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Cesare Segre El buen amor del texto Estudios españoles

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Cesare Segre

El buen amor del texto Estudios españoles

CONSTRUCCIONES RECTILÍNEAS Y CONSTRUCCIO NES EN ESPlRAL

EN EL QUIJOTE

Lento, pero imparable, cabalga sobre los siglos el lar­guirucho caballero don Quijote; detrás, su escudero tosco y proverbista. Una imagen que decenas de pintores, escul­tores y cineastas han tratado de fijar. Mientras tanto, filó­sofos, críticos y publicistas de todas clases continúan exal­tándose ante estos dos símbolos: el uno, de Ja fe ciega en un ideal que resiste cualquier ultraje y desmentida, el otro, del sentido común, de la concreción, a menudo ingrata, de lo real.

Resulta evid ente que el texto de la novela contrasta, más que con los elementos de esta estilización, con su pro­pia d imensión un ilateral, y por ello impone definkiones mucho más minuciosas y elásticas. Así pues, en defensa de una imagen que se ha desprendido ya de su matriz y se ha hecho libre en su icasticidad, hallamos a un Cervantes que no es consciente, inferior en gran medida a su personaje; la pareja inmorta l de caballero y escudero, arrebatada a las manos incapaces del escritor, se habría ganado, gracias a sus apasionados intérpretes, el derecho a w1a vida autóno­ma (Unamuno).

Hace tiempo que la crítica ha superado esta post~ra, al menos en un p lano consciente. Mas la transformación de don Quijote y Sancho en símbolos, aunque sea a costa

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· l·t·· ci·ones e interpretaciones forzadas, sitúa me-de s1mp 1 1ca · J te a Cervantes en el reducid ísimo grupo de los rcc1uamen

creadores de personajes inmortales: de Hamlet a Madame Bobary (notese que en el caso de muchos otros personajes­simbolo e puede hablar, respecto a los autores que los hJn hecho célebres, de recuperación más que de paterni­dad: desde Edipo, pasando por Tristán e Isolda, hasta Fausto). Por otro lado, consti tuye un ho~e_naje ~ada des­preciable el uso lingüístico -y de los d1cc1onanos- qu_e registra q11 ijote entre los nomb1--~s _comunes, ~on sus deri­vados quijotería, quijotesco y q1111ot1s1110, ademas de sancho-

pa11cesco. . Ha y, pues, que situarse en una perspectiva de lectura

que no separe al personaje d~ la novela (o, p~or aún, lo oponga a ella), sino que permita dar cuenta de mterpret~­ciones que tengan cierto fundamento en el texto cervanti­no. Mejor aun si personaje y novela revelan ser tan com­plejos que exijen lecturas lentas y múltiples, y dejan sin explicar lo que constituye la reserva de vitalidad de la obra

de arte.

Dos afirmaciones preliminares, respecto a la naturaleza y Ja modal idad de la relación de Cervantes con su obra: por un lado, extrema conciencia crítica, tan manifiesta que hace del Quijote el prototipo de la novela-ensayo; por el otro, w-rn redacción que sigue las flecha s del tiempo, pro­bablemente con escasos retornos (destinados a reelaborar) sobre lo ya escrito; ausencia, o temprano abandono, de un proyecto establecido. De las dos afirmaciones nace la nna­gen de una aplicación crítica que, más que predi sp~ner las estructuras y los temas del libro, adecúa la progresiva ela­boración al propio desarrollo y cambio, según el modelo de autorrcgulación de los sistemas.

1 En cuanto a la redacción de la novela, tiene gnin peso e hecho de que las dos partes en que se divide estan s~para­das entre sí por el espacio de un decenio. En la primera

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parte, tras devolver a don Quijote a su casa, confiándolo al ama y la sobrina, Cervantes sugiere una nueva sa lida de su héroe, pero con los epitafios y los elogios fúnebres de don Quijote, Sancho y Dulcinea da la impresión de querer ce­rrar cuentas. Por lo demás, aunque insinúa a media voz una posible continuación, no parece excluir, con el cierre ariostesco («Forse altri cantera con miglior plettro»), que sean otros los que emprendan tal empresa.

Diez años después, sin embargo, Cervantes está llevan­do a término una segunda parte de la novela, más larga in­cluso que la primera. Se había anticipado, precisamente en 1614, el tal Avellaneda, que recogió la invitación de Ja pri­mera parte y escribió w1a segunda; en competencia e in­cluso entablando polémica con Cervantes. Así, la segunda parte del Quijote auténtico, además de conclusión, se con­vierte en defensa y apología.

También en el interior de las dos partes abundan las pruebas de que la redacción de la no\'ela coincidió con su estructuración. Nótese, por ejemplo, la distinta extensión de las dos primeras salidas: caps. 2-5 y caps. 7-52. En la pri­mera salida, además, a don Quijote no lo acompaña toda­vía su deuteragonista y doble, Sancho; y por fin, da la im­presión de oscilar entre dos estereotipos culturales: las novelas de caballerías (que después dominarán sin com­petencia) y los romances populares en verso, que adapta a sus aventuras y con cuyos personajes se identifica. (Un in­dicio, veremos, del estímulo recibido de w1 oscuro E11trt.>-111és de los ro111a11ces). Algunas de las constantes del Quijote se presentan, pues, únicamente en Ja segunda salida.

La segunda parte de la novela contiene w1 giro narrativo igualmente notable. Se trata de Ja polemica con el Quijote de Avellaneda, el cual, además de ser objeto de frecuentes alu­siones despreciativas, incita a Cervantes a que caracteri_ce su don Quijote, e l «verdadero», de forma diferente. Ello ~~e­ne una consecuencia concreta en la trama, pues don Qui¡o­te, que según un progran1a formulado en I, 52 Y confirma­do en JI, 4, 57 debería dirigirse a las justas de Zaragoza,

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cambia su itinerario cuando se entera de que el don Quijo­te de Avellaneda ya ha estado en Zaragoza (U, 59).

Sólo a partir del capítulo 59 empieza la segunda parte a hacer mención de la imitación de Avellaneda, y con fre­cuencia (naturalmente, la dedicatoria y la introducción se escribieron en último lugar); ello señala de modo claro la unidireccionalidad de la composición, en que el desagra­dable suceso quedó plasmado probableme~te en forma de reacción inmediata por parte del escritor. Este tenía ahora un motivo más para no volver sobre lo ya escrito: la prisa por publicar la auténtica segunda part~ y cortar la ~ifusión del libro que competía con ella. En d iversas ocas10nes se han advertido los indicios de una redacción sumaria y qui­zá febril en los últimos capitulos.

En la forma amable del diálogo literario, Cervantes nos ha dado a conocer - una vez distinguidos, en la medida de Jo posible, los humores de los interlocutores de los suyos­sus gustos y las justificaciones teóricas elaboradas para sostenerlos. Los dos episodios críticos más amplios (episo­dios, porque están hábilmente integrados en la aventura de don Quijote) son el inventario de la biblioteca del héroe por parte del cura y el barbero al final de un jocoso -qui­zá no tanto- auto de fe literario (1, 6), y la conversación entre el canónigo y el cura mientras llevan a casa, enjaula­do, al caballero, convencido de estar encantado (1, 47-48).

Sin embargo, toda la novela está salpicada de discursos y juicios literarios: venteros y cabreros, bachilleres, donce­llas y semidoncellas desvelan su agradable vicio de lecto­res, expresan a su manera sus preferencias y reacciones; por encima de todos el propio don Quijote, aparte de los momentos en que se identifica incluso con los héroes de sus libros predilectos, habla como un litera to finísimo so­bre los problemas y técn icas del arte, y a veces él mismo es­cribe versos. En suma, del Quijote se puede ex traer (como han hecho, en especial, Canavaggio y Riley) un tesoro de afirmaciones teóricas y de juicios concretos. , .

·b·1·d d cnt1-Con todo, esto no basta para medir la sens1 1 1 ª

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ca d_e Cervantes. _De los fragmentos aludidos se puede de­duor que el escnto_r _estaba muy al día de las poéticas del xv1, cuya problematica, de origen aristotélico mantí· . , ene. Pero run?una obra está: a l menos en su aspecto de conjun-to, tan le¡o~ ~e las poéticas a las que rinde homenaje. Que­da por venf1car, pues, la consciencia que tenía Cervantes del desfase entre su teoría y su práctica literaria, en favor de la segunda; de su extraordinaria modernidad.

Más que en declaraciones explícitas, esta consciencia puede captarse echando un vistazo al complejo sistema de mediaciones puesto entre el autor y su obra. Quien firma las dedicatorias de las dos partes, y se declara autor de los respectivos prólogos (aun probándose ya los hábitos de «coautor»), se presenta como un recopilador de tradiciones opuestas (1, 1, 2), para convertirse luego, en I, 8, en el «se­gundo autor» de un relato que el «primer autor» anónimo parece haber recogido a su vez de escritos anteriores. A partir de 1, 9 finge recurrir a un manuscrito árabe de Cide Hamete Benengeli, que parece agotarse con el final de la primera parte (1, 52), donde se sugieren aventuras poste­riores con fundamento en tradiciones orales y se concluye con los epitafios y elogios hallados en otro pergamino, la de los académicos de Argamasilla. En la segunda parte, por fin, reaparece Cide Hamete, sin explicaciones, como única fuente del rela to.

Recurrir a una fuente fic ticia, usada como (falso) testi­monio de veracidad o responsabilizándola jocosamente de afirmaciones inverosímiles es un recurso con larga tradi­ción en las novelas de caballerías (todo el mundo recuerda el Turpín del Orla11do Furioso), y no sólo en éstas. Pero Cer­vantes halló en el procedimiento, además de la manera de poner un intersticio entre é l y su relato Ja de conmensurar este intersticio con Ja escala de sus motivaciones.

Mucho antes de la invención del pergamino de Cide Hamete, don Quijote, todavía solitario y sin historia, dice para sí: «¡Oh, tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar ser cronista desta peregrina historia!

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Rucgote que no te olvides de mi buen ~ocinante» etc. (1, 2). As• evoca el personaje a Cide Hamete incluso antes de ha­ber entrado en acción como «primer autor». Tenemos pues un escritor (Cervantes) que inventa a un personaje (don Quijote) que inventa al autor (Cide Hamete) que servirá como fuente a la obra del escritor (Cervantes). Y en diver­sas ocasiones (I, 11, 21) parece que las acciones de don Qui­jote puedan recibir influencia de las iniciativas del autor

Cide Hamete. Esta construcción borgiana permite a Cervantes atribuir

jocosamente la responsabilidad de lo que se narra a un in­fiel (y como tal , que no merece confianza. Con cuántos ju­ramentos en el nombre de Alá nos invita implícitamente a no creer) y mago (y por ello depositario de noticias inal­canzables para w1 común mortal). Por tanto, Cide Hamete tiene a su disposición la inmensa distancia entre lo fiable y lo no fiable; mientras que el «segundo autor», Cervantes, puede actuar como relator sin responsabilidad o como crí­tico que contesta y limita las afirmaciones de su fuente. El desdoblamiento del escritor oculta la crisis(= 'separación', 'elección', 'juicio') entre Renacimiento y Barroco: en pri­mera persona, Cervantes es portavoz de la poética rena­centista; disfrazado de Cide Hamete, crea personajes Y aventuras barrocas en el gusto por los contrastes, la inten· cionada ausencia de armonía, el sen tido de la debilidad de lo real.

