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0á El capote Nikolai Gogol (1809-1852)

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El

capote

Nikolai Gogol

(1809-1852)

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EL CAPOTE

Nikolai Gogol

En el departamento ministerial de..., pero creo que será

preferible no nombrarlo, porque no hay gente más susceptible

que los empleados de esta clase de departamentos, los oficiales,

los cancilleres..., en una palabra, todos los funcionarios que

componen la burocracia. Y ahora, dicho esto, muy bien pudiera

suceder que cualquier ciudadano honorable se sintiera

ofendido al suponer que en su persona se hacía una afrenta a

toda la sociedad de que forma parte. Se dice que hace poco un

capitán de policía, no recuerdo en qué ciudad, presentó un

informe en el que manifestaba claramente que se burlaban los

decretos imperiales y que incluso el honorable título de capitán

de policía se llegaba a pronunciar con desprecio. Y en prueba

de ello mandaba un informe voluminoso de cierta novela

romántica, en la que, a cada diez páginas, aparecía un capitán

de policía, y a veces, y esto es lo grave, en completo estado de

embriaguez. Y por eso, para evitar toda clase de disgustos,

llamaremos sencillamente un departamento al departamento de

que hablemos aquí.

Pues bien: en cierto departamento ministerial trabajaba un

funcionario, de quien apenas si se puede decir que tenía algo de

particular. Era bajo de estatura, algo picado de viruelas, un

tanto pelirrojo y también algo corto de vista, con una pequeña

calvicie en la frente, las mejillas llenas de arrugas y el rostro

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pálido, como el de las personas que padecen de almorranas...

¡Qué se le va a hacer! La culpa la tenía el clima petersburgués.

En cuanto al grado —ya que entre nosotros es la primera cosa

que sale a colación—, nuestro hombre era lo que llaman un

eterno consejero titular, de los que, como es sabido, se han

mofado y chanceado diversos escritores que tienen la laudable

costumbre de atacar a los que no pueden defenderse. El

apellido del funcionario en cuestión era Bachmachkin, y ya por

el mismo se ve claramente que deriva de la palabra zapato; pero

cómo, cuándo y de qué forma, nadie lo sabe. El padre, el abuelo

y hasta el cuñado de nuestro funcionario y todos los

Bachmachkin llevaron siempre botas, a las que mandaban

poner suelas sólo tres veces al año. Nuestro hombre se llamaba

Akakiy Akakievich. Quizás al lector le parezca este nombre un

tanto raro y rebuscado, pero puedo asegurarle que no lo

buscaron adrede, sino que las circunstancias mismas hicieron

imposible darle otro, pues el hecho ocurrió como sigue:

Akakiy Akakievich nació, si mal no se recuerda, en la noche

del veintidós al veintitrés de marzo. Su difunta madre, buena

mujer y esposa también de otro funcionario, dispuso todo lo

necesario, como era natural, para que el niño fuera bautizado.

La madre guardaba aún cama, la cual estaba situada enfrente

de la puerta, y a la derecha se hallaba el padrino, Iván

Ivanovich Erochkin, hombre excelente, jefe de oficina en el

Senado, y la madrina, Arina Semenovna Belobriuchkova,

esposa de un oficial de la policía y mujer de virtudes

extraordinarias.

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Dieron a elegir a la parturienta entre tres nombres:

Mokkia, Sossia y el del mártir Josdasat. "No —dijo para sí la

enferma—. ¡Vaya unos nombres! ¡No!" Para complacerla,

pasaron la hoja del almanaque, en la que se leían otros tres

nombres: Trifiliy, Dula y Varajasiy.

—¡Pero todo esto parece un verdadero castigo! —Exclamó la

madre—. ¡Qué nombres! ¡Jamás he oído cosa semejante! Si por

lo menos fuese Varadat o Varuj; pero ¡Trifiliy o Varajasiy!

Volvieron otra hoja del almanaque y se encontraron los

nombres de Pavsikajiy y Vajticiy.

—Bueno; ya veo —dijo la anciana madre— que éste ha de ser

su destino. Pues bien: entonces, será mejor que se llame como

su padre. Akakiy se llama el padre; que el hijo se llame también

Akakiy.

Y así se formó el nombre de Akakiy Akakievich. El niño fue

bautizado. Durante el acto sacramental lloró e hizo tales

muecas, cual si presintiera que había de ser consejero titular. Y

así fue como sucedieron las cosas. Hemos citado estos hechos

con objeto de que el lector se convenza de que todo tenía que

suceder así y que habría sido imposible darle otro nombre.

Cuándo y en qué época entró en el departamento ministerial

y quién le colocó allí, nadie podría decirlo. Cuantos directores y

jefes pasaron le habían visto siempre en el mismo sitio, en

idéntica postura, con la misma categoría de copista; de modo

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que se podía creer que había nacido así en este mundo,

completamente formado con uniforme y la serie de calvas sobre

la frente.

En el departamento nadie le demostraba el menor respeto.

Los ordenanzas no sólo no se movían de su sitio cuando él

pasaba, sino que ni siquiera le miraban, como si se tratara sólo

de una mosca que pasara volando por la sala de espera. Sus

superiores le trataban con cierta frialdad despótica. Los

ayudantes del jefe de oficina le ponían los montones de papeles

debajo de las narices, sin decirle siquiera: "copie esto", o "aquí

tiene un asunto bonito e interesante", o algo por el estilo, como

corresponde a empleados con buenos modales. Y él los cogía,

mirando tan sólo a los papeles, sin fijarse en quién los ponía

delante de él, ni si tenía derecho a ello. Los tomaba y se ponía

en el acto a copiarlos.

Los empleados jóvenes se mofaban y chanceaban de él con

todo el ingenio de que es capaz un cancillerista —si es que al

referirse a ellos se puede hablar de ingenio—, contando en su

presencia toda clase de historias inventadas sobre él y su

patrona, una anciana de setenta años. Decían que ésta le pegaba

y preguntaban cuándo iba a casarse con ella, y le tiraban sobre

la cabeza papelitos, diciéndole que se trataba de copos de nieve.

Pero a todo esto, Akakiy Akakievich no replicaba nada, como si

se encontrara allí solo. Ni siquiera ejercía influencia en su

ocupación, y a pesar de que le daban la lata de esta manera, no

cometía ni un solo error en su escritura. Sólo cuando la broma

resultaba demasiado insoportable, cuando le daban algún golpe

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en el brazo, impidiéndole seguir trabajando, pronunciaba estas

palabras:

—¡Dejadme! ¿Por qué me ofendéis?

Había algo extraño en estas palabras y en el tono de voz con

que las pronunciaba. En ellas aparecía algo que inclinaba a la

compasión. Y así sucedió en cierta ocasión: un joven que

acababa de conseguir empleo en la oficina y que, siguiendo el

ejemplo de los demás, iba a burlarse de Akakiy, se quedó

cortado, cual si le hubieran dado una puñalada en el corazón, y

desde entonces pareció que todo había cambiado ante él y lo

vio todo bajo otro aspecto. Una fuerza sobrenatural le impulsó a

separarse de sus compañeros, a quienes había tomado por

personas educadas y como es debido. Y aun mucho más tarde,

en los momentos de mayor regocijo, se le aparecía la figura de

aquel diminuto empleado con la calva sobre la frente, y oía sus

palabras insinuantes: "¡Dejadme! ¿Por qué me ofendéis?" Y

simultáneamente con estas palabras resonaban otras: "¡Soy tu

hermano!" El pobre infeliz se tapaba la cara con las manos, y

más de una vez, en el curso de su vida, se estremeció al ver

cuánta inhumanidad hay en el hombre y cuánta dureza y

grosería encubren los modales de una supuesta educación,

selecta y esmerada. Y, ¡Dios mío!, hasta en las personas que

pasaban por nobles y honradas...

Difícilmente se encontraría un hombre que viviera

cumpliendo tan celosamente con sus deberes... y, ¡es poco

decir!, que trabajara con tanta afición y esmero. Allí, copiando

documentos, se abría ante él un mundo más pintoresco y

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placentero. En su cara se reflejaba el gozo que experimentaba.

Algunas letras eran sus favoritas, y cuando daba con ellas

estaba como fuera de sí: sonreía, parpadeaba y se ayudaba con

los labios, de manera que resultaba hasta posible leer en su

rostro cada letra que trazaba su pluma.

Si le hubieran dado una recompensa a su celo, tal vez, con

gran asombro por su parte, hubiera conseguido ser ya consejero

de Estado. Pero, como decían sus compañeros bromistas, en vez

de una condecoración de ojal, tenía hemorroides en los riñones.

Por otra parte, no se puede afirmar que no se le hiciera ningún

caso. En cierta ocasión, un director, hombre bondadoso,

deseando recompensarle por sus largos servicios, ordenó que le

diesen un trabajo de mayor importancia que el suyo, que

consistía en copiar simples documentos. Se le encargó que

redactara, a base de un expediente, un informe que había de ser

elevado a otro departamento. Su trabajo consistía sólo en

cambiar el título y sustituir el pronombre de primera persona

por el de tercera. Esto le dio tanto trabajo, que, todo sudoroso,

no hacía más que pasarse la mano por la frente, hasta que por

fin acabó por exclamar:

—No; será mejor que me dé a copiar algo, como hacía antes.

Y desde entonces le dejaron para siempre de copista. Fuera

de estas copias, parecía que en el mundo no existía nada para

él. Nunca pensaba en su traje. Su uniforme no era verde, sino

que había adquirido un color de harina que tiraba a rojizo.

Llevaba un cuello estrecho y bajo, y a pesar de que tenía el

cuello corto, éste sobresalía mucho y parecía exageradamente

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largo, como el de los gatos de yeso que mueven la cabeza y que

llevan colgando, por docenas, los artesanos.

