-pada por la historia del rapto del señor Sung, Evelyn se cogió del brazo de Randall.

Hizo caso omiso de los vociferadores y gesticulantes culíes:

—¿En qué le gustaría viajar? ¿Un ricJcshaw o un carro pequinés? Ambos son incómodos. Si le gusta ser remecida, magullada y golpeada, entonces le recomiendo un carro, ya que ninguno tiene resortes o asientos. Somos afortunados en tener un lote de rickshaws para es-

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coger. No hay muchos en Pekín. Solamente los turistas los usan para algo.

Se rió aliviada, y retiró tímidamente la mano del brazo de él.

—Ciertamente que no deseo ser remecida, magullada o golpeada.

Les gritó a los conductores de los carros que se retiraran. En seguida les habló a los culíes de los rickshaws. Sus palabras tuvieron el efecto de hacerlos vociferar más.

—¿Por qué están gritando? —dijo entrecortadamente.

—Les pregunté su precio por el resto del día. Ahora cada uno está tratando de rebajar su precio del de su vecino —contestó sonriéndose.

Tan pronto como la rivalidad hizo bajar el precio a tina suma razonable, comenzó a examinar los rickshaws.

—Estoy buscando los dos más limpios —le explicó.

Escogió dos, y habiéndola ayudado a subir, la arropó bien para protegerla contra el viento helado.

—Esto es como ser arropada nuevamente en un cochecillo de bebé —rió gozosamente.

Demasiado parecido, pensó él, pues deseaba besar el atractivo rostro que se veía tan encantadoramente encuadrado por el cuello de piel. Ajustó el alcolchado fuelle de fieltro negro del carro, a fin de que pudiera ver lo más posible; en seguida se enderezó.

—Yo iré en el de adelante. Le he dicho al muchacho que me siga —dijo negligentemente.

—¿No lo perderá de vista? —preguntó—. Si suce- dleni. yo no sabría qué hacer. Desearía no sentirme lun.. ., tan intranquila.

—No tiene por qué estarlo —le aseguró—. Se puede sentir torpe y confundida. Todos sienten lo mismo la primera vez que desembarcan en un país extranjero del que no conocen el idioma.

Hizo una señal al dirigirse a su rickshaw.La distancia desde el hotel a la Puerta Chien era

comparativamente corta, pero a Evelyn le pareció que el trayecto no demoró nada. Había tanto que podía interesarla. Las vastas murallas de la Ciudad Tártara, a su izquierda, la intimidaron ñuevamente. Se preguntó cuántos esclavos habrían muerto construyéndola; cuántos años habrían pasado, y qué sufrimientos les habrían sido impuestos a las gentes de China como tributo. La muralla se extendía hacia adelante, parecía que por millas y millas, hasta que se perdía de vista en lo infinito de la perspectiva.

Y ahora, para asombro suyo, vio no solamente una muralla a su izquierda, sino también, no muy lejos, otra a su derecha, y detrás de ésa, paralela, otra. ¡Una ciudad amurallada, dentro de una ciudad amurallada, en el interior de una ciudad amurallada! Por primera vez, desde que salió de Inglaterra, hervía de entusiasmo. Se sentía como un alma emergiendo de una gris

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crisálida a un mundo fantástico de extraños moldes y vividos colores, y se alegró de estár viva.C A P I T U L O V I

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AL PASAR LOS DOS rickshaws por la Puerta Chien, Evelyn vio por primera vez la Ciu-dad China, y la escena trajo un suspiro de éxtasis a sus labios. Ante ella, al extremo de un p'ia lou, de tres arcos, o arco conmemorativo, vio un ancho camino que se extendía, sin esquinas ni curvas, durante casi dos millas, hasta que se fundía con la azulosa obscuridad de la Puerta Yung Tin. Entre ella y ese punto lejano, existía un mundo de llameantes colores, continuo mo-vimiento y exótica vida; un mundo de hombres y más hombres; un mundo de tiendas, quioscos y pabellones ¿Camino? No conocía otra palabra para nombrarlo, pero seguramente que ninguna vía pública había merecido menos ese nombre, pues estaba llena de surcos, hoyos, y un surtido de heladas porquerías y basuras, que generaciones de pekineses habían amontonado desde tiempos inmemoriales, barriéndolas desde el frente de sus tiendas y echándolas al centro del camino. Las livianas ruedas del cochecillo saltaban desde los lomos a las depresiones, desde las depresiones a los hoyos, desde los hoyos a los lomos, al avanzar los mu-chachos a buen paso. Evelyn era lanzada de lado a lado del angosto vehículo, hasta que su cabeza ya no parecía formar parte de su cuerpo, y se sentía mareada al ver el mundo girando de acá para allá de la cabeza con gorro de piel del muchacho del rickshaw. Se alegró cuando las filas de peatones obligaron a los muchachosa rH,arelar el paso, por su descanso y el de ellos; al vol- vrr .sus cabezas de un lado a otro para insultar a los transeúntes, notó que, a pesar del frío, sus caras brillaban de sudor y sus pechos jadeaban convulsivamente.

Vio a Randall, en el riclcshaw de adelante, levantar la mano. En un momento los dos muchachos se detuvieron acezando, y bajaron las varas de los cochecitos a fin de que los ocupantes pudieran bajar. Permaneció sentada hasta que él se le acercó.

—¿Es buena para caminar?Hizo un signo afirmativo.

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—¿Le gustaría andar parte del camino? Verá más y podrá mirar algunas de las tiendas.

—Me encanta caminar —le dijo cuando la ayudó a bajarse—. Además, me dan lástima esos hombres. No puede ser bueno para ellos el arrastrar al trote personas pesadas.

—Es verdad —concordó—. Muchos mueren a temprana edad de falla al corazón; pero preferirán morir con alimento en el cuerpo a morirse de inanición. Les he dicho a los muchachos que nos sigan, para que pueda subir de nuevo al coche tan pronto como se sienta cansada.

El gentío se apretaba a su alrededor. Vio a una veintena de hombres mirarla con ojos impasibles, y cuchichear entre ellos al seguir caminando, manteniéndose al paso con los dos extranjeros. Miró hacia atrás, y no consiguió ver a ninguno de los muchachos de los rickshaws. Entonces levantó la vista hacia su compañero, pero él no parecía darse cuenta de que hubiese algo malo.

—Señor Lockhart —observó, tirándole la manga.

Se dio vuelta.—Esos hombres... —empezó diciendo—.

Mírelos.Rió entre dientes:—La debí haber puesto sobre aviso. No tiene

de qué preocuparse, señorita Strangways. Uno creería que ya los chinos se habrían acostumbrado a los extranjeros, pero no es así. A veces me pregunto si se habituarán alguna vez. No pretenden hacernos daño. Sólo tienen curiosidad.

—Pero anoche pretendían hacerles daño a usted y al señor Wen.

Asintió con la cabeza:—Ya lo sé. Quizás pudiera hacernos daño

este gentío, si por. alguna razón se encendieran sus pasiones. Normalmente, sin embargo, el chino es un tipo pacífico, respetuoso de la ley y muy dócil. No les haga caso.

—No será fácil.—Lo será, si mira hacia allá.Lo hizo así, en la esquina más cercana, y

vio, por entre las cabezas de los hombres que los rodeaban, otro grupo apiñado alrededor de una liviana mesa de bambú hacia la que estaban mirando.

—¿Qué sucede?—No sé. Acerquémonos a ver.Al ir ellos en esa dirección, el gentío se hizo

a un lado, los dejó pasar, y en seguida se cerró a su alrede-- dor. Evelyn casi podía sentir los obscuros ojos almendrados mirándole la espalda, y tenía un deseo punto menos que

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incontrolable de caminar apresuradamente hacia adelante, lejos del alcance de sus dedos y brazos. Sólo la confortadora protección de los amplios hombros de Randall le permitió resistir el impulso.

Llegaron a la mesa. Sobre ella se encontraba una gran caja de vidrio, dentro de la cual dos pequeños insectos alargados saltaban hacia adelante y atrás, ora acercándose, ora alejándose el uno del otro, y embistiéndose con un movimiento rápido y feroz. Cada vez que esto sucedía, los hombres que miraban dejaban escapar un sibilante siseo.

—Una pelea de grillos —explicó Randall riendo suavemente—. Algún hábil deportista está apostando su grillo contra todos los recién llegados. Usted verá pagar las apuestas cuando gane uno u otro.

—¿Toda esta gente ha apostado al resultado?—Muchos de ellos, no me cabe duda. Los

chinos son inveterados jugadores.Pocos momentos después presenciaron el fin

de la prlrri. Í ,«« dos grillos se juntaron en feroz combate, que cc.só tan bruscamente corno empezó, pues uno de ellos yacía estirado en el fondo de la caja, retorciéndose en los últimos momentos de su vida. Un siseante suspiro circuló entre el grupo de mirones, varias monedas de cobre cambiaron de manos. Evelyn notó que varios de los perdedores usaban ropas de algodón, tan rasgadas y harapientas, que la piel amarilla aparecía entre los Jirones. Miró las caras de los culíes, muchas tan enflaquecidas, que la piel se había alisado sobre los huesos hasta quedar tan tensa como un estirado pergamino.

El grillo muerto fue sacado de la caja y arrojado lejos: otro grillo fue expuesto ante los ansiosos ojos de los jugadores. Su dueño explicaba sus habilidades y éxitos pasados. Se hicieron y aceptaron apuestas. Cuando hubo silencio, el nuevo grillo fue colocado en el "ring" Comenzó un nuevo combate.

Los dos europeos siguieron de largo, no sin dificul-tad, pues había poco espacio en que moverse. Las tiendas se alineaban en lo que habría sido una ancha vía, si no hubiera estado atestada de quioscos de todas clases a ambos lados, haciendo la calle tan angosta que miles de peatones se apretaban en una masa compacta en la que era imposible moverse libremente; había que dejar hueco para los carromatos que pasaban estruendosamente hacia el norte y sur en una corriente continua. Los más livianos eran arrastrados por caballitos mogoles; los más pesados, muchos de ellos llenos con los productos de las granjas, o mercaderías, eran arrastrados por muías o bueyes y algunos por parejas mezcladas de bueyes, burros y muías. Muchos jinetes, también se abrían paso sin prisa alguna entre el tropel. Uno de ellos usaba en su sombrero de piel el botón de coral de mandarín de primera clase, y era acompañado por batidores que llevaban látigos, los que dejaban caer sobre los infelices hombros de cualquiera que no

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se saliera rápidamente de su camino. Asimismo, se veían jinetes de menos categoría, que montaban caballos mal tenidos y medio muertos de hambre, y cuyos hocicos eran cruelmente rebanados por el bocado de alambre del freno; y muchachos encaramados precariamente en los lomos de pequeños burros. De cuando en cuando se pedía paso para una silla de mano; algunas iban colgadas en varas suspendidas en las espaldas de dos animales que iban uno adelante del otro. Otras eran llevadas a hombros de dos, cuatro u ocho hombres, según el rango del ocupante; los más. importantes iban precedidos por un culi que llevaba una sombrilla roja al extremo de un largo mango, mientras que otro culi corría al lado, con una mano en las varas pintadas de bambú que sostenían la silla.

Evelyn observaba con ojos fascinados un palan-quín con ventanas de vidrio por todos lados y forrado en paño verde; desde el alero colgaban borlas negras que se movían sobre el suelo rojo con cada movimiento de los portadores. Notó que los culíes iban vestidos con pantalones y chaquetas azules, bandas también azules, sombreros de fieltro negro con borlas rojas y botas de fieltro negro. La sombrilla roja la dejó perpleja, por lo que le preguntó a Randall el motivo para ella.

—Es una señal para que todos se hagan rápidamente a un lado y dejen espacio para un funcionario de alto rango.

—¿Y ese pobre hombre corriendo al lado del palanquín?

—Es un sujeto importante. Como culi jefe es responsable por los muchachos de la silla. Tiene también la obligación de llevar consigo todos los documentos importantes que su amo pueda necesitar.

—¿Quiere decir que ese hombre que está dentro del palanquín no puede siquiera llevar sus propios documentos? —preguntó con indignación.

Rió suavemente:—Querida señorita Strangways, un noble

manchú no debe rebajarse trabajando. Perdería rango.

;—Casi puedo imaginarme estar en la antigua Roma, especialmente cuando veo cómo obligan a hacerse a un lado a latigazos a esas pobres criaturas.

Hizo un signó afirmativo:Y,Está pensando en los lictores? Hay bastante

en común entre la antigua Roma y el Pekín de hoy día. ¿Sabía usted que hay todavía esclavos en China?

—¡Oh, no!- Los hay. En tiempos de hambruna muchas

madres venden a sus hijas como esclavas. A veces las gen- tos que están muñéndose de hambre se venden a sí mismas como esclavos por una comida. En cuanto al emperador, dudo de que sea menos déspota de lo que era Nerón. Al hombre común le

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va la vida en ello, si siquiera mira al emperador. Con Nerón no era así. Por el contrario. Le placía la adulación de sus súbditos romanos.

Tuvieron que apretarse contra el gentío para dejar pasar un enorme carromato. Al hacerlo, ella se pisó el borde de la falda, y sólo el rápido movimiento de él la salvó de dar un traspié. Al rodearle con la mano la cintura, durante la fracción de un segundo, estuvo seguro de que se había apoyado en su hombro, como para sentir la seguridad de su fuerza. Quitó el brazo tan lenta-mente como osó, y no le pareció notar en ella una sensación de desagrado.

—¿Quiere que nos salgamos del camino? —sugirió—. Habrá más gente cerca de las tiendas, pero menos jinetes que carguen sobre nosotros, o ruedas de carromatos que nos aplasten los pies.

Hizo un signo afirmativo. En seguida le preguntó, mientras se abrían paso hacia los edificios permanentes, por qué las autoridades permitían que los quioscos tomaran tanto lugar de la calle.

—No lo permiten —le contestó con una sonrisa—. No deben ocupar ningún espacio de una vía pública, especialmente de ésta.

—¿Por qué especialmente de ésta?—Porque es el camino que usa el emperador

cada vez que sale de la capital. Según una superstición china, el emperador debe salir siempre de una ciudad amurallada por la puerta del sur, y este camino corre en línea recta desde la Ciudad Prohibida a la Puerta del Sur. Por lo que, cada vez que el emperador entra o sale de Pekín, sacan cada quiosco, barren el camino, y rellenan los surcos y hoyos. A los pocos dias...

Se encogió de hombros.—Si va contra la ley, ¿por qué autoriza la

policía que queden estos quioscos?—Para obtener su "participación", lo que es

un eufemismo chino para soborno y cohecho. Los chinos viven estrujando a alguien, desde el más mísero culi hasta el eunuco jefe de la Ciudad Prohibida, del que dicen que es el hombre más rico de China. Hasta los porteros de la legación tratarán de exigirle una propina a las visitas chinas antes de dejarlas entrar.

Se abrían paso ahora por la hilera de quioscos al tratar de llegar a las tiendas y se movían lentamente, 110 sólo a causa de la presión de la gente, que hacía imposible el caminar a prisa, sino también porque Evelyn no quería perder nada. Había tanto que ver, tantas cosas en las que ni siquiera había soñado; escenas desconocidas más allá de las distantes fronteras de China. En cada sitio no ocupado por un quiosco, en cada esquina, estaba situado un mendigo, un vendedor ambulante, un narrador de historietas o un mercader.

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Estaba el barbero ambulante, cuyos útiles consistían en una silla para el cliente y dos juegos de gavetas, una de las cuales usaba de plataforma para un tiesto con carbones encendidos, en el que calentaba el agua. Evelyn vio sentarse un cliente, sacarse su raído gorro de piel y dejar al descubierto un cráneo pelado hasta donde empezaba la línea de pelo negro de su larga coleta. Las ropas del hombre eran tan harapientas como su gorro; su rostro se veía famélico. ¡Sin embargo, estaba gastando sus preciosas monedas de cobre en hacerse afeitar la cabeza!...

—Cada chino —explicó Randall—, hasta el más pobre, se hace afeitar la cabeza por lo menos una vez por semana. Es su señal de respetabilidad. El ser barbero ambulante es toda una ocupación.

Al lado del barbero, cruzado de piernas y trabajando, se encontraba un zapatero remendón; frente a él se sentó un harapiento cliente, con los pies descalzos y azulados por el frío. Evelyn tenía la certeza de que el hombre estaba haciendo arreglar su único par de zapatos. Su expresión no revelaba ninguna señal de incomodidad por el frío de sus pies desnudos; así como el hombre que se afeitaba cerca de allí no parecía sufrir al ser rapada su cabeza por el barbero.

Oyó el agudo y áspero sonido de una matraca. Cuando, sobresaltada, miró en esa dirección, vio a un buhonero haciendo girar la matraca mientras señalaba con la mano libre un pedazo de seda lisa, en la que se encontraba una pequeña colección de cajas de rapé y otras curiosidades de jade tallado.

Randall le habló, pero ya no podía oír bien lo que él decía. Al avanzar por la calle Chien Mén, el ruido se había hecho cada vez más agudo: el bullicio de culíes pendencieros, el rechinar de ruedas, la estridencia de las matracas, el sonsonete nasal de las voces de la calle, el pregón de los vendedores ambulantes, el retintín de la música y el vibrante eco de las campanas de los templos y de los gongos.

Ruidosa, exótica, animada... y excitante. Por primera vez desde su llegada a Pekín, Evelyn comprendió con qué facilidad se podía caer víctima de su sutil hechizo. La noche anterior se había sentido obsesionada por el cavilante misterio de la ciudad; había inferido su capacidad para profundas maldades y vicios sadistas; le pareció oir en la salvaje música del huracán, no tal vez los alaridos de los duendes, sino el lamento de los torturados y condenados.

El sol, brillando desde un horizonte azul real, ya había borrado de la pizarra de la memoria el negro grabado de la repulsión, y en su lugar se dibujaba un calidoscopio de suaves colores, de blanda humanidád y eterno esfuerzo. Y porque no existe

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obscuridad donde brilla el sol, o desierto donde cae seguida lluvia, se rió de sus temores de la noche anterior, y sospechó que Randall habría exagerado la historia de su huida de asesinos armados. La escena ante ella tenía su pálido duplicado en Inglaterra, en cualquier día de mercado en cualquier ciudad. Hasta en los animales guiados porel medio de la calle, pues vio una piara de cerdos, enormes y negros, chillando y gruñendo, siendo expertamente conducidos por entre el gentío por pastores armados de largos látigos.'

Se rió cuando una vieja marrana, con tetas que llegaban casi al suelo, se restregó pesadamente contra los muslos traseros de un rollizo y Cándido comerciante, haciendo que se le doblaran las rodillas y cayera con todo su peso en el lomo de la marrana, asiento que ocupó menos de un segundo. Y después que fue depositado sobre la superficie, aún más dura del camino, y mientras miraba hacia arriba con expresión de ofuscada sorpresa, una cantidad de cerditos, chillando alarmados, corrieron por encima de sus piernas persiguiendo a su madre, y luego un pastor se dirigió a él en términos que Evelyn estaba segura de que no armonizaban con las reglas de la ceremonia y de la etiqueta.

Randall la vio reir; y si no se rió con ella fue porque se sentía demasiado feliz para esas distracciones. El frío le había sonrojado las mejillas, el cielo se reflejaba en. sus ojos, un mechón de lustroso pelo se había soltado enroscándose sobre su frente. Pensó que se veía adorable.

—Gracias por traerme —exclamó ella impulsivamente—. Me estoy divirtiendo tanto.

—¿De veras? —Sonrió, sintiéndose responsable—. Entonces mire hacia allá, cerca del "Pozo de la Profusión".

—¿El "Pozo de la Profusión"?—El nombre de esa peletería. Al lado está

"Paz y Tranquilidad". Más allá está "Abundancia Sempiterna". Cada dueño de tienda tiene algo de poeta —explicó—. Después la llevaré a la "Diez Mil Prosperidades", de Wu Yu.

—Suena fascinante.—Lo es. No encontrará en otra parte de Pekín

marfiles más perfectos. —Le señaló a lo largo de una hilera de tiendas. Mirando en la misma dirección, Evelyn vio una fila de letreros coloreados, largos y angostos, a veces colgando desde el techo al nivel del suelo y frecuen-teniente elevándose otro tanto por encima del tejado; los caracteres dorados ostentaban el nombre del due- ño, con dibujos de los artículos que se vendían dentro. Algunas tiendas tenían también fantásticas varas de las que estaban suspendidas banderolas, linternas de papel u otras decoraciones, para atraer el ojo y la bolsa de probables clientes.

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Señaló ella hacia un signo en especial, suspendido por una cadena y batiéndose perezosamente de allá para acá con cada soplo de aire. Debajo de los caracteres había sido pintada con laca una primorosa bota, y, debajo de ella, una zapatilla. '

—¿Es una zapatería? —preguntó.Asintió.—"Felicidad Perpetua" —tradujo. Le cogió la

mano—. ¡Mire! Un narrador de historietas.Vio casi un docena de hombres en cuclillas

rodeando a otro que estaba sentado de piernas cruzadas, con la espalda apoyada contra un árbol. En ninguna cara pudo ella notar una expresión de agrado; con todo, era evidente que los oyentes estaban subyugados por la historia que se les contaba; parecían completamente indiferentes al mundo que se agitaba a su alrededor.

—Me gustaría poder entender -—dijo pensativamente—. ¿Qué clase de historias cuenta?

—Muy parecidas a los cuentos de hadas que se narran en todo el mundo. Amantes valerosos, dragones malos, suegras crueles. —Le llamó la atención hacia un equipo de tres prestidigitadores que hacían hazañas sorprendentes con una infinita variedad de artículos—. Eso es algo que no necesita palabras, señorita Strangways.

Arrojaron unas cuantas monedas de cobre al platillo y siguieron adelante, más allá de tiendas, oficinas y bancos, pues este distrito de Pekín, en el lado chino de la Puerta Chien, era el barrio de compras tanto para la Ciudad China como para la Tártara. Y, al caminar, todavía giraba el calidoscopio para mostrarle a Evelyn, en rápida sucesión, cuadro sobre cuadro de vida oriental: juglares, desde el tragaespadas y el mendigo que se enterraba clavijas de madera en los ojos hasta acróba-tas y músicos; desde eruditos saludando en sus palanquines, hasta coches barnizados de rojo, arrastrados por caballitos mogoles y guiados por cocheros que usaban un antiquísimo sombrero de piel y conducían como el propio Jehú; desde viajeros de caras amarillas y ojos oblicuos, del Tibet, Manchuria y Mongolia, hasta musulmanes de rostros obscuros; de monjes budistas ves-tidos de color pardo, a evangelistas occidentales, sombríamente vestidos con trajes europeos.

Evelyn quería frotarse los ojos, no creyendo lo que veía; pues, abriéndose paso sinuosamente entre el denso tráfico, estaba una larga fila de camellos, atados cabeza con cola, conducidos por hombres que montaban cada sexta bestia.

—¡Vaya! —exclamó—. Esto es Babilonia o Roma, Je- rusalén o El Cairo.

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—Son casi las mismas palabras que pronuncié hace dos años, al volver acá —le dijo—. Pronto descubrí, como lo hará usted, que es solamente... ¡Pekín!

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Antes de ir a la casa de la princesa Natalie, fueron a encontrarse con Wen Chin en el exterior de "Diez Mil Prosperidades".

Chin tenía una expresión abatida, pero correspondió a la sonrisa de Evelyn con una profunda y ceremoniosa inclinación, y habló con ella durante unos minutos con tal serenidad que, si Randall no hubiese conocido tan íntimamente a su hermano adoptivo, habría podido creer que Chin tenía muy buenas noticias.

Evelyn estaba demasiado agitada para recordar al comienzo la razón de la cita de Randall con Chin. Cuando se acordó, tuvo la seguridad de que Chin era portador de buenas noticias. Se disculpó tímidamente por su atolondramiento, y miró hacia el otro lado de la calle a un cocinero ambulante que servía a tres personas alimentos cocinados en un hornillo portátil. Por lo que Randall se dirigió a Chin, con el rostro interrogante e intranquilo a causa de su hermano adoptivo:

—¿Hay noticias, Chin?— Yang Chao es un buen amigo. Les envió un mensaje a. sus

colegas magistrados, pidiéndoles que se unieran 011 la búsqueda del señor Sung y Dulce Virtud.

' —¿Y dio resultado?Chin movió negativamente la cabeza:—No hay noticia alguna, Randall. Han desaparecido. - - Se

dio vuelta hacia Evelyn—: ¿La ha llevado Randall al Templo del Cielo? —preguntó cortésmente.C A P I T U L O V I I

L/A CONCLUSIÓN DEL MINISTRO norteamericano, de que los raptores habían deliberadamente trazado una falsa pista, era exacta en todos los detalles. No solamente no hubo una demora de veinte minutos, mientras los acarreadores de las sillas de manos y su jefe discutían acerca de las condiciones de pago, sino que tampoco fueron bajadas hasta que viajaron un poco más lejos del sitio en que Wen Chin había interrogado al mendigo leproso.

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Cuando al fin se detuvieron, fue en respuesta a la exigencia de un oficioso "Alto"... El intranquilo mandarín se llenó de júbilo ante la creencia de que a sus raptores les estaban dando el quién vive los policías o militares.

—¡Socorro! —gritó—. ¡Mi hija y yo hemos sido raptados! ¡Socorro!

Para sorpresa suya, sus ahogadas palabras fueron contestadas con ruidosas carcajadas. Tenía la certeza de que su llamado no había sido oído, quizás el lamento del viento habría ahogado su voz. Gritó de nuevo, con voz más alta aún.

—Auxilíenme. ¡Policía! ¡Soldados! Soy el manda-rín Sung Yin. Estoy en poder de ladrones. ¡Pónganme en libertad!

La única respuesta fue otro estallido de vulgares carcajadas. Se desesperó y trató de abrir la puerta de la silla de manos. No le fue posible. Los raptores habían

Crepúsculo.—6tomudo precauciones contra cualquier intento de fuga. Antes de que pudiera gritar de nuevo, oyó un ruido rechinante y sordo que resonó cavernosamente. Había escuchado bastantes veces ese sonido; las puertas de la ciudad estaban siendo abiertas.

Se sintió confundido, pues ningún jefe de las Puertas se expondría de buena gana a ser decapitado o algo peor —la Muerte de los Mil Cortes, lenta estrangulación en las prisiones, o una paliza fatal— a menos que la recompensa fuese lo suficientemente grande como para compensar el horrible riesgo que implicaba el abrir la puerta de la ciudad una vez pasada la hora del cierre, y menos abrírsela a bandidos. La totalidad de su rescate no podría igualar esa suma. Era un hombre moderadamente rico, y con todo, si fuera a prometerle al comandante de la guardia cada tael de su fortuna, todavía 110 bastaría, pues habría que considerar los sol-dados de la guardia: ellos también exigirían una parte substancial como precio de su silencio.

Tuvo otro pensamiento aún más turbador. Los raptores no podían haber recorrido en tan poco tiempo el trecho a ninguna de las puertas de la ciudad; ni siquiera a la Puerta Chi Hua, que, desde la legación británica, era la puerta más cercana conectando la Ciudad Tártara con el mundo exterior. Siendo así, quería decir que la puerta a través de la cual les llevaban a su hija y a él era una de las puertas de acceso a la Ciudad Imperial.

¡La Ciudad Imperial! Sung Yin tembló de miedo por su adorada hija. Si él y Dulce Virtud estaban siendo conducidos al interior de la Ciudad Imperial, esto sólo podía ser por orden de la propia Emperatriz Viuda. ¡Su Majestad Tzu Hsi! Un pensamiento alarmante, que explicaría

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cómo fueron quebrantadas las rígidas órdenes concernientes a las puertas. Escuchó el eco fantasmal que hacían al deslizarse los pies de los culíes de la silla de manos —pues estaban pasando a través del largo túnel que corría bajo las murallas de la Ciudad Imperial—, y creía que el horrible sonido significaba su sentencia de muerte. El hecho de que hubiese sido arrestado —ya había cambiado la palabra raptar por ésta—, al dejar la legación de Inglaterra, era prueba de que la Emperatriz Viuda sabía de su íntima amistad con extranjeros. Recordando el odio implacable que profesaba la Emperatriz Viuda por todos los extranjeros, y, dos años atrás, el destino de los pocos hombres valientes que habían tratado de persuadir al emperador de que instituyera reformas basadas en los progresos de la civilización occidental, comprendió el alcance de su propio peligro e inclinó la cabeza.

Al salir del túnel los culíes de las sillas de manos, aulló el viento y se llevó el eco de sus pies calzados de fieltro. Durante una corta distancia fueron de cara al viento. Entonces Sung Yin oyó voces y una orden para que bajaran las sillas de manos. La puerta fue abierta, y vio ante él ventanas enrejadas e iluminadas, y, en el cuadrado de luz que se reflejaba, a un oficial con el uniforme de uno de los regimientos de guardias de corps manchúes, el Regimiento Imperial "Tigre Sagrado".

El oficial se inclinó profundamente, en seguida abrió las manos e indicó la puerta abierta.

—Si Su Excelencia se molesta en penetrar.—Mi hija...—Lo seguirá.Sung Yin entró a lo que era evidentemente

un cuartel de guardia, pues la pieza estaba atestada con arcos y flechas, lanzas, sables y trabucos, junto con los gallardetes amarillos del regimiento. Media docena de soldados, con chaquetas acolchadas amarillas a rayas, largas túnicas ribeteadas y sombreros cónicos, se en-contraban en cuclillas ante un hornillo encendido.

Entró Dulce Virtud acompañada por el oficial, que usaba la corta chaqueta bordada de su rango. Le hizo una respetuosa reverencia a Sung Yin; en seguida se sentó ante una pequeña mesa, en la única silla que había en la pieza.

—Vuestro servidor os pide perdón, Excelencia, por ocupar la única silla en este desagradable lugar, pero su debfer lo obliga a hacer un pequeño número de inconsideradas preguntas.

—Dejémonos de ceremonias —dijo bruscamente Sung Yin—. ¿Estamos arrestados mi hija y yo?

—Esa es la posición, siento decirlo, Excelencia.

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—Muy bien. ¿Qué deseas saber?—¿Es Su Excelencia, el honorable Sung Yin,

funcionario del primer grado?—Así me llamo.—¿Y ésta es vuestra hija, su señoría Dulce

Virtud?—Lo es.—¿Vivís en la calle Shun Chih Men?—Sí.El comandante de la guardia cogió un pincel

de la mesa y anotó las respuestas del mandarín.

—En ese caso, Excelencia, sois aquel a quien el Gran Antepasado ha ordenado que aparezca ante ella en la mañana, en el Gran Interior. Mientras tanto, con todo respeto, vos y vuestra hija debéis pasar el resto de la noche, bajo guardia, en la casa de un eunuco.

—¿Por qué no fui arrestado por un magistrado? ¿Por qué he sido traído aquí, en vez de al yamen de un magistrado?

—No tiene objeto el interrogarme a mí, Excelencia —contestó el oficial con voz fastidiada—. Mis órdenes eran recibiros en custodia y entregaros en la Puerta del Mediodía en la mañana. Fuera de eso, no sé nada.

Sung Yin ya se había dado cuenta de esto, y la preocupación por su hija le estaba haciendo perder su acostumbrada calma.

—¿Pero mi hija?... Su Majestad no puede desear su presencia en la mañana... ¿No se puede ir ella a casa, comandante de la guardia?

—La orden era para vos y vuestra hija, Excelencia. —El oficial se impacientó-7. Si me hacéis el favor. — Mostró la puerta.

Acompañados por el comandante de la guardia y dos soldados, uno llevando una linterna, Sung Yin y Dulce Virtud dejaron el cuartel de guardia, caminaron la corta distancia a otra ventana iluminada y se les hizo entrar a una habitación. El comandante les dio un seco "Buenas noches" al cerrar la puerta tras él. Looyeron dar órdenes a los guardias: Nadie debía entrar o salir de esa habitación hasta que llegara una escolta para llevarlos al Wu Men.

Las circunstancias no eran a propósito para ceremonias filiales. Dulce Virtud se refugió en los brazos abiertos de su padre y hundió el rostro en su chaqueta acolchada; una acción impropia de una doncella, que no había hecho desde la época en que era demasiado joven para conocer la etiqueta del comportamiento doméstico.

—Papá querido, tengo miedo. ¿Por qué hemos sido traídos acá? —susurró—. ¿Qué hemos hecho para que sea necesaria nuestra presencia en la Ciudad Prohibida?

Le pellizcó suavemente la mejilla.

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—¿Por qué había la Emperatriz Viuda de exigir que apareciéramos ante ella en el Gran Interior? —repitió él familiarmente y con la suficiente lentitud para tener tiempo de pensar—. Creo, hija mía, que he sido demasiado amistoso con los extranjeros.

—Se dice que el emperador no odia a los extranjeros.

—Eso es cierto. He conocido tutores con los que Su Majestad ha discutido francamente reformas y confesado su admiración por las naciones occidentales. A pesar de ello, desde que el emperador, por decreto imperial, delegó su autoridad en la Emperatriz Viuda, como regente, tiene menos poder que cualquiera de los consejeros de Su Majestad.

—No es un crimen el querer a las gentes de Occidente .

—Aun cuando no sea un crimen, hija mía —suspiró—, es... indiscreto.

Sus brazos se apretaron alrededor de él:—¿Te irá a castigar la Emperatriz Viuda?Amaba demasiado a Dulce Virtud para

emplear inútiles embustes.—Es posible, Dulce Virtud. Puedo ser

desterrado; tal vez al nuevo dominio de Turquestán..o ¿quién sabe dónde? Regocijémonos, ya que, para ti y para mí,hija, será un castigo menor que para la mayoría de los chinos. Nos gusta viajar y podemos encontrar en otras gentes cualidades que admirar.

Esto era cierto, pero la perspectiva de destierro del Reino Medio llenaba de pesar el corazón de Dulce Virtud. Aunque —distinto a la mayoría de sus compatriotas— a su padre le encantaba viajar a países extranjeros y le agradaban sus costumbres, sabía cuánto amaba su propio país, su gente. Un perpetuo destierro le causaría una grande y perdurable tristeza.

Se dio cuenta en seguida de que si su padre era desterrado de Pekín —lo que significaría también destierro para ella—, tal vez no volvería a ver de nuevo a Wen Chin, y esta desgraciada probabilidad le causó tanta angustia, que, si la autodisciplina ¡heredada de incontables generaciones no impidiera manifestar toda emoción, habría llorado.

2

Junto con el alba llegó Li Lien-ying al cuarto donde Sung Yin y Dulce Virtud habían caído en un pesado sueño. Eunucos bajo sus órdenes remecieron los hombros de las dos figuras dormidas, hasta que dos pares de párpados cargados de sueño se abrieron cansadamente.

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—Li Lien-ying, para hablar con el prisionero honorable Sung —dijo con voz aflautada uno de los eunucos.

¡Li Lien-ying, eunuco jefe y chambelán de la Casa Real! Sung Yin no lo conocía, pero había oído mucho acerca del eunuco, y nada de ello era agradable. Desde el extremo norte de la frontera de Manchuria, donde se enclavaba en la tierra de los rusos, hasta la costa del Golfo de Tonkín, en el sur; desde las montañas fronterizas del Tibet, en el este, hasta los puertos orientales del Mar Amarillo, Li Lien-ying, "Viejo Remendón Li'', el demonio familiar de la emperatriz, era conocido y detestado. Ningún funcionario era nombrado sin que hubiese primero sobornado a Li Lien-ying para que

susurrase una recomendación al oído del "Semblan te Maternal", ni podía esperar conservar el puesto después, sin pago de un frecuente "tributo" al eunuco Jefe. Ningún príncipe menor, ningún virrey provincial, ningún gobernador, ni juez de distrito o magistrado, Podía esperar que Su Majestad recibiera sus presentes de acatamiento, en ocasión de su cumpleaños o el Año Nuevo, o el nacimiento de un príncipe heredero, a menos que hubiese primero untado las manos de los eunucos menores en las puertas de la Ciudad Prohibida, y, en seguida, pagado un "honorario" al eunuco jefe.

Li Lien-ying, que era secreta y peligrosamente llamado "Señor de Nueve Mil Años" por todos los que osaban decir en alta voz el título, que era casi sacrilego, pues el emperador era Señor de Diez Mil Años, y malhaya de aquel descarriado que osase mofarse del emperador o de su título, o siquiera pronunciar su nombre: la muerte era su castigo. Una muerte agradable, si se había nacido con buena estrella, pero si no...

Li Lien-ying, una vez zapatero remendón e hijo de uno, antes, a la edad de dieciséis años

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"dejó de pertenecer a la familia" al someterse a la castración (por su propia mano, según los rumores), y pasó a ser un eunuco de palacio. Li Lien-ying, que a menudo hablaba de la Emperatriz y de sí mismo como "T'sa-men", ¡Nosotros dos! Li Lien-ying, el sádico. Li Lien-ying, el malhumorado. ¡El avaro, corrompido, malévolo Li Lien- ying!

El mandarín observó al eunuco jefe con ojos que ya no estaban soñolientos. El hombre era bien hecho, alto y de hombros cuadrados, pero la pérdida de su virilidad se denotaba a las claras, pues su vientre se había convertido en una monstruosa protuberancia que colgaba de su pecho como un semivacío pellejo de cabra, y la inflada piel de su cara y cuello estaba arrugada con una capa interior de grasa poco natural. Iba vestido con las ricas ropas rojas de un Eunuco de la Presencia; en su sombrero usaba el botón de cristal y pluma negra de su rango oficial, que era prudentemente sólo de cuarta clase.

Sus ojos eran desdeñosos, su actitud razonable-mente respetuosa.

—Por orden de Su Majestad Imperial, su servidor ha venido a llevar a Su Excelencia a la Sala del Trono de Supremacía Imperial.

—¿Por qué quiere Su Majestad...?El chambelán levantó imperiosamente la mano.—El Venerable Buda informará ella misma a

Su Excelencia de la razón para el edicto imperial —continuó insolentemente—. ¿Su Excelencia no ha sido convocado previamente a una audiencia con Su Majestad?

—No.—¿Entonces indudablemente Su Excelencia no

está informado de la etiqueta?—Sus instrucciones al respecto se grabarán en

mi memoria.—Muy bien. El servidor de Su Excelencia, por lo

tanto, lo instruirá. Al entrar a la Sala de Audiencia, Su Excelencia caerá de rodillas y avanzará varios pies en esa posición, mientras anuncia su nombre, apellido, rango y títulos; después de lo cual se sacará el sombrero y hará tres reverencias, dando humildemente las gracias por los pasados favores imperiales. Entonces se pondrá de pie y avanzará hacia el cojín debajo del dosel, donde se arrodillará y esperará que Su Majestad le dirija la palabra. Cuando le sea necesario hablarle a Su Majestad, se dirigirá a ella como

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Gran Antepasado. Hablando de sí mismo, Su Excelencia se llamará a sí mismo Vuestro Esclavo. Si Su Sagrada Majestad el emperador está presente, Su Excelencia le hará también tres reverencias, y se dirigirá a él como Señor de Diez Mil Años. ¿Son inequívocas las palabras de vuestro servidor?

—Lo son. ¿Y mi hija?—Las órdenes de vuestro servidor son de llevar

n vuestra hija a una antesala, al cuidado de las damas de honor de la emperatriz, a fin de que espere el edicto imperial. —Li Lien-ying señaló impacientemente ha- \cia la puerta—. Vuestro servidor ruega a Su Excelencia y a su hija que le precedan.

Sung Yin y Dulce Virtud dejaron el relativo calor de su pieza y salieron al severo frío de un nuevo día. El mandarín apenas si notaba el cielo despejado o que el viento había amainado. Con el sereno desapego que sus profundos estudios de los filósofos clásicos chinos le habían permitido cultivar, pudo pasar por alto una innoble aprensión y concentrarse en el gozo inmediato de ver las misteriosas y sagradas delicias de la inviolable Tzu-chin-cheng, la Púrpura Ciudad Prohibida, el Gran Interior; el hogar de los emperadores de China; la ciudad a la que una veintena más o menos de los cuatrocientos millones de habitantes de China tenía entrada, y, entonces, solamente a invitación del emperador; la ciudad en la que ningún otro hombre entero podía permanecer después de la puesta del sol, bajo pena de una muerte atroz, pues solamente al em-perador le era lícito dormir dentro de sus formidables murallas rosadas; él y su Primera Consorte, la emperatriz; las shu fei, sus Consortes Secundarias, sus otras concubinas, ciertas parientas imperiales y las damas de honor.

Por lo que el mandarín miró a su alrededor con gran interés mientras acompañaba a Dulce Virtud, el chambelán y los eunucos menores. Se encontraban en un largo y ancho patio, rodeado por todos lados por las murallas almenadas de veintidós pies de altura que encerraban completamente la Ciudad Imperial. Una rápida ojeada hacia atrás le mostró la Puerta Ta- Ching, por la que fue llevado la noche anterior, y, a la izquierda, el pequeño cuartel de guardia. Una gran calzada de piedra labrada corría a lo largo del patio; a ambos lados del suelo estaba pavimentado con ladrillos grises» gastados desigualmente por generaciones de pies finamente calzados que lo habían atravesado, y ahora. obscuros a causa de la marchita vegetación que en el verano anterior había crecido en cada hueco y hendidura. A ambos lados del patio, paralelos a las rosadas murallas, se encontraban las largas hileras deedificios enrejados, tipo dormitorio, ocupados por eu-nucos, sirvientes de palacio y guardias.

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El pequeño grupo caminó hacia el norte a lo largo de la calzada, a través de dos puertas más, pasando o siendo pasados por eunucos de ínfimo rango, criados y funcionarios de la corte dedicados a sus quehaceres. Los ojos de Sung Yin, y también los de Dulce Virtud, estaban fijos en la puerta que tenían al frente, la Wu Men, Puerta del Mediodía, que era la principal entrada sur a la propia Ciudad Prohibida; una puerta poco imponente cuando era vista como primer plano bajo la perspectiva de dorados techos que se extendían por más de dos tercios de milla.

Pasaron por el largo y sombrío túnel de la Puerta del Mediodía a un patio cuadrado más grande. A pesar de su tentativa de estoica indiferencia, Sung Yin estaba agitado, pues la vista de dos techos de pagoda en la distancia, uno a cada lado, le hacía comprender que habían salido de la Ciudad Imperial, penetrando a esa morada fabulosa, la Ciudad Prohibida.

A primera vista no se notaba apreciablemente el cambio, pues el segundo patio apenas difería del cuadrángulo precedente: los mismos ladrillos grises, con sus malezas secas llenando todas las grietas, flanqueaban la calzada; las mismas altas murallas rosadas lo rodeaban por todos lados. Aún así, había esta diferencia : fuera de las puertas incrustadas al final, en las murallas del oeste y del este, el extremo norte del patio era otra puerta, una magnífica, con techo de dos hileras, flanqueada a ambos lados por dos más chicas.

El canal con márgenes de mármol, que se abría sinuosamente paso a través del patio, estaba atrave-sado por cinco puentes de mármol, y a causa de que el mandarín sabía algo acerca de la rígida etiqueta que gobernaba cada detalle del proceder de la corte, se dio cuenta de que el amplio puente central era usado solamente por el emperador. No lo sorprendió, pollo tanto, cuando el eunuco jefe lo condujo a un puente más pequeño, en la extrema izquierda, y de ahí, a manoizquierda, la entrada occidental. Al acercarse a ella, el chambelán anunció con orgullo:

—La Puerta de la Suprema Armonía. El umbral del Palacio Imperial.

Pasaron por la puerta abierta al acostumbrado túnel a través de la muralla. Al final penetraron en un tercer patio, completamente cercado, con puertas de reja en las murallas occidentales y orientales. Al extremo norte, accesible por medio de tres terrazas de mármol blanco, exquisitamente talladas y cortadas por tres escaleras, estaba el primero de los edificios del palacio, con sus techos curvos brillando como oro contra el fondo azul y la belleza de sus primorosas tallas de madera visibles incluso desde la distancia.

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Li Lien-ying señaló con una mano rolliza cuando cruzaban diagonalmente el patio hacia la más chica de las puertas de reja en la muralla oriental.

—La Sala del Trono de la Suprema Armonía. Allí el Hijo del Cielo da audiencia a los príncipes imperiales, nobles chinos y enviados de Estados soberanos. — Continuó diciendo con sádica malicia—: Su servidor confía que Su Excelencia apreciará la oportunidad que se le da de ver algo del Palacio Imperial. Su servidor podía haberlo traído pasando por los edificios menos importantes.

—¿Por qué estás haciendo esto? —preguntó Sung Yin con desdeñoso desprecio del ceremonial.

—Su servidor es un hombre pobre —explicó blandamente el chambelán.

Habiendo arreglado satisfactoriamente los asuntos financieros, penetraron, por medio de la salida norte, a un patio más pequeño, y en seguida, a través de una puerta chica detrás, al Campo de Ballestería, y de ahí a una entrada situada entre la Capilla de Antepasados Imperiales y la Casa de Té Imperial. En el extremo de la puerta había un largo y angosto patio, como siempre rodeado por altas murallas rosadas. La pared del sur no tenía adornos: existía una puerta al final del patio, y, detrás del estrecho túnel, la muralla más alta de la ciudad. A su izquierda, a medio camino del patio, so veía una puerta más importante, por la que en seguida pasaron, para encontrarse en otro patio insignificante, con una puerta aún más adornada.

- La Puerta de Supremacía Imperial —anunció Li Licn-ying cuando la atravesaban hacia otro de los patios que ya les eran familiares—. Su Excelencia ve ante él su destino, la Sala del Trono de Supremacía Imperial, con el palacio de Su Majestad, el Palacio de Vejez Tranquila, detrás.

Igual a muchos otros patios, éste también estaba dispuesto como un paisaje-jardín, con rocas en minia- tura, nudosos árboles y un pequeño estanque de nenúfares, y rodeado por edificios chicos unidos por una galería cubierta. El mandarín no estaba interesado en el patio, que era un distintivo de todas las casas chinas grandes, sino solamente en la Sala del Trono, un edificio rectangular, con un techo de tejas verdes y una corta escalera de mármol que conducía a una columnata pintada de rojo. A ambos lados de los peldaños había un hermoso y aterrador dragón de bronce con el lomo arqueado.

Atravesaron el patio y subieron por la escalera de la Sala del Trono de la Emperatriz

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Viuda, Su Sagrada Majestad, Tzu Hsi, más familiarmente conocida, por propio deseo, como Lao Fo-yeh, el Venerable Buda, o, como generalmente lo traducían al inglés, el Viejo Buda.

Al penetrar en el edificio, la penumbra, contrastando sombríamente con el vivo resplandor del sol de la mañana, hizo que una sensación de pavoroso presentimiento se apoderara de Dulce Virtud.C A P I T U L O V I I I

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D Os DAMAS DE HONOR ESTA- ban de servicio para llevarse a Dulce Virtud. El contacto con el mundo occidental la había despojado del tradicionalmente estoicismo de su gente. Influida por explicable temor, posó su mano en el brazo de su padre.

—No quiero dejarte, padre. Por favor, pídeles que me dejen permanecer contigo.

Las damas de honor volvieron la una hacia la otra sus caras espesamente pintadas y rieron tonta y ruidosamente. El eunuco jefe frunció el ceño.

—Su Excelencia le ordenará a su hija que acompañe a las damas de honor. Su Majestad está esperando.

Sung Yin hizo tristemente un signo afirmativo.

—Haz lo que se te pide, niña mía. Pronto estaremos nuevamente juntos...

Zafó su mano y la empujó hacia adelante. Con la innata obediencia de las mujeres chinas, ella se alejó lentamente; pero cuando iba a pasar el umbral de una puerta, se dio vuelta para darle una última mirada a su padre, y él vio que sus ojos estaban arrasados en lágrimas. Trató de hablarle, pero Li Lien-ying le indicaba ya la Sala de Audiencias.

El mandarín entró y vio al fondo el dosel en el que estaba tallado un trono de ébano ocupado por una mujer.

Se dejó caer de rodillas y avanzó arrastrándose por el suelo, teniendo cuidado al hacerlo de mantener loso]o.'i bajos. Babia que los eunucos lo vigilaban cuidadosamente, buscando cualquiera desviación de

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la es- trida etiqueta que se esperaba de él, a fin de informar a su Imperial Ama.

Al moverse lentamente hacia adelante cantó con una voz de sonsonete:

Vuestro esclavo Sung Yin pregunta respetuosa-mente por la salud de Su Majestad.

Se sacó el sombrero y, estirando tiesamente los brazos hacia delante desde los codos, se inclinó hasta que su frente tocó el suelo. Hizo esto tres veces. En seguida se puso de pie y se acercó al trono; en silencio se arrodilló en un cojín colocado ante él.

Habló la Emperatriz Viuda:—¿Tu nombre de familia?—Sung, Gran Antepasado, primogénito de

Kuo- Jan, de Nangyang ¡Fu, en la provincia de Honan.

—¿Tu nombre oficial?—Yin, Gran Antepasado.—¿Tu título honorífico?—Pa-t'u-lung-a, Gran Antepasado.—¡Excepcional virtud militar! ¿Cuándo

recibiste la distinción de ese nombramiento?—Vuestro esclavo tuvo el honor de recibir

ese nombramiento como una totalmente inmerecida recompensa por sus insignificantes servicios militares durante la guerra con Japón.

—¿Tu grado?—Funcionario del primer grado y miembro

del Cuerpo del Estandarte Blanco, Gran Antepasado.

—¿Cuántos hijos varones tienes?—Ninguno.—¿Cuántas hijas?—Nacieron dos, Gran Antepasado, pero la

mayor murió hace tres años, al dar a luz el segundo nieto de vuestro esclavo. Ahora vuestro esclavo sólo tiene una hija para consolarlo en la soledad de sus decadentes años.

—-¿Su nombre?—Dulce Virtud.—¿Es casada?—No, Gran Antepasado.—¿Qué edad tiene?—Dieciocho años.—¿Dónde fue inscrita?La Sala del Trono estaba calentada por

cuatro braseros portátiles de cobre, que hacían el ambiente azufroso y asfixiante, pero Sung Yin se sentía helado de temor. Permaneció callado hasta que la emperatriz se impacientó.

—Responde a Nuestra pregunta.—Vuestro esclavo no la inscribió, Gran

Antepasado.Hubo una pausa. Entonces la emperatriz

habló de nuevo, con una creciente nota de ira en su voz:

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—Señor Sung Yin, ¿sabes que las hijas de un funcionario de primer grado son elegibles para el privilegio de llegar a ser concubinas de Su Majestad el emperador?

—Sí, Gran Antepasado.—¿Y que es del registro de los nacimientos

nobles que el emperador escoge sus esposas secundarias?...

—Sí, Gran Antepasado.—¿No querías que tu hija se convirtiera en

esposa secundaria del emperador, que es el mayor honor, fuera de convertirse en emperatriz, al que cualquier mujer en nuestro país puede aspirar?

A pesar de que no podía haber una respuesta satisfactoria a la pregunta, el mandarín hizo una tentativa.

—¡Ay! Gran Antepasado, el amor de vuestro esclavo por su única hija fue más fuerte que su anhelo a que obtuviera ese señalado y supremo honor, pues le faltó valor para privarse de su cariñosa compañía.

—Basta —ordenó la emperatriz—. Esa no es la verdad. Tu mujer y otra hija estaban vivas en la época en que tuviste la flaqueza de no inscribir el nacimiento de Dulce Virtud.

-—Gran Antepasado, eso es cierto. Este detestable esclavo le ha hecho al Señor de Diez Mil Años un irreparable agravio; por lo tanto, le ruega humildemente

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o, Vuestra Majestad que determine la pena por su falta, lo qu:< puede servir de advertencia a todos los funcionarios para que no desatiendan la honorable costumbre de inscribir a sus hijas.

El agravio no es irreparable, señor Sung Yin — hizo notar la emperatriz—. Debido a ciertas desgraciadas circunstancias, Su Majestad ha sido privado de la compañía de su consorte secundaria, la concubina Perla. Si Dulce Virtud hallara gracia ante el emperador, podría traerle consuelo a Su Majestad en sus horas de tristeza.

El horror privó a Sung Yin de su autocontrol, pues todo Pekín, toda China, sabia que de todas las esposas del emperador, la única que gozaba de su favor era la concubina Perla, que, a consecuencia de su amor y de la simpatía de ella hacia su abortado intento de reformas, ambos eran virtualmente prisioneros de la déspota que gobernaba a China con mano de hierro.

Olvidándose de todo, alzó la cabeza y la miró desafiante.

—^Majestad, ¡no podéis hacer eso! —gritó—. No podéis ni pensar en esa vileza.

Ante este inaudito insulto, el eunuco jefe dio un medio paso hacia el mandarín; los otros eunucos se agitaron sorprendidos. La Emperatriz Viuda golpeó el brazo de su trono con la palma de la mano; el violento ruido resonó alrededor de la relativamente vacía Sala del Trono, obligándolos a todos a permanecer quietos.

El mandarín se daba cuenta de que el castigo para su temeridad era la decapitación. La emperatriz no toleraba el menor desaire a su feroz orgullo; con todo, el de él no era menos inquebrantable. Estaba preparado a aceptar una sentencia de muerte con el estoicismo de su casta y raza. No obstante, en su angustia por Dulce Virtud, se rebajó al nivel del más mísero culi.—Vuestro demente esclavo pide humildemente el perdón de Su Majestad por su afrentosa conducta, y servilmente de rodillas implora la clemencia real —gimió en alta voz—. No fue este respetuoso esclavo el que habló con mis labios, Gran Antepasado, sino un perverso demonio que se apropió esta alma para sus viles propósitos.

La Emperatriz Viuda miró la curvada espalda de Sung Yin. Si adivinó el raciocinio que impulsó la indecorosa conducta del mandarín, ocultó el hecho.

—Lo que está dicho, está dicho —declaró con voz estridente—. El castigo que sufrirás dependerá de las respuestas a las nuevas preguntas que Te haremos.

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—Vuestro esclavo está escuchando, Gran Ante-pasado.

—¿Por qué eres tú el único, entre nuestros nobles y altos funcionarios, que desprecia el alto honor de desposar tu hija con Su Sagrada Majestad? ¿Es acaso una deshonra para una noble doncella manchú llegar a ser consorte secundaria del gobernante del Imperio Manchú? De sus entrañas puede brotar la semilla del futuro emperador de los manchúes, así como un emperador anterior brotó de Nos, que era consorte secundaria. ¿Le negarías a tu hija esa oportunidad?

—Su Sagrada Majestad ha abdicado recientemente —hizo notar Sung Yin.

Los ojos de la emperatriz se llenaron de la furia incontrolable, la que se estaba haciendo crecientemente notoria.

—¡Basta de insolencias! —exclamó—. Ya que no quieres decir a Nos tus razones, Te las diremos. Has traicionado a tu emperador al caer víctima de las melosas palabras de los misioneros y personas extranjeras. Has escuchado sus perniciosas enseñanzas cristianas, y te has permitido creer en la llamada inmoralidad de la costumbre china de la poligamia. Has llegado a preferir la somera amistad de los extranjeros al compañerismo intelectual de tu propia gente. Has insultado, no solamente a Nos, sino a su Sagrada Majestad, Hijo del Cielo, Señor de Diez Mil Años, al tratar de impedir que tu hija se convierta en Esposa Secundaria de Su Majestad.

Hizo una pausa, jadeando a causa del desenfrenado furor que se alimentaba con el combustible de su propia ferocidad. El silencio en la Sala del Trono

Crepúsculo.—7 " fue Interrumpido solamente por el graznido de los cuervos en el tejado de la sala y el incesante golpeteo de los dedos de la emperatriz en los brazos del trono.

Su voz se volvió cruel: -Por estas ofensas nadie podrá decir que no mereces un castigo extremadamente severo, señor Sung. Este, entonces, es nuestro edicto imperial...

Los eunucos 'detrás del mandarín cayeron de rodillas, conforme a la etiqueta.

—•Hemos escuchado las aparentes excusas que el señor Sung ha hecho por haber f altado a su deber hacia el emperador y su país, a despecho de los honores y títu-los que Nos, con Nuestra acostumbrada beneficencia, le hemos concedido de cuando en cuando. Su dejación del deber, lealtad y gratitud ¡hace imposible la misericordia. Se ordena, por lo tanto, que sea formalmente sentenciado

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al castigo de decapitación; pero, como señal de Nuestro recuerdo de sus servicios militares pasados, hemos decidido recurrir a Nuestro derecho de indulgencia; en ejercicio de lo cual, se le permitirá al señor Sung que se suicide en la Cámara Vacía, antes que se ponga el sol esta tarde.

"Este es Nuestro edicto: Que la hija del señor Sung, Dulce Virtud, se convierta en consorte de tercera clase de su Sagrada Majestad, el primer día que los astrólogos de la Corte elijan como auspicioso, y que permanezca a cargo de la emperatriz hasta que llegue ese día. ¿Lo habéis oído, señor Sung?

El mandarín hizo una profunda reverencia:—Vuestro miserable esclavo, habiendo oído y com-

prendido, desea expresar su humilde gratitud a Su Majestad por su clemencia. Ruega, además, que se le conceda el privilegio totalmente inmerecido de un último encuentro con su hija, antes de juntarse con sus antepasados y visitar las Nueve Puentes.

■—Se concede ese privilegio. Ve que se le concedan sus últimos deseos al señor Sung, Lien-ying.

—Sí, Venerable Buda.—Así serán castigados todos los que traicionen asu país al asociarse de buena gana con los bárbaros ex-tranjeros —(proclamó la emperatriz—. Ha terminado la audiencia.

2

' Ignorantes del hecho de que cerca de las gruesas murallas de casi cuarenta y dos pies de ancho de la Ciudad Imperial Sung Yin estaba encarcelado en la Cámara Vacía, la prisión del clan imperial de la Corte, donde ponía estoicamente en orden sus asuntos antes de hacer uso de la cuerda de seda que colgaba de una viga en la pieza contigua; inconscientes de la inminente tragedia, Randall y Evelyn exploraban la Ciudad China antes de ir al norte, a la Ciudad Tártara, para acudir a la cita con la princesa Natalie y Sir Oliver.

Después que Wen Chin los hubo dejado, para con-tinuar su frenética busca del paradero del mandarín y su hija, Randall había llevado a Evelyn a las "Diez Mil Prosperidades". Allí Wu Yu los había invitado a tomar asiento, ofreciéndoles té y cigarrillos, mientras asistentes de suave andar y largos dedos les mostraban un tesoro tras otro, hasta que los ojos de Evelyn se deslumhraron por la vista de tantas cosas preciosas.

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Al dejar la tienda de Wu Yu, Randall había hecho venir los dos rickshaws, pues ya quedaba poca luz diurna. Pasaron tan rápidamente como fue posible en medio del gentío de las calles menos importantes del distrito comercial; largos callejones, tan angostos, que había apenas espacio para que los dos rickshaws pasaran sin el riesgo de toparse con los chillones carteles que decoraban hasta las más insignificantes tiendas. Fascinada por todo lo que veía, anhelaba continuar y continuar, viendo todo el tiempo algo nuevo, algo diferente, algo exótico, viviendo en uno de esos raros sueños en que la felicidad supera a la realidad. Su sentido del olfato hacía el despertar aún más brutal: cuerpos sudorosos y sucios, encajados en capas adicionales de ropa, a medida que los días se volvían más fríos, mezclaban su característico hedor con el pestilente efluvio do excrementos humanos, que no podían ser destruidos sin pecar contra los ritos de la agricultura y la religión, y ni siquiera el incienso ardiendo dentro y fuera de las tiendas, a fin de propiciar los dioses de la prosperidad, ¡bastaba para ahogar la fetidez, pues estaba en todas partes: en los cubos que se encontraban fuera de las tiendas, y frecuentemente en baldes precariamente suspendidos de varas de bambú en los hombros de hediondos culíes, cuyo oficio era trans-portarlos en verano a las granjas y en invierno a las fábricas, donde se mezclaban con tierra, a fin de hacer ladrillos para las provincias sureñas.

Finalmente fue hora de dirigirse al hogar de los Troubetskoy, por lo que Randall dio nuevas órdenes a los culíes de los rickshciws. Torcieron hacia el norte, y pronto se encontró Evelyn pasando de nuevo por la Puerta Chien. Al final de la Ciudad Tártara doblaron hacia el poniente. Estaba atónita por la diferencia entre las dos ciudades, pues ahora se encontraba avanzando por calles que eran relativamente tranquilas y desiertas: calles sin interés, con filas de grises .murallas desnudas que ocultaban todo, excepto el camino adelante y atrás.

El rickshaw de Randall se acercó al costado del de ella, y conversaron mientras los culíes apostaban ca-rreras.

—Estamos en la parte residencial de Pekín —le explicó—. ¿Ve esas murallas?

Hizo un signo afirmativo.—Rodean los recintos y fueron levantadas para

ocultar los jardines a los transeúntes y proteger las casas del riesgo de que se propale el incendio. La mayoría de las casas pekinesas son duplicados en miniatura de la

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Ciudad Prohibida. Cada una es una unidad de aislamiento absoluto, un pequeño reino propio. —Sonrió—. Los chinos son parecidos a ustedes los ingleses, en un aspecto: les gusta esconderse del resto del mundo, tanto mental como físicamente.

Siguieron dando tumbos sin cesar, o así le parecía a Evelyn, pues la vista de ladrillos grises, con las des-hojadas ramas de los árboles apareciendo por encima, se fue haciendo cada vez más monótona. Se alegró cuando Randall vociferó una orden que hizo detenerse jadeando a los culíes ante una puerta de reja, que daba al sur, custodiada por dos leones de piedra. 1

Habiéndoles ordenado a los muchachos que aguar-daran, Randall golpeó a la puerta. Mientras esperaban que fuera abierta, Randall explicó:

—Lo más esencial en la arquitectura china es ajus-tarse a las reglas de Fengshui. No me pida que le diga precisamente lo que es Fengshui: ningún occidental lo puede explicar adecuadamente en su propio idioma. Es una superstición geomántica, y una de sus primeras reglas es que todas las ciudades y casas, cuando es posible, deben ser alineadas con los cuatro puntos de la brújula, y que todas las piezas principales deben dar al sur.

—Un plan muy razonable. —Evelyn tiritó, pues el sol se ponía rápidamente y el viento helado soplaba con más fuerza—. Si yo viviera aquí durante el invierno, no me gustaría que mi hogar diera al norte.

El portero abrió la puerta. Estando al servicio de un extranjero, se había acostumbrado a los occidentales que llegaban sin la formalidad del culi y su gran tarjeta de visita. Los hizo pasar sin demora -a lo largo de su pabellón y alrededor de la baja y liviana muralla que tenía por objeto impedir a los duendes, que sólo pueden volar en línea recta, penetrar al patio a través de la puerta de rej a.

Acompañados por el criado número uno de la prin-cesa, vestido con una larga chaqueta azul y gorro re-dondo de seda, pasaron por el primer patio, llamado de recepción. Evelyn vio que estaba rodeado por todos lados —excepto el lado sur, que se componía exclusivamente del desnudo muro exterior— por largos y angostos pabellones de un piso, que miraban hacia adentro y aparentemente unidos sólo por galerías enlosadas y sendas a través de pérgolas cubiertas. En el centro del patio había un pequeño estanque con peces, y en el medio una cigüeña de piedra. Las ramas de un sanco

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colgaban sobre ¡el estanque. En cada esquina se encontraba un arbusto de lila.

—Este es el patio principal —explicó Randall cuando avanzaron al atrio central—. Frente a nosotros es- U'm los departamentos principales, que, si fueran ocupados por ehinos, serían los del dueño de casa. En el patio de atrás están las viviendas de las mujeres, su esposa, sus concubinas y su madre, si viviera. El cuarto patio está reservado para la servidumbre.

Evel-yn se sintió horrorizada ante la idea de con-cubinas, pero no tuvo oportunidad de hacer un comen-tario. Pasaron sobre el alto umbral a la casa, donde los sirvientes los despojaron de sus abrigos y los hicieron penetrar a un gran salón a la derecha.

La princesa Natalie los recibió con los brazos abiertos.—Qué puntuales son ustedes, mes enfants. El té será

servido inmediatamente: no esperaremos a Igor. —Le hizo una señal a un cimah que esperaba pacientemente en un rincón—. ¿Ha cambiado su opinión sobre Pekín desde esta mañana, señorita Strangways? —continuó, volviéndose hacia Evelyn.

—¡Oh, sí! —contestó con ingenuo entusiasmo—. No creía que algún lugar pudiese ser tan fascinador. Excepto por los olores... —añadió, haciendo una mueca—. Me encantan las tiendas. Podría gastar una fortuna en las que venden objetos de jade.

—Y otra en las que venden cerámicas, marfiles, sedas —comentó secamente Natalie—. En realidad, cualquiera que sea aficionado a las antigüedades tiene que mantener un rígido control para no gastar una fortuna. No conozco otra ciudad en el mundo donde puedan encontrarse tantos preciosos otjets d'art por el precio de su trabajo.

—Tengo que llevar a papá a las "Diez Mil Prospe-ridades". —Evelyn le sonrió afectuosamente a su padre—. ¿Qué piensas de Pekín, papá querido?

—Lo suficiente para quedarnos aquí más de lo que habíamos planeado, querida, siempre que tú lo desees.

Se sintió sorprendida, pero encantada.—Por favor —imploró fervorosamente—. El señor

Lockhart dice que hay tantas otras cosas que ver.—Mucho más —corroboró éste—. Temo que hoy no

hayamos ido más allá de las tiendas.—Tenga la certeza de que una mujer no se alejará de

las tiendas hasta que conozca de memoria cada artículo en ellas —murmuró agradablemente Strang- ways.

—¡Vamos, Sir Oliver! —protestó Natalie—. Yo no lo llevé a ninguna.

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Sus ojos brillaban al volverse ¡hacia ella.—Princesa, el gusto exquisito de las porcelanas y

jades que veo a mi alrededor prueba que ya conoce cada artículo de memoria.

—'¡Adulador! —murmuró. Alzó la vista cuando en-traba su hermano, ceñudo y serio.

Saludó a sus huéspedes con su encanto habitual, pero era claro para los que lo miraban que estaba preocupado. Pronto supieron por qué.

—Acaba de llegar la noticia a Pekín del asesinato de otro misionero blanco —.anunció bruscamente. Miró a Sir Oliver—: Ciudadano británico, misionero angli- cano, llamado Brooks.

—¡Dios mío! —La noticia horrorizó a Sir Oliver. Años atrás había conocido a Brooks y le había agradado enormemente.C A P I T U L O I X

I

LoS RUMORES ACERCA DE LA muerte del misionero anglicano circularon entre los residentes del Barrio de las Legaciones con detalles fan-tásticos, que eran automáticamente desestimados; pero pronto se supo de fuentes oficiales que los relatos eran menos exagerados de lo que se creyó al principio. El misionero había estado en el distrito Fei Cheng, en la provincia de Shantung. El 30 de diciembre, viajando en carretilla, sin escolta, fue capturado por una banda de unos treinta boxers. Al día siguiente, después de haber sufrido terribles torturas, fue decapitado y su cuerpo arrojado a la zanja más próxima. Fue descubierto más tarde por chinos cristianos, que informaron acerca de la tragedia al ministro británico en Pekín.

Sir Oliver estaba aún confundido por el asesinato cuando visitó a la princesa Natalie a la mañana siguiente, para cumplir su promesa de acompañarla al distrito de compras de Chien Men.

Lo saludó afectuosamente, invitándolo a sentarse.

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—El tiempo suficiente para ofrecerle un poco de vodka —le rogó—. Espero que le guste la vodka —añadió, tardíamente preocupada—. No a todos sus compatriotas les agrada.. Dicen que les recuerda el alcohol metílico.

—Estoy seguro de que exageran.—¿Entonces no lo ha probado nunca?Confesó que no, añadiendo:—¿No es un poco temprano? Raramente bebo an-

i.i'.s del atardecer.—En un día tan frío lo ¡hará entrar en calor y lo

fortificará contra el viento. —Sus ojos obscuros brillaban con amistoso ruego—. Además, Sir Oliver, deseo realmente que le guste nuestra bebida nacional.

—Entonces no puedo resistirme más a su sugerencia —contestó galantemente.

Llenó dos vasos chicos.—Debe vaciarlo de un trago —le enseñó—. Así.Vació su vaso. El hizo lo mismo. Mientras el fuerte

licor le quemaba la garganta y hacía arder el estómago, pensó con disgusto que aquellos de sus compatriotas que lo comparaban con alcohol metílico, después de todo, no exageraban.

Ella presintió su reacción a la vodka, pues sus ojos brillaron.

—Es un gusto adquirido, y pronto llegará a gustarle. La próxima vez tendremos también caviar. Estoy segura de que encontrará irresistible la combinación.

Se sintió confortable y contento al acomodarse en la silla. Era una hermosa mUjer la princesa. Bien hecha, además. Con ojos extraordinariamente atractivos. Había algo en ellos que hacían que un hombre se diera cuenta de que lo era. Buena compañía, también, para un viudo solitario. Endemoniadamente inteligente. E ingeniosa. Y eso de "la próxima vez" era grato al oído. Demostraba que no la estaba aburriendo.

—Sir Oliver...Se sobresaltó. ¡Santo Dios! Le estaba hablando. ¿Con

seguridad que la vodka no sería tan fuerte como eso? No con sólo un pequeño vaso. Sin embargo, había estado soñando despierto.

—Por favor, perdóneme —rogó—. Estaba sumido en mis pensamientos. Me hace usted sentir demasiado con-fortable.

Los ojos de ella brillaron en apreciación de su ga-lantería, pero pronto se puso seria de nuevo.

—.¿No ha cambiado de opinión desde anoche acerca de permanecer en Pekín?

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—No.La pregunta lo sorprendió, y su expresión reveló su

perplejidad.Quiero decir, a causa de las noticias. Ya he oído d'P

dos familias que están haciendo preparativos para partir a la costa.

—¡Oh! —Continuaba sorprendido—. Un asunto chocante, princesa, verdaderamente chocante. Brooks era un buen hombre. Pero fue un necio al viajar sin escolta por un área infestada de bandidos. ¿Seguramente que su muerte no es suficiente razón para partir de Pekín?

—Si la muerte del pobre señor Brooks fuera el primer incidente, naturalmente que no sería motivo para huir de Pekín. Pero está muy lejos de ser el primero, y es otra brizna de paja, como dicen ustedes en inglés, para mostrar de qué lado sopla el viento. —Hizo una pausa para coger de la mesa una cigarrera de oro—. ¿Fuma usted cigarrillos rusos?

—De vez en cuando.Aceptó un cigarrillo de cinco pulgadas de largo; casi

dos tercios de él consistían en un filtro de cartón.Tan pronto como los dos estuvieron fumando, Natalio

continuó:—Durante los doce meses pasados los boxers se han

vuelto cada vez más -agresivos hacia los cristianos: se ha obligado a 'los cristianos chinos a hacer reverencias ante los altares boxers; los misioneros han sido lapidados, ataca-dos y robados; las iglesias y colegios cristianos, incendiados; los pueblos -chinos casi totalmente cristianos han si-do -arrasados. Una y otra vez han debido enviar a toda prisa tropas imperiales a fin de reprimir los disturbios, restablecer -el orden y proteger a los europeos y chinos cristianos.

"Muchas -de -estas tropas han demostrado tan poco entusiasmo en atacar a los boxers, como el que tienen los magistrados de distrito -en mantener antes que nada -el orden. Y, especialmente -desde que el general Tung Fu-shiang tuvo una audiencia con la -emperatriz. Corren rumores de que le rogó que le permitiera usar sus guerreros kansuh cotí el objeto de arrojar do las costas de China a todos los extranjeros. Se dice que Su Majestad recibió favorablemente la sugestión, pero que añadió que aún no era llegado el momento.

—¿Pero seguramente ese rumor no es verdadero? —preguntó con indignación.

—Nadie puede garantizarlo; pero, falso o no, a falta de un positivo desmentido de la emperatriz, la historia

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tiene tanta influencia entre los chinos como si fuese cierta. Creen que la Corte está de acuerdo con 'ellos en su deseo de deshacerse de todos los extranjeros. En consecuencia, cada día se vuelven más atrevidos.

"Naturalmente que los ministros aquí en Pekín no dejaron pasar esta sucesión de ultrajes sin sus concer-tadas protestas. Un mes atrás, el señor Conger fue advertido por teléfono de que la sublevación boxer se había extendido a más de veinte distritos. El y otros mi-nistros hicieron las más serias representaciones al Tsungli Yamen, que sirve de enlace entre la Corte y las legaciones. El gobernador de la provincia fue destituido y reemplazado por un general, que es notoriamente hombre adicto a la emperatriz. Eso fue hace pocos días. Ahora, el vil asesinato del señor Brooks ha llegado como una inquietante culminación. Si la muerte del señor Brooks inflamara las pasiones de los pekineses... —Se encogió de hombros—. ¿Qué probabilidad tendrían los pocos centenares de blancos contra un millón de chinos, si la emperatriz les dejara las manos libres a los boxers?

—¿Podría suceder eso, princesa? Juzgando por las pocas palabras que cambié con el primer secretario de Ja legación británica, las legaciones occidentales no están demasiado perturbadas por la muerte del pobre Brooks..., quiero decir, naturalmente, ten lo que a consecuencias se refiere para los habitantes blancos de Pekín.

Natalie estaba furiosa:—Los occidentales están cegados por su consciente

superioridad. Desprecian a los chinos como gentes de-cadentes y gastadas que ya no se atreven a levantar la voz. ¿No es eso lo que dirían ustedes en inglés, Slr Oliver?

El inclinó la cabeza.—¿Cuál es su opinión, princesa?Encendió otro cigarrillo. El notaba que los pensa-

mientos de ella estaban llenos de preocupación; impen-sadas sus acciones.

—Como rusa, Sir Oliver, mi orientación está más cerca de la de los chinos que la suya. Puedo apreciar cuánto deben haber sufrido, tal vez espiritual más que físicamente, cuando fueron forzados, con la punta de la pistola, a ceder pedazos de su territorio a países jóvenes, más pequeños y arrogantes, y al ser invadidos por misioneros cristianos bien intencionados, que desafían las supersticiones locales de siglos y alientan a los convertidos a despreciar las leyes de sus propias comunidades.

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—¡Oh princesa!... —exclamó Sir Oliver.—Yo no exagero. Algunos misioneros se han iden-

tificado en tal forma con su grey de convertidos, que, si un cristiano chino pasa a ser parte en un juicio, inmediatamente harán presión sobre el magistrado local. El pobre hombre, consciente de que si falla en contra del convertido, el misionero puede recurrir a su legación solicitando la intervención de altos funcionarios en Pekín, prostituye la justicia al fallar en favor del convertido. El saber que tiene respaldo extranjero hace al convertido un despreciador de las leyes. Usted puede comprender cómo enardece esto a sus vecinos no cristianos, no solamente contra los misioneros y chinos cristianos en general, sino también contra esos extranjeros que han enviado a los misioneros a trastornar costumbres consagradas por la tradición de miles de años.

Apagó su cigarrillo velozmente fumado; en seguida sonrió disculpándose:

—Como buena cristiana que soy, aunque comulgante de la iglesia ortodoxa griega, tal vez no debía provocarlo al hablar de esta manera. Pero usted me preguntó, Sir Oliver, si creía que estamos seguros aquí en Pekín de la llama antiextranjera que está extendiéndose por China, y mi respuesta es: "No lo creo".

Sir Oliver estaba sorprendido por su vehemencia. Sin embargo, se consoló con la idea de que, por propia confesión, ella era más oriental que occidental. Natu-ralmente, pasaría por alto su bien intencionada adver-tencia, pero no haría nada sin consultar primero al ministro británico. Un sujeto razonable Sir Claude. El perfecto tipo del británico para su tarea. ¡Condenación! Si Gran Bretaña se hubiera alarmado -cada vez que unos cuantos nativos incitaban una insurrección local... ¡Cielos!, no existiría un Imperio Británico. No habría una India inglesa. Uno tenía que tomar lo bueno con lo malo...

Mientras tanto, hasta que el ministro británico decidiera que Pekín era demasiado peligroso para un visitante, aplazaría su partida, disfrutando de la compañía de esta deliciosa y encantadora mujer... Entonces tuvo un funesto pensamiento.

—¿Piensa usted partir de Pekín, princesa? —preguntó de pronto.

—Naturalmente que no. —Sonrió—. Jamás practico lo que predico. La vida se haría demasiado aburrida. Además, siendo miembro de la legación rusa, Igor no puede partir, y hasta que se case y cobre juicio, me siento responsable por él. —Sus ojos brillaron—: Es un muchacho tan tunante, Sir Oliver, que alguien tiene que vigilarlo.

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2

Durante las cuarenta y ocho horas siguientes, Sir Oliver encontró que su optimista punto de vista no era universalmente compartido. Sentía la cavilante tensión que estaba difundida en el Barrio de las Legaciones; lo mismo en los recintos de las legaciones, en los bancos y tiendas extranjeras, en los hogares de los miembros de las legaciones. A pesar de esto, no cesó la hospitalidad que se les tributaba a Evelyn y a él. Felizmente, ambos podían hablar corrientemente el francés y moderadamente el alemán, y siempre encontraban en las recepciones, tertulias o comidas, algún residente inglés o norteamericano.

Se empezó a preocupar a causa de Evelyn. Oyó algunas historias horripilantes de lo que les había su-cedido a las mujeres blancas durante pasados tumultos antiextranjeros; y la mera posibilidad, por muy remota que fuese, de que le tocase el mismo horrible destino, lo hacía sentirse cobarde por ella.

Durante dos días luchó con su conciencia, su orgullo y la convicción de que la gente exageraba. Acompañaba a todas partes a la princesa Natalie. Y mientras más conocía a Pekín, menos podía dar crédito a que sus afables habitantes pudieran convertirse en el sanguinario populacho de los jeremías. Naturalmente que los miraban mucho —especialmente los comerciantes de las distantes provincias de China, que estaban menos acostumbrados a ver caras blancas—, pero acabó familiarizándose con ello, y cesó de encontrar molesta la costumbre. Hasta se habituó a que la gente se le acercara y tocara su ropa, y a ver mujeres curdas levantarle las faldas a la princesa, para ver si debajo usaba pantalones.

Esto no fue todo lo que vio... Se asombró al saber que hasta el más humilde culi tenía una sincera apreciación de la poesía, y que muchos que nunca ganaban más de un puñado de monedas de cobre por un día de trabajo, se habían aprendido de memoria más de mil caracteres del alfabeto chino, a fin de leer y escribir. Vio a estos mismos culíes tratarse el uno al otro con una gracia y cortesía que habrían hecho justicia a un noble en Versalles en los días del apogeo del Rey Sol. Habló de filosofía con eruditos chinos y jugó ajedrez con ellos..., ¡pero no ganó jamás! Junto con Natalie recorrió las tiendas de antigüedades, y no pudo contener su deleite ante los muchos objetos maravillosos que les fueron mostrados gratuitamente: piezas que, por su calidad artística y soberbio trabajo, no

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tenían rival en el mundo. Estas impresiones hacían que la idea de un motín antiextranj ero en Pekín pareciera criminalmente difamatoria.

En seguida estaba el asunto del orgullo. El huir de un peligro real, ya era de por sí bastante malo. El huir de una mera posibilidad, era poco británico. Con todo, tenía que pensar en Evelyn —como siempre, sus pensamientos recaían en ella—, y así su conciencia sufría por su indecisión. No quería partir, pues Pekín lo había esclavizado, Pekín y la princesa Natalie.

Los más antiguos residentes de Pekín se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo, y trataron de po-nerlo sobre aviso, sutilmente, acerca -de lo peligroso que era para un occidental convertirse en amante de Pekín. Pekín, le dijeron, era una querida celosa. Podía mezclar un filtro amoroso que aseguraría su lealtad hasta el día del juicio; tejería una mágica cortina que lo haría ciego al mundo de más allá de las fronteras de China; cortaría y destruiría el cordón umbilical que lo unía al mundo occidental.

A causa de que ya era un voluntario ^esclavo de su amante, se mofó de sus advertencias. Se sentía cauti-vado por el aislamiento de los hogares amurallados de Pekín. Aunque no era un sibarita, podía imaginarse el voluptuoso placer de descansar en el patio. Allí, protegido del caluroso sol de Pekín por la fresca sombra de los árboles reverdecidos, observaría el perezoso vuelo de las palomas revoloteando sobre su cabeza y escucharía el sonido aflautado del viento pasando a través de los silbatos de bambú colocados debajo de sus colas. O quizás prestaría oído a la dulce música de las aves canoras al contonearse en sus jaulas de mimbre bajo las floridas enredaderas que rodeaban el patio; u observaría la gracia de las doradas carpas siguiendo su . lánguido curso entre las plantas de loto y susurrantes juncos, y aspiraría la dulce fragancia del jazmín y la mimosa; o contemplaría la exquisita belleza de las adelfas y exóticas camelias...

Este sería su mundo, y sería emperador en él; un país de hadas, oculto, perfumado y lleno de colorido; un patio de olorosas flores y .dorados dragones, de agradable sombra y cálido sol; un refugio de paz que nadie podría invadir sin su expreso permiso; un mundo en el que soñaría lentas y perezosas horas, o filosofaría con sabios chinos, o compartiría su ocio con Natalie, escuchando su voz fresca y apaciguadora, y observando la viveza de sus ojos fascinadores.

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Amenazas o no, éste era su deseo. Pero había que pensar en Evelyn.

Y, así, una mañana fue a ver a su antiguo amigo el ministro británico.

—¿Adivinas a qué he venido, MaeDonald?El ministro asintió:—Creo que sí. ¿Debo aconsejarte que partas con

Evelyn de Pekín mientras puedas hacerlo?—Sí.—En todo caso, como no tienes intención de per-

manecer mucho tiempo en Pekín...—¿Pero, y si deseo quedarme? Me gusta Pekín más

de lo que había pensado. Si me agrada ahora, en pleno invierno, me gustará más en primavera y comienzo de verano; por lo menos, así me han dicho.

—Eso depende de ti —dijo pensativamente Sir Claude—. Te advierto que el hedor se hace más pronunciado. Si estás dispuesto a soportar los olores y el calor, bien; cada hombre tiene su gusto propio; si quieres mi opinión acerca de si sería seguro que te quedaras ...

Hizo una pausa, frunciendo el ceño.—Mira, strangways, no soy un alarmista. Sé que las

provincias están revueltas, que este asunto de los boxers está empeorando. Ayer los ministros de Estados Unidos, Francia, Alemania y yo visitamos al Tsungli Yamen, para presentar una formal protesta por el asesinato de Brooks. ¿Qué sucedió? Se nos dio la acostumbrada respuesta china. Su Majestad, al mismo tiempo que expresaba su sincero pesar por el desgraciado incidente, no podía responsabilizarse directamente por la muerte de un extranjero no escoltado a manos de una banda de bandoleros y forajidos.

■IBandoleros! Yo crefy que Brooks fue muerto por una pandilla de boxers.

—¿Tienes pruebas acerca, de ello?—Naturalmente que no. Cómo podría...—-Precisamente. Ni tampoco las tengo yo. En la

diplomacia, cuando se hace una declaración de esa na- i iiraleza, tenemos que aceptarla, a menos que tengamos irrefutable evidencia de i0 contrario. Naturalmente que el ministro del Yanten prometió que no se omitirían esfuerzos para castigar a las bandas culpa- liles por su cobarde crimen.

—¿Meras palabras?—'Sí y no. Si continuamos haciendo bastante presión,

alguien va a cortar unas cuantas cabezas, tanto por pura apariencia como por el qué dirán; pero si se probara que

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eran cabezas realmente culpables, nadie ise sentiría más sorprendido que yo. Es más probable que pertenezcan a unos pobres diablos que han sido cogidos robando gallinas.

—Ellos no harían eso, MacDonald —protestó Sir O'liver.

—¿Crees que no? —La sonrisa del ministro era Insípida—. Cuando hayas estado aquí bastante tiempo, te darás cuenta de que los chinos no tienen la menor consideración por la santidad de la vida humana. Les importa tanto ejecutar a un hombre, como a ti y a mí el dispararle a un conejo o abatir un faisán.

"En todo caso, le he telegrafiado a Campbell (es el cónsul más cercano) que vaya a Chi Nan Fu, y que permanezca allí hasta que lo$ asesinos hayan sido cas-tigados. También he insistido) para que manden tropas de confianza a los centros de disturbios boxers (solamente que los llamé disturbios de "bandoleros"...) — añadió pensativamente'—, p%,ra asegurar una protección suficiente para otros misioneros británicos en esos distritos. No es que me preocupe acerca de misioneros que se quedan allí. Los soldados imperiales han estado custodiando las residencias d>o los misioneros hace bas-tante tiempo.

Crepúsculo.—8—¿Y qué me dices acerca de Pekín? —indicó Sir

Oliver.-¡ Ah! —El ministro se quedó mirando el escritorio que

tenía ante él—. A pesar de que no soy un alarmista, no puedo ignorar oficialmente todas las insinuaciones de que tendremos disturbios en Pekín antes de que termine el año. Personalmente, no puedo creer que la emperatriz esté respaldando secretamente la rebelión boxer. No es tan mala como la pintan algunas personas. En realidad, algunas damas de las legaciones que han tenido el privilegio de conocerla, dicen que es una vieja más bien agradable.

—¿Crees tú que lo es?El ministro sonrió agriamente:—Un viejo diplomático astuto, sería como yo la

describiría. Lo suficientemente astuta para aprender una lección de la historia pasada, y darse cuenta de que no tiene esperanzas de arrojarnos a los extranjeros fuera del país.

—¿La guerra de mil ochocientos sesenta?Sir Claude hizo un signo ¡afirmativo:

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—Los chinos tienen buena memoria, por lo que no es probable que Su Majestad haya olvidado que ella y su esposo tuvieron que huir de Pekín, y que su amado Palacio de Verano fue destruido como lección, para que no hiciera tan poco caso de las naciones occidentales.

—¿Así es que tú crees que aplastaría a los boxers con el ejército imperial, si trataran de organizar un golpe en Pekín? —persistió Sir Oliver.

El ministro dio vuelta un rostro melancólico hacia su visitante.

—Si me estás preguntando oficialmente, Strang- ways, no sé. Desearía saberlo, pero lo ignoro. La situación es crítica, endemoniadamente crítica. Todo depende del lado al que se incline la emperatriz, ¿y qué pobre varón tiene esperanza de profetizar correctamente lo que va a hacer una mujer? —Con un gesto petulante golpeó el escritorio con la palma de la mano—. Si solamente estuviéramos tratando con un hombre —gimió.C A P I T U L O X

CUANDO EVELYN OYÓ QUE SU padre pensaba permanecer más tiempo en Pekín, su expresión de ingenua alegría traicionó sus sentimientos. El rió mirándola.

—¿Y bien, querida?—¿Y bien qué, papá?—Yo esperaba que me hicieras objeciones. ¿Así es

que te gusta Pekín?—Es el sitio más fascinante del mundo.—Es la viajera la que habla —exclamó jocosamente,

pues no había viajado previamente más allá de Dieppe—. ¿Es la ciudad la que encuentras tan fascinante o la gente que vive en ella?

Sabiendo perfectamente la inferencia que había detrás de su pregunta, sonrió picarescamente.

El continuó:—¿Quién te va a mostrar hoy Pekín? ¿El joven

Lockhart o el príncipe Troubetskoy?—El príncipe, papá querido.—¡Hum!...Sir Oliver miró por la ventana. Estaba en Pekín poco

más de una semana; sin embargo, había tenido tiempo suficiente para oir repetidos y espeluznantes relatos de las aventuras del príncipe: sus amours era la palabra usada por los más francos. Algunas de las "víctimas" del príncipe fueron nombradas y descritas tan minuciosamente, que Sir Oliver oreía que no ten-

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dría la menor dificultad en reconocerlas si alguna vez se encontrara con ellas.

Estaba, por ejemplo, madame de Trler, cuyo marido había sido segundo secretario en la legación de Francia, antes de ser trasladado a Tokio. Fue lo suficientemente imprudente para enamorarse del príncipe, una cosa muy estúpida. Todos en Pekín sabían que una mujer debía tener una suerte excepcional, o ser muy hábil para retener su "interés" poco más de un mes después de capitular a su apasionado galanteo. Madame de Trier recibió tan desagradablemente su despido, que el ministro de Francia tuvo que cablegrafiar a París, pidiendo el traslado de su marido.

Siguió la Fraulein alemana que llegó a Pekín como dama de compañía de la esposa de un barón alemán que venía de turista. En ese caso, el príncipe fue pagado con la misma moneda, ya que fue la Fraulein quien puso fin al affaire cuando estaba en el auge de la pasión; aunque no voluntariamente, pues el barón decidió seguir a Australia, por lo que zarpó de China tres semanas antes de que la aventura hubiese llegado a su término normal, y dejó atrás un muy desconsolado príncipe, que no la siguió únicamente por impedírselo su cuerda y adorada hermana.

También hubo una gran duquesa rusa, una viuda joven y bella, y la señora francesa, y la italiana, mujer de un diplomático danés, y otras. Sir Oliver sospechaba que las historias eran supuestas, pero como se trataba de cosas no exentas de humorismo, las escuchaba con menos fastidio que si se hubiera tratado de aventuras de compatriotas suyos.

No tardó mucho, en realidad, en descubrir que los pecadillos del príncipe eran un tema de chismografía diplomática, al que jamás le faltaba auditorio, o dejaban de producir el ambiente adecuado para una recepción. Fuera de eso, cuando una mujer aludía a ellos, tenía generalmente un pesar tan notable en la voz, que él estaba convencido de que pocas mujeres en Pekín —excepto las norteamericanas e inglesas, pensabavirtuosamente— dejarían pasar la oportunLdad de con-vertirse en amantes de Igor.

Igualmente extraño era el hecho de que Igor fue- ..r tan favorito entre los hombres como entre las mujeres. Tenía una picardía que incitaba a la mayoría de lo:; hombres. A él mismo entre ellos, tuvo que reconocer con disgusto Sir Oliver. Y se daba cuenta de que su uíecto no era a causa del parentesco de Igor con Na- lalie. Igor era

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diabólicamente bien parecido; un innato charlador y bon viveur; buen deportista y jugador inveterado. Se podía deplorar su falta de moral, pero aún así agradaba.

Aun cuando se pensara en Troubetskoy, el notorio seductor de otras mujeres, con divertida tolerancia, difícilmente se le podía considerar el acompañante ideal para la única hija de uno, reflexionó Sir Oliver con pesar. Cierto que Evelyn había sido estricta pero cuerdamente educada por su madre: era el resumen de todo lo que una joven soltera debía ser. Se podía tener la certeza de que no se volvería peligrosamente sentimental, ni permitiría que se la comprometiera. Sir Oliver habría apostado su vida a que ella resistiría cualquier requerimiento que pudiera hacerle el príncipe; pero Igor, en teoría,-era soltero, y por lo tanto, casadero. Hasta era posible que pensara e<n casarse si no lograba conseguir de otra manera lo que ambicionaba su corazón.

Sir Oliver pensaba en esto con sentimientos encon-trados. Desde el punto de vista mundano, el príncipe Igor era un buen partido: apuesto, rico y bien nacido. Con todo, ¿qué clase de marido haría? No era posible que su esposa- siguiera siendo feliz más tiempo que el que Remorara en agotarse la novedad del matrimonio, y tal vez no durara tanto como sus aventuras usuales. Para un hombre del carácter de Igor, el (fruto prohibido tenía un sabor especialmente deleitable.

A pesar de que Sir Oliver se daba cuenta de que la amistad de Evelyn con el príncipe Igor no era razonable, no tenía el ánimo de hacerla cesar. Ella había pasado por unos meses difíciles antes de la muerte de su madre y merecía toda la felicidad que pudiera obtener, y que su amistad con Igor le daba felicidad era evidente para todo el que los veía juntos. Suspiró. Demasiado evidente, en verdad, pues no dudaba de que ios murmuradores ya se cambiaban miradas entendidas. Casi podía oir sus palabras:

"—Querida, ¿has visto el nuevo juguete del príncipe Igor? Esa dulce joven inglesa, Evelyn Strangways. ¡Tan buena! Si yo fuera su padre..."

Se dio vuelta hacia su hija.—¿Quién va a acompañarte? ¿Hilda? —preguntó

bruscamente, porque estaba preocupado.Ella hizo un signo afirmativo.Hilda era Hilda Freemantle. Había vivido treinta años

en China, veintisiete de ellos con su padre misionero. Cuando éste murió, tres años atrás, le faltó valor para alejarse de China y empezar de nuevo la vida. Permaneció

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en Pekín, ganándose a duras penas la existencia en varias ocupaciones gentiles. Por suerte, su última patrona había regresado a Alemania, a fines del año anterior, y ella aceptó complacida servir de compañía durante el tiempo que quisieran los Strangways. Era una mujer tranquila, opaca en colorido y naturaleza: bastante contenta con pasar las horas en comunión consigo misma, cerrando ojos y oídos a los asuntos de su empleador.

—¿Adónde van a ir?—No sé. Igor rehusó decírmelo de antemano. Le

encanta darme sorpresas.—Muy bien, con tal que , sean sorpresas agrada-

bles ...Se acercó ella a su silla, peinándole hacia atrás los

cabellos:—No te preocupes, papá querido. Creo que él todavía

me tiene un poco de miedo.—¿Miedo?—Comparte la convicción europea de que todas las

mujeres inglesas son excesivamente estiradas. Estoy segura de que teme que me ponga histérica si trata de besarme la mano.

r. ' ■ n

Sir Oliver hizo un gesto de aprobación:

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—Manténio así, querida. Ahora, si me excusas...

—¿Tú también vas a salir, querido?Se sintió ruborizar, y le molestó el hecho:—La princesa insiste en que yo

conozca el Colegio de los Clásicos —masculló.

Lo besó en su alta frente:—¿No crees que debías hacer que

Hilda fuera con- licjo, papá querido? —le susurró al oído, antes de alejarse rápidamente de su reprobadora palmada.

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Strangways no era el único que se sentía nervioso a causa de la amistad de Igor con Evelyn.

—Déjala en paz, Igor —le advirtió Natalie—. Estás jugando con fuego.

—¿No querrás decir hielo? —sonrió él.—No hablo en broma. —Frunció el

ceño—. Escúchame. Jamás he tratado de inmiscuirme en tus aventuras amorosas, ¿no es verdad, querido? Ni siquiera cuando andabas con esa ridicula madame de Trier.

—Yo creí que iba a tener que hacerla raptar —dijo en una mueca.

—No me has contestado.—.¿Quieres decir intervenir en

mis placeres? —Pensó un momento en la pregunta; en seguida asintió—: Así es, eres una hermana ideal, Natalie. Naturalmente que ha habido ocasiones en que me has hablado como hermana...

—Siempre por tu propio bien —lo interrumpió vivamente.

—Es cierto —concordó—, pero admito que nunca has tratado de inmiscuirte.

—Hasta ahora.—¿Estás diciéndome que

pretendes quebrantar una regla perfectamente buena? —consultó,

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alzando sus prominentes cejas negras.

—Si es necesario.

—Antes que te diga que te metas en tus propios 119

Lasuntos, hermana mía —dijo amablemente—, dime por qué.

l'orque 'te estás enamorando de ella —-contestó llanamente Natalie.

—¡Enamorando! —Rió estruendosamente—. He es-tado enamorado veinticuatro veces durante estos tres últimos años. No, veinticinco, si incluimos a Irma.

—No estabas enamorado 'de ninguna de esas muje-res, Igor. Meramente apasionado.

—"Una rosa con cualquier otro nombre tendría la misma fragancia", como 'dicen los ingleses —citó ale-gremente.

—El apasionamiento es una rosa común; el amor, una rosa cultivada.

—¿Confucio dijo eso?—¿Tendré que repetir que hablo en serio?¡Pareció comprender finalmente que así era.—A ambos nos encantan las orquídeas, ¿no es ver-

dad, Natalie?—Sí.—Sin embargo, he oído que te fascinan los lirios del

valle.—¿Y qué hay "con eso?—Comparto 'tus gustos, querida. El que te gusten las

orquídeas no impide que aprecies los lirios del valle, ¿no es así?

—'Naturalmente que no.—¿Por qué habría yo de ser distinto?Meneó la cabeza:—Muy inteligente, querido; pero aunque yo admita

de buena gana que Evelyn se parece más a un lirio del

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valle que a una orquídea, no me fío de que no te vayas a enamorar de ella.

—¿Y suponiendo que me enamorara de ella? —ex-clamó irritadamente.

—Te encontrarías casado con ella antes de que hu-bieras recobrado tu sentido común.

—¡Qué tontería!...—No es tontería, Igor. Tu único interés en las mujeres

está en persuadirlas de que se sometan a tu vo-luntad. La oposición invariablemente agrava tu deseo. Quiero convencerte de que, a pesar de todo tu encanto, j amás persuadirás a Evelyn de convertirse en tu amante. Te darás cuenta de que solamente el matrimonio te permitirá poseerla.

—Ahora te estás poniendo vulgar --dijo acusadora- mente—. Además, ¿por qué no me habría de casar con ella? . .

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Su cambio de humor no la perturbó:—Porque es una muchacha demasiado buena para

casarse con un hombre de tu temperamento, querido mío. Cuando finalmente te cases, lo que ruego sea pronto, debes escoger a alguien como madame Boskoff.

—¡Esa vieja gorrona!—Sólo una vieja gorrona tendría esperanza de mirar

tus infidelidades con la resignación y tolerancia necesarias para evitar que su pobre corazón se partiera de dolor a causa de la vergüenza o los celos, o de ambos.

—Me haces aparecer como un monstruo —se quejó hoscamente.

Le sonrió con cariño:—Eso eres, querido, en lo que a mujeres se refiere,

pero un monstruo bastante adorable. No arruines la vida de Evelyn, Igor. Deja que Randall Lockhart se case con ella.

Frunció el ceño:—¡Ese estúpido jovenzuelo!—-Pues es un joven sumamente bueno, y yo lo quiero

mucho.Se encogió de hombros:—'Muy bien, querida hermana. ¡La señorita Strang-

ways seguirá siendo un virginal lirio del valle! Que Dios la ampare...

j 3Quizás era inevitable que Evelyn apareciera ante los

ojos del príncipe más encantadora que nunca cuando

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poco después fue a buscarla. La miró con ojos ar-(líenle:; cuando cruzaba el foyer del hotel, maldiciendo <■1 hecho de que fuese una joven virgen inglesa. ¡Por (.mío.; le:; .santos!, haría una amante arrobadora.

Le extendió una mano enguantada:No podía haber escogido un día más hermoso,

principe.Mantuvo sujeta su mano un poco más de lo que la

etiqueta permitía.—Porque el cielo es nuestro aliado, señorita Strang-

ways, sugiero que visitemos hoy el Templo del Cielo. ¿Está pronta?

—¡Y animada!Caminaron hacia la calle, observados por los ojos

brillantes de madame Chamot. Afuera esperaba el coche privado del príncipe, un dagcart europeo de color azul.

Subieron por la calle Legación hacia la Puerta Chien, un camino tan conocido ya para Evelyn, que no le llamaba la atención hasta excluirle otros pensamientos más interesantes. Estaba animada; pero no solamente debido a que vería el Templo del Cielo.

Sabía por qué estaba inusitadamente perturbada. Sentía al príncipe Igor a su lado, y con el rabo del ojo podía ver las disolutas líneas de su cara; por lo menos, todo lo que no ocultaba el gorro cosaco de piel. Esa cara era del tipo arrogante que las mujeres más mundanas habrían descrito como "interesante", pues, a pesar de su relativa juventud, ya lo marcaba como un hombre que quemaba el cirio de la vida por ambos extremos. La piel era cerosa y comenzaba a hincharse debajo de sus ardientes ojos inquietos. Usaba patillas, y un frondoso bigote que hacía lo posible por ocultar la sensualidad de los labios, pero no lo lograba. Una cara peligrosa. Una cara excitante..., parecía que no podía evitar usar esa palabra. Cuando pensaba en cuántas mujeres deseables y atractivas había en Pekín, se sentía halagada por el interés que él le demostraba.

Su intuición le advertía que su amistad no duraría mucho en su plano presente. Inevitablemente le haría proposiciones, y, por las migajas de habladurías quemadame Chamot le había dado junto con sutiles y ami-gables advertencias, estaba bien preparada para que fueran deleitables pero deshonrosas. Esperaba que pos-pusiera ese momento, pues inevitablemente pondría fin a su amistad. No tenía intención de convertirse en su querida; y temía que no fuera el tipo de hombre que recibiera alegremente un rechazo.

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¿Y suponiendo, a pesar de todo, suponiendo que le propusiera matrimonio? La posibilidad le hizo respirar con dificultad. Naturalmente que lo rehusaría, pero...

Los dos vehículos —pues detrás seguía Ililda— pa-saron primero por las rejas dobles de la muralla principal, después ante un'pequeño templo a Kuan-yin, y finalmente, a través de la puerta izquierda de la muralla de cortina; en seguida continuaron hacia el sur, en medio del montón de gente y carromatos que fluían desde ambas direcciones a lo largo de la calle Chien Men. Dos veces tuvieron que detenerse bruscamente a causa de una sucesión de lentos y cabizbajos camellos. Aunque ya estaba acostumbrada a la vista de estas cosas, todavía la fascinaban, y el placer que le iluminó la cara desasosegó al príncipe Igor. Cuando la próxima sacudida lo arrojó contra ella, rápidamente señaló algo como excusa para permanecer donde estaba. A pesar de que su mano derecha se cogía fuertemente del lado del vehículo, para impedir que lo arrojara en esa dirección, significaba que su mano pasaba cerca de la cintura de ella, casi abrazándola. Evelyn sabía que debía hacerse categóricamente a un lado de la astuta presión, para ponerle fin a su primera insinuación, pero se dio cuenta de que no sentía inclinación alguna por advertirle sutilmente que no hiciera un segundo movimiento; la sensación del brazo que casi le rodeaba el talle le era agradable.

Señaló hacia una gran esfera dorada que había ante ellos y que parecía flotar en una alfombra de copas de árboles.

—Esa es la cúpula del Templo del Cielo. A fines de este mes, o comienzos de febrero, los chinos celebra-rún :;u Año Nuevo. Con la posible excepción del quinto día di' ln quinta luna, que es -cuando celebran el Festival üci Dragón, los chinos consideran el día de Año INIUUVU como el más alegre del año. Comienzan las festividades cuando todos los acreedores andan por las calle.; con linternas -encendidas, para crear la ficción de que el sol no ha salido todavía, por lo que el día de Año Nuevo no ha empezado aún. Un poco como el Parlamento francés, que, en el último día del año, detiene todos los relojes hasta que se ha aprobado el presupuesto nacional, porque, constitucionalmente, el presupuesto tiene que ser aprobado -antes -del día de Año Nuevo.

—¿Por qué llevan linternas los acreedores?—Porque el día de Año Nuevo es una ocasión de-

masiado festiva para que alguien apremie a un deudor, y, desde que todas las deudas deben ser pagadas, le da al

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acreedor una buena oportunidad de encontr-ar o ser encontrado por su deudor.

—Qué delicado. Y qué honrado.—Los chinos —asintió— son muy puntillosos en lo de

pagar sus deudas, y generalmente su palabra es la -que los obliga.

Le habló de las .celebraciones -de Año Nuevo: entre otras costumbres le mencionó la de ser el segundo día el más importante para elevar come-tas, jugar y hacer estallar una inmensa cantidad de petardos, a fin de ahuyentar los espíritus malignos, y que también en esta fecha los chinos instituyen un nuevo -dios de la cocina, al que le hacen ofrendas -de frutas, pastelillos y otras pequeñeces; en un altar provisional al Cielo y a la Tierra, erigido en la sala principal, le hacen asimismo ofrendas de tazas de té y samshu, varias verduras, tazones de arroz, palillos, naranjas y un almanaque del nuevo año. Después de eso, todos los hombres de la familia visitan a otros miembros de la familia, amigos, empleadores, maestros y así sucesivamente. Naturalmente que en cada casa que visitan tienen que comer algo, y como cada generación tiene que hacerle reverencias a la mayor, -es fácil imaginar cómo sentirán sus espaldas e interiores -al día siguiente.

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rElla rió.—Imagino que se estará preguntando qué timo que

ver todo esto con el Templo del Cielo. Tres veces al nfio, y particularmente el día de Año Nuevo, el emperador, el Hijo del Cielo, sale de la Ciudad Prohibida, acompañado de dos mil mandarines; avanza con una estupenda pompa y ceremonia en el palanquín de jade, llevarlo por treinta y dos hombres, hacia el Templo del Cielo, a recibir la misión del Cielo para gobernar el Tmperio por doce meses más. Incidentalmente, desde la mitad del siglo catorce, el emperador ha sido el único hombre en el reino a quien se le permite orarle a su "padre", el Gran Dios en el Cielo. Cualquier otro hombre que le reza a la deidad se hace acreedor a un castigo de ochenta golpes, o, en casos extremos, a ser estrangulado. El Templo del Cielo debe ser la mayor iglesia para un solo hombre que exista en el mundo.

Los dos vehículos continuaron por la dura y áspera calle Chien Men. El templo se alzaba en toda su magnificencia ante ellos, rodeado por una muralla en-lucida en yeso rojo de tres millas y medio de largo.

Cuando se mostró sorprendida, el príncipe hizo un signo afirmativo.

—Fuera de muchos raros y hermosos árboles, hay varios otros edificios dentro de estos terrenos. Una ele-gante pagoda. Una triple terraza de mármol blanco con una balaustrada tallada con trescientos sesenta pequeños pilares, uno para cada día del año —le explicó.

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"Es una disciplina para los cristianos —continuó en seguida— el darse cuenta de que la ceremonia pu- rificadora, seguida de ofrendas quemadas y comunión, 'al son de la música de himnos sagrados y quemando incienso, data de un período de por lo menos dos mil quinientos años antes del nacimiento de Nuestro Señor. ¡Mientras más cambian las cosas más iguales perma-necen! —citó jocosamente—. Cuando se edificó el tem-plo, fue dedicado al culto del Cielo y la Tierra. Después se edificó un templo a la Tierra al otro lado del camino. —Lo señaló—. Se llama ahora el Templo de la Agri

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cultura, y allí, en primavera, el emperador ora al dios de la agricultura, pidiendo una abundante cosecha. Como un gesto de humildad y súplica, después de la ceremonia religiosa el emperador ara un poco de tierra. Naturalmente que el arado está pintado de amarillo imperial —añadió—. Los miembros de la Corte y el Gobierno siguen su ejemplo, con arados rojos.

Llegaron al exterior de las tres puertas del templo que daban al sur. Evelyn se sintió nuevamente maravillada ante la exquisita obra que había sido forjada en una época en que Inglaterra estaba gobernada por Eduardo III.

Seguía deslumbrada por la belleza que contemplaba a su alrededor, mientras caminaban hacia el Templo de la Agricultura, cuando vio a un wonTc agazapado contra el baluarte de la muralla de la ciudad, a su izquierda, desgarrando hambrientamente algo que tenía entre las patas delanteras. Esto en sí mismo no era una cosa extraordinaria, "pero vio también un mendigo medio desnudo arrastrándose detrás del perro. En su mano derecha tenía un gran pedazo de roca.

Le cogió el brazo al príncipe, y lo hizo detenerse. La paciente Hilda, dos pasos más atrás, casi se topó con ellos. Estaba soñando despierta, como siempre.

—Mire —susurró Evelyn.Un ruido inquietó al perro. Mostró los dientes al darse vuelta

y enfrentarse con el mendigo. Casi simultáneamente empezó a huir, pero igualmente rápido era el mendigo. Con diestro brazo le lanzó la roca al perro, que corría. Dio en el blanco. El animal aulló de dolor y cayó al suelo. Cuando trataba frenéticamente de pa-rarse en tres patas, el mendigo, de un salto recogió la roca y la dejó caer en la cabeza del perro. Dio un aullido lastimero, que se convirtió en plañido y después en silencio. El hombre arrebató el hueso y corrió hacia las puertas de la ciudad.

—¡Oh!El príncipe Igor vio lágrimas en los ojos de ella.—¡Pobre señorita Strangways! ¡Ustedes los ingleses y sus

perros!

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—¿Pero por qué? —protestó ella—. El perro 110 le hacía daño al hombre.

—Estaba hambriento y quería comida —explicó negligentemente el ruso-—. Esto es China, señorita Strangways...C A P I T U L O X I

AL PASAR LOS DÍAS SIN NOTI- cias del señor Sung y de Dulce Virtud, Wen Chin se dio cuenta de que podía no verlos nunca más.

¡Nada de -lo que Randall le decía lo consolaba:—Deben estar muertos —le dijo a su hermano adoptivo—. No

puede haber otra explicación.—¿Quién los habría muerto?—¡Los raptores.—¿Por qué habían de hacerlo? No podían esperar rescate por

un cadáver.•—He visitado al pariente más cercano del señor Sung en

Pekín, su hermano menor. No ha oído nada. Si los raptores buscaran dinero, ¿no se habrían acercado ya a sus parientes?

—Así lo habría creído, Chin, pero...—¿Pero qué?—No sé qué pensar. Nada tiene sentido. Parece demasiado

pronto para perder toda esperanza.—Nunca perderé la esperanza —dijo Chin—. Pero razón y

esperanza son malas compañeras de lecho.Con su modo agradable cambió de tema:—¿Cuándo vas a ver de nuevo a la señorita Strang- ways?—Esta tarde.—¿Dónde vas a llevarla hoy? ¿Ha visto ya la tumba del lama

Banjin en el Templo Amarillo?—No, a menos que la haya llevado ese condenado

\ruso —refunfuñó Randall—. Me sorprende que su padre la deje ahdar con ese notorio libertino. Se verá comprometida si la siguen viendo con él.

—No, mientras la señorita Hilda siga siendo el tercero. No me has dicho todavía adonde vas a ir.

Randall recobró su buen humor.—Para comenzar, ningún sitio más romántico que las

murallas. El tiempo está perfecto para un paseo.—Demasiado perfecto. El campo necesita lluvia. — Chin

sonrió suavemente—. Que lo pases bien, Randall.—Haré lo posible.

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Más tarde Randall fue al Hotel de Pekín. Madame Chamot le dio la bienvenida.

—Vaya, ¿cómo está, señor Lockhart? ¿Ha venido a ver a alguien?

—No lo puede adivinar, ¿verdad? —le contestó devolviéndole la sonrisa.

—Ella es encantadora, señor Lockhart. No deje que el príncipe Igor la eche a perder —advirtió, poniéndose seria.

—No, si es que puedo detenerlo —le prometió.—¡Buena suerte! —dijo. Se entendían el uno al otro estos dos

norteamericanos—. ¿Va a subir?•—Si está pronta, no.—Mandaré un muchacho a preguntar.Evelyn estaba lista. La miró con ojos que le bailaban mientras

cruzaba el foyer del hotel, y pensó que nunca se había visto más linda o más típicamente inglesa. ¡Por Dios!, sería una esposa adorable.

Le extendió una mano enguantada.—No podíamos haber escogido una tarde más hermosa para

andar, señor Lockhart.El asintió.—Sin embargo, el viento está muy helado. ¿Va bien abrigada?—Como una sardina en lata.Salieron del hotel. Afuera no se encontraba ningún coche

europeo acolchado y forrado, sino media docena de competidores muchachos de los rickshaws e igual cantidad de coches pekineses de arriendo. Los mucha-

Crepúsculo.—9chos y los cocheros gritaron para que los ocuparan, pero los hizo a un lado.

—Hay menos de media milla a la muralla. ¿Quiere que caminemos?

—Por favor.Caminaron por la calle Legación hasta el Banco de

Hongkong, donde torcieron a la izquierda, en la angosta callejuela que separaba los edificios del banco de un montón de casas chinas. Iban en silencio, hasta que por fin Evelyn levantó la vista al rostro de su compañero, preguntándose si estaba melancólico. Pero no, sp veía sublimemente contento.

Comparó el rostro ovalado y viril con el del príncipe Igor, y encontró tan diferentes los dos, que sentía deseos de reírse bobamente. El rostro de Randall era liso, rebosante de salud y absurdamente joven. Su bigote, bien recortado y encerado; el pelo, castaño, contrastaba con el del príncipe, que era negro; la expresión ingenua, la boca agradablemente sencilla.

Un día, probablemente lejano aún, estaba segura de que se le declararía. La idea no hacía latir su co-, razón con la turbulencia que le había hecho difícil la respiración el día anterior, pero sí la hacía sentirse cálidamente dichosa. Era un muchacho fino, solícito y lleno de consideración. Resultaba consolador tenerlo a su lado; daba una sensación de seguridad; la certeza de que no podría acontecerle el menor daño mientras él estuviese con ella.

¿Diría ella "Sí" a su pregunta? No estaba absolutamente segura. Era tan ingenuo, que la hacía sentirse maternal, y no deseaba sentirse maternal. Quería ser deseada,

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desesperadamente deseada; guardar para sí misma el conocimiento que no tenía más que dar un poco de estímulo, para encontrarse fieramente abrazada por un par de brazos poderosos y sentir unos labios sensuales buscando su cuello.

Jamás tendría que temer una escena parecida con Randall. Era demasiado considerado, civilizado. Tan inherentemente el caballero cortés que su padre había educado para que algún día llegase a serlo. Por otra parte, ¡era tan gentil!

• Pasaron los establos, en seguida un templo chino y se acercaron a la Muralla Tártara. Caminaron al costado de ella hasta que llegaron al plano inclinado que conducía a la cumbre. Subían lentamente, gozando con la tibieza del sol de la tarde que se reflejaba en ellos desde la muralla de ladrillo.

Permanecieron un rato sobre el alto parapeto, y Evelyn tuvo la primera vista general de las muchas ciudades en una. Para sorpresa suya, era muy diferente a lo que se había imaginado, pues se encontró mirando hacia lo que parecía un gran parque de copas de árboles, en el que los techos altos de los edificios semejaban pequeñas islas amarillas o verdes.