El Q11ijote no habla sólo de don Quijote y Sancho. Los dos personajes dominan en la atención y la memoria de los lectores; pero descu idar los numerosísimos capítulos de los que están ausentes s ignificaría falsear la trabazón de la novela y, lo que es más grave, su significado. Es indis~~n­sable darse cuenta de cómo está estructurado el Q111Jofc para entender qué relaciones establecen sus partes Y en respuesta a qué exigencias.

En grandes líneas, el Q11ijote es una novela «ensartada»

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(para decirlo a la manera de Sklovskij), a menudo inte­rrumpida por interpolaciones narrati vas que en ocasiones se mantienen ajenas a la trama y que otras veces se injer­tan en ella. Estas historias intercaladas son como cortes verticales en la serie horizontal de las aventuras de caba­llero y escudero. Las modalidades de inserción va rían: van desde el procedimiento del «manuscrito encontrado» (como la historia del Curioso i111perti11e11te, 1, 33-35), hasta la narración contada por el protagonista de la interpolación (la Historia del cautivo, l, 39-41) o, en episodios sucesivos, por los protagonistas (Cardenio, 1, 24 y 27 y Dorotea I, 28), o por un narrador (la historia de Marcela, I, 12-13).

El diverso comportamiento de las historias intercaladas depende de un intento de variatio, pero también está en re­lación con la posible participación de los personajes de las interpolaciones en la trama principal: con frecuencia, se trata de una participación ocasional (provocan la locura o incluso la cordura de don Quijote, enriquecen y profundi­zan la casuística), a veces fundamental (Dorotea acepta de buen grado el papel de Micornicona) y a veces nula (E/ cu­rioso impertinente). Se trata de un problema de estructura sobre el que Cervantes debio de meditar mucho, como se desprende de lo dicho en U, 44:

Dicen que en el propio original de~ta historia ~e lee que llegando Cide Hamete a escnbir e~te capitulo, no le tradujo su intérprete como el le h,1b1a esenio, que fue un modo de queja que tuvo el moro de s1 m1~mo por haber tom,1do entre manos una Jústoria tan seca y tan hm1t¡¡da como e~ta de don Quijote, por parecerle que siempre h..ib1a de h¡¡blar d~l )' de Sancho, sin osar estenderse a otras digre~10nes )' episodws más graves y más entretenidos; y dec1a que el tr s1en~pre ate­nido el entendimiento, la mano y l,1 pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas era un trabajo incomportable, cuyo fruto no redund~ba en el de su autor, y que por huir deste inconveniente habiJ usado en la primera pa rte del ¡¡rtificio de algun..is novelas, como fue­ron la del Curioso i111perti11t•11te y la del Cnp1tti11 caulti>o, que

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están como separadas de la historia, puesto que las demás que alh se cuentan son casos sucedidos al mismo don Quijo­te, que no podían dejar de escribirse. También pensó, como él dice, que muchos, llevados de la atención que piden las ha­zañas de don Quijote, no la darían a las novelas, y pasarían por ellas, o con priesa, o con enfado, sin advertir la gala y ar­tificio que en sí contienen, el cual se mostrara bien al descu­bierto cuando por sí solas, sin arrimarse a las locuras de don Quijote ni las sandeces de Sancho, salieran a la luz; y así, en esta segunda parte no quiso ingerir novelas sueltas ni pega­dizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos de los mesmos sucesos que la verdad ofrece, y aun éstos, limita­damente y con solas las palabras que bastan a declararlos; y pues se contiene y cierra en los estrechos limites de la narra­ción, teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo, pide no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas no por lo que escribe, sino por lo que ha de­jado de escribir.

El hecho es que en la segunda parte las interpolaciones son más breves, y están todas estrechamente unidas a la trama principal: así, las Bodas de Camac/10 (Il, 20-21), la na­rración de doña Rodríguez (Il, 48), las h istorias de Claudia Jerónima (ll, 9) y de Ana Fél ix (11, 65) y la inocente escapa­dita de la hjja de don Diego (II, 49). En cambio, la segunda parte ve por primera vez separados durante la rgo tiempo a don Quijote y Sancho, en el episodio de Sancho goberna­dor (II, 44-53).

Se ha discutido la posible relación del Quijote con la no­vela picaresca; la respuesta, bastante dudosa si se buscan coincidencias de contenido, resulta afirmativa si se atien­de a la estructura. El Quijote se parece a la novela picares­ca en el caracter serial, virtualmente abierto hasta el infi­nito, de los episodios (esquema «ensartado»); en su forma de itinerario a través de la sociedad contemporánea, espe­cialmente en los estratos más bajos (como pueden ser la taberna, la criada de fáciles costumbres, los ga leotes, los porqueros, etc.); en el terna «búsqueda de empleo», que en

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el caso de don Quijote se transforma en «búsqueda de em­presas heroicas». A lo largo de este trazado horizontal, Cervantes pudo desarrollar el punto de partida relativa­mente exigu o de la primera salida y retomar la narración diez años después, poniendo cilldado en hacerla concluir con Ja muerte del protagonista para que nadie se atreviese a continuarla con una tercera, una cuarta o una enésima parte.

y a l contra rio, el procedimjento de las rustorias interca­ladas es de origen caballeresco (y citaré una vez más el Or­/nndo Furioso, del q ue deriva precisamente el cuento del Cu rioso impertinente). Las rustorias intercaladas pueden in­tegrarse con mayor plenitud en la narración cuanto menos prepotente es la presencia del protagonista. En el extremo está el procedimiento del e11trelace111e11t, que compone en forma de mosaico una pluralidad de sucesos con el mismo grado de funcionalidad.

Con el Quijote estamos en el extremo opuesto: la histo­ria del caballero y el escudero mantiene su linealidad, que las rustorias intercaladas pueden detener pero no desviar: las interpolaciones pueden pender del hilo del relato, pero no se entrelazan con él. Raramente los personajes de las historias se cruzan una segunda vez en el camino de don Quijote, y más raramente con consecuencias considerables. La alternancia paritética -procedimiento de encaje- se da solamente entre don Qwjote y Sancho las pocas ve­ces que se separan (I, 26-29; II, 44-53) no sin el disgusto de los dos.

Si bien los relatos insertados no son funcionales para la trama, sí lo son para la temática de la novela. Sin necesidad de adentrarse en las disquisiciones del siglo XVI sobre los géneros li terarios, se advierte en seguida que las interpola­ciones tienen un elemento común, el amor, Y pertenecen casi exclusivamente al género pastoril o sentimental, con la e\cepción de Ja historia del prisionero, que es un relato de

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aYenturas. Una primera aproximación, que pronto nos será de utilidad, nos la aporta esta constatación: tantos amores colman el vacío de sentimientos que deja abierto el culto totalmente fan tástico y cerebral de don Quijote por Dulcinea.

En efecto, la concepción del amor que tiene don Quijo­te va mucho más allá de lo que se ha dado en llamar la pa­radoja del amor cortés, cuyas invocaciones exigen no ser satisfechas y son más al tas e inspiradas cuanto más lejana e inalcanzable sea la mujer, o incluso de dudosa existencia (como Dulcinea del Toboso). Don Quijote, a diferencia de gran parte de los personajes de las novelas, excluye con ri­gor casi monástico cualquier concesión a la galantería. El mismo extremismo lo encontramos en su concepción de Ja aventura, que debe ser gratuita y sólo inspirada por el de­seo de gloria.

Así, Cervan tes sintió la necesidad de hacer pasar el uní­voco itinerario espiritual de don Quijote entre personajes y aventuras que representaran zonas bastante extensas de la invención narrativa, al menos tal como estaba codificada en su tiempo. La mirada de don Quijote está tan fija en las metas soñadas como la de los personajes de las interpola­ciones se mueve sobre las personas y las cosas; el senti­miento de don Quijote es tan inmóvil en su autosuficiencia como el de los otros propenso a los arrebatos de pasión, de gratitud, de venganza; la aguja de la brújula de don Quijo­te está tan quieta sobre su inalcanzable norte como la de los demás oscila con la variación de impulsos y situacio· nes, casos más o menos fortuitos.

No sería difícil mostrar cómo el género pastori l (y su variante sentimental) --con el inmutable convencionalis­mo de las situaciones y la fi cción de jóvenes, en su mayo­ría acomodados, que se disfrazan de pastores proclives a la declamación y a la improvisación poética- responde a los ideales literarios del Renacimiento. Era la propuesta de

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una feliz u~o~ía de vida agreste, de afectos simples, poesía vivida o v1v1ble; y era la propuesta de actualización más orgánica de las concepciones corteses elaboradas por los trovadores, Petrarca y los poetas del XVI.

La ficción arcádica daba forma a ese gusto por el deco­ro, la nobleza de sentimientos y la conversación, destilado por los teóricos según las aspiraciones de los ambientes más refinados. La sutil distinción entre verdadero y vero­símil, que asignaba lo segundo, y sólo lo segundo, a la li­teratura narrativa, ofrecía una sólida justificación al géne­ro pastoril. Y el grado en que Cervantes participaba de este gusto lo indica el hecho de que él mismo escribió una Ca­/atea, aunque orientada hacia un alegorismo neoplato­nizante, y nunca abandonó la idea de darle una segunda parte.

Podemos decir, pues (con reservas que desharemos al final de este capítulo), que las interpolaciones narrativas expresan la exigencia de la realidad, por muy duro que ello resulte a un lector moderno, tan alejado de las convencio­nes literarias del xv1, y tan predispuesto a reaccionar ne­gativamente ante el artificio del marco y los entrelaza­mientos, de los que, como máximo, disfruta la elegancia estilística y los detalJes de colorido.

Baste notar que si la novela se desarrolla en dos planos, el de la irrealidad quijotesca y el de la realidad (o mejor, se­gún el gentelmen's agreement entre escritor y lector, de la \"e­racidad), los personajes de las interpolaciones pertenecen plenamente al de la realidad fijada por el autor: tanto es así, que Dorotea participa de la afectuosa conjura para de­volver al héroe al redil.

En la novela, las interpolaciones sirven para representar otra realidad: la del espesor social. A don Quijote, hidalgo pobre y falso caballero, y al labrador Sancho, se contrapo­nen en las interpolaciones terratenientes, representantes_ de la nobleza de la administración, del clero. Nótese que, si se prescindi:se de las historias, en la primera parte del Quijo­te el caballero encontraría sobre todo a personas de capa e

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mstruccion inferior a las suyas. En parte por ello, las inter­polaciones se hacen menos necesarias en la segunda parte, donde personajes poderosos como el duque, y después don Antonio Moreno, monopolizan largamente al caballero de la triste figura y participan de forma determinante en sus aventuras. En la segunda parte la sociedad señorial no ne­cesita acudir a don Quijote, es éste quien va hacia ella, acep­ta su hospitalidad y, desgraciadamente, sus condiciones.