Y siempre se le quedaba algo pegado al traje, bien un poco de

heno, o bien un hilo. Además, tenía la mala suerte, la desgracia,

de que al pasar siempre por debajo de las ventanas lo hacía en

el preciso momento en que arrojaban basuras a la calle. Y por

eso, en todo momento, llevaba en el sombrero alguna cáscara

de melón o de sandía o cosa parecida. Ni una sola vez en la

vida prestó atención a lo que ocurría diariamente en las calles,

cosa que no dejaba de advertir su colega, el joven funcionario, a

quien, aguzando de modo especial su mirada, penetrante y

atrevida, no se le escapaba nada de cuanto pasara por la acera

de enfrente, ora fuese alguna persona que llevase los pantalones

de trabillas, pero un poco gastados, ora otra cosa cualquiera,

todo lo cual hacía asomar siempre a su rostro una sonrisa

maliciosa.

Pero Akakiy Akakievich, adondequiera que mirase, siempre

veía los renglones regulares de su letra limpia y correcta. Y sólo

cuando se le ponía sobre el hombro el hocico de algún caballo, y

éste le soplaba en la mejilla con todo vigor, se daba cuenta de

que no estaba en medio de una línea, sino en medio de la calle.

Al llegar a su casa se sentaba en seguida a la mesa, tomaba

rápidamente la sopa de schi [Sopa rusa, hecha de carne y repollo], y después comía un pedazo de carne de vaca con cebollas, sin reparar en su sabor. Era capaz de comerlo con moscas y con todo aquello que Dios añadía por aquel entonces. Cuando notaba que el estómago empezaba a llenársele, se

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levantaba de la mesa, cogía un tintero pequeño y empezaba a copiar los papeles que había llevado a casa. Cuando no tenía trabajo, hacía alguna copia para él, por mero placer, sobre todo si se trataba de algún documento especial, no por la belleza del estilo, sino porque fuese dirigido a alguna persona nueva de relativa importancia.

Cuando el cielo gris de Petersburgo oscurece totalmente y

toda la población de empleados se ha saciado cenando de

acuerdo con sus sueldos y gustos particulares; cuando todo el

mundo descansa, procurando olvidarse del rasgar de las

plumas en las oficinas, de los vaivenes, de las ocupaciones

propias y ajenas y de todas las molestias que se toman

voluntariamente los hombres inquietos y a menudo sin

necesidad; cuando los empleados gastan el resto del tiempo

divirtiéndose unos, los más animados, asistiendo a algún teatro,

otros saliendo a la calle, para observar ciertos sombreritos y las

modas últimas, quienes acudiendo a alguna reunión en donde

se prodiguen cumplidos a lindas muchachas o a alguna en

especial, que se considera como estrella en este limitado círculo

de empleados, y quienes, los más numerosos, yendo

simplemente a casa de un compañero, que vive en un cuarto o

tercer piso compuesto de dos pequeñas habitaciones y un

vestíbulo o cocina, con objetos modernos, que denotan casi

siempre afectación, una lámpara o cualquier otra cosa

adquirida a costa de muchos sacrificios, renunciamientos y

privaciones a cenas o recreos. En una palabra: a la hora en que

todos los empleados se dispersan por las pequeñas viviendas

de sus amigos para jugar al whist y tomar algún que otro vaso

de té con pan tostado de lo más barato y fumar una larga pipa,

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tragando grandes bocanadas de humo y, mientras se

distribuían las cartas, contar historias escandalosas del gran

mundo, a lo que un ruso no puede renunciar nunca, sea cual

sea su condición, y cuando no había nada que referir, repetir la

vieja anécdota acerca del comandante a quien vinieron a decir

que habían cortado la cola del caballo de la estatua de Pedro el

Grande, de Falconet...; en suma, a la hora en que todos

procuraban divertirse de alguna forma, Akakiy Akakievich no

se entregaba a diversión alguna.

Nadie podía afirmar haberle visto siquiera una sola vez en

alguna reunión. Después de haber copiado a gusto, se iba a

dormir, sonriendo y pensando de antemano en el día siguiente.

¿Qué le iba a traer Dios para copiar mañana?

Y así transcurría la vida de este hombre apacible, que,

cobrando un sueldo de 400 rublos al año, sabía sentirse

contento con su destino. Tal vez hubiera llegado a muy viejo, a

no ser por las desgracias que sobrevienen en el curso de la vida,

y esto no sólo a los consejeros de Estado, sino también a los

privados e incluso a aquellos que no dan consejos a nadie ni de

nadie los aceptan.

Existe en Petersburgo un enemigo terrible de todos aquellos

que no reciben más de 400 rublos anuales de sueldo. Este

enemigo no es otro que nuestras heladas nórdicas, aunque, por

lo demás, se dice que son muy sanas. Pasadas las ocho, la hora

en que van a la oficina los diferentes empleados del Estado, el

frío punzante e intenso ataca de tal forma las narices sin

elección de ninguna especie, que los pobres empleados no

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saben cómo resguardarse. A estas horas, cuando a los más altos

dignatarios les duele la cabeza de frío y las lágrimas les saltan

de los ojos, los pobres empleados, los consejeros titulares, se

encuentran a veces indefensos. Su única salvación consiste en

cruzar lo más rápidamente posible las cinco o seis calles,

envueltos en sus ligeros capotes, y luego detenerse en la

conserjería, pateando enérgicamente, hasta que se deshielan

todos los talentos y capacidades de oficinistas que se helaron en

el camino.

Desde hacía algún tiempo, Akakiy Akakievich sentía un

dolor fuerte y punzante en la espalda y en el hombro, a pesar

de que procuraba medir lo más rápidamente posible la

distancia habitual de su casa al departamento. Se le ocurrió al

fin pensar si no tendría la culpa de ello su capote. Lo examinó

minuciosamente en casa y comprobó que precisamente en la

espalda y en los hombros la tela clareaba, pues el paño estaba

tan gastado, que podía verse a través de él. Y el forro se

deshacía de tanto uso.

Conviene saber que el capote de Akakiy Akakievich también

era blanco de las burlas de los funcionarios. Hasta le habían

quitado el nombre noble de capote y le llamaban bata. En

efecto, este capote había ido tomando una forma muy curiosa;

el cuello disminuía cada año más y más, porque servía para

remendar el resto. Los remiendos no denotaban la mano hábil

de un sastre, ni mucho menos, y ofrecían un aspecto tosco y

antiestético. Viendo en qué estado se encontraba su capote,

Akakiy Akakievich decidió llevarlo a Petrovich, un sastre que

vivía en un cuarto piso interior, y que, a pesar de ser bizco y

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picado de viruelas, revelaba bastante habilidad en remendar

pantalones y fraques de funcionarios y de otros caballeros; claro

está, cuando se encontraba tranquilo y sereno y no tramaba en

su cabeza alguna otra empresa.

Es verdad que no haría falta hablar de este sastre; mas como

es costumbre en cada narración esbozar fielmente el carácter de

cada personaje, no queda otro remedio que presentar aquí a

Petrovich.

Al principio, cuando aún era siervo y hacía de criado, se

llamaba Gregorio a secas. Tomó el nombre de Petrovich al

conseguir la libertad, y al mismo tiempo empezó a

emborracharse los días de fiesta, al principio solamente los

grandes y luego continuó haciéndolo, indistintamente, en todas

las fiestas de la Iglesia, dondequiera que encontrase alguna cruz

en el calendario. Por ese lado permanecía fiel a las costumbres

de sus abuelos, y riñendo con su mujer, la llamaba impía y

alemana.

Ya que hemos mencionado a su mujer, convendría decir

algunas palabras acerca de ella. Desgraciadamente, no se sabía

nada de la misma, a no ser que era esposa de Petrovich y que se

cubría la cabeza con un gorrito y no con un pañuelo. Al parecer,

no podía enorgullecerse de su belleza; a lo sumo, algún que

otro soldado de la guardia es muy posible que si se cruzase con

ella por la calle le echase alguna mirada debajo del gorro,

acompañada de un extraño movimiento de la boca y de los

bigotes con un curioso sonido inarticulado.

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Subiendo la escalera que conducía al piso del sastre, que, por

cierto, estaba empapada de agua sucia y de desperdicios,

desprendiendo un olor a aguardiente que hacía daño al olfato y

que, como es sabido, es una característica de todos los pisos

interiores de las casas petersburguesas; subiendo la escalera,

pues, Akakiy Akakievich reflexionaba sobre el precio que iba a

cobrarle Petrovich, y resolvió no darle más de dos rublos.

La puerta estaba abierta, porque la mujer de Petrovich, que

en aquel preciso momento freía pescado, había hecho tal

humareda en la cocina, que ni siquiera se podían ver las

cucarachas. Akakiy Akakievich atravesó la cocina sin ser visto

por la mujer y llegó a la habitación, donde se encontraba

Petrovich sentado en una ancha mesa de madera con las

piernas cruzadas, como un bajá, y descalzo, según costumbre

de los sastres cuando están trabajando. Lo primero que llamaba

la atención era el dedo grande, bien conocido de Akakiy

Akakievich por la uña destrozada, pero fuerte y firme, como la

concha de una tortuga. Llevaba al cuello una madeja de seda y

de hilo y tenía sobre las rodillas una prenda de vestir

destrozada. Desde hacía tres minutos hacía lo imposible por

enhebrar una aguja, sin conseguirlo, y por eso echaba pestes

contra la oscuridad y luego contra el hilo, murmurando entre

dientes:

—¡Te vas a decidir a pasar, bribona! ¡Me estás haciendo

perder la paciencia, granuja!

