El Castillo Durmiente - Guy de Chantepleure_641

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    EL CASTILLO DURMIENTE

    GUY DE CHANTEPLEURE

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    PROLOGO

    Dun frais chaperon de verveine

    Mes blonds chevoux seront coiffs,,

    Sur mon corselet de...

    Un fichu blanc...

    En el saloncito llamado por ella su gabinete de trabajo, Irene de

    Champierre dedicaba toda su atencin en encontrar el consonante a la

    palabra verveine. La belleza de la seorita Champierre, su gracia, dulce

    y altiva al mismo tienpo, contrastaba con la elegancia desordenada del

    cuadro que la rodeaba; la cabeza empolvada sentaba maravillosamente

    a sus ojos negros aterciopelados, clebres ya en el crculo de la joven

    reina Mara Antonieta.

    - D'un frais chaperon de verveine... Mes cheveux blonds seront...

    Seor Antonio, futaine rima con verveine? Porque... en vez de corse-

    let, se pondra... y despus... Seor Antonio, no me oye?

    A este llamamiento, repetido con una voz bondadosa y casi ale-

    gre, el seor Antonio se sobresalt.

    - Oh! perdn, seorita -dijo.

    -Qu distrado est usted! -exclam la joven.

    -Tenga la bondad de perdonarme -respondi Antonio, tomando de

    manos de la seorita de Champierre el papel lleno de correcciones.

    Antonio Fargeot, a quien estaba encomendada la agradable y de-

    licada tarea de ensear la literatura francesa a la seorita de Champie-

    rre, era un hombre honrado, dotado de una rara inteligencia, muy pobrey sumamente apreciado entre las familias aristocrticas, a pesar de su

    plebeyo nacimiento.

    Antonio Fargeot deba ser joven, pero nadie hubiera podido preci-

    sar su edad, observando su delgada figura, su semblante plido y ma-

    cilento, su vaga sonrisa en que la dulzura resignada dejaba entrever

    alguna amargura. La seorita de Champierre tena gran estimacin por

    l y le hablaba siempre con bondad.

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    Ese da le pareci a la joven que Antonio Fargeot estaba ms

    triste que de costumbre.

    Para alentar al pobre maestro de retrica, abord el tema que le

    era favorito: sus trabajos, el libro que escriba.

    Muy suavemente se dej llevar al terreno de las confidencias.

    -Ser -le deca l, en voz baja y temblorosa,- el ms grande, el es-

    fuerzo supremo de mi vida... Hace aos que tengo este libro en mi

    imaginacin. Pondr en l todo lo que s, todo lo que pienso, todo lo

    que sueo! Cuando trabajo en esto, mi pensamiento se exalta, se infla-

    ma como si estuviera ebrio o loco... Y las noches pasan sin darme

    cuenta.-Las noches! Usted trabaja de noche? Pero si usted no se cuida

    -dijo la seorita de Champierre con dulzura,- no podr tener las fuerzas

    necesarias para continuar, para concluir su hermosa tarea.

    Antonio Fargeot sonri tristemente.

    -Voy a sorprenderla muchsimo, seorita -dijo,- porque tengo el

    aspecto de un enamorado. Sin embargo, esta fuerza, esta perseverancia,

    esta voluntad nada naturales y de las que necesito para terminar mi

    obra, las he encontrado hasta ahora, y espero encontrarlas hasta el fin,

    en un gran afecto... o mejor dicho, en el vivo deseo de hacerme digno a

    mis propios ojos de una mujer, de una nia... a quien yo quiero.

    -A sus ojos... y a los de ella, me imagino? -observ Irene dulce-

    mente, interesada por este humilde romance.

    -A los de ella?... no... sera demasiado

    -Por qu? No tiene la esperanza de casarse con ella?

    - Casarme con ella, yo! No, seorita, un obstculo invencible nossepara.

    -Ser que los padres de la. nia se oponen a ese matrimonio? o

    porque ella no lo quie...

    Se interrumpi, no atrevindose a terminar por temor de ser de-

    masiado cruel, seducida sin embargo, por esta historia, como por una

    novela que hubiera podido leer.

    - Ella,! oh, Dios!, jams la idea de ser correspondido ha pasado

    por mi pensamiento... aunque... es mi alegra, a pesar de todo, amarla...

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    No la veo. todos los das, no... pero s que podra verla... Algunas

    veces oigo sus pasos, su risa., su voz que canta... Ms tarde, espero que

    leer mi libro... y no puedo aspirar a nada mas... nada...

    -Aunque algn da se mostrara conmovida por un amor tan pro-

    fundo, tan fiel? -pregunt la joven.

    Antonio sacudi la. cabeza y contest vacilante:

    -No, puesto que no comprendera este amor en que vivo y muero

    a un tiempo, y tal vez viera ella en esto... una ofensa.

    -Oh! -dijo la seorita Champierre, mientras una vaga sombra pa-

    saba por su mente, -entonces ella no es...

    -No es de mi clase, no, seorita -replic Antonio con amargonfasis.-Es de cuna, comprende usted... Yo, no lo soy. Aun cuando

    llegara a alcanzar la celebridad de Voltaire, sera, siempre para ella

    como si no existiera.

    -Lo compadezco -dijo la seorita de Champierre, con la mirada

    fija en el papel de los versos.- Pero volvamos a nuestro trabajo -agreg

    ella;- o mejor, no... estoy muy cansada.

    Y se levant.

    Su voz era glacial, su mirada se torn seria, casi severa. El plido

    semblante de Antonio se demud.

    -Ah, Dios mo, qu locura haberle dicho a usted esto!... Ahora

    todo est concluido, todo est roto!... Ah, Dios mo, como viene uno a

    despojarse a s mismo de la poca felicidad que posee!

    La joven no respondi. De pie, a algunos pasos de ella, Antonio

    Fargeot, descolorido, pareca que iba a desmayarse.

    -Escuche, seorita -murmur, oprimido, con la voz entrecortada,-yo la he amado inmensamente. Usted era mi alma... mi alma, com-

    prende? Deseo... oh! deseo sin la menor amargura, se lo juro... deseo

    que se case usted con un hombre que la quiera tanto, tan profunda-

    mente como yo la he querido... Adis.

    - Adis! -contest Irene.

    Trastornado, el joven se precipit hacia la puerta; pero all se en-

    contr con el Conde de Champierre que lo esperaba en el umbral, con

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    los brazos cruzados; una sonrisa irnica se pintaba en sus labios lvidos

    por la clera.

    -Alto ahi! -dijo el viejo noble cuando Antonio se detuvo espan-

    tado;- alto ah, seor indiscreto!... Ah, esta es la manera de agradecer,

    infame, mis bondades, insultando a mi hija!...

    Antonio se seren.

    -Seor Conde, est usted en su perfecto derecho reprochndome

    haber traicionado su confianza... pero usted se propasa injurindome;

    pues yo hua como un delincuente... Y no es una afrenta el amor res-

    petuoso de un hombre honrado!

    El Conde segua sonriendo.-Buena cosa son estos seores filsofos -exclam.- No tendr in-

    conveniente en hacerle saber a uno de stos lo poco en que nosotros

    tenemos sus frases.

    Y abriendo la puerta, llam a cuatro lacayos que haraganeaban en

    la sala de espera.

    -Aqu -orden.- Echen a este miserable a la calle, previa una

    buena paliza!

    Irene lanz un grito de espanto.-Ay! piedad, piedad, padre

    mo... -Pero sin darle tiempo a interceder por el pobre diablo, su padre

    la arrastr hasta otro cuarto.

    Momentos despus, Fargeot se encontraba en la calle, atontado

    por la pena y el despecho.

    Vencido por la fuerza brutal, habla sido apaleado y echado por los

    lacayos del Conde de Champierre.

    Cuando entr de nuevo en su triste morada, sin esperanza de po-der vengarse, Antonio encontr sobre su mesa el manuscrito de su libro

    en embrin. Lo tom, lo mir un instante... gruesas lgrimas rodaron

    sobre las pginas.

    -Todo ha concluido... -murmur.- Y ahora, para qu?

    Y con toda calma quem el manuscrito hoja por hoja.

    Despus pens seriamente, puesto que nadie lo quera ni se con-

    dola de su desgracia, en colgarse de las vigas de su buhardilla... Pero

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    ese mismo da recibi una larga carta procedente de Roy-les-Moret, la

    aldea en que naci y donde sus padres dorman el sueo eterno.

    Esta carta era de su ta Manon Fargeot, hermana de su padre, que

    lo arrull cuando nio; que lo cuid y comparti sus juegos cuando fue

    ms grandecito, y que, desde lejos lo haba seguido con ternura, cuan-

    do se apart de su lado...

    Leyendo la carta de Roy-les-.Moret, Fargeot recordaba su infan-

    cia feliz, su padre, su madre, su ta, nica sobreviviente de aquel pasa-

    do; llor por el pasado y por 1 mismo. Entonces la razn le volvi,

    pens que quitarse la vida podra ser considerado como una cobarda y

    resolvi seguir viviendo. Algunas semanas despus, la casualidad lehizo saber el compromiso matrimonial de Irene de Champierre.

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    VEINTICINCO AOS DESPUS

    El ao VIII de la Repblica, algunos meses despus del 18 bru-

    mario, a eso de las cinco de la tarde, un viajero corra en la aldea de

    Andrettes, con aire triste y preocupado, contestando con monoslabos a

    la charla del mozo que lo serva. En el corte de su traje y en algo de su

    actitud, era fcil adivinar que perteneca a la Armada. Deba ser un

    buen oficial este gallardo joven, moreno, hermoso no slo por su fsico

    atrayente, su apuesta figura, la robusta esbeltez de sus veinticuatro

    aos, sino tambin por la nobleza de su alma que se dejaba traslucir a

    travs de la tristeza que en ese momento lo absorba, y que se adivina-

    ba en la dulce mirada de sus ojos negros.

    Ese viajero se llamaba Pedro Fargeot. Al siguiente da de Maren-

    go, en que por un hecho de armas fue nombrado el Primer Cnsul, con

    objeto de hacerle saber su nuevo ascenso, fue a ver a su padre, Antonio

    Fargeot, maestro de escuela muy querido en Bremenville, aldea del

    Norte de la Francia. Pero, enfermo desde algn tiempo, el pobre maes-

    tro, presa de una violenta fiebre, muri pocas horas despus de la

    vuelta de Pedro. Esta era la pena que oprima el corazn del oficial; la

    vspera, haba dejado Bremenville, para ir a comunicar a Manon Far-

    geot, una ta de su padre, la desgracia que le haba herido.