Con todo, la realidad de las historias intercaladas tiene todavía otra función. El Quijote es una especie de galería de Jos géneros literarios de su tiempo: la novela caballe­resca, aun en forma de parodia por medio del recurso a los esquemas de la novela picaresca; y el género pastoril, la novela de aventuras, la novel/a italiana o el diálogo litera­rio, sin olvidar la poesía amorosa, elemento común a las historias interpoladas y las aventuras de don Quijote (mientras que sólo estas últimas documentan el género po­pular de los romances).

Toda la hjstoria del género novelesco puede verse como un conjunto de tentativas orientadas a mezclar los diferen­tes tipos de novela: p rimero el ciclo artúrico con el carolin­gio; después la novela de caballerías y la bizantina con la sentimental o la arcádica. En el Quijote esta mezcla no es una solución, sino una superposición que deja intactos sus componentes; Cervantes d istribuye cuidadosamente las secuencias que pertenecen a los distintos géneros sin que sus rasgos característicos se contaminen o se concilien. Se trata de la definición de don Quijote, que exigía la combi­nación, en lugar de la fusión, de los géneros lite rarios.

La posición de don Quijote respecto de la realidad, cen­trifuga los elementos más nobles y los más vulgares que conviven en ella. La carrera del protagonista tras quimeras e ideales irrealizables libera de toda situación o ambiente, casi como contragolpe, los aspectos prosaicos y triviales. Se podría decir que el idealismo de don Quijote es un esti-

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mutante excepcional de realismo. Cada empresa de don Quijote tiene como escenario la distancia entre estos dos extremos: la derrota del héroe radica en la constatación, si bien continuamente rechazada, de lo breve que es para él esta distancia.

El recurso a otros géneros literarios pretende por tanto neutralizar la oposición noble/ vulgar, es decir, dirigimos a un clima literario con menores variaciones tonales: Ja rea­lidad queda estilizada sobre un registro de ennoblecimien­to moderado, dado que los sentimientos, a los que aquélla se subsume enteramente, forman un casillero que evita de­sórdenes y caídas. Los sentimientos, buenos o malos, revo­lotean cada vez más lejos de la tierra desnuda y escabrosa; y de hecho pueden moverse con facilidad de lo negativo a lo positivo.

Éste es, con toda probabilidad, el cálculo hecho por Cer­vantes, completamente acuerdo con las poéticas renacen­tistas. Pero Cervantes es un autor bifronte: si se hubiera fiado solamente de los dictámenes de su especulación crí­tica, habr ía escrito Ln Gnlntea y el Persiles, pero no el Quijo­te. Lo que caracter iza el modo de proceder de Cervantes es la dialéctica de intuiciones geniales y atentos cálculos, de libre invención y control crítico. Cálculos y control perte­necen al ámbito de lo adquirido y codificado, del Renaci­miento al crepúsculo; intuiciones e invenciones señalan con seguridad hacia el inminente Barroco.

Por ese motivo el Joco caballero da al escritor estímulos más potentes y a:rolladores que los personajes de la~ rus­torias intercaladas: don Quijote se mue' e en un espacio en que la locura resta e:-.actitud a los límites y rigor a los con­troles. Es un espacio donde resplandecen lo cómico Y. lo grotesco (extrafios a la armonía renacentista que admit~, como mucho, la sonrisa o la ironía superior); donde .las fi­guras pierden sus contornos naturales, donde hace trrup­ción una n ueva sensibilidad paisajística.

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Intuiciones, decía; pero intuiciones que Cervantes ha sistematizado e institucionalizado. Es significativo que en la segunda parte, mientras la reducción ?e l~s inte~ola­ciones concede a don Quijote una presenoa mas dominan­te, la deformación de la realidad ya no se atribuya exclusi­vamente a Ja locura del caballero, sino a la imaginación, incluso cruel, de sus interlocutores: como si dijera que la deformación de lo real, en un principio fruto de una men­te enferma, se transforma en un acto repetible y definible.

Cervantes descubre así, en el curso de la composición, una nueva medida de las cosas; la registra , pero sin hacer­la propia; o si se prefiere, manda a su héroe de exploración hacia los nuevos territorios, adoptando los resultados de su experiencia aun sin participar en ella. El esquema en es­piral hallado en las relaciones entre escritor, personaje, «primer autor» (Cide Hamete) y obra, reaparece aquí en la relación entre realidad, verosimilitud, sueño e invención de nuevas realidades. Dos espirales, evidentemente afines, que permiten una multiplicación de perspectivas y una vi­gilancia disimulada. Sólo preservando su propio saber (también de escritor), podía Cervantes narrar Ja locura de don Quijote; sólo manteniendo una poética renacentista podía potenciar y encauzar sus visiones barrocas.

Pero es hora de hablar de la locura de don Quijote. So­bre su génesis, Cervantes no deja lugar a dudas: habiendo perdido tantos años con la lectura de novelas de caballerías, «del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro, de manera, que vino a perder el juicio. Llenósele la fan­tasía de todo aquello que leía en los libros, así de encan­tamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; Y asentósele de tal modo en Ja imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas sonadas soñadas inv~n­ciones que leía, que para él no habia otra historia más cier­ta en el mundo» (1, 1).

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Al condenar a la locura a su protagonista Cerva t , en es rea-lizaba un preciso d iseño pol~mic?, que de hecho se justifi-ca plenamente en lo~ ?ºs episodios críticos que ya hemos recordado (el escrutinio de la biblioteca y la conversación entre el canónigo y el cura). Una polémica de actualidad en los años 1605-1615 tanto por la perdurable fortuna de la novelad~ caballe.rías, género literario de consumo a pesar de estar hg~do a ideales y convenciones medievales, y por tanto anacronicos; como por las condenas tantas veces pro­nunciadas en nombre del buen gusto e incluso de Ja reli­gión.

Los motivos de Cervantes para desaprobar las novelas de caballerías se pueden reducir, con alguna simplifica­ción, a dos: la ignorancia, por parte de sus autores, de la norma aristotélica de lo verosímil, y los alambicamientos del estilo. En otros términos: la ofensa a la realidad (en el sentido de posibilidad, armonía y decoro) de los hechos y los discursos. Erasmo, al que Cer\'antes esta unido por hilos sutiles, expresaba conceptos similares. No obstante, la actitud de Cervantes está llena de matices: muchos ejem­plares de literatura caballeresca son absueltos, y hasta celebrados por este proceso jocoso. Se trata de obras que tienen un valor histórico o que se conforman, en modo positivo o nega tivo --escasa relevancia de las infraccio­nes- a los paradigmas cervantinos del gusto.

Y como la condena de la literatura caballeresca no es glo­bal, tampoco el entusiasmo de don Quijote es aislado ni ex­cepcional. Toda la novela es un desfile de locos por la no­vela de caballerías: desde el \'entero bibliófilo y poco menos crédulo que don Quijote (I, 32), a Cine~ de Pasamonte, titi­ritero (11, 26), pasando por Jos propios eclesiásticos-cnticos, el cura y el canónigo, que resultan mu} competentes en el tema. Por tanto, Ja culpa de don Quijote no consiste en leer los libros de caballerías, sino en creérselos. Es más: en creer que las aventuras que narran son todada posibles.

En su locura, don Quijote tiene modelos (Jos héroes de las novelas) y esquemas de comportamiento (sus empre-

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sas). En cuanto a los modelos, oscila entre identificación y equiparación, con la mirada puesta, sobre todo, en los ca­balleros más nobles, generosos, perfectos y perfectamente enamorados: Lanzarote y Amadís de Gaula; los esquemas le sirven para decidir en relación a las situaciones, pero asi­mismo para crear las sit1111cio11es.

Se ha dicho que el Quijote, parodia de las novelas de ca­ballerías, acaba siendo una novela de caballerías. No se trata de una contradicción, sino de una consecuencia lógi­ca del asunto: don Quijote tiene en mente los principales estereotipos de la acción caballeresca: le basta con que la rea lidad le ofrezca un rasgo de ella (una semblanza), para declarar presente el estereotipo entero y comportarse en consecuencia. En vez de la «imitación de Cristo», esquema a priori para tantas vidas de santos, don Quijote trata de realizar una «imitación del perfecto caballero». Y aquí resi­de el motivo más profundo de la estructura «ensartada», pues en la vida de un caballero andante la aventura está condicionada por la personalidad del héroe y por su com­portamiento en relación al ambiente, mientras que en la vida de don Quijote hay un intento concreto, como en la «imitación de Cristo», de agotar la gama de posibilida­des, que ha de considerarse establecida de antemano, de las aventuras de un caballero andante, cuyo orden, por tanto, es puramente casual.

No se trata pues del encuentro entre una personalidad y las situaciones, sino de una lista de «posibilidades», de la que poco a poco emergen las que hallan simulacros de realización. Cada «posibilidad » es un episodio, que no tiene como referentes los anteriores y posteriores, sino las novelas asimiladas y unificadas por don Quijote. Don Quijote ha realmente fo rmalizado las «posibilidades» ca­ballerescas: da un ejemplo cuando cuenta a Sancho (1, 21) episodios típicos de una vida de caballero, y éstos cobran color poco a poco, se vinculan, proliferan, se convierten

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casi en una historia ocurrida. Así señala Cervantes, con su habitual agudeza, la ordenación aleatoria de los episodios (1, 2).

Nos encontramos en la raíz de la polémica cervantina. Cervantes no cen sura tanto la pasión por los libros de ca­ballerías como la confusión de la literatura con la vida. Las novelas de caballerías, en tanto que novelas de ac­ción, tenían mayores p osibilidades de engañar al lector, pero la locura habría sido la misma si don Quijote, pon­gamos por caso, se hubiese tomado demasiado en serio las novelas pasto riles. No es una simple hipótesis; don Quijote decla ra en diversas ocasiones sentir o haber sen­tido la tentación d e transformarse en pastor enamorado en lugar d e caballero andante. De aquí la universalidad de la novela, imposible si tratara una polémica superada ya por el tiempo.

Don Quijote rebosa literatura; conoce de memoria las novelas de caballe rías, incluso ha intentado escribir una, y

compone todavía poesías amorosas; vive resucitando las empresas de los caballeros andantes; en fin, se siente po­tencial personaje de novela y, a la espera del escritor que lo haga inmortal, se hace historiador de sí mismo:

¿Quién duda, sino que en los \'enideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera histona de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, desta manera?: «Ape­nas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha Y espaciosa tierra las doradas hebra~ de sus hermosos cabe­llos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus ar­padas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada Aurora ( ... ) cuando el famoso caballe­ro Don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas'. su­bió sobre su famoso caballo Rocinante, y comenzó a canunar por el antiguo y conocido campo de Montiel» (1, 2).

No sólo la literatura se confunde con la vida, sino que precede además a la vida: don Quijote acaba de dejar su

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ca~a cuando exclama: «Dichosa edad y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de enta llarse en bronces, esculpirse en mármoles y p intarse en tablas, para memoria en lo futuro» (ibid.). No es desme­surada seguridad en sí mismo: toda la historia de don Qui­jote será una confrontación entre la novela por escribir y la novela realmente escrita con los hechos, es decir, el fracaso.