Akakiy Akakievich estaba disgustado por haber llegado en

aquel preciso momento en que Petrovich se hallaba

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encolerizado. Prefería darle un encargo cuando el sastre

estuviese algo menos batallador, más tranquilo, pues, como

decía su esposa, ese demonio tuerto se apaciguaba con el

aguardiente ingerido. En semejante estado, Petrovich solía

mostrarse muy complaciente y rebajaba de buena gana, más

aún, daba las gracias y hasta se inclinaba respetuosamente ante

el cliente. Es verdad que luego venía la mujer llorando y decía

que su marido estaba borracho y por eso había aceptado el

trabajo a bajo precio. Entonces se le añadían diez kopeks más, y

el asunto quedaba resuelto. Pero aquel día Petrovich parecía no

estar borracho y por eso se mostraba terco, poco hablador y

dispuesto a pedir precios exorbitantes.

Akakiy Akakievich se dio cuenta de todo esto y quiso, como

quien dice, tomar las de Villadiego; pero ya no era posible.

Petrovich clavó en él su ojo torcido y Akakiy Akakievich dijo

sin querer:

—¡Buenos días, Petrovich!

—¡Muy buenos los tenga usted también! —respondió

Petrovich, mirando de soslayo las manos de Akakiy Akakievich

para ver qué clase de botín traía éste.

—Vengo a verte, Petrovich, pues yo...

Conviene saber que Akakiy Akakievich se expresaba siempre

por medio de preposiciones, adverbios y partículas

gramaticales que no tienen ningún significado. Si el asunto en

cuestión era muy delicado, tenía la costumbre de no terminar la

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frase, de modo que a menudo empezaba por las palabras: "Es

verdad, justamente eso...", y después no seguía nada y él mismo

se olvidaba, pensando que lo había dicho todo.

—¿Qué quiere, pues? —le preguntó Petrovich,

inspeccionando en aquel instante con su único ojo todo el

uniforme, el cuello, las mangas, la espalda, los faldones y los

ojales, que conocía muy bien, ya que era su propio trabajo.

Ésta es la costumbre de todos los sastres y es lo primero que

hizo Petrovich.

—Verás, Petrovich...; yo quisiera que... este capote...; mira el

paño...; ¿ves?, por todas partes está fuerte..., sólo que está un

poco cubierto de polvo, parece gastado; pero en realidad está

nuevo; sólo una parte está un tanto..., un poquito en la espalda

y también algo gastado en el hombro y un poco en el otro

hombro... Mira, eso es todo... No es mucho trabajo...

Petrovich tomó el capote, lo extendió sobre la mesa y lo

examinó detenidamente. Después meneó la cabeza y extendió

la mano hacia la ventana para coger su tabaquera redonda con

el retrato de un general, cuyo nombre no se podía precisar,

puesto que la parte donde antes se viera la cara estaba

perforada por el dedo y tapada ahora con un pedazo

rectangular de papel. Después de tomar una pulgada de rapé,

Petrovich puso el capote al trasluz y volvió a menear la cabeza.

Luego lo puso al revés con el forro hacia afuera y de nuevo

meneó la cabeza; volvió a levantar la tapa de la tabaquera

adornada con el retrato del general y arreglada con aquel

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pedazo de papel, e introduciendo el rapé en la nariz, cerró la

tabaquera y se la guardó, diciendo por fin:

—Aquí no se puede arreglar nada. Es una prenda muy

gastada.

Al oír estas palabras, el corazón se le oprimió al pobre Akakiy

Akakievich.

—¿Por qué no es posible, Petrovich? preguntó con voz

suplicante de niño. Sólo esto de los hombros está estropeado y

tú tendrás seguramente algún pedazo...

—Sí; en cuanto a los pedazos se podrían encontrar —dijo

Petrovich— sólo que no se pueden poner, pues el paño está

completamente podrido y se deshará en cuanto se toque con la

aguja.

—Pues que se deshaga, tú no tienes más que ponerle un

remiendo.

—No puedo poner el remiendo en ningún sitio, no hay

dónde fijarlo; además, sería un remiendo demasiado grande.

Esto ya no es paño; un golpe de viento basta para arrancarlo.

—Bueno, pues refuérzalo...; cómo no..., efectivamente, eso

es...

—No —dijo Petrovich con firmeza; no se puede hacer nada.

Es un asunto muy malo. Será mejor que se haga con él unas

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onuchkas para cuando llegue el invierno y empiece a hacer frío,

porque las medias no abrigan nada, no son más que un invento

de los alemanes para hacer dinero —Petrovich aprovechaba

gustoso la ocasión para meterse con los alemanes—. En cuanto

al capote, tendrá que hacerse otro nuevo.

Al oír la palabra nuevo, Akakiy Akakievich sintió que se le

nublaba la vista y le pareció que todo lo que había en la

habitación empezaba a dar vueltas. Lo único que pudo ver

claramente era el semblante del general tapado con el papel en

la tabaquera de Petrovich.

—¡Cómo uno nuevo! —Murmuró como en sueño—. Si no

tengo dinero para ello.

—Sí; uno nuevo —repitió Petrovich con brutal tranquilidad.

—...Y de ser nuevo..., ¿cuánto sería...?

—¿Que cuánto costaría?

—Sí.

—Pues unos 150 rublos —contestó Petrovich, y al decir esto

apretó los labios.

Era muy amigo de los efectos fuertes y le gustaba dejar

pasmado al cliente y luego mirar de soslayo para ver qué cara

de susto ponía al oír tales palabras.

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—¡150 rublos por el capote! —exclamó el pobre Akakiy

Akakievich.

Quizá por primera vez se le escapaba semejante grito, ya que

siempre se distinguía por su voz muy suave.

—Sí —dijo Petrovich—. Y además, ¡qué capote! Si se le pone

un cuello de marta y se le forra el capuchón con seda, entonces

vendrá a costar hasta 200 rublos.

—¡Por Dios, Petrovich! —Le dijo Akakiy Akakievich con voz

suplicante, sin escuchar, es decir, esforzándose en no prestar

atención a todas sus palabras y efectos—. Arréglalo como sea

para que sirva todavía algún tiempo.

—¡No! Eso sería tirar el trabajo y el dinero... repuso

Petrovich.

Y tras aquellas palabras, Akakiy Akakievich quedó

completamente abatido y se marchó. Mientras tanto, Petrovich

permaneció aún largo rato en pie, con los labios expresivamente

apretados, sin comenzar su trabajo, satisfecho de haber sabido

mantener su propia dignidad y de no haber faltado a su oficio.

Cuando Akakiy Akakievich salió a la calle se hallaba como en

un sueño.

"Qué cosa! —Decía para sí—. Jamás hubiera pensado que iba

a terminar así... ¡Vaya! —Exclamó después de unos minutos de

silencio—. ¡He aquí al extremo que hemos llegado! La verdad

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es que yo nunca podía suponer que llegara a esto... —y después

de otro largo silencio, terminó diciendo—: ¡Pues así es! ¡Esto sí

que es inesperado!... ¡Qué situación!..."

Dicho esto, en vez de volver a su casa se fue, sin darse cuenta,

en dirección contraria. En el camino tropezó con un

deshollinador, quien rozándole el hombro, se lo manchó de

negro; además, del techo de una casa en construcción le cayó

una respetable cantidad de cal; pero él no se daba cuenta de

nada. Sólo cuando se dio de cara con un guardia, que habiendo

colocado la alabarda junto a él echaba rapé de la tabaquera en

su palma callosa, se dio cuenta porque el guardia le gritó:

—¿Por qué te metes debajo de mis narices? ¿Acaso no tienes

la acera?

Esto le hizo mirar en torno suyo y volver a casa. Solamente

entonces empezó a reconcentrar sus pensamientos y vio

claramente la situación en que se hallaba y comenzó a

monologar consigo mismo, no en forma incoherente, sino con

lógica y franqueza, como si hablase con un amigo inteligente a

quien se puede confiar lo más íntimo de su corazón.

—No —decía Akakiy Akakievich— ahora no se puede hablar

con Petrovich, pues está algo...; su mujer debe de haberle

proporcionado una buena paliza. Será mejor que vaya a verle

un domingo por la mañana; después de la noche del sábado

estará medio dormido, bizqueando, y deseará beber para

reanimarse algo, y como su mujer no le habrá dado dinero, yo

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le daré una moneda de diez kopeks y él se volverá más tratable

y arreglará el capote...

Y ésta fue la resolución que tomó Akakiy Akakievich. Y

procurando animarse, esperó hasta el domingo. Cuando vio

salir a la mujer de Petrovich, fue directamente a su casa. En

efecto, Petrovich, después de la borrachera de la víspera, estaba

más bizco que nunca, tenía la cabeza inclinada y estaba medio

dormido; pero con todo eso, en cuanto se enteró de lo que se

trataba, exclamó como si le impulsara el propio demonio:

—¡No puede ser! ¡Haga el favor de mandarme hacer otro

capote!

Y entonces fue cuando Akakiy Akakievich le metió en la

mano la moneda de diez kopeks.

—Gracias, señor; ahora podré reanimarme un poco bebiendo

a su salud —dijo Petrovich—. En cuanto al capote, no debe

pensar más en él, no sirve para nada. Yo le haré uno

estupendo..., se lo garantizo.

Akakiy Akakievich volvió a insistir sobre el arreglo; pero

Petrovich no le quiso escuchar y dijo:

Le haré uno nuevo, magnífico... Puede contar conmigo; lo

haré lo mejor que pueda. Incluso podrá abrochar el cuello con

corchetes de plata, según la última moda.