—Vista desde aquí, apenas si parece una ciudad — dijo entrecortadamente—. Es como si estuviéramos mirando una selva con unos cuantos edificios para dividirla en secciones. Las construcciones se deben ver aún más aisladas en el verano, cuando han salido las hojas.

—Así es —le afirmó—. Especialmente en la Ciudad Tártara, donde casi todas las casas, por pequeñas que sean, tienen su patio propio, lleno de árboles. —Indicó con la mano el montón de techos amarillos hacia el norte—. Esa es la famosa Ciudad Prohibida, donde vive el emperador. ¡Pobre diablo!

—¿Pobre diablo?—Quiero decir, cualquier emperador chino. Una vez que llega

a ser emperador, no debe salir nunca de la Ciudad Prohibida, excepto en ocasión de alguna ceremonia: a rogar para que llueva, que haya buenas cosechas, y así sucesivamente. Es lo mismo que si estuviese prisionero.

Después de una pequeña pausa rió entre dientes:—Tal vez no como un prisionero. Por lo menos puede tener

con él a sus esposas para que le hagan compañía. Con el número que le es permitido, no debía necesitar salir de la Ciudad Prohibida.

—¿Cuántas tiene?Por costumbre, está limitado a setenta.¡Cielos! Imagínese cualquier pobre hombre teniendo que

aguantar setenta esposas. —Señaló un campanil a alguna distancia—. Ese parece un edificio occidental.

—Lo es. Es la catedral católica, y está dentro de la Ciudad Imperial, cerca de la muralla. Se llama la nueva Peitang. Notará que el punto má,s alto del campanil se encuentra casi a nivel con el coronamiento de la muralla. Eso es porque está prohibido que nadie mire dentro de la Ciudad Prohibida. La catedral original, la antigua Peitang, tenía una torre de sesenta y cinco pies de altura. Tanto la Corte como el pueblo estaban tan molestos con esto, que fue entregada la antigua a cambio de esta nueva Peitang. —Añadió con anhelo—: Es un hermoso edificio, señorita Strangways. ¿Le gustaría visitarlo?

—Muchísimo.—¿Mañana?

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Movió negativamente la cabeza:—Salimos en coche con Sir Robert Hart.—¿Pasado mañana?—Hay una recepción en la legación rusa.El oir mentar la legación rusa lo enfadó.—¿Entonces al día siguiente de ése?—Realmente lo siento mucho, señor Lockhart. La princesa

Natalie nos va a llevar a un teatro chino, y al día siguiente le he prometido al capitán Potter salir con él. Estoy libre el próximo lunes...

2

El único entre los ministros extranjeros en Pekín que consideraba crítica la situación era monsieur Pichón, el ministro de Francia. Tanto Sir Claude MacDonald, el ministro británico, como el señor Conger, ministro norteamericano, estaban convencidos de que pronto pasaría el sentimiento antiextranjero, y que, tarde o temprano, les sería posible aplicar la suficiente presión indirecta para hacer que la Emperatriz Viuda declarase ilegal el movimiento boxer. La mayoría de los otros ministros extranjeros mantenían una actitud imparcial en el asunto.

Sin embargo, ni Sir Claude ni el señor Conger negaban que la situación era tensa. A mediados del mes llegaron a la legación norteamericana telegramas de dos distritos en Shantung, diciendo que los indígenas cristianos estaban siendo persistentemente saqueados por grupos de boxers que irrumpían, y que los saqueadores estaban siendo oficialmente protegidos. Llegó un telegrama del doctor Smith, de Pang Chuang, con no-ticias aún más graves. En ese distrito, según parecía, no sólo estaban siendo incendiadas y saqueadas las iglesias, sino que los cristianos estaban siendo impunemente asesinados.

Se hicieron nuevas reclamaciones al Tsungli Yamen, con lo cual se prometió que un edicto imperial, que había sido recién preparado, condenando a los boxers, sería publicado inmediatamente. A la mañana siguiente el edicto fue publicado en la "Gaceta de Pekín". Randall lo leyó:

Ultimamente, el bandolerismo predomina día a día en las provincias, y casos que involucran a cristianos convertidos han ocurrido con frecuencia. La mayoría de los críticos señala las sociedades sediciosas como causantes de esto, y piden insistentemente su supresión y castigo. Pero la reflexión indica que hay sociedades de diferentes clases. Cuando despreciables vagabundos se forman en bandas y confederaciones juradas, y, confiando en su número, crean disturbios, la ley no puede tener ninguna indulgencia con ellos. Por otra parte, cuando gente pacífica y respetuosa de las leyes practica su destreza en las artes mecánicas para su mantención y la de sus familias, o cuando se aunan en comunidades en los pueblos para mutua protección de su población rural, esto está de acuerdo con el principio de espíritu público (impuesto por Mencio) de mantener mutua vigilancia y dar mutua ayuda.

Seguían muchos párrafos más, que Randall leyó coa satisfacción. Le llevó el periódico a Chin.

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—La Emperatriz Viuda ha cedido por fin. Aquí está el edicto imperial. Da instrucciones a los virreyes y gobernadores para que no den muestra de indulgencia hacia los boxers, y le pide al pueblo que no escuche a los que tratan de perturbar sus mentes.

Encendió un cigarrillo y se sentó en una silla desocupada.Chin leyó el anuncio, pero la alegre satisfacción de Randall no

se reflejó en su expresión.—¿Esto te satisface, Randall?—Hasta ahora sí.—'Entonces indudablemente satisfará al señor Con- ger y a

los demás ministros.—¿Y no habría de parecerles bien? Advierte a la gente que no

se una en bandos o confederaciones juradas. En otras palabras, boxers.

—Advierte a despreciables vagabundos que no se formen en bandos, y que, si lo hacen, la ley no tendrá indulgencia hacia ellos. Pero continúa: "Cuando gente pacifica y respetuosa de las leyes practica su destreza en las artes mecánicas para su resguardo y el de sus familias, esto está de acuerdo con el principio de mantener mutua vigilancia y dar mutua ayuda". —Chin levantó la vista—. ¿Quiénes practican su destreza en las artes mecánicas?

—¿Los boxers?—Los boxers, Randall. Cada chino que lea este edicto

comprenderá por él que la emperatriz les está dando instrucciones para que practiquen las artes mecánicas para su propio resguardo. ¿Contra quiénes? Los extranjeros, los bárbaros.

—¡Dios mío!Chin continuó:—Y éstas son las instrucciones de la emperatriz a sus virreyes

y gobernadores. Escucha: "Al tratar con casos de esta naturaleza (esto es, al fomentar la rebelión), las autoridades locales no deben tomar en cuenta si pertenece a una sociedad o no, si es o no adherente a una religión". En otras palabras, las autoridades locales no deben condenar a un hombre meramente porque es boxer.

Randall se puso bruscamente de pie.—Ven, Chin, el señor Conger debe oir lo que tienes que decir.

De todos los documentos de doble sentido que he leído, nunca...El ministro escuchó la interpretación de Chin del edicto.—No es de sorprender que los orientales sean nuestros

maestros en diplomacia —dijo jocosamente—. Se necesita una mente oriental para escudriñar la sutileza oriental. Leí el edicto sin darme cuenta de su oculta inferencia. Debo consultar inmediatamente a los otros ministros.

Así lo hizo Conger. Decidieron entre ellos que, como demostración de que los ministros estaban actuando de acuerdo, sería el turno del ministro alemán, barón von Ketteler, de visitar al Tsungli Yamen. Por consiguiente, el 15 de enero, von Ketteler hizo una visita oficial al Yamen para protestar contra los términos del edicto imperial. Como siempre, la reunión fue totalmente insatisfactoria. Con blandura se le dieron seguridades de que el edicto era completamente inocente de todo doble sentido. Cualquiera inferencia que se leyera en él, debía ser indudablemente el reflejo de la indigna mente de los traductores.

Tan pronto como supo del fracaso del barón von Ketteler, el ministro de Estados Unidos escribió una vez más al Yamen,

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apoyando la lectura del edicto hecha por los ministros, y exigiendo que se ocuparan de todos los alborotadores y los castigaran adecuadamente.

No parecía que los ministros pudieran hacer nada más, y tal vez creían todavía que la situación no empeoraría. Al final la emperatriz respetaría el poderío aliado del mundo civilizado. Después de todo, ¿no era acaso la diplomacia sinónimo de crisis? Parar las crisis era el trabajo de sus vidas; sin crisis no habría necesidad de diplomáticos.

Con lo que los extranjeros en Pekín siguieron susvidas normales, y ni siquiera se preocuparon por los Informes de continuadas violencias boxers. Mientras siguieran acosando a la Emperatriz Viuda con presión diplomática, mantendría a los boxers en jaque.

3

Si diplomacia era sinónimo de crisis, era también un sinónimo de reuniones sociales. Pocas eran las noches en que Evelyn y su padre no tenían un compromiso de una u otra clase. Al poco tiempo conocían a todos los miembros de la pequeña comunidad, incluyendo a Sir Robert Hart, inspector general de aduanas. Probablemente ningún extranjero viviente tenía un más íntimo conocimiento que él de China y los chinos. En seguida estaba el decano de los diplomáticos extranjeros, el más cortés de los cortesanos, el marqués Salvago Raggi. Y Herbert Squiers, primer secretario de la legación norteamericana. El y su encantadora esposa eran grandes favoritos en el círculo de las legaciones e invitados a todas partes, por lo que Evelyn los, encontraba constantemente.

Un día la señora Squiers le preguntó a Evelyn si querría ayudarla con los niños en una fiesta que daba el sábado siguiente.

—Me encanta-ría —dijo Evelyn impulsivamente—. ¿Pero hay suficientes niños en Pekín?

La señora Squiers se rió.—Querida, fuera de nuestros cuatro hijos y la hija y sobrina de

la señora Conger, el doctor Robert Colman, Júnior, tiene seis niños aquí. Además, en la legación británica, Sir Claude MacDonald tiene dos; el señor Henry Cokburn, secretario chino, tiene uno; su asis-tente, el señor Ker, uno; el señor Tours, el contador, uno. Luego están el hijo y la hija del ministro ruso y madame de Giers, cinco hijas de monsieur y madame Popoff, la hija del doctor Korsakoff...

Evelyn la interrumpió riéndose:—Por favor no me cuente de otros. No me sorprende que

necesite ayuda en la fiesta.

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4

No le costó mucho a Randall engatusar al primer secretario para que lo convidara a la fiesta.

—-¿Necesitará ayuda en la fiesta de los niños, no es así, señor?

—Me parece que la señora Squiers ha contratado personal extra -para la ocasión —-contestó agudamente Squiers.

—<No quiero decir para servir a los pequeños demo- ángeles, sino para vigilarlos.

El rostro del secretario permaneció inexpresivo.—La señora Squiers ha tenido también la precaución de

convidar a unas cuantas jóvenes.—¿Y qué le parece para entretenerlos? Yo solía cantar

canciones muy divertidas en todas las fiestas de niños allá en mi país.

Squiers suspiró:—Ganó, Lockhart. Puede venir también, si así lo desea.

¿Supongo que habrá oído que v-a a ir la señorita Strangways?•—Me pareció oírselo mencionar —concordó Randall.Se apareció, pues, en la fiesta y se divirtió enormemente.

Evelyn lo observaba con ojos reidores, y no tuvo necesidad de que se le dijera que lo hacía para su exclusivo beneficio el mostrarle -qué buen padre sería para los hijos de alguien. "Qué ingenuo es —reflexionó ella pensativamente—. T-al vez por eso es que me gusta tanto. Estoy segura de que <el príncipe Igor no permitiría que lo despeinaran o que le sacaran la corbata del chaleco, solamente para impresionarme. Sin embargo, a Igor le gustan los niños a su manera. No puedo olvidar su delicadeza cuando llevó a esa niñita china al hospital el otro día."

El pobre Randall era ya una ruina cuando el volátil interés de los niños se volvió hacia un juego de charadas musicales. Se acercó "accidentalmente" al rincón -de Evelyn, y sonrió lastimosamente mientras se alisaba el p-elo, arreglaba su corbata, s-e limpiaba una p<T,.ijo.sa y desconocida substancia de la cara y se estiraba la ropa.

- Esto es más duro que jugar fútbol contra Yale le dijo.Usted es más niño que ninguno de ellos.—Siempre me han gustado las fiestas de niños. Ya

comprenderá que le dije "Sí" al señor Squiers apenas me preguntó si era bueno para mantenerlos tranquilos.

Evelyn consiguió mantener un rostro impasible:—Qué suerte que se le ocurriera convidarlo.—Sí —concordó sin ruborizarse—. Así encuentro yo.Permanecieron un rato en silencio y observaron cómo los

chicos hacían gravemente sus papeles. Poco después se volvió hacia ella con intención de hablarle, y vio que sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—¿Sucede algo?Hizo un signo afirmativo:—Me estoy portando como una tonta.—¿Cómo?—Imaginándome cosas.—¿Qué cosas?Se sintió furioso. Si algo o alguien la estaba molestando ...—Me preguntaba lo que les sucedería a estos niños si..., si

algo pasara..., quiero decir, con los boxers. Encuentro que los deben mandar lejos, ¿no le parece a usted? Por si acaso. Hasta que las cosas se tranquilicen.

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—No creo que haya ningún disturbio aquí en Pekín. Ningún violento disturbio, es lo que quiero decir. Quizás un incidente aislado de cuando en cuando.

—¡Pero suponga! —persistió—. ¿Tendrían piedad de los niños?

—¡Piedad! Cuando un chino se enoja se vuelve un loco.1 Como raza, los chinos son muy aficionados a los niños, pero si fueran a ponerles las manos encima a estos chicos en un momento en que su sangre ardiera de odio... —Se estremeció—. Pregúntele a Chin lo que sucedería. El sabe. Vio matar a sus padres. Literalmente cortados en pedazos...C A P I T U L O X I I

1

Poco vio DULCE VIRTUD Durante su primer día en la Ciudad Prohibida, pues la inquietud le cegaba los ojos y ensordecía los oídos. Después la llevaron a la pieza donde su padre se preparaba a ascender al Dragón. Supo que no lo volvería a ver nunca. Más tarde fue conducida a una capilla privada donde pudiera quemar pajuelas perfumadas, proferir lamentaciones y rogar por que su padre hiciera un viaje seguro a las Nueve Fuentes. Siendo cristiana, cerró los ojos para no ver el benigno semblante de Buda, y oró en vez para que Cristo fortificara y recibiera el alma de su adorado padre.

Desgraciadamente, después de muy poco rato siguieron a lo largo de una galería que daba a los jardines del Palacio de la Vejez Tranquila. Pasaron ante varias puertas, las que, según le informó su guía, se abrían hacia los dormitorios de las damas de la Corte, y la hicieron entrar en una similar, muy pequeña, muy fría y sencillamente amoblada. Tan pronto como quedó sola se acostó y lloró. Como la mayoría de los kangs o camas chinas, ésta también estaba hecha de ladrillos, y había un fuego debajo, por lo que se sintió confortada por el suave calor.

Sus lágrimas por la muerte de su padre duraron lo que demoró él en ahorcarse, pues una doncella china llora, no con los ojos, sino con el corazón, y eso por razones egoístas, ya que el muerto va a juntarse con sus antepasados, lo que debe alegrar y no afligir.

Tenía poco deseo de reposar y dormir, a pesar de que había dormido a intervalos la noche anterior en el cuartel. Sin embargo, el agotamiento venció a su dolor. Poco después se despertó por unos golpes en la puerta, la que en seguida se abrió. Su virginal modestia se sintió turbada al ver entrar a un hombre, A punto de gritar, se dio cuenta de que el cuerpo obeso del hombre estaba vestido con el ropaje de un eunuco de palacio; también vio que traía una bandeja.

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Se levantó del kang, que se había enfriado durante la noche, y el eunuco colocó encima una tabla, convirtiéndolo así en mesa. Sobre ella puso la bandeja, y con un gesto la invitó a comer. Apenas había partido cuando golpearon nuevamente a la puerta y entró, una dama de la Corte. No era más alta que Dulce Virtud, pero rolliza y con un pecho lleno como el de un capón, una cara redonda y un par de ojos reidores.

—Buenos días, Dulce Virtud —dijo—. Me llamo Jade. Anoche el Oran Antepasado me dijo que debía despertarla, ver que tomara el desayuno y llevarla hacia ella antes que se despierte; quiere hablarle. —Miró la bandeja y continuó alegremente—: El que le trajo el desayuno fue Weng. Weng es mi eunuco. Tengo suerte, porque es mucho más agradable que la mayoría de ellos. Se esfuerzan todo lo posible por hacer miserables nuestras vidas.

Miró a Dulce Virtud y su alegría decayó.—Querida Dulce Virtud —murmuró con viva simpatía,

mientras rodeaba con un brazo rollizo la delgada cintura—, no tenga ese aire tan triste. Piense en lo feliz que debe estar el espíritu de su padre; ¿pues no murió acaso sabiendo que el matrimonio suyo con el emperador traerá gloria a su apellido?

Dulce Virtud suspiró mientras miraba la cara redonda de su compañera, y vio que ya sonreía de nuevo. Estaba segura de que Jade jamás comprendería que una doncella manchú pudiera considerar su matrimonio con el emperador con otro sentimiento que no fuera de orgullo por el señalado honor. Menos aún enten-dería la aversión de su padre ante esta alianza, pues ningún honor mayor se le podía conferir a una familia que el de que una de sus hijas se convirtiera en esposa secundaria de Su Majestad.

Dulce Virtud guardó, pues, Silencio, y con ojos sombríos miró la lámpara de aceite que Weng había colocado en el kang: la minúscula llama, protegida por todos lados con papel aceitado, no era más prisionera que lo que ella estaba destinada a ser a causa de un cruel destino.

La tristeza de Jade pasó con mayor rapidez que una golondrina en vuelo.

—Tómese rápidamente su desayuno, Dulce Virtud —la urgió—. El Gran Antepasado no soporta la falta de puntualidad.

—No tengo hambre.—La tendrá, si no come ahora. Tal vez no comafnos de nuevo

hasta la tarde. Nos consideramos afortunadas si ella almuerza poco después de mediodía.

Dulce Virtud trató de simular interés en la conversación.—Estoy segura de que no tendré hambre para entonces.Jade pareció sorprendida:—¿No sentir hambre dentro de siete horas?—¡Siete horas! ¿Entonces qué hora es?—Las cinco. Todas las damas de la Corte tienen que

levantarse a las cinco en punto. —Sus ojos reían nuevamente, en la creencia de que había tenido éxito al distraer a Dulce Virtud de su pesar—. El que Su Majestad almuerce a mediodía no quiere decir que nosotras también comamos, Dulce Virtud. Todas las damas de servicio tienen que estar de pie al lado de la mesa, hablándole mientras come. Es tan demorosa. A veces tarda horas en terminar. Me da un apetito voraz sólo con observarla comer. —Impulsivamente apretó la cintura de Dulce Virtud—: Vamos, coma, sólo por complacerme.

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Tenía un modo tan persuasivo, que Dulce Virtud no pudo resistir su ruego. Acercó la bandeja e hizo como que comía. Tan pronto como mostró señales de haber terminado, Jade saltó del kang y acarició la mano de Dulce Virtud.

—Apúrese, apúrese —la urgió—. Yo la ayudaré a ponerse el vestido.

No tardó mucho Dulce Virtud en colocarse sobre su ropa interior, en la que había dormido, la bata de pesada seda que llevaba en el baile de la legación, y en lavarse la cara y manos en una palangana de agua fría.

—Estoy lista —le dijo a Jade en un asustado murmullo, pues estaba aterrorizada ante la idea de tener que enfrentarse con la mujer tiránica que había sentenciado a muerte a su padre menos de veinticuatro horas antes.

Jade la tomó de la mano y, saliendo de la minúscula habitación, condujo a Dulce Virtud a la galería exterior. La noche era aún obscura, pues el alba no clareaba todavía el horizonte oriental, y la única luz venía de las titilantes estrellas y de la leve luminosidad de las ventanas de papel de arroz, de uno u otro de los edificios que rodeaban el patio.

Jade se detuvo un momento para señalar a su izquierda, hacia las piezas al extremo de la galería:

—Allí es donde duerme la servidumbre —le explicó en un rápido susurro—. Esa es su única entrada. Ninguno de ellos puede entrar o salir sin pasar ante nuestras piezas, y ni ellos ni nosotras podemos salir del palacio sin pasar ante la galería del Gran Antepasado.

Dio un tirón a la mano de Dulce Virtud.Mientras avanzaban por el corredor, Dulce Virtud preguntó:—¿No le molesta a Su Majestad que todos usen su galería

como medio de entrar y salir?—Fue idea de ella. Le gusta mantener un ojo avizor en cada

persona, a fin de saber exactamente lo que hace. —Jade se echó a reir—. Como si algo interesante pudiera suceder en la Ciudad Prohibida, con sólo un hombre entre nosotras, cientos de mujeres. Y dicen, además, que ni siquiera el emperador...

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Cesó de hablar, pues otra dama de honor acababa de salir adelante de ellas.

Torcieron a la izquierda, dentro de la galería hacia la que daba el departamento privado de la Emperatriz Viuda. Si no hubiese sido por la mano de Jade que la hacía avanzar, Dulce Virtud no habría sido capaz de obligar a sus pies a dar un paso más, pues se sentía petrificada por el terror.

Antes de entrar en el dormitorio, Jade soltó la mano de Dulce Virtud y deslizó un brazo por su cintura para darle un animador apretón:

—No se olvide de hacerle cumplidos a Su Majestad cada vez que se presente la oportunidad —le susurró—. Le encanta que la adulen. Y si le diera un regalo, hágale una reverencia. Debe hacerlo cada vez que le dé algo, a menos que le diga que no lo haga.

—Gracias —dijo entrecortadamente Dulce Virtud.—Quiero ser amiga suya —continuó rápidamente Jade—. La

vi ayer desde lejos y ya quería serlo. Por favor, seamos amigas, Dulce Virtud.

Dulce Virtud sólo pudo murmurar un asustado "Sí", pues la puerta se abría. Sentía que apenas osaba respirar.

Jade murmuró una última recomendación:—Fíjese en mí. Haga todo lo que yo hago, Hermana Menor.En seguida las dos jóvenes entraron en el dormitorio.

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La Emperatriz Viuda estaba sentada al medio de una magnífica cama de madera de sándalo tallada. Detrás, y en todo el rededor de ella, había montones de cojines en fundas exquisitamente bordadas. La parte baja de la cama estaba oculta por un magnífico cubrecama de seda amarilla imperial, bordado con gran cantidad de pequeños dragones dorados con lenguas rojas y ojos de pedrería. Como las antiguas camas de cuatro columnas que Dulce Virtud había visto en el mundo occidental, la cama tenía un dosel de pesadas cortinas de raso blanco, maravillosamente bordadas también, y suspendidas de un marco de madera de r,6 una rápida ojeada al arrugado rostro encima de la .sobrecama de dragones dorados, y vio los primeros indicios de uno de los accesos de furor a los que año tras ¡i no ora más propensa la emperatriz. Exponiéndose al desagrado imperial, tosió ruidosamente.

Su Majestad se dio vuelta.—Flor de Cerezo —ordenó ásperamente—, dale seis palmadas

a Jade.Ante su asombro y perplejidad, Dulce Virtud vio a la dama de

honor, parada al extremo de la cama sosteniendo la servilleta amarilla, darse vuelta y propinarle con su mano libre una violenta palmada en la mejilla derecha a Jade. El ruido resonó en la habita-ción; los labios reales se fruncieron de satisfacción.

Jade permaneció inmóvil mientras Flor de Cerezo le golpeaba seis veces la cara. Dulce Virtud notó cómo bajo la espesa capa de polvos de arroz la mejilla se ponía roja. El castigo no fue en vano, pues cuando Flor de Cerezo volvía en silencio a su sitio al lado de la cama, Dulce Virtud recordó el comportamiento que se esperaba de ella.

—A pesar de que le daría a esta mal educada esclava inestimable felicidad el servir al Venerable Antepasado por diez mil veces cien mil años, no es digna de aceptar ese codiciado privilegio —contestó.

—Por el contrario, niña, tu decorosa modestia es tu propia recomendación —dijo bondadosamente la emperatriz—. Comenzarás inmediatamente, y Jade te instruirá en tus obligaciones a medida que pase el día. Si haces bien y eficientemente tu trabajo, te querré y recompensaré. —Se dirigió a Flor de Cerezo—: Tráe- me mi caja de joyas de mariposas.

—Inmediatamente, Gran Antepasado.Flor de Cerezo le entregó la servilleta a la otra dama de

honor; en seguida salió apresuradamente del dormitorio. Mientras estaba afuera, la emperatriz continuó con su desayuno, que consistía principalmente de dulces colocados dentro de un tazón de porcelana amarilla y de té sazonado con flores de madreselva. Una y otra vez metía los dedos en el agua y los secaba con la servilleta de seda.

Cuando Flor de Cerezo volvió, traía con ella una caja de ébano que abrió y le presentó. La emperatriz buscó entre las joyas. Luego examinó a Dulce Virtud con mirada crítica. Satisfecha, por fin, miró de nuevo dentro del joyero y sacó un anillo de plata sobre el que estaba posada una pequeña mariposa de jade exquisitamente tallada e incrustada con esmeraldas y rubíes.

—Toma, criatura, úsalo como recuerdo de esta ocasión.A pesar de que el anillo era uno de los más hermosos que

Dulce Virtud había visto nunca, lo habría rehusado con desdén si

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hubiera podido. Pero el rechazo equivalía a un insulto, y, como tal, a un crimen. Aceptó el anillo, lo colocó en un dedo, y en seguida cayó de rodillas e hizo una profunda reverencia.

Todavía arrodillada recitó monótonamente sus agradecimientos. Para la emperatriz el episodio había terminado. Le devolvió el joyero a Flor de Cerezo y continuó desayunándose. Jade llevó a Dulce Virtud a un lado, mientras Flor de Cerezo devolvía el joyero al guardarropa. Pronto estuvo de vuelta, y le quitó la servilleta de seda a su compañera.

Tan pronto como terminó el desayuno, Jade les hizo una señal a los eunucos que esperaban, los que retiraron la mesilla de cama. De nuevo la emperatriz metió los dedos en el agua y los secó con la servilleta de seda. Jade dobló hacia atrás la ropa de la cama, a fin de que Su Majestad pudiera levantarse.

A pesar de su dolor, Dulce Virtud observaba con profundo interés los detalles del atavío de Su Majestad. Aun cuando el decreto real la obligaba a servir a la emperatriz, se sintió aterrorizada de encontrarse en tan íntimo contacto con la que virtualmente regía el antiguo Imperio chino.

Había dormido con pantalones de seda, los que no se cambió. Jade se adelantó prestamente con un par de calcetines de seda blanca en los que metió los pequeñísimos pies de Su Majestad, y en seguida ató los tobillos con una cinta azul. Flor de Cerezo se acercó <-(iii una corta túnica de suave cachemira azul, que de.si ¡y, ó por los hombros de Su Majestad.

l.a emperatriz cruzó el dormitorio en dirección a la ventana, donde había dos mesas. Una de ellas estaba casi oculta por la enorme cantidad de objetos de tocador; la otra contenía lo necesario para lavarse. Tan pronto como estuvo sentada, entró un eunuco-barbero.

Tenía ella largos y lisos cabellos, todavía negros como ala de cuervo, que le llegaban a la cintura. No debían ser fáciles de peinar, creía Dulce Virtud, pero notó que el eunuco ponía manos a la obra con total seguridad. Con una serie de movimientos ostentosos, comenzó a peinarlos. La emperatriz sostenía un espejo de plata y carey, a fin de poder observar cada movimiento del eunuco. La mirada concentrada, que se veía en el espejo, fascinaba a. Dulce Virtud.

—¿Por qué observa tan ferozmente al eunuco? — susurró—. ¿No será que teme que la ataque?

Jade rió por lo bajo:—Lo observa para ver que no le arranque ningún pelo.—¿Qué sucede cuando cae alguno?—Si le arrancara uno, lo que nunca hace, le ordenaría a Li que

le pegara.—Pero le debe arrancar algunos. Todo el mundo pierde pelos

a veces. Especialmente una mujer de su edad.—Naturalmente que se le caen, pero ella no lo sabe. —Jade

rió de nuevo—: Helo ahí. Le acaba de arrancar uno.—No lo vi.—■Naturalmente que no. Si tú lo hubieras visto, también lo

habría notado el Gran Antepasado, y entonces. ..—¿Cómo lo sabes?—Conocemos sus tretas. Por eso es que agita las manos, para

que se desprenda un pelo suelto de la peineta.La voz enojada de la emperatriz las interrumpió:

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—¿Por qué están ustedes cuchicheando? ¿De qué están hablando?

—Hablaba de vuestro maravilloso cabello, Gran Antepasado, y le decía a Dulce Virtud que jamás se cae.

—-Dulce Virtud puede ver por sí misma la belleza de mis cabellos —-dijo Su Majestad con voz complacida.

El trabajo de arreglar el pelo de la emperatriz era bastante largo. Mucho antes de que estuviera terminado, a Dulce Virtud le dolían los pies. Sabía que no habría descanso, pues nadie, fuera del emperador, podía sentarse en presencia de Su Majestad. Cuando el eunuco hubo terminado de peinar y cepillar el largo cabello, fue partido al medio, estirado hacia atrás y trenzado; después enroscado en un moño firme arriba de la cabeza. En seguida le aseguró el tocado por medio de dos horquillas de jade.

Mientras tanto, las dos damas de la Corte habían sacado la ropa de la cama, que los eunucos se llevaron para airearla en el patio. Otro eunuco escobilló la cama con una escoba suave. Cuando trajeron de vuelta la ropa de cama y los colchones, Dulce Virtud se sintió perpleja al ver a Flor de Cerezo y a su compañera rehacer la cama. Con miles de eunucos disponibles, y casi igual número de criadas, Dulce Virtud no podía comprender por qué las damas tenían que hacerla. Primero colocaron en la cama un relleno de fieltro, y sobre esto, uno encima del otro, tres colchones de brocado amarillo. En seguida vinieron las sábanas de seda de color, las que fueron alisadas con escrupuloso cuidado; después una hilera de ricas sobrecamas, seis en total, de colores contrastantes, lila, rosado, gris, ámbar, verde y violeta; finalmente, la de raso amarillo imperial, bordada con dragones dorados y pedrerías que había notado anteriormente.

Cuando las damas de honor terminaban de hacer la cama, el eunuco completó su trabajo ante la refunfuñadora satisfacción de Su Majestad. Entonces se lavó da cara, y, habiéndola secado y rociado con un ungüento hecho de miel y pétalos de flores, la cubrió con una espesa capa de polvos rosados excesivamente perfumados.

Flor de Cerezo volvió a entrar. Traía una larga bata acolchada de seda azul, finamente bordada con plantas trepadoras y nubes blancas, guarnecida con cordoñcillo de oro y forrada en cebellina, con cuello y puños de la misma piel. Entonces se acercó a Jade con un par de zapatos adornados con perlas.

—Jade, Piedad, mis alhajas.—'¿Cuáles, Gran Antepasado?—Cajas dieciséis y dieciocho.—Sí, Gran Antepasado.Salieron apresuradamente, volviendo al instante con dos

cajas de ébano, dos de los varios miles de cajas similares. De la primera caja, la que Jade había traído; Su Majestad escogió una mariposa tallada en el más puro jade, de un color verde pálido, la que prendió en el frente de su tocado. De la segunda, la de Piedad, eligió una pulsera de oro incrustada de perlas.

—Llévenlas de vuelta —mandó—. Y tráeme, Piedad, mi cadena favorita de capullos de perlas.

Piedad volvió con la cadena, que consistía en una serie de capullos, hechos retorciendo pequeños círculos de perlas más chicas alrededor de una grande, estando unido cada capullo a su vecino por una sola perla grande. Dulce Virtud estaba extasiada por su resplandeciente translucidez, y, cuando la emperatriz las

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enroscó desde un botón de su bata, pensó que nunca las perlas se habían visto más deslumbrantes.

Como si se hubiese dado una señal para anunciar que la emperatriz había completado su atavío, entró el eunuco jefe. Se hincó e hizo una profunda reverencia. Todavía arrodillado, anunció, con estridente desprecio de la etiqueta de la Corte:

—El Señor de Diez Mil Años viene a desearos buenos días, Venerable Buda.

Dulce Virtud se puso a temblar; estaba a punto de ver al hombre cuya concubina iba a ser.C A P I T U L O X I I I

KÓJANC-HSU, HIJO DEL CIELO, Señor de Diez Mil años, emperador de China; Kuang- Hsu, nacido Tsai Tien, hijo de la propia hermana de la Emperatriz Viuda y del Príncipe Chun; Kuang- Hsu, "Gloriosa Sucesión"; Kuang Hsu, acompañado de la Joven Emperatriz, su consorte, entró al dormitorio de su tía Tzu Hsi, la Emperatriz Viuda, y respetuosamente cayó de rodillas.

—Toda alegría sea con vos, querido padre —dijo.—Y contigo, Kuang-Hsu —contestó fríamente la Emperatriz

Viuda. N

El emperador se puso de pie, y esperó en silencio que su tía hablara. Las damas de la Corte y los eunucos permanecían con las cabezas inclinadas, como exigía la etiqueta; pero la curiosidad de Dulce Virtud fue más fuerte que el miedo. Lo atisbó por entre sus arqueadas pestañas, y lo que vio no era desagradable. En su traje de Corte, una bata amarilla bordada con dragones dorados bajo una corta chaqueta de un negro rojizo, Kuang-Hsu era un hombre bien parecido, con una frente de estudioso, nariz patricia, grandes ojos, una boca sensitiva y dientes extremadamente blancos y parejos; de contextura esbelta y altura moderada. Si ya no hu-biese puesto los ojos en Wen Chin, pensó, quizás el honor de convertirse en consorte secundaria no sería la sentencia a muerte que ahora le parecía. Observó también que su expresión era melancólica y sintió una Instantánea piedad por el desdichado hombre.

Aunque evidentemente el emperador estaba esperando que su tía hablara, la emperatriz permaneció obstinadamente callada. Después de hacerle una señal a Li Lien-ying, atravesó al extremo de la habitación y se sentó en una amplia silla. En el mismo momento entró un eunuco trayendo varias cajas amarillas, las que colocó sobre una mesa que se encontraba cerca de la silla.

De la primera de las cajas el eunuco sacó un gran sobre lacrado, el que pasó a la emperatriz. Lo abrió con un cortapapel, y extrajo una hoja doblada de papel de color. Habiendo leído el

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contenido, le pasó el documento al eunuco, que lo volvió a poner dentro del sobre. Mientras tanto estaba leyendo un segundo documento, que había salido de la misma caja. Un tercero siguió, en seguida un cuarto, quinto, sexto.

—¿Qué está sucediendo? —cuchicheó Dulce Virtud al oído de Jade.

—Está leyendo peticiones.Dulce Virtud sabía que personas privilegiadas tenían derecho

a dirigir peticiones al emperador reinante, a veces directamente, a veces por medio del Consejo de Censores. Estas podían tratarse de lo que el remitente quisiese: desde críticas mordaces a nadie menos que al propio emperador o que condenaban el empleo de eunucos, hasta sugerencias constructivas del procedimiento que la Corte debía adoptar cuando recibiera las credenciales de los diplomáticos extranjeros que resueltamente rehusaban hacerle reverencias al Hijo del Cielo.

La lectura de las peticiones continuó en desconcertante silencio hasta que el último sobre fue vuelto a colocar en la última caja amarilla. Sólo entonces habló la emperatriz.

—Mi palanquín —ordenó.—Fer. —Li Lien-Ying se puso de pie e instantáneamente les

dio órdenes a los eunucos que esperaban.Su Majestad se dirigió a la puerta de su dormitorio seguida de

cerca por el emperador a su derecha y la emperatriz consorte a su izquierda. Detrás de ella seguían Flor de Cerezo y Piedad. Cuando Dulce Virtud sintió que Jade le tiraba la manga, se dio cuenta de que ella y Jade tenían también que unirse a la procesión. Dos eunucos de quinto grado seguían detrás, y cuatro veces ese número de los de sexto grado: cada eunuco llevaba objetos personales que la Emperatriz Viuda pudiera necesitar durante la mañana: pañuelos limpios, cepillos, peinetas, polvos, perfumes, horquillas una pipa de agua, cordiales, una cantidad de cigarrillos, cerillas, espejos, pinceles y tintas para escribir, pergamino, un taburete forrado en raso amarillo, una cómoda y un biombo.

Llegaron al patio donde Dulce Virtud vio a Su Majestad entrar a su palanquín cerrado; iba acompañada por ocho eunucos vestidos con los trajes rojos oficiales de Eunucos de la Presencia. Tan pronto como Li Lien- ying tomó su lugar a mano izquierda del palanquín, con la mano en la vara para afirmarla, y con el segundo eunuco, Sung te-hsi, a la derecha, haciendo la misma obligación, la procesión avanzó hacia la Puerta Ning Shou, dejando atrás al emperador.

En muy poco rato llegaron a la Sala de Audiencia Wen Hua, donde la emperatriz ocupó su lugar en el trono. Mientras tanto, la mayoría de los eunucos, junto con las criadas y dos amahs, que cerraban la procesión, se dispersaron en varias piezas o corredores, de donde podían ser llamados inmediatamente.

Con ojos pensativos, Dulce Virtud vio partir a los eunucos, pues sus pies parecían estar en llamas y su espalda tan tiesa que cada movimiento era doloroso.

—¿Vamos a salir nosotras también? —susurró esperanzada, anhelando sentarse aunque fuese unos pocos minutos.

Jade movió negativamente la cabeza:—Todas vamos detrás del biombo. Me encanta estar ahí. Se

puede ver todo lo que sucede. Toda la gente que viene para tener

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audiencia con Su Majestad: miembros del Gran Consejo, principes, gobernadores de provincia, miembros del Consejo de Censores...

Las cuatro damas de honor se colocaron detrás del gran biombo de ébano, colocado a espaldas del dosel en que se encontraba el trono. Jade mostró a Dulce Virtud una conveniente rendija a través de la cual podría ver todo lo que sucediera. Después de una rápida ojeada a la sala, Dulce Virtud hizo la pregunta que hacía rato tenía en la punta de los labios.

—¿Por qué hacen las damas de honor la cama de Su Majestad? Esa es una tarea servil, que las criadas debían hacer.

—Ya lo sé, pero el Gran Antepasado no permite a criadas, mujeres viejas o eunucos que toquen su cama. Dice que son todos sucios. Por lo que nosotras tenemos que hacer ese trabajo.

La atención de Dulce Virtud fue atraída hacia lo que estaba sucediendo en la Sala de Audiencia, pues había entrado un miembro del Gran Consejo, y avanzaba de rodillas hacia el dosel del trono. Vio al consejero hacer primero una reverencia y en seguida dirigirse a Su Majestad.

A pesar de ser de edad madura, su rostro cruzado de finas arrugas estaba lleno de carácter, y su alta figura había permanecido erguida. La boca era fuerte, los ojos prudentes. He aquí un hombre, pensó Dulce Virtud, de quien una se podría fiar. Un hombre que sería escrupuloso en la lealtad a sus amigos, por muy inescrupuloso que fuese en lo que a otros concerniera. Un hombre cuyo consejo sería en todas circunstancias sagaz y sincero.

—El esclavo de Su Majestad tiene que informarla de la muerte de otro misionero extranjero a manos de los boxers —anunció.

La emperatriz se inclinó hacia adelante. .—¿Dónde? ¿Cuándo?—Tres días atrás, en el distrito de Fei Cheng, mientras

regresaba de Tai An a Ping Yin.—¿De qué nacionalidad?—Inglés, Su Majestad.—¿Le ha llegado la noticia al ministro británico?—Vuestro esclavo cree que sí. Los ministros de Inglaterra,

Francia, Alemania y Estados Unidos han hecho peticiones para ser recibidos por el Tsungli Yamen.

La emperatriz sonrió:—¿Supongo que con el objeto de presentar sus formales

protestas?—Sin duda, Gran Antepasado.—Manda un cable a nuestro embajador en Londres, y dale

instrucciones para que visite a Lord Salisbury, para explicarle que el infortunado misionero cayó en manos de una banda de forajidos que han desafiado todos los intentos hechos para dispersarlos. Dile que le asegure al Gobierno británico que no se omitirán esfuerzos para hacer que los bandoleros sean capturados y castigados por su cobarde crimen.

—Se hará eso, Venerable Buda.—Dale instrucciones al Tsungli Yamen, para que dé las

mismas seguridades, y que haga saber al ministro británico nuestro profundo pesar. Pídele que le haga llegar al pariente más cercano del muerto nuestras simpatías y condolencias.

—Eso también se hará, Su Majestad.

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—■Telegrafíale al general Yuan Shi-kai que ejecute unos cuantos bandoleros, como muestra de nuestra determinación de preservar y mantener la seguridad de los misioneros extranjeros.

—Vuestro esclavo verá personalmente que al general Yuan se le den esas instrucciones, Venerable Buda.

El hombre interesaba a Dulce Virtud. Se preguntó si Jade sabría quién era. Jade lo sabía. Era una persistente, aunque bien intencionada, aderezadora de toda clase de chismografía cortesana. Para ella los chismes y las personalidades eran la sal de la vida. No sólo tenía un conocimiento enciclopédico del hombre a los pies de Su Majestad, sino también de casi todos los conectados con la Corte.

—Jung Lu —contestó cuando Dulce Virtud le preguntó quién era—. Es miembro del Gran Consejo, Comandante en Jefe del Ejército del Norte, adiestrado por instructores extranjeros, Capitán General del Cuerpo del Estandarte y pariente lejano del Gran Antepasado. Dos años atrás, cuando era Virrey de Chihli organizó el coup d'Etat que colocó nuevamente a Su Majestad en el poder.

Notó, por la confusa expresión de Dulce Virtud, que .su explicación carecía de sentido.

—¿No sabes nada acerca de ello?—Los detalles no. Estábamos entonces en Francia.—Pues bien, trece años atrás, cuando el emperador tenía

diecisiete, el Venerable Buda tuvo que dejar la Regencia. —El cuchicheo de Jade se hizo tan débil que Dulce Virtud apenas podía oir las palabras—. No creo que le agradara ceder el poder, pero no tuvo más remedio. Por lo que se fue a vivir al Palacio de Verano. Todavía continuaba allí cuando pasé a ser una de sus damas de honor, hace tres años. —Jade rió entre dientes—. Pero puedo asegurarte, Dulce Virtud, que mantenía constante vigilancia sobre el emperador. No sucedían muchas cosas que ella no supiera. De eso se encargaba Li Lien-ying.

—Cuánto detesto a ese hombre.—Todas nosotras también, Hermana Menor. —Habiendo

hecho una pausa para asegurarse de que nadie observaba o escuchaba, Jade continuó—: Desgraciadamente, la esposa favorita del emperador, la concubina Perla, pensó que China debía ser reformada, e influyó sobre el Hijo del Cielo para que pensara lo mismo. Empezó a dictar tantos edictos que nadie, de un día para otro, podía adivinar lo que sucedería en seguida.

"Tú sabes cuánto detesta los cambios el Gran Antepasado, especialmente si coinciden con las ideas bárbaras. Todos los viejos caducos le rogaron que impidiera que el país fuera reformado. Cuando oyó esto el emperador, planeó hacerla arrestar y confinar en la Ciudad Prohibida, y nadie ignora que el Gran Antepasado encuentra aborrecible tener que vivir aquí, en el Gran Interior.

Dulce Virtud se sintió confundida.—¿Qué tiene que ver todo esto con Jung Lu?—Voy llegando a eso, querida. En el Palacio de Pureza

Celestial, ¡qué coincidencia! —Jade se echó a reir—, el emperador le confió al general Yuan Shih kai la tarea de matar a Jung Lu y de arrestar al Gran Antepasado. En vez de obedecer, el general Yuan reveló el complot. Entonces Jung Lu organizó el golpe de estado. De quien se apoderaron fue del emperador y lo enviaron a la Terraza del Océano, donde está prisionero en confinamiento solitario.

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—¡Está! Pero si hoy...—Era una ocasión muy especial. Creo que se le ha permitido

salir de la prisión (en una pequeña isla en uno de los lagos de la Ciudad Imperial) a fin de que pudiera verte —dijo Jade picarescamente—. Estoy segura de que recibiste su aprobación. Vi en la forma que te miraba.

—Pero Jade... i—¡Silencio! —le advirtió Jade, pues Dulce Virtud había

levantado la voz, y atraído la desaprobadora atención de la Joven Emperatriz—. Por favor, ten cuidado, querida. Si te oyera el Gran Antepasado...

—No se me puede pedir que comparta su encarcelación. No sería justo. Yo no he hecho nada...

—No tendrás que vivir en la isla con él —la consoló Jade—. Las otras esposas no están prisioneras. Excepto Perla. Está encerrada en alguna parte, como castigo por haber osado sugerir que ni siquiera el Gran Antepasado podía hacer caso omiso del mandato del Cielo que había hecho a Kuang-Hsu emperador de China.

La audiencia había seguido adelante, tratando de otros asuntos, pero Dulce Virtud no escuchaba. Se sentía perpleja por lo que había oído; no tanto por las palabras como por el desprecio que las subrayaba, y, en especial, por el deleite con que la emperatriz recibió la noticia de la muerte del misionero. Sabía que los extranjeros, y especialmente los misioneros extranjeros, eran mirados con sospecha y odio por la mayoría de los chinos, pero no habría pensado que ninguna mujer podía celebrar el brutal asesinato de un civil indefenso, rimlqulcra que fuese su nacionalidad y credo.

K:;Taha, igualmente molesta por el antagonismo y animalidad con que la emperatriz miraba al sobrino, a <1 ule 11 habla virtualmente destronado dieciocho meses antes.

Al igual que la mayoría de los chinos, hasta ahora ella había considerado a los miembros de la familia real como seres aparte; dioses menores que ocupaban ol trono por mandato del Cielo. El descubrir que se entregaban a las más bajas flaquezas humanas destruía su confianza en la fe aceptada. Por ejemplo, que la emperatriz ordenara a Flor de Cerezo golpear la cara de Jade.

—Jade —susurró—, ¿acaso te odia Flor de Cerezo?—No. Nos queremos mucho. ¿Por qué lo preguntas?—Te golpeó tan fuertemente la cara. Si te quiere, creo que

podría haber sido más considerada.—Si lo hubiese hecho con demasiada suavidad, el Gran

Antepasado me habría ordenado que golpeara la cara de Flor de Cerezo, como castigo por no cumplir correctamente lo mandado. Recuerda pegar con fuerza si te ordena que abofetees a alguien.

—¡Oh! Yo no podría golpear tu cara así, Jade. Jamás.-—Tendrás que hacerlo si no quieres que abofeteen tu propio

rostro.—Prefiriría que así fuera, antes que tener que golpear el tuyo.Jade rió suavemente.—¿Sabes lo que te pasaría si lo descubriera la emperatriz?

Creo que te azotaría ella misma con una vara de bambú. ¿Viste esa larga bolsa amarilla que llevaba el eunuco Wang? Está llena de varillas de bambú de todo tamaño, para azotar con ellas a los eunucos y a la;; criadas. —Añadió pensativamente—: No la he

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visto golpear a las damas de la Corte, pero podría hacerlo si creyera que una de ellas era obstinada.

Pensando en la serena felicidad de la que fin* t .ni rudamente arrebatada, Dulce Virtud lloró de nuevo en su corazón.

2Un observador más imparcial habría admirado la forma en

que la Emperatriz Viuda manejaba los complicados asuntos de Estado. Habría apreciado su rápida percepción y sagaz raciocinio. Habría quedado atónito ante su profundo conocimiento de la historia china, y embobado por su aún mayor familiaridad con los precedentes. -II!. ;r#.j

Por otro lado, habría quedado consternado ante su ignorancia del mundo que quedaba más allá de las fronteras del Imperio chino. En común con la mayoría, menos unos cuantos chinos viajados, no reconocía ningún mundo civilizado del otro lado de esas fronteras; sólo un yermo bárbaro, del que los insignificantes reyes y aún más insignificantes principillos le debían rendir homenaje al Hijo del Cielo, Emperador del Mundo.

Sobre todo, habría notado su celoso orgullo en el clan Yehonala, una de las más antiguas familias man- chúes, de la que había salido. Su talento maquiavélico la había hecho su más faAioso vástago, desde que Nur- hachu fundó el gobierno manchú en China, en el siglo dieciséis, y se convirtió en el progenitor de los emperadores Ta Ching.

Pero Dulce Virtud no era imparcial. Sabía que odiaba al Gran Antepasado apenas menos de lo que Su Majestad odiaba a los extranjeros y a todas las cosas extranjeras.

Cuando terminó la audiencia, y el último de los ministros hubo abandonado el edificio, las damas de honor salieron de detrás del biombo para recibir las nuevas órdenes de Su Majestad.

—Traigan mi espejo, mis objetos de tocador y mi joyero.

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Estos objetos fueron rápidamente presentados, con lo cual la emperatriz se quitó su pesado tocado y pren- (lió nn n« i s cabellos una mariposa de pedrerías. En seguida se empolvó de nuevo la cara con un perfumado polvo rosado y pidió su palanquín.

La larga procesión que antes la había seguido desdo su palacio hasta.la Sala de Audiencia, volvió a formarse mientras la Corte se dirigía al teatro. Habiendo pasado por una gran puerta bajo uno de los muros interiores, Dulce Virtud se encontró en un patio que le era vagamente conocido. Cuando vio la Sala del Trono de la Suprema Armonía a un extremo y recordó que su padre estaba a su lado la última vez que la había visto, apenas pudo controlar sus lágrimas de nuevo.

A través de otra puerta, a la izquierda de la Sala del Trono, pasaron a un patio más pequeño, del que el mismo edificio formaba el límite oriental; de allí a otro patio, que contenía el extremo norte del edificio de la Suprema Armonía —el más grande y adornado de la Ciudad Prohibida—; luego, a través de una puerta bastante más chica, a un largo y angosto callejón con murallas a ambos lados. Después de caminarlo en toda su longitud —parecía no tener fin para los pies cansados de Dulce Virtud—, torcieron a la izquierda, hacia una plaza abierta y cuadrada, ceñida por tres lados por edificios bajos, de un piso, y en el cuarto lado por lo que a Dulce Virtud le pareció un escenario teatral.

—¿Qué está sucediendo? —le preguntó a Jade—. ¿Es esto un teatro?

—Sí. Vamos a ver una obra acerca de Yang Kuei- fei, concubina del emperador Ming Huang. —Había una nota de excitación en la voz risueña—. Adoro el teatro, pero no tanto como el Gran Antepasado. A veces ella también actúa. Delira por representar el papel de Diosa de la Misericordia, y hace que Li haga el papel de uno de sus cortesanos.

La emperatriz entró en el edificio frente al teatro. Una pequeña parte de su séquito la siguió, incluyendo las damas de honor. Dulce Virtud se encontró en una pieza, de la que un lado consistía enteramente de ventanales y que quedaba a nivel y daba hacia el escena-

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lio. Su Majestad se sentó en un largo canapé y le dijo a Piedad que arreglara con cuidado su abrigo forrado de piel, pues los dos braseros de bronce con carbonos encendidos no bastaban para mantener en la habitación una tibieza confortable. Un momento después entraron cuatro damas de la Corte trayendo cada una lU'an caja de madera, pintada con el omnipresente amarillo imperial. Cuando fueron abiertas, Dulce Virtud vio una cantidad de pequeños platos, cada uno lleno con dulces diferentes: semillas de loto azucaradas, nueces y castañas cocidas de varias maneras, frutas confitadas, nueces, litchi, torrejas de kumquats, panes de azúcar y loquats, frutas, y muchas cosas más, dema-siado numerosas para contarlas.

Después que todo esto fue colocado en mesas ante la emperatriz, comenzó a comer, eligiendo de cada plato según le dictaba el capricho. Mientras tanto hablaba con Dulce Virtud, a quien había hecho seña que se aproximase.

—Dime más acerca de ti, criatura. ¿Cuál es tu credo? ¿Eres budista o taoísta? —La vacilación de Dulce Virtud despertó las sospechas de la Emperatriz Viuda. Su expresión sé tornó dura—. ¿Eres cristiana? —dijo arrebatadamente.

A quien me niegue, yo lo negaré. El severo mandamiento del reverendo William Anderson, que había convertido a su madre, su hermana y a ella al cristianismo, resonaba en los oídos de Dulce Virtud. Podía ver su imagen tal como apareció un día memorable en Shanghai, la mañana de su bautismo: con el rígido Índice levantado, sus ojos hundidos ardiendo de exaltación; oyó de nuevo el sonido de su voz áspera, estridente de sinceridad. Murió dos años después; una muerte cruel a manos de un encarnizado populacho chino.

Carecía del valor divino del Reverendo William. No veía ni tolerancia ni misericordia en el rostro ajado que la miraba desde el montón de lujosos cojines.

—Fui educada como budista, Su Majestad —dijo con voz apagada.

Crepúsculo.—11K1 ceñudo rostro no se relajó.— K:;o (>:Í muy afortunado para ti. Detesto a los cris-

........ labes tú, niña, que los misioneros vacian losojo» e le los niños chinos para usarlos en sus remedios? ¿¡ ¡ahes también que los misioneros bárbaros les ensenan a los chinos cristianos a desafiar la ley china? — COK 16 unas semillas de melón que se comió vorazmente —. ¿Has viajado a países bárbaros?

—Sí, Gran Antepasado. Mi padre nos llevaba a mi hermana y a mí a dondequiera que él fuese.

—¿A qué países?—Estados Unidos de América, Francia y Gran Bretaña.La Emperatriz Viuda hizo un gesto de enojo. Dijo en seguida:"—¿Qué los trajo de vuelta a China?—A pesar de que le encantaba viajar y ver otras tierras, mi

padre amaba a su país, Gran Antepasado.—Eso no es cierto. Tu padre no amaba ni a China ni a sus

hijas; de lo contrario no habría permitido que te contaminaras con los incivilizados. —Hizo un gesto con la mano—: Aléjate, niña. Déjame —le ordenó, con la voz subiendo de tono—. Cada vez que

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mencionan a los1 bárbaros, me pongo furiosa. Casi me has echado a perder el día. Andate.

Dulce Virtud se juntó con Jade, y se sintió aliviada al ver que la emperatriz hacía una señal para que comenzara la representación.

Al extremo del patio se levantó la cortina del escenario. Unos eunucos enseñados dijeron las palabras de introducción. La emperatriz mordiscaba dulces, y observaba y escuchaba con ojos fascinados. La pieza era una de sus favoritas. La había visto con tanta frecuencia que podía soplarles a los actores. Tal vez después de un lapso de otros mil años de historia china habría una obra acerca de ella: una concubina que fue más hermosa que Yang Kuei-fei, y, por supuesto, mucho más famosa.

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Después fue servido el almuerzo. A una seña de 1-1 Lien-ying, un pequeño ejército de eunucos se esparció por el patio del teatro. Los primeros transportaban mesas y soportes, que armaron en la pieza adyacente a la en que Su Majestad miraba la obra, pues la emperatriz comía dondequiera que estuviese. Otros eunucos traían cajas de madera y bandejas llenas de tazones de porcelana amarilla, decorados con caracteres chinos y con tapas de plata, las que colocaron sobre las mesas.

Apenas fue informada por el eunuco jefe de que el almuerzo estaba pronto, Su Majestad entró y se sentó. Fue seguida por la Joven Emperatriz, y las damas de honor, que permanecieron al extremo de la mesa.

—Saquen las tapas —ordenó. Fueron quitadas si-multáneamente, revelando más de un centenar de guisos diferentes, entre los cuales el cerdo, aderezado de varias maneras, era el que predominaba: cerdo picado con brotes de bambú, cerdo cortado en pedacitos con cerezas, cerdo con cebollas, panqueques de cerdo. Había sopa de aletas de tiburón, sopa de nidos de golondrinas, sopa de jibia. Pollo frito, pollo relleno con hongos. Pan frito, pan salado, pan amasado y pan dulce, cortado en forma de pájaros, bestias y mariposas. Había gachas de semillas de ajonjolí, gachas dulces, gachas de maíz.

Sintiéndose desvanecida de cansancio y hambre, Dulce Virtud observaba cómo comía con fruición y totalmente sola la emperatriz. Olía la suculenta fragancia de los alimentos calientes, y tenía que vencerse para jno servirse subrepticiamente de una fuente cercana, llena de tajadas de cerdo asado. Para vencer la tentación, ocupó sus pensamientos en tratar de calcular cuál parte de ella sufría más: sus pies, la espalda o el estómago. Ni una sola vez durante las siete horas pasadas le había sido posible sentarse. Sus pies estaban hinchados y ardientes; tan adoloridos, que cada movimiento era un sufrimiento agudo. Más que nunca antes, ahora le dio gracias al cielo por haber nacido doncella manchú y no china, pues se dio cuenta de que su intenso sufrimiento era transitorio y no se comparaba con la tortura de toda una vida que sufrían las mujeres chinas, como consecuencia de haber tenido los pies atados hasta deformarlos. Muchas veces se sintió estremecer al ver mujeres chinas cojeando difi-cultosamente de un lugar a otro, y una vez había visto un pie desnudo, una informe masa de carne y hueso, torcido y aplastado hasta parecerse a una pezuña.

La fragancia de la sopa de nidos de golondrina pasó en ráfagas ante su nariz, y forzosamente encaminó sus pensamientos de sus pies a su pobre estómago vacío. Mientras observaba cómo la emperatriz, por medio de palillos de marfil y oro, trasladaba tallarines de fécula de arvejas a un plato vacío, se sintió desfallecer. Por lo que se obligó a mirar a través de las ventanas la representación que continuaba ininterrumpidamente al lado opuesto del patio.

Después de un rato miró de nuevo hacia las mesas. El Venerable Buda seguía comiendo. ¿No terminaría nunca?, se preguntó, llena de resentimiento, Dulce Virtud, y se admiró de que la emperatriz pudiese disfrutar de una comida tan opípara después de todos los dulces que había mordisqueado, y que su figura no diera evidencia de un apetito tan voraz.

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Su Majestad terminó de comer. Se puso de pie, y volvió al canapé en la pieza contigua. Dulce Virtud suspiró de alivio cuando las damas de la Corte se quedaron atrás.

—¿Ahora comemos? —preguntó.Jade hizo un signo afirmativo:—Se nos permite terminar todo lo que Su Majestad ha dejado

—explicó apresuradamente, y se acercó con todo recato a su guiso favorito. No tenía intención de dejar que Piedad se lo arrebatara, pues el pato fresco desmenuzado con jengibre era también el plato preferido de Piedad.C A P I T U L O X I V

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a una señal de la jovenEmperatriz las damas de la Corte convergieron hacia las mesas, empujándose las unas a las otras en su ansia por obtener los guisos más escogidos. Piedad había adivinado la intención de Jade, y se lanzó hacia el tazón de pato desmenuzado, pero alguien se le atravesó en el camino. Cuando Piedad alcanzó su objetivo, Jade estaba ya comiendo con sus palillos.

Dulce Virtud tenía demasiado hambre para importarle lo que comía. Se sirvió abundantemente pastelillos de camarones con hongos cortados y salsa de soja; y nunca un guiso le supo mejor. En seguida tomó sopa agria de carpas, y, después de eso, tajadas de pollo Fu-yung.

—¿Te sientes mejor, querida Dulce Virtud?Dulce Virtud suspiró de satisfacción:—Mucho mejor.—Sigúeme al otro extremo, donde está la Joven Emperatriz.

Los mejores manjares se encuentran allí.Miró ella en esa dirección. La Joven Emperatriz estaba parada

cerca de la silla vacía de la Emperatriz Viuda.—'¿Podemos acercarnos?—Sin invitación, no; pero... —brillaron maliciosamente los ojos

de Jade— la Joven Emperatriz me quiere.Empezó a abrirse camino, seguida de Dulce Virtud.La Joven Emperatriz, sobrina de la emperatriz, hija del

hermano de Su Majestad, el duque Huei Hsiang, y por lo tanto, prima hermana de su marido, el emperador, le dio a Dulce Virtud una agria mirada. Había estado de- trás del biombo cuando el Gran Antepasado dictó el edicto que hacía de Dulce Virtud concubina del emperador. Habiendo observado la atractiva belleza de la recién llegada, que estaba en agudo contraste con la falta de atracción de su persona, previó tanta competencia por las atenciones de su marido como las hubo en el caso de las dos esposas secundarias mayores, popularmente conocidas como la concubina "Perla" y la concubina "Radiante". Amargos eran sus

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pensamientos, pues las órdenes de su tía tenían la fuerza del deseo de una suegra al que debía acceder en obediente silencio, aun cuando ella misma era emperatriz, por derecho de ma-trimonio y por ser sobrina de la Emperatriz Viuda.

Ahora que Dulce Virtud estaba a punto de satisfacer su hambre, empezó a sentir cada vez más el cansancio de sus pies y espalda. Notó con espanto que todas las damas de la Corte permanecían de pie mientras comían, y no solamente ellas, sino también la Joven Emperatriz.

—¿Ni siquiera ahora nos podemos sentar? —le preguntó a Jade.

—No —contestó negligentemente Jade—. No, mientras estemos comiendo en la mesa del Gran Antepasado. —Hacía ya tiempo que sus pies se habían acostumbrado a que permaneciera parada la mayor parte del día, y su espalda, a las frecuentes reverencias—. Pero pronto podremos hacerlo.

—.¿En cuánto rato?—En cualquier momento, Su Majestad se irá a dormir su

siesta. Entonces.—¿Mientras sigue la representación?Jade hizo un signo afirmativo; tenía la boca demasiado llena

para contestar.

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Los días en la Corte se sucedían los unos a los otros en monótona repetición. Al desvanecerse la rareza y novedad del poco familiar ambiente que la rodeaba — que en algo había ayudado a dulcificar el acerbo dolor de Dulce Virtud—, se descubrió características que no había soñado poseer. El impulso a rebelarse era el más .sorprendente. Al recobrarse lentamente del choque producido por el violento alejamiento de una vida libre a una existencia rayana en la esclavitud, resolvió no aceptar un futuro predestinado por un edicto imperial.

Se dio cuenta de que era extranjera en su propio país. Al comienzo, la mera idea de desafiar al Gran Antepasado la hacía temblar, ¿pues no era acaso nacida de una raza para la cual el edicto imperial tenía la inexorable autoridad de un mandamiento divino? Sus viajes por el Occidente le habían hecho comprender que el pensamiento occidental moderno, reconociendo libremente la autoridad de un jefe elegido, permitía, sin embargo, que cada hombre fuese dueño de su alma. Y habiendo visto una vez cuánto aumentaba la libertad la satisfacción humana, encontró que le era imposible resignarse a la forzosa cadena impuesta por una tradición de siglos.

Un día derramó un poco de té cerca de la Emperatriz Viuda. No-más de dos gotas del líquido salpicaron la bata de Su Majestad; con todo, su rostro se contrajo de furor.

—Muchacha negligente —la acusó con enojo—. Lo hiciste adrede. Te vi avanzar premeditadamente el pie, a fin de que se enredara en el biombo.

—-El Gran Antepasado está equivocado. Estaba tratando de evitar el pisar a Nutria Marina...

No se le permitió a Dulce Virtud terminar su explicación:—¡Muchacha insolente! Serás castigada dos veces. Una por tu

descuido, una por discutir. Jade, golpéale diez veces la cara.Jade miró tristemente a su amiga. A los agudos

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ojo.% de 'n vieja no se les pasó por alto la momentánea vacilación.

—A.sí es que no deseas hacerle daño a tu amiga — dijo burlonamente, dirigiéndole a Jade— Muy bien, lo harás doce veces en vez de diez, a menos que quieras que Dulce Virtud te pegue, en vez, a ti.

Jade no osó titubear, pues sabía que Dulce Virtud rehusaría abofetearla; y por su amiga, temía las consecuencias siguientes. Por lo que golpeó la cara de Dulce Virtud lo suficientemente fuerte para satisfacer a la enojada emperatriz; pero, a pesar de que tuvo cuidado en colocar su mano de manera de hacer que el golpe pareciera más fuerte de lo que era en realidad, dolió bastante, como para que las mejillas de Dulce Virtud ardieran.

Sus ojos se llenaron de lágrimas, lágrimas de bochorno. Jade las vio, y equivocando su causa, se alarmó ante la idea de que la emperatriz las viera también, y despreciando la aparente debilidad de Dulce Virtud, ordenara el aumento del castigo por romper la tradición de que ninguna mujer china debe jamás revelar una evidencia de sufrimiento, incluso al dar a luz. Jade dio un paso a la izquierda.

—Vuélvete de este lado —le dijo a Dulce Virtud—. Aquí hay más luz.

Su razonamiento era plausible, pues altas murallas, anchas galerías y pequeños patios disminuían efectivamente la luz natural en muchos de los edificios de la Ciudad Prohibida.

Dulce Virtud se dio vuelta obedientemente. Jade encantada con su perspicacia abofeteó la mejilla izquierda de Dulce Virtud. Desgraciadamente, no había contado con la sádica perversidad del eunuco jefe. Li Lien-ying había visto las lágrimas, y comprendió el motivo de la maniobra de Jade. Una astuta sonrisa sé dibujó en su obesa cara. Se inclinó hacia adelante y cuchicheó al oído de la emperatriz, el único hombre en el Imperio chino que habría osado permitirse esa familiaridad.

La emperatriz sonrió:No, date vuelta de este lado, Dulce Virtud, donde .v<> pueda

verte. Los ojos de Jade son más jóvenes que lo:; míos. —Sus apretados labios demostraban su despullo al ver las lágrimas de Dulce Virtud.

• -¿Es otra costumbre occidental esa de llorar a musa de un poco de dolor?

-No fue de dolor, Gran Antepasado.—¿Cuál fue entonces la causa de las lágrimas?- La vergüenza de ser castigada frente a los demás, Gran

Antepasado —contestó con temeridad Dulce Virtud.—¡Hum! —exclamó la emperatriz. Tan cambiante como era,

sorprendió a todos al levantar la mano—. Termina el castigo en privado, Jade, cuando se retiren para acostarse —le ordenó.

Siendo ella misma valiente, a veces se permitía admirar el valor en otros.

Más tarde, cuando Dulce Virtud se desvestía para acostarse, Jade entró al dormitorio. Sus ojos estaban inusitadamente tímidos.

—No quería producirte daño esta tarde, pero tuve que hacerlo. Temía que te dijera que me pegaras y que tú rehusaras —susurró.

—Habría rehusado. —La mera idea angustiaba a Dulce Virtud—. ¿Por qué cuchicheas?

—Nieve Virginal está escuchando al lado de la puerta.

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—¿Por qué?—El Gran Antepasado le ha dicho que nos espíe, para estar

segura de que te doy el resto de tu castigo.Dulce Virtud tenía la certeza de que Jade estaba equivocada.—No creo que se rebajara a...Jade se echó a reir:—¡Tonta! ¿No has aprendido todavía que cada uno espía a los

demás en la Corte, a fin de que el Gran Antepasado oiga todo lo que sucede?

—¡Es algo tan despreciable!—¡Dulce Virtud! —Jade se sobresaltó—. ¿Cómo te atreves a

expresarte en esa forma del Gran Antepasa- <1o? ¿No sabes que puedes ser severamente castigada por hab lar despreciativamente del Venerable Buda o del emperador?

■ ¿Cómo iba a saberlo? ¿Tú no me ibas a espiar, verdad, querida Jade?

•No lo haría, queridísima Hermana Mayor. Pero Piedad lo haría, y Nieve Virginal, y Seductora, y Envío del Cielo también lo harían. El Venerable Buda no se lía de nadie. De noche, cuando duerme, hay seis eunucos al lado afuera de su puerta, y dos más en el dormitorio, junto con dos criadas, dos viejas criadas y dos damas de la Corte. —Jade se rió—. Las damas de la Corte están ahí para vigilar a las viejas, las viejas vigilan a las criadas, y ellas mantienen un ojo avizor sobre los eunucos. Naturalmente que nadie puede dormir en toda la noche.

—¿Y las damas de la Corte están ahí para vigilarse las unas a las otras? "

Jade apretó la cintura de Dulce Virtud:—Sí, pero no tú y yo. Nos queremos demasiado para eso. —

Miró significativamente hacia la puerta—. ¿Estás pronta? Trataré de no hacerte mucho daño, pero debo hacer bastante ruido.

Dulce Virtud asintió, por lo que Jade le pegó, contando en alta voz cada palmada, hasta un total de nueve. Cuando terminó, esperó casi un minuto, en seguida fue de puntillas a la puerta y la abrió. Miró risueñamente hacia atrás.

—Se ha ido. Espera un minuto.Volvió cinco minutos después, >con su cara redonda

reluciendo de picardía.—Le está diciendo a Piedad que soy una verdadera arpía por

pegarte tan fuerte, cuando no había necesidad.—¿Cómo lo sabes?Se echó a reir:—Porque escuché a la puerta de Piedad. —Hizo una señal de

despedida con su mano rolliza—. Buenas noches. Que el cielo te proteja durante la noche, Hermana Mayor.

—Por favor, espera. Quiero hablar contigo.Jade cerró la puerta, en seguida se

sentó en la cama al lado de Dulce Virtud.—¿Quieres ayudarme, queridísima Jade?—Naturalmente.

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—¿Me juras que no le revelarás nunca una palabra a nadie?

Jade parecía asombrada, pero hizo un signo afirmativo.

—Lo juro por la tumba de mis antepasados.—Deseo que me ayudes a escapar de la

Ciudad Prohibida.—¡Dulce Virtud!' —Los bondadosos ojos

de Jade se llenaron de terror—. ¡No! ¡No! Dulce Virtud, no debes pensar en hacer eso —dijo ahogadamente—. Ni siquiera tratar de hacerlo. Prométeme que no tratarás.

—¿Por qué no?—Si te pillaran, serías terriblemente

castigada. Tal vez..., tal vez... te matarían —tartamudeó—. Además, ¿por qué escapar? Como esposa del emperador tendrás una vida feliz. Una pieza propia, probablemente en el Palacio Chung Hua, cerca del teatro, y con criadas, así como eunucos para servirte, y..., y... — Movió la cabeza, asombrada de que alguien pudiera sentir tanta repugnancia en convertirse en Consorte Secundaria de Su Majestad Imperial.

—¿Quieres ayudarme, Jade?—Pero, aunque estuvieras dispuesta a

correr el riesgo, no hay escapatoria de la Ciudad Prohibida. Los centinelas no te dejarían pasar.

—¿Por qué habían de detenerme, a menos que sonara la alarma?

—Porque te vas a casar con el emperador. Una vez casada, jamás saldrás de la Ciudad Prohibida, querida Dulce Virtud, a menos que vayas acompañada por Su Majestad.

El darse cuenta de que quizás no saldría nunca de la Ciudad Prohibida era uiji sufrimiento inaguantable. No ver nunca más a sus amigos, chinos u occidentales;

no viajar jamás a países extranjeros; no visitar nunca nía.:, olías ciudades chinas; no ver más, ni siquiera la:: calle:; de Pekín, excepto detrás de una infranqueable barrera de murallas color púrpura... Dio vuelta la cura para que Jade no notara su desolada expresión.

3A pesar de su pena interior, que día a día se hacía más

intensa, y su esfuerzo para mantener una calma exterior, a fin de que nadie sospechara sus verdaderos sentimientos, se le hizo cada vez más evidente a Dulce Virtud que la tensión crecía entre los círculos oficiales cercanos a la Emperatriz Viuda. Las audiencias diarias de Su Majestad con sus Grandes Consejeros, y especialmente con los ministros del Tsungli Yamen, se hicieron cada vez más largas.

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Aunque no siempre comprendía las migajas de información que escuchaba de cuando en cuando, o los rumores que incesantemente circulaban en la Ciudad Prohibida, Dulce Virtud sabía que China, tanto nacional como internacionalmente, se acercaba con rapidez a una crisis que perturbaba considerablemente al sagaz Jung Lu.

—Debía tomarse alguna medida para elegir un nuevo emperador, Venerable Buda —le decía una y otra vez a la Emperatriz Viuda—. Vuestra Majestad me ha mostrado las peticiones que están llegando de todos los rincones del Imperio, suplicando que sea reconstituido el presente sistema de administración...

—Consecuencia indirecta del maldito ejemplo de Kuang-Hsu —lo interrumpió coléricamente.

—Pero difícilmente se podría lidiar con eso en la misma forma —le hizo ver el cortés Jung Lu—. Las murallas de Pekín no serían suficientemente altas para encarcelar a todos los críticos de la presente situación. Además...

—¿Y bien?—El sur está intranquilo. ¿Se ha enterado Su Majestad de las

canciones y baladas que circulan en Cantón, acusando a Su Majestad de prácticas viciosas on compañía de Li Lien-ying y de mí? Esas cosas Su Mu Jestad puede tratarlas con el desprecio que se merecen; pero otros peligros son más de temer.

—-¿Como ser?—¿Debe ser franco vuestro adicto esclavo?—Es nuestra orden.—Entonces Su Majestad debe enterarse de que es- I :'i n

circulando libremente libelos licenciosos, acerca de que, si termina pronto la dinastía manchú, será por culpa de Vuestra Majestad, como fue el caso con la dinastía Shang, que cayó a causa de la loca pasión del emperador por su concubina Ta Chi, cuyas abominables orgías son históricas.

—¿Debo, acaso, ser influida por toda esa sediciosa faramalla? —preguntó con desprecio—. Vamos, Lu, éstas no parecen cosas de nuestro sagaz y valeroso Gran Consejero. Te has entendido efectivamente con los reformadores. Ahora entiéndetelas igualmente bien con estos pasquines.

—Si sólo fuera eso...—¿Y qué más?—El sur interpreta nuestro justo tratamiento de los

reformadores como antichino y se dice que Su Majestad pretende nombrar solamente manehúes en los puestos importantes del Imperio.

—¿Te preocupa el movimiento antidinástico?—Sí, Majestad; me inquieta. Algo debe hacerse antes de que

se vuelva peligroso.La Emperatriz Viuda apretó los labios.■—La solución es muy sencilla.—'¿Sencilla?—-Naturalmente. ¿Cómo combatirías un incendio de bosques,

Jung Lu?—Primero que nada, haciendo un cortafuego...—¡Exactamente! Y nada podría ser más fácil, en el momento

presente, que hacer eso.El Gran Consejero comprendió:—¿Fomentando el movimiento boxer, Su Majestad?

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—No reprimiéndolo —corrigió la emperatriz—. Ya que crcnrft .su propio impulso. Mientras los chinos se dejen dominar de su odio por los extranjeros, no tendrán tiempo para sentirse ofendidos por los manchúes.

l.a Insinuación puso nervioso al consejero: Serla un recurso peligroso, Su Majestad. El cortafuego podría convertirse en fuego.

-Es nuestra orden, Jung Lu —ordenó la emperatriz.

4Cada día pasado en la Ciudad Prohibida hacía a Dulce Virtud

más determinada que nunca a no permanecer para el resto de su vida como concubina del desacreditado emperador, y prisionera de hecho, si no de nombre. Pero la actitud de Jade la hizo comprender que tendría que contar con sus propios y solos esfuerzos.

No tardó mucho en darse cuenta de que era tan prisionera en calidad de dama de honor como lo sería cuando fuera concubina, pues la emperatriz exigía todo el tiempo de sus damas. Fuera de un rato después de almuerzo, en que tenía la costumbre de dormir, estaban en constante servicio desde las cinco de la ma-ñana hasta que se retiraban a descansar. Para entonces se sentían demasiado fatigadas y no deseaban ninguna otra entretención que no fuese la de tenderse en sus propias camas.

Dulce Virtud no era ninguna excepción. Por el contrario; menos acostumbrada a sus deberes que las otras damas de la Corte, se sentía, en consecuencia, más cansada, física y mentalmente exhausta, para siquiera tener la tentación de salir de su dormitorio a explorar. Pero aunque no hubiese estado cansada, aun cuando estuviese dispuesta a hacer ese peligroso recorrido, no era posible. La única salida de los dormitorios de las damas de la Corte en el Palacio de Vejez Tranquila, consistía en la galería que pasaba ante la puerta del dormitorio de la Emperatriz Viuda, y durante toda la noche mantenían guardia seis eunucos, que se habríannprovechado de la oportunidad para Informarle a Bu Majestad de que una de sus damas de honor habla añil ido vagando por la Ciudad Prohibida cuando debia catar acostada.

Aunque hubiese tenido éxito en superar esa dificultad e incluso si hubiera conseguido llegar sin ser vista, hasta una de las cuatro puertas que conducían de la. Ciudad Prohibida a la Ciudad Imperial, no estalla más cerca de la fuga, pues, como supo después, se habría encontrado con que todas las puertas estaban con candados y cerrojos, y con los guardias del otro lado, ya que a ningún Hombre, salvo al propio emperador, le era permitido dormir dentro de las cuatro murallas de la Ciudad Prohibida.

Aún así, si un milagro le hubiera abierto la puerta y hubiera llegado a la Ciudad Imperial, de todos modos no tendría escapatoria. Ya que no existía más que una salida a través de las murallas de la Ciudad Imperial, hacia la Ciudad Tártara, y era pasando por otras puertas cerradas y vigiladas.

Se desesperó, pero siguió en su búsqueda de otra manera de escapar. Sabía que los eunucos eran criaturas venales, de baja extracción y moral: inescrupulosos, crueles, indignos de confianza y corrompidos. Se persuadió de que en la propia esencia de su depravación podría encontrar la semilla del éxito. Sabía que no todos los eunucos habían sido castrados en la niñez. Algunos de ellos, en realidad, salieron del lecho nupcial para entrar a una

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monstruosa existencia, que era una ofensa contra la naturaleza, tentados a eso por la posibilidad de una fabulosa "tajada". Tales criaturas, creía ella, no titubearían en arriesgar una muerte pia-dosa. .. si la remuneración fuese bastante cuantiosa.

Uno tras otro, probó a los eunucos con estratagemas e indirectas. No ignoraba que corría el riesgo de ser delatada a Li Lien-ying; pero desde que las posibles consecuencias le parecían casi preferibles al con- cubinaje, no sentía miedo. Por último encontró uno que, con palabras no menos ambiguas que las de ella, expresó su interés por escuchar nuevos detalles. Tam-blón se llamaba Li; pero había muchos Li entre los (Mímicos, que no eran parientes de Lien-ying.

■Esta persona innatural le oyó una vez a un narrador de cuentos la historia de una esclava que se c.'vcapó de la Ciudad de la Innominada —dijo—. Era hija de un rico mandarín —añadió, mirándose detenidamente las uñas de la mano izquierda—. Felizmente, llevaba consigo preciosas joyas, suficientes para ten-tar a un pobre servidor de la Innominada. Joyas por valor de... —titubeó— cien mil taels.

Ella apretó una mano hasta enterrarse las uñas:—Debe haber sido, por lo menos, hija de un rey. Ninguna hija

de un mandarín común llevaría cien mil taels de joyas sobre su persona. Ni siquiera la mitad de esa suma.

—Pero este servidor de la Innominada apreciaba su vida, la que tasó en sesenta mil taels. —Cuando terminaba de hablar alzó el tono en sutil interrogación.

—¿Habría él aceptado joyas por valor de treinta mil taels, con una promesa de diez mil taels más cuando la esclava se encontrara a salvo en casa amiga?

—Esta persona innatural no relata cuentos de hadas —dijo despectivamente el eunuco.

—Entonces la promesa debe haber sido por veinte mil taels.La criatura movió negativamente la cabeza:—¡Ay de mí! Veinticinco mil taels fue la recompensa

prometida. Por escrito —añadió significativamente.—La desgraciada doncella seguramente habría estado

dispuesta a pagar la suma de veinticinco mil taels, por afrentosa que le parezca a una que no buscó otra cosa que arrancar de lazos de seda y oro.

—¡Ah! —suspiró Li.—¿Cómo sigue, entonces la historia?—Se os contará que, en el día vigésimo quinto de la

duodécima luna, se celebró en el Palacio de la Innominada una cierta ceremonia...

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Pero en el vigésimo segundo día de la duodécima luna, a la Hora de la Liebre, que eran las seis de la iminaha del 20 de enero, la Emperatriz Viuda le hizo (■na a Dulce Virtud de que se acercara a su cama.

—Prepárate a formar parte de la casa de Su Majestad esta noche —empezó diciendo.

Crepúsculo.—12

3

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C A P I T U L O X V

1

EL ROSTRO DE DULCE VIRTUD, al tocar su frente el suelo en una reverencia de agra-decimiento, estaba alterado, pero forzó su expresión a una aparente calma, ya que sabía que los agudos ojos de la emperatriz estarían observándola al enderezarse. Lo consiguió. Pasó el momento peligroso, pero dejó fijo un pensamiento en su mente. A menos que pudiera escapar de la Ciudad Prohibida antes del atardecer, se convertiría en una Kuei Jen, una "persona honorable", concubina de Kuang-Hsu, emperador de China, sirviente en todo, menos en el nombre, de Tzu Hsi; prisionera a perpetuidad en el harén del emperador.

A menos que pudiera escapar. El estribillo le mar-tillaba el cerebro con el ritmo de los antiguos relojes de pared, que parecían tan fuera de sitio en las habitaciones privadas del Palacio de Vejez Tranquila. A- menos-que-pu-die-ra-es-ca-par... A-menos-que-pu- die-ra-es-ca-par...

—Pobre Dulce Virtud —el simpatizante cuchicheo era de Jade—; desearía poder tomar tu lugar.

Dulce Virtud no dijo nada. Apenas tenía conciencia de que se le había hablado. Pero Jade, comprendiéndolo, le tocó la mano, y el ritmo de sus pensamientos cambió. Ten-go-que-es-ca-par, escuchaba en su mente; me-es-ca-pa-ré. Lo-haré... Lo-haré...

¿Pero cómo? Cuando desapareció el choque de su amarga desilusión, su mente comenzó a trabajar en el problema. ¿Cómo se Iba a escapar? ¿Cómo se, Iba a llevar a cabo el milagro?

Buscó a Li. el amistoso LI —no le conocía el nombre de pila—, y pronto lo encontró, solo.

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—Li, tienes que sacarme hoy de aquí... —empezó.—Estaba fijado para mañana —movió la cabeza.—Tengo que partir antes de esta noche.—-Esta noche la honorable dama va a formar parte de

la casa del Señor de Diez Mil Años.Asintió rápidamente:—Sí, sí. Quiero decir, antes de eso: antes de que sea

demasiado tarde. ¿Tienes las ropas?—Este innatural cumplió su parte del convenio. Todo

habría estado pronto —masculló con una hipócrita mirada que desmentía cada palabra—. Ahora esta persona no se atrevería. El Venerable Buda le ordenaría a Li Lien-ying que lo azotara hasta matarlo.

—Por favor, por favor, Li... —le rogó, rebajándose en su apremio.

Pero LI fue Inexorable. Le había dado un anillo que valía mil taels para que comprara ropas y aceitara la mano de un cierto guardia amigo. Se preguntó si alguna vez tuvo intención de cumplir su parte del convenio, y si acaso habría sacrificado inútilmente su anillo, como víctima de un inescrupuloso embaucador. Posiblemente, reflexionó, él ya sabía el día fiiado para el matrimonio —pues poco se les escapaba a los eunucos— y deliberadamente había planeado estafarla de cualquier cosa que le adelantara.

El día pasó rápidamente mientras buscaba otros medios de escapar; pero la Ciudad Prohibida había sido diseñada para proteger al emperador de intrusos no invitados y para mantener invioladas a sus concubinas. La infeliz muchacha se fue esa tarde a su habitación con la certeza de convertirse en concubina del emperador.

2Poco después de las cuatro de la tarde, un eunuco,

cuyo rostro Dulce Virtud no reconoció, penetró en su

dormitorio e, hincándose, tocó el suelo con la frente.

El nombre de esta persona innatural es Huang, .su .<;<>fioria Dulce Virtud. Es eunuco personal del Señor de Diez Mil Años, y ha venido a escoltar a la Honorable Dama adonde Su Sagrada Majestad.

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Dulce Virtud estaba tranquila. Habiendo luchado para retener su libertad y habiendo perdido, aceptaba su destino con la estoica resignación de su raza.

—Estoy pronta —dijo. Se volvió hacia Jade, cuyos ojos estaban anegados en lágrimas—: Gracias, queridísima Jade, por todas tus bondades.

—No te sientas desgraciada, querida mía —susurró Jade—. Sé que Su Majestad es muy bueno. Mañana, y todos los días, nos veremos nuevamente.

En el patio del Palacio de Vejez Tranquila se en-contraba una escolta de eunucos que le rindieron ho-menaje a la nueva esposa secundaria del emperador, y en seguida se pusieron en fila a cada lado de ella. Huang caminaba al lado izquierdo, y fue así cómo Dulce Virtud partió del palacio de la Emperatriz Viuda; a pie, pues nadie, fuera de Su Majestad y el emperador, podían viajar en palanquín en ciertos recintos de la Ciudad Prohibida.

Caminaron en dirección sudoeste, y habiendo pasado por la Puerta de la Suprema Armonía, y cruzado uno de los puentes de mármol frente a ella, torcieron a la derecha y atravesaron por la Puerta Hsi Ho. En seguida pasaron bajo las murallas extremas de la Ciudad Prohibida por medio de la Puerta de Gloria Occidental, y penetraron en la Ciudad Imperial.

Ante ella, a corta distancia, Dulce Virtud vio los tres lagos. Tenían casi dos millas, extendiéndose desde la muralla sur a la norte de la Ciudad Imperial. Un viento cruel rizaba la gris superficie del agua, y, a pesar de las murallas y techos que se divisaban detrás, entre las copas de los árboles, las siniestras nubes le quitaban al lago todo reflejo, dándole una impresión de lóbrega desolación, que aumentaba su angustia.

Llegaron al borde del lago, frente a la pequeña isla de Ying Tai, que, según notó, se conectaba con el con-I.Inte por medio de un puente levadizo. En la isla se encontraba un angosto edificio, no más grande que el cuartel en que Dulce Virtud había pasado su primera noche en la Ciudad Prohibida. Tenía murallas rosadas, v, como todos los techos de los edificios imperiales, sus 11 >J as eran de un cálido color amarillo dorado. Las olas del lago lamían uno de sus costados; el otro tenía un rondo

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de árboles que ofrecerían grata sombra contra el ardiente sol del verano.

Cuando Huang le indicó respetuosamente que debía cruzar el puente para pasar a la isla, se puso desconfiada.

—Yo creí que me conducían donde el emperador.—Tales fueron las instrucciones dadas a esta persona

innatural, Honorable Dama.—Pero... no puede estar ahí... en ese edificio

insignificante...—A pesar de ello, es el hogar actual de Su Majestad.Llegando a la entrada de la Terraza del Océano, la

escolta de eunucos, salvo Huang, volvió sobre sus pasos a través del puente levadizo. Huang hizo entrar en el edificio a Dulce Virtud. ,

—¿Quiere la Honorable Dama esperar por fávor al Señor de Diez Mil Años?

Entró en la pieza contigua.Dio una mirada a la habitación, pudiendo apenas

creer que fuese parte de una residencia real, pues su sencillo amoblado era como el que cualquier persona podía poseer, pero no un prisionero real; no el hombre que aún era emperador de China, el jefe nominal de 400.000.000 de personas. Se sintió invadida de compa-sión por Kuang-Hsu.

Entró el emperador solo. Su desdicha era más per-ceptible que la vez de su primer encuentro, quizás porque ya no estaba prestando atención. Ella se echó de rodillas y tocó el suelo con la frente; pero cuando permaneció hincada, él le dijo:

—Levantaos, Dulce Virtud, y sentaos en esta silla a mi lado.

Así lo hizo. Durante un tiempo hubo silencio entre ellos. Por último osó levantar los ojos, y vio que él miraba por la ventana las rosadas murallas de la Ciudad Prohibida. Su rostro estaba de perfil, por lo que con toda precaución lo observó. De cerca, el rostro ovalado era más lleno de lo que había pensado; pero la nariz aguileña le daba una dignidad que la boca, débil y petulante, no disipaba del todo.

Lo vio suspirar profundamente antes de darse vuelta:

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—Esta noche, Dulce Virtud, la costumbre permite que cenemos juntos. He ordenado que la comida sea servida dentro de una hora.

—Vuestra deferente esposa agradece a Su Majestad.Alzó él una mano delicada, interrumpiéndola:—Dejémonos de ceremonias.Su mirada volvió a la ventana, y ella se dio cuenta de

que estaba aburrido. ¿Por qué, entonces, la había deseado como esposa secundaria? Su educación occi-dental la impulsó a arriesgarse a interrogarlo:

—¿Cuándo me vio por primera vez Su Majestad? Me trajeron por fuerza a la Ciudad Prohibida, y se me dijo que iba a convertirme en su concubina. ¿No es acaso usual que el emperador elija sus concubinas antes de casarse con ellas?

—Las ve, pero no las elige necesariamente. No más, en verdad, que lo que uno de sus súbditos escoge a su propia esposa. Pero a vos, Dulce Virtud, ni os vi ni os escogí.

—¿Entonces por qué me deseó Su Majestad?Una leve sonrisa cruzó por su rostro lleno de tedio.

¿Una sonrisa de burla o menosprecio? Ella no estaba segura.

—¿Es acaso necesario que me hagáis esa pregunta? Os dais cuenta de que este arreglo fue hecho por Su Majestad, no por mí...

—Yo tenía entendido que vos...—No nos engañemos el uno al otro, Dulce Virtud. Os

habéis convertido en esposa secundaria, a fin de que, tanto vos como la emperatriz, mi consorte, y los pocos eunucos que se me permiten para atender mis m i r ilcladcs, puedan espiarme e informar a Su Majes- I tul ¿Es tal vez aquel perverso entre los perversos, L1 i.ii n-ylng, vuestro mentor? —Su voz subió de tono en colérico rencor.

La injusticia de la acusación del emperador enfu- i celó a Dulce Virtud:

No soy espía ni del Venerable Buda ni del des-preciable eunuco —negó bruscamente—. Fue contra lodo mi deseo que me convertí en esposa secundaria de Su Majestad.

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—¿Contra todo vuestro deseo de convertiros en es-posa del emperador? —se burló—. Quizás, ¿quién sabe?, en la consorte, si la Joven Emperatriz ascendiera antes de tiempo al Dragón.

—¿Yo llegar a ser vuestra consorte mientras viva la concubina Perla?

Su rostro se entristeció:—No menciones su nombre o haré que mis eunucos

te castiguen —ordenó coléricamente—. Aun privado de todos los derechos como estoy, todavía puedo exigirle respeto a una esposa secundaria. ¿Acaso no sufre Perla bastante, no sufrimos los dos bastante a causa de nos-otros mismos, para que te atrevas a burlarte de ella?

—No me estoy burlando, Su Majestad. Me atreví a pensar que el sacrificio de mi amor hacia otro me permitía expresarle que simpatizo con Su Majestad.

El espasmo de furor se apaciguó tan rápidamente como había empezado.

—¿Dij iste tu amor por otro, Dulce Virtud?Sus labios temblaron:—Amo a un intérprete de la legación norteamericana.—¿Un chino?Hizo un signo afirmativo.—¿Dónde te encontraste con él?—Primero en Norteamérica. Después, aquí en Pekín.—¿El te ama?—Fervientemente, Su Majestad.Suspiró.—Entonces los dos somos víctimas de una suerte

cruel, pues Perla, la única a quien he amado, está pri-s ionera e incomunicada en otra parte del palacio, tan (separada de mí como lo está tu enamorado, pobre Dulce Virtud. Para siempre —agregó.

El silencio era demasiado penoso para ambos, por lo que el emperador continuó prestamente:

—¿Entonces has viajado?■—A Francia y Gran Bretaña, también a los Estados

Unidos.Se volvió con anhelo:—¿Qué sabes de esos países, Dulce Virtud? Cuéntame

de ellos, acerca de sus habitantes. ¿Hablas francés, inglés?

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Sus preguntas no tenían fin.

Para Dulce Virtud esa hora pasó tan rápidamente como pasaron las otras de ese día. Desde el momento en que supo que Dulce Virtud había viajado y que amaba a otro, el emperador no sólo pareció perder la desconfianza que le tenía, sino también su aburrimiento. Aprovechó la oportunidad de hablar libremente por primera vez en casi dieciocho meses.

Por la naturaleza de sus ávidas preguntas, ella em-pezó a saber algo del hombre con quien se había casado. Pronto no le cupo la menor duda de que amaba a su país y estimaba a su gente, que una vez tuvo la ambición de reformar el gobierno de China y ponerlo a la par con los ideales occidentales. La llama que ardía en sus ojos habría dado testimonio de su entusiasmo, aunque sus palabras no lo hubiesen hecho.

Cuando ella le preguntó por qué no llevó a cabo las reformas que le eran caras, por primera vez en casi una hora su expresión recobró algo de su melancolía habitual.

—Cuando empecé a ajustar la balanza entre chinos y manchúes, y a adaptar los exámenes del servicio civil a las necesidades modernas; cuando alenté a los tuli ml>m.'¡ del clan imperial a que se educaran en Euro- ini i> Norteamérica, y especialmente cuando comencé a • ■■■ injiar ele raíz miles de sinecuras ricamente pagadas, i»»a intransigentes príncipes y grandes dignatarios :.<• dieron cuenta de que, si salía con la mía, su poder para mantener eternamente subyugados a los chinos Ni riría un menoscabo. Corrieron donde la Emperatriz Viuda, rogándole que me hiciera alterar mi política.

Pero ella no podía hacer eso, Su Majestad. ¡Vos erais el emperador!

Su boca sin energía reveló sus petulantes pensa-mientos.

—No era tan fácil hacerla ver la razón, Dulce Vir- i mi. Es obstinada en lo que se refiere a tradición; una reliquia de la monarquía a,utocrática que los occidentales rechazaron hace siglos. No quiso ver que las condiciones están cambiando en todas partes. Quiere que China

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continúe para siempre en el vacío de aislamiento que la ha envuelto durante cuatro mil años. —Miró sombríamente a su alrededor—. No te habría dicho estas cosas, Dulce Virtud, si no me hubieras hecho creer que piensas como yo.

Porque parecía necesitar confirmación, se la dio:—No podía viajar por el mundo sin darme cuenta de

que los chinos tienen buenas razones para desear una reforma.

—¿Pero acaso la están deseando? —preguntó—. Con el tiempo, la reforma los beneficiará, ¿pero ruegan que llegue pronto? No lo creo. Tal como la Emperatriz Viuda, son, a sabiendas, obstinados en su odio hacia los occidentales.

—¿Por qué sois prisionero y ella regente?—Era demasiado enérgica para mí. Tenía tras ella a

Jung Lu y su ejército entrenado por extranjeros, a casi todos los príncipes y nobles manchúes; incluso al traidor Yuan Shih-kai, de quien yo me fiaba.

—Pero vos erais el emperador —persistió ella—. ¿Quién habría osado desobedecer una orden del em-perador?

En la débil contracción de sus labios se le reveló aDulce Virtud toda la verdad. A pesar de su patriotismo,de .su .sincero deseo de mejorar la suerte de los subyu- i .udus chinos, cuando se encontró frente a frente con la Emperatriz Viuda, su valor lo abandonó. En vez de exigirle que se sometiera a su voluntad en asuntos de gobierno, en vez de ordenarles a los eunucos que trataban de arrestarlo, que la tomaran presa a ella, había tolerado la ignominia de ser encarcelado sin protestar, y mansamente firmó un decreto imperial, redactado por ella: "Recordando el serio paso de la responsabilidad que le debemos a Nuestros antepasados y a la nación, le Hemos suplicado repetidamente a Su Majestad que condescienda una vez más a manejar el gobierno. Ahora Nos ha honrado graciosamente al acceder a Nuestros ruegos, lo que es en verdad una bendición para todos Nuestros súbditos. Desde este día para adelante, Su Majestad despachará los asuntos de gobierno en la sala lateral del palacio, y pasado mañana Nosotros mismos, a la cabeza de Nuestros príncipes y ministros, rendiremos

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obediencia ante Ella en la Sala del Gobierno Diligente. Los yamens interesados harán respetuosamente los arreglos necesarios para el ceremonial. Las palabras del emperador".

¡Las palabras del emperador! ¿Qué clase de mujer era la Emperatriz Viuda, se preguntó Dulce Virtud, que podía doblegar al todopoderoso emperador de China a su voluntad?

4

Esta pregunta la contestó de buena gana el empe-rador, satisfecho de poder siquiera una vez abrir su corazón. v

—No es extraño que te preguntes cómo llegó a ser tan poderosa —comenzó pensativamente—. Yo mismo me he hecho muchas veces esa pregunta. Yehonala nació en noviembre de mil ochocientos treinta y cinco, lo que la hará tener sesenta y seis años chinos el próximo Año Nuevo.

Dulce Virtud sabía que tenía casi dos años menos

ijue i'Ki), según los standards occidentales, pues un nlno■ limo tiene un año al nacer, y, prescindiendo de la fe- i luí, (lew años en el año nuevo siguiente.

A pesar de que su padre era capitán en uno de in I nn pus de estandarte —continuó él—, nunca obtu-.......i puesto más alto que el de Taotai. Aunque Yeho-iiiila (Lan Kuei, la Orquídea, como era llamada en lii.'i días de su juventud) era bien nacida, apenas si

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l>u 11 ir pretender haber salido de una eminente familia.

Mientras vivía en Pekín con su madre, la Dama Nluliulu, en la Calle del Peltre (la que, como sabrás, MU queda muy lejos del Barrio de las Legaciones), se i'i i i iitó a la Imperial Oficina Doméstica, en mil ocho-cientos cincuenta y dos, junto con otras sesenta doncellaobedeciendo un decreto que obligaba a las donce- I la:; en edad elegible a aparecer ante la viuda del difunto■ nipcrador, a fin de ser escogidas como concubinas del nuevo emperador, Hsien-Feng. De las sesenta y tantas, ve 11 itiocho fueron seleccionadas; entre ellas Yehonala ciakota, una parienta de ella, también fue elegida), y posteriormente se convirtió en Emperatriz Consorte.

"Yehonala era muy bella; tan bella como la flor ruyo nombre tomó. También era inteligente: lo sufi-cientemente hábil para congraciarse con el emperador, de quien pronto fue la favorita. Pasó a ser conocida, como la concubina Yi, y cuatro años después de convertirse en una concubina Kuei Jen, dio a luz al único hijo hombre del emperador.

"Ya para entonces las disolutas costumbres del emperador lo tenían dominado, y cayó con parálisis. No era realmente capaz de gobernar, pero cuando sus ministros se dirigieron a la Emperatriz Consorte, Sa- kota, la encontraron también incapaz de mandar. Fue entonces que Orquídea, en virtud de ser madre del Presunto Heredero, ejerció por primera vez su influencia.

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No pasó mucho tiempo sin que el emperador se convirtiera en una nulidad. Yehonala, la concubina Yi, pasó a ser el verdadero gobernante de China.

Su expresión se volvió amarga:

—No es fácil para una mujer entregar el poder que

ha probado. Cuando murió el emperador, el heredero tenia cinco años de edad. Su muerte desbarató una conspiración para matar a Yehonala; pero ella probó ser más hábil que los presuntos asesinos. Con la ayuda del hombre a quien estaba prometida antes de convertirse en concubina del emperador, el hombre a quien los rumores acusaban de ser su amante en vida del emperador, con la ayuda de este Jung Lu, la concubina les devolvió el golpe a los conspiradores, haciéndolos pelear a los unos con los otros, hasta que estuvo tan firmemente establecida en la Ciudad Prohibida (donde los soldados de Jung Lu le servían de guardia de corps), que pudo hacer arrestar a los dos principales conspiradores, confiscándoles los bienes para su uso personal. Después de eso no tuvo mucha dificultad en ingeniarse para que la nombraran corregente con la Consorte Viuda, Sakota.

"Los emperadores llegan y se van, pero Yehonala, o Tzu Hsi, Maternal y Propicia, títulos honoríficos que se le confirieron cuando llegó a ser regente, la Emperatriz

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Viuda retendrá su poder para siempre, según parece. Cuando su hijo llegó a la mayor edad, tuvo que renunciar a la regencia. Pero no por mucho tiempo. A los tres años de ser emperador, Tung-Chih murió, ¿y quién dirá que falleció de muerte natural? Su consorte viuda estaba embarazada, pero el niño no nacido fue pasado por alto, y yo, a la edad de cinco años, fui elegido por votación, contra todas las reglas de primoge- nitura, porque el Gran Consejo no tuvo el valor de desafiar a la que fue concubina y que los dominaba con sus inescrupulosas intrigas y dominante personalidad. Y porque —terminó burlonamente— se había asegurado, con un genio napoleónico para el detalle, que las tropas leales del fiel Jung Lu rodearan, como siempre, el palacio.

—¿Por qué obligó el Consejo a escogeros, Su Majes-tad? —preguntó Dulce Virtud cuando él hizo una pausa en su historia.

—Porque yo era miembro de su clan, y Tzu Hsi ha sido siempre népotista. Igualmente importante en su i iilnilndo plan era el hecho de que seguiría siendo re- !•• ule por otros doce años. Aún recuerdo esa noche — iniiliuuó tristemente—. Estaba en cama, me acababa ii' dormir después de una violenta tempestad de arena <iiio me había mantenido despierto. Mi madre me d. inTtó para decirme que yo iba a ser el nuevo empe- i idor de China, y que ocho portadores con el imperial palanquín amarillo me esperaban para llevarme a la ciudad Prohibida para ser investido y re'ñdirle home- niiJo al emperador muerto.

"Me acuerdo que lloré, pues la noche era muy fría, yo estaba cansado, y no quería ser emperador de China. Pero mi madre y varias niñeras me escoltaron al «: ran Interior, y fui debidamente proclamado emperador, y mi reino fue designado Kuang-Hsu, "Gloriosa .".ucesión"; los príncipes prepararon un memorial, ro- r ¡'índoles a las dos emperatrices viudas que reasumieran su regencia.

"La farsa fue representada hasta el final. Las dos emperatrices viudas aceptaron modestamente la re-gencia. Por miedo a que la consorte viuda fuera a complicar los planes de mi tía, al dar a luz un varón, fue suavemente ayudada a emprender viaj e a las Nueve Fuentes.

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"Pronto, como convenía, Sakota murió. Después de una seria querella entre las dos regentes, respecto a la influencia del execrable eunuco Li Lien-ying, Sakota "se subió al feérico carro para su lejano viaje". Ese día Tzu Hsi se convirtió en única regente y el árbitro de mi destino. ¡Maldito día! —exclamó amargamente—. Si hubiese muerto Yehonala ese día, en vez de Sakota, China sería amiga de las naciones occidentales, no una enemiga. Pese a su debilidad y falta de energía, Sakota me quería. Ella no me habría hecho encarcelar. Me habría ayudado.

Huang entró, por lo que el emperador hizo una pausa.C A P I T U L O X V I

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H [JANG HABIA ENTRADO A

anunciar que la cena estaba pronta. Fue rápidamente servida, y el emperador se disculpó por la escasez de los manjares.

—Como ves, Dulce Virtud, soy en todo sentido tra-tado como un prisionero. Hasta la comida que se me sirve es de las más sencillas.

Comieron frugalmente, pues ninguno dé los dos tenía hambre. Con la entrada de Huang, el emperador había recaído en su acostumbrada melancolía. Rara vez habló, y pasó la mayor parte del tiempo mirando por la ventana. Ella estaba convencida de que pensaba en Perla, principalmente porque sus propios pensamientos estaban con su perdido enamorado. Comparaba sus desdichados sentimientos en esta su noche de bodas con lo que

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podrían haber sido si Chin hubiese estado sentado al frente: su esposo.

¿Qué estaría haciendo en ese momento?, se pre-guntó por milésima vez. Y por milésima vez trató de imaginarse sus pensamientos y lo que sintió al enterarse de la desaparición del honorable Sung y su hija. Como era imposible que nada remotamente parecido a la verdad se le hubiera ocurrido, incluso en su más honda angustia, comprendía que la incertidumbre de su desaparecimiento debió hacer su inquietud diez mil veces diez mil peor.

¿Le habría llegado mientras tanto la verdad de los lirrho.'t?, fue «u próximo pensamiento. Era posible, pues■ luí :i 11 i r el periodo de su servicio en la Ciudad Prohibida <■ habla enterado de que, pese a que las puertas de i i dudad permanecían cerradas desde la puesta a la /inllda del sol, y que no se abrían para nadie, excepto l•<»i orden expresa de la Emperatriz Viuda, permane-■ i ni abiertas durante el día, y por ellas, en constante li y venir, pasaban cantidades de personas: eunucos,. ¡i vientes, damas y funcionarios de la Corte, guardias; oi.roM que no eran miembros del personal de palacio, y que tenían que hacer adentro: ministros y sus funcio-narlos; mensajeros trayendo peticiones de las provincias, y otros más.

¿Acaso ninguna de estas personas —algunas de las cuales debieron seguramente oir rumores de su pre- .•;encia entre el séquito de la Emperatriz Viuda— chismeaba fuera de las murallas de la Ciudad Imperial? Sabía que sus compatriotas eran chismosos inveterados y propaladores de rumores exagerados: era para ellos la sal de la vida. Y el chisme cundía con rapidez por las tranquilas calles de la Ciudad Tártarar y con ligereza aún mayor de un lado a otro de los hutungs de la Ciudad China.

Suponiendo que Chin hubiera llegado a saber que ésta era su noche de bodas, ¿sería su tormento superior a sus fuerzas? ¿Trataría de buscar el olvido en una tienda de vinos o de un proveedor de opio? ¿O, tal vez, buscaría alivio en los brazos de una mujer de burdel? Lágrimas de frustración y compasión por sí misma se agolparon a sus ojos. Inclinó la cabeza para ocultarlas, y cayeron sobre la

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superficie de la tosca mesa, donde permanecieron como perlas transparentes.

Después Huang quitó los restos de la comida. Cuan-do hubo partido, dijo el emperador:

—El Querido Padre colocó a Huang para espiarme, y él la informa con toda regularidad. Pero me es adicto, Dulce Virtud; puedes confiar en él.

—Así lo haré, Su Majestad. —En parte por distraerse haciéndolo hablar, en parte por satisfacer su curiosidad, le preguntó—: ¿Por qué saludáis al Gran Antepasado como Querido Padre, Su Majestad?

—Le gusta creer que su espíritu es varonil. Por esoInsiste en que se la trate como hombre: Querido Padre, Venerable Buda, Gran Antepasado. —Estaba demasiado Indiferente siquiera para ser despreciativo. Se puso de pie—. Es hora de irse a acostar. Ven, Dulce Virtud.

Se movió en dirección a la puerta contraria a aquella por la cual había salido Huang. Dulce Virtud lo siguió lentamente, a fin de que el emperador no viera cómo temblaban sus piernas, y que estaba llena de repugnancia ante la próxima violación de su pudor y virginidad.

En el dormitorio se encontraba un kang de ladrillo, calentado por el fuego de brasas que habían encendido antes. También había dos sillas. Una vela ardía dentro de una linterna de papel aceitado, colocada encima de una mesa baja. El emperador le Indicó el kang a Dulce Virtud, pero él se sentó en una de las sillas.

—Esta noche dormirás en el dormitorio de la Joven Emperatriz, que se encuentra en su palacio en la Ciudad Púrpura. En el futuro, dormirás en el Palacio Chung Hua, donde dos habitaciones se han preparado para tu uso. Huang te escoltará todas las veces que yo te mande buscar.

—Sí, Su Majestad —susurró.Su corazón latía con tal rapidez, que apenas podía

respirar. A pesar de que sentía el calor del kang, se estremeció. Había encontrado en el emperador un compañero mucho más agradable de lo que imaginó; y a pesar de que lo despreciaba por débil de carácter, sentía por él una inmensa compasión, convencida de que se había cavado a sí mismo un- pozo sin fin en el infierno del remordimiento. Pese a este lazo de simpatía, la idea de tener su cuerpo unido al de él en una unión conyugal sin

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amor, la horrorizaba, la hacía sentirse impura. Por primera vez desde el día en que se alejó de las costas de China, sintió que tenía motivo para lamentar ese día; seguramente que la influencia occidental era responsable de sus sentimientos presentes. Si el contacto con los occidentales no hubiese plantado en su corazón la semilla del amor romántico, no seria ahora víctima de una sensación de asco. En uni..ii i donde no es costumbre que las doncellas conozcan it »i< encuentren con su futuro esposo, habría aceptado«'(.ni....... función natural de la vida el hecho de que..... 11 a nú la desflorase e iniciara en los misterios delInlricainbio matrimonial.

(.'unversaremos durante una hora antes que 11 iimili l.o lleve a tu dormitorio —continuó el empera- ilnr . Mientras tanto... —hizo una pausa.

l'illa inclinó la cabeza: SI, Su Majestad. Yo comprendo.-¿Comprendes qué cosa, Dulce Virtud? Vuestra

humilde concubina espera el deseo de Su Majestad -—dijo entrecortadamente.

1 ,a miró con expresión pensativa:- Mi voluntad es que me converses, tal como te

ueabo de pedir. Cuéntame más de los países que has visitado.

-Pero, Su Majestad...—Sólo pido eso de ti, Dulce Virtud, tanto ahora

nomo en el futuro. ¿No te dabas cuenta de ello?Movió negativamente la cabeza, todavía incrédula

y agraviada. ¿Le era ella, entonces, tan desagradable iv él?

—¿Así es que por eso hay sombras en tus ojos, y tus labios tiemblan de miedo? —Sonrió tristemente—. No sabes, por lo que veo, que sólo soy hombre a medias.

—¡Su Majestad! —Su contradictorio corazón se llenó de piedad por él.

Su sonrisa era burlona.—¿Explica tal vez eso por qué el emperador está

prisionero en su propio palacio, y por qué una vieja gobierna en su lugar? Si yo fuese más hombre, quizás

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no fuera el junco que se dobla al primer viento de opo-sición.

—Pero Perla...«.

*,—¡Mi amada Perla! ¿Tienen acaso dos corazones

que estar unidos por los lazos de Psique para latir al unísono? —Sus ojos se volvieron hacia la ventana—. Nada le di, ya que nada tengo que dar. Ella me dio afecto e inspiración; y tal vez en el crisol de su amor

Crepúsculo.—13 pudo con el tiempo haberse encendido la chispa que hubiera hecho brotar en mí la oculta fuente de la virilidad y el valor. Pero ese dragón que se sienta donde debiera estar el Hijo del Cielo tiene el discernimiento de los demonios. Me robó a Perla y me encarceló. Ha hecho sangrar el pasado al decapitar el futuro. Ha privado a China de reforma y le dará revolución.

Sus rasgos se contrajeron de autoeompasión:—En nombre de los dioses —gritó—, háblame de

otras cosas, Dulce Virtud.

2En la mañana, a la Hora del Tigre, Huang escoltó de

vuelta a Dulce Virtud al Palacio de Vejez Tranquila, donde se dirigió al dormitorio de Jade. Cuando pasaba frente a los eunucos de guardia afuera del dormitorio de la Emperatriz Viuda, la miraron con ojos resentidos y rieron tontamente.

Jade estaba despierta. Miró a Dulce Virtud con ojos brillantes e interrogadores.

—¿Y bien, querida mía?—¿Bien qué cosa?—¿Fue un arrobamiento exquisito como pretende la

Hermana Mayor Ambar? ¿Desfalleciste de éxtasis? ¿Sonó en tus oídos el susurro de las voces de los ángeles como si fuese el tañido de campanas de jade? ¿Sentiste como si los cielos te hubiesen arrebatado a las Islas de los bienaventurados?

—¡Jade! Por favor...Pero Jade hizo caso omiso de la turbada exclamación.—¿O fue —continuó, haciendo un mohín— como lo

describió la Hermana Menor Rubí? ¿Como un seco arroyo para un sediento viajero?

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La pregunta alegró a Dulce Virtud, porque, aunque era sabido en la Corte que el emperador no había cohabitado nunca con su consorte, con quien siempre estuvo en muy malas relaciones, probaba que su inca- pacidad era un secreto no conocido de todos. Resolvió no traicionarlo.

, Mo V«M) acuso menos contenta que un perro ten- dliln M i «o! riivipu&s de su pitanza de mediodía?

I,ii.i <i.|ii:¡ de Jade observaron ansiosamente el ros-, Int oh mi iimlga. Pronto dio un profundo suspiro de i ifiwiolAn.

Nunca te he visto con apariencia más dichosa, i|in i iiln, queridísima Dulce Virtud —reconoció alegre-...... I»e brillaban los ojos—. Siempre pensé que laii, mi mu Menor Rubí no valía más que -la corteza de muí naranja chupada.

< niño era el turno de Jade y Dulce Virtud de des- |i< 11 ii ¡i la Emperatriz Viuda, se dirigieron a su dormi- linln Mientras se movían calladamente por la habita- i liin, haciendo los preparativos, Dulce Virtud estudió i i nwil.ro de la dormida emperatriz. Haciendo delibera- <1 iinient,e a un lado su odio y resentimiento, trató de ver .i lu Kmperatriz Viuda a la luz de las revelaciones del ■ inperador sobre su pasado, y la parte que representó H i controlar el destino de China durante los últimos i un renta y tantos años.

rronto se dio cuenta Dulce Virtud de lo ciega que hnbla sido. Reconoció ahora, no solamente la persona- liil: id y fuerza marcadas claramente en el rostro ova- ludo, sino también el hecho de que la emperatriz no re- t>recentaba su edad. Para la juventud, todas las caras mayores son viejas; pero en justicia hacia Su Majestad, Dulce Virtud tuvo que reconocer que, incluso con el cruel prejuicio de la juventud, habría creído que la edad de la otra mujer no pasaría de los cuarenta años. Y ciertamente no casi sesenta y cinco.

