El asedio de madrid dan kurzman

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La acción arranca un día antes delcomienzo de la rebelión militar, porsus páginas van desfilando losprincipales actores del conflicto deforma que poco a poco se vamostrando el complejo yapasionante mosaico político de laconvulsa España de la época, lasencontradas ideologías con susprotagonistas, se nos pone enantecedentes y se explican losproblemas que acribillaron a aquelilusionante proyecto llamadoSegunda República Española, losconflictos con la derecha

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conservadora, las ansiasrevolucionarias de una izquierda quesoñaba con transportar al país larevolución rusa en el caso de loscomunistas o la abolición del estadoen el caso de los anarquistas, lareacción ante aquellas rápidasreformas sociales que encontraronen los fascismos alemán e italianosu fuente ideológica materializada enla Falange junto con los todavíavivos movimientos carlistas.

Una situación explosiva, un polvorínque estalló con una serie deasesinatos de corte político quehicieron pensar a los militares

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intrigantes que había llegado elmomento de intervenir y derrocar algobierno. El libro nos mostrará,como si de un trhiller se tratase, losmovimientos y conspiraciones de losmilitares rebeldes, los intentosgubernamentales para impedirlos, elintento de tomar Madrid con larebelión en los cuarteles de laMontaña y Artillería… el rearme delpueblo que mediatizado por lospartidos de izquierda y sindicatosevitaron la caída de la ciudad enmanos rebeldes… los actores deldrama y sus historias personalestendrán cabida en la novela que nos

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mostrará de forma detallada,exhaustiva y deliberadamentepausada los acontecimientos quedesencadenaron en aquella locuraque estalló el 7 de noviembrecuando un ejército profesional deveinticinco mil soldados se enzarzóen una lucha a muerte con un cuerpode voluntarios que le doblaba ennúmero pero dotado con escaso onulo adiestramiento militar y unpaupérrimo armamento, al menosinicialmente.

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Dan Kurzman

El asedio deMadrid

ePub r1.0ugesan64 08.09.13

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Título original: Miracle of NovemberDan Kurzman, 1980Traducción: Jaime Zulaika

Editor digital: ugesan64ePub base r1.0

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A mi querida esposa, Florence,cuya fe, devoción y paciencia

mitigaronla agonía de ensamblar las piezas

de este libro.

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MIAGRADECIMIENTO

Deseo expresar mi amorosa gratitud aFlorence, mi mujer, que colaboróincansablemente en la composición deeste libro, corrigiéndolo con supremapericia e inspirando muchos de suspasajes.

Yehiel Kirshbaum tradujohábilmente de varios idiomas y, con suprofundo conocimiento de la guerra civilespañola, prestó a mi trabajo

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perspectiva y penetración. LouiseMontalto, Fresia Magee, BarbaraCarballel, Gil Carbajal, Peter Sire, yJohnny y su mujer me ayudaronasimismo grandemente. William Targ yPeter Israel, de G. P. Putnam’s Sons ,me brindaron su consejoextremadamente valioso.

Mencionaré a otros que merecen miprofunda gratitud por facilitar mi tareaen este libro: Nancy Abel, reportera, deEl País; Marcos Ana, representante delPartido Comunista español en París;Antonio Barbadillo Gómez, funcionariodel Ministerio de Cultura; Félix BayónLeyva, redactor jefe, de El País; Víctor

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A. Berch, de la Special CollectionsLibrarían, Brandéis University;Fernando Carbajo Antón, del ServicioHistórico Militar; J. A. Castro Fariñas,funcionario del Ministerio de Cultura;Ricardo de la Cierva, historiadorespañol; general José ClaveríaPrenafeta, director del ServicioHistórico Militar; Antonio Diez,funcionario del Partido Socialista;Hipólito Escolar Sobrino, director de laBiblioteca Nacional de Madrid; AlbertoFernández, historiador de la guerra civilespañola; coronel Enrique Fernández deLara, funcionario del Ministerio delEjército; coronel José Luis Fournier

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Pérez, jefe de archivos de la guerra civildel Servicio Histórico Militar;Francisco Gadea Oltra, presidente deldepartamento de documentación delMinisterio de Cultura; coronel JoséMaría Gárate, historiador de la guerracivil española; Pablo García de Sola yde Arriaga, redactor jefe del Ya; RabbiBenito Garzón, jefe de la comunidadjudía de Madrid; Florentino González,de la Biblioteca Central Militar;Edward M. Harper, agregado de prensade la embajada norteamericana enMadrid; Gervasio Huertas, funcionariodel PC español; coronel Earl L.Keesling, agregado militar de la

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embajada norteamericana en Madrid;Armando López Salinas, funcionario delPC español; coronel Luis LópezAnglada, funcionario del Ministerio delEjército; José Martínez, director delRuedo Ibérico, París; José ManuelMartínez Bande, historiador militarespañol; Ángel Mullor, funcionario delPC español; Dory Otero, secretaria deun despacho de abogados de Madrid;Jesús Pardo de Santayana, director deHistoria 16; Celestino Plaza Ribera, delServicio Histórico Militar; Ramón SalasLarrazábal, historiador de la guerra civilespañola.

Los personajes de este drama que

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amablemente se prestaron a serentrevistados son los siguientes: RafaelAlberti, poeta comunista; Rufina Alonso,ciudadana de Madrid; Mariano ÁlvarezGalíndez, falangista preso en la PrisiónModelo; Aldea Amancio, miliciano delQuinto Regimiento; Luisa María deAramburu, fundadora de la SecciónFemenina falangista y hermana de laasesinada Josefina Aramburu; MaríaLuisa Asensio Torrado, hermana delgeneral Asensio; Mario Asensio, hijodel general Asensio; Pedro Barrios,miliciano anarquista; Fernand Belino,oficial francés en las BrigadasInternacionales; Antonio Beltrán Marín,

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hijo del coronel republicano AntonioBeltrán; David Ben Dayan, soldadofranquista judío; Antonio BernalGutiérrez, hijo del general CarlosBernal García; el padre José Caballero,sacerdote del ejército franquista;Cristóbal Cáliz Almiron, funcionario deUGT; José Calvo Sotelo, hijo del líderderechista; Sifre Carbonel, capitán delejército franquista; José CarrateláGarcía, hijo del asesinado coronelCarratelá; Santiago Carrillo, jefe de lajuventud Socialista y posteriormentelíder del Partido Comunista español;Rafael Casas de la Vega; Paco Castillo,hermano del teniente Castillo; Mirko

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Deucht (Ben-Yehuda), soldadoyugoslavo en las BrigadasInternacionales; Fernando Escribano,miliciano de la juventud SocialistaUnida; Irene Falcón, secretaria deDolores Ibárruri; Juan Manuel FanjulCedeno, hijo del general Fanjul; EnriqueFernández Heredia Castañaga, oficialrepublicano; Manuel Fontengla, oficial,republicano; Gregorio Gallego, líderanarquista; Juan José Gallego Pérez,oficial republicano; Paulino GarcíaPuente, oficial republicano; RafaelGarcía Serrano, soldado falangista; JoséMaría Gil de Santibáñez, soldadofalangista; Antonio Gómez, trabajador,

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miliciano comunista; Felipe GómezAcebo, soldado falangista; CarmenGonzález de Laín, ciudadana de Madrid;M. González Frías, miembro del partidode Calvo Sotelo; Miguel GonzálezInestal, líder anarquista; Yitzhak Gruber,soldado judío palestino en las BrigadasInternacionales; Boris Guimpel, oficialfrancés en las Brigadas Internacionales;Eduardo de Guzmán, periodista y autoranarquista; Manuel Hernández Roldan,funcionario del gobierno republicano;Carlos Iniesta Cano, capitán nacional,posteriormente jefe de la Guardia Civil;Lorenzo Iñigo, líder anarquista; DavidJato, falangista refugiado en la embajada

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de Finlandia; Carmen Kindelán, esposade Ultano Kindelán; Ultano Kindelán,prisionero en Madrid; Enrique Líster,comandante del Quinto Regimiento;Carmen Machado, miliciana comunista;Hernando Martín Calvarro, soldadofalangista; Régulo Martínez Sánchez,uno de los líderes del partido de Azaña,la Izquierda Republicana; RogerMechaut, soldado francés en lasBrigadas Internacionales; Elena Medina,secretaria del general Mola; EmilioMola, hijo del general Mola; ConsueloMorales Castillo, viuda del asesinadoteniente Castillo; coronel Félix Muedra,comandante republicano; Eusebio

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Muñoz, miliciano anarquista; NicolásMuñoz Pando, estudiante de Madrid;Urbano Orad de la Torre, capitán delejército socialista; Luciano Otero,miliciano de la juventud Socialista;Miguel Palacios, oficial al mando de losanarquistas; Vicente Peragón Herranz,miliciano comunista; Michel Perlman,oficial franco–ruso en las BrigadasInternacionales; SacramentoPiedrabuena, policía republicano;Yehezkel Piekar, judío palestino,aviador en la fuerza aérea de AndréMalraux; Eduardo Prada Manso,miliciano, hijo del coronel Adolfo PradaVaquero; Juan Pradillo de Osna, jefe de

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los servicios industriales de Madrid;Eduardo Rodrigo, miliciano anarquista;Antonio Rodríguez Sastre, funcionariorepublicano que ayudó a los rebeldes ahuir de Madrid; Mariano Román,comandante anarquista; Antonio Remis,militante del partido IzquierdaRepublicana; coronel Luis de RiberaZapata, oficial del bando nacional;Ricardo Rionda, comandante anarquistaa las órdenes de Durruti; Ángel Rojo,hijo del comandante (más tarde general)Rojo; Vicente Rojo, hijo del comandanteRojo; José Luis Sáenz de Heredia,director de cine y primo de JoséAntonio; Gabriel Salinas Rodríguez,

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miliciano de la juventud SocialistaUnida; José Antonio Sánchez,quintacolumnista de catorce años deedad; Modesto Sánchez de las Casas,periodista republicano; Simón SánchezMontero, miliciano comunista; TeodoroSánchez, soldado del ejército franquista;José Sandoval, miliciano comunista;Fulgencio Sañudo Palazuelos; EnriqueSegura, hijo de un coronel sospechosode haberse alzado contra el gobierno yque fue capturado por García Atadell;Mercedes de Semprún, aristócratamadrileña; Shalom Shiloni, judíopalestino, soldado en las BrigadasInternacionales: María Teresa de Solas

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Rafecas, ciudadana de Madrid: VicenteSolís, estudiante madrileño; RamónSerrano Suñer, cuñado de Franco yposteriormente ministro de AsuntosExteriores; Alexander Szerek, soldadopolaco en las Brigadas Internacionales;Carlos Torres, hijo de un funcionariorepublicano que se pasó al bandonacional; Segunda Ugarte Mendia,sirvienta de María Luisa AsensioTorrado; Fernando Valera, diputado,ministro de Comunicaciones yfinalmente presidente del gobiernorepublicano en el exilio; Luis ValeroBermejo, soldado del ejércitofranquista; Salvador Vallina, soldado

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falangista; Justo Villanueva, milicianoanarquista.

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PREFACIO

La historia de Madrid en los primerosmeses de la guerra civil española debefigurar entre las más inspiradas,aterradoras e históricamente importantesepopeyas de nuestro tiempo. Se inicia enjulio de 1936, cuando el ejércitoderechista del general Francisco Francose rebela contra el gobiernorepublicano, de tendencia izquierdista,zigzaguea a través de las tensiones yeufóricos engaños de una anarquía depesadilla, y llega a su paroxismo en el

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milagro de noviembre, cuando lasfuerzas profesionales en rebeldía atacana una población desesperada, perorepentinamente firme que resiste inclusodespués de que sus dirigentes huyen endesbandada.

Entre los cientos de obras nonovelescas sobre la guerra civil, ni unasola ha narrado esta historia con toda lariqueza de detalles humanos que merece.Y exceptuando ciertos vividos diarios ymemorias personales que aportanvisiones parciales, principalmente encastellano, incluso los textos que versansobre Madrid son en gran medidainformes técnicos, académicos sobre

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tácticas y estrategias de guerra.Este libro, sin embargo, no es

técnico ni académico, ni se limita aabordar el aspecto puramente marcial.Refiere la dura prueba de una ciudadasediada tal como la vivió el pueblo queresidía en ella. El resultante retrato deun Madrid en guerra refleja casialegóricamente el carácter español, consus agudos conflictos y toda su sutilcomplejidad. Refleja asimismo lafortaleza del espíritu humano y laruindad del dictador soviético JosefStalin y de algunos de sus secuaces,dispuestos a utilizar y luego traicionaresa fuerza en beneficio propio.

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Esta reducida pero vital parcelahistórica ha sido exploradasuperficialmente hasta el momentopresente porque a la postre, tres añosmás tarde, Madrid, al igual que el restode España, cayó en manos de Franco. Elgeneral se limitó a entrar en la ciudaddespués de haberse lanzado los últimosdisparos de la guerra, y para entonces elrecuerdo de las primeras batallas sehabía desvanecido en una vaga memoriade esperanza y horror, exultación ydesprecio.

No obstante, como señala este libro,la derrota final republicana no lograríaempañar el brillo del heroico sitio de

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Madrid en noviembre de 1936, gesta quelos propios dirigentes del gobiernohabían juzgado imposible. La Historiano olvidará los esfuerzos suicidas pordetener la marcha de los tanques enCarabanchel con apenas otra cosa quelas manos desnudas; el combate porcada habitación, por cada piso de todoslos edificios de la Ciudad Universitaria;la brutal aunque vana tentativa deobtener la rendición de la capitalmediante un bombardeo aéreo masivo,acción perpetrada contra una metrópolipor primera vez en la historia: ensayoinspirado en las tácticas de la guerratotal que emplearía Hitler en la Segunda

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Guerra Mundial.Tampoco la Historia ignorará la

salvaje elocuencia del ataque al cuartelde la Montaña, en el centro de Madrid,cuando estalló la rebelión armada,asalto popular comparable por sualcance y energía a la toma de laBastilla en la Revolución Francesa; nilos espeluznantes crímenes cometidospor algunos madrileños contra supuestosquintacolumnistas o simplementeenemigos personales, en el frenesí deuna guerra civil que incitó a los dosbandos a perpetrar atrocidadesinimaginables; ni el asesinato y latraición que irónicamente

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resquebrajaron a las fuerzasrepublicanas después de que habíanconseguido, durante un momentoglorioso y de espontánea inspiración,fundir sus ideales en pugna en el crisolde un espíritu de resistencia que susadversarios no podrían doblegar.

Este libro refiere la experienciavivida por demócratas, comunistas,anarquistas, fascistas, monárquicos,rusos, alemanes, americanos, ingleses,franceses, polacos; por hombres ymujeres jóvenes que intentaban crear unnuevo mundo o retornar a uno antiguo;por hermanos y hermanas, padres ymadres que de repente se vieron

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convertidos en enemigos mortales; porprimeros ministros y generales,mercenarios y milicianos, espías ytraidores, oportunistas y aventureros,sacerdotes y sus asesinos; por simplesmadrileños que creían que había quesalvar Madrid para salvarse a símismos; y no sólo del bando contrario,sino de la condenación de la Historia yde su propia conciencia.

Además de centro de una guerracivil, Madrid era también el símbolo deuna contienda ideológica mundial y uncrucial enclave histórico. Hasta labatalla de noviembre, Franco parecíatener la victoria asegurada, y de haber

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capturado la capital en ese momento,probablemente la guerra habríaterminado poco después. Pero cuandolos madrileños le frenaron a las puertasde la ciudad, la situación militar quedóinvertida de pronto, y los republicanosempezaron a pasar a la ofensiva.

Cayendo en la cuenta de que nopodría ganar con los hombres y armasde que disponía, Franco planteó elproblema crudamente a Hitler yMussolini: o le dotaban de todo lonecesario para la victoria final operdería la guerra, lo que habría desuponer un desastroso revés para elfascismo en Europa. Los dos dictadores,

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que hasta entonces le habían prestadouna ayuda limitada, convinieron enampliársela, a pesar del peligro queentrañaba que Stalin reaccionaseenviando suministros equiparables a losrepublicanos y acrecentara así lasposibilidades de una guerra generaleuropea.

Pero Stalin era más tortuoso queaudaz. Resolvió apoyar a losrepublicanos justo lo suficiente para quela guerra prosiguiese en España y Hitlerse viera atado hasta que Rusia estuvieraen condiciones de detener un posibleataque nazi o de negociar con el Führeruna alianza basada en el equilibrio de

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fuerzas. De este modo, por un extraño ytrascendental giro histórico, la posiciónrepublicana en la batalla de noviembrecondenó su propia causa al tiempo quecontribuía a determinar el camino quehabría de desembocar en la SegundaGuerra Mundial.

Al preparar este texto, entrevisté amás de quinientas personas, leíalrededor de cuatrocientos libros einnumerables artículos en variosidiomas, y examiné millares dedocumentos originales. En el nuevoclima de libertad que respira Españatras la muerte de Franco en 1975,muchos de sus enemigos, temerosos en

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vida del dictador, por primera vez merefirieron sus experiencias, al mismotiempo que incontables documentos delos archivos españoles, anteriormenteinasequibles a los investigadores, fueronpuestos a su disposición. Este libro, porende, contiene una gran cantidad deinformación nunca publicada hasta elmomento.

Ninguno de los episodios que narroha sido novelado; todos ellos son frutode más de dos años de intensainvestigación en España, Inglaterra,Francia, Italia, Israel, AlemaniaOccidental y Estados Unidos. El diálogoy demás citas, así como los

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pensamientos atribuidos a losprotagonistas de la historia, sontranscripciones directas de diarios ymemorias o bien reconstruccionesverbales de los mismos personajes, yposeen, por tanto, la autenticidad de lasautobiografías. Las notas del final deltexto indican las fuentes de todas lascitas. He verificado exhaustivamentetodos los relatos y declaraciones, sinolvidar la posibilidad de que losinteresados los hayan deformado enprovecho propio, y he omitido todomaterial de apariencia dudosa oincongruente con los hechos conocidos.

El drama del Madrid de 1936 está

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estrechamente vinculado al del Madridactual a medida que España retorna a lademocracia, sin que hayan cambiadomuchos de los personajes quedesempeñaron un papel destacado en lacontienda. Es como si la vida renacieseen España después de un períodoestancado de cuarenta y un años. Escierto que muchos españoles hanmadurado mucho política yemocionalmente, pero pocos hanmodificado sus ideas básicas. Porconsiguiente, para entender las fuerzasque hoy reaniman la democracia enEspaña, es preciso comprender las queayer la asfixiaron. Cabe esperar que esta

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crónica de una valerosa ciudad sitiada,víctima de tempestuosos tiempos,favorezca ese entendimiento.

Dan KurzmanMadrid, España

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PRÓLOGO

Los primeros proyectiles silbaron en elcielo frío y lóbrego inmediatamenteantes del alba y se estrellaron contra losedificios de la Gran Vía, el Broadwaymadrileño, iluminando todo el centrourbano. Como una aciaga pintura deGoya, la ciudad yacía desnuda bajo laluz deslumbradora, con sus feas heridasabiertas por semanas de bombardeosaéreos y, últimamente, por el fuego deartillería.

Las fachadas de algunos inmuebles

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se veían completamente desgarradas yexhibían su interior al descubierto comomaquetas de casas. Elementos demobiliario, retorcidas vigas de acero,ropas en jirones, utensilios de cocina yotros vestigios de una vida pretéritaensuciaban las calles de la modernazona céntrica y los desvencijadosbarrios obreros de la periferia,principales objetivos de los cañonesenemigos.

En un callejón cercano a la GranVía, una mujer cuya silueta se asemejabaa la de una madonna contra el trémuloresplandor de algún escombro, sentadaen la acera acariciaba la cabeza de un

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cadáver carbonizado. En un próximomontón de desechos, los restos delcuerpo de un niño mostraban una manotodavía aferrada a una muñeca. El olorde la muerte reinaba por doquier,transportado por el viento norteño de lasierra de Guadarrama, un viento cortanteque, según fama, «no apaga una vela,pero mata a un hombre». Las hojas delos árboles que orillaban los bulevaresdanzaban presidiendo la carnicería:diminutos símbolos de vida que tal vezauguraban una nueva jornada desupervivencia.

Aquel día, el 7 de noviembre de1936, Madrid encaraba el supremo

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desafío. La fecha pondría a prueba suresolución, su fortaleza, su ánimo. Lasfuerzas nacionalistas de derecha yrebeldes, que se habían sublevado el 17de julio contra el gobierno republicanode tendencia izquierdista, se hallaban alas puertas de aquella muy noble, muyleal, muy heroica ciudad, como dicen deella. El ejército profesional delGeneralísimo Francisco Franco,compuesto de tropas moras y legionariosextranjeros, tras haber sido transportadopor vía aérea desde el Marruecosespañol a Sevilla, en el sur de laPenínsula, había recorrido todo eltrayecto hacia el norte hasta llegar a

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Carabanchel, a unos tres kilómetros delcentro de la capital. Algunas tropasincluso se habían internado en lasarboledas de la Casa de Campo, en ellindero oeste de la ciudad, donde en lasmañanas de antaño los reyes galopabana lo largo del sinuoso río Manzanares.

Franco sólo disponía de veinticincomil hombres, reservas incluidos, paracapturar una metrópoli de más de unmillón de almas. Pero los cincuenta milo más defensores republicanos, entre losque se contaban jóvenes mujeres, apenasformaban un auténtico ejército. Casitodos eran civiles, con escaso o nuloadiestramiento militar, que vestían una

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andrajosa indumentaria de trabajo yempuñaban fusiles anticuados. Otrosresistentes, por completo desarmados,confiaban en apoderarse de las armasdepuestas por sus camaradas caídos.

La noche anterior, el 6 denoviembre, el periodista americano JohnT. Whitaker, en un telegrama enviado alHerald-Tribune de Nueva York, sehacía eco de los sentimientos de casitodo el mundo, sin descontar los de losciudadanos dispuestos a morir luchando:«Madrid… es una ciudad condenada…que arriará la bandera republicana en elmomento… en que Franco así lodisponga. Las lanzas de hoy han

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doblegado su altanera cabeza con lamisma firmeza con que el picador lanceay el banderillero clava sus arpones en latesta humillada del toro para que eltorero pueda alzarse sobre los cuernoscon su espada y le dé muerte. Francoestá ya preparado para la suerte dematar… La hora de Madrid estácercana».

Los madrileños apenas teníanrazones para discrepar de estaafirmación. En definitiva, incluso elgobierno republicano —como sabríandespués, por la mañana— había hechotranquilamente las maletas y abandonadola ciudad al amparo de la noche para

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ponerse a salvo en Valencia, en la costaeste española, convencidos de que lacapital caería de un momento a otro. Elgobierno no se había atrevido a decir asu propio pueblo lo que los reporteroscomunicaban al mundo exterior: que «lahora de Madrid estaba cerca», y que,por ser el corazón de España, su caídaprobablemente significaría la del paísentero. Había temido sobresaltar a lapoblación y que ésta le impidiera lahuida: únicamente el gobierno, por lovisto, tenía derecho a ser presa delpánico.

Esa noche, casi todo Madrid habíapermanecido insomne aguardando la

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estocada. Para los simpatizantes de losrebeldes, que ansiosamente esperabanen los cuartos traseros y en lasembajadas extranjeras el bramido de loscañones de Franco, la espadaajusticiaría a una horda de bárbaros quehabían asesinado a sus hijos ennocturnas orgías criminales. Sinembargo, para los leales a la República—la mayoría de los madrileños—quitaría la vida a los defensores de lalibertad y la justicia: esto es, a suspropios hijos. Y mientras que losdirigentes republicanos deploraban elasesinato de civiles rebeldes, a pesar desu impotencia para detener el

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salvajismo, los líderes rebeldesciertamente ordenarían la ejecución delos civiles leales con arreglo a supasada conducta. La mayoría de losmadrileños conocía lo que habíasucedido en el curso del avancefranquista desde Sevilla a Madrid: elexterminio pueblo por pueblo depersonas a veces nada más quesospechosas de tendencias izquierdistas,el ametrallamiento de centenares en laplaza de toros de Badajoz, la matanza detodos los republicanos heridos en suslechos del hospital de Toledo.

El día anterior, Franco habíaordenado a los habitantes de Madrid que

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permaneciesen en el interior de susviviendas durante cuarenta y ocho horas,hasta que la ciudad estuviese segura ensus manos. A continuación se ocuparíade ellos. Unos días antes, sus avioneshabían lanzado octavillas en las que lesadvertía de que por cada asesinatocometido en Madrid contra uno de susseguidores, diez de sus hombres seríanfusilados. En la capital, los veinticincomil heridos serían responsables de susexcesos.

¡Otro Badajoz! ¡Un nuevo Toledo!Poco después del alba, tal como los

ministros habían temido, el pánicocundió entre numerosos civiles al

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enterarse de la huida del gobierno. Searrojaron a las calles para sumarse a lacaótica procesión de coches, camiones yfurgonetas atestados de mercancías yenseres domésticos que enfilabancamino de Valencia en pos de susdirigentes. Sus oraciones, lamentos ygritos de angustia acompasaban losbocinazos de los vehículos, el tañido decampanillas de los tranvías, el rebuznode los burros cuyos dueños erancampesinos refugiados de los pueblosvecinos, y el vocerío de los buhoneros,que intentaban desembarazarse de suprovisión de chucherías, banderasrepublicanas y milicianos de juguete a

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precios de saldo antes de que la llegadade Franco pusiera un fin definitivo a sunegocio. En el tumulto hormigueante, uncoche fúnebre que transportaba uncadáver fue abandonado en una esquina.Un muerto más entre muchos.

Y contribuían a espolear ladesbandada millares de exhaustos ydesmoralizados milicianos que sehabían batido en el interior de la ciudaden los días precedentes. Sin formaciónmilitar ni disciplina, se habíanreplegado desde los accesosmeridionales de Madrid mientras quelos aviones y tanques alemanes eitalianos de Franco vomitaban su fuego

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aniquilador. Sufriendo bajas ingentes,este ejército popular había retrocedidohacia el norte de pueblo en pueblo y deciudad en ciudad ante el incontenibleavance rebelde, para finalmente reunirseen Madrid con otros madrileñossuicidamente resignados a su suerte.

La víspera por la noche, algunos delos más desesperados se revolvieroncon bestial furia contra su propiahumillación, especialmente después deque una quinta columna deconspiradores rebeldes lanzó bombasdesde balcones y tejados y barrió lascalles a tiros para allanar el camino algeneral Franco. Esos milicianos

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apiñaron en camiones a cientos desospechosos franquistas que llenaban lascárceles de Madrid y los condujeron alos pueblos cercanos para allíacribillarlos en masa. Atrapadas enmedio del alboroto, algunas embajadasextranjeras, repletas de aterrorizadosrefugiados del bando rebelde, instalaronametralladoras en sus jardines, enprevisión de lo que pudiera acontecer.

Pero si bien muchos republicanossucumbieron al pánico, la mayoría sehallaba entonces endurecida para labatalla, con una tenue esperanza de quela espada fallase por algún motivo sublanco. Era esperanzador que a la salida

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del sol se dejaran ver los barrenderosque comenzaron a apartar los escombroscomo si ignoraran que aquel día lasangre circularía por las calles. Habíaesperanza en el optimismo de loslimpiabotas, de rodillas junto a suspuestos en las esquinas a la espera declientes cuyos zapatos, hubiese paz oguerra, necesitarían lustre.

También cabía la esperanza en elvalor de las amas de casa y los niñosque formaban largas colas frente a lastiendas de comestibles para comprar susexiguas raciones y estaban resueltos a nomoverse y perder su sitio ni siquiera enel curso de un ataque aéreo, por mucho

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que numerosos amigos y parienteshubiesen perecido a causa de lasbombas caídas pocos días antes sobreellos. Ni tampoco faltaba esperanza enla osadía de los ancianos que sesentaban en sus cafés predilectos, comocada mañana, a analizar las másrecientes nuevas de la guerra condiagramas dibujados sobre los manteles.Esperanzadora era igualmente la taza decafé frío que permanecía intacta sobreuna mesa del Café Molinero y habíasido reservada para el general rebeldeEmilio Mola, que semanas antes sehabía jactado de que en cuestión de díaspensaba tomarla en aquel mismo local.

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Y la esperanza presidía asimismo elcelo de los ciudadanos que erigíanbarricadas en las calles con piedras,leños y muebles de sus propias casas.Pero sobre todo era esperanzadora esamañana la marcha masiva al frente delas decenas de miles de milicianos, losmismos que habían desertado de susposiciones al sur de Madrid. Inclusomuchos de los madrileños que seatropellaban rumbo a Valencia sedetendrían de repente, tomarían asientoen la carretera y se preguntarían elporqué de su partida y el destino de suviaje. Y habrían de regresar en elmomento en que se asestaba la estocada,

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retornarían a viviendas destruidas y abarricadas incendiadas. Los que erandemasiado viejos o demasiado débilespara combatir, alimentarían a loscombatientes, confeccionarían bombas oconstruirían nuevas barricadas.

El español que huía, amedrentado,era el mismo español que se quedaba aluchar. Era el producto de generacionesque habían conocido muchas guerrasperdidas y revoluciones frustradas,trastornos económicos y sociales,amargos, malhadados esfuerzos porhacer brotar la vida de la yerma tierra.Era un hombre cuyo zigzagueante gráficode fiebre reflejaba el hondo conflicto

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interno emanado de estas tensionesheredadas.

Su ambigua visión del modo en quehabía que gobernar su vida y su naciónle impulsaba a oscilar entre la sumisióny la rebeldía. Sometido, se derrumbabapor completo. Pero en la rebeliónmanifestaba un extraordinario arrojo,pues el culto de la virilidad u hombríaestaba muy arraigado en él y leempujaba a defender sus creencias sinparar mientes en el precio de la defensa.¿No era esa misma jactanciosa valentíala que le había permitido sobrevivir asiglos de aplastante adversidad? Asípues, cuanto mayor era el reto, más

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grande su tenacidad. Era Cortés contralas hordas salvajes, Colón contra elcolérico océano.

Y así los madrileños decidieronquedarse en Madrid y perecer.

De hecho, la perspectiva de morir enla batalla se le antojaba al español casiatrayente, nutriendo las fantasías deheroísmo y tragedia gestadas por supasado turbulento, y contribuyendo aexplicar por qué mataba con placer casiinocente y moría con una indiferenciafilosófica. Y la muerte poseía tambiénsu lado pragmático. Era una manerainteligente de burlar al explotador, unmedio de resolver los conflictos

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anclados en el interior de uno mismo, unmétodo para alcanzar cierto grado demartirio.

La muerte siempre había sido uníntimo compañero del hispano. Desde lainfancia, le ha conmovido la estampa delos toros bravos, símbolos de la fuerzabruta y de la macabra majestad de unfunesto destino, cayendo ensangrentadosy embistiendo con sus cuernos hasta elúltimo hálito de vida, mientras la músicasuena y la multitud aclama. Y enocasiones ha visto que es el torero elque muere, para ser honrado eternamentepor su coraje y audacia. La muerteincluso podía ser elegante. Las casas de

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pompas fúnebres siempre estabanamuebladas con exquisito gusto, y losfunerales eran refinados, a menudograndiosos, aunque, desde luego, loscortejos mortuorios debían sersuprimidos durante la guerra.

Madrid siempre había valorado lahombría y el desprecio del peligro másque otras ciudades españolas, porquepor tradición era una arrogantemetrópoli. Secularmente amenazada porla invasión extranjera, la guerra civil ylas presiones regionales en pro de suindependencia, había tratado degobernar la nación con una taimadamezcla de poderío militar y

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paternalismo político.Pero a pesar del resentimiento que

inspiraban las ínfulas madrileñas, enmomentos de crisis nacional lasprovincias solían agruparse en torno a laciudad, no sólo por ser la capitalpolítica, sino asimismo un crisol culturalen que cada región podía encontrar algode sí misma. Madrid era un espejo delcarácter nacional.

No siempre lo había sido. Solamenteunos cuatrocientos años antes, Madridmismo era una pequeña ciudadprovinciana, un simple amasijo de casasencaramadas sobre las altas, desoladasplanicies de Castilla, a la sombra, en el

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norte, de la elevada sierra deGuadarrama. Consciente de susaparentemente escasas posibilidades decrecimiento y grandeza, el emperadorCarlos V aconsejó en 1561 a suheredero, el futuro rey Felipe II: «Hijomío, si quieres extender tus dominios,asienta tu corte en Lisboa, frente alAtlántico. Si simplemente deseasconservar lo que te he legado, quédateaquí en Toledo. Pero si quieres perderterritorio y poder, instala en Madrid tucapital».

Intrigado por el desafío, Felipe IItrasladó su corte a Madrid. Cuandocuarenta años más tarde su hijo, Felipe

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III, la llevó más al norte, a Valladolid,los terratenientes madrileños vieronhorrorizados que el valor de sus tierrascaía en picado repentinamente. Enviaronal rey un emisario con una irresistibleoferta: una enorme suma de dinero másun sexto de los ingresos urbanos porarrendamientos.

Felipe III volvió en 1606, en mediode gran pompa y júbilo, y esta vez paraquedarse.

La reputación de valor quedisfrutaba Madrid alcanzó su puntoculminante en 1808, cuando losmadrileños se alzaron contra Napoleón,que había puesto en el trono español a

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su hermano José. Napoleón atacó laciudad con una espectacular carga decaballería, pero hombres y mujeres selanzaron al unísono a las tortuosascalles, elevaron barricadasfrenéticamente y recibieron al invasorcon las pocas pistolas de que disponíany con cuchillos, palos, piedras y lanzas.

Tras una batalla sanguinaria en laque centenares de defensores fueronalineados y fusilados, la ciudad acabórindiéndose. Pero había alzado en armasa la nación entera. Cinco años mástarde, después de haber cambiado dedueño varias veces, Madrid se viofinalmente libre del invasor.

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Pero no así de su crónico tormentointerno. En las siguientes décadas losgolpes de Estado se sucedieron,estallaron tres guerras civiles a fin dedeterminar qué línea real debía reinar, ycada nuevo gobierno se bañaba en elestiércol de la intriga y la corrupción.Por fin, en 1898, los Estados Unidos seapoderaron de Cuba, Puerto Rico yFilipinas, y España perdió los últimosretazos de su imperio al mismo tiempoque su propia estima nacional.

Durante la Primera Guerra Mundial,la España del rey Alfonso XIII polarizódos bloques hostiles: un grupoizquierdista de trabajadores y

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campesinos cruelmente explotados, yotro derechista de clérigos amantes delos privilegios, militares y grandesterratenientes.

Los trabajadores y los campesinos,que despertaban a la conciencia de supoder latente, acudían en tropel a lossindicatos socialistas y anarquistas.Estos, que consideraban todo gobiernocomo un estamento podrido, corrupto ydespectivo con respecto a la sociedad,eran discípulos de Mikhail Bakunin,contemporáneo de Karl Marx. Aunqueambos se mostraban partidarios de laposesión colectiva de la propiedad, elprimero, a diferencia de Marx, pretendía

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que el poder no se concentrase en ungobierno, sino en una confederación decomunas. Él y sus seguidoresperfeccionarían al hombre, lepurificarían de la avaricia, el egoísmo yla vanidad, y le enseñarían a vivir ytrabajar en armonía con sus vecinos bajoun sistema de completa libertad. Noexistirían policía ni cárceles. Si unciudadano cometía un crimen o actuabaen contra del interés colectivo, se lecondenaría simplemente al ostracismo,sería aislado de sus semejantes hastaque se percatase de su error y searrepintiese.

Los socialistas, por el contrario,

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eran marxistas disciplinados, si bien sehallaban divididos respecto a la manerade alcanzar un estado comunista: unospreferían la revolución, otros optabanpor la evolución.

La creciente amenaza izquierdistaalarmó a la derecha, que veía disminuirsu poder día a día. El clero habíaperdido su dorada situación del sigloXVI, en que mantuvo a España bajo sugarra de hierro, al frente de unaInquisición que condenaba a miles deherejes al exilio y la muerte. Ahora laizquierda «robaba» a la Iglesiaprosélitos, tierras e influencia sobre elgobierno.

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No obstante, aun cuando solamenteun tercio de la población iba a la iglesiacon regularidad, la mayoría no era enabsoluto atea. Al contrario, odiaban tanferozmente al cura ordinario porque leconsideraban un falso siervo de Diosque traicionaba Su voluntad de queayudasen y consolasen al pueblo. Elespañol no era ateo, sino anticlerical.Pero los guías religiosos no se atrevíana hacer por sí mismos esta distinción.

Los grandes propietarios estabantambién asustados. Los que poseían másde cien hectáreas detentaban más de lamitad de la tierra cultivada en España, ylos jornaleros trabajaban como esclavos

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en sus inmensas viñas y olivares porunas pocas pesetas diarias. Después detodo, ¿cuánto pan y aceite de olivaprecisaba un campesino para mantenersevivo?

El ejército, a su vez, tenía interés enque el estado de cosas no cambiara. Apartir de la Edad Media habíagobernado la vida política nacional, porlo general desde bastidores. Se habíaarrogado el papel de guardián de laPatria, y puesto que ésta era sagrada,también lo era su guardián. Ni el puebloni el rey o presidente podían pretendersoberanía. Pero sí el ejército. Yquienquiera que osase criticarlo

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públicamente estaba cometiendo undelito punible. Ciertos oficiales, sinduda, creían fervientemente en elcarácter «sagrado» de la milicia, peromuchos otros se limitaban a valerse desu posición exaltada como de unafachada que ocultase su apetito depoder, privilegios y riqueza. Este anheloocasionó un incurable hábito deconspiración. Y siempre que el gobiernodescuidaba sus «obligaciones» para conel ejército, el ambicioso y descontentooficial que ganaba un parco sueldo veíaen el pronunciamiento el medio idealde obtener lo que le correspondía «porderecho».

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Alimentar esos afanes era unacuestión de dignidad, pues los militares,en efecto, se habían visto empantanadosen una angustiosa campaña marroquídesde que España y Francia serepartieron Marruecos en 1904. Añotras año, lo más granado de la juventudespañola perdía la vida tratando desofocar la revuelta indígena, sin obtenerotra cosa que humillaciones; aun cuandoMarruecos dio algo que hacer al ejércitohispano, desproporcionado desde queEspaña ya no tenía un gran imperio quedefender.

En 1923 se produjo uno de los másafortunados pronunciamientos militares,

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cuando el general Miguel Primo deRivera se hizo con el poder con laaprobación de Alfonso XIII, que siguiócomo figura decorativa, y puso fin alcaos. Pero el general pronto advirtió quese había convertido en el enemigopúblico de moda, y descubrió que hastasus compañeros de armas estabandecididos a derribarle. El ejército habíaconseguido finalmente aplastar a losmarroquíes en 1927, pero estaba másagitado que nunca. No había másmedallas que ganar por medio dedemostraciones de valor personal. Porañadidura, Primo de Rivera osómodificar el tradicional sistema de

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ascensos para favorecer a sus amigos.Así pues, víctima de la presión

creciente, Primo de Rivera renunció alpoder en 1930, y al año siguiente elimpopular rey salió de palacio por lapuerta trasera, para no volver hasta quesu pueblo le llamara.

En 1931 se proclamó la Repúblicay, a pesar de que el ejército habíaconfiado en que el nuevo gobiernogirase a la derecha, como de costumbre,las masas histéricas que desbordabanlas plazas izaron al poder a un régimensocial democrático presidido por unintelectual reformista, Manuel Azaña.Ahora, pensó mucha gente, la España

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medieval sería modernizada de la nochea la mañana. Sin embargo, el programadel nuevo gobierno, encaminado acercenar el poder de la Iglesia y arepartir las vastas fincas de los grandeshacendados, no satisfizo a la izquierda,que deseaba reformas más rápidas, yagravió a la derecha, que no queríaninguna en absoluto.

Y la disensión en el seno de ambosbandos añadía leña al fuego deldescontento. En el lado de la izquierda,los socialistas y los anarquistas seenzarzaron en una enemistad a menudosangrienta, mientras que el oportunismocomunista trataba de aprovecharse de

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ella. Por parte de la derecha, losmonárquicos y los republicanosreaccionarios competían acerbamentepor la influencia, y esta vez los fascistasmodernos desempeñaban el papeloportunista.

El general Primo de Rivera habíadesaparecido de la escena, pero no asísu nombre, ya que su hijo, José Antonio,pronto se convirtió en una figura aúnmás impresionante. A diferencia de supadre, que era estrictamente un dictadormilitar, el hijo propugnaba una ideologíavirulenta, fundando en 1933 la Falange,un movimiento de corte fascista queprometía detener el avance del

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marxismo con una fogosa mezcla denacionalismo, socialismo y terrorismo.

Resultaba irónico que, en ciertosaspectos, el programa anunciado porJosé Antonio no difiriese gran cosa delque postulaban los estalinistas y que élestimaba deplorable. Paradesesperación de los derechistasconvencionales, el ambiguo programaexigía el fin del capitalismo y un repartode las grandes haciendas, aunque sinalterar la estructura social tradicional.Pero más importante que este credo erael hombre. Brillante, bien parecido,cortés, personalmente apreciado inclusopor muchos de sus enemigos, José

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Antonio se convirtió, a los treinta y tresaños, en una de las más carismáticaspersonalidades españolas. Su figuraatrajo en especial a jóvenes de la clasemedia, e incluso a algunos comunistas yanarquistas que se transformaron enexcelentes pistoleros fascistas.

Con todo, a pesar de sus diferencias,los grupos de la derecha se unieron paracombatir al nuevo gobierno moderado y,con la ayuda de izquierdistas igualmenteexaltados, lo derribaron en 1933. En laconfusión, la derecha ganó las nuevaselecciones del año siguiente, pero enfebrero de 1936 perdió otra vez ante laizquierda, que había formado un Frente

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Popular bajo el liderazgo de Azaña.Ahora los derechistas estabanpersuadidos de que éste, investidopresidente de la República, llevaría aEspaña a la revolución. ¿Acaso noestaba destinando a puestosrelativamente inferiores a los oficialesde alta graduación, o tratando deinducirles a que dimitieran, inclusoofreciéndoles una pensión vitalicia consalario íntegro? ¿No se había negado amodernizar el arcaico armamentoespañol? Casi todos los oficiales creíanque Azaña deseaba claramente destruirsu ejército y reemplazarlo por un«ejército rojo». Por lo tanto muchos de

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ellos se asociaron a la Unión MilitarEspañola (UME), un órgano apenasdisimulado que con fines conspirativosdirigía el general Mola. (Por entonces elgeneral Franco se mostraba todavíareacio a la sublevación, prefiriendodejar que otros corrieran los riesgos).

José Antonio, que en la primaverade 1936 había sido encarcelado bajoacusaciones inventadas, ordenó a loscompañeros falangistas que le visitabanen prisión que avivasen las llamas de larebeldía. Y sus seguidores, muchos deellos más proclives que él a laviolencia, empezaron a asesinar,enardecidos, a dirigentes de la izquierda

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y a provocar tiroteos en las calles.Los izquierdistas aceptaron

alegremente el desafío y devolvierongolpe por golpe, no sólo para vengarsesino para generar una atmósferafavorable a sus propias y variablespatentes de revolución. Finalmenteacordaron unirse para hacer frente a unpeligro común, al igual que había hechola derecha. Y sin una importante clasemedia que mediase entre ambos gruposextremistas, el escenario español estabaa punto para una guerra civil…

De suerte que el 7 de noviembre de1936, lo mismo que en aquel día de1808 en que Napoleón atacó, el pueblo

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de Madrid iba a batirse por cada calle,casa y habitación, con nada más que susescasas armas y agua hirviendo si fueranecesario. El paralizador sentimiento deimpotencia y el fatalismo que hastaaquella mañana había desarmadosicologicamente a muchos de ellos sedesvanecieron como hielo en el fuego.¿A qué obedecía aquella milagrosatransformación acaecida entremedianoche y el alba? En gran medida, ala súbita aparición de un dirigente, unespañol típico aunque completamenteinesperado.

El general José Miaja, un hombrecalvo y con gafas, de cincuenta y ocho

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años y mejillas hinchadas, mostrabacierto parecido con un búho, dabaimpresión de ser manso e inofensivocomo un cordero y en ocasiones secomportaba como un chimpancé,aporreándose el pecho cuando estabafurioso y dándose palmadas en suamplia barriga cuando se reía. Nadie, nisiquiera sus compañeros castrenses deambos bandos, le había tomado nunca enserio, y la gente incluso bromeaba sobresu apellido. Encarnaba el prototipo de lamediocridad militar, con su amableindecisión; nadie contaba con él.Constituía el sacrificio perfecto, era elhombre ideal para entregar Madrid al

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enemigo. Y por eso el gobierno lecolocó al mando de la ciudad antes deescapar hacia un lugar seguro.

Pero Miaja era un hombre vanidosoy susceptible. Por mucho que seasemejara a varios animales, se negaríaa hacer de chivo expiatorio. Fueapresuradamente al Ministerio de laGuerra a las dos de la mañana, reunió atodos los oficiales que pudo encontrar,creó una junta de gobierno, retransmitiódramáticos llamamientos radiofónicos ydestacó a mensajeros que golpeasen atodas las puertas en busca decombatientes. Al amanecer, losvendedores de periódicos voceaban el

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titular ¡NO PASARAN!, y los carteles yconsignas de todos los murospregonaban: ¡AL FRENTE!

La respuesta fue volcánica: miles depersonas se encaminaron hacia lastrincheras y las barricadas. A suespalda, justo detrás de sus líneas,quedaban sus casas, sus esposas, sushijos. No irían más lejos. Parecía haberen juego algo más importante que lavictoria política o ideológica, o inclusoque sus vidas o las de sus familiares.Eran madrileños. Eran españoles. Yeran también hombres, hombresempujados por todas las amargaspasiones acumuladas durante siglos.

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Madrid ya no era sólo una ciudad,sino el reflejo del juicio que cadaindividuo tenía de sí mismo, un espejodel espíritu humano. Morir en la capitalmartirizada significaría vivireternamente.

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PRIMERA PARTE

EL ALZAMIENTO

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CAPÍTULO ILA CONSPIRACIÓN

1.

El 9 de julio de 1936 fue un día dejúbilo en Pamplona. Miles de millaresde personas habían acudido de todaEspaña a celebrar durante toda lasemana las fiestas de San Fermín en la

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ciudad navarra, liberando sus múltiplestensiones en una explosión deirreprimida alegría. La noche anteriordocenas de bares rebosaban de roncos yanimados festejantes que lucían la boinay el pañuelo rojos tradicionales de SanFermín y se llevaban a los labios lasbotas de vino mientras las bandasentonaban las canciones navarras.

Fuera, en el tibio aire nocturno,grupillos de músicos desfilaban por lascalles brillantemente iluminadas, deunos veladores a otros, con tamboresbatientes y oboes resoplantes queemitían compases obsesivos. A lo lejos,un estruendo familiar suscitaba las

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vertiginosas expectativas del díasiguiente, pues ya la manada de torosgalopaba en la oscuridad rumbo a loschiqueros donde aguardarían la batallaque estaban condenados a perder.

A lo largo de toda la noche,Pamplona vibró con el festivo rumor dela fiesta, hasta que por último, a horasavanzadas, algunas personas salieron delos bares, cantando con mayorincoherencia que al principio, yrecorrieron vacilantes las calles caminode sus casas, hoteles, los parques ocualquier espacio de hierba queencontrasen. Pronto, al pie de cadaárbol, sobre cada alfombra verde, un

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cuerpo exhausto y extático, oliendo avino o a cerveza, yacería extendidocomo si durmiera un eterno descanso.

Pero la eternidad apenas duró dos otres horas, porque a las seis de lamañana los juerguistas tenían quelevantarse para participar, o al menospresenciar, el punto culminante delfestejo: el encierro. A las siete en punto,un cohete surcó zumbando el cielo y,cuando estalló, los toriles fueronabiertos. Las reses se precipitaron fueray bajaron al galope una callejuela,persiguiendo a centenares de jóvenesaudaces hasta el ruedo situado a unosochocientos metros de distancia.

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Alentados por los espectadores queatestaban excitados los balcones a lolargo de las calles, los torerosaficionados corrían por salvar la vida ypor la emoción del peligro.

Llegaron a la arena de la plaza pocoantes que los toros, y según iba entrandola marea de corredores, miles depersonas en las gradas les recibían enpie, con un potente rugido. Tras encerrarlos toros en otro chiquero, dondeesperarían hasta estrenarse —y perecer— en la batalla de la tarde, la multitudobservaba alegremente las histéricascabriolas de los mozos en el ruedo,atormentando a los novillos que

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saltaban, tirándoles del rabo yhostigándoles desde todos los lados enuna espléndida muestra de hombríacolectiva.

Después, por la tarde, otramuchedumbre llenó la plaza para ver alos toreros de verdad haciendo alardede su destreza. Y entre los espectadoresse contaban los ocupantes de una tribunaespecial para personalidades invitadas.Una de ellas era un hombre alto yligeramente cargado de hombros, de tezaceitunada y dura mirada penetrante queasomaba a través de sus gafas redondas.Era el general Mola, el hombre decuarenta y nueve años que comandaba la

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Región Militar del Norte con sede enPamplona. A su lado estaba un oficialcuyo susceptible rostro, nevado por unabarba blanca, revelaba una tensiónextrañamente desacorde con el regocijopopular. El general Joaquín Fanjul noestaba de humor para fiestas, ni siquierapara las de San Fermín, que él conocíamuy bien desde la infancia porque eranavarro.

Había llegado la víspera aPamplona, procedente de Madrid,invitado por Mola para que asistieranjuntos a las fiestas. Mola era elinstigador de un complot castrense paraderribar al gobierno republicano y

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asentar una dictadura militar, y Madridera la clave para un veloz golpe deEstado. No solamente era la capital deEspaña, sino el centro del sistema decomunicaciones y un gigantescodepósito de recursos humanos yeconómicos. Además, la caída deMadrid convencería al país y al mundoentero de que los rebeldes controlabanEspaña. Y lo que era aún másimportante, si los insurgentes conseguíanapoderarse de la capital antes de que elgobierno tuviera tiempo de reaccionarcon eficacia, el resto de la naciónposiblemente se vería obligado arendirse en un plazo de días. Pero si el

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gobierno lograba resistir en Madrid, laguerra civil parecía inevitable, y nadiepodría vaticinar su resultado.

Mola había elegido a Fanjul comouno de los dos generales que dirigiríanel alzamiento en la capital, y le habíapedido que fuese a verle a Pamplonacon un informe sobre los preparativos encurso. Había invitado también a otrosconfabulados, puesto que lossanfermines ofrecían una perfectacobertura para la conspiración. La genteafluía a las fiestas desde todos loslugares de España, y era totalmentenatural que los generales estuviesenpresentes, en especial un nativo como

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Fanjul. Era improbable que los espíasdel gobierno dedujesen peligrosasconclusiones del hecho de que militaresde alto rango se hubieran congregado enlas fiestas de San Fermín. Y paraencubrir sus propósitos, los díasanteriores Mola había intrigado con suscolegas no sólo en los cuartelesgenerales, sino en los barracones de latropa, en la calle, en bares y cafés,durante la misa y las corridas.

Pero no en la que se celebrabaaquella tarde, pues sentado junto algeneral e incomodándole con supresencia, estaba el gobernador civil dePamplona, que apoyaba firmemente a la

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república amenazada por las intrigas delos militares. Con una débil sonrisa,Mola presentó a Fanjul:

—Señor gobernador, le presento aun buen navarro que no ha olvidado lossanfermines.

Fanjul y el gobernador se saludaron.—¿Cuánto tiempo va a quedarse? —

preguntó el segundo.—Vuelvo a Madrid esta noche —

respondió Fanjul—. Las vacaciones deverano ya están encima y tengo queprepararlas. Una cena con amigos, unencierro, una corrida, ¿qué más se puedepedir? He pasado dos días estupendos.

El gobernador sonrió,

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manifiestamente incapaz de descubrir lacontradicción en los ojos del general.De hecho, Fanjul regresaba a Madridlleno de desánimo, incluso desesperado.Al llegar la víspera a Pamplona, habíahablado de Madrid con Mola en elcuartel general de éste, mientras lasmúsicas del festejo se colaban por lasventanas como mofándose de suangustia.

Mola quiso saber cómo iban lascosas en la capital.

Fanjul le explicó que había escasasprobabilidades de éxito. El gobiernocontaba con las fuerzas necesarias parasofocar una insurrección en la ciudad.

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Había, desde luego, un núcleo deoficiales y civiles dispuestos a adherirsea la revuelta, pero era prácticamenteimposible coordinar sus esfuerzosporque no se podía confiar en losoficiales clave de casi todas lasunidades.