    Una vez que hubo concluido de comer, el coronel Fargeot pidi al

    posadero le indicara el camino ms corto para llegar Mons-en-Bray,

    -donde lo esperaba su ordenanza con los caballos y pensaba pasar la

    noche.-Es muy fcil -contest el posadero;- no tiene usted ms que se-

    guir el ro Chanteraine,hasta las rocas de la Cachette, donde se pierde

    bajo tierra para reaparecer a la claridad del sol unos cien metros ms

    adelante... All encontrar usted el bosque de Hauvert, y caminando

    por la izquierda llegar en seguida al montculo abrupto en que se

    eleva el castillo de Chanteraine... Coste el montculo... Pero entonces

    ya estar obscuro, seor coronel, y no podra llegar a Mons antes de la

    noche. Espere hasta maana...

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    -Tengo los minutos contados -replic Pedro.- Si me toma la no-

    che en el camino, pedir hospitalidad en el castillo de que usted habla.

    -En el castillo de Chanteraine! -dijo el hombre, rindose.- Pero

    usted no sabe, coronel, que el castillo de Chanteraine, casi destruido al

    principio de la Revolucin, est completamente abandonado despus

    que sus dueos emigraron, sin tambor ni trompeta en el 1791.

    -Debi ser vendido como propiedad naciolnal -objet el oficial.

    -Y en efecto lo fue; pero los habitantes de Mons-en-Bray lo com-

    praron, y, fieles hasta el fanatismo a sus antiguos seores, esperan que

    un Duque de Chanteraine vuelva a tomar posesin de l... Corren el

    riesgo, sin embargo, de esperar largo tiempo -agreg el infatigablecharlatn,- pues en la familia de Chanteraine no hay ms que mujeres.

    El ltimo Duque, lleno de ideas locas y que pasaba lo mejor de su

    tiempo, como su maestro Capeto, en construir cerraduras que nadie

    pudiera abrirlas, el ltimo Duque, deca, muri uno o dos aos antes

    del 89, precedido a la tumba por sus hijos y su nieto. En el tiempo de la

    emigracin, la familia de Chanteraine se compona, solamente de la

    hermana del Duque, la seorita Carlota, una solterona, y de su nieta, la

    seorita Claudia, una niita... Pero las gentes de Mons-en-Bray no eran

    como para preocuparse de esto... Se contaba una antigua leyenda. que

    predeca que la raza de los Chanteraine desaparecera por algn tiempo

    a los ojos del mundo, como el riacho del mismo nombre, para reapare-

    cer en un nuevo siglo, ms robusta y gloriosa que nunca... Y nuestros

    compradores del castillo creen en la leyenda como creen en los per-

    fectos derechos de sus seores, como creen en la proteccin del Alti-

    simo. Pasaron diez, pasarn veinte aos, y su fe no se habrdebilitado!... Esta historia...

    -Esta historia es sumamente interesante -dijo Pedro, complacido,-

    pero, como estoy apurado, tengo que renunciar a seguir oyndola-

    Cuando haya llegado al montculo del castillo, decidir, segn las cir-

    cunstancias, lo que debo hacer.

    Algunos instantes ms tarde, el coronel Fargeot emprendi de

    nuevo su camino hacia Mons-en-Bray. Pero, olvidando la historia que

    le haba contado el posadero, volvi a encontrarse con el pensamiento

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    en el cuarto en que, pocos das antes, haba entrado, plido, los labios

    temblorosos; y reconstrua, en su imaginacin las horas de angustia

    que, haban transcurrido para l delante del lecho de un agonizante,

    horas horribles en que las brumas siniestras y misteriosas lo tuvieron

    envuelto, a l tambin, como en un sudario, entristeciendo su espritu.

    Antes de morir el maestro de escuela recobr el conocimien-

    to? Esta pregunta trivial que las buenas gentes de Bremenville le

    haban hecho con inters cuntas veces Pedro se la haba hecho a s

    mismo!

    Antonio Fargeot haba reconocido a su hijo, lo haba abrazado, y

    despus le habl durante largo tiempo con dominio completo de susfacultades durante algunos ratos, y otros, en medio del delirio ocasio-

    nado por la fiebre; haba hablado fuerte, en voz baja, pasando de la

    tranquilidad a la exaltacin y viceversa; su exaltacin tan febril no

    pareca incompatible, en ciertos momentos, con una lucidez completa,

    prestando la calma algunas veces al delirio una apariencia enloquece-

    dora de los sentidos y la verdad... Cmo ante el recuerdo de esas al-

    ternativas de conciencia y aberraciones, que encadenan confusas

    asociaciones de ideas; cmo, entre tantas palabras raras, dichas en el

    curso de la entrevista suprema, determinar cules eran las frases que

    respondan al delirio o a la razn completa?

    -Hijo mo, hay cosas que es necesario que t sepas... pero t vas a

    decir que he cometido un crimen... y yo no quiero... Despus, he olvi-

    dado los nombres, sabes... he olvidado todos los nombres de esa po-

    ca... Oh! el nombre, el nombre, quin me lo dir?...

    Pertenecan al delirio estas conversaciones que de pronto inte-rrumpan el entrecortado discurso, especie de furiosas diatribas dirigi-

    das a la nobleza, que el maestro de escuela crea pronunciar desde lo

    alto de una ctedra o de un plpito?

    Despus de balbucirlas Antonio Fargeot se puso a hablar de la

    Revolucin y de los destrozos de septiembre con las divagaciones y los

    gestos de un loco. Despus, poco a poco, a palabras sin sentido se

    sucedan frases que, aunque no ofreciesen un sentido muy claro para

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    Pedro, por lo menos se equilibraban entre s y parecan corresponder

    lgicamente a una idea precisa que el enfermo dejaba sin explicar.

    -Ves, hijo mio -deca moviendo la cabeza,- la Revolucin algunas

    veces se ha equivocado y nosotros con ella. Se haba sufrido tanto! Yo

    era uno de los primeros republicanos. Yo no estaba por la monarqua,

    pero odiaba la nobleza,... Oh, s! la odiaba... Cuando lo sepas todo,

    dirs que yo no valgo ms que los. asesinos?... Ah, ese nombre que

    he olvidado!... Soy culpable, muy culpable, Pedro... ese nombre me

    hace mucho mal... Tu ta Manon no podr decrtelo, no lo sabe... y, sin

    embargo, sabe muchas cosas... Es necesario interrogarla y despus

    perdonarme... Cuando a tu vez ames, me perdonars mejor... He queri-do mucho a tu madre, pobre hijo mo... Oh, la. quera, la quera! No

    pierdas el anillo que te he dado, mi Pedrito... y que fue suyo...

    Entonces el joven habl con dulzura, afectuosamente; despus,

    para distraer y calmar al enfermo, sac de la caja que la seora de

    Fargeot comprara en Pars, el anillo que Antonio destin, ms tarde,

    despus de la muerte de su mujer, a la futura novia de su hijo querido.

    -No lo he perdido, padre mo... lo conservar, se lo prometo; es

    mi ms precioso tesoro- afirmaba el oficial apoyado en la cama.

    -Pero ya el delirio habla vuelto a invadirlo... Y volviendo a pro-

    nunciar el nombre de Manon Fargeot, el maestro de escuela expir.

    Realmente habra llevado un secreto a la tumba? Estos remordi-

    mientos que atormentaron su conciencia, eran efecto de las alucina-

    ciones de la fiebre o el ineludible peso de una falta que se ha

    cometido? Misterio!

    Pedro no poda, no quera, creer en la posible culpabilidad delhombre suave y sencillo que tanto lo haba querido... Un moribundo

    enloquecido por el delirio suele pronunciar algunas frases incompren-

    sibles...

    Sin embargo, no era slo el deber de llevar el consuelo de su

    afecto a una vieja, y querida parienta, no era slo la necesidad de con-

    fiar su dolor de hurfano a un corazn amigo lo que impuls al oficial

    a apresurar su partida; era la obsesin punzante de una curiosidad.

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    Quera interrogar a la ta Manon... Quera saber loque quiz ella sa-

    bra!

    Y caminaba, siguiendo el camino de Mons-en-Bray sin detenerse

    para tomar un descanso, impaciente, con los nervios en tensin como si

    esa misma noche hubiera podido llegar a la pequea aldea, cerca de

    Moret, en que transcurrieron los aos de su infancia y donde iba a

    encontrar a aquella buena, y venerable ta Manon que haba hecho las

    veces de su madre, y que era la unica que conoci.

    Viudo, pobre, sin familia, sintindose dbil ante la dura perspec-

    tiva de educar al hijo que su mujer, muerta en la flor de la edad, le

    dejara, y al que los cuidados maternos hacan todava tanta falta, Anto-nio Fargeot confi a su hijo, el ser ms querido, a la hermana de su

    padre, Manon Fargeot, a quien l quera mucho y cuyo corazn sensi-

    ble y bueno no esperaba ms que la ocasin de abrirse a un nuevo

    afecto.

    Por lejos que se remontara en el curso de sus pensamientos, Pedro

    se vea cerca de la ta Manon que tanto lo quera y lo llamaba, mi rey,

    mi ngel, mi Jess, y que le serva exquisitas sopas en platos con

    figuras deslumbradoras... Dej la casita de Roy-le-Moret a los diez

    aos, cuando su padre vino a buscarlo para llevarlo consigo a la aldea

    donde l viva entonces y donde los dos vivieron, felices y tranquilos a

    despecho de las crisis polticas, hasta el da en que este llamamiento

    reson de un extremo a otro de la Francia, como inmenso clamor: la

    patria est en peligro.

    Ahora, el nio cuidado tan tiernamente por la ta Manon, el hijo y

    discpulo del pobre maestro de escuela, el voluntario de 1792, acaba deser hecho coronel en el campo de batalla de Marengo. Tenia veinticua-

    tro aos.

    Ay! Este ltimo grado adquirido no despert en el alma, algo or-

    gullosa, de Antonio Fargeot la alegra, con que acogi los primeros.

    Pobre Pedro! 0h, qu cosa tan triste! correr, con el jubilo en el cora-

    zn y en el semblante, feliz por la patria, feliz por s mismo, sentirse

    envuelto, penetrado de gloria, de herosmo, ser joven yexaltado, espe-

    rar algo demasiado bello, demasiado deslumbrador para poder expre-

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    sarlo... y no encontrar en el hogar ms que un moribundo y el desespe-

    rante misterio de un enigma tal vez indescifrable...

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    UN DESCANSO ENTRE LAS RUINAS

    El coronel Fargeot haba pasado las rocas de la Cachette, camina-

    ba siempre hacia Mons-en-Bray; el da declinaba; empez a llover, una

    lluvia de verano pesada y caliente, pero no hizo caso de ella.