¿Valor? Sí, estaba evidentemente allí. El mismo valor que les había servido a los guerreros manchúes, •XUS antepasados, para invadir y conquistar China. Ella lo conservaba, aun cuando muchos otros manchúes lo perdieron al volverse decadentes a causa de una vida muelle. El valor que le permitió, mientras era todavía viuda de veintitantos años, frustrar la cábala de hombres

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poderosos mancomunados en su contra. Sí, valor en demasía. Hasta el emperador se lo había reconocido, reconocido con lastimosa autocompasión...

La Emperatriz Viuda había dormido bien y no fuemuy difícil despertarla. En consecuencia, su modo era más suave, lo que hacía sentirse dichosas a sus damas de honor, pues temían sus arrebatos.

Vio a Dulce Virtud, y alzó un dedo llamándola.—¡Ah! Buenos días, niña.—Toda alegría sea con vos, Querido Padre —dijo

Dulce Virtud mientras le hacía una profunda reverencia.La Emperatriz Viuda parecía satisfecha.—Déjate de cumplimientos. Dime, niña, ¿pasaste una

tarde feliz?Dulce Virtud comprendió que la emperatriz pre-

guntaba, con palabras más sutiles, lo mismo que le pre-guntó Jade poco antes. Pero por una razón diferente, según se dio pronto cuenta Dulce Virtud. La aguda nota en la voz de Tzu Hsi era incompatible con un morboso interés en la reacción emocional a la iniciación sexual. Quería descubrir si acaso hubo una iniciación: si es que la negativa del emperador de cohabitar con su consorte era debida a una aversión mental o incapacidad física.

Felizmente Dulce Virtud mantenía los ojos bajos, como lo exigía la etiqueta, pues ahora comprendió que la razón que tuvo la Emperatriz Viuda para casarla con el emperador fue procurarse los medios de contestar esa pregunta. Pese a que era sabido que la Joven Emperatriz era virgen aún, nadie podía estar seguro de que el emperador había sido igualmente remiso hacia sus concubinas. Dulce Virtud sabía que Perla jamás trai-cionaría a su esposo, a fin de satisfacer la curiosidad de la Emperatriz Viuda. Y sospechaba que tampoco lo haría la esposa secundaria del emperador, Radiante, que era hermana de Perla. Por lo que habían puesto en movimiento un complot cobarde y complicado para en-contrar otra concubina que fuese lo suficientemente atractiva para encender las pasiones del emperador, si las tenía, y al mismo tiempo demostrara ser más tratable y satisficiera la curiosidad de la Emperatriz Viuda al respecto.

¿Por qué hubo de ser escogida para este papel tan

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IIIM'II envidiable?, se preguntaba Dulce Virtud. Entre i . un:i;. de la Corte elegibles para ser concubinas del tu 111 i r i adnr , debía haber muchas que recibirían con nuiiidii la oportunidad de cooperar con la Emperatriz Viuda. Parecería estúpido, hasta poco aconsejable, bus- ■ II una fuera de ese cerrado círculo. En ese punto el problema se resolvió por sí mismo. Porque no era de ese « ne n io , a causa de que había viajado extensamente, poi(|iie no era posible que sospechara que estuviera.. . . plrando con la mujer que ordenó la muerte de supudre y porque tendría mayor probabilidad de ganarse in cu o lianza del emperador.

Estaba segura de que sus ojos brillaban de mali- <•111, pues se aprovechó de la oportunidad de vengarse, por muy ligeramente que fuese, de la Emperatriz Viuda, Convencida de que, por razones de ella conocidas, la otra mujer quería tener la seguridad de que el emperador era impotente —tal vez, quién iba a saberlo, * omo excusa razonable para deponerlo—, Dulce Virtud determinó frustrar el despiadado complot de la Empe-ratriz Viuda.

Su inconsciente titubeo tuvo un curioso efecto. La Emperatriz Viuda sonrió afablemente.

—He ahí el verdadero pudor. Tendremos que hablar de tu felicidad más tarde, Dulce Virtud, cuando hayas tenido tiempo de reponerte. Mientras tanto, tienes que tener un regalo, para celebrar tu entrada a la casa del emperador. Jade, anda a buscarme mi joyero fénix.

—Inmediatamente, Gran Antepasado.La Emperatriz Viuda continuó con voz suave:—¿Cómo encontraste al Señor de Diez Mil Años, Dulce

Virtud? ¿De humor agradable?—Muy agradable, Gran Antepasado.—Mientras más contento está, más habla. ¿Conversó

mucho?—Hablamos durante largo rato.—¿Habló de mí?Dulce Virtud tuvo buen cuidado de no sonreír. Esta

pregunta estaba frecuentemente en los labios de la emperatriz. Su curiosidad acerca de si hablaban de ella o no, era insaciable; lo que la gente pensaba de ella, si acaso era o no querida, admirada y respetada. Era un

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deber esencial de sus damas de honor escuchar las conversaciones y contarle lo hablado.

—Sí, Gran Antepasado.Frunció el ceño:—¿Supongo que estará lleno de amargura hacia mí

porque insistí en que viva en la Terraza del Océano?—Está amargado consigo mismo, por los actos es-

túpidos que cometió.—¿Está arrepentido? —Su voz se hizo dura—. Eso es

más importante que sentirse amargado a causa de ellos.—Estoy segura de que lo está —contestó Dulce Virtud

con veraz ambigüedad; sabía que el emperador se arrepentía de su estupidez al no haber tomado medidas más severas para tratar con la emperatriz.

—Me alegra oírlo, pero se ha arrepentido demasiado tarde.

Le hizo una seña a Jade, que acababa de regresar, y sacó de la caja de ébano un hermoso juego de horquillas adornado con fénices y piedras preciosas.

—Toma esto, Dulce Virtud.Ceremoniosamente declinó el regalo:—Vuestra adicta esclava no puede aprovecharse de

la generosidad de Su Majestad; es ella una persona demasiado insignificante.

—Es muy poca cosa, una mera pequeñez, Dulce Virtud; a pesar de ello, tendré un indudable placer si lo aceptas.

—El dar placer a Vuestra Majestad es el único deseo de esta adicta esclava, Gran Antepasado.

Habiendo así cumplido con el ceremonial de la etiqueta,, aceptó el presente, haciendo una profunda reverencia.

—Ahora, niña, cuéntame de anoche. ¿Le diste a tu señor y amo gran satisfacción?

—Le di a Su Majestad todo lo que pedía —contestó con decorosa timidez.

Kil.iiba tratando con una mujer inteligente y astuta.Eso no fue más que tu obligación como uno de mi, .

ubi Utos. ¿Y qué hay de tus deberes conyugales? ; 'ni' rasgado el velo del himen y encendida la antorcha?

Dulce Virtud, llena de malicia y travesura, sonrió Inicia el suelo. Decidió que no había motivo alguno pa- I I I

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satisfacer tan pronto la curiosidad de la emperatriz.Su Majestad es un amante tan caballeroso como

provocador, Gran Antepasado. Anoche no hizo más que alzar el velo.

Se dio cuenta de que la había exasperado tan pron- lo como habló la emperatriz.

—¿Desde cuándo se ha hecho necesario que un hombre provoque a una doncella antes de poseerla?

dijo agriamente—. ¿Ha sido fijada una fecha para quitar el velo?

—Entiendo que Su Majestad desea que lo visite dentro de tres días a partir de hoy, Gran Antepasado.

—¡Tan pronto! —dijo la Emperatriz. Cuando Dulce Virtud oyó la nota de sorpresa que subrayaba la ex-clamación,, comprendió que había conseguido su objeto de hacer que la otra tuviese más dudas que nunca.

3

Los acontecimientos en China avanzaban con ra-pidez. Una ininterrumpida corriente de información de sus espías y un número creciente de memoriales críticos evidenciaban que las molestias ya no se podían evitar mucho tiempo más; aunque si amenazaba del sur, en forma de una rebelión de los chinos contra la Jerarquía manchú, o bien amenazaba desde el norte, donde una cantidad de fanáticos boxers obligaban a un número siempre creciente de pacíficos ciudadanos a inclinarse ante sus altares, era un problema que ni Tzu Hsi, con su misteriosa comprensión de la intriga, era capaz de contestar.

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Las molestias la acosaban por todos lados. A continuación. de una matanza de cristianos en Shantung, liubo un renuevo de fuertes representaciones de los ministros de las potencias extranjeras, que insistían en que se debían tomar medidas más severas para resguardo de las vidas de los extranjeros y chinos católicos.

Muy pronto después de la detención del emperador y de la ejecución de muchos de sus partidarios, la emperatriz había preparado al público para la muerte del emperador, al forzarlo a dictar un decreto declarando que se encontraba gravemente enfermo, y que no encontraba alivio para su mal. Esto, como bien lo comprendía el pueblo chino, significaba que sería en-venenado tan pronto como el momento fuese propicio: el término del año chino era la fecha predicha con más frecuencia.

Esa fecha se acercaba, y nadie mejor que Jung Lu reconocía el peligro en que se encontraba Su Majestad.

—Se dice, Venerable Buda —dijo un día—, que el Señor de Diez Mil Años empeora cada vez más, y que apenas cabe esperar que dure hasta la próxima luna.

—Su salud en verdad da motivo para una extrema ansiedad —reconoció ella—. No me gustaría apostar diez taels en sus posibilidades de celebrar el año nuevo.

—No obstante, vuestro humilde esclavo se atreve a insinuar que Su Majestad ganaría la apuesta.

—Déjate de ceremonias, Jung Lu. Explica.—Muchos telegramas han llegado de las provincias,

urgiendo a los médicos a usar de todos los medios en su poder para salvar la vida del emperador.

—Los he leído.—Hoy día hay uno de Ching Yuan-shan, prefecto de

Shanghai. Telegrafía a Su Majestad en nombre de toda la clase media, letrados, comerciantes y público de Shanghai, y se refiere al edicto que anuncia la enfermedad de Su Majestad.

—¿Y qué?—Implora a Vuestra Majestad, los miembros del

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dinii v ii Oran Consejo, abandonar toda idea respecto «4 n iilidlraolón de Su Sagrada Majestad, y que se le|n 11.... a Su Majestad reasumir el gobierno a pesar deMU Indisposición.

t Vimo se atreve...Hay más, Su Majestad. Llega hasta decir que la

provincia de Kiangsu está en un estado de agitación, y que prevé la posibilidad de una intervención armada di' parle de las potencias occidentales para mantener <i| orden y la paz en caso del lamentable fallecimiento «lo Mu Majestad.

La cólera de la emperatriz ya no era controlable, i lolpeó el brazo del trono con la palma de la mano.

- ¡Sujeto insolente! Primero me acusa de preme- «II|,iu: un asesinato; osa prever las consecuencias. Ve que sea inmediatamente destituido... s

Su Majestad...Esa es una orden, Jung Lu. Otro castigo que or-

■ilene .verá motivo de futura deliberación.Se hará, Venerable Buda. Mientras tanto, ya que Clilng

será justamente castigado por su insolencia, imploro a Su Majestad no despreciar su advertencia. Má.s de una vez los ministros de las potencias extranjeras han expresado su sincera "esperanza" en el pronto restablecimiento de Sü Majestad.

Tzu Hsi miró a su ministro con ira reprimida, pero confiando implícitamente en él, y sabiendo que podía liarse de sus consejos, contuvo el nuevo estallido de cólera que temblaba en sus labios.

Apreciando su silencio, continuó temerariamente:—Llamad nuevos doctores al palacio, Su Majestad, y

convencedlos de que la vida del emperador debe ser .salvada a toda costa. Estoy seguro de que sus combinados esfuerzos no serán estériles —concluyó incisivamente.

—Muy bien —admitió por fin—. Pero si los dioses le sonríen, y vive, entonces habrá que tomar otras medidas, a fin de que se nombre inmediatamente un heredero para el trono.

—Pero, Su Majestad, el emperador es joven aún...

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Es impotente.¡Ah! ¿Entonces su señoría Dulce Virtud ha confirmado

vuestras sospechas?—La moza es astuta. No ha confirmado nada. Pero esta

noche, en una u otra forma, tendrá que decirme la verdad. Convoca a audiencia plena para el veinticuatro de este mes.

4

Para sorpresa de Dulce Virtud, Li Lien-ying se encontraba en la Terraza del Océano, a fin de escoltarla al Palacio de Vejez Tranquila. Allí fue conducida a presencia de la Emperatriz Viuda.

—'¿Visitaste esta tarde al emperador?—Sí, Gran Antepasado.—-Entonces, por última vez, exijo que me digas si eres o

no doncella todavía.Dulce Virtud sabía que había pasado el momento de los

embustes. Con una rápida plegaria a Dios, para que le perdonara la mentira, murmuró:

—Esta tarde, Gran Antepasado, el emperador cumplió su promesa y llenó de gozo mi corazón.

—¿Y depositó su semilla en tus entrañas?—Sí, Gran Antepasado.La vieja sonrió cruelmente.—'Eso será fácil de probar. Llévala a la otra pieza, Lien-

ying, y tráeme evidencia de esa prueba.Dulce Virtud sintió en su cuello el cálido aliento del

eunuco.—Venid, su señoría Dulce Virtud —la apremió con su

malvada voz de falsete.Ese vil horror era más de lo que Dulce Virtud podía

soportar. Se echó de rodillas, suplicando.—No —gritó—. Eso no, Gran Antepasado. Eso no.—¿Qué tienes que temer de un eunuco, Dulce Virtud? Si

tienes pruebas de que el futuro de la dinastía está eventualmente asegurado, ¿por qué habías de negarle a tu emperatriz la oportunidad de compartir esa suprema felicidad? Llévala, Lien-ying.

IMI1<v Virtud se estremeció con la angustia de sa- i" i i|ii(> tenia que traicionar al emperador. Pues aunq u e incluso se forzara a sufrir el horror del vil examen ilri eunuco, el resultado-seria igualmente condenatorio i'iiui el desdichado prisionero de la Terraza del Océano.

Vuestra esclava mintió, Gran Antepasado —so- ii" ú . Este emperador es... —Y mientras aún evadía lit indecible palabra, oyó la despreciativa risa de Tzu

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nal.CAPITULO XVI I

ÍLL DÍA VIGÉSIMO CUARTO DE la duodécima luna del año vigésimo quinto de Kuang- Hsu, a la Hora del Tigre, que los occidentales han dividido en las horas 3 y 4 A. M., los miembros del Gran Consejo comenzaron a pasar por la Puerta Wu, mantenida especialmente abierta por su llegada, dirigiéndose al patio del Palacio Chien Ching, el Pa-lacio del Cielo Despejado. Cuando ya casi había pasado la Hora de la Liebre, aguardaban en la gran Sala del Trono no solamente los presidentes de las Juntas, los grandes secretarios y los ministros de la Casa Real, sino también los príncipes Kung y Tuan, Tsai Ying y Tsai Lien.

El soberbio trono, sobré el que estaban fijos todos los ojos, ocupaba el centro de un elevado estrado flanqueado por cuatro altas columnas, de las cuales colgaban estandartes amarillos con pintados caracteres. El .trono estaba respaldado por un magnífico biombo tallado. Tres cortas escaleras de cuatro peldaños conducían al estrado; cada escalera tenía un par de barandillas primorosamente talladas.

La emperatriz penetró a la sala por una puerta de atrás, y a la derecha del estrado. Instantáneamente, los que se encontraban allí reunidos cayeron de rodillas, y cuando se hubo sentado en el trono, tocaron el suelo con la frente tres veces.

Toda alegría sea con Vos, Venerable Buda —en- liMiurnn u destiempo.

MiII'I las hileras de Inclinadas cabezas, ante y de- bn|n dr rila, alineadas en orden de rango y proceden- 0> i. ."ai expresión era ceñuda pero resuelta. Comenzó..... voz rirme y pareja:

(>.; liemos llamado hoy aquí, príncipes Nuestros, mil minos de nuestro clan, consejeros y secretarios, jiiti n >i¡;¡cutir un asunto de la mayor importancia. Vein- ilriiico años atrás, a la muerte de Nuestro hijo, el emperador Tung-Chih, y en solemne reunión en el l'al icio de Educación de 'la Mente, Tsai Tien, hijo de Yi lluan, fue elegido Hijo del Cielo, Señor de Diez Mil Alio:;, emperador de China, y llamado Kuang-Hsu.

"Hoy estamos de nuevo en solemne reunión aquí, v por el mismo motivo. La nación ha expresado resen- Umlento y acumulado los reproches sobre Nuestra cabeza, por colocar en el trono a Kuang-Hsu, por no ..er de generación en línea recta. Además, él no ha I - I litio con Nosotros un respeto filial, a despecho de la deuda1 de gratitud contraída con Nosotros por Nuestra bondad al elevarlo en esta forma. ¿Acaso no ha com- ldotado contra Nosotros con traidores del sur? Por lo lauto, ahora Nos proponemos destronarlo y colocar un nuevo emperador en el trono, cuyo advenimiento tendrá lugar el

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primer día de Año Nuevo. Esta, entonces, e.s Nuestra irrevocable decisión.

Hizo una pausa. Aunque era posible percibir los sentimientos de sorpresa con que muchos de sus oyentes recibieron el trascendental anuncio, nadie habló. Sonrió triunfante y despreciativa, imaginándose que nadie osaría alzar la voz. Estaba equivocada.

—El esclavo de Su Sagrada Majestad, Gran Secretario Hsu Tung, pide humildemente permiso para hablar.

—Concedido el permiso, Hsu Tung.—El esclavo de Su Majestad desea saber si acaso hay otra

razón, fuera de la falta de deber filial, para destronar a Su Majestad Kuang-Hsu.

—Hay una razón. La oirás con las propias palabras del emperador, del decreto que hoy será publicado en Ja "Gaceta de Pekín". Después de rendir homenaje a mis amorosos cuidados y de declarar que está compenetrado de los pesados deberes que se le confiaron al suceder al difunto emperador, Su Majestad continúa: "Desde el año pasado Hemos sufrido de mala salud, los asuntos de Estado han aumentado en magnitud y perplejidad, y Hemos vivido en constante temor de seguir un mal camino.

"Reflexionando en la suprema importancia del culto de Nuestros sagrados antepasados y de los espíritus de la tierra, Nosotros, por lo tanto, imploramos a la Emperatriz Viuda que Nos aconsejara en el gobierno. Esto fue hace más de un año, pero nunca Hemos recobrado la salud, y no Tenemos la fuerza necesaria para ejecutar en persona los grandes sacrificios en el altar del Cielo y en los templos de los espíritus de la tierra".

De nuevo hizo una pausa, y, nuevamente, cuando su desdeñosa mirada recorría las filas de inclinadas cabezas, sus delgados labios revelaron sus sentimientos. Continuó:

—Después de nuevo reconocimiento por mis ansiosos desvelos a favor de Su Majestad y el Imperio, él escribe: "Además, Os recordamos cómo, cuando recientemente subimos al trono, recibimos reverentemente el decreto de la Emperatriz Viuda, de que tan pronto como un príncipe Nos naciera, se convertiría en heredero por adopción al difunto emperador Tung-Chih. Pero Sufrimos de una enfermedad incurable, y Nos es imposible engendrar un hijo, por lo que el emperador Tung-Chih no tiene posteridad, y las consecuencias para las líneas de sucesión son de la mayor gravedad. Pensando dolorosamente en esto, y sintiendo que no hay un lugar donde avergonzados Nos podamos esconder, ¿cómo Podemos confiar esperanzados en que Nos mejoremos de los males que Nos aquejan?"

El cuchicheo resonaba por toda la gran sala, y en seguida cesó. Hsu Tung habló de nuevo:

—¿Hay algún precedente para quitarle el trono a Su Majestad?

Kxl.'iU» el precedente. El emperador de China, l'nl, lie la dinastía Ming, fue rebajado al rango dei....... .v .su hermano restaurado en el trono, despuésil» li iImt .sufrido ocho años de cautiverio entre losli....ule.", ¿Puede alguien negar esto? Si es así, déjenlohuillín*.

N iil ie habló. Se necesitaba valor para hacerle fren- Iti ii la emperatriz.

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Matonees —dijo luego—, todo lo que queda por liiicer e.s que los ministros piensen qué título se le dará ■ i Ku:mg-Hsu apenas abdique.

Una impaciente animación revelaba el general iWvui.so.siego. Ahora alguien tendría que hablar. Era una (míen real. ¿Pero quién? ¿Qué hombre iba a exponerse i, 1H ira de la emperatriz, dando una respuesta que Iludiera molestarla?

Tan prolongado fue el silencio, que la emperatriz Kolpeó los pies con impaciencia. Felizmente, en ese linimento, el gran secretario Hsu Tung de nuevo habló i»ir los demás.

—Hun-te-Kuang —sugirió.La emperatriz pensó en la indicación, enseguida la

contestó con un signo afirmativo:—El Duque de Confusa Virtud. Es aplicable, pues debemos

rendirle justicia a Kuang-Hsu. Ha sido un chapucero, pero bien intencionado. Además, el título tiene el mérito de precedencia. Tal fue el título que se le dio una vez al emperador depuesto Sung, de la dinastía mogol. Que así sea. Ahora hablaremos de Nuestra elección del nuevo emperador. El afecto del príncipe Tuan hacia Nuestra persona es cosa de todos conocida. Decretamos, por lo tanto, que su hijo mayor Pu Chun sea escogido Ta-A-Ko, Heredero Aparente del emperador Tung-Chih.

Un siseo de asombro recorrió la Sala del Trono, cuando comprendieron que Kuang-Hsu iba a ser rebajado más aún al tener su nombre poco menos que borrado de los registros de la dinastía reinante, pues cuando Pu Chun fuera al Templo del Cielo, después de la muerte de Kuang-Hsu, para rendir homenaje ante los altares de sus antepasados, se inclinaría, no ante el a'ltar de Kuang-Hsu, sino ante el de Tung-Chih.

La astuta emperatriz percibió el sentimiento de consternación que estaba causando su acto inconstitucional. Continuó rápidamente:

—Se ordena, además de eso, que la educación de Ta-A-Ko sea vigilada por su padre, el príncipe Tuan, cuya constante presencia en el palacio, con este propósito, se ordena.

Hubo un movimiento al fondo de la Sala del Trono.—El esclavo de Su Sagrada Majestad, gran secretario Sun

Chia-nai desea humildemente permiso para hablar.—Concedido el permiso, Sun Chia-nai.—'Este humilde y adicto esclavo ruega humildemente a

Su Sagrada Majestad que no destituya a Su Sagrada Majestad el emperador Kuang-Hsu, pues, seguramente, si esto sucediera, el Sur consideraría el decreto con reprensible desaprobación; y con certeza expresarían sus desleales y desagradecidos sentimientos con un acto de rebelión.

La entrecortada exclamación de ira de la emperatriz se oyó en todas partes, pero el orador continuó audazmente:

—Este indigno esclavo reconoce el indudable derecho de Su Sagrada Majestad de escoger un nuevo soberano, pero solamente, según la despreciable opinión de este esclavo, después del lapso de diez mil años.

¡El lapso de diez mil años! El eufemismo chino por toda la vida del emperador reinante, Kuang-Hsu. Durante unos segundos la emperatriz miró, echando fuego por los ojos, la inclinada cabeza de su crítico, y le pesó amargamente el hecho de haberle perdonado la vida a Kuang-Hsu. Su ira era demasiado ardiente para contenerla.

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—¿Cómo te atreves a negarnos Nuestros indudables derechos, Sun Chia-nai, y a causarnos una gran ofensa al pronosticar una rebelión del indigno Sur? ¿Habrá que recordarte que esta audiencia es un consejo de familia, al que un chino es admitido solamenteMimiii mi arto (le favor? Cesa tus impertinentes repa- IH/I, y "\r que Kuang-Hsu, con quien consulté previa- III. iiir Miln r e.ite grave asunto, no tiene objeción al «l/iimiiii <11- hay que seguir. Por lo tanto, ¿con qué de- II I ini .11.: .a'ibditos habían de alzar la voz protestando? ¿nuil, acuso, más grandes que el emperador?

Ninr.una voz osó hablar. El Gran Consejo era como lu ni en los dedos de hierro de la anciana que ocupaba ni trono.

He puso de pie.id ahora con toda compostura a la Sala del (luMcrno

Diligente, a esperar allí al emperador y a Non; y apenas Lleguemos, a presenciar la redacción de un Decreto Rojo nombrando al Heredero Aparente. Ilu terminado la audiencia.

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El emperador mandó buscar a Dulce Virtud durante la hora de la siesta de la Emperatriz Viuda. Porque no estaba despierta para prohibir el encuentro, I )ulce Virtud pudo acudir al llamado.

Encontró en el emperador al mismo ser indiferente de siempre. Tan pronto como le hizo una reverencia, le rogó que se dejara de ceremonias y que se sentase a su lado, a fin de que pudieran conversar.

—¿Has oído lo que sucedió esta mañana, Dulce Virtud?—No se oyen más que rumores en el palacio, Su

Majestad. Se dice que el Gran Consejo os destronó, y nombró a otro como Heredero Aparente del difunto emperador.

—Es cierto, y al mismo tiempo no lo es. El nombramiento fue obra del Gran Antepasado y no del Gran Consejo, que no hizo más que permanecer, como de costumbre, en un servil silencio. Ni fui tampoco destituido con mucha facilidad, pese a que tengo menos poder que el más humilde eunuco en el palacio.

—¿Es verdad que uno de los grandes secretarios protestó?

Crepúsculo.—14—Así me contaron.—Se dice que el Sur se rebelará.Su sonrisa era pensativa:—El Sur permanece leal a la reforma, ¿y quién lo va a

censurar? Pero no habrá sublevación. De eso se hará cargo la emperatriz.

—¿Mandará un ejército para allá?—Por el contrario, Dulce Virtud; el ejército viene para acá,

a Pekín.—¿Pero cómo, por qué?... —Frunció el ceño sin entender.—El príncipe Tuan, padre del Heredero Aparente, es el jefe

secreto de los boxers. Su odio hacia los extranjeros hace pareja con el del Querido Padre. El ejército que está trayendo a Pekín consiste en su 'mayor parte de soldadesca kansuh, bajo la dirección de Tung Fu-hsiang.

—¿Por qué, Su Majestad? El ejército de Jung Lu es lo bastante grande para custodiar Pekín.

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—¡Exactamente! ¿Por qué? Temo que signifique sólo una cosa. Con el tiempo el Gran Antepasado dará apoyo a los boxers.

—¡Su Majestad!Pareció no oir su exclamación:—No me fío del príncipe Tuan. Es un sujeto rústico, duro y

desmedido. Todos sus intereses son egoístas. Busca poder y riquezas, y ni se acuerda de su país. Ahora que Tzu Hsi lo escucha, puede tentarla a que consienta que arroje a todos los extranjeros y todos los chinos cristianos fuera de China.

—Eso significaría guerra.—Lo que se propone el príncipe es la guerra contra los

bárbaros. El es quien inventó la ridicula historia de que los boxers no pueden ser muertos por armas enemigas.

—¿Pero seguramente que Su Majestad no creeráeso?

—Ella es extremadamente supersticiosa. ¿No le has oído contar de los fantasmas que ha visto personalmente en el Palacio de Verano? —Observando, por

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rla mprrvilón de Dulce Virtud, que lo ignoraba, no espe- n> i|'i" l>l<*tera un comentario—Ni irá a cualquier par- i», ni I ii ni poco tomará un compromiso, sin antes ¡habertil......iludo a los astrólogos de la Corte, o su libro deinipin:; astrológicas. x

Majestad, debéis advertir a las legaciones ex- ..... que esperen disturbios.

- ¿Por qué?i 'a ra darles la oportunidad de salir del país an- ' ■

del rompimiento de hostilidades.Meneó la cabeza:Tienes una concepción demasiado ingenua de los IIH

Idialtes internacionales, Dulce Virtud. No es probable i|iie haya un rompimiento de hostilidades entre Clilna y las potencias extranjeras. Solamente los bo- x< i:; entrarán en acción contra los extranjeros. Si tie-..... éxito, mi tía se atribuirá la gloria de no haberhecho avanzar su ejército regular contra ellos. Si pier- iicii, ilos llamará rebeldes y los decapitará.

-Pero continúa en pie el peligro para los extran- |ITO.S, Su Majestad.

—Cierto, ¿pero lo tomarán en cuenta, si no es ofi-cial? Se dirigirán al Tsungli Yamen pidiendo protección. De aquí a que se enteren de que la protección de la emperatriz a los extranjeros no es más que una caña Mimbrada, puede ser demasiado tarde.

—Sin duda que Su Majestad les puede avisar de esto también. ¿Vos no queréis que los maten?

—No —concordó con profunda melancolía—. Pre-feriría ser amigo de ellos y cosechar los beneficios re-cibidos de su amistad y cooperación. Pero soy menos que nada en la jerarquía del Gobierno. No le escucharían a un desacreditado ex monarca.

—Saben que sois amigo de ellos, así como ellos lo .son vuestros.

—Soy todavía un prisionero —le hizo notar—. ¿Cómo podría pasar ante los eunucos que hay de guardia allá fuera? —Miró por la ventana hacia donde se veía uno de los eunucos de centinela, rompiendo el hielo formado durante la noche en la superficie del lago.

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-Podríais escribir una carta —lo urgió—. Al señor Conger, el ministro norteamericano. O a Sir Claude MacDonald, en la legación británica.

—¿Quién la iba a llevar? ¿Huang? A pesar de que la Emperatriz Viuda cree que es hechura de ella, es demasiado astuta para arriesgarse a que me sea fiel. A Huang no se le permite salir de la Ciudad Imperial. ¿Quién más queda de quien yo me pudiera fiar?

—Jade. Visita todos los meses a sus padres.De nuevo meneó la cabeza. La conversación empezaba a

aburrirlo:—No le confiarla a nadie una carta así, Dulce Virtud, pues

si la encontraran, significaría la muerte para el que la tuviera en su poder. La emperatriz pagaría una rica recompensa por una evidencia tan condenatoria, que probara que yo era un traidor a mi gente.

Su respuesta la desanimó. Se dio cuenta, con instintivo desprecio, de que, a pesar de su amistad y admiración hacia los extranjeros, le faltaba el valor de sus convicciones. La idea de que la buena gente que había conocido en las legaciones sufriera por falta de aviso, la horrorizó. Sintió que nunca más tendría su conciencia tranquila si no se hiciera una tentativa para enviar una advertencia.

—Si yo tratara... —empezó diciendo.—No —interrumpió él bruscamente—. Como concubina

imperial, eres tan prisionera en la Ciudad Prohibida como yo en esta isla. Supongo que conocerás el castigo por tratar de salir de aquí.

—Lo sé —contestó desafiante—, y estoy dispuesta a arriesgarme, Su Majestad.

La miró con admiración, envidiándole el valor. Entonces dijo tristemente:

—Es un pensamiento inútil, pobre Dulce Virtud, pues ningún guardia de las puertas se atrevería a dejarte pasar, por temor a una muerte lenta.

—Si yo pidiera prestada la ropa de una de las criadas...—¿De qué criada? ¿De quién te puedes fiar en es-

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i , r,,i i. de acechadores, espionaje e intriga, para que iiH.u di- l,ii .secreto?

i'en.só <11 Chin, a quien había tratado tan resuelta <> liuil,límente de olvidar:

MI yo le enviara una carta a Wen Chin, Su Ma- IIVÍIIKI comenzó llena de gozo—, él se haría cargo de uní' llegara, por lo menos, al señor Conger.

Kl emperador reflexionó. Mí — -dijo—. Esa es una posible solución. Con todo,

.....lu en pie la cuestión: ¿de quién te fiarías para quee lu llevará a Wen Chin?

Y de nuevo Dulce Virtud contestó: De Jade.

3—Queridísima Jade, ¿harías algo por mí? ¿Y necesitas

preguntármelo? Sabes que te quie- io mucho. ¿Qué tengo que hacer?

—Es otro secreto.Jade batió palmas:—Sabes que me encantan los secretos.—Quiero que entregues una carta mía en la Ciudad

Tártara.Los ojos de Jade brillaron de picardía y animación:—¿A Wen Chin?—Sí.—Sí, sí, querida Dulce Virtud. —Parecía dudosa—. ¿Pero el

emperador?...—Es una carta de adiós.El pesar de Dulce Virtud era muy real. Sin embargo de

que había otra razón para la carta, sería, bien se daba cuenta, una carta de despedida.

El simpatizar con su dolor hizo que los ojos de Jade se llenaran de lágrimas. Hizo un esfuerzo y le dijo:

—Pobre Dulce Virtud querida. Llevaré tu carta la próxima vez que visite a mis padres.

—¿Eso será pronto?—No antes de tres semanas. ¿No te acuerdas?...Dulce Virtud se acordaba, lo que la hizo alarmarse. ¡Tres

semanas! Tantas cosas podían suceder en ese tiempo.—¿No podrías ir antes?—Sabes que no —dijo Jade, haciendo un mohín—. No me

atrevería a pedírselo al Gran Antepasado. Me diría, me diría... —No encontró la palabra adecuada, dejando que su expresión la dijera—. ¿Además, por qué tienes tanto apuro en decir adiós?

Dulce Virtud comprendió que debía obrar con cautela. Aunque estaba dispuesta a confiarle a su amiga una carta escrita en términos cariñosos, sabía que Jade podría rehusar ser portadora de una carta de advertencia. No habiendo estado en contacto con los occidentales, sentía un tan supersticioso temor de la Familia Real, que se habría aterrorizado de hacer algo en contra de sus intereses.

Por lo que Dulce Virtud aceptó la demora con el mejor modo que pudo simular.

—Tai vez escriba una carta mucho más tierna, al tener tiempo de sobra para redactarla.

Jade golpeó las manos:

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—Déjame ayudarte, querida Dulce Virtud. Debemos hacer un poema de tu despedida. Un poema trágico. Soy algo versada en poesía trágica.

Dulce Virtud hizo un signo afirmativo.

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< A I ' I T I J L O X V I I I

E,JL EDICTO DE LA EMPERATRIZ I

Mimbrando a Pu Chun como Heredero Aparente causó i niinternación en los círculos diplomáticos. Hubo esa noche una recepción en la legación de Holanda, y los ilones vibraban de excitación. Sir Oliver escuchaba a i i princesa Natalie discutiendo la situación con Sir Kobert Hart y el barón d'Anthouard, chargé d'affaires ilr la legación de Francia, pero se dio cuenta de que él no sabía bastante de los acontecimientos para entender «us argumentos.

Tan pronto como estuvieron unos minutos a solas, le preguntó a la princesa:

—¿Por qué están tan perturbados Hart y el barón d'Anthouard por el nombramiento de un nuevo Heredero Aparente?

—Por varias razones, querido amigo. Un edicto tan abyecto y falto de dignidad, sólo pudo ser firmado por un hombre que ha renunciado a todo vestigio de autoridad. Sabemos que el emperador ha estado virtual- mente prisionero estos últimos dieciocho meses, pero hemos seguido teniendo la esperanza de que tal vez milagrosamente recuperara su poder y continuara la obra de reforma. Ya no tenemos esa esperanza. Es evidente que la Emperatriz Viuda es hoy día más poderosa de lo que jamás ha sido.

"Más nefasto aún es el hecho de que haya escogido como Heredero Aparente al hijo del príncipe Tuan, y que le haya ordenado al padre que esté con-

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tinuamcnte presente en el palacio, con el ostensible propósito de vigilar la educación de su hijo.

■ -¿Por qué es nefasto?- -Este Tuan es una peligrosa influencia en el palacio.

Fuera de ser antiextranjero y antirreformista de sentimientos, es un libertino; un hombre tosco y sin educación, que se ha ganado insidiosamente la confianza de la emperatriz. Se rumorea que ya le concedió una vez la Espada de la Suprema Autoridad, y se teme que pueda dársela de nuevo.

—¿Qué es eso?—Un símbolo del poder para ordenar ejecuciones sin

juicio alguno y sin mencionárselo al emperador. O, mientras ella sea regente, a la Emperatriz Viuda. Eso fue en la época del coup d'Etat contra el emperador. También se dice que es extraordinariamente supersticioso y que cree en magias y hechicerías.

Sir Oliver frunció los labios:—¿En buena cuenta, un boxer?Natalie se encogió de hombros:—¿Quién puede asegurarlo?■—¿Qué se proponen hacer los ministros?—¿Qué pueden hacer? El nombramiento de un nuevo

Heredero Aparente y la orden imperial al príncipe Tuan para que vigile la educación de su hijo, son esencialmente asuntos internos, en los que los extranjeros no tienen derecho a intervenir. ¡Ah!, aquí viene su encantadora hija con ese picaro de Igor. ¡Evelyn, querida mía!...

Igor estaba lleno de júbilo por haber arrebatado a Evelyn del lado de Randall. Saludó con buen humor a Sir Oliver:

T-¿Por qué se ven tan serios usted y Natalie?—-Estábamos hablando del edicto de esta mañana —

contestó Natalie.—¡Oh! —Se encogió de hombros—. Parece que esta noche

nadie encuentra otra cosa de que conversar.—¿Y le sorprende? —preguntó Evelyn—. Todos piensan

que es la noticia más importante desde que empezó la intimidación de los boxers.

l'urde que asi sea, señorita Strangways, pero es- lú 11 ce l ii i y 110 se puede deshacer. Si uno quiere perder hablando de ello, está mañana, pasado maña-I I i. una. Infinidad de mañanas.

- ¡Mañana! (1) —se burló ella. La mañana para trabajar, la tarde para divertí mu,

.".as obscuros ojos eran expresivos. Quizás demasiado expresivos, pues Natalie interrumpió prontamente:

—A riesgo de echarte a perder la noche, Igor, quie-I I I decirte que tal vez valdría la pena que visitaras a Kn Mlian. —Se volvió hacia Sir Oliver—: Ko Shan es pariente de uno que está cerca de la Emperatriz Viu- da. Igor le salvó la vida hace unos años en Mogolia. lie.;,le entonces le ha pagado su deuda de gratitud contándole los chismes de palacio, para ayudar a que livor interprete los actos de la emperatriz.

Igor asintió:—Le mandaré un mensaje —dijo negligentemente. Se

atusó el bigote—. Mejor aún, querida, ¿por qué no había Ko Shan de invitarnos a comer? •—Se volvió hacia Sir Oliver—: ¿Le gustaría una genuina comida china con muchachas que canten?

—¿Muchachas que canten? —preguntó Sir Oliver, mirando significativamente a su hija.

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Natalie sonrió tranquilizándolo:—Hay diversos tipos de muchachas que cantan, Sir Oliver.

Estoy seguro de que Ko Shan sólo contrataría las apropiadas al caso.

El rostro del inglés se despejó.—En ese caso, estoy seguro de que nada podría darnos

mayor placer a Evelyn y a mí que acompañarlos.

La comida donde Ko Shan tuvo lugar en la tarde del viernes siguiente. El príncipe Igor y su hermana fueron a buscar a Evelyn y su padre al hotel, y en cua-(1) En español en el original. (N. del T.)tro rickshaws se dirigieron hacia la casa de su anfitrión. Ko Shan vivía en la Ciudad China en una casa rodeada de murallas, no muy lejos de la calle de los teatros. Los angostos hutungs estaban bulliciosos y atestados. Una o dos veces tuvo casi que detenerse la corta procesión; los peatones rodeaban los rickshaws, y viendo caras blancas, comenzaban a gritarles injurias a sus ocupantes. Pudieron haber sufrido molestias mayores que el escuchar coléricas palabras, pero el príncipe había tenido la precaución de traer dos batidores; estos hombres, alejaron a las gentes de los rickshaws blandiendo amenazadoramente los látigos, y con palabras no menos groseras. A pesar de que Evelyn y Sir Oliver habían pasado muchas veces al atardecer por la Ciudad China, ésta era la primera vez que eran molestados.

Al llegar a la casa, encontraron al criado número uno de Ko Shan esperándolos en la puerta del primer patio. Los saludó con una profunda reverencia.

—Amo dice que los lleve derecho donde Ama —dijo en ese peculiar inglés chapurreado, que ya formaba parte del método de vida chino. Los condujo por galerías a un edificio al fondo del último patio, haciéndolos entrar a una gran pieza amoblada en un excepcional y suntuoso estilo. Dos esclavos que esperaban, les quitaron los abrigos y se los llevaron.

—Amo juntarse con ustedes en unos dos minutos —dijo el muchacho al salir él también de la pieza.

—Qué amoblados más hermosos —comentó Evelyn, al mirar llena de admiración a su alrededor.

—Ko Shan es uno de los comerciantes más ricos de Pekín —le dijo Igor—. Esta es la pieza de su última concubina, Capullo de Loto. El pobre Ko Shan es un hombre con muy mala suerte —continuó—. Tiene esposa y cuatro concubinas, y aún no posee un hijo y heredero. Pero abriga la esperanza de que Capullo de Loto le dé lo que anhela su corazón: la escogió de una familia que tiene muchos hijos. —Se volvió hacia Sir Oliver—: Acaso usted se extrañe de que un principe y diplomático ruso visite la casa de un comercian- i i i iiiii** Había un destello de burla en sus ojos mIi ruin:; No soy como los demás hombres, sino que un 11111 ■ < > mis propias leyes.

i irtiiasladas, para mi gusto —comentó satírica- uiriiir .su hermana.

. In embargo, Rusia tiene motivos para estarme ■m i .h Ii - i -lda por mis métodos peculiares.

• Ur Oliver notó una mirada de picardía en los ojos i ir i pi iticipe, y sospechó —con razón— que, en una u nl ru i poca, Igor debió haber beneficiado a Rusia a ex- i" n.'üiK de Gran Bretaña,

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Igor continuó: -No es usual que las damas asistan a una comida cereinoniaJl en China, pero Ko Shan es progresista y i ,1,1 .siempre dispuesto a adoptar cualquier costumbre or el dental que le agrade.

—Cuando el chino corriente quiere compañía femenina en uña comida —contó Natalie—, escoge muje- rr.s que no pertenezcan a su casa. Ese es el motivo por i i que contratan muchachas que cantan. Pero Capullo de Loto es todavía un juguete nuevo, por lo que probablemente nos hará compañía durante la cena de esta noche.

Pronto entró Ko Shan. Era bajo, rollizo, de ojos risueños. Cruzando los brazos hizo una profunda reverencia, primero al príncipe Igor, y en seguida, por turno, a cada uno de sus huéspedes, a medida que el príncipe los iba presentando.

—Bien venidos a mi hogar —empezó diciendo, en excelente inglés—. Es siempre un honor recibirlo, Alteza, pero ese honor es inconmensurablemente mayor cuando trae amigos que agracien mi humilde hogar.

Después que los cinco cambiaron cortesías durante dos o tres minutos, entró Capullo de Loto. En contraste con Ko Shan, era alta y esbelta, y serenos sus ojos almendrados. Estaba ricamente vestida. Al asomarse, a cada paso, sus diminutos pies bajo los pantalones de seda, Evelyn notó que apenas si tenían cinco pulgadas de largo, y se estremeció ante la idea de los años de dolor impuestos por esa deformación.

De.spués de las cortesías, un esclavo ofreció cigarrillo.;. Evelyn trató de hablar con Capullo de Loto, pero la única respuesta que obtuvo fueron tímidas risas y unas cuantas palabras en chino. Por lo que la princesa Natalie le habló a Capullo de Loto en esa lengua.

—Capullo de Loto no habla nada de inglés —explicó luego Natalie. Rogó que la disculpara por no haber entendido lo que le dijo.

Mientras tanto, esclavos y sirvientes, cojeando sobre sus deformados pies, estaban colocando lo necesario para la cena en una mesa circular, brillantemente laqueada, situada al medio de la pieza. Cuando estuvo pronta, Ko Shan señaló los asientos a sus huéspedes. Mientras se acercaban, Evelyn se sorprendió al ver que sólo había cinco lugares. Cuando Ko Shan y sus invitados estuvieron sentados, fue colocada una silla para Capullo de Loto, al lado de su amo y señor, pero lejos de la mesa.

Más sorprendida aún estuvo Evelyn cuando los primeros platos fueron colocados en la mesa, pues cada uno contenía una diferente variedad de dulces. Su ingenua expresión dejaba ver sus pensamientos, pues Ko Shan le dijo:

—Veo que no está acostumbrada a la manera china de comer, señorita Strangways. Como con muchas otras cosas en el Este, el orden de servir los guisos en una comida es totalmente opuesta a lo que ustedes practican en el Oeste. Aquí comenzamos con el postre y terminamos con la sopa. —Se excusó—: Me habría gustado servir los platos en el orden acostumbrado por ustedes, pero Su Alteza insistió en que los tratara como huéspedes chinos.

—Lo preferimos así, señor Ko —dijo Evelyn, con tan sincero entusiasmo, que brillaron de alegría los ojos de Ko Shan—. Pensamos que es usted muy amable al acoger a los extranjeros con tanta hospitalidad, ¿no es así, papá querido?

—Así lo pensamos.

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Conversaron y comieron dulces, haciendo ambas cosas con tan lenta deliberación, que Evelyn prevló fiue la comida duraría mucho tiempo. La idea no la espantaba, pues se sentía fascinada por el fastuoso ambiente que la rodeaba, por la comida, por la risueña mirada de Ko Shan, y, por encima de todo, a causa de la belleza de Capullo de Loto. Notó que la concubina nunca hablaba, a menos que se le dirigiera la palabra, lo que sucedía rara vez.

A una señal de Ko Shan, un sirviente vestido de algodón azul ofreció cigarrillos. Los tres hombres, y también la princesa Natalie, fumaron mientras los criados quitaban los dulces y preparaban la mesa para el plato siguiente. Frente a cada invitado pusieron un par de palillos de marfil, un pequeño, tenedor de oro con dientes muy largos y una minúscula taza de porcelana "cascara de huevo". Un criado la llenó con un líquido alcohólico.

Ko Shan cogió su taza.—Bebo a la salud de mis honorables invitados — brindó.

Vació la taza, en seguida miró de nuevo a Evelyn—: El samshu es hecho de arroz fermentado —explicó—. Si no le agrada, déme el placer de decírmelo, a fin de que pueda pedir vino francés para usted.

—¿Bebamos a la salud de nuestro anfitrión? —sugirió Igor. Alzó su taza.

Evelyn tomó un sorbo de samshu, que sabía a una mezcla de whisky y cerveza. Como siempre, su cara la delató.

—Por favor, beba un poco de vino francés —le rogó Ko Shan.

—Estoy segura de que me gustará —insistió ella—. Por favor, déjeme probar, señor Ko. No está bien el tomar vino francés con comida china.

Hizo un signo afirmativo, y juzgando por su expresión, era evidente que su respuesta lo había complacido. Viendo Sir Oliver esto, se dio cuenta de que su hija iba adquiriendo mundo rápidamente. La miró con cariñoso orgullo.

Los platos se sucedían a los platos, hasta que Evelyn perdió la cuenta de ellos. Felizmente, Natalie se lo había advertido: "Tenga cuidado de no comer mucho durante el día, querida —le dijo—. Una comida china puede consistir en veinte o más platos". Evelyn empezaba a preguntarse cuántos más sería capaz de comer, a pesar de que cada uno estaba deliciosamente hecho y muy liviano, cuando los criados trajeron una fuente de panecillos calientes. Mientras comían trocí- tos, entraron esclavos a la pieza con otras sillas, las que colocaron detrás de cada comensal. Pocos minutos después entró un hombre, seguido por cinco muchachas. Mientras el hombre se sentaba en una silla algo distante de la mesa, la muchachas ocuparon sus asientos detrás de los comensales.

El hombre cogió un violín, que, según notó Evelyn, sólo tenía tres cuerdas, y comenzó a acompañar a una de las muchachas. Tenía una voz aguda y un registro de una media docena de notas, varias de las cuales a Evelyn le sonaban fuera de tono. Poco después se dio cuenta de que la muchacha cantaba en semitonos. Para los oídos occidentales, la

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música más parecía un monótono y plañidero canto fúnebre que una canción, pero a Ko Shan le agradaba. Les dijo a los criados que ofre-cieran cigarrillos y dulces a las muchachas que cantaban y a su acompañante.

Mientras continuaba la comida, las muchachas cantaron una canción tras otra. De cuando en cuando, Ko Shan interpretaba las palabras y sentido de la canción después que había concluido; y una vez, para ilustrar lo que decía, le pidió a la muchacha que la repitiera. Su explicación daba sentido a la canción, lo que por cierto la hacía más interesante, ya que no más melodiosa para los inexpertos oídos de los occidentales.

Al terminar cada plato, Evelyn estaba segura de que tendría que ser descortés y rehusar el próximo, pero cuando se lo ponían delante, su aromático olor la tentaba a probarlo con sus palillos. Por último, sirvieron la primera de las sopas: sopa de huevos de pato. Terminó la cena con una delicada sopa de nidos de golondrina.

Se despidió a las cantantes, y, cuando el último .sirviente hubo salido, los comensales se reclinaron có-

i....i nnml.e <'n sus sillas. Ya para entonces el príncipel i "i l ii ".iba que era tiempo de abordar el tema que lo b ibhi lraido a casa de Ko Shan. Encendió un nuevo (ir,Mirtilo.

,. A.sí es que Su Majestad ha nombrado un nuevo ii" dri o Aparente, señor Ko? —dijo, negligentemente.

Ko Shan miró escrutadoramente el rostro del prín- • ii 1 ni seguida se volvió hacia Capullo de Loto y le ni-inició la mejilla.

Déjanos, querida.Capullo de Loto se puso

obedientemente de pie, y li ibimdo dado las buenas noches a los invitados, salió de la habitación.

¿Tiene algún designio ese nombramiento? —preguntó Igor.

—El designio es claro, Alteza. El emperador es imputen te, y, por lo tanto, se ha nombrado un Heredero Aparente para perpetuar la dinastía. Por lo que he oído —añadió incisivamente Ko Shan—, no debe tener dificultad alguna en hacer eso.

Igor hizo un gesto de desaprobación con su larga y delgada mano.

—Naturalmente. No se puede ni pensar en que termine la dinastía. —Hizo un perfecto anillo de humo—. Me sorprendí al leer que el príncipe Tuan va a vigilar la educación de su hijo.

—'¿Sorprendido, Alteza? ¿No es acaso un privilegio de padre?

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Se habían esquivado bastante, para ajustarse a las reglas de la etiqueta. Igor se dio vuelta.

—¿Es cierto, señor Ko, que el príncipe Tuan es un boxer?

—Es más que boxer, Alteza. Es un fanático, y se dice que es uno de los jefes.

— ¡Se dice! —Igor se encogió de hombros—. Demasiadas veces he sido engañado por estas dos palabras, para tener fe en lo que se dice.

—En este caso, Alteza, no tema sufrir una decep-ción.

—¿Está seguro?

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— Absolutamente.¿Qué influencia tiene Tuan sobre la

Emperatriz Viuda?—Demasiada.—¿Entonces el nombramiento puede acarrear

disturbios?—¿Quién se atrevería a predecir el futuro?

Las posibilidades, desgraciadamente, son éstas. Primero, ei príncipe Tuan es un conservador fanático y un feroz enemigo de los extranjeros; segundo, Chung Chi y Hsu Tung han sido nombrados tutores del nuevo Heredero Aparente.

—¿Por qué?—Como el hombre que los nombró, ambos

son retrógrados fanáticos. Tomarán sus precauciones para que al futuro emperador no se le meta nunca el bicho de la reforma en el cuerpo. Y no se olvide, Alteza, que el destino ha decretado que el año venidero presenciará muchos acontecimientos extraños.

—¿Por qué?—El octavo mes del año venidero es

intercalado. Esto, en un año que tiene Keng como distintivo cíclico, ha sido siempre un mal presagio.

—Señor Ko, usted es conocido como un hombre de paz, un hombre con bondad en su corazón hacia las personas de las naciones occidentales.

—Soy comerciante, por lo tanto soy un hombre de paz —contestó blandamente el chino.

—¿Usted no querría que les aconteciera ningún mal a sus amigos occidentales?

—¿Acaso a un hombre le agrada arruinarse?—¿Respalda la emperatriz el movimiento

boxer?—No, Alteza; hasta el momento lo respalda

con simpatía, no con hechos.—¿Influirá sobre ella el príncipe Tuan?—¿Qué hombre puede esperar seguir los

razonamientos de la mente femenina? Pero...—¿Sí, señor Ko?—¿El gran Shakespeare no escribió una vez:

"Guardaos de los idus de marzo"? —Miró a Sir Oliver.

MI, señor, 61 lo dijo —contestó. Sir Oliver.K<> .".han movió pensativamente la cabeza: Mntonoes,

Alteza, como Shakespeare, yo le digo ii italrii, guárdese del día décimoséptimo de la octava lun i china, pues ése es el día del destino en el calen- itiii ln chino para el Año Nuevo. —Se dio vuelta hacia Nvelyn y suspiró—: Merezco que me corten en pedazos • dijo, pesaroso—• por ser un anfitrión tan poco ama- iiic v haberle ofrecido una cena tan despreciable.

El príncipe Igor comprendió que ya había oído todo lo (pie Ko Shan sabía o quería revelar. Quizás no era nnicho, pero la

i

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experiencia le había enseñado que no m< <iobía pasar por alto el efecto de la superstición en In.'i chinos. Si el día décimoséptimo de la octava luna era un día predestinado, era un día del que habría que Kiiardarse. Suspiró aliviado. Mucho podía suceder en ni lio meses y medio.

Notó por el rostro de Evelyn que estaba perpleja por la ostentosa autocrítica de Ko Shan.

—Por el contrario, señor Kó —interpuso él—. Esta deliciosa cena era digna de serle ofrecida a Su Sagrada Majestad, y fue indudablemente demasiado pródiga para extranjeros tan insignificantes como nosotros. — Eructó ruidosamente, en confirmación de sus palabras, como era obligatorio hacerlo, a fin de expresar la gratitud que sentían hacia su anfitrión.

3A pesar de la intranquila atmósfera de inminente crisis, el

pueblo de Pekín celebró el Año Nuevo chino con tradicional ceremonia. Randall le había advertido a Evelyn que no podría dormir mucho, por lo que decidieron no acostarse hasta altas horas de la noche, y ver así algo de las celebraciones.

Randall y Chin comieron con los Strangways en el hotel. Después caminaron por las calles de la Ciudad China, que encontraron más angostas que de costumbre a esa hora de la noche, pues los pequeños puestos callejeros que habían sido instalados a comienzos de la semana, seguían haciendo negocio.

Crepúsculo.—15El día de Año Nuevo es el día del año en

que se puede comprar más barato cualquier cosa —explicó Chin —. Algunos de 'los dueños de estos puestos venden a pérdida, con el fin de juntar dinero suficiente para pagar sus deudas. Mañana es el día de ajustar cuentas. Es sabido que los más honorables entre los comerciantes chinos se han suicidado porque no han podido pagar sus deudas el día de ajuste de cuentas.

—¿Acaso sus acreedores no les darían otro poco de crédito? —preguntó Sir Oliver.

—Tal vez, pero, si rehusan, tienen derecho a llevarse las puertas de la tienda del deudor, lo que permitiría que entraran los espíritus malignos.

Por todas partes los visitantes veían gente con tiras¡ de papel rojo, las que pegaban en una infinita variedad de artículos.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Evelyn.—Pegando súplicas tales como... —Chin

tradujo—: "Que pueda hacer bien a todos por diez mil veces diez mil años". Y otro: "Que sólo el bien entre en este humilde hogar". Otras personas pegan lemas: "El que tiene por práctica una conducta honesta, no les teme a los yamens". O: "Nadie es más feliz que aquel que es pobre". —Chin continuó diciendo—: La mayoría de las súplicas y lemas son vendidos por hombres ilustrados.

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—Como los poetas navideños allá en mi país. — Evelyn se rió.

—No es lo mismo, señorita Strangways —sonrió Chin—. Mis traducciones no favorecen las súplicas originales, que son pura poesía. —Señaló una tira de papel pegada contra la ventana de una tienda—: Ahí hay una advertencia a los espíritus malignos. Les dice que se alejen rápidamente, porque Chieh, el Duque Supremo, vive ahí. Chieh es el enemigo de los espíritus ma- 4 lignos.

Las calles se veían alegres de colorido y pintorescas con las luces. Por todas partes colgaban linternas de papel de colores chillones; los letreros de las tiendas estaban adornados con festones de tela roja; los edificios decorados con flores hechas de papel dorado yrujo Rumas de cidra y narciso lucían contra las puertas.

caminaron durante horas, hasta que Evelyn se Int.ló demasiado cansada para seguir andando, pese a ■ Iue le habría gustado continuar, pues la alegre escena i i l'i.ie.inaba. Por lo que todos volvieron en rickshaws ni lio leí, y brindaron por el Año Nuevo chino. Afuera, i i noche se sentía ruidosa con el incesante estallar de petardos.

A pesar de la bulla, Randall y Chin durmieron pro- i ínula mente durante las pocas horas que les quedaban. Olieron despertados temprano por el criado de Chin, «ino le entregó una carta recién llegada. Se frotó los ojo.s para alejar el sueño y abrió el sobre.C A P I T U L O X I X

I

EL GRITO DE ALEGRÍA DE CHIN al penetrar al dormitorio, hizo que Randall se diera vuelta.

—¡Randall! ¡Randall! Noticias de Dulce Virtud.—¡Por fin! —A causa de Chin se sentía contento al saber que

Dulce Virtud estaba viva todavía, debía estarlo, pues de lo contrario Chin no se sentiría tan agitado—. ¿Dónde está?

—¡No lo sé, pero con tal que esté viva y en lugar seguro! Escucha. —Le ieyó la nota—: "Si Wen Chin condescendiera en visitar el indigno hogar de Tseng Nien, cerca del Pozo Cabeza del Dragón, se le darán noticias del paradero y salud de su señoría Dulce Virtud, hija menor del honorable Sung".

—¿Por qué te ha sido enviada a ti la nota, Chin? ¿Querrán los raptores que sirvas de intermediario para arreglar los términos del rescate? —Randall vio que su hermano adoptivo fruncía el ceño—. ¿Qué sucede?

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—El Pozo Cabeza del Dragón es una localidad de casas de nobles. Tseng Nien debe ser un hombre- acaudalado para vivir allí. ¿Por qué había un hombre rico de raptar al señor Sung?

—Quizás tenga por costumbre el raptar, y eso le permita vivir ahí —sugirió Randall—. No lo dije como broma, Chin —añadió prestamente—. El raptor tal vez tenga la inteligencia suficiente para darse cuenta de

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que .su calle es la última en que los magistrados pensarían encontrar a un raptor.

Chin movió negativamente la cabeza:—El plan podría servirles una vez, pero no más.

La primera nersona que quedara libre después del pago del rescate revelaría inmediatamente la dirección a los magistrados.

—Supongo que tienes razón.—Estoy preocupado, Randall. Iré

inmediatamente a casa de Tseng.Chin llamó a su criado Wo, para que le

preparara ■;u mejor traje.Después, precedido por Wo —que llevaba una

tarjeta de visita, como de un pie cuadrado, en la que estaban escritos el nombre y dirección de Chin—, partió hacia el Pozo Cabeza del Dragón, donde pronto encontraron la casa de Tseng Nien. El portero examinó la tarjeta de visita. Convencido por ella de que el visitante no tenía importancia suficiente como para entrar por la puerta central, abrió una más pequeña al lado, para dejar pasar a los portadores del palanquín de Chin hacia el primer patio.

Al instante el criado número uno entró al patio*, desde el primer edificio.

—Wen, hágame el favor de entrar.Chin siguió al criado número uno por varias

galerías, y en seguida hacia la sala de audiencia del edificio principal. Después de que con una reverencia el muchacho le indicó una silla al visitante, partió a buscar a su amo. Chin miró a su alrededor, admirando los paneles de seda metidos en marcos de madera de teca que cubrían la muralla: eran maravillosos y contaban una historia de Shui Hu Chuan que él había leído dos años antes.

Poco después volvió el criado número uno. Iba seguido por Tseng Nien, que llevaba el traje de mandarín de primer grado. Chin inmediatamente se volvió hacia el kang que se encontraba al fondo de la sala, e hincándose tocó el suelo con la frente.

—Este ser humilde desea expresarle a Su Excelencia su gratitud por su generosa hospitalidad.

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L

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\La reverencia fue cortésmente devuelta: ■No OS más que

una mera indicación del placer que me da su visita, Wen Chin —protestó el mandarín. Hizo una seña con su cuidada mano, en dirección al kang, sobre el que sus sirvientes habían colocado una mesa y el servicio de té.

Dueño de casa y visita se movieron decorosamente hacia la mesa, y se sentaron, uno a cada lado. Un criado sirvió una taza de té, que colocó frente al mandarín. Instantáneamente Tseng Nien la cogió y con un gesto cortés se la pasó a Chin, indicando que la casa le pertenecía. Chin se preparaba a devolver la fineza, pero el criado se le adelantó al colocar una segunda taza ante el mandarín.

—Entiendo que forma parte del personal de la legación norteamericana —comenzó cortésmente Tseng Nien—. ¿Ha visitado alguna vez Norteamérica?

Esta pregunta fue la primera de muchas, destinada a ajustarse a la precisa etiqueta de una visita., formal. Chin anhelaba que llegara el momento en que el mandarín abordaba el caso.

Por último, Tseñg Nien dijo:—Ha llegado el momento en que le diga la razón para

mi carta. Mi hija menor, Jade, es dama de honor de Su Sagrada Majestad la. Emperatriz Viuda. Ayer le fue confiada una carta dirigida a usted por su señoría Dulce Virtud. ¡Ay! ¿Cómo puede uno excusar o explicar las flaquezas de la juventud? En el trayecto del palacio hasta acá la perdió.

Chin mantuvo una expresión impasible, pese a sentirse angustiado por el contratiempo, y con deseo de hacer cien preguntas.

—Cautela y cuidado son contemporáneos de la madurez, Excelencia. Sin duda que su señoría Dulce Virtud escribirá de nuevo —dijo con calma—. Permítame pe-dirle, Excelencia, que tenga la bondad de expresarle mis agradecimientos a su señoría Jade.

—Espere —rogó el mandarín—. La carta se ha perdido, y, con todo, no está perdida: se puede hacer de nuevo. La mano que pintó los caracteres está lejos, pe-ni la.; palabras aún permanecen frescas en la memoria «le mi hija.

-No comprendo, Excelencia.-Me explicaré. Mi hija, gustando de la poesía

trá- r.U'.a, ayudó en la composición de la triste carta de despedida de su señoría Dulce Virtud, Wen Chin.

-¿De despedida? ■—Chin se sintió repentinamente helar—. ¿Acaso su señoría Dulce Virtud se está mu- i leudo, Excelencia?

—¿Muriendo? Naturalmente que no. —El mandarín .se permitió contraer ligeramente sus escasas cejas—. ¿No tiene ninguna noticia de ella?

—-Ninguna, desde el primer día de la actual luna.

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—Entonces, sepa que su señoría Dulce Virtud es ahora esposa secundaria de Su Sagrada Majestad.

Chin permaneció callado. El asunto era incom-prensible. Además, aun cuando no podía esperar casarse con Dulce Virtud, muy a menudo había rogado que las circunstancias le permitieran verla de cuando en cuando. Ahora, hasta esa leve esperanza no era ya posible. Excepto en circunstancias especiales, a Dulce Virtud no se le permitiría nunca más salir de la Ciudad Prohibida.

Aunque su huésped con toda cortesía 110 revelaba el menor signo del choque que le debió causar la noticia, Tseng Nien esperó pacientemente que el otro hombre hablara. Había observado mil o más veces los paneles que lo rodeaban, pero los miró de nuevo con sensitivo placer, admirando el arte y la destreza que entró en su composición, y tan sublime era el goce que sentía con ellos, que se habría quedado esperando durante una hora o más que Chin hablara.

—'¿Su Excelencia mencionó la posibilidad de que su señoría Jade volviera a crear la esencia de la carta perdida? —dijo, por fin, Chin.

—Así es.—Una tan exquisita cortesía le daría a este

indigno suplicante un inestimable placer, Excelencia.

—Voy a mandarla buscar. —Tseng Nien golpeó un gong, con lo cual el criado número uno apareció inme-diatamente.

—Pídele a su señoría Jade que le dé a su padre el agrado de venir a juntarse con él.

Hubo silencio en la sala de audiencias, mientras los dos hombres esperaban que llegara Jade. Cuando apareció, venía con los ojos modestamente bajos, pero revelaba su agitación por una sonrisa que flotaba en sus labios. Le hizo una reverencia a su padre.

—Su hija está aquí, a presentarle sus respetos a su honorable padre.

Siguieron ceremoniosas presentaciones, después de lo cual Wen Chin se inclinó con los brazos doblados. El * mandarín continuó:

—No gastes ceremonias, tercera hija. Dile a Wen Chin acerca de la carta que su señoría Dulce Virtud te confió.

Wen Chin escuchó tristemente la historia de Jade de cómo llegó a ser portadora de una carta de Dulce Virtud para él. Si sus palabras eran discretas —que en presencia de su padre tenían que serlo—, sus ojos eran menos serios. De vez en cuando levantaba premeditadamente los párpados para darle a Chin una rápida e impulsiva mirada con sus ojos risueños, y en la picardía, la argucia y simpatía que divisó varias veces, pudo él comprender el inexpresado fondo de su historia: el amor de Dulce Virtud por él y el dolor de una separación que tenía que ser eterna.

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—Dígame de la carta —le rogó Chin—. ¿Puede repetir su contenido?

—Lo conozco palabra por palabra. —-Jade suspiró con éxtasis—. Son versos de los más hermosos sentimientos, poesía de una exquisita composición, dedicados Al Sol de mis días primaverales, a la Luna de mis noches estivales, a la Calidez de mi Alma rodeada de Hielo.

Más lejos que la más remota y lejana estoy yo> Más distante que el firmamento al mediodía.

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Ahí:; alejada, amado, que las Nueve Fuentes del Olvido(1).

i mayor distancia que Saturno con sus nebulosos ani-[ZZos.

¡Adiós para siempre, oh amado de mi corazón! M á s rápida es nuestra separación que el vuelo de la

Igolondrina.El amor que en lazos eternos nos une . Engañará el dolor de esta breve etapa terrenal.

Sus palabras se perdieron en un suspiro de arrobamiento.Tseng Nien tosió.—¿Eso fue todo, tercera hija? ¿No había otro mensaje para

Wen Chin?—Nada más, padre.—Entonces, puedes retirarte.—¿Puede este ser pesaroso pedir humildemente la ayuda

solícita de su señoría Jade para enviarle una respuesta a su señoría Dulce Virtud, Su Excelencia? —suplicó Chin.

El mandarín reflexionó; en seguida movió negativamente la cabeza.

—■Jade ya se ha arriesgado a sufrir oprobio y castigo al acceder a traerle una carta de su señoría Dulce Virtud, Wen Cñin; una bien intencionada estupidez que trajo sobre su inconsciente cabeza mi más severa reprimenda. Sería un padre indigno y antinatural si le permitiera tomar un riesgo aún mayor.

Chin inclinó la cabeza. Sabía que Tseng Nien había hablado cuerdamente.

2Randall recibió a Chin con anhelante impaciencia. —¿Y bien?—El señor Sung ha muerto. Dulce Virtud se ha convertido en

concubina del emperador.

(1) El Purgatorio.

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-

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- ¡Dio.s mío! —Randall miró a su hermano adoptivo; i u seguida meneó la cabeza y se echó a reir—. Estás inventando, Chin. Tienes buenas noticias...

■Cada palabra es cierta.El norteamericano se dio cuenta de que, en realidad,

la increíble historia no era una majadera invención—. Pero, pero... —'Comenzó, tartamudeando—. ¡Por el amor de Dios! Esto no tiene sentido. ¿Qué sucedió? ¿Quién los raptó? ¿Por qué?

—Eunucos de la Ciudad Prohibida.—¡Eunucos! Querrás decir la vieja Emperatriz Viuda...

¿Pero, por qué, hombre, por qué?—Porque el señor Sung era demasiado amistoso con las

naciones occidentales.—¿Tanto nos odia ella?—«No mostró clemencia alguna con los que aboga-

ban por reformas y que trataron de influir sobre el emperador hace dos años. Nadie sabe cuántos perdieron la cabeza en la purga.

—Pero el señor Sung no era un reformista activo. Ni siquiera era sureño, o chino. Además, si el emperador ha tomado a Dulce Virtud como su..., como su...

—Concubina —terminó amargamente Chin.Randall asintió pesaroso.—Lo siento, Chin. ¿Pero todavía es considerado un honor, no

es verdad, ser esposa secundaria del emperador?—Un gran honor.—¿Entonces, por qué diablos ese viejo dragón lo

ejecutó por una parte y lo honró por la otra? Tiene que haber habido otra razón.

—Su señoría Jade, hija del honorable Tseng Nien, no conoce ninguna otra razón. Dulce Virtud le dio una carta para que me la trajera.

—¡Una carta! Y no explica...—Jade la perdió.—¡Perdió! De todas las malas suertes...—Sé lo que decía la carta, Randall. Era un poema de

adiós. Jade lo sabía de memoria. Había ayudado en su composición. Me lo repitió a mí.

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Page 221: El Crepusculo Del Dragon

-¿No te dijo Dulce Virtud por qué está casada cotí r I <;mperador?

-No es asunto mío...-¿Ella sabe que tú la quieres, verdad?Chin asintió.—Así como sé que ella me ama. Pero nunca

podría haber matrimonio entre nosotros.—Quizás no, pero si ella te amara, habría

tratado ii explicar cómo llegó a casarse con el emperador.—¿Entonces, tú crees que no correspondía mi

amor, Randall?—¡Cielos, no digo eso! Naturalmente que te que-

ría. Lo que trato de decir es que debe haber algo extra- 110 en ese matrimonio, si no te lo mencionó en su carta.

Chin miró las rojas murallas de la Ciudad Impe-rial, que se veían claramente desde las ventanas de la oficina de Randall en la legación. En alguna parte, dentro de esas murallas, Dulce Virtud estaría a menos de una milla de distancia; y, con todo, al extremo opuesto de la tierra habría estado más a su alcance, pues aunque se hubiese encontrado en cualquier otra parte del mundo, él habría ido a buscarla.

¡A una milla de distancia! ¡A veinte minutos caminando a pie! Y sin embargo más inasequible que si se encontrara en la cumbre del Monte Omi.

¿Pero era inalcanzable?•—¡Randall!La voz de Chin sobresaltó a Randall. Alzó la

vista.—¿Qué hay?—Si yo pudiera verla, aunque sólo fuesen

unos minutos ...—¿Ver a Dulce Virtud?—Sí.—Estás loco, Chin —exclamó bruscamente

Randall—. ¿Es esposa del emperador, no es así?—Sí.—Entonces está encerrada en la Ciudad

Prohibida, según tengo entendido, para no salir nunca más.

—Sí —concordó Chin. Ahora sólo sus ojos revela- bu ii su agitación—. No puede salir a verme, pero ¿porqu6 110 había yo de entrar a verla?

- ¿Dentro de la Ciudad Prohibida?—Sí.—Por una sola cosa, grandísimo necio. Los guar-

dias no te dejarían pasar.—Si lo supieran, no me dejarían. Pero ¿imagína-

te que lo ignoraran?Randall se enderezó:—¿Qué te estás proponiendo, Chin? ¿Qué

enredo estás planeando?—Nada. No sé cómo, ni si alguien puede

entrar, pero si es posible, trataré de hacerlo.

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—¿Con qué objeto? ¿De qué te serviría el encontrarte con ella? Tengo que ser brutal por tu propio bien, Chin, antes que pierdas la cabeza; tal vez tanto literal como metafóricamente. —Randall añadió ásperamente—: Nunca tuviste más esperanza que adorar de lejos a Dulce Virtud, pero ahora ni eso puedes hacer, y punto final; pórtate como persona madura, Chin.

—¿Sería para ti punto final si el príncipe Trou- betskoy se fugara con la señorita Strangways?

Randall hizo una mueca.—Tienes razón, Chin. No debí haber dicho eso.

Lo siento. Pero no debes dejar que te mate tu amor por Dulce Virtud.

—¡Matarme! —exclamó Chin, con desprecio.' —¿No sería eso lo que acontecería si te

sorprendieran dentro de la Ciudad Prohibida?—¡Me decapitarían, si tuviera suerte!—Pero es más probable que te apalearan hasta

morir, o que fallecieras por un procedimiento lento, como el pobre diablo que vimos la semana pasada. —Randall tragó saliva—. Hay veces en que estaría mejor fuera de China. No puedo olvidarme de los ojos de ese hombre. Tres días de semiestrangulación, y todavía vivo...

—Voy a hacer una tentativa.—En nombre de la razón...—Un hombre enamorado ha perdido la razón.Randall comprendió que era inútil argüir. Sabía

»iu<> Chin era uno de los hombres más obstinados: una vi"/ que resolvía el camino a seguir, nada le apartaba do él.

—¿Hay algo que yo pueda hacer para ayudar?—Gracias, Randall, pero hasta que yo haya

visto a Tung, de los Frutos del Paraíso, no haré ningún plan.

—¿Tung?—Es el padre de uno de los eunucos del

palacio.Randall hizo un ademán pesaroso. Deseaba

poder encontrar algún argumento que impidiera que Chin continuara con su descabellado plan, pero tal como Chin había dicho..., ¡suponiendo que la joven en la Ciudad Prohibida fuera Evelyn en vez de Dulce Virtud!

3Tung, de los Frutos del Paraíso, cumplía la

primera parte del poético nombre de su tienda en la calle de los Vendedores, vendiendo frutas que venían, si no del Paraíso, por lo menos frescas de los huertos del norte de Chihli, y en latas, de los almacenes de Tientsin.

Escuchó gravemente la historia de Chin; en seguida dijo:

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—Si mi hijo fuera a ayudaros a entrar al Gran Interior, y se descubriera su ayuda, Li Lien-ying lo apalearía hasta morir.

—Yo no lo traicionaría.—La tortura suelta muchas lenguas obstinadas —

comentó sabiamente Tung.—'¿Entonces, no crees que me ayudará?—No puedo hablar por el hijo mayor, pero

aunque abriera su generoso corazón a vuestros ruegos, costaría muchos dólares norteamericanos el que compensara su despreciable deseo de alcanzar una edad venerable — explicó blandamente el frutero.

—¿Cuándo podría uno tratar de computar el problemático lapso de vida de tu hijo mayor en términos de dólares de plata?

—Mañana, a la Hora del Mono, el hijo mayor vie-ne a pmentarles sus respetos a sus indigentes padres —sugirió Tung.

Asi quedó arreglado.A la tarde siguiente, Chin volvió a los Frutos

del Paraíso.Una ojeada a la asustada expresión del

eunuco, convenció a Chin de que Tung ya le había hablado al hijo mayor Yi. También le advirtió que costaría muchos dólares hacer que la balanza se inclinara a su favor. Así probó ser.

—Si fueseis cogido en la Ciudad Púrpura seríais ejecutado —trinó Yi, temblándole los carrillos—. Y Li Lien-ying me haría azotar hasta morir. Si hubieseis visto, como yo, hombres fustigados hasta morir, no os arriesgaríais.

Chin no hizo notar que se arriesgaría a un destino mucho peor.

—Entonces, dime aquí, entre estas cuatro paredes, cómo puedo pasar ante' los guardias.

—Bueno, podríais... —comenzó Yi, pero su padre lo detuvo.

—Tal información vale dinero, digamos mil dólares norteamericanos.

—No tengo mil dólares —advirtió Chin—. Y una mera información a ese precio sería un robo. Dime cómo puedo entrar, nada más, y te daré cien monedas.

—Cien monedas... —Tung alzó los brazos.Comenzó el regateo. Por último se fijó una

suma, y el dinero cambjó de manos.—Escuchad... —empezó diciendo el eunuco.

< A P . I T U L O X X

227

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a- hora temprana de la ma-iiiina siguiente, Chin dejó su cama y salió de la casa. Ko dirigió hacia los Frutos del Paraíso, donde lo esperaba Tung.

—¿Habéis traído el dinero?Chin se lo pasó. Tung contó cada moneda con

avarienta satisfacción.—Tenemos que esperar al hijo mayor —dijo,

mientras escondía el dinero entre su ropa—. ¿Querrá mi Hermano Mayor dignarse beber una miserable taza de té mientras esperamos?

Más tarde, después del alba, llegó el eunuco. Parecía intranquilo, pero traía bajo el brazo un gran paquete, el que dejó caer sobre el kang con un gesto de temor, como si se estuviera librando de una serpiente venenosa.

—¿Tuviste dificultad en sacarlas? —preguntó su padre.

—Le dije al guardia que me habían regalado unas sedas viejas, y le di diez taels. No hubo dificultad.

—Bien. —Tung desató el paquete; en seguida se dio vuelta hacia su, huésped—. Ahora, Hermano Mayor.

Chin se sacó su ropa exterior y se probó las ropas del eunuco con un estremecimiento de asco. Lo hacían sentirse sucio.

Tung observó dudosamente el efecto; meneó la cabeza.

—Las ropas os cuelgan como un saco. ¿Por qur trajiste unas tan grandes? —le preguntó a su hijo.

^—Fueron las más pequeñas que pude encontrar.

El padre hizo una broma grosera:—¿Por qué es un eunuco un jugador

afortunado? Porque gana al perder. Hermano Mayor, el primer guardia que os mire-verá que sois demasiado esbelto para haber "dejado la familia".

—Si camina cojeando y se sujeta el vientre como si le doliera, pensarán que no hace más de una semana que dejó la familia —dijo el eunuco—. Asi. —Hizo una exhibición de cómo Chin debía caminar.

Chin copió la manera de andar del eunuco.—Así está bien —lo felicitó Tung. Chin había

ofrecido una recompensa adicional si volvía sano y salvo. Tung continuó con voz preocupada—: Sigue no gustándome la forma en que cuelgan esas ropas. ¿Cómo se verían si las usarais sobre vuestro traje habitual, Hermano Mayor?

Chin hizo la prueba y consiguió verse evidentemente menos esbelto.

—¿Qué te parece ahora? —le preguntó Tung a su hijo.

El eunuco hizo un signo afirmativo:—Puede pasar. —Continuó ansiosamente—:

Recordad nuestro convenio, Wen Chin. Si sois

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cogido, habéis jurado no traicionarme, Incluso si os apalean hasta morir, a fin de conseguir el nombre del que os dio el traje de eunuco.

—Lo he jurado.—Vamos, entonces. Podéis seguirme mientras

hago las compras a que fui enviado, pero no debéis hablarme nuevamente, a no ser que estemos solos dentro de las murallas del Gran Interior.

El eunuco salió sin ser observado de la tienda de su padre, y se abrió camino entre el montón de gente que llenaba la angosta calle. Chin lo siguió prestamente, temeroso de perder de vista a su guía. A pesar de que lo habían aleccionado en lo que tenía que hacer, prefería estar bastante cerca del hijo de Tung para observar cómo pasaba ante los guardias.

Pronto Tung estuvo cargado con mercaderías, por lo t|iic torció en dirección de la Puerta Chien, y, al ex- i mno, continuó caminando por las calles de la Ciudad Tarta ra, hasta que llegó a la Puerta Tung Hua de .la...... Imperial. Habiendo pasado por ésta, continuóluida el norte, hasta que se encontró en la esquina nnnic.st,r de la Ciudad Prohibida, con sus torres de múltiples aleros. Circundó la torre y siguió la pared hasta una amplia plaza desierta, limitada al norte por la Colina de la Perspectiva, un gran cerro artificial, lleno <1« colorido en primavera y verano, con el fresco verdor de la nueva vegetación, y en todo tiempo con las leja;: azules y amarillas del pintoresco pabellón que adornaba la cumbre. Al sur de la plaza estaba la puerta norte de la Ciudad Prohibida, la Puerta del Valor ¡espiritual.

El andar del eunuco se fue haciendo más lento, y Chin comprendió que había llegado el momento crítico, y que se iban acercando a la puerta que debían cruzar para entrar en la Ciudad Prohibida. Una cantidad de personas estaban pasando por la puerta más próxima, muchos de ellos seres que, aunque no hubie-sen llevado el uniforme distintivo de su degradante .servidumbre, se veían inconfundiblemente eunucos.

El hijo de Tung cruzó el foso y llegó donde los guardias al lado este de la puerta. Chin vio a los soldados detener e interrogar al eunuco, y tocar los paquetes. Entonces algo cambió de manos, sin duda algunas monedas de cobre, por lo que el vigilante Chin sacó en consecuencia que los guardias estaban exigiendo su parte de la indudable sisa del eunuco. Se dio cuenta, demasiado tarde, de que un plan mejor que el que se había adoptado pudo haber sido que él hubiese llevado paquetes, y desvanecer las sospechas al pagar unas monedas.

Ya era demasiado tarde para hacer nada fuera de seguir andando. Le pareció que los guardias lo miraban fijamente. Por lo que apretó las palmas de las manos en su vientre, y cojeó hacia la puerta como si sufriera un agudo dolor.

Crepúsculo.—16Uno de los soldados extendió perezosamente

una mano y le cerró el paso.—¡Eh, cosa! ¿Qué te hace ser tan enérgico

esta mañana?

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Chin meneó tristemente la cabeza:—Hermano Mayor, si tu vientre se sintiera

como el mío, ya estarías ordenando tu ataúd.El guardia escupió:—Si mi vientre sufriera en la misma forma que

el tuyo, hace tiempo que ya me habría arrastrado dentro de mi ataúd. Cuando esté muerto, no quiero que solamente otras personas lo sepan, quiero saberlo yo mismo.

La broma cayó muy bien: los compañeros del hombre expresaron apreciación de su agudeza.

—¿Conque te sacaron una tajada, eh, cosa?—Querrás decir, para que él saque muchas

tajadas —replicó el primer guardia.—¿Qué se siente? —se mofó el segundo

hombre—. ¿Cuánto menos pesas ahora?—Antes que sigas tu camino, cosa, no te

olvides de que vale la pena estar en buenos términos de amistad con nosotros. No tenemos que reconocer tu rostro cada vez que pasas por las puertas.

—Y no te olvides de que Li Lien-ying no soporta que las cosas lleguen tarde, si es que entiendes lo que queremos decir.

—Esta pobre cosa no ha estado aquí el tiempo suficiente para sacar su tajada, pero si aceptaran unas monedas como prenda para el futuro, se ganarían la gratitud de esta cosa —asintió Chin.

—¿Qué pobres basureros somos nosotros, Hermano Mayor, para aceptar unas cuantas monedas de este ser paupérrimo? —preguntó solemnemente el guardia, mirando a su compañero.

—Pobres basureros —replicó su compañero, extendiendo la mano. '

Entregó el dinero, con lo que el guardia le dio a Chin un empujón hacia adelante.

Más allá Chin vio al hijo de Tung. Había torcido hacia la derecha, a un ancho camino empedrado, bordeado a ambos lados por altas murallas. Se vela gente

caminando en ambas direcciones, eunucos en su gran mayoría, algunas mujeres con ropas de criadas, una o dos con trajes corrientes. Ahora que se encontraba entre tantos otros eunucos —más de tres mil trabajaban en la Ciudad Prohibida, según le contó el hijo de Tung—, Chin tenía menos temor de ser reconocido como un intruso. Ninguna persona, ni siquiera Li Lien- ying, podía reconocer los tres mil. Por

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lo tanto, esperaba pasar sin ser interrogado. Podía haber hombres recientemente castrados entre los eunucos; cesó de aparentar los síntomas de una reciente operación, por temor de llamar la atención de alguno de los eunucos superiores.

Se puso a la par con el hijo de Tung.—'¿Adónde te diriges? —le preguntó en voz

baja.El eunuco estaba aterrorizado:—No me hable ahora que está en el

palacio; yo he cumplido mi parte del convenio.

—¿Cómo voy a orientarme?—Eso es asunto suyo, no mió. Tenga

cuidado de partir antes de que cierren las puertas al atardecer.

•—¿Hacia dónde vas? —persistió Chin.—A la cocina. Ahora déjeme. No me

hable más. Pueden vernos juntos.—¿Dónde encontraré el palacio de las

concubinas?Tung señaló hacia la angosta senda a su

izquierda.—En alguna parte hacia el fondo.La última palabra le salió jadeando, y

apuró el paso a fin de alejarse del interrogador. En el mismo instante Chin vio a un eunuco bien vestido aparecer delante de ellos, y juzgó, por la pluma en el sombrero del hombre, que debía ser eunuco de alguna importancia. Quizá el mismo notorio Li Lien-ying.

Quienquiera que fuese el eunuco, sería aconsejable quitarse de su camino, decidió Chin. Torció hacia la senda a su izquierda, y apuró el paso lo más que se atrevió.

Se encontró en un solitario y angosto mundo, sombreado a ambos lados por altas murallas^rojas coronadas de amarillo, que la penumbra hacía aparecer grises y castañas en otras partes, donde las malezas del verano hablan echado raíz en someras hendiduras, floreciendo y marchitándose. Un mundo de silencio tur-bado momentáneamente por atemorizadores sonidos: ol eco de sus propios pies calzados de fieltro, resonando ante y detrás de él; el lejano llamado de melódicas campanas de los templos. Un mundo fantástico de temor y tensión, donde el ruido de las alas de las palomas imitaba el siniestro susurro del vuelo de los ángeles de la muerte, y en donde el chillido de una asustada rata parecía dar una fantasmal bienvenida.

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Una senda conducía a otra. Torció a su derecha, y, llegando a una puerta, atisbó prudentemente por entre su enrejado. Detrás percibió las aguas estancadas de un canal que serpenteaba alrededor y entre la Ciudad Prohibida; al extremo divisó uno de sus muros, y, debajo, una sucesión de sencillos edificios de los que salía el sonido de varias voces agudas, y tal variedad de aromáticos olores, que su estómago respondió al suculento llamado. Las cocinas del palacio, sin duda, y el destino inmediato del hijo de Tung.

Donde estaban situadas las cocinas no se podía esperar encontrar las viviendas de las concubinas. Volvió sobre sus pasos, cruzó por la primera senda y continuó en dirección opuesta. No había dado más que unos cuantos pasos cuando un Eunuco de la Presencia dobló una esquina penetrando a la senda ante él.

Temeroso de que le hablara antes de haber tenido tiempo de acomodarse, tanto a su papel como al medio que lo rodeaba, buscó manera de evitar un encuentro. Una puerta a su izquierda, la única cercana, le ofrecía el solo medio de escapar, por lo que la abrió, penetrando en un amplio patio. Al hacerlo, dejó atrás un mundo de melancólicas sombras y marchita vegetación, en-contrándose asombrosamente en un edén, del que bien podían haber salido las frutas de Tung.

No era un patio común, sino un paisaje, un panorama completo en miniatura. Con ojos atónitos, pero apreciativos, vio ante él un ondulante jardín, con una profusión de arbustos, nudosos árboles, un pequeño pinar, un estanque con lotos al lado de las balaustradas de mármol de un pabellón, grutas, pagodas, y, al fondo,M ib resaliendo de lo demás, un inmenso jardín de roca», < <>u tortuosas subidas basta la cumbre. Ni la gélida desnudez del invierno le quitaba su belleza ai jardín; i uando el sol primaveral entibiara los árboles, plantas y llores, haciéndolos reverdecer, Chin pensó que pocos . ilios en el mundo podrían parecerse más a un lugar feérico.

Habiendo comparado el jardín con el Paraíso, Chin 110 se asombró al comprobar que albergaba una serpiente. .., vestida con ropas de eunuco. Este lo' miraba con ojos cargados de sospecha. Antes de que pudiera moverse, el eunuco se le adelantó. Dejando los tiestos de plantas que se encontraba trasplantando, caminó hacia Chin.

—¿Eres un nuevo jardinero?—No, Hermano Mayor.—¿Qué buscas? ¿A Liang? Si es así, lo

encontrarás en el Atrio de la Nieve Roja.—No deseo ver a Liang. Entré por

equivocación. Soy nuevo en el Gran Interior. Todavía no sé orientarme bien.

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—¿Nuevo, eh? ¿Cuánto tiempo ¡has estado aquí?

Evidentemente el eunuco deseaba conversar.—Dos semanas.—Yo llevo más de veinte años. ¿De dónde

vienes?La pregunta era peligrosa. Chin sabía que casi

todos los eunucos venían de un distrito de Chihli que se especializaba en el abastecimiento de eunucos. Si contestara que de Chihli, el eunuco podría interrogarlo acerca de los parientes que habían quedado allá.

—De Pekín.—¿Cuánto tiempo hace que dejaste la

"familia"?—El tiempo necesario para reponerme.—¿Qué hizo que un mocetón como tú

accediera a ser castrado? ¿No pudiste encontrar esposa?

—El hambre.El eunuco meneó la cabeza.—Como muchos otros. Pues bien, ten la

seguridad de que aquí no pasarás hambre. Pero ten cuidado con Li Lien-ying. Se vale de cualquier excusa para hacer que apaleen a uno de nosotros. No le importa que nos den cuarenta o cincuenta varillazos.

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No quiero que me den cuarenta, ¡por lo que será mejor que parta a prisa. ¿Dónde encontraré a las esposas secundarias?

—Depende de cuáles. Las inferiores estarán aten-diendo al Gran Antepasado.

—¿Dónde las encontraré a esta hora del día?■—No me preguntes a mí. De cuando en cuando vienen para

acá en la tarde, y eso es todo lo que sé. Pregúntale a alguno de los Eunucos de la Presencia o a alguna de las criadas.

—Así lo haré. Gracias, Hermano Mayor.—No he hecho' nada para ganarme tu

agradecimiento. Tú me has hecho el favor. Es agradable conversar con alguien nuevo, para variar. Me habría gustado, sin embargo, que hubieses venido de Chihli. Quisiera saber cómo están mi hermano mayor Yui y el tercer hermano Pao.

Chin salió del Yu Hua Yuan por la misma puerta que había entrado, y siguió su camino. A poco torció a la derecha en otra senda. Al hacerlo, dos mujeres salieron por otra puerta. Decidió arriesgarse a hablarles.

—¿Saben dónde puedo encontrar a Li Lien-ying, señoras?

—Con el Gran Antepasado, naturalmente, cosa — contestó una de ellas.

—¿Dónde será eso? Soy nuevo aquí...Repitió la historia contada al eunuco-jardinero.—Si ha partido del Palacio de Vejez Tranquila,

puedes encontrarla en la Capilla del Homenaje a los Antepasados; o si ya no está ahí, quizás se encuentre en el teatro; o si eso terminó, habrá ido probablemente al Jardín Imperial, o el Jardín de Rocas, o el Jardín Tzu Ning Kung, y si tampoco está, dondequiera que haya ido, la encontrarás con seguridad en la Tesorería Sur, verificando las cuentas, para impedir que ustedes, eunucos slsadores, saquen una tajada demasiado grande en las cuentas de la Casa Imperial.

Las dos criadas rieron y siguieron su camino. Chin se sintió desesperar. Había previsto dificultades, pero no tenía idea de los contratiempos que produciría el laberinto de la Ciudad Prohibida.

No pasó mucho tiempo sin que Chin hubiese p .lulo por completo tanto el sentido de dirección ca el ile la hora. Atravesó un verdadero dédalo de serg PUKÓ por innumerables puertas —muchas de ellas e indiadas—, cruzó y recruzó un sinfín de patios, y B i i tiempo luchaba contra una sensación de inminalt peligro.

Sabía que se estaba moviendo en círculos. UBI otra vez se encontró frente a un edificio que se leí ,1

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luciendo rápidamente familiar, o patios por los p ya había cruzado. Empezó a compararse con una aífji tratando de encontrar su celdilla en un panal dea- nocido. Patios dentro de patios, edificios en el inteií de edificios, jardines alrededor de otros jardines; & uno separado del otro por murallas, cada uno.dist; del vecino. Se imaginó la Ciudad Prohibida comc; inmenso rompecabezas amurallado, preguntándose habría alguna persona que conociera cada parte dii Algunos de los edificios se veían ruinosos, y paree no haber sido abiertos durante años; otros apareaban estar cerrados contra posibles intrusos.

Hacia el fin de la tarde se dio cuenta de lo I que había sido su misión. A pesar de que el día d-eír brero era intensamente frío, estaba empapado co:í sudor de su constante tensión, de las ropas adicioné débil a causa del hambre y totalmente desalentada! sentido común lo urgía a desistir .de su búsquedi¡ partir a tiempo de la Ciudad Prohibida; pero el m lo hacía obstinado. Unos pocos minutos más, se |) para apaciguar su sentido común. Ya, sólo unos í- ñutos. Una última tentativa.

Esa última tentativa —si en realidad hubierais jado que fuese la última—■ trajo su recompensa.6 a Jade.

Estaba con otra dama de honor —Piedad—, y,timo sólo se encontraban unos cuantos eunucos eiú cercanías, decidió hablarle.

Ella lo vio venir, y, antes de que se le acercará reconoció. Si Piedad hubiese estado observando o sip-ra escuchando a su compañera, se habría dado cuenta de que algo sucedía. Felizmente Piedad estaba demasiado ocupada en chismear para notar la expresión de Jade u oir su exclamación de asombro. Chin le hizo una discreta señal de advertencia.

- -Su señoría Jade. —Su cortesía lo habría traicionado a cualquiera con más inteligencia que Piedad, pues no existía la menor amistad de los eunucos hacia tallas, y estaban siempre tratando de causarles molestias a las damas de la Corte, y ellas, a su vez, despreciaban y aborrecían a los ruines neutros—. Li Lien- ying me ha enviado con un mensaje para el eunuco de la última Kuei Jen.

—¿Su señoría Dulce Virtud?Chin^hizo un signo afirmativo.—Creo que ése era el nombre de la honorable dama

—afirmó con aire casual.—¿Y bie¡n?—No me ha sido posible dar con su paradero.—Acabo de regresar al Gran Interior. No estoy segura dónde

está, pero creo que se puede encontrar en su habitación en el Palacio Chung Hua. —Jade añadió rápidamente—: Anda a

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la Puerta del Divino Genio Militar, y encontrarás el teatro cerca de allí. Inmediatamente detrás está el So Fang Chai, y al lado, franqueándolo al oeste, el Palacio Chung Hua.

—Esta persona agradece la ayuda de su señoría Jade, y pide poder alejarse aprisa con su urgente mensaje.

—Sí, apúrate —respondió Jade con un gesto indiferente de la mano.

Ya para entonces, Chin había descubierto el camino más fácil al Jardín Imperial. Evitó tener que pasar por la Puerta Shun Chen, cruzando por el jardín. Después de extraviarse dos veces al fondo, encontró el teatro y, finalmente, el edificio del palacio, que se encontraba ocupado por una de las concubinas de Tung Chin, ahora Consorte Viuda de Segundo Grado.

Precisamente, cuando su corazón latía con fuerza al divisar el edificio en que Dulce Virtud ocupaba dos habitaciones, vio, con ojos llenos de desesperación, quer

I ni dolo oriental se cubría con las primeras sombrasHi l:ii\s de la noche. Pronto las puertas de la Ciudad Pro-hibida se cerrarían hasta el alba.

P La cautela lo urgía a partir de la ciudad mientrasna tiempo. Ahora que sabía lo que había que hacer, podía volver al día siguiente, se dijo a sí mismo. Se dio VI Irita de mala gana; pero al hacer el primer movimiento vislumbró lp,- figura de una mujer que cruzaba unte una de las Ventanas de la lejana galería. Giró rápidamente, a tiempo para que sus ojos confirmaran lo que su corazón ya sabía.

La cautela y el sentido común lo abandonaron. I uüce Virtud estaba a tiro de piedra de donde él se encontraba, y nada conseguiría hacerlo partir antes de haber hablado con ella.

No había nadie a la vista: el patio amurallado es- l-aba vacío. Sabía que los edificios circundantes se encontraban ocupados, y que no podía esperar pasar inadvertido, ya que por lo menos un par de ojos lo venan cuando pasara por la galería que llevaba a la habitación de Dulce Virtud. Con todo, aparentaba ser un eunuco, ¿y quién podría saber, sin interrogarlo, que no se encontraba ahí por un asunto lícito?

Nada podía haberlo retenido ya. Ni el temor a la muerte o el miedo a la tortura. Dejó el rincón donde acechaba, cruzó el patio hacia la lejana galería, y caminó silenciosa pero audazmente por la vereda enlosada hasta la puerta de la pieza de Dulce Virtud.

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Golpeó suavemente, y pronto fue abierta, de mala gana, según le pareció. Vio a Dulce Virtud encuadrada por la puerta, triste y desamparada.

—Dulce Virtud —susurró.Sus ojos y voz lo recompensaron.—¡Wen Chin! —dijo en un murmullo—.

¡Oh Wen Chin!

XC A P I T U L O X X I

1

L/A GRAN ALEGRÍA QUE SINTIÓ con su llegada no podía durar. El terror se apoderó de ella.

—¿Qué haces aquí, Chin?...—¿Dónde podemos hablar?No titubeó. Abrió más la puerta.—Entra.—No, Dulce Virtud. Podrían vernos.—Por favor... —Mientras él vacilaba ella notó

sus ropas—. No importaría —lo urgió—, te tomarían por un eunuco.

Entró a la pieza, cerrando la puerta tras él. Habló rápidamente:

—Si nos descubren, Dulce Virtud, no me conoces, no me has visto nunca; pensaste que era un eunuco, yo dije que tenía un mensaje del emperador, ¿comprendes?

Hizo un signo afirmativo.—Comprendo, Wen Chin. Pero no debes

quedarte. Debes irte inmediatamente. —Jadeaba de ansiedad—. ¿Cómo vas a salir? Pronto cerrarán las puertas. Es casi de noche.

—Conseguiré salir. Tenemos tiempo para conversar cinco minutos —sostuvo temerariamente.

—¿Por qué has venido? ¿Para qué te has arriesgado así?

Trató de calmar sus temores.

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Hoy solamente un eunuco entre tres mil. Mien- 111:i tenga cuidado no seré descubierto. Dulce Virtud, un i mella vivir en paz mientras no descubriera por qué • La en el Gran Interior, como esposa secundaria del i tu pel ador. Tengo que saberlo.

Lo quedó mirando acongojada.- Te lo conté todo en mi carta. Jade me prometió 11 uccr que

la recibieras.- Estuve en casa de su padre ayer en la mañana, poro Jade

no podía entregarme la carta. La había perdido.—¡Oh!No podía comprender su aflicción.—A pesar de que no pudo entregarme la carta,

Dul- co Virtud, sabía su contenido y me lo recitó. Lo sé de memoria. "Más lejos que la más remota y lejana estoy yo..." —comenzó diciendo.

—Eso no era lo que decía —dijo débilmente Dulce Virtud—. Tales sentimientos habrían sido indecorosos, pues el poema no estaba destinado para ser visto por ti. Lo tengo aquí. —Se tocó el pecho.

Su respuesta lo confundió.—¿Entonces ella no extravió la carta?—La carta que perdió era muy diferente, Wen

Chin, una que no me atreví a dejar que ella viera. Habría rehusado ser su portadora. Es una persona muy buena y dulce, pero no sabe nada de los extranjeros, y no movería una mano para ayudarlos. Especialmente no haría nada contra los intereses de la Emperatriz Viuda.

—¿Qué decía la carta?—Te pedía que le dijeras al Ministro de Estados

Unidos que la Emperatriz Viuda está favoreciendo secretamente el movimiento boxer, y que le aconsejaras que tomara sus precauciones para proteger las vidas de los extranjeros residentes en Pekín.

—¿Estás segura, Dulce Virtud? Hemos oído rumores, pero los ministros se resisten a creer que Su Majestad tomaría abiertamente partido contra ellos.

—Lo hará cuando sea el momento propicio. Tiene un odio profundo contra todos los extranjeros, y cree que los boxers son invulnerables. El príncipe Tuan esta de servicio en el palacio. Es el jefe secreto de los boxers.

-¿Tienes la certeza —persistió Chin— acerca del principe Tuan?

—Totalmente.Chin se dio cuenta de que la confirmación de

que el príncipe Tuan era el cabecilla de los boxers

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sería de capital importancia para las legaciones, pues les permitiría ejercer presión diplomática antes que el peligro se hiciera demasiado crítico.

—Tengo que irme ya, Dulce Virtud —dijo—. El recuerdo de tu frágil belleza será mi consuelo. Mi vida entera está a tu disposición. Mientras tanto...

Mientras tanto no podía hacer nada. Se había quedado demasiado tiempo. Piedad, siempre ávida de escándalo, siempre ansiosa por turbar al eunuco jefe, había inquirido maliciosamente, en presencia de Su Majestad, por qué había enviado un eunuco a Dulce Virtud con un mensaje especial, y Li Lien-ying guiaba ya una fila de eunucos al patio del Palacio Chung Hua.

2*

Penetró a grandes zancadas a la habitación; su alta y obesa figura se veía amenazadora en la penumbra.

—¿Quién eres? ¿Qué asunto te trae al Gran Inte-rior?

Chin había visto la hilera de eunucos que espera-ban en la galería, y comprendió que no había nada que hacer. No tenía la menor probabilidad de escapar.

—Traje un mensaje de Su Majestad para su señoría Dulce Virtud.

La expresión de endemoniada malicia hacía pareja con la melosa pregunta de Li:

—¡Ah! Naturalmente. —Se dio media vuelta, en seguida volvió—. Tengo un mensaje para Su Sagrada Majestad, del Venerable Buda —dijo negligentemente—. ¿Dónde encontraré al Señor de Diez Mil Años?

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¿Cómo podía Chin contestar esa pregunta? Su tentativa, de "blufear" al eunuco jefe era una floja treta, pero decidió sacarle el mejor partido posible. Un nomine apareció de entre un montón de recuerdos juve- nlles: algo que su padre dijo una vez acerca del Palacio Yiuig-Ssin, en asociación con el emperador.

Sala de Educación de la Mente —contestó con fingida confianza.

Dulce Virtud suspiró; la respuesta divirtió a Li.-Esa habría sido una buena adivinanza hace

dos unos. Hoy día te costará la cabeza. Fuera.—¿Dónde vais a llevarlo? —preguntó Dulce Vir-

tud—. Ha dicho la verdad a medias. Me trajo un mensaje, pero no fue del emperador.

—Así es, su señoría Dulce Virtud —concordó Li, su voz de falsete cortés, con fingida humildad—. Según su propia confesión, era nada menos que de mí mismo.

—No comprendo...Chin se dio recién cuenta de que su apresador

era el notorio eunuco jefe.—Me abrí camino hasta acá, su señoría Dulce

Virtud, diciendo que tenía un mensaje de Li Lien-ying para vos —explicó con presteza—. Creí que erais la hija del señor Chiang, para quien tengo un mensaje. Siento mucho haberos molestado así.

No podía calcular por el rostro de Li si su mentira era creída, pero resolvió mantenerla hasta el fin. Mientras no reconociera la verdad, Dulce Virtud tal vez no sufriría las consecuencias de su temeridad.

—Fuera —repitió Li, dándole un empujón a Chin que lo envió tambaleándose hacia la galería.

Los eunucos se apoderaron de él, manteniéndolo indefenso hasta que Li se juntó con ellos.

—Pónganle la canga —ordenó el eunuco jefe.Chin vio la canga con una sensación de

repulsión; un cuadrado de pesada madera, con tres agujeros en el centro; el del medio tenía el diámetro del cuello de un hombre, los más chicos, uno a cada lado, eran lo suficientemente pequeños para contener sus puños. Esteora un Instrumento de castigo y tortura para los criminales.

Al acercarse dos eunucos con la canga, los que tenían asido a Chin automáticamente lo soltaron, pues ol chino es generalmente sumiso a las circunstancias que están fuera de su control. Novecientos noventa y nueve hombres de cada mil habrían permanecido quietos mientras se sujetaba la canga alrededor de sus cabezas y puños.

Pero Chin había vivido en Norteamérica. Con una rápida vuelta le dio un puntapié en la canilla al eunuco más cercano a él, y cuando el hombre

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se doblaba de dolor, le dio un golpe en la nuca que lo lanzó hacia adelante, contra los dos eunucos con la canga. Perdiendo el equilibrio por el eunuco que caía contra ellos y por la pesada carga que sostenían, los eunucos dejaron caer la canga tambaleándose de costado y haciendo que a su vez perdieran el equilibrio los eunucos al lado de ellos. Cuando se repusieron de la confusión, ya Chin corría velozmente por el patio.

—Persíganlo —gritó Li Lien-ying.Los eunucos corrieron de buena gana tras

Chin, pero eran eunucos; rollizos y sin aliento, no tenían ni la velocidad ni la energía de su presa. Chin torció alrededor de los amontonados edificios, entrando al patio de la casa Chung Chin, y de ahí a la senda que lo llevaría de vuelta al Jardín Imperial. A último momento, cuando se acercaba a la entrada, dos eunucos abrieron la puerta y sin querer le bloquearon el camino. Cuando un grito de advertencia los hizo ponerse en guardia, torció a la derecha. Otro grito les dijo a los eunucos que lo sujetaran, por lo que trotaron torpemente tras él.

Torció, dio vueltas, pasó por otras sendas y gradualmente perdió de vista a sus perseguidores. No tenía idea de dónde se encontraba. Miró de frente el sol poniente, y trató de encontrar su camino hacia la Puerta de Gloria Occidental. Llegó a la orilla del canal, donde pasaba por las oficinas del Nei Wu Fu, Imperial Oficina Doméstica. El agua estancada estaba tan baja, que apenas cubría el fétido sedimento del fondo, resultado dei i |i(M i .leule sequía que ya les estaba haciendo un da- nn irreparable a las cosechas.

Cnn Ja esperanza de poder deslizarse por el canal,......Merlo de sus altas orillas, se dejó caer adentro, ymullo alivio al encontrarlo tan poco profundo que pu- iln i tasar bajo la pared que separaba la Oficina Domés- II. i del patio vecino. Así avanzó trabajosamente en medio del pútrido barro, que se le pegaba a los pies ha- i leudo que cada paso fuese un esfuerzo agotador. Al po- eu rato se preguntaba si no sería mejor arriesgarse a i minar por terreno firme, pero unos gritos que se acer- i iban lo disuadieron.

Gracias a todo lo que había vagado anteriormente en la Ciudad Prohibida, sabía que él canal pasaba bas- l a nte cerca de la Puerta de Gloria Occidental. A frecuentes intervalos se arriesgaba a mirar por encima de la, ribera del canal para ver si se divisaba la puerta. El canal corría bajo otra pared, pero le fue posible arrastrarse por el lecho, tal como lo hizo anteriormente. Al otro lado vio la puerta hacia la que se estaba dirigiendo.

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Una sola ojeada bastó para hacerlo desesperar. La puerta estaba cerrada. Se encontraba atrapado dentro de la Púrpura Ciudad Prohibida.

3

Su primer pensamiento coherente fue que, no habiéndole avisado a nadie de su destino, nadie se preocuparía por su fracaso en regresar a casa. Casi inmediatamente comprendió que Randall ataría cabos. ¡Pobre Randall!

Unos gritos cercanos interrumpieron sus divagaciones. Escuchó, y al punto oyó el eco de otros gritos lejanos. El significado era evidente. Li Lien-ying había ordenado una búsqueda, y con el ejército de eunucos que tenía a su disposición, podían fácilmente recorrer palmo a palmo la Ciudad Prohibida. Ya divisaba un grupo de eunucos reunidos cerca de la Puerta de Gloria Occidental, y otro cerca de la puerta que se encontraba al lado opuesto del gran patio. Miró otra vez el cie-

lo. El crepúsculo había traído consigo grandes bancos de nubes, y pese a las muchas linternas que se estaban encendiendo, como otras tantas luciérnagas, no lo divisarían fácilmente. Al mismo tiempo, le sería imposible distinguir las puertas y sendas adyacentes.

Divisó eunucos corriendo de acá para allá, y poco después se dio cuenta de que servían de mensajeros, pues al cabo de un rato vio a unos cuantos hombres de cada grupo caminar hacia el centro del' patio y reunirse allí para formar un tercer grupo. Se sintió intrigado, pero al tender la vista alrededor, halló la respuesta. Así como había varios portones para salir del patio, parte de él se encontraba separado del resto por una curva del canal y la muralla de otro patio; para llegar a esa sección separada era necesario atravesar uno de los tres puentes que cruzaban el canal en ese punto.

A la voz de un hombre en el grupo del medio, las tres compañías de eunucos empezaron a avanzar lentamente hacia el norte, en dirección a Chin. No atreviéndose a permanecer donde estaba, decidió volver al patio de donde acababa de llegar, arrastrándose por el cauce bajo la pared divisoria. Al meter la cabeza en el hueco debajo de la pared, se dio cuenta de que hacía ¡ una maniobra que, con suerte, podría repetir cuantas veces fuese necesario hasta el amanecer. Después de eso, ¿quién podría decirlo? Tal vez consiguiera confundirse entre los eunucos que salían y escapar por una de las puertas apenas fueran abiertas.

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Llegando al patio vecino, se enderezó y permaneció pegado contra la pared en espera de los acontecimientos. Ante él divisaba las obscuras siluetas de una cantidad de edificios. Se veían unos cuadrados de luz: las piezas de los eunucos celadores, creía él. No se divisaban figuras moviéndose y dedujo que todos los eunucos disponibles habrían sido ocupados en la búsqueda. Desde el extremo de la pared oyó la bulla de la cacería, y comprendió que se acercaban hacia él.

El chirrido de mohosos goznes le advirtió que debía meterse debajo de la pared y nermanecer allí hasta que la costa estuviese despejada. Desgraciadamente, los

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fu nucas parecían avanzar como abanico en una larga ni i abierta. Cada vez que imaginó que el último hom- ln h li:ibía salido del primer patio, vio u oyó evidencia ilc lo contrario. El frío era intenso y sus pies iban per- itlendo toda sensación a causa del agua helada. Anhe- I ti ha lo único que no se atrevía a hacer: golpear los pies pu ra restablecer la circulación.

Finalmente, pareció que el último hombre había pendrado al segundo patio, por lo que Chin volvió cautelosamente al primero. Trepó por los bordes del canal Inulta que pudo ver lo que estaba sucediendo. Para alivio suyo, sus ojos le confirmaron lo que sospechaban mis oídos. Salió a terreno firme, y golpeó cuidadosamente los pies haciéndolos entrar en calor.

Se mantuvo cerca de su escondite, y observó cómo desaparecía el último vestigio de luz diurna. Al misino tiempo, sintió decrecer el ruido de la búsqueda al alejarse más los eunucos. Comenzó a sentirse esperanzado.

4

Pasaron las horas. Mientras esperaba que amaneciera, su estómago le recordaba una y otra vez que no había probado bocado en casi veinticuatro horas. Trató de consolarse pensando en el desayuno que tomaría, pero sin éxito.

No le había dado suficiente importancia a la obstinación del eunuco jefe. La gritería, que había ido disminuyendo, empezó de nuevo. Al oírla acercarse lentamente, indistinta y apagada por las incontables murallas que la opacaban, comprendió que los eunucos seguirían la búsqueda toda la noche si fuese necesario.

La bulla se acercó más y más. Entonces él se metió de un brinco al canal, preparándose a arrastrarse debajo de la muralla. Sus pies y piernas, que ni se habían secado ni entrado en calor, se entumecieron nuevamente. Pronto sonó tan cerca la gritería, que calculó que los

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T I

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eunucos debían estar buscando en todos los rinco- »nes de los edificios que vio antes.

Crepúsculo.—17

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Oyó chirriar los goznes de la puerta: señal para que se deslizara debajo de la pared. Al hacerlo se encontró cara a cara con un eunuco que llevaba una lámpara. El eunuco gritó, y cayó de espaldas al agua. La linterna se soltó de sus manos y se hundió. Pero el mal estaba hecho. Un cohete se elevó en el aire, dando una verde luz de advertencia que la presa había sido ubicada en esa parte de la ciudad.

Chin trepó hasta la orilla y echó a correr. Todavía existía una leve esperanza de que pudiera eludir a sus perseguidores en la obscuridad.

No había contado con los cohetes. Otro se elevó en el aire, iluminando, al reventar, el terreno de un verde brillante. Hubo un grito en la puerta a su izquierda.

•—Allí va.De nuevo empezó la cacería. Llegó a

desesperar: los eunucos convergían hacia él de todas partes, rodeándolo. Pero la voluntad de escapar seguía más fuerte que nunca. Corrió a través del patio, manteniéndose pegado a la muralla exterior que circundaba el Palacio Wu Ying.

Otro cohete. En seguida otro. Y otro más. Los segundos de completa obscuridad entre cohetes eran tan pocos, que tenía escasa probabilidad de evitar los ojos que buscaban sus menores movimientos. Sin embargo, continuaba la fantástica persecución, pues los eunucos no conseguían alcanzarlo, y los cohetes que ayudaban a distinguirlo servían también para que él viera las puertas, sendas y el camino alrededor de los edificios más pequeños, agrupados tan estrechamente como arvejas en su vaina.

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La cacería no podía continuar. Comenzó a flaquear. Su paso se aflojó, junto con sus reacciones mentales. Torció, dio vueltas, fue de acá para allá entre el centenar de edificios que componían la Ciudad Prohibida, pero finalmente lo alcanzaron. Al doblar por la senda que dividía la Casa del Ayuno del patio del Palacio del Cielo Despejado, se encontró de sopetón con un grupo de seis eunucos. Forcejeó, pero le quedaban pocas fuerzas. Además, lo sujetaban como si sus vidas dependie-i iin (Ir ello —como era en realidad, pues Li Lien-ylng i. ihla prometido apalear a muerte a cualquier eunuco i|iir, una. vez que hubiera puesto las manos encima del inl i u.'io, lo dejara escapar.

I.os jubilosos eunucos lo arrastraron hasta donde r encontraba Li Lien-ying. Li ordenó que el prisione- iii lúe,se conducido a presencia de la Emperatriz Viuda.

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La expresión de la emperatriz más se parecía a la del Demonio Encarnado que a la del Venerable Buda. ' 'hin fue arrojado boca abajo al suelo a sus pies. Cuatro eunucos se hincaron encima de él, para asegurarse de que permaneciera en esa posición.