—Así que estamos exactamente en elmismo punto que antes —concluyóMola, decepcionado—. De cabeza alfracaso.

Pero al contrario que Fanjul, queestimaba que el proyecto era suicida ycomprensiblemente lo enfocaba a travésdel prisma de Madrid, Mola seinclinaba por el optimismo. Ningún

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complot podía ser perfecto. E incluso sila sublevación fracasaba en la capital,triunfaría en alguna otra parte, y Madrid,aislado, terminaría cayendo. Por otraparte, podía ser fatal posponer por mástiempo el alzamiento, sobre todo si setenía en cuenta que ya circulabanrumores de que se preparaba unoinminente. No era de extrañar que elgobierno enviara espías a informar desus actividades, confidencia que lehabían hecho a Mola sus propiosservicios secretos.

Además, Mola había oído que loscomunistas planeaban rebelarse a finalesde julio, secundados por el socialista

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radical Francisco Largo Caballero,conocido como el Lenin español, quedesempeñaría el papel de principaltítere de Stalin. Y los anarquistasmaquinaban su propia revolución, queacabaría con toda clase de gobierno.Aunque no existían pruebas queconfirmasen ambos rumores, Molaparecía darles crédito porquecontribuían a justificar su propiarebeldía. Había que actuar de prisa paracerrar el paso a los «rojos»: palabra quese aplicaba a todos los defensores delgobierno.

El optimismo de Mola, supensamiento metódico y prusiano, sus

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rígidas costumbres impregnadas deintelectualismo, eran rasgos que lehabían reportado un rápido ascenso enun ejército sobrecargado de oficiales:uno por cada diez hombres. Había sidoherido en Marruecos, mientras seendurecía a sí mismo en una sangrientacampaña de diecisiete años parasojuzgar a los marroquíes. En 1928,poco después de que España consiguierapor fin derrotar a la nación vecina, fuenombrado gobernador militar delterritorio conquistado, y en 1930 ocupóel puesto de director de seguridad.

Cuando en 1931 se proclamó laRepública, Mola fue encarcelado por

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haber perseguido a los republicanos,aunque también había criticado a laMonarquía. No mucho después de habersido liberado, trabajó a las órdenes deFranco, a la sazón jefe del EstadoMayor. Más tarde le enviaron de nuevoa Marruecos al mando de las tropas allídestacadas, y sustituyó a Franco en latarea de conciliar a los moros, queincluso llegaron a alistarse en el ejércitoespañol como mercenarios. Pero elpresidente Azaña decidió trasladar aMola y a otros oficiales que inspirabanrecelo a otros puestos más oscurosdonde era de esperar que tuviesenmenos ocasiones de causar problemas.

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Franco fue destinado a las islasCanarias y Mola a Pamplona.

Ahora todos los oficiales favorablesa la rebelión querían que Mola laencabezase, y le denominaban ElDirector. No sólo le consideraban elhombre más brillante, sino el que estabaen mejor posición para dirigir unpronunciamiento. En efecto, si bien elgobierno le había encomendado un cargomás bien irrelevante, irónicamente laelección de la plaza facilitaba unaconspiración, pues Pamplona ocupabajustamente el centro de la región másreaccionaria y antirrepublicana del país:Navarra. El general, por lo tanto, podía

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confiar en que la provincia le ayudase yle proporcionara muchos de los hombresque necesitaría.

Persuadido de que Madrid no seríatomada desde dentro, Mola propusoiniciar el alzamiento en las ciudadesnorteñas. Desde dichos enclaves,Pamplona incluida, las tropas rebeldesconvergerían rápidamente sobre Madrid,asaltando los pasos del Guadarramacomo Napoleón había hecho 128 añosantes. Al mismo tiempo, Franco volaríadesde las Canarias a Marruecos paracon su ejército cruzar a la Península enbuques de la armada y atacar desde elsur.

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Mientras tanto, poco después de queestallase la insurrección, el general JoséSanjurjo, el oficial más antiguo yrespetado de España, que había dirigidoun golpe de Estado abortado en 1932 ydesde entonces vivía en Portugal,llegaría a Burgos por vía aérea para allíser proclamado jefe de una nueva juntade gobierno de la que formarían parteFranco y Mola.

Si los rebeldes que se hallaban enMadrid veían que no era posible tomarla capital, intentarían huir hacia el nortepara unirse a las tropas de Mola en elasalto a la metrópoli. De ningún mododebían dejarse cercar en sus propios

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cuarteles.Puesto que los suboficiales y la

clase de tropa de la milicia españolageneralmente procedía de las clasesbajas, que respaldaban a la República,no era posible confiar en ellos. Porconsiguiente, se utilizaría a muy pocospara la compleja operación. Francodepositaría su confianza sobre todo enlos moros y en los legionariosextranjeros (el 90% españoles a pesarde su nombre), un grupo voluntario deaventureros e inadaptados sociales.Tanto los moros como los legionariostenían reputación de despiadados y estosdenotaban un total desprecio del peligro,

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como proclamaba su lema: «¡Viva lamuerte!».

Mola se enfrentaba a un problemamás difícil. Tendría que dependerprincipalmente de dos fuerzasinexpertas: los falangistas, jóvenesseguidores de José Antonio Primo deRivera, con escasa o nula instrucciónmilitar, y los requetés, la organizaciónparamilitar creada y adiestrada por losmismos carlistas, y compuesta en sumayor parte de navarros, partidarios deinstaurar una monarquía de tipomedieval.

Aunque quedaban sin resolvernumerosos interrogantes, el más

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importante seguía siendo Madrid. Fanjulle había dicho a Mola que la mayoría delos oficiales no parecía dispuesta acolaborar, pero Mola le había aseguradoque a la hora de actuar la situación enMadrid iba a resolverse. Prometióenviarle órdenes en el último minuto,una vez fijada la fecha definitiva delalzamiento. Aún quedaban unos cuantosescollos que salvar. En primer lugar,Mola estaba esperando que Franco leconfirmase verbalmente que estabapreparado para desplazarse aMarruecos.

A despecho de su pesimismo, Fanjulmostró un ánimo valeroso e incluso se

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negó a aceptar la oportunidad de elegirotro cometido. Hijo de un militarprofesional que se había abierto caminopor la escala jerárquica, era un hombresencillo e inteligente, aun cuando suapariencia no resultase impresionante.Abogado y antiguo diputado, totalmenteimbuido de conservadurismo navarro,había llegado a ser viceministro de laGuerra hasta el triunfo del FrentePopular en las elecciones de febrero, yse había labrado una gran carrera afuerza de duro trabajo y dedicación a sutarea.

Ahora, a los cincuenta y seis años, alparecer iba a morir, probablemente

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antes de disfrutar la visión de suadorado ejército desfilandotriunfalmente por Madrid. Pero lo quemás le preocupaba era la suerte de susdos hijos, ambos oficiales destinados enMadrid. Uno de ellos, Juan Manuel, queera falangista, le había acompañado aPamplona. Tanto sus hijos como élpodían verse atrapados en una ciudadhostil y homicida. Y su familia tal vezfuese destruida.

La noche de su llegada a Pamplona,Fanjul y su hijo habían cenado conalgunos amigos en una granja fuera de laciudad. Fue una velada dichosa, talcomo el general expresaría al

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gobernador civil en la corrida del díasiguiente, y uno de sus anfitriones lehabía invitado a pasar los sanferminesdel próximo año en el mismo lugar.

—Prometo que vendré —repusoFanjul, dubitativo—. Si mi cabeza sigueencima de mis hombros.

2.

El domingo doce de julio fue en Madridun húmedo día de verano. El sol lanzabasus rayos desde un luminoso cielo de

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Velázquez sobre una ciudad en perezosodescanso, una metrópoli medio desierta,pues mucha gente estaba de vacacioneso había salido al campo durante el fin desemana, y en la gran urbe imperaba lagrata atmósfera del ocio. Los niñosjugaban en el parque del Oeste bajo losárboles umbrosos o en los arenosossenderos que llevaban a una enormerosaleda próxima a la orilla del ríoManzanares. Parejas de enamoradosremaban en el parque del Retiro bajo lamirada de los blancos leones de piedra,mientras las estatuas de reyes y reinas seerguían entre los arbustos circundantes.

Miles de buscadores de gangas

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mariposeaban por el Rastro, el mercadode ocasión madrileño, y se emocionabanante el descubrimiento de un candelabroantiguo o una edición agotada deShakespeare. Los pasajeros se apeabansin tregua de los tranvías amarilloscongregados en alegre y fragorosopandemónium en la Puerta del Sol,corazón de la villa, y paseabandespaciosamente por los vistososcomercios y restaurantes de las tortuosascallejuelas que arrancaban de la plazacomo patas encorvadas de una arañagigantesca. La gente que enfilaba haciala Plaza Mayor accedía a una espaciosaexplanada rodeada de inmuebles del

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siglo XVII y de arcadas de piedra dondeconsumían café o vino en cafés conveladores bajo los balcones desde loscuales los antiguos reyes contemplaroncorridas, torneos, cabalgatas y quemasde herejes.

Otros madrileños atestaban un ruedomás moderno para presenciar el brillode la sangre bajo el sol, asistían a unconcierto matinal, acudían a unaexhibición de lucha libre o formabanlargas colas ante un cine donde seproyectaba La alegre divorciada , conFred Astaire y Ginger Rogers. Y otrosmuchos iban a almorzar con la familia olos amigos a alguno de sus restaurantes

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favoritos.El teniente José Castillo y su esposa

Consuelo, sin embargo, comieron encasa. Celebraban con los suegros de élel cumpleaños del padre de ella, ybromearon y rieron y saborearoninmensamente la sobremesa. Pero subuen humor transparentaba, con todo,una melancolía casi morbosa. La jovenpareja, que sólo llevaba casadacincuenta y dos días, esperabadescendencia, y su bebé nacería en unaépoca incierta, cuando nadie podíaprever el porvenir español y ni siquierael de uno mismo.

No eran los únicos que alimentaban

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una íntima tristeza. La tensión también sehabía aposentado en el ánimo de muchosotros ciudadanos que estaban sacando elmáximo partido de aquel hermoso día.Contrastando con la postura de avestruzadoptada por algunos miembros delgobierno, casi nadie dudaba de que seavecinaba una explosión que podríacambiar radicalmente su futuro y susvidas.

Pero el matrimonio Castillo teníanmás motivos de inquietud que los demás,pues el teniente, miembro de losGuardias de Asalto, cuerpo leal algobierno, era un hombre marcado. Lohabía sido desde el 17 de abril, día en

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que tuvo lugar el funeral de un destacadofalangista, el teniente Anastasio de losReyes, asesinado dos días antes en elcurso de un desfile que conmemoraba elquinto aniversario de la República.Había estallado una bomba cerca de latribuna donde se hallaba sentado elpresidente Azaña, y el incidenteocasionó un tiroteo entre los guardiasrepublicanos y los pistoleros falangistas,perdiendo la vida Reyes en elenfrentamiento.

Unos cuatrocientos falangistas yotros grupos de derecha inflamaron aúnmás la atmósfera reinante en el entierro,cuando transportaron el cadáver hasta el

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cementerio en una procesión que desfilópor las principales calles de Madrid. Lacomitiva hizo el saludo fascista, y losizquierdistas les dispararon desde losedificios por donde pasaba el cortejo,provocando una nueva confrontación atiros. El teniente Castillo irrumpió enescena con un grupo de Guardias deAsalto para restaurar el orden, y comopolvo en una tempestad circuló el rumorde que había dado muerte a un primo deJosé Antonio Primo de Rivera. Pero laverdad era —como confesó al autor deeste libro otro primo de José Antonio,José Luis Sáenz de Heredia, que sehallaba presente— que la víctima había

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fallecido de un balazo antes de queCastillo apareciese en el lugar de autos.Dieran o no crédito al rumor, losfalangistas prometieron vengarse, puestoque Castillo se había convertido en unsímbolo de la autoridad gubernamental.

El teniente se instaló con su futurafamilia política pero no abandonóMadrid, sintiendo que era su deberpermanecer junto a sus colegas, que lequerían, con los jóvenes socialistas alos que daba instrucción militar, y conlos trabajadores a quienes protegía. Noaparentaba ser hombre de gran fuerzafísica, con su constitución alta y delgaday su cara pequeña, adornada de un fino

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bigote y dominada por unas gafasredondas de montura negra. Pero ejercíauna poderosa autoridad sobre todos losque le conocían, y correspondía a la feque habían depositado en él negándose aabandonarles en aquel momento degrave riesgo personal.

En su calidad de hombre marcado,Castillo se preguntaba hasta qué puntopodría su persona resultar de utilidadahora, y su esposa vivía en constantetemor por la vida de su marido. Enmayo, los falangistas habían asesinadode un disparo a un colega suyo, elcapitán Carlos Faraudo, cuandodescendía por una calle con su mujer. Y

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Castillo, a su vez, recibía notas deamenaza casi a diario. Cierta vez que sehallaba en un bar cercano escapó por lospelos de la muerte cuando el que debíaasesinarle salió corriendorepentinamente del local gritando: «¡Nopuedo hacerlo!». Los verdugos deCastillo ni siguiera dejarían en paz a sumujer Consuelo. Inmediatamente antesde la boda, ella recibió una anónimamisiva que rezaba: «No te cases conCastillo. Está en nuestra lista. Dentro deun mes serás viuda. Ya te hemosavisado».

Mientras el teniente José Castilloalmorzaba con su esposa y suegros, otro

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hombre encañonado por la mira delfusil, un hombre que compartía con él elnombre de pila, pero tenía un credopolítico diametralmente opuesto, estabatambién comiendo en casa con sufamilia. José Calvo Sotelo, el principalportavoz de la derecha en las Cortes,solía salir al campo con su mujer e hijoslos fines de semana. Pero aquel domingola familia se quedó en Madrid.

Calvo Sotelo mantenía estrechoscontactos con los jefes militares, y sabíaque el general Mola posiblementeintentaría un golpe la semana siguiente.Tan pronto como recibiese la señal,debía abandonar la ciudad

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inmediatamente con su familia, pues los«rojos» sin duda irían a buscarle antesque a nadie. En realidad, tenía noticiasde que irían a por él incluso antes deque se produjese el alzamiento. Por esose había quedado en casa aquel fin desemana.

—Si salimos de casa, para ellosserá más fácil atraparme —dijo a sumujer, según declaró más tarde su hijoJosé—. Pero no se atreverán a veniraquí.

Y además, dos soldados montabanguardia fuera. Pero ¿podía confiar enellos? No estaba seguro. Los dosúltimos que había tenido eran

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sospechosos y tuvieron que serreemplazados. Calvo Sotelo oyórumores de que el jefe de policía leshabía ordenado no entorpecer ningunatentativa de asesinarle en la ciudad, ycooperar de hecho en la ejecución si elcrimen se cometía en el campo.

Sus amigos le habían imploradodurante semanas que se marchase deMadrid, pero, al igual que el tenienteJosé Castillo, él rechazó la sugerencia.Los «rojos» no lograrían expulsarle.Solamente se iría en el último momento.Y cuando el ejército capturase Madrid,volvería y trataría de afianzar el tipo degobierno que a su juicio España

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necesitaba. Había explicado a unperiodista en qué consistía: unacombinación de la dictadura militarportuguesa y de la Italia fascista en elseno de una monarquía.

Calvo Sotelo procedía de unadistinguida familia gallega y era unhombre elegante y de buenos modales.Su universo era el mundo de la viejaEspaña, en la que los ricos como élregían benévolamente sobre un pueblobendecido por la paz y el ordenimpuestos por la jerarquía social. Losespañoles tenían que conocer el sitioque correspondía a cada uno. Él conocíael suyo, y las masas incitadas a la

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violencia por líderes brutales yhambrientos de poder tendrían queaprender a conocer el que lescorrespondía. Los campesinos y lostrabajadores no habrían de morir dehambre, pero tampoco cabía esperar queviviesen tan bien que olvidasen su sitio.Calvo Sotelo, por tanto, ambicionabacon impaciencia ciertas reformassociales. Después de todo, ¿dóndeterminaba la reforma y empezaba larevolución?

El dirigente derechista se habíaencumbrado vertiginosamente a unaedad muy temprana. A los veinte años,recién salido de la universidad, ya

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ocupaba el puesto de secretario deAntonio Maura, primer ministro bajo elrey Alfonso XIII. Cinco años más tardefue gobernador civil de Valencia, ycuando el general Primo de Riveraimplantó la dictadura en 1923, fuenombrado ministro de Hacienda. A lacaída del dictador en 1930, seguida porla del rey un año después, Calvo Sotelose refugió en París. Pero pocos añosmás tarde retornó a su patria para estarde nuevo en candelero como diputado delas Cortes, donde representó al partidomonárquico que él mismo encabezaba,Renovación Española.

En las Cortes demostró ser un

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parlamentario templado y elocuente, yarrebató las riendas del liderazgoderechista a Gil Robles, dirigente de laConfederación Española de DerechasAutónomas, un partido católico cuyassiglas eran CEDA. Robles no deseabauna dictadura de tipo fascista comoCalvo Sotelo, sino simplemente unarepública conservadora que mantuvieseintacta la estructura de clases yrespetase el poderío de la Iglesia. Enconsecuencia, Gil Robles aplastó conenorme brutalidad una rebeliónsubversiva en la región asturiana cuandodetentaba el cargo de ministro de laguerra desde 1933, cartera que conservó

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hasta que el Frente Popular llegó alpoder en febrero de 1936.

Como la influencia de Roblesdeclinaba, únicamente el líder falangistaJosé Antonio Primo de Riveradescollaba como fuerte rival de CalvoSotelo, pero el gobierno le habíaencarcelado. Así pues, este último erasin discusión la gran figura de laderecha en el verano de 1936. Y el 16de junio, mientras en la calle sesucedían las luchas homicidas, previnosardonicamente a las Cortes de lo quepodría acontecer:

… Cuando se habla por ahí delpeligro de militares monarquizantes,

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yo sonrío un poco, porque no creo queexista actualmente en el Ejércitoespañol, cualesquiera que sean lasideas políticas individuales, que laConstitución respeta, un solo militardispuesto a sublevarse en favor de laMonarquía y en contra de laRepública. Si lo hubiera sería un loco,lo digo con toda claridad, aunqueconsidero que también sería loco elmilitar que al frente de su destino noestuviera dispuesto a sublevarse enfavor de España y en contra de laanarquía, si ésta se produjera…

El primer ministro de Azaña,Santiago Casares Quiroga, se levantó y

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contestó con reprimida cólera a aquellaindirecta de una posible sublevación: Sialgo pudiera ocurrir, su señoría seríael responsable con todaresponsabilidad… El señor CalvoSotelo… viene aquí hoy con dos fines:el de buscar la perturbaciónparlamentaria, para acusar una vezmás al Parlamento de que no sirvepara nada, y el de buscar laperturbación en el Ejército, paraapoyándose, quizá, en alguna figuradestacada, volver a gozar de lasdelicias de que antes hablábamos. Nosueñe en conseguir éxito, señor CalvoSotelo…

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Optando por interpretar estasafirmaciones como una amenazapersonal, Calvo Sotelo se levantó denuevo, sereno, arrogante, y proclamó: Yotengo, señor Casares Quiroga, anchasespaldas. Yo acepto con gusto y nodesdeño ninguna de lasresponsabilidades que se puedanderivar de actos que yo realice. Yo digolo que Santo Domingo de Silos contestóa un rey castellano: «Señor, la vidapodéis quitarme, pero más no podéis».Y es preferible morir con honra a vivircon vilipendio.

Ahora, casi un mes después, CalvoSotelo pensaba que las palabras que

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había pronunciado podían resultarproféticas. Ciertamente había personas aquienes agradaría verle perecer… Peroqué disparate cavilar sobre tales cosasaquel día radiante y hermoso.

Después de comer, mientras que susdos hijos pequeños salían a jugar unpartido de fútbol con los niños de lavecindad, se sentó en su despacho ypuso en el gramófono discos de músicaclásica, escuchando arrobado las obrasde sus compositores predilectos,Wagner y Albéniz. En un tiempo habíasido crítico musical de un importanteperiódico madrileño, y a menudolamentaba no haber llegado a ser

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director de orquesta.En ese caso su vida habría sido más

feliz; y acaso más larga.

Alrededor de las 9.45 de la noche,el teniente Castillo y su mujercaminaban lentamente por la calleAugusto Figueroa camino de sudomicilio después de haber dado unpaseo con los padres de Consuelo.Todavía hacía bueno, y la pareja hubieradeseado proseguir su paseo, peroCastillo tenía quehacer aquella noche enel cuartel de Pontejos, cerca de la Puertadel Sol.

—Por favor, déjame acompañarte

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hasta el cuartel —insistió Consuelo.Ella no sólo disfrutaría del paseo,

sino que no quería que su maridoanduviera solo por la calle. Se figurabaque en cierto modo su presencia podríaprotegerle.

Pero el teniente se negó, repitiendoque debía irse a casa. Consuelo pensóque estaba celoso y que simplemente noquería que ella se encontrase con suscompañeros. ¡Un andaluz típico! Cuandollegaron a la esquina de la calleHortaleza, cerca de su casa, sedetuvieron y se abrazaron, y él prometióque estaría de vuelta al cabo de pocashoras. Tras un beso de despedida, el

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teniente dio media vuelta y caminó haciala calle Fuencarral mientras ellainiciaba el regreso a casa.

En las suaves sombras del atardecer,tres hombres merodeaban por la aceraopuesta de la calle Augusto Figueroa,cerca de la esquina de Fuencarral,mientras un cuarto se encaminabadirectamente hacia Castillo, de acuerdoa las declaraciones de Paco, hermanodel teniente. De pronto el hombre que seaproximaba a José gritó: «¡Es él!», y losque estaban al otro lado de la callehicieron varios disparos de pistola.Cuando las balas pasaron silbando porencima de la cabeza de Castillo, el

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hombre que le había identificado corrióa su encuentro abriendo fuego a su vez.Chocó con su víctima y los dos cayeronjuntos sobre la acera. El agresor seincorporó al instante, cogió por error lasgafas de Castillo y se sumó a la fuga desus cómplices.

Paco refirió a este autor que, pocotiempo después, el hombre se presentóaudazmente en la clínica adonde habíasido conducido el cuerpo de Castillo yreclamó sus propias gafas,aparentemente para evitar suidentificación, ¡y engañó a un empleadohaciéndole creer que se las devolvía ala víctima!

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Consuelo estaba a punto de entrar ensu casa cuando oyó el grito y losdisparos, y presa de pánico se precipitóal lado de su marido. Pero él ya estabamuerto.

La noticia del asesinato del tenienteCastillo se difundió rápidamente y dejópasmados a los partidarios del gobierno.Se extendió la voz de «¡Venganza!,¡venganza!». Y en ningún lugar conmayor vehemencia que en el cuartel dePontejos, adonde Castillo se dirigíacuando fue asesinado. Al cabo de doshoras, no sólo docenas de Guardias deAsalto, sino asimismo amigos del

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ejército y de la Guardia Civil y algunosciudadanos afluyeron al cuartel. Casitodos eran miembros de la Unión MilitarRepublicana Antifascista (UMRA),creada en 1935 para contrarrestar lasactividades de la organización militarderechista, la UME.

Para ellos estaba claro que losasesinos eran falangistas quecolaboraban con el UME, pero laidentidad de los autores del crimensigue siendo desconocida hasta elpresente. La UMRA había jurado, conmotivo del asesinato en mayo delcapitán Faraudo, que si los crímenesderechistas continuaban, sus asociados

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devolverían golpe por golpe en unespectacular acto de represalias. No sequedarían con los brazos cruzados paraser eliminados uno tras otro. Y esta vezhabía llegado ese momento.

El jefe de policía se enteró de lareunión de Pontejos. «Permanecedtranquilos», les advirtió, «y noemprendáis ninguna acción que perpetúela cadena de muertes. El gobiernodescubrirá a los asesinos de Castillo yles hará comparecer ante la justicia».Pero como escribiría posteriormente eldirigente socialista moderado IndalecioPrieto, el jefe de policía no supoimponer su autoridad ni instar

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enérgicamente a los izquierdistasconfabulados a que le obedeciesen.Hacia medianoche, uno de los másíntimos amigos de Castillo, el tenientede la Guardia de Asalto AlfonsoBarbeta, expresó en medio del tumultoel sentimiento de todos: «Debemosvengar la muerte de nuestro camarada.Yo, por lo menos, lo haré sin reparar enlas consecuencias». Todos aprobaronsus palabras, y sólo quedaba porresolver la cuestión siguiente: ¿quién ibaa ser la víctima?

Los guardias escogieron a AntonioGoicoechea, diputado afiliado al partidode Renovación Española de Calvo

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Sotelo, según ha contado Urbano Oradde la Torre, un oficial de artilleríasocialista que fue camarada de losconspiradores. ¿Quién llevaría a cabo laespantosa misión? Echaron a suertes, yresultó «ganador» el capitán de laGuardia Civil Fernando Condes. Joven ysensible oficial, Condes era,irónicamente, uno de los menosinclinados a la idea del asesinato. Peronadie hubiese resistido las presionesengendradas por la sed de venganza. Eincluso Condes consideraba que ya noexistía otra alternativa, aunque más tardeafirmó que su única intención era tomarun rehén y no matar a nadie.

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A eso de las 2 de la mañana del 13de julio, tan sólo cinco horas después dela muerte de Castillo, el furgón depolicía número 17 salió del cuartel dePontejos con dieciséis hombres depaisano en su interior. Pocos minutosmás tarde, el vehículo hizo un altodelante del domicilio de Goicoechea,pero no había nadie en casa. ¿Quién erael siguiente en la lista? Alguien sugirióel nombre de Gil Robles. El furgón sedirigió hacia su vivienda, pero él estabaen Biarritz. Los hombres sedesalentaron. Tenían que matar aalguien.

—¿Y qué me decís de Calvo Sotelo?

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—exclamó uno de ellos.Hubo un momento de silencio. La

idea de matar al jefe, al líder supremo,resultaba un tanto estremecedora, si bienalgunos de los intrigantes habíanpensado en ello durante semanas. Lasrepercusiones serían asombrosas. Sumuerte podría desencadenar fácilmenteel pronunciamiento que con certeza seestaba tramando, y tal vez una guerracivil. Pero en aquel momento deirreflexiva furia, el asesinato de CalvoSotelo parecía plenamente lógico.

Calvo Sotelo había pasado la tardeen su despacho, poniendo al día su

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correspondencia y escribiendo amáquina velozmente con dos dedos.Había mucho que hacer antes deabandonar Madrid, y tenía quecerciorarse de que todo estabaterminado para cuando recibiese lanoticia de que el alzamiento se habíapuesto en marcha. Hacia las 10 de lanoche se sentó a cenar. Normalmente,después de la cena, solía telefonear alperiódico monárquico ABC para que leinformaran de los acontecimientos másrecientes. Pero era domingo y el lunesno salía el diario. De todas formas, eraprobable que ese día no hubieseocurrido nada importante, pues de lo

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contrario alguien le habría llamado. Nisiquiera se molestó en poner la radio.

Alrededor de medianoche se acostó,sin duda pensando en cuándo volvería apasar otro día apacible en casa,escuchando sus discos y trabajandotranquilamente en su despacho.

El furgón 17 de la policía acelerópor la calle Diego de León y giró haciala elegante calle Velázquez, parándoseen el edificio de apartamentos número89. El capitán Condes se apeó, dioorden a tres de sus hombres de quedetuviesen e interrogasen a todos losconductores que pasaran por delante del

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inmueble, y apostó a otros dos en lasesquinas contiguas. Luego se acercó alos dos centinelas que montaban guardiajunto a la puerta de la casa y esgrimió sucarnet de identidad, mostrándoles queera capitán de la Guardia Civil. Antesde que los guardias pudieranresponderle, anunció con severaautoridad:

—Vamos a subir al piso de CalvoSotelo a cumplir con nuestro deber.

Los dos centinelas, intimidados y alparecer ignorantes de la misión de aquelvehículo cargado de hombres con armas,no pusieron objeciones. Apareció unsereno y Condes le ordenó que abriese

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la puerta principal. Luego el capitáncondujo a un grupo de sus hombres hastael tercer piso y llamó al timbre.

—¿Quién es? ¿Qué desean? —preguntó la sirvienta.

—Abra. Policía —respondióCondes.

La sirvienta llamó a la puerta deCalvo Sotelo y le despertó. Él seprecipitó al balcón y preguntó a gritos asus centinelas: ¿habían verificado laidentidad de los policías? «Sí», contestóa voces uno de ellos. Tan pronto comoCondes y sus hombres se vieronrecibidos en la casa, fueroninmediatamente al despacho y cortaron

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el cable del teléfono. A continuaciónCondes ordenó a Calvo Sotelo que lesacompañase a la comisaría de policíapara ser interrogado.

—Debe de tratarse de un error —repuso Calvo Sotelo, que sin dudaalbergaba una creciente sospecha—. Enmi calidad de diputado gozo deinmunidad parlamentaria y no puedo serdetenido a menos de que me sorprendanen flagrante delito, lo que no es el caso.Voy a llamar a la comisaría y arreglaréeste asunto.

Cuando advirtió que le habíancortado el teléfono, la institutriz de sushijos trató de salir para utilizar el de

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algún vecino, pero no le dejaronmarchar. Condes manifestó que teníaórdenes de no permitir que Calvo Sotelose comunicase con nadie. De todasmaneras no tenía por qué inquietarse.Dentro de cinco minutos estaría en laDirección General de policía, dondepodría formular cualquier declaraciónque desease.

Calvo Sotelo comprendióclaramente que no tenía otra opción. Sise negaba a acompañarles, tal vez lematasen allí mismo, delante de sufamilia. Así que accedió. El y su mujerfueron entonces a su dormitorio, dondeél se vistió mientras ella le hacía una

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pequeña maleta con artículos de aseo,papel de escribir y una pluma. Derepente ella le miró con un ramalazo deaprensión y le imploró:

—No vayas, no vayas.—Cálmate —le dijo él amablemente

—, o se reirán de ti, y entonces ya norespondo de lo que pueda hacer.

Cuando su mujer le escoltó hasta lapuerta, él se volvió hacia ella y dijo:

—Siento por ti que sucedan estascosas. Siempre eres la víctima.

—¿Cuándo tendré noticias tuyas? —le preguntó ella.

—En cuanto llegue a la comisaríaintentaré ponerme en contacto contigo…

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si estos caballeros no me matan antes.Luego Calvo Sotelo bajó las

escaleras y entró en el furgón, con losotros a su espalda, y el vehículo saliócalle Velázquez abajo. Cuando giraronhacia la calle Ayala, el detenidoexclamó:

—¿Dónde vamos? ¡Por aquí no se vaa la Dirección General!

En ese momento, el hombre queestaba sentado directamente detrás,Victoriano Cuenca, sacó del bolsillo unapistola y le disparó dos veces a CalvoSotelo en la nuca. La víctima sedesplomó hacia delante.

El furgón aceleró rumbo al

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cementerio del Este, donde los asesinosabandonaron el cuerpo, explicando alvigilante que lo habían hallado tendidoen la calle. Mientras el vehículo rugíaalejándose, uno de los hombres hizo estaadvertencia:

—El que se vaya de la lengua seestará suicidando. Le mataremos igualque hemos matado a este cerdo.

3.

La tarde del 13 de julio, un hombre alto

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y delgado, de tez cetrina, entró en elascensor que le depositó en la cima deuno de los más elevados edificioscomerciales de Madrid, que daba a lacalle Alcalá. Atravesó una serie deoficinas y las contempló taciturnamente,sentado en aquella «jaula de hierro ycristal», y escuchando a nuevosinventores que explicaban cómo sus másrecientes artilugios revolucionarían unaindustria entera o quizá toda laeconomía.

Arturo Barea era un esforzado ydescontento burócrata que estabaaburrido tanto de su esposa como de suamante y soñaba con una vida nueva y

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una España distinta. Trabajaba en laoficina de patentes del gobierno, unalabor que, a su juicio, a medida quepasaban los días se volvía cada vezmenos necesaria. Los tiempos quecorrían no se prestaban a un cambioconstructivo, sino al revés, destructivo.No hacían falta patentes para esa clasede cambio, sino solamente bombas,balas, sangre. Barea era un auténticosocialista, creía fervorosamente en quese podía perfeccionar a la humanidad, yal mismo tiempo un cínico angustiado.Imaginaba la destrucción del mundo ennombre de la justicia humana.

Mientras avanzaba hacia su propio

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despacho, a Barea le extrañó verúnicamente escritorios vacíos. Todo elmundo se había congregado en torno a lamesa del administrador jefe, quehablaba con la voz cascada y desafiantesademanes.

—¿Qué diablos pasa aquí? —preguntó Barea a un empleado.

—¡Dios!, ¿no te has enterado? ¡Hanmatado a Calvo Sotelo!

Unas pocas horas antes, el cadáverhabía sido identificado en el cementerioy el volcán había entrado en erupción.Gente de «buena familia», la mayorparte de los oficinistas estabahorrorizada.

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—¡Es un crimen contra Dios! —clamaba el administrador—. Un hombretan inteligente, tan bueno, un cristianosemejante, un caballero, muerto como unperro rabioso…

—Ya les vamos a arreglar lascuentas —prometió alguien—. Les va aquedar poco tiempo para alegrarse. Loúnico que queda por hacer es echarse ala calle.

Estupefacto ante la noticia, Barea sedio media vuelta y se marchó.

Vivía un angustioso dilema. Adiferencia de muchos españoles,aborrecía la violencia, y vomitaba antela simple visión de la sangre. Pero lo

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mismo que muchos otros, estabadispuesto a ver a España destruida enuna contienda fratricida para allanar elcamino hacia la edificación de unanueva y más justa sociedad. Había sidotratado brutalmente por el abogadoespañol de la embajada alemana, unarelación entablada por mor de losnegocios, que se había convertido enmiembro honorífico de las SS y le habíadado a entender que lo que Españanecesitaba era «un soplo de civilizacióngermana». Y también le habíasobresaltado el cura de pueblo que,poco después de que él hubieracomprado una casa de campo en el

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Guadarrama, le había dicho con unasimpática sonrisa:

—He advertido, desde luego, queusted no va a misa los domingos. Ya séque es usted uno de esos socialistas yque tiene tratos con la gente de la clasebaja de este pueblo. Debo decirle quecuando puso aquí su casa y vi a su mujery a sus hijos, pensé: Parece que songente decente. Dios quiera que lo sean.Pero por lo visto me he equivocado.

Equivocado, efectivamente. Barea,por su parte, estaba de acuerdo en que ély su familia no eran «gente decente» deltipo que predican amor a las «clasesbajas» sin darles amor, que reclaman

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justicia sin practicarla.Y así, tal como había dicho en la

oficina el empleado al oír que habíanmatado a Calvo Sotelo, «ahora lo únicoque queda por hacer es echarse a lacalle».

Tras los dos crímenes implacables,otros españoles compartían elpesimismo de Arturo Barea. El capitánCondes visitó a Indalecio Prieto, el lídersocialista moderado, y le habló delasesinato. Descorazonado, le confesóque estaba pensando en suicidarse.Insistió en que su misión había sido unacto de honor, pero de todas maneras no

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podría vivir con el pensamiento de quehabía contribuido a matar a alguien asangre fría. Sobresaltado, Prietomanifestó que el crimen era inexcusable.Pero como era hombre práctico añadió:

—No se preocupe. No pasará muchotiempo sin que tenga que arriesgar suvida en defensa de sus ideales, y en esemomento tendrá una importante misiónque cumplir.

Si alguien tenía que morir en aquelmomento, ¿por qué no morir siendo útil?

Y aunque Prieto deploraba laperspectiva de una guerra civil, fue aver al primer ministro Casares Quirogay le apremió a que entregase armas al

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pueblo antes de que fuera demasiadotarde.

La respuesta fue «no».—Si hiciese lo que me pide, señor

Prieto —respondió Casares—, seríausted, no yo, el que gobernase este país.Pero sucede que el primer ministro soyyo. Guiaré a la nación a través de latormenta.

Aunque Casares —y su supervisor,el presidente Azaña— le temiese a ungolpe derechista, también le temía a unarevolución de la izquierda. Y a pesar deque el primer ministro había detenido avarios oficiales del ejércitosospechosos, disuelto los desfiles

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derechistas y ordenado que variosbuques fondeasen en aguas marroquíes afin de impedir que las tropas cruzasen elestrecho, él y Azaña seguían creyendoque la tormenta habría de calmarse.Incluso la atronadora oratoria de lasCortes les parecía retórica hueca. Eracierto que los monárquicos habíanabandonado la cámara y jurado novolver jamás. Y que Gil Robles habíaespetado a los diputados del FrentePopular que la sangre de Calvo Sotelocaerá sobre sus cabezas. Que no estabamuy lejano el día en que la violenciaque habían desencadenado se volveríacontra ellos.

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Pero aunque pareciese unadeclaración de guerra, también habíantenido el mismo carácter otrasproclamas políticas de los últimosmeses. En realidad, los líderes de lasCortes habían fijado con todo optimismouna sesión parlamentaria para el 21 dejulio, si bien con la discreta petición deque todos los diputados depositasenamablemente sus armas en elguardarropa.

Los dos emotivos funeralescelebrados el 14 de julio en elcementerio del Este de Madrid

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simbolizaron trágicamente las dosEspañas enfrentadas, cada una de ellasincapaz de entender a la otra. En unaparte del cementerio, miles de personaslevantaban sus armas trazando el saludofascista cuando el cuerpo de CalvoSotelo, envuelto en hábitos monacales,descendió al reposo del sepulcro.

Antonio Goicoechea, diputado delpartido de Renovación Española, quehubiese yacido en aquel féretro dehaberse hallado en casa la noche en queasesinaron al teniente Castillo, pidió alos presentes que juraran venganza. Losreunidos lo expresaron fervientemente—«¡Lo juramos, ante Dios y ante

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España!»— mientras las balas silbabanen otra refriega entre derechistas eizquierdistas que costó varias vidas.

Un poco antes, en otro lugar distintodel camposanto, otra multitud habíaalzado el puño cerrado, el saludo delFrente Popular, cuando el ataúd deCastillo, envuelto en una bandera roja,fue depositado en su sepultura.

Una de las personas que asistieron alduelo era una mujer alta, de medianaedad y vestida de negro, que poseíarasgos ascéticos y ojos que irradiabanuna ardiente intensidad bajo sus gruesospárpados. De ancha frente inclinada ylargos cabellos negros recogidos en un

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moño a la altura de la nuca, DoloresIbárruri era conocida por elsobrenombre de La Pasionaria. «La florde la pasión» era una diputadacomunista cuya dramática y acusadoravoz despertaba escalofríos de emociónen la audiencia que la escuchaba en lasCortes, en los mítines o en la radio.Mientras sus manos danzaban como siestuvieran dirigiendo una orquesta, laspalabras salían a borbotones de sugarganta en un impetuoso caudal queabrumaba a sus oyentes y les impulsabana amar u odiar a aquella mujer, aidolatrarla o a temerla.

Dolores era el más puro tipo de

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comunista, totalmente inasequible aloportunismo. Stalin fue para ella elsustituto perfecto del dios que habíaperdido hacía tiempo y necesitabareemplazar. Pensaba que por másdefectos que tuviese el dictador y almargen del precio que iba a costar supropósito, el dirigente soviético estabacreando una sociedad igualitaria en laque la gente llana podría ocupar unpuesto digno. Pero aunque su cerebroestuviese con Stalin, Dolores no poseíaun corazón estalinista. En realidad, erael calor y la humanidad básica que setransparentaban a través de la imperialarrogancia de su voz los que

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conquistaban la simpatía de miles depersonas que de otro modo hubierandetestado al comunismo. Para armonizarlos dictados del corazón y de la mente,Dolores llevaba el análisis racionalhasta sus últimas consecuencias, y podíahacerlo porque había experimentadohasta sus grados más ínfimos ladegradación y la miseria humanas.

Nacida en 1895 en el seno de unafamilia vasca de mineros, nuncaolvidaría su primer hogar, un barracóndantesco: el olor a sudor, orina, ásperotabaco y comida fermentada; la borrosavisión a la luz de unas lámparas demineros exhaustos y medio desnudos que

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dormían sobre sacos rellenos con vainasde maíz; los gritos de los hombresaquejados de tifus o viruela cuando lostrasladaban de sus catres a morir en unachabola mientras otros iban asuplantarles tan pronto como el agua decal rociase las literas infectadas.

Y también recordaba a su padre, unanciano con las rodillas hundidas en elbarro y tiritando en el frío glacialmientras extraía con su pala la mena dedesecho; a las monjas vistiendo a unespantapájaros de terciopelo rojo paraque se pareciera a la Virgen y poderusar aquel muñeco para atemorizar a lagente para que obedeciese a las

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«autoridades»; a los mineros rebeldes,detenidos y arrojados a la «perrera», lacárcel situada justo debajo de su escuelay encima de la cual los niños, enseñadosa pensar que todo el que obrase contrael orden establecido era un criminal,orinaban cruelmente sobre ellos a travésde las rendijas del suelo.

Y tampoco olvidaba su matrimonioposterior con un minero que pronto fueencarcelado por huelguista; elalumbramiento de seis hijos,alimentados y vestidos con andrajos quehacían de pañales por una caritativapordiosera; y las cuatro pequeñastumbas una al lado de otra, pues todos

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los niños menos dos sucumbieron alhambre y a las enfermedades.

La vida, escribió Dolores más tarde,era como un hondo pozo sin horizontes,donde la luz del sol jamás llegaba, ycuya única iluminación era, a veces, elsangriento resplandor de las luchas queestallaban en llamas de violenciacuando la capacidad de soportar elbrutal trato alcanzaba los límites delaguante humano. Dolores estaba llena deun amargo e instintivo resentimiento quele hacía dar coces contra todo y contratodos.

El comunismo parecía la salida másnatural para su rencor, el instrumento

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más adecuado para lanzar sus golpes.Estuvo varias veces en prisión, pero loscarceleros estaban encantados delibrarse de ella, pues siempre andabaexigiendo mejores condicionescarcelarias y arengando a las prostitutasy a otras presas para que hiciesen valersus derechos. Cuando fue elegidadiputada en las Cortes, la derechatambién hubiera querido desembarazarsede ella, porque era el orador máselocuente de la izquierda, lo mismo queCalvo Sotelo para el bando adversario.

Aun cuando el Partido Comunistaera pequeño, Dolores, que ahora estabaal frente de su Comité Político, le

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prestaba una voz desproporcionada consu reducido tamaño, pues no eranecesario ser marxista para versedeslumbrado —y perturbado— poraquella mujer, cuyas propias heridassupurantes conferían crédito a suspromesas de que sacaría al pueblodesde el hondo pozo hasta la luz del sol.

Mientras permanecía con el puñoalzado saludando al cuerpo del tenienteCastillo, Dolores estaba segura de quese acercaba el momento de laconfrontación final entre lospropietarios de las minas, la policía, lossoldados y la Iglesia que respaldaba atodos ellos, y las personas que le

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recordaban los fétidos olores y losdesesperados gritos en el barracón de suinfancia. El enfrentamiento haría renaceral Partido Comunista, pues era el grupomás militante y resuelto del FrentePopular. Y además contaba con Stalin.

A última hora de la tarde del 14 dejulio, otros dos comunistas dejaron laoficina del periódico del partido,Mundo Obrero , y descendieroncautelosamente por la calle, mirandoatrás de vez en cuando para comprobarsi les seguían. Los falangistas andabanbuscando a gente que trabajaba paraaquel diario, especialmente el día en

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que se había celebrado el funeral deCalvo Sotelo.

Los dos hombres entraron en elcercano bar Arguelles y pidieron café.Enrique Castro Delgado, bajo, robusto yde mirada fría, a menudo se sosegabatomando café con su camarada LuisSendín después del trabajo, y aquélhabía sido un día agotador, con dosfunerales de los que hacer la reseña y unpronunciamiento a punto de estallar.Castro era para el partido una especiede factótum. Actuaba como agitador enlos sindicatos de Madrid y recorría todaEspaña clandestinamente con vistas areclutar nuevos afiliados. Ahora estaba

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escribiendo artículos incendiarios paraMundo Obrero . Y confiaba en poderdirigir pronto una nueva milicia delFrente Popular —en caso de que hubieraconflicto—, a pesar de que sólo teníados años de instrucción militar.

Era su experiencia en el ejército laque había provocado su decisión deingresar en el partido. Procedía de unahumilde familia madrileña; su padre nolograba encontrar trabajo, su madrefregaba suelos y la numerosa proleapenas tenía qué comer. Castro habíadejado la escuela muy pronto, cuando sumaestro, un cura, le pegó por una faltaleve. Trabajó para un sastre y después

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para un electricista. Los altivos oficialesdel ejército tenían poca paciencia conreclutas de tan baja extracción y letrataron brutalmente.

Castro decidió defenderse. Se afilióal Partido Comunista. Y ahora, a losveintiocho años, era un hombre deconsiderable estatura. Había llegado ahacerse respetar por su dureza, sutenacidad, su aptitud para ser brutalcomo aquéllos que le habían obligado aser así. Eran las cualidades que elpartido necesitaba en aquella época decrisis (y de oportunidades).

—¿Se sublevarán? —preguntóSendín a Castro, refiriéndose al ejército.

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—¿Qué otra cosa podrían hacer? —respondió Castro—. Tienen que aceptarla derrota final o hacer una nuevatentativa de salvarse… Durante añoshemos estado trabajando por la causa dela revolución. Dejemos que llegue… lomás pronto posible.

—Para matar…—Sí, Sendín, para matar. Hay que

destruir lo viejo, hacerlo añicos.Convertirlo en polvo. Cierra los ojos ypiensa en el mañana. Cada vez que lohago, veo la revolución rusa, losbatallones rojos de campesinos yobreros. Me da la impresión decontemplar un mundo que agoniza y otro

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que nace.—Matar…—No hay revolución sin sangre.

Durante mucho tiempo hemos estadohablando a los trabajadores de aumentosde sueldo, reducción de horas detrabajo, mayor libertad. Pero se tratabade mejoras intermedias. De unplanteamiento escalonado. Ahora setrata de lo fundamental, de la granbatalla definitiva.

—Matar…—¿Existe otra alternativa?El reducido Partido Comunista

posiblemente hubiera carecido de todainfluencia de no ser por el magnetismo

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personal de la Pasionaria. Pero si laderecha intentaba un golpe, la milicia deCastro iría en vanguardia a aplastar alos rebeldes. El partido entonces severía en la cresta de la ola política, yCastro se tomaría la revancha de losostentosos oficiales que le habíanhumillado.

En aquel momento todo dependía dela cooperación entre Mola y Franco, desi la derecha intentaba o no «salvarse».

Elena Medina tenía un aspectopálido al entrar en el apartamento delgeneral Mola en Zaragoza, uno de suspuestos de mando. Eran alrededor de las

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diez de la mañana del 14 de julio, pocashoras antes de que Calvo Sotelo fueseenterrado, y los derechistas de todaEspaña estaban alborotados por sumuerte y exigían una pronta venganza. YElena era portadora de nuevas quepodrían determinar si sus esperanzas severían satisfechas.

Secretaria privada de Mola, ElenaMedina era una aristócrata a quien elgeneral encomendaba las más delicadasmisiones. Acababa de volver de Madridcon un mensaje cifrado de los dosgenerales que servían de enlace conFranco. Anteriormente Mola le habíaenviado un mensaje a Canarias. Un

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avión privado le recogería en una fechatodavía sin determinar y le transportaríaa Marruecos. Allí asumiría el mando delos moros y de los legionarios delcoronel Yagüe y los embarcaría en losbuques de la armada rumbo a laPenínsula para atacar Madrid. AhoraElena aguardaba a Mola con larespuesta de Franco, repicandoimpacientemente con sus tacones en elsuelo.

Elena ha referido que Mola sepresentó por fin y le dijo, al advertir susombría expresión:

—Buenos días, señorita. Por favor,siéntese y no ponga esa cara tan triste.

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¿Ocurre algo malo? ¿Qué sucede enMadrid?

—No se trata de Madrid, señor. Setrata de Canarias. Traigo un mensaje enmi cinturón. ¿Tiene unas tijeras?

Elena se quitó el cinturón de tela,soltó una costura y sacó un pedazo depapel cuidadosamente doblado. Elmensaje había sido escrito con cloro ysólo se haría visible si se le pasaba porencima una plancha caliente.

El general y su secretaria entraron enun pequeño lavadero y él calentó elpapel con una plancha. Mientras leía lasrenacientes palabras, el rostro se le pusorojo. El mensaje decía: Geografía poco

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extensa.En un acceso de rabia, Mola estrujó

el papel y lo tiró al suelo junto con elcinturón. Pero los recogió rápidamente,y tendió la prenda a Elena pidiéndoledisculpas.

Luego dijo, intentando controlarse:—Lo sospechaba. No me sorprende

demasiado. Esas tres palabras significanestas otras: «Franco no va».

La sublevación se pondría en marchasin él, agregó Mola fríamente. Habíapocas opciones. Algunas fuerzascastrenses estaban tan excitadas por lamuerte de Calvo Sotelo que se hallabandispuestas a rebelarse por su cuenta. El

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general salió de la habitación durantevarios minutos y luego volvió con otropapelito doblado.

—Póngalo en su cinturón —dijo—,y vaya a Marruecos sin decírselo anadie. Entregue el papel directamente aYagüe y explíquele nuestra situación. Sinecesita ayuda para trasladar las tropasde Marruecos a la península, le mandaréal general Sanjurjo. En ese caso, que meenvíe un telegrama firmado con elnombre de «Consuelo».

Y añadió:—Si Yagüe necesita a Sanjurjo, no

se olvide de decirle que pinte una líneablanca de diez metros de largo y uno y

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medio de ancho en la pista de aterrizaje,lo que querrá decir que el aeropuertoestá en manos de nuestros hombres. Noquiero que cojan prisionero a Sanjurjo.

Según el plan original de Mola,Sanjurjo tenía que desplazarse por avióndesde Lisboa a Burgos poco después deque el alzamiento se iniciase enMarruecos, y allí asumir el mando delmovimiento rebelde. Pero ahora, siYagüe pensaba que no podría dominarsolo la situación, habría que variar losplanes. A uno de los ayudantes de Molade repente le ganó el temor. Sin Francofracasaría la revuelta.

—General —dijo—, si las cosas

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van mal, le matarán.—No se preocupe por mí —replicó

Mola bruscamente—. Nada puededetener el alzamiento.

Y ordenó a su ayudante que le dejarasolo.

Elena partió con su mensaje urgente,pero al día siguiente, antes de quehubiera llegado a Marruecos, se recibióotro mensaje de Madrid. Franco habíacambiado de opinión. Tras el asesinatode Calvo Sotelo, la rebelión no podíacancelarse ni siquiera posponerse. Laspresiones eran demasiado fuertes. Y siel alzamiento comenzaba sin él, Francose vería despojado de su liderazgo. No

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era hombre que corriera riesgosinnecesarios, pero esta vez iba aarriesgarse, so pena de olvidar su sueñode llegar a ser caudillo de España.

Mola sintió un gran alivio; conFranco en acción, la maquinaria estabapor fin perfectamente engranada.Madrid, por supuesto, seguía siendo unserio problema. En la capital, losrebeldes se hallaban másdesorganizados que nunca desde lamuerte del teniente Castillo, y algunosoficiales huían de la ciudad o se poníana salvo en algún escondrijo, pues lasmasas empezaban a pedir armas y aprepararse para asfixiar la anunciada

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insurrección. De todos modos, erainsensato inquietarse por los inevitablesobstáculos que surgirían a aquellasalturas de la operación.

A media mañana del 17 de julio,Yagüe, que estaba esperando la llegadade Franco a Marruecos, transmitió unmensaje cifrado a Kindelán: MEENCARGA JACINTO LEAL TE FELICITEPOR TU SANTO. Firmado FERNANDOGUTIÉRREZ.

Kindelán y sus compañeros contarondiecisiete letras en la firma. Esosignificaba que la insurrección enMarruecos comenzaría ese día a las 5 dela tarde.

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CAPÍTULO IIEL ESTALLIDO

1.

Probablemente el toro más famoso deEspaña en aquella época era un animalinmenso, de feroz apariencia, llamadoCivilón. Pero desmintiendo su supuestafiereza, a Civilón parecían gustarle los

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niños, y cientos de fotografíaspublicadas en la prensa mostraban acríos que le golpeaban mientras él,pacientemente, se quedaba inmóvil, sinni siquiera molestarse en bufar. Llegó eldía en que a Civilón le soltaron en laplaza de toros de Barcelona y lamuchedumbre se preguntó si habríaalgún torero capaz de sobrevivir a unencuentro con aquel bicho salvaje.Pronto se disipó la duda. Civilón huyóapenas ver al torero y por último huboque retirarlo del ruedo.