    Caminaba, caminaba...

    Consult su reloj; eran las siete y media.

    Entonces not que el agua que corra a lo largo del sendero sobre

    las hojas, y la humedad, empezaban a calarle las ropas. Vio que acaba-

    ba de llegar al pie de la colina que escalaban los rboles del bosque y

    en cuya cima, apareca, entre los escombros de las paredes llenas de

    verdn, lo que quedaba todava del castillo de Chanteraine. La mayor

    parte del edificio que miraba a este lado del bosque, haba sido maltra-

    tado durante la Revolucin y el tiempo encargse de continuar la obra

    bosquejada por el odio de los hombres. La lluvia y el viento eran fuer-

    tsimos... El joven fij su mirada distrada en los despojos de la antigua

    y seorial mansin.. Pens que era intil toda esperanza de llegar antesde una hora a Mons-en-Bray.

    -Esta marcha bajo la lluvia y luchando con el viento me cansa

    demasiado, estoy transido, dentro de un rato no ver nada. Por qu no

    aprovechar el refugio que tan oportunamente le ofreca esa morada

    desierta?... A la madrugada emprender de nuevo mi camino... Si en

    ese intervalo, el horror de abrigar a un defensor de la Repblica hiciera

    temblar los muros de Chanteraine, yo lo advertira.

    Franqueando el montculo pedregoso, despus los escombros de

    las paredes desplomadas que circundaban una hilera de arbustos sil-

    vestres, Pedro Fargeot recordaba un cuento que tantas veces le. relata-

    ra. la. ta, Manon, el cuento de la Bella Durmiente del bosque. Pero

    ninguna intervencin sobrenatural vino a allanar los obstculos bajo

    sus pasos; no fue sin mil dificultades como consigui llegar a un corre-

    dor y se encontr delante de una fachada que la destruccin haba res-

    petado.

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    Las puertas y ventanas cuidadosamente cerradas parecan esperar

    que un Duque de Chanteraine viniera a abrirlas.

    Obligado a reconocer la muy fundada precaucin de los humildes

    propietarios del castillo, Pedro no pens ms que en buscar un refugio

    entre las ruinas.

    Una escalera sin pasamanos y en que los escalones parecan fir-

    mes an, lo condujo al primer piso; buscando, a la plida luz del cre-

    psculo, un rincn donde ningn desplome nocturno lo sorprendiera,

    sigui por un corredor hasta llegar a una pieza donde el cielo raso y

    frisos de madera se haban conservado intactos.

    Una puerta. se encuadraba en medio de un panel cuyas pinturashaban sido respetadas por la humedad. La abri... Pero entonces se

    encontr en una obscuridad completa y comprendi que haba entrado

    en la parte del castillo que momentos antes vio hermticamente cerra-

    da. Sus pies dieron con una alfombra, su mano con la punta de un

    mueble. Un vago olor a madera apolillada, a telas viejas, a esencias

    olvidadas, un olor del pasado flotaba en la atmsfera tibia... Pedro

    encendi un fsforo y mir en derredor suyo .

    La pieza en que acababa de entrar era vasta; escritorios de palo de

    rosa pintados, asientos de diversas formas la adornaban; las cortinas

    bordadas, la seda color malva de las sillas, haban conservado algo de

    su brillo; no obstante, indicios de deterioro saltaban al primer golpe de

    vista, y la alfombra, en fondo claro con ramos de flores, dejaba ver la

    trama en algunas partes.

    En la pared haba retratos con lujosos marcos, que como los mue-

    bles, parecan datar de mediados del siglo XVII.A la luz precaria de los fsforos que a cada instante tena que re-

    novar nuestro oficial, la sonrisa de todos aquellos ojos, despertados por

    un momento, parecan mirar bondadosamente al voluntario republica-

    no, como si un sueo de treinta o cuarenta aos no les hubiera revelado

    nada de lo sucedido en Francia desde el da en que se durmieron.

    Pedro se puso a examinar algunos de esos retratos.

    Parada en un balcn que se abra sobre un gran parque, con un co-

    fre en la mano del que salan collares de perlas y oro, una joven more-

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    na con la cabeza empolvada, de rasgos regulares aunque algo rgidos, y

    de ojos negros que la lealtad y la inteligencia iluminaban, pareca son-

    rer al retrato que le haca pendant, el de un hombre joven como ella,

    rubio, plido, de semblante alegre.

    El coronel Fargeot contempl largo rato la imagen de aquella

    mujer y le pareci que su sonrisa de bondad franca y cariosa deba

    haber resplandecido en las vidas sobre las que irradiaba... Despus, se

    entretuvo mirando el traje, con ramazn verde, y rosa, y la peluca con

    rizos extravagantes de un gentil hombre no joven y, sin embargo, pre-

    sumido y adornado como un bibelot; tambin le hizo mucha gracia el

    vestido floreado de una seora, demasiado vieja para que pudiera sen-tarle el traje de pastorcilla.

    Solo, en el medio del testero principal, un gran retrato presida

    esta asamblea de efigies nocturnas.

    Era el de un viejo en que el rostro suave y fino estaba realzado

    por la nvea blancura de su larga barba, llevada contra la moda. Ese

    seor tena un libro delante, pero sus ojos parecan seguir algn ensue-

    o bien lejos de all. Y haba como una relacin misteriosa, una sutil

    afinidad, entre la mano, de dedos finos, que descansaba sobre la pgina

    del libro abierto, y la mirada llena de quimera que la lea.

    -El viejo Duque de Chanteraine, indudablemente -pens Pedro.

    En la sala de los retratos haba dos puertas. Una de ellas daba a un

    saloncito, donde se adivinaba, por la disposicin y eleccin de los

    muebles, todo un pasado de intimidad; donde un armonium, cuadernos

    de msica, una biblioteca llena de libros, un chaquete abierto todava,

    un costurero que contena una labor empezada, contaban las veladasfamiliares de los Chanteraine durante el perodo de tristeza que debi

    seguir para ellos a la muerte del Duque.

    El oficial sigui su viaje de exploracin por el castillo de Chante-

    raine; pareca que los habitantes de esa mansin misteriosa, celosa-

    mente guardada por el bosque. acabaran de dejarla. La noble morada

    no estaba muerta, sino dormida; se hubiera dicho que de un momento a

    otro, como el castillo de la Bella Durmiente en el bosque, en la que

    antes haba pensado Fargeot, podra despertar.

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    En ese sepulcral silencio, ante el sueo que dorman todos esos

    objetos inertes que, seres vivientes, animaron en otra poca con su

    presencia, el joven no poda substraerse a un supersticioso malestar. El

    crujido de un mueble, el ruido de una puerta que rechinaba sobre sus

    goznes, su propia figura que se dibujaba en un espejo que no haba

    visto, lo agitaban y hacan vibrar sus nervios como dbiles cuerdas.

    Despus se rea de s mismo y con un esfuerzo de voluntad disipaba

    sus locas alucinaciones.

    Empezando a sentir cansancio, resolvi no seguir en sus investi-

    gaciones y volvi:al primer saln; se recost en una poltrona, y bajo la

    oculta proteccin de los retratos que parecan haber sonredo a su lle-gada, se durmi profundamente.

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    LA BELLA DURMIENTE DEL BOSQUE

    Haca cuatro horas que Pedro dorma, cuando la campana de un

    reloj que daba las doce, lo despert.

    No bastante despejado en el primer momento de este despertar

    para darse cuenta del sitio en que se encontraba y admirarse de que un

    reloj diera la hora en una casa deshabitada desde haca cerca de diez

    aos, esperaba, al abrir sus pesados prpados, encontrarse en su cuar-

    tito de Bremenville.

    Fue algo muy raro lo que le hizo darse cuenta, cuando abri los

    ojos, de su presencia en el Castillo de Chanteraine.

    En el saln, donde se haba imaginado que se efectuaran las reu-

    niones ntimas de la familia de Chanteraine (y cuya puerta a la vuelta

    de su peregrinacin por los departamentos desiertos, olvid cerrar), una

    araa de cristal se haba iluminado como por encanto, y bajo la clari-

    dad que cala del cielo raso azul, con guirnaldas de rosas, el gentil hom-

    bre de los extravagantes bucles y la seora de edad madura con traje

    pastoril, bajados de sus marcos jugaban tranquilamente una partida de

    chaquete.

    En un principio, el oficial crey ser presa de una alucinacin,

    consecuencia del pnico que lo haba invadido antes de dormirse, o de

    la prolongacin, ya despierto, de un sueo olvidado en que sus ojos

    velados hubieran conservado la visin. Pero pasado el primer momento

    de estupor, tuvo que comprender que los dos jugadores no pertenecan

    absolutamente al mundo de las ilusiones ni de los fantasmas, comotambin que haban envejecido despus que fueron hechos sus retratos;

    lo que probaba que no haban escapado al yugo de la ley comn a todo

    ser viviente.

    De pronto, sin que el joven pudiera ver quin estaba sentado de-

    lante del armnium, se oy tocar una antigua romanza, de la que ins-

    tintivamente los dos seores llevaban el comps.

    Al lado de la chimenea haba un hombre bajo, vestido de negro y

    con peluca blanca, que tena todo el aspecto de un maestro de comedia

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    y que lea atentamente, con la ayuda de unos enormes lentes de oro, un

    libro que pareca tanto ms grande y pesado, cuanto pequeo y dbil

    era el lector.

    De qu trampa haban escapado esas ridculas figuras? De dn-

    de venan? A dnde iran?

    Esos misteriosos personajes sin duda, pertenecan a la familia de

    Chanteraine. Venan all en complicidad con los habitantes de Mons-

    en-Bray? Pero en este caso, cmo, por tanto tiempo, haba podido ser

    ignorada, su presencia?

    Mil preguntas de esta especie se sucedan en la mente de Fargeot.

    La aventura no dejaba de parecerle extraa y hasta algo inquietante.Tal vez esta propiedad casi arruinada y desierta serva ahora, a favor

    de su desolado aspecto, de un reparo a los emigrados, un sitio de cons-

    piracin?

    Pedro procuraba serenarse. Si el castillo de Chanteraine serva

    subrepticiamente de lugar de reunin a un grupo de partidistas reales,

    la casualidad que traa all a un oficial del Primer Cnsul mereca, a los

    ojos del joven, darle el nombre de Providencia.

    Lo difcil era manejarse tilmente y en el ms completo silencio.

    Procurando apagar sus pisadas, el coronel Fargeot consigui salir de la

    pieza en que se encontraba y ganar la galera lateral sin ser odo. All,

    en la profunda obscuridad, sigui a lo largo de la pared por espacio de

    unos quince metros, reconociendo a tientas el lugar donde estaban las

    puertas que daban acceso a las habitaciones que l haba recorrido

    antes.