—Este es el hombre, Venerable Buda —anunció Li.

—¿Lo interrogaste?—No, Venerable Buda. Pensé que vos

desearíais hacerlo.—Lo haré. ¿Cómo te llamas, asesino?Parecía no tener objeto mentir en

presencia de la muerte.—Wen, llamado Chin, Su Majestad —

dijo, hablando tan claramente como pudo, pues tenía la nariz apretada contra el suelo.

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—¿Dónde vives?—En Pekín, calle de la Piedad Filial.—¿Quién te envió acá?—Nadie, Su Majestad.—Te preguntaré de nuevo, ¿quién te

envió? Si no contestas verazmente, ordenaré que te apaleen hasta que digas la verdad.

—Juro sobre la tumba de mis antepasados que vine por mi propia cuenta.

—¿Para qué? ¿Para asesinarme? ¿Eres del Sur?

—Soy el adicto esclavo de Su Majestad. De nuevo juro sobre la tumba de mis antepasados. No vine acá para asesinar a Su Majestad, ni a ninguna otra persona en la Ciudad Prohibida, ni tampoco vine acá con intención de hacerle daño a nadie.

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—¿Para qué viniste?Chin no contestó.—¿Para qué viniste? —repitió

duramente.—Quizás su señoría Dulce Virtud podría

ayudarnos —interrumpió astutamente Li Lien-ying—. ¿Por qué no hacerla venir?

Chin comprendió que solamente la verdad podía ayudar a Dulce Virtud.

—Suplico a Vuestra Majestad que no haga eso — rogó—. Juro que su señoría Dulce Virtud no tuvo parte en mi venida.

—Fuiste encontrado en su pieza. ¿Eres su amante?

—He amado a su señoría Dulce Virtud desde lejos, asi como vuestros súbditos os aman, Majestad. Su padre es un mandarín; yo soy un humilde empleado.

—Era —dijo riendo entre dientes el eunuco jefe.

—¿Por qué viniste para acá?—Ayer oí que se había convertido en

esposa secundaria de Su Sagrada Majestad el emperador. En la locura de mi pesar, que nunca más iba a verla, proyecté entrar a la Ciudad Prohibida a fin de mirar su rostro por última vez y decirle adiós para siempre.

—No le creáis, Venerable Buda —dijo despectivamente Li.

—¡Silencio! ¿Sabes el castigo por entrar a los departamentos privados de la Ciudad Prohibida?

—He oído que es la muerte, Su Majestad.

—Una muerte desagradable. ¿Conoces el castigo por entrar al dormitorio de la esposa del emperador?

—Sabía a lo que me arriesgaba, y lo acepté de buena gana.

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—¿Tanto amabas a su señoría Dulce Virtud?

—Tanto, Su Majestad.—¿Juj;as de nuevo que su señoría Dulce

Virtud ignoraba tu venida?—Lo juro.—Entonces demos por terminado el

asunto. Creo tu historia, pero debes morir. Li Lien-ying, ve que sea ejecutada inmediatamente la sentencia.

—Venerable Buda... —El eunuco jefe se inclinói. H t¡i adelante y le habló en voz baja a la emperatriz.

i ronto hizo un signo afirmativo.• He sugiere que el castigo sea adecuado al crimen,

i.hie a,sí sea. ¿Wen Chin, sabes que usas las ropas de un ounuco?

-SI, Su Majestad.-Muy bien. Por imitar a un eunuco con el

objeto i le entrar a los sagrados y prohibidos recintos de la ciudad Púrpura has incurrido en la pena de muerte. Porque un corazón de mujer late dentro de mi pecho, porque he conocido el amor y por su causa he hecho K randes cosas, me siento conmovida por tu amor sin esperanza y ejerzo mi prerrogativa de mujer de aunar misericordia con justicia. Este entonces es Nuestro Kdlcto. Que seas sacado inmediatamente de este recinto y llevado a la Cámara de Tortura, para ser transformado por castración en la cosa que has remedado. Y también es Nuestro Edicto que, apenas restablecido en el futuro y para el resto de tu vida, permanezcas en la Ciudad Prohibida en calidad de tal. La audiencia h a terminado.

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C A P I T U L O X X I I

CHIN YACÍA EN EL SUELO Y observaba al eunuco que iba a efectuar la operación hacer sus preparativos para el vil hecho. Estaba atado como un pollo; completamente imposibilitado de hacer un movimiento. Li íüen-ying, sentado cerca, observaba la escena con ojos sádicos.

Dijo Li:—Después, Wen Chin, cuando te

restablezcas, me harás una reverencia, a mí, tu salvador, en señal de gratitud por haberte salvado tu miserable vida. Y he hecho más que eso por ti. Verás a tu amada casi todos los días. Piensa qué dicha tendrás, gracias a la oportuna sugerencia que le hice al Venerable Buda.

Chin permaneció silencioso.Li continuó:—La verás; sin embargo, no podrás

hablar con ella. Cambiarán tus sentimientos hacia ella al secarse la fuente de tu pasión. La mirarás, preguntándote qué impulso te hizo arriesgar tu vida por su causa, y pronto acusarás a tu memoria de haberte jugado una mala partida. Dirás para ti mismo: con certeza que esta cás- cara vacía que soy, jamás vibró con el

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exquisito arrobamiento que tan líricamente cantan los poetas; ciertamente, el amor no es más que una quimera, pues no hay otros placeres físicos fuera de comer y beber.

Chin no habló.Li siguió diciendo:

r....................................................m

¿No fue una inspiración celestial la que tuve?....... lie sido más sutil, y, con todo, más concreto. Ja-mu.. ln' sido más benévolo, y, sin embargo, más previ-.....le los intereses del Venerable Buda. Sabe que hacenii.i semana ordené que a un maduro eunuco se le cor- i ira la, cabeza por robarle al Venerable Buda. Y ahora, I.Mii pronto, lo he reemplazado con un hombre más jo- va n y activo: tú.

Chin no dijo nada.Li persistió:—¿Por qué no me das las gracias,

Wen Chin? Comparando con tu cabeza, ¿qué es lo que estás

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perdiendo? lina pequeñez. Pues comoquiera que lo menor está contenido en lo mayor, indudablemente que lo mayor no ..e perderá en lo menor. ¿No es ése un don inapreciable?

Chin.se preguntaba cuánto rato más Li Lien-ying deguiría vituperándolo. Maldijo al eunuco jefe, no tanto por el goce sádico que el hombre extraía de la situación, como por haberle salvado la vida a expensas de su virilidad. Habría preferido mil veces morir a someterse a la degradante castración. Tanto Li como la Emperatriz Viuda sabían esto, por lo que resolvieron someterlo al castigo más vil y cruel que era posible. Y no sólo a él, sino también a Dulce Virtud. Habían planeado para ella la refinada tortura de ver al hombre que amaba convertirse en un despreciable objeto humano. Peor la tortura para ella que para él, pues al paso que el tiempo, junto con los cambios físicos en su cuerpo, pronto lo haría indiferente a toda forma de emoción, el amor de ella sufriría torturas insoportables.

Mucho mejor para ella que él muriese, ¿pero cómo? No antes de la operación. Tal vez después encontraría una oportunidad para suicidarse, antes de que ella tuviera ocasión de verlo. Esta solución

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calmó su torturada conciencia. Relajó su cuerpo, resignándose a que empezara la prueba.

Li también esperaba.—¿Vas a estar pronto? —le

gruñó al eunuco—. ¿Está bastante afilado tu cuchillo? ¿Y suficientemente caliente el hierro cauterizador?

•Todo está listo, Li —contestó humildemente el otro eunuco—. El cuchillo está afilado, caliente el hierro y el opio al alcance de la mano.

—¿Opio?—Para calmar el dolor.—¡Dolor! ¿Quién ordenó que este

hombre debía ser tratado con regalo? No me importa nada lo que le duela.

—¿Acaso no quieres que viva, Li?—Naturalmente que deseo que viva. La

segunda parte de su castigo es ésa: que viva.

—Sin opio, el shock de la operación lo puede matar.

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—Tonterías —gritó Li—. A mí no me mató. Y no era mucho más joven que éste cuando fui castrado.

—Muy bien, Li. Todo está pronto.—Trae a dos hombres para que lo

desvistan.Antes que el eunuco pudiera llegar á la

puerta a llamar a dos de los eunucos que aguardaban afuera, ésta se abrió y el segundo eunuco anunció: El Venerable Buda.

Los dos presentes cayeron de rodillas al entrar la Emperatriz Viuda.

—¿Ha comenzado la operación?—No, Venerable Buda.—Bien. Voy a mirarla.Fueron llamados dos eunucos.—Desvistan al prisionero; en seguida

átenlo de nuevo.Los dos hombres sujetaron a Chin,

desataron las cuerdas y lo desnudaron.—Pónganlo de espaldas en el kang.Así lo hicieron. El eunuco cogió su

cuchillo y se acercó suavemente al kang.—Espera —ordenó inesperadamente la

emperatriz. El eunuco se detuvo. La emperatriz miró la quieta forma en el kang—. Déjenme sola —continuó.

Todos los eunucos, salvo Li Lien-ying, salieron rápidamente.

—Tú también, Lien-ying.

¡Venerable Buda! —protestó Li con indignación.

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Dije que salieras. Y quédate donde no puedas oír Deja la puerta abierta, a fin de que yo pueda ver ijue 110 estás escuchando.

midiendo apenas ocultar su resentimiento ante la Insólita conducta de la emperatriz, Li salió de la pie- v.a. Cuando vio que ninguno de los eunucos estaba su-ficientemente cerca para alcanzar a oir, se levantó de u silla, acercándose a la cama. Durante un minuto MIM obscuros ojos estudiaron el cuerpo joven y firme de Chin.

—¿Sigues jurando que viniste a la Ciudad Prohibida sin intención de hacerme daño?

—Lo juro, Sagrada Majestad.—¿Y que viniste solamente a

decirle adiós a su señoría Dulce Virtud?

—Eso también lo juro, Sagrada Majestad.

—¿Eres sano y fuerte, Wen Chin?—Tan sano y fuerte como la

mayoría.—¿Aprecias tu masculinidad?—Preferiría morir antes que

perderla, Sagrada Majestad.—¿Aunque fuese una muerte lenta?—Aun cuando fuese una

muerte lenta. El dolor a lo más durará unos cuantos días. La degradación de ser un eunuco durará toda la vida. —Pero sólo una corta vida, añadió mentalmente.

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—¿No deseas morir, aunque sepas que nunca volverás a ver a su señoría Dulce Virtud?

—¿Qué valdría la vida para mí como eunuco, Sagrada Majestad?

—¿Quiero decir, como hombre cabal?

—No es natural desear morir. Mi corazón se afligiría, Su Majestad, de nunca ver de nuevo a su señoría Dulce Virtud; pero dicen que el tiempo cura todas las heridas.

—¿Significa eso que podrías llegar a amar a otra?

—Aunque mi corazón dijese mil veces que no, mi cabeza lo desmentiría.

-¿Aunque esa otra fuese una mujer de madura experiencia, Wen Chin?

Si tenía alguna duda acerca del significado de sus palabras, se disipó al ver su expresión. Se había dulcificado, adquiriendo de nuevo gran parte del encanto que le ganó y conquistó un imperio. Lo miraba con ojos codiciosos, y una sonrisa se dibujaba en sus labios normalmente apretados. Le estaba ofreciendo la vida y la virilidad. La idea le causó asco. ¿Cómo podía un hombre normal amar a una mujer que le triplicaba en edad, lo suficientemente vieja, en verdad, para ser su abuela? Incluso la idea de fingirle afecto le era repulsiva.

Porque era la Emperatriz Viuda de China, y su soberano señor, a quien se le debía fidelidad, aunque estuviese dividida; porque a ningún hombre le agrada rechazar a una mujer, vacilaba en desairarla, a pesar de que tendría que hacerlo en un

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segundo más. Su notoria impaciencia no toleraba demoras. Ni tampoco toleraría su orgullo un rechazo. Quizás algún bien sa-caría de su ofrecimiento: ella ordenaría que fuese ejecutado inmediatamente con las más dolorosas torturas.-

Con todo, amaba la vida. No deseaba morir, reflexionó lleno de amargura. La vida no valdría el precio que tenía que pagar por ella, pero... no quería morir. La vida era hermosa, y al morir perdería la oportunidad de hacer llegar la advertencia del emperador a las legaciones. Por sus amigos, por todos los norteamericanos que una vez le salvaron la vida, y en seguida le ofrecieron a él la libertad de su país, era esencial que les hiciera saber el peligro que corrían.

Apenas se le ocuri'ió esa idea le pesó; temió que hiciera flaquear su resolución. ¡Vivir como un hombre, no como una cosa; poder divisar a Dulce Virtud, aunque sólo fuese de lejos!...

—Es posible, Majestad —dijo roncamente.

Las palabras se le escaparon involuntariamente; salieron forzadas por el traicionero deseo de vivir. Le pesaron más que el pensamiento que las había moti-i I I |H, pues se preguntó si la emperatriz lo estaría tor- I ni a luid tal como lo había hecho Li Lien-ying, pero con ni i sutilezas. Habló de sus sospechas:

MI emperador es el único hombre que puede vi- v11 en la Ciudad Prohibida.

-Keguirás siendo, en apariencia, un eunuco. Sólo lnpersonas sabrán que no lo eres. Tú, yo y el eunuco une tingirá castrarte, y que pronto será enviado a ) iiutarse con sus antepasados.

Vuestra Majestad no podría permitir que un hombre viviera en el Gran Interior.

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Sonrió cruelmente. Nunca pasarás vivo por esa§ murallas, Wen chin. Y si descubres el secreto, aunque sea por un cesto, te convertirás, de verdad, en un eunuco.

—Pero... Su Majestad no puede pasar por alto la tradición de siglos.

—Hay un precedente para despreciar la tradición -le dijo significativamente, y él recordó rumores de (iue An Te-hay, eunuco jefe antes que Li Lien-ying, no había sido tal eunuco, sino el amante de la emperatriz y padre de un misterioso niño. Pero quizás se refería a Ta Chi, una notoria concubina del siglo doce A. C., pensó él.

Continuó desdeñosamente:—Además, estoy por encima de

precedentes, excepto cuando conviene a mis fines guiarme por ellos.

Recordando cuantos había deliberadamente pasado por alto durante los cuarenta y tantos años de poder, comprendió que esto no era una necia jactancia.

—¿Y bien, Wen Chin? —terminó diciendo.—Soy el abnegado esclavo de Su

Majestad —le contestó.—Li Lien-ying —llamó.Li se apresuró en volver, con los ojos

todavía furiosos.—¿Venerable Buda?... —preguntó con voz

malhumorada.—Debe empezar la operación. Llama al

torturador. El resto de ustedes permanecerán donde estaban.

Chin miró el 'rostro de Li. Durante un segundo pensó que el eunuco jefe iba a desobedecer la orden de la emperatriz, y, a pesar de que no fue más que un fugaz titubeo, el hecho de que Li objetara una orden revelaba la familiaridad que existía

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entre él y la Emperatriz Viuda. Pese a los años que pasó en Norteamérica, le chocaba que la emperatriz descendiera del pedestal de aislamiento real.

Tan pronto como partió Li, la emperatriz se volvió hacia el otro eunuco.

—Dale opio —ordenó.El eunuco metió por fuerza una bolita

de opio en la boca de Chin. Preguntándose por qué tenía que ser narcotizado, sospechó que la sugerencia de la empe-ratriz no era más que una treta de su sutil tortura de darle esperanza, a fin de aumentar el horror del eventual descubrimiento de que era eunuco. Luchó contra los efectos de la droga, pero poco a poco perdió el conocimiento.

2

No supo cuánto rato después despertó, y cuando finalmente recobró totalmente el conocimiento, se dio cuenta de que todavía yacía en el Tcang con sus piernas libres. El momento de alivio fue seguido de la verificación de que sus muslos y bajo vientre estaban apretadamente fajados. Alzó la cabeza, y, viendo sangre en los vendajes, comprendió que sus sospechas eran justificadas. Le había ofrecido esperanza, pese a que el precio era terrible; entonces, mientras yacía sin conocimiento, el eunuco había llevado a cabo su monstruosa tarea.

No se daba cuenta de sentir dolor. Tal vez estaba aún bajo los efectos del shock; quizás el efecto del opio duraba más en el cuerpo que en la mente. Si solamente estuviera retorciéndose de dolor, tal vez se

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sintiera menos como una cosa muerta y más como un ser viviente.

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lUn hombre vivo! ¡Qué palabras de burla! ¡Un hombret Eso no lo podría ser nunca. No un hombre, ni 110 un eunuco, una cosa innatural, sin savia; una «•Aseara vacía e inútil con forma humana. Cerró los ojos, prefiriendo el negro mundo de la obscuridad a la vista de la viviente realidad de la que había sido excluido para siempre.

Pasó el tiempo, pero no lo tomó en cuenta. ¿Para <iuó tenía necesidad de aquí en adelante de horas, minutos y días? De una hora de comer a la siguiente, sería ahora su única medida del tiempo. Pronto cambiaría su voz y comenzaría a hincharse su cuerpo. Indudablemente, se convertiría en un parásito, y tan mezquino, insípido y malévolo como los otros eunucos. Miraría a la mujer más hermosa y permanecería indiferente. Nunca ya vibrarían sus nervios con exquisito placer en presencia de Dulce Virtud. Nunca más le parecerían melancólicos los días a causa de su ausencia. Se había convertido en un ser neutro, en una nada.

Más tarde el torturador le trajo alimentos. Su modo era inexplicablemente servil.

—Aquí tienes comida y vino, Hermano Mayor, ¿Tienes hambre?

¡Hambriento! Chin se sentía famélico. Una verdadera burla, reflexionó con pesar. Sentirse hambriento en un momento así. Probablemente seguiría famélico desde ahora hasta el día del juicio final. Comenzó a comer vorazmente.

—¿Te sientes bien? —preguntó el eunuco.—¿Cómo te estarías sintiendo tú?El eunuco mostró una amplia sonrisa.—Como un rey. —Sus ojos se volvieron

astutos—. No te olvides que fui yo el que quiso darte opio.

Era cierto.—No me olvidaré —dijo Chin entre .dos

bocados. Añadió en seguida—: ¿De qué te servirá?

—Yo haría un buen segundo eunuco. —Los ojos del hombre brillaban de codicia.

—¿Por qué no ser eunuco jefe? —sugirió sarcásti- camente Chin.

-Jefe... —El eunuco rió entre dientes—. Sí, comprendo lo que quieres decir. Eres inteligente, Hermano Mayor. Yo puedo ser eunuco jefe, mientras tú... ■—Volvió a reir.

Chin no comprendía el sentido de las palabras del eunuco, pero estaba demasiado hambriento para . que le importara. Continuó comiendo.

—¿Puedo decirte algo confidencialmente, Hermano Mayor? —comenzó el eunuco.

Chin gruñó asintiendo.—¿Harás que apaleen a Li hasta morir cuando

llegue tu hora?—¿Mi hora? —Chin alzó la vista.—Cuando tengas el poder que tiene Li.Está demente, pensó Chin.—Sí —contestó negligentemente—, ¿Por qué

no?—Realmente, ¿por qué no? —El eunuco miró a

su alrededor con ojos intranquilos. Bajó la voz—:

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Escucha, Hermano Mayor. Tú y yo somos como uno en este asunto, por lo que toma en cuenta la advertencia de uno que ha vivido en la Ciudad Prohibida pás tiempo del que sabe contar. Guarda para ti mismo lo que ha sucedido, o si no Li instigará a los eunucos contra ti. Te harán pedazos apenas se sepa. Y si ellos no lo hicieran, lo haría el Venerable Buda.

Chin bajó los palillos.—'¿Guardar silencio acerca de haber sido

castrado? ¿Cómo puedo hacer eso? ¿Y por qué había de callarme?

El eunuco frunció el entrecejo.—¡Castrado! ¿Sigues hablando en broma,

Hermano Mayor?Chin señaló los sangrientos vendajes.—¿Parece esto una broma? —preguntó con

amargura.El eunuco guiñó un ojo.—Tienes la mente lenta, Hermano Mayor.

Debe ser efecto del opio. Naturalmente que es una broma... hecha a los otros eunucos..., y ten cuidado de mantener puestos estos vendajes hasta que yo te diga queir los quites. Y recuerda de andar cojeando durante unas cuantas semanas.

Finalmente Chin comprendió. La Emperatriz viuda no lo había torturado con falsas esperanzas. Lo había salvado. Por un precio.

3

Dos días después Chin comenzó sus obligaciones como eunuco. Uno, llamado Sun, le sirvió de maestro. Catorce días después de eso Chin se hizo cargo de sus deberes como Eunuco de la Presencia, y ni siquiera una vez la emperatriz se dignó mirarlo. En el fondo no era más que un útil mueble de palacio, igual a los otros eunucos menores. Por suerte no vio a Dulce Virtud, ni ella a él. Pero ese día tendría que llegar.

Una mañana, acompañada por Jade, entró al dormitorio de la emperatriz. El la vio primero, y su instinto fue tratar de esconderse. Se arriesgó a mirar a la emperatriz, y encontró que tenía fija su mirada en él, y que sus ojos estaban llenos de maliciosa anticipación de lo que seguiría. Comprendió que ella se había prometido la satisfacción de presenciar su encuentro con Dulce Virtud, y que haría bien en dejarla que gozara de ese placer hasta el fin.

Dulce Virtud lo vio. Durante un momento sus tristes ojos se llenaron de incredulidad, y se dio cuenta de que ella lo había creído muerto. Entonces cambió su expresión. Tal gesto de felicidad cruzó por su pequeño rostro encantador que, consciente de los vigilantes ojos de la emperatriz, él se llenó de temor por Dulce Virtud.

Entonces, por tercera vez, su expresión reflejó su alma. Notó el traje, y se hizo cargo del aparente precio pagado por salvar su vida. No osó observar el horror reflejado en sus ojos por

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temor a cometer un disparate, y se dio vuelta. Al hacerlo vislumbró los ojos de la emperatriz, y vio por su mirada de deleite que estaba extrayendo un delicioso éxtasis de su triunfo.

—Wen.La aguda voz era de la emperatriz. Se acercó a su

cama.- Recuerda mi advertencia. Si alguien oye la verdad. .. -—su

mirada se posó" en Dulce Virtud--, la verdad se convertirá en mentira, y la mentira en verdad.

—No pasará una palabra por los labios de esta humilde persona, Venerable Buda.

—Bien. —Lo despidió con un gesto deliberada-mente desdeñoso, deliberadamente destinado a aumentar la amargura y horror de Dulce Virtud.

4

Chin pasaba cada uno de sus ratos libres buscando una manera de escapar de la Ciudad Prohibida, a fin de poner sobre aviso al señor Conger de la cercana crisis. Pero la Emperatriz Viuda había amenazado de muerte a Li si Chin se escapaba, por lo que Li cerró todas las salidas. Esto lo hizo Li con creciente placer, a causa del odio que le tenía a Wen Chin por esos breves momentos en que se tambaleó el poder que tenía sobre su real ama. Pues Li creía, con razón, que le era indispensable a la emperatriz. Que el corto episodio no hubiera hecho una diferencia apreciable en sus relaciones, no apaciguaba el vengativo resentimiento del eunuco jefe. Tarde o temprano se vengaría; pero como por el momento Chin parecía disfrutar del favor de su ama, Li ocultaba sus intenciones. Sabía que podía darse el lujo de esperar. ¿Acaso no había ordenado una vez el emperador que Li fuese castigado? ¿No había él, Li, aguardado su hora antes de vengarse de ese insulto? ¿No se dedicó acaso a través de los años a minar la envanecida seguridad del emperador? ¿No era ahora el emperador una deshonrada y desacreditada nulidad? El, que había tratado ásperamente a un emperador, no tenía motivo para anticipar un fracaso tratándose de un simple eunuco.

Desgraciadamente para la paciencia de Chin, se daba cuenta de que cada momento de demora en pre-

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venir al señor Conger que se preparara para próximos disturbios, haría más difícil que se pudieran tomar a i lempo las precauciones necesarias. Circulaban en el pulaclo rumores de que un gran número de soldados boxers habían, penetrado secretamente en Pekín, y que se escondían entre el dédalo de callejuelas, calle-jones y patios, esperando la señal para atacar a los habitantes extranjeros de la capital.

Sin embargo, estaría a tiempo siempre que pudiera escapar pronto. A pesar de que la emperatriz habla rehusado poner fuera de la ley a los boxers, estimulándolos privadamente, hasta ahora, por lo menos, no les había dado su apoyo oficial. Todavía predominaba la influencia de Jung Lu a favor de la paz, y si las potencias extranjeras ejercían una fuerte presión diplomática, aún se podrían impedir los disturbios. Si las potencias extranjeras actuaran con la suficiente rapidez. S i . . .

Debía haber alguna manera de salir de la Ciudad Prohibida para un hombre determinado a escapar, se dijo Chin. Aquí y allá existían asperezas en las murallas, que un hombre atlético y resuelto podría tratar de escalar. Se necesitarían los ojos de una lechuza para ver, las manos y pies de un mono para trepar, y nervios de acero. A pesar de ello, Chin decidió hacer la tentativa. Los ministros tenían que ser prevenidos. Arriesgaría su vida por la de cientos de vidas cristianas que estaban en juego.

Tan pronto como empezó a hacer sus planes, la Emperatriz Viuda anunció que la Corte se trasladaba al Palacio de Verano al día siguiente.

Crepúsculo.—18

C A P I T U L O XXIII

1

CJHIN HABÍA MENCIONADO LOS Frutos del Paraíso, pero después no volvió a hablar del asunto. Así, cuando el criado de Chin vino a preguntar dónde estaba el señor Wen, aun cuando Randall no tenía idea de que su hermano adoptivo ya había hablado con Tung,

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inmediatamente se intranquilizó. Cuando Chin no apareció a la hora en que debían irse a la legación, adivinó lo que había sucedido.

Informó a Herbert Squiers de la ausencia de Chin, diciendo sencillamente que había pedido permiso especial por un asunto privado de extrema urgencia. El primer secretario no hizo obj eción, añadiendo que esperaba que Chin no estuviera pasando molestias. Randall contestó que confiaba en que el asunto no fuera serio. En seguida volvió a su oficina y trató de trabajar. No tuvo mucho éxito. Durante los años que vivieron juntos se le había ido haciendo cada vez más querido su hermano adoptivo, que combinaba en su carácter lo mejor de dos mundos: Este y Oeste.

Con la llegada del crepúsculo aumentó su ansiedad. Poco sabía acerca de la vida en la Ciudad Prohibida, pues el Gran Interior era un misterio tanto para el chino común como para el extranjero; pero pensó que le sería tan difícil a un extraño pasar inadvertido allí, como lo sería en la Casa Blanca, el Vaticano o cualquier otro lugar de igual importancia. Apenas le fue posible volvió a toda prisa a casa de ellos en la calle de la Pie- dh.i miul, y cuando supo, primero por el portero y des- I H. por el criado, que Chin no había regresado, sus i. iiuin!,s recrudecieron.

felizmente no tenía ningún compromiso esa noche. iM.rivn y su padre iban a visitar a los Troubetskoy. Ha- lihi maldecido su mala suerte y que sus limitados medios y alarios, como funcionario de la legación, no le per- mil leran convidarla tan seguido como lo hacía el acaudalado príncipe. Ahora se alegraba de no tener compro- i i i i:.o alguno. Fuera del hecho de que sería un pobre roínpañero por su humor presente, las pocas horas an- 11"¡ de acostarse le permitirían hacer algunas indaga-.....es, especialmente en casa de Tung.

Después de comer apresuradamente, salió a sus quehaceres. No conocía la dirección exacta de los Fru- l.o,del Paraíso, pero sacó en consecuencia que no debía encontrarse lejos de sus competidores. Que un extran- |ero se aventurara solo de noche en las angostas calle- I uelas de la Ciudad China era, en las condiciones existentes, bastante arriesgado, pero como las celebraciones del Año Nuevo se encontraban todavía en su apogeo, confiaba en que la gente estaría demasiado ocupada liara prestarle atención. En todo caso, estaba preparado a, aceptar el riesgo.

Su esperanza se cumplió. Dos o tres caras llenas de odio se volvieron hacia él, pero sus dueños no hicieron más aue fruncir el ceño. Llegó a la calle donde se encontraban tantos de los vendedores de frutas y verduras, y a la incierta luz de las linternas de papel se sintió aliviado al ver un letrero que ostentaba los caracteres representando Frutos del Paraíso.

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La tienda se encontraba abierta aún, por lo que entró y le habló al chino de blanda expresión que se adelantó a recibirlo. ,

—Este humilde buscador de conocimientos desea saber si acaso está dirigiéndose al honorable Tung — empezó Randall cortésmente.

—Tal es el apellido de este ser humilde, honorable señor —contestó Tung, con una respetuosa reverencia—. Ruégole expresar sus pedidos a fin de que estaIndigna persona pueda darse el inestimable placer de ejecutarlos.

—¿Tenéis un hijo que ha dejado la familia, señor Tung?

El frutero se inclinó.—¡Ay!, honorable señor, tal es la deshonra

que fuo infligida sobre esta infortunada familia en una época en que este desinteresado padre pasaba penurias.

—Dejémonos de ceremonias —dijo llanamente Randall—. ¿Lo visitó ayer uno llamado Wen Chin?

—Wen Chin. —Tung fingió pensar en el nombro antes de mover negativamente la cabeza—. ¡Ay! Ayer diez veces diez personas cuyo nombre no pregunté entraron a este pobre establecimiento.

Randall estaba seguro de que había visto pasar una expresión de temor por el rostro del vendedor de frutas.

—Dígame la verdad. Juro por el Dios cristiano que su secreto no pasará por mis labios.

La cara recobró su blanda e irritante expresión.

—Estaría dichoso de compartir un secreto con vos, honorable señor, pero tendréis que buscar en otra parte noticias de este Wen Chin. ¿Por qué había yo de conocerlo?

—Porque vino ayer para acá a pedirle ayuda a su hijo.

No sorprendió por segunda vez a Tung.—¿Cómo podría mi hijo ayudar a nadie? No

vive aquí, sino en el Gran Interior.—Wen Chin es mi hermano adoptivo —explicó

Randall. Añadió impulsivamente—: El desearía que yo hiciera un insignificante ofrecimiento a cualquiera cuya generosidad de corazón me ayudara a tener noticias de él.

Su táctica tuvo éxito. Tung dijo:—Si esta vil persona pudiera persuadir a que

trabajara su olvidadiza memoria, sería más que recompensada por el placer que recibiría en tratar de ayudar al honorable señor.

—Con todo, éste insistiría en obsequiar la insignificante suma de cinco dólares norteamericanos a cual- i n i . i t que le pudiera dar una respuesta a sus pregun- i . Randall vio que él y Tung se entendían. Sacó uni....ir de cinco dólares y lo dejó como por casualidadencima de un cajón de nísperos—. ¿Ayudó su hijo a w. ii chin a penetrar al Gran Interior?

-Sí.—¿Cómo?

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Vestido con ropas de eunuco.¿Es cierto que todas las puertas del Gran

Interior no cierran al atardecer?Es verdad. Todas las puertas quedan con

canda- ild, y las llaves son entregadas a un oficial.—Entonces, ¿no habría manera de salir

después que Las puertas han sido cerradas?—Este ser humilde no conoce ninguna manera.Parecía no tener objeto seguir interrogando

más a Tung. Randall le dio las gracias al vendedor de frutas con las expresiones floridas que se esperaban de él, y partió a su casa. Estaba demasiado trastornado por sus temores sobre la seguridad de Chin para tener plena conciencia de lo que sucedía a su alrededor, y tuvo suerte de no pasar molestias. Pronto atravesaba la Puerta Chien, penetrando a las calles más seguras de la Ciudad Tártara.

Se acostó temprano, esperando ser despertado pronto. Pero cuando pasaron las horas sin nuevas noticias, comprendió que Chin había sido atrapado. El pensamiento de las torturas que su hermano adoptivo podría estar sufriendo en ese mismo instante, lo hizo volverse de un lado a otro en una verdadera agonía mental. Solamente después de las 2 A. M. consiguió quedarse dor-mido. Despertó de nuevo poco después de las cinco. Por si acaso hubiese sucedido un milagro mientras dormía, fue apresuradamente por la galería en dirección al dormitorio de Chin; pero la habitación estaba vacía y la cama sin deshacer.

Más tarde, esa mañana, Randall penetró a la oficina del ministro.

—¿Puedo hablar con usted, señor? —preguntó.—Siéntese, señor Lockhart. ■—El ministro

volvió a colocar la pluma en el tintero y, echándose para atrás, examinó el rostro de Randall. Alzó sus espesas cejas- . Tiene mala cara. ¿Está cansado? —le preguntó con interés.

—Estoy terriblemente preocupado, señor. Wen Chin ha desaparecido.

—¿Desaparecido? No comprendo. ¿Cómo podía haber desaparecido? ¿Qué quiere usted decir?

—¿Recuerda la desaparición del señor Sung y su hija Dulce Virtud?

—Ahora que trae el asunto a mi memoria, recuerdo algo de las circunstancias. ¿No fueron raptados para pedir rescate, cuando salían de la legación británica la noche de nuestro Año Nuevo?

—Sí, señor, pero no fué para pedir rescate, según se enteró Wen Chin hace dos días.

—¡Solamente hace dos días! ¿No se había sabido nada de ellos en todo este tiempo?

—No, señor.—Qué extraordinario. ¿Y dice usted que no

fueron raptados por el rescate?—No, señor. Fueron raptados, si ésa es la

palabra que conviene en estas circunstancias, por la Emperatriz Viuda.

El ministro se enderezó.—¿Qué tontería es ésta, señor Lockhart? —

preguntó.

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—Wen Chin se enteró de que el señor Sung ha muerto y de que Dulce Virtud es ahora esposa secundaria del emperador.

—¡Cielos! ¿Está seguro de que el señor Wen no se equivoca?

—El honorable Tseng, que vive en el barrio del Pozo Cabeza del Dragón, fue la fuente de información que tuvo Chin, señor. Su hija Jade es dama de honor de la Emperatriz Viuda, y le trajo a Chin una carta de despedida de Dulce Virtud.

—¡Extraordinario! —exclamó el ministro—. ¡Extraordinario! —Miró a Randall con ojos perplejos—.

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,'I.UH' tienen que ver estos acontecimientos con el des- M|> trcclmlento del señor Wen?

Ayer entró disfrazado de eunuco a la Ciudad Prohibida y no ha vuelto.

El ministro se mordió los labios.—¡Demonios! ¡Qué locura! Puede estar arriesgando

cu vida... —Se sintió angustiado al comprender por rin el objeto de la visita de Randall—. Pero las puertas ile la Ciudad Prohibida se cierran al atardecer.

—Sí, señor. Por eso es que estoy temeroso...—¿A qué hora entró a la ciudad?—Poco después de amanecer.—¿Entonces ha estado ausente más de

veinticuatro horas?—Sí, señor —confirmó Randall, con voz ronca.Conger se acarició la barba.—Es inútil ocultar el hecho de que las cosas se

presentan con mal cariz para el señor Wen —dijo con inquietud—. Si hasta el atardecer hubiera escapado de Ker descubierto, lo que no es probable, seguramente que habría aprovechado la oportunidad de escabullirse cuando se abrieron las puertas esta mañana.

Randall hizo un signo afirmativo.—Señor Conger, ¿sería posible que usted

hiciera averiguaciones en el Tsungli Yamen?...—Por cierto que no —dijo bruscamente el

ministro—. El hacerlo sería admitir que sabía de antemano acerca de una ofensa contraria a una prohibición de siglos, contra cualquier persona no autorizada, penetrando a la Ciudad Prohibida. Me parece que no tendré que hacerle notar que ese conocimiento podía ser tergiversado por una corte parcial, convirtiéndolo en un inamistoso acto de complicidad del que se aprovecharían e indudablemente sacarían ventaja los enemigos del mundo occidental. En un momento en que las relaciones entre la Corte y nosotros están tirantes, sería inoportuno dar este paso desacertado, y ofrecerle al Tsungli Yamen una excusa para suspender las relaciones diplomáticas.

—Pero, señor, usted podría sostener que no tenía conocimiento previo del asunto, y que le han llegado por un camino desviado rumores acerca del paradero de Chin; ambas declaraciones se conforman estrictamente a la verdad.

—Que sean ciertas o no, eso no hace diferencia — dijo severamente Conger—. El hecho de que el señor Wen era miembro de la legación sería suficiente excusa. Para evitar esta posibilidad, me veré obligado a escribir una carta al señor Wen, dándole aviso de su in-mediata destitución...

—¡Señor! Usted no puede hacer eso.—No tengo otra alternativa. Soy responsable

de las vidas y de la seguridad de todos los súbditos norteamericanos en China. No puedo exponer esas vidas a causa de la aventura criminal de un miembro de la legación. Todos ellos, como la mujer de César, deben estar por encima de sospechas.

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—Si ha sido atrapado, tal vez su vida corra peligro, señor. Puede ser sentenciado a una muerte lenta. Seguramente que usted no permitiría tal cosa.

Conger se veía tenso.—¿Sabía él las consecuencias de su acto

temerario?Randall asintió tristemente.—En ese caso, señor Lockhart, ni usted, él ni

nadie pueden acusarme de deslealtad o dejación de mis deberes porque rehuso comprometer las relaciones internacionales a causa de la necia y criminal aventura privada del señor Wen. —Añadió severamente—: Esta es mi última palabra, señor Lockhart.

—Está bien, señor.Randall se puso de pie y se dirigió hacia la

puerta. Al hacer girar el picaporte, el ministro lo llamó:

—Señor Lockhart.Randall se dio vuelta.—¿Señor?—Siento de veras no poder ayudar a su

hermano adoptivo. Que Dios lo proteja.—Gracias, señor.Randall salió, dirigiéndose lentamente de

vuelta a su oficina. Era demasiado recto para guardarle rencor al Ministro. Que Dios proteja a Chin, pensó a su vez.

/VI sucederse los días sin noticias de Chin, Randall perdió la esperanza de ver de nuevo a su hermano adoptivo. No tuvo valor para visitar a Evelyn. Le escribió una breve nota cancelando el único compromiso definido que tenían. Evelyn se sintió defraudada, pero el hecho no la preocupó mayormente, hasta que después dejaron de verse. Posteriormente, algo resentida, agradeció las persistentes atenciones del príncipe Igor, aco- e.Iendo sus visitas con más entusiasmo del que era necesario. No titubeó éste en aprovecharse de la ausencia de su rival; en su código de moral todo era permitido, tanto en el amor como en la guerra.

Un día se le ocurrió a Randall que si alguien podía darle noticias de Chin, ese hombre era Tung. No comprendía cómo no se había acordado antes del frutero, y pensó que su estupidez era debida a su mal estado de ánimo. A la primera oportunidad volvió a los Frutos del, Paraíso.

—¿Le ha dado su hijo noticias de Wen Chin? —le preguntó a Tung.

—Sí, honorable señor.—¿Cuáles son? —preguntó inmediatamente

Randall.Debió haber recordado que en China jamás

se podían hacer preguntas directas. No fue hasta que se cumplieron ciertas formalidades y hasta que aceptó con "repugnancia" un billete de diez dólares, que Tung le dio noticias.

—Vuestro honorable hermano adoptivo fue cogido en el dormitorio de su señoría Dulce Virtud —explicó blandamente.

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Page 268: El Crepusculo Del Dragon

¡Así es que Chin había sido cogido! ¡Dios mío! Randall se preparó a oir las peores noticias.

—¿Fue decapitado? —preguntó roncamente, rogando en su fuero interno que la muerte de Chin hubiese sido misericordiosamente rápida.

—No, no fue decapitado —contestó Tung con satisfacción. Pese a que su cara no dejaba trasparentar sussentimientos, estaba gozando inmensamente. ¡Condenado bárbaro! ¡Maldito Peludo!

—¿Cómo..., cómo murió?—No ha muerto.—¡No! —Randall no sabía si creerle o no—. Si

estuviera vivo se habría puesto en contacto conmigo.

—A indicación del eunuco jefe, el Venerable Buda hizo que el castigo fuera adecuado al crimen.

•—No comprendo.—Entró al Gran Interior disfrazado de eunuco.

Y bien, entonces... —Tung cortó el aire con un par de ti- jeras imaginarias. Sería un plan excelente, pensó, tratar así a todos los bárbaros.

3

Aunque la tensión se alivió un poco en Pekín, los informes de provincias seguían siendo alarmantes. A mediados de febrero se recibió en la legación de Alemania la noticia de que una multitud de boxers habían atacado y echado a los alemanes que estaban construyendo un ferrocarril en Shantung. El feroz barón von Ketteler visitó inmediatamente el Tsungli Yamen y exigió que se hicieran cumplir las órdenes que permitieran a los alemanes continuar su trabajo.

Dos días después, un misionero presbiteriano en Chinanfú le escribió al ministro norteamericano que varias familias cristianas en ese distrito habían sido atropelladas y que era imposible conseguir un desagravio de los funcionarios locales.

En el curso de la semana siguiente, Sir Claude Mac- Donald exigió nuevamente la absoluta supresión de las dos sociedades boxers, añadiendo que las consecuencias de futuros desórdenes en el distrito no dejarían de ser extremadamente serias para el Gobierno chino. Desgraciadamente, el ministro británico había pasado por alto un hecho: ya habían llegado a China noticias de los éxitos boers contra los ingleses en el Transvaal. La Corte china tuvo una enorme satisfacción al hacer que esta información fuera puesta en conocimiento del pue-

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Iilu chino, siendo la moraleja qué "si un grupo de colo- ilimadores podían con todo éxito desafiar a una gran potencia, ¿qué no podría hacer el pueblo chino si se I

UTO jara de corazón en la lucha?"Porque el prestigio británico estaba bastante

men- i: nado, las protestas del ministro inglés fueron tratadas con escasa cortesía. Mientras tanto, lejos de tomar en cuenta las exigencias del barón von Ketteler, el 25 de febrero varios miles de boxers tomaron posesión de las instalaciones ferroviarias alemanas en Shantung y proclamaron su intención de echar del país a todos los extranjeros.

Al alargarse los días, las protestas sucedían a las protestas, pero eran tratadas con creciente desprecio por la Corte china. Aún no caía lluvia que aliviara el incesante temor a la hambruna y que distrajera los pensamientos del pueblo de su odio a los bárbaros extranjeros. Fueron erigidos altares boxers cerca de Tientsin, y los soldados boxers fueron abiertamente entrenados. No se hacía secreto alguno del hecho de que tan pronto como estuviesen listos, marcharían sobre Tientsin y Pekín, con el expreso propósito de exterminar a todos los extranjeros.

No obstante, los ministros seguían optimistas de que antes de la llegada de la luna del octavo mes la tensión se aliviaría. Incluso, cuando a fines de abril se informó que cerca de 10.000 boxers se habían juntado £n Paotingfú, y que el aspecto era muy amenazador en Tungchow, a sólo trece millas al sur de Pekín, aun entonces la mayoría de los ministros extranjeros no temía lo peor. Mientras la emperatriz no respaldara a los boxers, usaría a los soldados imperiales para proteger a los extranjeros, argüían ellos.

Pronto llegó la primavera. Hasta los perturbados civiles no dejaron de sentir la influencia del tibio sol y del aire embalsamado. Habían vivido durante meses bajo la tensión de rebatos y correrías, escuchando con oídos intranquilos los rumores de la fecha provisional para el ataque boxer a todos los extranjeros; con todo, no podían dejar de sentirse aliviados por las tranquilasmanera,s de sus respectivos ministros. Después de todo, ¿quién estaba en posición mejor que un ministro para saber si las amenazas boxers debían ser tomadas o no en serio? Si no temía un ataque, parecía necio que el común de los mortales anduviera temiendo por sus vidas y las de sus mujeres y niños, Si solamente las noticias de provincias no fueran tan alarmantes...

Una mañana, a comienzos de mayo, los extranjeros en Pekín despertaron encontrando que, durante la noche, las ciudades china y tártara habían sido llenadas de letreros con la fecha del proyectado ataque. Y la fecha no era el día décimoséptimo de la octava luna, sino el primero de junio.

Faltaban menos de treinta días.280

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1

CAPITULO XXIV

HABÍA LLEGADO EL COMIENZO del verano, convirtiendo en realidad el sueño de Sir Oliver. Estaba sentado a su gusto en el jardín del suntuoso hogar de los Troubetskoy, y contemplaba con ojos adormilados las nubes que derivaban lentamente hacia el norte.

El día era casi perfecto. No totalmente, pues aún 'no llegaba la lluvia. El aire estaba cuajado de polvo, en vez de ser dulce y suave, pero existían muchas compensaciones. Por todos lados bellezas sin par: plantas en maceteros, arbustos en florescencia y nudosos árboles. Ni señal de la sequía aquí, pues todas las mañanas, al amanecer, una hilera de jardineros iba a buscar agua del estanque de lotos, fuera de las murallas de la Ciudad Imperial. En el jardín, entre las ramas de los árboles, a cuya sombra Sir Oliver permanecía sentado, se oían los trinos de las aves canoras en sus jaulas de mimbre. A veces pichones y palomas de la Ciudad Prohibida volaban en círculos sobre su cabeza; a pesar de que no podía verlos por las ramas que estorbaban, escuchaba el plañidero quejido de los silbatos de caña colocados bajo sus alas. Las lagartijas corrían espasmódicamen- te para arriba y para abajo en las grises murallas. Gordas y doradas carpas nadaban entre las hojas de loto del estanque. Nunca en su placentera vida había sentido tan completa serenidad. Seguramente que el Paraí-so no contendría una felicidad mayor, pensó.

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Pronto oyó pasos. Como el ruido era agudo e incisivo, diferente al lento deslizarse de los pies calzados , de fieltro de los chinos, supuso que Natalie había vuelto. Se puso rápidamente de pie, a tiempo para saludarla cuando ella se dejaba caer en una silla al lado de él.

—Perdone mi ausencia. Recibí un mensaje de madame de Giers, preguntándome si podía ir a verla por un asunto de extrema urgencia. —Suspiró—: No era nada que no pudiera haber esperado unas cuantas horas.

—Estaba soñando despierto —le confesó—. ¿En qué otra ciudad en el mundo puede uno sentirse tan totalmente alejado de los demás?

—Me parece que en ninguna, pues aun en París los patios están atestados. Pero aquí... —Hizo un movimiento con la mano. Detrás de los bajos edificios que comprendían el patio, poco había que ver fuera del cielo aborregado y de las copas de los árboles, tan frondosos que su extendido follaje ocultaba los dorados techos de la Ciudad Prohibida—. A veces no consigo darme cuenta de que estoy rodeada de un millón de personas.

Notó, tras la serena apariencia de su clásica belleza, una expresión intranquila.

—¿Algo la tiene preocupada?—•Inquieta, tal vez lo describiría mejor. ¿Ha

visto los letreros que han aparecido desde anoche?

—Vi aquí y allá montones de personas reunidas al lado de una muralla.

—Es seguro que han estado leyendo algunos de ellos. Son letreros boxers, y muchos han sido pegados sobre notificaciones oficiales ordenándole al pueblo que no moleste a los extranjeros.

—¿Eran amenazadores?—Bastante. En substancia dicen que el Gran

Yu Ti, un dios, llegó desde el mundo invisible a visitar una asamblea de los Puños Armoniosos y Justicieros en Pekín, y les habló acerca de los extranjeros. Sus pecados son tan numerosos como los pelos de la cabeza, dicen que dijo. Por lo tanto, estoy airado, y he descargado mis truenos contra ellos — He hecho público mi decreto de que descenderé a la tierra a la cabeza de todos los sanios y espíritus, y que, dondequiera que estén reunidos los Puños Armoniosos y Justicieros, habrá dioses en medio de ellos — Tan pronto como las prácticas de los Puños hayan llegado a la perfección — los demonios recibirán su merecido. La voluntad del Cielo es que, primero, sean cortados los alambres del telégrafo, en seguida destrozados los ferrocarriles, y entonces serán decapitados los demonios extranjeros. Y otras cosas por el estilo —terminó diciendo.

Sir Oliver rió entre dientes.—Eso debía darle que pensar a Claude

MacDonald.Lo miró sorprendida.—¿Usted se burla de esto?—Desde la noche de nuestra llegada a Pekín

he estado oyendo el grito de "¡El lobo! ¡El lobo!" Cada vez que les menciono esto a los ministros, me dicen que la amenazadora actitud de los chinos es debida exclusivamente al efecto de la fiebre primaveral; al parecer es un fenómeno bastante

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natural de cuando en cuando, especialmente en tiempos de hambruna. "Espere que llueva", me dicen. "Eso hará desaparecer estas preocupaciones."

Ella movió negativamente la cabeza.—Ya no pueden contar con eso. Estoy segura

de que la Emperatriz Viuda debe haber autorizado esos letreros. —Colocó su mano enguantada sobre la de él—: Querido amigo, ¿recuerda usted que a los pocos días de su llegada le pregunté si acaso pensaba partir de Pekín?

—¡Me lo preguntó después de haberme dado mi primer vaso de vodka!

Ella no le siguió la broma.—Parta ahora —le rogó—. Mientras sea

tiempo. Vaya a la costa, si no quiere partir de China. Todos nosotros, si podemos, salimos de Pekín durante los meses cálidos. Llévese a Evelyn y vayan a orillas del mar, a Peitaho u otra parte donde los buques de guerra los puedan proteger en caso de necesidad.

Demoró tanto en contestar que, por último, ella se Impacientó.

—¿Por qué se queda callado? ¿Cree que son cosas de mujer necia y temerosa?

Le sonrió.—Eso es algo que no podrá ser nunca,

princesa. No le contesté inmediatamente porque no quiero partir de Pekín, ni siquiera para evitar el calor. Estoy tan feliz aquí como no lo he estado durante años. Desde la primera enfermedad de mi mujer...

—¡Pobre Sir Oliver! Pero debe partir, por Evelyn. Podría volver apenas pasara la crisis.

—Usted permanece aquí, ¿verdad?—Ya sea aquí o en la colonia de verano en los

cerros de Monte Bruce.Mientras más pensaba en la idea de partir de

Pekín, menos le gustaba. Comparaba los años solitarios y fríos que tenía eñr perspectiva una vez casada Evelyn, con las muchas horas dichosas que había pasado ya con Natalie, y se dio cuenta de que quería que ella estuviera para siempre con él.

Se dio vuelta bruscamente.—Princesa... —empezó.Ojos y voz revelaron su intención. Se aceleró

su respiración, y los ojos de ella se dulcificaron. Se miraron el uno al otro en un silencio lleno de exaltación, leyendo cada cual en el corazón del otro, y encontrando felicidad allí. Por último le hizo la pregunta que los ojos de ella ya habían contestado, y su voz rebosaba confianza:

—¿Quieres casarte conmigo, Natalie, querida mía? Sólo tengo un título secundario y una modesta renta, pero trataré de hacerte feliz. J

Ella le tomó las manos, besándole ligeramente las mejillas.

—Querido Oliver —le dijo—, he estado rogando para que me lo pidieras.

—Entonces eso pone fin a la discusión, querida mía —le dijo vivamente—. O partimos juntos de Pekín, o nos quedamos aquí.

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—¿Y qué hay de Evelyn? No debemos ser egoístas en nuestra felicidad.

—¿Crees que deba partir?Titubeó.—Se lo preguntaremos a Igor cuando vuelva.

2

Igor no tenía la menor duda de lo que debía hacer Evelyn.

—¿Partir de Pekín a causa de esos letreros? Tonterías, Natalie. Estás perdiendo tu orientación. La situación es tensa: todos nosotros tenemos que admitirlo. Pero peligrosa... —Hizo un gesto de desprecio—. ¿Crees realmente que la vieja Tzu Hsi está preparada para guerrear con todo el mundo civilizado?

—Estos letreros boxers fueron pegados sobre avisos oficiales. ¿Qué chino se habría atrevido a hacer eso, a menos que supiera que está a salvo de represalias?

—Cada boxer sabe que cuenta con la simpatía de la anciana dama —contestó negligentemente—. Pero eso no quiere decir que apoyaría oficialmente el movimiento, que es lo que tú estás sugiriendo.

—Si Evelyn fuera mi hija, me sentiría más dichosa si no estuviera en Pekín entre el primero ue junio y el fin de la octava luna. Además, Igor querido, no puedes cerrar los ojos a lo que está pasando en las pro-vincias.

—En las provincias sí, pero Pekín... —Se encogió de hombros—. El ministro británico no estaría proyectando una comida oficial para celebrar el cumpleaños de la Reina. Victoria, a menos de que compartiera la opinión de la mayoría de los otros ministros, de que no hay que temer violencias. ¿No está de acuerdo, Sir Oliver?

—Así creo.Pese a que acababa de sentarse, Igor se levantó del

asiento y se acercó al estanque de las carpas. Durante un rato permaneció parado allí, fumando furiosamente. Su apuesto perfil se veía ceñudo. Estaba pen~

Crepúsculo.—19salido en Evelyn y en la posibilidad de que la hicieran partir de Pekín.

Durante los meses pasados se había ido enamorando cada vez más de ella. Su deseo de poseerla se había convertido en una pasión que lo volvía un patán insoportable cada vez que no tenía probabilidad de verse con ella durante uno o dos días. Si no hubiera sido por su promesa a Natalie, hacía tiempo que habría planeado cómo hacerla su querida. Felizmente no era ciego al afecto que su hermana profesaba a Oliver Strangways, y su conducta con Evelyn había sido escrupulosa y resueltamente correcta. Pero si existía un indicio de que partiera de Pekín, entonces no habría tiempo para dilaciones. No podía dejarla partir.

Se dio vuelta. Natalie vio su gesto de enfado y sus ojos furiosos.

—Igor... —empezó diciendo.—Voy a salir —dijo—. [Excúseme, Sir Oliver...

—Empezó a atravesar el patio.

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—¡Igor!Miró hacia atrás.—¿Qué hay?—Tengo algo que decirte.—Puede esperar.—No —insistió ella—. Ahora. Antes de que

salgas.Al final hacía siempre lo que su hermana

deseaba. Era la única mujer que tenía alguna vez control sobre él. Se dio vuelta mirándola con los ojos de un colegial sorprendido en una travesura.

—¿Cuál es tu importante noticia?—Oliver me ha pedido que me case con él y

lo he aceptado.—¡Natalie!Su humor cambió. Se acercó a grandes pasos

a su hermana, y con sus poderosos brazos la levantó de la silla con la misma facilidad con que habría alzado un perro grande. La abrazó turbulentamente, besándola en ambas mejillas. Entonces la dejó en su lugar y estrechó la mano de Strangways.

—¡Mi querido Oliver! Nada podía darme más placer. Natalie .es un tesoro, y merece todo lo que la vida pueda darle.

Los tres cambiaron mutuas felicitaciones, hasta que poco quedó por decir acerca de ese tema. Ya para entonces el temperamento volátil de Igor había reaccionado. Al compartir la alegría de Natalie en su romance, el suyo, en contraste, parecía tanto más melancólico. Dejó a su hermana y a su prometido a su mutua felicidad, retirándose a la fresca sombra de su habitación. Allí se puso cada vez más triste, pues ahora el honor le prohibía todo pensamiento de seducir a la adorable Evelyn, que pronto se convertiría en hijastra de Natalie, y, por lo tanto, a causa de un cruel cambio del destino, en una especie de sobrina de él.

Durante más de una hora miró con mal humor las ventanas de papel de arroz, a pesar de que ya debía estar en casa de madame de Walenski, su última amante, que aún mantenía su aburrido interés por no presentársele nada mejor. Ahora que Evelyn estaba fuera de su alcance, pasó a ser más deseable todavía: estaba seguro de que los labios de ninguna otra mujer tendrían la acariciadora suavidad de los de ella; ni ojos había que tuviesen su vivaz y singular humor; ni cuerpo más fascinadoramente virginal. Nunca se había sentido tan infernalmente melancólico, nunca más inflamado de deseo. ¡Mejor partir ya donde Walenski! Con salvaje mal humor, cogió un delicado florero Wan-li y lo lanzó contra la pared más cercana. Se rompió en una veintena de fragmentos, y sonrió complacido al sentirlos caer al suelo.

Quizás fue este alivio a sus reprimidas emociones lo que le estimuló la imaginación. Había una forma de satisfacer sus deseos: una que era compatible con el honor. Se casaría con Evelyn.

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3

En el millón de pequineses que aborrecían a los bárbaros se encontraban unos cuantos que los respetaban o admiraban y que no querían verlos muertos. Entre éstos so encontraba un miembro de la famosa familia Tseng. El 10 de mayo se publicó en el North China Daily News una carta dirigida por él al editor:

Me refiero ahora a un tema que debía ser seriamente considerado por los lectores extranjeros de su diario, pues es un asunto que concierne a todos. Este es la reconocida enemistad de los conservadores contra todos los extranjeros, excepto tal ves los rusos. Escribo seria y sinceramente para informarle que hay un gran proyecto secreto, que tiene por objeto aplastar a todos los extranjeros en China y arrancarles los territorios que les fueron "prestados". Los principales cabecillas de este movimiento son la Emperatriz Viuda, el príncipe Ching, el príncipe Tuang (padre del Heredero Aparente), Kang I, Chao Shu Chiao y Li Ping Heng.

Las fuerzas que se usarán para lograr este fin son todas manchúes, a saber: Tropa de Infantería de Pekín (50.000 hombres), al mando del príncipe Ching; el cuerpo Husheng o "Tigres Glorificados" (10.000), al mando del principe Tuang, y los diversos Cuerpos de Estandarte de la Guardia Imperial (12.000 más), al mando de Kang Yi y otros.

Estos 72.000 hombres deben formar el núcleo del Ejército de Vengadores, mientras los boxers se contarán como auxiliares de la gran pelea, que es más inminente que lo que los extranjeros de Pekín u otras partes se imaginan.

Todos los chinos de las clases altas saben esto, y los que cuentan extranjeros entre sus amigos los han prevenido, pero que yo sepa, se han reído de ellos y de sus temores, en vez de agradecer la preocupación que sienten por sus amigos occidentales. ¡Tal vez tenga yo más suerte al prevenirlo a usted!

I 4—¡Suprimir la comida en honor del

cumpleaños de Su Majestad! —Sir Claude MacDonald miró con expresión de asombro a su visitante—. Mi querido Strang-

jways, aunque juzgáramos verídica la carta y escrita por una persona responsable (cosa que no pensamos), sería de lo más descortés suspender la recepción. Los chinos creerían que sus estúpidas amenazas nos han atemorizado, y los elementos irresponsables se sentirían animados a nuevos agravios.

—¿Qué cantidad de tropas extranjeras hay en Pekín para resistir el ataque de setenta y dos mil soldados chinos, ayudados por sólo Dios sabe cuántos boxers auxiliares?

El ministro se encogió de hombros.•—Sólo unos cuantos. Pero no sería cuestión

de que estos setenta y dos mil soldados nos atacaran. Eso sería un acto de guerra, y debemos aceptar las seguridades del Tsungli

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Yamen de que la Emperatriz Viuda no tiene intención de declarar la guerra a las potencias occidentales.

—¡El Tsungli Yamen! —Strangways cogió su ejemplar del periódico del día, y comenzó a leer de él—: "Sé que los ministros extranjeros han protestado al Tsungli Yamen acerca del aumento de las organizaciones boxers en las provincias del norte, pero, como siempre, se ha echado tierra en los ojos de estos extranjeros. No solamente..."

—¡Querido amigo! —protestó irritadamente Sir Claude—, yo también he leído el diario. Los demás ministros y yo estamos de acuerdo en que no hay base para alarmarse demasiado. El señor Conger, especialmente. ..

—¡El ministro de Francia también! —murmuró satíricamente Strangways.

—¿Monsieur Pichón? —El ministro se encogió de hombros—. ¡Un alarmista!, influido por el obispo Fa- cier, que está intranquilo a causa de la amenaza a su grey. Si solamente los franceses tuvieran nuestra entereza. ..

—La princesa Natalie está lejos de confiar en que la emperatriz vaya a prohibirles a los boxers que hagan efectiva su amenaza de atacarnos aquí en Pekín.

—¡Una mujer! —Sir Claude se rió—, ¡Qué tal! Si la diplomacia va a ser influida por razonamientos femenil ios, ¿dónde iremos a parar? Me sorprendería que <d ministro de Rusia estuviera de acuerdo con el pesimismo de la princesa Natalie.

—Con razón, en lo concerniente a los rusos. El que escribe hace notar que los chinos no sienten la misma enemistad hacia aquéllos. Pero...

—¡Tonterías! El chino tiene siempre que atisbar por encima del hombro a los rusos, que han ganado demasiado a expensas de China para ser mirados con verdadera amistad.

—¿Entonces no se propone pedir refuerzos?—No tengo esa intención, Strangways —dijo

irri- tadamente el ministro—. Al hacer eso puedo precipitar una crisis que existe solamente en la imaginación de unos cuantos alarmistas. Sería un asunto dispendioso, y el dinero del contribuyente no es para ser dispersado a los cuatro vientos —añadió virtuosamente.

5Pese a todas las advertencias, la mayoría del

personal de las legaciones siguió creyendo que la amenaza de un ataque boxer no era más que una burla. Por consiguiente, se hicieron preparativos para ocupar los edificios que comprendían las "legaciones de verano", en los cerros cerca de Monte Bruce. Aun cuando varias casas habían sido destinadas específicamente, una para el ministro británico y otra para Sir Robert Hart y sus funcionarios, la mayor parte de los edificios eran antiguos templos arrendados a sacerdotes budistas, convertidos en cuarteles de verano. De éstos, el norteamericano y el ruso eran especialmente atractivos.

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Entre los que llevaron a sus mujeres y familia para allá ese mes, se encontraba el primer secretario de la legación norteamericana. La señora Squiers había invitado a Evelyn a que los acompañara, pero finalmente Sir Oliver no le dio permiso.

—Puedes ir después, en el curso del año —prometió vagamente—. Mientras tanto, prefiero que permanezcas aquí en Pekín.

—¿Va a ir la princesa?No vio su mirada maliciosa y respondió con

toda seriedad:—Cuando le pregunté anoche si acaso

encontraba que era seguro que fueras, no quiso ni oir hablar de tu partida. Dijo que ella no iba hasta que la situación hubiese vuelto a la normalidad.

—El señor Squiers no parecía alarmado.—Tal vez porque piensa exactamente como

el señor Conger y el señor MacDonald. Ambos tienen plena fe en la integridad de la Emperatriz Viuda.

Así, pues, Evelyn vio partir a muchos de sus amigos y sintió no poder acompañarlos. Nacida en el campo, y gustándole siempre, había esperado escapar de la vida de ciudad.

Mientras tanto, a pedido del ministro de Francia, el señor Cologan, decano de los diplomáticos, convocó a una reunión urgente de ministros extranjeros.

—Excelencias —empezó—, me he tomado la libertad de convocar a reunión, a fin de discutir una carta, con fecha 19 de mayo, que monsieur Pichón ha recibido de Su Eminencia el Vicario Apostólico de Pekín, obispo Favier. A pedido de monsieur Pichón, la leeré por extenso.

Monsieur le Ministre, comienza, la situación se vuelve cada día más seria y amenazadora. En la prefectura de Pao Ting Fu, más de setenta cristianos han sido muertos; otros tres neófitos han sido cortados en ;pedazos. Varias aldeas han sido saqueadas e incendiadas, y un número mucho mayor, totalmente abandona-das. Más de dos mil cristianos están fugitivos, sin alimentos, ropas o techo; sólo en Pekín, más de cuatrocientos refugiados —hombres, mujeres y niños— han sido ya socorridos por nosotros y las Hermanas; dentro de otra semana tendremos probablemente que cuidar de otros cuantos miles más; JIOS veremos obligados a desocupar los colegios, universidades y todos los hospitales, a fin de hacer hueco para estos infortunados.

En el este, los saqueos e incendios son inminentes;cada Jim a rccíbimos noticias más y más alarmantes. Pekín está cercado por todos lados; los boxers se acercan diariamente a la capital, demorándose solamente por las medidas que están tomando con el fin de dest ru i r los poblados cristianos. Le ruego creer, monsieur le Ministre, que estoy bien informado y que no hago > /irmaciones al azar. La persecución religiosa es sólo una cortina; el objetivo principal es exterminar a los europeos, y este objetivo está claramente indicado en las normas boxers. Sus cómplices en Pekín están esperando su llegada; van a empezar atacando las iglesias, para finalmente asaltar las legaciones. Para nosotros, aquí en Peitang, en realidad el día del ataque ya ha sido fijado; todo el pueblo sabe acerca de ello, todo el mundo habla de eso y la excitación popular es claramente manifiesta.

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Anoche, de nuevo, cuarenta y tres pobres mujeres con sus niños, huyendo de la matanza, llegaron al hogar de las Hermanas; más de quinientas personas las acompañaron, diciéndoles que, pese a que hablan escapado una vez, pronto perecerían aquí junto con el resto.

Para qué hablar de los incontables letreros, monsieur le Ministre, que han colocado en el pueblo contra los extranjeros en general; nuevas observaciones aparecen a diario, cada una más claramente expresada que la anterior.

Personas que estuvieron presentes en la matanza en Tientsin hace más de treinta años, están asombradas por la semejanza de la situación de entonces con la de hoy: los mismos letreros, las mismas amenazas, los mismos avisos y la misma falta de visión. Entonces también, como hoy, los misioneros escribían y rogaban, previendo el espantoso despertar.

En estas circunstancias, monsieur le Ministre, creo que es mi deber pedirle que nos mande, por lo menos a Peitang, cuarenta o cincuenta marineros, a fin de protegernos a nosotros y a nuestras pertenencias. Esto se ha hecho en situaciones mucho menos críticas, y espero que usted acogerá favorablemente mi humilde petición.

El señor Cologan dejó la carta sobre la mesa y miró interrogadoramente a los demás ministros.

—Ha llegado el tiempo, Excelencias, de considerar si es nuestro deber dirigirnos a nuestros respectivos gobiernos pidiendo que sean enviadas inmediatamente tropas para prevenir el ataque inminente augurado por Monseigneur Favier, y que también dan por seguro los letreros que afean las murallas de Pekín. ¿Monsieur Pichón, qué opina usted?

—Mi opinión es bien conocida, Excelencia —dijo violentamente Pichón—. Digo que no podemos, que no debemos pasar por alto las advertencias de Monseigneur Favier. Sólo Sir Robert Hart tiene una comprensión igual de la mentalidad china. Tengo una fe implícita en el criterio del buen obispo. Si él me dice que los boxers se proponen asaltar las legaciones, le creo sin lugar a dudas. Con el mayor respeto, Excelencias, prescindiendo de las conclusiones a que se pueda llegar en esta reunión, como mi gobierno me ha dado ya carta blanca, me propongo telegrafiar inmediatamente que se me envíen a Pekín tropas francesas...

—¿Señor Conger?—Y bien, Excelencias —comenzó lentamente

el ministro norteamericano—, no debemos pasar por alto el hecho del efecto que puede tener en la población de Pekín la presencia de nuevas tropas extranjeras. Jamás he creído tanto en la moralidad como en la eficacia de tratar de aplastar movimientos irresponsables con un despliegue de fuerza. Según mi experiencia, el buen libro nunca fue más profundo que cuando dice que una respuesta suave desarma el odio. Si usamos tacto, paciencia e indulgencia; si demostramos comprensión de sus dificultades, estoy convencido de que la Emperatriz Viuda suprimirá resueltamente cualquier ataque de parte de las bandas boxers...

—¿Marqués Salvago Raggi?

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El ministro de Italia hojeó unos papeles.—Si pensaran en traer tropas extranjeras a

Pekín, desde el punto de vista de la Emperatriz Viuda, no miraría una acción tan arbitraria con ninguna simpatía...

f,Monsieur de Giers?Estoy enteramente de acuerdo con monsieur Pi-

chón, Excelencia —declaró blandamente el ministro de Rusia -. Mientras uno mantenga una daga en su espalda, el chino es el más amistoso de los hombres. Me propongo telegrafiar pidiendo el envío de soldados...

—¿Barón von Ketteler?El ministro de Alemania estaba agresivo.

Golpeó la mesa con la mano.—¡Unos cuantos soldados! ¡Tonterías! No

estoy de acuerdo en darle motivo al pueblo de Fgkín para decir que los poderes occidentales tienen miedo de ellos. Pero si vamos a mostrarles los puños, pido, Excelencias, que sean representativos de nuestra fuerza. Una flota de buques de guerra debiera juntarse en Shanhaikuan, desde donde, en caso de necesidad, podrían desembarcar marinos para protegernos. Pero —continuó con desprecio— los chinos no se atreverán a desafiar nuestro poder... '

El señor Cologan miró al ministro de Holanda.—No creo que sea el momento de mostrar

nuestro poderío... —empezó diciendo el señor Knobel.

—¿Monsieur Joostens?El ministro de Bélgica hizo un gesto de

irresolución:—Naturalmente que es. lógico que Monseigneur

Favier se sienta preocupado ante la vista de tantos desgraciados refugiados cristianos huyendo a Pekín, pero...

—¿Sir Claude MacDonald?—En cuanto al peligro a que están expuestos

los europeos en Pekín —empezó suavemente—, debo confesar que poco ha llegado a mi conocimiento que confirme, ¡hum!, los deprimentes pronósticos del sacerdote francés. Respecto a los letreros a que se refiere Monseigneur Favier, he tomado especialmente nota del comportamiento de los pequineses hacia nosotros los extranjeros. Excepto por un aislado incidente de vez en cuando, la actitud del pueblo ha sido, dadas las circunstancias, sorprendentemente tranquila y cortés. Sinfalta, dirijamos otra nota al Tsungli Yamen. Estoy convencido —añadió— de que unos cuantos dias de lluvias torrenciales harán más para devolver la tranquilidad que cualquier despliegue de fuerza de un gobierno extranjero.CAPITULO XXV

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A RANDALL NO LE FUE FÁCIL aceptar el destino de su hermano adoptivo. No podía mirar por la ventana de su oficina en la legación, sin divisar el borde de la muralla que rodeaba la Ciudad Imperial y recordar que Chin estaba encarcelado al otro extremo. - Í! ;

Con la acelerada tensión de los acontecimientos,' encontró que tenía otro motivo de preocupación: el temor de que Evelyn se viese envuelta en posibles disturbios. Más generoso en su amor por ella que el príncipe Igor, le rogó que partiera de la capital.

Ella se rió de sus temores. .—Sir Claude MacDonald piensa que este

sentimiento antiextranjero no es más que una tempestad en una taza de té, que desaparecerá tan pronto como una verdadera tormenta ablande el suelo para poder plantar en él.

—Está loco con su idea.—Su señor Conger tampoco parece

alarmado. ¿No está de acuerdo con él?—Realmente no. Los boxers pueden tratar de

atemorizarnos haciendo una demostración de fuerza. Entonces, si no nos damos por aludidos del desafío, pueden venir disturbios. Tan pronto como la Emperatriz se dé cuenta de que estamos decididos a no dejar que un populacho violento nos arroje de Pekín, de seguro que tendrá el suficiente sentido común para obrar resueltamente.

Hizo un signo afirmativo.—Me pregunto qué respuesta dará el Tsungli

Yamen a nuestra nueva nota. Supongo que los ministros pensarán que no hay necesidad de ponerse el parche antes de la herida.

—Mientras tanto —dijo él melancólicamente—, usted estará bailando en la legación británica.

Lo miró con simpatía.—¡Pobre señor Lockhart! Desearía que usted

también fuese.—Tal vez cuando sea ministro estaré allí. ¡O...

príncipe! —añadió con amargura.Sesenta personas asistieron al banquete en la

legación de Inglaterra. Evelyn se alegró de encontrar al príncipe Igor a su derecha. El que estaba a su izquierda era el venerado Sir Robert Hart, cuyo rostro vigoroso, adornado con una barba blanca, se iluminó de placer al verla a su lado.

—Somos dos hombres con suerte, príncipe, al compartir una compañera tan encantadora —le dijo a Igor. Rió entre dientes y se pasó la mano por la cabeza semicalva—: ¿Qué más podía pedir un vejestorio como yo?

Igor recorrió la mesa con la vista y, viendo quién se encontraba a la izquierda de Natalie, se puso tan contento como Sir Robert. Si a él le hubiese tocado decidir de los asientos, no podría haberlos elegido mejor. Pues el otro compañero de Natalie era notoriamente taciturno, y se sentiría perfectamente satisfecho si ella conversara con Sir Robert. Así, excepto por la usual cortesía hacia la señora Conger, que se

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encontraba a su derecha, podría monopolizar a Evelyn durante toda la comida.

—¡Qué Dios bendiga a Su Majestad! —exclamó cordialmente.

—¡Así sea! —Sir Robert movió la cabeza—. Una mujer extraordinaria, Alteza. Realmente, una mujer excepcional. Cumple ochenta y un años hoy. —Suspiró—: Será un triste día para el Imperio Británico cuando fallezca.

—Me atrevo a asegurar, Sir Robert, que el Principe do (hiles probará ser no menos ilustre —dijo galantemente Igor.

A medida que avanzaba la comida, la conversación so hizo más personal. Natalie y Sir Robert discutían sobre porcelanas chinas. La señora Conger le relataba a su compañero su reciente visita a su país, y cómo el barco, en el que regresaba a Tientsin, había salvado a los pasajeros y tripulación de un barco que se había ido a pique.

Igor bajó la voz:—Hace pocos días mi hermana le rogó a su

padre que partiera de Pekín y que la llevara consigo.

Evelyn sonrió.—Papá me dijo que usted lo persuadió de que

no la escuchara.—No he cesado de reprochármelo desde

entonces.—¿Querría usted que partiéramos? —dijo

maliciosamente.—Por el contrario. Es porque no podía

soportar la idea de su ausencia, señorita Strangways, que mentí. Me di cuenta de lo triste y solitario que estaría si usted se fuera de Pekín.

Evelyn se sintió agitada. Sabía que sus relaciones con el príncipe habían llegado a una crisis. O bien iba a pedirle que fuese su esposa, o, si no, le iba a hacer proposiciones "deshonestas". Fuese lo que fuere, no podrían seguir siendo después los buenos amigos que hicieron de él un compañero tan encantador. O bien debía ofender su feroz orgullo al rehusar ser su esposa, o, si su proposición fuera de naturaleza menos permanente, el intolerable insulto significaría que tendría que prohibirle que volviese a dirigirle la palabra.

Esta posibilidad la entristecía. No conocía a nadie que prefiriera como amigo. Jamás la dejaba aburrirse, pues casi no existía tema en que no fuera un charlador brillante. Cuando estaba de buen humor, su agudeza era sobresaliente. Como bailarín no tenía igual. Y el desafío de su masculinidad era estimulante. Desde el comienzo había dudado de que siguiese siendo tan en-cantador, pero, pese a sus dudas, tenía conciencia de su fascinación.

¿Suponiendo que le pidiera que se casara con ella? Más de una vez Natalie había insinuado que sería el peor de los maridos. ¿Pero era seguro que un juicio de hermana fuese tan exacto? Sabía que Igor hacía años que tenía aventuras, ¿pero querría eso decir que continuaría así después de casado? ¿No existía acaso el dicho de que los vividores hacían los mejores maridos?

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—Señorita Strangways... Evelyn, querida mía...

Desgraciadamente Sir Robert se dio vuelta bruscamente.

—¿Así es que el Tsungli Yamen no ha contestado a las conjuntas exigencias de los ministros, Alteza?

—No —contestó malhumoradamente Igor.—Su ministro y monsieur Pichón fueron muy

cuerdos. La situación empeora cada vez más.—Estoy de acuerdo. Se ha echado a perder

más en estos días que en todo el tiempo hasta ahora. A menos que la emperatriz actúe rápidamente...

—No actuará —interrumpió Sir Robert—. Supe esta mañana que la emperatriz ha erigido un altar boxer en el Palacio de Verano, y que ora diariamente por el éxito de la operación venidera.

Igor frunció el ceño.—¿Saben esto los ministros, Sir Robert?Hart se encogió de hombros.—He dado esta información en todas partes,

pero he sido durante demasiado tiempo la voz que clama en el desierto, para que hagan caso de una advertencia mía. ■!. ¡-'i

El inspector general de aduanas se volvió hacia Natalie. Evelyn miró a su compañero. Su expresión era ceñuda y preocupada.

Creyendo que la crisis se habría pospuesto y con la esperanza de distraer su atención de asuntos personales, le preguntó:

—¿Lo preocupa la información de Sir Robert?—Confirma los temores del señor de Giers, y

pone un peso en mi conciencia.- ¿Por haber persuadido a papá de que no

partiera de Pekín?Sí. —Cogió su copa llena de vino, la miró con

ojos sombríos y en seguida la vació con un gesto de resignación.

—Señorita Strangways, si puedo persuadir a Natalie de que salga de Pekín, ¿la acompañarían usted y su padre?

—¿A las montañas?—No —exclamó—. A la costa. A' nuestro

bungalow en Peitaho.—No creo que logre persuadir a Natalie... —

empezó diciendo.—Irá —declaró, y Evelyn comprendió que

Natalie tendría que partir—. ¿Quiere aligerar mi conciencia acompañándola ?

—¿Cuándo? —preguntó con indecisión.—El sábado o domingo, a más tardar.—Pero hemos aceptado la invitación a la

comida y baile que da Sir Robert el próximo miércoles. Usted y Natalie también. Ella me lo dijo hace unos días.

Frunció el ceño.—¿Partirá al día siguiente, dentro de una

semana?—Pero, Alteza... —protestó. .—¿Lo hará? —preguntó furiosamente.

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—Le preguntaré a papá. Sería agradable volver a ver el mar.

—Veré que se hagan los arreglos necesarios.No supo si sentirse ofendida o halagada por

su arbitrariedad.—Me encantaría —balbuceó—. Si vamos...—Tiene que ir. Si la emperatriz ha erigido un

altar boxer... •—Cambió de tema, y comenzó a hablar de las próximas carreras y de la probabilidad que tenía su caballo de ganar la gran carrera. Era evidente que había cambiado también de la idea acerca de declarársele. ¿Proponerle qué cosa? Ella no supo si sentirse aliviada o defraudada.

Casi de la noche a la mañana la población extranjera de Pekín se dio cuenta de que ya no podía seguir encogiéndose de hombros ante el peligro de una sublevación boxer en la ciudad. Quizás este cambio se debió al rumor de que la emperatriz había erigido un altar boxer en su palacio. Tal vez porque los ministros de Francia y Rusia ya habían telegrafiado pidiendo más soldados. O bien porque la evidencia de sus ojos los convenció finalmente. Casi de la noche a la mañana, la cantidad de boxers que caminaban públicamente por las calles o ejercitaban en espacios abiertos se había multiplicado más allá de todo cálculo.

Cada hora traía hechos nuevos e inquietantes. Soldados boxers se encontraban alojados en la casa de Pekín del príncipe Tuang. Otros fueron vistos en los patios del palacio del príncipe Ching. También en el recinto del príncipe Chuang. Muchos aquí, allá, en todas partes. Se pretendía que hubo una batalla entre el ejército boxer que avanzaba sobre Pekín y el ejército imperial al mando del general Yang. El general había sido muerto —nadie sabía si por los boxers o por sus propios soldados—, con lo cual su ejército se había unido a los boxers. Los principales habitantes de Pekín huían de la ciudad, llevando consigo sus más preciadas pertenencias.

—¿Por qué están los chinos abandonando la ciudad? —preguntó Sir Oliver con un dejo de asombro.

Igor gruñó:—Porque conocen a sus compatriotas. Una

vez que el populacho chino pierde el control, roban y saquean, sin importarles a quién hacen daño. Algunos de los refugiados quizás tengan la suficiente inteligencia para darse cuenta de que si empiezan los disturbios, las potencias extranjeras mandarían otro ejército a Pekín, y los soldados extranjeros no son novicios en lo que a saqueos se refiere, a juzgar por lo que hicieron la última vez que vinieron. —Preguntó ansiosamente—: ¿La señorita Strangways le ha hablado acerca de partir?

Strangways miró a la princesa.

Crepúsculo.—20- Le he prometido a Natalie no dejarla.- Natalie irá con usted.- Qué tontería, Igor. Rehuso dejarte solo.

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—Vas a ir, Natalie. —Su boca tenía un gesto duro y cruel en ese momento—: Si empiezan los disturbios, Pekín no será lugar para una mujer.

—Si hay dificultades, necesitarás una mujer que te haga de comer, que te cuide...

—¿Pero seguramente los sirvientes podrán hacer eso? —interrumpió Sir Oliver. Estaba impresionado por la insistencia de Igor, y compartía su deseo de que las mujeres partieran de Pekín. El ruso no era alarmista ni cobarde: por el contrario, su rostro disipado y apuesto lucía una expresión de temeridad. Si Igor estaba preo- ocupado a causa de la seguridad de su hermana, existiría sin duda una buena razón para que se fuera.

—No quedará mucha gente en el Barrio de las Legaciones para entonces. Muchos ya han desertado de sus puestos. Otros harán pronto lo mismo, apenas cunda el pánico.

Sir Oliver tomó una rápida decisión.—Evelyn te acompañará, querida —le dijo a

Natalie.—Y tú...—Mi lugar está aquí. Todavía puedo disparar.Natalie parecía angustiada, pero había sido

educada severamente.—Muy bien —dijo—. Estaré pronta a partir en

el tren del próximo jueves.—¿Y por qué no antes? —dijo agriamente

Igor.—La recepción de Sir Robert...—¡Maldita sea la recepción! —dijo

violentamente—. ¿Acaso tu vida y la de Evelyn no son más preciosas que un baile? Además, Hart sería el primero en dar su aprobación. El conoce a los chinos.

—Muy bien, querido mío. ¿Cuándo quisieras que partiéramos?

—El lunes, a más tardar.Hizo un signo afirmativo.—Si Evelyn está de acuerdo...Al día siguiente, sábado 26 de mayo, los del

Tsun- gli Yamen dieron su esperada respuesta a la exigencia para la supresión de los boxers, pero sólo trataban de ganar tiempo. Se convocó a reunión de ministros para el lunes en la mañana, a fin de estudiar la respuesta china, y actuar según eso. Mientras tanto, los habitantes de Pekín se mostraban cada vez más hostiles hacia los extranjeros. Los europeos eran insultados por burlonas multitudes; otros fueron apedreados y tuvieron que escapar para no ser heridos.

El domingo en la mañana, asistieron a la Catedral Peitang, en la Ciudad Imperial, las pocas almas valientes que se arriesgaron a las consecuencias de dejar la relativa seguridad proporcionada por la cercanía de las legaciones. Nadie fué molestado, y algunos de los hombres se juntaron después en el Hotel de Pekín a tomar un aperitivo.

Tanto monsieur Chamot como su mujer eran muy populares entre los europeos, él especialmente con los latinos, ella con los

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ingleses y norteamericanos. Entre éstos se encontraban Randall y el príncipe Igor. Su en-cuentro, mientras se saludaban con estirada cortesía, fue observado por muchos ojos divertidos, pues hacía tiempo que daban por descontado que uno u otro obtendría la mano de la encantadora Evelyn Strangways. ¿Pero cuál? Esa era una pregunta que la sociedad extranjera se había estado haciendo durante semanas.

—¿Cómo están las apuestas en favor del príncipe últimamente, Auguste? —le preguntó madame Chamot a su marido.

—Diez contra tres, chérie.—Encuéntrame a alguien que me ofrezca

cuatro a uno, y apostaré diez dólares al señor Lockhart.

—¡Diez dólares! —El alma prudente de Chamot se sintió escandalizada ante tamaña extravagancia—. ¿Tratas de que nos arruinemos, querida, con tu temeraria jugada?

Su esposa californiana le acarició la lisa mejilla.

—Mira a ese ruso, querido, y dime si te casarías con él. í

—Pero yo no lo veo con los ojos de una dulce y joven niña inglesa. Si así fuera...

—¿Sí?Chamot rió entre dientes:—Me diría que es apuesto, príncipe y rico, y

me preguntaría qué más podía esperar de cualquier marido.

—Fidelidad —comentó ella.Se encogió de hombros y la miró con ojos

picarescos.—Una insípida virtud, chérie, y tan aburrida

para una esposa. No le halaga..., ¿cómo lo llamas tú?, su yo, n'est-ce vas?...

—Nunca trates de halagar mi yo, querido —le advirtió—. Hola, señor Squiers. ¿Qué tal las montañas? ¿La señora Squiers y familia están bien?

El primer secretario pasaba doce horas dos veces por semana en la legación de verano. Había vuelto esa mañana.

—Bastante bien, gracias, madame Chamot, pero no me siento contento de dejarlos allá.

—¿A causa de los boxers?—Allá no, gracias a Dios; pero no me agrada

mucho el comportamiento de los campesinos. Los pobres diablos se están muriendo de hambre, y esos sacerdotes santurrones de Linqua Su están tratando de provocar un sentimiento antiextranjero.

—¿No sería más seguro traer la familia de vuelta a Pekín, señor Squiers?

—Es una posibilidad que tengo en mente, madame Chamot. Naturalmente que me gustaría que los niños permanecieran en las montañas, pero... —hizo una mueca— me alegra haber podido persuadir al Tsungli Yamen de que mandara una compañía de soldados a proteger el lugar. Buenos días, Alteza —dijo, saludando a Igor.

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El murmullo de las conversaciones llenaba la pieza. Sudorosos criados chinos se movían de allá para acá trayendo bebidas para los huéspedes, que estabanIgualmente húmedos. Como el ruido de los trozos de 11 ic io chocando, en los vasos hacía una grata música para el oído, la escena era razonablemente despreocupada.

La atmósfera se cargó de drama cuando un belga desgreñado y tambaleándose entró en la pieza. Todos pensaron que estaba ebrio, hasta que se vio que sus ropas estaban rasgadas, que tenía el rostro cubierto de polvo amarillo, a través del cual los ojos inyectados en sangre miraban con horror. Por último, notaron que tenía en la nuca una línea dentada cubierta de sangre seca.

—Monsieur Deschenel... —empezó diciendo Chamot.

Su mujer fue más previsora.—Un coñac, Auguste —dijo por encima del

hombro mientras se acercaba al hombre y le pasaba un brazo por la cintura. Al mismo tiempo le hacía seña a Randall para que lo cogiera del brazo.

En medio de un intranquilo silencio los hombres se reunieron alrededor del herido, que unos cuantos reconocieron como un ingeniero del Ferrocarril Lu Han- Pekín. Cuando Ohamot trajo el coñac, Randall lo acercó a los labios de Deschenel, mientras madame Chamot usaba su pañuelo para limpiar la sangre del cuello del hombre.

—¿Qué sucedió, monsieur Deschenel? —preguntó, .a poco, Chamot, en francés.

—Los boxers han atacado a los europeos en Chang Hsin Tien —dijo roncamente el belga herido.

—Sacre Dieu! —exclamó Chamot, juramento que hizo eco en el corazón de todos los presentes, pues Chang Hsin Tien se encontraba como a quince millas de la capital. Nadie ponía en duda que el osado ataque anunciaba el comienzo de una campaña general.

—Continúe.—La mayoría de nosotros escapamos a

Fengtai.—¿Y los demás?—Se han atrincherado en sus casas. —Hizo

un gesto pidiendo más coñac, y cuando hubo bebido otro sor,- bo, continuó roncamente—: Necesitan ayuda..., no van a ser capaces de resistir mucho..., algunos son niños...

—¡Ayuda! —repitió alguien, un empleado subalterno de la cercana legación de Francia—. ¿Qué ayuda puede enviarse? —preguntó amargamente—. No han llegado tropas, Si los ministros hubiesen actuado...

—¡Quieto! —ordenó Chamot. Miró a su alrededor; la expresión de sus ojos obscuros hacía pareja con el corte marcial de su bigote negro—. A caballo podríamos estar allá en una hora. ¿Quién viene? —preguntó vi- .vamente.

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—Yo voy —contestó prestamente su mujer—. Buscaré algunos rifles mientras alguien apronta los caballos.

Antes que nadie la pudiera detener, y menos que nadie su marido, había salido a toda prisa.

—No puede permitirle que vaya, Chamot... —gritó alguien.

El hótelier hizo una mueca.—Todos ustedes saben cómo es ella... —En

seguida su rostro se aclaró—: Además, ¿quién cuidará de los niños?

El príncipe Igor dejó ver los dientes en una sonrisa de deleite.

—Yo voy con usted, Chamot.—¡Alteza! —Chamot hizo un respetuoso

gesto de agradecimiento.—Yo también —afirmó Randall, con una

furiosa mirada a Igor por haber hablado primero.Prontamente se ofrecieron otros. En menos

de media hora la pequeña compañía de rescate estaba armada y montada.

—En avant —gritó Chamot, taloneando a su caballo para que anduviera.CAPITULO XXVI

1

M, E N T R A S PERMANECIERON dentro de las murallas de la Ciudad Tártara, se prestó poca atención a la pequeña cabalgata que trotaba por ásperos caminos, pero el ambiente cambió tan pronto cruzaron por la muralla de cortina de la Puerta Ohien. Como siempre, la -calle Chien estaba atestada. Muchos usaban la banda roja de los boxers. Cuando vieron extranjeros a caballo, comenzaron a burlarse y a gritar, y a arrojarles inmundicias del camino y cualquier otra cosa que tuvieran a mano.

El ruido de los gritos se oía desde lejos, atrayendo un número siempre creciente de personas. Los Chamot, cabalgando lado a lado en la delantera, fueron obligados por la presencia del gentío que tenían ante ellos a retardar el paso. Parecía que la muralla humana iba a cerrarse a su alrededor. Los Chamot descolgaron sus rifles, los cargaron y apuntaron, con la evidente intención de abrirse camino a tiros entre la muchedumbre.

El populacho se agitó, pero no cedió paso. Madame Chamot le disparó a un cuervo posado sobre un letrero cercano. Cuando el pájaro cayó al suelo agitando las alas, los pequineses aceptaron la advertencia, corriendo atropelladamente a guarecerse. Los europeos pudieron apresurar el paso, hasta que fueron

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nuevamente detenidos por una hilera de lentos camellos.

Pasaron por la Puerta Yung-ting, y se dirigieron al sur. Habían esperado ganar tiempo una vez que se en-contraran fuera de las murallas de la Ciudad China, pero se sintieron chasqueados. Dispersas compañías de valientes boxers se dirigían a la capital; y éstos, confiados en su invulnerabilidad, no iban a ser fácilmente intimidados ante la vista de armas que no podían hacerles daño. Su actitud era amenazadora, pero felizmente iban a pie, y fueron lentos para decidir un ataque. Cuando llegaron a una decisión, la partida de rescate ya había seguido viaje: pese a que los boxers corrieron tras ellos, no les fue posible alcanzar a los veloces caballos.

Llegaron al terminal del ferrocarril, y continuaron hacia el suroeste, en dirección a Chang Hsin Tien. Seis millas más allá se encontraba Fengtai, que era una confluencia de vías, donde un tarazo del ferrocarril seguía al sudeste, a Tientsin y más allá, mientras que el otro doblaba al sudoeste, a Pao Ting Fu y adelante. Había casetas de máquinas y maestranzas en Fengtai, fuera de una cantidad de material rodante.

Cuando todavía estaban a una milla de Fengtai, vieron una cantidad de personas avanzando en dirección a Pekín.

—Ahora sí que parece que vamos a tener dificultades —le gritó Randall al príncipe.

—Si es así, estamos preparados —respondió éste.

La salvaje nota de*regocijo en la voz del ruso era inconfundible. Randall -le dio una rápida ojeada, y se sintió sorprendido por la expresión de ferocidad que desfiguraba el apuesto rostro. El príncipe Igor estaba ansioso por encontrarse con dificultades: quería pelear, emparejar su vida con la de otro hombre, a fin de tener el goce sádico de matar a su contrincante, de mi-rarlo triunfante revolcarse en su agonía. Randall se dio cuenta de que el príncipe era un luchador nato, un matador por inclinación. Se sintió molesto al saberlo; con todo, envidiaba al otro hombre, porque, pese a su propia agitación, estaba tembloroso; tal vez no de miedo, sino con el agudo conocimiento de que podía ser muerto.

Los grupos opuestos se acercaron, pero repentinamente Chamot gritó:

—Son blancos. No disparen. Pasen la voz.Se -detuvieron el tiempo suficiente para

cambiar noticias con los recién llegados: trabajadores europeos huyendo a Pekín con la esperanza de encontrar allá la seguridad que su aldea no podía ofrecerles.

—>¿Y qué es de los que permanecieron en Chang Hsin Tien? —interrogó Chamot.

—No se unieron a nosotros. Deben estar allá aún, si es que han podido resistir tanto tiempo. Manténganse alejados de Fengtai.

—Sigamos —ordenó Chamot, por lo que talonearon sus caballos y continuaron

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galopando, manteniéndose bastante lejos de Fengtai.

Al acercarse a Chan Hsin Tien, se oyó el ruido de tiroteo y gritos salvajes. Vieron columnas de humo negro y sintieron olor a quemado.

Randall se sintió angustiado.—¡Cielos! Están quemando vivos a esos

pobres diablos —dijo pesaroso.El príncipe Igor era más realista:—-Desde que hay tiroteo, significa que

nuestra gente resiste aún. Llegaremos a tiempo.Cuando los salvadores se arrojaron en medio

de ellos, los destructores boxers se dispersaron, corriendo para salvar sus vidas. Madame Chamot hirió a uno en el brazo. Cayó al suelo aullando y pidiendo misericordia, y como no estaba armado lo dejaron ahí mismo. El príncipe Igor baleó a otro, gritando al ver doblarse y caer al desdichado. Varios más murieron antes de que el último de los boxers huyera del pueblo. Entonces salieron de sus casas los sitiados europeos, gritando y llorando en su alegría de ser salvados. En total eran trece hombres, ocho mujeres y seis niños.

Emprendieron el camino de vuelta a Pekín, y de nuevo dieron un rodeo alrededor de Fengtai. No fueron molestados, y aun a la distancia pudieron ver por qué. Los boxers estaban demasiado ocupados incendiando el lugar para notar el grupo de blancos hacia el este. Hasta donde era posible ver, cada edificio ardía: esta-ción, maestranzas, casas, todo.

Nadie habló. Las posibles consecuencias eran demasiado serias. Si los boxers arrancaban la vía férrea, las comunicaciones por ferrocarril de Pelan con el resto del mundo se cortarían.

2El incendio de Fengtai fue presenciado por

otros europeos fuera de los del grupo de Chamot. Lejos en los cerros, la gente que ocupaba las legaciones de verano vio una espesa columna de humo elevarse hacia el cielo por el sureste. Al comienzo esto no los alarmó.

—Mira ese incendio. ¿Qué podrá arder con tanta fuerza?

—Es en Fengtai —explicó la señora Squiers—. Puedes ver el puente sobre el río Barroso.

—Debe ser una de las maestranzas de los ferrocarriles.

Guardaron silencio un rato. La señora Squiers fue la primera en hablar.

—Es demasiado humo para una chimenea —dijo en un tono de perplejidad—. Debe ser el humo de varias.

—Hay más humo a la derecha de la otra —dijo una de las damas que estaban con ella—. ¡Dios mío! ¿Qué estará sucediendo?

—¡Y ahí hay más! Todo el pueblo parece estar ardiendo.

—¡Señor Misericordioso! ¡El puente ha desaparecido! —Así era. Hacía un instante estaba ahí; en seguida se desintegró. Un pequeño hongo de humo encima, y unos segundos después el apagado y retumbante eco

300'

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de una explosión no les dejó duda alguna sobre lo que había sucedido.

—¡Los boxers! —cuchicheó alguien.Las mujeres se miraron unas a otras al darse

cuenta de su aislamiento.—Es una suerte que su esposo haya

conseguido que enviarán esos doce soldados para acá, señora Squiers. Mantendrán alejados a los boxers.

—Realmente. —La señora Squiers tenía menos confianza que lo que sus palabras sugerían. ¿Cuánto tiempo podrían los doce soldados proteger todos los hogares contra una turba de sanguinarios boxers? Incluso dando por sentado que permanecieran leales, lo que dudaba. Pensó en sus niños, en las mujeres que estaban con ella y en sus familias, y se sintió enferma de temor.

—¡Mire! —De nuevo un dedo estaba señalando, pero en una dirección diferente. A alguna distancia en el valle, un grupo de hombres bajaba apresuradamente, alejándose de los edificios.

—¡Los soldados!La señora Squiers se pasó la lengua por los

labios secos. Ahora no quedaban para protegerlas más que unos cuantos criados cristianos.

Ling se acercó en ese momento. Su cara temblaba y sus ojos estaban llenos de terror.

—Ama, soldados llegaron hace uno, dos días, vieron boxers quemar Fengtai, oyeron que boxers quemaron todos los pueblos occidentales en las cercanías de Pekín; tener miedo de boxers y huir.

Hizo un signo afirmativo señalando hacia el valle.

—Ya lo sé, Ling. Allí van. —Trató de mantener serena la voz.

—Eso no ser todo, ama. Todos los hombres del valle partieron también a reunirse con los boxers. Cien, doscientos, todos fueron...

Una de las institutrices posó su mano en el brazo de la señora Squiers.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó llorosa.—Para empezar, confiemos en el Señor —

regañó la señora Squiers.—Que nos hayan dejado aquí, sin un solo

hombre blanco —se lamentó la institutriz.—Estoy segura de que no nos abandonarán,

Agnes.Poco después se justificó la confianza de la

señora Squiers. Desde el balcón en que se encontraban, las inquietas mujeres vieron a un hombre montado ascender lentamente por el valle. Por sus ropas parecía un occidental. Era un solo hombre; sin embargo, las mujeres se sintieron inmediatamente aliviadas.

Tan pronto como el jinete se acercó lo suficiente, la .señora Squiers vio encantada que era el corresponsal en Pekín del Times de Londres.

—Es el doctor Morrison.

301'

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Al acercarse a las damas, el doctor Morrison las saludó con una profunda reverencia y una sonrisa tranquilizadora.

—Buenas tardes, señoras —empezó diciendo.—¿Cómo es que se encuentra aquí

justamente cuando más se lo necesita, doctor Morrison? —le preguntó después la señora Squiers.

—Es una larga historia, señora. —La pregunta pareció turbarlo—. Llegaron esta mañana noticias a Pekín de que Chang Hsin Tien había sido atacado por los boxers y que algunos europeos estaban sitiados allí. Monsieur Chamot y su mujer organizaron inmediatamente una partida de salvamento, que salió al instante. Desgraciadamente, señora, supe demasiado tarde acerca de la partida, pues, si no, habría ido con ellos.

—Lo que ellos perdieron lo ganamos nosotros.

—Estaba a punto de salir a alcanzarlos, cuando llegaron noticias de que Fengtai estaba ardiendo, por lo que partí apresuradamente para allá. Cuando vi lo que sucedía, pensé que era más seguro mantenerme alejado. Volvía apresuradamente a Pekín antes de que cerraran las puertas, a fin de enviar un cable a Londres, cuando recordé que ustedes las señoras estaban solas, por lo que vine a ver qué podía hacer.

—Que Dios lo bendiga por ese pensamiento, doctor Morrison. Usted es el único hombre blanco que hay aquí.

—Entonces tendré que hacerme útil —dijo jovialmente—. Es una suerte, señora Squiers, que el Tsungli Yamen le enviara esa compañía de soldados.

—Pero huyeron hace unas horas, doctor Morrison. La mayoría de los campesinos locales se fugaron también para juntarse con los boxers.

El corresponsal trató de no parecer tan preocupado como se sentía.

—'Debo pedir hombres de más confianza para que tomen el lugar de los guardias. ¿No debemos dejarlas solas a ustedes, verdad? Aunque no creo que vean a esa chusma aquí arriba. Está demasiado alejado de todo.

—¿No irá a dejarnos, doctor Morrison? —gimió la misma asustada institutriz.

—No me iré hasta que venga alguien a tomar mi lugar —les aseguró a todas—. ¿Vamos a echar un vistazo? —le sugirió a la señora Squiers.

Las otras mujeres y niños se sintieron más tranquilos con su presencia; pero una vez que se alejaron algo, el doctor Morrison cambió su tono festivo.

—Es usted una mujer valiente, señora Squiers, por lo que no trataré de engañarla. Creo que sería mejor que todas las señoras y niños durmieran juntos en una sola casa esta noche, a fin de poder vigilarlos a todos al mismo tiempo.

302'

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Ella contuvo la respiración.—¿Entonces usted cree que los sublevados

puedan llegar hasta acá?—Cuando el populacho chino se aficiona al

saqueo, uno nunca puede saber lo que sucederá, por lo que tomaremos nuestras precauciones.

—Estoy segura de que el señor Squiers hará algo. Sé que no confiará enteramente en los guardias. Los conoce demasiado bien.

Seguían discutiendo un posible plan de defensa, cuando una de las señoras corrió hacia ellos.

—Otros dos hombres suben por el valle —dijo.Los tres corrieron hacia un balcón desde el

que se podía ver el camino del valle. Dos jinetes subían con la ligereza que les permitían los caballos. Al acercarse, la señora Squiers dijo agitadamente:

—Uno de ellos es Herbert.Sus ojos no la engañaron. Después de

abrazarla cariñosamente, le dijo a su mujer que había estado en el Hotel de Pekín cuando llegaron las noticias sobre el ataque a Fengtai. Temiendo que el populacho se desviara a atacar las legaciones de verano, le había pedido un cosaco al ministro de Rusia, y subió a las montañas con toda la presteza posible.

Hicieron rápidos preparativos para mantener vigilancia toda la noche, mientras las señoras arreglaban sus pertenencias para regresar a Pekín. Cuando contaron los criados personales, solamente quedaban cuarenta. Armaron a los hombres más dignos de confianza, dándoles instrucciones para que se turnaran como cen-tinelas.

La noche pasó tranquilamente, y a las 6 A. M. la pequeña colonia emprendió el viaje a la capital. Muchos iban en carromatos chinos, por lo que, antes de que partiera la larga caravana, se arregló que al primer signo de ataque debían formar un círculo a fin de poder defenderse. Los hombres armados sirvieron de batidores.

El trayecto fue más tranquilo de lo previsto por los timoratos, pues el campo estaba desierto; los únicos hombres que encontraron iban a cargo de una caravana de camellos cargados con carbón. Los guías miraron a los europeos con la indiferencia de hombres para quienes el mundo, fuera de su propia introversión, había dejado de existir hacía tiempo.

—¿Qué cree usted que presagia esta falta de seres humanos, doctor Morrison? —preguntó Squiers en voz baja—. Es tan diferente a lo que es China, esto de.no ver a nadie en ninguna parte.

—Quiere decir que han desertado de su trabajo para unirse a los boxers.

—Afortunadamente para nosotros. —Cuando el periodista permaneció silencioso, Squiers preguntó—: ¿No está de acuerdo?

—Si se han juntado con los amotinados de ayer, podemos toparnos con un gentío

303'

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demasiado numeroso para que podamos rechazarlo —le advirtió Morrison.

Las horas pasaban interminablemente al avanzar la caravana en su lento y pesado trayecto hacia Pekín. La fortuna continuó favoreciéndolos. Alcanzaron las puertas de la ciudad sin haber sido molestados, y finalmente llegaron al recinto de la legación norteamericana casi cinco horas después de su huida de la legación de verano.

3Poco después que el primer secretario trajo a

las mujeres y niños desde las montañas, llegó a Pekín la noticia de que la' vía férrea había sido arrancada en Fengtai. El príncipe Igor se sintió pesaroso y contento a la vez.

—Ahora no pueden partir de Pekín hasta que no haya sido arreglada —les dijo a Evelyn y a su padre.

—¿Tardará mucho? —preguntó Sir Oliver.•—No demoraría mucho si nuestros

ingenieros pudiesen llegar allá y los culíes quisieran trabajar. Desgraciadamente, no podemos garantizar ninguna de las dos eventualidades.

—¿Cómo van a llegar hasta acá los soldados rusos y franceses si no pueden venir por ferrocarril?

Igor se encogió de hombros.—Hemos recibido un telegrama diciendo que

tienen que posponer su partida de Tientsin.Strangways tenía aspecto grave.—¿A qué distancia está Tientsin de aquí?—Como a setenta millas.—¿Como quien dice varios días de marcha

forzada?El príncipe hizo un signo afirmativo,

añadiendo:—Todo tiene sus compensaciones, Sir Oliver.

Los ministros celebran otra reunión. Creo que los últimos .acontecimientos servirán para incitar a los norteamericanos y británicos a tomar una acción más decidida, lo que a su vez puede impresionar al Tsungli Yamen. Mientras tanto, como tienen que permanecer en Pekín, quiéranlo o no, ¿puedo añadir una palabra de advertencia?

—Naturalmente.—Les aconsejo encarecidamente que

ninguno de los dos deje el recinto del hotel después que haya obscurecido, e incluso durante el día sería más seguro si se mantuvieran cerca del Barrio de las Legaciones.

—¿Tan seria es la situación?—Esa es la opinión de monsieur de Giers, con

quien concuerdo totalmente.Sir Oliver se pasó desasosegadamente la

mano por el bigote.—Gracias, Igor. Evelyn y yo tomaremos en

cuenta su consejo.•—¿Y qué hay de sus idas y venidas? —preguntó

Evelyn—. ¿Estará en seguridad viajando varias veces

304'

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al díq, por la Ciudad Tártara? —Parecía inquieta—. ¿Cómo van a encontrarse papá y Natalie?

—En lo que concierne a mi seguridad personal... —se encogió negligentemente de hombros—, puedo cuidar de mí mismo. Natalie también, si fuera necesario, pero acabo de tomarle una pieza en este hotel, y la traeré para acá mañana en la mañana. —Miró a Evelyn con un dejo de picardía—: Tendrá que soportar verme mucho más seguido, señorita Strangways.

Para disimular el centelleo de sus ojos, Evelyn dirigió la mirada al suelo, preguntándose si la situación sería realmente tan crítica. Pensaba que él era bien capaz de exagerar el peligro para sus propios propósitos... y se alegró de saber que la oportunidad de verla más seguido fuera ese propósito.

4Por una vez Evelyn juzgó mal al príncipe. Lejos

de haber exagerado la seriedad de la crisis, de intento la había reducido al mínimo, a fin de no alarmar a las visitas. Los ministros , fueron más francos. Monsieur Pichón en particular.

—En cuanto a mí, Excelencias, me estoy preparando para lo peor. Le he prohibido a mi personal que se aleje de Pekín, y he dado orden a todos mis compatriotas para que pasen la noche dentro de los terrenos de la legación. Felizmente, la temperatura es lo bastante templada para que la gente pueda dormir al aire libre.

—Varios de mis compatriotas me han informado que fueron apedreados ayer —dijo el barón von Kette- ler—. Uno fue seriamente herido.

—Mi valija estaba llena esta mañana —dijo el ministro de los Estados Unidos con su acento lento y parejo—. Las cartas vienen de todos los distritos. Digo francamente, señores, que esas cartas revelan una si-tuación tan crítica, que sólo pueden llenarme de una

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viva ansiedad. Los boxers están frenéticos y crueles. Durante el día he recibido nuevos telegramas, notas urgentes y hasta visitas, muchas visitas. Todos me rue- tvui que haga algo para ayudar en la protección de las vidas y las propiedades.

—¿Qué se propone hacer, señor Conger? —preguntó el ministro de España—. Yo soy más afortunado que usted, pues sólo soy responsable de unos cuantos de mis compatriotas; pero haré todo lo que pueda para ayudar a los demás.

—Estamos profundamente agradecidos, Excelencia —contestó Conger. Sus palabras fueron seguidas por exclamaciones de aprobación alrededor de la mesa—. Una medida que pienso tomar inmediatamente es telegrafiarle a mi gobierno pidiendo soldados.

Los ministros francés y ruso miraron agriamente al ministro norteamericano, recordando cuánto se habían opuesto él y el ministro británico a que se pidieran soldados. Sus ojos se volvieron hacia Sir Claude MacDonald.

El ministro británico le dio un pequeño tirón a su bigote encerado.

—He llegado a la misma conclusión, señores. Mientras tanto, le he dado instrucciones al capitán Potter, que afortunadamente está aquí siguiendo un curso de idiomas, que haga preparativos para la posible defensa de la legación. —Añadió apresuradamente—: Pese a que aún no creo que la emperatriz ose permitirle a su gente que ataque abiertamente una legación extranjera.

—Estoy de acuerdo —concordó Conger.Monsieur Knobel preguntó jocosamente:—¿No es éste el caso de ponerle tranca a la

caballeriza después que el caballo ha escapado? ¿Cómo van a llegar sus tropas a Pekín, Sir Claude, ahora que han cortado el ferrocarril?

—Debemos insistir en que arreglen la vía férrea.El ministro de Holanda lanzó una carcajada.—Hemos insistido mucho últimamente, sin

resultado visible.

Crepúsculo.—21

306'

m

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■ Entonces con las tropas vendrán Ingenieros, para hacer reparaciones provisionales a medida que avancen.

—Ya —exclamó violentamente von Ketteler—. Los soldados occidentales no permitirán que una vía férrea destrozada les impida venir en nuestra ayuda. Si usted lo desea, Sir Claude, telegrafiaré para que algunos de nuestros ingenieros...

Sir Claude alzó suavemente una mano, deteniéndolo.

—Estoy seguro de que entre nuestros respectivos cónsules, en Tientsin, Taku y otras partes, podrán hacer los arreglos necesarios sobre quién deba acompañar las tropas, Herr Barón —dijo afablemente.

—¿Y suponiendo que los chinos fueran tan desatentos como para empezar a atacar las legaciones antes de que nuestros soldados tengan tiempo de volver a dejar expedita la vía férrea? —se mofó von Rostand. El chargé d'affaires de Austria no le tenía simpatía al ministro británico.

—¿No debíamos pedir voluntarios para que patrullaran las legaciones de noche? —sugirió Conger—. Estoy seguro de que hay muchos estudiantes jóvenes que gustosamente ofrecerían sus servicios.

—Es una idea excelente —aprobó Sir Claude—. Una gran idea.

Monsieur de Giers se inclinó a un lado.—Qué extraño cómo se juntan los

norteamericanos y los ingleses —cuchicheó al oído del ministro alemán.

m

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CAPITULO XXVII\

1

r.andall miró alrededor dela sala de baile en casa de Sir Robert Hart, en la calle Aduana. Pese a que muchos ministros se encontraban ausentes, la pieza estaba atestada.

—Esta escena me hace recordar a Nerón tocando mientras Roma ardía —exclamó mordazmente—. Al vernos a todos aquí, con nuestras mejores galas, bailando al compás de la orquesta, no se creería que estamos parados en la cumbre de un volcán bastante animado.

—Como el baile que dio el duque de Wellingtón en víspera de la batalla de Waterloo —sugirió Evelyn—. ¿Cree usted que Sir Robert debió haberlo suspendido?

—Supongo que no. Nos habría significado perder prestigio. No podemos permitirnos semejante cosa. El populacho se aprovecharía para hacer otra de las suyas.

—¿Otra? ¿Qué ya han hecho algo?—¿No ha sabido lo del doctor Morrison ayer?—¿Ayudando a rescatar a la gente de la

legación de verano?Se rió.—Eso ya es historia antigua para un

corresponsal: sucedió hace dos días. Ayer oyó que había un motín fuera de la Puerta Yung Ting, y que la multitud había destrozado un tranvía eléctrico, por lo que él y el señor Whittal fueron a investigar los daños. De vuelta, cuan-do pasaban ante el Templo delúdelo, se toparon con una compañía de soldados chinos que los atacaron.

—¿Escaparon? —preguntó ansiosamente Evelyn—. Quiero decir, sin ser heridos —añadió, pues Morrison se encontraba en el baile: podía verlo mientras conversaba con el doctor Robert Voltman, que combinaba sus deberes de médico con los de corresponsal del Chicago Record.

—Sí, pero con una que otra magulladura. Siempre Morrison saldrá ileso. Tiene más vidas que un gato.

—¿Qué le hicieron los amotinados al tranvía?—Quemarlo, levantar la vía y cortar todos los

alambres.—¿Y por qué los alambres?—Porque suponen que incolnodan a los

espíritus de los muertos en el cementerio, por donde pasan (pasaban) los alambres. En cuanto a los tranvías, todo lo que se mueve sin ser tirado o empujado por hombres o bestias, tiene que ser obra de demonios. Por lo que decidieron

323'

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hacer un trabajo doble al destruir al diablo y echar a perder la obra de los bárbaros extranjeros.

—¿Es cierto que los misioneros que durmieron en los terrenos de la legación anoche, volverán ahora a sus propios hogares?

—Totalmente cierto.—¿No es eso bastante estúpido, o es que no

han oído lo que sucedió con el tranvía eléctrico?—Probablemente lo oyeron, en cuyo caso

tienen más fe que yo en el populacho chino, señorita Strangways. Ve usted —añadió disculpándose—, a veces sueño aún con la noche en que fueron muertos los padres de Chin. Sé por experiencia que cuando los chinos pierden la cabeza se vuelven incontrolables. No odiaban al señor Wen y señora, que eran conocidos por su bondad y benevolencia. Alguien gritó pidiendo sangre de cristianos, por lo que el pueblo atacó la casa de los Wen, penetró a viva fuerza, e hizo una matanza de todos los que se encontraban dentro, sin detenerse a pensarlo.

Ella suspiró.—Sin embargo, otras veces son tan

agradables.¿Ha oído que Sir Claude cerró con barricadas las caballerizas de la legación y las puertas laterales que dan al mercado mogol?

Rió entre dientes.—Esta vez Sir Claude tiene intención de

ponerle llave a tiempo a la caballeriza.A pesar de ella se encontró defendiendo al

ministro británico.—¿Qué quiere usted decir, señor Lockhart?

—preguntó fríamente.—Fueron él y el señor Conger los que se

opusieron a que se cablegrafiara pidiendo refuerzos. Ahora que todos los ministros piensan como el ruso y el francés, el Tsungli Yamen rehusa permitir que las tropas extranjeras entren en la ciudad.