Civilón fue convertido en manjar demesa, pero su nombre perduró: en lapersona del primer ministro Casares

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Quiroga. Muchos de sus funcionarios lellamaban por ese sobrenombre porqueclamaba con una voz virulenta contra losderechistas, pero no hizo gran cosa porimpedir que intrigasen o por prepararsea un enfrentamiento con ellos.

—Si me arrojan una silla —diríasimplemente—, yo les lanzaré una mesa.

Casares era un hombre enjuto ymacilento, de mejillas hundidas ymirada cínica, que se burlaba de todo elque discrepase de sus opiniones, esdecir, de casi todo el mundo. Dolido porlas acusaciones de que apenas era másque un instrumento en manos delpresidente Azaña, Casares intentaba

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causar una impresión de autoridadridiculizando a quienes le ofrecían unconsejo que él no había solicitado.

Poco después del mediodía del 17de julio, Casares presidía un consejo deministros cuando un mensajero leentregó una nota. La leyó sin prestarleimportancia, se la guardó en el bolsilloy siguió despachando con los restantesmiembros del gobierno los habitualesasuntos del día. Incluso bromeó. Cuandoel consejo estaba a punto de acabar,Casares recordó de pronto la nota quehabía guardado en el bolsillo. La sacóexclamando:

—Oh, a propósito, caballeros, otra

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cosa.Leyó la nota en voz alta, y sus

interlocutores se quedaronboquiabiertos. ¡La «otra cosa» era queen Marruecos se había producido unalzamiento militar!

Aproximadamente a la misma hora,el general Franco asistía a un funeral enLas Palmas, capital de las islasCanarias. El general Amadeo Balmes,gobernador militar de Las Palmas, habíaresultado muerto la víspera aldisparársele el arma y su entierroproporcionó a Franco el pretexto idealpara abandonar su cuartel de Tenerife e

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ir a la otra ciudad, donde un aviónparticular le estaba esperando paratrasladarle a Marruecos. El ministro dela Guerra había aprobado eldesplazamiento, de suerte que pocodespués de medianoche Franco, sumujer, su hija y su primo se embarcaronpara efectuar la travesía hasta LasPalmas.

Oficialmente se suponía que elgeneral regresaría a Tenerife al díasiguiente del sepelio, pero sus planeseran un tanto nebulosos. Había oído quela insurrección ya había estallado enMarruecos. Seguramente —pensó—algo debía de haber salido mal. No tenía

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que haber comenzado hasta las cincohoras de la mañana siguiente, 18 dejulio. Más tarde habría de enterarse deque un rebelde «traidor» de la ciudadmarroquí de Melilla a primera hora dela tarde había informado al gobierno delalzamiento que se fraguaba, obligando alos insurrectos a actuar inmediatamenteantes de ser detenidos. A punta depistola, los conspiradores tomaron elgobierno militar de Melilla y enaquellos momentos se estaba librando enla ciudad una feroz batalla con la miliciasocialista.

Una vez finalizado el funeral, Francopodría haber partido hacia Marruecos en

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el acto para dirigir la rebelión, perodecidió esperar hasta la mañanasiguiente. Después de todo, ¿por quéprecipitarse a abrazar una causaposiblemente perdida, e incluso quizádejar la vida en el empeño? Más valíaser prudente. Si las cosas iban mal,podría volar a Madrid y asegurar quedeseaba ayudar a los republicanos aahogar la revuelta. Por si acaso,guardaba en el bolsillo una cartadirigida al gobierno en la que afirmabaque deseaba ir a Madrid con talpropósito.

Franco era un hombre paradójico.Era pequeño, tímido. Sus manos eran

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blandas y húmedas y tenía unapenetrante voz chillona: no era, enabsoluto, la física encarnación de lahombría. Sin embargo, se había forjadouna leyenda entre los soldadosespañoles y marroquíes por la bravura,crueldad y determinación de hierro deque hizo gala en la guerra de Marruecos,cualidades que, combinadas con suastucia gallega, le propulsaronvelozmente hacia la cumbre. A loscuarenta y cuatro años, era el generalmás joven del ejército hispano.

La clave de su notable carrera era lacautela. Siempre estuvo al lado de losque detentaban el poder o que parecía

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iban a tenerlo. El rey Alfonso XIIIestaba persuadido de que Franco era elmás monárquico de todos los generalesespañoles y hasta llegó a nombrarlegentilhombre de cámara, distinción sóloaccesible a los más leales servidores dela realeza. Sin embargo Franco se habíanegado a secundar el golpe planeado porel general Sanjurjo en 1932 paraimplantar de nuevo la Monarquía. Pensóque el complot fracasaría; y así fue.

Asimismo, en 1934, cuando losmineros izquierdistas de Asturiasintentaron fundar un estadoindependiente, los monárquicospropusieron a Franco que encabezase

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otro golpe de Estado, pero él rechazó laoferta y les forzó a desistir. Era másrentable para su carrera respaldar a ungobierno conservador aunqueantimonárquico a la sazón en el poder yaplastar la insurrección de los mineros.Hizo esto último siendo Gil Roblesministro de la Guerra, y utilizó lastropas moras y los legionarios, que nosólo sofocaron la rebelión sino queasesinaron a millares de personas en lassangrientas represalias que siguieron.

Puesto que su barbarie le habíagranjeado la enconada enemistad delFrente Popular, cuando éste llegó alpoder en febrero de 1936, Franco vio

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que su carrera se tambaleaba. Inclusoantes de que se procediera al recuentode votos, trató de que el primer ministroconservador todavía en funcionesdeclarase el estado de sitio, lo quepermitiría que el ejército rigiera el país.Pero el primer ministro rehusó, y elFrente Popular tomó las riendas.

Así, pues, una vez más Francoaguardó pacientemente, en esta ocasiónen el «exilio». Había demasiado enjuego como para apostartemerariamente. Dejaba que los otroscorrieran los riesgos hasta cerciorarsede que no perdería la partida. Luegointervendría y se haría cargo del poder.

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Apoyaría a la Monarquía, desde luego,pero no como gentilhombre de cámara;al contrario, él sería el ocupante de laalcoba real.

Pero Franco ocultaba susambiciones tan hábilmente que elembajador americano en España, ClaudeG. Bowers, que por entonces se hallabade vacaciones fuera de Madrid, envióeste despacho al Departamento deEstado de su país: «Franco posee sinduda la más brillante mentalidad detodos los oficiales… todo el mundoconviene en que no pertenece al tipodictatorial… por lo general se leconsidera un tanto académico. Goza de

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la reputación de ser un gran estratega.Pero muchos opinan que sería máseficaz como profesor de tácticacastrense que como militar en activo».Mientras tanto Franco, general en activo,aguardaba a que madurase el momentopara dar un paso.

El Palacio Real se erguía concolosal dignidad sobre una colina quedominaba el arroyuelo denominado ríoManzanares. A Napoleón le impresionótanto el edificio, que cuando se abriócamino hacia Madrid en 1808 dijo a suhermano, a quien intentaba mantener enel trono de España: «Aquí estás mejor

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alojado que yo en las Tullerías».El último huésped de la suntuosa

morada era un intelectual rechoncho ybastante calvo, de ancha cabeza,semblante pálido y labios sensuales. Susojos verdosos, que asomaban tras gafaspequeñas y redondas, parpadeabansoñolientos, pero siempre se iluminabancuando hablaba. Y los ojos de susoyentes también lo hacían, bien conhonda admiración, bien con desatadoodio.

Aunque frío y reservado, para suspartidarios el presidente Azaña era elpadre de la democracia española, unmesías político que les había liberado

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de una monarquía corrompida ydictatorial y prometido transformar alpaís en una nación moderna ysocialmente justa. Para sus detractores,el presidente era, como le describía elgeneral Mola, un monstruo que másparecía la absurda invención de unFrankenstein doblemente vesánico queel fruto del amor de una mujer.

Pese a esta gran disparidad decriterios, muchos de los admiradores deAzaña convenían en que no era elhombre adecuado para guiar al país enaquella época de ebullición nacional.No porque fuese un monstruo, comoafirmaban sus enemigos, sino porque era

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un mesías. Su misión debía haberconcluido con la liberación nacional.Era demasiado moralista, excesivamenteidealista para dirigir a un puebloingobernable súbitamente desatado, trasvarios siglos de esclavitud, en un mundotrastornado por el extremismo. Bien queen numerosas ocasiones le hubieranadvertido de que la insurrección erainminente, se limitaba a responder quetenía fe en el ejército, en los hombresque furtivamente le llamaban monstruo.Pero sí Azaña creía que el sentidocomún habría de prevalecer incluso enel campo enemigo, veía claramente,cosa que no hacía su primer ministro, lo

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que suponía el alzamiento en Marruecos.Tan pronto como fue informado la tardedel 17 de julio, convocó a varioscolegas de su confianza. Uno de ellosera Mariano Anso, diputado de lasCortes.

Anso corrió a palacio, atravesóvarias inmensas antesalas de paredesrecubiertas por tapices de incalculablevalor, y entró en la sala del trono. Azañaestaba solo, intensamente pálido, perotranquilo, con su bulbosa siluetarepantigada en un enorme sillón tras unamesa atestada de papeles y libros.Informó en el acto a su visitante de lainsurrección en Marruecos.

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—Y esta misma noche o mañana —añadió—, se correrá a las otras zonasdel Protectorado. Después vendrán losbrotes en la Península.

Siguió un largo silencio que Anso,conmocionado, no se atrevió ainterrumpir. Azaña continuó:

—Esta prueba de presidir una guerracivil es la más terrible que el destino hapodido reservarme. Tengo concienciaplena de no haberlo merecido. Todosmis esfuerzos han tendido a crear unclima nacional, sin traicionar los finesde la República. Muchos españoles,apasionados y ciegos, se han negado averlo así. La violencia no puede

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engendrar más que violencia; ya estamosen ella.

Una nueva pausa. Azaña, que antañohabía sido vanidoso, arrogante ytotalmente seguro de sí mismo, era ahoraun hombre derrotado. Sólo él podíaconducir a España a través de la agoníade la transformación. Sólo él podíacontrolar las fuerzas centrífugas quedesde siempre habían amenazado condesgarrar la nación. Sólo él podíafomentar el progreso sin la efusión desangre de la revolución. Pero ahorasolamente él podía presidir la patriadurante una guerra civil que únicamentereportaría el desastre, ganase quien

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ganase, ya que su electorado,ligerisimamente moderado, iba a serarrasado por el ciclón del extremismo—de ambos signos— que asolaría elpaís entero. Azaña, al parecer, acabaríasu carrera en el mismo estado de amargamelancolía que le había embargadodesde sus primeros años. Nacido en1880 cerca de Madrid, en Alcalá deHenares, ciudad natal de Cervantes,Azaña fue educado como un huérfano sincariño por su abuela paterna en una granmansión oscura e inhóspita. Estudió conseveros frailes agustinos y más tardeobtuvo en París la licenciatura enDerecho mientras escribía artículos

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políticos para publicacionesintelectuales españolas y francesas. EnMadrid fundó una revista literaria,dirigió una publicación política liberal yescribió varias novelas.

Sus escritos se considerabanrevolucionarios, pues abogaban porreformas sociales y políticas en unaépoca en que tales ideas no distabanmucho de ser heréticas. Con la caída dela Monarquía accedió al cargo deministro de la Guerra y empezó adepurar al ejército. Pronto se convirtióen primer ministro y, aunque derrotadoen las elecciones de 1933, volvió alpoder tres años más tarde como

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presidente de la República.Llegó a ser el símbolo de esta forma

de gobierno y a la vez su fuerzapropulsora. Estaba seguro de que podríarazonar con sus enemigos, como lehabían enseñado los lógicos franceses.La lógica sería capaz de desarmar lafibra emocional del carácter hispano. Deno ser así, ¿no tenían razón susadversarios? ¿No estaba entoncescondenada la democracia?

Azaña interrogó a Anso acerca de laatmósfera que reinaba en la calle y enlas Cortes. Todavía no se constataba unareacción. Poca gente estaba informadade la insurrección. Anso se marchó y

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Azaña quedó de nuevo a solas en la granmansión inhóspita y oscura que jamáshabía abandonado.

Constancia de la Mora apenas podíaresistir el deseo de dejar Madrid ypartir a la isla de Ibiza a disfrutar deunas vacaciones planeadas hacía muchotiempo. Pero su marido, el comandantede aviación Ignacio Hidalgo deCisneros, era ayudante del ministro de laGuerra, el segundo cargo del primerministro Casares Quiroga, y no podíamarcharse inmediatamente a causa de lacrisis desatada por el asesinato deCalvo Sotelo. Constancia estaba

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preocupada por su esposo. Sabía queera el siguiente objetivo fascista, ya quela policía había confiscado a unfalangista hecho prisionero la lista deveinte oficiales «sentenciados» amuerte, y el nombre de Cisnerosfiguraba a continuación de los fallecidoscapitán Faraudo y teniente Castillo. Detodas formas, el comandante pasaba díay noche en el Ministerio de la Guerra yestaba completamente extenuado. Ellaconfiaba desesperadamente en que lacrisis se resolviera pronto para que setomase algún descanso.

La mañana del 17 de julio, Cisnerossalió temprano hacia el Ministerio, pero

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se encontraba tan exhausto que Casaresle mandó de vuelta a casa a echarse unasiesta. A la tarde, mientras él y su mujerestaban tomando un café, sonó elteléfono.

—Sí —dijo Cisneros al cabo de unmomento—. Iré si me necesita, peroestoy muy cansado y necesito dormir.¿Puede arreglarse sin mí?

Una nueva pausa.—Muy bien —dijo con voz tensa—.

Iré ahora mismo.Cisneros se reunió otra vez con su

mujer.—Un alzamiento militar —dijo,

agitado— se ha producido en

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Marruecos. Todas las comunicacionescon África están cortadas. Al parecer sehan rebelado algunos cuarteles de laPenínsula.

Constancia se levantó, con un nudoen la garganta.

—¿Cuándo?—Esta mañana temprano. Casares lo

sabía, pero fue al consejo de ministros ysólo lo comunicó al gabinete como depaso al final de la reunión. Ahora piensaque podría tratarse de algo más grave.¡Y me manda a casa a echar una siesta!

Luego añadió:—Veremos si España va a ser

fascista.

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Constancia nunca había oído a sumarido hablar con tanta amargura. Perolo entendía. En las últimas semanas, élhabía pedido hasta la saciedad al primerministro que tomase medidas enérgicascontra los confabulados. Por lo visto,todo Madrid estaba al corriente delcomplot, pero nada podía hacer queCasares actuase.

En una ocasión, cuando Cisneros leinformó de una conspiración de ciertosoficiales de la escuela de vuelo deAlcalá, el primer ministro aceptóllevarle a ver a Azaña. El presidente sedirigió a él imperiosamente:

—Según Casares, tiene usted algo

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importante que decirme.Sí, explicó el comandante, tenía

pruebas de que se gestaba unpronunciamiento.

Azaña le interrumpió: Cisneros sehallaba «muy excitado». ¿No se dabacuenta de que era peligroso formulartales acusaciones? Después de todo, ¡nopodía olvidar que estaba hablando conel presidente de la República!

Azaña se levantó a continuación ysalió de la estancia.

Más tarde, Casares aseguró a suayudante que Azaña era esencialmenteun buen hombre.

—Después de lo que acaba de

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presenciar —le dijo—, se habrápercatado de lo difícil que me resultatomar medidas contra los sospechosos.

Cisneros tuvo la impresión de que elprimer ministro hablaba como siestuviera dispuesto a adoptar dichasmedidas de no ser por el presidente. Sinembargo, pocos días antes de que elcoronel Yagüe encabezase lainsurrección en Marruecos, habíavisitado a Casares, y éste comentódespués de la entrevista:

—Yagüe es un caballero, unperfecto soldado. Estoy seguro de quenunca traicionará a la República. Me hadado su palabra de honor y su promesa

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de soldado de que siempre la servirácon lealtad, y los hombres como élcumplen sus promesas…

No obstante, Constancia tal vez noignoraba que Casares —y la mayoría delos otros miembros del gobierno, asícomo quienes lo apoyaban—difícilmente podría haber captado lamentalidad rebelde tan claramente comolo hacían ella y su marido. Ambosprocedían de la aristocracia querespaldaba vigorosamente a losinsurgentes. Los dos habían sidorepudiados por sus familias por apoyara un régimen de «radicales», hombres deeducación inferior que querían

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arrebatarles sus propiedades y riquezaspara repartirlas entre la «chusma».Constancia tenía una hermana falangista,y Cisneros un hermano que estaba entrelos militares intrigantes.

Ella había nacido en 1906 en elcalor de una vivienda madrileña ampliay suntuosa, mientras el cruel viento delGuadarrama provocaba escalofríos enlos mendigos acurrucados sobre lospeldaños de la vecina iglesia de LasSalesas. Su familia tenía sangre noble, yuna de sus más vividas memorias era lade una multitud arremolinada a la puertade su casa y gritando: «¡Maura si!¡Ma ur a si!». Su abuelo, el primer

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ministro Antonio Maura acababa depronunciar el más importante discursode su carrera, aun cuando a sus onceaños Constancia era demasiado jovenpara entender lo que había dicho. Fue elmismo político que había aupado a JoséCalvo Sotelo al nombrarle su secretarioprivado.

La institutriz irlandesa de Constanciala sacaba de paseo casi todos los días ala Castellana, una ancha avenida conárboles exclusivamente reservada a lostranseúntes más ricos, que hacían alardede las últimas modas e intercambiabanlos más selectos chismes. Ella casiignoraba que había gente viviendo en las

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ruinosas calles laterales hasta que unchiquillo flacucho y andrajoso, demirada desdeñosa, surgió de pronto deuna de ellas y salpicó de barro suprecioso vestido escocés. Por primeravez experimentó miedo… y vislumbró laotra España.

Poco después, Constancia aprendiólo que a menudo ocurría a los niños conropas raídas, incluso si no arrojabanbarro. Alguien había robado una ruedade un coche de la vasta finca de supadre, y éste llamó a la Guardia Civil,cuya tarea consistía principalmente enmantener el orden y la paz en las zonasrurales. Incapaces de dar con el

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culpable, los guardias escogieronarbitrariamente a un joven pastor y legolpearon sin misericordia.

—¿Quién ha sido?—No lo sé, nadie me lo ha dicho, no

sé nada.—Silo sabes, sinvergüenza.Más golpes y chillidos.—Van a matarle —dijo Constancia,

sollozando, al administrador de la finca,y le suplicó que detuviera la paliza.

—Tienes que aprender, Constancia—dijo amablemente el empleado— quela autoridad de la Guardia Civil es laautoridad de tu padre. No debemosentrometernos.

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Los gritos siguieron y siguieron,afligiendo su corazón de niña.

Pero también existían los actos decaridad: el humillante rito anual de losniños con el uniforme negro del selectocolegio de monjas desfilando hasta unaescuela para niños pobres con órdenesde repartirles barras de chocolate ybollos, pero sin jugar con ellos.

Constancia supo por primera vez loque era la libertad cuando, siendo ya unahermosa mujercita, alta, de pelo negro ypiel aceituna, la enviaron a un colegiode Inglaterra. Pero sus padres pronto latrajeron de vuelta para su presentaciónen el mercado del matrimonio. De vuelta

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a la celda forrada de seda a la queestaba condenada: las criadas que searrodillaban para vestirla, los lerdosjovencitos que jugaban al polo y a losque veía en los bailes, las viejas y feasmatronas mundanas que usaban corsésmuy prietos para contener las carnesflácidas de tanta falta de ejercicio.

Y luego, finalmente, el último bailede la temporada y una oportunidad deretozar en el campo con una inglesa quehabía sido compañera de clase y lavisitaba. Una vez en que las dosmuchachas deambulaban por la finca delpadre, Constancia leyó sobresalto en losojos de su amiga al pasar por las chozas

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de barro y piedra donde vivíancampesinos casi muertos de hambre. Derepente una escena que había sidorutinaria desde su infancia le impresionócomo si fuese una revelación mística.

Por primera vez entró en una deaquellas chabolas donde una familiacampesina y sus animales vivían juntosen una fétida oscuridad. ¿Una señoritade Inglaterra? Pero si no había mundomás allá de España. No existía otroidioma que no fuese el español. Si lamuchacha «inglesa» no lo comprendíadebía de ser sorda. Un almuerzo desalchichas del puerco matado el añoanterior, un pedazo de bacalao duro

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reservado para el invierno. El tío deConstancia solía bromear a costa de loscampesinos y reírse de ellos. Y ellahabía estimado perfectamente naturalque les ridiculizase, como si su tíohubiera estado hablando de animalesdomésticos. Pero de pronto eranpersonas, seres humanos consentimientos, con tristeza en la mirada.¿Podían advertir ellos la vergüenza en lasuya?

Y más tarde visitó con su madre a uncura de pueblo de quien se pensaba quehabía votado contra el partido de lospropietarios. La iglesia estaba sucia ydecrépita, y su madre prometió al

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párroco que pronto dispondría de unanueva alfombra, nuevas estatuas, nuevastelas para el altar. A continuación lasdos mujeres cruzaron en su limusina conchófer a aldeanos que no tenían médiconi escuela, ni hijos menores de tresaños, pues todos habían perecido en unaepidemia. La madre de Constancia dijocon satisfacción: «Nunca volverá avotar contra los conservadores».

A todo ello siguió para la joven eltrabajo en instituciones de caridad, undesastroso matrimonio con un cazadorde dotes, una separación queescandalizó a su familia, un empleo dedependienta y un fortuito encuentro con

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el gallardo y guapo comandante Hidalgode Cisneros cuando Constancia hacía decarabina de su hermana, que tenía unacita con un amigo piloto.

—¿Está casada?—Separada.—¿Vive con sus padres, me

imagino?—No, estoy trabajando. Vivo sola

con mi hija, mi sirvienta y la niñera.—¿Resulta difícil?—Prefiero ser independiente que

vivir en la seguridad.Ella aguardó. Había dicho algo muy

atrevido.—¡Estupendo! ¡Le admiro!

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Constancia fue la primera mujer quese divorció al amparo de la nueva ley dedivorcio del gobierno, y ella e Ignaciofueron la primera pareja que se acogió ala nueva legislación que permitíacasarse de nuevo a un cónyugedivorciado. Pero la ceremonia civil nopudo celebrarse hasta que un secretariode ayuntamiento republicano sustituyó auno monárquico que se había negado acasar a la pareja. Constancia y su nuevoesposo habían roto con sus familias, consu pasado, con las tradiciones.

Y ahora que la insurrección habíacomenzado, combatirían hasta la muertea sus padres y hermanos y hermanas, con

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la terrible cólera del chiquilloharapiento que había manchado de barroel vestido de Constancia, con loschillidos de aquellos niños inocentesque resonaban en sus oídos, con lavisión acusadora de campesinosignorantes de que existía un mundoallende España.

Cisneros se dirigió al Ministerio dela Guerra para ayudar a plantear labatalla.

A las 2.15 de la madrugada del 18de julio, el primo de Franco irrumpió enla habitación del general en Las Palmasy le despertó. ¡Los rebeldes habían

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tomado Melilla y estaban triunfando entodo Marruecos! Franco podíaarriesgarse ya. Saltó de la cama, fuerápidamente a los cuarteles generaleslocales y telegrafió a Marruecos:«Gloria al heroico Ejército de África.España sobre todo… Viva España conhonor».

Luego garabateó un comunicado queRadio Tenerife retransmitiría a las 7 dela mañana, condenando la anarquía enEspaña y llamando a todos losespañoles a adherirse a la revuelta.Debían lealtad a la patria, no algobierno.

«¿Es que se puede consentir un día

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más el vergonzoso espectáculo queestamos dando al mundo?», preguntaba.

Luego fue apresuradamente alaeropuerto, donde el capitán Bebb,piloto inglés, le estaba aguardando paratrasladarle a Marruecos.

Bebb no tenía la menor idea dequién iba a ser su pasajero. Su papel enel complot databa de un día de primerosde julio, en que dos agentes rebeldesque se hallaban en Londres invitaron aalmorzar a un amigo inglés llamadoDouglas Jerrold. En el curso de lacomida, uno de los españoles le pidió unfavor.

—Quiero un hombre y tres rubias

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platino para volar a África mañana.El inglés, perplejo, inquirió:—¿Tienen que ser forzosamente

tres?Bueno, bastaría con dos. Pero, por

favor, que no hiciese preguntas.Después de comer, Jerrold telefoneó

al comandante Hugh Pollard, unaventurero y periodista que conocía yque se prestó a colaborar. Pollardproporcionaría las muchachas —su hijay una amiga de ésta— y el piloto, elcapitán Bebb, de las Líneas AéreasOlley, Sociedad Limitada.

El 11 de julio, el Dragón Rapide deBebb despegó del aeropuerto de

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Croydon en compañía de Pollard y lasdos chicas, que se harían pasar por dostípicas turistas inglesas en busca de unasemocionantes vacaciones. Después dehacer dos escalas, el avión llegó a LasPalmas tres días más tarde sin permisooficial, para gran disgusto de lasautoridades del aeropuerto.

—Es muy inglés eso de aterrizar sinpapeles —dijo uno de los responsables,amenazador—. Se creen los dueños dela tierra. Les quitaré la hélice en cuantoanochezca.

Pero el funcionario se volvió atrás, yBebb esperó al hombre que debíarecoger mientras sus tres pasajeros

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navegaban de regreso a Inglaterra. Alalba del día 18, el misterioso personajeapareció en compañía de su séquito.Llevaba un paquete envuelto en papel deestraza, que colocó sobre sus rodillascuando tomó asiento.

Veinticuatro horas después, el 19 dejulio, cuando el avión se aproximaba aTetuán, capital del Marruecos español,en poder de los rebeldes, el pasajeroabrió el paquete y, apenas el aeroplanotomó tierra, ya lucía un flamanteuniforme de general. Franco estabapreparado para atacar Madrid.

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2.

Madrid despertó la mañana del 18 dejulio sin conocer aún que la insurrecciónhabía estremecido a Marruecos. Pero enla delegación del Ministerio de Marinaen la Ciudad Lineal, a las afueras deMadrid, Benjamín Balboa estabademasiado bien informado. Se esforzabapor mantener los ojos abiertos, pueshabía pasado la noche en vela enviandofebriles mensajes a barcos en alta mar.A pesar de toda su fatiga, le excitaba elmodesto pero vital papel que estaba

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desempeñando en la historia de España.El Ferrol y Cartagena… radiaba

Balboa… todos los buques debenencaminarse urgentemente hacia aguasmarroquíes y hundir toda embarcacióncon tropas que navegue rumbo a laPenínsula. Pero ¿obedecerían loscapitanes de la flota? Balboa no estabaseguro en absoluto. Sin embargo, lereconfortaba saber que casi todos losoficiales subalternos y los marineroseran tan fieles a la República como élmismo, y probablemente estaríanvigilando estrechamente a sussuperiores.

A eso de las siete de la mañana,

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mientras Balboa había encendido uncigarrillo y descansaba un momento, unaseñal procedente de Cartagena empezó atartamudear en el receptor. Leyó elmensaje y empalideció. ¡El generalFranco pedía a las fuerzas armadas quese sublevasen en todo el territorionacional! El mensaje debía transmitirsea todos los barcos y guarniciones.

Inmediatamente, Balboa radió a suvez.

—¡Cartagena, Cartagena! ¿Quésignifica todo esto? ¿Cómo puedepedirme que transmita eso? ¿Nocomprende?

—Me limito a obedecer órdenes de

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mis superiores —fue la respuesta.—Cartagena, ¿qué ocurre? ¿Hay un

motín en esa base naval?No le respondieron. Balboa cogió el

teléfono y llamó fuera de sí alMinisterio de la Guerra.

—Señor ministro, acaba de recibirseaquí un radiotelegrama de Tenerifefirmado por el general Franco. Se locomunico a usted antes de pasarlo a laestación de mando.

Un indignado silencio siguió a lalectura del comunicado de Franco.Casares Quiroga ordenó que el mensajele fuera entregado al instante. Balboacolgó y dijo a un ordenanza que buscara

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un coche. Entretanto, empezó a pasar amáquina la nota.

Pocos minutos después, el ordenanzavolvió acompañado del capitán decorbeta Castor Ibáñez, el jefe de puesto.

—Un momento, Balboa —gritó—.¿Quién le ha mandado dar órdenes?

El capitán despidió entonces alordenanza y prosiguió a gritos:

—¡Aquí yo soy el único que da lasórdenes!

Tendió la mano y añadió:—Déjeme ver ese mensaje.

Dependemos del Ministerio de Marina ynuestro deber consiste en hacer llegarlos mensajes al jefe del estado mayor, a

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nadie más. Él decidirá lo que debahacerse. Usted ha desobedecidoórdenes.

Castor se encaminó aprisa hacia elteléfono, y Balboa corrió a la centralitapara escuchar indiscretamente. Oyócómo el jefe del estado mayor le decía aCastor que difundiese el mensaje comohabía ordenado Cartagena. Balboa seenfrentó a Castor.

—Señor, no debería usted cumplir laorden del almirante.

—¿Qué ha dicho usted, Balboa? —dijo, paralizado por el asombro, susuperior.

—¡En nombre del gobierno queda

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usted arrestado! —exclamó Balboa, ysacó su pistola.

Luego encerró en una habitación alcapitán de corbeta y envió su propiomensaje a toda la flota: las tripulacionesdebían vigilar con los ojos muy abiertosa sus superiores y matarlos si fuesenecesario.

Poco después, el capitán UrbanoOrad de la Torre, oficial de artillería ymilitante socialista, se despertó y pusola radio para oír las noticias de lamañana. El locutor anunciócalmosamente que se había producido unalzamiento en Marruecos. Pero «nadie,absolutamente nadie en la Península»,

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dijo, «había tomado parte en esteabsurdo complot», que —aseguraba—pronto sería aplastado. Orad de la Torrese burló de la promesa. Marruecos era,en efecto, la señal para la insurrecciónen la Península, tal como él y otrossocialistas habían estado advirtiendo aCasares Quiroga durante meses.

Casares no esperaría ni un minutomás. Ahora que todavía estaba a tiempo,tenía que armar al pueblo. Y Orad de laTorre trataría de convencerlepersonalmente. Se vistió rápidamente yfue en coche al Ministerio de la Guerra,que tenía su sede en el Palacio deBuenavista, un imponente edificio gris

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rodeado por un amplio jardín lleno deárboles que daba a la calle Alcalá. Alentrar en la antesala del despacho delministro, advirtió que allí reinaba elcaos. Los ordenanzas corrían de un ladopara otro con papeles en la mano. Losoficiales de baja graduación como él yaestaban esperando para ver a Casares.Por lo visto, los coroneles y generalestodavía no se habían personado ante elgobierno.

Cuando Casares recibió por fin a losoficiales, tenía un aspecto nervioso ypálido, visiblemente perturbado por elmensaje de Franco, así como por lasnoticias de que algunas guarniciones ya

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se habían sublevado o estaban a puntode hacerlo. Por fin se daba cuenta deque no, de que al gobierno no leresultaría fácil sofocar la insurrección.Y a su temor, al parecer, se sumaba unsentimiento de culpa, pues sus agentes lehabían proporcionado de antemanotodos los detalles de la inminenterevuelta: excepto la identidad de ElDirector, que firmaba con ese nombrelos mensajes interceptados de losrebeldes. Pero ¿era fidedigna aquellainformación? Casares lo había dudadohasta el último minuto.

Incluso ahora esperaba podercontener de algún modo la revuelta sin

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entregar armas al pueblo y provocar así,casi inevitablemente, una revoluciónizquierdista. Se había limitado a avisara sus gobernadores civiles: ¡Quiéndistribuya armas entre el pueblo seráfusilado! Y en ese momento insistía anteOrad de la Torre y demás oficiales enque no era necesario hacerlo. Lainsurrección fracasaría, como habíapredicho desde el principio.

Los visitantes se marcharondisgustados. Pero Orad de la Torre nodesistiría. Iría al Parque de Artillería,donde antaño había estado destinado.Sin duda allí había armas almacenadas.Y el teniente coronel al mando del lugar,

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Rodrigo Gil, era un buen amigo y unbuen socialista. Pero ¿desobedeceríarotundamente las órdenes del gobierno,exponiéndose a ser fusilado?

En el calor del mediodía, todas lasventanas de Madrid estaban abiertas, yel confuso eco de miles de radiosresonaba en las calles: «¡Pueblo deEspaña! ¡Mantente a la escucha!¡Mantente a la escucha! ¡No apagues laradio! Son los traidores los que divulganlos rumores. Las horribles historiasestán provocando pánico y miedo. Elgobierno retransmitirá día y noche: estaemisora te dirá la verdad. ¡Sintoniza con

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nosotros!».Pero pocos madrileños confiaban en

conocer la verdad por medio de laradio, que casi cada diez minutos repetíaque el gobierno tenía «la situación bajocontrol total».

Y así los rumores siguieroncirculando. Franco había desembarcadocon tropas en el sur. Tal capital o ciudadhabía caído. La guarnición de Madridestaba a punto de alzarse.

Arturo Barea, el burócrata de laoficina de patentes, estaba sentado en unbar vecino tomando café y comentandocon amigos las últimas noticias cuandola radio interrumpió una vez la música y

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la misma voz familiar anunció: «Ha sidoimpartida la orden urgente de que losmiembros de los siguientes sindicatos yorganizaciones políticas se presenten deinmediato en la sede de sus respectivosgrupos». A medida que el locutorenumeraba los diversos grupos, unfrenesí se apoderó de los hombres queestaban en el bar. Había llegado la horade luchar. Por fin les darían armas.

El bar se vació en el acto, y Bareavislumbró una catástrofe. Pero al igualque los demás, fue a inscribirse en laoficina de su sindicato y luego se dirigióa la Casa del Pueblo, sede de variasorganizaciones socialistas. Se vio

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atrapado en medio de una inmensamuchedumbre de obreros con mono detrabajo, oficinistas sin corbata,estudiantes con gafas, rufianes sinafeitar, idealistas despeinados queconvergían en masa, procedentes de muydistintas direcciones, sobre la Casa, sitaen una estrecha callejuela y que eraposible detectar desde cualquier áticode Madrid a causa de la enorme lámpararoja que ardía en su tejado. La calledesbordaba de tanta gente que loscentinelas empezaron a verificar loscarnets del sindicato hasta cientoochenta metros antes de llegar a lapuerta, en la calzada obstruida.

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En medio de la algarabía, Barea seiba abriendo camino hacia la puertamientras miles de millares de personasvociferaban con sincopado ritmo:«¡Armas! ¡Armas! ¡Armas!». Bareahabía sido sargento del ejército enMarruecos durante cuatro años y, si bienahora se hallaba físicamenteincapacitado para combatir, al menospodría enseñar a los jóvenes cómodisparar un fusil y matar a otrosespañoles.

El problema era conseguir dichosfusiles.

Aquella tarde, la Puerta del Solrebosaba también de madrileños

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apostados delante del Ministerio delInterior y que gritaban la mismaconsigna guerrera: «¡Armas! ¡Armas!».Muy cerca, los guardias de asalto delcuartel de Pontejos se asomaronimpacientemente a las ventanas. Muchosde ellos vestían aquel atuendo azulllamado mono que se convertiría en eluniforme provisional de la miliciarepublicana.

—¿Cómo puede el gobierno ser taninsensato? —preguntó uno de ellos—. Silos fascistas quisieran apoderarse deMadrid ahora no habría manera dedetenerles.

El gobierno no era el único

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problema, comentó el teniente MaximinoMoreno. Casi ninguno de los cincuentamil fusiles hacinados en las armerías deMadrid, dijo, estaba provisto decerrojo, y casi todos los cerrojosestaban guardados en el cuartel de laMontaña, cerca de la Plaza de España.Y los oficiales allí acuartelados eran«fascistas». Nunca entregarían loscerrojos sin lucha, y no había forma deluchar sin cerrojos.

El teniente del ejército PaulinoGarcía Puente (que más tarde llegaría aser uno de los más relevantes jefesrepublicanos) refirió al autor que habíarespondido:

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—No todos los cerrojos están en laMontaña. Hay unos cinco mil en elParque de Artillería.

Moreno le preguntó que cómo losabía.

—Me lo ha dicho un amigo mío,Virgo, que está destinado allí. Vamos averlo al Parque de Artillería.

—Muy bien —dijo Moreno,escepticamente—. Pero si estásequivocado te mataré.

Los dos hombres condujeron hasta elParque y cuando un guardia lesinterrogó, Moreno sacó su pistola.

—¡Llévanos al despacho del oficialal mando! —exigió.

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Pronto se hallaron delante delteniente coronel Gil, que estaba sentadodetrás de su escritorio.

—Teniente coronel —ordenóMoreno—, no se mueva ni toque nada, yentréguenos los cerrojos.

Según García Puente, Gil se quedóatónito. Ante él tenía a un compañerosocialista que le apuntaba con unapistola. ¿Cómo podían esperar queignorase las órdenes del gobierno? ¡Yespecialmente cuando el primer ministrohabía advertido de que todo aquel quedistribuyese armas entre los civilessería fusilado! Se usarían los cerrojos,de acuerdo, pero sólo cuando el

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gobierno diese la orden. Si hubiera sidopor Gil no quedaría ninguno querepartir.

En 1934, un ministro de la Guerra,derechista, había depositado loscerrojos en el cuartel de la Montañapara impedir que el pueblo se apoderasede ellos en caso de guerra civil orevolución. Y los oficiales de laMontaña eran sus custodios.Recientemente, Gil había conseguidoobtener cinco mil con ayuda del generalMiaja, jefe de la Primera División, queenglobaba a todas las tropas con base enMadrid. Miaja, que simpatizaba con losrepublicanos, ordenó al militar que

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comandaba en la Montaña que enviaselos cerrojos al Parque de Artillería. Loslimpiarían e inspeccionarían allí, mintió.Pero cuando un oficial se presentó arecogerlos, fue arrestado. Miajatelefoneó al coronel Moisés Serra, almando de la Montaña, y le dijoásperamente:

—Como no entregue los cerrojosahora mismo, iré yo a cogerlospersonalmente.

Una hora después, los cerrojos sehallaban en el Parque de Artillería.

La estratagema, no obstante, no dioresultado la segunda vez.Aproximadamente una hora antes

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aquella tarde, con la aprobación deCasares, Miaja había mandado varioscamiones a recoger los cuarenta y cincomil restantes, por si acaso se hacíanecesario a la larga armar al pueblo.Muchos oficiales de la Montañadesconfiaban de Serra a causa de susconvicciones moderadas y apolíticas, yuno de ellos le dijo:

—Coronel, ¿sabe para qué losquiere el gobierno marxista? Van asublevar a la chusma contra nosotros.

—No se inquieten, caballeros —repuso Serra—. Tengo cincuenta y sieteaños y no tengo la intención de morirsiendo un traidor.

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Y en esta ocasión, el general Miajano logró hacerle cambiar de opinión.Pero los oficiales de la Montaña sehabían visto obligados a revelar sussimpatías por los rebeldes.

Gil dijo entonces a Moreno y GarcíaPuente que «todos los cerrojos estabanen la Montaña».

—Sabemos que tiene algunos aquí—dijo Moreno—. Acompáñenos. Talvez consiga recordar dónde están.

Conforme caminaban por el pasillo,García Puente reconoció de pronto a suamigo Virgo y le preguntó dónde seencontraban los cerrojos.

—En aquella habitación —

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respondió Virgo, señalando una que sehallaba al fondo del pasillo.

El grupo entró en la estancia y viopilas de fusiles en el suelo, pero ningúnarma disponía de cerrojo. García Puentedescubrió entonces montones de cajasde munición y miró dentro. ¡Loscerrojos! En seguida los soldadosempezaron a encajarlos en los fusiles.

El comandante Luis Barceló,ayudante de Casares, entró y vio lo queestaba ocurriendo.

—No van a repartirse armas —dijo— a menos que lo ordene el ministro.

Moreno le contestó con virulencia,blandiendo su pistola:

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—¡No sea idiota! ¡Vamos a cogerestos fusiles ahora mismo, y no seentrometa o le volaré los sesos!

Los hombres empezaron a cargar enlos camiones unos cuatro mil fusilesequipados con cerrojos. Gil y Barcelóles contemplaban en silencio, sindenotar especial desagrado. ¿Quiénpodría censurarles a ellos por haberdesobedecido órdenes?

Cuando los camiones se marcharonllegó el capitán Orad de la Torre,asimismo en busca de armas. Gil leentregó quinientos de los mil fusiles quequedaban. Ya no era momento depreocuparse por estúpidas órdenes

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gubernamentales. Y además miles depersonas congregadas en las puertasexigían armas y amenazaban con entraren el cuartel.

Los milicianos ya habían comenzadoa armarse masivamente. Muchospensaron que justo a tiempo de hacerfrente a la insurrección que sin dudaestallaría en Madrid dentro de unashoras.

La insurrección en Madrid noestallaría dentro de unas horas porquelos confabulados rebeldes se hallabanen un estado de total confusión. Elgeneral Fanjul estaba en un dilema

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desde su regreso de Pamplona, dondehabía pasado los sanfermines con elgeneral Mola. Éste le había dado aentender que el viejo e indeciso generalMontesinos Villegas era el líder delalzamiento en Madrid gracias a sucondición de veterano, pero poco másque nominalmente; que él, Fanjul, era elauténtico jefe. Mola, sin embargo, no sehabía puesto en contacto con ninguno delos dos, a pesar de que las guarnicionesmarroquíes ya se estaban sublevando.

Frustrado, alarmado, Fanjul habíaenviado un mensajero a Pamplona dosdías antes, el 16 de julio, con un notapara El Director: «Es imposible esperar

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más».Al día siguiente, Mola simplemente

le hizo llegar esta respuesta: «Lasórdenes ya han sido cursadas a Madrid».

Pero ¿dónde estaban? Fanjulconsultó con Villegas y otros variosoficiales de alto rango: al parecer, nadiesabía nada. Quizá las tuviera el enlacede Mola, que acababa de ser arrestado.¿O tal vez el general había nombradojefe en Madrid a algún otro sin informarni a Villegas ni a Fanjul?

Un motivo que explicaba laconfusión era que los generales debíanmantenerse ocultos hasta el últimominuto; sus criterios políticos eran ya

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demasiado conocidos, de suerte que seveían obligados a depender de unpuñado de jóvenes oficiales que habíancreado una junta para coordinar losplanes de las diversas fuerzas rebeldes.¿Por qué, en ese momento crítico, esosoficiales no comunicaban a sussuperiores lo que estaba ocurriendo?

A medida que pasaban las horas,Fanjul estaba cada vez más inquieto,más pesimista, más solo cuandoescuchaba los noticiarios de la radio,que no mencionaban ningún avancerebelde desde el norte. Quizá lo mástemible de todo era el vehementellamamiento a las armas formulado por

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Dolores Ibárruri, La Pasionaria.«Antifascistas… Españoles

patriotas… Frente a la sublevaciónmilitar fascista ¡todos en pie, a defenderla República, a defender las libertadespopulares y las conquistas democráticasdel pueblo!… Los comunistas, lossocialistas y anarquistas, losrepublicanos demócratas, los soldados ylas fuerzas fieles a la República haninfligido las primeras derrotas a losfacciosos que arrastran por el fango dela traición el honor militar de que tantasveces han alardeado… Todo el paísvibra de indignación ante esosdesalmados que quieren hundir la

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España democrática y popular en uninfierno de terror y de muerte. Pero ¡nopasarán!».

¿Pasar? ¡Ni siquiera se podíanmover!

Solidaria de la agonía de Fanjul, sucuñada le sugirió que podía tomar unadecisión por su cuenta y llevarla a cabo,pero el general replicó con firmeza, casicolericamente:

—No puedo hacer nada. Tengo queesperar. He recibido órdenescategóricas de no actuar hasta que me loordenen. No tengo otra alternativa. Soyun soldado y debo respetar la disciplina.

Desde su ventana, Fanjul

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vislumbraba a las crecientes multitudesque desfilaban calle abajo gritando:«¡Armas! ¡Armas!». Una vez que lastuvieran, probablemente seríademasiado tarde. ¡Y él se encontrabajusto al otro lado de la calle donde seasentaban los cuarteles generales de laPrimera División!

Mientras el general Fanjulaguardaba la orden de cruzar «al otrolado de la calle» y asumir el mando dela Primera División, otro generalplaneaba tomar el cuartel sede de lamisma. Sin que Fanjul lo supiera, lajunta de jóvenes oficiales ahora

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reconocían al general Miguel García dela Herrán, un oficial de ingenierosretirado, como «auténtico» jefe delalzamiento en Madrid. Y sin duda Molaaprobaba el cambio, ya que leinquietaba el pesimismo de Fanjul.

Originalmente, García de la Herrántenía que encabezar la revuelta en lascomunidades de fuera de Madrid, peroahora entraría en el despacho de Miaja yle exigiría que le cediese el mando parapoder ordenar a toda la guarniciónmadrileña que se sublevase. En caso deque Miaja se negase, las tropas deescolta de García tomarían el cuartelpor la fuerza. El problema consistía en

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que dichas fuerzas estarían compuestasde guardias civiles, y la Guardia Civil,aunque simpatizaba con la rebelión,decidió por votación no secundar a losrebeldes hasta que pareciese queMadrid estuviera a punto de caer. Enconsecuencia, el plan fracasó porcompleto.

Pero el líder de la junta, tenientecoronel Alberto Álvarez Rementería,decidió actuar sin el concurso de ningúngeneral. A primera hora de la noche del18 de julio, fue a los cuarteles generalesde la Primera División con otro oficial eirrumpió en el despacho de Miaja. Yano había tiempo para sutilezas. ¿Se

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uniría Miaja a los rebeldes? Álvarez selo preguntó. Miaja fue terminante: ¡No!El acompañante de Álvarez, de piedetrás de Miaja, de repente apuntó conuna pistola a la cabeza del general. PeroÁlvarez miró a su compañero y ésteretiró el arma. Entonces los dosoficiales salieron airados del despacho,dando un portazo.

—¡Este Miaja es un canalla! —exclamó agriamente Álvarez—. Pero nose puede comenzar un alzamiento comoel nuestro haciendo lo que tú ibas ahacer.

Quizá tuvieran más suerte si ibandirectamente al cuartel de la Montaña;

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una idea ilusoria, puesto que allíencontrarían a los jefes rebeldes reaciosa «suicidarse» si sacaban a sus tropas ala calle sin el respaldo de los restantescuarteles.

Al abandonar los cuarteles de laPrimera División, los oficiales de lajunta pasaron por delante de la casa depisos del general Fanjul pero no semolestaron en hacer un alto paracomunicarle lo que estaba sucediendo.Ni si quiera para decirle que ya nodirigía la insurrección.

Más tarde, esa misma noche, elprimer ministro convocó en su despacho

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al general Miaja y una vez más leofreció el cargo de ministro de laGuerra. Había ocupado el puestobrevemente la primera vez que el FrentePopular había llegado al poder, acomienzos de año. El hombre que Jollamaba era el presidente de las Cortes,Diego Martínez Barrio, que acababa desustituir a Casares como primerministro.

Tras un día de sobresaltos ysinsabores, Casares había acabadoderrumbándose. Tenía los ojos hundidosy la piel escamosa sentado ante unamesa desordenada, con varios teléfonosdescolgados. Al anunciar su dimisión,

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murmuró patéticamente a los presentes:—He estado telefoneando a los

cuarteles y ninguno contesta. Lo únicoque nos queda por hacer es morir cadauno en su puesto.

Ahora Miaja sería miembro de ungobierno de «capitulación». Elpresidente Azaña lo había dejado bienclaro en una serie de entrevistas quecelebró con líderes del Frente Popular.Durante una reunión, los dirigentessocialistas, Largo Caballero y Prieto,salieron furiosos de la sala cuandoAzaña y Casares siguieron negándose aarmar al pueblo, aun cuando el dique yahabía empezado a reventar.

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Azaña y Casares pensaban que elgobierno había hecho todo lo que estabaen su mano para evitar que la rebelióndegenerase en guerra civil. El primerministro había eximido de la disciplinaa todos los miembros de las fuerzasarmadas, a fin de que no se sintiesenobligados a acatar las órdenes de sussuperiores. Y muchas guarnicionesseguían siendo leales: en Barcelona,Valencia, Málaga, Granada, Huelva,Jaén, Almería. Tal vez la mejor noticiaera que la armada se mantenía fiel a laRepública; los suboficiales y marineroshabían fusilado y arrojado por la bordaa la mayoría de los oficiales rebeldes, y

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ahora la flota estaba bloqueandoMarruecos para que las fuerzasinsurgentes no pudieran cruzar a lapenínsula. La aviación también era unsólido soporte del campo republicano,en gran parte porque el comandanteCisneros, ayudante de Casares, se habíaasegurado de que casi todas las basesaéreas estuvieran al mando de oficialesleales.

Sin embargo, las malas nuevas deaquella jornada, a juicio del presidentey del primer ministro, parecían eclipsara las buenas. Todo el territorio españolen Marruecos había caído, y Sevilla,Córdoba, Cádiz, Algeciras y Jerez

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habían sido tomadas o estaban a puntode serlo, mientras que en otros lugarespocos oficiales eran de confianza. Casitodas las veces que Casares habíadescolgado el teléfono para llamar a unaguarnición, le saludaban con el gritorebelde de batalla: «¡Arriba España!».

La situación parecía desesperada. Larevuelta no podría reprimirse sin unacatastrófica guerra civil, y ni siquieraentonces las armadas muchedumbrescallejeras podrían oponerse con éxito alejército profesional rebelde. Y unarevolución emprendida por la izquierdano parecía mejor que pactar con laderecha. Casi a cualquier precio, el

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gobierno tenía que cerrar un trato conlos rebeldes.

El rostro hinchado, atormentado deAzaña se mostraba nublado por la fatigamientras escuchaba impacientemente losconsejos que le daban por teléfono. Lasugerencia que mejor acogió fue labrindada por Felipe Sánchez Román, unpolítico centrista que se había negado aadherirse al Frente Popular a causa desu índole izquierdista. Un generaldebería ir a los cuarteles generalesrebeldes, dijo, y proponer que seformase un gobierno nacionalrepresentando al espectro políticocompleto con exclusión de los

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comunistas. Las Cortes serían disueltasy un consejo nacional consultivodeterminaría la fecha de celebrar nuevaselecciones.

Los líderes proletarios alegaron queera una traición, pero a Azaña la idea leresultaba atrayente. Y en consecuenciaeligió a Martínez Barrio, un izquierdistamoderado como él, para dirigir ungobierno de capitulación.

El general Miaja parecía el hombreindicado para ser ministro de la Guerra.Era un militar antiguo y mantenía lazosde amistad con los principalesintrigantes de la derecha, en particularcon Mola, que había trabajado a sus

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órdenes en Marruecos. Y era leal algobierno, amén de no ser partidario deque el pueblo fuese armado. Azaña yMartínez pensaron que Miaja sería elintermediario perfecto.

El general, por su parte, también locreía, pues era un hombre que se hallabaen el medio, un hombre de ambasEspañas. Se inclinaba, empero, por elgobierno, no sólo por su sentido de lafidelidad sino asimismo por sus raícesproletarias. Su padre había trabajado enuna fábrica de armas de Oviedo yapenas había conseguido mantener a sufamilia. Sólo con grandes sacrificiosconsiguió que su hijo terminase sus

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estudios secundarios e ingresara en laAcademia Militar de Toledo. Allípadeció la afrenta de la discriminaciónal ver que los cadetes de ricas yaristocráticas familias gozaban deprivilegios exclusivos, separados de losalumnos de humilde cuna.

Pero el reto de triunfar en un mundoque le rechazaba prevaleció sobre lapesadumbre de su sensibilidad herida,así como sobre las limitaciones de sucapacidad castrense. Para superar eldesafío, eliminó sus instintos liberales ycultivó la mentalidad conservadora ydisciplinada de sus compañerosmilitares. Pronto se halló combatiendo

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en Marruecos y empezó a ascenderpaulatinamente a medida que lascrecientes bajas de la campaña privabana España de sus mejores oficiales.

Se afilió a la derechista UME por unsentimiento de camaradería con Mola yotros compañeros, pero rehusóparticipar en ninguna conspiracióntramada contra la República. A pesar deser general, seguía siendo hijo deobrero. Había conocido la indigencia delas personas a las que el gobiernotrataba de ayudar, y no habría devolverse contra ellas.