    Ningn ruido, ni murmullo, ni movimiento sospechoso, denota-ban que estas piezas estuvieran habitadas.

    Algo desconcertado, el joven iba a volver sobre sus paseos, cuan-

    do se detuvo bruscamente sobrecogido. Acababa de ver que frente a l,

    una de las puertas que acababa de tocar con sus vacilantes manos de

    ciego, dejaba filtrar un dbil rayo de luz. Con dobles precauciones

    Pedro acerc el odo al tabique. El ms completo silencio pareca rei-

    nar en el interior. Entonces, midiendo todos sus movimientos, estreme-

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    cindose al menor crujido de las maderas o de las cerraduras, el coro-

    nel Fargeot abri la puerta.

    A la primera mirada al misterioso aposento comprendi que se

    haba extraviado, que su razn y su delicadeza, exigan que se alejara

    lo ms pronto posible con tanta prudencia como haba venido; pero una

    fuerza poderosa, irresistible, lo detuvo...

    Qu ilusin era la que lo conduca? Lea, en sueo, un delicioso

    cuento, el de la Bella Durmiente del bosque que su ta Manon tantas

    veces le contara, y que el instinto le haba hecho pensar.

    Un poder sobrenatural lo llev hasta el umbral de la mansin en-

    cantada; a su vista las paredes se haban hundido, los relojes paradosdesde cien aos antes, empezaron a sonar, los viejos retratos haban

    bajado de sus marcos para emprender de nuevo sus antiguas costum-

    bres, mientras una cancin de otro tiempo vibraba bajo el impulso de

    dedos invisibles... Y ahora, era la princesa, la princesa adormecida por

    las hadas, la que iba a despertar a una vida nueva!

    Estaba all... la plida claridad de una lmpara de plata, claridad

    dulce, rosada, la. envolva... Era ella, s, ella que apareca, fresca y

    linda sobre los almohadones del sof donde la haba sorprendido el

    sueo, medio tendida, con un libro en la mano.

    Su antiguo peinado, la forma del vestido a rayas rosa salpicado de

    ramos, que la vesta, el casto fich de encajes que cruzaba sobre su

    pecho, hubieran hecho sonrer, como pertenecientes a una poca lejana,

    a las maravillosas del ao VIII, pero sus espesos cabellos se adivi-

    naban adorablemente rubios bajo la tenue capa de polvos; su delicado

    tinte de flor blanca, sus grandes ojos sombreados, su pequesima bocaque ingenuamente sonrea a un sueo, tenan veinte aos; en el aban-

    dono de la inconsciencia del reposo, en toda su persona, se vea el

    candor... Y la gracia era tan pura, el encanto tan conmovedor, en ese

    sueo de nia, que ingenuamente el coronel Fargeot se arrodill para

    contemplarla.

    An la vspera, Pedro hubiera redo, si alguna mujer con la cabe-

    za llena de romances, le hubiera hablado de esas inverosmiles pasio-

    nes que estallan a la sola influencia de una mirada; pero era un

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    sentimental este diestro manejador del sable, este soldado cuyo primer

    amor fue la patria amenazada!... Y he aqu que, de pronto, parecale

    que antes del instante que acababa de pasar, su corazn no haba ha-

    blado, que siempre haba esperado a una mujer cuya imagen estaba en

    l y que vela por primera vez real y verdadera.

    Qu poda ser para l, sin embargo? Una exquisita visin que

    bien pronto se desvanece. Con que derecho se quedaba l all, al lado

    de una nia que se haba dormido en la seguridad de encontrarse sola?

    Tristemente, casi con pesar, se haba levantado. Todava volvi a

    mirar a la Bella del bosque. Para verla, mejor, se acerc y se inclin

    hacia ella. Sbitamente, como a pesar suyo, tom la punta de la cintarosa que caa a lo largo del vestido y la bes.

    Entonces pas algo singular. Las pestaas negras descubrieron

    dos grandes ojos azules que sonrean, y una voz dulce, cristalina, como

    se atribuye a los ngeles, murmur, como en el cuento: Soaba con

    usted... cmo se ha hecho esperar!...

    Verdad que la ilusin fue corta.

    Apenas concluida la frase, la sonrisa haba desaparecido. Cierto

    enloquecimiento ocasionado por el miedo y la clera, desfigur el

    semblante de la Bella. Ms blanca que antes, la joven se irgui brus-

    camente y orgullosa en su traje de colores antiguos:

    -Quin es usted? cmo ha entrado aqu? -grit ella- Sepa que

    no estoy sola y que...

    Pero Pedro, algo confundido en un principio por esa vehemencia

    y afectado por esa indignacin, recuper su sangre fra.

    -No tema nada de m, seorita, se lo ruego -dijo- Oh! siento ha-berla asustado, pero en Audrettes me haban dicho que desde hace

    varios aos el castillo estaba deshabitado, y crame, seorita, que nin-

    guna mala intencin me ha trado aqu... Viajo a pie, la tempestad y la

    noche me han sorprendido lejos de todo abrigo... muy abatido por una

    desgracia reciente, muy cansado por un largo viaje, me ha faltado valor

    para proseguir mi camino y me he tomado la libertad de buscar un

    refugio para pasar la noche aqu, donde no cre encontrar a nadie... Ha

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    sido, pues, ignorando completamente su presencia como he entrado en

    este aposento, y...

    Aqu la explicacin se hizo ms difcil. Pedro titube; despus

    sonri a pesar suyo:

    -La he credo la Bella Durmiente del bosque -concluy.- Ahora

    me voy en el acto... indudablemente, seorita, es sta la mejor manera

    de reparar mi falta, y obtener su perdn.

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    EL SECRETO DE CHANTERAINE

    Despus de todo, puede ser que la Bella del bosque no hubiera

    notado la confusin del despertar, de la libertad que se haba tomado el

    desconocido de besar su cinta. Fuera lo que fuera, todo indicio de

    enojo haba desaparecido de su bellsimo rostro palidecido; slo el

    temor persista, un temor menos intenso, pero ms doloroso, un temor

    que no pretenda disimular el orgullo de la patricia ofendida, y que

    pareca pronta a manifestar con lgrimas su impotencia.

    Y Pedro se callaba, no atrevindose a hablar, afligido ante esta

    crisis que l vea venir y a la que no podra dar consuelo. Pero la pobre

    nia procuraba contener por un esfuerzo de su voluntad, los gemidos

    que se agolpaban en su garganta; despus de un momento de silencio y

    sin duda de lucha interior, pareci recobrar la posesin de s misma, y

    sus ojos azules, velados todava, se levantaron hasta el oficial.

    - Ah, seor! - murmur, - es usted a quien le toca implorar?

    Fargeot quiso protestar; ella con gesto rpido, casi instintivo, lo

    detuvo.

    -Peda usted perdn -dijo ella,- oh! yo con el mayor gusto le per-

    dono... Pero el tiempo de las hadas est ya muy lejos, y estamos en una

    poca en que hay que felicitarse de no ser hija de un rey... Yo no s

    nada de usted, seor, nada de sus ideas ni de sus creencias... Y si juzgo

    por su traje y su peinado, es usted impo y republicano, aunque en

    verdad no tiene usted mal aspecto... Har usted caso de mi splica, si

    le pido, por lo ms querido que tenga en el mundo, que olvide que meha visto, no revelando jams nuestro secreto? No hacemos mal ningu-

    no, oh! se lo aseguro.

    -Cada da se hace ms difcil reconocer a los republicanos por el

    traje y el peinado, seorita -contest el joven conmovido y contento a

    la vez;-pero me avergonzara si la engaara. Soy republicano. Se puede

    serlo, cramelo, sin aceptar la guillotina.. Nunca he sido cabecilla de

    un partido. Y ante todo, soy soldado. En cunto a traiciones?... Mre-

    me usted bien, seorita -agreg,- usted me ha hecho el honor de decir-

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    me que no tengo el aspecto de ser mal hombre, encuentra usted en mi

    aspecto algo de traidor?

    La dulce mirada de Pedro busc los ojos de la nia. Y esa mirada

    era tan recta, tan franca, que los ojos amedrentados no le huyeron, ms,

    se refugiaron all un instante serenados por la lealtad y bondad que se

    lea, en el fondo de las pupilas del oficial.

    -No; usted no puede ser un traidor - dijo muy despacio la Bella

    del bosque.

    Pedro continu:

    -Ese secreto de que usted hablaba, y adems qu se yo?... Ignoro

    su nombre y el de las personas que he entrevisto hace un rato...-Cuando habl de un secreto -dijo ella,- usted habr comprendido

    perfectamente que no se trataba de nada que... de nada parecido a un

    secreto... poltico? El nombre que yo le peda que no revelara a nadie,

    el nombre que no puede ser ignorado por usted, voy a decrselo: me

    llamo Clandia de Chanteraine... Soy la nieta del duque Roberto Gerar-

    do de Chanteraine muerto hace doce aos. Este secreto del que usted

    ya conoce una parte, puesto que sabe que el castillo est habitado, creo

    que debe usted conocerlo todo... y que lo guardar... oh! no, mejor,

    pero... cmo podr decir?...

    La joven se detuvo; despus prosigui suavemente:

    -Usted no ocasionar perjuicio a nadie -termin.

    -Ser una satisfaccin para m or lo que usted me haga el favor

    de decirme -contest Pedro conmovido y agradecido al ver la intuicin

    con que la joven haba reconocido sus escrpulos.

    -Si en el pas le han dado a usted informes de este pobre castillo-sigui diciendo la joven,- no habrn dejado de decirle que los pocos

    sobrevivientes de la familia de Chanteraine haban emigrado en 1791...

    S; nuestros amigos y enemigos tenan la seguridad de que nos haba-

    mos ido, aunque ninguno poda jactarse de habernos visto partir... y, yo

    se lo juro, seor, jams, me oye usted bien? jams ninguno de noso-

    tros ha dejado Chanteraine.

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    - Oh! esto parece inverosmil - dijo Claudia advirtiendo la in-

    mensa sorpresa que se pintaba en el rostro del oficial:-pero bien pronto

    ver usted que esto puede creerse muy bien...