—¿Es por eso que hay tantos ministros ausentes esta noche?

—Sí. Están reunidos esperando noticias del Yamen. Por una vez se han puesto firmes, dándole un ultimátum al Yamen esta mañana. "Si no nos han dado una respuesta favorable a las seis, mañana en la mañana traeremos de todas maneras las tropas", dijeron.

—¿Qué contestó el Yamen?—"No podemos dar una respuesta antes de

tres días."—¡Tres días!—Un día para mandar la petición de los

ministros al Palacio de Verano; otro para que conteste la Emperatriz Viuda, y un tercero para que el mensajero regrese a Pekín.

—¿A qué distancia de Pekín está el Palacio de Verano?

—Eso es lo divertido. Como a doce millas. No es más que otra treta para engañar a los ministros, pero ya ha pasado el tiempo del bluff.

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El señor Conger piensa cablegrafiar mañana a primera hora pidiendo la infantería de marina.

—Suponga... —Titubeó—: Quizás sea una tontería de mi parte, pero suponga que los chinos rehusendejar que los soldados entren en la ciudad. Si yo fuerachina, no lo permitiría.

—Si usted es tonta, también lo son los ministros, señorita Strangways. El señor Conger les advertirá a los soldados que si es necesario se abran camino lu-chando hacia la ciudad.

Evelyn tenía una expresión grave.—Eso significaría guerra.—Con una G mayúscula —concordó, con

inesperada violencia. Si hubiera guerra, ¿qué sería de Evelyn? Faltando sólo veintiséis horas para el anunciado funesto 1.° de Junio. Desde su altura, bajó los ojos hacia ella, y durante unos segundos su imaginación lo torturó. La vio en manos de la soldadesca china, arrancándole los vestidos del cuerpo, cortándole los pechos de su estremecido cuerpo; la vio quemada viva...

Miró ella por casualidad sus ojos frenéticos. Sobresaltada, notó que su frente estaba perlada de transpiración.

—¿No se siente bien, señor Lockhart? —le preguntó con inquietud.

Se estremeció ante el recuerdo de la vivida escena que se imaginó. Con un esfuerzo volvió sus pensamientos a la realidad, dándose cuenta de que una de las bandas chinas se preparaba a tocar otra vez.

—Hace calor aquí dentro —dijo. Recordó que no le había contestado la pregunta—. Me siento bien, realmente —protestó—. Pero esta temperatura hace que uno añore las montañas. —Vio al príncipe Igor inclinándose para agradecer el baile anterior a la señorita Armstrong, hermana de Lady MacDonald—. Aquí viene su pareja —añadió con mal disimulada irritación.

2

Junto con otros miembros, Randall estaba alojado provisionalmente en el recinto de la legación, tanto para estar a mano en caso de una emergencia como para cumplir con la orden de Conger referente a la seguridad de todos los que vivían lejos del Barrio de las

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Legaciones. Hacia allá se dirigió después del baile, encaminándose al edificio que compartía con otros solteros.

No demoró mucho en desvestirse, tomar una ducha refrescante y meterse en la cama. Menos aún tardó en dormirse. Despertó gracias a los enérgicos esfuerzos de alguien que le remecía el hombro. Cuando abrió sus párpados pesados de sueño, vio a Wang, el criado número uno del ministro, parado al lado de su cama.

—El señor Conger lo necesita, por favor, señor Lockhart.

Randall miró su reloj, observando que eran poco más de las 5 A. M. Que el ministro mandara a buscar a uno de los miembros a esa hora era algo que no tenía precedentes. Lleno de ansiedad se levantó, y después de hacer desaparecer con agua el sueño de sus ojos, se vistió apresuradamente, dirigiéndose a la oficina del ministro.

El primer secretario se encontraba con el ministro. Ambos se veían cansados y aparentaban no haberse acostado esa noche.

—Siento haber tenido que molestarlo a esta hora, señor Lockhart —se disculpó Conger, con su manera de hablar lenta y deliberada—. El Tsungli Yamen ha capitulado a nuestra exigencia de hacer venir para acá los soldados. Hace tres horas enviaron una nota al ministro británico para poner este hecho en su conoci-miento, por lo que él hizo circular esta información.

"Le digo esto, señor Lockhart —continuó cansadamente—, porque previamente se ha combinado con los ministros interesados que, como un gesto de unanimidad entre las potencias occidentales, la infantería de marina debe llegar, siempre que sea posible, en un solo cuerpo. He aquí un telegrama cifrado para el almirante Kempff, a bordo de la capitana Newark, que está anclada en Taku, telegrama que deseo ver despachado inmediatamente. Lo hago responsable de que sea enviado a tiempo porque, en caso de objeciones u otras dificultades, su conocimiento del idioma es mejor que el de cualquier otro de los miembros de la legación.

—Gracias, señor.- -Se encontrará con personal de las otras legaciones on el

telégrafo, haciendo la misma diligencia. Lo autorizo para actuar de acuerdo con ellos y para ase-gurarse de que los telegramas sean despachados inmediatamente.

—Comprendo, señor. —Randall se dispuso a partir.

•—Señor Randall.—Sí, señor.—¿áatae disparar?—Moderadamente bien, señor.—Bueno. Necesitaremos todos los tiradores

de que podamos echar mano, aun cuando espero que la vista de nuestros militares tendrá el efecto de calmar las ínfulas de los pequineses. ¡Quiera Dios que así sea!

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—¡Amén! —contestó el primer secretario. Estaba pensando en su mujer y en sus cuatro hijos.

3

Cuando madame Chamot supo que los Troubetskoy y los Strangways se proponían almorzar juntos en el hotel, le dio inmediatamente instrucciones a su marido para que se preocupara de que el pequeño grupo comiera algo muy especial.

—Un almuerzo muy bueno, Auguste —repitió firmemente.

Brillaron los ojos negi'os de él.—¿Por qué estás con tantas

consideraciones, ma chére? No hace mucho te oí describir el príncipe a esa joven norteamericana como un..., ¿cuáles fueron las palabras que usaste?

—Eso fue antes de que lo viera pelear —lo interrumpió—, ¡Qué hombre! Creo que podría haber rescatado el solo a esa gente. ¿Viste su cara?

—Sí. Y no era algo agradable de ver. No mató a los boxers para rescatar a esos pobres sitiados. Mató por el placer de matar. Pum... pum... pum..., como dispararles a las palomas de arcilla...

—No importa las razones que tuvo, querido. Si alguna vez me encuentro en apuros, ése es el hombre

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que escogería para tener a mi lado. Tú y el príncipe. Si los refuerzos no llegan mañana, necesitaremos a todos los príncipes Igor de que podamos echar mano.

—¡Mañana! —Chamot se alejó para ordenar el almuerzo especial para el grupo del príncipe Igor.

Mañana, dijo reflexionando. Entonces una sonrisa le desarrugó el ceño. Mañana era mañana. ¡Hoy... era hoy!

—Sung —llamó, al entrar a la ruidosa cocina—. ¿Qué provisión de pollos tenemos?

4

Natalie saludó con un beso a sus dos invitados. Tan pronto como estuvieron sentados dijo:

—¿Una vodka, querido?—¡Tentadora! —Sir Oliver rió entre dientes—.

Me has hecho tomar costumbres disipadas, pues "el vino hace perder el juicio a los cuerdos".

Sus ojos le sonrieron, antes de volver el rostro hacia su hija.

—¿Un jerez, Evelyn?—Bueno, gracias.Tan pronto como las tres copas estuvieron

llenas, propuso un brindis.—¡Por los soldados! Que lleguen sanos y

salvos.—¡Vamos! ¡Vamos! —Strangways apuró su

copa de un sorbo—. ¿Acaso lo dudas? —añadió.—En China se duda siempre —contestó

gravemente—, Hemos oído que han reparado la vía férrea a Tientsin. ¿Pero será cierto? Y si lo es, ¿no irá a ser despedazada de nuevo antes de que lleguen los refuerzos? El Tsungli Yamen ha dado permiso para que las tropas entren en Pekín. ¿Pero dará permiso el virrey de Chihli para que las tropas se suban al tren en Tientsin? ¿Llegarán los soldados a Pekín antes de la hora de cerrar las puertas de la ciudad? Y especialmente, ¿la presencia de marinos extranjeros irá a precipitar la crisis que su venida tiene por objeto evitar?

Miró desasosegadamente en dirección a su hija.

No haces que el futuro parezca de color de rosa, mi amor.

Igor entró en la habitación de su hermana.—Dame un trago —le dijo, después de

haberlos saludado. Vació su copa con la rapidez característica del adicto a la vodka—. Hay veces, Oliver —comenzó diciendo con irritación—, en que no consigo comprender ni a los ingleses ni a los norteamericanos.

Strangways sonrió. La falta de comprensión era mutua.

—¿Qué ha sucedido ahora? —preguntó con un interés tolerante.

—¿Cree usted que los chinos están blufeando?

—Bueno...Igor hizo un gesto de resignación.

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—¡Ve usted! Todavía tiene fe en que no sucederá nada.

—¿No es acaso natural?—En estas circunstancias no —contestó

violentamente.—¿No ha aceptado el Yamen que los marinos

entren en la ciudad?—¡Bah! ¿Cuántos? Unos pocos. Si queríamos

estar seguros de que los chinos no nos atacaran, debimos haber insistido en que nos mandaran miles. ¡Pero no! ¿Qué dicen MacDonald y Conger? Una pequeña fuerza tendrá el efecto moral necesario, sin darle al Gobierno chino razón para pensar que tenemos un motivo ulterior al traer acá un contingente armado.

—¿Qué piensa usted?—Lo que pensarían todos los que saben de las

condiciones que prevalecen aquí. Lo que cree su Sir Robert Hart. Que la vista de una fuerza tan pequeña pueda enardecer a la gente.

—Pienso de todas maneras que uno debía agradecer el hecho de que el Yamen haya consentido en admitir a la infantería de marina.

—¿Por qué? x

—Si tenían intenciones de darles carta blanca alos boxers, no habrían permitido que entraran refuerzos, por muy reducido que hubiese sido su número.

Igor sonrió con altanería.—Querido amigo, así es como piensa el

Oeste, no el Este. —Añadió—: Lo malo con ustedes y los norteamericanos es que, como pueblo, son ustedes transparentemente honrados. Porque son despreocupados y confia-dos, creen que todos los demás son así. El Yamen continuará aparentando ante las potencias occidentales hasta el momento en que den el golpe.

De nuevo Strangways miró a su hija.—¿Existe alguna probabilidad de hacer salir a

Evelyn?—No, papá. —Evelyn estaba totalmente

decidida—. Yo no podría fugarme ahora. Me daría vergüenza. Si alguien debe salir de Pekín, que sean los niños.

—Supongo que tienes razón —concordó de mala gana. Frunciendo el ceño se volvió hacia Igor—. ¿Con seguridad que un tren que puede transportar trescientos cincuenta hombres dentro de Pekín, podría llevar el mismo número de mujeres y niños fuera de Pekín?

—Naturalmente que podría —asintió Igor—. En realidad, se podían mandar en él unos cuantos marinos para que sirvieran de guardias. Pero antes de que se pudiera arreglar eso, tendría que persuadir a los ministros de que el peligro es lo suficientemente grande como para que justifique alejar a las señoras.

—Sin duda... —Sir Oliver se encogió de hombros. Las formas diplomáticas estaban fuera del alcance del común de las gentes.

Luego bajaron a almorzar. El restaurante estaba más atestado que de costumbre, pues mucha gente que vivía a alguna distancia del

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Barrio de las Legaciones había seguido el ejemplo de la princesa Natalie, reservando piezas en el Hotel de Pekín. El murmullo de las conversaciones era continuado y recio. Entremezclados con el inglés, se hablaban casi todos los idiomas europeos y, pese a la severa crítica de Igor sobre la com-placencia del personal de varias legaciones, en general

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la atmósfera era tensa. La mayoría preguntaba y discutía una sola pregunta:

"¿Llegarían los refuerzos a tiempo?"¿A tiempo para qué? No eran muchos los que

tenían el valor de completar la frase; pero todos sabían sin que se la hubieran dicho. ¡A tiempo para impedir el ataque amenazado! Si los marinos no conseguían llegar y si se llevaba a efecto el ataque, no quedaría mucha esperanza. Eso era evidente hasta para los más confiados u optimistas. El populacho chino barrería todo a su paso, tan rápida y destructivamente como el Yangtzé en plena avenida. Ningún extranjero viviría para contar la historia: ni hombre, mujer o niño.

Randall entró en el restaurante. Tenía noticias que quería comunicarles a Evelyn y a su padre, pero cuando los vio en compañía de los Troubetskoy, se preguntó si no sería mejor esperar. Mientras trataba aún de resolverse, madame Chamot se acercó a él.

—¿No me diga que permitirá que un poco de oposición lo detenga? —dijo embromándolo—. ¡Señor Lockhart! ¡Usted, un compatriota mío!

—No le entiendo.Sus ojos irradiaron picardía.—Tendrá que controlar su expresión si no

quiere que la gente le adivine todos sus pensamientos. Siga mi consejo y no juegue nunca póquer. Perdería hasta el último centavo. Vaya —lo alentó—. Júntese con ellos. Están ya en el café.

Natalie solucionó su problema. Miró hacia él y le hizo señas para que se juntara con ellos. Cuando llegó a la mesa, ya un criado había añadido una quinta silla.

—¿Tomaría usted café y coñac, señor Lockhart?

Habría sido una descortesía rehusar.—Bueno, gracias. —Añadió—: Tengo noticias

para la señorita Strangways y Sir Oliver. El señor Conger ha recibido respuesta del almirante Kempff. Trescientos cincuenta guardias parten a Pekín en tren especial.

—¡Trescientos cincuenta! —El príncipe Igor se encogió de hombros.

Randall se sorprendió.—¿No está contento acerca de la cantidad,

Alteza?Igor lo miró echando chispas por los ojos.

Apresuradamente Natalie rompió el pesado silencio.

—Mi hermano cree que un número tan reducido puede hacer más daño que bien, señor Lockhart.

—Sólo fueron necesarios siete de nosotros para salvar a ese grupo de belgas de las manos de cientos de boxers, Alteza —hizo notar Randall con satisfacción.

—Touché! —murmuró Natalie con una risa divertida.

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5

A comienzos de la tarde, el primer secretario hizo llamar a Randall.

—Hemos sabido que el tren especial debe llegar poco después de las siete. El señor Conger desea que lo espere y acompañe a los muchachos hasta acá. Me gustaría que usted viniera conmigo.

—Sí, señor. ¿Pero no estará cerrada Yung Ting?

—El Yamen ha aceptado que permanezca abierta hasta que las tropas hayan pasado.

—Dejando abierta la puerta de la trampa —masculló Randall.

—¿Qué es eso? t

—Pensaba en lo que el príncipe Igor dijo hoy a la hora del almuerzo, señor Squiers. Opina que debíamos tener diez veces esa cantidad en viaje hacia acá.

Squiers sonrió.—Su Alteza es de naturaleza impetuosa. Tal

vez es una suerte que monsieur de Giers sea más reprimido.

Acompañados por guardias, los dos hombres se dirigieron en carromatos pequineses hacia la estación, que se encontraba a alguna distancia al sur de la Puerta Yung Ting. Las calles estaban más densamente atestadas que nunca; en particular la calle Chien Men. Más de la mitad de la población parecía haberse congregado ahí para presenciar la llegada de los marinos extranjeros. El verlos hizo que a Randall se le apretara el estómago; no podía creer que estuvieran allí como simples espectadores.

Esperaba disturbios en el trayecto a la Puerta Yung Tlng, pero los guardias de la legación abrieron camino para que pasaran los carromatos, y, para sorpresa suya, el gentío se hizo mansamente a un lado, en extraño contraste con los lanzamientos de piedras y las burlas e insultos con que fueron saludados los extranjeros los días pasados. Era difícil creer que faltaban pocas horas para el amenazado ataque, y que esta gente tranquila y bien educada se preparaba para la rapiña y la matanza.

Salieron sin ser molestados por la Puerta Yung Tlng. Fuera de las murallas de la ciudad, el camino hacia la estación se encontraba relativamente vacío y poco tardaron en hacer el resto del trayecto. Llegando a la estación se encontraron con miembros de las otras legaciones: monsieur Kroupensky, primer secretario de la legación rusa, y monsieur Popoff, el intérprete; Her- bert Dering y Henry Cockburn, de la legación británica; monsieur Fliche, de la legación francesa; el señor Ko- jima, agregado de la legación japonesa, y un miembro de la legación italiana.

Poco antes de las siete y media, Dering dio un grito:

•—Ahí viene.Una veintena de cabezas se dieron vuelta y los ojos

brillaron de alivio al percibir la negra columna de humo que flotaba lentamente sobre los tostados campos de arroz.

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Todos los presentes tenían el mismo -pensamiento. Era agradable saber que más de trescientos cincuenta hombres aguerridos habían llegado.

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CAPITULO XXVIII

I

EL TREN ENTRÓ LENTA Y Es-trepitosamente en la estación y se detuvo rechinando. A todo lo largo del tren las puertas de los carros fueron abiertas con alegre desenfado, y hombres gritones y reidores, vestidos con los uniformes de seis naciones, bajaron, saltaron o fueron empujados hacia afuera; hombres pueriles y atolondrados de Norteamérica, Inglaterra, Francia, Italia, Japón y Rusia: joviales aliados en la causa de la paz y la protección.

Randall miró ansiosamente buscando a los marinos del Newark. Cuando él y el primer secretario se dirigían velozmente en dirección a ellos, su corazón se conmovió al oir el grato sonido de las voces norteamericanas de los marinos que se gritaban los unos a los otros.

—Hola ahí, Butch, viejo tal por cual, ¿dónde has estado?... ¿Alguien ha visto a Dutchy? ¿Dónde está Dutchy? ¿Qué se hizo ese dólar que te presté?... Miren, compañeros, ¿puede alguien por amor a Cristo decirme qué se hizo mi gorra?... A todo, yo prefiero la Calle Treinta y Tres... Eh, camarada, ¿dónde se encuentra la taberna más próxima? Tengo el gaznate como papel de lija... ¡Compañeros, miren a esos gringos!...

Hombres de Brooklyn, de Wilmington, San Francisco, Dallas... Randall suspiró de nostalgia. A todo, yo prefiero la Calle Treinta y Tres, repitió mentalmente.

Los gringos estaban igualmente bulliciosos; másaún, porque estaban en mayor número. ¡Había tres más!

-¡Truenos y relámpagos! He visto mejores castillos de arena en Soufend... ¿No te puedes esperar la mitad de un segundo? Tengo chueco este maldito cin- turón... Oye, Dai, es francamente repugnante ver mujeres con pantalones... Te prevengo, compañero: si no terminas de desentonar esa condenada canción, te voy a romper tu condenada crisma... ¡Demonios! Si esos yanquis están buscando pelea...

Los contingentes norteamericanos e ingleses se midieron con la vista. Pronto hicieron bulliciosa la noche con maullidos y silbidos. Los menudos y vivos marinos japoneses miraban con ojos serios. Quizás los chinos tenían razón al llamarlos bárbaros. ¿Ese era el concepto

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occidental de la disciplina? Los franceses se encogieron de hombros, "lis sont fous, comme toujours, ees anglais." Algunos escupieron. Otros exclamaron: "Merde!", de todo corazón. Los italianos cantaron una canción napolitana para no desalentarse. Los marinos rusos miraban derecho hacia adelante, poniéndose firmes cada vez que sus oficiales los miraban.

Una figura rechoncha, con polainas, se adelantó a encontrarse con Squiers y saludó. Bajo su gorro puntiagudo, su bigote gris parecía blanco, y la expresión de su rostro era alerta y marcial.

—Capitán McCalla, señor, a cargo del contingente norteamericano.

—Encantado de darle la bienvenida a Pekín, capitán. Soy Herbert Squiers, primer secretario. Este es el señor Randall Lockhart, secretario-intérprete.

Tan pronto como el contingente se puso en fila y se disciplinó, el tumulto se fue apagando. Los hombres permanecieron a discreción, mientras que sus oficiales y los miembros de la legación se, presentaban los unos a los otros. Después se agruparon para organizar la marcha hacia la ciudad.

El jefe de los marinos británicos, capitán Strouts, miró a su alrededor.

—Señores, ¿en qué orden seguiremos hacia nuestro destino? Como el contingente más grande de acá, su-Klero que se les dé a los británicos el honor de abrir la marcha.

—Me opongo firmemente a esa sugerencia, señor -declaró vehementemente el capitán McCalla—. El orden debe ser alfabético, por lo que reclamo ese privilegio para la infantería de marina norteamericana.

Desgraciadamente, los oficiales franceses entendían inglés.

—Naturalmente que debe ser alfabéticamente, messieurs, lo que pone a Francia a la cabeza.

—¡Qué ridiculez! —exclamó McCalla—. A viene antes de F. A, por América.

—Pardon, monsieur le capitaine, pero su contingente no es de América, sino de los United States of America. Por lo tanto, ustedes irán al último.

—Exactamente, pero de todas maneras eso significa que los británicos irán a la cabeza —dijo Strouts arrastrando las palabras.

—En absoluto —argüyó el francés—. United King- dom viene penúltimo.

—¿Qué sucede? —preguntaron los oficiales rusos. Cuando su intérprete tradujo, su expresión se volvió furiosa—. Los marineros de su Imperial Majestad el Emperador de todas las Rusias no van detrás de nadie —declaró su jefe.

El capitán Strouts frunció el ceño.—Nuestro cañón Nordenfeldt debía ir

adelante, por el efecto moral.—Nosotros también tenemos un cañón —

McCalla se mordió los labios—, un cañón de tiro rápido.

Al capitán italiano se le iluminó la cara.

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—¡Ah!, mis queridos capitanes, pero el caso es que nosotros también tenemos un cañón, un cañón con balas de a libra, que sembrará el terror en el corazón de estos estúpidos chinos. —Se inclinó graciosamente—: Por lo tanto, los italianos abriremos la marcha.

—No toleraré que nuestros marinos vayan en segundo lugar detrás de los italianos. —El ruso golpeó el suelo con la vaina de su espada.

La discusión se acaloró; pero cuando estaba en lo

Crepúsculo.—22más roclo, el capitán McCalla se alejó sigilosamente y le;; dio órdenes a sus marinos. Cuando se pusieron firme: Paso vivo —rugió.

Pese a que los norteamericanos fueron rápida y estrechamente seguidos por los rusos, el pueblo chino permitió a los jefes retener su lugar, pues un inmenso gentío se había congregado alrededor de la estación, sin dejar espacio para que maniobraran los marinos competidores. En verdad, el populacho apenas si dejaba un estrecho sendero para que pasaran los contingentes.

Burlas e insultos les fueron gritados a los marinos. "Bribones..., hijos de perra..., peludos..., bárbaros..., engendros de demonios...", pero viniendo de la inmensa muchedumbre, los insultos no tenían plan ni ilación. En su mayoría los rostros amarillos estaban desprovistos de expresión. El gentío se encontraba allí para observar.

Los norteamericanos, ingleses e italianos tenían sus cañones. Los rusos sus cornetas. Tan pronto como estuvieron lejos de la estación, su indignado coman-dante ordenó que las tocaran. No menos enfurecidos con los norteamericanos por su astuto triunfo, los rusos, capitanes y tropa, decidieron hacer que se les erizaran los cabellos a los yanquis, tocando a todo pulmón, y el sonido de sus cornetas se oyó por todas partes: sobre las cabezas de la apretada muchedumbre y, en alas del viento sur, sobre las murallas de la Ciudad China. Si brillaron los ojos de los chinos al oir las agudas notas, entonces fue una expresión de sensibilidad estimativa; les gustaba la música de las cornetas; tenían cornetas inventadas por ellos, algunas espantosamente grandes e inmensamente temibles, y se necesitaban dos hom-bres para manejarlas.

Con un gran floreo final, los rusos bajaron sus cornetas, satisfechos con su esfuerzo. Pero, ¡ay!, no eran los únicos en tener cornetas. También las tenían los franceses, que siempre han sabido soplar en ellas. Apenas había cesado la última nota rusa, cuando los fran-, ceses alzaron sus cornetas llenando de notas el crepúsculo.

¡Esto sí que era diversión!—¡Denles firme! —bramaron los marinos

británicos—. Soplen, comedores de ranas. Ensordezcan a esos rusos.

Los franceses ni oyeron esas palabras de aliento ni las necesitaban. Soplaron hasta que el sudor les corrió por las mejillas, pues el pesado calor del día empezaba a decaer.

El grato eco de la música marcial llegó a los vigilantes oídos de los extranjeros que se habían

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juntado en la legación para darles la bienvenida a los guardias. Hubo vítores y aclamaciones, especialmente del pequeño grupo de estudiantes en la legación británica. A una señal de su jefe, se abrieron camino por la atestada calle Legación, pasando por la Puerta Chien, y una corta distancia por la calle Chien Men. Allí esperaron la llegada del contingente británico. Al aparecer el capitán Strouts, el cabecilla de los estudiantes agitó la mano, y el aire de una famosa marcha del ejército británico saludó a los marinos.

"Somos soldados de la Reina, compañeros", bramaban los estudiantes mientras marchaban ante los marinos. Después de unas bromas amistosas —pues los marinos no eran unos soldados sanguinarios, no, señor—, el contingente británico les hizo coro gustosa-mente, y sus cantos alegraron el corazón tanto de los residentes extranjeros como de los refugiados.

Así marchaban por la calle Legación los trescientos setenta y ocho hombres, en medio de continuos vivas y aplausos... Sólo estaban a cuatro horas de la hora cero.

2Evelyn durmió a intervalos esa noche. Se fue

a acostar, sintiéndose confortada por la llegada de los marinos y afectada por la atmósfera de casi histérico alivio que se había propalado entre los residentes extranjeros. Pero al refrescar la ñOche, llegó la reacción.

El 1.° de junio había empezado. ¡El día del amenazado ataque boxer a todos los extranjeros y cristianos!indudablemente que los trescientos setenta y ocho hombre.'; harían todo lo posible, pero su número era muy pequeño en comparación con los probables miles de bo- xers que ya se encontraban en la ciudad, esto sin contar los miles más que se juntaban en un sitio u otro, a menos de un día de marcha de la capital. Y de los miles de soldados imperiales de que también dispondrían si la Emperatriz Viuda respaldaba la rebelión.

Pese a su determinación de no dejar que sus pensamientos se ocuparan de las horas por venir, cada vez que se daba vuelta en la cama despertaba a medias y se encontraba escuchando. Pero la noche no era más ruidosa que de costumbre. En verdad, el primer ruido insólito vino de los terrenos de la vecina legación de Francia, donde se encontraban alojados los setenta y cinco marinos franceses, y era el de una corneta tocando diana.

Decidiendo que le sería imposible dormir más, se levantó. Salía el sol, una bola de fuego en un cielo sin nubes. Ni señal de la lluvia anunciada por Sir Claude, pensó. Y había amanecido el primer día de junio. Una vez empezado el ataque, la lluvia no conseguiría detenerlo. Para esa lúgubre profecía tenía la opinión tanto del príncipe Igor como de Sir

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Robert Hart: dos extranjeros que conocían realmente a los chinos.

Oyó movimientos en la pieza contigua, y se dio cuenta de que su padre estaba despierto. Golpeó en la pared divisoria.

—¿Puedo entrar, papá?—Sí, querida mía.Se puso la bata y atravesó la galería en

dirección a su pieza. Encontró que su expresión era grave.

—Buenos días, hijita —la saludó, besándola en la frente.

—Siento venir tan temprano.—No necesitas disculparte. Tú y yo no somos

los únicos que hemos dormido mal. Mira.Le indicó el patio hacia el que daba el

dormitorio. Mirando por las ventanas notó que muchos otros huéspedes estaban en pie.

—¿Seremos todos cobardes, papá querido?Pensó en la pregunta; entonces hizo un gesto

de incertidumbre.—¿Cómo puedo contestarte? No lo sé. Nunca

sospeché que fuese cobarde, pero esto de esperar una carnicería en masa es..., bueno, no es fácil de aceptar con ecuanimidad. Debemos recordar el antiguo dicho: la expectación es generalmente peor que la realización. —Añadió después de una pausa—: Sir Claude cree aún que la Emperatriz Viuda controlará a los boxers.

—El príncipe Igor no piensa así. Y conoce mejor a los chinos que Sir Claude.

Asintió pensativamente—Es cierto, pero, por otra parte, el

temperamento ruso no es tan naturalmente alegre como el británico. ■—Le pasó un brazo por la esbelta cintura—. ¿Tú quieres a Natalie, no es verdad?

—Mucho.—¿Y no te opones a que nos casemos?—Estoy muy feliz, papá. Realmente lo estoy.

Por ti. Debes sentir la soledad...—Mucho. —Después de otra pausa dijo—: Me

gustaría casarme pronto con ella, por si acaso.—¿En caso de un ataque chino?—Sí. Quisiera sentir que tengo derecho a

protegerla.—¿Se lo has preguntado?—Todavía no. Hemos hablado de esperar

hasta el otoño...—Entonces debes hablarle pronto. Esta

misma mañana. ¿Me lo prometes?La besó por su comprensión e hizo un signo

afirmativo.

3

Llena de azor amiento, la población extranjera se aventuró en las calles. Para sorpresa de ella, todo se presentaba normal. Las calles no estaban más atestadas que de costumbre, ni era mayor el número de bo- xerr, en evidencia. Nadie fue molestado. No trataron de lap idar los . La gente parecía más hosca que

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agraviada por la llegada de los soldados extranjeros.

A medida que pasaban las horas, se hizo cada vez más evidente que el amenazado ataque había sido pospuesto, incluso admitiendo que la amenaza no había sido más que bluff. Los ánimos mejoraron. Los pesimistas se pusieron menos aprensivos, mientras que los optimistas no trataron de ocultar su presunción.

—Querido amigo, no te dije que no había necesidad de tomar en serio estas estúpidas amenazas...

—Era evidente desde el comienzo que la Corte estaba blufeando...

—Acuérdate de lo que te digo: no tendremos molestias en el futuro...

Tal vez no en el propio Pekín, pero en los distritos distantes los boxers siguieron acosando a los chinos cristianos. Randall se quedó abismado ante la cantidad de telegramas que llegaban de los misioneros, apelando al ministro para que les consiguiera protección. Le habló al primer secretario acerca de ellos.

Squiers era práctico.—No hay nada que el señor Conger pueda

hacer por los chinos convertidos, señor Lockhart. No crea ni por un momento que es complaciente o que no está afectado por esos telegramas. Desgraciadamente, el asunto es interno. Un representante extranjero no puede intervenir entre el Gobierno chino y los súbditos chinos. Sólo podemos protestar ante el Yamen cuando se trata de nuestros compatriotas. Esperemos que la tranquilidad que hay hoy en Pekín sea el feliz presagio de un tranquilo porvenir.

Así pasó el primer día de junio. Si hubo un factor que echó a perder el día para los extranjeros, los chinos no fueron responsables por ello. El sol fue el culpable. Fulguró sobre la ciudad desde el amanecer hasta el crepúsculo. El calor era insoportable. En reverberantes oleadas se reflejaba de un lado a otro del suelo de barro cocido y de las paredes de ladrillo. Los culíes iban de un lugar a otro desnudos hasta la cintura. Rechonchos tenderos se desvistieron igualmente, y fueron más afortunados que sus más humildes hermanos, pues permanecían sentados de piernas cruzadas en la sombra de sus tiendas, sumidos en sopor durante horas enteras. Los extranjeros suspiraban por las legaciones de verano y sus frescas brisas de montaña.

La noche fue tranquila. Igual cosa la mañana, cuando amaneció. Otra mañana calurosa y sofocante, que hacía augurar un calor aún más intenso. Sir Claude MacDonald miró los rostros indiferentes de sus niños y mandó buscar al capitán Strouts.

—¿Qué les parece este calor a usted y a sus hombres, capitán?

—Demasiado para nuestro gusto, señor. Las calles ya están ardientes.

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—Estoy preocupado por mis niños. Generalmente pasan los meses de verano en la montaña, en lo que llamamos las legaciones de verano.

Strouts asintió.—Ya he oído acerca de las montañas, Sir

Claude. Se me figuran un paraíso en este momento.

—Me siento inclinado a mandar para allá a los niños, para que cambien de aire, a cargo de la hermana de Lady MacDonald, la señorita Armstrong.

El capitán estaba francamente alarmado.—¿Será seguro mandarlos, señor?—Solos no, naturalmente. Creo que

podríamos privarnos de algunos marinos para que fueran con ellos, ¿verdad? ¿Unos diez?

—Pero, señor...—Los cerros están a pocas millas de

distancia. En caso de necesidad el grupo podría estar de vuelta aquí en tres horas o menos. El cambio también les haría bien a los hombres.

—Como usted diga, señor —contestó tiesamente Strouts—. En caso de que estallaran disturbios, necesitaríamos de todos los hombres disponibles. El recinto de la legación es demasiado grande y demasiado lleno de edificios aislados para mi tranquilidad de espíritu.

—La ciudad está tranquila, capitán. No ha habido ningún Incidente desde la llegada de ustedes. El ver a nuestros eficientes y aguerridos hombres ha acobardado al populacho.

- -Muy bien, señor. ¿A qué horas deben estar prontos los hombres?

—Dentro de una hora, capitán.Así, pues, la señorita Armstrong, junto con

los niños y una escolta de marineros, salieron de viaje hacia la legación de verano. La noticia de su partida se esparció rápidamente, causando grandes polémicas. En general había tres opiniones. El primer grupo no fue lisonjero hacia el ministro británico. Entre los que lo criticaron se encontraba Sir Robert Hart.

—Si cree que no hay más peligro que temer, es un necio —dijo en seguida—. Estos valientes boxers están buscando pelea. Además, sé que el ministro francés le ha advertido que, según informaciones privadas, el ataque pospuesto empezará el cinco.

—¡El lobo! ¡El lobo! —lo embromó Strangways.

Sir Robert se mordió los labios. Se preguntaba lo que estarían pensando los otros ministros extranjeros, y la respuesta lo hizo sentirse con más calor que antes.

El otro grupo estaba influido por una franca envidia. Al usar pañuelo tras pañuelo, enjugándose el sudor de los cuellos y caras, pensaban pesarosos en las frescas brisas y fértiles campiñas.

Más ruidoso que ninguno de los grupos era el de los optimistas, Si el ministro británico estaba dispuesto a permitir que sus niños fueran a las

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montañas, y a privar la legación de diez guardias valiosos, entonces evidentemente no existía peligro alguno. La crisis debía haber pasado. La entrada de casi cuatrocientos guar-dias a Pekín les había mostrado a los chinos que no podían pasar por alto impunemente las exigencias de las potencias occidentales.

Las horas pasadas parecían justificar el optimismo de los que creían que la crisis había terminado. Todo estaba tranquilo en Pekín. Todo el mundo se ocupaba de sus asuntos. Varios pensaron seguir el ejemplo de Sir Claude. En ninguna parte de la ciudad era posible per-

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manecer fresco. Pocos eran los que podían recordar un año en que el verano hubiera sido más caluroso y seco. ¡Oh sentir la lluvia sobre la piel, llevándose el sofocante calor! ¡Oh las brisas frescas y los verdes campos de las montañas!

El día siguiente, Domingo de Pentecostés, fue igualmente tranquilo. En la mañana la población extranjera católica se derramó en la Ciudad Imperial para asistir a misa en la Catedral Peitang, y nadie la molestó. Los protestantes asistieron a sus iglesias; los disidentes a sus capillas, y no sufrieron vejámenes. Una mañana jovial, y tanto más consoladora, por haberse unido todos en fraternal comunión.

En seguida la tarde les trajo alegres noticias. Dos nuevos contingentes extranjeros habían llegado: cincuenta soldados alemanes, acompañados por treinta y cinco marinos austríacos con una ametralladora.

Y más tarde, justamente antes del crepúsculo, hubo mejores noticias aún para la población británica. Había llegado el correo de su país. Algunas de las mentes más melancólicas empezaron a cambiar de idea. Quizás el obispo Favier y Sir Robert Hart habían permanecido demasiado tiempo en el campo; su visión sufría el prejuicio de recuerdos del pasado; su percepción había perdido su agudeza. La gente durmió más tranquila esa noche que durante mucho tiempo pasado. ¿Un ataque boxer? ¿Ahora? ¿Con más de seiscientos cincuenta hombres para rechazarlos? ¡No era probable! Habían perdido su oportunidad esos locos de los boxers...C A P I T U L O X X I X

1

EN AGUDO CONTRASTE CON LA animada vida en Pekín durante los meses pasados, tanto Dulce Virtud como Chin, en sus respectivas esferas, encontraron la vida en el Palacio de Verano monótona y deprimente.

De los dos, quizás era Dulce Virtud la que sufría más, porque su conciencia y el pesar la atormentaban sin tregua. Ignorando que Chin no era lo que parecía, se había convencido a sí misma de que el espantoso destino que creía que le había tocado era causado por ella al haberle enviado una carta.

Lo veía muy seguido, pues la emperatriz seguía deleitándose en forzarlos a estar juntos al atenderla. Eso significaba que ambos tenían que estar continuamente alertos para que jamás los viera mirarse el uno al otro. Ni tampoco osaban hablarse, ni siquiera cuchicheando, pues la emperatriz parecía poseer una perversa intuición cuando la gente susurraba a su alrededor, incluso cuando estaban a espaldas de ella o lejos.

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Aun cuando Chin (hubiese podido contarle a Dulce Virtud que no era un eunuco, no se habría atrevido a decírselo. Estaba seguro de que su felicidad la habría traicionado, e igualmente tenía la certeza de que si privaba al Venerable Buda de divertirse a expensas de Dulce Virtud, habría encontrado otra manera de castigarlos. Por lo que guardó silencio, y sufrió a causade su sufrimiento. La emperatriz notó esto, y a menudo sonreía con malicia.

¡Pobre Dulce Virtud! Fuera de padecer por su causa y la de Chin, su estada en el Parque de la Cultura de la Vejez Armoniosa, del Palacio de Verano, despertaba su simpatía hacia el emperador, aún más que la que sintió en sus pobres habitaciones en Pekín. En el Palacio de Verano, que era la residencia favorita de la emperatriz, había inventado- un castigo para él, que era inigualado en sádico refinamiento, pues no se le habían escogido habitaciones aisladas, mal amobladas para su residencia, sino un exquisito pequeño palacio ¡Situado al margen de un hermoso lago.

Tres edificios, dentro de un recinto amurallado, comprendían la Casa de las Rizadas Aguas de Jade: el edificio principal, que era usado como Sala del Trono y residencia del emperador, y dos alas angostas que formaban los límites este y oeste; el del oeste miraba hacia el lago. i

El segundo dí^, de su estada en el Palacio de Verano, el emperador mandó buscar a Dulce Virtud. Huang la escoltó desde las habitaciones de la Emperatriz Viuda, saliendo a un día helado, pero claro como un burbujeante manantial. Podía ver, a millas de distancia, las montañas recortándose agudamente; se veían rosadas en el sol del atardecer; y cerca, un lago de aguas tranquilas y obscuras como mármol pulido.

Al pasar por una puerta al patio que quedaba detrás, Dulce Virtud se sintió maravillada, tan diferente era la Casa de las Rizadas Aguas de Jade de la prisión del emperador en una pequeña isla. La vista del lago, con las montañas bañadas de sol en la lejanía, debía Ser deliciosa, pensó; bálsamo para un espíritu preocupado. Esperaba compartir la terraza con el emperador, conversando con ¡él y gozando de la exquisita belleza de la naturaleza.

Cruzaron el patio y entraron por la sala, una pieza atractiva, con hermosas linternas suspendidas. Al extremo, como de costumbre, el trono, orientado hacia el sur, se encontraba en un bajo dosel rodeado de ba-lau.'il.nida,';; detrás, un inapreciable biombo de cinco linja:; flanqueado por magníficas plumas de pavo real colocadas en altas varillas.

Uuang-Shu, indiferente como siempre, se encontraba recostado en el trono, pero sus ojos brillaron afectuosamente al ver a Dulce Virtud.

—Necesito tu compañía, Dulce Virtud —empezó diciendo, tomándola de la mano—. No sé qué es lo que me desagrada más: Pekín o el Palacio de Verano.

—¡Oh! Debéis odiar más la Ciudad Imperial.—¿Por qué?—Allí vivís en una pequeña y solitaria isla, en un edificio de

tres piezas, malamente amoblado. Mientras que aquí...—¿Aquí?—Este palacio es más adecuado para vuestra eminente

persona.—¿Crees eso? —sonrió tristemente.—Aquí hay bastante espacio para Vuestra Imperial Majestad,

suntuosos amoblados y magníficos paisajes.—Ven, te voy a mostrar algo.

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Había dos puertas, una a cada lado del trono. La llevó primero por la que se encontraba a la izquierda, y penetraron en un pequeño dormitorio, que era poco más que una antecámara y pobremente iluminado; el aire tenía olor a humedad y encierro. Por lo menos los obscuros muros eran hermosos, pues en uno había pintado un paisaje, y los emblemas de larga vida, una grulla y un ciervo, en el otro.

—¿Así te imaginas tú el dormitorio de un emperador, Dulce Virtud?

Estaba demasiado turbada para hablar, por lo que la condujo a la otra habitación, a la derecha del trono, que difería solamente en las delicadas pinturas murales, y, en seguida, a una tercera pieza.

—¿Y bien? —preguntó.—Aún tenéis otros dos edificios, uno con vista al lago.—¡Ah! Naturalmente.La llevó al patio, cruzando al edificio occidental.—Entra, Dulce Virtud —la invitó, abriendo la puerta de par

en par.Ella avanzó, y se detuvo sorprendida: le detenía la pasada

una sólida pared de ladrillo.—¡Majestad!—La pared corre a lo largo de todo el edificio. El Venerable

Buda la hizo construir hace dieciocho meses —le explicó—. Al extremo puede verse la rizada superficie del lago Kun Ming, cuando las brisas estivales lo acarician suavemente, y capullos de loto, que forman una alfombra de nieve desde aquí a la eternidad; y el Pabellón de la Nube Extendida, y el hermoso Puente de Jade..., pero ninguna de esas exquisitas delicias son para los ojos de su real prisionero. Para él hay paredes de ladrillo al este y oeste, la Casa del Trono al norte, y una puerta cerrada y vigilada al sur.

—Es como ponerle un vaso de agua más allá del alcance de su mano a un hombre sediento —exclamó ella con enojo.

El asintió tristemente.

2La emperatriz no permitía nunca que Chin se alejara de su

lado. A veces sospechaba que ella lo quería hacer favorito a fin de provocar deliberadamente los celos de Li Lien-ying. Li no temía que Chin lo suplantase; sin embargo, odiaba al nuevo eunuco con todo el veneno de su mezquina naturaleza; y si la emperatriz esperaba que, en consecuencia, Li hiciera sufrir a su rival, se engañaba respecto a las sutilezas de que era capaz el eunuco jefe. Descargaba su rencor en Chin de muchas maneras despreciables, pero no tenía la suficiente seguridad sobre la actitud de la emperatriz, para darse cuenta del tiempo que duraría su favoritismo. En consecuencia, por el momento se reprimía.

—¡Wen Chin!Chin se acercó apresuradamente a la emperatriz.—Sí, Venerable Buda.Su modo era travieso.-Tendrás que comer más para rellenar tus car- ne.s; do lo

contrario se preguntarán por qué permaneces tan esbelto.—Eso se hará, Venerable Buda.—Me alegra haberte salvado de que te castraran, Wen Chin.

Eres más humano para conversar que los verdaderos eunucos. ¿Has estado en Shanghai?

—Sí, Venerable Buda.—Cuéntame acerca de ese lugar.Le describió Shanghai e hizo varias referencias indirectas a

esos extranjeros que habían ayudado a incrementar la prosperidad de la ciudad. Para sorpresa suya, ella no frunció el

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ceño ni pareció enojada cuando le habló de los norteamericanos, ingleses y franceses. Pronto comprendió por qué. No estaba prestando atención a nada de lo que él decía. Poco después lo interrumpió:

—¿Sabes mi edad, Wen Chin?—'Es un asunto histórico. Sólo habrá pocos chinos que no se

sientan pesarosos por esa guerra con el Japón, que echó a perder las celebraciones del sexagésimo cumpleaños de Vuestra Majestad.

—Sí, naturalmente, ¿pero represento mi edad?—El Venerable Buda parece tener la mitad de esa edad.Lo miró como para embaucarlo.—Vamos, Wen Chin, ahora me estás halagando.—No es vuestro esclavo el que halaga, sino la juvenil

apariencia de Vuestra Majestad.—Pero seguramente que represento..., digamos, ¿unos

cuarenta años? ¿Cuarenta y dos o cuarenta y tres quizás?—Un filósofo podría calcular la edad de Vuestra Majestad en

cuarenta y tres años, pero reconocería en los ojos de Vuestra Majestad, y en el profundo conocimiento que tiene Vuestra Majestad de la historia china, la sabiduría que viene de haber vivido tantos años. Realmente, sólo él sospecharía la verdadera edad de Vuestra Majestad.

—¿Hasta tal vez me creería más vieja de lo que 60y?—Su Majestad tiene, como toda China lo sabe, la sabiduría

del doble de esa edad.—¿Por qué será que hasta mis eunucos principales son

incapaces de hacer observaciones tan cuerdas?—Cuando un hombre es castrado, pierde más que el poder

de procrear. No puede crear pensamientos.—'¡Tonterías! —contradijo vivamente—. Ese argumento se

podrá aplicar en algunos casos, pero no en todos. Li Lien-ying es un hombre inteligente. Tengo buenas razones para fiarme de sus consejos.

—Li Lien-ying es un hombre de extraordinario talento, Majestad.

—Sí. —Hizo un signo afirmativo—. Sí, tuve razón al hacerlo mi eunuco jefe. Me ha servido bien de varias maneras. —El destello de avaricia en sus ojos revelaba de qué manera la había servido—. Con todo, no es más que un eunuco. Mientras que tú, Wen Chin, sigues siendo hombre.

—Gracias a la infinita generosidad de Vuestra Majestad.—¿Sabes que los eunucos se turnan para dormir en mi

dormitorio a fin de protegerme?—Sí, Venerable Buda.—¿Cuándo será tu turno?—Cuando lo diga Li Lien-ying.—Entonces veré que sea pronto. Esa noche, Wen Chin,

tomarás tus medidas a fin de que los otros eunucos se queden dormidos. ¿Sabes cómo usar el opio?

—Sí, Venerable Buda.Su voz se dulcificó:—Me contarás lo que los chinos piensan de su emperatriz y

regente, y de mi lugar en la historia. ¿Está convenido?—Está convenido, Venerable Buda.Sus deferentes ojos bajos ocultaron su repugnancia.

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Las noticias de la creciente gravedad de los acontecimientos en otras partes del país llegaron rápida- monte al Palacio de Verano, sumándose a la gran cantidad do preocupaciones de China. A menudo, cuando estaba de servicio con la Emperatriz Viuda en la Sala do Audiencia, Chin vio y oyó al príncipe Tuan ejercer su funesta influencia.

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—Está llegando el tiempo de que reconozcáis los Puños Armoniosos y Justicieros, Venerable Buda. Ha- cedlo, y todos los hombres capaces en el norte de China se incorporarán a la sociedad como un solo hombre.

—¿Y qué hay del Sur?—Cuando las gentes del Sur vean la fuerza del Norte,

también se plegarán. Odian tanto a los extranjeros como los norteños.

—Pero odian más a los manchúes —comentó satíricamente.—Si los manchúes los conducen a la victoria contra los

bárbaros, ¿osarán entonces criticarnos?—Es cierto.—Reconocednos secretamente, Venerable Buda. Ahora,

antes que los bárbaros se alarmen y huyan.—Si huyen, habremos alcanzado nuestro objetivo. China de

nuevo nos pertenecerá a nosotros solos.—No basta que huyan —replicó ferozmente el príncipe Tuan

—. Esos malditos ingleses tienen un dicho: "Aquel que lucha y huye, vive para tomar el desquite". Haced una matanza de todo hombre, mujer y niño, ahora que tenemos la oportunidad, y otros bárbaros tendrán demasiado miedo para volver.

—Hasta ahora nunca hemos derrotado a los extranjeros. x

—En el pasado no, Venerable Buda, pero el presente es distinto. Ahora los dioses están de nuestro lado. Haciendo invulnerables a nuestros valientes, han dejado en claro su deseo de que cada Peludo sea echado al mar y ahogado.

—¿Pero estás seguro de que son invencibles? Jung Lu me dice que los valientes boxers han sido muertos mientras peleaban contra los soldados imperiales,

—Jung Lu es un idiota —aseguró coléricamente el príncipe—, ¿No se da él cuenta de que es solamente a los verdaderos creyentes a quienes los dioses escudan contra las balas enemigas? Si unos cuantos pretendidos valientes murieron por heridas a bala, fué porque no habían hecho apropiadamente sus ejercicios mágicos o porque les faltaba fe. Además —añadió ladinamente—, los dioses son enemigos solamente de los bárba-ros. Si valientes boxers murieron mientras luchaban con vuestras tropas, Venerable Buda, es prueba fehaciente de que los dioses desean que las tropas imperiales y los boxers luchen como aliados, no como enemigos. Dictad un decreto ordenando que las tropas imperiales ayuden a los boxers a arrojar a los bárbaros de China —la urgió—. Libertad a China, Venerable Buda. Dejad libre a nuestro país de la mano de hierro de los bárbaros.

—He dictado un decreto que se puede interpretar como que apruebo a los Puños Armoniosos y Justicieros —dijo quisquillosamente—. No haré nada más por ahora.

Chin se dio cuenta unos días después de que el príncipe Tuan era un astuto conspirador. Wang se le acercó cuando salía del palacio de la emperatriz, en el que dormía su siesta.

—Estas son las órdenes de Li Lien-ying, Wen Chin. Todos los eunucos deben presentarse inmediatamente en la Sala de Audiencia. Dirígete por lo tanto hacia allá e informa del hecho a todos los eunucos que encuentres en tu camino.

—¿Qué sucede?—No lo sé. El príncipe Tuan está allí.¡El príncipe Tuan en la Sala de Audiencia en tanto que la

emperatriz dormía en su habitación! Mientras Wang se alejaba apresuradamente a convocar a los eunucos, Chin se quedó parado, preguntándose qué maldad estaría tramando el padre del Heredero Aparente. Que era algo que la emperatriz ignoraba era evidente: él tenía la certeza de que ella no estaría de-liberadamente ausente.

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Reflexionó si se arriesgaría a despertar á la emperatriz y a hacerle saber lo que estaba sucediendo.

Crepúsculo.—23Al hacerlo .se ganaría su confianza y su fe, ventajas que podría usar valiosamente. Por otro lado, al volver, 110 .sólo perdería la reunión en la Sala de Audiencia, .sino que también se atraería la desconfianza del príncipe Tuan, cuya creciente influencia con la emperatriz era de temer.

La decisión le fue quitada de las manos por la aparición de tres eunucos, cuyas jadeantes respiraciones y rojas caras probaban que iban a toda prisa a la Sala de Audiencia.

—Ven a la Sala de Audiencia —acezó uno de ellos—. Son órdenes de Li. Si no estamos pronto allí, nos hará apalear.

Por lo que Chin se juntó con los tres eunucos, y caminaron rápidamente hacia donde los mandaban.

Muchos eunucos ya se encontraban allí; otros entraban atropelladamente. Pronto la sala estuvo llena, y no podría haber contenido más. Finalmente Li hizo una señal, y hubo inmediato silencio. El príncipe Tuan se puso de pie.

—Escúchenme, eunucos —empezó diciendo, contoneándose y lleno de desprecio—. No necesito decirles que los Puños Armoniosos y Justicieros van a echar hacia el mar a los Peludos y a extirpar de raíz a todos los chinos cristianos. Por virtud de los poderes mágicos, con que los dioses han investido a los jefes de los Puños Armoniosos y Justicieros y a la Sociedad de la Gran Espada, por esos poderes y el uso de este espejo... —levantó en alto un espejo redondo, convexo, de metal plateado—, Li Lai-chung, aquí a mi lado, podrá mirar en lo más profundo de vuestras almas y ver por lo tanto si practicáis o no el cristianismo. ¿Quiénes entre ustedes son cristianos? ^

Ninguno de los eunucos habló o se movió. Muchos parecían nerviosos, como si temieran lo que podría suceder en seguida.

—Les preguntaré una vez más. Recuérdenlo, este espejo mágico lo ve todo. Si revela que uno de ustedes es cristiano, sin que lo haya confesado previamente, ese hombre morirá. ¿Hay algún cristiano entre ustedes?

Un suspiro de terror recorrió las filas de eunucos, pero no obstante ninguno habló.

■Muy bien —continuó en alta voz el príncipe Tuan—, cada uno de ustedes será probado por turno. • Señaló al eunuco más cercano—. Acércate.

Temblando visiblemente, el eunuco obedeció; entonces Li Lai-chung dirigió el espejo hacia el eunuco, a fin de que todos pudiesen ver la amarilla y sudorosa Trente reflejada en él. Al parecer la magia no reveló nada en contra del eunuco, pues el jefe boxer le hizo seña de que se fuera.

—Ahora tú —ordenó el príncipe Tuan.Uno por uno los eunucos avanzaron a que les probaran la

frente ante el espejo, y, durante un tiempo, a uno por uno se les ordenó alejarse. Pero por último hubo un horrorizado murmullo de los que quedaban sin haber sido probados. Allí en el espejo, claramente, para que la vieran todos los ojos, una reluciente cruz blanca se reflejaba en el centro de la frente.

—¡Un cristiano! —gritó Li Lai-chung—. Pónganlo a un lado.Las ásperas manos de los eunucos libres ya de sospecha se

dejaron caer sobre el perplejo ser, y lo arrastraron a un lado.—El próximo —ordenó el príncipe Tuan.¡Chin se sintió agitado por el desenmascaramiento. Durante

unos segundos espantosos la sangre de generaciones de antepasados chinos alborotó sus confusos pensamientos. Le parecía que el espejo debía estar investido de poderes mágicos. Entonces prevaleció el sentido común. Su propia fe cristiana, los años pasados en Norteamérica y vagos recuerdos de magia

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teatral se combinaron para tranquilizarlo de que no era más que una astuta treta. Miró cuidadosamente al jefe boxer, pero no fue hasta que otro infortunado eunuco hubo sido condenado que se dio cuenta de que el jefe sujetaba el espejo en un ángulo diferente, y que la reluciente cruz no era más que una luz alta reflejada.

El descubrimiento fue poco consuelo, pues ahora vio que cada vez que Li Lai-chung alzaba el espejo, miraba primero en dirección a Li Lien-ying. Convencido de que su propia vida o muerte pendía de una .m na de Li, Chin sintió que tenía pocas probabilidades.

Le llegó su turno. Se paró ante el boxer, y, haciendo caso omiso de él y del príncipe Tuan, clavó la vista en Li Lien-ying. Li-chung miró al eunuco jefe. Li empezó a levantar la mano, pero vio que los ojos de Chin estaban fijos en él. Titubeó, con los ojos llenos de odio, y entonces bajó la mano.

—El próximo —dijo el príncipe Tuan.

4Cuando la Emperatriz Viuda oyó lo sucedido en 1a, Sala de

Audiencia, su ira fue terrible; pero el príncipe Tuan al mismo tiempo la halagó y desafió. A menos de que cooperara con los boxers, le dijo en confianza, éstos la matarían. Nada podría impedirles hacerlo. Podían matar a sus guardias y soldados cuando quisiesen, porque la magia los hacía inmortales e invencibles. Juntos podrían aniquilar a los bárbaros extranjeros, apoderarse de sus ferrocarriles, sus edificios y las lucrativas aduanas.

La supersticiosa .mujer titubeó, se sintió tentada y perdió.—¿Qué cooperación quieres?—Primero: Que se les entregue a los boxers los dos eunucos

cristianos.—¿Para qué?—Decapitación. Son cristianos. Deben morir.Hizo un signo afirmativo:—Llévatelos.—Y en seguida, mañana y de aquí en adelante, admisión de

los jefes boxers al Palacio de Verano.—¿Con qué objeto?—Para instruir a los eunucos en las ceremonias mágicas, a

fin de que también ellos pasen a ser inmortales.En su duda se dio vuelta hacia Li.—¿Puede hacérseles inmortales?—He visto boxers sacarse balas del cuerpo, Venerable Buda,

y no cayó una gota de sangre de la herida. Debéis hacer lo que sugiere el príncipe Tuan -—dijo insolentemente.

—Trae a los profesores boxers —concordó.

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miraba primero en dirección a Li Lien-ying. Convencido do que su propia vida o muerte pendía de una .sella de Li, Chin sintió que tenía pocas probabilidades.

I,o llegó su turno. Se paró ante el boxer, y, haciendo caso omiso de él y del príncipe Tuan, clavó la vista en LI Lien-ying. Li-chung miró al eunuco jefe. Li empezó a levantar la mano, pero vio que los ojos de Chin estaban fijos en él. Titubeó, con los ojos llenos de odio, y entonces bajó la mano.

—El próximo —dijo el príncipe Tuan.

4Cuando la Emperatriz Viuda oyó lo sucedido en la. Sala de

Audiencia, su ira fue terrible; pero el príncipe Tuan al mismo tiempo la halagó y desafió. A menos de que cooperara con los boxers, le dijo en confianza, éstos la matarían. Nada podría impedirles hacerlo. Podían matar a sus guardias y soldados cuando quisiesen, porque la magia los hacía inmortales e invencibles. Juntos podrían aniquilar a los bárbaros extranjeros, apoderarse de sus ferrocarriles, sus edificios y las lucrativas aduanas.

La supersticiosa mujer titubeó, se sintió tentada y perdió.—¿Qué cooperación quieres?—Primero: Que se les entregue a los boxers los dos eunucos

cristianos.—¿Para qué?—Decapitación. Son cristianos. Deben morir.Hizo un signo afirmativo:—Llévatelos.—Y en seguida, mañana y de aquí en adelante, admisión de

los jefes boxers al Palacio de Verano.—¿Con qué objeto?—Para instruir a los eunucos en las ceremonias mágicas, a

fin de que también ellos pasen a ser inmortales.En su duda se dio vuelta hacia Li.—¿Puede hacérseles inmortales?

—He visto boxers sacarse balas del cuerpo, Vom> rabie Buda, y no cayó una gota de sangre de la herida. Debéis hacer lo que sugiere el príncipe Tuan —dijo insolentemente.

—Trae a los profesores boxers —concordó.CAPITULO XXX

El príncipe Tuan no tardóen aprovecharse de que la Emperatriz Viuda hubiese contemporizado. Mucho antes de que estuviesen yertos los cuerpos de los dos eunucos decapitados, había vuelto al Palacio de Verano con nuevas exigencias; esta vez acompañado por el duque Lan.

—Majestad, no podemos permitir que se nos escapen los cristianos. Debemos probar de nuevo a todos los eunucos.

Todavía estaba enojada con él por haber osado usurpar su prerrogativa.

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—¿No te puedes fiar de tu espejo mágico? —dijo mofándose—. ¿No tengo ya dos eunucos de menos?

—Mejor es que estén muertos a que sean cristianos.—¿Cómo puede haber más cristianos entre los eunucos si el

espejo no logró descubrirlos?—Algunos pueden haber desafiado al espejo haciendo un

encantamiento de hechicería que los protegiera.—¿Y bien?—Debemos probarlos imo a uno, haciéndolos quemar

incienso en el templo.Se dirigió a Li Lien-ying.—¿Qué dices, Lien-ying, permitiremos esto?—Su Alteza tiene razón, Venerable Buda. Si cualquier

eunuco rehusa quemar una pajuela de incienso ante una estatua de Buda, sabremos que es cristiano de corazón.

La emperatriz dio su consentimiento de mala gana.—Muy bien, que así se haga —dijo.Cuando se dio la orden de quemar incienso, Chin consultó

angustiosamente su conciencia como guía. Los principios cristianos le prohibían inclinarse ante falsas imágenes; contra este pecado abominable pesaban en la balanza las vidas de centenares de cristianos que todavían podían ser salvadas si escapaba. Su deber inmediato estaba entonces con sus compañeros cristianos; Dios le perdonaría este fetichismo, si era hecho con intenciones puras.

Todos los eunucos quemaron pajuelas y no se encontraron más cristianos. Esa misma noche Chin estaba de turno. Por instrucciones de la emperatriz había echado drogas en el té de sus compañeros eunucos; las damas de honor habían sido enviadas a diferentes trajines; también la criada y la vieja.

—Déjate de ceremonias, Wen Chin —le ordenó la emperatriz—. Dime, ¿has amado alguna vez físicamente a una mujer?

Pensó qué respuesta esperaría de él, y, mientras titubeaba, ella le hizo otra pregunta:

—Pero, naturalmente, todos los hombres visitan regularmente los burdeles cuando han llegado a tu edad, ¿no es así?

—La mayoría de nosotros, Venerable Buda.Suspiró.—Hay veces en que cambiaría gustosa mi lugar con una

mujer de burdel. Ser amada por los encantos físicos de una misma, y no ser galanteada y adulada porque una puede dispensar favores... Mirándome ahora, ccreerías que en mi juventud el emperador, mi esposo, me amó ardientemente?

—Sólo me sorprendería que el emperador hubiese sido ciego a vuestros encantos. Pocas mujeres poseen vuestra belleza, Majestad.

¿Cuántas veces durante las semanas pasadas le habí» 1 labiado de su belleza? No las suficientes para i»i Insaciable apetito de adulación.

Hizo un gesto de asentimiento.—Porque mi belleza no es la insípida y pasajera seducción de

la juventud. Los años la han madurado, Je han dado profundidad y permanencia.

—¿Cambiaríais vuestra belleza, poder, eminencia y riqueza, para ser una mujer de burdel, Venerable Buda?

—Sí, porque soy una mujer. Tú, que has estado con una mujer, debes conocer el breve éxtasis que sintió como tu compañera física o tu juguete. Ese éxtasis disminuye, no con los años, sino con la soledad.

Se alegró de no tener que mirarle la cara: ver el brillo ardiente de sus ojos, sus labios sensuales. Siempre había sabido que llegaría una noche en que no se contentaría ella con galanteos verbales, y que exigiría totalmente el precio que él

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aceptó pagar por retener su virilidad. Ahora era llegado ese momento. Para retrasar ese odioso instante, le habló del príncipe Tuan.

Su maniobra tuvo éxito. Aún estaba resentida por la arbitraria acción del príncipe, y aprovechó la oportunidad para dar rienda suelta a su latente furia.

—Porque hice a su hijo Heredero Aparente, presume de los favores que le he mostrado. ¿Olvida acaso que todavía soy emperatriz y regente; que yo, que lo encumbré, puedo abatirlo?

—¿Osará hablar este ser humilde?—Te ordeno que lo hagas, Wen Chin.—Su Excelencia cree demasiado en la magia. Las balas no

pueden rebotar en los hombres sin herirlos.Chin había dicho lo que no debía. Ella frunció el ceño.—¡Tonterías! —exclamó coléricamente—. Sé que pueden

hacerlo.—¿Lo ha visto Vuestra Majestad?—Yo no, pero Li Lien-ying lo ha presenciado.Chin titubeó.—¿No se habrá equivocado Li, Venerable Buda?—Por cierto que no. Si Lien-ying me asegura que lo ha visto,

sé que puede suceder.—¿No sería deseable que Vuestra Majestad presen ciara esa

mágica hazaña con sus propios ojos?La oposición no sólo enfurecía a la emperatriz, también la

hacía sospechar.—¿Estás en contra de los boxers, Wen Chin? - - preguntó

secamente.—Este ser humilde no tiene opinión a favor o en contra de

los Puños Armoniosos y Justicieros: está pensando solamente en Vuestra Majestad.

—Explícate.—Suponed que Su Excelencia mira con ojos parciales, a

causa de su amor por Vuestra Majestad y su anhelo de libertar a China, al creer que esas balas rebotaron en un hombre, cuando, en realidad, primero erraron el blanco y posiblemente dieron rebote contra él.

—¿Y qué?—Qué trágicas consecuencias podrían resultar al enviar a

esos soldados contra las entrenadas tropas de los bárbaros. Los extranjeros exigirían más territorio chino como reparación.

Chin se dio cuenta de que estaba arriesgando su propia libertad y hasta lá vida, al inferir evasivamente que estaba siendo engañada por los cabecillas boxers.

—Por otra parte •—continuó rápidamente—, si vierais con vuestros propios ojos que las balas no pueden matar a los valientes boxers, sabríais que los dioses se proponen que vos libréis a China del dominio extranjero. Los futuros emperadores os venerarían como El Gran Libertador.

—¡El Gran Libertador! —murmuró. El título indudablemente agradaba a su orgullo ególatra, pues repitió las palabras—: ¡El Gran Libertador! —Se decidió—: Tienes razón, Wen Chin. El príncipe Tuan me hará una demostración de la eficacia de la magia boxer. Si me satisface, les daré a los boxers mi sanción oficial; se unirán con los ejércitos imperiales para arrojar a los bárbaros de China. Pero si descubro que he sido engañada...

Su expresión era amenazadora, hasta que su humor cambió de nuevo.

—Wen Chin... —empezó diciendo.

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Kl principe Tuan era un oportunista. Cuando entraron los eunucos a la mañana siguiente al dormitorio <ic la emperatriz, Chin vio que ya no iban vestidos con .sus ropas usuales; en vez, usaban chaquetas y turbantes rojos, y una banda roja sobre la cintura de sus pantalones amarillos.

—En nombre de los dioses —cuchicheó Chin, pues la emperatriz dormía aún—, ¿qué sucedió?

Wang se encontraba entre los eunucos y contestó:—Son órdenes del príncipe Tuan. Casi todos los hombres en

Pekín se están uniendo a los boxers, por lo que todos tenemos que usar en el futuro ropas boxers y ser instruidos en los ejercicios mágicos. En alguna parte hay ropas para ti.

—¿Qué dirá el Venerable Buda cuando despierte y te vea? Ordenará que te apaleen.

El eunuco movió negativamente la cabeza.—No lo (hará cuando se dé cuenta de que son ropas boxers.

¿No sabes que les va a ordenar a los boxers que arrojen a los Peludos al mar? Y yo voy a ayudar, siempre que tenga la seguridad de que no seré muerto.

Poco después las damas de honor despertaron a la emperatriz. Se quedó mirando a los eunucos.

—¿Dónde están las ropas usuales? ¿Dónde está Li Lien-ying? ¿Cómo se atreven? Los haré apalear a todos. ¿Dónde está Li...?

Li entró, vestido con su indumentaria de cuarto grado.—¡Lien-ying! ¿Por qué están estos cuatro eunucos vestidos

así?—Llevan trajes boxers, Venerable Buda —dijo calmándola.—Ya lo sé, estúpido. ¿Quién les dijo que descartaran sus

ropas usuales?—Vos declarasteis que todos debían aprender los ejercicios

mágicos. No podían practicarlos vestidos como eunucos.—¡No! —Frunció el ceño—. Manda llamar al príncipe Tuan.Li Lien-ying les había dicho a los eunucos:—Escuchad, inmundicias. Wen Chin quiere escaparse. Si lo

hace, os desollaré vivos. Si tenéis un dejo de cordura veréis que no se escape.

Los eunucos sabían que la amenaza del eunuco jefe no era ninguna broma; su cruel naturaleza se deleita- tía viendo a tres de ellos morir de una muerte lenta y dolorosa. Porque ninguno sabía con seguridad cuál eería escogido como víctima de la furia de Li, concertaron entre ellos las medidas necesarias para asegurar que sus pellejos permanecieran intactos.

Dondequiera que fuese Chin, ojos vigilantes observaban sus menores movimientos. Se esforzaba con creciente desesperación en idear algún medio de huir. El único momento en que podía esperar verse libre de esos ojos astutos e impasibles era en las pocas horas de sueño, por lo que los eunucos se aseguraron de que durmiera en un dormitorio con muchos otros, y lo ataban al kang con cuerdas sueltas, usando otra para amarrarlo a su vecino, a fin de que no pudiera dejar el kang sin que lo advirtiera su compañero de cama.

Había otras medidas también. Chin sospechaba que no había descubierto las más secretas^ Sabía que tendría que huir pronto si quería llevarle noticias al señor Conger de lo que estaba pasando en los círculos íntimos de la Corte. Al misino tiempo, no podía entender que los ministros occidentales no se dieran cuenta del peligro. Apenas si pasaba un día que no trajera nueva evidencia de inminentes disturbios.

La continuada sequía debió servir de advertencia, pues no había caído ni una gota de lluvia que germinara las semillas. La hambruna se iba extendiendo. Con sólo miseria total en qué ocupar sus pensamientos, los miles que sufrían de inanición eran presa fácil de la agitación boxer. Su supersticiosa ignorancia encontraba alivio en la creencia de que los dioses estaban fu-

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riosos porque habían permitido que los bárbaros extranjeros viviesen pacíficamente en China. ¡Matad a lo.s extranjeros!, incitaban los agitadores, y pronto caerá lluvia.

"¡Matad! ¡Matad! ¡Matad!" Chin oyó el débil eco que llegaba de todos los extremos de las provincias y que iba haciéndose cada vez más recio al acercarse al Palacio de Verano; pero era todavía sólo un murmullo. No se convertiría en rugido hasta que la emperatriz le diera su sanción imperial. Titubeaba aún. Tenía buena memoria, y el recuerdo de su huida a Jehol, mientras los ejércitos ingleses y franceses avanzaban hacia Pekín, le era amargo. A pesar de su profundo odio por todos los extranjeros, era lo suficientemente cuerda para temerlos y lo bastante previsora para no arriesgarse a una repetición de los hechos de 1860. Quería estar segura; saber que la próxima vez que les presentara pelea a los bárbaros, no habría una huida al norte, ni saqueos e incendios de las propiedades imperiales por la soldadesca victoriosa. Mientras tanto, pese a que creía en las historias acerca de las balas rebotándoles a los valientes boxers, quería tener la certeza, la absoluta certeza de que era cierto. La advertencia de Chin no había sido en vano.

Los días se hicieron más largos y los vientos menos helados. Pronto' hubo una sensación de renuevo en el aire, un sentido de creación. Las flores de primavera asomaron sus capullos a través de la tierra abrasada, pero en seguida se debilitaron; los árboles reverdecieron, pero los retoños se secaron. Los sacerdotes oraban pidiendo lluvia; cuando no llegó, tuvieron que buscar disculpas.

—Los sacerdotes de los Peludos se han robado la lluvia. Están' arruinando nuestras cosechas, a fin de que sus hermanos comerciantes puedan vendernos alimentos a mil veces su precio real.

Primeron azuzaron el odio, en seguida erigieron altares a Kuanti, el dios budista de la guerra. Reclu- taron voluntarios. Las compañías se convirtieron en batallones; los batallones, en ejércitos. Se apoderaron de un pueblo y del otro.

La emperatriz seguía esperando su hora. Era lo bastante ladina para saber que nada perdía esperando.El movimiento crecía voluntariamente, sin comprometerla.

No con la suficiente rapidez paía el príncipe Tuan. Una y otra vez le rogaba que publicara un edicto regularizando las bandas de los Puños Armoniosos y Justicieros. Cada vez que lo hacía, Li Lien-ying se unía a sus súplicas. En su ansiedad por librar al país de extranjeros, a veces se sentía tentada de actuar sin demora. Solamente Jung Lu le daba consejos cuerdos y leales.

—No os sintáis tentada de publicar el edicto, Gran Antepasado —le rogaba—. Los boxers no son de fiar. Sus sacerdotes son agitadores; sus valientes son incautos o bellacos. Odio tanto como vos a los bárbaros, pero amo más a China, y os aconsejo paciencia.

. —¡Paciencia! ■—exclamó con desprecio.Pese a ello, porque se fiaba de Jung Lu, esperó con

paciencia.El príncipe Tuan había hecho sus preparativos. Una noche la

emperatriz llamó a Chin a su lado.—Esta noche, a la Hora del Tigre, me acompañarás a

presenciar la ceremonia mágica de los boxers. Como fue sugerencia tuya, serás el primero en saber su éxito —añadió.

A las 4 A. M-, una hora favorita para los ejercicios boxers, la Emperatriz Viuda, acompañada por los eunucos jefe y segundo, Chin, otros tres eunucos y ocho portadores del palanquín, fueron a la Sala de Audiencia. El príncipe Tuan, el duque Lan y otros jefes boxers la esperaban allí. La sala estaba en penumbra, pues, a pesar de que todas las luces eléctricas se encontraban encendidas, no emitían más que un desvaído y opaco brillo. La

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emperatriz no hizo comentario alguno, pues la planta eléctrica en el Palacio de Verapo era manejada por ingenieros chinos, cuya eficiencia no andaba pareja con su celo, y la Corte estaba acostumbrada a esas pérdidas de voltaje. Chin sospechó de la coincidencia, y encontró que era excepcionalmente afortunado que las luces estuviesen tan opacas esa noche en especial.

La emperatriz caminó por entre la hilera de hombre:; arrodillados, y ante un altar boxer especial que había, sido erigido, antes de ocupar su lugar en el trono. Los eunucos se agruparon alrededor del estrado; Til al lado de su ama real; Tuan, Lan y los otros boxers se arrodillaron frente al estrado. Durante la momentánea pausa que siguió, Chin le dio una ojeada a la emperatriz. Su rostro estaba expresivo: le temblaban los labios de excitación, y los dedos, que descansaban en el brazo del trono, tamborileaban sin cesar; su cuerpo estaba tenso. Chin tenía la certeza de que les estaba rogando a sus dioses que el ejercicio se llevara a efecto a satisfacción suya.

Él príncipe Tuan le dio una seca orden al sacerdote budista a su lado. El sacerdote llamó a dos asistentes vestidos de amarillo que se encontraban de guardia en las puertas principales de la Sala de Audiencia. Con un floreo las abrieron de par en par, lo que hizo ver una corrida de valientes boxers, desnudos hasta la cintura. Con los pantalones azules sujetos a los tobillos con cordones rojos, y anchas bandas rojas alrededor de la cintura, penetraron en la Sala de Audiencia y se acercaron al altar, donde se echaron de boca al suelo, en obediencia primero a la emperatriz y en seguida al altar.

El sacerdote alzó el brazo.—¡Levantaos! —rugió.Los boxers se pusieron de pie y esperaron impasiblemente.—De cara al suroeste —salmodió el sacerdote. Los soldados

se dieron vuelta—. Ahora con vuestra mano izquierda ejecutad el hechizo de las Tres Montañas, y con vuestra derecha, el hechizo del Dragón Enroscado.

Los boxers hicieron gestos extraños con sus manos, transformando la lóbrega sala en un mar de sombras retorcidas. Chin vio enderezarse a la emperatriz, y comprendió que su naturaleza supersticiosa e impresionable estaba respondiendo a los dos encantamientos.

—Marcad en el suelo dos cruces y pisadlas con los dos pies.

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Con la precisión de hombres acostumbrados al ejercicio, los boxers ejecutaron su tarea. Casi como un solo hombre se doblaron de la cintura, y con sus dedos trazaron dos cruces lado a lado en el entablado. En .seguida, con las extremidades rígidas, y en un solo cuerpo, se movieron hacia adelante, golpeando tiesamente los pies sobre las invisibles cruces.

—Repetid después de mí: Le pido al Gran Sabio del Mar del Sur...

—Le pido al Gran Sabio del Mar del Sur —gritaron a unísono.—Al Buda del Cielo Occidental...—Al Buda del Cielo Occidental.—Le pido al Honorable Profesor Huang que venga

rápidamente a enseñarme..., también a los ocho dioses principales..., al Gran Buda del Cielo Occidental..., los ocho dioses medianos..., los cinco Budas puros..., los tres dioses más bajos..., el A Mi T'o Buda..., con el Reverendo y Primer Profesor Huang, les pido que vengan prontamente a enseñarme.

Con la última palabra -de la plegaria los boxers cayeron de rodillas y tocaron el suelo con sus frentes.

El príncipe Tuan se dirigió a la emperatriz:—Ese es un ejercicio mágico, Gran Antepasado — le

comunicó—. Debe ser repetido siete veces al día durante cien días, y los soldados deben privarse de comer carne, bañarse regularmente y conservar respeto en el corazón mientras recitan el encantamiento. Entonces y sólo entonces se ihace efectivo,

A la emperatriz no le faltaba sentido común, a pesar de que era supersticiosa y temerosa de los dioses.

—Esa plegaria es para pedir sabiduría. Los soldados no la necesitan, desde que sus cabecillas son expertos. Los soldados necesitan protección contra la muerte —comentó.

—Ese es otro ejercicio, Gran Antepasado.Hizo una seña al sacerdote, el que cerró los ojos y comenzó

a salmodiar una nueva plegaria, que los soldados acompañaron con apropiadas contorsiones:

—En la región del norte, abre la boca de la Cueva...

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En la reglón del norte, abre la boca de la Cueva- Do la Cueva les pido a los dioses que salgan..., rl templo de los dioses de hierro..., hombres de hier ro . .., ropas de hierro..., protección de hierro... Haced cañones de hierro a fin de que no puedan acercárseme... Cielo y Tierra, probadme... Sol y Luna, brillad sobre mí... Venid rápidamente a mi llamado...

—Y otro ejercicio más •—anunció prestamente el príncipe Tuan, antes de que la emperatriz pudiera hablar—. Un ejercicio para asegurar la victoria triunfal.

Los boxers se inclinaron ante el altar, tocaron el suelo con la frente, mirando al suroeste.

—Golpead hacia el Cielo —recitaron—, y sus puertas se abrirán. Golpead contra la Tierra, y sus puertas os dejarán pasar.

Tocaron de nuevo el suelo con la frente, hicieron gestos con los pulgares, se volvieron otra vez hacia el sur, dieron un paso hacia adelante, se inclinaron, avanzaron otro paso al frente, se inclinaron tres veces, y permanecieron quietos, con los ojos cerrados y los pies juntos.

¡Fetichismo!, pensó despreciativamente Chin. Pero cuando miró las fervorosas caras de los boxers, comprendió que era un fetichismo de gran efecto, pues la escena ante él era grotesca, pero impresionante, y recordaba un episodio del Infierno de Dante. Las filas de sudorosos torsos relucían en la opaca media luz, y sus aceitadas coletas, enroscadas alrededor de sus afei-tados cráneos, eran como negras aureolas que añadían profundidad a sus ojos almendrados. Los hombres eran fanáticos, creyendo en el poder que tenían los dioses para protegerlos de las balas enemigas. Sólo la muerte podría detenerlos cuando llegara el tiempo para la embestida contra los Peludos, los odiados bárbaros.

La emperatriz estaba excitada, pero esto no quería decir que su astuta inteligencia hubiese perdido su agudeza.

—Ejecutarán grandes proezas contra los bárbaros, príncipe Tuan, pero aún no tengo pruebas de que las balas les rebotarán en el cuerpo. ¿Han completado es-

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tos hombres sus cien días de plegarlas y ejercicio.-!? f —Ninguno ha hecho todavía más de catorce din.;. I Gran Antepasado. Esperad.

Hizo una seña. Al moverse los boxers hacia el eos- -| tado de la Sala de Audiencia, las puertas se abrieron fi y entraron más boxers.—Reclutas de un mes —anunció el príncipe Tuan. Tocaron el suelo con la frente ante la emperatriz, ante el altar, y entonces comenzaron una serie de ejer- -¡ < cicios físicos que les había valido su nombre: I Ho tf| 1 Tuan, Puños Armoniosos y Justicieros, lo que el mundo dí 'i de habla inglesa había traducido como boxers. Con los t$ puños apretados y los brazos moviéndose, los nuevos boxers representaron una batalla, pero no por mucho tiempo. El príncipe Tuan estaba observando el rostro de la emperatriz.

Hizo otra señal. El sacerdote budista encendió nuevas pajuelas de incienso: nubes de humo aromático surgieron del altar y comenzaron a envolver las opacas luces. Las puertas se volvieron a abrir. Esta vez los boxers que entraron venían armados con enormes cimitarras para dos manos, decoradas con borlas rojas. Saltaron salvajemente en el aire y giraban en grandes círculos. Las hojas de sus cimitarras reflejaban las luces eléctricas en cada rincón de la Sala de Audiencia; :/ <> los millares de destellos cegaban la vista de los í/ 11 espectadores. Vm

El sacerdote alzó sus brazos hacia los dioses, se Si1""1 dejó caer de rodillas y comenzó a salmodiar. El tiempo , se hizo más rápido y su voz más recia. Los movimientos lili1 >! de los boxers, a compás con la salmodia, se hicieron é'J^t más y más veloces; ningún ojo podía seguir sus movi- -' i V mientos, pues las destellantes hojas comenzaron a hip- - i1"", notizar a los espectadores. ¡Más y más rápido! Ahora tí'' los boxers echaban espuma por la boca, y daban gritos ¡ r " sin sentido. Más y más veloces, hasta que el hombre ® J " individual desaparecía en un vivido remolino de mo- -I vimiento. 1/ (¡^El príncipe Tuan le pasó una pistola a Li Lien-ying. —Dispara —le ordenó—. Están poseídos por los

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diosos, y no pueden morir. ¡Dispara! —Y cogiendo a uno de los boxers del montón de fanáticos aulladores, le mostró el pecho del hombre al eunuco jefe.

La pistola lanzó una llamarada, y el eco de la explosión resonó por toda la Sala de Audiencia. El acre olor a pólvora se mezcló con las volutas de incienso, flotando de un lado a otro en leves nubecillas. El boxer seguía blandiendo la cimitarra sobre su cabeza, y la bala de plomo disparada por la pistola de Li cayó so-bre el estrado, rodando a los pies del trono.

—¡Mirad! —gritó el príncipe Tuan.La emperatriz vio a los boxers tirarse estocadas con sus

cimitarras mientras giraban. No parecía posible que ningún hombre saliera ileso entre esas hojas que embestían, golpeaban y herían.

—Golpead hacia el Cielo —salmodió el sacerdote budista, y las hojas se dirigieron hacia arriba.

—Golpead contra la Tierra —y las hojas descendían con un eco sibilante, como el suspiro de un gigante moribundo.

¡Arriba, abajo! ¡Arriba, abajo! Más y más rápido..., hasta que la propia emperatriz no pudo resistirlo más. Alzó una mano.

—(Matad a los extranjeros —ordenó con voz estridente—. Golpead hacia el Cielo. Abrid la reja de las legaciones.

El príncipe Tuan y Li Lien-ying cambiaron una mirada de triunfo.CAPITULO XXXI

1

DESPUÉS DE LA HÁBIL ESCENA representada en la Sala de Audiencia, phin comprendió que no había esperanza de impedir tanto un ataque a las legaciones extranjeras como la anunciada matanza de todos los cristianos extranjeros y chinos. Los dados estaban echados, la señal dada. Era cuestión de días, tal vez de horas; rapaces hordas de boxers, aliados con feroces soldados kansuh, se arrojarían sobre los odiados extranjeros.

Se le debía contar al señor Conger la criminal estupidez de la emperatriz, antes de que fuera cortada por segunda vez la comunicación entre Pekín y la costa, pues habían llegado al Palacio de Verano las noticias sobre el incidente de Fengtai. Mientras los ministros extranjeros pensaran que la emperatriz titubeaba en patrocinar un ataque, vacilarían en decirles a sus respectivos gobiernos que sólo el envío de una gran fuerza expedicionaria podría salvar sus vidas y el "prestigio" de su país. ¿Cómo iba a llegar la noticia de la decisión de la emperatriz a oídos del ministro norteamericano? La pregunta era superflua, pues Chin sabía que sólo existía una respuesta. En alguna forma él debía hacerle llegar la noticia al ministro. De alguna manera...

Cuando recordaba los muchos meses que había dado vueltas al problema en su mente, se sentía desesperanzado. En ninguna forma se había relajado la estricta vigilancia de Li Lien-ying. Algunas veces, realmente, pensaba que el eunuco jefe, anticipando su determinación de escapar, había tomado nuevas precauciones. Aun cuando le fuese posible pasar más allá del recinto del Palacio de Verano, siempre se encontraría con la

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tarea de caminar las doce millas que separaban el palacio de las puertas de Pekín. No se' necesitaba una inteligencia extraordinaria para prever lo que sucedería cuando fuese echado de menos: se enviarían soldados a caballo a batir el campo; mensajeros avisarían en la capital que se le buscase. En una u otra forma, poca era su probabilidad de llegar hasta la legación.

Aguijoneado por el conocimiento de que miles de vidas podían ser salvadas por -una rápida acción de su parte, Chin permaneció despierto mucho tiempo, pensando en todas las maneras posibles e imposibles de escapar. Cuando, de puro exhausto, se quedó dormido, se encontraba al borde de la desesperación.

A la mañana siguiente, cuando Chin atendía a la emperatriz, la halló de un humor de lo más desagradable. Les encontraba faltas a todos: hizo que asomaran lágrimas a los ojos de sus damas de honor, ordenó que varios eunucos fuesen castigados, también dos criadas, y hasta fue dura con Li Lien-ying. Chin, a duras penas, escapó de ser castigado. Estaba a punto de ordenar que lo apalearan, cuando se detuvo y dejó la orden sin terminar.

Más tarde, ese día, Chin se dio cuenta de lo que causaba su mal humor. Quizás por primera vez en su Vida no estaba segura de sí misma y le pesaba el acto precipitado de la noche anterior.

—¿Estás seguro de que la bala no le hizo daño al boxer? —persistió.

—¿Quién se atrevería a engañar al Gran Antepasado? —preguntó blandamente el eunuco jefe. Su mirada maligna se posó en Chin—: Preguntadle a Wen lo que piensa. El vio lo que vio.

—¿Y bien? —preguntó vivamente.—Estoy seguro de que el boxer no sufrió daño alguno —

concordó Chin.La respuesta le agradó.—¡Entonces son realmente invencibles! ¿Cómo pueden ser

vencidos? Y, sin embargo... —frunció el ceño—, hay muchos brujos ambulantes, magos y saltimbanquis entre las filas de los boxers.

—¿Se arriesgarían a una muerte lenta por engañaros? —preguntó otra vez Li—. Mejor que una bala los mate por no haber ejecutado fielmente sus ritos.

La preocupada expresión no se calmó con las suaves palabras de Li. *

—Desearía poder convencer a Jung Lu —murmuró Irritadamente—. El jura que las balas pueden matar a los boxers.

Felizmente para todos en el palacio, después de asistir más tarde al teatro, su humor mejoró. Pero no por mucho tiempo. Al día siguiente hubo una epidemia de bofetadas y latigazos. Hasta el Heredero Aparente cayó víctima de su mal humor. Al pasar por uno de los patios vio al joven, vestido como boxer, haciendo evoluciones en compañía de algunos eunucos ataviados en forma similar. Coléricamente le ordenó sacarse el uniforme, y lo confinó a su habitación hasta nueva orden. También rezongó contra el gran secretario Hsu Tung, por permitirle a su pupilo que se dejara llevar de una conducta tan indecorosa. Era evidente para Chin que, pese a estar impresionada por sus ejercicios, no se fiaba de los boxers.

Un día el príncipe Tuan llegó inesperadamente al Palacio de Verano; después de la exhibición boxer había partido a Pekín con cinco días de permiso.

—¿Qué te ha traído de vuelta? —preguntó la emperatriz tan pronto como hubo cumplido con el ritual de ceremonia.

—Importantes noticias, Gran Antepasado. Los ministros bárbaros le han pedido permiso al Tsungli Yamen para hacer venir guardias armados a fin de proteger sus malditas

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legaciones, amenazando al mismo tiempo hacerlos venir aun sin permiso.

—¡Cómo se atreven! —Golpeó coléricamente el brazo del trono con la palma de la mano—. ¿Qué contestaron los ministros del Tsungli?

El príncipe Tuan no contestó directamente su pregunta.—Kang Yi me rogó que dictara órdenes para combatir su

entrada. Sería un asunto sencillo —dijo burlándose—. Mis Tigres Celestiales los habrían hecho picadillo. Pero el príncipe Ching me envió un mensajero pidiéndome que no hiciera nada por el estilo. Dijo que estaba seguro de que vuestro deseo, sería que entraran.

La emperatriz se movió desasosegadamente.—¿Qué dijo Jung Lu?El príncipe Tuan frunció el ceño.—Ya había dictado órdenes de que se los admitiera. ¿Es ése

vuestro deseo? —preguntó descaradamente.—¿Afecta en algo nuestros planes?Esta vez el príncipe contestó con una carcajada de

desprecio.—Le dije al mensajero del príncipe Ching: "¿Cómo pueden

unos pocos hacerles frente a muchos? ¿Qué importarán unos cientos más o menos de mezquinos duendes?"

—Muy bien dicho.—Pero los guardias extranjeros, Gran Antepasado, ¿deben

permanecer sin ser molestados?—¿Dijiste que Jung Lu les dio permiso para entrar?—Eso fue asunto suyo.—Entonces deja las cosas como están. Tal como tú te jactas,

¿qué importarán unos cientos más o menos de mezquinos duendes contra nuestras decenas de miles de invencibles boxers?

El príncipe Tuan tuvo que contentarse con esa declaración. Poco después regresó a Pekín.

Mientras tanto, esa visita al Palacio de Verano mitigó un poco el temor de Chin sobre un ataque inmediato a la legación. Que finalmente atacarían, parecía inevitable, pese a las vacilaciones de la emperatriz; pero, por el momento, el tiempo estaba con él: el tiempo para idear alguna manera de huir.

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Una mañana la emperatriz le hizo una señal a Li Lien-ying. Cayó de rodillas a su lado.

—Hoy, tan pronto corno haya terminado la audiencia, visitaremos la Colina de la Longevidad Imperial. Ksta semana puede ser una de las más trascendentales i n la historia china, por lo que mi mente debe estar clara a fin de lidiar con grandes problemas.

—Sí, Venerable Buda.—Dile a Su que lleve a Nutria Marina, y a Wen, mi taburete.La emperatriz se dirigió al Jen Shou Tang para celebrar su

audiencia matinal. El príncipe Tuan fue el primero en ser admitido, pues sus días de permiso habíán expirado.

Relucían sus ojos esperando que él terminara con las formalidades de rigor. Tan pronto como les puso fin, se inclinó hacia adelante.

—¿Cuáles son las últimas noticias de Pekín?—Llegó un mensajero hace menos de una hora, Venerable

Buda. Porque han pasado dos días en paz, los malditos bárbaros creen que sus insignificantes tropas han acobardado a las importantes fuerzas de guerreros que esperan solamente una orden de Vuestra Majestad para echar a los extranjeros hacia el mar.

—¡Estúpidos! —exclamó con desprecio.—El ministro británico ha enviado a sus niños y a su hermana

a la legación de verano, con una escolta de diez marinos. ¿Acaso osa pensar que la vista de diez combatientes extranjeros podría resistir la mitad de ese número de boxers? ¿Doy orden para que se ataque la legación de verano?

—¿Está todo pronto?—Todo.La emperatriz titubeó, en seguida dijo:—Entonces que sea atacada y arrasada, como una

advertencia a todos los extranjeros de que no poseerán ni un solo li más de territorio chino, excepto como tumba —ordenó sin emoción alguna—. Que no empiecen allí antes de que Pekín sea atacado. No deben ser prevenidos.

—'No serán prevenidos, Gran Antepasado —prometió el príncipe Tuan con ferocidad.

—¿Cuál ha sido el día fijado para el ataque a las legaciones?—Hemos colocado nuevos carteles, diciéndoles a los Peludos

que atacaremos esta noche. Pero dormirán en paz. Cuando despierten mañana, y pasado mañana y pasado pasado mañana, y todavía no se haya llevado a efecto el ataque, los bárbaros se tranquilizarán, creyendo que no los atacaremos nunca. Por lo que, cuando lo hagamos, estarán desprevenidos, y vuestros bravos boxers los segarán como mazorcas de maíz .maduro.

—¡Bien! ¡Bien! ¿Se están reuniendo en gran número nuestros soldados boxers?

—En miles de miles. Desde Paotingfu, Kuanhsien, Yungcheng, los boxers se dirigen rápidamente sobre Pekín. Miles más en Chu Chou esperan la señal para embestir.

—¡¿Y el día del ataque? ¿Todavía no lo han fijado? No debéis hacerlo sin consultar a los astrólogos para que elijan un día propicio.

—Eso se hará, Gran Antepasado —le aseguró el príncipe Tuan a la emperatriz.

Después de la audiencia, salió por la puerta occidental. Seguida de Li Lien-ying, Dulce Virtud;. Jade y otras dos damas de honor, Chin y Su —Chin llevando su taburete de raso amarillo, y Su, el hinchado y desagradable perro— y detrás de ellos una larga fila de eunucos y sirvientes,' cruzó el patio y salió a la gran galería que lindaba con las Rizadas Aguas de Jade hasta un lejano recodo, en donde desaparecía de la vista. , t

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Chin había acompañado a la emperatriz tantas veces por esta galería, que conocía de memoria cada viga; sin embargo, el exquisito trabajo del tallado en madera aún no perdía brillo ante sus ojos, y casi cada vez que la recorría, algún nuevo aspecto le llamaba la atención. De noche, las luces eléctricas a lo largo de lana loria le daban al lago un telón de fondo de románica. hermosura, pero prefería el brillo del cálido sol al i're.sco y plateado reflejo.

Caminaron por la galería hasta el amarradero del Inmenso barco de mármol, cuya monstruosa superes- 11 uetura había sido construida hacia una décaaa con los fondos destinados a la construcción de una marina do guerra. La Emperatriz Viuda los había desviado para construir el Palacio de Verano, y, al hacerlo, privó ,i su país de una armada, factor que contribuyó mate-rialmente a la derrota de China en la guerra chino- japonesa. El hecho no parecía preocuparla, pues amaba el Palacio de Verano por sobre todo.

A veces le gustaba permanecer en el barco de mármol, pero hoy tenía otros planes. Casi junto con su llegada, dos adornados e incómodos lanchones se colocaron al costado: una maravillosa hazaña de precisión, que casi justificaba el ofrecido castigo si no llegaban cuando se les necesitara.

Fuera de la emperatriz, solamente Dulce Virtud, Jade, el eunuco jefe, Su y Chin entraron en el primer lanchón, que contenía varias pequeñas piezas decoradas con amoblados de ébano tallado y macetas de flores. Al alejarse de la orilla los remeros, la emperatriz, haciéndole una seña a Jade para que la siguiera, penetró en una de las pequeñas piezas. Por primera vez en muchos meses, Chin y Dulce Virtud pudieron cambiar una larga mirada acariciadora. Un momento después salieron Lien-ying y Su. Dulce Virtud se dio cuenta de que, por primera vez desde que entró en la Ciudad Prohibida, se encontraba a solas con su amado. Sus ojos se llenaron de anhelo y comenzó a hablar:

—-¡.Oh Chin! No parece posible...Apresuradamente le hizo un gesto para que no continuara.

No se fiaba del eunuco jefe, cuyo único propósito al dejarlos solos era, probablemente, escuchar e informar de su conversación a su real ama.

—...¿Posible que la lluvia demore tanto en aparecer, su señoría Dulce Virtud? —dijo terminando la frase—. Realmente. Los dioses no pueden haber cerra-do sus oídos a las preces de Su Majestad; pero los sacerdotes declaran que los dioses están furiosos con nosotros por haber permitido que los cristianos y extranjeros permanezcan en suelo chino.

Ella entendió y comenzó a hablar de trivialidades; pero sus ojos hablaban de amor, y él comprendió que nada había hecho cambiar sus sentimientos hacia él. Al saberlo, su propio amor se hizo más profundo, así como su pesar de que estuviesen privados, para siempre, de demostrarse su mutuo amor. Encontró que ella se veía inusitadamente frágil, impresión avivada por la espesa capa de polvos de arroz que los usos de la Corte decretaban. También notó que sus ojos tenían una mirada de súplica. Creyó que le quería preguntar algo.

Estaban cambiando observaciones triviales cuando regresó Li Lien-ying. Sus ojos inexpresivos no revelaban nada de sus pensamientos; pero su voz sí que era reveladora: su brusquedad daba a entender su enojo y frustración.

Los dos lanchones, seguidos de una cantidad de botes pequeños que contenían los eunucos subalternos y sirvientes, surcaban lentamente con sus proas el montón de hojas de las plantas de loto, y los remos dejaban caer abanicos de agua

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irisada al levantarse en el aire después de cada remada. La escena ante y alrededor de ellos era tan gloriosa, la paz tan sublime, que, en contraste, la guerra parecía aún más horrible.

Al extremo del lago los lanchones se deslizaron suavemente a través de lo que parecía un fresco y obscuro túnel, pero que no era más que una estrecha corriente con una hilera de sauces a ambos lados. Chin nunca entraba en esta corriente sin desear que pudiese descansar allí durante unas horas en una contemplativa quietud. Desgraciadamente, la Emperatriz Viuda no era ninguna filósofa y rara vez rememoraba cosas pasadas: su mente era tan activa como su cuerpo, y, para su edad, era notablemente enérgica. En sus momentos tranquilos, prefería los juegos a la contemplación. Por lo que los lanchones continuaron hasta el pie<le la Colina de la Longevidad Imperial, donde el grupode; .embarcó.

Un palanquín amarillo esperaba allí a la empera- l.rlvs, uno más pequeño que el que usaba en el Palacio de Verano. Entró en él. Los seis eunucos portadores empezaron a ascender la tortuosa senda que llevaba a la colina. Para mantener el palanquín a nivel, los eunucos de atrás tenían que levantar los extremos de las varas sobre sus cabezas; pero estaban acostumbrados a esta tarea, y no tenían dificultad en graduar la altura. Li Lien-ying caminaba al lado del palanquín, pero Chin y Su, con sus respectivas cargas, seguían de atrás. Después de ellos, a su vez, venían las damas de honor, también en palanquines, y la larga fila de eunucos y sirvientes que caminaban.

En la cumbre de la colina se encontraba una pagoda de dos cuartos, con ventanas por todos lados, desde las que había una vista magnífica sobre el campo circundante: vista de lagos cubiertos de lotos, puentes de mármol, verdes islas, techos de verdes tejas, pagodas multicolores. Al penetrar Chin, tras la emperatriz, en el pabellón, el eunuco jefe preguntó dónde se debía colocar el taburete imperial.

—De cara al este —contestó, por lo que Li Lien- ying señaló en esa dirección.

Chin colocó el taburete amarillo cerca de la ventana, y se arrodilló al lado. La emperatriz se sentó, y, haciendo caso omiso de lo que sucedía a su alrededor, miró el panorama que tenía debajo y al camino pavimentado que serpenteaba desde el Palacio de Verano a la Puerta Noroeste de Pekín. En lontananza los puntos culminantes de la capital reverberaban en el nebuloso calor.

—No será por mucho tiempo más, Lien-ying, que esta vista me será desagradable, por saber que, a distancia de un tiro de piedra de esa maldita catedral cristiana, viven veintenas de extranjeros y centenares de cristianos. Antes de que haya terminado la luna, China será toda mía de nuevo. ¡Toda mía! —repitió con énfasis— ¡Toda mía! ¡Toda mía!

...Es lástima, Gran Antepasado, que no estéis allípara presenciar el fin de los bárbaros.

llizo una señal afirmativa.• Mis ojos y oídos estarán aquí, Lien-ying, pero mi corazón

estará allá con mis valientes soldados.—Vuestros invencibles soldados —eorrigió blandamente—. Si

uno no puede ser muerto, no necesita ser valiente.La asaltó una duda momentánea:—¿Ganarán los boxers? —Su voz rogaba que se lo

confirmaran—. ¿No será posible que fallen?—Si un enemigo no os puede matar, tarde o temprano

tendréis que matarlo.Suspiró aliviada.

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—Naturalmente.Li se inclinó a fin de estar más cerca del oído de su real ama.—¿Por qué no volver a Pekín a tiempo para ver el fin de los

malditos bárbaros? —sugirió—. Desde las murallas del Gran Interior podríais verlo y escucharlo todo, y vuestros soldados pelearían más diestramente sabiendo que estabais observándolos.

—¡Verlo y escucharlo todo! —repitió con anhelo—. Cuando llegue mi tiempo de subir al Dragón, lo haré con más agrado por tener una tan gloriosa epopeya aún fresca en la memoria. —Era una mujer de decisiones rápidas—: Arregla eso —ordenó estridentemente—. La Corte regresará a Pekín.

La cruel satisfacción del eunuco asomó a sus ojos de basilisco.

—¿Cuándo, Venerable Buda? ¿Mañana, pasado mañana?—Consulta a los astrólogos —contestó—. Con todo, ve que el

día sea pronto. No debemos perder un instante de nuestro triunfo.

3Para Chin los días se sucedían con angustiosa rapidez. Había

creído que el tiempo estaba de su parte, pero cuando cada veinticuatro horas traían nuevas no- i lelas de los preparativos boxers para guerrear contra los extranjeros, se dio cuenta de que le quedaba poco tiempo. Cierto que existíanla esperanza de que la influencia de Jung Lu con la emperatriz pudiera, a último momento, impedir una catástrofe, pero Chin estaba convencido de que las belicpsas maquinaciones del tosco príncipe Tuan iban ganando terreno sobre las sabias advertencias de los consejeros más viejos y experimentados.

A pesar de que el tiempo se iba terminando, no por eso estaba más cerca de la fuga. Cada nueva" noticia que llegaba al palacio lo hacía comprender que la guerra que había planeado el príncipe Tuan no se podía localizar. Dondequiera que viviesen y trabajasen los extranjeros y chinos cristianos, ahí serían atacados y exterminados. La astuta emperatriz, a causa de su buena memoria, podía aún vacilar en declararles la guerra a las naciones occidentales, pero no el locamente ambicioso jefe de los boxers.

Entonces llegaron las noticias de los astrólogos de la emperatriz, que el día 13 de la 5.a luna sería auspicioso para el regreso de la Corte a la Ciudad Prohibida. ¡El 9 de junio! Cuatro días más, por lo menos, antes del holocausto. ¡Cuatro días y, más importante aún, cuatro noches! Si escapara, pensó Chin con desesperación, los ministros podrían tomar algunas medidas preventivas para salvar las vidas de sus compatriotas.

Más tarde, ese mismo día, Chin oyó que los boxers habían destruido la estación en Yungcheng. Seguramente que eso haría que el ministro británico viera el peligro, pensó. En seguida le contaron que una pequeña fuerza de cosacos, enviada desde Tientsin para encontrarse con ingenieros belgas que huían del ferrocarril de Lu-Han, fue interceptada por los boxers y decisivamente derrotada. Ahora los rusos se darán cuenta de que ellos tampoco están seguros, se dijo a sí mismo. Sin embargo, cuando uno de los espías de la emperatriz llegó de Pekín, informó que los ministros no hacían nada más que presentar una protesta tras otra al Yamen.

Al día siguiente les tocó sufrir a los norteamericanos. Los misioneros en Paotingfu le telegrafiaron a Conger rogándole que los ayudase a resistir un ataque boxer. Conger hizo un llamamiento al Yamen, el que prometió darles órdenes a los funcionarios locales para que protegieran a los misioneros. Pocas horas después, los agitados eunucos en el Palacio de Verano

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supieron, por correos, que los boxers habían atacado la Misión Metodista Norteamericana en Tsunhua; que ya no corrían los trenes desde y hacia Tientsin; que la ciudad indígena en Tientsin estaba en ebullición, y que el cónsul norteamericano allí le había telegrafiado al ministro norteamericano que ninguna mujer o niño debía tratar de viajar desde Pekín a Tientsin.

Convencido, por el descuido de los ministros en mandar venir nuevos refuerzos, de que todavía creían en la buena fe de la Emperatriz Viuda, Chin determinó tratar de escapar esa misma noche. ¡No le quedó ni siquiera esa leve esperanza! Como si adivinara su intención, la Emperatriz Viuda insistió que durmiera en su habitación durante el resto de la estada en el Palacio de Verano.

En la mañana del 9 de junio la Corte emprendió el regreso a Pekín.< APITULO XXXII

1

TODA ESA MAÑANA LOS EUNUCOS y

sirvientes estuvieron ocupados en hacer preparativos para Ja partida de la Corte. El trabajo de Chin fue ayudar a las damas de honor en la tarea de empaquetar las ropas de la Emperatriz Viuda. Desde un depósito, en uno de los edificios adyacentes, él y Su trajeron una cantidad de bandejas de madera, pintadas con el omnipresente amarillo, las que llevaron a la pieza donde se guardaban los atavíos reales. Estas fueron entonces arregladas, bajo la vigilancia de la Joven Emperatriz, por las damas de honor, entre las cuales Chin tuvo el placer de notar que se encontraban Dulce Virtud y Jade. De cuando en cuando Dulce Virtud y él podían cambiar una rápida ojeada, lo que alegró la mañana para ambos.

Notó que el arreglo del equipaje era un asunto sencillo. Todo lo que hacían las damas de la Corte era, primero, forrar las bandejas con unas tiras de seda amarilla, y en seguida colocar cuidadosamente los vestidos estirados en ellas, antes de cubrirlas con un grueso género amarillo para impedir que entrara el polvo, y, en caso de necesidad, la lluvia. Al terminar cada bandeja, él y Su la llevaban hacia donde otros eunucos aguardaban para conducirla a Pekín.

No tardó mucho Chin en darse cuenta de que la tarea más pesada de todas era la de la Joven Emperatriz, pues en ella descansaba la elección de los trajes.Unas cuantas palabras cuchicheadas con Jade, que estaba siempre dispuesta a correr el riesgo de ser castigada por conversar secretamente con él, explicaron la dificultad de la Joven Emperatriz: no importaba cuál vestido o cuántos fuesen llevados; era seguro que la Emperatriz Viuda querría finalmente uno que no había sido empaquetado.

A pesar de que dejaron atrás tantos vestidos, más de setenta bandejas fueron arregladas antes de que la Joven Emperatriz decidiera que había pensado en todas las posibles contingencias. Para entonces la cabeza de la procesión había ya partido para Pekín, y era asi la hora juzgada propicia para la

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partida. Apresuradamente la Corte hizo sus preparativos finales, congregándose en la Puerta Sur del Palacio de Verano. Pocos minutos antes de la hora señalada, el emperador, la Joven Em-peratriz y las esposas secundarias de aquél se juntaron con el resto de la Corte hacia el lado adentro de las rejas. A una señal dada, todo el mundo se arrodilló. Un momento después apareció la procesión de la Emperatriz Viuda. Era encabezada por una columna de los Tigres Celestiales del príncipe Tuan. En seguida venía el palanquín amarillo de la emperatriz, llevado como siempre por ocho eunucos, con Li Lien-ying caminando a la izquierda. A ambos lados del palanquín cabalgaban dos jóvenes príncipes; uno de ellos era el Heredero Aparente. Seguían cincuenta eunucos a caballo, mientras soldados kansuh iban a retaguardia.

Tan pronto como pasó el Carro Sagrado, el resto de la Corte siguió detrás de los eunucos a caballo: el emperador y la Joven Emperatriz en palanquines amarillo imperial; los restantes en palanquines rojos, llevados por cuatro portadores solamente. Finalmente, todos los que iban a Pekín salieron del Palacio dé Ve-rano, avanzando por el camino empedrado.

Chin era uno de los eunucos a caballo que seguían el palanquín de la emperatriz. Entre los centenares que se dirigían lentamente a la capital, tal vez él era el único que se alegraba de viajar en esa dirección. Nadie sabía aún si la emperatriz se proponía quedarse en la 'Mudad Prohibida o en el Palacio de Invierno, que oslaba situado en las márgenes del Lago del Sur, en la (Mudad Imperial; pero cualquiera que fuese, en lo que i él le concernía, sería preferible al Palacio de Verano, lMies, si... —si..., se repitió a sí mismo, mofándose burlonamente de su optimismo— pudiera salir de uno u otro, por lo menos tenía una probabilidad de completar la corta distancia hasta la legación norteamericana. No habría que viajar por millas de campo abierto.

De Pekín llegaron noticias de que todo estaba tranquilo, pero que los misioneros y su grey llegaban a torrentes a la ciudad desde los distritos adyacentes, encontrando refugio en la Misión Metodista Norteamericana, en la calle de la Piedra Filial, cerca de donde 01 vivió con Randall. Otros, según los rumores, buscaban la protección de las dos catedrales católicas: la Peitang y la Nantang.

—Como ratones en la trampa —añadieron los jubilosos eunucos—; los boxers los harán salir uno a uno.

Mientras escuchaba las discusiones a su alrededor, se dio cuenta de que la emperatriz no podía continuar mucho tiempo más tan despreocupadamente; que si no asumía un control activo, la crisis se convertiría en un fait accompli y la dominaría a ella. Si se les podía inducir a sus propios eunucos un estado de ánimo sanguinario —¡de entre todos a los eunucos!—, ¿cuál sería el estado de ánimo de los famélicos culíes, los fanáticos boxers y los feroces soldados kansuh?

Resolvió de nuevo no dejar que pasara la noche sin hacer una tentativa de escapar, rogando que esta vez la emperatriz estuviese demasiado ocupada con asuntos más importantes antes que exigir su presencia cuando se fuese a acostar. ¡Esa noche! Tenía que ser esa, noche.

Notó después que el grupo del emperador, que hasta entonces había estado en la retaguardia de la procesión de la emperatriz, ahora iba adelante, tomando por un atajo. Habiendo hecho el trayecto por fuera, comprendió que el emperador se apuraba en llegar al punto donde se detendrían a medio camino, en el Tem-

Crepúsculo.—25 pío de la Longevidad Imperial, a fin de estar a mano para recibirla, según la costumbre, y también para darles una

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oportunidad a los eunucos que se encontraban con él de preparar el té y otras delicadezas para ella.

Después que la Emperatriz Viuda fue recibida en el templo por el emperador arrodillado, y que el grupo hubo comido y hecho ejercicio, Li Lien-ying se hincó a anunciarle a Su Majestad que, si quería llegar a la hora propicia, que había sido escogida previamente, debía empezar sin tardanza la segunda parte del trayecto. Como antes, el emperador y su comitiva se arrodillaron cuando la emperatriz dejó el templo; en seguida avanzaron rápidamente, por un camino más corto y rápido, hacia la ciudad.

¿Dónde irían ahora?, se preguntó ansiosamente Chin, al penetrar en la ciudad por la Puerta Hsi-Chih. La emperatriz aborrecía la Ciudad Prohibida, prefiriendo el más moderno Palacio de Invierno, del que varios edificios habían sido especialmente restaurados y renovados, en ocasión del matrimonio del emperador, para el uso privado de la Emperatriz Viuda. Entre otras ventajas, se encontraba el hecho de que, al igual que el Palacio de Verano, estaba alumbrado por electrici-dad, no teniendo que contar, como la Ciudad Prohibida, con velas y lámparas.

Poco después llegaron ante el palacio del príncipe Chuang, que se encontraba justamente fuera de la muralla noroeste de la Ciudad Imperial. Aquí la comitiva o bien torcería a la izquierda, a fin de entrar en la Ciudad Prohibida por la Puerta del Valor Espiritual, o continuaría por la calle Shun-Chih Men, a fin de en-trar en el Palacio de Invierno.

Suspiró aliviado cuando la procesión continuó por la calle. Hay que ser agradecido de las pequeñas mercedes, reflexionó pensativamente.

2Chin se fijó cuidadosamente en el medio que lo rodeaba,

pues ésta era su primera visita al Palacio de

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Invierno. Si trataba de huir esa noche, era esencialque tuviese en su mente una idea clara de la topografía del palacio.

A medio camino por la calle Shun-Chih Men, el séquito dobló a la izquierda, a un angosto callejón que conducía a la muralla occidental de la Ciudad Imperial. Pasaron bajo la muralla de la Puerta Hsi Hua, penetrando en la ciudad. Ante ellos, al extremo de un camino bastante largo, Chin vio más murallas aún; las murallas exteriores del Palacio de Invierno o del Lago, junto con otra portezuela, que, según le oyó a un eunuco, se llamaba Puerta Ying-Hsiu. Esta se encontraba abierta para que pasara la emperatriz, y allí también, para saludarla a su regreso, se encontraban arrodillados el emperador y sus mujeres, y, al lado de él, el Heredero Aparente.

Al pasar Chin por la puerta vio el más grande de los lagos de loto, y, cruzándolo, un largo puente de mármol de sobresaliente belleza. Le eran conocidos tanto el puente de nueve arcos como el lago —pues eran visibles desde otros sitios de la Ciudad Imperial—, por lo que miró a su derecha, hacia donde iba torciendo el palanquín de la emperatriz, pasando ante el Edificio del Trono del Fulgor Púrpura, usado por la emperatriz como sala de banquete para la recepción al Dalai Lama y otros jefes vasallos, y, en otras ocasiones, como cuartel general de los exámenes militares anuales.

Pasaron ante el Edificio del Trono, en seguida bordearon la antigua Catedral Peitang, y, por medio de patios empedrados que seguían la línea del lago, cruzaron frente a una serie de salas de recepción ricamente amobladas, algunas de las cuales, según notó, tenían discordantes puertas de vaivén de vidrio cilindrado. El Carro Sagrado fue descendido fuera del Edificio del Trono de los Fénices Rituales, un edificio un poco más pequeño, decorado por fuera con enrejados y columnas verdes unidas por una balaustrada roja y tres escaleras.

La emperatriz subió por las gradas del medio; el resto de su Corte la siguió por las escaleras que la flanqueaban. Las puertas del edificio se abrieron de par en par, y todos penetraron a la Sala del Trono, en la que el trono dorado, con sus cojines de brocato amarillo, era el único asiento. Chin dio una rápida ojeada a su alrededor, pero la pieza se parecía bastante a otras salas de trono en la Ciudad Prohibida y en el Palacio de Verano para no interesarlo. Fuera de innumerables otjets d'art hechos de piedras preciosas, jade y oro, los relojes etan su característica más sobresaliente; los había en gran número y de todos tamaños, desde relojes minúsculos engastados con diamantes y perlas, a antiguos relojes de pared.