Y no obstante no estaba tampocodispuesto a armarlas. No les ayudaría a

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aniquilar a sus íntimos camaradas delejército, hombres con los que habíacompartido los horrores y el heroísmode la guerra marroquí. Ciertamente eranpresumidos y ambiciosos, el tipo depersonas que no hubiesen agradado a supadre. Pero eran también afectuosos ybuenos y festejaban sus bromas.

Y aunque Miaja no quisieraadmitirlo, tal vez veía en ellos el reflejode sí mismo. Él también era orgulloso yambicioso; pero, en caso de que seuniese a los rebeldes, nunca medraríamucho por pertenecer a una clase socialhumilde, por su menos que brillanteinteligencia castrense y por sus maneras

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campechanas, que indicaban unaausencia de la dureza y el carácterinflexible necesarios para llegar a ser ungran dirigente militar. Por el contrario,estando la mayor parte de los oficialesduros e inflexibles en el otro bando, ungeneral fiel a la República podría llegarlejos.

¡En efecto, se había convertido enministro de la Guerra!

Y ahora pensaba que su sagradodeber consistía en evitar un sangrientochoque entre aquellos dos mundos enmedio de los cuales él se debatíadesesperadamente. No bien acababa deinstalarse con toda solemnidad en su

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sillón de ministro, hacia las dos de lamañana del 19 de julio, telefoneó aPamplona a su viejo amigo el generalMola. Este no había manifestado todavíasu posición en el conflicto, aunque habíaproclamado el estado de sitio en suregión. Pero Miaja sabía demasiadobien que él era El Director. Después detodo, bien que sutilmente, Mola habíaintentado reclutarle. Ahora le dijo porteléfono que había sido nombradoministro de la Guerra.

—¿Pretende fusilarme? —se burlóMola.

—No por cierto —contestó Miaja—. Ya sabe usted que lo cuento entre

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mis amigos. Me dicen que ha ordenadousted declarar el estado de guerra, ¿escierto?

—Las especialísimas circunstanciasde esta zona lo han hecho aconsejable,señor ministro —replicó Molavagamente.

—¿Qué circunstancias?Mola vaciló; cuando respondió su

voz era apenas audible. Miaja leinterrumpió, impaciente:

—En una palabra, acabemos pronto.¿Está usted sublevado?

—Sí, señor.—Podría habérmelo dicho antes.—Podría habérselo figurado.

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—Aténgase a las consecuencias —dijo Miaja bruscamente, y colgó.

«Sí, señor…». Las palabras de Molaposeían esa inquebrantable firmeza queMiaja conocía a causa de los años quehabía trabajado y combatido a su lado.No ignoraba que esas mismas palabrascondenaban al gobierno desde el mismomomento de su nacimiento. A través dela ventana, el general podía oír losgritos del pueblo, su pueblo. Acababande saber que había habido cambiosgubernamentales y que la capitulaciónestaba en el aire, y asediaban elMinisterio de la Guerra en clamorosaprotesta.

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«¡Atención, atención…! ¡Ha sidoformado un nuevo gobierno!». ArturoBarea, inquieto, escuchaba la radio cuyoeco resonaba en las calles mientras élaguardaba a que amaneciera en laterraza de la Casa del Pueblo. Hastanoche avanzada había estado enseñandoa la gente cómo usar un fusil, y todavíaquedaban miles de personas queatestaban la calle de abajo y los accesoscontiguos solicitando armas. El locutorempezó a recitar los nombres de losnuevos ministros, pero cuando llegó aSánchez Román nadie se molestó enseguir escuchando, pues Sánchez Románera el «traidor» que se había negado a

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unirse al Frente Popular. Se oyó unmagno, furioso clamor. Evidentementese trataba de un gobierno decapitulación.

El gentío que ocupaba la calle seprecipitó hacia el edificio como si susola presencia pudiese conjurar laaparición de armas. Entonces alguiengritó: «¡A la Puerta del Sol!». A lospocos segundos la palabra «¡Sol!» brotóde miles de gargantas, y la multitud salióen estampida hacia la enorme plaza paraprotestar ante el Ministerio del Interiordel mismo modo que otros semanifestaban frente al de la Guerra. Tanindignado como sus camaradas, Barea

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localizó al jefe socialista de la milicia yle dijo:

—Vine aquí ayer por la noche pormi propia voluntad a ayudar en lo quepude… Pero no quiero colaborar conSánchez Román en el gobierno. Ustedsabe tan bien como yo… que este nuevogabinete tratará de pactar con losgenerales. Lo lamento.

Entonces Barea se marchó de laCasa del Pueblo y se detuvo a tomarcafé en un bar mientras el gran caudal depersonas que inundaban la Puerta delSol retumbaba en la distancia como unairacunda marea.

—¡Atención, atención! —tronó de

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nuevo la radio—. Ha sido formado unnuevo gobierno. El nuevo gabinete haaceptado la declaración fascista deguerra en nombre del pueblo español.

Barea sabía que no era cierto. Perotambién sabía que ningún gobiernopodría calmar la marea, la arrolladoramarea que ahogaría a todos.

Estaba tan hastiado. Anhelaba unashoras de paz, alejado del mundo que sinesperanza defendería. Sin embargo, nolograba resignarse a volver a casa consu mujer. Poco después del amanecer,fue en tren con su amante, María, a sucasa de campo en Guadarrama, dondepodrían tumbarse bajo los pinos a un

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millón de kilómetros de Madrid.

Diego Martínez Barrio, el nuevoprimer ministro, parecía angustiadomientras telefoneaba desde su despachoa los jefes militares, gobernadores yalcaldes, impartiendo órdenes a unos,tratando de razonar con otros. Nisiquiera sus colaboradores máscercanos podían estar seguros de queestuviese tan preocupado comoaparentaba, puesto que sus cejas,perpetuamente arqueadas, prestaban a surostro atezado una expresión dedesaliento incluso cuando más a gusto sesentía. No obstante, era evidente que no

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se sentía a gusto en las horas siguientesa la medianoche, en quedesesperadamente intentaba poner fin ala rebelión.

Como orador de las Cortes, su fuertehabía sido el arte del compromiso, unarara virtud, realmente, en una nación queconsideraba el compromiso casi comouna especie de traición. Francmasón,Martínez Barrio era un acérrimoanticlerical y por lo tanto se leconceptuaba como un implacableenemigo de la derecha dominada por laIglesia; pero en su calidad derepublicano moderado se le considerabamenos peligroso que muchos dirigentes

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del Frente Popular. Era la última bazadel presidente Azaña para evitar unaguerra civil y una revolución social.

Por el momento Martínez Barrio noestaba teniendo mucha suerte. Lasituación se deterioraba rápidamente ynadie iba a ceder. Los militares estabandecididos a apropiarse de toda España,y las muchedumbres que llenaban lascalles estaban igualmente resueltas a noceder ni una mísera pulgada. Miaja lehabía informado de su infructuosaconversación con Mola, y sin éste nohabía posibilidad de compromiso.Martínez Barrio, no obstante, era unhombre obstinado. A eso de las dos de

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la mañana, haría un último esfuerzo porpersuadir a Mola.

—Soy el general Mola… ¿cómo?¿El señor Martínez Barrio? Le escuchocon todo respeto.

—Mi general, el señor presidente dela República me ha conferido el altohonor de encargarme la formación de ungobierno, para dar satisfacción a lasaspiraciones del ejército. Le hereservado a usted una cartera que esperoaceptará tras deponer su actitud.

—Agradezco mucho sus lisonjas,señor Martínez Barrio, pero con todanobleza he de manifestarle mi opinión…Antes de ser un remedio, sólo

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conseguirá empeorar la situación. No, esimposible llegar a un acuerdo. Ustedtiene sus masas y yo tengo las mías.Sería traicionar nuestros ideales y anuestros hombres. Ambos mereceríamosser arrastrados. Desde luego, todo lotengo previsto. La batalla será dura,penosa y larga. Pero es el deber.

—¿Es su última palabra?—Sí, señor, es mi última palabra. Y

con todo respeto y consideración medespido de usted, señor MartínezBarrio.

—¡Pero eso significa la guerra!—¿Qué esto es la guerra? Pero…

¿no es esto lo que querían?

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Martínez Barrio colgó el auricular.Luego fue a su casa a dormir unas horas.Tenía que frenar de algún modo lainsurrección, pero en aquel momentoestaba demasiado cansado para pensar.Acababa de quedarse dormido cuando elalcalde de Madrid, Pedro Rico, y otropolítico se presentaron en su domicilio ydijeron que querían verleinmediatamente. Martínez Barrio lesrecibió a medio vestir.

—Se supone que usted debe asumirlas funciones de primer ministro a las 6de la mañana —dijo el político—. Pero¿dónde? Pedro Rico y yo venimosjustamente de la calle. Los Ministerios

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están rodeados por multitudes hostiles.Nunca ha habido un gobierno másimpopular. Civiles armados estánpatrullando por toda la ciudad.

Martínez Barrio se puso la chaquetamientras observaba a sus visitantes conojos inexpresivos. Luego cogió elteléfono y empezó a marcar.

—Muy bien —dijo, con cierto tonode reproche—, verán ustedes lo que voya hacer. ¿Ministerio de la Guerra?Martínez Barrio al aparato. Quisierahablar con el ministro de justicia BlascoGarzón… ¿Manolo? Ya no soy primerministro… No puedo estar al frente deun gobierno cuando el Frente Popular se

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lanza a la calle a manifestar suoposición… Ahora mismo voy ainformar al presidente de la Repúblicade que dimito.

Martínez Barrio colgó y hubo unsilencio. La última oportunidad se habíaperdido.

3.

Tan pronto como los oficialesrepublicanos en el Ministerio de laGuerra supieron que el gobierno de

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Martínez Barrio había dejado de existirprematuramente y que el general Miajahabía cesado como ministro, empezarona hacer planes por su cuenta paradistribuir armas entre el pueblo. Segúnpropia confesión, el capitán MiguelPalacios, oficial médico que acababa deingresar en la plantilla del Ministerio,telefoneó a varios jefes militares deMadrid. Entreguen las armas, lesordenó, con o sin cerrojos. En casonecesario, estos últimos podrían tomarsepor la fuerza en el cuartel de laMontaña. Muchos jefes pusieron reparosa las órdenes de Palacios,descubriéndose en el acto como

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rebeldes.Pero el teniente coronel Ernesto

Carratelá, socialista al mando delregimiento de zapadores deCampamento, era un oficial deindiscutible lealtad.

—Vamos a mandar hombres ycamiones de la Casa del Pueblo pararecoger los fusiles —le dijo Palacios.

A Carratelá le agradó la noticia,pues sospechaba que casi todos losoficiales a sus órdenes simpatizaban conlos rebeldes y quizá intentasenapoderarse de las armas para suspropios fines. Ese día, había enviadotemprano a todo el personal sospechoso

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a sus casas para impedir un motín.Disponía de suficientes armas parapertrechar a varias compañías de lamilicia, aunque al parecer pocascontaban con cerrojos.

Cuando llegaron los civiles,Carratelá les recibió y ordenó a unayudante que se cargaran los fusiles enlos camiones. De improviso un grupo deoficiales —los mismos a los que habíaenviado a casa— entró desde el patio.

—¿Va usted a entregar armas a estagente? —preguntó un oficialamenazadoramente—. No queremos quelas armas salgan de este cuartel.

—Señores —gruñó Carratelá—. Yo

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soy el que da órdenes aquí.—Ya hemos decidido lo que debe

hacerse —dijo el oficial, ignorando laafirmación del coronel—. Ante todo, nodebe entregarse ningún arma. Estamospreparados para abandonar el cuartel yocupar posiciones en los puentes delManzanares para rechazar todo ataqueque pudiese producirse desde Madrid.Además, exigimos que el tenientecoronel Álvarez Rementería tome elmando del regimiento.

Carratelá no perdió la calma,sabiendo que Álvarez era desafecto algobierno, pero al parecer ignorando queencabezaba la junta encargada de

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preparar la rebelión en Madrid.—¿Eso es todo, señores? —dijo el

coronel sarcásticamente. Y acontinuación dijo a un capitánrepublicano: Entregue cuatrocientosfusiles a estos civiles. ¡Es una orden!

—¡Traidor! ¡Ni un solo fusil saldráde aquí! —gritó un oficial rebelde.

—¡Los fusiles saldrán, puesto que yolo ordeno! —replicó Carratelá—. ¡Soyel comandante de este cuartel!¿Entiende? ¡Ustedes son desertores!

De repente, uno de los rebeldesdisparó unas seis balas a Carratelá. Elteniente coronel se desplomó, y una vezen el suelo empezó a arrastrarse hacia la

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puerta de su despacho. Sonaron másdisparos. Esta vez Carratelá no semovió.

El cuartel de Campamento, como elde la Montaña, estaba en manos de losrebeldes.

Aquella mañana, más tarde,Christopher Lance, un desgarbado ypelirrojo ingeniero inglés que vivía enMadrid, se despertó pensando que aquéliba a ser un buen día para divertirse.

—Demasiado calor para ir a misa,costilla —dijo a su mujer, Jinx—.Vámonos de excursión a algún sitio.

Pero Jinx tenía sus reservas.

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—No habrá posibilidad —dijo— deque nos metamos en algún lío, meimagino.

—Oh, no, Dios mío —contestóLance—. Todo está perfectamentetranquilo.

Su calle casi siempre estabatranquila. Vivían en la calle de Espalter,cerca de la Castellana, donde residíanlos españoles ricos y la buena sociedadinternacional. Pasase lo que pasase enotros barrios de Madrid menosafortunados, allí la vida transcurríacomo de costumbre, y en especial paralos extranjeros. Lance y su mujer, enefecto, habían estado viviendo una vida

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placentera y alegre. Tenis, equitación,vela, fiestas, cócteles a media tarde enel elegante bar Embassy de laCastellana, y excursiones por el campo.

Su círculo se componíaprincipalmente de ingleses, perotambién contaba con algunos españoles,sobre todo de las clases altas. A Lancele gustaban particularmente los oficialesdel ejército que había conocido en elcercano y selecto Hotel Savoy,disfrutando de su sentido del humor yagradeciendo el gran respeto que sentíanpor Inglaterra. Incluso algunos habíanestudiado en este país.

Agradable, alegre, sociable, Lance

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también apreciaba a muchos de losespañoles más modestos que conocía, nocomo compañeros de cócteles, desdeluego, sino como personas. Encontrabaespecialmente agradables a losanarquistas, a pesar de su tendencia afusilar a cualquiera que discrepase desus ideas, y a menudo con una sonrisabondadosa. Todos ellos eran genteexcelente —pensaba— cuando no semetían en política. ¿Por qué no sequedaban en sus hogares como la gentede las clases bajas? Apacibles,conscientes del sitio que lescorrespondía. ¿Por qué siempre andabanorganizando huelgas y adueñándose de

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tierras que no les pertenecían? En lugarde ir a la iglesia y agradecer a Dios susbendiciones, incendiaban las capillas.Buena gente, sin duda, cuando nodestilaban odio y veneno.

La víspera, Lance había oído por laradio las noticias del golpe deMarruecos y de otros alzamientos en lamisma Península. Una tentativa más dehacerse con el poder. Tal vez estarebelión pondría término a las huelgas,al desorden y a todos los disturbios, almenos durante un tiempo. Una vezincluso se había producido un tiroteo enla Castellana mientras él y su mujer sehallaban en el bar Embassy. Un

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incidente divertido, sí, pero una personadecente todavía tenía derecho a tomarseen paz su jerez seco.

Aunque Lance no era un hombreespecialmente enamorado de la paz. Apesar de su rostro engañosamentedeferente, dotado de ojos divertidos yuna nariz prominente adornada por unbigotito, había vivido una vidaaventurera y, frecuentemente violenta.En la Primera Guerra Mundial, habíadesertado de su regimiento deretaguardia para unirse a otro que sedirigía al frente, donde ganó uncondecoración por su valor. Después dela guerra, fue a Rusia a luchar contra los

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bolcheviques hasta que resultógravemente herido. Luego partió a Chilepara trabajar como ingeniero, y salvó lavida por milagro tras haberse vistocogido en medio de una revuelta. Porúltimo le enviaron a España paraconstruir puentes y carreteras, y allí, porlo menos, encontró paz. Había tiros ybombas, desde luego, pero no leincumbían. De hecho, más bien echabade menos la exaltación de la batalla, auncuando las excursiones también podíanprocurar esparcimiento.

La abrasadora mañana del 19 dejulio, Lance dio el día libre a sucocinero y a su chófer, y con Jinx a su

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lado y una cesta de tortillas, fruta y vinoen el asiento trasero, salió para ElEscorial, pueblo situado al pie delGuadarrama, a unos 48 kilómetros deMadrid. Después de un breve trayectoen el que no se cruzaron con un solocoche, un grupo de civiles armados queobstruían la carretera les ordenó que seapeasen del vehículo. Les cachearon, yacto seguido, cortésmente, les dejaronproseguir. Lance bromeó sobre elpercance, pero ya habían perdido eltalante festivo. Se detuvieron, pues, enla carretera, antes de llegar a ElEscorial, y almorzaron a solas y ensilencio sobre un espacio de tierra

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quemado por el sol.—¿Qué demonios ocurre y dónde

diablos está todo el mundo? —dijoLance al cabo.

Engulleron la comida e iniciaron elregreso hacia Madrid. Tal vez, despuésde todo, hubiera sido mejor ir a laiglesia. Pronto se vieron detenidos denuevo: en esta ocasión por una barrerade árboles caídos y carretas volcadas.El obstáculo no estaba antes allí.

De repente les rodeó un grupo dehombres y mujeres que blandían viejosfusiles oxidados y enarbolaban banderasrojas. Por las camisetas rojas y lospantalones negros de los hombres Lance

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supo que eran anarquistas: la gente quele gustaba tanto cuando no andabafusilando a otras personas.

—¡Salgan! —ordenó un hombre.Una vez despojada de su dinero y

pertenencias personales, la pareja fueempujada hasta una casita próxima yencerrada en una habitación. Su futuroparecía negro hasta que uno de susraptores abrió la puerta algún tiempodespués y sonrió a Lance.

—Camarada, me alegra saber quedespués de todo sois amigos de larevolución.

—¿Cómo lo sabes?El hombre señaló una hoja del

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pasaporte de Lance; estampado en ellahabía un visado soviético. Lance, quehabía visitado Rusia, rio de buena ganahasta que el hombre le dijo:

—La revolución ha comenzado,camarada, y necesitaremos tu coche parala causa.

Cuando ya parecía que se iban a vervarados en el campo indefinidamente, unpelotón de guardias de asalto enmotocicleta se detuvo rugiendo ante labarrera. Lance les explicó su situación,y minutos después los guardias lesescoltaron de regreso hasta Madrid.Pronto estaban todos bebiendo en elpiso de Lance, y la fiesta se prolongó

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durante horas.Buena gente, en verdad, pensaba

Lance , aunque asesinaran a CalvoSotelo. Podrían divertirse hasta quellegara Franco: no muchos días,probablemente.

A última hora de la misma tarde,Arturo Barea y su amante María tambiénvolvieron a Madrid en tren desde suretiro en los bosques de pinos delGuadarrama. Barea tenía los nervioscrispados. El y María se habían peleadouna vez más, y Arturo decidió que si nisiquiera en el campo podía hallarreposo más valdría regresar a la ciudad,donde por lo menos podría ser útil.

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Había oído las noticias de queMartínez Barrio había dimitido y que unnuevo primer ministro se hallaba en elpoder: José Giral Pereira, miembro delpartido de Azaña, IzquierdaRepublicana. Con la desganadaaquiescencia del presidente, Giral habíaaprobado la distribución de armas alpueblo, recabando así el apoyo de lossocialistas, comunistas y anarquistas.Aquella mañana habían salido camionesdel Ministerio de la Guerra rumbo a laCasa del Pueblo, cargados de armaspara los trabajadores socialistas ydemás personas que pudiesen exhibir sucarnet del sindicato. El peligro de

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rendirse a los rebeldes ya había pasado,y Barea intentaría de nuevo cooperarcon la causa.

Volvía a una ciudad enloquecida dejúbilo, excitación, cólera, odio y miedo.Madrid parecía hallarse a punto deiniciar una auténtica revolución. Loscoches «requisados» por los milicianosy toscamente pintados con los distintivosde los partidos y sindicatos recorrían lascalles a toda velocidad con hombresarmados en cuclillas sobre los estribos.Se oían tiros por todas partes, puesquintacolumnistas parapetados tras lasventanas o escondidos en los tejadosintercambiaban disparos con jóvenes

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que apenas habían aprendido a apretarel gatillo.

Columnas de humo ascendían haciael cielo en espiral mientras ardía iglesiatras iglesia por obra de locasmuchedumbres convencidas de que loscuras y otros francotiradores les estabandisparando desde torres y campanarios.La gente alzaba el puño cerradogritando: «¡Muerte a los fascistas!», ylos trabajadores desfilaban por lascalles, a veces rumbo a una armería paraincautarse de armas, y en otrasocasiones hacia los bares más próximos,a pedir bebidas gratis con que celebrarsu inminente victoria sobre los rebeldes.

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Barea llevó aprisa a María a su casay luego se apresuró a llegar a la suya,cerca de la plaza de Antón Martín.Encontró las calles del trayectosaturadas de gente a pesar de la densahumareda que les envolvía. La iglesia deSan Nicolás era pasto de las llamas. Ungrito se dejó oír de pronto cuando lacúpula, cayendo como un llameantemeteoro, se desplomó en el cercoformado por las paredes de la capilla ydespidió una centelleante bocanada depolvo, ascuas y cenizas desde la enormecavidad abierta en el techo. Losespectadores aclamaban frenéticamentemientras los bomberos lanzaban el

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chorro de las mangueras sobre losedificios contiguos para impedir que seextendiese el fuego.

Barea entró en un bar que solíafrecuentar y halló al dueño al borde dela histeria.

—Arturo, Arturo, es terrible, ¿quéva a ocurrir aquí? Han quemado SanNicolás y todas las demás iglesias deMadrid: San Cayetano, San Lorenzo,San Andrés, la Escuela Pía…

¡La Escuela Pía! Era su antiguaescuela. Salió corriendo y vio la torreincendiada de San Cayetano que sevenía abajo, sin tocar por muy poco aotras casas, y al pasar por San Lorenzo

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contempló a la gente que bailaba yaullaba en torno a las llamas quedevoraban la iglesia. Llegó a la EscuelaPía y observó angustiado cómo sedesintegraba en un torbellino de humo.Los bomberos y los milicianos entrabany salían tratando de salvar lo quepodían, y en una de sus carreras sacarona alguien en una improvisada parihuela:un anciano y consumido sacerdote,mortalmente pálido, con el pelo blanco yojos asustados. Barea le reconoció. Erasu profesor de química.

Sintió deseos de llorar, pero laslágrimas no acudían a sus ojos. «Surgíanvisiones de mi infancia —escribió más

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tarde—. Y tenía la sensación de sentir yde oler cosas que había querido y cosasque había odiado».

¿Qué había ocurrido con losinestimables manuscritos de labiblioteca de Ja escuela? ¿Con lasmagníficas colecciones de losdepartamentos de física y cienciasnaturales?

Tuvo que creer que la culpa era delos curas y los falangistas por haberdisparado al pueblo. Tuvo que creer quesu anciano profesor, aunque paralizado ymayor de ochenta años, no podía serinocente, puesto que únicamente unamultitud provocada y enfurecida hubiese

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destruido tales tesoros. Si los curashubieran entregado a la milicia lasllaves de la iglesia en lugar dedispararles, el desastre nunca habríaacaecido, Deploraba la destrucción.Pero no podía censurar a sus autores.

Sin embargo, se atormentabapensando que los que quemaban iglesiaspara castigar a los francotiradores talvez veían un tirador furtivo en cadatejado. ¿Ardería todo Madrid?

José Luis Sáenz de Heredia no habíadormido en su casa desde hacía cuatronoches. Estaba seguro de que le estabanbuscando, de que iban tras él los

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«rojos» que, en los últimos días, habíanasesinado a Calvo Sotelo y aincontables personas que se lesopusieron. Y además, Sáenz de Herediahabía sido informado por uno de Josconspiradores militares de que lainsurrección iba a iniciarse pronto.Ahora había comenzado y se sentíacomo un animal acorralado.

Toda la tarde había estado oyendonerviosamente la seca detonación de losfusiles mezclada con el chirriantetránsito de los camiones que pasabanpor delante de su escondrijo, en laplanta baja de un inmueble de la Puertade Alcalá. No sabía de dónde procedían

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los disparos. De improviso oía elchirrido de un camión que se parabadelante de algún edificio próximo, y oíaa hombres que maldecían y a mujeresque lloraban mientras alguien eraarrastrado fuera y arrojado dentro delvehículo, que arrancaba velozmente y seperdía en una fatal distancia. La escenase repetía una y otra vez, y estaba segurode que pronto habrían de encontrarle.

Y con él serían implacables, pues noera simplemente un falangista, sinoprimo carnal de José Antonio Primo deRivera, el fundador y líder de laFalange. Era asimismo miembro de unaorgullosa familia que había hecho mucho

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por España, que había tratado desalvarla de los rojos, amenaza quedestruiría las tradiciones y malgastaríalas riquezas nacionales. Habíaexperimentado su primerestremecimiento de orgullo siendo aúnun escolar. Su maestro le ponía un ceroen todos los exámenes hasta que un díade 1923…

—¿No eres sobrino del generalPrimo de Rivera? —le preguntó.

—Sí —contestó el niño.—Entonces hoy te daré la nota más

alta, porque tu tío ha salvado al país.Cuando José Luis, asombrado,

volvió a casa, preguntó a su madre qué

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había hecho su tío.—Un pronunciamiento —dijo ella.Saénz no albergaba odio por quienes

quizá iban a matarle. Conocía y habíatrabajado con muchos marxistas y,aunque no compartiese sus ideas, podíacomprender su anhelo por lo queesperaban que sería una sociedad másjusta. Qué pena que no se diesen cuentade que el falangismo les ofrecíaexactamente eso. De todas formas, Sáenzde Heredia se consideraba más unartista que un político. A la edad deveinticinco años había ayudado a dirigirtres películas, dos de ellas con elfamoso actor y director Luis Buñuel. Y

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pese a que éste era comunista, los dos sehabían hecho amigos en seguida, yestaban de acuerdo en discrepar sobresus ideas políticas.

La última vez que Saénz había vistoa Buñuel fue en abril, con ocasión delestreno de una de sus películas, lavíspera del funeral falangista en que elteniente Castillo fue acusado de haberdado muerte a otro primo de JoséAntonio. Sáenz de Heredia habíaasistido al entierro y aquel día se habíadado cuenta de que el abismo ideológicono podría franquearse ni siquiera por lafuerte comunión artística que le unía conBuñuel ni la cariñosa relación que

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mantenía con los empleados de losestudios. La cabeza prevalecíafinalmente sobre el corazón.

Habiendo sido asesinado CalvoSotelo, Sáenz pasaba a ser una posiblevíctima, y en consecuencia se habíaescondido. Tenía que ocultarse tanto desus amigos como de sus enemigos.

Pero en el momento en que uncamión hizo un alto delante de suedificio, sintió un extraño sentimiento deresignación, casi como si estuvierafilmando el momento culminante de unade sus comedias. Se rio de sí mismo alpensar en el título de su última película:¿Quién me busca?

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Los milicianos registraronhabitación por habitación, con losfusiles bajo el brazo. Al cabo de variosminutos uno de ellos salió del cuarto debaño con un cartucho en la palma de lamano.

—Lo he encontrado en el depósitodel baño —dijo.

El amigo de Sáenz que le estabaalojando sostuvo que seguramente lohabía dejado allí el dueño de la casa,que había huido.

—Salgan al pasillo —ordenó el jefedel grupo.

Inclinó el fusil y estuvo a punto dedisparar a Sáenz y a su anfitrión, pero un

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oficial de una comisaría cercana entróen el edificio y gritó:

—¿Qué están haciendo ustedes?—Nos han disparado desde este

edificio —respondió el jefe miliciano.—¿Tienen una orden de registro?—No.—Pues tienen que obtener una en la

comisaría.El jefe del grupo salió de la casa

con el oficial mientras otros milicianosencerraron a los dos prisioneros en elpiso y montaron guardia ante la puerta.Sáenz saltó desde una ventana y bajó lacalle corriendo. No podría haber escritoun guión mejor.

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A lo largo de toda la tarde, CiprianoMera, recluso de la Prisión Modelo,estuvo oyendo esperanzado el golpeteode las puertas, que resonaban como unaestampida de ganado. Centenares depersonas se habían congregado en laPlaza de la Moncloa, delante de aquelmoderno edificio con largas galeríasdispuestas como las varillas de unabanico. Pedían que todos los presos nofascistas —tanto los políticos como loscomunes— fueran puestos en libertadpara unirse a la «revolución». Mera ysus compañeros se sumaron al estrépitodando golpes en las puertas de hierro desus celdas.

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Mera era uno de los anarquistas másinfluyentes de Madrid, y muchos de losque aguardaban fuera de la cárcel eranafiliados de la Confederación Nacionaldel Trabajo (CNT), de signo anarquista,que recientemente había crecido hastaconvertirse en el sindicato másimportante de la ciudad. La CNT estabacontrolada por la Federación AnarquistaIbérica (FAI) que englobaba a lamayoría de los militantes de ese credo,incluyendo a Mera. La ira y la amarguraembargaba a los manifestantes, pues elgobierno estaba entregando armasprincipalmente a los socialistas eignorándoles a ellos porque temía una

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revolución anarquista.Por consiguiente, a última hora de

aquella mañana, los miembros de laCNT de los barrios obreros se habíanconcentrado en las calles del centro,donde había comercios que vendíanarmas para la práctica deportiva.Forzaron las puertas y saquearon lasestanterías. Una vez pertrechados deescopetas, cuchillos de caza, cartucherasy mochilas, gritaron «¡A la PrisiónModelo!» y se presentaron en laMoncloa para liberar a Mera y a losdemás presos.

Mientras tanto, dos dirigentesanarquistas excarcelados la víspera

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irrumpieron en el despacho del generalSebastián Pozas, leal al gobierno einspector general de la Guardia Civil, yle pidieron que liberase a todos losreclusos no fascistas. Comoquiera quePozas vacilase, uno de los anarquistas,Teodoro Mora, le advirtió: «Si dentrode media hora los presos no están en lacalle, nosotros, los trabajadores,abriremos por la fuerza las puertas de lacárcel».

Pozas no pudo elegir: el pueblohabía sido armado. Dio la orden.

A las seis de la tarde, los carcelerosabrieron las puertas de la Modelo, yMera y otros presos salieron en tropel

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para ser absorbidos por una jubilosamuchedumbre. Mora abrazó a Mera yluego le tendió un fusil. Mera lo tomócomo un niño que aferra un juguete,moviendo el cerrojo para atrás y paraadelante, cargando la recámara yponiendo con un chasquido el cerrojo ensu sitio. Cuando subían a un coche,Mora dijo:

—Vamos a tu casa para que puedasabrazar a tu familia.

—Camarada Mora —replicó Mera—, vamos primero a la sede central delsindicato. Si esto es una auténticarevolución, el deseo que pueda tener deabrazar a mi familia carece de

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importancia.Luego, al ver que obreros armados

descendían por la calle, preguntó:—Pero ¿quién está haciendo la

revolución? No entiendo nada.—¿Quién la está haciendo, Mera? El

pueblo entero, con el gobierno a lacabeza.

—¿Te refieres al mismo gobiernoque hasta hace unos minutos me teníaencerrado en la cárcel?

—Sí, camarada.—Bueno, permíteme que me ría un

poco. Resulta un tanto confuso.Mera hablaba ácidamente, ya que

para él aquello equivalía a una herejía.

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Era un verdadero anarquista, quedespreciaba al gobierno del momentocon tanta intensidad como a losderechistas que le habían precedido. Yrepudiaba asimismo el comunismo,porque para sus fines recurrían a unaburocracia sofocante y a una dictaduraférrea.

Pero si bien todos los genuinosanarquistas estaban de acuerdo en quetodo gobierno era nefasto, no todosconcordaban en la forma de librarse deél. Se dividían en dos grupos: lospuritanos y los aliancistas. Los primerosno querían colaborar con ningún grupoque se negase a aceptar su doctrina.

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Eran partidarios de la «acción directa»,como por ejemplo el terrorismo o losrobos de bancos. Los aliancistas eranmás pragmáticos; deseaban vincularsecon otros sindicatos y se oponían a laviolencia.

Mera era un destacado puritano.Antes de que cristalizase la sociedadideal, toleraría cielitos —aunque no elasesinato— si el acto criminal servíapara favorecer a la causa y era aprobadopor el grupo. Los anarquistas, endefinitiva, no reconocían las leyes delgobierno. Pero si uno de ellos cometíaun crimen por egoísmo o razones«injustas», sería severamente castigado,

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por lo general fusilado, aun cuando alparecer Mera se oponía a esta pena. Elproblema residía en que, en un períodocaótico conducente a una revuelta,muchos seudoanarquistas —tantofascistas como delincuentes comunesque se infiltraban en las filas anarquistas— estaban cometiendo delitos«injustos». Y existían demasiadosimpostores de este tipo como para tomarmedidas adecuadas contra ellos.

Cipriano Mera había encabezadouna de las más intrépidas iniciativasanarquistas con vistas a preparar elterreno para la revolución. Como jefe delos obreros de la construcción afiliados

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a la CNT en Madrid, había contribuido aprovocar una huelga que degeneró enuna salvaje batalla a tiros entreanarquistas, que querían proseguir lahuelga, y socialistas, que deseabanconcluirla. Precisamente el gobiernohabía encarcelado a Mera por el papelque desempeñó en estos disturbiospocos días antes de la insurrección.

Ahora, en el momento de suliberación, ¡descubría que el gobiernoque le había detenido y que él habíatratado de derribar se convertíasúbitamente en su aliado! Sin embargoacataría las decisiones del comitécentral de la CNT. Desde sus primeros

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años, había sido condicionado para nooponerse a la voluntad colectiva de suscompañeros.

Nacido en 1897, hijo de unempobrecido basurero, de muchachotrabajó como albañil. A pesar de quenunca fue a la escuela, aprendió a leerpor su cuenta, y pronto estudiaba condetenimiento obras sociológicas,literarias y filosóficas que pocosjóvenes bien educados y mucho mayoresque él se habían aventurado a leer. Leatraían especialmente las obras deBakunin, pues este filósofo reconocía abasureros y albañiles como sereshumanos y les prometía un reparto

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equitativo de los bienes de la tierra.Mera, de hecho, pese a su cerebro

extraordinariamente ágil, nunca seconceptuó otra cosa que un simplealbañil, y empleaba sus horas libresorganizando a sus compañeros detrabajo y al mismo tiempo enseñándolesa ser humildes. Su ídolo eraBuenaventura Durruti, un anarquista defama mundial que dirigió desdeBarcelona el movimiento nacional de supartido y se había convertido en unsímbolo de la liberación humana paralos anarquistas de todos los lugares.

Mera se asemejaba al típicotrabajador español. Le llamaban El

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Viejo porque su rostro alargado estabacurtido y surcado de arrugas, aunque aúnno había cumplido treinta años. Teníauna fuerte mandíbula y una nariz másbien chata, y era de modales bruscos,poco comunicativo y a menudo taciturno.Pero cuando hablaba de su sueño, todala pasión que bullía en su interiorafloraba a la superficie, transformándoleen un dirigente dinámico, un hombre degranito y tosca gracia cuyas palabras,una por una, llegaban a su destino con elestruendo de un martillo.

Pero ahora no era tiempo deretóricas, sino el momento de larevolución…, con o sin el gobierno.

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En la central de la CNT lerecibieron con abrazos. La sede delsindicato, como la Casa del Pueblo delos socialistas, era un hervidero de genteque buscaba armas, se presentaba parala «batalla» y salía a cumplir diversasmisiones. Pronto le asignaron a Mera uncometido. Con un grupo de hombres,tenía que tomar un palacio de laCastellana donde se decía que se habíandepositado las armas fascistas.

Cuando él y su grupo llegaron alpalacio no hallaron armas, perodescubrieron que saqueadores civiles sellevaban un botín completo: sillas,vasijas, vajillas de plata. Mera se puso

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furioso. Ordenó a aquellas aves derapiña que soltasen sus presas, y con suvoz profunda y dominante les dio unaconferencia sobre la revolución. Sufinalidad —dijo— era erradicar elrégimen capitalista y crear una sociedadmás justa. Los auténticosrevolucionarios eran personas dotadasde una conciencia social que nuncarobarían ni destruirían, salvo en interésde la comunidad. Y la revolucióntampoco significaba matar a la gente, «nisiquiera a un marqués».

Mera volvió a la central de la CNTtrastornado por aquel elocuente ejemplode la naturaleza humana, que él estaba

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decidido a modificar. Pero empezaba acomprender por qué el comité de laCNT estaba dispuesto a cooperar conlas autoridades. Si los fascistas sehacían con el poder, asfixiarían laincipiente revolución. Por lo tanto, losanarquistas tenían que aplastar a losfascistas antes de aplastar al gobierno.Pero la situación no era demasiadohalagüeña. Aquel día, Valladolid, Ávila,Segovia, Burgos, Salamanca, Zaragoza yotras ciudades habían caído en manos delos rebeldes, aunque le complacía saberque Barcelona, donde se libraba unadura lucha, iba cayendo bajo controlanarquista.

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Mera solicitó una misión decombate. Sin duda los insurgentes sealzarían pronto en la Montaña, enCampamento y en otros cuarteles.

4.

El general Fanjul, todavía escondido enel piso de su cuñado, había conseguidodormir algo la noche del 18 de julio,después de haber dado vueltas en lacama a la espera de una llamada en la

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puerta que no llegó a sonar. Lainsurrección se había iniciado más deveinticuatro horas antes, y no sólocarecía de instrucciones, sino queignoraba lo que sus compañerosconspiradores estaban haciendo.

Por fin, a media mañana, un golpe.Su cuñada abrió cautelosamente lapuerta y vio con alivio que se trataba deLuisa Aguado Cuadrillero, mujer queservía de enlace a Fanjul. Traía órdenesdel general Villegas, el jefe nominal dela conspiración en Madrid, para queFanjul se apoderase inmediatamente delcuartel general de la Primera División.

Fanjul se sobresaltó, No daría un

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paso a menos que contase con unaescolta. Mientras tanto llegaron variosoficiales del cuartel de la Montaña.Dijeron que Fanjul tenía razón. Yahabían estado en los cuarteles generalesde la Primera División y, aunque Miajaya no se hallaba al mando de losmismos, los demás oficiales teníanmiedo de apoyar la revuelta. Sería inútily acaso fatal que Fanjul se presentaseallí sin una escolta. Pero, en cambio,¿por qué no asentar su propio cuartel dela Primera División en la Montaña? Lastropas del general Mola llegarían enseguida del norte para relevar a laguarnición de Madrid. Y en caso de que

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se retrasara, los hombres de la Montañapodría salir a la calle y tomar puntosclaves de la ciudad, con tal de actuarantes de que el gobierno armase a todoslos grupos populares. De todas formas,la mayor parte de los fusiles en manosdel pueblo carecía de cerrojos, ya quecuarenta y cinco mil seguíanalmacenados en el cuartel de laMontaña. ¿Iría el general con ellos?

Fanjul aceptó gustoso y losvisitantes se marcharon, prometiendovolver a buscarle antes del mediodía.Poco después, el general vio desde subalcón un coche aparcado cerca y a unhombre de pie que agitaba un pañuelo.

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Vestido de paisano para no serreconocido, Fanjul bajó corriendo haciael coche. Se sentía más optimista. Porfin le necesitaban. No importaba lo quefuera a sucederle, nada podía ser peorque esos últimos días de aislamiento eimpotencia. Después de saludar a losoficiales que le esperaban, dijo congratitud casi patética:

—Señores, estoy a su enteradisposición.

Bajo el abrasador sol de la tarde, elgeneral Fanjul, ahora de uniforme, antesus hombres en el amplio patio delcuartel de la Montaña, les dijo a modo

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de emotivo saludo que en la batalla quese avecinaba debían «vencer o morir».Y era cierto, puesto que en el interior dela gran fortaleza, con sus interminableshileras de ventanas y balcones, susachaparrados edificios y sus vastasplazas, las dos Españas estabanhospedadas.

Sólo quedaban allí unos ocho milsoldados y cincuenta oficiales, pues lagran mayoría de los reclutas se hallabadisfrutando del permiso estival. Salvodos o tres, todos los oficialesrespaldaban el alzamiento. Pero casitodos los soldados y prácticamente latotalidad de los suboficiales parecían

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apoyar al gobierno, y su líder, el capitánSantiago Martínez Vicente, estabareclutando activamente más adeptos.

Apenas terminó la arenga de Fanjul,cierto número de sargentos se sintieronde repente demasiado «enfermos» paracombatir. A estos hombres, al capitánMartínez y a los restantes sospechososse les despojó de sus armas y se lesencerró en sus cuarteles.

Entre los más ardientes defensoresdel alzamiento figuraban cuarenta y doscadetes que voluntariamente habíaninterrumpido sus vacaciones y se habíanapresurado a volver a la Montaña. Unode ellos era José de la Cruz Presa, cuyo

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padre era el general republicano Manuelde la Cruz Boullosa, subsecretario deMiaja en el Ministerio de la Guerradurante el efímero gobierno de MartínezBarrio. Indignado por el hecho de que suhijo volviese al cuartel para luchar enlas filas del enemigo, el padre telefoneóal coronel Serra —que más tarde fuedestituido por Fanjul— y le suplicó queenviase al muchacho de regreso a casa.El cadete tendría que decidir por símismo, contestó Serra. Lo que, enefecto, el joven hizo. Decidió«compartir la suerte de sus camaradas».

Pero no hubo escisión de lealtadesen la familia de Fanjul. Sus dos hijos,

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ambos oficiales, ingresaron también enla Montaña. Juan Manuel, el más joven,que contaba veintiún años, refirió que alentrar en el despacho de su padre, éstese quedó atónito.

—¿Qué estás haciendo aquí? —lepreguntó.

—He venido a luchar a su lado,señor.

Juan Manuel podía leer la congojaen la mirada de su padre. Toda lafamilia debería ahora «vencer o morir».Tras un momento de silencio, lleno detemor y orgullo, el padre dijobruscamente:

—Bueno, en ese caso, ¡vuelve a tus

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deberes!Y Juan Manuel saludó y se fue.Hacia las 4 de la tarde,

respondiendo a la llamada del general,jóvenes falangistas empezaron a afluir ala Montaña, bien atravesando la rampaprincipal o cruzando furtivamente laspuertas laterales. Una vez que hubierondado la contraseña a los centinelas ypuesto el pie en el patio central,creyeron encontrarse en el paraíso.Estaban seguros de que los milicianosvigilarían atentamente todos los accesosy medio esperaban que les abatieran atiros. Pero habían logrado infiltrarse…con la secreta connivencia de un

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comandante de la Guardia de Asalto quequería compensar de algún modo suapuesta en favor de una hipotéticavictoria republicana.

Al cabo de una o dos horas, unosciento ochenta falangistas habíanacudido en tropel, si bien algunos fueronexpulsados a punta de pistola oresultaron heridos cuando intentabanentrar. Uno de los que se habíaprecipitado a la fortaleza era FelipeGómez Acebo. Como sus compañeros,se había quedado pasmado por aquellasúbita orden lanzada en el últimominuto, cuando todos esperabanansiosamente la señal desde que la

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insurrección estalló el día anterior.Algunos incluso habían dormido en losbancos del otro lado de la calle.

Gómez Acebo estaba resuelto arebelarse como sus camaradas y atacarlos cuarteles de la Primera División, laemisora de radio, el ministerio de laGuerra y otros puntos vitales de laciudad. Pero ¿por qué se habíaproducido un retraso justamente cuandolos milicianos empezaban a serarmados? ¿Les había traicionadoalguien?

Gómez Acebo y los demás reciénllegados en seguida fuerontransformados en reclutas con fusiles y

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uniformes mal ajustados. Formaban uncontingente variopinto queprácticamente no había hechoinstrucción, como los milicianos a losque iban a enfrentarse. Les dijeron quelo único que había que hacer era apuntary apretar el gatillo en el momentooportuno. ¿Y cuándo llegaría esemomento? Gómez Acebo quería saberlo.¿Cuándo se rebelarían?

El general Fanjul se preguntaba lomismo mientras sentado en su despachoaguardaba a las tropas de Mola, quereforzarían las que estaban a su mando.Ya había redactado una proclama quedescribía el modo en que habría de

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gobernarse la ciudad cuando él seapoderase de ella, e incluía una serie denormas para censurar a la prensa,difundir por la radio música patriótica yjuzgar en consejo de guerra a «los queno habían sentido hondamente en sualma el sagrado acicate de la defensa deEspaña». Fanjul no podía esperar mástiempo. Planeaba atacar tan pronto comosus fuerzas pudieran coordinar susacciones con los movimientos de lasotras unidades de Madrid.

Pero nadie se movía.Habiéndose proclamado jefe de la

Primera División, ordenó que loscuarteles generales de las restantes se

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incorporasen inmediatamente a laMontaña. Sin embargo, la oficialidad delas divisiones estaba demasiado confusae insegura para hacer algo. Algunos desus miembros estaban a favor de losrebeldes, otros en contra, y casi todostenían miedo de ser asesinados siobedecían a Fanjul.

Así pues, permanecieron dondeestaban.

Fanjul había enviado mensajerospara captar a oficiales de la GuardiaPresidencial y de la Guardia de Asalto.

Pero volvieron con las manosvacías.

Había ordenado a un oficial rebelde

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de la Base Aérea de Cuatro Vientos,contigua a Campamento, que seapoderase del lugar en provecho de losinsurgentes, tarea especialmente urgentesi se tenía en cuenta que la de Getafeestaba en manos del gobierno.

Pero aquel oficial también fracasó.Lo más importante, sin embargo, era

que había ordenado al teniente coronelÁlvarez Rementería, al frente deCampamento tras la muerte del coronelCarratelá, que avanzase hacia el centrode Madrid con su unidad de zapadores ysu artillería ecuestre.

Todo lo que consiguió fue unainesperada llamada telefónica, minutos

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más tarde, del general García, quetambién había ido a Campamento.

—¿Qué está haciendo usted ahí? —preguntó Fanjul, que todavía ignorabaque García era el nuevo jefe delalzamiento en Madrid.

García no pudo hacer gran cosa. Eljefe de su artillería ecuestre no semovería. Pero si era necesario, Garcíaordenaría atacar bajo su propiaresponsabilidad. Más tarde telefonearíapara dar detalles. Sin embargo, elteléfono de Fanjul dejó de funcionarantes de que García pudiera llamar denuevo. El cuartel de la Montaña quedabaaislado del mundo y los hombres que

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albergaba estaban siendo cercados pocoa poco por «crimínales» armados quepedían su sangre.

Mola había dicho a Fanjul enPamplona que a la hora H la situación enMadrid hallaría solución. Ahora, amedida que se acercaba esa hora, lasolución sólo podía ser la muerte, amenos que las fuerzas de Mola seabalanzaran desde el norte a tiempo parasalvarles.

«¡A Madrid! ¡A Madrid!».El cadencioso grito resonaba por

toda Pamplona con toda la pasión y elfervor habitualmente reservados para

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los sanfermines. Sin embargo, esta vezno era el olor de Ja sangre animal, sinoel de la humana, lo que espoleaba alpueblo de Navarra. Las bandasentonaban cantos militares, banderasmonárquicas amarillas y rojasdecoraban casi todos los balcones,insignias religiosas relucían en casitodos los pechos.

«¡A Madrid! ¡A Madrid!».«¡Y traednos sin falta a Azaña!»,

gritó una mujer.Eran las cinco de la tarde del 19 de

julio, la hora más o menos en que elgeneral Fanjul advirtió que el cuartel dela Montaña se había quedado aislado.

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Más de mil doscientos hombres sehallaban alineados en ordenadas filassobre la explanada, ante los cuarteles dela Sexta División de Mola, dispuestos aavanzar hacia Madrid mientras esposas,madres, hermanas, abuelos y niñossituados cerca les gritaban palabras dealiento. Cuando Mola apareció y saludóa los soldados, su júbilo estalló hastadegenerar casi en histeria.

Los ojos del general brillaban y susrígidos rasgos se arrugaron en unasonrisa. Pensó que no estabaencabezando un simple pronunciamiento,sino un genuino movimiento popular.Los «traidores» del otro bando

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pretendían que el pueblo les apoyaba,pero ¿quién negaría que la nación estabacon el ejército al experimentar laelectricidad de aquel instante?

En medio de la euforia, era fácilolvidar que Navarra no era unaprovincia representativa de España.Ninguna región española había anheladotanto el retorno a las glorias medievales,a los días de las Cruzadas, en que Cristoera Rey y España verdaderamentecatólica bajo monarcas que nuncahubiesen permitido el caos político ymoral generado por los «males»modernos de la democracia y elcomunismo. Navarra pensaba que las

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cosas habrían sido diferentes si elpríncipe Don Carlos hubiera sidocoronado rey en 1833.

Ese año, cuando el rey Fernando VIIagonizaba, ordenó que su hija Isabel,aún un bebé, le sucediese, y rechazó lapretensión de su hermano Carlos de queél era el legítimo heredero por ser elpariente más próximo por líneamasculina. A la muerte de Fernando,Carlos pidió a sus partidarios que lecolocaran en el trono por la fuerza, yestalló la primera y sangrienta guerracarlista, a la que siguieron otras dos, en1868 y 1872. Dirigidos por soldados deNavarra, los carlistas fracasaron en

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todas sus tentativas, pero jamásadmitieron su derrota. Y el carlismo seconvirtió en un símbolo de la nostalgiapor una pasada grandeza.

Ahora, los navarros vieron en larebelión del ejército una nuevaoportunidad de alcanzar su sagradameta, aunque Mola se había negado acomprometerse a colocar en el trono alpretendiente carlista una vez que elgobierno fuese finalmente derribado.Los navarros pensaron que una dictadurapuramente militar, orientada por laIglesia, seguía siendo preferible alrégimen actual «marxista» y«anticatólico».

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Los requetés, como se llamaban a símismos los voluntarios carlistas, durantemeses se habían estado entrenandosecretamente para aquel momento.Acudían en masa a luchar bajo elestandarte de Mola, luciendo boinasrojas y brazales verdes marcados conuna cruz roja. En muchas familias todoslos hombres se presentaron voluntarios,a veces desde el hijo hasta el abuelo. Ypuesto que hasta los operarios de lasgranjas insistían en luchar, no quedabacasi nadie para hacer la cosecha de loscampos: un asunto de poca importanciacuando Dios convocaba a una nuevacruzada. En una familia, el padre y los

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dos hijos se unieron a ella, pero eltercero se mostró reacio; depuso suactitud cuando su madre se negó aservirle la comida a causa de su«cobardía». Por último, cuandomuchachos de catorce y quince añosintentaban alistarse, Mola anunció por laradio que de momento no necesitaba másvoluntarios.

En el primer contingente seenviarían a Madrid unos quinientosrequetés, así como otros tantos reclutasque hacían su servicio —y en quienesMola no confiaba enteramente— ydoscientos falangistas de camisa azul,muy bien entrenados. Estos últimos

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deploraban la mentalidad feudal yfanáticamente religiosa de los requetés,pero comulgaban con su nacionalismoextremo y su deseo de un régimenautoritario. El coronel Francisco GarcíaEscámez, uno de los mejores y másfieles oficiales de Mola, comandaría lafuerza combinada.

Escámez tenía que capturarGuadalajara, justo al norte de Madrid, yavanzar hacia la capital desde el oeste,mientras otras tropas de ciudades enpoder de los rebeldes convergerían enella a través de los pasos delGuadarrama. Mola era consciente deque todas aquellas fuerzas tenían que

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avanzar rápidamente, pues había oídoque el gobierno estaba entregando armasal pueblo y amenazando con sofocar laconspiración. Originalmente, los«libertadores» iban a caer sobre Madridal día siguiente, 20 de julio. En algunasciudades norteñas, no obstante, losrebeldes se veían frenados por unaencarnizada resistencia, y no podríanalcanzar la capital antes de dos o tresdías por lo menos. ¿Podrían las tropassitiadas en Madrid resistir tanto tiempo?

Después de que Mola hubo habladoa sus hombres, estos se encaminaronhacia los autocares y camiones que lesaguardaban y la multitud les rodeó para

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abrazarles y prenderles más insignias enel pecho. Y conforme los vehículospartían con un resoplido, los soldadospodían oír a sus parientes cantando a lolejos canciones navarras.