    -Cuando empez la Revolucin -prosigui la seorita de Chante-

    raine, algo sofocada por la emocin,- la familia de Chanteraine perdi

    su jefe. Mi ta, Carlota de Chanteraine, ya anciana, yo todava dema-

    siado joven, nos encontramos casi solas en el inundo, no teniendo ms

    gua que uno de mis primos, el caballero de Plouvarais, que con su

    hermana, habitaba Chanteraine desde algunos aos atrs... El seor de

    Plouvarais es el mejor de los hombres; pero tambin el ms irresoluto,

    incapaz de tomar una iniciativa! En estas condiciones y dado el preca-rio estado de nuestra fortuna, la idea de emigrar y tener que luchar con

    las dificultades y los peligros de una existencia incierta y aventurada,

    aterraba a la seorita Carlota de Chanteraine, que no pudo conformarse

    con dejar el castillo en momentos en que la mayor parte: de nuestros

    amigos se apresuraban a pasar la frontera. Bien pronto nuestra existen-

    cia no fue sino una serie de trances y angustias. Cuadrillas de forajidos

    recorran el pas, saqueando, destruyendo, incendiando... Al volver a

    Chanteraine despus de una corta ausencia, encontramos destrozos,

    ruinas casi. Tenamos mucho por qu temer. Fue entonces cuando,

    aconsejada y dirigida por. Quintn, un antiguo y desinteresado servidor

    de mi abuelo, mi pobre ta, tan poco hecha para la poca en que viva,

    tom la extravagante resolucin de hacer creer en nuestra desapari-

    cin... En esta parte del castillo est, muy bien disimulada, la entrada a

    un inmenso subterrneo con ramificaciones que van a dar a muchas

    leguas de distancia y tienen salida en distintos puntos del campo y quefue construido cuando la guerra de cien aos, por Tristn de Chanterai-

    ne, uno de nuestros antepasados, para prevenirse contra las sorpresas

    del enemigo. El secreto de este sombro asilo fue transmitido por mu-

    chos aos de padres a hijos, despus olvidado, no se sabe por qu,

    durante dos siglos. Mi abuelo, que se complaca en vivir en medio de

    los recuerdos de nuestra casa, lo descubri descifrando, por un prodi-

    gio de paciencia y casi de adivinacin, los enigmas de un libro mgico

    muy antiguo, tesoro ignorado que se encontraba en nuestros archivos.

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    Siguiendo las instrucciones que le fueron dadas por su amo, Quintn

    nos las revel... Debajo de la morada visible y siempre amenazada, hay

    otra invisible y segura, en que la distribucin se prestaba para alojar

    mucha gente y por tiempo indeterminado. Mi ta juzg que estbamos

    salvos. Mientras nos crean muy lejos, en Alemania, en Inglaterra...

    vivamos debajo de tierra.

    -Pero cmo, de qu vivan ustedes? -pregunt Pedro.

    -Cada cuanto tiempo -replic la joven,- un cuado de Quintn,

    arrendatario en Mons-en-Bray, que nos es secretamente adicto, nos

    trae, por el camino de los topos, las provisiones necesarias para nuestra

    subsistencia... Un da nos hizo saber que Chanteraine, vendido comopropiedad de los emigrados, haba sido adquirida por la aldea de Mons-

    en-Bray, y nuestra situacin se mejor en parte. Nosotros seguimos no

    saliendo del castillo sino, muy raras veces y siempre en medio de la

    obscuridad; pero el hogar se reorganiz. Mientras la gente se mueve y

    trabaja a la luz del sol, nosotros dormimos en nuestra tumba protectora,

    y Chanteraine parece muerto; pero, cuando a su vez ellos reposan des-

    pus de terminado el da, desde que las tinieblas envuelven los campos,

    el castillo despierta, los relojes parados por la maana vuelven a mar-

    char, las lmparas se encienden, la vida empieza para nosotros. Las

    distracciones no son muy variadas, y esta rara existencia no es segura-

    mente la felicidad para ninguno de nosotros, ni aun la tranquilidad...

    Pero, s, el bienestar de una seguridad relativa en una poca en que

    puede uno considerarse feliz de haber podido conservar la vida y elegir

    por si mismo la prisin en que ha de encerrarse.

    -Ya ve usted, seor, que los huspedes de Chanteraine no sonenemigos a los que haya mucho que temer... Y por lo tanto, si usted

    deja adivinar nuestra presencia... oh! Dios mo, en estos tiempos

    abominables, de horribles injusticias, quin puede prever lo que suce-

    dera!

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    LA SEORITA CARLOTA DE CHANTERAINE

    La joven se haba cubierto la cara con sus dos manos como para

    substraerse a una horrible visin.

    -Pero los das del Terror han pasado -dijo Pedro.- No han sabido

    ustedes nada de los acontecimientos pblicos? El eco de los rumores

    exteriores no ha llegado hasta ustedes, ni aun por intermedio de un fiel

    abastecedor?

    -Durante un ao Quintn tuvo la orden de traernos todas las nove-

    dades que saba por su cuado -respondi la seorita de Chanteraine

    dominada todava por la emocin.- Pero desde los primeros das del

    mes de febrero de 1793, supimos que el 21 de enero de ese ao, el Rey

    haba sido guillotinado, por un juicio de la Convencin. Quintn

    -declar mi ta con un tono que no admita objecin,- Su Majestad ha

    muerto; creo que usted comprender lo poco que puede interesarnos lo

    que haya sucedido, suceda o suceder en una Repblica. Es, pues,

    intil que nos comunique los. acontecimientos polticos... La Francia

    no existe para nosotros. El da en que monseor el Delfn entre en

    posesin del trono de san Luis y de Enrique IV, de quienes es el here-

    dero legtimo, usted nos lo har saber.

    -Y, desde la muerte del Rey, ni su ta ni sus primos han vuelto a

    informarse?...

    -Jams.

    -Pero... usted?

    - Oh! yo soy menos estoica que mi ta, pero, como Quintn es in-corruptible, he recurrido a Brbara, su mujer, para saber algo, pero

    nunca estaba bien informada. Quintn, que no poda dejar de contar las

    atrocidades del Terror, se hizo menos comunicativo despus de la cada

    y muerte de Robespierre, poca en que hubo un poco de calma. El no

    cree en esa calma, dice que todo va mal, que los franceses bailan desde

    hace seis aos sobre cenizas mal apagadas, y compara la Revolucin

    con el gato Rominagrobis...

    El joven no pudo contener una sonrisa.

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    -Ese bravo Quintn parece demasiado pesimista, seorita, y nada

    es ms cierto que la paz que goza la Francia en su interior, por lo me-

    nos desde el 18 brumario de este ao... quiero decir el 9 de noviembre

    del ao pasado.- Ese da, hemos sido libertados por el general Bona-

    parte, del despreciable gobierno del Directorio, y ha tomado el poder

    para honor de nuestro pas... Quintin no habr dejado de hablarles del

    general Bonaparte?

    -En efecto, Brbara me lo ha nombrado -dijo ingenuamente la se-

    orita de Chanteraine;- pero fue a propsito de la guerra.

    -Ese nombre es hoy el del jefe del Estado, del Primer Cnsul.

    Con el gobierno de Bonaparte una nueva era ha empezado... una erade gloria, de justicia, de verdadera libertad!

    Claudia hizo un gesto de impaciencia.

    -Le pido disculpa, seorita - agreg respetuosamente el coronel

    Fargeot,- pero es preciso que usted sepa, lo mismo que sus parientes,

    que no es para nada necesario este horrible cautiverio a que la han

    sometido junto con ellos... No, para nada! Qu cosa ms fcil, en

    efecto, que hacer borrar de la lista de los emigrados el nombre de

    Chanteraine?... Dios mo, seorita, ya est llena de rayas esa triste

    lista! Lo que ante todo quiere el Primer Cnsul, es la reconciliacin de

    los partidos, es la libertad para todos... No se encontrara feliz, seo-

    rita, aun bajo un gobierno republicano, en poder ir a orar a una iglesia,

    en asistir a la celebracin de la misa?... Bonaparte quiere tambin la

    libertad religiosa... Si usted pudiera comprender las grandes cosas con

    que suea ese hombre casi sobrehumano!

    Las finas cejas de la seorita de Chanteraine volvieron de nuevo acrisparse.

    -Es usted un exaltado, seor-dijo la joven. -Y dudo que mi ta

    consienta jams en dejar nuestro retiro: sabra entonces la muerte del

    pobre Delfn, en quien ella piensa siempre como en monseor el Conde

    de Provence, o monseor el Conde de Artois, como en el hijo de Su

    Majestad el Rey Luis XVI. Ella espera alRey!...

    A Pedro le asalt el deseo de decir:

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    -Y usted, seorita, a quin espera? Era con el Rey con quien

    soaba algo tan alegre que la haca sonreir? Era el Rey a quin usted

    crea reprochar por haber tardado tanto en venir?

    Pero, como es de suponer, se guard muy bien de ser tan indis-

    creto.

    -Es usted mejor juez que yo en lo que concierne a su seora ta

    -replic l.- Permtame, no obstante, dejarle a usted mi nombre. Sin ser

    de los ntimos del Primer Cnsul, tengo, como todo soldado convenci-

    do, alguna influencia con el general Bonaparte. Si sus parientes se

    resignan a solicitar la regularizacin, y que en este caso mi interven-

    cin pudiera serles til, sera para m un gran placer.Pedro escribi en una libreta su nombre, su grado y las insignias

    militares que constituan su direccin en todas partes; despus arranc

    la hoja en que acababa de escribir, y se la dio a la seorita de Chante-

    rame.

    -Doy a usted las gracias, seor Pedro Fargeot.

    Y con los ojos fijos en el papel, se admiraba de encontrar tanta

    suavidad y cortesa en un soldado republicano, un hombre del pueblo

    tal vez, o al menos de nacimiento humilde.

    -Y yo, seorita, doy a usted las gracias por la confianza que me

    ha dispensado y de la que me siento muy honrado.

    Despus, inclinndose profundamente:

    -Adis, seorita! -concluy l.

    Clandia no contest. Entonces, muy apesadumbrado el oficial, hi-

    zo ademn de retirarse; pero con un ligero gesto la joven lo detuvo,

    algo confundida, sonrojndose:-Seor Fargeot -dijo ella;- usted se detuvo en Chanteraine bus-

    cando un refugio contra la noche y la tormenta.. El da est lejos toda-

    va y la tormenta no ha calmado. No estara usted en su derecho, si

    dejara el castillo, al echar de menos, maldicindonos, el abrigo y el

    reposo que hubiera usted encontrado en una casa desierta?... Y los

    Chanteraine no han faltado nunca al deber de la hospitalidad!

    Un dulce resplandor irradi en los ojos que interrogaban ansio-

    samente a Claudia.

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    -A decir verdad, seor coronel -dijo gentilmente la joven,- no le

    aconsejara que entrara en el saln en que est mi ta, sin anunciarse...

    Correra el riesgo de no ser mejor recibido de lo que... lo fue aqu...