No se detuvo, sino que siguió de largo y penetró en un dormitorio adyacente. El personal de su casa se puso de pie y se dispersó. El emperador y su consorte se dirigieron a su solitaria isla-prisión. Cuatro damas de honor, con los eunucos jefe y segundo y dos criadas, siguieron a la emperatriz a su dormitorio.

—Ven conmigo, Wen —dijo Su—, tú no conoces el Palacio de Invierno, por lo que te mostraré el. camino al alojamiento de los eunucos.

Pásaron a través de una serie de salas de recepción, audiencia y trono, llegando después a un edificio que parecía a primera vista flotar en la superficie del lago, pues estaba totalmente rodeado de agua y conectado con la tierra solamente por un corto puente. Pero entonces Chin notó que tenía cimientos de sólidos ladrillos.

—Comprenderás lo que es eso —dijo Su, indicando el edificio que daba frente a la muralla posterior del palacio.

—¿Un teatro?—Naturalmente. Uno no se puede imaginar al Venerable

Buda viviendo en alguna parte que no tenga un teatro. Pero debo

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decir —continuó— que las piezas que dan aquí son más entretenidas. Me gusta ver el reflejo de los actores en el agua, especialmente de noche, cuando el escenai'io está iluminado. —Se puso melancólico—: Yo quería ser actor de la Cort^. Entonces, cuando se me dio la oportunidad, estaba tan nervioso que olvidé lo que debía hacer.

—¿Qué sucedió?—EF Venerable Buda me hizo apalear y ordenó que se me

trasladara a otra parte. —Señaló con la mano un ala al extremo del edificio del palacio—. Allí es donde duermen las damas de la Corte, por si alguna vez necesitas buscar a una. También los cantantes y bailarines imperiales. Vamos por aquí.

Siguieron en dirección al sur, pasando ante innur merables edificios, algunos de los cuales eran el hogar de príncipes y funcionarios de la Corte; otros eran almacenes, donde parte del fabuloso tesoro de la emperatriz, consistente en oro y plata, era guardado al lado de bordados de oro, brocatos, sedas, pieles y alhajas preciosas. También se veían los omnipresentes jardines de roca, grutas, glorietas con vista al lago, pagodas y templos.

Su señaló con la mano.—¡Mira eso! —dijo con voz reverente."Eso", vio Chin, era la vía de un ferrocarril de trocha angosta

que corría por todo el terreno.Por fin llegaron a la vivienda de los eunucos.—Tienes que dormir en ésa casa. —Su señaló, indicando el

medio de una hilera de edificios. Siguió diciendo—•: Li no tiene intención de dejarte escapar. Si lo haces, a alguien le van a... —Se pasó el índice por la garganta—. ¿Por qué estás tan deseoso de huir, Wen? ¿Acaso no estás sacando bastante dinero?

—No quiero escapar —contestó Chin con aire indiferente.—Pero él dice...—Fui tan estúpido como para fingirle a Li que quería huir de

él.—¿Es cierto entonces que no quieres fugarte?—Naturalmente que no. Con todo, no te imagines que estoy

satisfecho con el dinero que saco aquí, Su — añadió astutamente Chin—. Si alguna vez me muestras la manera en que pueda conseguir más, juraré una amistad fraternal contigo.

—¡Como si yo sacara bastante para mí mismo! — exclamó agriamente Su. Continuó diciendo—: Yo no quiero escapar. Ser eunuco me basta. Pero si quisiera hacerlo, sé lo que tendría que hacer.

La inferencia era clara. Su conocía una manera posible de escapar, y estaba deseoso por vender el secreto. Chin tuvo siempre la certeza de que debía existir una forma de entrar y salir de la Ciudad Imperial: no era probable que cada uno de los tres mil eunucos fuese respetuoso de las leyes y obediente. En cuanto a estar deseoso de vender esa información, no habría probablemente en todo el palacio un eunuco que no estuviese dispuesto a vender la honra de su hermana si el precio fuese suficientemente alto.

Por otra parte, quizás Su estuviese complotado con Li. La historia podría ser una trampa, la que Li cerraría apenas Chin cayese en ella.

—Si no fuese eunuco tal vez me sentiría tentado a rogarte que me dijeras tu secreto, Su, a fin de visitar un burdel cuando quisiese. Pero desde que soy lo que soy... —Chin suspiró—. ¿Qué placer podría darme el entrar en esos lugares?

Su miró a su alrededor.—El ser eunucos no nos quita el poder saborear una pipa de

opio de cuando en cuando —dijo en voz baja.Chin fingió enojarse.—¿Quién me acusó de fumar opio? —empezó diciendo

acaloradamente—. Sólo puede ser alguien que desea hacerme daño, al esperar que llegue a oídos del Gran Antepasado.

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Su miedo simulado tenía buen fundamento, pues la emperatriz no permitía que se fumara opio en los palacios reales.

—¡Silencio! ¡Silencio! —le rogó Su—. Yo no te he acusado de nada. Además, ¿por qué no habías de fumarlo si quieres? Todos sabemos que Li fuma opio. No hablaremos más de lo que te dije.

—Tengo un anciano tío a quien no he visto desde que vine para acá. —Chin volvió a hablar después de un prudente silencio—: Estoy seguro de que me haría un generoso regalo si pudiera salir a verlo una noche.

Su hizo un signo afirmativo.—Es lógico presentar nuestros filiales respetos a un anciano

tío de vez en cuando. Ahora bien, si yo fue- iii a divulgar mi secreto... —Hizo una pausa.

—No te podría dar más que la mitad.—¿Cuánto crees tú que sería esa mitad?—Por lo menos cincuenta dólares.—¿Pagados de antemano?—Pagados inmediatamente.—¡Ah! —Su se inclinó hacia adelante para cuchichear al oído

de Chin—. Escucha con todo cuidado lo que te voy a decir...

3

A las pocas horas de llegar al Palacio de Invierno, la emperatriz celebró una serie de audiencias: primero con el príncipe Tuan, y más tarde con el comandante de los soldados kansuh, Tung Fu-hsiang, que la había acompañado a Pekín desde el Palacio de Verano.

Chin estuvo presente en ambas audiencias y oyó al mal hablado Tung acusar a Jung Lu de traidor, por haber rehusado apoyar a los boxers y profetizar la ruina del Imperio, a menos que se aprovechara la oportunidad presente de lidiar de una vez por todas con los extranjeros; prometió demoler las legaciones en el término de cinco días.

La Emperatriz Viuda escuchó, pero negó su consentimiento. A pesar de eso, Chin sabía que esa noche tenía que arriesgarse en tratar de huir. No se atrevía a esperar más. Entre ellos, Tuan y Tung, forzarían la mano ávida pero temerosa de la emperatriz. El plan para escapar era posible... siempre que la emperatriz no exigiera su presencia en el dormitorio de ella. «

La buena suerte lo acompañó al comienzo. La emperatriz estaba demasiado fatigada después del viaje para buscar solaz. Se retiró a dormir con los eunucos que ocupaban el mismo dormitorio. Como de costumbre, su pierna estaba atada por una cuerda liviana al eunuco que dormía a su lado, pero él había metido un pedazo de bambú debajo de sus pantalones, y el eunuco ,que amarró el lazo estaba demasiado cansado y abu-rrido para notar que la pierna tenía el doble de su grueso normal.

Oyó volverse más ruidosa la respiración de un eunuco después de otro, hasta que "le pareció que todos estaban dormidos: había yacido despierto tantas veces, planeando cómo escapar, para que no reconociera la diferencia de respiración en un hombre dormido. Sacó el pedazo de bambú de la pierna del pantalón, y después le fue fácil sacar el pie y volver a colocar el bambú y apretar el nudo.

Salió calladamente de bajo la única frazada, y en seguida se deslizó del kang. Por una vez tuvo razón de sentirse agradecido por estar en un kang y no en una cama nortamericana de resortes, que podría haber crujido y servido de advertencia a los de sueño liviano. Se puso de pie; era una obscura sombra. Desgraciadamente las ventanas de papel de arroz eran levemente visibles en la obscuridad, lo que significaba que afuera la noche no estaría tan obscura como él habría deseado. Si un guardia miraba en su dirección, sería visible desde alguna distancia.

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Salió sigilosamente del dormitorio sin despertar a ninguno de los eunucos. Afuera los edificios estaban agrupados, por lo que encontraría dónde guarecerse. Entre los árboles, el alto pasto de adorno le ofrecía un excelente refugio. Abriéndose camino entre ellos, teniendo cuidado de no hacerlos crujir más de lo indispensable, pudo avanzar un poco antes de que un ruido de voces ante él lo hiciera detenerse y echarse al suelo.

El eco de las voces se acercó a él, en seguida se alejó. Suspiró aliviado; pertenecían probablemente a una patrulla nocturna. Llegó a un punto en que era necesario salir al aire libre, a fin de moverse entre una serie de edificios. Aquí fue menos afortunado, pues vio las obscuras siluetas de unos soldados. Esperó un tiempo antes de hacer el menor movimiento, con la esperanza de que se alejaran, pero no se movieron, ni parecía que tuviesen intención de hacerlo.

Estaba preparado para una contingencia así. Usando un lado del recinto para encubrirse, se dirigió hacia el lago. Ahí se despojó de sus ropas, de las que hizo un paquete que ató sobre su cabeza; luego se me- tló al lago hasta que el agua le llegaba casi a los hombros y comenzó a seguir la ribera en dirección sur.

El avanzar por el agua no era sólo un asunto de resistencia física; era igualmente una sensación horrible. K1 lago se encontraba tan lleno de lotos, que significaba un esfuerzo abrirse camino entre la espesa maraña de tallos; además, el fondo estaba tan espeso a causa del fango, que sus pies resbalaban o, si conseguía mantenerse en pie, se hundía varias pulgadas en el fango. Cuando eso le sucedía, hacía desprenderse grandes bur-bujas de aire pútrido, que flotaban hacia la superficie y le reventaban bajo la nariz. Medio caminando y medio nadando, y usando un cuchillo para cortar las enredadas plantas, consiguió deslizarse hasta la muralla que circundaba el Palacio de Invierno. Se secó con un pañuelo y en seguida se vistió.

Su próximo objetivo era el recinto en que se encontraba la planta eléctrica. Según Su, encontraría apilado contra la muralla que separaba la planta de una calle en la Ciudad Imperial, un montón de carbón lo suficientemente alto para permitirle trepar y llegar hasta lo alto de la murallá. Este era el lugar, imaginó él, para que Li cerrara la trampa... si es que le tenía una armada. Pero aunque no existiera ninguna, había otros peligros con que lidiar: la posibilidad de ser visto por los ingenieros o por hombres trabajando en el turno de noche

Se alejó cautelosamente del lago, pasando ante varios edificios al hacerlo. Recordó esa otra ocasión, cuando anduvo furtivamente en medio de la noche, tratando de escapar de un palacio real. De las dos, prefería esta noche, pues era perfumada y tibiaren vez de glacialmente fría, y, si tenía que correr, por lo menos podría estirar las piernas sin encontrarse todo el tiempo moviéndose de un patio a otro.

En cierto modo, las circunstancias presentes eran más tensas: la clara noche era una desventaja, y había más hombres armados. La Ciudad Prohibida no necesitaba tanta vigilancia: sus altas murallas, con guardias en las cuatro puertas; su rígida ley contra la presencia en el interior de ningún hombre fuera del emperador, esas cosas la hacían inviolable, mientras que el Palacio de Invierno, con sus murallas más bajas, más espacios abiertos, muchas casas de los funcionarios de la Corte y ninguna regla contra la presencia de hombres, lo hacía accesible a mayores abusos. Por ese motivo, eran necesarias patrullas de guardias, y mucho más probable encontrarse con ellas.

Se detenía a escuchar a frecuentes intervalos. Afortunadamente, porque habiéndose parado antes de doblar la esquina de uno de los edificios domésticos, se sobresaltó al sentir un ruido sordo cerca de su oído. Tan fuerte y tan inesperado era, que tuvo que forzarse para calmar sus vibrantes

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nervios y para que sus pies permanecieran quietos. Aún así, se dio cuenta, demasiado tarde, de que había dejado escapar una exclamación de sorpresa.

Hubo un segundo golpe sordo, que confirmó la presencia de un hombre en las cercanías, parado contra el edificio que estaba a la vuelta, posiblemente al alcance de su mano. Sabía que había estado moviéndose silenciosamente; de otro modo no le habría sido posible llegar hasta ese punto sin que el otro hombre lo oyera, pero, al alejarse cautelosamente del peligro, le pareció que hacía tanto ruido como para inquietar a un regimiento de soldados.

Fue una verdadera tortura volver en silencio sobre sus pasos, pero llegó a un sitio en que pudo dejar que su corazón volviera a un ritmo más normal. Entonces avanzó de nuevo, haciendo un amplio rodeo, que esperaba fervientemente no lo haría perder la orientación. Felizmente, su sentido de dirección era bueno, y poco después reconoció un edificio que Su le había dicho que tomara como señero para la pequeña planta eléctrica. Poco después vio la obscura silueta recortada contra el cielo y la luz amarilla de las pocas y opacas bombillas en la sala de máquinas

Al deslizarse lentamente, pegado a la pared, hacia rl portón del recinto, el zumbido de los motores se hizo niAs ruidoso. Oyó pasos y se detuvo, apretándose contra lu muralla. Vio aparecer una sombra desde la dirección m que él venía. Durante un momento creyó que la hampa se estaba cerrando, pero la sombra se dirigió Inicia el portón, pasó a través de éste y aparentemente entró en la sala de máquinas, pues oyó que alguien saludaba.

Pese a que la interrupción hizo que el corazón le luí lera locamente, le mostró que el portón no estaba con llave. Siguió adelante y lo empujó suavemente. Se abrió con un suave chirrido. Miró hacia la obscuridad del otro lado: la sala de máquinas se encontraba a la izquierda del patio, el montón de carbón a la derecha.

Vio a dos culíes en la sala de máquinas; conversa- han entre ellos, y no mostraban señales de estar a punto de moverse. Penetró con cautela al patio, pronto H correr velozmente —ya fuese retrocediendo por el portón o subiéndose al montón de carbón y a la muralla— a la primera señal de una trampa. Dio tres pasos hacia adelante, cuatro, cinco, y nada sucedió. En se-guida unos cuantos más. Aún no aconteció nada.

Una ruidosa trepada por el resbaladizo carbón, un rápido salto a lo alto de la muralla, otro al suelo en el otro lado... y se encontró fuera del Palacio de Invierno.CAPITULO XXXIII

1

El marinero miró fijamentea Chin.

—'Eh, compañero, ¿dónde te imaginas que vas?—A ver al señor Conger. Tengo que hablar con él.

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—¿A estas horas de la noche? ¿Tú crees que nadie se va a acostar por estos lados? —añadió con una sonrisa maliciosa—. El no es marinero. Puede irse a acostar cuando le dá la gana.

—Debo verlo. Soy miembro de esta legación.—Vaya, ¿conque lo eres? ¿Y qué me dices de esas ropas?

¿Has ido a un baile de fantasía o algo por el estilo? Llevo nueve días aquí y no te he visto por estos lados, ni a nadie como tú.

—Te digo que soy miembro...El marinero empezó a enojarse.—Mira, compañero, si deseas tanto ver al señor Conger,

vuelve en la mañana. Y ahora, lárgate, y no regreses mientras yo esté en la reja, o recibirás algo que no te gustará en un sitio que tampoco te gustará.

—Entonces llama al primer secretario, el señor Squiers. El responderá por mí. Puedes ver que no se ha acostado. Allí se ve su sombra en la ventana.

—Si no empiezas a largarte... —El marinero hizo un gesto de amenaza.

Chin se sintió desesperar. Después de todo lo que se había arriesgado, sería demasiado ridículo que no pudiera ver al ministro a causa de la estupidez de unmarinero norteamericano. Estupidez no, se corrigió, precaución justificable.

—¿Qué crees que dirá Su Excelencia cuando sepa iliie no dejaste pasar noticias de suma gravedad?

—Eso dices tú, chino. —Así y todo, el marinero pan-cía preocupado. Empezó a dar vuelta la cabeza, pero miró a Chin con ojos cautelosos—. Eh, Hank.

Una voz soñolienta contestó desde la sala de guardia:—¿Qué sucede, Bluey?—Hay un chino que dice que trabaja aquí y que llene un

mensaje urgente para el señor Conger.—Dile que vaya a bañarse. Si trabaja aquí, ¿cómo es que

está afuera y no dentro?—Hagan llamar al señor Squiers —interrumpió

coléricamente Chin—. Díganle que Wen Chin necesita verlo.—Mejor será que le digas al capitán Myers que hay un chino

aquí, llamado Wen Chin, que quiere ver al señor Squiers —dijo Bluey, cansadamente.

—Muy bien —concordó Hank—, Pero si el señor Squiers no lo conoce... —'Dejó la amenaza en suspenso.

Pocos minutos después el eco de unos pasos apurados precedió al primer secretario a la reja de la legación. En la incierta luz atisbó la cara de Chin. Tan pronto como lo reconoció, le extendió la mano.

—¡Señor Wen! —dijo cariñosamente—. Esto es maravilloso. Nunca pensamos... —Se detuvo bruscamente al notar el uniforme de eunuco—. ¡Cielo santo! —exclamó horrorizado.

—No se preocupe, señor —se apresuró Chin a tranquilizarlo—. Todavía estoy entero. —'Añadió precipitadamente—: ¿Está aún en pie el señor Conger, señor? Tengo urgentes noticias para él.

—Dudo de que se haya ido a acostar. En este momento no hay mucho descanso para ninguno de nosotros. Venga conmigo, señor Wen.

Squiers giró rápidamente sobre sus talones y lo precedió al patio que se encontraba detrás. A poca distancia, ante ellos, se encontraba su residencia, a la izquierda, frente a la del ministro.

Entraron a la1 casa del ministro, y se dirigieron a su oficina. El primer secretario abrió la puerta y miró hacia adentro.

—-Tenemos suerte —le dijo a Chin—. El señor Conger está aún en pie y solo. —Dijo en voz más alta—: ¿Puedo entrar, señor Conger? Hay alguien aquí conmigo, que trae un mensaje urgente.

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—Sí, entren —contestó Conger. Su voz sonaba cansada—. ¿Quién es esta vez? Espero que sea alguien con noticias de nuestros misioneros en Paotingfu. —Al comienzo no reconoció a Chin, pero cuando vio quién era, se puso impulsivamente de pie—: ¡Señor Wen! ■—Su mano cogió la de Chin con sincero placer—. Esta sí que es una agradable sorpresa. No le reconocí con esas ropas. —Un pliegue de perplejidad juntó sus espesas cejas—: ¿No es ése un uniforme de eunuco? —La perplejidad se transformó en horror—. ¿No será usted un...? —No pudo terminar la frase.

—No, señor. Pero todos en el palacio creen que soy eunuco. —Continuó precipitadamente—: ¿Sabía que la Corte se trasladó esta mañana al Palacio de Invierno?

El ministro hizo un signo afirmativo.-—Nos hemos estado preguntando por qué.—Yo se lo puedo decir, señor. La emperatriz quiere ver el

ataque a las legaciones.—¡Ataque! ¿Por los boxers?—Sí, señor.—¿Cuando dice que la emperatriz desea ver el ataque,

imagino que querrá decir, señor Wen, que quiere encontrarse aquí para impedirlo?

—No, señor Conger, no es eso lo que quiero decir. La emperatriz ha accedido virtualmente a dejar que los boxers y los soldados kansuh, al mando del general Tung, ataquen las legaciones.

—¡No! Me es imposible creer que pudiera permitirlo, señor Wen. La emperatriz es una mujer de inteli- lie ni-la y profunda cordura. Estoy seguro de que no i un.';cutiría en una medida tan extrema.

Nada le produciría mayor placer que el saber la muerto de todos los extranjeros en Ohina.

Conger se mordió los labios.- Eso puede o no ser así. Sólo ella es capaz de leer en su

propio corazón. Hay una gran diferencia nitro querer saber de nuestra muerte, y en cometer el upremo acto de locura de declararle la guerra al resto ilcl mundo. A eso conduciría un ataque a las legaciones.

—Ella lo sabe, señor, y ésa es la razón por qué ti- Itilica aún en dar la orden que significaría la matanza Me todos los cristianos, chinos y extranjeros, en China. (!n„sl todos sus consejeros, a excepción de Jung Lu y del principe Ching, la instigan a que ataque. El príncipe Tuan ha fijado el día...

—Varios días han sido fijados, pero nada ha acontecido.—Deliberadamente, señor Conger, a fin de tenerlos a

ustedes menos preparados para la verdadera fecha. —Chin se sintió desesperar—: Le ruego, señor, une persuada a los ministros para que telegrafíen pidiendo que sea enviado inmediatamente un ejército expedicionario internacional a Pekín, antes de que sea demasiado tarde.

—¡Un ejército! ¡Mi querido señor Wen!—¡Sí, señor Conger, un ejército! Fuera de miles de boxers y

de los Tigres Celestiales del príncipe Tuan, más de tres mil soldados kansuh, de Tung, están avanzando hacia Pekín.

El ministro apretó la boca.—-¿Está seguro de estas cosas?Chin relató los acontecimientos de las pasadas semanas.

Cuando habló de los ejercicios ejecutados ante la emperatriz, y del efecto que tuvieron en ella, Conger levantó una mano. Parecía agitado.

—Creo que hemos oído bastante, señor Wen. —Miró al primer secretario—: ¿Qué piensa usted?

—Que debemos telegrafiar inmediatamente, pidiendo ayuda.

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—Estoy de acuerdo. Creo que sería convenienteconsultarnos sin demora con Sir Claude MacDonald, ¿Querría usted acompañarme, señor Wen?

Chin habría preferido ver a Randall, pero movlñ la cabeza, asintiendo, con lo cual Conger se puso de pie.

—Por favor, espéreme unos minutos, mientras lo hago saber a la señora Conger lo que está sucediendo. —Salió de la oficina por una puerta privada.

El primer secretario miró a Chin con ojos sombríos.—Pese a que hemos estado esperanzados, porque no

podíamos creer que la Emperatriz Viuda sería tan criminalmente demente, hemos tomado elementales precauciones. Hoy la señora Conger hizo llenar las despensas con alimentos extra, en parte para dar de comer a todos los que llegan de los distritos adyacentes y casas aisladas, que han venido a vivir por precaución en la legación, y en parte como reserva en caso de disturbios. Desgraciadamente, desde nuestro punto de vista, ya nos faltan guardias. El señor Conger envió a diez para que protegieran la Misión Metodista; el francés mandó treinta a Peitang, y los italianos, diez a las Hermanas de la Caridad, que están colindantes.

—¿Cuántos quedan entonces en el distrito de las legaciones, señor?

—Como unos cuatrocientos.Oyeron golpear a la puerta.—Entre —dijo Squiers.Entró uno de los oficiales de la infantería de marina.—Creo que el ministro debía saber que soldados chinos han

ocupado la Puerta Chien y que se están apostando en gran número en la Muralla Tártara.

—Muchas gracias; se lo diré al señor Conger. Vea que sea mantenida una estricta vigilancia, capitán.

El capitán salió. Poco después regresó Conger, por lo que Squiers le dio el mensaje.

—Ruéguele al cielo que el telegrama llegue a Tientsin —fue el comentario del ministro—. Vamos andando, señor Wen.

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fi, ciaude ya se habla retirado, pero no tardó en (Mi con los otros dos.

diento Incomodarlo a esta hora de la noche, Sir [MIII IHIÍ I , pero el asunto es sumamente urgente —dijo, |{)t« 1.1|Minlo.se el ministro norteamericano—. El señor m u «vi el miembro de nuestra legación que entró a la >| Imiiiii Prohibida hace unos meses, y que fue apresado |MH |U/I Kuardias.

Recuerdo los hechos. ¿Usted estaba aquí, según II*", la víspera de Año Nuevo, señor Wen?

SI, señor.Debe ser un hombre con suerte. Tenía entendido ■un i u

ilquier intruso encontrado en la Ciudad Prohi- |iiin e r a torturado y ejecutado.

MI señor Wen tendrá sumo agrado en contarle O' piiós esa parte de la historia, Sir Claude —interrumpió i 'onger—. Me parece que primero debe oir las no- ili IIIM que acaba de darme a mí.

i'or segunda vez chin relató los acontecimientos en ii ra lacio de Verano. Sir Claude escuchaba desasose-. . .lamente. Cuando Chin terminó, se dio vuelta haciani ministro norteamerica.no.

-¿Cree que debíamos citar inmediatamente a los ministros a reunión?

—Sí, señor; así lo creo —lo urgió Conger.

—¡Chin! —Randall se quedó mirando a su hermano adoptivo—: ¡Chin! —Entonces rodeó con sus fuer- Ir.s brazos en un abrazo de oso a la esbelta figura, y los ilos bailaron ruidosamente en la habitación. Pero la alegría reflejada en el rostro de Randall pronto se cambió en turbada conmiseración—: Cuando desapa- reciste, adiviné en qué payasada estarías metido, Chin, por lo que hice averiguaciones donde, ese bribón de los Frutos del Paraíso. Supe por él lo que te había sucedido. Traté de enviarte un mensaje, pero ese hijo suyo no <piiso acceder ni por todo el té de la China. Tenía demasiado miedo por su pellejo. —Desvió la vista—: No sé cómo decirte lo que siento...

Cropúaculo.—26—No necesitas decirlo, Randall. —Chin rió entra dientes, por

la felicidad que sentía de estar de nuevo con Randall—: Soy tan eunuco como tú.

—Ese maldito embustero me dijo...—Porque creía que lo era. Todos en el palacio pien san que

lo soy, incluso Dulce Virtud. La emperatriz o» la única que sabe la verdad.

—¿Pero, por qué..., cómo...? —La expresión de Randall era una mezcla de felicidad y confusión.

Por tercera vez en una hora, Chin tuvo que narrar los meses pasados. Randall escuchaba atentamente.

—¿Van a telegrafiar los ministros pidiendo más guardias? —preguntó después Randall.

—Los telegramas fueron enviados hace unos minutos.—Ya era tiempo. Es una suerte que las líneas funcionen

todavía. He estado esperando que los boxers cortaran los alambres en cualquier momento. ¿Has oído que destrozaron el ferrocarril?

Chin asintió.—Tal vez lo supe antes que tú. —Se puso de pie—: ¿Siguen

bien la señorita Strangways y su padre?—Siempre bien, pero todavía aquí. Entre todos, es decir

entre los Troubetskoy y yo, los habíamos persuadido de que

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prometieran partir a la costa hasta que pasaran los disturbios. Los boxers cortaron la línea férrea un par de días antes.

—¡Qué pena! Es una lástima que no pudieran partir todos los europeos.

—Eso habría sido cobardía, Chin. Si hubiésemos permitido que simples amenazas nos hicieran salir de Pekín, nos habríamos desprestigiado para siempre.

—¡Es mejor desprestigiarse que perder la vida! A pesar de que la llegada de tropas extranjeras todavía puede impedir lo peor. —Extendió la mano—: Hasta luego, Randall.

Randall hizo caso omiso de la mano, y miró a su hermano adoptivo.

—Todos nos hemos trasladado a la legación. ¿No quieres dormir aquí con todos nosotros?

(Milu niriifó negativamente la cabeza, i o .-liento, Randall. Tengo que regresar. ; A I I íalacio? MI.iNeein estúpido! —Randall estaba enojado—, f a l , i l u n a has

tenido una suerte increíble, pero no pin i mi a r. Una suerte semejante no puede durar, fifi* nuil locura que regresaras. Ti u i iré que arriesgarme. i<:n nombre de Dios, ¿por qué? i 'i ir dos razones, Randall. Primero, para estar M»' 1 «le Dulce Virtud, i mdall protestó: No le sucederá ningún daño siendo esposa del |ih|m i i<ior. ¿Y la otra?

l'uedo ayudar a los ministros. Si les pudiera ha- |§r fiulier de antemano cuáles son los planes de la pi1|)í>riitriz...

¿Cómo podrías hacerlo? ¿No vas a ser tan tonto.......para arriesgar tu cuello escapando del Palacio deliu i.TIio cada vez que suceda algo? No.

¿Entonces, cómo lo harás?No lo sé a ciencia cierta, pero hay gente que ha- ii i

cualquier cosa por dinero —contestó enigmática- iii' ule Chin. Extendió por segunda vez la mano—. Has- ln pronto, Randall. Por favor, preséntales mis respetos H la señorita Strangways y a su padre.

3Cuando se supo a la mañana siguiente que se i mi ilan

mandado buscar nuevos refuerzos, y que había llegado un telegrama del cónsul de Estados Unidos, tfagsdale, diciendo que ochocientos hombres de tropa «crian despachados inmediatamente por tren a Pekín, Mibo un suspiro de alivio completo por parte de los residentes extranjeros. Tan pronto como se enterara de que una gran fuerza venía en camino, la Emperatriz Viuda haría que los boxers se desbandaran rápi-damente. x

\

Los ministros decidieron tomar toda clase de precauciones contra un ataque repentino, regulado para anticiparse a la llegada de los refuerzos. El encuentro de Chin con los ministros norteamericano y británico los había convencido, finalmente, de que ni la emperatriz ni el Tsungli Yamen eran de fiar.

Cuando Randall fue al Hotel de Pekín, se asombró al ver a madame Chamot cubierta con una delgada capa de fino polvo blanco.

—¡Por Dios! ¡No me diga que se está ensayando para Hamlet!

—¿Hamlet?—Con usted haciendo el papel de fantasma.Hizo una mueca.

389'

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—Esa es una maldad de su parte —lo reprendió—. El polvo viene de la pared medianera que separa el hotel de uno de los edificios de la legación de Francia: la están echando abajo para tener fácil comunicación. —Levantó una ceja picarescamente—: ¿Busca a la señorita Strangways? Está en la antesala.

—Gracias. —Penetró a la antesala, donde encontró a Evelyn escribiendo una carta. Sonrió saludándolo, pero él notó que tenía los rasgos tirantes.

—Le estoy escribiendo a tía Rebeca, ¿pero cree usted que recibirá algún día mi carta?

—Yo no la echaría al correo por un tiempo —le aconsejó—. Las tropas vienen en viaje desde Tientsin, bastantes esta vez. Déles de plazo unos días para que estén aquí, y verá que la ciudad se calmará.

—¿Cómo van a llegar con las comunicaciones ferroviarias cortadas?

—Al parecer, no están cortadas hasta Anting, que está a veinte millas al sur desde aquí. Después de eso, a menos que puedan reparar la vía mientras avanzan, tendrán ¡que hacer el resto a pie. Con suerte, pueden estar aquí esta noche, a más tardar mañana en la mañana. —Vio al príncipe Igor entrar en la antesala. "¡Maldición!", dijo para sí mismo.

Igor saludó a Evelyn con una elegante inclinación, a Randall con un seco movimiento de cabeza. Despuésilc ceremoniosas observaciones, se dirigió al norteame-i Ictino.

-¿Ha oído que han cortado los alambres del telé- u rufo?—¿Todas las líneas?—Todas, excepto la línea rusa a Kiatha.—-Parece una cosa nefasta, Alteza. Es una suerte CJ I IO se

esperen las tropas de refuerzo dentro de unas cuantas horas.Sonrió, haciendo una mueca.—¿Espera realmente que lleguen tan pronto, señor Randall?—Ya se han embarcado, Alteza. Aunque tengan que marchar

desde Anting, creo que podrán estar aquí dentro de veinticuatro horas.

—Si' usted fuera el príncipe Tuan o el general Tung, ¿se quedaría de brazos cruzados mientras todos los planes que había acariciado se desbarataban al permitir que mil demonios extranjeros llegaran a Pekín?

—Y bien... —Randall se detuvo.Igor hizo un gesto de impaciencia.—Naturalmente que no se quedaría tranquilo. Enviaría a su

ejército a hacerles frente.Randall se sobresaltó.—¿Ha oído algo?—No he oído nada —interrumpió bruscamente Igor—. Es una

cosa de sentido común pensar que eso será lo que hará el general Tung.

—Sería un acto de guerra.—-¿Qué otra cosa es el incendio de las legaciones de verano

sino un acto de guerra?—¡Incendiadas!—Completamente. Sir Claude hizo regresar justamente a

tiempo a su hermana y a sus niños.—Tenía entendido, por lo que me dijo mi hermano adoptivo,

que el príncipe Ching y Jung Lu estaban tratando de impedir que la situación degenerara en guerra franca.

—No está muy al día con sus noticias, señor Randall —se mofó hirientemente Igor—. Los ministros extranjeros han recibido una notificación del Tsunull

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Yamen, diciéndoles que ha sido destituido el principa Ching, y que el príncipe Tuan es presidente ahora,.

—¡Tuan!—Exactamente. Ahora, ¿qué esperanza

puede im ber de evitar lo que usted llama guerra franca? —Conirt Randall no contestó, Igor se dio vuelta hacia Evelyn- ■•! Excúseme; nosotros los rusos no somos idealistas, co * mo los ingleses y norteamericanos, sino realistas; .vu lo habrá adivinado. ¿Sabe dónde está Natalie? —con ■ tinuó. , ,

4Se aceleraron los preparativos para defender

IUM legaciones: se almacenaron alimentos; se erigieron barricadas en los puntos estratégicos; se hicieron loa arreglos necesarios para que sonara una campana en caso de necesidad, y para que los guardias norteamericanos y rusos se dirigieran a la legación británica, y los alemanes, italianos y japoneses a la legación de Francia. Toscas bolsas de arena, se hicieron y llenaron; se fabricaron escaleras con el objeto de permitirles a los defensores subirse a las murallas. Alistaron estudiantes y los instruyeron para defender sus propias viviendas. Lady MaeDonald convirtió el salón de baile en dormitorio de mujeres. Se arreglaron cuartos en la legación para los refugiados.

Todo el mundo trabajó con buena voluntad. Durante un tiempo hubo buen ánimo, pues se esperaba que los refuerzos llegarían esa noche. Cuando se alargaron las sombras, y se acercó la hora para que cerrara^ las puertas de la ciudad; cuando ni entonces hubo señal de las tropas y ninguna noticia de su paradero, entonces sí se deprimieron los ánimos, pues comprendieron todos que el ejército de refuerzo tendría que pasar la noche fuera de las puertas de la ciudad, mientras que los recintos de las legaciones estarían abiertos para un ataque.

Pese a que sabían que se mantendría vigilanciaInda la noche, los civiles se retiraron con la intranqui- ln convicción de que, si se iniciaba un ataque, no cabría tviperanza de que los pocos cientos de soldados pudie- run mantener a raya a los miles de turbulentos boxers y soldados kansuh, que habían estado pasando todo el illa a través de las puertas de la ciudad.

Después de una noche tranquila, cuando el sol de la. mañana teñía de rosa el gris cielo oriental, se oyó ni estrépito de muchas ruedas con llantas de fierro, al avanzar una larga procesión de carromatos pequineses n lo largo de la calle Legación, dirigiéndose hacia la Puerta Chien. El sonido trajo ün dulce alivio a los cañados durmientes, pues comprendieron que se debía haber recibido noticias de la llegada de las tropas, y <iue los carromatos iban a recibirlas a la estación. Mu- dios se dieron vuelta y durmieron profundamente en lo que quedaba de la noche.

391'

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C A P I T U L O XXXIV

1

IVANDALL, COMO EN LA OCASIÓN anterior, acompañó al primer secretario a la estación. Esta vez tenían una escolta de diez marineros, al mando del capitán Myers.

Los tres hombres se pararon a la sombra, y miraban hacia la arenosa llanura a través de la cual la línea férrea serpenteaba hacia el sur. Soplaba un viento, amarillo con la arena que había recogido y acarreado desde los desiertos mogólicos.

El capitán se aclaró la garganta y escupió.—Esta maldita cosa se mete en la garganta,

ojos, nariz, oídos... Si hay alguna parte donde no llegue, yo no sé cuál será.

Ninguno de sus compañeros lo sabía tampoco, por lo que permanecieron silenciosos. Continuó diciendo:

—¿A qué distancia está Tientsin, señor Squiers? ¿Setenta millas o algo así?

Squiers asintió.—Veinticuatro horas y ni señales de ellos.

¿Qué piensa usted de esto? ¿Será que la vía está en peor estado de lo que creemos?

—Pudiera ser.—Pueden haber sufrido molestias —sugirió

Randall-^. El príncipe Igor Troubetskoy está convencido de que no pasarán sin lucha.

—No me sorprendería —concordó Myers—. Dicho sea entre nosotros, si yo fuera chino, no me sentiría muy contento al ver un ejército extranjero marchando i, través de mi país, sin siquiera decir con permiso.

—Pero tienen permiso.—No, señor Randall —contradijo Squiers—. La

Kmperatriz Viuda rehusó* el permiso para que nuevas tropas extranjeras entraran a Pekín. El Yamen dice <iuc los soldados chinos son capaces de proteger los intereses extranjeros.

Myers dio un bufido.—¿Qué significa eso, si es que tiene sentido?—Que las tropas de refuerzo están cometiendo

un acto de agresión al venir para acá sin autorización. Desde un punto de vista estrictamente legar los chinos estarían justificados al oponerse a su avance.

—¿Y qué me dice del punto de vista legal si los boxers atacaran las legaciones? —preguntó con fastidio Myers.

—Precisamente —concordó satíricamente Squiers.

El marino miró su reloj.

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—Las diez. ¿Cuánto tiempo más va usted a darles? No trajimos provisiones para los hombres.

Squier titubeó.—Digamos, ¿hasta las once?—Estoy de acuerdo.Los hombres decayeron con el creciente calor

del Íiía. Cesaron de hablar, porque hasta eso exigía demasiada energía. Permanecieron quietos, sin hacer más que enjugarse los rostros y cuellos del sudor y polvo que se escurrían por su piel en forma de barro líquido. Mientras tanto, mantenían los ojos fijos en el lejano pueblo, detrás del cual notarían las primeras señales del humo de la máquina. Como el resto de los pueblos cercanos, las casas que lo formaban tenían un tono rojizo; el sol había desteñido ese color tanto en los ladrillos como en las cabañas de arcilla. En circunstancias más alegres, los hombres se habrían sentido impresionados por el contraste, pues el verde de la espesura entre la que estaban construidas las casas, las hojas verdes de los árboles que les daban sombra y el celeste pálido del fondo, creaban un cuadro vivido y sorprendente.

Squiers rhiró de nuevo su reloj.—Vamos andando —dijo con pesar—. Veré lo

quo diceri los ingleses y los demás. —Pues cada legación había contribuido con una cuota de carromatos y escolta.

. La larga procesión empezó el trayecto de vuelta a Pekín. Chinos locales caminaban al lado de ellos, mofándose e insultándolos. Al acercarse a la capital, aumentó el gentío, las burlas se hicieron más ruidosas. Así fue todo el camino de vuelta a la calle Legación, donde las caras consternadas de sus compatriotas deprimieron más de lo que estaban a los cansados y su-dorosos marineros.

Entre los que no se sorprendieron de ver volver vacíos los carromatos pequineses se encontraba el príncipe Igor. Se encogió de hombros mientras se volvía hacia Sir Oliver.

—¿Ve usted? , fíStrangways hizo un signo afirmativo.—Tenía razón. Deben estar luchando para

abrirse camino.Sugiyama, canciller de la legación japonesa,

se encontraba con ellos. Se habían encontrado todos por casualidad frente a la legación del Japón, y estaban parados mirando torcer los carromatos hacia la legación de Inglaterra.

—Permítame no estar de acuerdo con usted, Alteza —empezó diciendo cortésmente—. La Emperatriz Viuda no osará provocar tantas grandes potencias al mismo tiempo, cada una de las cuales es capaz por sí sola de derrotar a China en una guerra. Atacar las tropas de refuerzo sería un acto de guerra.

Troubetskoy era diplomático: su rostro no demostró la irritación que sentía ante la sutil referencia del canciller sobre la decisiva victoria de su país en la pasada guerra chino-japonesa.

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—Siendo mujer, la Emperatriz Viuda es probable que actúe más bien por impulso que por razón.

—Mientras sean solamente los boxers los que estén envueltos en incidentes, ella podrá evitar la guerra. Un ataque boxer a las tropas de refuerzo, que no sea ayudado por los entrenados ejércitos imperiales, no podría demorar a nuestros marinos más de una hora o dos a lo sumo. Estoy seguro, Alteza, de que los rumores de la proximidad del ejército aliado no carece de base.

—Ya lo veremos —fue la respuesta de Igor.Convencido de la fuerza de su raciocinio

sobre la .situación, más tarde Sugiyama fue por su cuenta en el carromato de un alto funcionario, desarmado y sin escolta, a encontrar a los regimientos de refuerzo a la estación. Llegó sin ser molestado hasta la Puerta Yung Ting, pero allí, un grupo desocupado de soldados kan- suh, reconociendo a un extranjero, se adelantaron atropelladamente a interceptarle el camino. Dos cogieron las riendas del caballo, haciéndolo encabritarse y detenerse. El resto se agolpó y rodeó el carromato.

—¿A dónde vas, bárbaro? —preguntó con insolencia uno de ellos.

—A la estación. Suelten las riendas, a fin de que el conductor pueda seguir.

—No puedes seguir adelante. Desde hoy ningún extranjero puede entrar o salir de la ciudad.

—¿De quién son las órdenes?—Del príncipe Tuan.Recordando que el príncipe Tuan había sido

nombrado presidente del Tsungli Yamen, el japonés comprendió que sería inútil protestar por la orden ilegal.

—Entonces le pediré permiso al príncipe Tuan para salir de la ciudad. Suelten ustedes el caballo, para que el conductor pueda dar la vuelta.

El hombre que se había constituido en interlocutor se rió groseramente:

—No tan de prisa, bárbaro. ¿Quién eres tú?—El señor Sugiyama, de la legación japonesa.

Suelten el...—¿Eres el ministro?—No, soy canciller de la legación.—¡Canciller! ¡Ja! ¡Ja! ¿Así es que lo eres de

verdad? ¿Qué derecho tiene un ínfimo empleado de ocupar el carro de un alto funcionario? Sáquenlo a tirones, ca- maradas. Le mostraremos que no debe pretender alzarse por encima de su situación.

Los otros soldados se apoderaron a viva fuerza del canciller japonés y del mafu chino, y los sacaron del carromato. Al tropezar en el camino, fue golpeado en la cabeza y hombros, hasta que un golpe más recio lo lanzó al suelo. Una docena de pies comenzaron cruelmente a golpearlo. El mafu consiguió mezclarse entre el montón de

394'

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culíes que se juntaron alrededor para presenciar la diversión.

—Llévenme ante su general —jadeó el canciller—. Soy extranjero y tengo derecho a protección. Condúzcanme ante el general Tung. El me tratará adecuadamente cuando sepa quién soy.

El pedido fue recibido con grandes risotadas y más puntapiés.

—¡Infeliz! —se mofó el que hablaba—. ¡Tú hablar con nuestro gran general! Eres una cosa demasiado insignificante para tener ese honor.

Continuaron dándole de puntapiés y golpeándolo con la culata de sus antiguas armas, hasta que el estrépito atrajo a uno de sus oficiales.

—¿Qué sucede aquí? —preguntó perentoriamente.

—Este vil extranjero estaba tratando de escapar de Pekín en contra de las órdenes del príncipe Tuan —lo informó el que tomó la palabra originalmente.

—Soy el canciller de la legación del Japón —boqueó Sugiyama—, pido su protección y que se me escolte de vuelta a la legación.

El oficial kansuh de botones rojos hizo caso omiso del japonés.

—Decapítenlo —ordenó—, y cuelguen su cabeza en la reja, como una advertencia para que otros no traten de huir de Pekín.

En un momento el canciller japonés fue ejecutado.

2

—Hola, Strangways. —Sir Claude se detuvo a cambiar unas breves palabras. Su expresión era preocupada—: Conque la primera sangre extranjera ha sido cíerramada en Pekín.

—¡Pobre diablo! —exclamó sentidamente Sir Olíver.

—¡Naturalmente! —concordó irritado el ministro—. ¿Pero por qué se arriesgó tan estúpidamente?

—De paso, ¿quién trajo la noticia?—Uno de los mafus empleados en la legación

norteamericana. Squiers lo envió con un caballo para, el capitán McCalla, que comanda el contingente norte americano, y vio la tragedia desde el comienzo al fin.

—La perspectiva es mala, MaeDonald, a menos que lleguen pronto las fuerzas de refuerzo. ¿Supongo que no tendrán nuevas noticias de ellas?

El ministro demostraba preocupación.—Ni una palabra. Si la tierra se hubiese

abierto y tragado a cada marinero de la expedición, no podríamos saber menos.

—Me dice el príncipe Igor que, si las cosas empeoran, sería posible que Rusia desembarcara suficientes tropas en Tientsin,

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procedentes de Puerto Arturo, para que vinieran por su cuenta a nuestro socorro. No les tomaría más de dos o tres días...

—¡Qué es eso! —profirió vivamente Sir Claude—. ¿Es ésa una idea del príncipe Igor o de la legación de Rusia?

Sir Oliver se sorprendió ante el tono agudo de la voz del ministro.

—De la legación, según creo —contestó suavemente—. Al parecer monsieur Kroupensky es todo un estadista en lo que concierne a los intereses de Rusia.

—Gracias por decírmelo, Strangways. Veré que se enteren los otros ministros de lo que están complotan- do los rusos. Tomaremos todas las medidas necesarias para impedirlo.

—¡Impedirlo] ¿No quiere que nos rescaten?—Naturalmente que lo deseo. Qué pregunta

más ridicula. Pero ni Gran Bretaña ni ninguna de las otras grandes potencias van a permanecer impasibles viendo cómo los rusos organizan un coup d'Etat, que nos desalojaría de China, dejando el país como una exclusiva zona de influencia rusa.

Para cuando Sir Oliver pensó una respuesta realmente satírica, el ministro ya había seguido su camino.

3—Tiene aspecto cansado —le dijo Evelyn a

Randall cuando se encontraron esa tarde para tomar té en el hotel.

—Estuvimos en pie antes de las cuatro de la mañana el señor Squiers y yo, para ir a buscar, como creíamos, los refuerzos. Sin embargo, creo que estoy más inquieto que cansado. —Titubeó—: No puedo olvidarme del deprimente relato de Chin sobre lo que está sucediendo en el palacio. Si las tropas no llegan pronto aquí....

Trató de que su agitación no demostrara el temor que compartía con casi todas las mujeres blancas en Pekín.

—Deben llegar pronto aquí. Aunque el príncipe Igor tenga razón y precisen abrirse paso luchando. Setenta millas no es gran distancia.

—No lo es si han enviado bastante gente. ¡Pero unos cuantos cientos! ¿Supongo que habrá oído lo que le pasó a ese pobre japonés?

Desvió la vista. Que le cortaran a una la cabeza y ía clavaran en una pica...

—No le he oído a nadie hablar de otra cosa desde que esto sucedió.

—Los japoneses están terriblemente trastornados. Su ministro ha estado visitando a varios otros colegas. Ha recibido un cable de su gobierno, preguntando cómo mirarían otras naciones el envío a China de una fuerza punitiva japonesa contra los pequineses, para restaurar el orden y proteger la vida de todos los extranjeros.

—¡Qué generosos! ¿Cuánto demoraría ese ejército en llegar acá? No me sorprendería si la mera noticia de su llegada fuese suficiente para

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hacer que la Emperatriz Viuda diese una orden inmediata de poner fin a la situación presente.Sonrió agriamente.—El señor Conger informó rápidamente al ministro japonés que nuestro gobierno no miraría probablemente con buenos ojos ese paso.—¿Y por qué no?—Por varias razones: una de ellas es que el Japón podría usar la presencia de ese ejército para extorsionar a China a que le concediera un pedazo de su territorio, y, segundo, porque las potencias occidentales perderían prestigio si fueran a ser salvadas por una nación asiática de segundo orden. Sabe usted, señorita Strangways, las potencias occidentales no se atreven a darles mucha libertad a las naciones orientales; les podría hacer creer que somos débiles.Ella lanzó un suspiro.•—¡Ustedes los hombres! ¿No se pueden nunca fiarel uno del otro?

4Las malas noticias se siguieron. Se supo que también estaba interrumpida la línea telegráfica rusa, y los intranquilos residentes extranjeros se dieron cuenta de que habían cortado el último eslabón que los unía con el mundo exterior.Siguiendo a la desilusión de la no llegada de los refuerzos y a la muerte brutal del canciller japonés, los más nerviosos creían que sería inminente el ataque que habían esperado para la noche anterior. De nuevo se tomaron todas las precauciones posibles.En una reunión de ministros se decidió que los deberes de vigilancia no estarían restringidos a los recintos de las legaciones, sino instalados dondequiera que los chinos pudiesen atacar.•Para este objeto se contaba con poca tropa, por lo que se llamó a los civiles para que se alistaran como centinelas voluntarios. Con el permiso del ministro, Randall añadió su nombre a la lista. Se fue a acostar temprano esa noche, y se durmió después de unos segundos de haber estirado su exhausto cuerpo en una posición cómoda. Convencido de que no habría dormido más que unos cuantos minutos, se sintió indignado cuando lo despertaron seis horas después.

—Es su turno para que haga guardia, señor Lockhart —le dijo el capitán Myers—. Le he dejado quince minutos para que se vista y releve al señor Squiers. Lo encontrará en la reja principal.

—¿Es ése mi puesto?—Por favor, señor. El señor Bainbridge lo

relevará dentro de dos horas.Randall gimió.—Pasar lista dentro de dos horas.Myers se rió.—Cuando se acostumbre, el tiempo pasará

rápidamente. ¿Sabe lo que tiene que hacer si sucede algo o si tiene sospechas? Haga salir a los marineros que descansan en la sala de guardia.

—Bien. ¿Todo está tranquilo hasta ahora?—Sí.—Entonces probablemente continuará así. A

los chinos no les gusta mucho la lucha nocturna.—Eso me parece muy bien. Lo veré después,

señor Lockhart.

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Randall le permitió cinco minutos más al primer secretario. Squiers le entregó un rifle y una bolsa con balas.

—No se ponga a dispararles a los wonks. Dos veces me detuve a tiempo para no balear a esas condenadas bestias. —Bostezó—: Es una hermosa noche para que la goce el que tiene que estar en pie. —Caminó unos cuantos pasos, en seguida volvió la cabeza—: Pero tampoco es tan mala la cama —dijo arrastrando las palabras, mientras desaparecía detrás de la reja del recinto.

Durante un largo tiempo, o lo que le pareció mucho tiempo, Randall se mantuvo rígidamente alerto. A veces se paraba al lado de los pilares de ladrillo de los que estaban suspendidas las puertas gemelas; a veces caminaba vivamente de un lado a otro en frente del portón; vigilaba atentamente las sombras formadas alrededor de los débiles círculos de luz amarilla que arrojaban las lámparas de la calle. Después, la quietud de la noche y el calmante alivio de la luna adormecieron MUS sospechas de que los boxers pudiesen venir arrastrándose por todos lados, y se encontró sumido en un ensueño en el que Evelyn tenía el papel principal. Se sintió agradablemente sorprendido cuando en forma Inesperada Bainbridge salió de las puertas del recinto.

—Olcay, hombre afortunado. Aquí es donde yo te relevo. ¿Todo está en calma?

—Como de costumbre. Los iónicos ruidos que oí los hicieron los centinelas rusos del otro lado. Nunca he visto a Pekín tan tranquilo.

—Eso demuestra que has sido un buen muchacho y que te has acostado temprano. Incluso en tiempos normales, después de medianoche Pekín es la ciudad más tranquila en que he estado.

Randall le pasó el rifle y los cartuchos.—Espero que siga así. Buenas noches.—Buenas noches, Lockhart.

5¿Dónde estaba la tropa de refuerzo? Toda la mañana los

residentes extranjeros se hicieron esa pregunta. Parecía imposible que un pequeño ejército de varios cientos de hombres no pudiera cubrir una distancia de setenta millas en cuarenta y ocho horas, aunque eso .significara tener que recorrer a pie cada milla; parecía increíble que no se tuvieran noticias. Todos sabían que las comunicaciones telegráficas con el resto del mundo habían sido cortadas, pero seguramente que nada impediría que los ministros hicieran salir espías a descubrir dónde se encontraba el ejército. ¿Por qué el oficial a cargo de las tropas de refuerzo no había enviado espías —o mensajeros, corregían los cínicos— de antemano, para que la gente en Pekín supiera cuándo esperar los refuerzos?

Pese a qué otra noche había pasado tranquilamente, no eran muchos los que tenían los nervios en calma. Mientras no hubiese noticias de la llegada de los refuerzos, seguía siendo tiempo para que atacaran los

Orepú£ouio.—27 boxers. La afluencia de más y más cristianos refugiado?! a Pekín, hacia donde fluían de todas direcciones, no hacía nada para calmar a los extranjeros, pues traían con ellos historias de incontables atrocidades. Muchos venían acompañados por misioneros extranjeros, para los que había que

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buscar alojamiento, a veces en las legaciones extranjeras. Al poco tiempo éstas se encontraron inconfortablemente llenas.

¿Dónde estaba la tropa de refuerzo?Sir Oliver tamborileó sobre la mesa.—Nunca oí que un ejército desapareciera —

le dijo quisquillosamente a Randall—. Ya sabemos, por la muerte de ese pobre diablo de japonés, que ningún extranjero puede salir de la ciudad, aunque parece que no es difícil entrar; pero ¿será posible hacer salir a unos chinos leales para que busquen los refuerzos? Debían poder entrar y salir sin pasar molestias.

—El señor Squiers ha hecho salir mensajeros. Lo mismo han hecho otros ministros.

—¿Y qué?—Algunos no han regresado.Strangways se mordió los labios.—¿Supongo que huirían?—Tal vez —concordó Randall—. A pesar de

que sospecho que algunos de ellos han sido muertos. Pero otros mensajeros han vuelto, y todos con la misma falta de noticias. Nadie sabe dónde está el ejército o lo que le ha sucedido.

—¡Increíble!—¿Pero y si han tenido que abrirse paso

luchando, papá querido?—Naturalmente que habrán tenido que

luchar — gruñó Strangways—. Eso es lo único que explicaría la demora. Pero aún me devano los sesos por saber por qué, si la ha habido, nadie ha tenido noticias de una escaramuza o batalla.

Pocos minutos después Natalie se acercó.—Por fin hay noticias, querido —anunció,

dándole una cariñosa mirada a Sir Oliver—. La línea telegráfica a Kiatha ha sido arreglada. Monsieur de Giers acaba do recibir un telegrama diciendo que dos mil soldados rusos han desembarcado en Takú.

—¡Qué bueho!Sonrió ante la complacencia de él.—He aquí otras buenas noticias. El ministro

japonés ha enviado un telegrama a Tokio pidiendo el envío i nmediato de veinte mil hombres. ¿Merece eso una vodka, amor mío?

—Merece todo lo que yo te pueda dar, querida mía -contestó, besándole la mano.C A P I T U L O XXXV

• ■ M uchos de los de la pobla-ción extranjera recibieron la noticia del movimiento de tropas japonesas y rusas con menos ecuanimidad que Sir Oliver.

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—¡Guerra! Eso es lo que hay en el aire. Guerra entre Rusia y Japón. Acuérdense de mis palabras, están usando este asunto como excusa para movilizar. ¿Qué otra razón podría tener Japón para enviar veinte mil hombres a Pekín? Dos mil serían suficientes para sosegar a China. ¡Veinte mil en verdad!

Durante un tiempo los argumentos en cuanto a la posibilidad de guerra entre los dos países desalojaron los problemas inmediatos como principal tópico de discusión. Escuchando las estupideces que se entre- cambiaban libremente, un oyente imparcial podría haber estado justificado al pensar que algunos de los más intolerantes estaban menos preocupados de que los salvaran de la matanza que de no dejar entrar en China a los soldados rusos y japoneses.

Existían otros, naturalmente, que se regocijaban ante la idea de una riña entre las dos naciones.

—Eso les enseñará a no tratar de meterse solapadamente en los mercados de otras personas. Primero Mogolla, en seguida China. Antes que nos demos cuenta, el próximo paso Sserá la India y el Medio Oriente. Mientras estén ocupados en pelear recíprocamente, no tendrán tiempo ni recursos de sobra para meterse en nuestras reservas.

Como de costumbre, los Troubetskoy y los Strang- ways comieron en cuarteto en el Hotel de Pekín. La no-che era ardiente y sofocante como las que la habían precedido, por lo que monsieur Chamot sobresalió al servir una comida fría, destinada a tentar al más falto de apetito. En el caso de Igor tuvo éxito a medias. El príncipe estaba malhumorado y apenas si se molestaba en ser cortés y normal, incluso con Evelyn. Cuando Sir Oliver lo embromó acerca de los rumores de rivalidad entre su país y Japón, y le preguntó si monsieur de Giers se proponía mandar buscar otros dieciocho mil hombres, se rió burlonamente.

—¿Para lidiar con los japoneses? Dos mil soldados rusos serían pareja más que suficiente para veinte mil de ellos. Estoy preocupado por lo de ahora. Sigo convencido de que han interceptado al ejército de refuerzo.

—¿Todavía no hay noticias?—No -—confesó Igor—. Soborné a un chino que

conozco para que tratara de ponerse en contacto con ellos. Caminó cincuenta millas a lo largo de la línea, y regresó sin haberlos divisado.

—¡Cincuenta millas!El príncipe se encogió de hombros.—Eso fue lo que él calculó. Podría ser la

acostumbrada exageración china. Que séa la mitad de esa distancia, y sigue siendo cosa seria. —Se volvió hacia su hermana—. Creí que tú y Oliver se iban a casar pronto.

Natalie conocía bastante bien a su hermano" para darse cuenta de la razón de la inesperada e injustificable pregunta.

—En otras palabras, querido, se ha cumplido el tiempo para el ataque —dijo tranquilamente Natalie.

—Más que cumplido. Evidentemente el Yamen piensa también lo mismo. —Golpeó la mesa con la mano—:

400'

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Sus ministros visitaron hoy a Sir Claude MacDonald y reconocieron que nosotros los europeos estamos en peligro a causa del populacho.

—¿Cuál es la razón para su repentina franqueza? —preguntó Sir Oliver.

—Porque están haciendo un juego seguro: corriendo con el conejo y cazando con los perros. Para mostrar su amistad personal por los europeos, y para precaverse contra la furia de los pequineses si las tropas llegaran hasta acá, ofrecieron permitirles la entrada a Pekín si vinieran de noche, y a condición de que permanecieran dentro del recinto de la legación y de que nó miraran por encima de las murallas.

—Pero las tropas no están aquí.—Y el Yamen espera que no llegarán acá.

Pero en caso de que lleguen... —Igor se encogió de hombros. Se dio vuelta hacia Evelyn—: ¿Quiere más vino, señorita Strangways?

Evelyn no contestó. Tenía la cabeza ladeada y su mirada parecía fija en la pared del frente.

—¡Evelyn! —exclamó severamente su padre—. ¿Sucede algo?

Se estremeció y pareció turbada. \—Estaba escuchando, papá querido.—¿Qué cosa?—Un extraño ruido zumbante.Todos escucharon, pero los demás no oyeron

nada.—Sería un mosquito —sugirió Sir Oliver—. Ya

se ha ido.—No, aún puedo oírlo. ¡Escuchen!Todos escucharon de nuevo. Natalie hizo un

signo afirmativo.—Evelyn tiene razón. Yo puedo oírlo. Más

parece el viento que un mosquito.Evelyn asintió con la cabeza:—Como un ventarrón distante.Sir Oliver parecía enojado.—Tus oídos son más jóvenes que los míos. Yo

sólo puedo oír el runrún de las conversaciones.Extrañamente, la conversación general se

calló. Otras personas habían percibido el ruido y estaban escuchando. En el silencio que siguió, tanto Sir Oliver como el príncipe oyeron el extraño ruido.

—Se va haciendo más fuerte —exclamó Natalie—. Debe ser la tormenta que se avecina.

—Imposible —dijo Igor secamente—. El aire estarla lleno de polvo si hubiera una tormenta en perspectiva.

Para entonces el silencio en el comedor era intenso. Nadie se movía; hasta los criados chinos permanecían quietos escuchando el creciente sonido. Tenían una expresión asustada.

—¡Es horrible! —dijo trémulamente una mujer en la mesa vecina. Había una nota de histerismo en su voz—. ¿Qué es? ¿Qué está sucediendo?

Nadie contestó, nadie sabía. El ruido se hizo más recio. Ahora parecía subir en un agitado crescendo, en seguida se apagaba en un fúnebre y plañidero suspiro.

—Debe ser una tormenta —susurró Evelyn—. No puede ser otra cosa.

401'

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Los dedos de Igor se apretaron contra el pie del vaso de vino que sostenía y lo quebraron. El borde dentado le cortó la carne, haciendo aparecer unas gotas de sangre que cayeron y mancharon el mantel.

—Es el populacho.Otros también se habían dado cuenta del

significado del creciente ruido. Algunos hombres alarmados se pusieron de pie, y sus sillas rasparon contra la encerada superficie del parquet. Las mujeres apretaron sus pañuelos de encaje, y trataron de calmar su trémula respiración. Los criados chinos desaparecieron silenciosamente.

Ahora las palabras que gritaba el populacho se hicieron inteligibles.

—¡Dios mío! —murmuró una anciana que estaba sentada en un lejano rincón. Había pasado la mayor parte de su vida en China—. ¡De nuevo!

—Sha! Sha! Sha! —El feroz bramido sonaba y resonaba a lo largo de las quietas calles, y cada grito se hacía más recio cuando vehementes recién llegados se juntaban a la apretada muchedumbre—: ¡Mata! ¡Mata! ¡Mata!

El ruido venía del este.—Deben haberse abierto paso por la Puerta Ha

Ta —dijo Igor con los labios apretados, al moverse repentinamente a través del comedor.

También venía del oeste.—No, Alteza —el barón von Ketteler se juntó con Igor—, la

Puerta Chien.Llegaron lado a lado a la calle, pero no discutieron sobre de

cuál de las puertas salía el ruido, pues venia desde todas direcciones, retumbando en el Barrio de la,i Legaciones. La propia calle Legación estaba atestada de Chinos, pero éstos permanecían tranquilos, atemorizados por la vista de los centinelas de la legación.

A la luz incierta de la lámpara de la calle vieron marineros franceses doblar hacia la calle Legación, viniendo desde la calle Aduana, y abrirse camino entre el gentío hacia la Puerta Ha Ta. Se dieron vuelta hacia el otro lado, y vieron cosacos alejarse de donde ellos estaban, dirigiéndose a la Puerta Chien.

—Ambos tenemos razón, von Ketteler —masculló Igor.El ministro alemán 110 contestó. Igor notó que la mirada de

su compañero estaba concentrada en las sombras que ocultaban la calle que separaba el Banco de Hongkong del apretado montón de casas chinas que se encontraban detrás. Una figura salió adelante de la masa de chinos que lo rodeaban, con lo cual Igor se sorprendió al ver a un bravo boxer que se paseaba con todos sus distintivos. Con una aguda y excitada exclamación se movió hacia el hombre, pero el ministro alemán se le había anticipado, y corría hacia la figura de banda y turbante rojo. Mientras corría le gritaba al boxer en alemán, blandiendo en forma amenazadora un bastón que había sacado de la guardarropía. El tropel de chinos le abrió camino a toda prisa.

Todos los ejercicios mágicos que había hecho no fueron suficientes para sostener el valor del boxer. Había algo raro en ese monstruo de hombros cuadrados que corría tras él con la evidente intención de infligirle un dolor físico con el levantado bastón. El hombre torció, huyendo por la calle Legación en dirección a la Puerta Chien.

Al barón se le había subido la sangre a la cabeza; y como fue corredor en su juventud, aceptó el desafío.

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Sus largas piernas le daban la ventaja. Después de una persecución, dio alcance al boxer, y a pesar de la masa de gente que lo rodeaba, apaleó al hombre hasta que el boxer aulló pidiendo misericordia, y se dejó capturar mansamente.

Mientras tanto, la infantería de marina hacía buen trabajo en otras partes a lo largo de la calle Legación. Dirigidos por el capitán Myers, el capitán Strouts y el barón von Rahden de la guardia rusa, varios destacamentos de marineros empezaron a despejar de chinos la calle Legación, entre las legaciones de Holanda e Italia. Por fin quedó lo suficientemente despejada para que los europeos pudiesen transitar en seguridad por ella, dirigiéndose a las diversas legaciones. Algunos de los más tímidos, y otros que estaban a cargo de muje-res, regresaron apresuradamente a cualquiera de las legaciones que les ofrecían amparo; otros permanecían en grupos en las calles, pues el cielo ostentaba en varias partes reflejos rojos y el olor a quemado llenaba el aire.

Squiers y Randall permanecieron juntos en las re-jas de la legación de Estados Unidos.

—¡Puercos! —murmuró Randall—. ¿Qué demonios estarán haciendo?

Squiers hizo un gesto de impotencia.—¿Dónde están los refuerzos? —masculló—.

Quiera Dios que no estén muy lejos. Esto es sólo el comienzo.

2¡Sólo el comienzo! Esa noche la gente que se alojaba en

el recinto de la legación durmió desasosegadamente, pues sabía que, pese a que la rápida acción de los marineros había alejado al populacho, eso sería sólo momentáneamente. Regresarían, quizás esa misma noche o a la noche Siguiente, o a la subsiguiente, y cuando lo hicieran, se necesitaría más que un despliegue de fuerza para rechazarlos.

Para los marineros y centinelas voluntarios que se encontraban en las legaciones y edificios protegidos, hubo poco sueño esa noche; pero cuando el alba tiñó de rosa el cielo oriental, dándoles a los edificios que ardían un tono rojo más natural, tuvieron la satisfacción de comprobar que su descanso perdido no había sido en vano. El populacho se había mantenido a distancia del Barrio de las Legaciones.

A medida que pasaban las horas, fueron recibiendo noticias de lo que la cristiandad había sufrido durante la noche. Una iglesia católica fue reducida a escombros, y su congregación china, asesinada. Otras misiones más pequeñas fueron destruidas. Quemaron viva a una mujer china cerca de la muralla de la legación de Austria.

Sólo el comienzo.¿Dónde estaba la tropa de refuerzo? A menos

que llegase pronto..., muy pronto.

3

¡Noticias por fin!Randall fue llamado a la oficina de Conger

para que interpretara. Fuera del ministro y de

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Squiers, se encontraba presente un viejísimo chino, vestido con los andrajos de un pordiosero.

—Este hombre nos ha traído información sobre la tropa de refuerzo, señor Lockhart. El era jardinero del señor Squiers. Tal vez usted lo reconozca. El señor Squiers lo mandó con un mensaje para el oficial a cargo de las fuerzas, pidiéndole noticias de su paradero y dándole la información de que, si fuese necesario, tendría que abrirse camino para entrar en la ciudad. Consiguió llegar hasta ellos. Quiero que lo interrogue cuidadosamente para estar seguro de que sus respuestas son verdaderas. Primero que nada pregúntele si sabe el número total de tropas que se dirigen a Pekín.

Randall le hizo lentamente la pregunta. El viejo pareció no comprender, pues miraba fijamente a su interrogador con ojos inexpresivos y no contestó. Conociendo perfectamente las maneras de los culíes, Randall creía que la pregunta había sido perfectamentecomprendida y que el hombre le estaba dando vueltas en su mente antes de contestar.

Randall repitió lentamente la pregunta. Esta vez el otro hombre la contestó.

—Como mil seiscientos.—Como mil seiscientos, señor —tradujo de

buena gana Randall, pues hasta entonces se creía que sólo seiscientos u ochocientos se habían dirigido a Pekín.

El ministro también se sintió complacido.—¡Excelente! ¡Excelente! Si es cierto, los

ochocientos hombres extra serán bien recibidos. Pregúntele quién es el oficial que está al mando.

—El almirante británico Seymour.Conger alzó sus pobladas cejas.—¡Un almirante británico! ¡Hum! ¿Cuántos

soldados norteamericanos vienen con la columna?

Randall le hizo la prégunta. El jardinero contestó.

—Cien, señor —tradujo Randall—. Al mando del capitán McCalla.

—¡McCalla! —El ministro parecía satisfecho cuando se dio vuelta hacia el primer secretario—: No podía saber que el capitán McCalla estaba a cargo de nuestros muchachos, a menos que viniese de la columna.

Squiers frunció los labios.—Es el único nombre que podía haber sabido,

señor. Debe ser bien conocido del Yamen que el capitán McCalla fue el que condujo a los muchachos para acá la vez pasada. Alguien debe haber adivinado que lo haría de nuevo.

—Sí, naturalmente. —El ministro frunció perplejamente el ceño—: ¿Dónde se encontraba la columna cuando él se separó de ella, señor Lockhart?

—En Lang Fang —contestó el jardinero.—Poco más de la mitad del camino. —Conger

hizo un gesto de desesperación—: Si continúan al mismo paso lento, 110 podrán llegar antes del viernes. Pregúntele por qué son tan lentos.

404'

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—El ferrocarril ante ellos está completamente destrozado —les dijo Randall—. Además, están cortos de víveres y agua.

Conger tenía una expresión grave mientras reflexionaba en la pregunta.

—¿Ha habido lucha? —preguntó poco después.

—Sí —contestó el hombre—, un poco de lucha.

4La noticia de que la tropa de refuerzo, tal

como lo había previsto Igor, se estaba teniendo que abrir paso luchando hasta Pekín, unida a los acontecimientos de la noche anterior, dejó a la mayoría de los residentes convencidos de que era inevitable un ataque a las legaciones. Unos cuantos entre los norteamericanos y británicos todavía rehusaban creer que los chinos se atre-vieran a atacarlas abiertamente, pero nadie les hizo caso. Apuraron los preparativos para la defensa, especialmente cuando se vieron nuevas espirales de humo elevándose en el aire sobre distritos donde hasta el momento no se habían visto.

Evelyn se estremeció mientras observaba desde el extremo de la calle Aduana.

—Es espantoso pensar en toda esa pobre gente aislada en las misiones. ¿Qué;les sucederá si son atacados?

—El señor Conger ha enviado diez marineros para cuidar de la Misión Metodista, y Sir Claude mandó dos hombres y diez rifles. Creo que tienen bastantes hombres y armas para protegerse contra un ataque... con tal de que no sea demasiado fuerte —añadió.

—Pero las misiones más pequeñas..., y las dos catedrales. ..

—Unos cuantos marineros se encuentran ahí, pero no piense en la gente que se encuentra allá —dijo roncamente—-. No se puede hacer nada más para ayudarlos. No nos atrevemos a seguir dividiendo nuestras fuerzas. Si lo hiciésemos, pondríamos en peligro las legaciones, colectiva e individualmente. Nuestra única esperanza estriba en permanecer unidos. Los chinos respetan la fuerza. Si solamente se mantuvieran alejados otros tres o cuatro días...

—¿Pero y si la tropa de refuerzo no ha llegado hasta entonces?

—Tiene que llegar. No hay razón alguna para lo contrario. Seguramente que casi dos mil hombres pueden cubrir treinta millas sin molestias.

—Papá dice que los boxers les están presentando batalla.

—¡Los boxers! —exclamó—. Para lo único que sirven es para hacer matanzas de misioneros. Probablemente huirán apenas divisen un verdadero soldado.

Antes que pasaran muchas horas, Randall iba a darse cuenta de lo errado que estaba en ese juicio. Acompañó a Evelyn de vuelta al hotel, donde se juntaron con Natalie y Sir Oliver para un jerez de aperitivo antes de la comida.

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Todavía no habían cogido sus copas, cuando oyeron el eco de la gran campana en la legación británica tañir su advertencia.

Pidiéndoles rápidamente que lo excusaran, Randall salió a toda prisa del hotel. Vio estudiantes que hacían de voluntarios corriendo hacia el este por la calle Legación, por lo que se unió a ellos, agradeciendo el hecho de estar preparado para esa eventualidad, armándose de un revólver.

Alcanzó a dos de los que corrían.—¿Dónde es el disturbio?—La capilla metodista —jadeó uno de los

muchachos—, la están demoliendo.Al torcer hacia la calle Aduana oyeron el

ruido de alborotadores alaridos, y un sonido ronco, como el de pesadas olas rompiendo contra el costado de un buque. Simultáneamente, percibieron el olor sofocante de pintura quemada, y vieron nubes de humo negro apareciendo sobre los techos de las casas colindantes.

Al pasar corriendo ante los dos hermosos leones gemelos que vigilaban la entrada de la legación de Francia, un pequeño pelotón de marineros se juntó con ellos. En un solo cuerpo, marineros y voluntarios avanzaron calle arriba, en dirección a la legación de Austria, empujando fuera de su senda a los ciudadanos chinos al hacerlo. Dejaron atrás el edificio de la Aduana y la casa de Sir Robert Hart, a su izquierda, llegan-do a la legación de Austria, donde doblaron a la derecha. En pocos momentos estaban en su destino.

La calle ante ellos se encontraba llena de aullado res y gesticulantes boxers. Dos o tres descargas los ha • brían diezmado, pero los marineros habían recibido órdenes estrictas.

—Calad las bayonetas, cargad, pero no disparéis —gritaron sus oficiales.

Cargaron con ceñuda determinación, y los boxers se amilanaron ante ellos. Llegaron al sitio de la capilla sin haber disparado un tiro, pero poco quedaba del edificio; los boxers habían prácticamente terminado la obra de demolición, prendiéndoles fuego con querosén a los restos.

La tarea de tratar de salvar algo de la derruida capilla era imposible, por lo que marineros y voluntarios vieron extinguirse las llamas, y regresaron a la calle Legación. Justamente cuando llegaban a ella fueron echados a un lado por un gentío de despavoridos chinos.

Nadie sabía lo que había sucedido, por lo que Randall asió a un hombre y lo sacó del torrente de hombres azorados que huían.

—¿Qué ha sucedido? —interrogó.El chino sollozó de terror.—Los boxers se han abierto paso por la

Puerta Ha Ta. Por favor, dejadme ir, honorable señor. Tengo que proteger a mis mujeres y niños.

Randall soltó al hombre, y se dio vuelta hacia el oficial francés a cargo de los marineros.

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—Se han abierto paso nuevamente por la Puerta Ha Ta.

El francés asintió.—En avant —ordenó, pasando adelante por la

calle Legación. Randall vio escapar en todas direcciones a los chinos que huían ante la línea de determinados hombres, y, en seguida, también a los boxers. Habiendo despejado la calle Legación de los fanáticos de bandas rojas, los marineros formaron una línea a través de la calle, la que los boxers no trataron de romper. El acero, según parecía, era mejor visto de lejos.

Randall y los voluntarios empezaron a volver al hotel, pero el terror nocturno estaba sólo comenzando.Hubo una recia explosión venida desde donde se encontraba la legación de Austria; en seguida, una secunda explosión. Los voluntarios corrieron de nuevo por la calle Aduana, y, por segunda vez, llegaron tarde l >ara impedir el daño. A dos edificios se les había pren- dido fuego: la legación de Austria y una capilla pequeña.

—Guarde su última bala para la señorita Strangways —dijo una voz al oído de Randall.

Se dio vuelta. El príncipe Igor Troubetskoy se encontraba a su lado.C A P I T U L O XXXVI

1

ndall sospechó que LA!)palabras del príncipe eran una muestra del sentido ruso del humor, pero una ojeada al serio rostro lo convenció de que el hombre había hablado con sinceridad.

—Hagamos un pacto, señor Lockhart —continuó Igor—. Prométame que dejará dos balas de reserva, una para la señorita Strangways y una para mi hermana, y yo le haré la misma promesa. —Tuvo que gritar para hacerse oir por encima de la bulla del tumulto.

El inesperado pedido confundió a Randall.—Pero, Alteza... —empezó diciendo.El príncipe dejó escapar una furiosa

exclamación.—Por Cristo, hombre, ¿acaso no ha estado

usted en China el tiempo suficiente para saber lo que les puede suceder a las mujeres si los chinos abren una brecha eniiuestras defensas?

Randall sabía y se estremeció al pensarlo, pero era joven y lleno de vida, y no tenía una mente lo suficientemente mórbida para creer en una derrota o prepararse para sus consecuencias.

—No abrirán una brecha... —comenzó a decir.

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—¡.Maldito sea! —lo interrumpió el príncipe—. ¡Y usted cree amar a la señorita Strangways! ¡Jesús! Uno no sabe lo que es amor hasta que le da el valor de matar a la mujer con sus propias manos, antes que permitirles a estas bestias pestilentes violarla, cortarla en pedazos y quemarle los restos mientras aún le queda vida para sufrir. Encontraré a otra persona...

Se dio vuelta, pero antes de que se fuera a toda prisa, Randall lo cogió del brazo.

—Espere, Alteza... —El príncipe se dio vuelta—. Tiene mi promesa. —La boca de Randall tenía una mueca inflexible—: Tendré el valor si se abren paso.

Sellaron el pacto estrechándose las manos; después partieron juntos por la calle Aduana. Con cada paso el ruido del amenazante tumulto se hacía más fuerte. Por encima del crepitar de las llamas oyeron las cornetas tocando alarma, el fúnebre tañido de la campana de la legación británica, los frenéticos gritos de chinos de-mentes y codiciosos, el pesado trote de los marineros al correr a sus puntos de defensa, el lento y desigual estallido de balas aisladas.

Llegaron cerca del recinto de la legación de Austria, donde marineros franceses y austríacos defendían las barricadas que habían sido apresuradamente hechas durante las anteriores veinticuatro horas. Detrás de una barrera de dogccirts europeos dados vuelta, carromatos pequineses, amoblado de casa y sacos de arena, marineros de ojos sombríos observaban a los boxers, grotescamente vestidos, agazapados en las sombras de los edificios cercanos.

Igor le habló al oficial a cargo de los hombres:—¿Necesitan ayuda?El oficial lo reconoció y se cuadró.—Creo que se preparan a atacar, Alteza.

Cada rifle extra es bien recibido.—Nos quedaremos. —El príncipe atisbó, por

encima de un dogcart, hacia un fuego que ardía en el suelo, a unas yardas frente al cocha. Randall se juntó con él. Atrajo su mirada un objeto claro que se encontraba cerca del fuego, y repentinamente se sintió enfermo; una mujer desnuda, con los brazos atados a la espalda, yacía estirada en el suelo, con la cabeza dentro del fuego. Dos sangrientas heridas debajo de sus hombros mostraban el lugar donde le habían cortado los pechos, con propósito indecible y maligno.

Crepúsculo.—28Al desviar la vista vio persignarse al príncipe.

SUI miradas se encontraron. Randall habló:—Gracias por ese pacto, Alteza.—Listos, hombres —dijo en alta voz el oficial.Igor y Randall miraron hacia la barricada. Una

docena de boxers habían salido de su refugio y avanzaban, de uno en uno, hacia los europeos. Llevaban pajuelas perfumadas en una mano, sables de aspecto feroz en la otra. Acompañándose con un imponente canto, se dirigieron hacia adelante con los movimientos de

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los ejercicios mágicos que estaban destinados a hacerlos invulnerables a las balas de los cristianos.

El oficial esperó hasta que estuvieron a medio camino de la barricada.

—¡Fuego!Un fuego desigual salió de todo lo largo de la

barricada. Siete de los boxers cayeron pesadamente al suelo. Dos más se tambalearon como si estuviesen heridos, pero continuaron su avance.

—¡Fuego!Los cinco boxers restantes sufrieron la suerte

de sus compañeros, pero tres boxers más salieron confiadamente de su refugio y avanzaron con una serie de posturas fantásticas.

—¡Fuego!Igor se había anticipado a la orden de fuego.—¡Cerdo! —gritó cuando uno de los chinos se

apretó el vientre y cayó al suelo—. Cerdo inmundo y pestilente.

2

Al caer la noche, se intensificó también el rojizo reflejo de incontables incendios. Desde las legaciones extranjeras parecía que cada distrito en las ciudades china y tártara estuviera enviando hacia el cielo grandes lenguas de fuego. Los incendios los rodeaban, y los militares, cuya obligación era defender el Barrio de la Legación, temblaban ante la idea de lo que sucedería si los boxers atacaran con balas e incendios.

Cuando fué rechazado el ataque a la barricada austríaca, Igor y Randall regresaron al punto donde se enfrentaban las legaciones francesa e italiana, en la esquina de las calles Aduana y Legación. Allí encontraron a Natalie, Evelyn y Sir Oliver. Estaban parados entre una multitud de residentes extranjeros, que se habían juntado ahí para tratar de identificar los incendios.

Los dos hombres fueron recibidos con mal disimulado alivio.

—Hemos oído que está ardiendo la legación de Austria, Igor.

Hizo éste un signo afirmativo.—Sólo una parte. Los boxers abrieron un

hoyo a dinamita en la muralla del recinto y les prendieron fuego a algunos edificios.

—¿Es serio el perjuicio?—Supongo que podría haber sido peor. En

seguida atacaron la barricada allí, pero después que dimos muerte a una docena o más, se retiraron.

—Los franceses e italianos los hicieron huir al extremo de la calle Legación.

—Serán fácilmente rechazados hasta que se den cuenta de que no son invulnerables. Sus cabecillas los han hecho tan absolutamente seguros, que esos necios avanzaron de uno en

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uno. —Se rió burlonamente—: Los baleamos como si fuesen gallinas.

Escuchándolo, Evelyn trataba de convencerse de que la petulancia del príncipe era desagradable, pero cuando dirigió la vista al rojizo cielo, y pensó en todas las indefensas mujeres y niños que no tenían hombres armados para que los defendieran, comprendió que no podía sentir simpatía alguna por los boxers muertos.

—¿Qué sucederá cuando se den cuenta de la verdad? ¿Se rebelarán contra sus jefes?

—No —contestó decididamente Igor—; se aliarán con los soldados imperiales y atacarán de una manera más convencional.

Natalie cogió el brazo de su hermano.—¿No es el edificio de la Aduana el que arde?Era. Las llamas lamían cada uno de los

nuevos y hermosos edificios de la Aduana.—Eso prueba que el odio de los boxers no

está dirigido exclusivamente contra los misioneros —murmuró Evelyn.

Igor se dio vuelta.—¿Acaso alguien la ha estado tratando de

hacer creer ese viejo canard?Su modo brusco y ásperas palabras la

sobresaltaron.—Dos o tres han insinuado que los

misioneros tienen la culpa... —empezó diciendo.—Igor —reconvino Natalie—. El resto de la

gente también tiene derecho a opinar.—Sí, sí. —Se frotó la frente con el dorso de la

mano—: Le ruego aceptar mis disculpas. Aún así, la gente que esta noche dice esto, no lo dirá mañana, cuando vea la ruina de lo que fue su hogar.

—¡Igor! —Natalie obligó a su hermano a que la mirara—. ¿Saliste esta noche del recinto de la legación?

—Tenía que ver las cosas por mí mismo.—¡Necio, temerario necio! Si te hubieran

visto... —La intuición guió sus pensamientos—: ¿Fuiste a casa? —preguntó perentoriamente.

Contestó de mal humor:—Necesitaba algo.Sus labios se apretaron al cerrar un instante

los ojos. Cuando los abrió parecía agobiada.—¿Ha sido destruida, verdad?—No dejaron piedra sobre piedra.—¡Oh! —Las lágrimas se agolparon a los ojos

de Evelyn. Todos esos maravillosos tesoros... destruidos para siempre... Pobre Natalie; pobre querida Natalie.

Le demostró su pesar; en seguida indicó la ardiente hoguera.

—¿Seguramente que ésos son edificios chinos?

—Naturalmene que sí. —Había una nota de implacable satisfacción en la voz del príncipe—. Pero no se puede razonar con un toro furioso. Espero que la Emperatriz Viuda se sienta complacida cuando sepa lo sucedido.

—¿Dónde está Sir Robert Hart? —preguntó inquietamente Natalie—. Quiera Dios que no

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haya sido herido.Este deseo encontró silencioso eco en todos

los que se encontraban en la esquina, pues pocos eran los que no estimaban al genial y anciano inspector general de aduanas. Además, recordaron que fue el primero en advertir los acontecimientos que sólo ahora estaban comenzando.

Pronto se disiparon los temores por Sir Robert y su personal, cuando vieron que varios hombres y mujeres caminaban por la calle Aduana. Al pasar frente a las rejas de la legación de Francia, una lámpara de la calle reveló, primero, la prominente cabeza calva y la gran barba de Sir Robert, en seguida los rostros de su personal europeo. Contrastando con sus compañeros, caminaba erguido y marcialmente, y su expresión revelaba valor y resolución. No fue sino después que se supo que su bella casa y sus tesoros personales habían sido completamente destruidos.

Toda la noche los incendios mantuvieron rojo el cielo sobre Pekín. Mientras los marineros y voluntarios mantenían constante vigilancia sobre las dispersas bandas de boxers que estaban continuamente circulando alrededor del perímetro de las defensas de la legación, el resto de los europeos se pusieron a dormir lo mejor que el ruido se los permitía. Al clarear, la mayoría de las caras tenían los rasgos tirantes de cansancio, y la desgraciada gente tuvo que sufrir una nueva incomodidad, pues el ya polvoriento aire estaba lleno de fina ceniza, que hacía que todos, menos unos cuantos afortunados, tosieran y estornudaran.

La hora del desayuno en el recinto de la legación fue de funestos presagios, pues el humo pendía como paño mortuorio sobre la ciudad; una seria advertencia de que los incendios continuaban. El saber que los sa-cerdotes y las monjas en otras partes de la ciudad podían estar sufriendo, le quitó el apetito a la mayoría de la gente. Tan cerca, y, con todo, para la ayuda práctica que se les podía dar, tan lejos.

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Los ministros se reunieron a considerar la situación.

—Excelencias —empezó diciendo el señor Cologan—, me propongo ser breve. A la luz de la evidencia de que la columna de refuerzo está siendo detenida, por lo que no se puede dar una fecha aproximada para la llegada acá, la cuestión que se nos presenta ahora es, ¿qué hay que hacer para defender el Barrio de las Le-gaciones? Ya existen barricadas en algunos puntos para detener la entrada de los boxers al Barrio de las Le- ' gaciones, ¿pero serán suficientes?

—No —contestó el ministro de Francia—. Hablo como francés. Las barricadas proporcionan una de las formas de defensa más fáciles. París ha probado esto en el pasado, y sin duda que lo probará de nuevo. —Miró directamente al tieso ministro de Alemania.

—Estoy de acuerdo —añadió Sir Claude, rápida y ruidosamente.

—Pónganle, si quieren, barricadas a todo el distrito de las legaciones —concordó el barón von Ketteler—, pero no encierren dentro al mismo tiempo al enemigo.

El ministro de España alzó las cejas sorprendido.

—¿Sería tan amable que explicara esa observación?

—Digo que todos los chinos que viven dentro de lo que llamamos el distrito de las legaciones debían ser echados por fuerza y sus casas demolidas, dondequiera que ofreciesen guarida a los tiradores emboscados. Y yo hablo como ex teniente del ejército prusiano. —El alemán desafió a su colega con ojos belicosos.

La sugerencia hizo que sus compañeros mantuvieran un turbado silencio. Sir Claude se atusó su bigote encerado.

—Militarmente, su plan me parece bien, barón — empezó, diciendo en seguida—, pero no estamos en guerra con los chinos I . .

—¿Qué fue el ataque de anoche a nuestra legación sino un acto de guerra? —preguntó coléricamente el ministro de Austria.

—Como sólo se encontraban comprometidos los boxers, el ataque, por muy deplorable que sea, no fue legalmente más que una sanguinaria demostración antiextranjera del populacho, si es que puedo decir una palabra tan fea.

—Grand Dieu! —murmuró monsieur Pichón.—Hasta donde llegan mis informaciones —

continuó el ministro de Inglaterra—, ningún soldado regular ha estado comprometido, ni siquiera los despiadados soldados kansuh...

Von Ketteler frunció el ceño.—¿Y qué me dice de Sugiyama?—Un incidente aislado, en el que se podía

argüir que la desgraciada victima no tenía razón al pretender salir de la ciudad en contra de las órdenes del presidente del Tsungli Yamen. —Sir Claude levantó una mano para hacer callar la amenazante tempestad de protestas—: Con todo respeto, Excelencias, mantengo que no

3

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estaríamos justificados al echar abajo preme-ditadamente propiedades chinas, con el propósito de defendernos contra la violencia del populacho.

—Sir Claude tiene razón, señores —dijo Conger—. La gente apropiada para defendernos contra los boxers son los miembros del ejército imperial chino. Debemos insistir ante el Yamen para que dé órdenes en ese sentido.

—¡Qué farsa! —exclamó el ministro de Austria, cuyo dominio del inglés mejoraba día a día.

El ministro de Holanda dio un golpe sobre la mesa.

—Quizás pueda proponer una transacción. ¿Debíamos, tal vez, echar ciudadanos dudosos del distrito de las legaciones, pero dejar que sus casas permanecieran intactas hasta futuros acontecimientos?

—¡Bien! ¡Bien! —aprobó Sir Claude.La reunión se interrumpió. Fue entregado un

mensaje al ministro de Francia. Después de haberlo leído, miró a su alrededor con los ojos de un hombre que ha recibido una ¿acudida.

—Excelencias —explicó temblorosamente—, un espía acaba de traerle informaciones al personal de mi legación: la catedral del este ha sido destruida por las llamas, causando la muerte del padre Garrigues, asi como de muchos chinos convertidos.

Un murmullo de pesaroso horror se oyó alrededor de la mesa, pero el ministro levantó una mano.

—También ha llegado, Excelencias, un mensaje de la catedral Nantang, que está ardiendo; suplican ayuda a los convertidos que viven en ese distrito. Si no son rescatados, perecerán de una muerte espantosa.

" La reacción de Conger fue instantánea.—Tenemos que mandar inmediatamente una

patrulla de salvamento,—Indudablemente —concordó el ministro

británico.Otros ministros se manifestaron dudosos:—¿Tenemos con qué hacerlo?—¡Tener con qué hacer una diligencia

misericordiosa! —exclamó Pichón con desprecio.—No crean que no simpatizo con el asunto,

Excelencias, pero soy realista. Las tropas europeas fueron enviadas a proteger las legaciones, no para defender a los chinos de un ataque de su propia gente. Nuestra fuerza es ya muy pequeña; si la seguimos disipando, ¿quién puede asegurarnos que los boxers no se aprove-charían de esto para atacar en gran número el distrito de las legaciones?

Otro ministro asintió desasosegadamente con la cabeza. Un tercero dijo:

—¡Que Dios tenga piedad de esas pobres almas! Yo también estoy de acuerdo. Nuestro deber está con nuestra gente.

—Además —añadió el que habló primero—, puede haber traidores entre los convertidos. No

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podemos darnos el lujo de traerlos para el Barrio de las Legaciones.

—Entonces enviaré una partida de voluntarios desde mi legación —dijo enojadamente Pichón.

4Poco después, monsieur Fliche, de la legación

de Francia, dirigió una compañía de voluntarios franceses, saliendo de la zona de seguridad de las barricadas hacia las atestadas calles que se encontraban más allá. La Misión Católica Romana, asignada a la Catedral Nan- tang o del Sur, estaba al suroeste de la Ciudad Tártara, a dos millas de distancia, cerca del lugar donde la Puerta Shun Chih penetraba en la Muralla Tártara.

Durante el trayecto fueron vistos por muchos soldados boxers, pero no los atacaron. Llegaron al edificio de la Misión, rescatando de él a cuatro sacerdotes y cinco monjas europeos, junto con veinte monjas chinas.

Apenas llegado al Barrio de las Legaciones, Fliche entró al Hotel de Pekín a tomar un coñac. Fue inmediatamente rodeado por gente que quería felicitarlo, pero estaba demasiado trastornado para recibir alabanzas por la buena acción de su pequeña banda.

—No hubo peligro. Muchos boxers se encontraban en la catedral, pero no nos atacaron. Se hallaban demasiado ocupados... —Hizo una pausa—. Fué terrible. Jamás podré olvidarlo.

—¿Qué fue terrible, monsieur Fliche? —lo interrogó Igor.

—Ver las angustias que están pasando esos pobres convertidos. Los boxers los están cazando, una familia cada vez, y torturándolos hasta matarlos... Era como ver a una manada de lobos persiguiendo a inocentes corderos... —El francés se bebió su coñac—. Esta noche las calles estarán llenas de cadáveres —siguió di-ciendo, azorado por los horrores que presenció.

—¿Cuántos convertidos viven en ese distrito? ^ —Cientos, Alteza —masculló Fliche—. Por lo menos trescientos o cuatrocientos.

Unos cuantos minutos después, Igor se encontraba en la legación norteamericana preguntando por Randall. Su expresión le recordó al norteamericano el día que habían cabalgado con los Chamot para rescatar a los ingenieros belgas: relucía con una salvaje ansia de matar.

—Se necesitan voluntarios para rescatar a los convertidos que están en la Catedral del Sur. ¿Viene, Randall? —Daba por hecho que Randall estaba dispuesto a acompañarlo. Siguió diciendo—: Lleve unos cuantosmarineros con usted. Tengo afuera veinte marinerosrusos.

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Randall titubeó. Ya habían circulado rumores de que el ministro rehusó patrocinar el envío oficial de la infantería de marina.

—Le tendré que preguntar al señor Conger, Alteza.

Igor hizo un gesto de impaciencia con la mano.

—Entonces, apúrese, hombre, apúrese. Cada minuto que perdamos significa la muerte de algún pobre diablo.

Partieron diez minutos después: el príncipe Igor, Randall y William Pethick, que había vivido cuarenta años en China, veinte de los cuales como secretario del. famoso Li Hung Chang. Con ellos y los veinte marineros rusos fueron veinte marineros norteamericanos, que Randall le había sacado al ministro de Estados Unidos.

Soldados boxers haraganeaban en las calles detrás de las barricadas, pero cuando vieron la magnitud del grupo desaparecieron rápidamente de la vista por calles atravesadas. Libres de molestias, pese a que las calles se encontraban llenas de culíes que los miraban con ojos inexpresivos, los salvadores avanzaron hasta la Puerta Chien. Allí se encontraron cara a cara con una compañía de soldados de Jung Lu. Los chinos los dejaron pasar, y cruzaron sin dificultad el espacio abierto entre la Puerta Chien y la puerta sur de la Ciudad Imperial. Al extremo de la plaza entraron en un área de angostas calles y altos muros, donde casi cada portón se hallaba decorado con pequeños carteles amarillos en los cuales estaban pintados caracteres que proclamaban la simpatía de los dueños hacia los boxers.

Las humeantes ruinas de las casas y la visión distante de unos soldados boxers le advirtieron al grupo que se aproximaban a su destino. Sus narices se llenaron del bestial hedor de carne quemada, y en sus corazones surgió el ardiente deseo de matar. Los marinos dieron alaridos de satisfacción cuando el zumbido de una bala enemiga les advirtió que los boxers no tenían intención de dejarse arrebatar su presa.

—Denles una andanada a esos bastardos.Chinos cristianos, con crucifijos levantados,

salían arrastrándose de debajo de las ruinas de sus hogares, otros caían de hinojos y rogaban que los salvaran, y otros lloraban de alivio al ver a los soldados occidentales. Animados por una parte y encolerizados por la otra, al ver los cuerpos mutilados que llenaban las calles, los que formaban la partida de salvamento balearon a diestro y siniestro. Mataron a todos los boxers sin cuartel, a pesar de que muchos se encontraban dema- sado ocupados con su saqueo y atrocidades para presentar pelea. Los marinos y los rusos les dispararon a todos los boxers de banda roja que tenían a la vista, limpiando de ellos el distrito, de manera que pudieron enviar gente para que reuniera a sus infelices compañeros de religión. Estos llegaron de una veintena de escondites; hombres,

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mujeres y niños, quemados, heridos, mutilados, medio desnudos, aturdidos y estupefactos: ciento, doscientos, trescientos, casi cuatrocien-tos de ellos.

Los boxers regresaban con refuerzos.Pethick señaló un grupo lejano: portaban

banderolas y hacían molinetes con sables de doble filo. Su actitud era amenazadora.

—Es hora de que vayamos andando, Alteza.Igor titubeó. Había dado muerte a tres

boxers, pero sus ansias de matar no estaban satisfechas. Frente a él se encontraba un niño cuyo brazo derecho estaba carbonizado hasta el hueso.

—Hay otros más... —pues el último de los convertidos en llegar había suplicado que salvaran las vidas de otro centenar, en su mayor parte residentes en otra calle cercana.

—Algo es mejor que nada, Alteza —dijo ásperamente Randall.

Igor asintió con la cabeza, por lo que los marineros se espaciaron a lo largo de la fila de chinos, y todos regresaron hacia el distrito de las legaciones.

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Cuando oyó el doctor Morrison que aún quedaban cíen cristianos, fue donde el ministro de Inglaterra y pidió una compañía de marineros. Sir Claude le permitió llevar veinte hombres. Estos, comandados por el capitán Halliday, junto con algunos voluntarios norte-americanos y alemanes, regresaron a la vecindad de la Catedral Nantang. Las callejuelas estaban ocupadas por soldados regulares, que aseguraron estar bajo las órdenes del príncipe Ching. Observaban llenos de interés cómo los boxers asaban unos cristianos. El aire apestaba a carne quemada.

—Vigiladlos —le advirtió al grupo el capitán Halliday al aproximarse a las tropas regulares—■. Si hacen fuego, disparad a matar.

Los soldados chinos no trataron de molestar a la partida de salvamento. Por el contrario, se rieron tontamente cuando los boxers y los occidentales se balearon mutuamente.

Eso era más divertido que una ejecución.

6

¿Qué se iba a hacer con los mil y tantos convertidos que fueron salvados y conducidos a las diferentes legaciones? Por cierto que no había sitio para esa cantidad, ni siquiera para la cuarta parte. Ni tampoco tenían alimento suficiente para su adecuada subsistencia.

El doctor Morrison proporcionó la respuesta. Señaló hacia las murallas de un gran recinto al otro lado del canal. Dentro se encontraban los espaciosos edificios que comprendían el Fu, palacio del príncipe Su. Morrison, acompañado por otras personas, ya había visitado el Fu, buscando boxers. El príncipe había recibido al grupo con toda ceremonia, escoltándolo a través del palacio, permitiéndole hasta divisar a sus esposas, concubinas y eunucos, todos vestidos con sus mejores galas.

—Allí hay espacio —sugirió el doctor Morrison.Sir Claude apretó los labios: —Si el príncipe

Su da su autorización. —Deje que yo me entienda con él —lo urgió el doctor Morrison—. Y déme carta blanca.

Los convertidos tenían que tener alojamiento o ser sacrificados a los boxers.

El ministro británico hizo un signo afirmativo.

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CAPITULO XXXVII

1

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A pesar de que una red deespías le trajeron la noticia 'del salvamento de varios cientos de convertidos en las vecindades de la Catedral Nantang y la Misión adyacente, la Emperatriz Viuda estaba de un inusitado buen Ihumor. Llamó a Chin a su lado.

—Esta noche dormirás en mi dormitorio, Chin — le ordenó—. Hay muchas cosas que quiero discutir contigo. Entre tanto, anda a la Terraza del Océano y trae a la Joven Emperatriz, mientras yo mando buscar a Dulce Virtud. Deseo celebrar el comienzo del fin de todos los bárbaros en China. Jugaremos a Ocho Hadas Viajan por el Mar, y juegan tanto mejor que las otras damas de la Corte, que son muy estúpidas para los juegos.

—Fer —dijo Chin sumisamente. Añadió—: ¿El Venerable Buda escogerá cuatro u ocho jugadores?

—'Cuatro. —Lo miró llena de sospechas—: ¿Quién crees tú que debía ser escogida como cuarta? ¿Su señoría Jade?

La pregunta probaba que sus ojos habían percibido casi todas las miradas amistosas y conspiradoras que tantas veces le dirigía neciamente Jade. Su ingenua consideración hacia él lo comprometía, pues la naturaleza de la emperatriz era celosamente posesiva. A pesar de que gozaba imponiéndole la compañía deDulce Virtud, estaba seguro de que no permitirla que ninguna otra dama de honor compitiera con ella.

Su primer impulso fue sugerir otra de las damas ele servicio, hasta que se le ocurrió que la emperatriz podía estar deliberadamente tentándolo a que hiciera esto, a fin de poder acusarlo de que mentía, imputándole ingratitud e infidelidad sentimental. Como la mayoría de las mujeres de su edad que se entusiasmaban con hombres menores que ellas, era un tirano suspicaz.

Transigió:—Tanto su señoría Jade como Flor de Cerezo

son buenas jugadoras.Su respuesta la defraudó.—Anda a buscar a su señoría Jade —dijo con

acritud.Al salir Chin del palacio para atravesar el

lago, dio una inquieta mirada en dirección al Barrio de las Legaciones, y se sintió aliviado al ver que, pese a que un espeso humo se elevaba de muchas partes de la ciudad, la atmósfera encima de las legaciones se notaba razonablemente clara. Sabía, por haber oído a los espías decírselo a la emperatriz, que el único ataque directo a las legaciones fue dirigido a la de Austria; pero como cada viga de la ciudad estaba seca como yesca, pocos edificios en Pekín podían considerarse seguros a causa de los pedazos ardientes que eran llevados por el viento.

Huang lo hizo entrar en la pieza del emperador. Huang-Hsu estaba apoyado en un

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sillón, las palmas de sus manos descansaban en los dos brazos. Sus ojos se encontraban semicerrados; aun así tenía las facciones tirantes y una expresión de intenso sufrimiento. Al oir el lento deslizarse de unos pies, abrió los ojos sobresaltado, pero, reconociendo las dos únicas caras en el palacio de que se podía fiar, relajó su tensión.

Chin y el eunuco cayeron de rodillas. Chin dijo:

—Su Majestad solicita la presencia de Su Majestad la Joven Emperatriz en la Pieza del Trono de los Fé- nices Ceremoniales, para jugar Ocho Hadas, Majestad.

El emperador le hizo una cansada seña a Huang.

- Dale a Su Majestad el mensaje del Venerable Buda.

—Fer —musitó Huang al ponerse de pie y partir apresuradamente.

—¿Qué está sucediendo, Wen Chin? —continuó el emperador—. Jamás me he sentido más solitario. Anoche oí el eco de los gritos en la ciudad, y vi el cielo rojo con el reflejo de las llamas. Huang me dice que los boxers han incendiado todas las propiedades perte-necientes a extranjeros. ¿Sabes algo más fuera de eso?

—Esa no es toda la verdad, Majestad. Han saqueado y destruido, no solamente las propiedades extranjeras, sino también las chinas, incluyendo los edificios de la Aduana.

—¡Esos también! —-El emperador hizo un gesto de impotencia—. Lo debí esperar —murmuró—. ¿Acaso el Canon de la Historia no dice: "Cuando el fuego se extiende por las serranías de Kun Lun, las piedras comunes y el precioso jade se consumirán juntos"?

—De todas las catedrales católicas sólo queda la Peitang, Majestad, y está vigilada por marinos extranjeros.

—¿Por qué no enviaron la infantería de marina a cuidar las otras?

—Al comienzo estaban vigiladas, pero, según los espías, el ministro de Francia decidió que no tenía Suficientes guardias para ambas cosas, por lo que los centinelas de Nantang fueron enviados a juntarse con los que ya se encontraban en la Peitang. Miles de cristianos han sido muertos atrozmente, y muchos más lo habrían sido si destacamentos armados enviados por las legaciones no los hubiesen salvado.

—¿Eso sería el tiroteo que sentí hoy temprano?

—Sí, Majestad.El emperador suspiró mientras volvía el

rostro hacia la pared.2

La emperatriz ganó todos los juegos de Ocho Hadas, ¿pues quién iba a arriesgarse a ponerla de mal humor al vencerla? Tanto la Joven Emperatriz como

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Dulce Virtud pudieron haberlo hecho en dos ocasiones, pero tuvieron buen cuidado de perder por un estrecho margen.

Chin observaba la sonrisa de triunfo de la emperatriz cada vez que le salían números propicios —pues el juego era inventado por ella y se jugaba con dados—, y la entendía menos que nunca, admirándose de lo inflexible que era su crueldad. ¿Qué mujer normal podría gozar con un juego de dados cuando tantos trágicos acontecimientos se desarrollaban a poca distancia de ella? ¿Era completamente insensible al hecho de que, por falta de una simple orden de ella, miles de sus súbditos estaban siendo muertos de una manera espantosa, y propiedades chinas por valor de millones de dólares estaban siendo premeditadamente destruidas por multitudes de fanáticos irresponsables?

Si mantenía su mirada fija en la emperatriz, no era con la esperanza de notar una fugaz expresión de remordimiento o piedad, sino porque su amor por Dulce Virtud le había enseñado que detrás del velo de indiferencia con que ella ocultaba sus pensamientos de la emperatriz se encontraba la angustia de una preocupación y horror más profundos que los de él. ¿Pues acaso no era el hombre destinado por la naturaleza a sufrir más los dolores físicos que una mujer, pero me-nos los sufrimientos mentales?

Terminó el juego. En un raro momento de buen humor, la emperatriz, que se encontraba sentada, miró a las otras jugadoras, que habían permanecido todo el tiempo de pie.

—Si yo no hubiese jugado tan bien, podían haberme ganado —les diio a la Joven Emperatriz y a Dulce Virtud—. A pesar de que yo jugué mejor, ustedes jugaron bien; les daré a cada una un presente por ser tan inteligentes. Jade, anda a buscar la caja de los pañuelos.

Des regaló un pañuelo de seda a las dos semiga- nadoras, pero retó a Jade, a su vez, por no haber casi ganado.

—Debías usar tu cerebro, niña —dijo frunciendo 449

Crepúsculo.—29 el ceño—. Si Dulce Virtud puede jugar tan bien, til doblas jugar por lo menos como ella, por haber jugado más tiempo. Manda buscar a Li Lien-ying. Me voy a acostar.

Seguida por las jugadoras y las otras damas di- honor que se encontraban ese día de servicio, por Chin y los eunucos que llevaban a la arisca y acatarrada Nutria Marina, su cojín amarillo, sus accesorios de tocador y una selección de golosinas, por dos criadas y dos mujeres viejas, la emperatriz se dirigió a su dormitorio y comenzó los largos y lentos preparativos para acostarse.

No hacía mucho que habían empezado, cuando algunos de los que se encontraban con ella oyeron el primer eco del bullanguero tumulto que los había mantenido despiertos varias horas la noche anterior. No se entendían las palabras por el momento, pero pronto se comprenderían, y muchos de los que estaban en

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el dormitorio de la emperatriz cambiaron miradas significativas.

Los gritos se hicieron más fuertes; mucho más que lo que fueron veinticuatro horas antes, y pronto más comprensibles.

—¡Mata! ¡Mata! ¡Mata! ¡Mata a todos los extranjeros! ¡Mata a todos los cristianos! ¡Mata a todos los Peludos! ¡Mata! ¡Mata! ¡Mata!

La Emperatriz Viuda los oyó. Levantó la cabeza para escuchar, y sonrió con satisfacción.

—Ven ustedes —les dijo a las damas de la Corte—. No soy yo solamente la que odia a los bárbaros. El pueblo también. Escúchenlos. Oigan.

Jade rió tontamente:—Me alegra no ser uno de los bárbaros, Gran

Antepasado. Creo que me moriría de miedo.—Qué agradable será poder, andar por las

calles de Pekín nuevamente, sin ver Peludos por todas partes — dijo Flor de Cerezo. Añadió—: Especialmente en las tiendas.

Los gritos decrecieron algo al moverse el gentío en dirección a Peitang, en seguida subieron nuevamente de tono, cuando nuevas multitudes se juntaron.

—¡Mata! ¡Muerte a todos los extranjeros! ¡Mata! ¡Mata! ¡Mata!

Una y otra vez decrecían los bramidos, pero de nuevo subían de tono en una furia de sonido que hacía difícil poder hablar en el dormitorio de la emperatriz. A Nutria Marina no le gustó el ruido y aullaba continuamente en señal de protesta. Uno de los eunucos trató de calmarla, y fue tan necio como para dejar una mano a su alcance. La bestia le lanzó un mordisco a los dedos amarillos, haciendo que la sangre brotara de dos de ellos.

—¡Mata a los Peludos! ¡Mata! ¡Mata! ¡Mata!La emperatriz frunció el ceño.—No voy a poder dormir con todo ese ruido.

Toda la ciudad debe estar en movimiento.—¿Les doy orden a los soldados de que

despejen las calles cercanas? —sugirió el eunuco jefe.

—No —contestó después de reflexionar—. No hay que oponerse a que el pueblo les haga saber a los extranjeros que no son bien recibidos en China.

—Pero tenéis que dormir —la instó el adulador—. Hay bastante espacio en otras partes de la ciudad para que el pueblo grite su odio contra los Peludos.

—No —dijo agriamente—. No hay que detenerlos. Mañana podemos partir a la Ciudad Prohibida, donde todo estará tranquilo. Ve que todo esté pronto, Lien- ying.—Fer.

Se dirigió a la ventana y miró hacia afuera. El reverberante cielo estaba rojo en todas direcciones.

—Los incendios se están extendiendo. ¿Acaso han osado incendiar propiedades que no son de cristianos?

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—Hoy, cuando di una vuelta por la ciudad, todavía quedaban sin tocar muchas casas de extranjeros —explicó blandamente—. ¿Vuestra Majestad no querrá que se les haga gracia?

La avarienta emperatriz no estaba de acuerdo.

—Una cosa son las iglesias cristianas y otra las casas de las misiones —dijo con acritud—. Las casas podrían ser vendidas en beneficio del pueblo.

Las damas de la Corte se miraron. Lo que quería decir realmente la emperatriz era que ella y el eunuco jefe se podrían beneficiar.

La emperatriz se dirigió a Jade:—Tráeme mi ropa exterior y mis zapatos.La orden era tan sorprendente, que Jade quedó

mirándola con ojos desorbitados.—Vuestra Majestad...—¡Haz lo que te digo!El alto tono de voz era una advertencia.—¡Inmediatamente, Venerable Buda! —exclamó Jade,

dirigiéndose apresuradamente hacia la puerta del dormitorio.

—¿Vais a salir? —inquirió Li Lien-ying.—¿Cómo podría dormir con toda esa bulla? —contestó

—. Además, quiero ver lo que está sucediendo. Es más excitante que los fuegos artificiales. ¿La razón de nuestro regreso del Palacio de Verano no fue acaso para presenciar la salida de todos los extranjeros de Pekín?

El eunuco mostró los dientes en una grosera sonrisa.

Dulce Virtud trató de pasar inadvertida cuando la emperatriz pasó adelante para salir de la habitación, pero los astutos ojos del eunuco jefe, acostumbrados por una larga práctica a no perder nada de lo que pudiera servirle, vieron su maniobra. Dándose cuenta de su significado, le tocó el brazo a la emperatriz, cu- chicheándole al oído. Cesó de caminar y se dio vuelta.

—Tú también, Dulce Virtud —dijo con aspereza—. Si sientes pena por los cristianos, no tienes más que decirlo. —Había un tono de mofa en su voz.

El viento lanzó el humo a la cara del grupo real, haciéndolos ahogarse cuando salieron del palacio y torcieron hacia el sur. Por encima de sus cabezas, el claro firmamento resplandecía como si todo el universo se hubiese derretido. En algunas partes, encima de los incendios más grandes, oscilaba y lanzaba continuos destellos.

Dentro de la muralla de la Ciudad Imperial se encontraba un montículo artificial que permitía ver claramente la Ciudad China y la Tártara. Hacia allá se dirigieron en silencio la emperatriz y su grupo, pues los alborotados gritos del populacho y el rugiente crepitar de las llamas hacían imposible la conversación. Llegaron a la cumbre del montículo y miraron hacia el este, el norte y el oeste, y hacia donde dirigieran la vista veían incendios. Entonces miraron hacia el sur, más allá de la muralla de la Ciudad China. Ahí también se veían incendios, aunque no había propiedades de extranjeros en la Ciudad China.

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Pero a ambos lados de la calle Chien Men los incendios eran peores. Grandes extensiones de fuego, alimentado por un fuerte viento, se extendían uniformemente mientras el grupo real observaba; se esparcía y se mezclaba, se fundía con otro y avanzaba, se propalaba y fundía de nuevo, hasta que pareció que la mayor parte de la Ciudad China ardía.

—¿Qué ha sucedido?La furia de la emperatriz hizo temblar a sus

oyentes: ellos serían las víctimas inmediatas.Li Lien-ying estaba demasiado estupefacto para

prestar atención a la emperatriz, pues parte de su fortuna, su fortuna, estaba siendo consumida por las llamas que avanzaban en dirección a la Puerta Chien. Esa parte de la Ciudad China que estaba siendo reducida a escombros era el distrito más rico de la ciudad. Abarcando los más finos orfebres, las más escogidas tiendas de antigüedades, los más acaudalados comerciantes en jade y joyas, las más activas fundiciones; allí se encontraba una riqueza fuera de toda ponderación y de los sueños de una loca avaricia —opulencia de la naturafeza, riqueza de los años, la mayor parte de la fabulosa riqueza de Pekín—, y Li Lien-ying había tenido buen cuidado de tener participación en cada buen negocio.

Allí estaba situada...No, allí habla estado situada...Ya 110 se encontraba ahí. La codiciosa muchedumbre

había i saqueado primero y en seguida incendiado la tienda de cada mercader que guardaba mercancía europea o que había hecho negocio con los Peludos, o ■ a quien se creía simpatizante de sus clientes occidentales.

El viento del sur había hecho el resto.

3

Toda la noche alumbraron los incendios. Mucho después que los saqueadores, merodeadores, violadores, torturadores y asesinos se habían escabullido exhaustos a sus ratoneras, o a los hogares de los acaudalados manchúes que abrieron sus recintos a los boxers, mucho después de eso continuaron los incendios, porque no había manera de extinguirlos.