«¡A Madrid! ¡A Madrid! ¡Por Dios ypor España!».

El crispado tiroteo entre rebeldes ymilicianos que mantuvo despierto a todoMadrid la noche del 19 de julio,resonaba como una guerra total para losocupantes del Palacio Nacional, ya quesu antigua acústica amplificaba cadadistante disparo hasta hacerlo pareceruna explosión en el cuarto de al lado.Todos los guardias presidenciales,

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ayudantes y criados, e incluso el mismopresidente Azaña estaban en vilo,preguntándose si no estarían disparandolos fascistas que había dentro delpalacio.

Había motivos para preocuparse.Dos días antes, el capitán al mando de laguardia de palacio había sacado lapistola cuando su superior trató dedestituirle. El capitán fue finalmentereducido por los soldados republicanos,pero ¿quién sería capaz de garantizar lalealtad de los restantes oficiales de laguardia? Además, algunos de lossirvientes de Azaña tenían parientes quevivían en el palacio y que anteriormente

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habían demostrado ser fascistas, por loque ahora habían sido arrestados.

En esta deprimente, casi surrealistaatmósfera, el presidente recibió a suhuésped, a eso de las 11.30 de la noche,con poca vitalidad y menos voz. Suvisitante era el capitán Orad de la Torre,el oficial de artillería que habíarecogido cierto número de fusiles en elParque de Artillería. Por la mañana,temprano, le habían llamado de nuevopara que ayudase a reparar en el parquedos anticuados cañones Schneider de 75mm que debía transportar aCampamento. El gobierno temía que laartillería rebelde de aquel cuartel

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intentaría ganar el corazón de la ciudadpara lanzar un ataque, y en consecuencialos dos cañones contribuirían a que losbatallones republicanos tomasen aquelcuartel por la mañana.

Pero a Orad de la Torre leinquietaba más el cuartel de la Montaña.Las fuerzas enemigas allí acuarteladasno sólo estaban ya en el centro deMadrid, sino que los cerrojos de lamayoría de los fusiles también estabanalmacenados en la fortaleza. El pueblotenía que entrar de inmediato en ella,antes de que los rebeldes salieran a lascalles. Y antes de que las tropas deMola llegasen para ayudarles.

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Orad de la Torre había ido a palaciopara explicar a Azaña que aquellasarmas podrían debilitar la resistencia dela Montaña. El presidente le escuchócon una mirada resignada y melancólica.El primer proyectil escupido por loscañones, apuntase adonde apuntase,significaría el comienzo de la guerracivil que tanto había temido; el principiode una matanza fratricida que noconocería límites. Él había tratadodesesperadamente de evitar tamañacatástrofe. Cuando Martínez Barrio lecomunicó que abandonaba el cargo deprimer ministro, Azaña le suplicó quecambiara de opinión, alegando que

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ningún otro sabría resistir a la crecientedemanda de armar al pueblo. Tendríaque intentar razonar con los militaresuna vez más. Pero el ruego de Azañahabía sido en vano.

Y entonces escogió a José GiralPereira para sustituir a Martínez Barrioy, con el corazón apesadumbrado, ledijo que armase al pueblo. Unas pocashoras antes, incluso le había ordenadoque pidiese al primer ministro francésLèon Blum ayuda militar para dirimir lainevitable guerra civil. Giral habíatelegrafiado a Blum: SORPRENDIDOSPOR UN PELIGROSO GOLPE MILITAR,ROGAMOS NOS AYUDE

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INMEDIATAMENTE CON ARMAS YAVIACIÓN. FRATERNALMENTE SUYO.GIRAL.

Blum, sin duda, estaría de acuerdoen ayudar. Él también era el líder de ungobierno de Frente Popular,recientemente elegido, que vivía a lasombra del fascismo. Seguramente sedaba cuenta de que una victoria rebeldeen la vecina España favorecería elpropósito de Hitler de aislar yfinalmente aplastar a Francia.

Pero antes de que llegasen las armasfrancesas, el pueblo tenía que salvarMadrid; de lo contrario el gobiernoestaría muerto y los militares serían

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omnipotentes en España. Losrevolucionarios, aunque peligrosos,seguían siendo más aceptables paraAzaña que los reaccionarios. Querían uncambio indudablemente demasiadodrástico, pero al fin y al cabo deseabanun cambio. Si un grupo cualquiera teníaque revolver el país de arriba abajo,prefería que la oportunidad fuese paralos desposeídos, o que al menos Estostuvieran ocasión de luchar por aquellaoportunidad. Pero se desesperabapensando en el espantoso precio que lanación habría de pagar.

El pesimismo del presidente cediópor un momento al optimismo de Orad

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de la Torre. El capitán veía en suscañones un símbolo de renacimiento, node muerte. Su estruendo anunciaría elinicio de una nueva era, de una nuevavida para España. ¿Acaso el asalto de laBastilla no había alterado el curso de lahistoria de Francia? El cuartel de laMontaña sería la Bastilla española.

Las armas enfilarían rumbo a laMontaña.

—Descuide, señor presidente —aseguró el capitán a Azaña—.Capturaremos el cuartel de la Montaña.Y en cuanto a Campamento, estuve allíhace algunas horas y vi a mucha gentedetrás de los árboles. También están

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preparados para atacar.La entrevista finalizó hacia la 1 de la

mañana del 20 de julio, y Orad de laTorre volvió al Parque de Artillería apreparar la odisea que contribuiría asentar un precedente para latrascendental contienda entre hombresenvenenados por el pasado ycompatriotas aterrorizados por el futuro.

5.

Poco antes del amanecer, Orad de la

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Torre parecía ser el hombre máspopular de Madrid. Y el placer que ellole producía se reflejaba en el brillo desus ojos oscuros a la luz de la luna, en lapresumida inclinación de su gorra deoficial hacia un lado de su enjuto rostro.

—¡Seguidme! —gritó desde lacabina del primero de los tres camionesque perezosamente circulaban por lascalles de Madrid, sobrepasaban elMuseo del Prado y recorrían la calle deAlcalá. Dos de los vehículostransportaban enormes cañones, y eltercero iba cargado de cientos deproyectiles.

La gente seguía a Orad de la Torre

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como los ratones al flautista de Hamelín.Armados con cuchillos y palas, o, sitenían suerte, con pistolas, escopetas yfusiles, prácticamente rodeaban loscamiones, que apenas podían moverse.Por fin, en la Puerta del Sol, losvehículos, a la deriva en la mareahumana, se detuvieron con una sacudiday Orad de la Torre saltó del estribo ygritó:

—¡Pueblo de Madrid! ¡Al cuartel dela Montaña!

El pueblo rugió y los camionesempezaron a abrirse camino por aquelmar de gentes mientras cientos y cientosde personas se unían a él, saliendo de

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las casas a lo largo del trayecto,afluyendo desde las calles laterales.Intentaban trepar a los vehículos paratocar los cañones, examinarlos,admirarlos. Discutían sobre el númerode rebeldes que podría matar un soloproyectil. Cantaban la «Internacional» ygritaban «¡Muerte a los fascistas!».¡Cañones! ¡El pueblo tenía cañones!Ahora eran invencibles. Ahora podríantransformar España, el mundo. Orad dela Torre estaba convencido de quedirigía una de las más triunfales marchasde la historia de España.

Poco antes de las 7 de la mañana,los camiones llegaron finalmente a la

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Plaza de España, y la caravana semezcló con la gran multitud yacongregada allí. Cuando Orad de laTorre saltó al suelo, fue inmediatamenteabrazado por el teniente Moreno, de laGuardia de Asalto, que había tomado apunta de pistola la mayoría de losfusiles del Parque de Artillería pocoantes de que el capitán llegase a recogeralgunos. Entonces un enjambre dejubilosos y vociferantes hombres ymujeres se abalanzaron sobre las armascomo buitres sobre unos despojos. Jesúshabía asumido la forma de un artillero.

Orad de la Torre rara vez habíaprestado gran atención al monumento a

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Cervantes en el centro de la plaza: lasestatuas de bronce de Don Quijote acaballo y Sancho Panza a lomos de unasno. Pero ahora se deleitócontemplándolas. Don Quijote extendíaun brazo precisamente en dirección delcuartel de la Montaña, a varios cientosde metros de distancia, ¡sólo que enrealidad parecía estar haciendo elsaludo fascista!

Contra el brillante cielo matutino,rígida y fea sobre la cima de una colina,la silueta del cuartel de la Montaña seerguía como un monstruoso, burlóndesafío a los hombres que querían

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reducir a escombros el mundo yconstruirlo de nuevo. Era una enormefortaleza amurallada que databa de hacíasetenta y seis años y comprendía trescuarteles diferentes: para infantería,zapadores y comunicaciones. Aquellosrojizos edificios de cantería grislindaban al este con los jardinespúblicos de la calle de Ferraz, al oestecon la Estación del Norte, y su extremoseptentrional daba al amplio Paseo deRosales, que se extendía hacia el campoabierto.

Unas veinte mil personas —hombres, mujeres e incluso algunosniños— yacían tumbadas, con las armas

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en la mano, detrás de los árboles ybancos de los jardines, parapetadas trasbarricadas de sacos de arena, colchonesy adoquines de las calles. Había genteagazapada en balcones y tejados de lascasas vecinas, y algunos disponían deametralladoras. Eran socialistas,anarquistas, comunistas, guardias deasalto, oficiales republicanos delejército, ciudadanos simplementecuriosos o que querían ser parte de lahistoria, y hasta un reducido número deguardias civiles cuidadosamenteseleccionados, los protectorestradicionales de la derecha, cuyo negrotricornio en medio de la muchedumbre

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acaso lograría desmoralizar a losdefensores.

Teóricamente, los atacantes estabanbajo el mando supremo de un oficial dela Guardia Civil, pero la mayoría notenía intención de recibir órdenes denadie, pues para todos se trataba de unabatalla realmente personal. Unaatmósfera casi festiva impregnaba todala zona, y los cafés próximos estabanabarrotados de madrileños que, entresorbo y sorbo, estiraban el cuello parapresenciar la espectacular escena.

El capitán Orad de la Torre llegócon sus cañones después de que el telónya se había levantado. Los soldados del

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cuartel de la Montaña, abriendo fuegodesde el parapeto de piedra que seextendía a lo largo de su vasta fachada,ya habían dado muerte o herido amuchas personas que salían corriendoexuberantemente desde las callescontiguas o se asomaban desde detrás deun árbol. Pero la vista de los cadáveresno empañaría el talante festivo de losasaltantes, porque se trataba de una feriadefinitiva, sólo que el premio por dar enel blanco no era una muñeca rellena,sino la propia satisfacción. La muertepropia o la de un camarada se habíavisto reducida al precio de la malasuerte en una barraca de tiro. ¿Qué era

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la vida del hombre cuando sus sueñosestaban en juego?

Todos aquellos cuyas armasfuncionaban respondían al fuego de lafortaleza, enardeciéndose para elmomento supremo de la venganza detodos los que durante siglos habíanmedrado o adquirido poder a expensasdel pueblo. Y los malhadados sin fusilesni cerrojos aguardaban impacientementela hora de saquear las armerías delcuartel o empuñar el arma de uncamarada caído. Los republicanoscontaban con el apoyo de cuatro cochesblindados ¡y un tranvía!

Cuando el tranvía se había atascado

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cerca de la Plaza de Oriente, y sucampanilla repicaba para despejar degente los raíles, algunos obreros lohabían detenido y uno de ellos gritó alconductor:

—Oye, tú, ¿dónde puñetas crees quevas?

—¿Dónde crees que va el númerotreinta y uno, idiota? Te llevaréencantado hasta Arguelles ¡si puedespagarte el viaje!

—¿No te das cuenta de lo que pasa,imbécil? Estamos atacando el cuartel dela Montaña.

—Ya, ya veo. ¿Y qué? ¿Qué quieresque haga? ¿Disparar con el tranvía?

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Pero el vehículo quedó en seguidaconvertido en una barricada, y elconductor, echando mano de un fusil,empezó a disparar desde una de lasventanillas.

Mientras que las balas de unaametralladora de la Montaña barrían lascalles, Arturo Barea corrió hacia losjardines y se arrojó al suelo detrás de unárbol.

—¿Qué demonios hacía allí yo, y sinninguna clase de arma? —habría depreguntarse más tarde—. Sabía muy bienque era una locura completamente inútil.Pero no podría haber estado en ningúnotro sitio.

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Sin embargo, ¿por qué justamentedetrás de aquel árbol, en compañía dedos hombres que convertían larevolución en una broma cruel? Elcuartel quedaba completamente ocultotras una pantalla de árboles, pero uno delos hombres disparaba ciegamente unavieja pistola gigantesca, produciendo unruido que asustaba mortalmente a ArturoBarea. Su camarada le pidió entoncesque le dejase disparar un tiro alinvisible blanco.

—No, no quiero. El revólver es mío.—Déjame disparar una vez, ¡por tu

madre!—No… Si me liquidan, el revólver

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es tuyo; si no, puedes irte al infierno.Cuando el segundo hombre amenazó

en broma con un cuchillo a su amigoarmado, éste le dio la pistola.

—Aquí la tienes, pero agárralafuerte, tiene retroceso.

—¿Crees que soy idiota?—¡Vamos, dispara de una vez!Otro tiro a ciegas por entre los

árboles.¿Cómo podía ganarse la guerra con

semejantes chiquillos? Pero… ¿acasohacía falta hacer blanco para lograr loque se pretendía? La idea era disparar,disparar, disparar. Matar al enemigo siera posible, pero el mero acto de

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disparar apaciguaba el alma. Era unadeclaración de libertad con respecto alpasado, una afirmación de fe en elfuturo.

Prevaleciendo sobre la crepitacióndel tiroteo, los altavoces instalados enbalcones difundían emotivos alegatos.Una voz retumbante anunció que lossoldados quedaban eximidos de laobediencia debida a sus superiores, demodo que no tenían que acatar lasórdenes de los oficiales. Debían lealtada la República.

«Hoy podéis ir a vuestras casas aabrazar a vuestras madres, hermanas ynovias. ¡Felicitaciones, camaradas

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soldados!».Otra voz resonó entonces: «¡Alto el

fuego! ¡Alto el fuego!».Esta orden dirigida a la multitud

apenas se oía a causa del estrépito, perose pasó de boca en boca. Un oficial dela Guardia de Asalto con un mono azulestaba apostado tras una barricada desacos terreros cerca de la Plaza deEspaña, disparando mientras las balasenemigas silbaban alrededor. Era elteniente Moreno.

—¡Alto el fuego! —gritó—. Vamosa enviar a alguien a pedirles que serindan, a convencerles de que estánsolos y de que no tienen motivo para

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combatir al gobierno y al pueblo.Nadie le prestó atención. Era una

pérdida de tiempo. Más valía matarlos atodos. Pero el pueblo obedeció por fin,y el fuego de ambas partes pronto sediluyó en un extraño silencio.

Entonces Moreno saltó de nuevo trasla barricada y dio las órdenes finales aun joven obrero que se había ofrecidovoluntario para entrar en la Montaña enmisión de paz. El comandante Hidalgode Cisneros traía instrucciones delMinisterio de la Guerra para formularuna petición final de rendición. Parecíatratarse del momento oportuno. Lasoctavillas lanzadas poco antes por los

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aviones y los alegatos de los altavoces,así como la visión de los millares deatacantes, probablemente habíandesmoralizado a los defensores.

Francisco Carmona Martínezescuchó con toda atención, feliz pordesempeñar un papel tan importante,pero muy asustado por la posibilidad deno salir con vida.

—Buena suerte —dijo Moreno.Y Carmona, con un trapo blanco en

la punta de un palo y seguido por doscamaradas, empezó a avanzar hacia laentrada principal de la ciudadelaenemiga. Mientras los tres hombresavanzaban, tensamente observados por

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millares de ojos, apenas podía oírseotro sonido que el de sus pisadas. Laembajada de paz subió la rampa haciauna de las puertas y se detuvo cuando unsargento y varios soldados aparecierony les preguntaron:

—¿Quiénes sois? ¿Quién os envía?—Quisiera hablar con el

comandante en jefe —replicó Carmona—. Represento a las fuerzas militares yciviles que rodean los cuarteles. ¿Quiereque le diga mi nombre?

—No es necesario —respondió elsargento—. Entre, pero sólo usted.

Carmona entró y cambió furtivasmiradas con los soldados, como si

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estuvieran intentando leerse elpensamiento mutuamente. Los rebeldesestaban bien afeitados e inmaculadoscon sus uniformes a medida, y él iba sinafeitar y desarreglado, con un monosucio. Le eran completamente extraños,salvo por el ardiente orgullo y lairreflexiva hombría que hacía fácil a loshombres de ambos bandos afrontar lamuerte y provocarla. El contrasteexterno no podía ocultar la identidad deespíritu: un melancólico pensamientopor parte de alguien que llevaba unmensaje pidiendo la capitulación.

Le cachearon y le vendaron los ojos,y luego le condujeron a través de varios

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pasillos. Poco después le quitaron lavenda y se encontró en una habitacióntenuemente iluminada frente a un grupode gente que circundaba a un oficialalto, corpulento y de bigote gris: elcoronel Serra.

Al parecer, el general Fanjul pensóque vulneraba su dignidad recibirpersonalmente a un delegado delenemigo, especialmente a un civil, yhabía confiado a su adjunto la tarea.Mientras tanto, Fanjul, aunqueconsciente de que su situación eracrítica, todavía albergaba esperanzas deque sus tropas serían rescatadas, sí nopor los hombres de Mola, al menos por

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la artillería ecuestre de García de laHerrán. Tal vez —dijo a sus ayudantes— el rumor de la distante batallaindicaba que García ya estaba encamino.

Al encontrarse con el coronel Serra,Carmona se enfrentó con su talante demomentáneo optimismo.

—Usted dirá… —preguntó Serra.—Vengo en representación de las

fuerzas militares y civiles que hanpuesto cerco al cuartel. Les transmitoasimismo las órdenes del gobierno —dijo Carmona—. Tienen que rendirseantes de diez minutos. El cuartel estárodeado por gran número de hombres

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fuertemente armados… Apelo a sussentimientos para evitar que se derramemás sangre.

Carmona hizo una pausa, perturbadopor la serena expresión del rostro delcoronel. No daba muestras de haber sidointimidado. Serra respondiócalmosamente, sin tener en cuenta laspalabras de Carmona:

—Ya que ha venido, voy a pedirleun favor. Usted ha llegado comoparlamentario y como tal se le respeta, apesar de su condición civil. Dentro deun momento saldrá de este cuartel elcamión que va a buscar el suministro depan… En mi nombre y en el de mis

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oficiales le doy palabra de que noprobaremos ese pan. Como usted sabe,tenemos aquí muchos soldados. Nodeben verse privados de su ración…Los militares amamos al pueblo más ymejor que unos cuantos dirigentes que loengañan, que lo azuzan contra nosotroscomo si fuésemos sus enemigos. Hágameese favor: se lo agradeceremos.

—Entonces ¿no se rinden ustedes?—dijo Carmona.

—¡Exactamente! Comunique a quienle haya enviado que resistiremosmientras quede con vida un solo hombre.Si ustedes se empeñan, nos mataremoscomo hombres.

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—Reconozco su valor —dijoCarmona—, pero espero que se décuenta de que va a arrastrar a sussoldados a una muerte inútil, a unsacrificio…

El coronel le hizo un ademán paraque no prosiguiera, y luego le estrechóla mano. La entrevista había terminado.Carmona fue conducido hasta la puertaprincipal, esta vez sin los ojosvendados. Se sentía físicamente mal.¿Cuántos españoles morirían en laspróximas horas?

—¡Compañeros! —gritó el capitánOrad de la Torre mientras pedía silencioen la Plaza de España—. Vamos a

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lanzar el primer proyectil en memoriadel capitán Faraudo, muertogloriosamente por la República.

Luego, dirigiéndose a sus ayudantes,señaló los jardines y dijo:

—Tan pronto como haya disparadotenéis que llevar el cañón allí lo másdeprisa posible, ¿entendido? Tenemosque hacerles creer que disponemos demuchísimos cañones.

Tras una pausa, gritó:—Primera pieza, ¡fuego!Un gran estruendo sacudió toda la

zona y los combatientes se quedaronestupefactos. Entonces estallaron envítores histéricos, se abrazaron entre sí,

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alzaron el puño cerrado y agitaron susfusiles en el aire. El pueblo habíahablado con voz atronadora.

Orad de la Torre volvió a pedirsilencio.

—La segunda descarga se lanzará enmemoria del heroico teniente Castillo,asesinado por los enemigos del pueblo—dijo—. Segunda pieza, ¡fuego!

En esta ocasión la multitud fue aúnmás ruidosa que antes. Los fusileshicieron fuego al azar y se oyó unfurioso traqueteo de ametralladoras.Decenas de hombres llevaron loscañones un poco más lejos.

—La tercera descarga debería

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obligarles a rendirse —dijo Orad de laTorre a otro oficial, mientras corregía elángulo de una de las piezas de artillería—. Creerán que contamos con unabatería entera. Cada cañón debedisparar a la máxima velocidad. Losartilleros tienen que meter losproyectiles lo más aprisa posible.

Los cañonazos sonaban uno trasotro, disparados antes de que el ecodejado por el precedente se hubieradisipado. Por fin, cuando se produjo unapausa mientras se trasladaba la batería aotro sitio y el polvo que cubría laMontaña se desvanecía, el pueblo pudover una humareda que se alzaba desde

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los edificios, las lenguas de fuego queasomaban por las ventanas rotas.

Luego, de nuevo, la orden:«¡Carguen! ¡Fuego! ¡Carguen! ¡Fuego!».

Una vez más, las construcciones delcuartel desaparecían de la vista ennegras, grises, rojas nubes ondulantesperforadas por miles de balas quepartían de todas direcciones.

De repente un zumbido resonó en elcielo, y la gente dejó de disparar eltiempo suficiente para mirar arriba. Unamota plateada surcaba el azul.

—¡Es nuestro! —gritó alguien.Pero una ola de miedo estremeció a

la multitud. ¿Era en verdad «suyo»? Lo

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supieron en seguida. El avión descendióen picado sobre los cuarteles y soltó sucargamento de bombas. El pueblovolvió a rugir de júbilo, e inclusociertos temerarios que se levantaron ytiraron sus sombreros al aire fueronsegados en medio de su éxtasis porbalas de ametralladora o metralla demorteros.

En ese momento llegó un tercercañón de 155 mm que también se puso adisparar, y el avión sobrevoló dos vecesmás al enemigo con su letal cargamento.Para entonces, numerosas personas sehabían vuelto más audaces y, amparadasen la pantalla de humo, se precipitaban

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hacia el cuartel, arrojándose al suelo apocos metros de sus muros.

A eso de las 10 de la mañana, unextraño silencio cubría la escena de lacarnicería. Después se oyó el grito:

—¡Se rinden! ¡Bandera blanca!Un gran trapo blanco ondeaba en un

balcón del segundo piso. Hubo unrevuelo de comentarios en voz baja. ¿Serendían de verdad o era unaestratagema? Un guardia de asaltoclamó:

—¡Adelante! ¡Viva la República!Y todo el mundo se decidió. Entre

gritos y vivas, una gran riada depersonas siguió al guardia de asalto al

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tiempo que hombres y mujeresabandonaban los árboles y lasbarricadas y se veían arrastrados por elflujo masivo. Entre los empujados por eltorrente figuraba Arturo Barea, que mástarde refirió:

«Pude ver las escaleras de piedra enel centro del parapeto… Estaban negrasy abarrotadas de gente. En la terraza dearriba una densa masa de cuerposbloqueaba la salida».

De pronto, una ráfaga de fuego deametralladora rasgó el aire. El guardiade asalto que encabezaba a lamuchedumbre, blandiendo en alto sufusil triunfante, cayó muerto con una

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agujero de bala en la cabeza. Otros queiban tras él cayeron tambiénsilenciosamente. Los supervivientes seapretujaron entre sí y permanecieroninmóviles durante un instante deestupefacción, para luego tratar dedispersarse.

—¡Atrás! ¡Atrás! ¡Es una trampa!Barea no podía creer lo que estaba

sucediendo. Se hallaba de pie en mitadde la calle, bajo el agradable sol de lamañana, y había gente que sedesplomaba muerta, en torno a él.Mientras corría para ponerse a cubierto,«los cuarteles vomitaban plomo desdesus ventanas. Los morteros

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retumbaban… con un seco estampido.Duró algunos minutos, mientras lasecuencia de gritos era más espantosaque nunca».

Cientos de cadáveres cubrían lazona como fulminados por alguna fuerzasobrenatural.

—¡Pagarán este engaño! —aullóalguien.

Pero los atacantes no habían sidoengañados. Una bomba aérea habíaabierto un agujero en la nave donde elcapitán Martínez Vicente, el agitadorrepublicano, había sido encerrado, yfrenéticamente recorrió todos los

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puestos, en tanto los muros sederrumbaban y el humo inundaba casitodos los edificios, arengando a lossoldados: era una locura luchar contrafuerzas superiores. ¿Por qué morir poruna causa perdida, una causa en la que,en definitiva, no creían? Se inició unacadena de cuchicheos, y pronto casitodos los hombres estaban dispuestos arendirse. Luego sabotearon losproyectiles de los morteros y, sindecírselo a los jefes rebeldes, izaronuna bandera blanca para dar a entender alos sitiadores que dentro del cuartelhabía estallado un motín. No llegaron apercatarse de que la multitud creería que

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la bandera significaba la capitulación.Aproximadamente a la misma hora,

el general Fanjul, febrilmente tendidosobre un catre, con el rostro y la barbaensangrentados a causa de una herida enla cabeza, maquinaba un plandesesperado. La mayoría de sushombres intentaría una salida porsorpresa por las puertas traseraslanzando granadas, mientras algunos sequedaban a proteger los cerrojos, por siacaso las tropas de Mola conseguíantomar la ciudad a tiempo.

El coronel Serra, que había sidoherido en un brazo, convocó una reuniónde los oficiales rebeldes y, en medio de

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un bombardeo, les dijo:—Es imposible seguir así

indefinidamente. No tenemos armas conlas que hacer frente a las del enemigo.Puedo ver el temor en la cara denuestros soldados. Si no logramos haceruna salida esta noche, tendremos querendirnos… Es seguro que matarán algeneral y a mí, y quizá a algunos de losoficiales con más mando. Pero losdemás tienen que salvarse.

Siguió un momento de silenciosaangustia, y luego un oficial respondió:

—Mi coronel, después de tantashoras de combate y con las numerosasbajas que hemos causado al enemigo,

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ninguno de nosotros podrá salvarse sinos capturan vivos. De todas formas,nadie entregará el cuartelvoluntariamente.

Serra sonrió. Sí, el oficial teníarazón. El cuartel caería con susdefensores dentro, a menos que pudieranresistir hasta el anochecer y escapar enla oscuridad. Y cuando concluyó lareunión, Serra visitó personalmentemuchos de los puestos tratando delevantar la moral de sus hombres. Perola mayor parte estaba ahora a favor delenemigo. En uno de los puestos, variossoldados le apuntaron con fusiles:¡rendirse al pueblo o morir!, le

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ordenaron. Entonces alguien fuecorriendo en busca del capitánAlejandro Sánchez Cabesuda, uno de lospocos oficiales de tendencia republicanaque habían permanecido pasivos en laMontaña y se había convertido en unaespecie de mediador entre los dosbandos. Sánchez le tenía un especialcariño a Serra. Apareció rápidamente enescena.

—¿Qué queréis, compañeros? —preguntó con tono indiferente a loshombres que estaban a punto de matar alcoronel.

—¡Viva la República! —gritó unode ellos—. ¡Queremos arriar la bandera

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del regimiento y que éste se rinda!Sánchez fue a descolgar la bandera y

se la entregó a los hombres. Lossoldados gritaron de nuevo: «¡Viva laRepública!» y, sin pedir ninguna otracosa, dejaron libre a Serra en señal derespeto por Sánchez.

Pero la rebelión en el interior de laMontaña creció velozmente. A pesar deldesastre que siguió a la colocación de laprimera bandera blanca, algunossoldados treparon a los tejados yempezaron a agitar otras mientrasgritaban que eran republicanos. Luego,esperando asegurarse de que losrebeldes no acribillarían de nuevo a la

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multitud que avanzaba, comenzaron adisparar desde la retaguardia de losinsurgentes que ocupaban los parapetosy las ventanas.

Pese al bombardeo, la incursiónaérea y el motín interno, los falangistasse batían como si confiaran en vencer.Uno de ellos tenía un solo brazo, peroseguía disparando una pistola quecargaba con los dientes. Otro tullido, unjorobado, también se negaba a dejar dedisparar. Lo mismo hacía Felipe GómezAcebo, que, tendido junto a una ventanaorientada hacia el Paseo de Rosales y laextensa llanura de detrás, abatía aenemigos apostados sobre los balcones

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y tejados vecinos. Cada vez queapretaba el gatillo creía haber marcadoun tanto contundente para su causa. Su feera tan inmensa como el paisajetapizado de maleza que escrutaba en ladistancia, con la esperanza de ver lastropas de relevo de Mola, que acudíanal rescate soplando los bugles.

Pero era demasiado tarde.

Hacia el mediodía, varias docenasde personas corrieron desde dondeestaban emboscadas hacia los muros dela fortaleza, donde hallaban refugiofuera de la línea de fuego del enemigo.En seguida, cientos, y más tarde miles

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de asaltantes se precipitaron tras ellos,indiferentes al esporádico fuego deametralladora que segaba ampliosespacios en sus filas. Un hombre, unminero, avanzó encogido a lo largo delmuro hacia la puerta delantera y arrojópor debajo de ella un cartucho dedinamita. Se produjo una gran explosión,y la puerta y un puesto de ametralladorasque había a su lado desaparecieronsúbitamente en una seta gigante deescombros y polvo.

—¡Adentro! ¡Seguidme todos!Un joven diputado socialista lanzó

esta invitación mientras saltaba porencima de los cascotes hacia el interior

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de la Montaña. Tras él, un sólidopelotón de gente cruzó en bloque lamellada abertura en el muro. ArturoBarea descubrió que formaba parte delnutrido grupo, como si le hubieraninjertado en la carne de losdesheredados de la tierra. Sentíaregocijo y horror al mismo tiempo. Leelectrizaba la victoria del pueblo; lehelaba la sangre el odio que leía en susojos.

Pero sólo había una sonrisa en lamirada de Enrique Castro Delgado, eljoven dirigente comunista que escribíapara Mundo Obrero y crearía ahora unregimiento de milicianos. Castro no

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odiaba a nadie, o por lo menos noadmitiría tal cosa. Como buen comunistano podía permitirse ese lujo emocional.Tenía que ser práctico. Ni odiaba niamaba, simplemente obedecía. Mientrasla gente que le rodeaba desahogaba sufuria sobre cada enemigo, Castrorecordaba la conversación que habíamantenido con su amigo, Luis Sendín, eldía del funeral de Calvo Sotelo.Rememoraba la fórmula que habíandiscutido: matar, matar y seguir matandohasta que la fatiga los detuviera. Ydespués construir el socialismo sobre lamontaña de huesos que hubiesesobrevivido.

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Aquella gente que avanzaba aempujones, a bandazos, apretados, paracerciorarse de tener su cuota de botín ysangre, aquellos españoles de Goya yGarcía Lorca, que mataban por venganzae incluso por el mero gozo de matar,eran unos insensatos. Pero Castro no loera: él sólo mataría porque se lo habíanordenado; porque tal era la fórmula. Ysu botín sería la mente de aquellosinsensatos. Sin embargo, si bien aCastro no le gustaba considerarse unespañol típico, experimentabaclaramente cierta satisfacción personalal ver a aquellos hombres altaneros conpulcros uniformes que se venían abajo,

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derribados por la «chusma» a la quedesdeñaban. ¿No era un pago justo porel cruel trato que le habían infligidocuando estuvo en el ejército?

En el momento en que lamuchedumbre irrumpía en el patio, elgeneral Fanjul corría hacia la partetrasera del recinto cuartelado, porquesabía que si los civiles le atrapaban, leharían pedazos. Prefería entregarse a losguardias de asalto, más disciplinados,que se hallaban en los accesos traserosdel cuartel. No tenía otra opción. Peroantes envió a un mensajero a buscar a suhijo Juan Manuel. Este llegó en seguida,y Fanjul le explicó lo que tenía que

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hacer.—Pero, papá —dijo Juan Manuel—,

te dispararán.El general sonrió. Nunca volvería a

comer con sus amigos cuando llegasenlos próximos sanfermines. Parecía casialiviado. ¿No era lo que habíaesperado? Por lo menos todo habíaconcluido.

—Naturalmente, hijo —respondió—. Si uno gana, el adversario pierde.Pero quizá tú puedas engañarles y huir.Ojalá Dios te ayude.

Fanjul abrazó entonces a su hijo ycaminó hacia una puerta traseraacompañado de varios oficiales. Pero

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antes de llegar a la entrada, el capitánMartínez Vicente y varios de susseguidores, que poco antes habían sidoprisioneros de los rebeldes, lescapturaron y entregaron a los guardiasde asalto que invadían ya el cuartel. Losnuevos prisioneros fueron conducidos através de un gentío hostil hasta unautobús que les aguardaba paratrasladarlos a la Prisión Modelo. Entrelos que acompañaban al general sehallaba su hijo mayor, José Ignacio.

Juan Manuel, entretanto, se quitó laguerrera y logró abandonar el cuartelhaciéndose pasar por un simple soldado,pero en la calle alguien le reconoció y le

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disparó en una pierna. Varios guardiasde asalto le alcanzaron antes de que lasbalas repitieran y le condujeron a unhospital, donde un médico compasivo leocultó de las patrullas de milicianos quese presentaron para llevárselo.

La gente que cruzó en desbandada laentrada principal y accedió al patiocentral al principio disparóindiscriminadamente a todos lossoldados, incluso a numerososrepublicanos que les gritaran:«¡Hermanos! ¡Hermanos!». Mientrasempujaban febrilmente hacia adelante,mezclándose con otros grupos quehabían destrozado los muros o trepado a

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ellos en distintos puntos, apenas habíatiempo para determinar quiénespertenecían a un bando y quiénes al otro.¿Cómo distinguir a un verdaderohermano de un impostor? Muchosoficiales y falangistas se habíandespojado de sus chaquetas e insignias,a semejanza del joven Fanjul, parahacerse pasar por simples reclutas.

—Nosotros os diremos quiénes son—gritaron algunos soldados.

Pero antes de que pudieran hacerlo,una ametralladora barrió el patio,abatiendo a docenas de invasores. Lamanejaba un cabo que estaba solo en unaelevada galería, y cuando finalmente se

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quedó sin municiones se arrodilló juntoa su arma y la cogió en sus brazos comosi sostuviera a un niño, hasta que lossobrevivientes llegaron a su lado.Entonces un fuerte miliciano le levantódel suelo y aullando «¡Ahí va eso!» learrojó al patio, donde aterrizó con unruido sordo.

Enfurecida por la nueva matanza,ahora la muchedumbre quería sangre conmayor avidez que armas.

Como miembro del comité dedefensa de la CNT, Eusebio Muñoztenía cierta familiaridad con laviolencia, pero en aquel momento sentíanáuseas.

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«La gente —confesó Eusebio alautor— se desplazaba como un marenloquecido, arrollándolo todo a supaso. Hombres y mujeres que habíansido ciudadanos afables y apacibles sehabían convertido de improviso enanimales salvajes. No quería participaren aquella carnicería, pero advertí quesi permanecía pasivo, mis amigospodrían matarme, pensando que erademasiado blando con el enemigo. Casiinconscientemente recogí un Máuser,pero en lugar de disparar a nadie salídel cuartel. Buscaba un combate, no unamatanza».

Según el cabo rebelde Luis de

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Rivera Zapata (ahora coronel), algunosasaltantes incluso castraron a losmuertos y les arrancaron los ojos. Vio auna mujer dar una puñalada en el pechoa algunos cadáveres. Aunque herido enlas piernas por la metralla de un ataqueaéreo, Rivera permaneció en su puestoen el patio principal y ordenó a supelotón abrir fuego contra la multitud amedida que avanzaba. Algunos de elloslo hicieron así, pero aproximadamentela mitad empezó a correr hacia losatacantes con los puños cerrados ydiciendo: «¡Viva la República!». Unabala enemiga hirió entonces a Rivera enel estómago y de repente vio a un

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miliciano parado junto a él y a punto degolpearle con la culata de un fusil.

Cuando tiempo después recobró elconocimiento en un hospital, uncamarada le dijo que los guardias deasalto le habían salvado la vida. Mástarde, las enfermeras le ayudaron aescapar hacia la libertad.

Felipe Gómez Acebo siguiódisparando desde su puesto inclusodespués de que los invasores entraron alcentro de la fortaleza. Ni una sombrarefrescaba la deslumbrante llanura, y losúnicos bugles que se oían proclamabanla victoria del enemigo. Por último seconvenció de que todo había acabado.

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Caminó hacia el patio, ya sin guerrera,casi persuadido de que los atacantes lefusilarían. Pero aunque fue derechohacia ellos, le ignoraron porque sedisputaban el derecho de apropiarse delos fusiles abandonados por lossoldados caídos. Cuando pasó pordelante del edificio de ingenieros, oyó aun hombre que decía a los otros:

—¿Oís esos disparos ahí dentro? Noentréis. Se están suicidando. Eso nosahorra balas.

De repente, unos milicianosagarraron a Gómez Acebo y le acusaronde ser un oficial: sus botas le delataban.Pero antes de que pudieran dispararle,

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uno de los hombres se adelantó hacia ély le tendió la mano. Gómez Acebo lereconoció: un antiguo compañero déclase.

—Es de fiar —dijo—. Le conozco.Respondo por él.

Una vez que el grupo se hubodispersado, el hombre dijo a GómezAcebo que fuese de prisa a undeterminado bar cercano. El dueño eraamigo suyo y le protegería. Seestrecharon la mano, y el falangista saliópor la puerta principal como un hombrelibre, pero trastornado por elpensamiento de que podría haberdisparado a su antiguo compañero de

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haberle visto durante la batalla, y de queincluso se hubiera felicitado por lamuerte de un republicano más.

Al mismo tiempo, la gente queestaba fuera del edificio de ingenierosentró en él y derribó la puerta cerradade la sala de banderas. En su interiorhallaron a veinte oficiales tendidos enmedio de su propia sangre. Según losinformes franquistas, a aquellosoficiales se les había ordenado que sealinearan junto a su jefe, Roca deTogores, y en cuanto estuvieron firmes,como en un desfile, Roca les conminó aque apuntasen con su pistola a su propiocorazón o a la cabeza. Luego profirió

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sus últimas palabras:—Señores oficiales. ¡Arriba

España! ¡Preparados! ¡Fuego!Cuando irrumpieron los

republicanos —siempre según lossupervivientes del bando nacional—acribillaron a balazos a los oficiales yles apuñalaron con cuchillos, matandoasí a los que quedaban aún con vida.

«Dos arpías, junto con variossaqueadores —según el informe rebelde— registraron los cadáveres. Lesquitaron las carteras, los relojes, losanillos que les arrancaron por la fuerzade los dedos».

En otra habitación, prosiguen los

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nacionales, el coronel Serra y otrosoficiales habían sido hechos prisionerospor el capitán Martínez Vicente, elmismo que anteriormente habíacapturado al general Fanjul. Algunoshombres del grupo de Martínezexigieron que se ejecutara allí mismo alos rebeldes, pero el capitán no estuvode acuerdo. Tres ejecuciones seríansuficientes, dijo, y eligió para elsacrificio al coronel y a otros doshombres.

Serra objetó:—Yo soy el único culpable. Sólo yo

merezco la muerte.Entonces otro oficial que no había

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sido escogido, el comandante MateoCastillo, exclamó:

—¿Por qué no me cogéis a mí,bastardos? ¡Yo también tengo derecho amorir!

A los padres de Castillo, que vivíanen el cuartel, acababa de matarles unproyectil.

Por entonces nadie podía controlar alos civiles. Se abalanzaron sobre losprisioneros, les arrastraron hasta elpatio y les empujaron contra una pared.Y mientras la multitud aplaudía yvociferaba como en una corrida, uno delos pocos guardias de asaltoindisciplinados, sentándose detrás de

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una ametralladora, abatió a todos losoficiales.

—¡Camaradas! —gritó cuando huboacabado—. ¡Ésta es la justicia delpueblo!

Enrique Castro había congregado enun amplio vestíbulo a ciertos oficiales yfalangistas: el aliento del miedo parecíaresonar en el silencio. Recorrió la filade prisioneros y, al llegar frente a unjorobado, le ordenó:

—¡Póngase firme!—No puedo.Castro escribió más tarde que miró

«aquella cabeza encogida entre loshombros y aquellos ojos tristes; la cara

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ovalada, los largos brazos… Se diríaque el hombre se hundía en sí mismo».

—Sacadles en fila y colocadlesjunto a aquella pared —ordenó Castro asus hombres—. Que miren contra lapared. ¡Aprisa!

Cuando el grupo salía hacia el patioy se encaminaba hacia la pared, eljorobado abandonó la fila y se presentóante Castro, tendiéndole una nota.

—¿Quiere darle esto a mi madre?Los dos hombres se miraron.—¡Sigue!—Díselo… ¡Por favor!—¡Sigue!Alguien empujó violentamente al

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jorobado y éste se tambaleó como siestuviera borracho. Luego un hombre dela fila empezó a cantar el himnofalangista, el Cara al sol, y todos losdemás le acompañaron. Un disparo, y«el jorobado se irguió como si quisieraconvertirse en un gigante antes de caersepara siempre. Después, muchos disparosmezclados con voces de valor y orgullo,de mística y miedo. Y más disparos.Luego, el silencio… y la soledad».

Más tarde Castro habría de meditarsobre la escena:

«Lentamente, con un mirar curioso yprofesional, comencé a pasearme entrelos cadáveres y a mirar los gestos, a

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medir el miedo en los ojos que no sehabían cerrado. Y a ver las moscas queparecían volar o posarse nerviosas ycomo sorprendidas de aquel gigantescofestín que no habían figurado nunca».

Al final, Castro hubo de admitir quese sentía cansado.

Un famoso escultor izquierdista,Emiliano Barral, tranquilamentearrodillado hacía croquis de un cadáverrebelde, y un fotógrafo de prensa sacabafríamente fotos de las personas queestaban siendo ejecutadas. De prontorecobró su humanidad. Corrió hacia unguardia de asalto gritando:

—¿No ve lo que está ocurriendo?

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¿Por qué no hace usted nada?—¿Hacer algo? —contestó el

guardia con un ademán de impotencia—.¿Qué puedo hacer yo?

Un guardia civil, no obstante, estabaintentando hacer algo. Gritó:

—¡Nadie ha dado la orden de matar!Estos soldados se han rendido. ¡Su vidaes sagrada!

Un chillido replicó, como un eco queemergiese de las profundidades deltorturado espíritu hispano: «¡Ya nada essagrado!».

Pero antes de que los milicianosfusilasen a un grupo de hombres,consintieron que les confesase un

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sacerdote prisionero. Clamó antes decaer:

—Que Dios nos perdone… y avosotros también.

Finalmente, aproximadamente el70% de los oficiales y cadetes rebeldesy el 30% de los falangistas yacíanmuertos; entre ellos estaba el cadeteJosé de la Cruz Presa, hijo del generalrepublicano de la Cruz Boullosa, quehabía intentado convencer al muchachode que abandonase la Montaña antes dela batalla. La sed de sangre de lamuchedumbre ahora cedió paso a lacodicia de las armas.

Los guardias de asalto ya se habían

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apoderado de los cerrojos y de la mayorparte de la munición, pero losmilicianos registraron todos losedificios en busca de armas,arramblando de paso con todo lo quepudieron encontrar: ropas, manteles,cortinas, alfombras. Un hombre arrojabafusiles desde una ventana a suscamaradas situados abajo, y otrosinvadían el depósito de armas. De élsalieron centenares de cajas negras, ypronto miles de personas blandíanpistolas Astra de cañón largo.

Cuando Arturo Barea abandonó elcuartel de la Montaña, echó una ojeadaal imperio de los oficiales y vio

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militares muertos «yaciendo encompleto desorden, algunos con losbrazos echados sobre una mesa, otros enel suelo, algunos en los alféizares». Enla explanada pasó por encima deincontables cadáveres.

El pueblo había obtenido una granvictoria.

6.

Al tiempo que miles de combatientesasaltaban el cuartel de la Montaña, otros

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millares intentaban tomar el deCampamento, muchos de ellos dirigidospor Cipriano Mera, el albañil anarquistaque había ido allí precipitadamenteantes del alba, con algunos de suscamaradas, en un amplio automóvil«requisado». Unos mil quinientoshombres defendían aquel baluarte,capitaneados por el agresivo generalGarcía de la Herrán.

García había tratado frenéticamentede volver a llamar por teléfono algeneral Fanjul desde que suconversación fue cortada el día anterior,pero todas sus tentativas resultaroninútiles. Así pues, al no poder coordinar

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planes de huida con Fanjul, García vioque era imposible ayudarle,especialmente después de que laaviación republicana bombardeóCampamento, disuadiendo alcomandante de la artillería ecuestre desu intención de enviar hombres y armasa la Montaña.

De todas maneras, ya era demasiadotarde; la Montaña había caído yCampamento estaba cercado por unanube de feroces atacantes. Para Mera ysus acompañantes, la ofensiva casiparecía un juego inofensivo: avanzabande modo pausado, todos amontonados ycada cual dueño de sus actos. Ni

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siquiera una bala les pasó silbando.Pero entonces, cuando ya estaban muycerca, el enemigo súbitamente abriófuego y les barrió con ráfagas aquemarropa. Cayó un puñado deasaltantes y el resto volvió grupas,asustado.

Mera y sus hombres avanzaron denuevo, esta vez con mayor prudencia. Sedispersaron y estaban preparados paraarrojarse al suelo en cuanto el enemigoempezase a disparar. En esta ocasiónhubo nuevas bajas, pero noretrocedieron. Atacaron una y otra vez,aproximándose centímetro a centímetro.Más tarde, poco después de mediodía,

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se les unieron centenares de hombresque regresaban triunfalmente del cuartelde la Montaña.

En Campamento, el general García ysu adjunto, el teniente coronel ÁlvarezRementería, líder de la junta, habíanoído por la radio la caída de laMontaña. Y sabían que la noticiacircularía rápidamente y habría deafectar la moral de sus soldados, yadesmoralizados por los conflictos en elinterior del cuartel, el progresivoavance del enemigo y el bombardeoincesante.

—¿Qué te parece la situación,Alberto? —preguntó un oficial a

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Álvarez.—Mala, muy mala. Siempre te he

dicho que tendríamos que pelear solos, yno me equivocaba. Han puesto banderasblancas en el regimiento de artilleríaecuestre y en los otros barracones.

La batalla estaba perdida, loadmitía, pero había que salvar al generalGarcía.

—El destino de este hombre es el deser víctima de la debilidad ajena. Hayque sacarle de aquí pase lo que pase. Nopodemos permitir que esos canallas leasesinen. Nos defenderemos hasta elúltimo momento.

Álvarez convocó una reunión de

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oficiales y dijo a García:—General, tenemos que salvar su

vida. Es preciosa para todo el mundo.No debería dejarse matar aquí, porqueEspaña le necesita. Eusebio y Romántrataran de sacarle en el coche.

Luego, volviéndose a los demásoficiales, les dijo:

—Y puesto que poca cosa puedehacerse ahora, sálvense como puedan.

Pero nadie se movió.—Coronel —dijo un oficial—, si

tengo que volarme la cabeza parademostrar que sé cómo cumplir con mideber, estoy dispuesto a hacerlo ahoramismo.

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Los ojos del general Garcíabrillaron de gratitud y orgullo.

—Voy a morir en la calle —dijo.Luego, estrechando la mano de todos lospresentes, agregó—: Nos veremos,señores.

El general salió y caminótranquilamente hacia la puerta que dabaa la calle. Cruzó el puesto de guardia, yaen poder del enemigo, y nadie intentódetenerle. Entonces alguien exclamó:

—¡Es el general! Es el másculpable.

Sonó un disparo, García se llevó lasmanos al corazón y balbuceó mientrascaía: «¡Oh, madre!».

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Minutos después, cuando ya lamuchedumbre pululaba por el cuartel deCampamento, casi todos los restantesoficiales habían ya sucumbido.

En medio del delirio, Mera recorriócon la mirada el terreno sembrado decadáveres. Muchos de los muertos erananarquistas que jamás habían empuñadoun arma y lo ignoraban todo acerca de laguerra. El militarismo, con su disciplina,sus jerarquías, su franco desprecio porel individuo, era para ellos uno de lospeores males sociales. Se trataba de unafilosofía, un sistema completamenteextraño al anarquismo. Sus hombres,desparramados por el suelo, habían

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muerto valientemente como anarquistas,no como soldados.

Pero había tantos…

7.

Tras la caída de la Montaña yCampamento, todo Madrid se convirtióaquella tarde del 20 de julio en ungrotesco circo donde algunos moríanjunto a quienes bailaban. Un cuartel trasotro se rendía a los republicanos, amenudo con nuevas muestras de coraje y

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nuevas matanzas por ambas partes. Elcapitán Palacios, antiguo oficial médicoque ahora trabajaba en el Ministerio dela Guerra, condujo su coche bajo unalluvia de balas de ametralladoradisparadas desde la torre de la basílicade Atocha, y aparcó cerca del cuartel deMaría Cristina, desde donde trató deconvencer a su viejo amigo, el coronelrebelde Tulio López, de que se rindiese.

—¿No te da vergüenza lo que hashecho? —le preguntó Palacios, como unpadre regañando a su hijo.

—Miguel —respondió evasivamenteTulio López—, dímelo como amigo.¿Están muy cerca las tropas de Mola?

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—¡Qué importa Mola! Te pido comoamigo que detengas este baño de sangre.

En aquel momento bombardearon elcuartel. Una humareda salió por laventana y el coronel se encaminó a lapuerta ondeando una bandera blanca porencima de ella. Palacios le insinuó quetratara de escapar. Pero Tulio López seentregó a los guardias de asalto asabiendas de que le aguardaba lamuerte.

El fin de la resistencia organizada enla capital señaló el inicio de unacampaña de francotiradores queconvirtió la mayoría de las calles en uncampo de batalla. Los derechistas

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disparaban desde los campanarios,tejados y balcones, abriendo fuego sobrecualquiera que vistiese ropas de trabajoo lanzando granadas sobre lamuchedumbre. Los republicanoscapturaron el Círculo de Bellas Artessólo a costa de una sangrientaconfrontación, y volvieron a tomar laCasa del Pueblo, blanco del fuegovomitado por un convento vecino,después de que éste se deshizo encascotes.

Había automóviles que recorrían lascalles a toda velocidad matando a tirosa componentes de las patrullaspopulares. Se ordenó a los milicianos:

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«Camaradas. Buscad coches con lasmatrículas siguientes: Madrid 46738,Madrid 32566, Madrid 42524, Madrid31653, San Sebastián 21345, Barcelona39184…».

—Camarada, ¿qué te has creído quesoy? —bramó un miliciano—. ¿Unamáquina de sumar?

Pero todos los coches fuerondescubiertos.

En aquel momento victorioso, nisiquiera los tiroteos aisladosconsiguieron que la gente se abstuviesede pisar la calle. Los que no andabancazando tiradores emboscados odesalojando de sus casas a sospechosos,

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se abrazaban, vociferaban sus lemas, seamontonaban en bares y cafés,brindando por cuenta de la casa si lospropietarios no querían parecersimpatizantes de los rebeldes pornegarse a servir gratis.

La plaza más rebosante de públicoera la Puerta del Sol, donde se habíancongregado miles de personas paramostrar sus trofeos: cascos, bayonetas,espadas, prismáticos, pistolas de todasclases. Cuando los militares leales algobierno salieron a exhibirse en elbalcón del Ministerio del Interior yalzaron el puño cerrado, el gentío entonól a Internacional y el himno nacional

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español, acompañándolo ruidosamentecon palmadas.

Inesperadamente, unos disparossurcaron el aire. La gente trató decorrer, pero estaba tan apretujada queapenas podía moverse. Un guardia deasalto exclamó:

—¡Todo el mundo al suelo!Todos le obedecieron sin pensar,

formando una colcha de cuerposhumanos que cubría por entero la granplaza. Luego se oyó una nueva orden:

—¡Cubrios la cabeza!¿Con las manos desnudas? ¿Acaso

era una broma? Entonces se dieroncuenta de que la «colcha» era un enorme

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blanco para los francotiradores quedisparaban rabiosamente desde losedificios que circundaban la plaza.Cuando alguien gritó: «¡Corred!», lagente se puso en pie de un salto yempezó a pisotearse mutuamente en suintentona de ponerse a salvo. Pero lasbalas parecían venir zumbando desdetodos los inmuebles y todas lasdirecciones, y las puertas de las casasya estaban saturadas.

