El camino de las ovejas

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1 29. El camino de las ovejas La primera vez que salió de vacaciones fue durante el receso escolar de invierno. Lo pasó en Cortinez, una localidad del partido de Luján, en cuya estación de trenes se podía leer el cartel que señalizaba erróneamente “Cortines”. Viajó con su abuela Aída. Tomaron el micro de La Lujanera sobre la avenida Gaona. Aída quería visitar a varios parientes de su difunto esposo Amílcar, oriundos de Newry, un pueblo al sur de Irlanda del Norte. Santiago tenía once años y acostumbraba a acompañar a su abuela a las excursiones que siempre le presentaban una experiencia de aventuras. Los domingos, yendo al Tigre a navegar en las lanchas colectivo donde se sentía un soldado adentrándose en la selva o en tierras africanas para combatir a los enemigos, como había visto en el cine de su barrio, a escondidas -por ser menor de edad- en las recientemente estrenadas películas Apocalipsis now y Los gansos salvajes; o como aquellos sábados en los que iban a pasar el día en las Barrancas de Belgrano, donde años después supo que su abuela había dejado plantado a su novio, días antes de la boda, porque lo veía un tanto vacilante en la relación. Aída no tenía muchas vueltas. Definía cuánto había que hacer. Quienes la conocían un poco sabían que en el interior de esa entrerriana de aspecto sencillo, andar ligero y sonrisa contagiosa, había una impetuosa mujer. Solo por eso, por una desatención que había observado en quien iba a ser su esposo, luego de marcarle varias veces su descuido, una tarde soleada del año 1930, en la glorieta cercana a la calle La Pampa, le había dicho “no va más”, se había levantado, le había devuelto su anillo de compromiso, de oro blanco cubierto de diamantes, esmeraldas y rubíes y se había tomado el 55 a San Justo, donde vivía entonces, para no verlo nunca más. Ahora que estaba viuda, pensaba muchas veces Santiago, quizá alguna vez lo volvería a encontrar por allí, en las barrancas. Sabía que Norberto vivía a tres cuadras de la estación y los días sábados, según le habían contado, sacaba a pasear a sus tres perros afganos cerca de la glorieta del no va más. En Luján, trasbordaron a otro micro más chico que los llevaría a Cortinez. Santiago tenía ilusiones por doquier. No paraba de preguntarle qué cosas habría

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Encuentro que la historia en sí misma es simple, sin embargo, para llegar a contarla hay diez mil historias alrededor. El cuento tiene esa particular característica de ser compacto. Cada dato que revela tiene un porqué, es importante, está ahí funcionalmente y no estéticamente o estilísticamente como en otras construcciones. Y en este caso, se transgredió ese principio. Fuera de esto, la estructura me gusta, la lectura es sencilla e invita al lector a querer saber a dónde va la historia. La historia es la historia gay más común de todos los tiempos. Onda “todos fueron a los yuyos con el primo alguna vez”. Más de uno te va a decir: “yo la hiceeeee”… y un lector identificado es un lector satisfecho. /Neyda pitt -Editora-.

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El camino de las ovejas

La primera vez que salió de vacaciones fue durante el receso escolar de invierno.

Lo pasó en Cortinez, una localidad del partido de Luján, en cuya estación de trenes se podía leer el cartel que señalizaba erróneamente “Cortines”. Viajó con su abuela Aída. Tomaron el micro de La Lujanera sobre la avenida Gaona. Aída quería visitar a varios parientes de su difunto esposo Amílcar, oriundos de Newry, un pueblo al sur de Irlanda del Norte. Santiago tenía once años y acostumbraba a acompañar a su abuela a las excursiones que siempre le presentaban una experiencia de aventuras. Los domingos, yendo al Tigre a navegar en las lanchas colectivo donde se sentía un soldado adentrándose en la selva o en tierras africanas para combatir a los enemigos, como había visto en el cine de su barrio, a escondidas -por ser menor de edad- en las recientemente estrenadas películas Apocalipsis now y Los gansos salvajes; o como aquellos sábados en los que iban a pasar el día en las Barrancas de Belgrano, donde años después supo que su abuela había dejado plantado a su novio, días antes de la boda, porque lo veía un tanto vacilante en la relación. Aída no tenía muchas vueltas. Definía cuánto había que hacer. Quienes la conocían un poco sabían que en el interior de esa entrerriana de aspecto sencillo, andar ligero y sonrisa contagiosa, había una impetuosa mujer. Solo por eso, por una desatención que había observado en quien iba a ser su esposo, luego de marcarle varias veces su descuido, una tarde soleada del año 1930, en la glorieta cercana a la calle La Pampa, le había dicho “no va más”, se había levantado, le había devuelto su anillo de compromiso, de oro blanco cubierto de diamantes, esmeraldas y rubíes y se había tomado el 55 a San Justo, donde vivía entonces, para no verlo nunca más. Ahora que estaba viuda, pensaba muchas veces Santiago, quizá alguna vez lo volvería a encontrar por allí, en las barrancas. Sabía que Norberto vivía a tres cuadras de la estación y los días sábados, según le habían contado, sacaba a pasear a sus tres perros afganos cerca de la glorieta del no va más.