Las llamas se extendieron hacia el norte, a la Puerta Chien, pero ni la muralla de cortina ni la propia muralla pudieron detenerlas. Lamieron la muralla e incendiaron la torre del vigía que se encontraba encima, para vigilar la muralla de abajo. En los terrenos de la legación, los extranjeros vieron quemarse la torre del vigía con franco placer: para ellos era un faro de esperanza, literalmente hablando, pues estaban seguros de que las llamas serían visibles a millas de distancia a través de las llanuras; visibles para el almirante Seymour, que divisaría el incendio y apresuraría el avance de la columna de refuerzo.

Los manchúes se sentían menos contentos, pues existía una histórica profecía de que

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cualquier accidente que le ocurriese al Portón Imperial era un mal presagio, un augurio de que los reveses alcanzarían al Trono.

Los incendios seguían al amanecer, cuando la Emperatriz Viuda dictó un decreto convocando inmediatamente al Gran Consejo. A la Hora del Tigre, cuando el alba aún no clareaba el horizonte, los príncipes manchúes, duques y nobles, y los altos funcionarios man-chúes y chinos de los Seis Tribunales y Nueve Ministerios, se dirigieron apresuradamente a la Sala del Trono de los Fénices Ceremoniales, y allí se separaron momentáneamente los chinos, por haber recibido instrucciones de permanecer en la antecámara, mientras que los consejeros manchúes eran recibidos en audiencia.

Tan pronto como todos los manchúes estuvieron presentes, la emperatriz penetró en la Sala del Trono, asistida por Li Lien-ying y Ohin. Mientras los hombres arrodillados tocaban el suelo con sus frentes, tomó su lugar en el solitario trono, tan tiesa y erguida de postura como un disciplinado soldado: éste era su día; éste era el momento culminante en que se vengaría en el mundo extranjero de una serie de amargas humillaciones y desastrosas derrotas; ésta iba a ser la gran hora de China.

Habló con voz lenta y pareja que llegaba hasta los más remotos rincones:

—Durante muchas décadas las grandes potencias extranjeras, cuyos ministros ahora se esconden y tiemblan frente al creciente y legítimo odio del pueblo chino, nos han intimidado y perseguido, forzándonos con sus cañones a firmar inicuos tratados, que nos han obligado a cederles a sus rapaces gobiernos grandes áreas de nuestros territorios; han llenado nuestras tierras con sacerdotes y misioneros de una religión que desorganiza a nuestro pueblo y que nos es desagradable.

"Todas estas cosas han hecho las potencias extranjeras. Ha llegado nuestra hora, después de muchos años de espera. Estamos en una crisis de nuestras relaciones con las potencias extranjeras, que debe terminar, o bien en nuevas humillaciones y tratados más desastrosos, o librándonos para siempre de la esclavitud de la dictadura extranjera en nuestro país.

"Príncipes manchúes, duques, nobles y ministros en general, tenemos hoy que juntarnos para luchar contra ios extranjeros hasta el fin, y así salvar nuestra dignidad ante los ojos del mundo civilizado. Hoy debemos decidir si acaso será guerra a muerte con los bárbaros que tratan de esclavizarnos aún más, o si nos rebajaremos al mísero estado de nación de segunda clase por no dar un golpe en defensa propia. ¿Cuál es vuestra elección?

Jung Lu habló. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Benévolo Semblante, vuestro humilde esclavo tendría necesariamente que estar ciego, sordo y ser un

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ente sin inteligencia, si fuera a confesar que las potencias extranjeras no tendrían toda la culpa si China les declarara la guerra.

"Asimismo, Sagrada Madre, estaría negando su gran amor por Vuestra Majestad y por China; estaría faltando a su honor y deber si dejara de preguntar, ¿de qué serviría sitiar, más aún, incluso destruir unos cuantos europeos, como recomiendan el príncipe Tuan y el resto del Consejo? ¿Qué lustre se añadiría a las armas imperiales al vencer a unos cuantos cientos de marineros extranjeros? ¿Qué consecuencias tendrían esa desperdiciada energía, ese errado propósito? Nada que fuera bueno. En vez, ¿no podría ese curso ocasionar la ruina de las capillas ancestrales de la dinastía, así como los altares locales de los dioses tutelares? ¿Cómo se atreverá China a luchar con todo el mundo occidental y a esperar la victoria? —Su voz tembló—: ¿No será ésta la hora del Crepúsculo del Dragón, Venerable Buda?

' Las manos, que al principio habían reposado levemente en los brazos del trono, se volvieron blancas en los nudillos mientras Jung Lu alegaba a favor de la paz y tolerancia. Observando los apretados labios de la emperatriz, Chin pensó que su cólera se desahogaría en un tempestuoso estallido; pero su respuesta fue inesperadamente apacible. Chin comprendió que el afecto mitigaba su ira.

—No me pidas que adivine cómo llegaste a tener esas ideas, Jung Lu, pues eso estaría más allá del alcance de mi limitada imaginación. Desde que las tienes, dirígete a los extranjeros y, por su propia seguridad, persuádelos a que salgan de la ciudad antes de que empiece el ataque..., pues, aunque lo deseara, ya no podría contener a los patriotas que aman a China más que tú.

—Vos sois la Emperatriz Viuda, nosotros somos vuestros esclavos, Benévolo Semblante —le hizo notar.

Su vituperio la encolerizó.—Si no tienes mejores consejos que ofrecer, Jung

Lu, considérate excusado de seguir asistiendo a las sesiones del Consejo —le ordenó.

—Vuestro esclavo se retirará.Tocó el suelo con la frente tres veces y salió

de la Sala del Trono.El murmullo de satisfacción que acompañó

la salida de Jung Lu cesó bruscamente cuando el ministro del Yamen, Chi Hsiu, blandió un documento amarillo que sacó de su bota.

—He aquí el borrador de la declaración de guerra, Sagrada Madre.

La emperatriz le hizo una seña a Li Lien-ying, que recibió el borrador de manos del ministro y se lo llevó a ella. Lo leyó totalmente.

—¡Admirable! ¡Admirable! Es exactamente mi punto de vista —anunció—. Príncipe Li, ¿estás en favor del rompimiento de hostilidades?

Los gruesos labios se entreabrieron en una cruel sonrisa.

—Vuestro esclavo aprueba, Venerable Buda.—¿Kang Yi?—Aprobado, Venerable Buda.

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—¿Wang Wen-shao?—Aprobado, Venerable Buda.Uno por uno le preguntó a cada gran

consejero su opinión. La decisión fue unánime.

4

Desde la Sala del Trono de los Fénices Ceremoniales, la emperatriz siguió a sus aposentos privados a to- > mar té. Después de un intervalo razonable, llamó a los portadores de su palanquín para que la condujeran a la Sala del Gobierno Diligente, donde se celebraría la sesión extraordinaria del Clan Imperial.

Fuera del palacio se le reunió el emperador. En palanquines separados, llevados cada uno a hombro de cuatro portadores, se dirigieron al edificio. Arrodillados a la entrada se encontraban los miembros principales del Clan Imperial, junto con los grandes consejeros,el presidente de los Seis Tribunales y Nueve Ministerios, el teniente general de las veintiuna divisiones del Estandarte y los contralores de la Casa Imperial.

Al bajarse el emperador y arrodillarse frente al Clan Imperial para recibir a la Emperatriz Viuda, se vio que temblaban sus piernas y que su tez parecía más enfermiza que de costumbre. Entonces se bajó la emperatriz. Ayudada por Li Lien-ying a un lado y por Chin al otro, penetró en la sala y tomó su lugar en el Trono Central. Fue seguida por el emperador, que se sentó en el Trono Bajo, que se encontraba a la izquierda del de la emperatriz y ligeramente hacia atrás. A su turno, le siguieron numerosos dignatarios que iban a tomar parte en las deliberaciones.

La emperatriz habló primero. Diciéndoles a todos los presentes que se acercaran, repitió el discurso que ya había pronunciado ante los grandes consejeros. Tenía algo que añadir: el príncipe Tuan le acababa de mostrar un despacho de los ministros extranjeros, redactado en el más insolente de los lenguajes, exigiendo su inmediata abdicación, la deposición del Heredero Aparente, restablecimiento del emperador, y su permiso para que entraran diez mil hombres de tropa a Pekín con objeto de restablecer el orden.

—¿Cómo se atreven a recusar mi autoridad? — continuó coléricamente—. Si puedo soportar esto, ¿qué otra cosa habrá que soportar? Los insultos de estos demonios extranjeros han pasado el límite de lo soportable. Sería mejor hundirse en un único encuentro desesperado que renunciar a nuestros justos derechos accediendo al pedido del extranjero. Exterminémoslos antes de tomar el desayuno.

Su furia dominaba la reunión. Muchos de los manchúes presentes habrían querido que en ese punto les pidiera su opinión a sus consejeros; pero la astuta emperatriz siguió hablando. Haciéndose cargo del antagonismo chino, pasó

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suavemente de la personificación de dignidad ultrajada a la de "Madre Benigna", pidiendo el afecto y apoyo de sus hijos. Todos debían recordar, continuó, cuántos beneficios le había dado al pueblo la dominación manchú durante los últimos doscientos cincuenta años. ¿Acaso el Trono no había sido escrupuloso en mantener bien la balanza entre el Norte y el Sur? ¿No había seguido la dinastía las enseñanzas de los Sabios al ejercer el gobierno? ¿No eran más livianos los impuestos ahora que bajo otros gobernantes? Por lo tanto, su pueblo tenía el deber de unirse para ayudar al Trono y asistirlo en poner fin, de una vez para siempre, a la infiltración y agresión extranjeras.

Estuvo mejor que nunca. Adulando, amenazando, halagando, regañando, influyó en el ánimo de sus oyentes. Los extranjeros ignoraban, las sagradas doctrinas de los Sabios, insultaban las costumbres y caras creencias del pueblo chino. Hasta ahora, los bárbaros habían confiado en la fuerza de sus armas, pero hoy día China era fuerte; podía contar con millones de valientes y patrióticos voluntarios, algunos apenas mozuelos, cuyo ferviente deseo de librar de intrusos a su país los había hecho tomar las armas en defensa de su territorio. La única cosa necesaria para darle a China la victoria era el esfuerzo unido.

Se dirigió al emperador:—¿Qué tiene que decir el Hijo del Cielo? —

preguntó con sorna.El emperador levantó la cabeza, pues la

barbilla le descansaba en el pecho, a fin de que nadie pudiera ver su abatimiento. Durante largo rato sus ojos recorrieron intranquilos la atestada sala, y no hizo esfuerzo alguno para hablar, hasta que un gesto impaciente de la emperatriz le recordó su obligación.

—Le ruego al Gran Antepasado que siga el consejo de su antiguo canciller Jung Lu, que es digno de confianza —contestó en voz baja e insegura—. No puede haber gloria para el Dragón en pelear y vencer a un gatito. No permitáis que ataquen las legaciones y haced que los ministros extranjeros sean escoltados con seguridad hasta la costa, a fin de que nadie pueda acusar a China de traición o descortesía hacia un huésped, por muy indeseable que sea.

La emperatriz apenas si se molestó en disimular su furia.

El emperador añadió desasosegadamente:—'Pero es el Venerable Buda quien debe

decidir. ¿Quién soy yo para atreverme a asumir la responsabilidad en este asunto?

—¿Quién habla en seguida? —dijo agriamente la emperatriz.

Chao Shu-chiao habló. Era el más joven de los ministros del Consejo. Su corazón había respondido a las conmovedoras palabras de la Emperatriz Viuda.

—Que Su Majestad decrete una orden para el inmediato exterminio de todos los extranjeros en

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el interior, a fin de que ninguno pueda informar sobre la naturaleza y extensión del movimiento patriótico.

Ella movió afirmativamente la cabeza:-—El plan es tanto cuerdo como necesario.

Que el Gran Consejo piense bien en esta sugerencia, y a su debido tiempo presente un memorial para un edicto. ¿Quién habla en seguida?

El presidente del Ferrocarril Manchuriano y ex ministro en Rusia avanzó hacia el trono y se arrodilló:

—Que el Benévolo Semblante medite antes de tomar esta medida, pues no es práctico que China luche sola contra una alianza de todas las potencias. China no podría librarse de ser derrotada, e, incluso, si felizmente el Imperio escapara de ser dividido, eso no quiere decir que podría evitar la rebelión y anarquía desde adentro.

—¡Tonterías! —exclamó en alta voz Kang Yi—. Hoy no es ayer. Esta guerra será distinta a las otras que se han sostenido contra países extranjeros. Hoy día tenemos millares de boxers para que peleen por nosotros, y son invulnerables a las balas o sables. Esta vez pisotearemos al enemigo.

Un ministro del Tsungli Yamen se arrodilló:—Esta persona inferior vive cerca del Barrio de las

Legaciones, Majestad. Después que los boxers atacaron la otra noche una de las legaciones, salí en traje ordinario a ver su campo de batalla. ¡Allí vi el suelo cu-bierto de cuerpos de boxers, jefes y caudillos también! Vi con mis propios ojos que cada uno de ellos tenía una o dos balas en el pecho o en la espalda. ¿Prueba eso la jactancia de Kang Yi de que los boxers son invulnerables a las balas?

La emperatriz no podía disimular su furia.—'Estabas equivocado. Los cuerpos que viste

deben de haber sido de forajidos locales. Los boxers no pueden morir. Yo misma he visto boxers coger balas en sus manos y lanzárselas de vuelta al tirador.

El ministro parecía intranquilo, pero era un hombre valiente.

—Majestad, como ministro durante dos años del Tsungli Yamen, he encontrado que los extranjeros son generalmente razonables y justos para tratar con ellos. No creo en la autenticidad del despacho exigiendo la abdicación de Vuestra Majestad, que el príncipe Tuan asegura haber recibido del cuerpo diplomático. Opino que es una falsificación...

El príncipe Tuan se puso en pie de un salto.—¿Hasta cuándo se propone Vuestra

Majestad escuchar las embusteras acusaciones de un traidor chino?

La emperatriz levantó una mano.—'¿Quién se atreve a hablar tan ruidosa y

violentamente ante mí?EJ príncipe Tuan se hincó rápidamente.—En cuanto a ti, Yuang Chang, ya has dicho

bastante. De aquí en adelante no hay necesidad

428'

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de que sigas asistiendo al Consejo. ¿Quién habla en seguida?

Uno tras otro los patriotas chinos suplicaron que se les hiciera gracia a las legaciones, pero los manchúes abogaron por que se las exterminara. Todos, menos uno, Na Tung, que también había sido ministro del Tsungli Yamen. Cuando habló en nombre de la paz, hubo un tumulto en la Sala del Trono.

—¡Chino traidor! —gritaron los manchúes—. ¡Degenerado! ¡Cobarde!

Sonriendo, la emperatriz no trató de hacer cesar ese tumulto. Si los manchúes querían guerra, la tendrían.

Pues éste era el día de ajustar cuentas, el día que habla esperado por espacio de cuarenta largos años. Cuarenta años atrás los bárbaros habían obligado al emperador de China a huir de su capital. Por eso tenían que pagar y pagar, con cada gota de su maldita sangre extranjera. ¿Cuánto tiempo podrían aguantar sus mezquinas defensas en las legaciones y su puñado de marineros el poderío de los ejércitos chinos y la magia de los boxers?CAPITULO XXXVIII

1

POR MEDIO DE MANOS COMPLA- cientes, Chin consiguió mandar al ministro norteamericano una carta que contenía el resumen de las diversas reuniones del Gran Consejo y del Clan Imperial. A todos se les hizo evidente que la emperatriz estaba apoyando a los boxers y que ella había autorizado el ataque a las legaciones. Soldados kansuh le dispararon a una patrulla austro-alemana, y un piquete inglés fue muerto dentro de la legación británica. Hasta la señora Conger no tenía ya la menor ilusión acerca de un arreglo pacífico, a pesar de que después de la destrucción de la Puerta Chien y de que fueran quemados vivos más de mil convertidos en la Catedral Nantang, todavía tenía suficiente fe en la sinceridad de la emperatriz como para escribirle a su hermana que sus pensamientos "iban hacia nuestros valientes hombres que se esfuerzan por venir a nuestro socorro. Sin duda que pudieron ver el fuego y la ardiente torre, y temerían por nuestra seguridad; pero estamos seguros y todavía pensamos que no les harán daño a nuestras legaciones, que el Gobierno chino tratará de pro-tegernos. .."

Ciertamente que tenía más confianza en el Gobierno chino que sus compatriotas en los Estados Unidos o los igualmente distantes

429'

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británicos. Más o menos al mismo tiempo que le escribía a su hermana, los periódicos de todas partes del mundo daban cuenta del asesinato, el 16 de junio, del ministro alemán, barón von Ketteler. Tres días después, el 19, el barón von Ketteler, sin tener idea de que lo suponían muerto —con F-ekín aislado del resto del mundo, incluso telegráfica-mente, ¿cómo podía saberlo?—, escuchaba impacientemente lo que estaba diciendo el ministro español.

—Excelencias, esta tarde recibí un mensaje del Tsungli Yamen. Pese a que creo que todos ustedes han recibido una carta idéntica, con el objeto de dejar constancia, propongo leer en substancia la que me ha sido dirigida a mí.

Cogió un papel de la mesa y comenzó a leer en alta voz:

Hemos oído que las tropas extranjeras van a dispararles a nuestros fuertes cerca de Tientsin, por lo que rompemos toda relación diplomática con su gobierno y le pedimos que salga de Pekín dentro de veinticuatro horas. No proporcionaremos futura protección.

Levantó la vista.—-Noten que el ultimátum, como he designado

esta carta, está jactanciosamente marcado "4 P. M.". En otras palabras, tenemos hasta las 4 P. M. de mañana para salir de Pekín. ¿Cuál es, por favor, la opinión de ustedes, Excelencias? ¿Hacemos caso omiso de este ultimátum o pedimos nuestros pasaportes?

—¿Cómo proponen que partamos? —preguntó con desprecio el ministro francés—■. Las últimas noticias sobre la columna de refuerzo, que esperábamos recibir aquí hace más de una semana, son del ataque que le hicieron grandes fuerzas de soldados chinos y kansuh, obligándola a retroceder lentamente a Tientsin. Si tomamos en consideración el hecho de que ahora el ferrocarril ha sido destruido totalmente hasta Tientsin, y que el campo intermedio está ocupado por miles de boxers hostiles y tropas chinas, no es fácil prever cómo llegaremos en seguridad a Tientsin.

Von Rostand, el chargé d'affaires austríaco, gara-bateaba una hoja de papel que tenía ante sí. Parecía intranquilo:

—La alternativa es igualmente peligrosa. No tenemos esperanza de defender por mucho tiempo las legaciones con la pequeña cantidad de hombres que tenemos ya aquí. Por otra parte, nos podían escoltar hasta Tientsin.

—No —contradijo von Ketteler—. Tenemos demasiadas probabilidades en contra. En campo abierto los chinos podrían arrollarnos. Por lo menos aquí podemos, hasta cierto punto, neutralizar las desventajas permaneciendo detrás de la protección de nuestras murallas- y barricadas.

—¿Por cuánto tiempo?—Lo suficiente para darle tiempo a nuestro

gobierno de mandar un contingente mayor a rescatarnos —contestó el ministro alemán.

430'

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El marqués Salvago Raggi movió dudosamente la cabeza al mirar al alemán.

—Su Excelencia tiene más confianza que yo en nuestra posibilidad de defendernos contra un ataque determinado. Si las relaciones diplomáticas se cortaran, es seguro que la Emperatriz Viuda usaría el Ejército Imperial para atacarnos.

Joostens, el ministro belga, hizo un signo afirmativo:

—Según las deprimentes noticias sobre la tropa de refuerzo, creo que debíamos partir para Tientsin mientras todavía tengamos guardias para escoltarnos hasta allá.

—Menos de quinientos hombres contra varios miles —hizo notar con menosprecio von Ketteler.

—Quizás no existiría una necesidad especial de protección si partiéramos para Tientsin. Habiendo logrado su objetivo de echarnos de la capital, la emperatriz tendría probablemente la suficiente cordura diplomática para preocuparse de que llegáramos en seguridad a la costa.

—'Estoy de acuerdo con ese raciocinio, señores — dijo Conger—. Como todos saben, recibí recientemente la visita de cuatro miembros del Tsungli Yamen. Pidieron la entrevista por instrucciones de la emperatriz,

Crepúsculo.—30a f in rio manifestar su amistad hacia mi país y expresar su pesar por los terribles daños causados por los incendios a las propiedades extranjeras.

—Buen momento para expresar su pesar —exclamó von Ketteler.

—Exactamente lo que yo les dije, señores; con lo cual prometieron que cesarían los disturbios. Les contesté que estaban repitiendo una vieja historia, y que si no hubiésemos tenido tropas, las legaciones habrían sido destruidas.

—¿Estuvieron de acuerdo? —preguntó Sir Claude.

—Totalmente. Sugirieron, en seguida, que las tropas de refuerzo no entraran en la ciudad, sino que acamparan fuera de las murallas.

De Giers se rió.—¿De qué servirían ahí? Naturalmente que

les diría a los ministros del Yamen que su exigencia era ridicula.

El ministro norteamericano hizo un signo afirmativo.

—Fuera de eso, les dije que si no venía un número suficiente a protegernos, pronto serían muchos más.

Von Ketteler asintió complacido: ése era el lenguaje que le gustaba que se usara.

Conger continuó:—Les dije que todo lo que deseábamos era

paz y relaciones armoniosas con el pueblo chino; pero que cuando no podían asegurarnos tal cosa, nos veíamos obligados a pedirle a nuestro gobierno que nos protegiera. Protesté, además, de que sus propios compatriotas tenían tal

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temor de los boxers, que sólo con las mayores dificultades podíamos encontrar un mensajero hasta para el Tsungli Yamen.

El presidente de la junta tosió:—Estamos divagando, Excelencias. La

cuestión es: ¿dejamos Pekín por Tientsin, o no hacemos caso del ultimátum?

Knobel frunció los labios:—Querría expresarle mi indignación al

comandante que ordenó que abrieran fuego sobre los fuertes deTnku. Debía haberse dado cuenta de que una acción i al tenía que inflamar al pueblo chino y excitarlo a lomar contramedidas.

—Estoy totalmente de acuerdo —exclamó el ministro belga.

—Creo que el bombardeo fue un poco prematuro murmuró Sir Claude.

Von Ketteler dio un puñetazo sobre la mesa:—'Esa es la única manera de tratar a los chinos.

Ilespetan la fuerza.El ministro japonés movió la cabeza

asintiendo:—Tan pronto como llegue el ejército japonés,

la situación mejorará.—Excelencias... —rogó el ministro español—.

¿Cuál es vuestra decisión, por favor?—Por una conversación que tuve con Jung Lu

— dijo Sir Claude—•, deduzco que, si consentimos en partir para Tientsin, él personalmente nos proporcionará una escolta de dos mil hombres de tropa que nos garantizarán una completa protección contra los boxers. Creo que se puede tener fe en la promesa de Jung Lu. Sabemos, por los informes de Wen Chin, que desde el comienzo se ha opuesto a que se nos atacara.

Knobel levantó una mano.—En ese caso, voto por la partida.—Yo también —añadió el ministro belga.—¿Y qué hay del transporte? —preguntó De

Giers. Su voz se volvió irónica—: Es un largo trecho para que las mujeres y niños caminen hasta Tientsin.

Hubo un breve silencio.—Estoy seguro de que el Yamen estaría de

acuerdo en proporcionarnos locomoción si consintiéramos en salir de Pekín —aventuró Conger.

—Tenemos que pensar en las mujeres y los niños —dijo con inquietud el ministro austríaco—. Sí, debemos partir. Siempre que se nos den medios de transporte —'añadió apresuradamente, pensando también en sus pies.

—Y bien, Excelencias —indicó Cologan—, ¿hacemos una votación? ¿Quién más está de acuerdo en que debemos salir de Pekín si se nos proporcionan tanto transporte como protección adecuada? —Miró al marqués Salvago Raggi.

—Voto que sí —dijo el ministro italiano.Uno por uno los ministros votaron a favor de la evacuación.

Todos menos el alemán.—No —estalló von Ketteler—. ¿Por qué hemos de permitir

que nos arrojen con amenazas de Pekín? Pese a las seguridades

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de Jung Lu, estoy convencido de que si salimos de Pekín nos arriesgamos a una matanza. Aquí tenemos cuatrocientos cincuenta guardias, una columna de refuerzo está más o menos a cuarenta millas de distancia, nuevas tropas rusas y japonesas se han embarcado para este país. ¿Qué más necesitamos?

—Tiempo —mumuró Sir Claude.

2

A pesar de la enérgica desaprobación de von Ketteler, la mayoría de los ministros resolvieron salir de Pekín, acondicionándolo a un acuerdo con el Yamen respecto a guardias adecuados y medios de transporte. Habiendo arreglado para enviar a un mensajero haciendo notar que era imposible partir tan de prisa, y concertar una entrevista con los príncipes, los ministros convinieron en reunirse de nuevo en la mañana, a fin de considerar la respuesta del Yamen.

Tan pronto como los ministros regresaron a sus respectivas legaciones, cada uno le dio instrucciones a su personal para que hiciera los preparativos para una temprana partida, a la mañana siguiente. A algunos se les ordenó comprar o procurarse de cualquiera manera todos los coches disponibles. A otros miembros se les dio la tarea de decirles a las mujeres que embalaran sus objetos personales.

Randall fue uno de los que recibieron esta tarea. Se dirigió apresuradamente al Hotel de Pekín, pero se encontró con que ya habían llegado instrucciones desde la vecina legación de Francia, y que eran objeto de acaloradas discusiones. Evelyn y su padre se en- i un l.raban entre un gran grupo que rodeaba a Sir Ro- i" r|, Ilart y al doctor Morrison.

Los ministros están locos al pensar en partir de ivkín —anunció Sir Robert con toda franqueza.

El ofrecimiento del Yamen de escoltarnos a TiriiLsin es una treta para 'hacernos dejar el asilo del recinto de la legación.

No son fortalezas, Hart —exclamó uno de los hombres.Peor aún —contestó inmediatamente Sir Rollo rt, -; pero

cualquier muralla es mejor que no tener ninguna.Porque los chinos quieren deshacerse de nosotros, < 11 no

significa que nos quieran matar a todos.—¿Está seguro de eso?Un tercer hombre contestó la pregunta:No estoy seguro de ello, Sir Robert, y estoy de ne i lerdo con

usted en que los ministros están locos al pensar en partir de Pekín. Seguramente que podremos avilantarnos hasta que llegue la columna de refuerzo.

El grupo se estaba dividiendo, rápidamente, en dos i ampos opuestos.

- -¿Y suponiendo que no llegue nunca hasta nosotros? *—preguntó nerviosamente un cuarto hombre—. íle namos atrapados como ratones en una ratonera.

—¿Ha tratado alguna vez de sacar un ratón de una l rampa? —preguntó Sir Robert.

—No.—Entonces no trate. Puede ser un asunto arries- i a do, a no

ser que primero lo ahogue.—O lo haga morir de hambre —añadió significativa mente

alguien.—Y bien, ¿qué dice de los alimentos, Hart? Cada «lia. se hace

más peligroso salir de compras. Además, ios chinos están rehusando venderles comestibles a los extranjeros.

Morrison habló antes de que Hart pudiera hacerlo. f¡e acababa de unir al grupo.

433'

Page 396: El Crepusculo Del Dragon

—¿Así es que los ministros nos han condenado a muerte a todos?

Siguió un intranquilo silencio.—¿Qué quiere decir? —preguntó alguien finalmente.—Si nos obligan a partir mañana de Pekín, caerá sobre sus

cabezas la muerte de cada hombre, mujer y niño en ese gigantesco e indefenso convoy. Sus nombres pasarán a la historia como los de los más inicuos, débiles y pusilánimes cobardes que hayan existido nunca.

Esto era demasiado para el sentido de lealtad de Randall hacia su jefe.

—Eso es injusto —exclamó—. Los ministros saben lo que nos conviene más. Si ustedes supieran lo que sabe el señor Conger...

El doctor Morrison colocó amistosamente su mano en el hombro de Randall:

—Sabemos que el señor Conger, Sir Claude, monsieur Pichón y los demás ministros están tratando de hacer lo que sea mejor para todos, joven amigo; pero ellos se fían de la Emperatriz Viuda y de los ministros del Yamen, y yo no, así como estoy seguro de que tampoco se fía Sir Robert de ellos. Una vez que nos hayan inducido a salir a campo raso, nada podrá salvarnos de los fanáticos boxers. Si nos quedamos aquí y luchamos, tarde o temprano nuestros gobiernos se preocuparán de que nos lleguen refuerzos. Von Ketteler tiene razón. Debemos permanecer aquí...

En todas las legaciones se oían los mismos argumentos. Para muchos, el riesgo de permanecer en Pekín, aliado al deseo de alcanzar la confortable seguridad de Tientsin, compensaba los problemáticos peligros del campo abierto. Para los previsores, encabezados por Sir Robert Hart y el doctor Morrison, el peligro de dejar la protección de las murallas de las legaciones era tan evidente, que no podían creer que los ministros pensaran seriamente en el viaje a Tientsin. Hicieron una diputación, y visitaron a los ministros con la idea de hacerlos cambiar de opinión. No tuvieron éxito. Los irresolutos ministros no quisieron comprometerse en una u otra forma. Mientras tanto, las mujeres arreglaban su equipaje.

434'

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En la mañana, a la hora fijada, los ministros se mulleron para discutir su decisión final; pero no so li ilna recibido respuesta del Yamen al pedido de una entrevista.

El ministro Cologan miró con ojos preocupados a MI:; colegas.

—No podemos diferir más este asunto, Excelencias. Dentro de pocas horas debe expirar el ultimátum chino. ¿Es un verdadero ultimátum? No lo sabemos; pero colectivamente somos responsables de demasiadas vidas, para ni siquiera ponerlo en duda. ¿Cuál es la decisión de ustedes?

—Excelencia —comenzó el barón von Ketteler, liando una belicosa ojeada alrededor de la mesa—, sugiero que visitemos al Yamen antes de tomar una decisión.

—¿Con qué objeto? Si el Gobierno chino estuviese dispuesto a transigir con la hora fijada, tendríamos ya un mensaje aceptando una reunión —hizo notar Sir Claude.

—¡Exactamente! Es inútil seguir discutiendo. Debemos usar amenazas.

El ministro italiano rió entre dientes:—¿Con qué los vamos a amenazar?—Con la destrucción de la dinastía manchú si persisten en

declararles la guerra a las potencias occidentales.—Un argumento efectivo... si uno consiguiera hacerles creer

—dijo fríamente el ministro británico—. Evidentemente no lo conseguiremos.

—¿Por qué no?—Si creemos en el mensaje de Wen Chin, tanto el

emperador como Jung Lu ya les han hecho ver las consecuencias finales de su inicua locura.

—Pero no con la fuerza de nuestras amenazas unidas. De nuevo les pido, Excelencias, que visitemos al Yamen antes de tomar una decisión.

—No creo que la visita sirviera de nada —dijo el ministro italiano.

—Yo tampoco —dijo el ministro de Holanda.>Ni yo —dijo el ministro belga.Concordaron los ministros restantes, menos el ministro

japonés:—Rehuso tratar con asesinos —protestó.Von Ketteler dio un golpe sobre la mesa:—Entonces iré por mi cuenta.—Perderá el tiempo...—Tengo otros asuntos que discutir con el Yamen. Los

ministros deben estar esperándome. Anoche envié un mensaje anunciando mi ida.

—En ese caso... —Sir Claude se encogió de hombros—. Pero me siento moralmente obligado a decir que la vista de una guardia armada abriéndose camino por las calles puede provocar la animosidad de la gente.

—Me propongo ir desarmado y sin escolta.Los otros ministros se sintieron desconcertados ante la idea.—Mi querido von Ketteler —protestó Knobel—, lo puede

asaltar el populacho. Sería positivamente inseguro.—Naturalmente que lo sería —añadió el ministro austríaco—.

Sería una estupidez arriesgarse temerariamente. >—Voy a ir a pesar de todo. No es probable que un ministro

durante su trayecto hasta el Yamen sea molestado. Como me están esperando, con certeza que han tomado todas las precauciones para garantizar mi seguridad.

—Suponga que los ministros no aparezcan a tiempo —sugirió Conger.

—Estoy dispuesto a vencerlos en cuanto a paciencia. Llevaré conmigo un libro y habanos...

435

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Ningún argumento pudo disuadirlo. Se levantó de su asiento y, habiendo dejado la reunión de ministros, hizo llamar a su intérprete, Herr Cordes. En los acostumbrados palanquines oficiales, los dos hombres avanzaron hacia la calle Aduana, torcieron a la derecha, y siguieron por Chang An Chieh hasta la calle Ha Ta Men, en la que entraron cerca del Arco Conmemorativo.

El ministro notó, probablemente con satisfacción, 11 MI • i1, nipos de soldados se encontraban apostados a lo la i r,o de la calle Ha Ta Men. Un feliz presagio, debió pi n.,a,r, previendo la temprana presencia de los minis- i ni:; en el Yamen. Miró a su alrededor cuando uno de lu:; soldados dio un paso adelante de los demás, pero iiln Herr Cordes vio lo que sucedió. El soldado levantó ii rifle, lo apuntó al palanquín del ministro alemán e lilzo fuego. .,.i.

Así, cuatro días después de que los diarios oceiden- l,ii les publicaron la noticia de su asesinato, el barón vi >n Ketteler daba fundamento a la pavorosa profecía.

3La. muerte del ministro alemán puso término a lodos los

argumentos en pro y en contra de la evacuación. Melancólicamente, los extranjeros se diercfei cuenta de que ya no era cuestión de tener fe en las promesas del Yamen. A medida que fue (haciéndose más clara la descripción de la muerte de von Ketteler, con rada nuevo relato que llegaba a las legaciones, parecía evidente que los soldados habían estado esperando cerca del Yamen, con la deliberada intención de matar a cualquiera lo suficientemente temerario para empren-der el trayecto a través de las calles.

Algunos de lós ministros se consolaron con la idea de que su precaución en no acompañar a von Ketteler les había salvado la vida; otros hicieron notar que el ministro alemán era particularmente odiado por el pueblo chino, y que se habían aprovechado de su visita al Yamen para vengarse de la antigua deuda. Cualquiera que fuese la verdad, era evidente que la amenaza de guerra de la emperatriz no era ninguna patraña. Se había disparado, por decir así, el primer tiro de la guerra declarada, y no hacía la menor diferencia que el tiro hubiese sido particularmente traicionero, anticipándose en ocho horas a la expiración del ultimátum.

Con poco tiempo por delante, hubo un terrorífico estallido de actividad en todo el Barrio de las Legaciones. Se hicieron nuevas barricadas, reforzándose las antiguas. Los civiles chinos restantes, que aún no habían l omado la precaución de huir de un vecindario tan peligroso, fueron evacuados por fuerza, y cualquier edificio que pudiese abrigar al enemigo fue arrasado — un burlón tributo al ministro alemán— y muchos de los escombros usados para las barricadas.

Se le enviaron órdenes al capitán Hall, a cargo de los veintitrés marineros en la Misión Metodista, para que escoltara a todos los civiles a la legación norteamericana. Debido a la tardanza del mensajero, el capitán Hall sólo pudo permitirles veinte minutos a los refugiados para que juntaran sus pertenencias y se juntaran en las rejas de la Misión.

Fueron veinte minutos tristes. Muchos de los refugiados norteamericanos tenían un baúl lleno de objetos queridos y necesarios guardados en la capilla, y como se dio la orden de que sólo se podían llevar maletines de mano, no fue una tarea festiva sacrificar lo que les era caro a favor de lo necesario. Había que hacer la elección, y lo que no pudo ser embalado dentro de las maletas de mano fue dejado esparcido en la capilla en un glorioso desorden, pues nadie se atrevía a esperar que, él

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o ella, recobraría alguna vez lo que quedaba atrás. La propensión china al saqueo era demasiado conocida.

A la hora fijada, todos los refugiados, norteamericanos y chinos, emprendieron viaje en una larga y desparramada fila, dirigiéndose al Barrio de las Legaciones: más de setenta norteamericanos y un número mayor de chinos, que iban a la retaguardia y llevaban paquetes para los extranjeros.

Las calles estaban llenas de civiles mirones y unos cuantos soldados manchúes. Cuando el capitán Hall vio cuán larga y difícil de manejar era la hilera de refugiados, y cuán aparte estaban apostados los guardias, se dio cuenta, con desesperación, de que un ataque resuelto no podría dejar de hacer a un lado a los veintidós marineros y a los pocos chinos a quienes había armado con rifles sobrantes o picas chinas. Trató de leer la expresión de los pequineses que se apretaban n .",u alrededor lo más que osaban; pero los rostros im- pn.siljles nada revelaban. El metódico silencio era casi mas alarmante que lo que habrían sido los vituperios y las burlas, por lo que mantuvo su mano en la culata de su revólver.

Cuando pasaban por la Puerta Ha Ta, que estaba custodiada por un destacamento de soldados manchúes, el presidente del Comité General de la Misión se hizo u un lado y habló con el comandante:

—Las gentes de la Misión norteamericana, a quienes ve en camino a la legación norteamericana, han abandonado por el momento la Misión, capitán. Dejaron atrás la mayor parte de sus objetos de uso personal. Les haría un gran favor si apostara algunos soldados en la reja exterior, para prevenir el saqueo.

El comandante saludó.—Esta persona inferior hará lo mejor que pueda para que los

edificios sean protegidos de la rapacidad de soldados bellacos —le aseguró solemnemente al misionero.

El temor del capitán Hall de ser atacado demostró no tener fundamento. Los refugiados llegaron sanos y salvos a la barricada italiana, al extremo este de la calle Legación, y penetraron a la seguridad; los norteamericanos continuaron hacia su legación, donde la señora Squiers les hizo servir un sencillo almuerzo.

Allí se juntaron con ellos una cantidad de misioneros norteamericanos de otras partes de Pekín, a los que su fe en Dios y. los chinos los había alentado hasta ese momento a permanecer en sus propias casas. Pero quebrantados por la noticia de la muerte de von Ket- teler, perdieron su fe en los chinos y huyeron a su legación y al resguardo de la pequeña fuerza internacional de marineros. Trajeron con ellos todos sus efectos caseros y pertenencias personales, que los culíes pudieron transportar en carretillas. Nunca se había visto más caótica o atestada la calle Legación, pues enjambres de culíes, que entraban, forcejeaban para abrirse paso entre los que salían a buscar nuevas cosas y todas las provisiones de que pudieran echar mano.Durante la tarde, los verdes prados y empedrados patio.; de la legación desaparecieron de la vista bajo crecientes montones de equipajes diversos y cajones de vinos y víveres.

Con dos horas por delante antes de que expirara el ultimátum, Herbert Squiers sugirió que tenían tiempo suficiente para regresar a la Misión y traer de vuelta nuevas provisiones. Por lo que los misioneros, armados con rifles, ayudados por chinos armados con picas y un gran número de voluntarios chinos, se aventuraron por las calles fuera del límite de las defensas de la legación. De nuevo los impasibles pequineses los dejaron pasar por las calles, y al llegar a la Misión tuvieron-la satisfacción de ver que se había apostado una guardia manchú

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como se pidió. Llevaron de vuelta a las legaciones una considerable cantidad de víveres.

Al acercarse la hora 4 P. M. decreció la actividad en las calles. Los rezagados penetraron apresuradamente en los recintos de sus legaciones, para juntarse con sus amigos y compatriotas que ya se encontraban ahí. Las cuatro de esa tarde había dicho el ultimátum. Las cuatro.

Un reloj dio la hora. Apenas se fundía en el olvidado pasado el eco de la cuarta campanada, cuando el grave silencio fue roto por el sonido de un terrorífico corneteo, seguido inmediatamente por las detonaciones de armas de fuego provenientes de la calle Ha Ta Men y de la muralla sureste de la Ciudad Imperial. En la le-gación de Francia un marinero fue alcanzado por un disparo, muriendo inmediatamente. En la parte de la legación de Austria, que seguía siendo defensible, un austríaco fue herido.

Había empezado el asedio.C A P I T U L O X X X I X

1

LVELYN SE ENCONTRABA EN cama, ya no en la confortable independencia de una alcoba en el Hotel de Pekín, sino en la sala de baile de la legación británica, que Lady MacDonald había transformado en dormitorio para cincuenta mujeres. A su alrededor continuaba sin tregua el ruido de los bajos murmullos, pues nadie podía dormir, a pesar de un día de incesante actividad. ¡Y qué actividad! Mujeres que no habían hecho nunca un trabajo físico; esposas de diplomáticos, de médicos, de funcionarios de la aduana, amigas de visita y parientas cogidas en el torbellino de la guerra; todas estas mujeres se transformaron de buena gana en acarreadoras y criadas, pues algunas pasaron horas transportando cargamentos de víveres a la legación británica, mientras que otras cambiaban los muebles de sitio, hacían camas y cualquier cosa que fuese necesaria, ya que los sirvientes chinos se habían eclipsado prudentemente.

Ahora pagaban las consecuencias, en forma de músculos adoloridos, lastimaduras, uñas quebradas, pesados párpados que no querían permanecer cerrados, y, lo más irritante de todo, una mente inquieta que no se decidía a dormir. Muchas de las mujeres hablaban, hablaban y hablaban, en un esfuerzo para impedirse pensar en los trágicos acontecimientos en que se ha-bían vuelto participantes contra su voluntad. También había que tolerar la bulla: los chinos cerraron todos los caminos al distrito, y desde puntos ventajosos dirigían un inconexo tiroteo contra las legaciones.

Evelyn le dio una ojeada a Natalie, que ocupaba la cama al lado de ella, y notó la clara serenidad del rostro de la princesa. Envidiaba enormemente el soberbio valor de la rusa, mientras que ella tenía un miedo desesperado de los días por venir; tanto era el temor, que sus extremidades tiritaban bajo la única frazada y se sentía enferma a morir. Durante días había sentido miedo: desde el primer momento en que oyó al populacho chino aullar pidiendo la muerte de los extranjeros y en que vio los

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aterrorizadores incendios que rodearon el distrito de las legaciones durante días enteros.

Mientras brillaba el sol, podía olvidar sus temores, pero éstos crecían al anochecer. Hasta que empezaron los disturbios en Pekín, su vida había estado resguardada. Así, mal equipada, el contacto personal con la guerra la había chocado mucho más que a las mujeres que tenía a su alrededor, muchas de las cuales estaban inoculadas por la experiencia del peligro.

Trató de olvidar las historias que corrían sobre las horribles atrocidades que los boxers les hacían a las mujeres, pero no era tan sencillo. Le podría pasar tan fácilmente lo mismo a ella. Sabía que los hombres se encontraban terriblemente inquietos por la situación. Tras un exterior animado, y una negligencia delibera-damente simulada, había visto retratado claramente en los ojos de su padre, y en la forma en que el príncipe Troubetskoy la miraba, el temor de que un ataque eficientemente organizado arrasara las débiles defensas, dejándola a ella en particular, y a todas las mujeres en general, a merced de un gentío enloquecido y sediento de sangre.

Para distraer los pensamientos miró hacia el bello techo, y durante unos minutos consiguió olvidar el presente al examinar el exquisito pasado. Desgraciadamente, la vista del techo tuvo un efecto diferente del que había esperado, pues le hizo recordar la primera vez que entró en la sala de baile. Suspirando se dio 0'iici11a do lo feliz que había sido esa noche y los día:, y iinrhc.s que siguieron, hasta una semana atrás; in- i i. 11111 • y dolorosamente felices en comparación con el i'iii'nte.

.".intió que una mano le cogía la suya. Dándose vii> na, vio que Natalie había estirado un brazo a tra- V' i i angosto espacio entre ambas camas.

¿Qué te está preocupando, Evelyn querida? Tal vi .1 pueda ayudarte —habló en voz baja.

¿Es tan terriblemente evidente?Lo es para quien te conoce y quiere tanto como yo.•Estoy tan avergonzada de mí misma, princesa. Ni i puedo

dejar de pensar en lo que sucederá si..., si...• ¿Si los chinos consiguen entrar?—Sí.Natalie sonrió tristemente.- -No tienes por qué sentirte avergonzada, querida inia.

Cada mujer aquí se está sintiendo tan enferma de terror-, que, si hubiera esperanza de encontrar algún i lin ón secreto en alguna parte, se escondería y lloraría de miedo hasta que se quedara dormida de puro evliausta.

—Pero usted no se siente así.Naturalmente que sí, querida. Tal vez no tan viva mente

como tú, pero es que yo soy mucho mayor.-^No parece asustada en lo más mínimo... Le he o.-.lado

envidiando tanto su calma. Oiga a todas esas mujeres. No podrían estar charlando así si estuvieran i n a asustadas como yo.

Natalie meneó la cabeza.—Tal vez eres más valiente que ellas. Estás hacién- dulos

frente a tus temores y combatiéndolos, pero las ulras..., y bien, puedes escucharlas tú misma, Evelyn. K .lán hablando porque tienen demasiado miedo de pensar.

—¿Cree que realmente es así?—Claro que sí. En todo caso, tú y yo tenemos mo- M vos

para agradecer que no somos madres. Piensa lo u ue estarán sufriendo las madres que tienen hijos en Pekín.

Natalie apretó de nuevo la cuidada mano que sostenía tan cariñosamente.

—¿Has cuidado enfermos alguna vez, Evelyn?

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—Nunca he hecho nada, princesa, excepto estudiar con mi institutriz y aprender a ser una dama —contestó apesadumbrada Evelyn.

—Aprendiste rápidamente a hacer camas hoy, querida. Pronto aprenderías a ser enfermera. Podemos necesitar tantas de aquí a poco. ¿No quieres ayudarme?

Evelyn se estremeció.—Trataré —susurró—. Nunca he visto a nadie sangrar

terriblemente o con grandes heridas...—La simpatía hacia los heridos te acostumbrará pronto a

vistas espantosas y tareas repugnantes, especialmente cuando te des cuenta de que la vida de un paciente puede depender de tu cuidado y atención. Ves tú —continuó Natalie—, todos tendrán que ayudar si queremos resistir los ataques de los chinos, y yo me sentiría más contenta si estuvieses conmigo.

—Haré lo que pueda por ser útil —prometió Evelyn.Un inesperado y maligno fuego de fusilería se dejó oir. Se

sentó con un convulsivo sobresalto y con el corazón latiéndole. Simultáneamente cada una de las que conversaban emitió un sonido entrecortado y cesó bruscamente de hablar. El silencio fue roto de modo tan súbito como empezó. El murmullo de las conversaciones se dejó oir con más fuerza, al tratar cada una de las que conversaban de ahogar el ruido del tiroteo. La niña que dormía al extremo de la sala despertó asustada y llorando, pero fue instantáneamente apaciguada por el consolador beso y alentadoras manos de su madre.

Evelyn volvió sus pensamientos hacia los dos hombres que más la habían impresionado desde su llegada a Pekín. A pesar de que los empleados civiles de la legación norteamericana —junto con no combatientes de otras nacionalidades— habían sido trasladados a la legación británica, porque el recinto norteamericano no sería fácil de retener, el recinto británico así como las barricadas norteamericanas estaban siendo defendidos i i H momento, por lo que sabía que Randall se en iliiil i aria probablemente apostado al sur de la legación lo il mica. Asimismo el príncipe, pues, igual que la nor- imrricana, la legación de Rusia se encontraba tamil i< ai al sur de la británica. Escuchó con inquietud los «11/ puros, tratando de darse cuenta de qué lado venían.

Creo que vienen desde el nordeste —dijo Nata- n, , probablemente desde la legación de Austria.

Kvelyn se sonrojó de mortificación, por haberse re ve lado de nuevo ante la princesa—. Estaba pensando MI . —Se detuvo turbada.

¿En Igor? ¿O el señor Lockhart?—En ambos.

¡Pobre Evelyn! —Natalie suspiró—. ¿Entonces todavía no te has decidido?

Hundida en sus propios pensamientos, Evelyn ape- i i s i se dio cuenta de la pregunta:

—Natalie, ¿por qué las mujeres son más cobardes ijtio los hombres?

—Pero no lo son, querida. En realidad son más valientes que ellos..., pese a que no se atreven a delinéelo creer.

—No me gustaría estar de centinela... donde una... bala pudiera herirme.

Natalie sonrió con indulgencia.—No pasará mucho tiempo antes de que estés dispuesta a

sacrificar unos cuantos años de tu vida con i a i de tener la oportunidad de contestarle el fuego al enemigo. Pronto te darás cuenta de que es más fácil estar allá afuera —señaló hacia el nordeste— que estar oncerrada en una pieza como ésta... —contuvo la respiración, primera señal de emoción que Evelyn le

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no- 1 ara—, esperando..., esperando..., sin saber nada, temerosa por los que uno ama..., esperando solamente...

2Aunque los disparos aislados continuaron hasta una hora

tardía, con el tiempo cesaron completamente. Por último, junto con las demás mujeres, Evelyn se durmió. Fue despertada por la princesa.

oropúsculo.—31—Está casi amaneciendo, Evelyn querida. Si nos levantamos

ahora, podremos lavarnos en paz.Afuera el aire estaba fresco y templado, pues por fin había

llovido. Había en el cielo luz suficiente para mostrar todo el recinto de la legación, y pudieron tener una vista más clara de lo que sería el asedio que la obtenida el día anterior, cuando el trabajo absorbía todas sus energías.

En un aspecto, Evelyn nunca había visto más hermosa la legación. Un pasto verde y nuevo había reemplazado los obscuros manchones de la semana pasada. En vez de los lacios y secos esqueletos que se mecían solitariamente al compás del cálido viento, los árboles se ocultaban bajo un reluciente follaje de vivido verde. Las flores se estaban abriendo y embalsamaban el aire con su fragancia; los insectos revoloteaban zumbando; las palomas saludaban la mañana haciéndose la corte y pavoneándose. Limpios del polvo que durante meses se acumuló en ellos, los muchos edificios aislados brillaban suavemente a la luz del sol naciente.

Pero la guerra había venido a echar a perder la serenidad del recinto. La capilla de la legación, donde Sir Oliver pensó cacarse con Natalie, ahora albergaba misioneros protestantes. El bungalow del médico de la legación le fue prestado al señor Conger y a su gran "familia" oficial. El ministro de Rusia se alojaba en la casa del segundo secretario. Sir Robert Hart y sus numerosos funcionarios de aduana ocupaban uno de los bungalows más chicos. Lejos, al extremo sur del recinto, los caballos de la legación tenían que compartir sus caballerizas con un rebaño de ovejas y una vaca muy preciada. Las gentes se movían ya en todas direcciones: marineros iban a hacer guardia o volvían; misioneros confortaban a grupos de chinos convertidos que habían tenido que pasar la noche a la intemperie; "cocineras" entraban y salían de las cocinas, las que lo eran y las aficionadas; mujeres colgaban pañales; culíes iban y venían tambaleándose bajo el peso de los bultos; mafus ejercitaban a los caballos...

Durante unos minutos Evelyn y Natalie se pasea- mu bajo los árboles. Después de haber estado encerradas durante horas en la viciada atmósfera de la sala dr baile, no se sentían dispuestas a dejar el aire fresco untes de que fuese necesario. Aún se encontraban ahí, ■•uando se acabó la paz por un repentino estallido de ru."Hería desde el nordeste.

Natalie deslizó un brazo consolador por la estrecha cintura de Evelyn.

—'¿Quieres que entremos? —le preguntó con dulzura.—'No; tengo que acostumbrarme a la idea.—Todos tenemos que habituarnos —le aseguró ls princesa—.

Es un poco alarmante. —Había un leve tem blor en su voz.El tiroteo creció en volumen, en seguida se hizo más recio.—Está acercándose. ^Evelyn habló con esfuerzo.—Sí —concordó Natalie—. Mucho más cerca.Los disparos atronaron el aire a alguna altura n la derecha de

ellas, y vieron que media docena de marineros británicos, apostados en la muralla de la legación, disparaban hacia el

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extremo de la calle. La mano de Natalie se apretó alrededor de la cintura de Evelyn.

—Tal vez no sea tan terrible como suena —la consoló.

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Los chinos atacaron a fondo: boxers, soldados kansuh y compañías del ejército imperial. Forzaron el puente del canal, en la esquina nordeste de la legación británica, que habían estado ocupando los británicos, y en seguida atacaron el Hanlin, la Gran Biblioteca de China, en poder de los ingleses. Atacaron también esa parte de la muralla de la legación que daba al Parque de los Coches. Le prendieron fuego a la abandonada Misión norteamericana, y ocuparon una posición fuerte —al norte del palacio del príncipe Su, el Fu, al extremo del canal—, desde la que les era posible dirigir un desconcertante fuego hacia lo alto de la reja de la lega- cíón, donde se encontraban apostados marineros británicos.

Con todo, Randall tenía una historia extraña que contarle a Evelyn esa tarde. Sus facciones se veían tirantes y parecía cansado; pero su ánimo estaba bueno.

—¡Esta es una guerra extravagante! —exclamó—. Le acabo de oir al señor Conger, que Herr von Rostand, el mjnistro de Austria, jura que vio a las tropas del príncipe Cheng disparándoles, no a nuestros muchachos, sino, créalo o no, a los boxers.

—Estará bromeando.Randall movió vigorosamente la cabeza.—No. Usted sabrá que las tropas alemanas se han

establecido en la Muralla Tártara, cerca de su propia legación, y que han erigido barricadas ahí. Pues bien, las tropas de Cheng ocupan sus propias barricadas, unas cuantas yardas al este; pero en vez de luchar, los alemanes y los chinos han estado conversando detrás de sus barricadas. Según uno de los oficiales chinos, tienen órdenes estrictas del príncipe Cheng de dispararle a cualquier boxer que trate de entrar en la legación. Fuera de eso, les aconsejó a los alemanes que avanzaran sus posiciones hasta la Torre Ha Ta Men.

—No parece posible. ¿Cómo se atreve el príncipe Cheng a ir contra los deseos de la emperatriz?

—Cualquier cosa es posible en China —explicó Natalie—. Algunos de los príncipes manchúes son hombres poderosos, debiéndole fidelidad al gobernante de los manchúes, pero lo suficientemente fuertes como para desafiarlo en alguna circunstancia. —Se dio vuelta hacia Randall—: ¿Qué noticias hay, señor Randall? Hemos oído tantos rumores.

—No los crea. Los chinos están dando dentelladas alrededor de todo el perímetro, y han ganado terreno aquí y allá; pero por cada baja que hemos sufrido, ellos deben haber perdido docenas, cientos —se jactó—. Han arrasado lo que quedaba de-la legación de Austria, pero todavía tenemos en nuestro poder uno de los edificios. Tampoco queda mucho del Banco Ruso-Chino. Por otra parte, los rusos cargaron contra un grupo de boxers ynublados que estaban atacando desde el sur, y hay que ver cómo los hicieron correr. —Rió entre dientes—. Lo vi indo desde las murallas del recinto, justamente de- ti lis de la casa del señor Conger.

La princesa parecía preocupada.—¿Ha visto a Igor, señor Lockhart?—Desde alguna distancia. El dirigió la carga. —Vio la .

expresión de Natalie y continuó rápidamente—: Volvió, princesa. Lo vi entrar de nuevo al recinto. ¿No lo l ia visto?

—Desde anoche, no.

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—Estará bien —la consoló Randall—. Usted sabe cómo es él cuando hay que luchar. No se le puede dejar atrás.

—Eso es lo que me asusta —suspiró Natalie—. ¡Oh!Los otros siguieron la dirección de su sorprendida mirada e

hicieron eco a su exclamación. Sir Oliver venia presurosamente hacia ellos con aire garboso; un ."■Ir Oliver tan diferente del ser formal y bien vestido que le era habitual, que costaba reconocerlo. Tenía una Ki an tiznadura en la mejilla izquierda; su bigote gris Me veía desaliñado; tanto su cabello como su corbatín retaban desordenados; tenía la chaqueta arrugada por nn cinturón de cartuchos atado alrededor de la cintura. Un rifle colgaba de su hombro.

—¡Papá! ¿En nombre de Dios, no has...? ¿Has «vstado luchando?...

—¡Oliver querido 1Las dos exclamaciones fueron casi simultáneas, haciéndolo

sonreir con turbación, lo que también era inusitado, pues era difícil imaginar su serenidad capaz toe turbación.

—Y bien, queridas mías —empezó diciendo—, todavía tengo buena puntería y no soy demasiado viejo para luchar protegiendo a mis seres queridos. ¿Seguramente que no esperarían que yo permaneciera ocioso lodo el día? Me he incorporado a la compañía de voluntarios de la Aduana, de Hart. —Rió entre dientes—: Hasta ahora no he herido a nadie, que yo sepa, pero hice huir a toda prisa a un par de esos individuos.

—¡Pero lu-char, papá querido! ¿No podrías haber ayudado a hacer bolsas de arena?

—¡Bagatelas y tonterías! ¡Cosas de mujeres! Además, querida, fue culpa tuya.

—i Mía!—Hiciste que me sintiera orgulloso de ti, Evelyn, al ofrecerte

para cuidar heridos. Sé que siempre has huido de la vista de la sangre, ¿no recuerdas cuando tu primo Rex se cortó el brazo? —Se dio vuelta hacia Randall—: Si Evelyn puede cuidar enfermos, yo puedo luchar, ¿verdad, muchacho?

—Hay hombres más jóvenes que no están haciendo nada, Sir Oliver.

—¿Los hay? —Strangways se encogió de hombros—. Pues bien, sus conciencias serán sus peores enemigos. Además... —hizo una mueca— pronto se incorporarán, en autodefensa.

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Había algunos, hombres y mujeres, que se contentaban con que otros trabajaran y murieran por ellos, sin siquiera levantar un dedo en la defensa común; pero estaban en minoría. La mayor parte se ofrecía voluntariamente y de buena gana para diferentes tareas, muchas de las cuales eran infinitamente más desagradables que coser y llenar las innumerables bolsas de arena, de las que nunca existía cantidad suficiente.

Tan pronto como se acordó que la legación británica iba a ser usada como la última línea de defensa —el "hogar" al que todas las nacionalidades irían a parar si sus propios recintos se hacían insostenibles—, notaron los ministros que sólo un mínimo de trabajo había sido hecho para fortificarla. Ante la amistosa in-sistencia de muchos que pensaban que la legación debía ser preparada para la resistencia final, el ministro británico escogió a F. D. Gamewell, profesor de Ciencias Naturales en el Colegio Metodista, para que dibujara y vigilara un plan de fortificaciones, no sólo para la legación británica, sino también para el Barrio de IIIM I .«':■:aciones en general. Gamewell, que había recibi- ii.i don años de enseñanza técnica en el Instituto Poli- li'imiro Rensselaer y la Universidad Cornell, se había ill'ii iniuiido ya planeando las defensas de la abando- iiiulu Misión norteamericana.

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Todo el día trabajaba en su tarea, teniendo como |iyHilantes a varios cientos de refugiados chinos, a quie- IK' I so les había dado techo, ya fuese en el Fu o en una a ni ra de las legaciones; pero cuando el crepúsculo ( I I I Í I I i l in a su trabajo, no habían hecho más que arañar lu superficie de su enorme empresa.

Tanto atacantes como defensores durmieron desasí rimadamente esa noche: los defensores a causa de lim moderados avances que los chinos habían hecho en ¡i ir nos de dos días de lucha; los atacantes, porque es- l n 11:111 ansiosos por embestir y matar a los malditos lirt rilaros en el menor tiempo posible.

El alba trajo una temprana reanudación del ata- i|tie iCvelyn, Natalie y Sir Oliver tomaban desayuno a lu nombra de los árboles que separaban la casa del mili i ii.ro británico del bungalow del médico, ocupado por lu lee,ación norteamericana. La princesa se hallaba más contenta que la tarde anterior, pues recibid un breve mensaje de Igor, diciendo que estaba bien y que per- imiuocería en la legación de Rusia esa noche, en caso i|o un ataque sorpresivo.

El eco del primer disparo del día sobresaltó a Sir i niver justamente cuando se llevaba la taza de té a los tullios y se salpicó los pantalones.

-¡Bendita sea mi alma! —masculló. En seguida lió por lo bajo—: ¡Y aquí estoy yo tratando de ser sol- iludo!

El primer tiro fue seguido rápidamente por otros, i i mido venía desde la legación de Austria, y se hizo ni.i., intenso al contestar los austríacos.

Finalmente, Sir Oliver no pudo aguantar más. Co- Kio el rifle que tenía a su lado y se puso en pie de un Mito.

—Excúsenme, queridas. Pueden necesitarme.A paso rápido se alejó en dirección a las caballeri-

2as del ministro, que estaban construidas contra la sección nordeste de la muralla del recinto.

De hora en hora los disparos se hicieron más fuertes. El enemigo estaba atacando en masa. Los civiles se ocupaban de sus tareas con una expresión de abatimiento, pues continuamente llegaban mensajeros con el monótono grito de "¡Más sacos de arena!", "¡Más sacos de arena, por favor!" "¡Se necesitan urgentemente sacos de arena!" Durante varias horas los que hacían sacos, los que los llenaban y los acarreadores no tuvieron tiempo para ocuparse de la posibilidad de una derrota.

Pronto iban a tener esa oportunidad. Oyeron un grito desde el techo de la torre sobre las puertas principales del recinto.

—¡Señor! ¡Señor! Abra rápidamente las rejas. Todo el ejército está retrocediendo detrás de nosotros, tan a prisa como pueden correr. Los chinos tampoco han quedado muy atrás...C A P I T U L O X L

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FINALMENTE, EN LA MAÑANA del miércoles 20 de junio, la emperatriz se trasladó con su Corte a la Ciudad Prohibida.

Al dejar los terrenos del Palacio de Invierno por la Puerta del Parque Occidental y seguir por el camino derecho que conducía directamente a la Puerta de Gloria Occidental de la Ciudad

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Prohibida, se encontraron con dos filas de soldados boxers alineados a ambos lados del camino y que llegaban hasta la misma Puerta de la Ciudad Prohibida.

Sus ojos brillaron de orgullo al volverse hacia Li Lien-ying, que caminaba al lado izquierdo del palanquín.

—¿Qué significa esto, Lien-ying?—El príncipe Chuang les ordenó a los boxers que dispusieran

una Guardia de Honor para el Carro Sagrado, Venerable Buda.—Ha hecho muy bien. Llama al príncipe Chuang.El príncipe se acercó al Carro Sagrado: iba montado en un

caballo negro, de aspecto poderoso.—Hay que congratularte por tus soldados boxers —le dijo—.

Son hombres fuertes y fornidos.-i—Diezmarán a los bárbaros —le aseguró suavemente.—Serán recompensados con dos mil taels por su gallardía.

Lien-ying, ve que el dinero sea pagado esta misma mañana. Se darán cuenta de que la EmperatrizViuda no es mezquina para recompensar la lealtad y el patriotismo.

—Fer.Miró al príncipe Tuan, que se había acercado.—Durante cuarenta años he estado sobre espinas y he

tragado amarguras a causa de los bárbaros extranjeros. A pesar de que he tenido motivos para vengarme, como el príncipe Kou Chien, del Estado Yueh, jamás, sin embargo, dejé de tratarlos con generosidad.

—Mucho más generosamente de lo que merecen, Venerable Buda.

—¿Acaso no invité a sus mujeres para que me visitaran en el Palacio del Lago? Con todo, cuán amargamente han recompensado mi generosidad. Pero ahora, por fin, puedo vengarme. Si solamente el pueblo se mantiene unido, la derrota de los bárbaros es segura.

—Segura, Venerable Buda —repitió el príncipe Chuang.—Dad entonces la señal para que empiece inmediatamente

el ataque a las legaciones —le rogó el príncipe Tuan—. No esperéis hasta las cuatro de la tarde. Golpead ahora. "Golpead hacia la tierra y las puertas se abrirán" —citó astutamente.

Titubeó antes de contestar el impaciente pedido de Tuan, y por fin movió negativamente la cabeza:

—No voy a pasar por alto el consejo de Jung Lu. Si los extranjeros escogen partir con Jung Lu, lo harán sin que se les haga daño.

—Pero ¿y si se quedan?—Se habrán hecho acreedores al castigo. No impediré que

los soldados kansuh de Tung y tus valientes boxers destruyan las legaciones.. —Se encolerizó—: Cada prenda de ropa contagiada por el toque de los bárbaros será quemada y reducida a cenizas; cada piedra de sus edificios será convertida en polvo —ordenó ferozmente—. La historia de China tendrá que ser limpiada de la mancha de la ocupación bárbara. Cada indicio se destruirá más completamente que las hojas de la adelfa. En los próximos mil años del Imperio, ningún chino sabrá jamás que China fue humillada en su propio suelo por los bárbaros occidentales. De aquí en ii(Ichmte, cada mano que señale su colonización aquí •era. cortada; cada lengua que hable de ello será arrancada de raíz; cada libro que mencione el vil hecho sera quemado.

Exhausta por su diatriba, se echó para atrás en su palanquín.Pronto llegó la comitiva a la Ciudad Prohibida. Precisamente

cuando los ministros se reunían en la le- Kación de España para decidir si partían o no a Tien- ini, la Emperatriz Viuda se estaba instalando en el Palacio de Vejez Tranquila. Para entonces era tiempo de que repitiera el encantamiento boxer, lo que hacía e

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ula quince minutos del día. Después que terminó el encantamiento, Li Lien-ying gritó:

—¡Allí va otro demonio extranjero!La emperatriz sonrió complacida. Era estimulante «iiber que

sus preces ayudarían a matar tantos bárbaro:;. Cada vez que salmodiaba el encantamiento a los dioses boxers, Li Lien-ying gritaba: "¡Allí va otro demonio extranjero!" ¿Cómo podrían vencer los demonios extranjeros una magia tan poderosa?

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—¡Chin!Chin miró prestamente alrededor de la habitación. La

emperatriz dormía aún; tanto el eunuco jefe como el segundo se encontraban en otra parte; Jade era la única dama de honor en la pieza; cuatro eunucos adormecidos estaban demasiado ocupados en aprovechar la ausencia del eunuco jefe para preocuparse de Wen Chin, y dos criadas reían tontamente en un rincón apartado. La oportunidad de hablar con Dulce Virtud parecía excelente.

—¡Dulce Virtud! —le dijo en un murmullo.—¿No habrá peligro si hablamos?—Si vigila a los eunucos, no.—¿Qué está sucediendo? Las historias que le cuenta Huang

al emperador son espantosas. Dice que esprobable que los boxers capturen las legaciones al atardecer.

—El general Tung confía en que así será. Lo mismo la emperatriz.

—Pero, ¿y si lo hacen? ¿No los matarán a todos? No osarían hacerlo.

—Tienen la orden de la emperatriz.—¡Oh Chin! Su hermano adoptivo...—Yo no desespero, Dulce Virtud. No encontrarán que las

otras legaciones son un hueso tan blando de roer como fue la de Austria. Tan pronto como los boxers se den cuenta de que una bala puede matarlos con la misma facilidad que a cualquier otro hombre, no se sentirán tan ansiosos por atacar.

—¿Cómo puede Su Majestad creer en la magia boxer? Comprendo "que la crean los boxers, ignorantes y supersticiosos como son; pero no la emperatriz, que es educada e inteligente.

—El príncipe Tuan y Li-Lien-ying la animan.—Pero su carácter es fuerte e independiente. No parece cosa

de ella tomar en cuenta la opinión de otras personas. Pese a que la odio y la desprecio, hay veces en que tengo que admirarla. No entiendo cómo se deja engañar por esas tretas.

—Quiere creer en eso contra toda razón. Si los boxers no consiguen echar a los extranjeros, tendrá que habérselas con una insurrección en el Sur. Por eso es que rehusa proclamar a Ta-A-Ko emperador, a pesar de los ruegos del príncipe Tuan. Liu Kun Yi, virrey de Nankín, le ha advertido que habrá disturbios si lo hace. Le envió un telegrama censurando a los boxers, aña-diendo que estaba pronto a marchar al Norte con todas sus tropas para rechazar una invasión extranjera, pero que rehusaba categóricamente prestar sus fuerzas para la matanza de unos cuantos extranjeros desvalidos.

Ella suspiró:—Es una lástima que nosotros los manchúes no seamos tan

generosos hacia los extranjeros como ustedes los chinos.El príncipe Li, un manchú, está tan en contra di i ataque a

las legaciones como el virrey.• Pero el príncipe Li es decano del Gran Consejo.(Miin rió por lo bajo, mientras movía la cabeza:Lo sé, pero su dificultad es su cámara del tesoro, t" A A I un

llena, que no quiere perderla oponiéndose a la muporatriz. —

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Tosió—: Li Lien-ying —le advirtió.Kt eunuco jefe precedía a la Emperatriz Viuda. Tuii pronto

como ella entró, dirigió una mirada a uno rtn los numerosos relojes de que siempre estaba rodea- iln viendo que era hora de recitar el encantamiento liiixor, lo dijo con voz clara.

¡Ya se ha muerto otro maldito bárbaro! —ex- ii luínó piadosamente Li Lien-ying cuando terminó.

¿Cuáles son las últimas noticias? —preguntó con anhelo.Estamos atacando fuertemente la legación de fruncía.—¡Un fuerte ataque! ¿Quieres decir realmente que r un

fuerte ataque, Lien-ying? —Su tono era amenazante—: No trates de engañarme dándome buenas no- 1.1 rías. Ten la certeza de que sabré la verdad, y, si me luía engañado, te haré apalear.

Temblaron las fofas mejillas del eunuco al inclina rae frenéticamente hasta tocar la frente en el suelo.

—El mensajero del general Tung me aseguró que iiI ataque está destinado a capturar la mayoría de las Iridaciones antes que termine el día. ¿Cómo podrán los < Ktranjeros resistir la ferocidad de nuestras invulnerable.", tropas boxers, Venerable Buda?

—¿Cómo, en verdad? ¿Ha llegado Jung Lu?—Espera el buen parecer de Su Majestad.—Hazlo entrar.Jung Lu entró cojeando en la Cámara de Audien- rlu. Se

inclinó tiesamente hasta el suelo, y su opresiva respiración se oyó en los cuatro rincones de la pieza. Tenia el rostro inquieto y desencajado. Se veía enfermo.

—¿Y bien, Jung Lu, has interrumpido tu permiso por enfermedad al solicitarme esta entrevista? ¿Has • ■Ido las noticias de nuestros éxitos, o haces deliberadamente oidos sordos a todo lo concerniente a nuestro glorioso movimiento boxer?

Había tenido que luchar tantas veces con su modo impetuoso para sentirse acobardado por su agresiva burla.

—Aunque quisiera cerrar mis oídos a los boxers no podría, Gran Antepasado —se quejó vivamente—. Vuestros valientes boxers no limitan su codicia de saquear. Los extranjeros y cristianos no son las únicas víctimas. Nosotros los mandarines tenemos que soportar sus descaradas extorsiones y ponerles centinelas a nuestras cámaras de tesoro. Precisamente cuando pasaba por la Puerta del Mediodía, me dijeron groserías. Me llamaron traidor chino. ¿Cómo se atreven a llamar traidor a Jung Lu, que nunca ha 'tenido otro pensamiento que el servir a Vuestra Majestad y, a través de Vos, al Imperio?

Sus ojos se dulcificaron, pues nadie sabía mejor que ella cuán lealmente y bien su antiguo amante la había servido, así como a su país.

—¡Cómo se atreven! —repitió—. Si los identificas, serán azotados hasta morir, como una advertencia para que nadie critique a mis leales consejeros. —Añadió con más aspereza—: Pero no me obligues a matar a todos mis soldados boxers, azotándolos hasta morir, Jung Lu. Desde que te di licencia a causa de tu mala salud, has enviado siete memoriales separados denunciando a los boxers. ¿Cómo puede cualquier boxer pensar que ese hombre es otra cosa que un traidor, cuando protege a los extranjeros a expensas de su soberana?

—¿No se ha mantenido siempre como un principio asentado entre las naciones civilizadas que, en caso de guerra entre dos potencias cualesquiera, sus respectivos enviados serán tratados con respeto? ¿Será que nuestra gran herencia, fundada por nuestros remotos antepasados, va a ser llevada a la ruina por estos falsos magos?

—Su magia es verdadera. Yo he presenciado su in-mortalidad. Pero volviendo a tu crítica, Jung Lu, ¿acaso no te di

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mi palabra de que, si los bárbaros partían de Pekín antes de la Hora del Mono, el día vigésimo cuarto

. I» quinta luna, viajarían bajo mi protección hasta MltlMin ■ , i'or qué entonces siguieron permaneciendo . m i t i n ?Í

, A v! El cielo no estaba de nuestra parte. Pudi- Huik l< ni i una vaga esperanza de escapar a nuestra

#|'iii lún, .;i En Hai, soldado del general Tung, no hu- i>• t ■ ilin ID muerte al alemán von Ketteler, destruyendo H«l i i iv <|i:

los ministros en nuestra honradez. Perma- »iMi li mu ni Pekín porque ya no osaban salir de sus le- 0ii< luí ir." por temor a sufrir la misma suerte que el mi- HlHli" alemán. No le temo a la muerte, pero me aflige U lile a ii" la culpa que me será echada en la historia. Hl i lelo aabe que estoy anonadado de pesar y vergüenza.

t

• Hablas como si nuestra ruina estuviese predes- ■litula exclamó coléricamente.

('uando un pueblo débil se atreve a oponerse a • le o más naciones poderosas, el resultado inevitable MI MI que ser la ruina completa. Es cierto —añadió con V' hemencia Jung Lu— que desde Vuestra Majestad linnlu el más humilde de nuestro pueblo han sufrido Éiir la constante agresión de los extranjeros y sus con- 1111111 i.s insultos; es cierto que las llamadas milicias pa- ii ii'il iras fueron organizadas con la divina misión del ib quite. Pero creo que estas esperanzas boxers de éxito un aun más que una vana ilusión. ¿Irá a arriesgarse ln «uerte de la dinastía en una sola jugada?

Aunque estaba seguro de que cada palabra de la flxhortación de Jung Lu enojaría a la emperatriz, Chin »e sorprendió por la relativa indulgencia de su voz i nando le contestó:

—Porque has sido durante mucho tiempo un concejero seguro he escuchado con paciencia y tolerancia la:; ásperas palabras, las críticas y dudas que me has dirigido. Pero no escucharé más para no encolerizarme contigo a causa de tu falta de visión. Has hecho tu deber como consejero y amigo, pero los dados están reliados, hecha la única jugada. Andate ahora, y cumple tu deber como manchú: ayúdame, primero, a librar al país de bárbaros extranjeros; en seguida, planea conmigo el modo de impedir su vuelta.

Jung Lu vio que no tenía nada más que decir. Tanto por su modo como por sus palabras había confirmado su obstinación al sitiar las legaciones extranjeras. Esta era la hora de su venganza, y no iba a permitir que le robaran un solo minuto de ella. Se retiró apesadumbrado, dejando el lugar a los príncipes Tuan y Chuang.

La emperatriz podía apenas refrenar su impaciencia mientras le hacían las reverencias de rigor.

—¿Se portan bien nuestras tropas? —preguntó.—Los boxers y soldados imperiales rivalizan en valor —se

jactó Tuan—. ¿Cómo puede tardar la yictoria final?—Tus noticias me complacen, por lo que es conveniente que

nuestros bravos guerreros sean recompensados y estimulados. Te pido a ti, príncipe Chuang, como jefe de la gendarmería de Pekín, que emitas una proclama ofreciendo una recompensa de cincuenta taels por cada cabeza de bárbaro que te lleven, cuarenta taels por la de una mujer y treinta taels por una cabeza de niño.

El príncipe Chuang no disimuló su satisfacción:—Se hará, Venerable Buda. Pese a que nuestros guerreros

no necesitan estímulos para matar a los demonios extranjeros, la recompensa, sin embargo, los hará apreciar la gratitud de Vuestra Maj estad.

Dijo el principe Tuan:

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—Hay algunos misioneros y muchos convertidos refugiados en la Catedral Peitang, Venerable Buda. Están defendidos por un insignificante puñado de soldados bárbaros. El príncipe Chuang y yo nos proponemos enviar un destacamento de nuestras tropas a capturar el lugar. Es un asunto de unas cuantas horas a lo más —concluyó vanidosamente.

—Ese lugar me ha ofendido-desde el momento en que lo comenzaron —comentó ella agriamente—. Tan pronto como sea capturado, ve que no quede piedra sobre piedra.

—Serán usadas para construir un Arco Conmemorativo a Vuestra Majestad —le prometió Tuan.

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Ka el Palacio de Vejez Tranquila —en realidad en c mi a patio y en cada vereda empedrada de la Ciudad i'inhibida— la atmósfera estaba tensa. Todos sabían que el general Tung se había jactado de que la victoria Inial estaba en manos de los boxers y de sus aliados Uun.suh. Nadie ignoraba que la emperatriz esperaba tinpacientemente en el jardín del palacio la noticia que ir Mil'icaria que había vengado la huida de su marido Inicia cuarenta años, pero nadie quería sufrir en cabe- mu propia la inevitable consecuencia de la desilusión del «haii Antepasado si la noticia tardaba en llegarle.

A veces, cuando el viento cambiaba hacia el sures- lc, :,o oían lacónicos e incisivos ecos del lejano tiroteo en el rincón de la Ciudad Prohibida más cercano a la escena de la batalla. Dulce música para los oídos de los fulos eunucos que, mientras tenían buen cuidado de permanecer al abrigo de las inmensas murallas de la i Mudad Prohibida, se contoneaban valientemente con el i niLesco atavío de boxers. Música agradable para los nidos de la emperatriz, mientras permanecía sentada h ijo la fresca sombra de los añosos árboles, mordisqueando golosinas y recitando los mágicos encantamientos a los dioses boxers. Una y otra vez acompañaba ente ritual sacando de lo íntimo de su marchito pecho una, copia del talismán secreto que los boxers llevaban nobre sus personas cuando iban a la lucha. Este consistía, en un dibujo hecho con pintura roja, sobre papel amarillo, de un ser misterioso que no era hombre, santo o demonio; una cosa que tenía una cabeza con cuatro aureolas, y una cara aguzada; pero sin pies; todo esto Junto con los caracteres místicos de Buda, Tigre y Dra- i'.i'm, y un corazón con la leyenda: "Yo soy Buda, de la nube fría; ante mí yace la negra deidad del fuego; detrás está el propio Laotzu". En la parte superior izquierda. del papel se encontraban las palabras: "Invoca primero al Guardián del Cielo", y al lado opuesto: "Invoca cu seguida a los dioses negros de la pestilencia".

Más o menos cada media hora un mensajero le traía

llropúaoulo,—32noticias del último combate. Hacia el mediodía llegó uno, con el pecho palpitante y cubierto de polvo. Se postró con la frente en el suelo; en seguida habló:

—La victoria está a la vista, Sagrada Majestad. Los Peludos están corriendo.

—¿Corriendo adónde, idiota? —gruñó Li Lien-ying, dándole un puntapié al hombre—. ¿Cómo pueden correr los Peludos? No tienen dónde huir.

El hombre se arrastró en el polvo.—A la legación británica, Majestad —dijo temblando—.

Nuestros gloriosos soldados los han arrojado de las otras legaciones.

Brillaron los ojos de la emperatriz.—Dile al hombre que vuelva donde el general Tung con este

mensaje: Que él mismo me tiene que traer la noticia de la caída de la legación británica.

—¿Has oído? —gritó el eunuco jefe. El hombre asintió con la cabeza—. Entonces anda.

El hombre hundió su rostro en el polvo en una temblorosa reverencia, que estaba dirigida tanto a Li Lien- ying como a la emperatriz, y desapareció prestamente.

Pronto las damas de honor y los eunucos trajeron mesas y comida, pero la agitación le había quitado el apetito a la emperatriz. Apenas si probó los alimentos, y dejó mucho más que de costumbre para que lo terminaran la Joven Emperatriz y las damas de la Corte. Cosa que no tardaron en hacer, hubiese o no guerra. ¡Lo que era veneno para la una era alimento para las otras!

Después la emperatriz rehusó descansar:

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—¡Hoy! ¡Cuando el general Tung puede llegar en cualquier momento con noticias sobre la gloriosa victoria!

—Pero, Venerable Buda... —reconvino Dulce Virtud—, la legación británica es más fuerte y grande que las otras legaciones. Les tomará tiempo a los valientes boxers...

—Basta, muchacha —dijo violentamente la emperatriz—, ¿Acaso no sabemos que si de ti dependiera, ninguna de las legaciones caería en nuestras manos? Andate. En este día no quiero ver tu cara. Anda donde rl emperador. Necesitará tu simpatía. —Su voz subió iic tono—: ¡Andate! ¡Andate! ¡Andate!

Li Lien-ying dio un rudo empujón en el hombro de Dulce Virtud. Mucho hacía que esperaba esta oportunidad. Chin miraba la escena con ojos inexpresivos. Un día, si los dioses eran bondadosos con él, mataría al eunuco jefe por ese empujón. Y mirándolo disimuladamente, la emperatriz se puso de mejor humor. Ella, sólo rila, podía adivinar qué diabólicos pensamientos cruzaban por el rostro joven e impasible, que ninguna cantidad de ricos alimentos había conseguido abotagar hasta el momento. En una u otra forma, la escena tenía su aspecto cómico.

Levantó la cabeza, aguzando el oído hacia el sureste. Se sintió recompensada al escuchar el tenue eco de una descarga. Salmodió el encantamiento boxer.

—¡Allí perece otro demonio extranjero! —dijo con voz de falsete Li Lien-ying.

Esta vez puede tener razón, pensó angustiado Chin. El demonio extranjero incluso podría ser el pobre Randall.

4Como a las cuatro de esa tarde el general Tung vino con las

noticias que la Emperatriz Viuda esperaba con impaciencia. Llegó a grandes pasos hasta la presencia real, con el aire arrogante de un conquistádor, y pareció recordar sólo a último momento que tenía que rendirle homenaje a su soberana.

—¡Victoria! —anunció con voz potente—. Las legaciones han llegado al fin de su resistencia.

—¿Han sido capturadas?—Son pasto de las llamas, lo que es lo mismo. Da igual un

demonio muerto asado, que un demonio vivo crudo. —Rió descaradamente—. Si existe alguna altura aquí en el Gran Interior, ¿no podría el Gran Antepasado observar por sí misma las llamas?

—El Jardín Imperial —sugirió Li Lien-ying—. ¿Hago llamar a los portadores de vuestro palanquín, Venerable Buda?

—¿Cómo iba a perder este momento?Así, los portadores del palanquín trasladaron a la emperatriz

a los jardines de rocas. Allí, lado a lado del general Tung, en el más alto de los montículos construidos artificialmente, miró por entre los relucientes techos amarillos de la Ciudad Prohibida las gruesas columnas de humo negro que cubrían gran parte del distrito de las legaciones, y toda la legación británica en particular. Se enderezó orgullosa y contenta.

•—¡Lien-ying!—Fer.—Para destruir una maleza, hay que arrancar todas las

raíces. Envía este decreto a todos los altos funcionarios de provincia en el Imperio: "Matad a todos los extranjeros, dondequiera que los encontréis. Aunque estén preparados a dejar vuestra provincia, de todas maneras serán muertos".

—Fer —exclamó gozosamente el eunuco jefe.El general Tung alisó su pequeña barba negra y soñó en un

esplendoroso futuro apenas hubiese desembarazado a Pekín de los malditos extranjeros. Indudablemente que no existían alturas a las que no pudiera aspirar...

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C A P I T U L O X L I

1

EVELYN OBSERVABA A LA IN- fantería de marina entrar atropelladamente en el recinto: austríacos, italianos y franceses, mezclándose en su confusión. Con ojos cavilantes examinaba las expresiones en muchos rostros tensos. Apenas disimulado, unos revelaban un miedo terrible, y otros estaban intranquilos, mientras que muchos llevaban impresa una resignada filosofía, aliada a una torva determinación de morir luchando. Una vez dentro del recinto se agruparon de un modo general, esperando órdenes que nadie parecía estar dispuesto a dar.

Unos minutos después se abrieron de nuevo las puertas del recinto para admitir primeramente marineros alemanes y en seguida japoneses. Otra vez, porque se sentía tan desvalida y quería tener en qué ocupar sus pensamientos, Evelyn examinó las caras de los recién llegados. No pudo adivinar qué pensamientos se ocultaban tras los rostros impasibles de los menudos Japoneses, pero los alemanes parecían confundidos e intranquilos. Ante una lacónica orden de sus oficiales, alemanes y japoneses se alinearon y permanecieron rí- nidos. Evelyn vio que nuevas tropas penetraban por las puertas: norteamericanos y rusos. Divisó a Randall, abochornado y triste, y un momento después al príncipe Igor. El príncipe parecía furioso.

Randall vio a Evelyn y se acercó prontamente.—¡Condenados rusos! —jadeó—. NI siquiera se acordaron de

nosotros. Cerraron las puertas. Si los chinos hubiesen sido más rápidos...

—¿Puertas?... —dijo irreflexivamente. Y los miles de convertidos en el Fu. ¿Quién iba a protegerlos, ahora que la mayoría de los guardias se habían retirado a la legación británica?

—Las puertas principales del recinto ruso. Se convino que nos retiraríamos a la legación rusa si la nuestra se hacía insostenible. En vez, tuvimos que venirnos para acá. Justamente a tiempo para alcanzar a los rusos —terminó con amargura.

Pensó ella en las muchas horas agradables pasadas en la legación norteamericana. Recordaba en especial la fiesta de los niños. ¡Qué cantidad de criaturas! Cuánto se sorprendió al verlos y cómo se divirtió jugando con los niños y observando, en seguida, que Randall trataba de impresionarla. Sentía ahora que sacrificaría gustosa cada momento de ese gozo, si se le dijera que no quedaban niños occidentales en Pekín. A cierta distancia divisaba un grupo de ellos. Pocos minutos antes estaban jugando al pillarse entre los cajones y paquetes esparcidos en el césped, frente a la entrada de la legación; pero la conmoción, primero los distrajo, atrayéndolos en seguida; muchos se encontraban agrupados al lado del gran Tinger, observando a los marineros con ojos animados.

Randall siguió la dirección de su mirada y comprendió lo que pasaba por su mente. Colocó consolado- ramente su mano en el brazo de ella.

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—Es demasiado pronto para preocuparse. Más sencillo es defender una legación que varias. Ahora que nuestras fuerzas están concentradas, los chinos se darán cuenta de que no es fácil tomar este lugar. Y recuerde que vienen refuerzos en camino hacia acá.

Igor se juntó con ellos.—No demoraron mucho los chinos en arrojarlos a ustedes de

su legación —dijo furiosamente—. Aunque no fuera un punto firme, seguramente que lo podían haber defendido el tiempo suficiente para darnos a los demás una oportunidad de desplegar nuestras fuerzas.

-Su legación estaba vacía y cerrada cuando nos i <'uramos de la nuestra, Alteza —contestó ásperamente Randall.

Igor pasó por alto la implícita crítica:--Nuestros centinelas vieron a sus hombres salir

apresuradamente de la legación y creyeron que se había 'i ulo una señal para la retirada general. ¿Consiguieron entrar los chinos?

Randall demostró confusión:—No la estaban atacando.—¡Qué ridiculez! —dijo Igor con acritud—. Deben haber

tenido una muy buena razón...—Nuestra razón era la misma de ustedes. Se reti- raron

porque nosotros lo hicimos. Nosotros nos retiramos porque los alemanes y japoneses abandonaron sus posiciones en la Muralla Tártara, por lo que temimos que estuvieran en peligro de quedar aislados.

Los dos hombres se desafiaban con ojos coléricos, ruando Igor se dio vuelta bruscamente y le habló a un oficial alemán que pasaba:

—¿De qué dirección estaban siendo atacados ustedes?—No nos atacaban, Alteza. No disparamos un tiro. Dejamos

la muralla cuando vimos retroceder a los franceses e italianos.Una serie de conferencias pronto establecieron la triste

verdad. Equivocadamente informados de que la legación norteamericana había sido abandonada, el comandante austríaco dejó las ruinas de la legación austríaca y se retiró a la de Francia. En un momento cundió el pánico, inexplicable y misteriosamente. Nadie supo cómo ni por qué motivo. Ni siquiera podían adivinar, pues se extendió con más rapidez que lo que el viento estival llevaba el sonido. Como una onda creciente se esparció en todas direcciones, de puesto en puesto, hasta que fue abandonado y ahora estaba varío, y, como una ciruela madura, pronto para ser cogido.

Era inútil lamentarse por lo que no tenía remedio. El príncipe Igor y el barón von Rahden se pararon

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frente al destacamento ruso. Von Rahden se dirigió alos marineros:

—Hombres, no los voy a engañar. Estamos luchando en una desigualdad de diez a uno; quizás veinte a uno. No espero que esta legación resista un ataque resuelto. Es demasiado débil. Es probable que el enemigo esté engreído con un éxito inmerecido, y seguramente dentro de pocas horas tratará de aprovecharse de su ventaja. Recuerden que los ojos de otras naciones están fijos en ustedes. En nombre de Su Majestad Imperial, el Zar de Todas las Rusias, espero que luchen hasta el último hombre.

—No —interrumpió con aspereza el príncipe Igor— No hasta el último hombre. No, hasta que las mujeres y niños hayan sido muertos primero. Hasta que ese deber se haya cumplido, no morirá peleando el último de nosotros.

El capitán Myers les habló a los yanquis: —Si alguno de nosotros vive para ver salir la luna esta noche, entonces, ¡rayos y centellas!, sabremos que nació con buena estrella. Pero si alguno de ustedes no se lleva por lo menos media docena de estos sanguinarios bastardos al infierno, entonces, ¡por Dios! que tendrán que habérselas conmigo cuando lleguen allá. Los hombres se rieron.

—¿Quiere apostar a que se llevará más chinos con usted que yo, capitán? —dijo uno.

—Cinco dólares —dijo vivamente Myers—. ¡Pagaderos antes de que se derrita el oro!

El capitán Strouts dijo arrastrando las palabras: —No creo que necesite decirles que durante el próximo ataque a la legación de Su Majestad Británica, cuento con que hasta el último hombre entre ustedes luche como un héroe.

—¡Buena cosa! —masculló Nobby Clarke—. ¿No fue eso mismo lo que dijo Nelson hace cien años? Un poco pasado de moda, ¿verdad?

—Lo es —contestó Strouts—, y cuando te presentes por rebelde después de la batalla, me sentiré encantado de hacerte conocer también unas viejas costumbres de Nelson para lidiar con la indisciplina.

—¡Sí, señor! —concordó Nobby—. "Tiene oídos de luí Icón" —añadió disgustado..., pero esta vez en lo mas profundo de sus pensamientos.

—Como iba diciendo... —continuó el capitán.

2Había trabajo que hacer. Los chinos podían atacar pronto y

sólo Dios sabía cuál sería el resultado. Mien- 1,1 as tanto era preciso cuidar de los heridos, por lo que l'lvelyn y Natalie regresaron al hospital. A su alrededor his mujeres parecían tener los nervios en tensión. Hala a unas pocas, muy pocas, cuyo temor era perceptible. Ki resto se ocupaba de sus tareas con una aparente fortaleza que hacía enorgullecerse a los marineros y les daba nuevo valor para luchar contra los chinos y mantener vivas a esas mujeres, pues se habían divulgado las órdenes de Igor a los marineros rusos: ninguna mujer o niño debía quedar vivo para caer en manos de los boxers.

Pasaban las horas. El esperado ataque no se producía. Se oyeron descargas irregulares desde varios puntos alrededor de la legación británica. Ningún soldado podía asomar la cabeza por encima de una barricada, o atisbar demasiado tiempo a través de una tronera, sin arriesgarse a recibir un tiro de los certeros tiradores chinos; fuera de eso, los boxers no se aprovecharon de su ventaja.

El príncipe Igor se paseaba impacientemente de un lado a otro frente a la entrada de coches en la puerta principal. Parecía incapaz de aflojar su tensión, y se sentía molesto con el estoicismo del capitán Myers y del capitán Strouts y otros oficiales aliados.

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—¿Qué les pasa? —le preguntó coléricamente a Sir Oliver, que fue a juntarse con él—. ¿Creen que los clüí- nos se van a contentar con habernos perseguido hasta acá dentro? Tal vez les gustaría decirle al enemigo que entrara a tomar té con ellos.

Sir Oliver trató de aplacar al encolerizado ruso:—Tanto ellos como sus hombres lucharán bien cuando les

llegue la hora de hacerlo, Igor.—¿Cómo pueden permanecer tan condenada y ex-

trañamente calmos? Yo pelearé tan bien como cualquiera de ellos, tal vez mejor. Pero quiero luchar ahora, Oliver, y no esperar. Cuanto más pronto, mejor. —Sus labios se entreabrieron en una sonrisa cruel—: Quiero acercarme lo más posible a esos cerdos amarillos, a fin de verlos retorcerse en la punta de mi espada. —Cesó de caminar, y, dándose vuelta, agarró a Strangways por el hombro y le dio un apretón que lo hizo retroceder—: Tal vez no sepa qué alborozadora sensación es, mi querido amigo, la de ver manar la sangre cuando la punta de la espada penetra en la carne de un hombre que lo matará si usted no lo atraviesa primero.

Sir Oliver estaba estupefacto, no tanto por las palabras de Igor como por la cruel sonrisa que las acompañaba.

—No puedo imaginarme nada más desagradable. ¿Cómo puede describir esa sensación como de alborozo?

Igor lanzó una carcajada.—Pero es que lo es. He muerto hombres durante mi vida. Los

he visto revolcarse a mis pies, con mi bala quemándoles el vientre, pero es mucho más satisfactorio matar con la espada. Lo convence a uno de que se mata en buena lid y empleando la destreza. Una bala... —Se encogió de hombros—: Es demasiado mecánica, demasiado impersonal. No es la destreza que da la muerte, sino la suerte en disparar primero, antes de que el otro lo haga. Un hombre no puede defenderse contra una bala, ¿así es que dónde está el triunfo en superar su defensa?

Su humor cambió bruscamente. Empezó de nuevo su irritante paseo, haciendo crujir sus talones en la áspera superficie.

—¿Por qué no estarán usando nuestro recinto para dispararle a éste? Mire. —Señaló un árbol distante—. Desde ese árbol un buen tirador podría fácilmente herir a cualquiera de nosotros, pero no han hecho puntería hacia estos lados, ¿verdad? Además, he estado vigilando. No he visto una nubecilla de humo. —Se golpeó el costado de sus pantalones con la palma de la mano—: ni los chinos no están usando las otras legaciones para atacar ésta, es porque no han consolidado todavía sus «anuncias. Von Rahden —dijo bruscamente.

—Alteza.—Tenemos que volver a capturar nuestra legación. ¿Me

seguirán sus hombres si yo voy adelante?—'Los hombres lo seguirán a cualquier parte, Alteza.—Bien. Vamos entonces...

3Cosa increíble, los rusos recapturaron sin dificultad su

legación. Los chinos se retiraron atropelladamente ante el atemorizador espectáculo del rostro anhelante de Igor y su espada desnuda, a un paso adelante de sus hombres que cargaban, pero no antes de que hubiera encajado su espada en una espalda amarilla, y disparado y herido a otro.

—¡Perros! —les gritaba.Una por una fueron recapturadas las otras legaciones, pues

el enemigo no tenía deseos de luchar; estaban demasiado ocupados saqueando y destruyendo las legaciones de Bélgica y Holanda, que fueron abandonadas antes a fin de consolidar la defensa general. También saquearon y les prendieron fuego a los restos de las legaciones de Austria y de Italia, y a todas las

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casas particulares y oficinas a ambos lados del extremo oeste de la calle Legación. Al llegar sucesivos mensajeros con las buenas noticias a la legación de Inglaterra, de haber recobrado las otras legaciones, los ánimos se elevaron a mayor altura que las nubes blancas que se movían perezosamente en lo alto.

Los ministros se reunieron. El común de las gentes bien podía reír, charlat y cantar aliviadas, pero lo que había sucedido una vez bien podía suceder de nuevo. Los chinos serían más rápidos en instalarse dentro.

Dijo De Giers:—Nunca más debemos actuar independientemente,

Excelencias. Necesitamos a alguien que se haga cargo de las defensas, para que en el futuro se tome una acción conjunta.

—Tiene razón —concordó de buena gana el ministro del Japón—. Si los contingentes hubiesen esperado órdenes, en vez de creer rumores infundados, este desastre no habría sucedido.

—La evidente elección para el puesto es, si me lo permiten, señores, Sir Claude MacDonald —sugirió Conger.

—Indudablemente —convino el ministro japonés.Sir Claude parecía complacido y se atusó su largo y

encerado bigote.—Aprecio enormemente el honor que me hacen,

Excelencias, ¿pero no creen que para esto sería mejor un militar? —declaró modestamente.

—¿No sirvió como capitán en el ejército antes de incorporarse al servicio diplomático?

—Sí, pero...El ministro de Austria se sentía aún mortificado por las

críticas al comandante austríaco que denotaban los comentarios del ministro japonés:

—Yo habría creído que un militar habría tomado la precaución de hacer defendible su legación —dijo despectivamente—. No hay barricadas dignas de mencionarse, ni troneras, casi no hay sacos de arena u otra protección contra las balas...

El ministro británico se sonrojó.—Esto era una legación, no una fortaleza —contestó

fríamente.Pichón tosió:—Me siento feliz de secundar la propuesta de mon- sieur De

Giers: que le sea dado a Sir Claude MacDonald el Supremo Comando de las Fuerzas Aliadas.

—Yo también —añadió el marqués Salvago Raggl.Interrumpió la reunión el ruido de un pesado golpe, seguido

inmediatamente por el eco de una lejana y ruidosa explosión.—Mordieu! ¿Qué es eso?—Eso —contestó Sir Claude, irguiéndose— sonó como una

bala de un gingal chino. —Golpeó pidiendo atención—: Uno de mis primeros actos como Supremo Comandante será el de enviar un mensaje al Tsungli \ a mon, en nombre de todos los ministros reunidos aquí, pidiendo que por ningún motivo se use artillería contra lu;: legaciones.

—Excelente idea —aprobó Conger.El ministro de Holanda levantó los ojos al techo. MI no lo

hubiese oído personalmente...

4

¡Fuego! Un arma que los que llevaban largos años r n China temían más que a las balas boxers, e incluso a esas armas como cañones de diez pies de largo, manejadas por dos hombres, conocidas como gingals. Des- K meladamente, el fuego como arma les era también conocido a los pequineses. Habiéndoles prendido fuego ¡i las legaciones más distantes que se

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encontraban abandonadas y a otros edificios, volvieron su atención n la legación británica, que, según les informaron sus espías, era el nervio central de defensa y el sitio escocido para la resistencia final, si fuese necesario.

Al salir de la casa del ministro, donde tuvo lugar la reunión, los ministros notaron que el sol se veía empanado. Ondeantes nubes de humo se elevaban hacia arriba de los incendiados edificios que prácticamente i odeaban el recint^ El aire estaba lleno de papel quemado y pedazos de materias ardientes, y con cada oleada un humo acre envolvía a los sitiados y les llenaba los pulmones, haciéndoles toser y escupir.

Los ministros caminaron por la vereda empedrada <iue conducía al gran Tinger. Una bala de gingal silbó .'¡obre sus cabezas, estrellándose en un árbol cercano. Dos pequeñas ramas fueron arrancadas por la fuerza del impacto, y cayeron al suelo. El borde de una de ellas rozó el brazo del ministro de Bélgica, haciéndolo saltar n un lado. Otra bala siguió rápidamente, pero pasó silbando y fue a caer en el mercado mogol. Una tercera bala cayó cerca de las caballerizas, alarmando a uno de los caballos que estaba siendo paseado. Se soltó del mafu, y galopó locamente por el recinto. Una amah china, que llevaba en brazos un niño pequeño, vio venir al animal y comenzó a correr. Tropezó, y al caer se lo escapó su carga. El caballo le erró al niño por un polo, pero le dio a la amah una patada con el casco trasero. La aviah gritó, sobándose el brazo.

—¿Cuánto tiempo irán a poder aguantar las mujeres y los niños esta tensión? —le preguntó el marqués Salvago Raggi a Sir Claude.

El ministro no tuvo oportunidad de contestar, pues lo hicieron las mujeres.

La campana de alarma tañó frenéticamente:"¡Fuego!" El grito resonó de muralla en muralla, de edificio

en edificio. La gente giraba sobre sus talones, buscando señales de humo. No faltaban. Columnas negras se elevaban al parecer de la parte de atrás de la casa del ministro.

¡Fuego! Sin saber que en las cercanías la emperatriz miraba la humareda con ojos jubilosos, las mujeres en esta emergencia se hicieron útiles. Haciendo caso omiso del silbido de las balas y de las granadas, se formaron en largas filas para proporcionarles agua del pozo central a los que luchaban contra el incendio. Mujeres de ministros, amahs, chinas convertidas, misioneras, institutrices; mujeres de todas nacionalidades y clases sociales, trabajaban hombro a hombro con cu- líes, mafus y hombres de más edad, pasando de mano en mano una incoherente selección de recipientes, que iban desde baños de pie hasta baldes, de teteras a antiguos jarrones de porcelana. Pese a que era una experiencia desalentadora y pesada, nadie se hizo a un lado. Se empaparon, pero siguieron adelante hasta que fue sofocado el incendio. Supieron entonces que el edificio incendiado quedaba del lado de afuera, y que los chinos le habían prendido fuego con la esperanza de que las llamas saltaran al otro lado de la muralla del recinto.

Llenos de alivio, los que ayudaron se fueron a descansar a la sombra, pero poco después la campana de alarma los llamó por segunda vez. Otro edificio afuera del recinto había sido incendiado, y esta vez la casa del segundo secretario corría peligro.

De nuevo fueron vencidas las llamas. La gente, exhausta ya, relajó su tensión.

¿Cuándo llegaría la columna de refuerzo? ¿Cuándo, Dios de los cielos, cuándo?

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5La historia de un día de sitio es la propia historia del sitio.

Para los sitiados en Pekín un día abrumador seguía a otro. A veces oían que el día era domingo, o miércoles, o viernes; pero ¿qué dice un nombre? Domingos, miércoles y viernes, por igual, eran acompañados por el fortuito tronar del cañón, el baque de las granadas que caían, el incesante silbido de las balas. Domingos, miércoles y viernes, igualmente, había heridos que atender, soldados que alimentar, nenes que lavar, fortificaciones que reforzar, ante los agudos ojos de Gamewell. Domingos, miércoles y viernes, guardias de ojos cansados tenían que vigilar las barricadas enemigas que se acercaban cada vez más, o a veces, menos uesvalidamente, hacer una salida a fin de desalojar un puesto de avanzada en una proximidad demasiado peligrosa.

Hubo acontecimientos sobresalientes. Por ejemplo, aquel día en que los irresponsables chinos perpetraron el peor vandalismo en la historia, al prenderle fuego al Hanlin Yuan, la Gran Biblioteca de China, donde había ;;ido almacenada, entre incontables otros tesoros literarios, la inmensa enciclopedia escrita a mano de la literatura china, una irreemplazable e inapreciable reliquia del pasado, trabajo de siglos.

Era grande el peligro para la legación, pues el edificio Hanlin más cercano no estaba a más de cinco yardas de las viviendas de la servidumbre, detrás de la casa de Sir Claude: sólo la pared del recinto separaba lo ; dos edificios. En ese momento de extrema emergencia, el ministro británico tomó la responsabilidad de ordenar que abrieran una brecha en la muralla, a fin de que los que combatían los incendios pudieran llegar hasta las llamas. Haciendo frente a terribles descargas, los marineros británicos penetraron al Hanlin ¡y mientras hombres y mujeres luchaban por vencer las llamas, y los hombres hacían esfuerzos desesperados por echar abajo otros edificios para impedir que el fuego se propagara, otros grupos de voluntarios arriesgaban sus vidas para salvar cientos de volúmenes de la enciclopedia!

Y llegó el día en que los chinos hicieron su esfuerzo supremo. Incendio en la legación de Rusia. Un feroz ataque a la legación norteamericana. Los japoneses manteniéndose a duras penas en la de ellos, en el Fu. Los franceses e italianos, faltos de recursos en la legación de Francia. Proyectiles de un cañón de quince libras cayendo en las legaciones norteamericana, britá-nica y rusa. Un feroz y e&itoso ataque a las posiciones norteamericanas en la Muralla Tártara.

Desde su posición en el recinto de la legación nor-teamericana, Randall y Squiers miraban a la infantería de marina retroceder lentamente por la rampa y la calle que conducía al extremo sur de la legación. Traían a dos hombres heridos. Desde el norte del recinto venía el ruido de un furioso bombardeo.

Randall levantó la cabeza.—Suena como si los rusos se vieran en apuros — dijo.—No solamente los rusos. Hay cerca de mil chinos ocupando

las ruinas del Banco Ruso-Chino. El capitán Myers cree que también es inminente que nos ataquen a nosotros.

—¿Habrá empezado ya?Squiers se encogió de hombros.-—Mire —señaló arriba, hacia la Muralla Tártara, que los

marineros norteamericanos acababan de abandonar. Una hilera de gallardetes azules, orlados de rojo, se movía lentamente en la línea del horizonte—. Están penetrando asimismo allí. Cientos de ellos, a juzgar por los gallardetes.

Pocos minutos después comenzó el ataque a la legación norteamericana. Pero el capitán Myers tenía ideas propias. Sir Claude MaeDonald había dado orden de que se conservara la

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Muralla Tártara a cualquier precio. Juntó una compañía de marineros.

—Calen las bayonetas —ordenó—. ¿Listos, muchachos?Se lanzaron a la carga por la rampa: unos cuantos marineros,

acompañadas por Randall, Squiers y otros cuantos voluntarios civiles. Al mismo tiempo unos pocos marineros alemanes subieron a la carga por otra rampa más cercana a la Puerta Ha Ta. Los chinos no esperaron para contar las bayonetas que centelleaban al sol matinal. Tomaron las de Villadiego. Corrieron tan a prisa que los yanquis no podían darles alcance. Y huyeron tan lejos que los marineros seguían y seguían a través de las antiguas barricadas chinas, y más adelante aún, hasta que llegaron a la Puerta Chien, que detuvo su avance.

—¡Jesús! —exclamó un sorprendido marinero volviéndose hacia Randall—. ¿Qué le parece?

A Randall no le parecía nada. Estaba tambaleándose con una bala en el muslo izquierdo.

Crepúsculo.—33

CAPITULO XL I I

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VENERABLE BUDA SE ENcontraba de buen humor! Las noticias llegaron antes que ella: había visto incendiarse las legaciones, y el saber que presenció el fin de los bárbaros le dio una deliciosa satisfacción. Cuando llegó al Palacio de Vejez Tranquila todos los aduladores eunucos, damas de la Corte, criadas y viejas lucían amplias sonrisas.

Les dijo a las damas de honor:—Le he pedido a Flor de Durazno que me traiga mife

pañuelos. Les daré uno a cada una para celebrar la destrucción

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de las legaciones de los bárbaros. Hasta Dulce Virtud tendrá uno.Flor de Durazno regresó con la caja de los pañuelos, los que

la emperatriz comenzó a distribuir. Cada dama de la Corte tocó el suelo con la frente y agradeció a su benefactora con zalamera gratitud. Tan pronto como terminó la distribución, la emperatriz dijo alegremente:

—Estoy segura de que todas tenemos ganas de jugar. ¿Qué jugaremos primero?

Un murmullo de animadas sugerencias le contestó. Tuvo que levantar una mano imponiendo silencio.

—Ya que todas quieren un juego diferente, Jade escogerá uno.

Jade eligió un juego de dados. Como tantas de sus compatriotas, era una inventerada jugadora, y muchas veces tenía suerte. Algunas de las otras damas le hicie-ron muecas a espaldas de la emperatriz. Eran las menosii fortunadas.

Trajeron los dados, pero el juego no comenzó nunca. Gntró el segundo eunuco para decir' que Hsu Ching- Hieng pedía ser recibido en audiencia. La emperatriz accedió, dirigiéndose en seguida a la Cámara de Audiencia.

—Gran Antepasado —empezó diciendo Hsu—, vues- tro esclavo pide permiso para presentar una petición que él y Yuang Ching han redactado.

—¿A esta hora?—Es urgente, Gran Antepasado.—Muy bien.Li Lien-ying le pasó la petición. La leyó, arrojándola en

seguida coléricamente lejos.—¿Por qué pierdes tu tiempo denunciando a los boxers,

hasta en el momento de su triunfo? ¿No ha presentado Yuang Ching una petición otra vez, para tratar dé persuadirme de que los tales ritos impíos de los boxers no les servían de nada? Especialmente, en este momento, cuando espero las noticias de ,1a total destrucción de todas las legaciones extranjeras, ¿por qué tratas nuevamente de convencerme de que los boxers deben ser exterminados y no usados como fuerzas del gobierno?

—Incluso si las legaciones extranjeras estuviesen a punto de ser destruidas, Gran Antepasado, vuestros esclavos dirían aún: "Si se destruyen las legaciones y las potencias envían una expedición para vengarlas, ¿qué sería de nuestro país?" Pero las grandes legaciones aún no han sido tocadas...

—¡Basta! —interrumpió furiosamente—. ¿No me lo hizo notar el general Tung, hace menos de una hora, y no vi acaso por mis propios ojos el humo que se elevaba del incendio de la legación británica?

—El humo, Majestad, no se elevaba de la legación británica, sino de uno de los edificios al lado, que los soldados kansuh incendiaron deliberadamente.

—¿Es cierto eso?■—Es cierto, Gran Antepasado. Lo juro sobre la

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tumba de mis antepasados que vi con mis propios ojos sofocar el fuego, y noté que la legación británica no ha sido afectada.

Tembló de colérica desilusión:—¡Cómo se atreve Tung Fu-hsiang a engañarme! ¡Cómo se

atreve!...—Hay otro asunto, Gran Antepasado...—¡Qué! ¿Aún no has dicho bastante? No puede haber peores

noticias.—Son peores noticias para vuestro pueblo —continuó

valientemente Hsu—. Esta mañana, por orden del príncipe Chuang y otros tres, cientos de chinos cristianos fueron ejecutados en el exterior del palacio del príncipe. Vuestro esclavo no es cristiano, Gran Antepasado, ni tiene tratos con la cristiandad, ¿pero debe una persona inocente de todo crimen morir porque practica la religión cristiana?

Se sintió desazonada por las palabras de Hsu; pero ¿qué podía decir? ¿Acaso no perecieron miles en las llamas de Nantang y ella no dijo nada?

—Si los chinos cristianos se retractaran y reformaran, sus vidas estarían seguras —contestó sin convicción—. ¡Pero una matanza general...!

Tan pronto como partió Hsu volvió donde sus damas. Cuando vieron su colérica expresión no pudieron menos que suspirar.

—Todos los pañuelos tienen que ser devueltos — mandó secamente—. Las noticias eran falsas.

2

La cólera de la emperatriz se inflamó aún más cuando les oyó a sus espías la verdad de lo sucedido el día anterior.

—¡Si sólo hubiese nacido hombre! —dijo furiosamente a su eunuco jefe, que la escuchaba lleno de compasión—, ¿Por qué fueron los dioses tan despiadados al darme un cuerpo de mujer? Si yo hubiese sido hombre, ya se habrían terminado las hostilidades. Tan pronto como los bárbaros huyeron de nuestros soldados, habría

516ocupado con mis fuerzas las legaciones y los bárbaros no las habrían recuperado.

Si hubiera sido capaz de derramar lágrimas, las I labría derramado, pero si no se veían lágrimas de mortificación en sus ojos, estaban en cambio en su voz.

—¿Qué es un día más o menos, Venerable Buda? -la consoló Li Lien-ying—. Ayer los boxers no aprovecharon la oportunidad, pero hoy o mañana lo harán. ¿Cómo pueden dejar de hacerlo? ¿No tienen la magia por aliada? —Siendo un ser sagaz y astuto, añadió—: Incluso sin ayuda de la magia, ¿cómo podrían vuestros bravos soldados dejar de derrotar a los Peludos?

—No pueden fallar. —Su confianza era ilimitada.—Naturalmente —continuó el ladino Li—, la artillería haría

más fácil su tarea. Unos cuantos cañones de buen tamaño pronto abrirían una brecha en las murallas de la legación.

—Tienen artillería.—Sólo uno que otro cañón de pequeño calibre. Jung Lu tiene

artillería.—Entonces debían pedirle a Jung Lu que la prestara .—Sin duda lo harán, Venerable Buda. ¿Pero se las querrá

prestar? Los boxers dicen que es un traidor chino.—¡Basta! —ordenó encolerizada.Continuó bebiendo su té hasta que sus aguzados oídos

oyeron gritos. ¡Gritos en la Ciudad Prohibida! Un acontecimiento casi inaudito, por lo menos desde la noche en que los eunucos y guardias recorrían el terreno buscando a Chin.

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—Anda a ver lo que significa esa bulla y hazla cesar.—Fer —contestó Li, alejándose apresuradamente.Se volvió hacia Chin. Vio él que sus ojos brillaban

esperanzados.—¿Será la victoria?—Vuestros espías os habrían hecho saber si la victoria

estuviese a las puertas, Venerable Buda.Frunció el ceño.—¡Eres siempre tan lúgubre! A veces creo que quieres que

los bárbaros nos derroten.—Quiero demasiado a mi país.Su sinceridad la convenció, por lo que no siguió el tema.

Volvió el eunuco jefe.—El ruido era hecho por unas tropas boxers, Venerable

Buda. Han venido al palacio buscando chinos convertidos.—¡Cómo se atreven! ¿Por qué les permitió entrar el

comandante de la puerta? Será castigado...—Vienen mandados por el príncipe Tuan y el príncipe

Chuang —interrumpió apresuradamente Li.En ese momento entraron el emperador y su comitiva a

darle los buenos días a la emperatriz, pues desde el comienzo de las hostilidades ella ordenó que lo trasladaran a la Ciudad Prohibida, por lo que moraba en un edificio detrás del Palacio de Vejez Tranquila. Antes que hubiesen terminado las formalidades matinales usuales, estallaron nuevamente los gritos y parecía que se iban acercando.