Por fin, los milicianos y los guardiasde asalto, que acudieron al rescatedesde el cuartel de Pontejos,desalojaron a los tiradores de susescondrijos y restablecieron el orden, en

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tanto que llegaban ambulancias pararecoger a muertos y heridos. El puebloreanudó entonces su festejo como sinada hubiera ocurrido.

El terror y la embriaguez ya sehabían adueñado de Madrid.

Y en verdad, de un modo demasiadointenso para Christopher Lance, elingeniero inglés, que, como la mayoríade los inquilinos de los suntuososinmuebles de la calle Espalter, advirtióel fenómeno apretando la cara contra laventana. Vio bandas de hombres y«despeinadas» mujeres que descendíanla calle enarbolando cuchillos, pistolas

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y banderas rojas. Cuando se iniciaba untiroteo, los rostros desaparecían de lasventanas al instante y se bajaban todaslas persianas. Lance estaba a punto decerrar también los postigos cuando vioque una mujer de la casa de enfrente quelo estaba haciendo era alcanzada por losdisparos. Las balas se estrellaban contralas ventanas, y gritó a su mujer:

—Tripa abajo, Jinx.Cuando por fin se restauró la calma

en la calle, Jinx y su sirvienta salieroncon cestas de compra para almacenarcomida y combustible mientras aúnpudieran moverse libremente. Perotodas las tiendas estaban siendo

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saqueadas por rufianes con los quenadie se atrevía a enfrentarse. Las dosmujeres, aterrorizadas, regresaron acasa con sus cestas prácticamentevacías.

Mientras tanto, Lance fue a suoficina en el Paseo del Prado ydescubrió que casi ningún empleadoespañol había acudido al trabajo.

—Si los navarros no vuelven apresentarse —le dijo un ayudante—,¿podrás arreglarte?

—No hay que asustarse —respondióLance—. Todo esto pasará pronto.

—Me temo que esta vez no. Esdecir, a menos que el ejército consiga

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una rápida victoria.Lance volvió a su domicilio

preguntándose qué debería hacer.¿Cómo podría llevar adelante susnegocios si el pueblo se negaba aescuchar a la voz de la razón y a dejar elgobierno en manos de los ciudadanoscultivados y patrióticos, con una granexperiencia en la tarea de gobernar?

—¿Recuerdas a aquel pequeño yatildado monárquico del hotel Savoy, elcoronel Pin illa? —preguntó a Jinx—.¿Recuerdas que me dijoconfidencialmente que pronto iba aproducirse una confrontación? ¡PorJúpiter, tenía razón!

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El capitán Orad de la Torre estabapálido y tenía hondas ojeras. Por lamañana había estado eufórico. El pueblono sólo se alzaba por fin contra susexplotadores, sino que él estabadesempeñando un destacado papel en elhistórico drama. Pero ahora, tras elmagno triunfo, se sentía deprimido. Lamelancolía le había invadido después deconcluida la batalla de la Montaña,cuando paseaba por las ruinascontemplando las horrorosas secuelasde su excelente puntería, de la lucha porla libertad a la que tan ardientemente sehabía consagrado.

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Luego le llegaron las noticias sobresu hermano y su sobrino, ambos muertospor un obús en Campamento. Un obúscomo los ciento ochenta que él mismohabía lanzado aquella mañana. Y ahora,por la tarde, visitaba el depósito decadáveres con su hermana, tratando dehallar e identificar los cuerpos. Una vezmás aspiraba el hedor de los muertos, dela gente que le había seguido esamañana a la Montaña, que habíacombatido a su lado; de quienes habíantratado de matarle.

Finalmente él y Rosa encontraron asus parientes, el sobrino y su padre. Elmuchacho sólo tenía quince años, pero

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su rostro, que ahora parecía mármolblanco, hacía que aparentase doce, unadolescente que apenas había vivido,pero que ya había asimilado que existíaalgo más importante que la vida.

Había otras personas recorriendo lasdos hileras de cadáveres en busca de unhijo, un hermano o hermana, padre,marido, novio. Una mujer joven seacercó a Rosa y le preguntó:

—Perdone, pero ¿sabe usted dóndepuedo encontrar a los que lucharon en elcuartel de la Montaña?

Rosa se lo indicó: «Allí. Encontraráa muchos…».

La mujer, advirtiendo el mono azul

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de Orad de la Torre, añadió, titubeante:—Me refiero… a los otros.—Aquí están todos juntos.La muchacha dijo que estaba

buscando a su hermano, y luego agregóen voz baja para que Orad de la Torreno le oyera: «Era falangista».

Conmovida por la desesperación dela joven, Rosa se ofreció aacompañarla. El capitán, que había oídoa medias lo que dijo la extraña, quisodecirle que él también iría, pero dealguna forma no parecía adecuado.Quizá uno de sus obuses había matado asu hermano.

—Ve con ella, Rosa —dijo—. Te

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esperaré fuera.Fue a la entrada y observó a varios

hombres que apilaban féretros sin pintaren un camión: cuerpos sin identificarque serían sepultados en una fosacomún, republicanos y rebeldes juntos.

Las dos mujeres caminaron entre loscadáveres hasta que de pronto laacompañante de Rosa se detuvo ante elcuerpo de un joven que todavía tenía elpelo bien peinado y mostraba en elpecho tres diminutos agujeros. Seinclinó y le besó suavemente la frente.Entonces las dos mujeres se abrazaron yse echaron a llorar.

Cuando salían unidas por el brazo,

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Orad de la Torre seguía mirando cómocargaban los ataúdes en el camión.

Diez fusiles, una metralleta, unosdoscientos cartuchos, algunos cascos: unbotín desalentador. Pero aquellosdespojos eran todo lo que el PartidoObrero Unificado Marxista (POUM)pudo escamotear del cuartel de laMontaña, donde se habían vistoampliamente superados en número porotros grupos izquierdistas. Y nadieestaba más disgustado que HippolyteEtchebéhére, que tuvo que mantenerse almargen de la batalla porque no tenía un

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arma.Sus intensos ojos castaños,

engastados en una cara larga y taciturna,reflejaban su determinaciónrevolucionaria. El y su atractiva mujer,Mika, se habían unido al POUM lavíspera, recién llegados de París paracombatir en las filas antifascistas. Hippoera el más extremista de los dos. Nacidoen Argentina en el seno de una familiavasca de clase media, se había vueltoradical en 1919, al ver que la policía deBuenos Aires abatía a trabajadores delmetal en huelga, y unos años más tardese marchó a Europa con Mika, unaamiga argentina, para contribuir a

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provocar una agitación mundial.Ambos eran seguidores de León

Trotsky, y se sentían a sus anchas en elPOUM porque este partido era detendencia trotskista. La pareja habíaabjurado del estalinismo cuando fuerona Berlín en 1932 para ayudar a que loscomunistas se hicieran allí con el poder;pero vieron como sus camaradasalemanes se derrumbaban casi sin luchaante las hordas nazis. Pensaban queStalin ambicionaba el poder únicamentepor el afán de poseerlo, y que utilizabapara sus propios fines egoístas a lospartidos comunistas de otros países. Adiferencia de Trotsky, no le interesaba

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una inmediata revolución a escalaplanetaria.

España, empero, no podía ser comoAlemania. Aquí existía una auténticaoportunidad de provocar unainsurrección proletaria que seextendiese a todos los demás países, yaque las organizaciones de trabajadoreseran poderosas y estaban absolutamenteabocadas a la victoria o a la muerte. Aligual que ellos dos. Hippo, en especial,saboreaba la atmósfera revolucionariade Madrid. Mika tenía dudas de vez encuando.

—Hippo —le había preguntado unavez en que pasaban por delante de una

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iglesia en llamas—, ¿tú crees quequemar una iglesia es un actorevolucionario?

—Sí —respondió él—, y no teaconsejo que digas a esos hombres,como estás pensando, que dentro hayobras de arte que no deberían serdestruidas. ¡Lástima por las obras dearte! La Iglesia en España siempre haservido al rico en contra del pobre;siempre ha sido un instrumento deopresión. ¡Déjales que quemen susiglesias!

Hippo no podía contener suimpaciencia por luchar, y no porque selo ordenase ningún partido político, sino

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su conciencia. A diferencia del PartidoComunista, el POUM no pretendíaposeer un solo espíritu colectivo. Noexistían normas dictadas por un amosupremo; el partido estaba simplementeunido por una fe común. Todo el mundopodía afiliarse a él, y casi todos lohacían, incluso cierto número de jóvenesprostitutas. Mika había detestado a lasrameras de París, que solían dedicarlecomentarios obscenos siempre que secruzaba con ellas. Pero aquellas otraschicas parecían enteramenteconsagradas a la causa.

El problema estribaba en que elPOUM tenía un considerable poder en

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Barcelona, pero apenas poseía adeptosen Madrid. Aquí era mucho máspoderoso el Partido Comunista, queintimidaba a numerosos afiliadospotenciales, y además el POUM carecíade auténticos dirigentes y de miembroscon instrucción militar. Ahora, Hippo, alexaminar la patética pila de «despojos»de la Montaña, vio llegada laoportunidad que había estado buscando.

—¿Sabéis por lo menos cómo usarestas armas? —preguntó a sus nuevoscamaradas.

Estos, de improviso, le miraron conrecelo. ¿Les tomaba el pelo? ¿Osimplemente quería arrebatarles un

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fusil? Al ver su reacción, Hippo sonrióy dijo:

—No os estoy pidiendo que me deisun fusil. Solamente me gustaríaenseñaros cómo se usan estas armas.Llevadlas a la otra habitación.

Su hostilidad se desvaneció yrecogieron los fusiles. Mika no intentóseguirles. Comprendió que se trataba deun asunto de hombres, que suscamaradas, españoles que seenorgullecían de su aptitud para elcombate, nunca le perdonarían que ellaestuviera presente mientras revelaban suignorancia y torpeza.

Sabía que Hippo pronto llegaría a

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ser su líder y se pondría al frente de unareducida milicia propia. Pero muy pocopodría luchar con ella; aparte de quequizá tendría que librar una batalla endos frentes, pues los comunistas tambiénestaban creando pequeñas milicias, yStalin sin duda las apoyaría en lamedida en que sirviesen a sus intereses.Y uno de sus principales intereses enaquel momento no era la revolución,sino la destrucción del trotskismo pordoquier.

Enrique Castro Delgado era uncomunista que no dudaba de que Stalindeseaba volver marxista a España. Y

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tampoco dudaba respecto a la fórmulaestalinista. Cuando Castro pensaba enlos muertos y las moscas querevoloteaban sobre ellos aquellamañana en el cuartel de la Montaña, dehecho sonreía y estaba contento. Tras lacaptura de la fortaleza, los dirigentescomunistas le habían felicitado por suactuación.

—Camarada Castro —le dijoDolores Ibárruri—, el partido se sienteorgulloso de ti. Tú… eres un ejemplopara todo el partido. Esperamos quesigas siéndolo…

No estaba claro si la Pasionaria leensalzaba simplemente por su pericia

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como dirigente y su astucia militar en elataque a la Montaña, o por sudespiadada ejecución de losprisioneros; a pesar de su lenguaviperina, Dolores nunca había parecidoinclinada al asesinato a sangre fría.

—Y ahora, Castro —le dijo—, tomaesta pistola que te regala el partido conla seguridad de que la pone en buenasmanos.

Castro tomó la pistola y todos losdirigentes le dieron la mano. Iba a tenerel grado de comandante y ser el jefe deun nuevo Quinto Regimiento que loscomunistas habrían de dirigir. Si todoiba bien, dicho regimiento sería el

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núcleo de un ejército del Frente Popularque ganaría la guerra y aseguraría ladominación del partido en el gobiernoposterior al conflicto. Era la tarea queCastro había codiciado.

Pocas horas después, asentó elcuartel general del Quinto Regimiento enel convento de Franco Rodríguez. Losedificios de ladrillo del recinto, incluidala iglesia, se transformaron enbarracones y oficinas, y el amplio patiose convirtió en terreno de instrucción.Crearía un ejército —prometió Castro—«capaz de aplicar la fórmula cada día,cada hora, cada minuto». Calculaba quesi se aplicaba en una escala cien mil

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veces superior a la del ataque a laMontaña, habría alcanzado su objetivo.Y trataba de imaginarse los cadáveres ylas moscas que había vistomultiplicados por cien mil.

Castro reunió a sus oficiales en unade las habitaciones y discutió la fórmulacon ellos:

—Camaradas… sólo ganando estaguerra podremos llegar a la revolución,al socialismo, a ser una repúblicasoviética más… Ya sabéis, camaradas,que para hacer la guerra se necesita unejército. Eso significa que tendremosque crearlo, y lo más rápido posible…Pero para crear dicho ejército hay que

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reclutar muchos hombres… y enseñarlesa matar de tal manera que la función seconvierta en un arte. Vamos aconvertirnos, por tanto, en organizadoresde este ejército. ¿Está claro?

—¡Si!—Este ejército será nuestro ejército.

Fijaos bien: nuestro ejército. Pero sólonosotros lo sabremos. Para los demásserá la milicia del Frente Popular.Nosotros, los comunistas, ladirigiremos, pero ante todo el mundodebemos presentarnos… comocombatientes del Frente Popular. ¿Estáclaro?

—¡Sí!

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—En primer lugar, constituiremosgrupos de cinco hombres… que alatardecer empezarán a buscar a losfascistas. En segundo lugar, hay queiniciar una campaña de reclutamiento encada barrio. Necesitamos miles dehombres… de todas las tendencias,puesto que se trata de un ejército delFrente Popular.

Y Castro sonrió.Pero ya no sonreía más tarde, esa

misma noche, cuando las patrullas decinco hombres que había enviadoregresaron con presuntos fascistas. Lehorrorizó la falta de «entusiasmo» desus hombres por aquel cometido.

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Convocó a los jefes de las patrullas yles dijo:

—Me encuentro con hombres llenosde desgana, con hombres que parecenavergonzarse de este trabajo nocturno enque hay que asaltar casas y sacar gente arastras o matar gente que ni a rastrasquiere salir de la casa. ¡Camaradas, éstaes una lucha a muerte! El bando quemate más hombres y más rápidamentevencerá… Hoy lo más importante esaprender a matar, saber cómo hacerlo,no cansarse de hacerlo. A un camaradase le pueden perdonar muchas cosas,muchas, pero hay una que no es posibleperdonarle: no saber matar, no querer

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matar.Luego Castro envió a sus hombres a

los barracones a dormir. Dormid bien,les dijo, con la conciencia tranquila.

Aquella noche del 20 de julio, elpresidente Azaña celebró una recepciónen honor de sus ayudantes palaciegos.Les recibió con una melancólica sonrisa.Sabía que la victoria de Madrid lahabían forjado manos que goteabansangre española; en cualquier caso, noera su propia victoria. Los sindicatos —la UGT socialista y la CNT anarquista— eran ahora los auténticos amos de laEspaña Republicana. Y el brazo armado

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más eficaz de los socialistas era laJuventud Socialista, cuyo líder, SantiagoCarrillo, servía discretamente a loscomunistas.

Así pues, la milicia de la extremaizquierda era entonces en gran medidaresponsable de la ley y el orden, y loshorrores de la Montaña parecían unejemplo de lo que aquellos milicianosentendían por justicia. Mientras Azaña,sentado ante su escritorio, tomaba café eintercambiaba agudezas con susinvitados, seguían resonando losdisparos por toda la ciudad. Y ahora noprocedían de los francotiradores, sinode milicianos que fusilaban

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salvajemente a los civiles sospechosos yde los pelotones de ejecución de los dosoficiales extremistas que estabanprocesando en juicios sumarioscelebrados en la Casa de Campo a loscombatientes rebeldes prisioneros y lospasaban por las armas allí mismo.

Y así como se propagaba larevolución de la izquierda, así tambiénse extendía el alzamiento derechista. Eracierto que Madrid seguía siendorepublicana y había desbaratado losplanes para un rápido golpe, y queasimismo Barcelona se mantenía lealdespués de que las fuerzas dirigidas porlos anarquistas aplastaron a las fuerzas

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rebeldes. También Valencia y otrasimportantes capitales continuaban enmanos del gobierno. Más aún, losrebeldes habían sufrido un tremendorevés cuando el general Sanjurjo, en rutadesde Lisboa a Burgos para ponerse alfrente de un nuevo régimen nacionalista,pereció en accidente aéreo.

Pero la lucha seguía en su apogeo entodas partes, y en todos los lugares enque los insurrectos dominaban estabanexterminando a los miembros del FrentePopular como si fuera una cuestión deprocedimiento oficial. El generalGonzalo Queipo de Llano, conquistadorde Sevilla, había ordenado el

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fusilamiento de miles de personas: decasi todas las que habían votado por elFrente Popular. Y el general Mola, ElDirector del alzamiento, estabaplenamente de acuerdo con estaconducta. El 19 de julio, en una reuniónde alcaldes que tuvo lugar cerca dePamplona, había declarado:

—Es necesario crear una atmósferade terror. Tenemos que dar impresión dedominio… Todo aquel que pública osecretamente es partidario del FrentePopular debe ser fusilado.

El café de Azaña era bien amargo.

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CAPÍTULO IIIEL

ESTANCAMIENTO

1.

La mañana del 21 de julio, las carreterasque llevaban de Madrid a la sierra deGuadarrama rebosaban de camiones,limusinas, autobuses, coches

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destartalados, bicicletas. La miliciamadrileña había obtenido una pasmosavictoria sobre los rebeldes. De la nochea la mañana había formado un ejércitopopular, por muy desastroso eindisciplinado que fuese, y habíadestrozado a las fuerzas que confiabanen resistir hasta que las tropas delgeneral Mola acudiesen a auxiliarles.

Pero la batalla decisiva aún teníaque librarse. Mola se acercaba. Si sushuestes conseguían abrirse camino porlos dos puertos vitales, el Alto del Leónal noroeste y Somosierra al norte, eracasi seguro que podrían barrer lasllanuras que daban acceso a la ciudad y

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capturarla sin ayuda de los rebeldes quese encontraban dentro de ella. Porconsiguiente, la consigna era: «¡A lasierra!», y miles de republicanos seprecipitaban hacia las montañas paraevitar que el enemigo franquease lospasos.

No todos los combatientes, sinembargo, se quedaron en los montesmucho tiempo. A Antonio Gómez,afiliado a la UGT socialista, le habíanengatusado para que transportase alfrente a tres amigos anarquistas. Estoshabían requisado un coche, pero nosabían conducirlo.

—¡A la sierra! —gritaron los

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anarquistas.Pero ¿por qué no tomar antes unas

copas? Así que Gómez les esperó en elcoche mientras ellos iban de bar en bar,tambaleándose y pidiendo alcoholgratis. Por fin los hombres estuvieronpreparados para el combate. Perocuando llegaron a las estribaciones delGuadarrama, uno de ellos ordenó aGómez que regresase a Madrid.

—¡Alguien tiene que quedarse atrásy proteger la ciudad! —argumentó.

Gómez se detuvo en un control, seapeó y dijo tranquilamente a losguardias:

—Esta gente no quiere luchar. Estoy

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desperdiciando gasolina. Tal vez sivosotros les hablarais…

Uno de los guardias ordenó a lostres amigos que fuesen al frente, perocuando el coche ya llevaba un ratotraqueteando, los anarquistas exigieron aGómez que parase de nuevo. Era tarde,estaban borrachos y querían dormir allímismo, en el vehículo. En mitad de lanoche, todos se despertaronsobresaltados. Uno de los hombreshabía disparado accidentalmente ytraspasado el techo del coche: la únicavez que uno de ellos había apretado elgatillo a lo largo de aquel día. Horasdespués, proseguían de nuevo su

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trayecto hacia el Guadarrama, peroapenas acababan de comenzar elascenso a las colinas cuando alguienobservó:

—Aquí no hay rebeldes. Volvamos aMadrid.

Gómez giró y emprendió el caminode vuelta, depositando a sus pasajerosen el bar más próximo. Los hombresestaban en vena combativa. ¡Qué Diosayudase al camarero que se atreviese anegarles un trago gratis!

Aunque algunos republicanospreferían luchar en los bares, casi todosoptaron por hacerlo en las montañas. Al

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alba del 22 de julio, el pueblo deGuadarrama desbordaba de un gentíocompuesto por milicianos, guardias deasalto, guardias civiles y reclutas quecumplían su servicio militar: unos tresmil combatientes republicanos. Mástarde se les unieron los soldados de laguarnición de Wad Ras, en Madrid, quehabían permanecido neutrales hasta quela Pasionaria y un jefe milicianocomunista, Enrique Líster, les incitarona luchar contra los rebeldes. Los doscomunistas habían tenido la perspicaciade ir a los barracones y prometer a susocupantes, principalmente campesinos,que poseerían su propia tierra una vez

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que ganaran los republicanos.Acompañados de Dolores y Líster,

los soldados partieron en seguida haciael Guadarrama. Al llegar, los dosdirigentes se dirigieron rápidamente alcuartel general local y encontraron a losoficiales del gobierno inclinados sobremapas militares en una pequeñahabitación iluminada por la luz de unalámpara. ¿Había llegado un nuevoregimiento de infantería?

—Que pasen la noche en la plaza —dijo un oficial—. Ya veremos qué sehace con ellos mañana.

La Pasionaria refirió más tarde quese puso furiosa.

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—No sé nada sobre la ciencia de laguerra —contestó—, pero tengo lafortísima impresión de que si dejamosahí a esos hombres, ninguno de ellosquedará con vida para despertarmañana. ¿No cree que sería mejorllevarlos al frente esta noche, para quesi el enemigo decide atacar mañana seencuentre con una sorpresa: unregimiento militar adiestrado yorganizado?

—No estamos familiarizados con lacarretera que lleva a la montaña y nodisponemos de ningún guía.

El alcalde de Guadarrama intervino:—Puedo enseñarle un camino por

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donde el enemigo no podrá verlos.—En ese caso hable con el jefe del

regimiento.Los dos dirigentes comunistas

empezaron a sospechar que los oficialeseran «traidores». Y parecía haber unarazón para desconfiar de algunos deellos. En realidad, algunos se habíanpasado al enemigo tan pronto comotuvieron la ocasión de hacerlo.

El renegado más notable era elcoronel Juan Carrascosa Rovellat, quehabía comandado el regimiento decomunicaciones del cuartel madrileñode El Pardo. Cuando cayó la Montañahabía dicho a sus superiores que estaba

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dispuesto a cruzar el Guadarrama con suregimiento para arrebatar Segovia a losrebeldes. Al amanecer del 21 de julio,sus hombres, entre los que se hallaba elhijo del líder socialista LargoCaballero, se habían amontonado encamiones y, gritando «¡Muerte a losfascistas!» con el puño cerrado, elconvoy había abandonado la capitalrumbo a las montañas.

Cerca del Alto del León, losmilicianos, sin ningún motivo parasospechar una traición, contribuyeron aallanar el camino para que los camionespudieran cruzar. Y pronto los vehículosavanzaban a tumbos por el otro lado de

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la montaña, adentrándose en territoriorebelde, donde Carrascosa entregó elregimiento, completo, a los hombres deMola. El hijo de Largo Caballero yotros soldados que se negaron a cambiarde bando fueron hechos prisioneros, ylos que se habían convertido endesertores se hallaban ahora entre losinsurgentes encima del Alto del León,dispuestos a abalanzarse sobre Madrid.

Pero los republicanos apostados enGuadarrama, que se disponían a atacarla cima por la mañana, se interponían ensu camino. Los milicianos ya habíanfusilado a unos quince miembros del«comité de bienvenida» a los fascistas,

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entre ellos al panadero local y alestanquero y esposa. Ahora había quedesalojar al enemigo de los picos.

Ramón Sender, famoso escritor quese había unido a la milicia, se hallaba enla larga columna lista para partir. Loscamiones estaban parados en medio dela carretera, llenos de hombres y deartillería, en tanto otros combatientes sesentaban en las cunetas bajo el sol.Todos estaban impacientes, a la esperade la orden de avanzar. Pero ésta nollegaba.

Sender y sus compañeros estabanfuriosos. ¿Por qué el comandante nohabía dado la orden? De repente se

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produjo un tiroteo en medio de ellos.Probablemente algunos milicianos que,en su frustración, disparaban al azar,pensó Sender. Se volvió y vio a unanciano oficial que se tambaleaba ydesplomaba mientras su pistola caía asus pies. Alguien la recogió y gritó:

—¡Es el coronel Castillo!El coronel Enrique Castillo iba a

encabezar la operación. Él y sus doshijos se habían adherido a la causarepublicana, aunque torturados por sujuramento de lealtad al gobierno y suamistad con los hermanos oficiales delbando rebelde. Y la angustia del coronelhabía sido tanto más grande cuanto que

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sabía que los milicianos desconfiabande ellos, lo mismo que de todos losmilitares profesionales. Al cabo,Castillo resolvió el dilema disparándoseuna bala en el cerebro.

—Si todos los oficiales que nocomprenden la causa del puebloimitaran su ejemplo —dijo un milicianoa Sender—, nos ahorraríamos cantidadde cartuchos.

Cuatro horas de espera, y la ordende avance seguía sin llegar. De pronto,el enemigo en la cumbre golpeóprimero, con un bombardeo de obusesque sacudió el pueblo como si los

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demonios se hubieran infiltrado en supellejo. ¡Así que por eso los hombreshabían estado esperando! Sender y losotros se olían la traición. Primero sujefe se suicidaba, luego el enemigoatacaba. Se disiparon todas las dudas.Les habían engañado para queholgazanearan hasta que los rebeldespudieran instalar su artillería e iniciarun bombardeo masivo.

Sender trató de cobijarse en elayuntamiento, pero ya estaba atestado deguardias civiles y de asalto, y se quedófuera, apretándose contra una columnade piedra. Durante las pausas entreandanadas, los hombres saltaban a los

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camiones desde sus refugios, y losvehículos que todavía funcionabanascendieron locamente, dando tumbos,por la cuesta que llevaba al Alto deLeón. Nadie dirigía la maniobra. Nadietenía un plan. La milicia se limitaría aabrirse camino hasta la cumbre tomadapor el enemigo.

—¡Arriba, camaradas! ¡Vamos alibrarnos de esos cañones con las manosdesnudas!

Sender se sentía extrañamentealegre. En derredor de él, por todaspartes yacían cuerpos mutilados queabrazaban, se diría que casiamorosamente, la tierra calcinada que

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habría de acogerles. Desparramados pordoquier se veían piezas de camión yrestos de armamento. Las casas eranesqueletos reducidos a polvo. ¿Quiénesperaría salir ileso de aquellacarnicería? Pero por lo menos podríacaer combatiendo, y no aferrado aaquella columna. El camión que habíadelante del suyo volcó, y oyó que loshombres desperdigados por la carreterase reían. ¿Se reían de sí mismos o de lamuerte? ¿Eran valientes o simplementeincapaces de analizar seriamente unasituación? Ni siquiera un español podíacomprender plenamente el enigmáticocarácter hispano.

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Bloqueada la carretera por elcamión volcado, todos saltaron de losotros vehículos y corrieron hacia losbosques que bordeaban ambos lados delcamino.

—¡Arriba! ¡Vamos por ellos!Una caravana de hombres

agachados, reptantes, avanzabacentímetro a centímetro, arbusto trasarbusto, árbol tras árbol. Eran el únicoobstáculo que mediaba entre el enemigoy Madrid.

«¿Y los jefes? ¿Dónde estaban losmandos?», se preguntó una vez másSender. «¿Por qué estábamos allí sindirigentes?… Tal vez el conocimiento

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militar técnico no se imparte a lossoldados rasos cuando no son tropamecanizada… sino sólo campesinos yalbañiles».

Sender miró en torno para ver a suscamaradas.

«Vi que dos de ellos estabanmuertos, aunque se mantenían erguidos yseguían avanzando… Su rostro estabaperdiendo la expresión y su mirada lavivacidad, pues es lo primero quemuere. A través de los ojos de losmuertos vimos la desolación en suinterior… Tal vez yo también estabamuerto».

Finalmente, el fuego se hizo tan

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intenso que ni siquiera los muertosambulantes pudieron seguiravanzando…

—No os vayáis, camaradas. Nobajéis al pueblo. Os traeremos lo quenecesitéis.

Les suplicaban así dos muchachasque habían trepado hasta llegar a elloscomo dos ángeles sin alas.

—¡Por lo menos quedaos hasta queoscurezca! Ha venido un inspector delMinisterio de la Guerra, y van areemplazar a los oficiales y a enviarartillería.

Las muchachas, vestidas con monosy con el pelo recogido por cintas rojas,

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prometieron que volverían con cartuchosy comida. Pero una de ellas fue abatiday muerta antes de que pudiese regresar,aunque su temple encendió el ánimo delos combatientes.

Sender y sus compañeros avanzaronde nuevo. Algunos llegaron a la cima. Yotros —los guardias civiles— lacruzaron, volviéndose de pronto ydisparando contra sus «camaradas» altiempo que gritaban: «¡Arriba España!».

Los republicanos resistieron, y loshombres de Mola no consiguierontraspasar las cumbres que el enemigocontrolaba hasta que acabó la guerra.

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2.

La mañana del 22 de julio, CiprianoMera, seguido por sus compañerosanarquistas y algunos guardias civiles yde asalto, fue a las ciudades próximasde Alcalá de Henares y Guadalajara, enpoder de los rebeldes y al nordeste deMadrid. Sabía que una columna salidade Pamplona se encaminaba haciaGuadalajara para tratar de ensamblarsecon los defensores locales y avanzarhacia Madrid, mientras otras fuerzas

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insurgentes se abrían camino por lospasos del Guadarrama, más al norte.

Aunque en teoría un coronel delejército habría de comandar elcontingente republicano, los anarquistassólo acatarían órdenes de Mera. Y élhabía ordenado avanzar sin tregua. Nosólo tenía que derrotar a los hombres deMola en ruta hacia Guadalajara, sinoque apenas lograba contener suimpaciencia por saldar un asuntopersonal. Cuando antaño había estadoencarcelado en aquella ciudad, uncarcelero le había tratado brutalmente.Ahora liberaría a todos los presos allíretenidos y ajustaría cuentas con el

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hombre que le había hecho sufrir.Hacia las 9 de la mañana, la

caravana se abrió paso a través deAlcalá y, después de tomarla, prosiguiósu camino hacia Guadalajara. Sedetuvieron junto al río Henares, y loshombres saltaron de los camiones ycorrieron hacia el puente que conducía ala ciudad. Pero una ametralladora lesescupió su bienvenida. Las bajasaumentaron cuando un avión republicanodescargó por error sus bombas sobreellos, que lo más que pudieron hacer fueagitar sus puños hacia el cielo. Pese ahaber perdido numerosos camaradas,Mera y sus hombres se aprestaron para

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lanzar un nuevo y suicida ataque.¡Esperad, esperad!, aconsejó el coronelal mando. Llegarían refuerzos. ¿Por quémorir innecesariamente?

Mientras discutían, los refuerzosllegaron, en efecto, y los milicianosvolvieron a tratar de cruzar corriendo elpuente, pero fueron de nuevoacribillados. Sin molestarse en consultaral coronel, Mera condujo a un grupo dehombres río abajo, y lo vadearon con elagua al cuello. Luego se precipitaron decasa en casa hasta que hallaron laametralladora. Quedó silenciada enseguida. El resto de los atacantes selanzaron hacia el puente y los enemigos

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que no habían muerto huyeron. Mera, elantimilitarista aficionado, ya estabademostrando sus dotes como jefeguerrero.

Ahora se desplazaba cautelosamentehacia el centro de la ciudad, pegándosea las paredes, cuando de súbito topó conun civil desarmado. Los dos hombres semiraron y el civil se puso pálido. ¡Era elantiguo carcelero de Mera! Lolamentaba, musitó el hombre. No hacíaotra cosa que cumplir con su deber.¿Tenía él la culpa de ser carcelero?Tembló ante lo que parecía su destinoinevitable. Mera calló durante unmomento, y luego dijo despectivamente:

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—No tiene nada que temer de mí,¡pero sí de los demás!

Algunos de sus camaradas tambiénhabían estado encarcelados en la prisiónde Guadalajara.

Mera escoltó al carcelero pordelante de la larga fila de hombres quevenían tras él. Algunos levantaron susfusiles. Pero no se atreverían a matar aalguien que Mera protegía. Cuando elprisionero quedó fuera de peligro, Meraregresó y, tras haber liberado a todoslos presos que quedaban en la cárcel, sefue con sus camaradas a celebrarlo en laciudad. Había obtenido un importantetriunfo sobre los rebeldes… y sobre sí

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mismo.

Pocas horas después de haber caídoGuadalajara, combatientes de refrescoprocedentes de Madrid llegaronrápidamente a la ciudad tomada paraimpedir que las tropas de Mola, venidasdesde Pamplona, la rescatasen. Y lamilicia trotskista del POUM, al mandode Hippo Etchebéhére, constituiría lavanguardia de los refuerzos.

Los hombres de Hippo y otrosmilicianos no tardaron en arrollar todaoposición y entrar en Sigüenza,derrotando a los rebeldes locales antesde que llegasen las tropas de Mola.

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Mika, la mujer de Hippo, que ayudaba almédico en la retaguardia, quedó porprimera vez expuesta a los horrores dela guerra y vio, conmocionada, ahombres con enormes heridas abiertas,algunos debatiéndose con un últimohálito de vida y otros ya sin ella. Ya nopodía considerarlos meramente comorevolucionarios o fascistas, de derechao de izquierda, sino como seres humanosque reaccionaban de igual modo ante eldolor y contemplaban fijamente a lamuerte con idéntica inocencia. Todavíael odio no la había embargado. Era unarevolucionaria, ¿pero se podíarealmente construir un mundo mejor en

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un cementerio? ¿No existía un vínculomoral entre fin y medios? Aunquereflexionaba sobre estas cuestiones, norevelaría sus dudas a Hippo.

Ni siquiera la victoria pondría fin alas muertes, porque Hippo habíaadvertido a sus hombres de que lossaqueadores serían ejecutados.

—Somos milicianosrevolucionarios, no una banda deladrones —dijo.

Y Manuel, un hombre que habíahecho caso omiso de la advertencia,había sido «juzgado» y fusilado.

«Dormíamos en el suelo, sobrecolchones, uno junto a otro y agarrados

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de la mano», recordaría Mika másadelante. «Pero nunca habíamos estadotan distanciados, con Hippo sumido ensu universo de guerra, tenso como unarco, y yo tan incómoda en aquel mundode combatientes tan distintos a losrevolucionarios de mis principios,obsesionada por el temor de que Hippomuriera».

Ella le susurró, apelando a susinstintos idealistas:

—No te dejes matar, querido. Eresvalioso, indispensable… El que mássabe sobre la revolución. Se puede servaliente sin ser temerario.

—No, aquí en España hay que ser

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temerario si quieres que la gente teobedezca. En la escala de valores sólocuenta el coraje. El jefe debe ir delante,y no agachar la cabeza cuando silban lasbalas.

—Y que te maten.—Sí, quizá que te maten… Pero no

hablemos más sobre esto. Tengo fe enmi estrella, así que no te atormentes. Porfin hemos encontrado aquella lucha quebuscamos en Alemania, que aguardamoscon todo el corazón y los puñoscerrados. Debemos vivirla con alegría.

—Dios, no hablemos más del tema.Cambiemos de conversación… Nopodía creer lo que me dijeron, que tú

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habías ordenado que fusilaran a Manuel.—Yo no ordené que le fusilaran. Fue

condenado por el tribunalrevolucionario… Se pasaba el díamerodeando y saqueando. No hizo casode las advertencias… Fue fusilado.Tuvimos que hacer que sirviera deejemplo. Estamos en guerra civil.

La muerte se había convertido enalgo tan simple, tan normal. Antes deacostarse, Mika había vendado los piesde Hippo, que se habían puesto negrosdespués de la batalla de aquel día. Lepreguntó por qué estaban negros. A ellale pareció un signo siniestro.

—Y eso ¿qué importa? —contestó él

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—. ¿Te has vuelto supersticiosa? ¿Quépasa con tus principios?

Pero un extraño miedo se apoderóde ella, y continuó repitiéndose a símisma: «¡No debe morir, morir, morir!».

Por la mañana temprano, Hippo ysus hombres se disponían a atacar a lastropas enviadas de Pamplona, queacababan de llegar el vecino pueblo deAtienza. Mika abrazó fuertemente a sumarido y le imploró:

—Amor mío, ten mucho cuidado.Tápate bien. Hace mucho frío.

Cuando el sol salió, Mika pudo oírtiroteos y explosiones a lo lejos.Imaginó a Hippo y a sus hombres

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corriendo hacia el pueblo, disparando ylanzando granadas. Pasaron minutos quele parecieron horas. Nadie regresaba, nisiquiera los heridos. Luego divisó ungrupo de hombres y el que iba delantearrastraba su fusil y se secaba lágrimasde sus mejillas.

—Qué desgracia, Dios mío —sequejaba—. Qué horrible desgracia. Lehan matado. Han matado al jefe.

—No es verdad —gritó otro—.¡Cállate! Solamente está herido. Letraerán en seguida.

Pero el hombre que lloraba descansóla cabeza en el hombro de Mika einsistió:

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—Está muerto, muerto. Ya notenemos jefe.

Despaciosamente, Mika repitió conél:

—Muerto, muerto, está muerto.Y en su fuero interno otra voz le

decía: «También tengo que morir. Yadebería estar muerta. No debosobrevivirle ni un momento».

Mika no lloró, pero temblaba tanviolentamente que apenas pudo sujetarla gran pistola que alguien le tendió: elarma de Hippo. Y luego una combatienteque le había visto morir le entregó unpañuelo manchado con sangre de suslabios.

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—Te juro que no sufrió —le dijo—.Cayó como un árbol fulminado por unrayo, sonriente, con los ojos bienabiertos.

Mika acarició la pistola y oyó aHippo diciendo: «¿Qué pasa con tusprincipios? Puedes pensar en tu pequeñodestino individual después de larevolución, si todavía estás viva. No estiempo de morir por uno mismo».

Y pronto la milicia del POUM tuvoun nuevo líder.

El coronel García Escámez se habíavisto agobiado por problemas desde el19 de julio, en que abandonó Pamplona

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en medio de los vítores navarros, queconvertían el simple deber en unamisión divina. Sus hombres debíanhaber llegado a Guadalajara en un plazode veinticuatro horas y de allí avanzarincontenibles hasta Madrid, uniéndosecon las otras fuerzas rebeldes que seabrían paso a cañonazos en elGuadarrama. Y así lo hubiese hecho deno haberse parado a eliminar a losdefensores republicanos en variasciudades que jalonaban su camino.

Por último se lanzó de cabeza contralas resueltas huestes de HippoEtchebéhére. Pero esto no era lo únicoque había obligado a su convoy a hacer

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un alto. Un correo alcanzó a Escámez yle transmitió un mensaje de Mola:Guadalajara había caído en poder delenemigo y las fuerzas de Escámez noeran lo suficientemente poderosas parareconquistar la ciudad. Tenía que volversobre sus pasos, torcer hacia el oeste yatravesar el puerto de Somosierra, quese hallaba al este del Alto del León yera el segundo gran acceso montañosode Madrid. Los republicanos estabanrechazando a las tropas rebeldes deBurgos que se hallaban en el paso.

El control del puerto de Somosierrahabía cambiado de manos varias vecesdesde el 18 de julio. Primero se habían

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atrincherado allí campesinosrepublicanos; después, un grupo defalangistas y monárquicos les obligó areplegarse. El 21 de julio, las tropas delnuevo gobierno habían contraatacadovirulentamente. Y los más violentoscombatientes habían sido los queluchaban a las órdenes de un jefemiliciano, Valentín González, conocidocomo el Campesino, aunque de hechoera peón caminero. Una espesa barbanegra embellecía dramáticamente elduro rostro de el Campesino, cuyaexpresión reflejaba la brutalidadcaracterística de su vida.

Nacido en una familia pobre de

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Extremadura, una de las regionesespañolas más retrasadas, se hizoanarquista como su padre y a losdieciséis años mató a cuatro guardiasciviles en el curso de una huelga delcarbón. Huyó al monte, donde se entregóal bandolerismo; más tarde fuecapturado y enviado a Marruecos aluchar contra los moros. Pero el primerhombre a quien mató fue a su propiosargento, que le había abofeteado.Posteriormente conoció a un oficial quele convirtió al comunismo, y pronto sepasó al bando marroquí, ayudándoles amatar a sus propios compatriotas.Finalmente regresó a Madrid y a la

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sazón era un dirigente comunista.El Campesino no se ajustaba a

ninguna táctica de guerra, en especialdespués de haber sabido que losrebeldes habían dado muerte a suesposa, tres hijos, padre y madre.Fusilaba automáticamente a todos losprisioneros, e incluso a algunos de suspropios hombres si denotaban cobardía.En una ocasión, con la habitual groseríade su lenguaje, sermoneó a un presuntodesertor a propósito de la valentía, yacto seguido le anunció que iba afusilarle. Golpeó al hombre con el puñomientras su fusil disparaba al aire, y lavíctima, al recobrar el conocimiento, se

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asombró de comprobar que todavíaestaba vivo. Este soldado se convirtióen un valeroso combatiente, como lamayoría de los hombres de elCampesino, que temían más su cóleraque las balas enemigas.

En una batalla, el Campesino recibióuna herida en la cabeza y fue enviado alhospital, pero se negó a permanecer enél. Al cabo de dos días se hallaba devuelta en Somosierra, con la cabezaenvuelta en un enorme vendaje.Pensando que alguien que ostentaba unavenda así tenía que estar gravementeherido, los milicianos apenas podíancreer que hubiera vuelto. La leyenda del

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dirigente se ensanchó, y ni siquiera elPartido Comunista logró a partir deentonces controlar sus acciones o suafán de notoriedad.

Ahora sus hombres, en unión conotros grupos, atacaban al enemigo yrecuperaban las cumbres de Somosierra.

Una fuerza rebelde mejorpertrechada intentó entoncesreconquistar la cumbre, pero fuerechazada sufriendo grandes bajas. Justodespués de este revés, el general Molaordenó al coronel García Escámezreforzar a las tropas en retirada y tratarde capturar el puerto una vez más.

El 25 de julio, los rebeldes,

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robustecidos por los hombres deEscámez, lanzaron una ofensiva suicidaen la montaña, algo muy similar a lo quelos republicanos habían hecho en el Altodel León. Una compañía logró treparhasta colocarse tras las líneas enemigas,y el ejército gubernamental se encontrócercado. El Campesino y otrosdefensores consiguieron finalmentequebrar el anillo de acero en torno a lacumbre, pero a un duro precio. Y así,por la tarde, los rebeldes se habíanencaramado otra vez sobre la cima ycontrolaban el paso.

Pero esta victoria reconfortó apenasa Escámez y a sus hombres, que

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vislumbraban ansiosamente lo que enapariencia era un Madrid indefenso. Losaviones del gobierno les bombardearonintensamente, y en la prolongada luchalos insurrectos casi se quedaron sinprovisiones. Una vez que Escámezconquistó la cumbre, Mola le ordenó:

—¡No más tiroteos! Sólo dispongode veintiséis mil cartuchos para todo elejército del norte.

Y antes de que Escámez obtuvieramás, los republicanos se habíanatrincherado firmemente en un frente pordebajo de la cumbre y era demasiadotarde para obligarles a retroceder.

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CAPÍTULO IVLA NO

INTERVENCIÓN

El general Mola era un actor excelente.Sonreía y hablaba alegremente, y enocasiones incluso bromeaba, y salíasosegadamente a dar sus habitualespaseos vespertinos. Asimismo parecíatotalmente esperanzado cuandoconstituyó un Comité de DefensaNacional en Burgos el 24 de julio, conel general Miguel Cabanellas, jefe

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militar de Zaragoza, como presidentenominal. Al trasladarse a Burgos, Molavaticinó a la prensa que al cabo de unasemana aquel nuevo «gobierno»ejercería sus funciones en Madrid.

Sólo los colaboradores máspróximos a Mola conocían sudesesperación en aquellos últimos díasde julio. Aunque los rebeldescontrolaban ya aproximadamente lamitad de España, su dominación era muydébil en numerosos puntos, y Madrid, laclave de toda la insurrección, estabaperdido, al menos de momento. Losplanes del general se habían basado enla rapidez, en caer sobre la capital y

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acabar velozmente la guerra. Y,tristemente, habían fracasado. Losrebeldes que se hallaban en el interiorde la ciudad habían sido aniquilados, ylos que intentaban acceder a ella, através del Alto del León, Somosierra yGuadalajara, se habían visto frenados oderrotados, sufriendo serias bajas. Molatambién había perdido Toledo, unaciudad vital al sur de Madrid, auncuando los rebeldes se habían encerradoen su inmenso alcázar y se negaban arendirse.

Y lo que era peor, los suministros dearmas y municiones de Mola menguabanrápidamente, en tanto que los

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republicanos de Madrid tenían más decincuenta mil fusiles, tres regimientos deartillería y casi todos los aviones de lafuerza aérea. Y a medida que aumentabasu experiencia bélica, la «chusma» seestaba haciendo cada día más fuerte; yaestaban formando batallonesorganizados. Todo lo que necesitabanpara dominar por completo a las tropasde Mola era un ejército algo másdisciplinado, sobre todo porque lamayor parte de los efectivos del generalse componía de soldados bisoños —pormuy apasionados y bravos que fueran—o de quintos en los que no se podíaconfiar. Si hubieran tenido que

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enfrentarse con auténticos militares enlugar de hacerlo con sindicalistas yanarquistas tan poco preparados comoellos, los pasos del Guadarrama habríanservido más como accesos republicanosal norte en poder de los rebeldes quecomo la puerta de estos al surrepublicano.

Mientras Mola se desalentabasentado en su despacho, los jefestelefoneaban uno tras otro, implorando«¡Aviones! ¡Precisamos avionesinmediatamente!».

—Sí, sí —les decía a todos—. Voya dar órdenes de enviar una escuadrilla.

¡Disponía de un total de doce

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aviones!Después de colgar, cambiaba una

triste mirada con su ayudante y le decía:—No puedo evitar el recurrir a

penosas mentiras. ¿Qué voy a decirles?Para compensar parcialmente la

carestía de armamento y suministros, elgeneral tenía que improvisar. Conproyectiles de artillería seconfeccionaron bombas aéreas, ycañones ordinarios de 15 mm setransformaron en baterías antiaéreas. Aveces se distribuyeron a la tropacartuchos de fogueo; por lo menos elruido ayudaría a mantener alta su moral.Y cuando no quedaron más botas de

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campaña, se les entregó sandalias degoma. Incluso escaseaban losinstrumentos quirúrgicos, y hubo queefectuar muchas amputacionesdirectamente con navajas de afeitar. Alborde de la desesperación, Molaconsideró la posibilidad de retirar a sussoldados del Guadarrama a un frentemás defendible, más al norte, a lo largodel río Duero.

Mientras tanto, oyó que Franciaestaba de acuerdo en llenar de armas losarsenales del gobierno. El periódicofrancés Le Jour reveló que el primerministro Blum había prometido enviar asu colega Giral veinte bombarderos,

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cincuenta ametralladoras y ocho cañonesde 75 mm, así como fusiles, bombas ymuniciones.

Mola ignoraba todavía que la ordenhabía sido anulada. A petición británica,Blum había volado a Londres el 23 dejulio para ser recibido con inquietud porel ministro de Asuntos Exteriores,Anthony Edén, en el hotel Claridge:

—¿Va usted a enviar armas a laRepública española? —preguntó Edén.

—Sí —respondió Blum.—Es asunto suyo —dijo Edén—,

pero le pido una cosa. Sea prudente.Dejó bien claro lo que entendía por

prudente. Inglaterra se había

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comprometido a ayudar a Francia si untercer país, probablemente Alemania, laatacaba. Pero si Blum ayudaba algobierno español contra los rebeldes,proporcionando así a Hitler una excusapara invadir Francia, Inglaterra no sesentiría obligada a mantener su promesa.En suma, Inglaterra no estaba preparadapara la guerra y se oponía a cualquieractitud que pudiera dar pie a unconflicto europeo. Y, por otra parte, losconservadores, a la sazón en el poder,temían que los comunistas controlasenun gobierno español victorioso,posibilidad aún más temible paraalgunos de ellos que un triunfo fascista.

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Blum se vio atrapado en un dilemapolítico. Simpatizaba hondamente conlos republicanos, pero ¿podía poner enpeligro la seguridad de Francia? Erabien cierto que una España fascistaconstituiría un peligro; Francia tendríaentonces un enemigo potencial en tres desus fronteras. Pero consideraba inclusomás peligrosa la perspectiva de libraruna guerra sin la ayuda de Inglaterra. Almismo tiempo, no podía ignorar elalboroto que había causado en laderecha de su país la promesa hecha algobierno español. Blum tenía que andarcon mucho tiento.

En consecuencia se decidió por un

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compromiso: todas las potenciaseuropeas —Alemania, Italia, Inglaterra,Rusia, Portugal y asimismo Francia—deberían pronunciarse por la nointervención. Si ninguno de los bandosrecibía ayuda, era muy probable que losrepublicanos se impusieran a la larga. El24 de julio, el moderado líder socialistaIndalecio Prieto había dicho por radiorefiriéndose a los rebeldes:

—¿Están locos? ¿Qué se proponen?¿No ven que todos los medios dealcanzar la victoria están en nuestrasmanos: dinero, equipo industrial, laarmada, la fuerza aérea, el material, loshombres…? Si el alzamiento no llegara

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a triunfar rápidamente por efecto de lasorpresa, está fatalmente condenado alfracaso.

El 25 de julio, Blum regresó a Parísy alteró su postura. Dejaría en suspensola ayuda al gobierno español, aunquepermitió tranquilamente que AndréMalraux, el escritor y aventurero, pasarade contrabando algunos aviones. Tal vezlas restantes potencias se pondríanentonces de acuerdo en mantenerse almargen de la lucha.

Con o sin ayuda francesa, Molaahora confiaba en el general Franco parasacar adelante la causa. Franco no habíalogrado enviar a la Península sus

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legionarios y tropas regulares; la marinarepublicana bloqueaba el camino y nodisponía de aviones de transporte. De unmodo u otro, Franco tenía queingeniárselas para pasar sus tropas a laotra orilla en los próximos días y paraatacar Madrid desde el sur; de locontrario, la guerra estaba perdida.

—Es evidente —dijo Mola a uno desus ayudantes mientras hojeaba algunosinformes desoladores— que Francodecidirá la guerra. Como no dé unempujón desde ahí abajo…

Para dar ese empujón, Franco estabaapelando frenéticamente a Hitler yMussolini, solicitando su ayuda. Tan

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pronto como estalló la revuelta, habíaenviado un emisario a Roma para pediraviones, artillería pesada y cincuentamil fusiles. Mussolini asintió.

—Allí cada hombre —dijo el Duce— tendrá su fusil y cada dotación supropio cañón.

Razonó que una victoria rebeldeeliminaría en el acto el peligro de ungobierno comunista en España y, siestallaba una guerra generalizada,contribuiría a mantener a los inglesesfuera del Mediterráneo y al ejércitofrancés en el norte de África lejos deFrancia. El dictador italiano sólocambió su opinión de enviar a Franco

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tropas regulares cuando el mariscalPietro Badoglio, héroe de la victoriaitaliana en Etiopía, le advirtió de que taliniciativa desataría una guerra generalpara la que Italia no estaba preparada.

—Si participa en la aventuraespañola —le dijo francamente—, porfavor no espere que yo vaya en el últimominuto a salvar la situación. Estoy cienpor cien en contra.

Mussolini retrocedió, al menostemporalmente, aunque más tarde habríade enviar «voluntarios» a España. Demomento sólo envió a Franco —ysecretamente— equipo y técnicos. Elmundo no lo supo hasta que el 29 de

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julio un bombardero italiano hizo unaterrizaje forzoso en el Marruecosfrancés de paso hacia el español.