En Luján, trasbordaron a otro micro más chico que los llevaría a Cortinez. Santiago tenía ilusiones por doquier. No paraba de preguntarle qué cosas habría

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por allí. La abuela le decía que encontraría vacas, gallinas, patos, caballos, pavos, ovejas, chanchos y muchos primos. El viaje, a la estancia de su tío Agustín, se hizo corto por el cansancio que arrastraba. Se dormitó en la falda de su abuela. Cuando abrió los ojos ya era de noche. Consultaron con el chofer dónde tenían que bajar y descendieron en un paraje desolado con un foco muy tenue de luz bajo el techo de la parada de colectivos. Desde allí, tuvieron que hacer casi dos cuadras. Motivados por la luz de una inmensa luna llena, “mirá abu, qué grande se ve”, Santiago se fue despabilando en la caminata a la casa de los Scott. Estaba fascinado y asustado por los permanentes ruidos que percibía: los múltiples chillidos de animales que no llegaba a definir, conjugados con los intermitentes encendidos de luz que regalaban las luciérnagas, al compás de su música y la de los grillos, “abu, escuchá, qué fuerte suenan”… “Música porque sí, música vana, como la vana música del grillo… Hoy te acostarás con el ruido de los grillos, Santi”. La risa contagiosa de Aída lo relajó hasta llegar a la tranquera que erigía un cartel: “Estancia San Patricio”.

Varias palmadas, sostenidas por algunos silbidos y gritos, alertaron a una vecina. La abuela le dijo que quizá, como los esperaban a la mañana siguiente, no habría nadie. Desde la casa lindera, la radio arropaba el anochecer con la Tonada del viejo amor, en el alma guitarrera de Falú. Ña Cholinda se asomó y les contó que la familia Scott estaba en el pueblo de Carlos Keen participando en una noche de fogón, por el cumpleaños del hacendado de la quinta Rivarola. Luego, los invitó a pasar, les convidó con un vaso de leche recién ordeñada y un pan casero cuyo aroma no se comparaba con nada que jamás hubiera sentido. La abuela bebió una copa de vino tinto abocado, se ubicaron en torno al candelabro que había encendido la anfitriona. No había luz corriente en muchas casas del campo. Santiago se sentó en una mecedora, mirando el cielo estrellado, maravillado porque allí podía ver tantas estrellas que en la ciudad parecían no existir. Se fue quedando dormido en el vaivén que se regalaba en la silla.

A la mañana siguiente, se despertó con los cantos de los gallos acompasado por un intenso graznido y los bramados que lo acompañarían en cada tarde de pastoreo compartido con su primo y un amigo. Se asomó por una ventana. Fue una grata sorpresa ver gallinas sobre las ramas de un árbol. No vio a su abuela ni a ninguno de sus familiares. Se asustó al encontrarse solo, en una habitación enorme; todo le resultaba diferente a lo que había visto la noche anterior. La mecedora había desaparecido. Se levantó de la cama, miró el largo pasillo que conectaba la pieza con un jardín de tierra, antesala de la granja. Restregándose los ojos, descalzo, caminó por el corredor, cerca de cincuenta metros. Se topó con uno de sus primos, Roberto. Lo miró con sus entrecerrados ojos. Su primo, que tenía por lo menos dos años más que él, le sonrió y le indicó dónde estaba el baño. Luego de asearse, su abuela, que estaba desayunando con la parentela, le

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contó que el tío Agustín lo había cargado y lo había acostado en la habitación que les habían preparado. Allí estaban todos, bajo un árbol, a puro mate, tortas fritas, bizcochos y algunos vasos de leche: la abuela, los tíos, los primos y un universo que, en esos diez días, le daría un matiz distinto a su acostumbrada vida de niño de ciudad.