La emperatriz se estremeció de furia. Antes de que pudiera hablar, un alarmado eunuco penetró apresuradamente en la habitación para anunciar que los boxers entraban a torrentes en el patio del palacio. La advertencia era innecesaria, pues se veía a los boxers a través de la puerta abierta del dormitorio y detrás, por las puertas de la Cámara de Audiencia. Al avanzar por los jardines, hacia la escalera que conducía a la galería del palacio, los hombres, detrás de sus serios oficiales, hacían gestos amenazadores con sus armas a unos cuantos guardias de palacio que los seguían de cerca. Las fanáticas caras de los boxers estaban contorsionadas; los valientes parecían prontos a hacer maldades.

—Muerte a todos los amigos de los extranjeros. Muerte a los secuaces del demonio. ¿Dónde está el emperador? Maldito amigo de los Peludos. ¿Dónde está? Abajo con él y con todos los endemoniados como él. Muerte a todos los amigos de los extranjeros. ¡Mata! ¡Mata! ¡Matal

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Reinaba un silencio de muerte en el dormitorio al darse cuenta los ocupantes qué especie de rayo habla llegado estrepitosamente del cielo. No cabía 'equivocación posible sobre el significado de la inesperada escena. El cabecilla de los boxers, el inescrupuloso y ambicioso príncipe Tuan, estaba indudablemente probando la fuerza de su recientemente adquirido poder, y, aprovechándose del fanático odio de los boxers hacia los extranjeros, esperaba quitar de en medio al primero de los que se encontraban entre él y el poder supremo.

Chin se dio cuenta de que el momento estaba atestado de peligro para la emperatriz y todo lo que representaba. Con sus pasiones inflamadas por el baño de sangre en que habían estado hundidos durante una semana, era comprensible que los boxers pudiesen perder .su titubeante respeto y temor hacia la dinastía reinante, y seguir ciegamente a su cabecilla por cualquier sangriento camino de insurrección que quisiera conducirlos. Y con ellos podía ir el resto de la fácilmente in- fluible población de Pekín.

Un momento de debilidad, un momento de indecisión, podría empezar un nuevo capítulo en la historia china. Con anhelante curiosidad miró a los protagonistas del drama que se estaba representando ante él. Vio que Li Lien-ying estaba particularmente aprensivo. Era fácil comprender por qué, ¿pues no era acaso el servidor de la Emperatriz Viuda? Aborrecido de todo corazón, por tirano fanfarrón y Shylock codicioso que era, tendría que seguir a su real ama lo quisiera o no, pues sin el escudo de su poder para protegerlo podía considerarse tan perdido como su predecesor, a quien el gobernador de Shantung había ejecutado valientemente en el momento necesario.

En seguida el emperador. Su débil rostro estaba lleno de tristeza. No le temía a la muerte que pedía a gritos la canalla en el patio. ¿Qué felicidad le deparaba la vida? ¿Por qué todos habían de odiarlo por querer desterrar la opresión de China e introducir reformas? Admiraba y respetaba a los extranjeros, ¿pero constituía eso amistad hacia ellos?

Aun cuando el emperador no estaba atemorizado, la Joven Emperatriz sí lo estaba. Si los boxers hubieran estado pidiendo la vida de ella, no se habría visto más asustada. La inquietud por su esposo no era la razón. Odiaba al emperador. Nerviosa de temor de verse comprometida, buscó la mano de Dulce Virtud.

¡Pobre Dulce Virtud! Estaba inquieta por el emperador: tenía miedo por él.

Por último, la Emperatriz Viuda se bajó de la cama.—Mi bata —ordenó. Flor de Cerezo y Piedad se movieron

apresuradamente. Era mejor no demorarse cuando la emperatriz hablaba en ese tono.

Tan pronto como cumplió con las exigencias del decoro, se dirigió, llena de dignidad, hacia el patio. Cuando notó que Li Lien-ying demoraba en seguirla, le hizo una despreciativa seña para que se quedara, y siguió avanzando. Solamente Chin la acompañó. Los eunucos miraron temerosamente hacia la puerta que conducía a un lugar más seguro, pero les faltaba valor para incurrir en el desagrado de la emperatriz al huir de un sitio tan peligroso.

Caminó majestuosamente hacia la galería. Impasible ante los turbulentos gritos y gestos amenazantes, miró con ojos despreciativos a los sesenta o más hombres que se apretaban en las gradas a unos cuantos pasos de ella. El príncipe Tuan levantó una mano, con lo que se hizo silencio. Cayó de rodillas. Sus compañeros y los boxers siguieron su ejemplo. El contraste entre el silencio total y la conmoción anterior era desalentador.

Por último miró directamente al príncipe Tuan.—¿Cómo te atreves? —empezó—. ¿Qué significa este gesto

temerario e insolente? ¿Cómo osas traer estos campesinos ignorantes al Gran Interior? ¿Porque hice Heredero Aparente a tu

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hijo, has llegado a creerte emperador, con derecho a invitar aquí a quien quieras?

No levantó la voz, pero Chin notaba, por el efecto en sus oyentes, que su tono parejo hacía llegar cada palabra cuidadosamente articulada mucho más allá que el más lejano de los arrodillados boxers. Creía él que un disparo hecho con buena puntería precipitaría una crisis que bien podría llevar a los boxers a una omnipotencia no soñada, pero ningún hombre entre ellos hizo siquiera un gesto de desaprobación o desafío. Una pequeña mujer, hablando en términos físicos, los dominaba por la fuerza de su personalidad, su valor y la atemorizadora grandeza de su posición imperial. Cada hombre entre la tropa había ya desafiado a la muerte por su arrojo, pero aún con este conocimiento para aguijonearlo, ninguno se atrevió a ser el primero en actuar. Hipnotizados a una inmovilidad completa, miraban a la pequeña y vieja mujer que estaba ante ellos, erguida, burlona e intrépida.

El príncipe Tuan la refutó. Había algo pastoso en su voz y un salvajismo en sus ojos que convenció a Chin de que había estado bebiendo.

—¿Vamos, por un lado, a ponerles fin a los extranjeros, y, por otro, a permitirles que se queden, para que inviten acá a otros extranjeros a que introduzcan las aborrecibles costumbres extranjeras? Denuncio al emperador, y como padre del Heredero Aparente, exijo la muerte del emperador, fundado en que sigue sus endemoniadas enseñanzas.

—\Tú denuncias! \Tú exiges! ¿Quién eres tú para hacer lo uno o lo otro? Yo soy la Emperatriz Viuda, y yo sola tengo el poder para crear o deponer el soberano. Yo, que usé mi poder para hacer a tu hijo Heredero Aparente, tengo el poder para deponerlo. Si tú y el príncipe Chuang y sus colegas príncipes creen que pueden seguir sus propias inclinaciones a expensas del bien de su país, entonces están equivocados y pronto se darán cuenta de ello.

Por primera vez levantó la voz:—Este es nuestro Edicto. Primero, que príncipes y beilehs os

postréis y le pidáis públicamente perdón a Su Majestad por vuestra conducta insolente y traicionera. Segundo, que después de eso partáis del Gran Interior, para no entrar nunca más al recinto, bajo pena de muerte, a menos que seáis llamados, por deber, acá. Tercero, que, como castigo por vuestras ofensas, seáis multados del sueldo de un año. Cuarto, que todoslos jefes boxers que han osado crear un tumulto en mi presencia sean decapitados inmediatamente. ¡Guardias, llévenselos y cumplan la sentencia!

Con ostensible desprecio les dio la espalda a los boxers. t

—Llamen a Su Majestad —ordenó—. Y vayan a buscar a Jung Lu.

3Chin se sentía poco dispuesto a admirar a la Emperatriz

Viuda, pero tuvo que reconocer que pocas mujeres podían haberse portado en ese momento de indudable crisis tan magníficamente como ella. Su valor había sido soberbio y se había hecho cargo de una situación embarazosa con la decisión y cacumen de un estadista.

A causa de su íntimo contacto con ella, podía comprender algo de su orgulloso temperamento, y no se sorprendió cuando su furia ante la insolencia del príncipe Tuan y sus discípulos boxers la hizo representar una farsa para bajarles los humos.

—Haz la paz con los extranjeros —ordenó—, protege las legaciones y ve que ningún boxer les haga más daño.

/ Esta fue la tarea que el cuerdo Jung Lu estuvo más que satisfecho de hacer. Esa tarde, hacia las seis, terminó el tiroteo y

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fue seguido de un intranquilo silencio. Los espías trajeron al Palacio de Vejez Tranquila la noticia de que los extranjeros estaban dejando sus refugios en los recintos de las legaciones y parlamentaban con los representantes de Jung Lu.

¿Quién sabe lo que podía haber sido el resultado de los esfuerzos de Jung Lu si un mensajero de Tientsin no hubiese entrado al galope en Pekín?

¡Noticias para Su Majestad! ¡Buenas noticias para Su Majestad! El rumor sobre su llegada llegó al palacio antes que el mensajero. Chin se desesperó. Buenas noticias desde el Sur sólo podían significar una cosa: que los ejércitos chinos habían derrotado definitivamentela columna de refuerzo que venía marchando sobrePekín.

La desesperación de Chin probó estar bien justificada. Cuando la emperatriz oyó las noticias se dio vuelta hacia el encantado eunuco jefe:

—He cambiado de opinión. Mándale órdenes a Jung Lu de que los boxers se coman la carne de los extranjeros y que duerman spbre sus pellejos.

4Continuó el sitio, pero no hubo más éxitos espectaculares

para deleitar al general Tung y sus fuerzas. Por el contrario, pues el general kansuh no era ningún necio, pese a sus hábitos rústicos y bárbara mentalidad. Veía robustecerse diariamente las defensas extranjeras y hacerse cada día más problemática su probabilidad de una rápida y fácil victoria.

Exasperado por su fracaso en obtener artillería de Jung Lu y pasando por alto el hecho de que ya no era hora para obtener una audiencia con la emperatriz, fue a la Ciudad Prohibida. Allí supo que la emperatriz se encontraba en la Sala del Trono de Supremacía Imperial, donde estaba entregada a uno de sus pasatiempos favoritos, pintando sobre seda. Al llegar a la puerta de la Sala del Trono, lo detuvieron los eunucos.

—No podéis pasar —le dijeron—. Es una hora muy tardía. Debéis venir mañana.

—¡Necios! —gritó—. Esta noche es esta noche y mañana es mañana. Tengo que ver a Su Majestad esta noche, ya. ¿Se atreven a detenerme, viles seres?

A los eunucos les importaban un bledo los berrinches del general Tung.

—No podéis pasar. El Venerable Buda está pintando.—¡Al diablo con la pintura! —bramó—. ¿Acaso no estamos

en guerra con los bárbaros? ¡Si no saben lo que es la guerra les voy a dar una muestra!

Cuando puso una mano en la empuñadura de su espada y sacó a medias la atemorizante hoja, los eunucos vieron la fuerza de su argumento y decidieronarriesgarse a hacerle llegar el pedido de una audiencia para el general Tung.

La emperatriz se enfureció con la interrupción.—Díganle que se vaya —ordenó.—Pero, Venerable Buda —le susurró al oído Li Lien-ying—,

¿cómo sabéis si no es portador de buenas noticias? ¿No dijisteis que él mismo os debía traer la noticia de la destrucción de las legaciones?

Frunció los labios.—Muy bien, pero que tenga cuidado si las noticias no son

buenas.El general entró taconeando lleno de fanfarronería a

presencia de la Emperatriz Viuda, y cayó de rodillas sólo en el último momento de insolencia.

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—¿Y bien, cuál es el asunto tan urgente para que tengas que verme ahora en vez de mañana en la mañana? ¿Has venido a comunicarme la completa destrucción de las legaciones? Si es así, será la décima vez en cuatro días.

—He venido a acusar de traidor y amigo de los bárbaros al gran secretario Jung Lu.

—¡Tonterías! ¿Qué ha hecho ahora?—Tiene los cañones que necesita mi ejército. Ayudado por

ellos podría demoler las murallas del recinto en pocas horas. No quedaría una piedra en pie.

—¿Y bien?—Acabo de salir del palacio de Jung Lu —rugió Tung—.

Primero me hizo esperar a su puerta más de una hora. ¡A mi! —se golpeó el pecho—. En seguida, cuando finalmente fui llevado a su presencia y le dije que necesitaba su artillería, se echó para atrás en su silla y fingió haberse quedado dormido.'

Brillaron los ojos de la emperatriz.—Si como tú dices él tiene artillaría, ¿por qué no la usas?—Porque sus tropas son leales a él y no aceptan amenazas o

sobornos —se quejó el general—. Vuestra Majestad debe ordenarle que me preste el cañón —continuó con ferocidad—. Entonces sí que os traeré noticias de que hemos destruido la legación.

\—¡Cállate! Tú, que no eras más que un bandido cuando oí tu

nombre por primera vez. Si te permití en- i i :ir a mi ejército, en lugar de ordenar que fueras decapitado, fue sólo para darte una oportunidad de que repararas tus pasados errores. ¿Acaso lo has hecho? Todavía están incólumes las legaciones.

—Dadme la artillería de Jung Lu...—¡Silencio! Incluso ahora te estás portando como un

bandolero, olvidando la majestad de la Presencia Imperial. Tu cola se está haciendo demasiado pesada para que la menees. Andate, y no oses volver acá a menos que seas llamado.

Partió, pues, el general Tung, con la pesada cola entre las piernas.

5

Jung Lu no entregó su artillería y la Emperatriz Viuda no quiso ordenarle que lo hiciera. Los boxers tuvieron que contar con el fuego de fusilería y unos cuantos cañones anticuados

Pero con guerra o sin ella, el sol seguía brillando, ¿pues no era acaso verano? Un día calurosísimo; las aguas del lago parecían tan deliciosamente frescas y quietas que no se podía resistir la invitación. La emperatriz decidió hacer una excursión por el lago.

Desgraciadamente, con sol o sin él, no se podía pasar por alto la guerra. El optimista pronóstico de los príncipes Tuan y Chuang de que la Catedral Peitang caería en pocas horas, no se había cumplido. Bajo la inspirada dirección del obispo Favier, y con la incansable y caballerosa ayuda de los pocos marineros franceses e italianos que fueron enviados para defenderla, los miembros de la Misión y su grey habían desafiado todos los intentos chinos de asaltar la catedral.

Faltándole la artillería, los ingeniosos chinos inventaron su propia forma de artillería, y usaban un tipo de cohete con que

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bombardear el edificio, un arma que los heroicos defensores llegaron a temer a causa de sus efectos destructivos.

El disparo de los cohetes era tan bullicioso como el cañoneo. El incesante ruido de los rifles, cañones y cohetes llegaba hasta la superficie del lago, amenazando echar a perder el día de picnic.

•—Lien-ying.~Fer.—El ruido de los disparos me da dolor de cabeza. Envía una

orden al comandante en jefe que cese el fuego hasta que yo haya vuelto a la Ciudad Prohibida.

—Fer.Un bote se deslizó por la superficie cubierta de lotos del lago.

Pronto hubo un bendito silencio, después del cual el picnic se desarrolló agradablemente.

A su manera, los defensores de la Peitang gozaron igualmente del picnic acuático de la emperatriz.CAPITULO XL I I I

1

Randall miró su reloj y nopodía creer que eran cerca de las 6. A. M. Los días pasados lo despertaba mucho más temprano el sol, que penetraba a raudales a todos los rincones de la habitación, en la legación británica, donde lo habían llevado. No se veía resplandor de sol esta mañana: sólo un deprimente color gris, el estrépito de la lluvia cayendo a torrentes y la tiranía de cientos de moscas y mosquitos. Cuando pensaba en los pobres diablos que estaban defendiendo las barricadas y puntos fuertes, por primera vez, desde que recobró el conocimiento, se sentía más resignado de encontrarse donde estaba que con sus compatriotas en el recinto norteamericano, o, con más probabilidad, en su sección de la Muralla Tártara.

Miró a su alrededor. La pequeña antecámara servía de desborde, por decir así, para la cancillería y sala de lectura, que habían sido convertidas en hospital. Las cuatro camas estuvieron ocupadas hasta ayer, en que sus ocupantes fueron dados de alta. Ahora se hallaba solo.

Era agradable estar solo, para cambiar, reflexionó. A su manera, había disfrutado de la compañía de los otros hombres. Ocuparon sus pensamientos, ayudándole a olvidar el dolor e incomodidad de su herida. Por otra parte, su vecino inmediato, un hombre de mediana edad, llamado Rainforth, no se encontraba a gusto si no estaba hablando.

Durante la semana pasada, su forzada estada en el hospital le fue agradable, por el hecho de que las responsabilidades de "enfermera de sala" le fueron confiadas a Evelyn. Reemplazó a una Frau alemana que había sido enfermera profesional. A pesar de que había aceptado los cuidados de la Frau con toda naturalidad, se sentía confundido de que Evelyn le desinfectara la herida y atendiera sus necesidades personales. La vergüenza se convirtió en orgullo cuando vio cuán serenamente emprendía las más embarazosas tareas y cuán eficiente era su trabajo. Se sintió sorprendido del cambio en su naturaleza. Se había vuelto toda una mujer. Era madura, segura de sí misma, y la creciente

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fuerza de carácter en su expresión la hacía tan condenadamente atractiva, que se congratuló por su percepción en enamorarse de ella en su primer encuentro.

Entró en la habitación dándole un sonriente buenos días. Añadió, mientras echaba para atrás la ropa de cama:

—¿Cómo durmió sin compañía anoche?—Como un trompo... ¿Señorita Strangways?—¿Sí?—Hay tantas cosas que quiero preguntarle ahora que no

tenemos tres pares de ansiosos oídos escuchando.Dejó caer un imperdible al suelo y pasó un momento

buscándolo.—No tengo tiempo para conversar —contestó con voz

apagada, mientras se agachaba para mirar debajo de la cama.—¿Qué? ¿Con un paciente en vez de cuatro?Se enderezó. Su búsqueda del perdido alfiler le había

enrojecido las mejillas y alterado la respiración.—Sí, tengo más tiempo para ayudar en otras habitaciones.

La pobre Natalie...—Ella es una de las personas de quien quería hablar.—¡Oh!—¿Cuándo se va a casar con su padre?—Se casaron ayer. Ya se lo iba a contar. El señor Norris los

casó en la capilla provisional. —El comedor de Lady MacDonald era usado todos los domingos como capilla.

—¡Qué bien! —Estaba sinceramente contento, pero también pesaroso—. Me habría gustado estar ahí.

—No lo siente usted más que ellos, señor Lockhart. Sólo decidieron casarse ayer, tres horas antes de que se celebrara la ceremonia.

Creyó notar una tirantez en su voz.—¿Por qué?—¡Oh..., porque sí!Movió la mano para espantar las moscas que se posaban en

la sudorosa frente de él. Elpo le creyó:—¿En otras palabras, las noticias no son muy buenas?Desvió la mirada, pero no le pudo mentir.—Pues..., aún no hay noticias de la columna de refuerzo.

Nadie sabe lo que puede suceder o cuándo podamos esperar que nos socorran..., ¡si es que nos socorren! —añadió casi en un murmullo—. Todavía nuestras pérdidas no son tan terribles, en comparación con las de los chinos, ¿pero cuánto tiempo podremos resistir? Cada vez embiste más el enemigo.

—Por el ruido que he oído están usando más y más artillería.Le cerró los labios con un dedo.—Ya tendrá tiempo de oir todas las noticias cuando se haya

mejorado.—Ya estoy bien. Por lo menos para empuñar un rifle.—Tal vez dentro de dos días, según dice el doctor Poole.

Ahora..., silencio, por favor.Esperó hasta que hubo terminado de cambiar el vendaje. En

seguida le dijo:—¿Cómo está el príncipe Igor? —Trató de hablar

casualmente, sin conseguirlo—. Supongo que a veces lo verá.Sus mejillas se encendieron.—A veces —dijo rápidamente—. Se ha hecho muy lamoso.

Los chinos creen que es el demonio en forma humana. Cada vez que lo ven dirigiendo una carga, escapan. Nuestros muchachos hasta tienen una buenapalabra para él.

< 'repúsculo.—34—¡Hasta!Suspiró:

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—No hay el menor cariño entre los ingleses y los rusos. A veces pelean codo a codo, pero papá dice que no le gustaría tener que decir cuáles tienen más antipatías a los otros.

—¿Y qué piensan los norteamericanos?—¿O los rusos o los británicos? Sus compatriotas se avienen

con ambos, —Se entristeció—: En un momento de peligro mutuo como éste, la gente debería tratar de olvidar las nacionalidades.

—¿Y no las olvidan? —preguntó sorprendido.—No. Todos los de otras nacionalidades están celosos de los

británicos, porque nuestra legación es el cuartel general de la defensa, y fue escogida como el último baluarte. Hacen lo que pueden para mostrar su despecho a Sir Claude. Excepto los norteamericanos — añadió con ingenua sinceridad—. La otra noche un chargé d'affaires extranjero lo despertó en la mitad de la noche para quejarse de algo.

Se inclinó sobre él, a fin de pasar un brazo bajo sus hombros y ayudarlo a cambiar de posición. Varias reflexiones pasaron por su mente. La primera no era totalmente agradable. Se dio cuenta del olor corporal que impregnaba las ropas de ella: era tan distinto a su esmerada limpieza, que pensó que debía haber dormido durante varias noches con la ropa puesta y que no debió contar con facilidades para lavarse. Unos días antes de que fuera herido, se dio la orden de conservar el agua. Evidentemente, el abastecimiento habría bajado tanto, que sólo se sacaría para lavar a los enfermos y heridos. Ese leve olor, pese a que distaba mucho de ser desagradable, representaba la medida del sacrificio de Evelyn, e igualmente el sacrificio de la mayoría de las mujeres sitiadas.

La segunda impresión fue más excitante, pues sintió la suavidad de su pecho contra su hombro, y una sensación deliciosa. Se preguntó por qué no habría sucedido antes, infiriendo, en seguida, que debía estar usando la ropa más liviana posible, a causa de la humedad y del calor.

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La tercera impresión le extrañó. Sintió que lo estaban observando. Tan fuerte era esta convicción, que miró primero hacia la ventana, pero no vio más qiue la i'.ris llovizna. Tendió la vista hacia la puerta. Vio allí el rostro sardónico del príncipe Igor.

Dándose cuenta de que lo había visto, Igor preguntó :—¿Puedo entrar, señorita Strangways?Tiró ella prestamente la sábana hasta la cintura de Randall

antes de hacer un signo afirmativo.Igor entró en la pieza.—La puerta estaba abierta —se disculpó.—No la debo haber cerrado bien. —Miró arrepentida al

paciente.—¡Qué diablos! —sonrió éste. En seguida dijo—: Hola, Alteza.—Buenos días, señor Lockhart.Igor se acercó a la cama y permaneció de pie, mirando a

Randall con una extraña expresión que el paciente encontró difícil identificar. ¿Envidia? ¿Celos? ¿Desprecio?

—Pasando por el hospital, en camino a la oficina de Sir Claude, pensé que debería venir a ver si iba mejorando.

Se veía abatido y flaco, y no se había afeitado hacía por lo menos dos días. Randall no se sorprendió de que los chinos huyeran cada vez que lo veían acercarse. Los claros) ojos azules eran malignos.

—¡Estoy bien! En dos o tres días más me verán en una de las barricadas, con tal de que no tenga que andar mucho.

—Nos servirá —reconoció Igor—. Acabo de ver unos cuantos hombres haraganeando, buscando un sitio donde guarecerse de la lluvia. ¿Por qué no están luchando o haciendo algo útil?

—Son en su mayof parte misioneros —protestó Evelyn.—Los misioneros pueden disparar tan fácilmente como

cualquier hombre. Están peleando muy bien en la Catedral Peitang. Bien pueden luchar aquí.

—¿Entonces la Peitang se mantiene aún? —pre guntó Randall.

—¡Magníficamente! ¡Gloriosamente! Uno de los prisioneros que capturamos en días pasados nos dio esa buena noticia.

—Temía...—Yo también. Pero creo que el Fu caerá antes que la

Peitang. Los boxers ..están lanzando todas sus fuerzas para derribar las defensas del Fu. Esos demonios quieren ponerles la mano encima a esos tres mil convertidos. Los guardias japoneses, que se encuentran ahí, están pasando apuros. Cuando perdieron diez de los veinticuatro hombres que eran, Sir Claude tuvo que enviarles refuerzos.

—¿Y qué hay de las legaciones francesa y alemana?El príncipe frunció el ceño.—¿Oyó esa espantosa explosión hace dos noches? Si es que

ya no se lo han dicho, ésa fue una mina que hicieron estallar bajo las murallas de la legación de Francia.

Randall hizo una mueca:—La señorita Strangways había rehusado darme ninguna

mala noticia. Dijo que no ayudarían a mejorarme.—Así lo creo, señor Lockhart —protestó cariñosamente.—¿Hizo mucho daño la mina?—¡Bastante! Penetraron al recinto e incendiaron uno de los

edificios. Afortunadamente una carga los hizo salir.—¿Todavía se mantienen?—Por el momento, pero creo que tendremos bastante suerte

si las legaciones francesa y alemana aguantan algo más. —Se encogió de hombros—: Sólo Dios sabe dónde dormirá el personal si tienen que venir para acá. Esto ya está atestado. Uno no puede caminar por ninguna parte sin tropezar con camas, colchones o gente. —Se echó a reir—: El pobre monsieur Knobel tiene que dormir en una minúscula despensa en la legación de

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Rusia, y pasa sus noches tratando de impedir que las cucarachas compartan su cama.

—Yo creí que todos habían salido de su respectiva lunación, Alteza.

-Quiero decir la casa microscópica del segundo «> < n tario, acá, en el recinto de la legación británica. Kiiera del ministro de Holanda, en la despensa, aloja a < I I IC uenta y dos personas del personal de monsieur de ((h'i'.s, por lo que ahora es conocida como la legación iii- Rusia. —Se golpeó el muslo con impaciencia—: Es luna de que vuelva a mi puesto —dijo, añadiendo de ínula gana—: Me alegra saber que va mejorando. No ilnnore mucho en estar en pie de nuevo, si quiere en- nmirarse en la matanza —terminó diciendo con una inicia estúpida.

Antes de que Evelyn hubiese terminado de arreglar «i Randall, hubo otra interrupción. Entraron cuatro /mldados precedidos por una enfermera. Cargaban una Iliaca litera que colocaron al lado de un colchón desocupado. Con tanto cuidado como pudieron sus ásperas m.i nos, cambiaron al ocupante. Randall se sobresaltó aI ver la cara rígida y convulsa del jefe de las fuerzas ilr Sir Claude MacDonald, el capitán Strouts, cuyo va-lor y energía le habían ganado el sincero respeto de los /aliados.

Evelyn miró a la otra enfermera. La única respues- l i que recibió fue un triste movimiento de cabeza. An- l ' d e que le pudiera susurrar algo a Evelyn, entraron ii otro herido, y de nuevo Randall reconoció la cara: el recién llegado era el doctor Morrison.

Strouts murió, sin recobrar el conocimiento, a las pocas horas. Después que el cuerpo fue sacado, al atardecer, para ser enterrado, Randall le oyó al correspondí 1 de Times la breve historia de lo sucedido, pues la herida de Morrison no era seria.

—La situación en el Fu se está haciendo crítica — explicó Morrison—. Ese sitio es más bien una responsabilidad que una ventaja. No necesito decirle que tiene iiiui gran extensión para defender y que está rodeado de edificios que sirven para emboscar a los chinos. Ya lo:; hemos hecho retroceder varias veces en las dos semanas pasadas. No podemos retroceder más sin sacrificar todo el recinto. ¿Qué haríamos con los convertidos?

"El comandante japonés, coronel Shiba, el capitán Strouts y yo celebramos una reunión para deliberar lo que podíamos hacer para mejorar sus defensas. Decidimos que era aconsejable una inspección personal. Ibamos en camino hacia allá cuando los tiradores apostados nos vieron. —Se encogió de hombros, a pesar de que el esfuerzo lo hizo hacer una mueca de dolor—. No tuvimos la menor oportunidad. Tanto Strouts como yo fuimos heridos. El coronel Shiba fue más afortunado. Salió ileso, pese a que dos balas le atravesaron la gorra.

—¿Resistiremos, doctor Morrison?—Dios mediante, si llegan pronto las fuerzas de refuerzo.—¿Usted no cree que llegarán?Morrison miró detenidamente el rostro del que lo

interrogaba.—De hombre a hombre, le diré que no veo cómo. Tengo la

certeza de que los han hecho retroceder a Tientsin. Naturalmente que tarde o temprano será enviado otro ejército, lo bastante grande como para abrirse camino luchando. ¿Pero iremos a durar hasta ese día desconocido? Casi cada día nos han visto perder terreno, aunque no haya sido mucho. En seguida está la cuestión de las provisiones...

—¿Provisiones?El corresponsal sonrió ante la sorpresa de Randall.—Como paciente del hospital se le habrá dado seguramente

lo mejor que hay disponible..., ¡y ahora será mi turno, supongo! El resto de nosotros estamos reducidos a carne de caballo y arroz mohoso. Primero mataron las muías, y ahora los caballos. Cuando ya no haya caballos...

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—¿Qué?Comenzó a rascarse.—Tendremos que hacer lo mismo que los pordioseros chinos:

alimentarnos de nuestros piojos.

2Las moscas acosaban a Evelyn dondequiera que fuese.

Durante todo el mes la temperatura aumentó continuamente, hasta llegar a 37 grados, el miércoles anterior. El ardiente sol había podrido las docenas de cadáveres chinos que se encontraban entre las barricadas opuestas, y en esta pestilente masa de corrupción se habían criado y multiplicado las moscas. Los piojos también, a causa de la falta de agua para la higiene personal. Y moscas y mosquitos... Todo lo que era nocivo.

Cuando llegó la lluvia, tuvo como consecuencia secundaria hacer entrar las moscas a los edificios. Era imposible escapar de ellas. Los asquerosos insectos se metían en los ojos y oídos, y en la comida; atacaban las heridas abiertas y exploraban el cuello y los pechos.

Evelyn estaba segura de que nunca la habían importunado más que en el día de la muerte del capitán Strouts. La hacían sentirse literalmente sucia. Varias veces se encontró mirando con un deseo loco las jofainas con agua que eran usadas para lavar a los pacientes: si sólo pudiera vaciar su contenido, sucio como estaba, en un baño, qué gozo poder tenderse dentro, pensó; qué deleite usar jabón y una franela por todo el cuerpo.

Después, sintiéndose más deprimida que de costumbre, se preguntó cuál podría ser la causa. ¿Las moscas? Había tantas como para hacerla sentirse mal. ¿El saber que Randall pronto dejaría el hospital y volvería al peligro? Posiblemente, pensó, con las mejillas encendidas. A decir la verdad, gozó con cada momento en que le prodigó cuidados maternales. Tenía que ro-garle para que tomara los remedios, y, tan pronto como no estuvo tan adolorido, hacía tales muecas al tomarlos, que siempre la hacían reírse de su aflicción. Fue divertido, reflexionó, poder hablarle y visitarlo varias veces al día, y ver cómo comenzaban a brillar sus ojos cada vez que ella aparecía, y cómo se amurraba cuando les prestaba demasiada atención a los demás pacientes. Era una especie de nene grande y desvalido. Pero...

¿Era el príncipe Igor la causa directa? Reconoció francamente que se había sentido desconcertada ante él. Hacia tanto tiempo que no tenía un aspecto tan atractivo. Inmaculado en el vestir, zalamero y arrolla- dor, con ojos acariciadores y una boca maliciosa, agudo y erudito en la conversación, delicadamente cortés, había sido el compendio de la concepción popular de un príncipe.

La guerra lo había cambiado todo. Lo vio en su imaginación como apareció en la puerta de la antecámara. Era casi totalmente diferente a lo que fue una vez. El rostro flaco, con la cruel sonrisa; el uniforme sucio y roto; sus ojos y boca implacables eran los de un vulgar asesino, por cierto que no los de un príncipe gentil.

Sin duda que debía haberse acobardado ante el cambio, reflexionó; pero ésa no fue su reacción. Se sintió más atraída Ifacia él que antes. Aun cuando se daba cuenta de que estaba exagerando e idealizando la verdad, tenía la certeza de que él luchaba por ella y por todas las otras extranjeras en Pekín, más que para proteger su propia vida. Había algo magnífico en ese completo desprecio por su propia seguridad y por lo que representaba. No estaba jugando. Era un luchador peligroso y maligno, que se proponía enviar al infierno el mayor número posible de enemigos, antes de que lo mandaran allá a él.

Randall Lockhart era un gran bebé querido, que, metafóricamente, se aferraba a sus sentimientos con dedos

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gordos y pegajosos. Por otra parte, el príncipe era un toro humano, por cuya derrota sentimental sabía que muchas mujeres no resistirían hacer el papel del matador.

3Mientras estaban tocando "El último puesto" ante la tumba

del capitán Strouts y del joven Henry Warren —un estudiante intérprete muy agradable muerto esa mañana—, un mensajero del Tsungli Yamen se metió entre las filas de los combatientes y entregó un men-saje a Sir Claude. Por orden de la Emperatriz Viuda l¡i lucha debía cesar, a fin de que se pudiese discutir un armisticio.

Cesó el fuego enemigo, no siendo reanudado. El silencio fue muchas veces bendito.

Desaparecieron los nubarrones. La luna plateó el cielo y la tierra por igual. ¿En una noche tan magnífica quién podía permanecer dentro de la casa? Evelyn, con su humor disparejo, no pudo. Salió al terreno y miró buscando un sitio tranquilo donde descansar en soledad. Fue entre los árboles que rodeaban la cancha de tenis.

Allí la encontró el sexto sentido del príncipe. No perdió tiempo en palabras. Sabía, como lo sabía ella, que el asunto ya no necesitaba palabras. La atrajo brutalmente hacia su pecho y, poniéndole la mano en la barbilla, la forzó a levantar la cara. Estaba demasiado jadeante, demasiado agitada para resistir. Unió sus labios a los de él. Primera vez que se los entregaba a un hombre. Probó el éxtasis de la pasión que la hizo estremecerse de embriaguez. Durante muchos segundos permanecieron el uno en brazos del otro, temblando en una dulce agonía. Insidiosa e inconscientemente se echó para atrás, por lo que él tuvo que apretarla más para mantenerla unida. A través de sus ropas ambos sentían la tibieza y suavidad de los muslos del otro.

Poco a poco se dio cuenta del olor a sangre. Su uniforme estaba impregnado de ella, pegajoso con ella. ¡Sangre! ¡Sangre china! Sangre que había salpicado su ropa en defensa de ella, de su padre, de la esposa de éste, y de otras mujeres, niños, viejos y chinos convertidos ..., pero de todas maneras sangre humana. Salada, pegajosa, bestial...

Era un matador. Podía haber dado muerte por una buena causa, pero seguía en pie el hecho de que le gustaba matar porque sí. Era una bestia, un toro, un sátiro. Sabía que su pasión había inflamado la de ella, y que se ofrecería a él alegremente, de buena gana, con agradecimiento. Había conquistado su corazón. Pero no sy cabeza. Sabía que su pasión había inflamado la deella, no ella la de él. Sabía que nunca podría retenerlo; que ninguna mujer podría retenerlo más de unos fugaces minutos si había sangre humana que derramar. Sólo vino a ella esta noche porque hubo un momento de calma en la lucha, y no había chinos que matar. De aquí en adelante, seguiría matando. Dondequiera que hubiese guerra, allí estaría él, matando, matando, matando ...

Finalmente hizo su elección. Se zafó de sus brazos rígidos y lo besó suavemente en los ardientes labios antes de alejarse.

No trató de seguirla. Conocía demasiado bien a las mujeres para no saber el significado de ese beso. Había perdido: Randall Lockhart había ganado.

¡Que asi fuese! Habría otras noches, otras mujeres. ..

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CAPITULO XL IV

Los DÍAS QUE SIGUIERON FUE- ron pacíficos en general, pero, sin embargo, el armisticio no era en ningún caso total alrededor del perímetro del sitiado distrito. Desde el Hanlin, los chinos mantenían un fuego inconexo y sin entusiasmo sobre la legación británica. En otros lugares las verdaderas hostilidades cesaron, pese a que ambas partes aprovecharon el tiempo y la oportunidad para consolidar las barricadas y otros puntos fuertes, para cavar trincheras y contraminas y, en general, para prepararse a la continuación de la batalla.

El cese del fuego sirvió también para otro útil propósito, como se enteró Randall, con extrema desaprobación de su parte.

—El doctor Poole dice que debe permanecer en cama por lo menos otros siete días —le dijo Evelyn.

—Sólo ayer me contaba que él dijo...—Eso fue ayer —le hizo notar con una sonrisa de broma.—¿Qué ha hecho esta diferencia?—La pausa en la lucha. Ya no se necesita urgentemente su

cama para nuevos heridos, y ya no se le prer cisa para que vaya a luchar.

—Pero todavía oigo tiroteo.—Sólo en uno que otro lado.Le hizo un aseo general. La observaba con extra- ñeza en los

ojos. Por último le preguntó:—¿Significa eso tanto para usted?Frunció el ceño perpleja.—¿Qué es lo que significa tanto, señor Lockhart?—El cese del fuego. Hace semanas y semanas que no la veo

tan feliz.—¿Cree usted? —Se ruborizó—. ¿No es natural que me vea

feliz?—Naturalmente, pero...—¿Pero qué?—Hay algo diferente hoy en usted. No puedo explicar lo que

quiero decir. Si hubiese oído esta mañana que iba a heredar una gran fortuna, me imagino que se vería como en este momento.

—Quizás haya sido así. —Cuando vio que su expresión de sorpresa se iba cambiando en exasperación, se ablandó—: Estoy feliz por papá —mintió—. El y Nata- lie significan tanto el uno para el otro. Después lo vendrán a ver, cuando Natalie tenga un momento libre. Lo verá por sus propios ojos.

Así fue. Había una serenidad en sus ojos que lo llenó de curiosidad y despué» que partieron lo hizo quedarse pensativo. Tan pronto como lo saludó, Natalie volvió a sus deberes. Sir Oliver le dio las últimas noticias:

—Siento que esté en cama, muchacho. Se divertiría al ver lo que está sucediendo. Usted mismo habrá oído que hay tiroteo hacia el norte; pero cerca del Fu, donde durante la semana pasada la lucha ha sido más cruel, los chinos dejaron atrás sus armas y vinieron hasta las barricadas japonesas para conversar con los marineros japoneses y británicos. En otra parte, un bo-

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xer insistió en ver a un médico europeo para que le curara una oreja. Uno de sus oficiales se la había cortado.

—¡Debe haber sido divertido! Pero ¿por qué este armisticio?—¡Ah! Eso es lo que todos querríamos saber. Des-

graciadamente, desde que la Emperatriz Viuda volvió a la Ciudad Prohibida, nadie ha oído una palabra de su hermano adoptivo. Los ministros están a obscuras de lo que está sucediendo ahí. Tres días atrás MacDonald recibió una carta firmada: "Príncipe Ching y otros". —Sacó un sobre viejo del bolsillo—. Copié uno o dos pasajes. Después de decir que, como resultado de la lucha, "para inquietud nuestra no ha habido comunicación entre nosotros", continuaba, "ayer las tropas capturaron un convertido, Chin-Ssu-hsi, y supieron por él que todos los ministros extranjeros están bien, lo que nos causó una profunda satisfacción"...

Randall rió entre dientes.—¡Viejos embaucadores!—¡Realmente! —concordó jocosamente Sir Oliver—. Pero

escuche. "Los refuerzos de tropas extranjeras fueron detenidos hace tiempo y obligados a regresar por los boxers"...

—¡Demonios! ¿Así es que Su Alteza tenía razón?—¡Toda la razón, y los ministros estaban equivocados! La

carta continúa pidiéndoles a Sus Excelencias "que lleven a sus familias y a los diversos miembros del personal y que dejen los destacamentos de las legaciones". "Elegiríamos oficiales dignos de confianza para darles una estricta y completa protección —continúa— y residirían ustedes provisionalmente en el Tsungli Yamen, mientras se hicieran los futuros arreglos para que vuelvan a su país".

—¡El fantasma del pobre barón von Ketteler! ¿Seguramente que Sir Claude vería a través de los adornos y exageraciones?

Sir Oliver sonrió:—Creo que MacDonald aprendió su lección. Envió un

mensaje declinando la invitación, pero aceptando negociar si enviaban un funcionario responsable del Yamen para discutir el asunto. Así es como están las cosas por el momento.

2

El tiroteo cesó completamente alrededor de las 6 de la tarde y la noche pasó sin incidente alguno, excepto por grandes toques de corneta en las líneas chi- ñas, el ruido de los cañones proveniente de la Catedral Peitang y el eco de lejana fusilería desde el oeste y suroeste, al que los sitiados no pudieron encontrar explicación alguna, fuera de que los chinos estaban peleando entre ellos.

Cuando llegó la mañana se vio, desde las murallas de la legación británica, que una enorme cantidad de civiles chinos atestaban el Mercado Mogol y cientos de cabezas con coletas se veían atisbando desde los techos de las casas cercanas.

—¡Rayos y centellas! —exclamó uno de los marineros británicos cuando los divisó—. Que Dios me ampare si estos chinos no están haciendo un viaje de turismo para ver el daño causado a los rojizos edificios de la legación. Mira a esos monstruos divirtiéndose a morir.

En otras partes los comerciantes encontraron una manera fácil de ganar dinero. ¡Ofrecieron a un precio exorbitante huevos, verduras, pollos, y hasta armas y municiones! Todo fue arrebatado por los hambrientos marineros y por los civiles, encantados de poder comprar cosas exquisitas para las mujeres y niños. Durante un tiempo todos estuvieron felices, menos los boxers. Enfurecidos por la suspensión de las hostilidades, se apoderaron de un comerciante que les había vendido huevos a los japoneses y le cortaron la cabeza. Esto molestó a los soldados

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regulares chinos, que se abalanzaron sobre los boxers. Los japoneses aplaudieron la riña que se produjo.

Después, un funcionario chino con bandera blanca se acercó a las defensas de la legación y pidió permiso para abrir un mercado al día siguiente. Le fue concedido inmediatamente. Así, pues, a la mañana siguiente, a las 8 A. M., se armó un mercado en el que fue posible comprar huevos, aves, frutas y verduras. Como para probar su espíritu independiente, los soldados boxers y kansuh, en la vecindad del Hanli, bombardearon a los sitiados con piedras y rocas en vez de balas. \ Mientras tanto, por primera vez desde el comienzo del asedio, un mensajero de Tientsin consiguió llegar a las legaciones. Traia un mensaje del general Fuku- shima al ministro japonés, diciéndole que Tientsin no había sido capturado y que un ejército mixto de 2.400 japoneses, 4.000 rusos, 2.000 ingleses, 1.500 franceses, 1.500 norteamericanos y 300 alemanes saldría prontamente de Tientsin para socorrer a Pekín.

¡Once mil setecientos hombres de tropa en camino a Pekín! Hubo ese día una gran alegría entre los sitiados. Once mil setecientos hombres de tropa en camino a Pekín. Su prueba no podía durar mucho más.

Pasó otro día. Y otro. La Emperatriz Viuda envió un gran presente de 100 melones, junto con unos pepinos y berenjenas, como regalo a sus tropas que todavía defendían las barricadas. Los sirvientes que acarreaban ese delicioso regalo cometieron una pequeña equivocación, ¡y se los llevaron a los soldados extranjeros! No hay mal que...

3

—Me voy a levantar.—El doctor Poole dijo que hasta el sábado no. Hoy sólo

estamos a miércoles.—Mire, Evelyn, se ha vuelto a luchar, ¿verdad?Demoró tanto en contestar que se impacientó. Por último

ella reconoció en un murmullo:—Hasta cierto punto.—En ese caso me necesitan. No hay excusa para que yo

siga de ocioso. Déme mis ropas, por favor.Se las pasó, con una expresión en los ojos que lo dejó

perplejo. No fue hasta después de que ella salió de la pieza que se dio cuenta de que, en su ansiedad por levantarse, la había llamado por su nombre de pila.

4

Era agradable estar entre los muchachos de nuevo. Le hicieron una ovación especial. Dio una vuelta por la legación, viendo el dañp hecho mientras estuvo en el hospital. Cada edificio del recinto mostraba señales de constante cañoneo, desde el este y oeste. No había un techo que no estuviera lleno de hoyos. El portón estaba en ruinas y en el suelo el asta de la bandera. Miró a su alrededor buscando a Squiers.

—¿Dónde está el señor Squiers? —le preguntó a Cheshire, que se encontraba cerca.

—Aquí y acullá, como dice el poeta. Desde que fue nombrado Jefe de Estado Mayor por Sir Claude, después de la muerte del capitán Strouts, no lo hemos visto mucho. Está ocupado en mantener la paz.

Una bala silbó sobre sus cabezas. Randall sonrió.—¿Qué paz?—Quiero decir, entre los aliados. Están todo el tiempo como

perro y gato. Felizmente el señor Squiers tiene mucho tino, y como sabe idiomas y puede conversar con ellos en el de cada

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cual, ayuda bastante. Sabe, amigo Lockhart, será un milagro si no nos dividimos en dos campos: los europeos en uno, y nosotros y los gringos en otro.

—¿Y qué hay de los japoneses?—¡Los japoneses! Serán los terceros en discordia. Aun

cuando diré esto a favor de ellos: no creo que dejarían que les sucediera nada a los ingleses. Tienen una alta idea de los británicos.

Después uno de los marineros norteamericanos lo ayudó a subir cojeando la rampa a la Muralla Tártara. El terreno que contribuyó a capturar de manos de los chinos se encontraba aún en poder de los norteamericanos, aunque incluso sus ojos inexpertos notaban que las trincheras y barricadas habían sido objeto de un severo bombardeo.

Cuando le habló de esto a uno de los marineros, señaló con el dedo hacia el distrito de las legaciones, que se extendía abajo como un mapa de contorno.

—Si quiere ver de veras algo, compañero, mire allá abajo.Miró y se sintió sorprendido por los daños. Hasta donde

abarcaba su vista no había un edificio intacto: la mayoría eran meras cáscaras; se veían pocos techos. Tampoco distinguía caminos, pues los fragmentos de piedras y ladrillos de los edificios desplomados se habían extendido en todas direcciones, haciendo una alfombra de ladrillos, rocas y tejas quebradas. Recordando lo que era unas pocas semanas antes, sólo de pensar en la guerra se sentía asqueado.

5Durante la tarde, mientras todo estaba tranquilo, Evelyn le

preguntó a Randall si se sentía lo suficientemente fuerte para visitar a los Chamot.

—Muy bien —le aseguró—. ¿Tiene alguna razón especial para visitarlos?

—Entre tantos otros héroes del asedio, ellos son los más sobresalientes. Se negaron categóricamente a dejar el lugar, pese a que el Hotel de Pekín ha sido el centro del ataque sobre las legaciones de Francia y Alemania. Natalie me dijo ayer que han llevado una cuenta rigurosa de todas las balas que han caído hasta ahora en su recinto. Adivine cuántas.

Trató de adivinar.—¿Veinticinco? —Vio su cara y se corrigió rápidamente—:

¿Cincuenta? —Trató por tercera vez—: ¿Cien?Movió negativamente la cabeza.—En un solo día tuvieron ciento veinticuatro. En total son

cuatrocientas ochenta y siete.Lanzó un silbido.Ella continuó:—Pese a todas esas balas, si no hubiera sido por los Chamot

muchos de nosotros habríamos tenido más hambre que el que... —Se detuvo—. Mucha hambre —se corrigió—. ¿Sabe que han transformado las cocinas del hotel en una panadería, y que hacen más de trescientos panes al día?

Se dirigieron al hotel. El segundo piso estaba completamente en ruinas. Siete grandes banderas decoraban la entrada, y la serie de balas que habían atravesado el género era un adecuado testimonio de la furia de los chinos ante ese gesto de desafío. En prominente lugar se encontraba la de los Estados Unidos.

Crepúsculo.—35—¡Hola! —La señora Chamot los saludó con una sonrisa

orlada de harina—. Me alegra verlo en pie nuevamente, señor Lockhart. He estado tratando de ir a verlo, pero usted sabe cómo son las cosas. —Señaló la harina que le manchaba el delantal—. Ahora que está bien otra vez, no trate de derrotar sin ayuda

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alguna al ejército chino. A los guerreros se les paga para morir; a los civiles no.

Randall le sonrió a su esposo.—No me tiznes le dijo la sartén a la olla, ¿verdad, monsieur

Chamot?—Ma foi! ¡Las mujeres! —refunfuñó monsieur Chamot, que

hacía poco había dirigido un ataque contra los chinos.

6

El viernes siguiente una bandera de tregua precedía a una pareja de culíes bajo las órdenes de un funcionario del Yamen. Traían presentes de fruta para los ministros, junto con un regalo especial y una carta para Sir Robert Hart. Los ministros del Yamen sentían sinceramente que su casa y terrenos hubiesen sido incendiados; todos sabían cuánto tiempo y con qué fidelidad había servido a China, y podía estar seguro de que pronto llegaría el tiempo en que China estaría nuevamente complacida de su ayuda. Mientras tanto, si quisiera servir de oficial de enlace entre los chinos y los ministros extranjeros...

La etiqueta oriental exigía que la carta de respuesta de Sir Robert fuese tan repugnante como la del Yamen; sin embargo, con una sola palabra les habría podido decir también sus sentimientos.

Al día siguiente llegó otro mensaje del Yamen, diciendo que, como los diferentes gobiernos occidentales estaban inquietos por tener noticias de sus representantes diplomáticos en China, los ministros tendrían permiso para transmitir mensajes a sus respectivos gobiernos, siempre que no fuesen cifrados y que los aprobara el Gobierno chino. El mismo mensajero entregó un cable de Francia, dirigido al ministro de ese país. Decía:

Por unanimidad se votó vosa que usted reciba la Legión de Honor. Su madre le envía cariños y saludos, y 15.000 franceses van en camino a socorrerlo.

Los sitiados compartieron naturalmente el placer de Pichón por sus buenas noticias. Fuera del hecho que lo consideraban digno del honor, estaba el asunto de los 15.000 franceses que se suponía que estaban en camino para socorrerlo. ¿A qué distancia estarían? Desde la primera noticia de los 11.700 hombres que aseguraban venir en camino a Pekín, hubo bastante tiempo para que cubrieran la distancia entre Tientsin y Pekín. ¿Llegarían pronto? Tenían que llegar pronto. No quedaban muchos caballos que matar.

¡Ay de sus esperanzas! No llegaron tropas, sino sólo una serie de consoladores mensajes de Tientsin.

A monsieur Joostens, el ministro de Bélgica:

La partida de socorro de Seymour ha tenido que retroceder hacia Tientsin, y sólo se salvó de la matanza por el avance de otros 3.000 hombres desde Tientsin. El general chino Nieh fue decisivamente derrotado y se ha suicidado.

El cónsul añadía que dudaba que monsieur Joostens recibiera alguna vez esa carta, pero que si le llegaba, le agradaría saber que su gobierno le había telegrafiado a monsieur de Cartier que permaneciera en Shanghai, pues seguramente sería enviado a Pekín como chargé d'affaires, ya que el ministro, monsieur Joostens, había sido muerto.

A Sir Claude, del cónsul británico, con fecha 22 de julio:Hay bastantes tropas en camino, traten de racionar las

provisiones. Casi todas las señoras han partido de Tientsin.

Del general Fukushima, al ministro del Japón, con fecha 26 de julio:

La expedición de socorro no ha partido todavía, a causa de dificultades de transporte, pero en dos o tres días...

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Al señor Conger, del cónsul Ragsdale, con fecha 28 de julio:He perdido toda esperanza de verlo nuevamente.

Posibilidades mejoran... Mañana probable avance de tropas... McKenley y Roosevelt nombrados. También Bryan (demócrata). Vicepresidente desconocido.

Para el mismo, del teniente coronel F. S. Mallory, con fecha 30 de julio:

Una columna de socorro de 10.000 está a punto de partir hacia Pekín. Más seguirán. Quiera Dios que lleguen a tiempo.

Y de Lord Salisbury a Sir Claude MacDonald, un cable (¡por intermedio del Yamen!) preguntando el número de muertos y heridos.

7

El príncipe Igor estaba parado detrás de la barricada que unía la calle Legación con la muralla del recinto de la legación de Rusia y con el del Banco ruso al frente. La barricada era más alta que un hombre corriente, y para cualquiera cruzando de un recinto a otro, ofrecía una protección bastante buena contra las balas de los tiradores emboscados.

Estaba de humor pensativo. Dos marineros rusos se encontraban de centinelas en el puesto. Miró a los dos hombres y observó su aspecto de obreros, muy diferente de lo que había sido al comienzo del asedio. Ellos y sus compañeros eran siervos lerdos, alistados a la fuerza desde la región interior de Rusia, sin entrenamiento y sin aguante para la guerra. Von Rahden y los otros oficiales se vieron obligados a mantenerse detrás, para impedir que huyeran o para forzarlos a avanzar contra los chinos con el necesario instinto para matar. Desde su primer bautismo de sangre se habían endurecido, y ahora eran buenos y temerarios guerreros.

Miró por la calle Legación hacia otras dos barricadas europeas, que cruzaban la calle entre las legaciones rusa y norteamericana; una a cada lado de sus respectivas entradas principales: eran defendidas conjuntamente por los norteamericanos y los rusos. Su mirada se dirigió al sur, a la Muralla Tártara; en seguida hacia el este, a la barricada norteamericana cerca de la Puerta Chien, y a la propia puerta, que estaba en manos de los chinos.

Puso mala cara, resentido por el armisticio que le impedía matar más chinos. Su expresión era totalmente instintiva, hasta que se encontró con la alarmada mirada de uno de los marineros. Su agrio gesto se convirtió en irritación. El marinero desvió la vista. Era bueno no exasperar al príncipe cuando estaba de humor negro.

Sin saber que estaba de humor negro, Igor examinó negligentemente la barricada. Al comienzo su divertida sonrisa reemplazó al mal genio, pues jamás había visto un surtido más fantástico de bolsas de arena caseras. Tan grande había sido la demanda, que el limitado abastecimiento de tela adecuada pronto se había acabado. Por lo que se sacaron de los roperos de la legación británica, sábanas, cortinas y frazadas, las que las mujeres cortaron y cosieron en pedazos. En seguida les llegó el turno a las alfombras gastadas, trapos de piso, hasta ropa vieja, cualquiera cosa. A pesar de ello se oía el pedido: "¡Más sacos de arena! ¡Más sacos de arena!" Los dedos se habían lastimado; los ojos fueron usados hasta que estaban bordeados de rojo por el cansancio.

Se saquearon todas las tiendas dentro del perímetro del recinto de la legación. Piezas de género fueron expropiadas y rápidamente convertidas en sacos de arena. Aún así no había

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suficientes, por lo que se dirigieron al Fu, del que había huido el príncipe Su, silenciosa y misteriosamente, con toda su casa, y lo exploraron. Reveló un tesoro de exquisitos y finos géneros y accesorios, que hicieron que hasta Natalie suspirara de envidia y ios palpara con veneración.

Pero las vidas eran más preciosas que las más finas sedas. Todas fueron sacrificadas a la necesidad común. Muchos de los sacos de arena resultantes fueron hechos con los brocatos y terciopelos, y fueron a parar a la barricada entre la legación y el Banco ruso, y durante un tiempo aquélla presentó un aspecto suntuoso. No por mucho tiempo, pues éste hizo estragos en los delicados matices y géneros. El sol ardiente y la lluvia pudrieron las bolsas, hasta que muchas corrían el riesgo inminente de reventarse. Tres ya lo estaban. La tierra se había salido dejando huecos peligrosos.

El barón von Rahden se juntó con el príncipe Igor.—Veo que está examinando los hoyos en nuestras defensas,

Alteza. Es una suerte que hayan durado tanto los sacos.—Haría bien en hacer reemplazar los que no sirven. Pronto

—añadió.El comandante de marina lo miró asombrado.—¿Cree usted que pronto empezará de nuevo la lucha? ¿Una

verdadera lúcha?—Naturalmente. Los chinos saben por sus espías que

nuestras provisiones escasean, por lo que han estado haciendo ahora. Pero desde el momento en que salga una columna de socorro, atacarán con toda certeza, ya que el tiempo será entonces nuestro aliado. — La expresión de Igor revelaba júbilo.

—¿Eso le agrada, Alteza?—Sí, me da la oportunidad de matar más chinos.—¿Tanto los aborrece?—Detesto la canalla boxer —corrigió Igor con sombría

mirada—, por robarle a la posteridad maravillosos ejemplos del antiguo arte chino, que el mundo no puede perder; por prostituir la cultura china, y, por encima de todo, por destruir el trabajo de años de pacientes y amantes coleccionistas.

—¿Incluyendo el contenido de su hogar, Alteza?—Hasta cierto punto, sí. Al mismo tiempo, cuando estos

malditos boxers invadieron Pekín, hicieron algo más que ir en contra de los extranjeros entrometido;! Dieron un palo contra nuestra casta, barón. La suya y la mía. Se alojaron insolentemente donde los nobles manchúes y saquearon los hogares de los chinos de alta alcurnia. Hasta amenazan a esa vieja arpía, la Emperatriz Viuda, Si los boxers consiguieran arrasar las legaciones y matarnos, se sentirían envalentonados para volverse más temerariamente aún contra sus propios señores. Encenderían el fuego de una rebelión que podría barrer el mundo, y, al hacerlo, consumir en él la cultura y arte de miles de años.

El comandante de marina no estaba escuchando.—Alteza.Igor vio a su compañero mirar fijamente entre un hueco en

los sacos de arena.—¿Qué hay?—Mire esa roca.Igor miró el sitio indicado. Una gran roca se movía

lentamente por la calle Legación, al parecer por su propia voluntad. Incluso mientras miraba, vio aparecer otra roca igual por la esquina de un ruinoso edificio al extremo de la calle y avanzar lentamente hacia la primera. Tan pronto como las dos rocas estuvieron juntas, una tercera apareció y se juntó con las dos primeras. En seguida una cuarta, quinta, sexta y más, hasta que la hilera se extendía a todo lo ancho de la calle.

—¡Qué diablos! —masculló von Rahden.

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—Están empujando las rocas a su sitio con varas de bambú —contestó Igor.

—¡En nombre de María Santísima! ¿Por qué?—Pronto lo verá.Pronto lo vio el marino. Las rocas se sucedieron una a la otra,

hasta que la línea se duplicó, triplicó. En seguida lanzaron un ladrillo desde detrás de una muralla. Cayó entre la triple hilera de rocas y se acunó ahí. Siguió otro ladrillo, y otro, y otro más...

—Están armando una barricada de ladrillos —exclamó el asombrado barón. Se dio vuelta hacia uno de los centinelas—: ¡Fuego! —ordenó—. ¡Dispara a esa muralla!

El marinero hizo fuego. La bala golpeó la muralla y rebotó ruidosamente hacia otro lado. En burlona respuesta otro ladrillo fue lanzado por encima, cayendo sobre la creciente muralla. Y otro más...

Igor sonrió sardónicamente.—Un desperdicio de municiones, von Rahden. Mañana

habrá otra barricada china.—¿Mañana, Alteza?...—Con la ayuda de miles, ¿por qué no? —Igor se encogió de

hombros—. Alguien ha estado leyendo Mac- heth, demasiado bien y con toda cordura.

8

La temperatura continuó subiendo hasta llegar a 42 grados a la sombra; las criaturas recién nacidas siguieron muriendo por falta de alimentos; uno por uno, se sacrificó hasta el último de los caballos; menos dos, que estaban enfermos y que fueron generosamente regalados a los convertidos en el Fu, que, como los pequeños, morían de inanición. Fueron enviados también algunos wonks que los marineros habían muerto.

No obstante, no había noticia alguna de la columna de socorro. De nuevo los sitiados tuvieron que volver a vivir esos días espantosos de mediados de junio. Ahora, ocho semanas después, la pesadilla se repetía en casi todos sus aspectos. ¡Casi!, pues tenían bastantes provisiones en aquellos calurosos días de junio. Ahora las despensas estaban semivacías.

Se apretaron los cinturones al volverse más macilentos los ceñudos rostros. La gente llegó a perder la esperanza.

Y ahora ya no existía el armisticio. Pese a toda clase de gentiles mensajes y disculpas del Tsungli Yamen, los chinos estaban atacando nuevamente: esta vez con una feroz determinación de capturar las legaciones antes de que pudiese llegar la columna de refuerzo. Había algunos de entre los sitiados que empezaron a pensar que, cuando finalmente los chinos montaran su ataque final, era seguro que se abrirían paso por las defensas.CAPITULO XLV

1

c hin no podía dejar de sen-tir lástima por la emperatriz viendo cómo pasaban los días y aún no recibía las noticias que esperaba con un ansia apasionada. Durante el medio año que vivió en uno u otro de los palacios

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reales, llegó a coñocerla todo lo bien que podía esperar alguien conocer su verdadera y compleja personalidad. Tal vez sólo Jung Lu y Li Lien-ying la conocían mejor. Cuando veía las sombras agolparse a sus ojos, sabía que estaba empezando a perder la esperanza en la victoria de sus soldados. El que reconociera la aflicción de ella no era totalmente impersonal. A pesar de que tenía un hermano adoptivo norteamericano a quien quería, pese a que le gustaban Estados Unidos y su gente, aun cuando admiraba la manera occidental de vivir, no obstante su fe cris-tiana, era chino nato y amaba a China. No podía dejar de simpatizar con los deseos de la emperatriz de arrancar a China del avasallador dominio comercial de las naciones occidentales, y de liberar los territorios que los soldados habían tomado por fuerza.

Lo que le reprochaba eran los medios usados. Hacerles la guerra a hombres, mujeres y niños inocentes, matar salvajemente a miles de su propia gente sólo porque fueron bautizados en la fe cristiana, eran actos bárbaros e imperdonables. Si se le daba la oportunidad, su intención era continuar trabajando con Conger contra la emperatriz y los fanáticos boxers, pero eso no le impedía compartir su desilusión.

Había otro en la Ciudad Prohibida cuyo comportamiento estaba cambiando: Li Lien-ying. En los comienzos de la insurrección de los boxers, el eunuco jefe había llegado al pináculo de su influencia sobre la Emperatriz Viuda. Tan absoluto era su poder, que hasta su coconspirador, el príncipe Tuan, le había hecho cumplidos orales. Porque se daba bien cuenta del temor sentido por el rollizo chambelán marcado de viruelas, incluso por los miembros del Gran Consejo, raramente dejaba el príncipe de hacer callar por adelantado la oposición al introducir en sus decretos la fórmula mágica: "Este decreto se emite con la completa aprobación del eunuco jefe, Li Lien-ying", o: "Les agradará saber que el chambelán jefe Li ha expresado su satis-facción ante el decreto que les voy a dar a conocer".

No siendo ningún necio, Li Lien-ying sabía sobre qué cabeza iba a caer el odio del Gran Antepasado en caso de fracasar la insurrección boxer o de la entrada de las tropas extranjeras en Pekín. Con el fracaso de los boxers en capturar las legaciones, su arrogancia se desvaneció. Ya no forzaba su presencia a la emperatriz, sino que se mantenía lo más lejos de su vista que se atrevía. Ya no le aseguraba, cada vez que el estrépito de un cañón rompía el relativo silencio del palacio, que otro demonio extranjero acababa de morir. En el retiro de su habitación buscaba el dulce olvido de su prohibida pipa de opio. Su mal humor empeoró al aumentar su mortificación. Cuando Chin notaba cómo miraban a Li los otros eunucos, se preguntaba cuánto le quedaría de vida al eunuco jefe.

El abatimiento de la emperatriz no le impedía aferrarse a cualquier migaja que pudiera darle todavía la victoria. Cuando oyó que las tropas de Li Ping-heng habían ganado una gran victoria y arrojado a los bárbaros al mar, se volvió hacia Chin.

—Li Ping-heng me ha servido siempre con fidelidad. Es un gran general; a diferencia de otros jefes militares, él cree en los boxers. —El sabía que ella pensaba en Jung Lu. Siguió diciendo—: Lo mandaré buscar, para que tome el mando del Ejército del Norte. Quizás él derrote a ios bárbaros en Tientsin.

—Jung Lu ya es comandante del Ejército del Norte, Venerable Buda —se atrevió Chin a recordarle.

—Naturalmente "que lo es —replicó—, ¿Crees que yo olvido eso? Haré a Li Ping-heng cocomandante con Jung Lu.

Conque se envió a buscar a Li Ping-heng,, y llegó desde Hankow, mientras todo se encontraba razonablemente tranquilo en el Barrio de las Legaciones. Su gran victoria sobre los bárbaros era, según parecía, nada más que un rumor, pero

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durante su larga audiencia con la emperatriz, hizo revivir su confianza en los boxers y se jactó de su habilidad para tomar la legación por asalto.

—Dadme plena libertad, Gran Antepasado —le rogó—. No os fallaré.

—¿Cómo vas a tener éxito ahí donde fracasó el general Tung? —le preguntó cuerdamente.

—Ya he pensado en el problema. Ved cuánto daño han hecho las minas a la legación de Francia y a la Catedral Peitang. Yo propondría minar las murallas bajo la legación británica, y causar tal confusión dentro del recinto, que mis tropas aniquilarían a los bárbaros.

—¿Y qué me dices de los ejércitos bárbaros que se están juntando en Tientsin? Los extranjeros han derrotado una y otra vez a nuestros ejércitos.

—A ellos también o los derrotaré o moriré, Gran Antepasado.Desde la Ciudad Prohibida fue al palacio del príncipe Tuan,

donde el príncipe, el duque Lan y él planearon para renovar el ataque a las legaciones. También se ocupó en otras direcciones. Una mañana pidió una audiencia con la emperatriz.

—Gran Antepasado, hacia el fin de la última luna enviasteis un decreto a cada alto funcionario en el Imperio: "Matad a todos los extranjeros dondequiera que los encontréis. Aunque estén preparados a dejar vuestra provincia, de todas maneras serán muertos".

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V

—No lo he olvidado.—Ese fue el decreto que enviasteis. No fue el decreto

recibido por los funcionarios, Sagrada Majestad.—Explícate.—La palabra "matad" había sido cambiada por "proteged",

Venerable Buda. Miles de bárbaros están vivos hoy día, los que ordenasteis que fueran muertos.

Se puso a temblar. -—¿Quién me ha hecho una acción tan vil? ¿Quién? Dame su

nombre.'—Hay dos nombres. Yuan Chang y Hsu Ching- cheng.—¡Yuan! ¡Hsu! —Sus nudillos se veían blancos—. ¡Traidores!

¡Sabandijas! ¡Ingratos! ¿Acaso no los he perdonado tres veces por presentar memoriales contra los boxers? Su verdadero castigo de acuerdo con los precedentes sería que les fueran arrancados a pedazos los miembros por carros que fuesen en opuestas direcciones. —Levantó una mano—: Que sean sumariamente decapitados. —Miró a Li Ping-heng—. Te has gana-do mi agradecimiento. Derrota a los bárbaros y no habrá límite para los honores que en nuestra gratitud haremos llover sobre ti.

2Habiendo visto reanudar el ataque a las legaciones, Li Ping-

heng partió a Tientsin. Engreído por la confianza en su poder para derrotar a las tropas occidentales que se estaban reuniendo, antes de partir osó lo que no se atrevería a hacer ningún otro hombre en el país. Acusó ante el tribunal a Jung Lu.

Esto era más de lojjue la emperatriz estaba preparada a aceptar, incluso de uno a quien provisionalmente le había prometido la luna. Suprimió el memorial, y hasta le permitió al emperador que le diera las gracias a Jung Lu por sus servicios al Imperio, lo que era un acto de amistad no sólo de su parte sino también de la del emperador, pues ¿acaso no tenía motivo para tenerle rencor a Jung Lu, el principal instrumento en la derrota de su propio coup d'Etat contra la emperatriz, dieciocho meses antes?

Siguieron días intranquilos. Por un lado, las noticias del Norte continuaron siendo malas. Un gran ejército internacional había salido de Tientsin en dirección a Pekín. Fuerzas a las órdenes del notorio Yu Lu le disputaban el avance, pero era una desalentadora falta de éxito. En Pekín, enconados ataques no tenían mejores resultados que los que los habían precedido. Con una obstinación que estaba más allá de toda comprensión, los bárbaros resistían aún, pese a que más y más cohetes eran usados contra ellos, y éstos eran más destructivos que ninguna bala.

—El demonio debe estar del lado de ellos —exclamó amargada la emperatriz—. ¿Por qué no viene Buda en nuestra ayuda? ¿Por qué no protege la magia a los boxers? ¿Por qué están muriendo? ¿Por qué?

Sabía por los informes de sus espías que las guarniciones sitiadas estaban en serios apuros. Las muertes habían raleado las filas de los defensores y la hambruna no estaba lejos. ¿Capitulación o socorro? La carrera continuaba. La crisis llegaría en el espacio de días. Para los bárbaros era un asunto de vida o diabólica carnicería. Para ella, el resultado tenía que ser una glo- x-iosa victoria o... ¡el suicidio!

En este momento de crisis el general Liu llegó de Shansi.—Dadme plena libertad, Majestad, y yo demoleré las

legaciones en tres días.—¿Acaso no he oído la misma historia una y otra vez? —se

mofó—. ¿Son solamente loros mis generales para que repitan la misma frase? ¡Tres días! ¡Tres días! Siempre ustedes los generales pueden demoler las legaciones en dos o tres días.

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¿Pero no han resistido ya treinta veces tres días? ¿Y qué dicen del ejército que avanza desde Tientsin?

—Si capitulan las legaciones, el ejército de socorro estará demasiado atemorizado para avanzar más, Gran Antepasado —sostuvo con confianza el general Liu.

Había: que aferrarse de cualquier indicio...—Demuele las legaciones —ordenó—. En tres días.

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3

El general Liu ordenó intensificar el bombardeo. Los espías le trajeron la noticia de que los ministros temían lo peor. Pero dos días después Jung Lu trajo malas noticias a la Ciudad Prohibida.

—Venerable Buda —comenzó suavemente—, Yu Lu se mató después de que sus tropas fueron totalmente derrotadas. Tres veces derrotadas. Su ejército ha desaparecido como el rocío de una mañana estival.

—¡Li Ping-heng! Tal vez él salve el día —murmuró—. ¡Tenía tal confianza! Jung Lu, ¿qué hay de Li Ping-heng?

Había una piedad infinita en la voz de Jung Lu.—Trató de juntar nuestras tropas, pero los dos jefes de las

divisiones rehusaron pelear. ¿Sin tropas cómo puede pelear un general? Ha tomado veneno.

—¡Yu Lu ha muerto! ¡Li Ping-heng ha muerto! ¡Nieh ha muerto! ¿Quién puede ahora impedir que los bárbaros lleguen a Pekín?

—Nadie.Cerró los ojos y comenzó en su angustia a balancearse de

acá para allá. Las lágrimas se abrieron camino por entre sus párpados cerrados e hicieron dos líneas húmedas en sus muy empolvadas mejillas. El ruido de los sollozos llegó hasta Jung Lu impulsándolo a desafiar la etiqueta. Levantó la cabeza y cuando vio que la emperatriz estaba llorando, lloró afligidamente con ella.

—Tantos muertos —murmuró—. Había esperado arrojar a los bárbaros de China, pero todo lo que he hecho es infligir desgracias, derrotas y muerte a mi desgraciado país. Tengo que compensar el mal que he hecho, Jung Lu. Me suicidaré y haré que el emperador haga lo mismo.

—No, Venerable Buda —exclamó duramente—. En su hora de angustia, China no puede permitirse perder a su madre y padre, su mentor, su sabio y leal consejero. China os necesita, Gran Antepasado.

—Si vienen los extranjeros, ¿qué haré yo? ¿Tendré que huir de mi hogar dos veces en mi vida?

—Os suplico que escuchéis a este humilde esclavo, cuyo único pensamiento es escudaros contra las consecuencias de las mal aconsejadas ambiciones de vuestros ministros. No huyáis de Pekín, Venerable Buda. Quedaos aquí, y dictad un decreto ordenando la decapitación del príncipe Tuan y sus secuaces. ¿Acaso no habéis persistentemente dictado decretos condenando a los boxers? ¿Acaso no habéis ofrecido una y otra vez protección a los ministros y su personal, contra los bandoleros boxers? —Añadió satíricamente—: ¿No les disteis instrucciones a vuestros altos funcionarios en las provincias para que protegiesen lealmente a todos los extranjeros? Haced ejecutar ya a los jefes boxers y proclamaréis vuestra inocencia ante el mundo.

Reflexionó durante varios minutos antes de responder.—No —contestó con voz más firme—. La magia de los

boxers salvará todavía a Pekín, Jung Lu. El bombardeo continuará.

4

Con ardiente mirada observaba el furioso bombardeo de las legaciones, desde el rincón sureste de la Muralla de la Ciudad Imperial. Cada vez que oía una explosión más fuerte, o veía caer una bala, sus labios se entreabrían en una sonrisa de 1 deleite. Tal vez tenía razón Li Lien-ying al decirle: "Allí muere otro demo-nio extranjero", ¿pues cómo podía alguien vivir donde caían esas bombas?

—Los bárbaros no podrán resistir mucho más — exclamó con júbilo. Se volvió hacia Li Lien-ying—: Envía un mensajero al

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general Liu, dale instrucciones de que siga atacando. Las legaciones tienen que ser asaltadas y capturadas a toda costa.

Chin estaba entre el grupo que acompañó a la emperatriz a la muralla. Se preguntaba si aún estaría con vida Randall. El estrépito del tiroteo no cesaba por mucho tiempo. ¿Cómo podría alguien permanecer vivo después de tantas semanas de asedio? Sin embargo, quedaban suficientes hombres para manejar las dos o tres piezas de artillería que eran disparadas a intervalos desde el interior del recinto de la legación.

Escuchó la orden de la emperatriz al general Liu: el general evidentemente estaba obedeciéndolas. Las descargas cerradas se hicieron cada vez más fuertes. Desde todos los puntos fuera del perímetro de las defensas de la legación vio los fogonazos de los tiros y las nubes de humo.

"Las legaciones deben ser asaltadas y capturadas a toda costa." Chin pensó en la orden de la emperatriz, preguntándose cuánto tiempo pensaría el general Liu bombardear las legaciones antes de lanzar su ataque final. El último ataque a las legaciones era infinitamente más poderoso y desesperado que todos los que lo habían precedido. Desde la Muralla de la Ciudad Imperial parecía que ese ataque decidido tendría éxito.

Cayó la noche y continuaba el bombardeo. Chin notó que el ruido no sólo lo mantenía despierto a él, sino también a los eunucos. Guerrero sagaz ese general Liu, pensó. Tiene intención de agotar a esos pobres. Estarán demasiado cansados para soportar un ataque cuerpo a cuerpo. ¿Cómo van a poder resistir mucho más? Sólo la llegada de la tropa de socorro dentro de las cuarenta y ocho horas podrá salvarlos esta vez. ¡Dios mío!, ¿qué lado quiero yo que gane?

Todo el día siguiente continuó el bombardeo, pero la bulla ya no era dulce música para los oídos de la emperatriz. Durante la noche llegaron noticias del Sur. El ejército kansuh del general Tung, los únicos soldados que quedaban en la lucha contra los extranjeros que avanzaban, comenzaba a desaparecer. Sólo la ciudad de Tungchow quedaba en su camino. Era evidente hasta para la emperatriz que nada podría detener a las fuerzas internacionales. A menos que la legación cayera dentro de las veinticuatro horas, perdería la carrera. Al anochecer todavía resistía la legación. Habían rechazado cada nuevo ataque. Los aliados estaban bombardeando Tungchow. La emperatriz dictó rápidas órdenes.

—Jade, lleva mis perlas al dormitorio. Flor de Cerezo, lleva tú todos mis diamantes; Piedad, tú los pavos reales y dragones. —Les hizo una seña a Li Lien-ying, al segundo eunuco, a otros dos eunucos y a Chin—: Vengan conmigo.

Los cinco hombres siguieron a la emperatriz a su dormitorio. Dos damas de honor se encontraban ahí, y algunas criadas. A éstas les hizo seña de que se fueran! y esperó que salieran, antes de ir con los eunucos a un pasadizo adyacente, que conectaba el dormitorio de la emperatriz con otra pieza, que usaba a menudo, cada vez que vivía en el Palacio de Vejez Tranquila. Chin había pasado muchas veces por el cuarto de quince pies de largo, y muchas veces se detuvo a contemplar las paredes, decoradas con maravillosas pinturas.

Uno de los eunucos menores fue dejado en el dormitorio, con instrucciones de no dejar pasar a nadie al pasadizo. Chin se preguntaba qué razón tendría la emperatriz para visitar esa segunda pieza en un momento tan crítico de la historia china. Vio detenerse a la emperatriz a medio camino del pasadizo. Li Lien-ying le dijo al segundo de los eunucos menores:

—Anda a la pieza del lado, y ve que nadie entre a este pasadizo.

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El eunuco hizo lo que se le ordenó. Li se dirigió entonces a un extremo del pasadizo, el segundo eunuco al otro. Ante el asombro de Chin, vio a los eunucos agacharse hacia el suelo, con alguna dificultad a causa de sus prominentes estómagos. Cada uno sacó del suelo dos tapones de madera, que Chin no había notado nunca. Después de haberse enderezado, Li tocó la pared. Chin se dio cuenta de que lo que siempre tomó por pared sólida, no era en realidad más que una serie de paneles de madera corredizos.

Era un espectáculo sorprendente. Al hacer correr los paneles, los eunucos dejaron a la vista lo que era en realidad una pieza secreta; contenia una montaña en miniatura, silvestre y escarpada, en cuya cima, bajo un

Crepúsculo.—36tragaluz, se encontraba un asiento de cojines amarillos al lado de un incensario.

A pesar de lo familiar que le eran los paisajes artificiales de muchos patios chinos, Chin quedó impresionado ante el realismo del que tenía adelante. Su expresión lo delató, haciendo aparecer una leve sonrisa en los labios de la emperatriz. Aun en ese momento de urgencia, su arraigado orgullo en sus antepasados encontró manera, de expresarse:

—La mayoría de los filósofos aspiran a tener piezas privadas donde meditar solitariamente sobre las cosas espirituales, y calificarse así para los altos destinos que les esperan en el otro mundo. Mi antepasado, el gran Chien-Lung, nunca se sentía más feliz que cuando se podía retirar allí, a la cima de la montaña, y meditar sobre los Misterios. —Su espíritu malicioso bailaba en sus ojos—: ¿Jamás sospechaste que detrás de la pared de ese pasadizo se encontraba una pieza sagrada en memoria de Chien-Lung, Wen Chin?

—No, Venerable Buda.—Está bien escondida.Perdió interés en el pasado. Movió la mano hacia la pared

del fondo, con lo cual los dos eunucos se dirigieron apresuradamente hacia allá, dejando al descubierto una segunda pieza secreta. ¡Una pieza secreta dentro de una pieza secreta!

La fantasía no terminó ahí. Desapareció otra pared. .., y otra..., y otra más. Una pieza secreta dentro de una pieza secreta, dentro de otra pieza secreta..., que a su vez se encontraba dentro de otra... ¿Dónde terminarían? La propia emperatriz contestó su muda pregunta:

—Hay misterios en la Ciudad Prohibida que ni yo misma conozco —dijo en un murmullo intranquilo—. No me atrevo a hablar de ellos, ¿porque quién sabe con qué misteriosos propósitos fueron usadas esas piezas? —Hizo detenerse a los eunucos en la quinta pieza—. Aquí permanecerá mi tesoro. Tráiganlo... Mis alhajas, mi dinero, todas mis cosas preciosas.

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Pocas horas después Chin iba a oir de otro de los misterios de la Ciudad Prohibida. Durante horas trabajó con el eunuco jefe, el segundo y otros eunucos dignos de confianza, en cambiar la mayor parte de la vasta fortuna de la emperatriz a la pieza secreta. Después de un rato de sueño, se fue a reunir con la emperatriz. Su rostro estaba bañado en lágrimas, por lo que imaginó que las noticias eran malas, incluso desesperadas; detrás de las señales de mortificación, notó una expresión forzada de conciencia culpable. Le estaba dando órdenes a Li en voz baja.

Pronto iba a saber la razón para esta misteriosa conducta. También se encontraban presentes en la habitación el emperador, la Joven Emperatriz y —alegría de las alegrías— Dulce Virtud, sola a un lado. Chin se movió cautelosamente a una distancia donde le pudiera cuchichear.

—¿Qué está pasando, Dulce Virtud?Había ella aprendido a no dar vuelta la cabeza y casi a no

mover los labios cuando hablaba con él; pero en esta ocasión estaba demasiado trastornada para acordarse de tomar precauciones. Felizmente, había demasiada confusión en todas partes para que los agudos ojos de la emperatriz vieran lo que estaba aconteciendo.

—Es demasiado horrible, Chin. La emperatriz está insistiendo en hacer una ceremonia en el Palacio de Tierra Tranquila, para rogar por la victoria.

No podía imaginarse por qué había de ser escogido especialmente el Palacio de Tierra Tranquila, ni se le ocurría tampoco por qué estaba tan horrorizada Dulce Virtud.

—Durante los meses pasados ha estado rogando por la victoria. ,

—Tú no comprendes. Está mandando buscar las brujas y médium.

¡Brujas! ¡Médium! Por cierto que no comprendía. Dulce Virtud se dio cuenta de eso. Al mismo tiempo

te. Dio vuelta la cabeza hacia otro lado.—Para t'iao shén —susurró.T'iao shén. ¡La invocación a los espíritus buenos y

malos hecha por un shaman! No era de admirarse que la emperatriz estuviera tan reservada, pues el culto del shamanismo —con sus tambores, campanas de bronce y tabletas de madera, sus vasijas para el sacrificio y sus calderas brujas— era mirado con desprecio por todos los buenos discípulos de Buda o Confucio. No era raro que Dulce Virtud se horrorizara con la idea de que la emperatriz invocara a los espíritus malignos en su ayuda. Si los budistas se sentían desconcertados, ¿cuánto más lo estaría un cristiano? No tenía nada de extraño que la parte central del Palacio de Tierra Tranquila fuera un misterio para todos, menos unos cuantos.

Antes de que la emperatriz pudiese partir para el Palacio de Tierra Tranquila, hubo una interrupción. El duque Lan penetró apresuradamente en la Sala del Trono del Palacio de la Emperatriz. Estupefactos ante su insolencia, los eunucos lo rodearon, pero los hizo a un lado.

—¡Venerable Buda! ¡Venerable Buda! —gimoteó. s —¡Duque Lan!...

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Hizo caso omiso de su enojo.—Los demonios extranjeros... —sollozó—. Los de-

monios extranjeros están aquí.La emperatriz cerró los ojos para ocultar su angustia.

Antes de que pudiera hablar, entró Kang Yi.—¡Venerable Buda! —empezó, cayendo de rodillas—.

Una gran fuerza de soldados con turbante están acampados en el recinto del Templo del Cielo.

Brillaron sus ojos con renovada esperanza. Incluso ahora no podía creer que Buda la abandonaría.

—¡Valientes mahometanos de Kansuh! Han venido a salvarme al demoler las legaciones.

Kang movió negativamente su afeitada cabeza.—¡Son demonios extranjeros! —contestó—. El Gran

Antepasado debe escapar inmediatamente.No le cupo finalmente la menor duda de que había

terminado la carrera y que la había perdido. Se dio vuelta y salió lentamente de la Sala del Trono, con el inseguro y cansado andar de una mujer vieja. Cuando los eunucos trataron de seguirla, se lo impidió con un gesto. Como su gran antepasado, el emperador Chien Lung, deseaba meditar a solas.

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L/A EMPERATRIZ VIUDA VOLVIÓ con porte erguido de su breve período de meditación. Tenía los ojos apagados, la cara inexpresiva. Empezó a dar órdenes:

—Convoquen a los grandes consejeros a una au-diencia... Informen al emperador... Díganle que haga sus preparativos para salir de Pekín... Obtengan ropas de campesinos para todos los que van a acompañarme. .. Ordenen a las concubinas reales que aparezcan ante mí a la Hora del Tigre... Obtengan carros y carreteros... Envíen mensajeros al Palacio de Verano para que esperen mi llegada... Envíen mensajeros a todo lo largo del camino a Kalgan, para que les ordenen a todos los gobernadores que se preparen a recibir el Carro Sagrado... Ordénenle al príncipe Tuan que aliste un destacamento de los Tigres Celestiales del Estandarte para que me sirvan de escolta... Que todas las antigüedades, objetos de valor y adornos sean embalados y enviados a Jehol...

Continuaron las órdenes. Su mente tranquila y or-denada no pasaba nada por alto, pese a que todos los demás se revolvían a su alrededor en una confusión sin Objeto.

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—Tú haz esto..., haz lo otro..., ordena..., manda... Lien-ying..., Sung..., Jade..., Flor de Cerezo..., Piedad..., Wen Chin..., Wang..., búscame esto..., trae lo otro...

No había terminado de dar órdenes a la hora en que debía recibir en audiencia al Gran Consejo. XJnos cuantos consejeros entraron en la Sala del Trono.

—¿Dónde están los otros? —preguntó con colérico menosprecio—. Se han ido, supongo, cada uno a su hogar, dejando al emperador y a mí que nos cuidemos como podamos.

Más órdenes, esta vez a los grandes consejeros. A pesar de que había consentido en tomar la elemental precaución de partir de la capital, existía siempre la posibilidad de arrebatarle la victoria a una aparente derrota. Debía intensificarse el ataque a las legaciones. La gran muralla de la Ciudad Tártara estaba intacta; los bárbaros no superarían ese obstáculo aunque con-siguieran abrirse camino por las murallas de la Ciudad China. Si se pudieran capturar las legaciones antes que los contingentes de socorro se abrieran paso...

La audiencia terminó poco antes de medianoche, después de lo cual la emperatriz se fue a acostar.

Tres horas más tarde, a la Hora del Tigre, se levantó, vistiéndose con un traje de campesina. En seguida miró a su alrededor buscando a su peluquero.

—¿Dónde está Weng? —le preguntó a Li Lien-ying.El eunuco jefe contestó servilmente:—Ha huido. -—Miró a Chin con triste desprecio—: En

connivencia con Wen Chin, que estaba atado a él.■—¿Lo sabías? —le preguntó a Chin.—No lo supe hasta un rato después. Dijo que volvería casi

inmediatamente; que iba a hacer sus necesidades.—¿Cuándo se fue?—Antes que nos durmiéramos.—Si él desató los nudos, ¿entonces tú también podías

haberte escapado?—Habría sido fácil en medio de la confusión.—¿Por qué no lo hiciste? —Añadió con amargura—: Entre

tantos que me han abandonado, ¿se habría notado uno más? Pero, naturalmente —continuó con acento despectivo—, su señoría Dulce Virtud está todavía aquí. —Se volvió hacia Li Lien-ying—: Anda a buscar a Ch'ao.

—Se ha ido, Venerable Buda.—Yien Chang.—Se ha ido, Venerable Buda.—.¡Perros! ¡Inmundos! ¡Entes! —exclamó con violencia—.

¿Quién queda que pueda peinarme?—Hsieh Chou sabe peinar.—Mándalo buscar.Apareció Hsieh Ohou, agitado, temblando. Dándole una

temerosa mirada al eunuco jefe, empezó a peinar a la emperatriz. Apenas había empezado cuando la emperatriz exclamó:

—¡Necio! Péiname a la moda china.Li Lien-ying exclamó con horror:—¡A la moda china, Venerable Buda! ¡Vos, la Emperatriz

Viuda!—¡Idiota! —Amargo era su desprecio—: ¿Quién ha oído de

una campesina china peinada al estilo man- chú? ¿Quieres que los demonios extranjeros me descubran a una milla de distancia?

Pronto terminó el peinado. Se miró al espejo:—¿Quién habría podido creer que la Emperatriz Viuda de

China se iba a ver obligada a disfrazarse como china y campesina, a fin de no morir a manos de los bárbaros? —Continuó amargamente—: Jung Lu no debió disuadirme de

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suicidarme. Habría sido un camino más honorable. Vengan. Es hora de partir.

Se dirigió adelante hacia el patio donde el emperador, la Joven Emperatriz y las concubinas la esperaban. Entre ellas había una que Chin no reconoció. Tenía el rostro flaco y demacrado, y sus ropas eran toscas y poco sentadoras; pero incluso esas desventajas no ocultaban totalmente la evidencia de lo hermosa que debió haber sido. Mantenía la cabeza erguida y miraba a la Emperatriz Viuda con un desafío que asombró a Chin, pues no estaba acostumbrado a ver que nadie desafiara a la dominante anciana. Sólo cuando observó el pesar en los ojos del emperador se dio cuenta de que esa mujer era la concubina Perla.

La emperatriz les habló a las concubinas:—Todas saben por qué el emperador parte de Pekín. Los

demonios extranjeros han vencido la magia de los boxers con la magia de ellos, y están fuera de las murallas. Si nos prendieran al emperador y a mí, nos matarían. He dictado un decreto para que ninguna de ustedes acompañe el Carro Sagrado. El emperador las mandará buscar tan pronto como sea seguro el hacerlo. Ahora díganle adiós.

La concubina Perla dio unos pasos al frente y cayó de rodillas ante la Emperatriz Viuda.

—No hagáis que el emperador parta de Pekín, Gran Antepasado. Dejadlo permanecer aquí. Las potencias occidentales no le harán daño.

La emperatriz se estremeció.—Muchacha perversa, ¿no has hecho ya bastante daño?Perla permaneció impávida. Volvió la cabeza a fin de poder

dirigirse al emperador.—No partáis, Majestad —suplicó—Esta es vuestra

oportunidad. Si os quedáis aquí, las potencias occidentales os agradecerán vuestra cooperación. Podréis construir una nueva China. Podréis...

—¡Basta! —La emperatriz levantó la voz—. Haz cesar su charla, Lien-ying. Arrójala por el pozo.

Las otras concubinas se estremecieron de horror, especialmente la hermana de Perla, Radiante. Los ojos del emperador se llenaron de lágrimas. Cayó de rodillas ante la Emperatriz Viuda,

—Sed misericordiosa, Gran Antepasado. Por piedad, sed misericordiosa. Fue una tontería, pues estaba pensando solamente en mí. Haeedle gracia...

—Este no es un momento para cambios de palabras —interrumpió con aspereza—. Que muera inmediatamente, como una advertencia para todas las hijas desobedientes y para aquellos cuervos que le arrancan los ojos a su propia madre.

Alzó una mano ordenando. Li Lien-ying sonrió cruelmente y avanzó por un lado hacia la muchacha arrodillada, mientras Sung se movía desde el otro lado.Cada eunuco le cogió un brazo y obligaron a la joven, que no oponía resistencia, a ponerse de pie, y la empujaron hacia el pozo. Perla se dio vuelta para mirar al sollozante emperador y le sonrió despidiéndose.

Durante un par de segundos estuvo parada en el borde del pozo.

—No partáis... —le suplicó.Li Lien-ying le dio un empujón. Con una sollozante

exclamación se hundió en la húmeda y negra obscuridad del pozo. Después de una larga pausa la gente que se encontraba arriba oyó el lúgubre eco del chapoteo.

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2

Hubo un segundo de silencio. La emperatriz se volvió bruscamente y le habló al emperador:

—Entra en tu carro y baja la cortina para que no te reconozcan.

El sollozante emperador se puso de pie y se dirigió con pasos Inseguros al carro, uno de los dos únicos carros que los eunucos habían podido conseguir. La emperatriz siguió dando órdenes:

—Tú, P'u P'u, móntate en la vara del carro de Su Majestad y cuídalo. Yo viajaré en el otro carro. Tú... —mostró al malhumorado Heredero Aparente— tendrás que subirte a la vara de mi carro. En cuanto a ti, Li Lien-ying, tendrás que montar ese animal. A pesar de que eres un mal jinete, tendrás que hacer lo posible para mantenerte a la par con nosotros. Tú, Sung...

Por último se dirigió a los carreteros:—En cuanto a ustedes, manejen lo más ligero posible. Si los

demonios extranjeros los detienen, no digan nada. Yo les hablaré; les diré lo que podrán ver por sus propios ojos, que somos pobres campesinos huyendo a nuestros hogares.

Miró a su alrededor como para dar la señal de partida.—Gran Antepasado —exclamó consternado Li Lien-ying.—¿Qué pasa?—¿Dónde está Wen Chin?Miró ella hacia el grupo de concubinas. Fuera de Perla,

faltaba una.—¿Dónde está su señoría Dulce Virtud?—Debéis enviar eunucos para que les den alcance —bramó

el eunuco jefe—. Tienen que ser decapitados antes de que sea demasiado tarde—. Yo iré tras ellos. —Su expresión era feroz—. Encontraré su traza.

—'¿Antes de que sea demasiado tarde qué cosa?—Cuando Wen Chin sepa dónde está vuestro tesoro,

divulgará el secreto.Movió negativamente la cabeza, tal vez con un dejo de

anhelo.—Wen Chin no lo haría —murmuró—•. Wen Chin no. —Su

voz se volvió dura—: Pero morirá por osar robarse a la concubina del emperador. Envía eunucos que busquen y maten a la pareja culpable; pero quédate aquí conmigo, Li. Te necesito.

El hosco eunuco jefe dio la orden. Los dioses no eran bondadosos. Desde el primer día de empleo de Chin en la Ciudad Prohibida había deseado vehementemente ver morir de una muerte lenta y dolorosa a su posible rival. Ahora que por fin la emperatriz había tomado una decisión cuerda, él no podía estar ahí para gozar del espectáculo.

Los eunucos menores partieron apresuradamente, antes de que el Gran Antepasado pudiera cambiar de opinión. ¡Al diablo con Wen Chin! Esta era la oportunidad soñada para entregarse al saqueo antes de que los bárbaros se les adelantaran.

Ayudada por Li, la emperatriz se subió al carro. Los miembros de su Casa, las concubinas imperiales, los tres grandes consejeros, los pocos eunucos restantes se arrodillaron.

—Larga vida a Sus Majestades —dijeron al unisono—. Larga vida a Sus Majestades.

—Al Palacio de Verano —ordenó ella.El carro avanzó estrepitosamente, pasando por la Puerta de

Proeza Militar, y torció en dirección de laPuerta de la Victoria. Pronto fue detenido su avance por la densa masa de refugiados que salían a torrentes de la ciudad. Como Li no se atrevía a dar de latigazos a la gente para que se apartara, por temor a dar a conocer la identidad de la campesina de cara dura, la Emperatriz Viuda tuvo que esperar su turno.

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3—¡Alteza!Igor se- dio vuelta y atisbó en la obscuridad. Vio

confusamente la figura de una mujer, una sombra obscura entre las muchas sombras que arrojaba uno de los ruinosos edificios de la legación de Rusia.

—¿Quién es?—Su Inés.¡Inés! Igor sonrió. Se había encontrado con Inés cien veces

antes de la segunda noche del armisticio, y no había vuelto a pensar en ella. Pero desde entonces. ..

La tomó en sus brazos, magullándole los labios con sus ávidos besos. Tan pronto como relajó su abrazo, le chupó ella el labio inferior y lo tuvo entre sus dientes. Después lo mordió hasta que sintió gusto a sangre.

—¡Embrujadora!Le besó las mejillas, la frente, el cuello, dejando rojas

manchas dondequiera que sus labios se posaran.—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó por fin.—(No fue anoche a verme. Así es que yo vine a verlo. ¿Por

qué no vino? Lo estaba esperando.La nota de celoso despecho en su voz lo hizo reir.•—¿Creíste que estaba con otra mujer?—No sabía qué pensar. —Se irguió con resentimiento—: Si

alguna vez no viene a causa de otra mujer...Apretó él su abrazo hasta que ella no pudo moverse y

respiraba con dificultad.—¿Y qué? —le preguntó desafiante.Ella no le tenía miedo.—Ambos somos luchadores, usted y yo, Alteza —

jadeó—. SI cualquier mujer tratara de robármelo a miDemostró lo que pensaba dándole un maligno pe llizco que

lo hizo encogerse.—¡Embrujadora! —repitió, con más enojo esta vez.Ahora fue ella quien se rió.—-Béseme de nuevo.La besó nuevamente. Casi sin aliento, le preguntó:—¿Me comparo acaso con su dulce señorita inglesa, príncipe

Igor? v—¿Se puede comparar el oro con la escoria?La respuesta la complació, por lo que lo besó apa-

sionadamente para mostrarle su alegría. Los ojos de él brillaron con sardónica burla.

Sonó la campana de alarma, fuerte y aceleradamente.

4

La fatigada guarnición corrió a su puesto. Durante varias noches los chinos habían mantenido un bombardeo casi incesante. Se hizo imposible dormir, excepto por una o dos horas durante el día. Sus rostros estaban demacrados de fatiga; sus cerebros ya ni coordinaban por la falta de sueño. Tenían los vientres casi vacíos, pues las provisiones estaban a punto de agotarse. Pese a que la esperanza no los abandonaba, pues sabían que los refuerzos se acercaban a Pekín, tenían siempre presente el antiguo refrán: Del dicho al hecho. .. Incluso ahora, con el Ejército Internacional metafóricamente a las puertas de Pekín, los chinos podían arrollarlos si vacilaban sus defensas un solo momento.

Por casualidad Randall se encontró al lado de Sir Oliver en la muralla del recinto de la legación.

—Si necesitamos más pruebas de que nuestros muchachos están aquí, señor Lockhart, este ataque nos las da. Ya no tienen

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esperanza de hacernos morir de inanición, por lo que han resuelto apoderarse de nosotros con un ataque directo.

Randall hizo un signo afirmativo, maravillándose del poder-de resistencia de Sir Oliver. "Si yo me siento exhausto a mi edad —pensó—, cómo demonios se estará sintiendo él."

—Aún cuando la columna de socorro llegue a Pekín, nadie sabe cuánto tiempo se demorarán en abrirse paso dentro de la ciudad.

—¿Qué lo hace pensar así, señor Lockhart?—Después de diez semanas de asedio, los chinos no han

conseguido abrir una brecha en las murallas del recinto. ¿Qué esperanza pueden tener nuestras tropas de demoler en menos tiempo las murallas de la ciudad? Si se demoran incluso la cuarta parte, no es probable que estemos con vida para que nos salven.

—Tenga fe en que sus comandantes encontrarán alguna manera de llegar a tiempo hasta nosotros, muchacho.

Un vivido relámpago cruzó el negro firmamento.—¡Cielos! —exclamó Sir Oliver—. ¿Qué fue eso?El ruido de un terrorífico estrépito hizo sobresaltarse a los

hombres, pero contestó la pregunta.Randall se rió.—¡Una tempestad de truenos! ¡Es el colmo!Como si los chinos hubiesen estado esperando esa señal del

cielo para emplear de golpe todas sus armas, empezó el más feroz bombardeo del asedio. Con el acompañamiento de truenos tropicales, el cañón tronaba desde las murallas de la Ciudad Tártara y la Imperial; desde el Fu, el Mercado Mogol y el Hanlin. Los cañonazos estremecían los edificios de la legación británica, al abrir brechas en las paredes o techos. Alrededor del distrito de las legaciones la noche estaba clara con los continuos fogonazos de los rifles que disparaban miles de tiros.

Un mensajero pasaba de grupo en grupo.—Dice Sir Claude que, por favor, estén alertos para un

asalto.Tenía que gritar para hacerse oir por encima del

ensordecedor tumulto.Con la intuición de un guerrero nato, Igor ya había advertido

el peligro. Gritó llamando a von Rhaden. El oficial se acercó presurosamente.

—Mire esa barricada.Von Rahden aguzó la vista en la obscuridad. Concentrando

su mirada en un punto, pudo distinguir por encima de la barricada, que él y el príncipe Igor vieron alzarse ante sus ojos, una cantidad de objetos redondos destacándose en el azul luminoso de la noche. Parecían balas de cañón, pero él sabía a qué atenerse.

—Son chinos, Alteza, por docenas.—Docenas no, von Rahden. Cientos. ¡Escuche!El oficial escuchó, pero tuvo que esperar una pausa en el

bombardeo antes de oir otro ruido. Cuando finalmente lo oyó, reconoció el agudo acento plañidero de voces masculinas al tratar de envalentonarse gritando amenazadores desafíos. En un momento dado consiguió oir el siniestro "Sha! Sha! Sha!" de espantoso recuerdo.

Cientos había calculado el príncipe Igor. Un cálculo moderado en opinión de von Rahden. Ahora podía oir el ruido de los gritos por encima del fragor del cañoneo.

—Se están preparando a atacar, Alteza. Suena como si hubiera miles. Jamás podremos contenerlos.

—¿De cuántos hombres podemos disponer?—Menos de sesenta, incluyéndonos usted y yo, Alteza. Y de

ésos, unos cuantos no han sanado de sus heridas.—¡Sesenta! —Igor rió despreciativamente—. Si nos atacan

con esta cantidad, nos arrollarán. Tenemos que tener ayuda, von Rahden. Mándele pedir refuerzos a Sir Claude MacDonald.

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—Sí, Alteza.—Mejor aún, vaya usted mismo. Puede discutir con él si se

obstina.Von Rahden se dirigió a toda prisa a la legación británica.—Tienen que contenerlos a toda costa —ordenó el ministro

británico—. Tanto los franceses como los alemanes han pedido ayuda. Les envié todos los hombres de que podía disponer; ahora no me queda ninguno.

—Si se abren paso entre nosotros, Sir Claude, meterán una cuña entre los norteamericanos y usted.

—¿Cree que no me doy cuenta de eso? ¿Se imagina que no sé que si se abren paso ahora, en cualquier lugar, todos nosotros estamos perdidos? Esta es su jugada final para vencernos antes de que lleguen las tropas de socorro. Deben mantenerse, von Rahden. —El ruso argüyó, pero el comandante en jefe se mantuvo en su obstinación. Von Rahden comprendió que no podía perder más tiempo.

Durante los pocos minutos que estuvo afuera, el fuego de los chiíios se había intensificado. Tuvo que gritarle al príncipe Igor:

—Sir Claude no tiene un hombre disponible. Los envió donde los franceses y alemanes. Dice que tenemos que resistir. Están atacando todo alrededor del perímetro.

—¡Malditos sean! —Igor apuntó cuidadosamente con su revólver a uno de los objetos redondos encima de la barricada enemiga, pero nada sucedió.

•—¡Aquí vienen! —gritó von Rahden.Con el acompañamiento de frenéticos toques de corneta y

alaridos, una ola de obscuras sombras saltó por encima de la más cercana de las barricadas enemigas y se dirigió hacia las posiciones rusas. Sir Claude habia dado antes orden de que por primera vez los sitiados podían ser pródigos con las municiones. Los rusos no se lo hicieron repetir.. Dirigieron un fuego im-placable sobre los chinos, pues cada hombre sabía que si el enemigo conseguía penetrar en las defensas, se abriría una abertura por la que pasaría un torrente de anhelantes asesinos, y los rusos no ignoraban que ninguno de ellos tendría piedad con las mujeres y niños que se guarecían en los refugios rodeados de sacos de arena, o de los infelices convertidos en el Fu.

Un chino cayó por un lado, otro en otra parte; cuatro, seis, ocho, más; pero venía avanzando una segunda oleada pisándole los talones a la primera. Una vez que llegaran a la barricada rusa nada podría contener su próximo avance, aunque tuvieran que usar como trampolín los cuerpos de sus camaradas.

A toda costa los chinos tenían que ser mantenidos a distancia. Igor se trepó a la cumbre de la insegura pila de sacos de arena.

—Síganme —ordenó—. Usen las bayonetas.Se dejó caer entre la palpitante masa de hombres debajo de

él y enterró su espada en la sombra más cei> cana. Aunque el chino hubiese visto el destello de la hoja, no habría tenido manera de defenderse, pues le estorbaban los movimientos de sus compañeros sedientos de sangre. Igor sintió que el acero se hundía en un palpitante estómago, y gritó de regocijo. Puso el pie en el cuerpo inerte y sacó su espada. Gritó y golpeó de nuevo, y nuevamente gritó de alegría al hundirse el acero en carne humana. Von Rahden se juntó con él, y dos chinos más cayeron víctimas de sus estocadas. Las bayonetas rusas hicieron estragos entre los apretados boxers. Detrás de las barricadas chinas, los tiradores veían apenas lo que estaba sucediendo, y dirigieron un mortífero fuego a la masa de hombres que luchaban cuerpo a cuerpo. Sus balas mataron a un marinero ruso, e hicieron un rasguño en la mejilla izquierda de Igor; pero también derribaron a cinco de los de ellos.

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La carnicería era demasiado grande para el estado de ánimo de los chinos. Se dieron vuelta y huyeron a la seguridad de su propia barricada, y quince hombres más cayeron en el camino; doce a causa de las bayonetas rusas, y tres por las balas chinas.

—Regresemos a nuestro lado —gritó von Rahden.Los rusos se subieron por los sacos de arena, dejando atrás

a dos de ellos, víctimas de la breve y sangrienta correría.Mientras el príncipe Igor se enjugaba la sangre de la cara,

una mano le cogió el brazo.—Alteza.Le hablaron en inglés. Igor reconoció la voz de Randall.—¿Es usted, Lockhart?—Sí, Alteza. Un mensaje de Sir Claude. Los alemanes

necesitan ayuda. ¿Puede mandar algunos hombres?—¡Maldito sea! Sabe él perfectamente que no po-

Crepúsculo.—37 demos desprendernos de un solo hombre. Los necesitamos nosotros.

Después de pensarlo, comprendió que tras su sangrienta derrota los chinos no tendrían la menor prisa en renovar el ataque. Era más probable que trataran de encontrar puntos más débiles.

—Me arriesgaré e iré con estos hombres. —Giró prestamente sobre sus talones y tocó dos hombros—. Tú y tú, vengan conmigo. ¿Y usted, Lockhart? ¿Puede ir también?

—Voy en camino hacia allá, Alteza, con dos voluntarios.Los seis hombres se dirigieron apresuradamente por la calle

Legación hacia la posición alemana. Aunque no hubiesen sabido que los alemanes estaban siendo acosados, el nutrido fuego que venía desde ese barrio se lo habría hecho saber. Cayeron en medio de una lluvia de balas que venían desde las posiciones chinas cerca de la Puerta Ha Ta. Uno de los voluntarios de Randall, un sueco, lanzó una exclamación y se apretó el hombro con la mano.

Sus compañeros lo arrastraron a la relativa seguridad de un edificio ruinoso; los tranquilizó rápidamente.

—No es nada —dijo en mal inglés—. La bala venía sin fuerza. Puedo continuar.

—¿Estás seguro?—Tengo que hacerlo —jadeó—. No deben abrirse paso

ahora.Siguieron a la carrera, y al pasar ante el Hotel de Pekín, dos

personas se unieron a ellos. Incluso antes de ver quiénes eran, Igor y Randall adivinaron que uno de los dos era una mujer. ¡Los Chamot!

—Como en los buenos tiempos —rió jubilosamente Igor.Los alemanes estaban a punto de ser vencidos. Un ataque

sostenido por fuerzas superiores los había hecho retroceder continuamente, hasta que sólo quedaban unos cuantos para defender los edificios restantes en el recinto.

—Hagan todo el ruido que puedan —ordenó lr.nr Vengan. —Abriendo la boca profirió un profundo ala rido y se lanzó contra un grupo de chinos que corría hacia la posición alemana. El resto de la pequeña par tida siguió su ejemplo, y se abrió camino a cuchillada:; por entre las filas enemigas.

Aterrados por la salvaje arremetida a su retaguardia, los chinos vacilaron. Randall acometió contra un boxer de faja roja que se dio vuelta para huir; al hacerlo resbaló en un charco de sangre. Los chinos vieron caer la negra sombra, recuperaron el valor y atacaron a su vez. El boxer a quien Randall acometió, se dio vuelta y levantó su espada de dos filos.

Igor vio el movimiento y adivinó la razón para ello. Evitando otra estocada, traspasó al boxer antes de que pudiera dar el golpe. La espada cayó sobre su propia arma, resbaló por la hoja

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y le tajeó el pecho. Su arma se le escapó de las manos al caer de rodillas. El boxer se derrumbó encima de Randall cuando los dedos inertes soltaron el sable de dos filos.

Un relámpago mostró a los chinos dónde estaba el hombre herido. Cuatro lo atacaron. Uno le tiró una estocada al cuello. Igor se hizo a un lado y buscó a tientas la espada que lo había herido. Con un valor desesperado la levantó tirando mandobles a las piernas que bailaban a su alrededor. Un grito de dolor y el golpe de un cuerpo recompensaron su esfuerzo. Golpeó de nue-vo, y otra vez sintió el acero hundirse profundamente en la carne.

Animados por la llegada del pequeño grupo, los alemanes se rehicieron lanzándose a la carga. Ante los plañideros gritos de los heridos, los boxers echaron a correr.

—jAlteza! ¡Alteza!Igor reconoció la voz de Chamot.—Estoy aquí —respondió—. Ayúdenme a levantarme.La luz de los relámpagos permitió al suizo dar con Igor.—¿Está herido, Alteza? —preguntó con inquietud.

Crepúsculo.——Una herida en el pecho; nada serio. ¿Y qué hay del hombre

que cayó?—Sano y salvo pero magullado —contestó el mismo Randall.—¿Era usted, Lockhart? —Igor comenzó a reir.—Sí, Alteza. Le debo la vida...La risa de Igor hizo que se perdieran las últimas palabras.

¡Qué broma!, pensó sardónicamente. ¡Qué maldita ironía! Le había salvado la vida a Randall Lockhart. De entre todos... a Randall Lockhart.

5

Durante cierto tiempo se alejaron las borrascosas nubes, serenándose el cielo. También los chinos disminuyeron el fuego. Los sitiados descansaron un poco. Después, al despuntar el nuevo día, reanudaron el fuego. La campana dio el toque de alarma, y los exhaustos defensores se pusieron nuevamente en actividad. El ruido del cañoneo se hacía cada vez más recio. ¡Bum!... ¡Bum!... ¡Bum!...

El mensajero de Sir Claude iba de grupo en grupo.—¡Manténganse firmes! ¡Manténganse firmes!¡Bum!... ¡Bum!... ¡Bum!... El eco del cañoneo parecía venir

del norte, sur y este. ¡Bum!... ¡Bum!... ¡Bum!...—¡Escuchen! —exclamó el ministro norteamericano—.

¡Escuchen eso!Un nuevo sonido. Ra ta ta ta... Ra ta ta ta... Ra ta ta ta...—¡Fuego de ametralladora! —exclamó Randall.—Los chinos no tienen ametralladoras, señor Lockhart.—Temo que tengan, señor. Li Hung Chang compró algunas

hace unos años.—¡Si dirigen el fuego de ametralladora contra nosotros! —

Conger se encogió de hombros.—¡Mire! —exclamó Randall, que tenía muy buena vista.Señalaba un lejano cañón chino. ¡Apuntaba hacia

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el sur! Indiferente ante los tiradores chinos, :;:iliú . rriendo de la legación norteamericana, dirigiéndose I»M las ruinosas calles hacia la Muralla Tártara.

—¡Mire! —exclamó volviéndose a Squiers, que lo había seguido—. Disparan desde todas las puertas (lila ciudad. Han llegado, señor. Están aquí. ¡Era nuestra propia ametralladora lo que oímos!

Desde la posición japonesa en el Fu un cohete diséñales se elevó en el cielo que empezaba a clarear. Hacia el este otro le respondió estallando en estrellas multicolores. Los japoneses lanzaron vivas. El ruido resonó de puesto en puesto, de legación en legación. Los niños salieron del refugio de sacos de arena para unirse a los aplausos, hasta que la bala de un tirador erró apenas a una niñita holandesa, por lo que sus mayores los hicieran volver apresuradamente a guarecerse. Los misioneros cayeron de rodillas, dándole gracias a Dios por su infinita misericordia. Muchos civiles se unieron a ellos.

Un marinero británico les gritó a sus compañeros:—¡Presten atención, camaradas! ¿Quién hace conmigo una

lotería sobre la hora en que el primer pobre soldado asome la cabeza por esta puerta? ¿Cuánto apuestan?

6

Dulce Virtud y Wen Chin salieron con toda facilidad de la Ciudad Prohibida.

—Ordenes de Su Majestad —le informó al oficial a cargo de la puerta. Con todo revuelto y sin concierto, la orden no fue puesta en duda. Las puertas fueron abiertas.

La tarea más difícil fue penetrar al Barrio de las Legaciones, pues los sitiadores boxers seguían cañoneando, disparándole a todo lo que se moviera. Chin se abrió camino hasta la Puerta Chien, y se sintió aliviado al notar ahí que los chinos se encontraban demasiado ocupados en rechazar los ataques norteamericanos al extremo de la muralla, para preocuparse de lo que les sucedía en el interior a dos de sus compatriotas, ¡y eunuco uno de ellos, además!

Una vez en seguridad dentro del perímetro de defensa, la primera tarea de Chin fue buscar a Randall. Lo encontraron fuera de la legación británica. Con un grupo de incrédulos occidentales, Evelyn y él miraban llenos de asombro las rejas de las compuertas. En otras partes los contingentes norteamericanos, japoneses y rusos sufrían fuertes bajas al tratar de forzar su entrada por las puertas Chien, Ha Ta y Chi Hua, que eran desesperadamente defendidas. Sin embargo, ayudándose con unas cuantas hachas, los soldados sikh habían roto y abierto las rejas de las compuertas bajo la Muralla Tártara, y ahora marchaban formados con toda calma por el seco lecho del canal.

—¡Que me condene! —exclamó enérgicamente Randall—. ¿No he dicho siempre que ustedes los británicos tienen mucha suerte?

—Sí, querido —concordó modestamente Evelyn.¡Solamente diez minutos antes había prometido ser esposa

de Randall Lockhart!

FIN

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