    Pero yo ser, su introductora. Espreme un instante.

    La seorita de Chanteraine desapareci. Sus cabellos exhalaban

    un olor suave que qued en su aposento coqueto y antiguo. Todos los

    objetos de formas delicadas y de colores suaves reunidos all, y que el

    tiempo haba inmaterializado, parecan estar impregnados de ese per-

    fume que les daba algo de vida... Entre esos objetos, Claudia haba

    pasado sus horas de soledad, cuando nia, como cuando fue seorita...

    Y Pedro ya los quera, hubiera querido besarlos como preciosas reli-quias.

    Ah, qu hermosa era! qu seductora, la Bella del bosque! Qu

    gracia exquisita en sus movimientos, en su modo de andar! Qu inge-

    nuidad se adivinaba, en sus ojos, en sus labios en sus palabras!... El

    coronel Fargeot se dejaba llevar por su entusiasmo... La lluvia, el can-

    sancio, la obscuridad, nada le importaban. Tena una sola idea fija: que

    tal vez los antiguos retratos iban a permitirle pasar algunos momentos

    ms cerca de Claudia; que por algunos instantes todava iba a verla, a

    orla, a respirar el mismo aire que ella, antes de dejarla para siempre.

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    EL SALON DEL ARMONIUM

    En fin, Pedro Fargeot fue introducido en el saln del armnium, y

    la seorita Carlota de Chanteraine, magnfica de solemnidad y gracia a

    un mismo tiempo, se dign avanzar dos pasos para recibir al joven.

    -Sea usted bienvenido, caballero -dijo ella.- Como la nobleza no

    ha perdido todava todos sus antiguos privilegios, tiene el placer de

    ofreceros hospitalidad.

    Su frase le pareci tan bonita y estaba tan satisfecha de haberla

    dicho, que gratific con una sonrisa de satisfaccin su propia amabili-

    dad.

    Despus se cambiaron presentaciones, se ofrecieron asientos, y la

    conversacin empez.

    No se habl poco de la lluvia y de los das lindos, de los bosques

    de Hauvert, de los que la seorita Carlota deca nuestros bosques,

    del tiempo de las fiestas de Triann, al que ella llamaba nuestro tiem-

    po, y de Juan Jacobo Roussea, a quien ella llamaba nuestro

    Rouisseau, a quien perdonaba, el Contrato Social, que ni lo haba

    hojeado, por haber escrito laNueva Elosa, que tanta veces haba ledo.

    La solterona no cumpli la promesa que haba hecho a su sobrina,

    de no hacer alusin a los acontecimientos del ao 89 y los sucesivos.

    Lleg un momento en que la palabra Revolucn le cosquille de tal

    manera la lengua, que no pudo, costara lo que costara, dejar de pronun-

    ciarla.

    Fue a propsito de un incidente trivial. El seor Fridolin, el hom-brecito vestido de negro, antiguo preceptor de los nios de Chanterai-

    ne, haba puesto demasiado cerca de una cortina de ligera tela la

    lamparita de que se serva para leer. La seorita Carlota lo reprendi

    con un tono de indecible espanto.

    -Usted no se sorprender de mi emocin, seor Fargeot -explic

    ella,- cuando sepa que por una imprevisin semejante. murieron mi

    sobrino el Marqus de Chanteraine, la Marquesa, su mujer, y Gerardi-

    to, su hijo, nico heredero de nuestro nombre... Durante la noche y

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    cuando todos dorman en la casa en que habitaban en Pars, el fuego

    hizo presa del departamento de ellos... Y ms tarde, ay! demasiado

    tarde! pudo saberse por algunos testigos, que una lamparita colocada

    por la imprudencia de un sirviente muy cerca de una cortina de gasa

    fue la causa del incendio. Y perecieron sofocados, quemados antes de

    que se hubiera organizado el salvamento.

    - Oh, es espantoso! qu muerte horrible! la ms horrible de to-

    das!- grt el hombrecito, sobrecogido de terror.

    -Usted preferira ser muerto por una bala en el campo de batalla,

    que quemado vivo en un incendio, no es cierto? - dijo la seorita

    Carlota con alguna irona.Pedro se sonri.

    -Me siento, por la fuerza de la costumbre, completamente tran-

    quilo bajo una granizada de balas, seora -respondi,- mientras que

    nunca he podido ver una aldea o una casa en llamas sin que algo de

    inconsciente, una especie de instinto, despertara en m... Es una debili-

    dad, lo debo confesar, aunque siempre he podido dominarla... El origen

    remonta, me parece, a un sueo que tuve en mi infancia. Me figuraba

    entonces con mucha frecuencia, que en medio del sueo el fuego inva-

    da nuestra casa,... y me despertaba gritando con una impresin de

    espanto tal, que mi recuerdo encuentra todava su intensidad.

    No s qu espritu de maldad se apoder de la solterona.

    -Y bien, seor -contest ella,- el sentimiento de angustia, de mie-

    do que causa, a usted el espectculo de una casa en llamas, a mi una

    vela puesta cerca de una cortina es lo bastante para proporcionrmelo...

    y sin embargo... le juro por mi vida que envidio a mi sobrino, a misobrina y a su inocente hijo... y hubiera preferido ser como ellos que-

    mada viva hace veinte aos, a haber presenciado nuestra ridcula Re-

    volucin!

    Pero Fargeot no quiso tomar esto por el lado de una. provocacin.

    -Ese sentimiento es digno de una herona -contest l con senci-

    llez.

    Y estas palabras fueron dichas con una cortesa tan perfecta por el

    arrogante oficial, que la seorita Carlota se conmovi y deplor su

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    arrebato. Y la conversacin se reanud en el punto en que se haba

    dejado cuando la imprudencia de Fridolin hizo temer a la seorita de

    Chanteraine.

    -La casualdiad nos ha trado un husped bastante presentable

    -declar ms tarde el primo Plouvarais.- Su lenguaje es el de un hom-

    bre correcto y sus maneras no dejan nada que desear... No dir que

    tenga la gracia de nuestros gentiles hombres de otros tiempos, pero en

    su andar est impreso algo de elegancia varonil que sentara tanto a un

    Montmorency como a un coronel de la Repblica.

    Mientras la seorita Carlota emprenda de nuevo su partida de

    chaquete y el seor de Plouvarais cantaba su melanclica romanza,oda antes por Pedro, Claudia haca preguntas al oficial sobre su vida

    de soldado, y tambin sobre su familia. Devorado por una especie de

    remordimiento -pues le pareca haber dado una prueba de ingratitud,

    admitiendo, siquiera un instante, la realidad de la falta de que Antonio

    Fargeot se acusaba al morir -Pedro se complaci en hablar largamente

    de su padre con veneracin y cario. Claudia escuchaba atenta.

    -Y ahora usted ha quedado completamente solo, no tiene en el

    mundo nada ms que a su vieja ta? Oh! es muy triste. Verdad es que

    el soldado est acostumbrado a vivir lejos de los suyos... Pero a m me

    parece que el soldado, ms que nadie, necesita amar y saber que al-

    guien que le quiere piensa siempre en l... Probablemente usted tendr

    novia?

    Estas palabras fueron dichas con mucha timidez.

    Pedro respondi:

    -No, seorita; cuando mi pobre ta Manon Fargeot, que es muyvieja, vaya a reunirse con mi padre, que muri siendo joven todava, no

    tendr nadie que piense en m...

    Una frase suba a los labios de la seorita de Chanteraine y le pa-

    reci tan desatinada que se asust, y algo avergonzada, se guard bien

    de pronunciarla. Entonces, hubo entre los dos jvenes un corto silen-

    cio; y algo indefinible, algo no sospechado, pareci confundirlos.

    Claudia prosigui:

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    -Usted y yo, seor, hemos tenido la. desgracia de no conocer a

    nuestra madre, pero usted ha tenido una felicidad que a m me ha falta-

    do. Usted ha sido educado por su padre. Yo no ho podido guardar el

    menor recuerdo de los mos. Mi padre muri antes que yo viniera al

    mundo de resultas de una cada del caballo, y, dos meses despus, mi

    nacimiento cost la vida a mi madre.

    -Pobre, nia! -murmur, a pesar suyo el oficial.- Cuntas penas

    hay ya en su vida!

    -Es verdad, oh, s! es verdad -dijo suspirando la nia.- Pero ha

    habido en mi vida un momento en que supe lo que era el dolor. Fue

    cuando perd a mi abuelo... Yo tena entonces once aos, pero haba-mos vivido en mucha intimidad; nos queramos mucho y nos compren-

    damos muy bien a pesar de nuestras edades tan distintas. Una fatalidad

    terrible pareca haberse encarnizado contra nuestra familia. Hijos,

    nueras, nietos, todo lo haba perdido mi abuelo. Era yo el nico ser que

    le quedaba de dos generaciones... y creo que haba reconcentrado en mi

    todo el cario que no poda dar a los desaparecidos... Quiere usted ver

    su retrato?

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    LOS RETRATOS

    A una afirmacin de Pedro, Claudia, tom una lamparita, y se-

    guida del joven, pas a la sala contigua. Antes que hubieran llegado al

    retrato, el oficial se detuvo:

    -No es este el retrato de su padre, seorita? -pregunt, sealando

    el de un hombre que estaba enfrente del de la joven de las joyas.

    -No; es el retrato de m to, el marqus de Chanteraine. Los del

    Conde y la Condesa de Chanteraine, mis padres, han sido llevados, a

    peticin ma, al aposento en que me encontraba cuando fui sorprendida

    por su presencia. Es ah donde paso la mayor parte del tiempo. Mi to y

    mi padre se parecan mucho, rubios uno y otro, como todos los Chante-

    raine y como yo misma.

    Despus la, seorita de Chanteraine se dirigi al testero opuesto y

    levant un poco la lmpara a fin de dar mejor luz al retrato que estaba

    colgado all.

    Era el de la seora de los collares de oro y perlas.

    -Esta es mi ta, Irene de Champierre, Marquesa de Chanteraine.

    Yo tena apenas unos meses cuando ella muri; pero mi abuelo, que la

    quera mucho, me habl siempre de ella, y sin conocerla, la quiero.

    -Cuando entr por primera vez en este cuarto, contempl por lar-

    go tiempo ese hermoso rostro -confes Pedro.- Hubiera deseado tener

    una madre o una hermana que se le pareciera...