Fueron todos presentados. Ahora estaba más despierto. Roberto lo saludó desde el extremo de la mesa. Santiago tomó su vaso de leche recién ordeñada y se sentó frente a él. Algo le atraía de su primo mayor. No era la misma impresión que tenía con Alfredo y Augusto, sus hermanos. Se focalizó en la diversión de lo que le esperaba. Así, todo fue sucediendo, como lo había soñado incontables veces, desde que su mamá le preguntó si quería ir a pasar unos días al campo con la abuela. El campo, para Santiago representaba el dibujo animado de Heidi en Los Alpes con su abuelo. Quería que su estadía fuese igual a la de Heidi y Pedro que veía, cada noche a las ocho clavadas, en la televisión en blanco y negro.

En la estancia aprendió a alimentar a los chanchos y como se los carneaba. Comió cerdo por vez primera aunque la abuela le dijo que era pollo cuando, en realidad, había degustado un cochinillo que había visto morir la noche anterior. El gusto de “este pollo” era distinto al que le preparaba su abuela en los guisos, sin embargo lo comió con agrado, pensando que los pollos de campo sabían diferentes. También pudo cabalgar, algo que deseaba desde que miraba las películas de John Wayne en los “Sábados de súper acción”. Sus primos le enseñaron a enlazar. Se venía la competencia de rodeo y los más pequeños tenían un juego propio con ovejas y ponis. Uno de los corderos, al que llamaban Pancho, era la mascota de Roberto. Lo adoptó como su propia mascota. Tenía una cicatriz en la oreja izquierda, resultado de una pelea con un perro de un vecino que corrió con la desgracia de toparse con el machete de su tío; pretendía asustarlo, pero el machetazo fue directo al perro que no se desprendía de la oreja del cordero. El golpe fue certero. Murió en el acto, aunque el cuerpo siguió corriendo hasta desplomarse. Santiago se maravillaba de las historias que su primo contaba, cada tarde, cuando se recostaban a mirar el cielo, hasta quedarse dormidos un buen rato.

Roberto lo notó entusiasmado. Al tercer día lo invitó al pastoreo, y así lo repitieron cada mañana hasta dos días antes del regreso. Aventuras a la orden, con el primo Roberto y su compañero, Claudio, en el camino que debían hacer hasta un campito escondido tras unos matorrales, a unos cinco kilómetros de la estancia. Salían en dos caballos. Santiago iba siempre en el mismo que Roberto, delante de él, y aunque le daba un poco de miedo alejarse tanto de la estancia, se sentía protegido por su primo, que tenía un claro dominio del potro y del ganado. Junto a ellos, siempre los secundaban tres perros de campo que vigilaban que el rebaño no se dispersara.

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Llegados al inmenso campo verde, los tres, con sendas ramas en la mano, cual báculo, esquivaban malezas, Santiago evitando el encuentro con alguna serpiente ocasional que saliera a posarse al sol. Aunque le habían dicho que no había reptiles peligrosos, no podía quitarse su experiencia del verano, en Los Cocos, con una yarará de casi un metro de largo. El camino era angosto y no posibilitaba que los caballos pudieran hacerlo con comodidad. Los dejaban cerca de un arroyo, donde podían estar a la sombra, alimentarse y mantenerse frescos.

Al octavo día, Claudio no pudo ir. Roberto le dio mayor responsabilidad a Santiago. Aunque la abuela le tenía prohibido que montara solo en un caballo, cuando hicieron alrededor de trescientos metros y giraron, se pasó a una potra. El tío le había pedido a Alfredo que los acompañara, a lo que Santiago se opuso, con tanta determinación, que el tío le dijo que por su arrojo merecía conducir al rebaño como segundo de la partida. Claudio y su primo lo habían calificado como un apto pastor. Era una delicada manera de incluirlo en el círculo al que se moría por pertenecer. Santiago estaba feliz por ello.