De hecho, confundi r la literatura con la vida significa confundir el ideal con su plasmación material, el móvil con el gesto, el fin con su celebración. Y don Quijote, que pro­clama la defensa de los débiles y de los perseguidos, la lu­cha por la justicia y la milicia religiosa de la caballería, no hace más que agrava r e l su frimiento de los que defiende, violar las leyes de la vida civil y arriesgarse a caer en los ri­gores de Ja Inquisición. Impaciente por agotar los capítulos de su «imitación», no medi ta sobre la legitimidad ni las consecuencias de su acción en el contexto concreto en que la lleva a cabo.

De ahí el comportamiento ambivalente de Cervantes frente a su héroe: Cervantes no puede no comparti r el sue­ño heroico y generoso de don Quijote; considera locura, o sea enajenación de la realidad, el confiar a modelos litera­rios las modalidades de realización que deberían sugerir tiempos, lugares y oportunidades. Las cosas en que cree don Quijote no son en absoluto ridículas, sino, al contrario, muy nobles; lo que le falta es la capacidad de medirlas con la realidad y, de esta manera, evitar una ido la tría estéril y hacerlas viables y vitales.

La idea ha ido creciendo en la mente de Cervantes jun­to a la consciencia de que el desdoblamiento de persona­lidad de don Quijote (sabio en todo, excepto en lo que concierne a la caballería) le permitía moverse en otro de sus temas en espiral predilectos: esta vez un terna li tera­rio sobre los límites de la lite ra tura, ll evado de tal modo que acaba por celebrar - a través de Ja ob ra- el carácter imparablemente extensible de los propios límites. Ya que

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si el Quijote acoge, con sus interpolaciones 1 1. . , , a 1teratura como evas10n a lo verosímil (vinculándose c 1 l' on a mea más elaborada de la na rrativa cervantina d ¡ G / . , e a a atea al Persiles), consagra asimismo con la aventu · . . . , ' ra principal, Ja litera tura ~orno evas1on a lo irreal, y por ello mismo como conqwsta de nuevas realidades narrativas ( _ 1 d

. . . com p .etan o mtu1c1ones y «descubrimientos» de las Novelas E¡emplares ).

Por lo visto, el tipo de locura que aqueja a don Quijote era bastante frecuente: don Francisco de Portugal, Melchor Cano, Alo~so de Fuentes, Pinciano y don Luis de Zapata narran anecdotas sobre personas demasiado crédulas con las novelas de caballerías, y que a veces tenían incluso la ilusión de imitar a sus héroes. El precedente directo (con ecos en algrmos pasajes de la novela) parece ser el Entremés de los romances, en que a un pobre labrador, Bartolo, a fuer­za de leer romances, se le mete en la cabeza ser caballero, Y abandonando a su reciente esposa marcha en busca de empresas de su imaginación, de las que sale siempre hu­millado y ridiculizado. Adapta para sí mismo fragmentos de romances y se identifica con sus protagonistas; del mis­mo modo que don Quijote imita el modo de hablar y com­portarse de Lanza rote o Amadís (pero, sobre todo al inicio de sus aven turas, también él recurre a fragmentos de ro­mances).

Sería ingenuo buscar en la psiquiatría (hay quien lo ha hecho) la definición de Ja enfermedad mental del hidalgo; lo que importa son las manifestaciones que el escritor atri­b~ye a es ta locura. Puesto que éstas ,·anan con el plantea­miento del rela to, una descripción clínica se confundiría con el diagrama del proceso inventivo y de las fases de es­tructuración de la novela.

Un primer dato fundamental repetido como un leitmo-/" J

iv en la novela por todos aquellos que entran en contacto con don Quijote o hablan de él, es la «especialización» de

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su locura: don Quijote es culto, cuerdo, juicioso, perspicaz, poco menos que un maestro, a menos que trate la caballe­na: son las novelas de caballería las que lo han exaltado hasta el punto de inspirarle e l proyecto de resucitar la ca­ballería andante. De ah í su comportamiento desequilibra­do: el sensato don Quijote se precipita a la demencia bajo el estímulo de cualquier alusión a temas o personajes ca­ballerescos; don Quijote retoma el sendero de la cordura apenas su interés se desvía de las zonas peligrosas para su juicio. Esta segmentación refleja, en tramos más breves, la de Jos episodios en su sucesión lineal.

Sin embargo, es lícito preguntarse, con tal de que la res­puesta se man tenga en el terreno literario, si Cervantes quiso atribuir a su héroe una locura patológica, inconteni­ble al menos durante sus accesos, o (como proponen por ejemplo Madariaga y Maldonado de Guevara) un tipo de demencia más matizado y ambiguo. La crítica es casi uná­mime en resistir a la segunda hipótesis; llevada por la per­duración indomable de una imagen simbólica de don Qui­jote, venerable por la fe ciega en el ideal o risible por haber casado a la fuerza este ideal con una realidad mezquina, victoriosamente mezquina.

Yo creo, en cambio, que la locura de don Quijote está gravemente resquebrajada, que vacila; que su fe es sobre todo voluntad de creer. Se adivinan desde el inicio muchos indicios del voluntarismo de su locura: se podría tomar como síntesis el «yo pienso y es así verdad» que precede a una afirmación casi programática de don Quijote (l, 8); la veracidad del aserto se apoya en la subjetividad de la con­vicción, de la cual se convierte en consecuencia. Y ¿qué dice don Quijote a los mercaderes toledanos que le piden pruebas de la belleza sobrehumana de Dulcinea? Algo que corresponde verosími lmente a la solución que ha encon­trado a sus dudas interiores:

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Si os la mostrara [a Dulcinea) ,·qué hiciérades vosotros en c~nfesar una ver~ad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habe1s de creer, confesar, afirmar, jurar y defen­der ... (1, 4).

Está cla~o que I~ ~oluntad de creer queda bloqueada por el_ obstaculo objetivo, por la realidad: tal vez la mayor victoria de don Qu1¡ote sea su conquista en el sonámbulo duelo contra los odres de vino hechos trizas por Jos sabla­zos que don Quijote cree haber propinado a un malvado gigante (1, 35). Un caso muy evidente: normalmente, don Quijote debe recurrir a las reparaciones y retorcidas justifi­caciones que le sugiere en gran medida Sancho, recono­ciendo tácitamente el escaso alcance de Ja propia voluntad de creer. Pero don Quijote inventa un metódico procedi­miento lógico para el salto ilusión / realidad: la tesis del encantador. No es el caballero quien confunde (o quiere confund ir) los molinos de viento con los gigantes, sino el encantador envid ioso, que da a los gigantes apariencia de molinos de viento (1, 8). No es su fantasía la que dilata y ennoblece la realidad, sino el encantador quien la restrin­ge y empobrece. Tampoco esta contabilidad intachable puede atribuirse a una mente obnubilada; en todo caso, a un espíritu delirante, y, en el fondo, desesperado.

Quizá Cervantes procuró ponernos en el buen camino con el episodio de Sierra Morena (I, 23-25). Cardenio se mueve casi en espejo a don Quijote, o se le anticipa: tam­bién él está aquejado por una locura que se alterna con lar­gos periodos de cordura; participa igualmente apasionado en las aven turas de las novelas de caballerías; vive entre rocas en estado sa lvaje, como hace en cierto momento el caballero para imitar a Orlando y Amadís. Salvo que la de­mencia de Cardenio es realmente ofuscadora, bestial; la de don Quijo te es una locura de segw1do grado, lúcida, argu­mentadora, producto de una decisión previa Y no de hu­mores incontrolados. El sentido común de Sancho declara: «Todo esto es fingido y cosa contrahecha Y de burlas»; el

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,-oluntansmo sofístico lleva a decir a don Quijote: «Todas

t Osas que hago no son de burlas sino muy de veras» es as c , ,. (y «de, eras» significa 'c~eye~do en ellas , no ya impulsa-do por un furor incontenible ).

En la segunda parte llega a confesar el engaño, si toma­mos en cuenta las palabras que le escapan al caballero des­pués de la aventura de Clavileño; don Quijote l~ susur~a a Sancho, cuando describe con descarada fantas1a las siete cabras (pléyades) que dice haber visto durante la cabalga­da astral: «Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más». {ll, 41).

Pero es un engaño sufrido hasta el final, dado que co­rresponde a una patética búsqueda de confirmaciones ex­ternas a una fe que decl ina y se debilita. No hay prosopo­peya, sino un estremecimiento de incertidumbre, en la pregunta que ronda la cabeza encantada de don Quijote («Dime tú, el que respondes: ¿fue verdad o fue sueño lo que yo cuento que me pasó en la cueva de Montesinos?» JI, 62); en efecto, él se conforma con una respuesta en abso­luto clara («A lo de Ja cu va hay mucho que decir: de todo tiene»).

Por otro lado, Cervantes hace decir a Cicle Hamete a propósito de la aventura de Montesinos: «Se tiene por cier­to que al tiempo de su fin y muerte dicen [nótese la caida desde se lie11e por cierto hasta dicen] que se retrató della y dijo que él la había inventado, por parecerle que convenía y cuadraba bien con las aventuras que había leído en sus historias» (ll, 24). De cualquier modo, el episodio de Mon­tesinos nos lleva a la segunda parte de la novela, que re­quiere ser tratada aparte.

Es evidentísimo el cambio que sufre don Q uijote al rea­parecer al cabo de diez años, en particular por el impulso que le supuso el éxito de la primera pa rte. En la prime­ra parte de la novela las aventuras nacen, por lo general, del encuentro entre una ocasión-estímulo y la imaginación

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del héroe, quien, a partir de un solo trazo cree v ' er una en-tera Gestnlt y entra en esta Gestnlt inexistente L . , . . · a esquema-tizac1on de las s1tuac1~nes típicas de la novela de caballe-rías hace de don Qu1¡ote un inventor de 51·tuac· 1 , . iones; e fracaso esta dete rminado (predeterminado) por ser la si-tuación real y la literaria completamete extrañas e incom­parables. En la primera parte, don Quijote pasa invaria­bleme~ te de la exaltación a l esfue rzo, ponderado, por remediar ~us consecuencias: su orgullo puede ser más 0 me~os a ltivo, per? nun~a se siente (o nunca se confiesa) hendo; su lengua¡e refle¡a todos los matices de su estado de ánimo y es, con una variedad admirable, noble 0 débil, rebuscado o inspi rado, didáctico o capcioso.

La primera parte del Quijote relata cómo el héroe 110 se ha convertido en héroe de caballería; pero también es la historia del nacimiento de unhéroe de novela: la novela de Cervantes. El contexto de Ja segunda parte está profunda­mente cambiado por este elemento: todos los personajes, empezando por el protagonista, conocen la e\..istencia de la primera parte d e la novela. Las nue\'as aventuras de don Quijote, presentadas como verdaderas, estan influidas por el conocimento, literario, de las ª'enturas precedentes e igualmente verdaderas. Así, tenemos el impacto sobre la vida de dos tipos d e libros: los de caballenas (falsos), do­minantes en la inteligencia y Ja accion de don Quijote,) la novela de Cervantes (verdadera, historica), que ha popu­larizado la imagen del caballero, ) por consiguiente trans­forma el ambiente en que se mue\'c; y lo transforma a él.