    -Si Dios no se hubiera opuesto -replic tristemente la joven,- hu-

    biera sido mi segunda madre, porque su deseo era que algn da mehubiera casado con su hijo. Algunas veces, bajo la mirada de nuestro

    abuelo que sonrea al pensar en ese porvenir lejano, nos tomaba en sus

    brazos, y acercndonos a ella, para besar nuestras cabezas, nos deca

    cariosamente, sus queridos prometidos... Son el prncipeBrunety

    la princesa Blondine, deca mi abuelo que es quien me ha contado

    todas estas cosas... Y mi ta Irene le prometa hacer las veces de madre

    para conmigo. Ay! estaba escrito que yo no deba conocer la dicha de

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    tener madre, pues mi ta Irene muri al poco tiempo... del trgico modo

    que ya usted conoce...

    -Qu edad tena entonces? -pregunt el joven con inters.

    -Veinticinco aos. No se la poda conocer sin quererla. Mire sus

    ojos: son el reflejo de una alma encantadora, y se adivina que fue a la

    vez firme, leal y cariosa. Parece que una persona que tuviera la con-

    ciencia atormentada, no podra sostenerse ante esa mirada. Yo la busco

    como un reconfortante, a pesar que no es sino un retrato. Me da valor,

    me deja mejor y ms confiada... Yo no he visto en nadie una mirada

    que se parezca a sta.

    Hablando as, Clandia se haba vuelto hacia Fargeot, a quien dabatoda la. luz en la cara...

    Se interrumpi bruscamente, y apartndose del retrato de la mar-

    quesa Irene de Chanteraine, mostr otro al oficial.

    -Mi abuelo-dijo.

    -Lo haba adivinado -contest suavemente el joven.- Esa cara,

    venerable, esa boca fina, ligeramente irnica, esos ojos de pensador y

    de poeta, llamaron tambin mi. atencin.

    -Ojos de pensador - repiti Claudia, - s, eran as... ojos que sin

    cesar escrutaban el pasado y el porvenir, sin fijarse, al parecer, en el

    presente sino muy rara vez... por casualidad... Seor Pedro Fargeot,

    antes de su venida aqu retrato de la Marquesa Irene de Chanteraine,

    qu le dijeron?

    Y dejando la lamparita de plata sobre una consola, mir a Pedro

    con ansiosa mirada.

    Pedro le cont lo que saba de la venta del castillo como propie-dad nacional, y de la buena accin de los habitantes de Mons-en-Bray

    que la compraron.

    -Nuestros queridos, nuestros buenos paisanos! -dijo Claudia,-

    Oh, qu emocin la que sentimos cuando supimos que ellos haban

    comprado Chanteraine para guardrnoslo! Yo no puedo pensar en ese

    desprendimiento, en esa fidelidad admirables, sin que una inmensa

    emocin inunde mi corazn, sin que las lgrimas aparezcan en mis

    ojos, sin experimentar un profundo agradecimiento... Y desde hace

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    muchos aos, estas buenas gentes esperan como nosotros; nada que-

    branta su fe. No cree usted, como yo, que tanta fe debe ser coronada

    con un milagro?

    -Y es un milagro, en efecto, lo que piden esos humildes creyentes,

    seorita, -dijo Pedro,- pues no quieren creer que la raza de los Chante-

    raine se haya extinguido con el Duque: de Chanteraine, su abuelo. Y su

    esperanza de ver algn da un Duque de Chanteraine en el castillo

    reposa sobre la prediccin de una antigua leyenda.

    -La leyenda de los Chanteraine. Eso tambin le han contado, se-

    or? No se ra usted de esas almas ingenuas que se dejan seducir por

    las antiguas canciones, por leyendas de consolador encanto! -dijoClaudia.

    Despus, sonrosndose ligeramente, agreg con la misma ansie-

    dad, algo tmida:

    -Y del Duque de Chanteraine qu le, han dicho, seor? Si le ha-

    go esta pregunta, es porque temo que le hayan dado una idea falsa del

    hombre sin igual que fue mi abuelo, que se lo hayan representado bajo

    los rasgos de un alucinado, de: un visionario...

    Pedro quiso protestar, pero ella lo detuvo.

    -Oh! yo s muy bien que muchas personas lo han considerado

    como tal. Lo han comprendido muy mal... y aun personas de su intimi-

    dad... Pero cmo demostr que era ms perspicaz que todos esos ha-

    bladores! Cmo les predijo lo que haba de suceder con la monarqua

    que se consideraba inviolable, de la sociedad que pareca descansar

    sobre bases slidas! Comprobando las faltas, los abusos que se come-

    tan arriba, y presentando el largo trabajo que se exiga al pueblo bajo,vio venir la catstrofe en la que nadie crey, y durante los ltimos aos

    de su vida, su mayor preocupacin fue asegurar la salvaguardia de los

    suyos... Fue as como, ayudado de su fiel Quintn, lleg a encontrar el

    secreto de la morada subterrnea donde hemos podido vivir tanto tiem-

    po... Tena adems otras ideas, otros proyectos que parecan extrava-

    gantes; creencias que se juzgaban locuras... Los hombres siempre estn

    prontos para encontrar locas o extravagantes las cosas que no pueden

    comprender. En su crculo se le oa, se le escuchaba con respeto, pero

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    l adivinaba, bajo el mismo respeto, no s qu sonrisa de duda, si no de

    mofa... Aunque muy nia, era a m a quien se confiaba con frecuencia

    en sus ltimos aos. Tal vez para comprenderlo, sera necesario ser la

    nia quimrica y completamente ignorante del mundo como lo era yo...

    y que lo soy todava a despecho de mis veintitrs aos... Esa intimidad

    dur hasta el da supremo... Despus, mi ta Carlota y mis primos de

    Plouvarais han confesado que el Duque de Chanteraine haba hablado,

    sobre un punto esencial por lo menos, como un sabio y no como un

    soador... He guardado en mi corazn todo lo que l me ha dicho... y

    ante todo, lo que a m no ms dijo... despus las promesas que me

    exigi para bien mo... Yo todava tengo confianza en l... ahora, queya no vive, me parece que me conduce, me dirige, me inspira... oh! yo

    querra... yo....

    La joven se detuvo con la voz alterada por la angustia. Pedro re-

    piti con mucha dulzura:

    -Usted querra?

    -Quisiera que nada quebrantara esta confianza, esta fe; que nada

    me quitara jams la alegra y la paz que experimento al sentirme guia-

    da de este modo... La vida me parece algunas veces tan triste, tan

    espantosa!

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    EL ANILLO CINCELADO

    Los dos jvenes siguieron conversando con cierta confianza. Pe-

    dro, conmovido con la angustia de la seorita de Chanteraine, procura-

    ba consolarla; l le hablaba del bienestar de toda Francia, exhortando a

    la joven para que hiciera salir a su familia del encierro en que estaban;

    termin su alegato, diciendo:

    -Y cmo comprender que, viviendo todava el Duque de Chante-

    raine., su abuelo, a quien usted ha querido tan tiernamente, hubiera

    consentido en tenerla alejada de todos los placeres, de todas las, espe-

    ranzas propias de su edad, que la hubiera condenado a este aislamiento;

    cmo no suponer que l no hubiera deseado verla unirse a un hombre

    digno de usted, y que hubiera sido su gua en esta vida que tanto la

    atemoriza?

    Clandia movi la cabeza.

    -Es probable que yo no me case, aunque vuelva al mundo -dijo

    ella con gravedad.

    Y como Pedro no se atreviera a interrogarla:

    -Estoy comprometida -dijo,- y seguramente, no volver a ver ja-

    ms a quien guardo y guardar siempre la fe jurada.

    Despus ella agreg en voz baja y como sin quererlo:

    -Crea que slo l podra encontrar el camino de mi retiro... crea

    que el viejo castillo cerrado y dormido, no se abrira, no despertara

    nada ms que para l...

    Fargeot sinti que una tristeza mortal llegaba hasta el fondo de sucorazn.

    - Que Dios le devuelva -dijo,- el hombre que usted se ha dignado

    querer!

    Hubo un largo silencio, que el oficial fue el primero en romper.

    -Ya despunta el da -dijo, al ver un plido rayo que filtraba por las

    cortinas de brocato.- Es preciso que me ponga en camino...

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    - El dia! -repiti Claudia;- el da, la aurora, el sol! Ah, qu lin-

    das palabras... qu lindas cosas!... Usted no puede comprender la ale-

    gra que experimento al ver el da.

    -Lo ve usted algunas veces?

    -Muy raras. Mi ta, que est siempre con el temor de que se sepa

    nuestra presencia en el castillo, me prohibe toda imprudencia.

    Pedro abri con precaucin la puerta que comunicaba con el saln

    de los retratos.

    -Quiere, usted ver el sol hoy? -dijo.- Yo s que a algunos pasos

    de aqu hay un balcn que por su orientacin nos promete un bello

    espectculo... y no puede temer ninguna sorpresa- en el bosque tododuerme todava.

    La seorita de Chanteraine vacil, luego, seducida, hizo un gesto

    de alegre indiferencia y sigui al joven.

    No tuvieron ms que atravesar dos piezas para llegar al balcn de

    piedra horadada que Pedro habla visto la vspera, cuando pas por all.

    All, las ruinas del castillo, los rboles del bosque, el cielo, apare-

    cieron divinamente glorificados a travs del rosado resplandor de, la

    maana; despus de la lluvia del da anterior, el sol se haba levantado

    soberbio, triunfante. Un cfiro fresco meca la hiedra que adornaba la

    ventana, y esparca por el aire el perfume de la tierra hmeda y de las

    plantas... Los pjaros cantaban rebosantes de jbilo...

    -Oh, qu belleza, qu dulzura en las cosas de la Naturaleza!

    -exclam la seorita de Chanteraine.

    Apoyada en el muro, sus rubios cabellos empolvados tocaban las

    hojas obscuras de la hiedra que pareca querer mezclarse con ellos paracoronarlos, sus ojos azules brillaban con los resplandores de la aurora,

    miraba, oa, respiraba con delicia; se embriagaba en la vida libre de los

    seres y de las cosas del campo. Pedro no vea ms que a Claudia, no

    vea ms que el ligero soplo de sus labios conmovidos, no respiraba

    ms que el perfume de sus cabellos y sus encajes, se exaltaba ante el

    encanto de esa flor viviente... Y permanecan callados, posedos por el

    encanto de la hora, hermosos los dos, l en su fuerza, ella en su gracia;

    jvenes los dos y llenos de vida en medio de estas ruinas, por las que

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    trepaban alegremente las enredaderas florecientes y bellas como hadas

    que por tanto tiempo haban guardado el sueo de la princesa...

    En medio del silencio, Pedro murmur:

    -Yo no pertenezco ni a ese mundo de que os hablaba, ni a ningn

    otro; no soy ms que un soldado sin gran educacin... Pero ,querra

    usted permitirme, seorita, pedirle un favor, un favor inapreciable, y

    dejarme esperar en su consentimiento, y que usted no se disgustar, no

    se ofender si es demasiado lo que pido?...