Esa mañana sería diferente. Lo presentía. Estaba ilusionado. Repitieron la rutina de fumar una pitada del cigarro armado, se tomaron un trago de la grapa que Claudio le sacaba a su abuelo y ponía en una petaca de metal, que siempre llevaba guardada en una especie de morral. Sus fantasías de ser Rooster Cogburn, el personaje que más admiraba de los que había visto interpretar a John Wayne, se tornarían reales. Tomaba la petaca al estilo del aguacil del parche negro en el ojo izquierdo, cuando el agua ardiente lo sumía en un letargo que sería interrumpido por los pedidos de auxilio de Mattie y Eula, según fuera, en las dos partes del film. Que lo hayan dejado ir con su primo, solos, era para Santiago el mejor reflejo de confianza de su abuela y su tío, pero, además, lo potenciaba en su afán por rescatar, en sus películas de explorador que iba tejiendo en el andar hacia el campo de pasturas, cualquier necesidad que su primo Roberto le pidiera.

Rober, como le decían, tenía pelo corto, piel muy blanca, ojos que cambiaban según los días y el tiempo, era extremadamente flaco como Santi. Tenía mucha personalidad, mucha arrogancia aunque despilfarraba simpatía. Conocía muy bien los asuntos del pastoreo y también sobre plantas, sobre flores, sobre el universo que regalaba un campo aún virgen de la arremetida urbana que llegaría en menos de diez años. Santiago admiraba profundamente a Rober. Él, presa de los niños de ciudad, se sentía seguro en la cuadra de su hogar para jugar, pero sus andanzas no superaban la vuelta a la manzana, los juegos a la mancha, las escondidas o las motivaciones que alguna película le regalara. Después, se aventuraban como caballeros del Rey Arturo, como soldados contra los nazis, como un romano conquistando el mundo, un cowboy escapando de la ley o en la piel de los legendarios Geronimo o Cochise; lo más cercano al campo que había visto, fuera de la caja boba, era una foto de su abuela, en su natal Pueblo Liebig, en la

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provincia de Entre Ríos, posando en un sembradío, al mando del carro que tiraba un buey al arar la tierra.

Ese día hacía mucho calor y Rober se sacó la remera. Santiago lo imitó. Anduvieron el camino de siempre, dejaron a los caballos pastando, se sentaron bajo una mora, sacaron leche y pan casero. No hablaron de nada en particular. Para Santiago era como hablar de todo. En un momento, le dijo que le gustaría llevarse a Pancho al barrio, pero que no estaba seguro si se llevaría bien con su perra Tuxi. Compartían sus hazañas: Santi habló de los juegos de ciudad, de entrar en casas abandonadas para agarrar higos y uvas que, en unos días, la nona prepararía como dulces; Rober, de las aventuras que hacía cuando se alejaban unas leguas más allá, con el ganado, aventura que Santiago hubiera deseado compartir con más tiempo y que ya no podría realizar: en dos días debía regresar a Buenos Aires.