En suma, la primera parte de Ja no\'cla ha proporciona­do un reconocimiento objetivo a la forma de automadura­ción producida por la sucesión de las ª'enturas; ahora, don Quijote se siente seguro: él es quien se ha hecho a sí mismo y, gracias a la circulación de la novela, es un pcr~o­naje. No hay ya imp rovisaciones ni caprichos fantasiosos: don Quijote habla y actúa con objeto de enriquecer .Y per­feccionar los rasgos del personaje, con digna consciencia. Incluso su lenguaje se ha vuelto más seguro Y uniforme· se

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f anj·a de tonalidades elevad as, pero no am-m u e ve en u na r . . . J. El

0 es un autocontrol al que ru s1qu1era la locura p 1a. suy .

Y esto que se trataba de una locura transf1gura­escapa. pu dora, don Quijote ahora parece no poder transformar la realidad como antes: las tabernas ya no son castillos, las manadas de toros y las piaras no son ejércitos enemigos, y los azotes que tienen que desencantar a Dulcinea se pagan

a golpe de escudos. .. Al declive de la inventiva de don Qu1¡ote corresponden

las maquinaciones de los demás. Si la suerte de la novela hace al Caballero de Ja Triste Figura fácilmente reconoci­ble, y reduce las reacciones ante sus extravagancias, pare­ce sin embargo sugerir a sus interlocutores la p retensión de aprovecharse de su locura; como diversión. El ascenso social del héroe, que en la segunda parte frecuen ta am­bientes nobles y lujosos, tiene como correlativo su entrada involuntaria en un continuo juego de sociedad con la fun­ción de marioneta mimada y adulada. Y no es entonces la fantasía de don Quijote la que supone diversas realidades, sino la imaginación de sus interlocutores la que se las es­cenifica. En la primera parte don Quijote se engañaba, en la segunda lo engañan. La parábola de locura transfigura­dora a locura organizada y heterónoma, sigue por tanto el arco narrativo que constituyen Ja primera y la segunda parte de la novela.

Si este punto de vista es verdadero, el personaje mítico (el caballero del ideal) o cómico (el pobre hidalgo soñador de heroísmos irrealizables) debe sustituirse por un perso­naje trágico; trágico incluso en el acontecer de su historia, pues la volw1tad de creer no sólo es repetidamente de­fraudada o frustrada, sino que además comienza a agotar­se en cierto momento. Y puesto que la estatura moral de don Quijote crece en proporción al decremiento de su vo­luntad, es mayor la resonancia de la derrota, cada vez más próxima a ser confesada.

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En la prirne.ra parte, prevalecen para don Quijote la fan­tasía y la plerutud gozosa de la misión que cumplir sobre el resultado siempre fallido de sus empresas; cada vez se levanta de su caída y prosigue, indómito, hacia nuevos destinos. Entre fantasía y realidad hay una dialéctica vital incluso para el héroe, que es confusamente consciente d~ ello. En la segunda parte, tenemos, como mucho, el en­cuentro entre una fantasía maquinada, presuntuosamente escenógrafica (la de los huéspedes), y los últimos resplan­dores de la del caballero, que la primera predetermina y, en sustancia, mortifica.

Ya la propia salida de don Quijote (tercera y última) está rodeada por las sombras del engaño: las adulaciones y los ánimos que le prodiga Sansón Carrasco forman una red extravagante para aprisionar al Caballero de la Triste Fi­gura. Asimismo el salario que Sancho le reclama, y que don Quijote le concede cansado, y el frecuente recuerdo de la función contractual del dinero constituyen una conce­sión a las instancias prácticas antes evadidas con petulan­cia. No obstante, el tono de la segunda parte está ya cruel­mente marcado en su primera aventura, la búsqueda de Dulcinea. Por un lado, don Quijote reconoce, por fin: «en todos los días de mi vida no he visto la sin par Dulcinea, ni jamás atravesé los umbrales de su palacio» (II, 9); por el otro, Sancho realiza el experimento de administrar la fan­tasía del caballero, presentándole a una falsa Dulcinea Y falsas doncellas, en quienes don Quijote no consigue des­cubrir más que lo que ve: ruda5 labradoras sin ningún atractivo.

Así pues, la última salida comienza reconociendo un fracaso, que sigue doliendo en las palabras pronunciadas algo más tarde: «aunque en mi alma tienen su propw asiento las tristezas, las desgracias y las desventuras, no por eso se ha ahuyentado della la compasión que te.ngo ~e las ajenas desdichas» (II, 12). Y concluye con el desaire mas hiriente: la derrota en el duelo, tras la que reconoce ser «el más desdichado caballero de Ja tierra», Y pide que le den

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mz ha perdido el honor (11, 64). La piara de muerte, una '"

, atropella a don Quijote y Sancho parece una ceroos que .. materialización de la verguenza: «esta afrenta es pena de

· do y 1·usto castigo del cielo es que a un caballero mt peca , . . . andante vencido le coman ad1vas, y le p iquen avispas, y le bollen puercos» (Il, 68). Algunos capítulos antes, embesti­do y abatido por una manada de toros, do~ ~uijote había empleado una expresión digna de un m1shco: «yo nací para vivir muriendo» (JI, 59).

Quizá sea la aventura de los leones la que ilumina me­jor la nueva dimensión trágica de don Quijote. Ante el cier­tamente «inaudito ánimo» del caballero, que se enfrenta, con una sangre fría irnnune a los engaños y autoengaños, a la fiera feroz y hambrienta, el león reacciona desperezán­dose, bostezando y, para acabar, tras mostrar las posaderas a don Quijote, volviendo a echarse en el fondo de la jaula (ll, 17). Don Quijote y los temblorosos presentes hablarán de victoria moral, pero el fa llido enfrentamiento con el león simboliza la imposibilidad de un contacto dinámico; el mundo se cierra a la llamada del desafortunado caballe­ro, a quien se niega, antes incluso que e l éxito, el proceso para conseguirlo.

Don Quijote y Sancho están estrechamente ligados por una relación de complementariedad. Para a lgunos, el sen­tido común de Sancho se contrapone a la locura de don Quijote; según otros, Ja locura de don Quijote está repre­sentada en Sancho a un nivel más humilde (y entonces ca­ballero y escudero serían variantes cultura les y tonales de un mismo prototipo). Si se ana lizan caso por caso, las dos interpretaciones son aceptables: es importante precisa­mente que sean intercambiables, pues es una confirmación de orden combinatorio de la naturaleza alternativa de los dos caracteres.

En conjunto, si don Quijote se mueve en la línea locura­cordura, Sancho lo hace sobre una línea paralela de credu-

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lidad-sentido común. Por consiguiente, aunque nos limitá­semos a estos polos ~xtr~mos, tendríamos una cuádruple posibilidad de combmac1ones, que se multiplican si tene­mos en cuenta todas las posiciones intermedias. Sin em­bargo, Ja tendencia a la materia lización sigue siendo una constante de Sancho: por lo general, los devaneos de su fantasía giran en torno a las ventajas concretas del gobier­no de la ínsu la que d on Quijote le ha prometido, mientras que su sentido común no rechaza el egoísmo, Ja mentira ni la venalidad.

Con todo, cualquier definición de Sancho debe tomar en cuenta, más incluso que con don Quijote, el desarrollo del personaje a través de la novela. Para empezar, se da una especie de mimetismo del escudero respecto al caba­llero: Ja «qu ijotización» de Sancho; no sólo asimila éste a su manera el lenguaje y el código caballeresco, hasta el punto de ingeniar, al poco tiempo, deliciosos pastiches de estilo noble, o dilucida r, a menudo en beneficio propio, las leyes de Ja caballería (él inventa también el sobrenombre de don Quijote «Caballero de la Triste Figura» I, 19): se apropia in­cluso de los mecanismos interpretativos de don Quijote.

Basta cotejar los capítulos l, 31 y II, 10. Hay en ellos el mismo contrapunto de estilizacion ennoblecedora y de rea­lismo cómico, con la diferencia de que don Quiiote y San­cho han intercambiado sus tonalidades. Dice don Quijote a Sancho cuando vuelve de llevar el mensaje a Dulcinea: «A buen seguro que la hallaste en~artando perlas, o bord~do alguna empresa con oro de cañutillo, para este su cautivo caballero». y Sancho: «No la halle smo ahechando dos ha­negas de trigo en un corral de su casa». O bitm: «cuando llegaste junto a ella, ¿no sentiste un olor sabeo, una ~ra­gancia a romática y un no se que de bueno, que yo.no aci~r­to a dalle nombre? Digo, ¿un tuho o tufo como si estune­ras en la tienda de algún curioso guantero?» (l, 3l ). y Sancho: «Lo que sé decir es que sentí un olorcillo hombru-

h · · o estaba su­no; Y debía ser que e lla, con el mue o e¡ercici • dada y algo correosa».

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mbio otras palabras pronunciadas durante Veamos, en ca ' .

des ués del encuentro con las tres campesinas que Sancho y p Dulcinea y sus damas. Sancho: «Sus donce-hace pasar por

11 t das Son una ascua de oro, todas mazorcas de per-llas y e a o ,

od n di.amantes todas rub1es, todas telas de broca-las, t as so ' .. do de más de diez altos». Don Qui¡ote: «no se contentaron estos traidores [los encantadores] de haber vuelto y tr~for­mado a mi Dulcinea, sino que Ja transformaron y volvieron en una figura tan baja y tan fea como la de aquella alde:rn~' y juntamentente le quitaron Jo que es tan suyo ~e las pnnc1-pales señoras, que es el buen olor, por andar siempre entre ámbares y entre flores. Porque te hago saber, Sancho, que cuando llegué a subir a Dulcinea sobre su hacanea (según tú dices, que a mí me pareció borrica), me dio un olor de ajos crudos, que me encalabrinó y atosigó el alma» (Il,10).

En definitiva el escudero se convierte en el primer y principal engañador del caba llero. Pero los engaños de Sancho tienen otra naturaleza que los que el Duque y An­tonio Moreno maquinan en frío. Sancho enagaña para sa­lir del apuro, pa ra evitar molestias que considera injustas o excesivas; su engaño es una excepción a s u fidelidad. Bajo las reservas, las limitaciones e incluso las constatacio­nes de Sancho, persiste una ingenua adhesión a los pro­yectos de don Quijote, y por tanto a su mundo. A Sansón Carrasco, que le habla de la primera parte de la novela, Sancho le dice malhumorado: «Atienda ese señor moro [Cide Hamete), o lo que es, a mirar lo que hace; que yo Y mi señor le daremos tanto ripio a la mano en materia de aventuras y de sucesos diferentes, que pueda componer no sólo segunda parte, sino ciento». Y añade incluso: «Lo que yo sé decir es que si mi señor tomase consejo, ya habría­mos de estar en esas campañas desahaciendo agravios Y enderezando tuertos, como es uso y costumbre de los bue­nos andantes caballeros» (II, 4).