    Claudia mir a Pedro, no sabiendo qu contestar, l esperaba con

    ansiedad. Entonces ella dijo:

    -Hable, seor. Tengo la seguridad de que no se atrever a ofen-derme...

    Nada era ms cierto. De dnde vena esta confianza ciega, ella

    misma no lo saba, pero crea en Pedro Fargeot, lo adivinaba bueno y

    recto, tena la seguridad de que jams una palabra desleal habra pasa-

    do por sus labios, que jams una accin vil habra manchado su vida.

    En este viejo castillo en que ella solamente tena an los cabellos

    rubios, le pareca que nadie era bastante joven para comprenderla,

    bastante discreto para dirigirla, bastante fuerte para protegerla... E

    instintivamente su juventud buscaba esa otra juventud; su debilidad

    temerosa buscaba esa fuerza inteligente... Ella haba encontrado una

    gran alegra en hablar y ser oda. Encontraba muy natural que Pedro se

    interesara por los seres que ella haba querido, muy natural que le ofre-

    ciera a ella y a los suyos el apoyo de su influencia ante el actual dueo

    de la Francia. No haba dudado un minuto de su palabra, cuando le

    prometi guardar el secreto de Chanteraine, y ahora que a su vez lpeda, que imploraba una gracia antes de formular su peticin: Ha-

    ble, haba dicho, bien persuadida en verdad de que este oficial de la

    Repblica no le inferira, por su voluntad, la menor ofensa ni disgusto.

    Fargeot habl:

    -Hace algn tiempo que mi padre me dio un anillo de oro... Esa

    alhaja, adornada exterior e interiormente con signos y cinceladuras

    raras y graciosas, llam su atencin por su originalidad y la compr

    para, mi madre... Toma este anillito -me dijo,- me hace pensar en

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    algn misterioso talismn de cuento o leyenda. Algn da se lo dars a

    tu novia... esto le traer felicidad. Seguramente no me casar, seori-

    ta, pero sentira que este anillo cayera en manos indignas... y en la

    guerra correra ese riesgo. Quiere usted guardrmelo?

    Claudia hizo un pequeo movimiento, como rechazando.

    - Oh! no me diga que no, -suplic Pedro.- Piense que este anillo

    no tiene ms valor que el que yo le doy... Si vivo, probablemente ven-

    dr algn da a reclamarlo; si me muero... si me muero... Y bien! si me

    muero, se quedar usted con l, y como no querr aceptarlo aun vi-

    niendo de un muerto, usted lo pondr en una cinta rosa como la de su

    vestido y lo colgar del cuello de alguna estatuita de una santa... ante lacual dir usted, no es cierto? Alguna vez una oracin por el pobre

    soldado republicano... Acepta usted?

    Claudia haba bajado la cabeza.

    -Acepto con mucho gusto - murmur.

    -Y para m ser muy dulce -dijo el joven,- pensar que mi humilde

    anillo es tocado alguna vez por los dedos de la castellana. Seguramente

    no estaba destinado a esas manos. Algunas veces, sin embargo, me

    parece que una hada me ha advertido que se agrandara desmesurada-

    mente, y se achicara hasta hacerse impalpable, si hubiera querido

    ponerlo en el dedo de una mujer que no fuese la encantadora y pura

    que yo vea en sueos... Helo aqu.

    Y abriendo un pequeo y sencillo estuche de madera, el coronel

    Fargeot sac un anillo de oro que dio a la seorita de Chanteraine.

    La seorita esperaba, sonriente, algo confundida y conmovida;

    pero cuando hubo tomado el anillo de Pedro Fargeot, su semblante sedemud, y sus ojos expresaron una inmensa angustia:

    -Dnde compr su padre ese anillo? -dijo ella.- A quin? Ha-

    ble pronto!

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    LAS DOS DIVISAS

    Conmovido, desconcertado ante la confusin sufrida por la seo-

    rita de Chanteraine a la vista del anillo cincelado, Pedro Fargeot res-

    pondi:

    -Cuando mi padre me dio, har nueve aos ms o menos, este

    anillo de un trabajo raro y delicado, le pregunt dnde haba hecho esa

    curiosa adquisicin. En Pars, en casa de un coleccionista de antige-

    dades -me contest. Yo destinaba este anillo, que hace tiempo compr,

    a tu madre que muri antes de usarlo... t lo dars algn da a tu no-

    via. Esto es, seorita, todo lo que yo s del pequeo talismn de oro

    que deseaba confiarle.

    -A su novia...-dijo vagamente la seorita de Chanteraine.

    Despus se puso a mirar con atencin el anillo. En el interior, en

    medio de extraos signos que parecan reproducir alguna frmula m-

    gica, haba grabada una divisa en caracteres gticos:Prie et espre.

    Pedro Fargeot, agitado, inquieto, sin poder darse cuenta de la cau-

    sa de esa inquietud, presenciaba silencioso ese largo examen.

    -Cundo muri su madre? - pregunt la joven.

    -A fines del ao 1777. Yo tena entonces ao y medio.

    -Era antes... - murmur la seorita de Chnteraine. Pareca hablar

    consigo misma.

    -Este anillo le trae algn recuerdo? - se atrevi a decir Pedro.

    Claudia levant los ojos sin dejar el anillo:

    -Algn tiempo despus de mi nacimiento, -dijo ella, sin contestardirectamente a la pregunta del oficial,- mi abuelo hizo hacer, por un

    dibujo ideado por l, dos anillos de oro que nos estaban destinados a

    mi primo Gerardo y a m, y que debamos cambiar el da de nuestro

    compromiso matrimonial. Esos dos anillos no diferan ms que en las

    divisas que tenan grabadas. Cuando estuvieron concluidos, el Duque

    de Chanteraine dio uno a mi ta Irene y el otro a m, mucho tiempo

    despus. Nunca he visto el primero, el que deba recibir de Gerardo,

    ignoro la divisa que lleva. En cuanto al segundo, el que yo deba dar a

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    mi primo, lo tengo siempre en mi poder y contiene estas palabras:

    Espre et agis. Va usted a verlo.

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    LA LEYENDA DE CHANTERAINE

    Claudia dej el balcn, y entrando en la pieza contigua, tom de

    un escritorio de palo de rosa, un cofre de esmalte, ahuecado en forma

    de urna, que abri rpidamente, de donde sac un anillo de oro cince-

    lado.

    -Aqu est -dijo;- mrelo...

    Pedro lanz una exclamacin de sorpresa.

    -Mire, mire bien -continu Claudia de Chanteraine animndose,

    pero sin levantar por eso la voz- Compare cada. signo, cada uno de los

    detalles, y lo podr comprobar, no es un parecido confuso, una. vaga

    analoga, es la igualdad ms completa! Ah! creo que ahora no se

    asombrar usted de la emocin que he sentido cuando me mostr el

    anillo que le dio su padre.

    -La igualdad de estos dos anillos es realmente muy rara, pero puede,

    ser que tenga su explicacin. No olvide, seorita, que el de mi madre

    fue comprado en casa de un coleccionista y no de un joyero cualquiera.

    La Marquesa de Chanteraine pudo haber perdido el anillo de compro-

    miso destinado a su hijo.

    -No, seor. El anillo fue puesto por mi ta en una cadena de oro y

    colgado al cuello de mi primo desde su nacimiento, junto con una

    medalla de San Miguel que: nunca se la sacaba...

    -Y Gerardo fue una de las vctimas del horrible incendio del que

    me habl su seorita ta?

    -Quin puede saberlo? -murmur la joven.-Pero -replic Pedro sorprendido,- hay alguna duda sobre la

    muerte del nio?

    La seorita de Chanteraine movi la cabeza en seal de duda.

    -Si usted hiciera esa pregunta a mi tia Carlota o a mis primos de

    Plouvarais, le contestaran sin titubear: No, no hay ni ha habido nunca

    la menor duda de esa espantosa desgracia. Gerardo Miguel de Chante-

    raine ha muerto, como sus padres, hace veintids aos. Sin embargo

    se encontraron, fciles de reconocer, aunque bastante calcinados, los

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    cadveres de mis tos y de algunos criados; se encontraron, entre los

    escombros de la escalera los restos de la nodriza de Gerardo, que pro-

    bablemente, abandonara al nio por huir ms ligero; los restos de

    Gerardo de Chanteraine nunca se encontraron.

    - Oh! yo s bien -respondi la joven a un movimiento involunta-

    rio del oficial,- que el cuerpo de un nio de dos aos es muy frgil.

    Pero es singular que no haya quedado el menor vestigio de ese pobre

    ser... aunque no hubiera sido ms que la alhaja que llevaba al cuello.

    Fuera lo que fuera, el Duque de Chanteraine, que no poda resolverse a

    aceptar la idea de una desgracia tan grande, se aprovech de este hecho

    para creer que Gerardo se haba salvado, que tal vez un milagro devol-vera a su desolada vejez la alegra de ver todava a un hijo de su san-

    gre. Y lo maravilloso es tan dulce, tan consolador para los que son

    muy viejos... o muy jvenes! Cuando la muerte hubo concluido con

    todos los seres que deban perpetuar su nombre, mi abuelo record la

    leyenda de Chanteraine... Primeramente habl de esto con tristeza,

    despus no hablaba, pero lo pensaba y tena siempre, como una espe-

    ranza secreta, esa ingenua creencia que nuestros campesinos se han ido

    transmitiendo a travs de los siglos. S, porque era muy viejo y viva

    fuera de lo real, el Duque de Chanteraine acab por persuadirse, con el

    ltimo de sus vasallos, de que la raza de los Chanteraine no haba con-

    cluido, y que, como el riacho perdido por un corto espacio entre las

    rocas, reaparecera de nuevo, alegre y orgullosa a la luz del da. Y l

    me comunicaba esta rara esperanza. Cuando estbamos solos, comple-

    tamente solos, me sentaba sobre sus rodillas y yo le peda que me con-

    tara historias de cuando volviera Gerardo... Eran historias maravillosasque yo me saba de memoria, y de las que, nunca me cansaba. Sin

    embargo, no hablaba de esto a nadie, el instinto me haca prever la

    burla. Cuando mi abuelo sinti prxima la muerte, me llam y me

    habl as: Lo esperars, fielmente, no es cierto, mi hijita? -me dijo

    con voz ya muy quebrantada,- porque es tu novio... y volver! Vol-

    ver, lo s, lo veo... promteme esperarlo siempre... He prometido.

    A estas palabras, Pe