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Sólo entonces vio Akakiy Akakievich que no podía pasarse

sin un nuevo capote y perdió el ánimo por completo.

Pero ¿cómo y con qué dinero iba a hacérselo? Claro, podía

contar con un aguinaldo que le darían en las próximas fiestas.

Pero este dinero lo había distribuido ya desde hace tiempo con

un fin determinado. Era preciso encargar unos pantalones

nuevos y pagar al zapatero una vieja deuda por las nuevas

punteras en un par de botas viejas, y, además, necesitaba

encargarse tres camisas y dos prendas de ropa de esas que se

considera poco decoroso nombrarlas por su propio nombre.

Todo el dinero estaba distribuido de antemano, y aunque el

director se mostrara magnánimo y concediese un aguinaldo de

45 a 50 rublos, sería sólo una pequeñez en comparación con el

capital necesario para el capote, era una gota de agua en el

océano. Aunque, claro, sabía que a Petrovich le daba a veces no

sé qué locura, y entonces pedía precios tan exorbitantes, que

incluso su mujer no podía contenerse y exclamaba:

—¡Te has vuelto loco, grandísimo tonto! Unas veces trabajas

casi gratis y ahora tienes la desfachatez de pedir un precio que

tú mismo no vales.

Por otra parte, Akakiy Akakievich sabía que Petrovich

consentiría en hacerle el capote por 80 rublos. Pero, de todas

maneras, ¿dónde hallar esos 80 rublos? La mitad quizá podría

conseguirla, y tal vez un poco más. Pero ¿y la otra mitad?...

Pero antes el lector ha de enterarse de dónde provenía la

primera mitad. Akakiy Akakievich tenía la costumbre de echar

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un kopek siempre que gastaba un rublo, en un pequeño cajón,

cerrándolo con llave, cajón que tenía una ranura ancha para

hacer pasar el dinero. Al cabo de cada medio año hacía el

recuento de esta pequeña cantidad de monedas de cobre y las

cambiaba por otras de plata. Practicaba este sistema desde hacía

mucho tiempo, y de esta manera, al cabo de unos años, ahorró

una suma superior a 40 rublos. Así, pues, tenía en su poder la

mitad, pero ¿y la otra mitad? ¿Dónde conseguir los 40 rublos

restantes?

Akakiy Akakievich pensaba, pensaba, y finalmente llegó a la

conclusión de que era preciso reducir los gastos ordinarios por

lo menos durante un año, o sea, dejar de tomar té todas las

noches, no encender la vela por la noche, y si tenía que copiar

algo, ir a la habitación de la patrona para trabajar a la luz de su

vela. También sería preciso al andar por la calle pisar lo más

suavemente posible las piedras y baldosas e incluso hasta ir casi

de puntillas para no gastar demasiado rápidamente las suelas,

dar a lavar la ropa a la lavandera también lo menos posible. Y

para que no se gastara, quitársela al volver a casa y ponerse

sólo la bata, que estaba muy vieja, pero que, afortunadamente,

no había sido demasiado maltratada por el tiempo.

Hemos de confesar que al principio le costó bastante

adaptarse a estas privaciones, pero después se acostumbró y

todo fue muy bien. Incluso hasta llegó a dejar de cenar; pero, en

cambio, se alimentaba espiritualmente con la eterna idea de su

futuro capote. Desde aquel momento diríase que su vida había

cobrado mayor plenitud; como si se hubiera casado o como si

otro ser estuviera siempre en su presencia, como si ya no fuera

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solo, sino que una querida compañera hubiera accedido gustosa

a caminar con él por el sendero de la vida. Y esta compañera no

era otra, sino... el famoso capote, guateado con un forro fuerte e

intacto. Se volvió más animado y de carácter más enérgico,

como un hombre que se ha propuesto un fin determinado. La

duda e irresolución desaparecieron en la expresión de su rostro,

y en sus acciones también todos aquellos rasgos de vacilación e

indecisión. Hasta a veces en sus ojos brillaba algo así como una

llama, y los pensamientos más audaces y temerarios surgían en

su mente: "¿Y si se encargase un cuello de marta?" Con estas

reflexiones por poco se vuelve distraído. Una vez estuvo a

punto de hacer una falta, de modo que exclamó: "¡Ay!", y se

persignó. Por lo menos una vez al mes iba a casa de Petrovich

para hablar del capote y consultarle sobre dónde sería mejor

comprar el paño, y de qué color y de qué precio, y siempre

volvía a casa algo preocupado, pero contento al pensar que al

fin iba a llegar el día en que, después de comprado todo, el

capote estaría listo. El asunto fue más de prisa de lo que había

esperado y supuesto. Contra toda suposición, el director le dio

un aguinaldo, no de 40 o 48 rublos, sino de 60 rublos. Quizá

presintió que Akakiy Akakievich necesitaba un capote o quizá

fue solamente por casualidad; el caso es que Akakiy Akakievich

se enriqueció de repente con 20 rublos más. Esta circunstancia

aceleró el asunto. Después de otros dos o tres meses de

pequeños ayunos consiguió reunir los 80 rublos. Su corazón,

por lo general tan apacible, empezó a latir precipitadamente. Y

ese mismo día fue a las tiendas en compañía de Petrovich.

Compraron un paño muy bueno —¡y no es de extrañar!—

desde hacía más de seis meses pensaban en ello y no dejaban

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pasar un mes sin ir a las tiendas para cerciorarse de los precios.

Y así es que el mismo Petrovich no dejó de reconocer que era un

paño inmejorable. Eligieron un forro de calidad tan resistente y

fuerte, que según Petrovich era mejor que la seda y le

aventajaba en elegancia y brillo. No compraron marta, porque,

en efecto, era muy cara; pero, en cambio, escogieron la más

hermosa piel de gato que había en toda la tienda y que de lejos

fácilmente se podía tomar por marta.

Petrovich tardó unas dos semanas en hacer el capote, pues

era preciso pespuntear mucho; a no ser por eso lo hubiera

terminado antes. Por su trabajo cobró doce rublos, menos ya no

podía ser. Todo estaba cosido con seda y a dobles costuras, que

el sastre repasaba con sus propios dientes estampando en ellas

variados arabescos.

Por fin, Petrovich le trajo el capote. Esto sucedió..., es difícil

precisar el día; pero de seguro que fue el más solemne en la

vida de Akakiy Akakievich. Se lo trajo por la mañana,

precisamente un poco antes de irse él a la oficina. No habría

podido llegar en un momento más oportuno, pues ya el frío

empezaba a dejarse sentir con intensidad y amenazaba con

volverse aún más punzante. Petrovich apareció con el capote

como conviene a todo buen sastre. Su cara reflejaba una

expresión de dignidad que Akakiy Akakievich jamás le había

visto. Parecía estar plenamente convencido de haber realizado

una gran obra y se le había revelado con toda claridad el

abismo de diferencia que existe entre los sastres que sólo hacen

arreglos y ponen forros y aquellos que confeccionan prendas

nuevas de vestir.

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Sacó el capote, que traía envuelto en un pañuelo recién

planchado; sólo después volvió a doblarlo y se lo guardó en el

bolsillo para su uso particular. Una vez descubierto el capote, lo

examinó con orgullo, y cogiéndolo con ambas manos lo echó

con suma habilidad sobre los hombros de Akakiy Akakievich.

Luego, lo arregló, estirándolo un poco hacia abajo. Se lo ajustó

perfectamente, pero sin abrocharlo. Akakiy Akakievich, como

hombre de edad madura, quiso también probar las mangas.

Petrovich le ayudó a hacerlo, y he aquí que aun así el capote le

sentaba estupendamente. En una palabra, estaba hecho a la

perfección. Petrovich aprovechó la ocasión para decirle que si

se lo había hecho a tan bajo precio era sólo porque vivía en un

piso pequeño, sin placa, en una calle lateral y porque conocía a

Akakiy Akakievich desde hacía tantos años. Un sastre de la

perspectiva Nevski sólo por el trabajo le habría cobrado 75

rublos. Akakiy Akakievich no tenía ganas de tratar de ello con

Petrovich, temeroso de las sumas fabulosas de las que el sastre

solía hacer alarde. Le pagó, le dio las gracias y salió con su

nuevo capote camino de la oficina.

Petrovich salió detrás de él y, parándose en plena calle, le

siguió largo rato con la mirada, absorto en la contemplación del

capote. Después, a propósito, pasó corriendo por una callejuela

tortuosa y vino a dar a la misma calle para mirar otra vez el

capote del otro lado, es decir, cara a cara. Mientras tanto,

Akakiy Akakievich seguía caminando con aire de fiesta. A cada

momento sentía que llevaba un capote nuevo en los hombros y

hasta llegó a sonreírse varias veces de íntima satisfacción. En

efecto, tenía dos ventajas: primero, porque el capote abrigaba

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mucho, y segundo, porque era elegante. El camino se le hizo

cortísimo, ni siquiera se fijó en él y de repente se encontró en la

oficina. Dejó el capote en la conserjería y volvió a mirarlo por

todos los lados, rogando al conserje que tuviera especial

cuidado con él.

No se sabe cómo, pero al momento, en la oficina, todos se

enteraron de que Akakiy Akakievich tenía un capote nuevo y

que el famoso batín había dejado de existir. En el acto todos

salieron a la conserjería para ver el nuevo capote de Akakiy

Akakievich. Empezaron a felicitarle cordialmente de tal modo,

que no pudo por menos que sonreírse; pero luego acabó por

sentirse algo avergonzado. Pero cuando todos se acercaron a él

diciendo que tenía que celebrar el estreno del capote por medio

de un remojón y que, por lo menos, debía darles una fiesta, el

pobre Akakiy Akakievich se turbó por completo y no supo qué

responder ni cómo defenderse. Sólo pasados unos minutos y

poniéndose todo colorado intentó asegurarles, en su

simplicidad, que no era un capote nuevo, sino uno viejo.