Es cierto que el gobierno de la ínsula representa el al­cance más limitado de la fantasía de Sancho respecto a la presencia resplandeciente de Dulcinea en la de d on Quijo·

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te; pero representa también la fe en la restauración de la ca­ballería andante; fe que parecía exclusiva de don Q .. t

b . , ( WJO e, pero que tam 1~n es ruda y sumariamente) de Sancho. ¿Se trata de credulidad o, como en don Quijote, de voluntad de creer? Se diría que Sancho ha seguido a su señor tam­bién por este ca~o: las referencias astronómicas y litera­rias de don Qw¡ote durante el «vuelo» sobre Clavileño contrastan con la viveza de las observaciones que Sancho Panza, nuevo Menipo, dice haber hecho: la tierra reducida a un grano ante la mirada del observador aéreo, las Pléya­des, como cabras de un paisaje lunar (II, 41). Sancho está, como reconoce don Quijote, a la par con él.

El cambio principal de Sancho, sin embargo, tiene lugar en el polo del sentido común, p ues éste se revela, sobre todo en la segunda parte, auténtico saber. Un saber que tie­ne sus auctoritates: los proverbios, equivalente popular de las citas literarias d e don Quijote; que salta de la motiva­ción de los actos individ uales a una filosofía de la vida. Al contaminar una sabid uría de tradición rural con las ense­ñanzas de d on Quijote, Sancho obtiene urbanidad y una escala de valores.

Precisamente en este movimiento al urusono hacia lasa­biduría se delínea una casi asimilación de proto y deutera­gonista. Con la salvedad de que Sancho tiene ocasión de ejercitar su saber soberanamente durante el gobierno de la ínsula Barata ria. ¿Un imnerecido pri,·ilegio respecto a don Quijote? Una lectura atenta lo e'cluye. La unión don Qui­jote-Sancho Panza nunca es mayor que durante su separa­ción. Sancho Panza el concreto, Sancho Panza el realista queda encargado de poner en acto una sabiduría que don Quijote mantiene siempre en el plano de la universalidad Y de la abstracción. Pero cuando Sancho esta a punto de to­mar posesión d el cargo, es don Quijote quien le da su De rcgi111e11e principis (IT, 42-43), al que aüade, tras su marcha, un codicillo epistolar (II, 51).

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CterlZ. a el episodio de Barataria es que en Lo que cara b. . nacido de una burla, Sancho demuestra ser este go 1eino , .

S 1 ' n ridículo y poco real; pero un Salomon a fin de un a orno . . C rvantes ha recogido, para atnbmrlo a Sancho,

rurn~. e . . . . . un anecdotario de soluciones ingeniosas y ¡mc1os acerta-dos, que hacen que el Sancho gobernador adquiera muy pronto una dignidad que lo sitúa más alto que el pompo­so duque, que ha maquinado, en~re otras aventur~s para los dos héroes, la ficticia promoc1on de Sancho. As1, como dice el mayordomo de Sancho, probablemente expresando el pensamiento de Cervantes, «las burlas se vuelven veras y Jos burladores se hayan burlados» (II, 49).

Sancho se jacta de su naturaleza de «Cristiano viejo», y su árbol genealógico está más ramificado que el de su amo (y ello subraya, e negativo, Ja originalidad del personaje de don Quijote). Podría ser antepasado directo suyo el escu­dero Ribaldo de Ja Historia del caballero Cifar, una especie de pícaro sentencioso, puesto a efectos de contraste (como Sancho junto a don Quijote) al lado del heroico Cifar. Pero su complejidad humana lleva más bien a comparar a San­cho con Ja figura del bobo, más tarde gracioso, del teatro de los siglos XVI y XVII, que tiene su p recedente en los cria­dos de la comedia clásica y renacentista, y sus más brillan­tes representantes en los fools del teatro isabelino.

El gracioso, acentuando astutamente su necedad origi­nal, consigue decir las verdades más profundas e incluso desagradables (lo observa don Quijote: «Decir gracias y es­cribir donaires es de grandes ingenios: la más discreta fi­gura de la comedia es la del bobo, porque no lo ha de ser el que quiere dar a entender que es simple», II, 3). Disfru­ta de una franquicia que justifica su situación al márgen de la sociedad y de sus convenciones. Representa, precisa­mente, la realidad natural ignorada 0 reprimida por los ri­tos de la convivencia aristocrática· o también la sabiduría del pueblo contrapuesta a la cult~ra

1

y sus fin~imientos.

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fue en el teatro -desde las escenas pastoriles del dra­ma sagrado-- donde se supo valorar, y caracterizar lin­g.üísticamente, las posibilidade~ del rústico-sabio, del gra­cioso que revela las profundidades o juzga el mundo riendo. Pero el teatro estaba vinculado a toda una literatu­ra medieval sobre el villano, poseedor de doctrinas elabo­radas a través de siglos de dura experiencia (de MarcoJfo a BertoJdo). Estas doctrinas tenían su quintaesencia en los proverbios. No es casual que la paremiología tuviese un retorno fulnúnante justo al final del siglo XVI, con antolo­gías de proverbios, refranes y afines.

El Quijote es, sin embargo, un caso aparte. Sancho no se mueve al margen o en el interior de una aventura que im­plique a la alta sociedad de los personajes literarios; San­cho acompaña, en una relación de paridad narrativa, a otro ex Iege, don Quijote. Tenemos, en suma, a dos personajes que se separan (en direcciones opuestas) de la sociedad, que está representada en la novela sólo por los personajes secundarios y los de las interpolaciones. En vez de w1a norma y de w1a infracción a la norma, tenemos dos infrac­ciones a la norma, de signo contrario y, en sustancia, com­plementarias. Se empieza a entrever el juicio de la socie­dad que esto implica.

El Quijote es una nebulosa en e>..pansión. Avanza a lo largo del tiempo de la escritura y del tiempo narrado; al volver a entrar en la mira del telescopio diez años después, se divisa una fase mucho más avanzada de Ja expansión, que en la segw1da parte retoma su ritmo. Por ello hay mo­vimientos lineales hacia delante (la sucesión horizontal de los episodios, interrumpida pero subrayada por las histo­rias Ü1tercaladas y por Jos raros ensamblajes), y movimien­tos de ajustamiento circular que llenan el espano de ideas, relaciones y sugerencias que circundan el nucleo del re­lato.

Son estos ajustamientos circulares los que sugieren re­petidamente la imagen de la espiral. Cervantes, en sustan­cia, no asw11e nunca w1 punto de vista preferente; hace

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1 , -onas 0 sus comportamientos, o incluso

que sean as pcr:; ' . ,d· _ d expresión, los que remitan unos a otros

los me 1os e · ti. · · ·ratorios que nos hacen girar ver gmosa-como espe¡os g• , .

t no a realidad y fantas1a, verdad y mentira, tra­mente en or ged1a y comedia, ironía y poesí~. ,

De estos movimientos en espiral, nos queda todav1a uno ·•ar quizás el más importante de todos. Don Qui-por e,amu. , .

· 0 l•emos visto osnla entre locura y cordura . Ve ¡ote, com • ' una bacía de barbero y decide que es un yelmo, y ¿por qué no el de Mambri.no? Para los demás, naturalmente, la bacía sigue siendo bacía; Sancho, al fin, mediando con brillantez lingüística, la bautiza «baciyelmo» (1, 44). En e~te caso, el escritor ha distü1guido bien los tres puntos de vista.

Pero la casuística se hace a menudo más complicada. El apellido original de don Quijote, que se ofrece e~ sus .va­riantes Quijada, Quesada, Que¡ana en 1, 1 (para inducir a pensar en ricas tradiciones orales en contraste), es luego, repetidas veces, Quijano en TI, 74; transformado por el pro­pio caba!Jero aspirante en Quijote (I, 1), posiblemente pen­sando en Lanzarote; corre incluso el riesgo de convertirse en Quijotiz en un proyecto, abandonado de inmediato, de vida pastoril (II, 67). Además, los nombres se deforman por ignorancia o por ofensa; y, por último, revelan nuevas posibilidades a través del juego etimológico al que se so­meten, de forma caleidoscopia.

A partir de esta polinomasia, Spitzer propone una in­terpretación global del Quijote fundamentada en el con­cepto de «perspectivismo»: las cosas no se representan en la novela tal como son, sino tal como hablan de ellas los personajes que entran en contacto; gracias a este procedi­miento, Cervantes nos ha mostrado la variada fantasma­goría de los contactos humanos con la realidad . Detrás, el narrador-director, que tiene en el p uño a cada personaje, controla todo movimiento o pensamiento, y ensalza así su propia omnipotencia de creador.

La correspondencia entre los perspectivismos narrativo Y linguístico está demostrada de manera definitiva. Creo

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que es útil discutir sobre las conclusiones. Cabe observar, para empezar, que algunas de las oscilaciones onomásti­cas y de las contradicciones de contenido son fruto de la prisa y de la distracción. Ahora Cervantes, en vez de co­rregirse o confiar en la distracción de los lectores, hace ofi­cialmente s~yas las contradicciones, las justifica a poste­riori y las incorpora al continuum narrativo. De esta forma, él mismo entra en el juego inestable de las perspec­tivas y favorece su multiplicación infinita.

Pero vayamos más allá de las pequeñas discrepancias. Hemos visto que los caracteres de don Quijote y Sancho, junto con el ambiente en el que actúan, han sufrido una transformación a lo largo de la redacción de la novela, y más en concreto en el paso de la primera a la segunda par­te. También de ello es plenamente consciente el autor. Habría podido encontrar justificaciones, llamémoslas así, biográficas, acogiéndose al esquema interpretativo de un Bild1111gsro111a11. En cambio, alega intentos de coherencia que a continuación niega. Me refiero al juego de confian­za/ desconfianza en relación con su supuesta fuente (Cide Hamete), a los capítulos que segun Cervantes, o incluso Cide Hamete, están en contraste con el resto de la novela, y que define como apócrifos (H, 5, 24, etc.).

El perspectivismo no subsiste pues umcamente en el ámbito de los personajes y de su expresion existencial, sino también en el del escritor, que al desdoblarse con su su­puesta fuente traslada a un amb1to posterior (el del lector) el dilema confianza / desconfianza, y lo envueh·e de dudas en lugar de ayudas hermenéuticas. Por ello mismo, lapo­laridad locura / cordura se traslada del protagonista al es­critor e incluso a l lector. Don Quijote e~ mct.ífora de nues­tros contactos con el mtmdo.

Pero es te relativismo, ¿acaso no contrasta con todo lo que se ha señalado hasta aquí sobre la poética de Cerva~­tcs Y la disciplinada concepción de las relaciones entre h-

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l.d d ue esta propone? Y ¿no contrasta con teratura ) rea 1 ª q f · t . , 1 s concepciones contrarre orm1s as por la clara adhes10n a a

1 del escritor? . par e

1 . nci·as sí y bastaría para confirmarlo el

Segun as aparte ' · . ' f" on el que se narra la vuelta del caballe-tono hag1ogra tCO c

, 1 fº al del libro que no se conforma con re-ro a la razon a in ' .

. f tas'ias a la vana glona, a su nombre deba-nwK1ar a sus an , . · demás nos dedica una muerte e1emplar: la talla, sino que a ' .