Franco también destacó emisarios aAlemania, y con idéntico éxito. Losalemanes, lo mismo que los italianos,advertían los riesgos de una guerrageneralizada, pero asimismo deseabanasumirlos. Hitler quería que losrebeldes vencieran por las mismasrazones que Mussolini y por algún otromotivo. Le preocupaba el pacto deseguridad mutua que Francia y Rusiahabían firmado en 1935,comprometiéndose a ayudarse una a otrasi cualquiera de ellas era atacada por un

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tercer país. Pero si España llegaba a serfascista, Francia se vería atrapada en uncascanueces geográfico y estaría menosdecidida a atacar a Alemania si elFührer decidía invadir Rusia. Hitlerpensaba además que, permitiendo que laguerra prosiguiese en España, podríadistraer la atención aliada delcrecimiento bélico germano, al mismotiempo que una victoria rebeldegarantizaría un ininterrumpido flujo demineral de hierro y otros mineralesespañoles esenciales para aquellaescalada de armamento. España, porúltimo, podía ser un excelente campo depruebas para las nuevas armas

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alemanas.En cuestión de días, veinte

bombarderos Junker, seis cazas Heinkel,varios aviones de transporte y buques decarga, junto con tripulaciones, técnicos yasesores, viajaron secretamente alMarruecos español. Y el 29 de julio lasprimeras tropas de Franco arribaron aSevilla, en poder de los rebeldes.

De este modo, a principios deagosto, mientras Alemania e Italiainyectaban en el Marruecos español todala ayuda que Franco creía necesariapara cruzar el Mediterráneo y atacarMadrid, Francia únicamente consentíaque llegase a los republicanos un

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mínimo caudal de armas, e Inglaterracerraba la válvula por completo. LosEstados Unidos, por su parte, sehallaban tan consagrados a suaislamiento que incluso se negaron aadherirse al comité de no intervenciónque Francia estaba organizando paraprevenir todo envío de armamento.

Mola ya no tenía que seguirfingiendo. Empezó a disfrutar de nuevosus paseos vespertinos. Al cabo depocos días, las tropas de Franco queavanzaban desde el sur se unirían a lassuyas del norte, y Madrid tendría quecaer.

Sólo quedaba un auténtico problema:

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Rusia. ¿Reaccionaría Stalin ante losenvíos alemanes e italianosdecidiéndose a ayudar a losrepublicanos?

Varios días después de declarada laguerra, los dirigentes comunistasespañoles se reunieron en secreto conlos más importantes agentesinternacionales de Stalin para discutir eltema.

—Hemos obtenido grandes victorias—se jactó José Díaz, el secretariogeneral del partido—. Controlamos casitodo el territorio, y tenemos la mayoríade los hombres, las principales materias

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primas, los centros industriales másimportantes, la mayor parte de lasfábricas bélicas y todas las unidadesnavales.

Jesús Hernández, el principalpropagandista del partido, examinóatentamente a los oyentes que sesentaban a la mesa: Dolores Ibárruri, losdemás dirigentes españoles y losdelegados del Komintern, entre los quefiguraban el líder comunista italianoPalmiro Togliatti y el dirigentecomunista francés Jacques Duelos. Perola mirada de Hernández se centrabaespecialmente —según ha escrito— enlos dos últimos, dos de los más fieles

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servidores de Stalin. ¿Acaso se habríandesplazado a Madrid de no tener unimportante mensaje de Moscú?

Mientras Díaz hablaba, Hernándeztrataba de colegir algún indicio de dichomensaje observando sus gestos, suestado de ánimo. Pero fue en vano.Suave e intelectual, Togliatti selimpiaba tranquilamente las uñas conpapel de fumar, y el rechoncho Duelosgarabateaba notas con toda indiferencia.

El Komintern era el instrumentointernacional de Stalin para asegurarsede que los comunistas de todo el mundoacompasaran su paso a las directricessoviéticas en política exterior. Antes de

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que Hitler llegara al poder en 1933, elKomintern había tratado de incitar a susacólitos a que agitaran y se sublevaranen todos los países no comunistas, altiempo que combatían con sus rivalessocialistas. Pero al pesar sobre Rusia lamortal amenaza de Hitler, Stalin aflojólas riendas. Decidió granjearse laamistad de las naciones democráticas,en especial la de Francia e Inglaterra,con la esperanza de que le ayudarían silos nazis le atacaban.

El Komintern, por lo tanto, empezórespaldando a los gobiernos de FrentePopular —coaliciones moderadamenteizquierdistas como las de Francia y

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España— que disfrutarían del apoyocomunista aún cuando estos, enprincipio, careciesen de gran pesopolítico. La idea no consistía endesencadenar revoluciones comunistasque espantarían a las democracias, sinoafianzar gobiernos que habrían dealinearse al lado de Rusia en caso decrisis.

Con desvergonzado cinismo, loscomunistas españoles adoptaronsumisamente una careta. No volvieron ausar en público expresiones incendiariascomo «revolución» o «dictadura delproletariado». Abogaban por una«democracia parlamentaria», pedían

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tierra para los campesinos ysubvenciones para los pequeñoscomerciantes. Citaban a Lincoln más amenudo que a Lenin como modelo de«liberador». Y ahora, mientras seextendía la guerra civil, estabanconstruyendo, como Enrique Castroexplicaba a sus oficiales, un nuevoejército del Frente Popular, bajodiscreta dirección comunista.

La atrayente mezcla de militanciaantifascista, eficiencia técnica ymoderación política ya había empezadoa incrementar notablemente el númerode afiliados al partido, y muchos seriosciudadanos de la clase media

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consideraban a los estalinistas como unescudo contra la revolución queanarquistas, trotskistas y socialistas deextrema izquierda trataban de provocar.Stalin podía ahora pensar quecosecharía doble fruto de la mascaradapolítica del partido. No sólo lasdemocracias estarían más inclinadas aunirse a Rusia contra la amenazaalemana, sino que el Partido Comunistase vería en condiciones de controlar algobierno republicano desde bastidores.Y ello garantizaría que España habría deservir a cualquier precio a la políticaexterior soviética.

La cuestión que entonces inquietaba

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a Jesús Hernández y a algunos de suscamaradas de criterio más independienteera: ¿les ayudaría Stalin a aplastar a losrebeldes pertrechados por Italia yAlemania incluso si ello le alejaba delas democracias; a obtener una victoriarepublicana imprescindible para que elpartido llegase a la larga a edificar unaEspaña soviética?

Díaz, un débil y más bien inofensivodirigente, un adecuado contrapeso a laauténtica líder del partido, la briosaPasionaria, siguió divagando sobre loséxitos republicanos hasta que por finsacó el tema a relucir.

—Estos resultados iniciales —dijo

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—, pueden verse comprometidos… sino obtenemos el material bélico quenecesitamos del extranjero.

Cuando otro español señaló queInglaterra, Francia y Estados Unidos noayudarían al gobierno, Hernández leinterrumpió:

—Pero la URSS puede enviarnosarmas sin demora.

La respuesta llegó por fin.—Poco a poco, camarada Hernández

—dijo Duelos—. Las cosas no son tansencillas. La URSS debe tener en cuentala posición de las potenciasdemocráticas. […] Si Francia eInglaterra han resuelto no ayudaros, es

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porque temen una guerra con Alemania.Si Rusia pierde sus vínculos con estosgobiernos por ayudar a la Repúblicaespañola, puede quedarsepeligrosamente aislada.

—El hecho es —insistió Hernández— que nuestro gobierno es el poderlegítimo en España… Es miembro de laSociedad de Naciones. Los principiosde la misma establecen claramente quetodo gobierno tiene derecho a adquirirlas armas necesarias para su defensa.

—Es un derecho formal —leinterrumpió Togliatti—. En la práctica,las cosas son diferentes.

—Cuando llega el momento de

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aplicar las leyes internacionales —agregó Duelos—, cada país mira por susintereses y nada más.

—Eso (este argumento) significaapaciguamiento, concesiones —contestóHernández—. Puede llevarnos a unanegación de nuestros propios principiosinternacionales.

—Nuestros principios tienen hoy lavalidez… ¡qué Rusia les conceda! —exclamó Duelos.

—No estoy de acuerdo —respondióHernández secamente.

Hubo un tenso silencio. ¿Discreparde Stalin? ¿No estar de acuerdo en quelos intereses españoles estaban

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subordinados a los soviéticos?Entre los que callaban figuraba

manifiestamente Dolores Ibárruri. Rusiale había dado la fuerza para sobrevivir,la voluntad de luchar, la capacidad paracreer. Dudar de Rusia sería dudar de símisma; negar que existiese la esperanzapara los hombres que vivían en losbarracones y calabozos del mundo.

Finalmente habló Togliatti:—Rusia debe preservar su seguridad

como la niña de sus ojos. Toda acciónirreflexiva puede quebrar el actual puntomuerto y desencadenar una guerra en eleste. El error de Hernández escomprensible. Ha perdido la visión de

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la realidad y ve sus deberes socialistasnacionales con el corazón, no con lamente.

La reunión concluyó, y Hernández sesentía amargamente desilusionado. Lavida de España estaba en juego, asícomo la del partido, y Stalin ofrecíaayuda con cuentagotas. ¡Actuaba comocualquier líder nacionalista burgués!

De hecho, Stalin ya había decididodar a la República dinero y comida, y«obsequios» de los trabajadores rusos yprincipales organizaciones delKomintern en todo el mundo. No podíacomportarse como si estuvieratraicionando a los trabajadores

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españoles, especialmente en un momentoen que estaba ejecutando a miles detrotskistas y presuntos disidentes en supatria. Quizá más tarde enviaría armas yhombres —voluntarios de otros países— si ambas cosas se hacían necesariaspara que el conflicto prosiguiera yHitler se atascase en España. Mientrastanto, Rusia se movilizaría para libraruna guerra y simultáneamentemaniobraría para firmar un tratado de noagresión con Alemania. Cabía esperarque Francia e Inglaterra interviniesenfinalmente en España y emprendiesenpor tanto una cruzada contra lasnaciones fascistas. En ese caso Rusia

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podría mantenerse al margen y oficiar dearbitro… convirtiéndose en la herederade una Europa devastada. E incluso silas democracias se mantenían neutralesen el conflicto, podía asustarles tanto laamenaza nazi que reforzarían con Rusiasus lazos de defensa mutua.

Por consiguiente, la clave no eraayudar a los republicanos a vencerrápidamente y despertar el temoroccidental a la amenaza comunista, sinopropiciar que perdiesen lentamente.Rusia tenía que ganar tiempo… con lamoneda de la sangre española.

Y el mejor mercado era Madrid.

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SEGUNDA PARTE

LA REVOLUCIÓN

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CAPÍTULO VEL TERROR

1.

—¿Cómo se encuentra esta noche, señorCastanys? —preguntó el dueño deMarichu, un excelente restaurante vascoque todavía contaba con buena comidapara satisfacer a un sibarita—. Lamento

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que tenga que esperar, pero estoyobligado a atender primero a la milicia.De todas formas, si a la señorita no leimporta, puede usted comer en elcuartito trasero.

Cuando Jaime Castanys y JanetRiesenfeld se dirigían hacia elreservado, los milicianos sonrieron,molestando a Castanys.

—Probablemente es tu sombrero —dijo él agriamente—. Ya nadie llevasombrero… Yo no llevo [ni siquiera]corbata. Todo es tan pueril. Si llevocorbata soy enemigo del gobierno; si no,soy su amigo. Naturalmente, todo elmundo va a prescindir de ella.

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Cuando se sentaron, el humor deCastanys cambió.

—¿Te das cuenta —dijo— de que esla primera vez que comemos juntosdesde México?

Janet, una hermosa bailarina morenanorteamericana, acababa de llegar aMadrid desde Nueva York, después dehaber cruzado fraudulentamente lafrontera haciéndose pasar porcorresponsal de prensa de una agencianorteamericana, en connivencia con suverdadero representante. Tras un viajeajetreado y numerosos interrogatorios,había logrado reunirse con Castanys, suprometido español.

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Tiempo atrás se habían conocido enHollywood, donde el padre de Janet,Hugo Riesenfeld, era un famoso directorde orquesta. Castanys, un reservado ysensible aristócrata barcelonés, era unhombre alto y moreno, de gruesas cejasy sensuales labios. Había ganado unconcurso como el «hombre más guapode España», y fue a Hollywood con uncontrato para hacer una película, perojamás le dieron un papel. Janet sólotenía quince años y Jaime veinte, peroquerían casarse. Los padres de ella noaprobaron el enlace y le habían obligadoa terminar sus estudios mientras élvolvía a España. Dos años después, ella

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se casó con otro hombre, pero alcumplir veintiún años inició los trámitesde divorcio.

Janet nunca había olvidado a Jaime,y seis años después de su separaciónvolvieron a encontrarse en Ciudad deMéxico, donde ella estaba de gira comobailarina y él en viaje de negocios comodirector de una agencia turística deMadrid. Reanimado su amor, acordaroncasarse tan pronto como a ella leconcedieran el divorcio. Pero pocoantes de que estallara la guerra civil, aJaime le llamaron para que volviera aEspaña.

—Me asusta un poco dejarte esta

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vez —dijo él cuando el tren yaarrancaba.

No debía preocuparse, le dijo Janet,porque pronto se reuniría con él. Perono tardó en recibir un misteriosotelegrama de Jaime: QUERIDA RETRASAPARTIDA UNOS MESES.

Janet hizo caso omiso y decidiópartir inmediatamente. No sólo estabaansiosa de volver a ver a su prometido,sino que iba a actuar en Madrid comopareja de uno de los mejores bailarinesespañoles, Miguel Albaicín. En plenoviaje estalló la guerra.

Ahora estaban otra vez juntos, pero¿hasta cuándo?

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—No te obligarán a marchar alfrente, ¿verdad? —preguntó ella.

—¿Eso es lo que te inquieta, mimo?Descuida. Todo acabará en unas pocassemanas, antes de que lleguen a hacerlo.[Los rebeldes] lo han estado planeandoy preparándose durante meses. ¿Norecuerdas mi telegrama diciéndote queno vinieras…? Pero, de todas formas,me alegro de que lo hicieras…Simplemente te quedarás en la ciudad sise produce un verdadero enfrentamientocuando entren en Madrid.

Janet estaba desconcertada. ¿Cómoestaba tan seguro de que «ellos»conseguirían entrar? A juzgar por lo

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poco que había visto hasta entonces,parecía obvio que los rebeldes no sólotendrían que doblegar a un pueblo enarmas sino a un espíritu en llamas.

Constancia de la Mora por fin sesalió con la suya en contra de lavoluntad de su marido, el comandanteHidalgo de Cisneros, que quería queella se quedara en casa. Cisneros sehabía convertido en virtual jefe de lafuerza aérea después de que el titular fuecapturado y muerto por los rebeldes. YConstancia ya no podía soportarquedarse sin hacer nada a la espera deque él le llamase apresuradamente por

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teléfono para decirle que estaba a salvo.De modo que se marchó a la Casa delPueblo, a la que llegó sin aliento trashaber escapado de milagro a las balasde los francotiradores. Abriéndosecamino a través del sudoroso yapretujado gentío, pidió trabajo a unfuncionario de la UGT. Lo siento, ledijo. No tenía el carnet del sindicato, yno se arriesgaba a admitir a extraños.

Constancia, sin embargo, no sedesanimó. Empezó a pensar en los niñosque estaban siendo víctimas de laguerra. Niños como el chicuelo quemuchos años atrás había manchado debarro, despreciativamente, su nueva

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falda escocesa mientras paseaba por laCastellana con su institutriz; como lasalumnas de las escuelas pobres que lehabían mirado con resentimiento cuandoella les daba barras de chocolate amodo de ofrenda ritual de caridad.Ahora las monjas de los conventos deenseñanza habían huido despavoridas.Pero ¿qué había sido de las niñas? Fue ainformarse de ello con algunas amigas alMinisterio de Justicia, y un funcionarioque se ocupaba de la protección demenores respondió a su pregunta.

—No sé qué podemos hacer —ledijo, desesperado—. Tenemos cantidadde edificios vacíos y cientos de niños

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abandonados, pero nadie… que seocupe de ellos.

Más tarde, aquel mismo día, lasmujeres se apearon de un coche delantede un viejo convento amurallado y alentrar descubrieron que todo estabapatas arriba: los restos de la últimacomida de las monjas estaban todavía enlos platos, el polvo envolvía losantiguos muebles, las cucarachas corríanpor todas las habitaciones. Las reciénllegadas pusieron entonces manos a laobra, barriendo las estancias, limpiandola chimenea, fregando los platos,raspando las cacerolas. Y la mismanoche trasladaron allí a cincuenta niñas

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que habían sido abandonadas en otroconvento. Flacas, asustadas, vestíanropas sucias y no habían comido ni sehabían lavado desde hacía una semana.

Constancia sintió ganas de llorar,pero no era momento de sensiblerías.

—Esperamos que seáis felices aquícon nosotras —dijo—. Y no hace faltaque habléis en voz tan baja, porque notenemos miedo de oíros reír o hablarentre vosotras. ¡Oh, seguro que prontovais a reír y jugar! Tenemos un jardínprecioso, ¿sabéis? Y mañana vendránmás niños.

Una chiquilla preguntó tímidamente:—¿Vamos a vivir aquí para

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siempre?—Entonces no es verdad lo que

dijeron las hermanas —murmuró otra.—No le digas lo que dijeron las

hermanas. ¡No se lo digas!Pero otras lo hicieron. ¡Los

milicianos las violarían!Una vez tranquilizadas respecto a su

seguridad, se sentaron a cenar ensaladay un pastel de arroz que nunca habíanprobado. Recordando sus propios díasde silencio en el convento, Constanciales alentó a hablar mientras comían.Luego las llevaron al baño. Pero cuandoConstancia empezó a desvestir a unaniña de cuatro años, la pequeña gritó:

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«¡Es un pecado contra el pudor!».Cuando sus cuerpos estuvieron bien

limpios y sus cabezas ya despiojadas,las niñas fueron acostadas. Les dabademasiada vergüenza hablar entre ellas.Luli, la hija de nueve años deConstancia, pronto llegó del campo yenseñó a las niñas a jugar y a cantarcanciones populares.

Para Constancia, aquello era elmotivo de que el pueblo combatiese:crear una España donde todos los niñospudiesen cantar y jugar, una España dejúbilo y justicia…

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2.

Christopher Lance entró en su despachoal día siguiente de la caída de laMontaña y se quedó atónito al ver a unode sus empleados sentado ante suescritorio.

—¿Qué está haciendo usted en misilla? —preguntó.

El empleado contestótranquilamente:

—Los trabajadores han creado uncomité y ahora nos encargamos porcompleto del negocio. Naturalmente,

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espero contar con su colaboración.Lance hubiese querido agarrar al

empleado y echarle fuera de sudespacho, pero advirtió la necesidad dela discreción. Después de todo, la vidaen Madrid era barata en aquellostiempos. Luego entraron pavoneándoseotros miembros del comité, todos ellosantiguos empleados, y Lance se diocuenta de que la revolución habíacomenzado. Tal vez podría aúnrecuperar su autoridad.

—¡Fuera de mi silla! —ordenó aloficinista.

Indudablemente condicionado por elpasado, el hombre obedeció en silencio.

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Lance se sentó en su asiento y untrabajador le preguntó cortésmente cómose regentaba el negocio.

—No es tan fácil como parece —contestó Lance—. Lo primero en que sedebe reparar es que detrás del negocioestán las finanzas, y no podréis andarenredando con capital extranjero… Notengo intención de deciros nada sobrelas obras que llevamos a cabo. Podéisretiraros.

Los empleados salieron, con suespíritu revolucionario atemperado (demomento). Al rato, el hombre que habíausurpado su despacho volvió, sacócalmosamente una pistola del bolsillo y

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pidió a Lance que le firmara un chequede 150 libras. Esta vez el ingeniero norechistó.

Madrid se hallaba sumido en laanarquía y la revolución. Los comités detrabajadores inmediatamente seapoderaron de las compañías privadas,fábricas y propiedades. Y puesto quetodas las empresas extranjeras se habíanconstituido bajo la ley española, eraposible confiscarlas, como Lance,representante de una compañía inglesa,descubrió en seguida. Algunas veces,los trabajadores asumían la dirección deuna firma sólo cuando sus propietariosde derechas habían huido, y contribuían

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así a salvar al negocio de la bancarrotaen una época en que la economía seestaba desmoronando. Pero másfrecuentemente se limitaban aapoderarse del control para repartirseentre ellos los beneficios, mientras losdueños trabajaban a veces como simplesempleados, pensando que ello era másseguro que esconderse. Pronto lossindicatos regentaban incluso salones debelleza, tiendas de reparación decalzado y muchos pequeños comercios.

Los comunistas, anarquistas ysocialistas iniciaron una loca carrerapara la adquisición de las propiedades ynegocios más selectos, y el ganador

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inmediatamente ponía un letrero en lapuerta principal que acreditase sulegítima pertenencia. Los edificios deoficinas y los hoteles de lujohospedaban la sede central de unpartido, un restaurante o una sala detribunal donde una checa (tribunal delpueblo) administraba una puntualjusticia a los «enemigos de laRepública». Los diversos grupos sedisputaban asimismo el control de lasempresas de servicios públicos. Yapenas circulaba por la calle un solocoche que no hubiera sido «requisado».

Despojado de todo poder real, elgobierno burgués no sólo favoreció en

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silencio estas expropiaciones, sino que asu vez arrebató lo que pudo de lariqueza del enemigo. Encauzó lascuentas corrientes de supuestos rebeldeshacia fondos de guerra, e incluso abriócámaras acorazadas de depósitosbancarios para invertirlos en la causabélica. Y lo que es aún más importante,el gobierno se apoderó de las industriasmás grandes y en cuestión de díastransformó una ciudad de burócratas,empleados y obreros de la construcciónen el segundo centro industrial del paísdespués de Barcelona. Pronto habría desalir de las líneas de montaje toscamenteinstaladas material de guerra de todos

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los tipos.Así como el socialismo inmediato

podría haber salvado a Madrid —y atoda la España republicana— delinmediato colapso económico, lasecuela de éste fue el inherente caos queen seguida degeneró en terror ybandidismo. Los milicianos no tardaronen utilizar bonos en lugar de pistolaspara sus extorsiones. Cada partido ysindicato entregaba a sus miembrosbonos girados contra el Ministerio de laGuerra que servían para «comprar»regalos a sus familias y novias y cenardiariamente en un café o restaurantecomunal sin pagar una peseta. Y las

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nuevas costumbres proletariasproscribían el hábito de la propina. Y sibien los bonos teóricamente habrían desaldarse al acabar la guerra, nadieesperaba realmente pagar o ser pagado,y el dueño de un establecimiento nopodía negarse a aceptarlos si deseabavivir largo tiempo. De hecho, muchos«clientes» se limitaban a llenar demercancías sus bolsas de compra ysalían sin dejar siquiera un bono.

Los anarquistas eran quizá losladrones más honrados. Todos los queviolaban su código moral, que les exigíadepositar en su sede central todas lasmercancías y riquezas incautadas, eran

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sumariamente castigados.Los comunistas eran los más

pragmáticos. Stalin les había ordenadoque se captasen la confianza de lapequeña burguesía, de modo que sólo seapropiaron de aquellos comercios eindustrias de derechistas muy conocidos,o de los abandonados por dueñosasustados. Se convirtieron en los«protectores» de los pequeñoscomerciantes, cuyo apoyoambicionaban.

E hicieron presión sobre lossindicatos y partidos para quetransfirieran al gobierno todos losbienes expropiados. De esta manera, la

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industria, propiedad del Estado, podríamanufacturar más eficazmente elmaterial bélico, y los comunistaspodrían controlar más fácilmente laeconomía cuando finalmente se hicierancon el poder.

Pero los anarquistas, que aborrecíantodo gobierno, se oponían enérgicamentea la nacionalización de las propiedadesconfiscadas. Según ellos, los sindicatosdebían dirigir todas las empresas, y elgobierno ninguna. Ello supondría unavance hacia la edad de oro anarquista.Por otra parte, no querían allanar elcamino del poder a los comunistas.

Mientras la izquierda se disputaba la

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carrera para conducir la revolución,Madrid vivía el vértigo del placenteroestupor de una ciudad embravecida porel poder proletario. Al volver del frente,los milicianos vestidos con sus monospululaban por las zonas de moda,llenando los cafés y bares en otrotiempo elegantes y ganduleaban por lasesquinas de las calles en compañía desus novias o prostitutas, en tanto cochespintados con los lemas e iniciales de lossindicatos recorrían los bulevares ylanzaban al aire el aullido triunfal de susbocinas.

Ni los más melindrosos caballerosde la clase media o alta se atrevían a

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dejarse ver luciendo sombrero ocorbata, y las mujeres rasgaban susenaguas rojas y colgaban la prenda enlos balcones, ya fuera por patriotismo opor pánico. Y si por un lado los cines ylas corridas seguían atrayendo a grandesmultitudes, las pistas de tenis estabancasi desiertas, pues los izquierdistasconsideraban que ese deporte era sobretodo un pasatiempo burgués.

La vida republicana se había vueltotan agradable lejos del frente quemuchos milicianos decidieron desertarde las trincheras. Los jefes de la miliciase veían obligados a enviar hombresperiódicamente a los establecimientos

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de bebidas para expulsar de ellos a losdesertores o para, por lo menos,quitarles el arma con la que presumíande haber barrido solos a un batallónfascista.

Más afortunados eran los «héroes»que verdaderamente habían liquidado alos fascistas o a meros sospechosos…en la retaguardia.

3.

En un jardín del Paseo de la Castellana,

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un gran letrero en arco iluminado conalegres luces de colores podía divisarsepor la noche desde varias manzanas máslejos y quizá ser confundido con laentrada de un cabaret. Pero lasbombillas conformaban las palabras:«Brigada García Atadell». Allí, en unviejo palacio, Agapito García Atadell,tipógrafo y miembro muy respetado delPartido Socialista, efectuaba su vitaltarea. Era uno de los principalesinvestigadores secretos del gobierno, ysu trabajo consistía en descubrir a losfrancotiradores y traidores, encargarsede que tuvieran un juicio justo y ejecutarlas sentencias. La prensa republicana le

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ensalzaba; era uno de los custodios de laseguridad madrileña, un superpolicíadel pueblo y un fehaciente ejemplo dejusticia republicana. Era la réplica delas ilegales checas.

Como los tribunales normales consus sospechosos jueces burgueseshabían dejado de actuar tras la revuelta,habían proliferado de repente más deveinticinco audiencias improvisadas, laschecas. Cada partido y sindicatocelebraba juicios en su propia checa,dotada de autoridad por sí misma. Losresultados podían verse todas lasmañanas en la Casa de Campo o a lolargo de cunetas solitarias donde

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cuerpos acribillados yacían pudriéndosebajo el sol. Se decía entonces que a lasvíctimas les habían dado el paseo.

Según los supervivientes rebeldesde los juicios sumarios, los comunistaseran los carceleros y jueces más crueles,empleando a menudo la tortura paraarrancar confesiones. Y el periódicocomunista Mundo Obrero les alentabaabogando por el «exterminio» de todoslos traidores.

A los anarquistas, por el contrario,se les consideraba como relativamentejustos y humanos. Pero al no hallarsesometidos a una disciplina, como loscomunistas, su conducta variaba según

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el individuo. Los anarquistas genuinosse oponían al asesinato fortuito, y lafederación anarquista, la FAI, denunciópúblicamente los «actos monstruosos»cometidos por hombres disfrazados deanarquistas o por fascistas que se hacíanpasar por milicianos. Cuando losanarquistas ajusticiaban, con frecuencialo hacían con una sonrisa compasiva,como si dijeran: «Realmente no disfrutohaciendo esto, pero espero queentiendas que lo hago por el bien de lasociedad».

Pero todos estos grupos actuabanimpulsados por el miedo a losfrancotiradores y al sabotaje, que seguía

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«pinchando» los globos placenteros deuna nueva vida sin ley ni coacciones.Muchos también concordaban en quecuantos menos fascistas hubiese, tantomejor. Y a menudo cooperaban en laadministración de la justicia —oinjusticia— chivatos envenenados por lacodicia o los celos. Por ejemplo, el exministro del Interior, Salazar Alonso,que se había adherido a la Falange pocodespués de estallar la insurrección, fuedenunciado por su mujer, a la que habíaabandonado por otra mujer. Alonso fuedetenido y, tras un rápido proceso,ejecutado.

Muchos sospechosos fueron

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despachados sin siquiera el beneficio deun rápido juicio, y la mayoría en unazona llamada Pradera de San Isidro.Cientos de madrileños, y entre ellosniños y mujeres, iban diariamente allugar y con corazón alegre contemplabancómo las víctimas llegabantransportadas en camiones y eranfusiladas contra una pared de ladrillo.Uno de los fusilados más famosos fue elgeneral Eduardo López Ochoa. Estehabía sido internado en un hospitalmilitar. Los trabajadores le reprochabanel haber aplastado la revuelta de losmineros asturianos en 1934 y elasesinato de millares de ellos en la

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subsiguiente represión, aunque alparecer había intentado evitar uninnecesario derramamiento de sangre.

Informado de que López Ochoa sehallaba en peligro, el gobierno envióguardias de asalto al hospital paratrasladarle en una ambulancia a un lugarmás seguro. Pero una muchedumbrecapturó el vehículo, llevó al general a laPradera y lo ejecutó. Luego decapitaronsu cadáver y desfilaron por las callescon su cabeza empalada.

Por lo general, a las mujeresfascistas no se les trataba con mayorclemencia. Los milicianos arrestaron aJosefina de Aramburu, una destacada

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falangista de veintisiete años, y tras unjuicio en la checa aquella noche lallevaron al cementerio de Chamartínpara ser fusilada. Pero cuando el jefedel pelotón, un joven librero comunista,ordenó a sus hombres que dispararan,estos se negaron.

—No podemos matar a una mujer —dijo uno de ellos.

El mismo jefe llevó entonces aJosefina a su coche y la condujo a laPlaza de España, donde se detuvo y ledijo:

—Mis órdenes eran ejecutarla, peromis hombres se resisten a hacerlo. Demodo que salga y corra.

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La aterrada muchacha saltó delcoche y empezó a descender corriendola calle. Pero después de dar unos pasosse desplomó con una bala en la cabeza:era la primera mujer a la que habíandado el paseo.

Algunos fascistas tuvieron mássuerte. Felipe Gómez Acebo, elfalangista capturado en el cuartel de laMontaña y posteriormente liberado porun miliciano que le conocía de laescuela, fue detenido de nuevo pocodespués. Fue arrastrado hasta una checay condenado a morir la misma noche.Pero antes de que le sacaran de su celda,el carcelero, que estaba emparentado

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con la novia de Gómez Acebo, acertó apasar por allí y le reconoció. Elprisionero salvó la vida de nuevo.

Aunque no tan afortunado, otro presomurió al menos con cierta satisfacción.Cuando el coche que le conducía allugar de la ejecución se detuvo en uncontrol de milicianos, gritó súbitamente«¡Arriba España!», y los guardias,creyendo que estaban a punto deatacarles, vaciaron su ametralladoracontra el vehículo, matando no sólo alrebelde condenado sino también a suescolta.

Un derechista puso en práctica unaestratagema aún más espectacular; y

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sobrevivió. Se hallaba visitando a sunovia republicana y a la familia de éstacuando la milicia llamó a la puerta.Abandonó en silencio a sus anfitriones,cerró desde fuera la puerta de unahabitación trasera, salió por una ventanay anclando por la cornisa alcanzó laventana de la habitación cerrada. Entró,se metió un pañuelo en la boca y se ató auna silla. Cuando los milicianosirrumpieron dentro, encontraron alhombre y le «liberaron».

—Soy militante del Frente Popular—dijo—, y me han tenido prisionero.

Los milicianos fusilaron a toda lafamilia, y el derechista quedó en

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libertad para buscarse otra novia.A Arturo Barea le revolvía el

estómago aquella desenfrenada matanza.«Era la espuma de la ciudad»,

escribiría luego. «No lucharían, nillevarían a cabo ninguna revolución. Loúnico que harían sería robar, destruir ymatar por placer. Esta carroña había quebarrerla antes de que lo infestara todo».

Barea trató de convencerse a símismo de que la infección era un naturalaunque despreciable fenómeno de laguerra, de que aquella gente aún teníasalvación. Más tarde, una noche oyó unaespeluznante confesión en un bar quefrecuentaba.

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—¡Vaya una noche! ¡Estoyreventado! ¡Once me he cargado hoy!

Un portero de la vecindad estaba depie contra el mostrador, con un fusil a sulado. Contó que él y sus camaradas sehabían «librado de más de cien aquellavez».

Barea conocía a aquel hombre desdeniño. Era honrado, bueno, amable.

—Pero Sebastián… ¿quién le hametido… en semejante cosa?

—Nadie.—Entonces ¿por qué las está usted

haciendo?—Bueno, alguien tiene que hacerlas,

¿no?

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Sebastián confesó después queantaño había pertenecido a unaorganización católica, y tenía quedemostrar a sus compañerostrabajadores que no era un traidor. Eramejor matar que ser muerto.

Sebastián sacudió su cabezalentamente y agregó:

—Lo peor de todo, ¿sabe usted?, esque acaba uno tomándole gusto.

El presidente Azaña y otrosmiembros del gobierno estabanhorrorizados por tales crímenes, peroeran impotentes para impedirlos. Casitodos los militares leales, los guardiasde asalto y guardias civiles eran

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desesperadamente necesarios en elfrente, y a los pocos que quedaban en laciudad, así como al cuerpo de policía,les aterraba la milicia.

Más tarde, Azaña diría que larevolución izquierdista dio comienzo sinla colaboración del gobierno, que nipodía ni quería alentarla. Que elextremismo revolucionario se propagóante los ojos asombrados de losministros, y que en vista de aquelviolento giro, el gabinete se vio privadode los medios para frustrar o suprimirlas acciones criminales. Que el gobiernocarecía de las fuerzas armadasnecesarias. Y que si hubieran dispuesto

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de esas tropas, su intervención habríaprovocado el riesgo de una segundaguerra civil.

El gobierno trató de pactar con lamilicia. Según Gregorio Gallego,dirigente anarquista, el jefe de policíaManuel Muñoz le convocó a sudespacho urgentemente a él y a otroanarquista.

—Sé que ustedes son contrarios alas ejecuciones arbitrarias y a losregistros domiciliarios —les dijo—.Tenemos que acabar con lo que ocurreen la Pradera y quiero que me ayuden,porque ustedes son los únicos consuficiente fuerza… Les juro que el

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gobierno no logra conciliar el sueño, ypara mí constituye una pesadilla.

Las ejecuciones eran abominables,afirmaron ambos anarquistas, pero nopodían combatir a sus propioscamaradas. Se pondrían ellos mismos enpeligro. No, era deber del gobiernodetener los crímenes.

Y el gobierno trató de cumplir consu deber, secundado por Agapito GarcíaAtadell.

La Brigada García Atadell era lamás ilustre de las distintas checas«oficiales» que el gobierno habíacreado con la esperanza de restaurar la

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justicia en Madrid. García Atadellparecía la persona indicada para talmisión. No sólo era inteligente, humildey de indudable lealtad, sino quedisfrutaba de la entera confianza dehombres tan importantes como IndalecioPrieto, el moderado líder socialista, queconstantemente suplicaba al pueblo quefuese humano con los presuntosenemigos.

Por muy humilde que fuera, GarcíaAtadell persuadió a sus amigos de lasaltas esferas de que diesen publicidad asu checa, a fin de que el pueblo supieraque era legal y solicitara el cierre de lasilegales. Contribuyó a mejorar las cosas

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instalando el letrero luminoso yhaciendo hincapié a todos sus visitantesen que no dirigía un negligente yclandestino tribunal desautorizado.Embelleció la sala de recepción con lapresencia de atractivas secretarias que,sentadas ante sus escritorios, lucíanvestidos escotados y de brillantescolores; una alegre estampa debienvenida para todos aquellospreocupados por la ruda justiciarevolucionaria. Y García Atadell, por suparte, se comportaba siempre de unmodo cortés con sus prisioneros.

La prensa extranjera muy pronto leelogió por su eficiencia e imparcialidad.

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Louis Delaprée, el corresponsal delParís Soir, famoso por sus brillantescrónicas de guerra, escribió:

«El señor García Atadell… hadejado sentir su influencia sobre unextenso centro de espionaje… El asuntoha apasionado a todo el mundo, y laspersonas excesivamente imaginativasque ven confabulaciones en todas partesafirman triunfalmente: “Ya te dije queestamos rodeados por los ojos y oídosdel enemigo”».

Delaprée nunca había cruzado lasala de recepción; ni, al parecer, lohabían hecho los que respaldabanpolíticamente a García Atadell, pues en

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las otras habitaciones los milicianoseran menos corteses que sus jefes.Maldecían y golpeaban a sus prisionerosantes de arrojarlos al garaje que habíaen el jardín y encerrarlos dentro, en unrecinto oscuro y sucio, a veces durantedías en que no les daban ningúnalimento. A continuación el preso quizáera conducido a la presencia de GarcíaAtadell, que reprendía a sus hombres.

—No me habéis notificado elingreso de este prisionero —les decía—. No sabía que ha permanecido en el«jardín» durante tanto tiempo. Tenéisque ser más considerados, camaradas,más considerados.

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García Atadell dejaba entonces queel prisionero pidiese cualquier cosa quele apeteciera comer. Tras una buenacomida, el preso comparecía ante eltribunal y era juzgado, y casiinvariablemente conducido a las afuerasde la ciudad para ser fusilado. Enefecto, aunque el gobierno quisiera quese ejecutara únicamente a los espíasconvictos, francotiradores,saboteadores, intrigantes y personas queles ayudaran activamente, GarcíaAtadell y sus hombres sólo preguntabanuna cosa: ¿simpatizaba el acusado conlos rebeldes? Y puesto que GarcíaAtadell perseguía principalmente a los

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ricos, daba por sentado que estos eranculpables de dicha simpatía, aunque nofuese más que por el deseo de conservarsus riquezas. Por lo tanto marcaba acontinuación del nombre de casi todoslos acusados la letra «L» seguida de unpunto. En caso de que alguien pusiesemuy juntas ambas señales, podía creerseque la «L» significaba «liberado»,aunque el punto era el signo cifrado quequería decir muerte.

García Atadell generalmenteconocía la magnitud aproximada de lacuenta corriente de los prisioneros, asícomo sus ideas políticas y religiosas,datos que le proporcionaba el sindicato

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socialista de Porteros de Madrid, quevigilaba estrechamente a todos losinquilinos de los inmuebles que susafiliados guardaban. Las sirvientas eranasimismo de gran utilidad. Y en nombredel gobierno confiscaba las propiedadesde los condenados. Los tribunalesilícitos, a su vez, también se apropiabande pertenencias expoliadas, que iban aparar a los partidos y sindicatos, y enocasiones se embolsaban los miembrosdel tribunal. García Atadell estabafurioso. ¿Cómo podía el gobierno serpartidario de semejantes incautaciones?¡Eran simples robos!

Sí, lo mismo opinaban sus

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superiores. Pero el gobierno necesitabatiempo para enderezar la díscola navede la justicia. Después de todo, no todoseran tan honrados como García Atadell.

4.

José Luis Sáenz de Heredia, el directorde cine y primo de José Antonio, habíavivido en el terror desde que escapó dela milicia saltando por una ventana.Corrió a la casa del padre de JoséAntonio y permaneció en ella durante

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varios días; después se escondió con sutío y su hermana en casa de unos amigos.Estos, temiendo por su propia vida, notardaron en sugerirles cortésmente quebuscaran otro refugio.

Pero Sáenz no tenía otro sitio dondeir, de modo que vivió en la calle,vestido con las ropas andrajosas de unvagabundo, sobreviviendo con una dietaúnica de pan, durmiendo en la acera o enlas sillas de los quioscos de bebidas. Alfinal le reconoció un amigo y le invitó ahospedarse en su casa. Sáenz seintrodujo en ella subrepticiamente,cuando el portero no estaba, y dispusode un lecho durante varios días. Pero

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como la milicia registraba casa porcasa, aquel amigo tampoco pudoalbergarle mucho tiempo.

Sáenz estaba desesperado. Sólo lequedaba una cosa por hacer. Volvió alos estudios de cine y se puso a mercedde sus antiguos empleados, que habíanformado un comité para supervisar lasinstalaciones, que permanecían abiertaspese a que ya no se filmaba nada. Sesobresaltaron al verle.

—¿Por qué has venido aquí? —lepreguntó uno de ellos.

—Hemos trabajado juntos durantecuatro años —respondió Sáenz—. Nocomo comunistas, anarquistas o

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falangistas, sino como colegas y amigos.A estas alturas deberíais saber si soy unhombre bueno o malo. Si van afusilarme, prefiero que lo hagáisvosotros. Pero si no creéis que debo serfusilado, entonces tenéis la obligaciónde protegerme.

Los hombres se quedaron atónitos.Sáenz les planteaba un difícil dilema.Estaban fusilando a los falangistassimplemente por el hecho de serlo: talera la ley de la revolución. Y era fácilobedecerla cuando la víctima era unextraño, un símbolo del pasado y detodo lo que odiaban. Pero delante teníana un hombre que les había tratado con

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equidad y deferencia, un hombre del quesabían que no era malvado, al margen desus ideas políticas. ¿Debían matarlecomo a los demás?

Los miembros del comité sereunieron en la sala de proyeccionespara tomar una decisión mientras eldirector aguardaba nerviosamente fuera.Al cabo de media hora, los hombresfueron adonde él con aspecto ceñudo.Sáenz se temió lo peor.

—Hemos decidido protegerte —dijoel jefe del comité, un pequeño y sencillocarpintero al que llamaban Sinistro—.Puedes vivir aquí. Con dos condiciones:no puedes salir a la calle ni usar el

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teléfono.Así pues, muy contento, Sáenz se

instaló en un despacho amueblado conpoca cosa más que un colchón. ¡Unprimo de José Antonio viviendo bajo laprotección de comunistas, socialistas yanarquistas!

Casi todos los hombres partían alfrente por la mañana y regresaban a lanoche, se sentaban en un escenario ydiscutían a fondo la lucha del día. Sáenzse reunía con ellos y escuchaba historiasde cómo habían matado rebeldes adocenas. Y mientras hablabancompartían con él su comida, el vino ylos cigarrillos. Empezaba a sentirse

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como si fuera dos personas a la vez, unpersonaje esquizofrénico sacado de unguión vagamente concebido que algúndía acaso escribiría… en caso desobrevivir. Amaba a su primo, JoséAntonio, y era falangista con un fervorcasi religioso; no obstante, tambiénamaba a aquellos hombres, personassencillas que creían en sus ideologíaspropias con idéntica devoción,combatientes de corazón inmensoaunque matasen con escasa clemencia.

Quería corresponder a sus favoresde algún modo. Así pues, violando supromesa de no usar el teléfono, llamó ala sirvienta de su tío para que le llevase

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algún dinero. Pero la criada no estaba encasa, de suerte que le dejó su número.Luego telefoneó a su hermana y ella leenvió cien pesetas por medio de unemisario. Con el dinero Sáenz comprócantidad de tabaco y vino en un bar alotro lado de la calle y por la noche lorepartió entre sus protectores.Festejaron los presentes con granjúbilo… y asimismo sorpresa.

—¿De dónde has sacado el dinero?—preguntó uno de ellos.

—Oh, no te preocupes, soyriquísimo —contestó él, alegremente.

Más tarde, la sirvienta le telefoneó.—¿Puedo hacer algo por usted? —

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inquirió.—No, descuide —contestó Sáenz—.

Ya está todo arreglado.Pero ella insistió en verle, y él colgó

de golpe el auricular. Media horadespués, llegó un camión de milicianosy fue detenido. La sirvienta —pensó depronto— debía de haber estadohablando con él bajo la amenaza de unapistola.

Sus amigos se enfurecieron cuandoél les dijo que había utilizado elteléfono.

—Qué estupidez —comentóSinistro.

—Es cierto —dijo Sáenz—, pero

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sentía que os debía algo.Los dos hombres se abrazaron y

Sinistro le acompañó a la checa. Sáenzfue arrojado a una celda con otrosprisioneros, uno de los cuales se pusopálido. Era la sirvienta.

Aquella noche, dos milicianosentraron en la celda y pasaron la luz deuna linterna por la cara de cada preso.Sáenz se vio repentinamentedeslumbrado.

—No, éste no —gruñó el hombreque estaba a su lado—. Este otro.

—Ven con nosotros y coge tuchaqueta —ordenó el otro intruso alprisionero.

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Sáenz conocía el procedimiento. Si aun preso le decían que cogiera suchaqueta, significaba que no volvería.Pronto vendrían por él. Y aquella vez elfin que le esperaba no sería unasorpresa.

El padre Florindo de Miguel,vestido con su arrugado traje de seglar,abrazó a su antiguo y querido amigo. DeMiguel acababa de llegar a Madrid yhabía ido a visitar a Eladio Ruiz de losPaños, que estudió con él en elseminario de Toledo, pero hacía tiempoque había abandonado el sacerdocio.Ruiz invitó a De Miguel a vivir en su

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casa, pero el cura se mostró indeciso, apesar de que no tenía dónde albergarse.

Los «rojos» arrestaban y mataban alos sacerdotes, así como a todo aquelque se atreviera a ocultarlos. Y DeMiguel no quiso poner en peligro a lafamilia. Además, el pequeño piso deRuiz ya estaba repleto con una docenade familiares. Todos ellos, no obstante,insistieron en que se quedara. Qué honortener a un cura en su casa, como hacíanlos grandes terratenientes. Y finalmente,con la leve punzada de un sentimiento deculpa, el padre De Miguel durmióaquella noche en la mejor habitación dela casa.

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Pero no durmió bien, como tampocolo hacía la mayor parte de los curas ymonjas escondidos. El clero fue el gruposocial más castigado por la revolución,aunque los pocos de quienes se sabíaque estaban con los pobres en contra delos amos se hallaban a salvo. Y losrepublicanos se ponían furiosos cuandollegaban informes de las zonas rebeldesdiciendo que la Iglesia toleraba eincluso apoyaba el programa de Francopara las ejecuciones masivas.

Mientras miles de obreros eranfusilados, todos los curas —con laexcepción de unos pocos— se limitabana mirarles en silencio y a ofrecerse, con

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muy poco éxito, para enviarles al cieloadministrándoles los últimossacramentos: como si el exterminio nofuese asunto de la Iglesia. Algunossacerdotes lucharon en las filasrebeldes. Uno que se había escondido enun árbol en Guadarrama eliminó avarios milicianos antes de caer al suelo,traspasado por una bala republicana. Aotros les acusaron de disparar desde loscampanarios, acusación rara vezdemostrada, pero expresiva del recelopopular respecto al clero.

El padre Zafra, cuyo verdaderonombre era Juan Galán Bermejo, se hizofamoso por las atrocidades que cometió

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como capellán de la legión extranjera.Una vez que encontró a un hombreescondido en el confesionario de lacatedral de Badajoz, lo mató de unbalazo allí mismo. En otra ciudaddescubrió a cuatro hombres y a unamujer herida ocultos en una bodega, y secuenta que más tarde se vanaglorió:«Les obligué a cavar una sepultura y lesenterré vivos para dar a esa gentuza unalección».

Muchos republicanos, a su vez,quisieron vengarse de aquella«traición». Al tiempo que el gobierno seapoderaba de todas las propiedadesclericales que consiguió encontrar, las

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masas quemaron las iglesias yencarcelaron —y normalmente fusilaron— a todos los sacerdotes que nocomulgaban con sus ideas. Todos losseglares que perteneciesen a unaorganización católica o hubieranasistido regularmente a misa eran alinstante sospechosos. ¿Quién, sino unfascista, podía ser tan devoto de laIglesia?

Símbolo de la cólera republicana fuela estatua transformada del Jesús Niñode San José. La figura vestía ahorapantalones rojos y tirantes azules, concartuchos insertados en el cinturón, unapistola en una mano y una bandera roja

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al vuelo en la otra. Burlarse de Dios eracomo burlarse de la iglesia «Fascista».

El padre De Miguel no seconsideraba fascista; ni, al parecer,tampoco la Iglesia, a pesar de serparcialmente responsable de aquellatrágica situación. Se trataba simplementede que el pueblo había sido corrompidopor hombres malvados y hambrientos depoder. Y ahora el padre De Miguel teníaque ocultarse de ellos, porque queríanmatarle por razones que no lograbaentender.

Pasaba noches intranquilas, perosiempre se levantaba antes del alba parapreparar la misa en el comedor, asistido

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por toda la familia. No habíaornamentos, únicamente un altarimprovisado y una copa de cristal queservía como cáliz. Daba igual: quéjubiloso sentimiento suponíaarrodillarse y conversar con el Señor enmitad del holocausto. Una mañana,durante la oración, sonó el timbre.

—Que nadie se mueva —susurróRuiz—. Voy a ver quién es.

El padre De Miguel se levantó,presa del mismo pánico que se habíaapoderado de todos, y se dispuso atragar el pan eucarístico. Se oyeronpasos cautelosos hacia la puerta deentrada, luego la voz de Ruiz y un

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momento de silencio. Pasos de nuevo, yRuiz volvió solo.

—Sólo era el lechero —dijo,sonriendo.

De Miguel adoptó entonces unaactitud inflexible. Tenía que marcharse,o de lo contrario toda la familia sufriríalas consecuencias por su culpa. Así quese fue a buscar una habitación en unacasa de huéspedes, cuando de repente,yendo por la calle, oyó una voz familiar.

—Cuánto tiempo sin vernos. ¿Qué esde tu vida?

De Miguel miró en derredor yreconoció a otro antiguo compañero declase.

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—¡Antonio!Los dos hombres se abrazaron. Y

cuando De Miguel puso a su amigo altanto de su situación, el otro le dijo:

—Ven a mi casa. Allí no molestarása nadie porque sólo estamos Manuela yyo… y los dos niños.

De Miguel se sintió conmovido. Aligual que Eladio, Antonio arriesgaría suvida por ayudarle. Como Antonioinsistió, De Miguel se mudó a su casa aldía siguiente.

Una vez más, una mañana, sonó eltimbre. De Miguel, que estaba leyendoen su habitación, oyó voces y pensó quela mujer de Antonio estaba hablando con

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algunos vecinos. Luego, el tono de laconversación se fue haciendoprogresivamente más seco. Inquieto,saltó de la cama y atisbo el comedor através de un tragaluz. ¡La milicia!

¿Cómo podía escapar? Su habitacióndaba al vestíbulo, y como los milicianosestaban dentro del piso, trataría deescabullirse por las escaleras. Abrió lapuerta y consiguió llegar a ellas sin servisto. La alegría se transformó endesesperación. Había dejado en sucuarto una cartera con sus documentos, yaunque revelaban que era «abogado»también indicaban su lugar denacimiento. Los «rojos» sin duda

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comprobarían su identidad con ayuda delas autoridades locales y se enteraríande que era sacerdote.

Tenía que volver a por losdocumentos, pensó angustiosamente. Losmilicianos le vieron antes de que lograraescapar de nuevo.

—¿Quién es este hombre? —preguntó un miliciano—. ¿Qué estáhaciendo aquí?

Antes de que Antonio o su mujerpudieran responder, De Miguel dijotranquilamente:

—Soy un amigo de Antonio. Laguerra me ha pillado aquí y no puedoregresar a mi casa. Soy abogado y vivo

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en León. Les enseñaré mis documentos.Sacó los papeles y se los tendió al

responsable. El hombre los examinó conmucha atención.

—Muy bien —dijo—, pero ¿cómosé que este carnet es suyo, que no lo haencontrado en la calle? ¿Dónde estudióusted?

—Aquí, en Madrid.—Entonces tiene que conocer a

alguien de izquierda que responda porusted y me diga que es el Florindo deMiguel de este carnet.

—Por supuesto. Podría llamar acincuenta personas —respondió elsacerdote, seguro de sí mismo.

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Telefoneó a un amigo que pertenecíaa un sindicato. Pocos minutos después,un coche aparcó delante de la casa.Cuando el amigo, Julio, entró en el piso,el jefe de la milicia le explicó alinstante la situación. Julio dijo:

—Sí, sí. Este hombre es Florindo deMiguel, abogado.

—¿Responde por él?—Desde luego. Se viene conmigo

ahora mismo.Los dos hombres salieron, y al llegar

a la calle, oyeron a Manuela y a losniños llorar e implorar. Antonio tratabade calmarles:

—Volveré en seguida. No os

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preocupéis. No he hecho nada malo.Pero su familia seguía llorando

lastimeramente.—Pobre Antonio —se lamentó De

Miguel—. Ha sido tan bueno conmigo.Julio, ¿no puedes hacer nada por él?

—Nada —dijo Julio—. Bastantesuerte he tenido con poder ayudarte a ti.

—Entonces vamos a esperarle en lapuerta. Quiero decirle adiós, quizá parasiempre. Por lo menos con los ojos,quiero decirle adiós, desearle buenasuerte.