Por fin, uno de los funcionarios, ayudante del jefe de oficina,

queriendo demostrar sin duda alguna que no era orgulloso y

sabía tratar con sus inferiores, dijo:

—Está bien, señores; yo daré la fiesta en lugar de Akakiy

Akakievich y les convido a tomar el té esta noche en mi casa.

Precisamente hoy es mi cumpleaños.

Los funcionarios, como hay que suponer, felicitaron al

ayudante del jefe de oficina y aceptaron muy gustosos la

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invitación. Akakiy Akakievich quiso disculparse, pero todos le

interrumpieron diciendo que era una descortesía, que debería

darle vergüenza y que no podía de ninguna manera rehusar la

invitación.

Aparte de eso, Akakiy Akakievich después se alegró al

pensar que de este modo tendría ocasión de lucir su nuevo

capote también por la noche. Se puede decir que todo aquel día

fue para él una fiesta grande y solemne.

Volvió a casa en un estado de ánimo de lo más feliz, se quitó

el capote y lo colgó cuidadosamente en una percha que había

en la pared, deleitándose una vez más al contemplar el paño y

el forro, y, a propósito, fue a buscar el viejo capote, que estaba a

punto de deshacerse, para compararlo. Lo miró y hasta se echó

a reír. Y aun después, mientras comía, no pudo por menos que

sonreírse al pensar en el estado en que se hallaba el capote.

Comió alegremente y luego, contrariamente a lo acostumbrado,

no copió ningún documento. Por el contrario, se tendió en la

cama, cual verdadero sibarita, hasta el oscurecer. Después, sin

más demora, se vistió, se puso el capote y salió a la calle.

Desgraciadamente, no pudo recordar de momento dónde vivía el funcionario anfitrión; la memoria empezó a flaquearle, y todo cuanto había en Petersburgo, sus calles y sus casas se mezclaron de tal suerte en su cabeza, que resultaba difícil sacar de aquel caos algo más o menos ordenado. Sea como fuera, lo seguro es que el funcionario vivía en la parte más elegante de la ciudad, o sea lejos de la casa de Akakiy Akakievich. Al principio tuvo que caminar por calles solitarias escasamente alumbradas; pero a medida que iba acercándose a la casa del funcionario, las calles

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se veían más animadas y mejor alumbradas. Los transeúntes se hicieron más numerosos y también las señoras estaban ataviadas elegantemente. Los hombres llevaban cuellos de

castor y ya no se veían tanto los veñkas [Diminutivo de Iván. Asi se

solía llamar a los cocheros y, por extensión, a los coches de alquiler.] con sus trineos de madera con rejas guarnecidas de clavos dorados; en cambio, pasaban con frecuencia elegantes trineos barnizados, particulares, provistos de pieles de oso y conducidos por cocheros tocados con gorras de terciopelo color frambuesa, o bien se veían deslizarse, chirriando sobre la nieve, carrozas con los pescantes sumamente adornados.

Para Akakiy Akakievich todo esto resultaba completamente

nuevo; hacía varios años que no había salido de noche por la

calle.

Todo curioso, se detuvo delante del escaparate de una tienda

para ver un cuadro que representaba a una hermosa mujer que

se estaba quitando el zapato, por lo que lucía una pierna

escultural: a su espalda, un hombre con patillas y perilla, al

estilo español, asomaba la cabeza por la puerta. Akakiy

Akakievich meneó la cabeza sonriéndose y prosiguió su

camino. ¿Por qué sonreiría? Tal vez porque se encontraba con

algo totalmente desconocido, para lo que, sin embargo, muy

bien pudiéramos asegurar que cada uno de nosotros posee un

sexto sentido. Quizá también pensara lo que la mayoría de los

funcionarios habrían pensado decir: "¡Ah, estos franceses! ¡No

hay otra cosa que decir! Cuando se proponen una cosa, así ha

de ser..." También puede ser que ni siquiera pensara esto, pues

es imposible penetrar en el alma de un hombre y averiguar

todo cuanto piensa.

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Por fin, llegó a la casa donde vivía el ayudante del jefe de

oficina. Éste llevaba un gran tren de vida; en la escalera había

un farol encendido, y él ocupaba un cuarto en el segundo piso.

Al entrar en el vestíbulo, Akakiy Akakievich vio en el suelo

toda una fila de chanclos. En medio de ellos, en el centro de la

habitación, hervía a borbotones el agua de un samovar

esparciendo columnas de vapor. En las paredes colgaban

capotes y capas, muchas de las cuales tenían cuellos de castor y

vueltas de terciopelo. En la habitación contigua se oían voces

confusas, que de repente se tornaron claras y sonoras al abrirse

la puerta para dar paso a un lacayo que llevaba una bandeja con

vasos vacíos, un tarro de nata y una cesta de bizcochos. Por lo

visto los funciónanos debían de estar reunidos desde hacía

mucho tiempo y ya habían tomado el primer vaso de té. Akakiy

Akakievich colgó él mismo su capote y entró en la habitación.

Ante sus ojos desfilaron al mismo tiempo las velas, los

funcionarios, las pipas y mesas de juego, mientras que el rumor

de las conversaciones que se oían por doquier y el ruido de las

sillas sorprendían sus oídos.

Se detuvo en el centro de la habitación todo confuso,

reflexionando sobre lo que tenía que hacer. Pero ya le habían

visto sus colegas; le saludaron con calurosas exclamaciones y

todos fueron en el acto al vestíbulo para admirar nuevamente

su capote. Akakiy Akakievich se quedó un tanto desconcertado;

pero como era una persona sincera y leal no pudo por menos

que alegrarse al ver cómo todos ensalzaban su capote.

Después, como hay que suponer, le dejaron a él y al capote y

volvieron a las mesas de wisht: Todo ello, el ruido, las

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conversaciones y la muchedumbre... le pareció un milagro. No

sabía cómo comportarse ni qué hacer con sus manos, pies y

toda su figura; por fin, acabó sentándose junto a los que

jugaban; miraba tan pronto las cartas como los rostros de los

presentes; pero al poco rato empezó a bostezar y a aburrirse,

tanto más cuanto que había pasado la hora en la que

acostumbraba acostarse.

Intentó despedirse del dueño de la casa; pero no le dejaron

marcharse, alegando que tenía que beber una copa de

champaña para celebrar el estreno del capote. Una hora

después servían la cena: ensaladilla, ternera asada fría,

empanadas, pasteles y champaña. A Akakiy Akakievich le

hicieron tomar dos copas, con lo cual todo cuanto había en la

habitación se le apareció bajo un aspecto mucho más risueño.

Sin embargo, no consiguió olvidar que era media noche pasada

y que era hora de volver a casa. Al fin, y para que al dueño de

la casa no se le ocurriera retenerle otro rato, salió de la

habitación sin ser visto y buscó su capote en el vestíbulo,

encontrándolo, con gran dolor, tirado en el suelo. Lo sacudió, le

quitó las pelusas, se lo puso y, por último, bajó las escaleras.

Las calles estaban todavía alumbradas. Algunas tiendas de

comestibles, eternos clubs de las servidumbres y otra gente,

estaban aún abiertas; las demás estaban ya cerradas, pero la luz

que se filtraba por entre las rendijas atestiguaba claramente que

los parroquianos aún permanecían allí. Eran éstos, sirvientes y

criados que seguían con sus chismorreos, dejando a sus amos

en la absoluta ignorancia de donde se encontraban.

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Akakiy Akakievich caminaba en un estado de ánimo de lo

más alegre. Hasta corrió, sin saber por qué, detrás de una dama

que pasó con la velocidad de un rayo, moviendo todas las

partes del cuerpo. Pero se detuvo en el acto y prosiguió su

camino lentamente, admirándose él mismo de aquel arranque

tan inesperado que había tenido.

Pronto se extendieron ante él las calles desiertas, siendo

notables de día por lo poco animadas y cuanto más de noche.

Ahora parecían todavía mucho más silenciosas y solitarias.

Escaseaban los faroles, ya que por lo visto se destinaba poco

aceite para el alumbrado; a lo largo de la calle, en que se veían

casas de madera y verjas, no había un alma. Tan sólo la nieve

centelleaba tristemente en las calles, y las cabañas bajas, con sus

postigos cerrados, parecían destacarse aún más sombrías y

negras. Akakiy Akakievich se acercaba a un punto donde la

calle desembocaba en una plaza muy grande, en la que apenas

si se podían ver las cosas del otro extremo y daba la sensación

de un inmenso y desolado desierto.

A lo lejos, Dios sabe dónde, se vislumbraba la luz de una

garita que parecía hallarse al fin del mundo. Al llegar allí, la

alegría de Akakiy Akakievich se desvaneció por completo.

Entró en la plaza no sin temor, como si presintiera algún

peligro. Miró hacia atrás y en torno suyo: diríase que alrededor

se extendía un inmenso océano. "¡No! ¡Será mejor que no mire!",

pensó para sí y siguió caminando con los ojos cerrados. Cuando

los abrió para ver cuánto le quedaba aún para llegar al extremo

opuesto de la plaza, se encontró casi ante sus propias narices

con unos hombres bigotudos, pero no tuvo tiempo de averiguar

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más acerca de aquellas gentes. Se le nublaron los ojos y el

corazón empezó a latirle precipitadamente.

—¡Pero si este capote es mío! dijo uno de ellos con voz de

trueno, cogiéndole por el cuello.