· · paz recibidos con verdadera unción los sa-conc1enc1a en , los Consuelos de la fe, ante el llanto general y cramentos y ,

· de Jos presentes. Una reto11r n l ordre en toda regla. sincero 1 ·¡·b · l

En realidad, el Quijote se rige por e equ1 1 no entre a toma de posición programática y s~ negación, insinuada o puesta en práctica, pero_ nw~~a motivada. Hablar de doble verdad, 0 de una disenunaoon de dudas astuta y pruden­te sería una solución rudimentaria. Más aproximado, pero t;davía inadecuado, resulta observar la agilidad y la liber­tad de expresión que ofrecía un protagonista al que la !~­cura ha convertido en irresponsable. De todos modos, si­gue sin haber separación entre el autor y el personaje, pero el personaje tampoco es el portavoz del autor.

Más exactamente, Don Quijote es una prolongación de la experiencia intelectual de Cervantes («Para m í sola [la pluma de Cide Hamcte] nació don Quijote, y yo para él: él supo obrar, y yo escribir; solos los dos somos para en tino» U, 74): a través de él, el escritor se permite asomarse osa­damente a ámbitos inaccesibles y sospechosos. La zona visitada se encuentra entre dos límites: las codificacio­nes de la poética y las precisas disposiciones ético-religio­sas de Trento. La historia de la composición del Quijote es la de los recorridos, cada vez más amplios y densos -am­plios en tanto que densos- descubiertos y explorados en esta zona.

Al principio, es más sensible la presencia de las poéticas renacentistas. Y la locura de don Quijote, que altera las re-

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Jaciones en~e litera~ra y vida, entre verosímil y absurdo, entre fa_ntas1a y realidad, pa~ece bastante inocente. Las po­éticas sirven a l autor como instrumento de medida de 1 .. as desviaciones qu11otescas: son un modelo al que atenerse ante el trastorno de valores que don Quijote produce y di­funde.

Pero ya en esta primera fase el poder destructor de Ja invención de Quijote (y de su inventiva) deja al descubier­to elementos y perspectivas imprevistas. Pongamos por caso el paisaje; Cervantes parece aún ligado al cánon des­criptivo renacentista, en el que menudea el loc11s nmoem1s de la tradición clasicista. Pero cuando don Quijote está en escena, el aire límpido se ofusca de bancos de niebla, se lle­na de polvo¡ son frecuentes los paisajes nocturnos, pobla­dos de antorchas parecidas a fuegos fatuos, o blanqueados por los fantasmas de los encapuchados. Con frecuencia la naturaleza, que no es ya unanime y ordenada, se anuncia sólo con sonidos, a veces ruidos aterradores en medio de la oscuridad, o con largos silencios.

Se reconoce de inmediato el contraste entre una imagen renacentista y otra barroca. Podemos deducir que don Quijote fue un tentáculo para llegar más alla de las barre­ras estéticas levantadas por el gusto renacenhsta. Un gus­to compartido, en sus declaraciones de pnncipios, por el caballero, cuyas peroratas desarrollan temas que encajan bien en ellas: Ja edad de oro, el buen gobierno, la concor­dia de las facultades fisKJS, moraJe., e intelectuales. No obstan te, Ja locura escinde lo que este gusto quiere unido, Y sobre todo rompe las premisas institucionales J las que se atiene. El bJrroquismo de la no' ela es un producto de la locura de don Quijote. . ,

Todo esto cobra aún mas sentido en la valoración de los aspectos má materiales e ingratos de la realidJt~-. Cenan­tes parece todavía encariñado con una estilizacion, u ho­mogenización, que evite e'\cesivos desv10s h<1c1<1 los tonos

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· d ]tos 0 demasiado bajos; son los rasgos consti-dcmas1a o a . . .. . d don Quii·ote en particular su obstinac1on por tuttvos e ' . , .

idealizar, los que evocan, por reacc1on, _obietos, gesto~, ac-titudes, ocurrencias y ambientes desdenados por la litera­tura renacentista (que los había encerrado en e l apartheid de la sátira y en las «reservas» villanas del teatro).

En Ja noche de la pasión y los engaños (r, 16), los equí­vocos y los cambios de cama de Maritornes, las riñas que éstos provacan, según un esquema plenamente aceptado por Ja novelística, encuentra.n w1 demiurgo en ? on Quijo­te, que recluta con violencia a la deforme criada, nada acostumbrada a desempeñar el papel de «hija de castella­no que visita a su amado caballero herido», reteniéndola entre sus brazos nada menos que para declararle que ha consagrado su castidad a Dulcinea. Al entrar en el hori­zonte de lo sublime qu ijotesco, la cita de la criada y el mu­lero vomita su potencial vulgaridad.

El paso de lo rea lista a lo extravagante y a lo grotesco es inmediato. La propia figura del anciano hidalgo de campo se hace cada vez más desvaída, acartonada, peluda y has­ta sucia, con el desarrollo de su imaginario c11rs11s /1011om 111; mientras que asciende unos mansos rucios a corceles, pero en otros casos les concede la apariencia de dromedarios. Todo se deforma, como objeto de un extrañamiento que primero no sabe y después no quiere concluir en Ja vanali­dad de lo real.

Con la ayuda de don Quijote, Cervantes hace descu­bnmientos de orden, en primera instancia, a rtístico: otro modo de ver las cosas. Pero al crecer y enriquecerse la fi­gura del protagonista, la nueva óptica se topa con proble­mas de orden moral e ideológico. Una parte conspicua de la sociedad de su tiempo, con sus costumbres y sus con­cepciones, se encuentra en el itinerario de don Qu ijote.

En particular en la segunda parte de la novela, el ámbi­to de la aventura se dilata; W1a vez abarcado e l perímetro

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casi casero de las pri~eras correrías, el caballero avanza con gesto seguro por tierras de España y se lanza d . . . . , ' espues (al menos con la irnagmac1on) a abismos fuera del tiempo humano (II, 22-23), a navegaciones más allá del equinocio (ll, 29), a cabalgadas astrales (ll, 40-41). Tierra cielo ' , mar, ultratumba: nada parece vetado a este maltrecho Ulises quien, además, cree sentar cátedra cuando habla. '

El juici~ de. don Quijote es ahora mucho más pondera­do. Pero, ¿1mc10 sobre qué? Cuanto más amplia es Ja reali­dad que afronta, más aleatoria y escapadiza resulta. Pri­mero había un dentro y w1 fuera: dentro de la locura, el relativismo, el trastorno de los valores, la disociación; fue­ra de la locura subsistían criterios de valoración, paradig­mas. Ahora es e l mundo entero el que multiplica, matiza y superpone sus aspectos cambiantes.

La metáfora teatral domina toda la segunda parte de la novela: para empezar, el encuentro con el carro del cortejo de la Muerte (II, 11). El paso del disfraz (las figuras pare­cen un demonio, la Muerte, Cupido, etc.) a la verdadera naturaleza de los personajes (actores de una compafüa de cómicos) ribeteado por numerosos intercambios lingüísti­cos entre lo que parecen y lo que son; intercambios que continúan aun después del reconocimiento, cuando el pa­yaso derriba a Rocinan te y a don Quijote (Sancho lo desig­na como «diablo», y don Quijote está dispuesto a buscarlo «en los más hondos y oscuros calabozos del infierno») y Sancho disuade a su amo enfurecido por el atropello, ya que no se puede «acometer ... a un ejército donde está la Muerte, y pelean en persona emperadores, y a quien ayu­dan los buenos y Jos malos angeles» y, ademJs, porque ninguno de los cómicos es caballero.

Después, está Maese Pedro con sus títeres (11, 25-26), que parecen la mate rialización (en un ámbito popular) de los héroes caba lle rescos; don Quijote interviene c?m~e­tentcmente en Ja d irección de la obra, hasta que se mmis­cuye en la aventura y arremete en ella en persona. Pero cuando ha destrozado las marionetas, es Maese Pedro

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. . . N ha media hora ... que me vi señor de reyes quien dice. " o · d ·

d es llenas mis caballerizas», etc., es ec1r, , de empera or ' . f. ,1 mbolo con el referente, mientras que don

1denh 1ca e s1 . . , .. ·1 entre una despegada cons1derac10n a los Quiiote osCl a ...

f h Cuyos daños resarce al htmtero, y la certeza " antoc es», , f de que Gaifero y Melisendra estaran llevando s u u ga a un

feliz término. En fin, los altorrelieves que transportan los labradores

para un espectáculo sacro (II, 58) son simbol?s inmóviles en su signjfjcado. Quijote tiene un c~men~ano para c~da uno de ellos, que va efectivamente mas alta de la aparien­cia y de Jos acontecimientos contingen tes. El desfile de santos se cierra con una bella perorata del caba llero, que señala las afinidades entre la milicia de Cristo y la munda­na. y Sancho observa con agudeza la particularidad de aquella «aventura», consumada plenamente en los confi­nes de la reflexión.

Las tres aventuras teatrales se desarrollan dentro de la experiencia de don Quijote y de los demás. Actores y titiri­tero representan aquellas mismas acciones, ya sean huma­nas o sobrenaturales, de las que cada uno es espectador cotidiano. La ritualización escénica subraya el aspecto sim­bólico de los contenidos que representa, ya sometidos a ca­tarsis. Si después hay quien -en especial don Quijote­confunde rea lidad y representación, suceso y rito, el corto­circuito no traspasa el espacio de la interioridad.

Se singulariza en cambio otro espacio, externo al proto y al deuteragonista, en todos los episod ios en casa del du­que y en Barcelona. Son los propios don Quijote y Sancho, esta vez, quienes se encuentran en un escenario, entre ac­tores que sólo quieren implicarles en la actuación. Las bur­las bon, en sentido literal, escenificadas por los duques; los nuevos actores improvisan, adap tan sus in tervenciones a las reacciones de don Quijote y Sancho, convertidos in­conscientemente en personajes de la representación.

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A la fantasía de d on Quijote se le dejan ya pocas inicia­tivas (casi todas de orden retórico); en acc ión, es más bien la imaginación de los duques, autores de guiones mucho menos geniales y variados que las invenciones del primer Quijote. Guiones más parecidos al gusto cortesano y ritual que al caba lle resco, más propensos a la búsqueda de los efectos vis uales o sonoros y a los colpi di sce11n que a las fi­nezas psicológicas o conceptuales.

Basta pensar en los tres episodios del carro de Merlín (Il, 35), Trifaldi (II, 36-41) y Altisidora (U, 69): episodios ambiciosos -para quien los ha ideado-, en que se pre­sentan magos, sortilegios, transformaciones y, en el caso de Altisidora, casi una resurrección. Pero llevan el signo del entretenimiento cortesano (tradición del entremés), la des­proporción entre el fasto de los disfraces y mecanismos, la ambición coreográfica de carros triunfales, procesiones, catafalcos, y los contenidos risibles (el encantamiento de Dulcinea roto por los azotes en el trasero de Sancho, la he­chicería que adorna con una larga barba viril a doña Tri­faldi y sus damas, las bofetadas y pellizcos que dan a San­cho para resucitar a Altisidora). El gusto que inspira estos guiones se define precisamente por el hecho de estar pen­sados en función d e Sancho, más que de don Quijote; y de hecho prevén y fa\'orecen, como elemento e\temporáneo del espectáculo, las protestas del escudero, \'1chma de esta magia jocosa. Pero, ampliando el discurso, cabe poner de relieve asimismo el sustancial estatbmo de la ejecución: la coreografía es sólo un preliminar de los discursos altiso­nantes y p oco precisos que definen el ni\ el cultural de los cortesanos burlones.