Rober se tiró en la gramilla, Santi hizo lo mismo. Tomaron un poco sol y la conversación derivó hacia la vida y la muerte. Rober le habló de la pasividad de los animales, que no lloraban ni reían, algo que ver con la existencia. De repente, con un estilo muy personal, empezó a vociferar y agitarse, como si se quedara sin aire. Se quedó tendido, muerto. Por lo menos eso pensó Santiago y eso le quería hacer creer Roberto. Al principio, creyó que era una burla, un juego para asustarlo, ya que estaban solos y habían estado dialogando sobre la muerte. Santiago lo miraba impávido, sin reacción aparente, permanecía inmóvil. Pensaba en los inconvenientes con los que se toparía si tenía que regresar sin su primo y lo inquietaba cómo haría para llevar a las ovejas. En su cabeza no concebía que a su primo le hubiera sucedido algo. No estaba seguro. Dudaba. Lo miraba. Sabía que Rober no estaba muerto. Pasaron varios segundos de solo mirar, mirarlo, intentar descubrir un hilo de respiración. Empezó a llamarlo: “Roberto… Rober… Roberto…”, mientras le movía el pecho con la mano, sin presionarlo mucho para que, si reaccionaba, si a fin de cuentas fuera una típica broma de niños, no le diera una trompada. Nada. No había reacción de su parte. Santiago seguía mirándolo fijo, pensando si alguien vendría a recogerlo. Quería animarse a algo que pensaba como descabellado para esa situación y ese instante. Tuvo miedo de arremeter con su idea. También sentía pánico por el repentino abandono de parte de quien tanto admiraba y empezaba a querer. Sí, se sentía abandonado. Desolado. Lo observaba, extendía su mano para tocarle el pecho, dudaba, retiraba la mano, no sabía qué hacer, hasta que tomó la determinación más precisa y acertada de su infancia. Le dio un beso en la boca. “O está muerto de verdad o reacciona”, lo cual implicaba también dos posibilidades: que lo abrazara, su sueño, lo cual era improbable, o que lo moliera a golpes. No reaccionó, así que pensó que capaz había sido un pequeñito roce de beso sin sabor. Volvió a intentarlo. Sintió sus labios secos, como los tenía él también, y los

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sintió frescos, hermosos, especialmente cuando reaccionaron y jugaron con los suyos. Milagro de resurrección.

Lo que pasó luego quedó entre ellos por siempre, tan privado como las travesuras que uno hace de niño y que por nada, jamás, les contaría a sus padres. Lo guardaron como algo muy propio, de pertenencia absoluta, de baúl sellado conteniendo un tesoro, de una caja oculta que solo quien lo haya experimentado lo podría revisitar.

Al día siguiente, llovió y las ovejas se quedaron en la estancia. Su tío aprovechó para llevar a Roberto hasta la ciudad de Luján para comprar bebidas y postres para el asado de la despedida. Santiago se levantó tarde, se quedó mirando la lluvia caer, con la mirada perdida en la puerta principal. El día fue despejando. Una noche de estrellas, como cuando había llegado, le regaló una conjugación de danzas folclóricas, guitarreada -el tío Agustín se despachó con Pehuenche, una canción que atesora en lo más profundo, y Roberto le regaló Zamba para no morir, que descubrió, días después, entre los simples que tenía su papá-, correteo con sus primos, sin dejar de estar pegado a Rober, hasta que cayeron rendidos en la misma habitación. La mañana lo encontró tempranero. Fue a despedirse de Pancho y las otras ovejas. Luego, fue al establo a saludar a los potrillos, compañeros de sus aventuras de pastoreo. Cuando giró, para tirar un poco de maíz a las gallinas, lo vio. Rober. Tenía en su mano un cordero, hecho de madera, que había estado tallando desde antes que llegara Santiago y que había retocado y pintado durante la noche, con el color de su mascota.

–Ahora también lo tenés a Pancho… Y esto es para que te acuerdes de mí. Selló la despedida con un beso.

Sacó una sevillana que tenía y empezó a escribir en una de las columnas de madera que sostenían el gallinero las iniciales S y R, separadas por una barra. Se volvieron a besar, cuidando de no ser descubiertos. La comisura de los labios secos de Rober jamás pudo olvidarla.

Nunca más volvió a Cortines. Algunas veces fue visitado por tíos y primos. Siempre de pasada, nunca se quedaron más que un día en la ciudad. Supo que la estancia se vendió y se mudaron a Luján. Supo que Roberto se casó, que vive en Canadá, que es licenciado en saneamiento y protección ambiental. Supo que el único hijo varón que tiene se llama Santiago. Y siempre se pregunta si su primo sabría que su hijo se llama Roberto.

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Tedeschi Loisa, Diego

Publicado en © Tres de un par imperfecto. Cuentos a la crema

1º edición – Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 360 p.; 17 x 24 cm.

© 2014 Bubok Publishing S.L.

ISBN 978-987-33-4944-7

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título

CDD A863

Impreso en Argentina / Printed in Argentina

Impreso por Bubok

Fecha de catalogación: 06/05/2014

Hecho el depósito que impone la Ley 11.723

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