Akakiy Akakievich quiso gritar pidiendo auxilio, pero el otro

le tapó la boca con el puño, que era del tamaño de la cabeza de

un empleado, diciéndole: "¡Ay de ti si gritas!"

Akakiy Akakievich sólo se dio cuenta de cómo le quitaban el

capote y le daban un golpe con la rodilla que le hizo caer de

espaldas en la nieve, en donde quedó tendido sin sentido.

Al poco rato volvió en sí y se levantó, pero ya no había nadie.

Sintió que hacía mucho frío y que le faltaba el capote. Empezó a

gritar, pero su voz no parecía llegar hasta el extremo de la

plaza. Desesperado, sin dejar de gritar, echó a correr a través de

la plaza directamente a la garita, junto a la cual había un

guarda, que, apoyado en la alabarda, miraba con curiosidad,

tratando de averiguar qué clase de hombre se le acercaba dando

gritos.

Al llegar cerca de él, Akakiy Akakievich le gritó todo

jadeante que no hacía más que dormir y que no vigilaba, ni se

daba cuenta de cómo robaban a la gente. El guarda le contestó

que él no había visto nada: sólo había observado cómo dos

individuos le habían parado en medio de la plaza, pero creyó

que eran amigos suyos. Añadió que haría mejor, en vez de

enfurecerse en vano, en ir a ver a la mañana siguiente al

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inspector de policía, y que éste averiguaría sin duda alguna

quién le había robado el capote.

Akakiy Akakievich volvió a casa en un estado terrible. Los

cabellos que aún le quedaban en pequeña cantidad sobre las

sienes y la nuca estaban completamente desordenados. Tenía

uno de los costados, el pecho y los pantalones, cubiertos de

nieve. Su vieja patrona, al oír cómo alguien golpeaba

fuertemente en la puerta, saltó fuera de la cama, calzándose

sólo una zapatilla, y fue corriendo a abrir la puerta, cubriéndose

pudorosamente con una mano el pecho, sobre el cual no llevaba

más que una camisa. Pero al ver a Akakiy Akakievich

retrocedió de espanto. Cuando él le contó lo que le había

sucedido, ella alzó los brazos al cielo y dijo que debía dirigirse

directamente al comisario del distrito y no al inspector, porque

éste no hacía más que prometerle muchas cosas y dar largas al

asunto. Lo mejor era ir al momento con el comisario del distrito,

a quien ella conocía, porque Ana, la finlandesa que tuvo antes

de cocinera, servía ahora de niñera en su casa, y que ella misma

le veía a menudo, cuando pasaba delante de la casa. Además,

todos los domingos, en la iglesia, pudo observar que rezaba y al

mismo tiempo miraba alegremente a todos, y todo en él

denotaba que era un hombre de bien.

Después de oír semejante consejo se fue, todo triste, a su

habitación. Cómo pasó la noche..., sólo se lo imaginarían

quienes tengan la capacidad suficiente de ponerse en la

situación de otro.

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A la mañana siguiente, muy temprano, fue a ver al comisario

del distrito, pero le dijeron que aún dormía. Volvió a las diez y

aún seguía durmiendo. Fue a las once, pero el comisario había

salido. Se presentó a la hora de la comida, pero los escribientes

que estaban en la antesala no quisieron dejarle pasar e

insistieron en saber qué deseaba, por qué venía y qué había

sucedido. De modo que, en vista de los entorpecimientos,

Akakiy Akakievich quiso, por primera vez en su vida,

mostrarse enérgico, y dijo, en tono que no admitía réplicas, que

tenía que hablar personalmente con el comisario, que venía del

Departamento del Ministerio para un asunto oficial y que, por

tanto, debían dejarle pasar, y si no lo hacían, se quejaría de ello

y les saldría cara la cosa. Los escribientes no se atrevieron a

replicar y uno de ellos fue a anunciarle al comisario.

Éste interpretó de un modo muy extraño el relato sobre el

robo del capote. En vez de interesarse por el punto esencial

empezó a preguntar a Akakiy Akakievich por qué volvía a casa

a tan altas horas de la noche y si no habría estado en una casa

sospechosa. De tal suerte, que el pobre Akakiy Akakievich se

quedó todo confuso. Se fue sin saber si el asunto estaba bien

encomendado. En todo el día no fue a la oficina (hecho sin

precedente en su vida). Al día siguiente se presentó todo pálido

y vestido con su viejo capote, que tenía un aspecto aún más

lamentable. El relato del robo del capote —aparte de que no

faltaron algunos funcionarios que aprovecharon la ocasión para

burlarse— conmovió a muchos. Decidieron en seguida abrir

una suscripción en beneficio suyo, pero el resultado fue muy

exiguo, debido a que los funcionarios habían tenido que gastar

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mucho dinero en la suscripción para el retrato del director y

para un libro que compraron a indicación del jefe de sección,

que era amigo del autor. Así, pues, sólo consiguieron reunir

una suma insignificante. Uno de ellos, movido por la

compasión y deseos de darle por lo menos un buen consejo, le

dijo que no se dirigiera al comisario, pues suponiendo aún que

deseara granjearse la simpatía de su superior y encontrase el

capote, éste permanecería en manos de la policía hasta que

lograse probar que era su legítimo propietario. Lo mejor sería,

pues, que se dirigiera a una "alta personalidad", cuya mediación

podría dar un rumbo favorable al asunto. Como no quedaba

otro remedio, Akakiy Akakievich se decidió a acudir a la "alta

personalidad".

¿Quién era aquella "alta personalidad" y qué cargo

desempeñaba? Eso es lo que nadie sabría decir. Conviene saber

que dicha "alta personalidad" había llegado a ser tan sólo esto

desde hacía algún tiempo, por lo que hasta entonces era por

completo desconocido. Además, su posición tampoco ahora se

consideraba como muy importante en comparación con otras

de mayor categoría. Pero siempre habrá personas que

consideran como muy importante lo que los demás califican de

insignificante. Además, recurría a todos los medios para realzar

su importancia. Decretó que los empleados subalternos le

esperasen en la escalera hasta que llegase él y que nadie se

presentara directamente a él, sino que las cosas se realizaran

con un orden de lo más riguroso. El registrador tenía que

presentar la solicitud de audiencia al secretario del gobierno,

quien a su vez la transmitía al consejero titular o a quien se

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encontrase de categoría superior. Y de esta forma llegaba el

asunto a sus manos. Así, en nuestra santa Rusia, todo está

contagiado de la manía de imitar y cada cual se afana en imitar

a su superior. Hasta cuentan que cierto consejero titular,

cuando le ascendieron a director de una cancillería pequeña, en

seguida se hizo separar su cuarto por medio de un tabique de lo

que él llamaba "sala de reuniones". A la puerta de dicha sala

colocó a unos conserjes con cuellos rojos y galones que siempre

tenían la mano puesta sobre el picaporte para abrir la puerta a

los visitantes, aunque en la "sala de reuniones" apenas sí cabía

un escritorio de tamaño regular.

El modo de recibir y las costumbres de la "alta personalidad"

eran majestuosos e imponentes, pero un tanto complicados. La

base principal de su sistema era la severidad. "Severidad,

severidad, y... severidad", solía decir, y al repetir por tercera vez

esta palabra dirigía una mirada significativa a la persona con

quien estaba hablando, aunque no hubiera ningún motivo para

ello, pues los diez empleados que formaban todo el mecanismo

gubernamental, ya sin eso estaban constantemente

atemorizados. Al verle de lejos, interrumpían ya el trabajo y

esperaban en actitud militar a que pasase el jefe. Su

conversación con los subalternos era siempre severa y consistía

sólo en las siguientes frases: "¿Cómo se atreve? ¿Sabe usted con

quién habla? ¿Se da usted cuenta? ¿Sabe a quién tiene delante?"

Por lo demás, en el fondo era un hombre bondadoso, servicial y se comportaba bien con sus compañeros, sólo que el grado de

general [En Rusia los funcionarios también podían recibír grados] le había hecho perder la cabeza. Desde el día en que le ascendieron a

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general se hallaba todo confundido, andaba descarriado y no sabía cómo comportarse. Si trataba con personas de su misma categoría se mostraba muy correcto y formal y en muchos aspectos hasta inteligente. Pero en cuanto asistía a alguna reunión donde el anfitrión era tan sólo de un grado inferior al suyo, entonces parecía hallarse completamente descentrado. Permanecía callado y su situación era digna de compasión, tanto más cuanto él mismo se daba cuenta de que hubiera podido pasar el tiempo de una manera mucho más agradable. En sus ojos se leía a menudo el ardiente deseo de tomar parte en alguna conversación interesante o de juntarse a otro grupo, pero se retenía al pensar que aquello podía parecer excesivo por su parte o demasiado familiar, y que con ello rebajaría su dignidad. Y por eso permanecía eternamente solo en la misma actitud silenciosa, emitiendo de cuando en cuando un sonido monótono, con lo cual llegó a pasar por un hombre de lo más aburrido.

Tal era la "alta personalidad" a quien acudió Akakiy

Akakievich, y el momento que eligió para ello no podía ser más

inoportuno para él; sin embargo, resultó muy oportuno para la

"alta personalidad". Esta se hallaba en su gabinete conversando

muy alegremente con su antiguo amigo de la infancia, a quien

no veía desde hacía muchos años, cuando le anunciaron que

deseaba hablarle un tal Bachmachkin.

—¿Quién es? —preguntó bruscamente.

—Un empleado.

—¡Ah! ¡Que espere! Ahora no tengo tiempo —dijo la "alta

personalidad". Es preciso decir que la "alta personalidad"

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mentía con descaro; tenía tiempo; los dos amigos ya habían

terminado de hablar sobre todos los temas posibles, y la

conversación había quedado interrumpida ya más de una vez

por largas pausas, durante las cuales se propinaban cariñosas

palmaditas, diciendo:

—Así es, Iván Abramovich.