Antes, don Quijote era victima de sus propias fantasías; a las decisiones que cualquier estímulo puede p~ovocar de forma natural se añadían para él aquellas sugeridas por la multiplicació~ de los simulacros. El mundo se desdobl.aba en la ilusión. Ahora, a don Quijote lo mue,•e Y lo repnme

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f de los demás a su comportamiento se le ponen la anta::.1a ' . . limites muy estrechos. El mundo es huidizo en tanto que

ilusorio. . El hecho de que don Quijote recupere p rogresivamente

la razón nos dice que la conclusión no puede referirse sólo al personaje. Desde el momento en que el origen d~ los equívocos y engaños no se pued~ ~putar ,ª ~on Qw1ote, éste deja de constituir un caso atípico (y corruco), se con­vierte en un hostigado y atormentado Cualquiera (de don­de los reiterados tonos de desconsuelo). Se impone la idea de que Cervantes quiere proponernos en términos univer­sales esta concepción de la vida como teatro: un teatro que no puede dominarse, como el que organizan los hombres, sino que pone sus propias condiciones. ¿Quién nos dice que incluso los duques no son actores inconscientes en una piece dispuesta en torno a ellos, como ellos han maquinado una para nuestros héroes? El hecho de que los burladores resulten, moralmente, vencidos, ¿no p retende sugerir que cada burlador es a su vez bmlado, y que los hilos invisi­bles mueven también las manos del titiritero?

De nuevo se nos presenta un esquema en espiral: el que puede tocar el mayor número de puntos en el interior de un espacio. Aquí, trazado de la forma más completa y en­globadora: se trata del mundo. Cervantes parecía recono­cer, al comen.zar la novela, la existencia de puntos de refe­rencia y patrones externos a la experiencia vital: hay locura y cordura, hay mentira y verdad. En la parábola descen­diente de la novela, precisamente mientras (y debido a ello) don Quijote resulta más sabio que sus huéspedes, em­peñados como niños en disfrutar con su locura, los con­ceptos opuestos se intercambian continuamente, en una fantasmagoría gnoseológica.

También Cervantes ha sido burlado; por su propia agu­deza. Quería poner en la picota (¿por qué no creerle?) las novelas de caballería por sus fantasías, y llegó a una con-

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cepción que rechaza la idea de rea lidad, reconociendo el imperio de un ars co111bi11ntorin de apariencias, de un relati­vismo que, según el punto de vista, llevaba hasta el infini­to las posibilidades y relaciones. Propugnaba una medida clásica y se adentró en el reino de lo grotesco y lo asimé­trico, acabó por quedarse en él y encontró, incluso, nor­mas, aunque débiles, y un decoro, aunque precario.

Este itinerario subsume y agota cualquier posible juicio sobre los tiempos y la sociedad. Por supuesto, no es casual que sea un hidalgo casi arruinado el que lleve a cabo la ex­ploración en el mundo de principios del siglo XVII, armado caballero por un ventero que hace el papel de castellano, en un rito de burla blasfema. El autor, de esta forma, realizaba un doble ataque. Atacaba sobre todo la exaltación aristo­crá tica (como la pureza de sangre cristiana de la que se jac­ta ingenuamente Sancho); pero indirecta y encubiertamen­te, atacaba también a todos los personajes más o menos jactanciosos de la novela, muy inferiores, en cuanto a idea­les, al falso caballero que los hu.milla con su sola existencia.

Así, mientras Sancho se hace porta\'OZ de las críticas de la problemática sangre azul de su amo («Los hidalgos di­cen que no conteniéndose vuesa merced en los límites de la hidalguía, se ha puesto do11 y se ha arremetido caballero, con cuatro cepas y dos yugadas de tierra y con un trapo atrás y otro adelante. Dicen los caballeros que no querrían que los hidalgos se opusiesen a ellos, especialmente aque­llos hidalgos escuderiles que dan humo a los zapatos Y to­man los puntos de las medias negras con seda verde» U, 2), es naturalmente don Quijote el que compara, con orgullo, los «caballeros andantes \'erdaderos» a los cortesanos que «sin salir de sus aposentos ni de los umbrales de la Corte, se pasean por todo el mundo, mirando un mapa [¿s.e trata de un recuerdo de la sátira Ill, 61-65 de Ariosto?), sm cos­tarles blanca, ni padecer calor ni frío, hambre ni sed» Y que humillan su valor ocupándose «en niñerías» Y «en las leyes de los desafíos» (ll, 6: todo el capítulo es fw1damental como tra tado de la nobleza).

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La , ·erdadera nobleza de don Quijote, nobleza en el sen-. 1 pensar se encuentra rodeada en la novela por ~y~e ' . . .. elementos de extracción soCJal muy van a_da, en su 1tmera-rio por regiones y ambientes de la Espana del xv11. El re­sultado es una descripción fiel del panorama de la España de Felipe IU, con la crisis demográfica p roducida por las guerras y por la expulsión d: los mo~i:cos; una, ~arálisis económica que siguió a la mterrupc1on del trafico con Flandes; el aire sofocante del absolutismo político aliado al religioso; deprimida, sobre todo, la temperatura moral: a las actividades productivas, que antes llevaban a cabo los moriscos, se anteponen ahora el fasto vacuo y el «p un­donor»; una verbosidad cavilosa esconde la ausencia del compromiso especulativo.

Al inventar la figura de don Quijote, Cervantes muestra saber captar la crisis en la que España estaba desmoronán­dose (y cuyas consecuencias él también sufre); pero asi­mismo advierte que a él, como escritor, le faltan propues­tas alternativas, utopías estimulantes. La utopía de don Quijote es una utopía que mira al pasado y absolutiza los valores ligados a situaciones irrepetibles. Cervantes recha­za la utopía (caballeresca), pero acepta, al menos como pie­dra de comparación, su absolutización. Cuando habla en serio, don Quijote es, en cierta medida, un portavoz de Cervantes; pero su sermón (como se le llama a veces con ironía) tiene las inflexiones de Ja vox clamantis in deserto. Por ello, don Quijote deberá ser derrotado.

Pero la derrota es una victoria del arte. El carácter mu­dable de los acercamientos de don Quijote a la realidad permite a Cervantes observar y juzgar el mundo de su t~empo con todas las lentes posibles (y la loctLra no es la úl­tima), Y con la libertad que consiente la fa lta de un punto de :"i~t~ oficial; como también alinear junto a los criterios de 1u.1c10 admitidos otros más despreocupados y anticon­formi.stas, que Cervantes se hubiera guardado de formular en pnmera persona.

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Ni reformad or ni revolucionario Cervantes t'l · . . ' u 1 iza esta delicada estrategia con mtención exclusivament h , . e eunsti-ca: ha encontrado la clave para penetrar en la intimidad de Ja vida humana --en las condiciones históricas que _

1 .Ji 1 cono

ce-y a uh za a egremente.

No o~stante, sus conclusiones transcienden el tiempo y el espacio, hasta el pw1to de constituir descubrimientos que pertenecen al acervo de los universales humanos. y se­ría gra to comparar procedimientos y soluciones de Cer­vantes con los del más joven Shakespeare: desde el uso del loco como indagador de rincones oscuros de la conciencia a la universalización de la metáfora teatral. Pero quizá re~ sulta más productiva la comparación con las artes.

Hemos visto que la redacción del Quijote corresponde a w1 itinerario del Renacimiento al Barroco. Y bastarían para demostrarlo los muchos elementos de caracter formal: abundancia d e efectos luminosos, predilección por el cla­roscuro y por el paisaje nocturno; valoración de los efectos sonoros; preocupación por los adornos (solemnes y a me­nudo pesados) y por la escenografía; interés por el travesti­do, incluso intersexual, y búsqueda de los efectos de sor­presa.

El mW1do como resultado de la novela puede, en efec­to, representarse en términos de arquitectura barroca. Se trata pues de infracciones a una poética clasicista aceptada en un principio (confróntese con el rompimiento de los «órdenes» clásicos conservados en su morfología); proce­dimientos narrativos «p erspectivistas» (análogos a la sus­titución de los sistemas elípticos, con infinita variación de los puntos de vista, a los esquemas circulares o cuadran­gulares, que implican puntos de vista preferentes); ins~s­tencia en el tro111pe-l'oeil (correlato visual de la confus1on entre verdad y sueño).

Incluso la eliminación, efectuada por Jos arquitectos ba­rrocos, de la antinomia espacio interno I espacio exte_r~o, corresponde singularmente a la inversión del persp~cttvis­mo del ámbito de las percepciones personales al sistema

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de las fuerzas que rodean y determinan a_I individuo. Es una e\tensión de los efectos y los ilusiorusmos de la in­terioridad al mundo, de la psicología a la ontología. Los hombres se mueven entre decorados y columnatas, suben or las escaleras helicoides, atraviesan las tinieblas atraí­~os por glorias de luz; descienden entre arbustos y fuentes hacia puentes y grutas artificiales, troncos manchados de liquen, para después caer en la cuenta de que no es más que un carrusel vano, que su movimiento no tiene finali­dad ni sentido. La locura es, así, una ilusión reconfortante: Ja mayor derrota de don Quijote radica en haber recupera-

do la razón.

LA ESTRUCTURA PSICOLÓCJCA DE EL LICENCIADO VIDRJERA*

Esta novela, como tantos otros escritos de Cervantes, se revela tanto más enigmática cuanto más se intenta pene­trar en ella. Y confesaré en seguida que también yo, ade­lantando una nueva propuesta hermenéutica y aclarando tal vez algún punto, aumentaré de otra parte el número de los problemas. Cervantes acaso siga sonriéndose por haber creado tanta confusión en sus críticos.

Lo que siempre ha llamado la atención de los lectores es la neta bipartición de esta novela . Durante cerca de cua­renta páginas d e la edición de Clásicos castellanos, se na­rran las vicisitudes y viajes de Tomás Rodaja, desde que, a los once años, se une al séquito de un grupo de estudian­tes de la Universidad de Salamanca hasta cuando se licen­cia en Leyes en la misma Universidad. Las cuarenta pági­nas siguientes recogen las sentencias y comentarios de Tomás Rodaja, convertido ya en «el licenciado Vidriera'> como consecuencia de una forma de locura que le hace creer que está hecho de vidrio. En realidad, hay una terce­ra parte, de una sola página, en la que el licenciado aban-

• Publicado en Actas del Pnmrr col<"I""' 111tmra<1<11r.1I dr la A><><•dCIOn Je "'"'111llstas, Anthropos, Barcelona, 1990, p•gs 53-ó2 (Trad. de Loreto Bu.s­quets).

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