—En efecto, Esteban Varlamovich.

Sin embargo, cuando recibió el aviso de que tenía visita,

mandó que esperase el funcionario para demostrar a su amigo,

que hacía mucho que estaba retirado y vivía en una casa de

campo, cuánto tiempo hacía esperar a los empleados en la

antesala. Por fin, después de haber hablado cuanto quisieron o,

mejor dicho, de haber callado lo suficiente, acabaron de fumar

sus cigarros cómodamente recostados en unos mullidos

butacones, y entonces su excelencia pareció acordarse de

repente de que alguien le esperaba, y dijo al secretario, que se

hallaba en pie, junto a la puerta, con unos papeles para su

informe:

—Creo que me está esperando un empleado. Dígale que

puede pasar.

Al ver el aspecto humilde y el viejo uniforme de Akakiy

Akakievich, se volvió hacia él con brusquedad y le dijo:

—¿Qué desea?

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Pero todo esto con voz áspera y dura, que sin duda alguna

había ensayado delante del espejo, a solas en su habitación, una

semana antes de que le nombraran para el nuevo cargo.

Akakiy Akakievich, que ya de antemano se sentía todo

tímido, se azoró por completo. Sin embargo, trató de explicar

como pudo o, mejor dicho, con toda la fluidez de que era capaz

su lengua, que tenía un capote nuevo y que se lo habían robado

de un modo inhumano, añadiendo, claro está, más

particularidades y más palabras innecesarias. Rogaba a su

excelencia que intercediera por escrito..., o así..., como

quisiera..., con el jefe de la policía u otra persona para que

buscasen el capote y se lo restituyesen. Al general le pareció, sin

embargo, que aquél era un procedimiento demasiado familiar,

y por eso dijo bruscamente:

Pero, ¡señor!, ¿no conoce usted el reglamento? ¿Cómo es que

se presenta así? ¿Acaso ignora cómo procede en estos asuntos?

Primero debería usted haber hecho una instancia en la

cancillería, que habría sido remitida al jefe del departamento, el

cual le transmitiría al secretario, y éste me la hubiera

presentado a mí.

—Pero, excelencia...—dijo Akakiy Akakievich, recurriendo a

la poca serenidad que aún quedaba en él y sintiendo que

sudaba de una manera horrible—. Yo, excelencia, me he

atrevido a molestarle con este asunto porque los secretarios...,

los secretarios.., son gente de poca confianza...

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—¡Cómo! ¿Qué? ¿Qué dice usted? —exclamó la "alta

personalidad". ¿Cómo se atreve a decir semejante cosa? ¿De

dónde ha sacado usted esas ideas? ¡Qué audacia tienen los

jóvenes con sus superiores y con las autoridades!

Era evidente que la "alta personalidad" no había reparado en

que Akakiy Akakievich había pasado de los cincuenta años, de

suerte que la palabra "joven" sólo podía aplicársele

relativamente, es decir, en comparación con un septuagenario.

—¿Sabe usted con quién habla? ¿Se da cuenta de quien tiene

delante? ¿Se da usted cuenta, se da usted cuenta? ¡Le pregunto

yo a usted!

Y dio una fuerte patada en el suelo y su voz se tornó tan

cortante, que aun otro que no fuera Akakiy Akakievich se

habría asustado también.

Akakiy Akakievich se quedó helado, se tambaleó, un

estremecimiento le recorrió todo el cuerpo, y apenas sí se pudo

tener en pie. De no ser porque un guardia acudió a sostenerle,

se hubiera desplomado. Le sacaron fuera casi desmayado.

Pero aquella "alta personalidad", satisfecha del efecto que

causaron sus palabras, y que habían superado en mucho sus

esperanzas, no cabía en sí de contento, al pensar que una

palabra suya causaba tal impresión, que podía hacer perder el

sentido a uno. Miró de reojo a su amigo, para ver lo que

opinaba de todo aquello, y pudo comprobar, no sin gran placer,

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que su amigo se hallaba en una situación indefinible, muy

próxima al terror.

Cómo bajó las escaleras Akakiy Akakievich y cómo salió a la

calle, esto son cosas que ni él mismo podía recordar, pues

apenas si sentía las manos y los pies. En su vida le habían

tratado con tanta grosería, y precisamente un general y además

un extraño. Caminaba en medio de la nevasca que bramaba en

las calles, con la boca abierta, haciendo caso omiso de las aceras.

El viento, como de costumbre en San Petersburgo, soplaba

sobre él de todos los lados, es decir, de los cuatro puntos

cardinales y desde todas las callejuelas. En un instante se resfrió

la garganta y contrajo una angina. Llegó a casa sin poder

proferir ni una sola palabra: tenía el cuerpo todo hinchado y se

metió en la cama. ¡Tal es el efecto que puede producir a veces

una reprimenda!

Al día siguiente amaneció con una fiebre muy alta. Gracias a

la generosa ayuda del clima petersburgués, el curso de la

enfermedad fue más rápido de lo que hubiera podido

esperarse, y cuando llegó el médico y le cogió el pulso,

únicamente pudo prescribirle fomentos, sólo con el fin de que el

enfermo no muriera sin el benéfico auxilio de la medicina. Y sin

más ni más, le declaró en el acto que le quedaban sólo un día y

medio de vida. Luego se volvió hacia la patrona, diciendo:

—Y usted, madrecita, no pierda el tiempo: encargue en

seguida un ataúd de madera de pino, pues uno de roble sería

demasiado caro para él.

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Ignoramos si Akakiy Akakíevich oyó estas palabras

pronunciadas acerca de su muerte, y en el caso de que las

oyera, si llegaron a conmoverle profundamente y le hicieron

quejarse de su destino, ya que todo el tiempo permanecía en el

delirio de la fiebre.

Visiones extrañas a cuál más curiosas se le aparecían sin

cesar. Veía a Petrovich y le encargaba que le hiciese un capote

con alguna trampa para los ladrones, que siempre creía tener

debajo de la cama, y a cada instante llamaba a la patrona y le

suplicaba que sacara un ladrón que se había escondido debajo

de la manta; luego preguntaba por qué el capote viejo estaba

colgado delante de él, cuando tenía uno nuevo. Otras veces

creía estar delante del general, escuchando sus insultos y

diciendo: "Perdón, excelencia". Por último, se puso a maldecir y

profería palabras tan terribles, que la vieja patrona se persignó,

ya que jamás en la vida le había oído decir nada semejante;

además, estas palabras siguieron inmediatamente al título de

excelencia. Después sólo murmuraba frases sin sentido, de

manera que era imposible comprender nada. Sólo se podía

deducir realmente que aquellas palabras e ideas incoherentes se

referían siempre a la misma cosa: el capote. Finalmente, el

pobre Akakiy Akakievich exhaló el último suspiro.

Ni la habitación ni sus cosas fueron selladas, por la sencilla

razón de que no tenía herederos y que sólo dejaba un pequeño

paquete con plumas de ganso, un cuaderno de papel blanco

oficial, tres pares de calcetines, dos o tres botones desprendidos

de un pantalón y el capote que ya conoce el lector. ¡Dios sabe

para quién quedó todo esto!

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Reconozco que el autor de esta narración no se interesó por el

particular. Se llevaron a Akakiy Akakievich y lo enterraron; San

Petersburgo se quedó sin él como si jamás hubiera existido.

Así desapareció un ser humano que nunca tuvo quién le

amparara, a quien nadie había querido y que jamás interesó a

nadie. Ni siquiera llamó la atención del naturalista, quien no

desprecia de poner en el alfiler una mosca común y examinarla

en el microscopio. Fue un ser que sufrió con paciencia las burlas

de sus colegas de oficina y que bajó a la tumba sin haber

realizado ningún acto extraordinario; sin embargo, divisó,

aunque sólo fuera al fin de su vida, el espíritu de la luz en

forma de capote, el cual reanimó por un momento su miserable

existencia, y sobre quien cayó la desgracia, como también cae a

veces sobre los privilegiados de la tierra...

Pocos días después de su muerte mandaron a un ordenanza

de la oficina con orden de que Akakiy Akakievich se presentase

inmediatamente, porque el jefe lo exigía. Pero el ordenanza

tuvo que volver sin haber conseguido su propósito y declaró

que Akakiy Akakievich ya no podía presentarse. Le

preguntaron:

—¿Y por qué?

—¡Pues porque no! Ha muerto; hace cuatro días que lo

enterraron.

Y de este modo se enteraron en la oficina de la muerte de

Akakiy Akakievich. Al día siguiente su sitio se hallaba ya

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ocupado por un nuevo empleado. Era mucho más alto y no

trazaba las letras tan derechas al copiar los documentos, sino

mucho más torcidas y contrahechas. Pero ¿quién iba a

imaginarse que con ello termina la historia de Akakiy

Akakievich, ya que estaba destinado a vivir ruidosamente aún

muchos días después de muerto, como recompensa a su vida

que pasó inadvertido? Y, sin embargo, así sucedió, y nuestro

sencillo relato va a tener de repente un final fantástico e

inesperado.

En San Petersburgo se esparció el rumor de que en el puente

de Kalenik, y a poca distancia de él, se aparecía de noche un

fantasma con figura de empleado que buscaba un capote

robado y que con tal pretexto arrancaba a todos los hombres,

sin distinción de rango ni profesión, sus capotes, forrados con

pieles de gato, de castor, de zorro, de oso, o simplemente

guateados; en una palabra: todas las pieles auténticas o de

imitación que el hombre ha inventado para protegerse.

Uno de los empleados del Ministerio vio con sus propios ojos

al fantasma y reconoció en él a Akakiy Akakievich. Se llevó un

susto tal, que huyó a todo correr, y por eso no pudo observar

bien al espectro. Sólo vio que aquél le amenazaba desde lejos

con el dedo. En todas partes había quejas de que las espaldas y

los hombros de los consejeros, y no sólo de consejeros titulares,

sino también de los áulicos, quedaban expuestos a fuertes

resfriados al ser despojados de sus capotes.

Se comprende que la policía tomara sus medidas para

capturar de la forma que fuese al fantasma, vivo o muerto y

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castigarlo duramente, para escarmiento de otros, y por poco lo

logró. Precisamente una noche un guarda en una sección de la

calleja Kiriuchkin casi tuvo la suerte de coger al fantasma en el

lugar del hecho, al ir aquél a quitar el capote de paño corriente

a un músico retirado que en otros tiempos había tocado la

flauta. El guarda, que lo tenía cogido por el cuello, gritó para

que vinieran a ayudarle dos compañeros, y les entregó al

detenido, mientras él introducía sólo por un momento la mano

en la bota en busca de su tabaquera para reanimar un poco su

nariz, que se le había quedado helada ya seis veces. Pero el rapé

debía de ser de tal calidad que ni siquiera un muerto podía

aguantarlo. Apenas el guarda hubo aspirado un puñado de

tabaco por la fosa nasal izquierda, tapándose la derecha,

cuando el fantasma estornudó con tal violencia, que empezó a

salpicar por todos lados. Mientras se frotaba los ojos con los

puños, desapareció el difunto sin dejar rastros, de modo que

ellos no supieron si lo habían tenido realmente en sus manos.

Desde entonces los guardas cogieron un miedo tal a los

fantasmas, que ni siquiera se atrevían a detener a una persona

viva, y se limitaban sólo a gritarle desde lejos: "¡Oye, tú! ¡Vete

por tu camino!" El espectro del empleado empezó a esparcirse

también más allá del puente de Kalenik, sembrando un miedo

horrible entre la gente tímida.

Pero hemos abandonado por completo a la "alta

personalidad", quien, a decir verdad, fue el culpable del giro

fantástico que tomó nuestra historia, por lo demás muy

verídica. Pero hagamos justicia a la verdad y confesemos que la

"alta personalidad" sintió algo así como lástima, poco después

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de haber salido el pobre Akakiy Akakievich completamente

deshecho. La compasión no era para él realmente ajena: su

corazón era capaz de nobles sentimientos, aunque a menudo su

alta posición le impidiera expresarlos. Apenas marchó de su

gabinete el amigo que había venido de fuera, se quedó

pensando en el pobre Akakiy Akakievich. Desde entonces se le

presentaba todos los días, pálido e incapaz de resistir la

reprimenda de que él le había hecho objeto. El pensar en él le

inquietó tanto, que pasada una semana se decidió incluso a

enviar un empleado a su casa para preguntar por su salud y

averiguar si se podía hacer algo por él. Al enterarse de que

Akakiy Akakievich había muerto de fiebre repentina, se quedó

aterrado, escuchó los reproches de su conciencia y todo el día

estuvo de mal humor. Para distraerse un poco y olvidar la

impresión desagradable, fue por la noche a casa de un amigo,

donde encontró bastante gente y, lo que es mejor, personas de

su mismo rango, de modo que en nada podía sentirse atado.

Esto ejerció una influencia admirable en su estado de ánimo. Se

tornó vivaz, amable; tomó parte en las conversaciones de un

modo agradable, en una palabra, pasó muy bien la velada.

Durante la cena tomó unas dos copas de champaña, que, como

se sabe; es un medio excelente para comunicar alegría. La

champaña despertó en él deseos de hacer algo fuera de lo

corriente; así es que resolvió no volver directamente a casa, sino

ir a ver a Carolina Ivanovna, dama de origen alemán al parecer,

con quien mantenía relaciones de íntima amistad. Es preciso

que digamos que la "alta personalidad" ya no era un hombre

joven. Era marido sin tacha, buen padre de familia, y sus dos

hijos, uno de los cuales trabajaba ya en una cancillería, y una

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linda hija de dieciséis años, con la nariz un poco encorvada sin

dejar de ser bonita, venían todas las mañanas a besarle la mano,

diciendo: "Bonjour, papa". Su esposa, que era joven aún y no sin

encantos, le alargaba la mano para que él se la besara, y luego,

volviéndola hacia afuera, tomaba la de él y se la besaba a su

vez. Pero la "alta personalidad", aunque estaba plenamente

satisfecho con las ternuras y el cariño de su familia, juzgaba

conveniente tener una amiga en otra parte de la ciudad y

mantener relaciones amistosas con ella. Esta amiga no era más

joven ni más hermosa que su esposa; pero tales problemas

existen en el mundo y no es asunto nuestro juzgarlos.

Así, pues, la "alta personalidad" bajó las escaleras, subió al

trineo y ordenó al cochero:

—¡A casa de Carolina Ivanovna!

Envolviéndose en su magnífico y abrigado capote

permaneció en este estado, el más agradable para un ruso, en

que no se piensa en nada y entre tanto se agitan por sí solas las

ideas en la cabeza, a cual más gratas, sin molestarse en

perseguirlas ni buscarlas. Lleno de contento, rememoró los

momentos felices de aquella velada y todas sus palabras que

habían hecho reír a carcajadas a aquel grupo, algunas de las

cuales repitió a media voz. Le parecieron tan chistosas como

antes, y por eso no es de extrañar que se riera con todas sus

ganas.

De cuando en cuando le molestaba en sus pensamientos un

viento fortísimo que se levantó de pronto Dios sabe dónde, y le

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daba en pleno rostro, arrojándole además, montones de nieve.

Y como si ello fuera poco, desplegaba el cuello del capote como

una vela, o de repente se lo lanzaba con fuerza sobrehumana en

la cabeza, ocasionándole toda clase de molestias, lo que le

obligaba a realizar continuos esfuerzos para librarse de él.

De repente sintió como si alguien le agarrara fuertemente por

el cuello: volvió la cabeza y vio a un hombre de pequeña

estatura, con un uniforme viejo muy gastado, y no sin espanto

reconoció en él a Akakiy Akakievich. El rostro del funcionario

estaba pálido como la nieve, y su mirada era totalmente la de

un difunto. Pero el terror de la "alta personalidad" llegó a su

paroxismo cuando vio que la boca del muerto se contraía

convulsivamente exhalando un olor de tumba y le dirigía las

siguientes palabras:

—¡Ah! ¡Por fin te tengo!... ¡Por fin te he cogido por el cuello!

¡Quiero tu capote! No quisiste preocuparte por el mío y hasta

me insultaste. ¡Pues bien, dame ahora el tuyo!

La pobre "alta personalidad" por poco se muere. Aunque era

firme de carácter en la cancillería y en general para con los

subalternos, y a pesar de que al ver su aspecto viril y su

gallarda figura, no se podía por menos que exclamar: "¡Vaya un

carácter!", nuestro hombre, lo mismo que mucha gente de

figura gigantesca, se asustó tanto, que no sin razón temió de

que le diese un ataque. Él mismo se quitó rápidamente el capote

y gritó al cochero, con una voz que parecía la de un extraño:

—¡A casa, a toda prisa!

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El cochero, al oír esta voz que se dirigía a él generalmente en

momentos decisivos, y que solía ser acompañado de algo más

efectivo, encogió la cabeza entre los hombros para mayor

seguridad, agitó el látigo y lanzó los caballos a toda velocidad.

A los seis minutos escasos la "alta personalidad" ya estaba

delante del portal de su casa.

Pálido, asustado y sin capote había vuelto a su casa, en vez

de haber ido a la de Carolina Ivanovna. A duras penas

consiguió llegar hasta su habitación y pasó una noche tan

intranquila, que a la mañana siguiente, a la hora del té, le dijo

su hija:

—¡Qué pálido estás, papá!

Pero papá guardaba silencio y a nadie dijo una palabra de lo

que le había sucedido, ni en dónde había estado, ni adónde se

había dirigido en coche. Sin embargo, este episodio le

impresionó fuertemente, y ya rara vez decía a los subalternos:

"¿Se da usted cuenta de quién tiene delante?" Y si así sucedía,

nunca era sin haber oído antes de lo que se trataba. Pero lo más

curioso es que a partir de aquel día ya no se apareció el

fantasma del difunto empleado. Por lo visto, el capote del

general le había venido justo a la medida. De todas formas, no

se oyó hablar más de capotes arrancados de los hombros de los

transeúntes.

Sin embargo, hubo unas personas exaltadas e inquietas que

no quisieron tranquilizarse y contaban que el espectro del

difunto empleado seguía apareciéndose en los barrios

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apartados de la ciudad. Y, en efecto, un guardia del barrio de

Kolomna vio con sus propios ojos asomarse el fantasma por

detrás de su casa. Pero como era algo débil desde su nacimiento

—en cierta ocasión un cerdo ordinario, ya completamente

desarrollado, que se había escapado de una casa particular, le

derribó, provocando así las risas de los cocheros que le

rodeaban y a quienes pidió después, como compensación por la

burla de que fue objeto, unos centavos para tabaco—, como

decimos, pues, era muy débil y no se atrevió a detenerlo. Se

contentó con seguirlo en la obscuridad, hasta que volvió de

repente la cabeza y le preguntó:

—¿Qué deseas? —y le enseñó un puño de esos que no se dan

entre las personas vivas.

—Nada —replicó el guardia, y no tardó en dar media vuelta.

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