—¡No seas estúpido! —exclamóJulio—. Vas a estropearlo todo. No tedas cuenta del peligro que corres.

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Y empujó al sacerdote hacia elcoche. De Miguel subió a él; se sentíamareado.

—Tienes razón —dijo—. Vámonos.Es lo mejor. No quiero ver cómo se lolleva la milicia. Llévame a casa de miamigo Ruiz de los Paños.

Y De Miguel rezó por Antonio.

Paradójicamente, los comunistasateos, pese a tener fama de ser duros decorazón, a menudo tenían mayortolerancia con respecto al clero que lamayoría de los izquierdistas: yprecisamente porque eran ateos. Adiferencia de los demás, no pensaban

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que la Iglesia había traicionado a Dios,ya que para ellos no había Dios a quientraicionar. En consecuencia, tendían ajuzgar a los religiosos de forma menosemocional que los creyentesanticlericales.

Dolores Ibárruri, que desde niñaconsideraba la religión como una farsa,y que era capaz de crueldad si la causaasí lo exigía, sostiene que se apiadó delas monjas, que por entonces se hallabanen un angustioso trance. Algunas inclusohabían sido asesinadas. Dolores fue conun camarada a visitar a una comunidadde religiosas de la que sabían que seocultaba en un inmueble particular.

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—Perdonen ustedes que lesmolestemos. Queremos ayudarles yconsidero necesario que nosconozcamos. Aunque sea inmodestia,supongo que habrán oído hablar de mí, yhablar de mí de tal manera que, alescuchar las historias inventadasalrededor de mi maldad, habrán creídoque soy yo un demonio. Pero esténustedes tranquilas que nada les va aocurrir. Yo soy Pasionaria.

Las monjas se miraron conespanto…

—… Desde ayer están ustedes bajola protección del Quinto Regimiento, loque quiere decir que nadie se atreverá a

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molestarlas. Sin embargo, yo meatrevería a hacerles una proposición.Que trabajen ustedes, que hagan algoútil, que nos ayuden en aquello que noestá en contra de sus sentimientosreligiosos.

Se adelantó la que aparecía como lasuperiora:

—Podemos trabajar en loshospitales, asistiendo a los heridos o alos enfermos.

—¡No, hermana! En los hospitales,ustedes no pueden trabajar. No loaceptarán los heridos.

—¡Cuidaremos niños!—Tampoco, porque las madres no

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confiarían a ustedes sus hijos.—¿Entonces? ¿Qué podremos hacer?—Algo mucho más sencillo, que las

mantendrá unidas y les ayudará asoportar mejor las dificultades. Ustedespueden coser ropa blanca y hacerchaquetillas, toquillas y zapatitos paralos niños evacuados, para los niñoshuérfanos, para los niños abandonados,aquí mismo, en su casa. Nosotrasvendremos a recoger la labor y aayudarles en todo lo que ustedesnecesiten, para que no tengan quemolestarse y deambular por una ciudadque no conocen.

La Pasionaria desconcertó a las

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hermanas cuando se brindó a llevarlesasimismo estatuas y crucifijos. Pero aldía siguiente volvió con el materialprometido y los artículos religiosos.

—¡Qué Dios se lo pague! —dijo lamadre superiora.

Evidentemente, la Pasionaria sehallaba tan conmovida como cuando,siendo una niña, vio a unas monjas quevestían a un espantapájaros conterciopelo púrpura para hacerlo pasarpor la Virgen.

5.

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Pocos días después de haberse iniciadola insurrección, Christopher Lanceprácticamente dirigía la embajadabritánica. El embajador, como muchosde sus colegas, se había marchado a lamás templada ciudad veraniega de SanSebastián justo antes del alzamiento yhabía dejado la embajada en manos deun burocrático y manso vicecónsul. Concierta dificultad, Lance habíapersuadido al joven diplomático de quepermitiese a todos los ingleses residiren la sede de la legación hasta serevacuados, prometiéndole «dirigir todo

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el tinglado». Y cumplió su promesa.Tras pasar un tiempo en la embajada;cerca de seiscientos ingleses, entre ellossu esposa Jinx, partieron a Valencia,donde les esperaba un barco fondeadopara transportarles a su patria.

A mediados de agosto, el gobiernoinglés, que había estado aguardando aque las fuerzas rebeldes entraran enMadrid para enviar a la capital a unimportante diplomático, se percatófinalmente de que la ciudad no estaba apunto de caer y destacó a su legación aun encargado de negocios. Ogilvie–Forbes era un hombre alegre, modesto yregordete a quien le gustaba tocar la

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gaita cuando estaba solo, y eraescrupulosamente imparcial en susrelaciones con el gobierno español, noobstante ser católico y estar al corrientede las atrocidades que se cometían enMadrid.

Forbes nombró a Lance cónsulhonorario, pero el ingeniero siguióyendo diariamente a su oficina. Estabadecidido a mantener vivo el negocio,aunque no muy seguro de conservar convida su propia persona. Vé que elcomité de trabajadores no cesaba deintrigar contra él. Sin embargo, haciendoun uso discreto de su condición dediplomático, logró también ocuparse de

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poner fuera de peligro a sus amigosespañoles. Puesto que su propriaembajada, a causa de su neutralidad, nopodía concederles asilo, los escondió enotros sitios. Les llevaba comida ynoticias de sus familias, y enterró suspistolas en el parque del Retiro, puestodo sospechoso sorprendido enposesión de un arma eraautomáticamente fusilado.

Un día, a fines de agosto. Lance fuea consolar a la familia de un muchachode diecisiete años. Manolo, que habíasido detenido. Haría todo lo posible lesprometió para encontrar al chico y hacerque le pusieran en libertad. Y de hecho

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logró convencer a Muñoz, jefe depolicía, cuya amistad se habíagranjeado, de que liberare al joven.

Pero poco después, alguien quellegaba de la localidad vecina deParacuellos del Jarama a ver a lafamilia, le contó una historiahorripilante sobre los cadáveres quehabían sido enterrados en el lugar lavíspera. Creía haber visto el de Manoloentre ellos. Lance se puso a investigarinmediatamente.

Provisto de una descripción delchito, atravesó en su coche el árido yrocoso campo hasta el pueblo, que erapoco más que un cúmulo de casuchas de

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piedra. En el misterioso silencio, detuvoel coche y vio a un anciano y arrugadocampesino de mirada recelosa, Lasuspicacia de aquellos ojos pareciódesvanecerse apenas el hombre vio labandera británica del vehículo.

¿Había habido algún fusilamientopor allí?, indagó Lance con tonoindiferente.

—Oh, sí, yo mismo ayude a cavar latumba. Los jóvenes me ordenaron que lohiciera, señor.

Recorrieron un terreno elevado yllegaron a un largo montículo de tierra:la sepultura colectiva.

Entonces Lance describió los rasgos

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de Manolo. ¿Le había visto elcampesino? El anciano creía que sí.

—Enséñeme dónde tuvo lugar laejecución.

Se desplazaron hasta una carreterapróxima orillada por una larga zanja. Latierra excavada formaba una especie demuro detrás de la zanja, y el muro estabaperforado por minúsculos agujeros:agujeros de balas.

Aturdido por el horror. Lanceregresó rápidamente a Madrid ycomunicó, titubeante, la trágica noticia ala familia de Manolo. Cuando ellos sederrumbaron, él también estuvo a puntode hacerlo. Había sido soldado y visto

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morir a numerosos compañeros, peroaquella vez no se trataba de una guerra.Era un asesinato a sangre fría. No podíaquedarse de brazos cruzados. Si eraimpotente para ayudar a las víctimas, almenos ayudaría a sus familias. Y sededicó a buscar a otros ausentes,personas queridas cuyo paraderorastreaba en los depósitos de cadáveres,parques, carreteras… y en los archivosfotográficos de la policía.

Como una «deferencia» para con lasfamilias, la policía fotografiaba a todoslos cadáveres hallados, y se producíanconstantes escenas de histeria en la sedecentral de policía cada vez que las

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madres, esposas, hijos e hijas revolvíanlas espantosas instantáneas de gente conla mitad del rostro destrozado —generalmente a causa del tiro de graciaen la cabeza— hasta encontrarfinalmente la que estaban buscando.Lance por lo menos podía ahorrar aalgunas familias la agonía consultandoél mismo los archivos.

Una noche en que había recibido unainformación confidencial, salió deMadrid por la carretera de Burgos y alos pocos kilómetros se adentró por unaestrecha calzada. De repente sus farosiluminaron a una hilera de hombresdiseminados y en pie a lo largo de una

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zanja, enfrente de varias personas queles apuntaban con armas. Los que lasportaban, sorprendidos por elresplandor, volvieron rápidamente haciaun camión que había en la carretera,como si trataran de repararlo. Lance separó junto al vehículo y saludó con elpuño cerrado.

—Salud, camaradas —dijoalegremente—. ¿Puedo ayudaros enalgo?

—No, camarada —respondió unhombre—. Podemos arreglarlo solos.

Lance prosiguió su camino. Ycuando se hallaba a una cierta distancia,oyó el tableteo de las armas

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automáticas. Al cabo de un rato diomedia vuelta y vio los cuerpos tendidos.

Los siguientes días vio varioscentenares más mientras buscaba apersonas cuyas familias, enteradas desus actividades, le habían pedido ayuda.Por último decidió que no bastaba conidentificar a muertos. Tenía que salvaralgunas vidas.

Los afortunados que aún laconservaban invadían las legacionesextranjeras, salvo la americana, aún máscelosa que la británica de nocomprometer su neutralidad. Losrefugiados eran sobre todo aristócratas,

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derechistas muy conocidos y gente dedinero. Algunos diplomáticos, a menudosin que sus gobiernos lo supieran,exigían elevadas «cuotas de entrada», yse creía que especialmente los cubanosengordaron sus cuentas bancariasmerced a este negocio.

La vida en aquellas embajadas erafrecuentemente un microcosmos de lasociedad española, a pesar de que lamayoría de sus ocupantes procedían delas clases altas. Los nobles y los ricosresidían en las mejores habitaciones,comían los mejores alimentos ytrabajaban lo menos posible, mientrasque las personas de extracción más

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humilde vivían en los sótanos, limpiabanel inmueble y consumían los platosmenos apetitosos. En suma, eldescontento e incluso el odio separaba agente que huía de un enemigo común. Enlas estrecheces de aquel universocarcelario hubo matrimonios,nacimientos e incluso un divorcio:irónicamente, bajo la ley republicana.(El divorcio, fue anulado en cuantoFranco accedió al poder).

Por mucho que los milicianosamenazasen constantemente con invadirconsulados y embajadas para apresar asus adversarios, el gobierno respetó elderecho de asilo diplomático y en

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realidad se congratuló de que existiesenlugares supuestamente inasequibles a lospropios verdugos republicanos. Inclusopermitió que algunas embajadasevacuasen de España a refugiados.

Pero los milicianos descubrieronmedios de atrapar a la gente quebuscaba asilo. Uno de los ardidesconsistió en emplazar una «embajada deSiam» dotada de embajador ysecretarios, aun cuando España no teníarelaciones diplomáticas con dicho país.Los refugiados pronto acudieron,atestando cada hueco y pagando altascifras por el privilegio del asilo. Todoslos días llegaba un camión para

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llevarles a un barco que aguardaba enAlicante. Sólo que nunca iba más lejosque el lugar de ejecución donde el viajeterminaba.

En una ocasión, los milicianosrecurrieron a la avaricia de una madrepara engañar con un señuelo a su hijo yconducirle a la muerte. Ella se presentóen la embajada cubana para ver a suhijo, Pepito Canalejas, y otrosrefugiados oyeron que le decía:

—Me han confiscado dos milpesetas, y no me las devolverán hastaque les proporciones ciertos datos sobreunas declaraciones que les has hecho.

—Es una trampa, mamá —dijo el

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muchacho—. Lo único que quieren escapturarme.

—Pero tienes que ir. No puedoperder ese dinero.

Canalejas respondió, con la voztrémula:

—Te lo advierto, mamá, si voy, mematarán.

—Un cobarde, eso es lo que eres —gritó su madre—. No quieres ir porquetienes miedo. Tu padre era un hombreimportante, pero cuando salía a la callenunca llevaba escolta.

—¡Y fue asesinado!—¡Cobarde! ¡Cobarde!Pepito Canalejas salió de la

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embajada y fue fusilado.Los diplomáticos extranjeros a

menudo compartían la tensión de susprotegidos. El consejero belga llegó ainformar a su gobierno de que loscomunistas y los anarquistas erandueños de Madrid. Washington seinquietó tanto con esta noticia queinterrogó sobre el asunto a su embajadaen la capital. El diplomático de mayorcategoría en la legación, Eric Wendelin,telegrafió que el informe era«demasiado fuerte y ademáscontradictorio». Añadió:

«Los comunistas y los socialistasestán apoyando al gobierno, que, en mi

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opinión, es más fuerte ahora que hacedos semanas. Está haciendo seriosesfuerzos por imponer disciplina a lasfuerzas de la milicia, y al parecer conconsiderable éxito».

Wendelin envió su mensaje el 22 deagosto. No lo habría enviado al díasiguiente…

Algunos madrileños amenazados, alno poder encontrar un escondrijoidóneo, ingresaban voluntariamente enlas cárceles estatales. Curiosamente, nosiempre era fácil conseguir «plaza» enellas, pues albergaban a unos siete milprisioneros. En ocasiones, para aliviar

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la situación, la milicia se limitaba adisponer de los presos antes de quellegasen a la cárcel. La noche del 12 deagosto, un tren cargado con unassetecientas personas salía del barrio deVallecas cuando los milicianos hicieronseñales para detenerlo.

—Nosotros nos ocuparemos de estagente —dijo el jefe a los guardias deltren—. Todas las prisiones y cárceles yaestán llenas, y no necesitamosalimentarles a expensas del pueblo.

Ordenaron a los prisioneros que seapeasen del tren, los pusieron en fila ylos ejecutaron con tres ametralladoras.

Así que las cárceles tenían su

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atractivo, y la más «atrayente» de laciudad era la Prisión Modelo, a la que amenudo se llamaba Palacio de laMoncloa, ya que resultaba palaciega encomparación con los demás penales, ytenía amplias celdas y buenasinstalaciones sanitarias. Algunos de losmás destacados políticos o soldados delpaís en un momento u otro habíanplaneado revoluciones ypronunciamientos a la sombra de susventanas con barrotes. Pero lascondiciones habían empeorado desde elalzamiento: unos dos mil reclusos seapretujaban en ella, a menudo hasta sietepor celda, y la comida era apenas

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comestible. De todas formas, allí eraposible dormir por las noches sin temerla fatal llamada a la puerta, ya que laprisión no estaba regentada por lamilicia, sino por funcionariosprofesionales. Y aunque se ejecutaba aalgunos presos, por lo menos se lesprocesaba en un juicio con ciertaapariencia de decoro y justicia.

El general Fanjul se hallaba entrelos presos sentenciados a muerte. Fueejecutado el 17 de agosto, horas despuésde haberse casado en su celda con lamujer que le servía de correo, LuisaAguado Cuadrillero. Luisa habíaenterrado a más de una persona querida.

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Mientras asistía al funeral de Fanjul conun hijo habido en un matrimonio anteriory el verdugo del general, los milicianosfusilaban a otros hombres cerca de latumba. Pero el hijo del general, JoséIgnacio Fanjul, y otros prisionerosrebeldes de la Modelo tenían esperanzasde sobrevivir. El gobierno había hechoun escarmiento en la persona delanciano general por su resistencia en elcuartel de la Montaña y no parecíaansioso de derramar más sangre que lanecesaria.

Por Madrid empezaban a circularnoticias del frente meridional. Losregulares y la legión extranjera de

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Franco, que desembarcaban en Sevillacada pocas horas, transportadas pornuevos aviones alemanes, avanzabanhacia la capital. Y los poco avezados ypobremente armados defensoresrepublicanos huían en desbandada antesus cazas y tanques. Tras la feroz batallade Badajoz, cerca de la fronteraportuguesa, los rebeldes entraron en laciudad, congregaron a unas dos milpersonas en la plaza de toros y lasametrallaron, en la mayor matanzarealizada hasta entonces en el curso dela guerra.

Los informes de la carniceríaanunciaron a los republicanos de

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Madrid lo que Franco pensaba hacer conellos, secundado por los rebeldes delinterior de la ciudad, más tardeconocidos como la quinta columna. Elmiedo y la sospecha aumentaron. Loshombres más peligrosos fueronencarcelados en la Prisión Modelo.

Para asegurarse de que aquellospresos no intentarían evadirse —y parapreparar la escena con vistas a un«Badajoz» republicano—, losmilicianos irrumpieron en la cárcel sinautorización del gobierno y empezaron aregistrar las celdas en busca de armas,aunque no hallaron ninguna. Acontinuación abrieron las celdas de los

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presos comunes; incluyendo las demuchos revolucionarios acusados derobo y asesinato, y les dejaron enlibertad.

—¡Dejadnos libres! —habíanpedido.

Y si no lo hacían, habían advertido alos carceleros que matarían a losfascistas encarcelados, que eraexactamente lo que algunos vigilantes ymilicianos les alentaban a hacer.Muchos de aquellos criminales fueronliberados tras haber prometido quelucharían en el frente; pero algunos quese habían negado a formular tal promesaprotestaron prendiendo fuego a la leñera

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de la panadería carcelaria. Los quepropugnaban una masacre vieron en ello«una provocación». Clamaron que losfascistas habían quemado sus colchonespara tratar de evadirse en la confusión.

Mientras que la humareda ascendíaen el cielo estival y permanecía inmóvilen el aire cálido, los guardianesconfabulados se encaramaron a lostejados vecinos, detrás de susametralladoras, y de repente empezarona acribillar a los rebeldes que hacíansus diarios ejercicios en el patio de lacárcel. Luego, después de la puesta delsol, cuando los bomberos ya habíanapagado el fuego, los milicianos

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apiñaron a los supervivientes en unenorme sótano. Los prisioneros, enpijama y sentados en el suelo,contemplaban a un hombre joven ydesaliñado que, inclinándose sobre unamesa próxima, hojeaba unos expedientesa la luz de dos velas. En su parpadeanteresplandor, la veintena de siluetas querodeaban al hombre parecían fantasmasenmascarados de color naranja en unapesadilla, mientras sus víctimas deaquella misma tarde yacíangrotescamente a lo largo de los muros.

La cuestión era la siguiente:¿quiénes y cuántos morirían esa noche?

El rumor de que los presos políticos

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intentaban una fuga se esparció casi conla misma celeridad con que el fuegohabía prendido en la leñera. La reacciónfue violenta. Enloquecido por la matanzade Badajoz, un gentío afluyó de todaspartes de Madrid en coches, camiones oa pie, y pronto miles de personascircundaban la humeante construcción.

—¡Matemos a todos los presos! —gritaba la multitud.

Y el cerco humano se estrechó entorno a la prisión mientras aullaban lassirenas y se oía el chisporroteo de losfusiles. Cinco edificios fueronacordonados y parecía como si fuera arepetirse el asalto a la Montaña: sólo

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que esta vez el enemigo estabadesarmado.

El cuerpo diplomático advirtió alprimer ministro Giral de que todas laslegaciones extranjeras abandonarían laciudad si proseguía la ejecución deprisioneros y apremió al gobierno aintervenir. El líder socialista moderadoIndalecio Prieto se personó rápidamenteen el lugar y mediante un altavoz rogó ala muchedumbre que regresase a suscasas. ¿Acaso querían que el mundo lestachase de salvajes? Pero la gente no leescuchaba c incluso llegó a amenazarle.Cuando subía a su coche, el dirigenteexclamó:

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—¡Hoy hemos perdido la guerra!Otros dirigentes políticos

comparecieron pura hablar a la multitud.Prometieron que crearían un tribunalespecial para juzgar a todos los fascistasque habían tomado parte en el «motín».Pero los manifestantes querían sangreentonces. Y lo mismo hacían en elinterior de la prisión los jefes de lamilicia, que continuaban confeccionandouna lista fatal mientras los aterradosprisioneros escuchaban sentados. Los«jueces» hojeaban los expedientes sobrela mesa iluminada con velas, eligiendoal azar nombres muy conocidos. Aquelloera asesinato, argumento alguien. Tal

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vez, le respondió otro con cruel lógica,pero ¿no era mejor matar a algunos enlugar de dejar que la muchedumbreeliminara a todos?

El fusilamiento se inició untes deque la lista estuviese completa. Semencionaban los nombres y losmilicianos arrastraban a las víctimashasta una celda, uno por uno.Melquiades Álvarez González, uninquebrantable republicano, aunquedisidente, y decano del Colegio deAbogados de Madrid, y José Martínezde Velasco, un moderado político dederechas, imploraron demencia, negandovehementemente que fuesen fascistas.

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Pero su ruego fue vano. Julio Ruiz deAlda, dirigente falangista, maldijoarrogantemente a sus verdugos,profiriendo insultos incluso cuando ellosmaniobraban con los cerrojos de lasarmas.

Entre los fusilados figurabanFernando Primo de Rivera, hermano delfundador de la Falange, lose AntonioPrimo de Rivera; el general RafaelVillegas, jefe nominal de la abortadainsurrección en Madrid, que concluyócon la caída de la Montaña; José IgnacioFanjul, hijo mayor del general Fanjul; yPedro Durruti, falangista y hermano deBuenaventura Durruti, el más importante

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anarquista español. Cuando le dijeronque Pedro se había resistidoenérgicamente antes de ser fusilado,Durruti comentó fríamente: «Bueno, porlo menos murió como un hombre». Losecos de los disparos resonaron en lacárcel a lo largo de toda la noche,mientras los milicianos proseguíanrevolviendo sus archivos en busca demás y más nombres que identificaban ode los que pensaban que poseían unsello aristocrático. Por último, despuésdel alba, las dos últimas víctimas, unhombre joven y uno viejo, eranconducidos a la muerte cuando unguardia insultó al joven, que reaccionó

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golpeando a su verdugo. El milicianodio un traspiés, y luego, sin mediarpalabra, le disparó una ráfaga mortal desu metralleta. Entretanto, el anciano seaferró a la pared, pálido y tembloroso, ymusitó llorando una plegaria. El mismohombre volvió hacia él su arma y legritó:

—¡Tú también, estúpido! ¡Cuántoantes acabemos, mejor!

Una nueva descarga y el prisionerogimió mientras su cuerpo seconvulsionaba cayendo hacia el suelo.El último disparo de la larga noche fueseguramente un tiro de gracia. SegúnJuan Llarch, un escritor anarquista, unos

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setenta cadáveres yacían diseminadospor el patio y las celdas.

Tras los últimos asesinatos, lamultitud, por fin apaciguada, sedispersó. Los afortunados que teníanentradas para la gran corrida debeneficencia que se celebraría aquellatarde del 23 de agosto eran quizá los queestaban más contentos. Mientras Azañalloraba, ellos verían todavía más sangrevertida, aunque no fuera más que la desimples toros.

«El domingo desperté algoexcitada», recordaría Janet Riesenfeld.«Quedaba todo un día por delante. Un

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concierto, almuerzo en la pensión deJaime, una corrida, la cena: todo ello ensu compañía».

Janet pensaba en verdad que la vidaen el Madrid de la guerra resultabaapasionante. Se había instalado en unpisito encantador y, por mediación de sufamoso compañero de baile gitano,Miguel Albaicín, había conocido aalgunos de los mejores artistasespañoles. En plena guerra no bailabapor dinero, sino por todo tipo de actosbenéficos organizados con objeto derecaudar fondos para la causarepublicana. Aunque en el momento desu llegada no conocía casi nada de la

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política y la historia española, Miguel yotros amigos republicanos la habíanconvertido pronto en una entusiasta«republicana». Realizó algunas de susmás notables actuaciones en su propiopiso, con ocasión de fiestasimprovisadas en que ella y Migueltaconeaban y tocaban las castañuelastoda la noche, ante los extáticos «¡Ole,ole!» de la gente asomada a las ventanasque daban a los patios.

Pero siempre que Jaime Castanysestaba libre ella le acompañaba,disfrutando de la vibración y el vigor deun Madrid que no podía imaginarse a símismo en situación de serio peligro. La

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guerra estaba lo suficientemente próximacomo para añadir sabor e inclusoencanto a la vida ciudadana —para losque militaban en el bando correcto—,pero no tan cercana que despertase elmiedo.

Sin embargo, Janet hallaba a menudoa Castanys de un humor taciturno. Síbien asistía a algunas de las fiestas y sesumaba a los «¡Oles!», parecíadesplazado en la atmósfera bélicarevolucionaria que reinaba en la ciudad,tan rebosante del bullicio de hombresque partían al frente, de esposas que seprecipitaban a las fábricas, de galas,reuniones, desfiles y corridas

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«especiales». Jaime criticabaconstantemente al gobierno y obligaba aJanet a defenderlo. Pero ella loimputaba a sus probables prejuicioscatalanes en lugar de a la simpatía quequizá albergaba por los rebeldes.

El pueblo de Cataluña, el centrocultural de España, siempre habíasentido desdén por Madrid, a la queconsideraba ciudad de toscosburócratas, y experimentaba elresentimiento de ser gobernado por ella.Y de los catalanes, los aristócratas eranquienes más desdeñaban a la metrópolicentral. Janet había advertido algo de suarrogancia cuando llegó a Barcelona, la

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capital catalana, de paso hacia Madrid,y telefoneó a la familia de Jaime. ¡Nisiquiera la invitaron a visitarles!¿Osaría Jaime casarse con unaamericana, una criatura incluso másprimitiva que un madrileño?

No obstante, aquella soleada mañanade domingo Jaime parecía ser de nuevoaquel muchacho tranquilo y alegre queella había conocido en México, cuandoarrojó a sus brazos un enorme ramo declaveles. Pasearon por la Castellana yascendieron por una avenida sombreadapor los árboles hasta un pequeño cafépróximo a la sala de conciertos. Lascalles y el café estaban extrañamente

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vacíos. Casi todos los madrileños, alparecer, estaban demasiado cansados,conmovidos o asustados para salirdespués de la noche de terror vivida enla Prisión Modelo.

—Madrid duerme todavía,recobrándose de la noche del sábado —declaró Castanys, sin mencionar lo quehabía ocurrido la noche de la víspera.

No era momento de discusionesideológicas.

—Miguel nos ha invitado a lacorrida de esta tarde —comentó Janet.

—Me temo que no podré ir, Janet.Ella le suplicó que cambiara de

opinión.

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—No puedo. Ha surgido algo muyimportante.

Asistieron al concierto matutino ydespués, bruscamente, se despidió deella. Janet fue a la corrida con Miguel ysus amigos, preguntándose qué sería lacosa tan importante por la cual Jaime nola acompañaba aquella hermosa tarde dedomingo.

Tras los asesinatos de la Modelo, elgobierno hizo todo lo posible por acabarcon el terror de las checas. A losserenos se les prohibió que llevaranllaves de viviendas y apartamentos paraque las bandas armadas no pudieran

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introducirse en ellos. La policía y losmilicianos no podrían realizar registrossin permiso especial. Y se prohibió elfuncionamiento de las checas «ilegales»,creándose en su lugar los prometidostribunales populares. Miembros detodos los partidos del Frente Popular, laCNT y la antigua magistraturacomponían cada jurado.

Estas salvaguardas, sin embargo,sirvieron de poco para abolir el terror.En primer lugar, los juecesprofesionales vacilaban antes de poneren duda las acusaciones que la miliciaformulaba contra los procesados, temíanconvertirse a su vez en sospechosos. Por

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lo tanto, los nuevos tribunales, al igualque los antiguos, siguieron ejecutando anumerosas personas injustamente; sóloque esta vez, para mayor ironía, con laaquiescencia oficial. Entretanto, GarcíaAtadell mantuvo en su sitio el letreroluminoso que competía en pos de sangrey dinero con las restantes audienciaslegales, y la mayor parte de las ilícitaschecas se negaron a cerrar. En suma, apesar de todas las leyes nuevas, Madridseguía siendo una ciudad sin ley.

Todo ello no presagiaba nada buenopara José Luis Sáenz de Heredia, eldirector de cine, que aún languidecía enuna checa ilegal en espera de juicio. Por

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fin, al cabo de casi dos semanas, lellegó su turno.

—¿Eres falangista? —le preguntó unmiliciano.

—No —mintió Sáenz.—Pero eres primo del jefe de la

Falange. Tienes que ser miembro deella.

—¿Por qué? —respondió Sáenz conestudiada frialdad—. El que seamosparientes no quiere decir que pensemoslo mismo. Somos dos personasdiferentes. Él era abogado. Yo soy unartista. Siempre he trabajado conobreros y no he tenido nada que ver enla política.

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—Estás mintiendo. Tenemos tuhistorial.

Sáenz sabía que no era cierto. Todoslos archivos falangistas habían sidodestruidos.

—No puede tenerlo —dijo—,porque no existe ninguno.

Llegó el momento de tomar tinadecisión. Sudando y musitando unaplegaria, Sáenz se reconcilió con la ideade la muerte. Era imposible que untribunal rojo absolviese a un primo deJosé Antonio. Pero el responsable dijo:«Estás en libertad».

Sáenz casi se atraganta con suoración. Salió tambaleándose al sol y

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corrió hasta los estudios,aproximadamente a un kilómetro ymedio de distancia. Sin aliento, miró entorno en busca de los empleados.Encontró a Sinistro, el carpintero; losdos hombres se abrazaron y lloraron.

Sáenz sabría más tarde que tanto lostrabajadores de los estudios como LuisBuñuel, el director de cine comunistapara quien había trabajado, habíanintercedido por él. Sería un crimen,dijeron, matar a un hombre tan decente.Por una vez la cabeza había prevalecidosobre el corazón.

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6.

Sobre el Madrid republicano se cerníaun creciente temor de que losconspiradores o quintacolumnistasestuvieran intrigando día y noche paraapoderarse de la ciudad desde dentro, opor lo menos para allanar el camino alas tropas de Franco y de Mola. Todavíano existía en Madrid un movimientounificado de resistencia, pero numerososderechistas estaban colaborando por sucuenta con los rebeldes. Así pues, elenemigo parecía conocer de antemano

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casi todos los movimientos en el tablerode ajedrez militar del gobierno, y por logeneral era capaz de asestarle jaquemate.

Los milicianos estaban tan recelososque tomaban por aparatos de radioprácticamente todos los dispositivoseléctricos. Mientras saqueaban lahabitación de un hombre, vieron un parde auriculares acoplados a undespertador.

—¡Ajá, una radio! —exclamó uno deellos.

—No —explicó el vigilante delinmueble—, este hombre es sordo y hainstalado esto para poder oír el

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despertador.—Le digo que es una radio —gritó

el miliciano—, ¡y cuando yo digo algono me contradiga!

—Como quiera —dijo el vigilante—. Por mí puede decir que es un piano.

El hombre sordo fue arrastrado fueray ejecutado.

De entre los auténticosquintacolumnistas que fuerondescubiertos, docenas tenían aparatos deradio en sus habitaciones. Otrosdesmoralizaban a la gente y ayudaban alos partidarios de los rebeldes asobrevivir y a escapar. Difundíanrumores especiosos de que Franco

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estaría en Madrid «mañana». Pagabanelevadas sumas a los tenderos pordeterminados alimentos para que lasclases humildes no pudieran comprarlos.Falangistas disfrazados de obrerosseducían a muchachas miembros de lossindicatos para que revelasen elparadero de las unidades militares desus padres. Médicos derechistasextendían falsos documentoscertificando que ciertos jóvenes no eranaptos para el servicio militar.

Los hombres encargados del repartode la leche aconsejaban a las esposas desus amigos de derechas que estuviesen«embarazadas», para de esta forma

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recibir mayores raciones del escasosuministro de leche, a costa de losclientes republicanos. El jefe del Comitéde Compras del Ministerio de la Guerra,responsable de los abastecimientos deintendencia, proporcionó trabajo a losrebeldes y ayudó a centenares a pasarsea las líneas enemigas en coches delcomité. Y puesto que casi todo el mundopodía afiliarse a la CNT anarquista,muchos rebeldes se infiltraron en susfilas y consiguieron carnets de afiliadospara protegerse; por lo menos se sabe deun grupo que colocó la bandera de laCNT en una casa vacía que usaba comoescondrijo.

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Pero el signo más pavoroso de laactividad del enemigo seguía siendo laesporádica presencia de francotiradoresy las súbitas ráfagas de ametralladoradisparadas desde coches fantasmas. Undía, Janet Riesenfeld descansaba en laterraza exterior de un café mientrascerca de ella unos chiquillos dibujabanen la acera con arcilla de colores,pintando escenas de la victoriarepublicana: un miliciano fusilando a unrebelde o quizá estampándole unaserpiente marcada con la esvástica.Janet contemplaba a un niño que seentretenía dibujando cuando de repentesonó un disparo y el pequeño se

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desplomó, con un grito. Luego se oyeronotros dos disparos que hirieron a otrosdos niños.

Los milicianos que se hallaban enlas mesas corrieron tras el tirador y leabatieron. Y cuando llegó la ambulanciay se llevó a los chiquillos, la atmósferavolvió a normalizarse y la gente pidiómás vino. Si la intención delfrancotirador era sembrar el pánico,había fracasado.

Aunque Christopher Lance estabaresuelto a hacer de Pimpinela Escarlata,no tenía ni idea de cómo salvar a gentecondenada a morir en alguna zanja

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barrida por las balas. Al final descubrióla primera pista. El joven Manolo,asesinado en Paracuellos, de hechohabía sido puesto en libertad horas antesde su muerte, como el jefe de policíahabía prometido a Lance. Sin embargo,cuando el muchacho cruzó la puerta dela cárcel, los milicianos le apresaron yle arrojaron a un camión.

Lance averiguó que esta técnica desecuestro era una práctica común. Aveces los mismos milicianos ordenabanque un prisionero fuera puesto enlibertad, a fin de poderle dar el«paseo». Incluso algunos carceleros dela Modelo habían ido secretamente a la

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embajada inglesa para revelar el modoen que los presos eran ilegalmenteraptados. Y se veían impotentes anteaquellos secuestros porque los verdugosestaban de acuerdo con ciertos guardiasde la cárcel, como había sucedido en lamatanza que siguió al incendio de laleñera.

Lance reflexionó que lo que teníaque hacer era enterarse por anticipadode la liberación inminente de un presopara poder sustraerle a la suerte quehabía corrido Manolo. Pero ¿dóndepodría hallar un confidente? De repenterecordó a Carlos, un joven que trabajabaen la sede central de la policía, y que

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parecía oponerse a los paseos. Cuandofrancamente preguntó a Carlos si lepodría procurar los nombres a punto deser puestos en libertad, el joven accediógustoso.

Al poco tiempo, hacia finales deagosto, Carlos le facilitó el primernombre. Lance fue en coche a la cárcel,entró despreocupadamente y dijo alempleado de la oficina:

—Buenos días, camarada. Soy elcapitán Lance, agregado de la embajadainglesa. He venido a llevarme aRodríguez. Se ha dictado una orden deque sea liberado.

El empleado consultó con el

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carcelero, que confirmó que el preso ibaa ser liberado, y pronto un hombre decara blanca, con un paquete bajo elbrazo, surgió de la zona de celdas.

—¡Vamos, Rodríguez! —le llamóLance.

Los dos hombres salieron por lapuerta delantera y subieron al coche delingeniero.

—Soy de la embajada británica —dijo Lance—. Voy a ponerle a salvo.Dígame rápidamente el nombre de unamigo que esté dispuesto a cobijarle. Nome diga la dirección del domicilio deusted.

—Es una trampa —dijo Rodríguez,

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con temor.Pero finalmente depositó su

confianza en Lance, que le llevó a casade un amigo.

Luego Lance fue a ver a Ogilvie-Forbes, el encargado de negocios, que,aunque encantado, le advirtió:

—Tenga cuidado de que por meterlas narices no vaya a buscarse unproblema.

—En tal caso, sé que usted está aquípara sacarme del lío.

—No podría hacerlo, mi queridoamigo, si le limpian el forro.

Mientras degustaba su whisky, Lanceya estaba pensando en cómo sacar a

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otros del aprieto antes de que se los«cargaran».

El padre Florindo de Migueltambién prometió salvar a personas: porlo menos sus almas, cuando no susvidas. Y lo haría incluso a riesgo de lasuya. Tomó esa decisión a continuaciónde una nueva tragedia. Después de queAntonio fue detenido, había vuelto avivir con la familia de Eladio Ruiz delos Paños, quien, a su vez, fueconducido a la cárcel. Un grupo decomunistas le había cogido cuando salíaa la calle y acto seguido le habíanregistrado la casa. También hubieran

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detenido al padre Florindo de no serporque la mujer de Ruiz había llamado aun vecino anarquista que respondió portodos los de la vivienda.

De Miguel encajó a duras penasaquel nuevo infortunio. Antonio y mástarde Eladio habían sido detenidos y élestaba todavía en libertad, siendo asíque debería haber sido el primero en sersacrificado. Incluso se había negado aoír en confesión a Eladio por la sencillarazón de que en su calidad de sacerdoteforáneo, no tenía autorización de ladiócesis de Madrid. Ahora Eladiomoriría sin haberse confesado. Nuncamás denegaría una petición de ese tipo.

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De Miguel abandonó el domicilio deRuiz y, haciéndose pasar una vez máspor abogado, alquiló una habitación enuna casa de huéspedes, donde seencontró rodeado de enemigos. ¡Enefecto, allí vivían milicianos de supropia ciudad de Belvis! Escuchaba ensilencio glacial cómo se jactaban dehaber ejecutado a paisanos ¡quéresultaron ser parientes del mismoFlorindo! ¿Qué era más peligroso:permanecer allí o salir a la calle? Elsacerdote optó por lo último.

Mientras paseaba junto a laBiblioteca Nacional, en el Paseo de laCastellana, tuvo una idea. Pasaría todo

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el día en la biblioteca, estudiandodetenidamente libros en un oscurorincón. Nadie le encontraría allí. Llevóa cabo su plan diariamente, hasta que enuna ocasión fue a hacer una visita a unamigo. ¿Le importaría confesar a unafamilia?, le preguntó el amigo.

De Miguel accedió inmediatamente,y pronto estaba confesando no sólo a lafamilia, sino a los vecinos del mismoinmueble. Cuando terminó erademasiado tarde para ir a la biblioteca.

Al día siguiente reanudó su horariohabitual, pero halló cerrada labiblioteca. Preguntó a un ancianosentado en un banco próximo si conocía

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la causa.—Pero ¿no sabe lo que ha ocurrido?

—contestó el hombre, mirándole de unmodo raro—. Ayer, a las cinco de latarde, cerraron las puertas y detuvierona todos los que estaban dentro, desde eldirector a todos los demás. Y a todoslos que estaban leyendo. Llenaron ochocamiones con ellos.

El hombre bajó la voz y agregó:—Al parecer era un centro de

espionaje de los fascistas.De Miguel no dijo nada. ¡Ayer a las

cinco! ¡A la hora en que, por casualidad,estaba confesando! Dios le habíasalvado.

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Janet Riesenfeld estaba furiosa. Portercera vez en una semana, JaimeCastanys había cancelado una cita.Siempre había algo que les separaba. Obien él estaba ocupado o bien ella teníaque bailar en una gala benéfica para lastropas republicanas.

—Querida, te ruego que lo entiendas—le suplicó por teléfono.

—He intentado entenderlo —dijoJanet—, pero no puedo, francamente.Después de todo, sé que no estásagobiado por los negocios.

De hecho, en el apogeo de la guerra,la agencia de viajes de Castanys notrabajaba en absoluto.

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—Te lo he dicho. Es muyimportante… ¿Qué vas a hacer?

Janet recordó que unos días anteshabía conocido a un hombre llamadoVillatora en el despacho de su agenciaperiodística. Era un destacado miembrode la milicia de prensa, compuesta decorresponsales de guerra que al mismotiempo eran combatientes y funcionariosdel gobierno. La había llevado a larepresentación de una obra e invitado areunirse con él y sus amigos cualquiertarde en el café Brasil.

—Creo que iré al café Brasil —ledijo a Jaime, que estaba al corriente desu encuentro con Villatora—. Me ha

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pedido que me reúna allí con él y otroscorresponsales.

—Ya sabes que no quiero que leveas. Cuanto menos te relaciones conespañoles estos días tanto mejor… Loúnico que te pido es que te quedes encasa esta noche. Insisto en ello.

Pero Janet no estaba dispuesta arecibir órdenes, sobre todo después dehaber sido plantada de aquel modo. Asíque fue al café, lugar de reunión favoritode artistas, escritores, reporteros,agentes de policía y prostitutas.Villatora le presentó a otros periodistasespañoles, entre ellos a uno llamadoJosé María, un hombre alto, de grandes

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ojos verdes, que parecía ser el centro deatención. Janet encontró el ambienteinteresante, con hombres que contabananécdotas de guerra y hablaban delbrillante futuro que veían enperspectiva. ¿Estaban realmente enguerra? Todos parecían tan sosegados,tranquilos. Podrían haber estadocomentando el resultado del últimopartido de fútbol.

De pronto se oyó un estrépito.Alguien dio un chillido, y los hombresse levantaron de un brinco sacando suspistolas, volcaron las mesas y seprecipitaron hacia la puerta.

—¿Qué ha sido eso? —Janet

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preguntó a Villatora al cabo de unosmomentos.

—Un camarero ha dejado caer unvaso de vino.

El delgado barniz de la normalidadse había descascarillado, y Janetvislumbró el auténtico Madrid, losnervios a flor de piel de la tensiónsubterránea.

Sus nuevos amigos acababan derecobrar el aliento cuando una luzcentelleó en el cielo.

—¡Una bengala con paracaídas! —gritó Villatora—. Están tratando delocalizar un objetivo.

Se oyó una gran explosión cerca, y

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luego hubo un momento de silencio. Loquebró un impulso de pánico: lasmujeres sollozaban histericamente.

—¡Apagad las luces! —gritóalguien.

Otra explosión, y un zumbido que seiba amortiguando por encima de lascabezas. Se había acabado. Las luces seencendieron y Janet se quedódeslumbrada. Aquella noche del 27 deagosto, las primeras bombas enemigashabían caído sobre Madrid, explotandocerca del Ministerio de la Guerra, peromilagrosamente sin herir a nadie.

Poco después, Castanys apareció derepente y corrió hacia Janet.

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—¿Estás bien, querida? —dijo—.Pensé que estarías aquí al no poderlocalizarte en casa. Estaba fuera de mí.

Pero cuando vio que ella estaba sanay salva, súbitamente le invadió el enojo.

—Déjame que te lleve a casa —dijo.

Villatora le pidió que le permitieraacompañarles, pero Jaime declinósecamente la propuesta. Janet, violenta,se marchó con él. Cuando estuvieronsolos, Castanys estalló, colérico:

—Te dije que no salieras esta noche.Te dije que no quería que estuvieses conesa gente. No tienes la menor idea de loque está pasando aquí. Ahora, por favor,

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haz lo que te he dicho: no les vuelvas aver.

Estaba demasiado cansada parahablar de aquello en ese momento, dijoJanet. Qué fascinante velada… salvopor las bombas.

Apenas repararon en la nieveveraniega que tapizaba las calles:octavillas lanzadas por losbombarderos:

«PUEBLO DE MADRID, ESTÁSAVISADO DE QUE CUANTO MAYOR SEATU OBSTINACIÓN, MÁS VIOLENTA SERÁNUESTRA ACCIÓN».

El aviso estaba subrayado.

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7.

«Abre tu dorada puerta, San Fran–cis–co…».

Las rítmicas notas de esta popularcanción americana tintineabanalegremente en el cálido veranomientras un sonriente soldado moropulsaba furiosamente los pedales de unavieja pianola en las ruinas del café delpueblo. Estaba tan absorbido que no oíael repiqueteo de una ametralladora quevomitaba ráfagas en la calle. Se limitaba

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a pisar cada vez más aprisa los pedales,como si quisiera apagar la crepitacióndel fondo. Casi ensordecido por laextraña cacofonía de ambos sonidos, elcorresponsal del Herald-Tribune deNueva York, John Whitaker,contemplaba desde el café cómoseiscientas personas se derrumbabancomo títeres con las cuerdas cortadas.

Poco antes, los oficiales rebeldeshabían congregado a todos losprisioneros a lo largo de la calle y leshabían ofrecido cigarrillos. Luegoinstalaron de improviso lasametralladoras y empezaron a dispararmientras los desprevenidos habitantes

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del pueblo daban sus primerasbocanadas.

«La totalidad de los seiscientoshombres parecieron temblar en una solaconvulsión —escribió más tardeWhitaker—, cuando los que estabandelante, mudos de horror, retrocedieronsobre sus pasos, con el color retirándosede su rostro y los ojosdesmesuradamente abiertos de terror».

Antes de que concluyese la canción,todos yacían esparcidos sobre su propiasangre.

La escena se repitió en casi todas lasciudades y pueblos que jalonaron elavance de Franco desde Sevilla hacia

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Madrid. Y el general y sus oficiales nolloraron como Azaña y algunos de susministros a causa de la ejecución deprisioneros enemigos. Ellos lo habíanordenado.

Existían razones tácticas para obrarasí. Tras la matanza en la plaza de torosde Badajoz, el general Yagüe, ahora alfrente de las fuerzas de Franco, explicóal reportero Whitaker:

—Los fusilamos, por supuesto. ¿Quéesperaba? ¿Acaso tendría que llevarmeconmigo a cuatro mil rojos mientras micolumna avanza, luchando contra eltiempo? ¿Tendría que haberlos dejadosueltos en la retaguardia para que

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Badajoz volviera a ser una ciudad roja?Antonio Bahamonde, uno de los

principales ayudantes del generalQueipo de Llano, el jefe rebelde enSevilla, comentó por su parte, tras haberdesertado bajo el diluvio de sangre yhuido en avión al extranjero: «[Losdirigentes rebeldes] sabían muy bien quesólo por la fuerza del terror… seríancapaces de dominar al pueblo… Terrordisfrazado de orden, un orden que es eldel cementerio».

Pero asimismo había razonesfilosóficas para el exterminioperpetrado por los insurrectos. Como elagente de prensa de Franco dijo a

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Whitaker:«Tenemos que matar, matar y matar,

¿comprende?… ¿Sabe lo que está mal enEspaña? ¡La asistencia sanitariamoderna! Quiero decir que en tiemposespiritualmente más saludables, yacomprende, las plagas y las pestessolían diezmar a las masas españolas.Las reducía a sus proporcionescorrectas, ya entiende. Ahora, con ladepuración de las aguas residuales ytodo eso, se multiplican demasiadorápido. Son como animales, ya ve usted,y no se puede esperar que no secontagien del virus del bolchevismo.Después de todo, las ratas y los piojos

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propagan la peste».Tantos cadáveres de republicanos

sembraban las carreteras que el mismogeneral Mola se sintió asqueado.Ordenó, por tanto, que se fusilara a lasvíctimas únicamente en patios, campos ycementerios. Las carreteras tenían quequedar limpias.

Incluso un consejero nazi de Franco,el capitán Roldan von Strunk, protestópor las matanzas en masa, y al parecerno sólo por razones estéticas. PeroFranco le respondió simplemente:

—Vamos, esas cosas no pueden serverdad; ha comprendido mal los hechos,capitán Strunk.

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Bahamonde, el oficial rebelderenegado, sacó la conclusión de que losinsurrectos eran incomparablemente másbrutales que los republicanos, ya que susasesinatos eran «organizados y dirigidospor las autoridades», mientras que loscrímenes de los milicianos erancometidos en gran medida por hombres«desbocados por la falta de laautoridad».

Sea cual fuere el bando más brutal,los hombres de Franco —por lo menoslos regulares y los legionarios— eranclaramente más eficaces. Eranaguerridos verdugos profesionales quebuscaban asesinar sistemáticamente casi

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a una clase entera, bajo disciplina y sinpasión. Cuando el exterminio principalhabía concluido, los falangistas yrequetés, menos experimentados sequedaban en las zonas conquistadas pararematar a muchos de los que habíaneludido la red barredera de la primeralínea de combatientes.

Los moros, primitivos miembros detribus marroquíes, no parecían soldadosde primera categoría cuandoganduleaban en las cunetas, vestidos consus túnicas holgadas —las chilabas— ocon amplios pantalones de color castañoy camisas, fez rojo o un turbante muyapretado en la cabeza. Tampoco se

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sentían muy motivados por ideales detipo ideológico: no tenían ni la másligera idea de por qué los españoles semataban entre sí. Combatían porque lespagaban quince dólares al mes, amenudo en viejos marcos alemanes sinvalor, suma que consideraban unafortuna; porque su jefe tribal, pagadopor Franco, se lo ordenaba; y porque,finalmente, les encantaba la lucha.

Pero aunque fuesen culturalmenteinocentes, podían ser adiestrados comoanimales. Ningún temor ni dudaatenuaba su disciplina en el campo debatalla, y apenas conocían el significadode la palabra «retirada». También

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llegaban a sentir un hondo, perrunoapego por sus amos, los oficialesespañoles, y con frecuencia estabandispuestos a morir por ellos. Aquellosamos, a su vez, les arrojaban unapetitoso hueso: el tradicional derechodel guerrero moro a saquear, asesinar yviolar.

Cuando pocos años antes los moroshabían combatido con sus jefes tribalescontra el ejército español y ejercido talderecho, los mismos oficiales les habíanllamado salvajes que merecían serexterminados. Ahora incitaban, inclusoordenaban a aquellos salvajes aniquilara sus compatriotas hispanos.

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Irónicamente, después de más decuatrocientos años de haber sidoexpulsados de España por la gran reinanacionalista Isabel la Católica, losmoros volvían a la Península comohéroes de un movimiento nacionalistaespañol, ya que pocos nativos habríande luchar en él.

Igualmente irónico era el hecho deque la legión extranjera española,compuesta por hispanos casi en sutotalidad, luchara ahora junto a losmoros contra sus propios compatriotas.Sólo unos cuantos años atrás, loslegionarios y los moros se habían estadomatando, torturando y mutilando

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mutuamente en la Guerra de Marruecos,y las fotos sacadas al término de lasbatallas mostraban a los legionariossosteniendo cabezas de morosdecapitados o montones de orejascortadas.

Al igual que los moros, que ya no sebatían por su propia tierra, loslegionarios combatían por dinero y porel puro amor a la guerra. Pero no eraninocentes como aquéllos. En su mayorparte eran bandidos, inadaptadossociales, buscadores de gloria,aventureros, personas que anhelabandesaparecer o morir. Y muchosperecieron, en ocasiones a manos de sus

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propios jefes, que podían fusilarles sinjuicio, por deserción, cobardía u otrosdelitos. Los legionarios eran perdedoresconvencidos de que ya no les quedabanada más que perder. Y si bienentendían, aunque vagamente, por quélos españoles se mataban entre sí, lestenía sin cuidado. Se habían apartado dela sociedad porque ésta rechazaba susimplista concepción de lasupervivencia, y los problemas socialesno les preocupaban demasiado.

Su sociedad era la legión, separadadel mundo y sus realidades. El ejércitoles había dado un hogar, compañerosfidedignos, buen sustento, anonimato, un

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desvirtuado sentido de la dignidad y undesahogo para sus hirvientesfrustraciones: todo lo que un perdedorpodía desear. Así pues, no combatíanpor España ni por Franco, sino por lalegión, que casualmente estaba bajo elmando de este general. Y luchaban hastala muerte, pues lo mejor de la vida erala oportunidad de arriesgarla. Siendocrueles consigo mismos, eran bárbaroscon sus enemigos, y no porque lesodiasen, sino porque era una manerafácil de expresar su desprecio por lacivilización, era un final feliz, unsangriento golpe a los fantasmas que lesdevoraban el alma. Y puesto que matar

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se había convertido para ellos en unimportante estímulo, lo habíantransformado en una grotesca forma dearte.

Los verdugos republicanos, por elcontrario —«incontrolables» criminalesy extremistas despiadados con másestómago para la carnicería deretaguardia que para la lucha en primeralínea—, eran chapuceros y caprichososen sus homicidios. Dejaron escapar anumerosas personas «culpables»mientras que fusilaban a otras sin ningúnmotivo en absoluto.

Franco despreciaba a aquellosasesinos, tan cobardes y tan poco

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profesionales. Pronto sus propiashuestes bárbaras caerían sobre Madrid yla convertirían en una ciudad paracaballeros.

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CAPÍTULO VILA

DESESPERACIÓN

1.

Tras la caída de Badajoz, el día de lapurificación casi parecía haber llegado.Las tropas de Franco ya habían enlazadocon las de Mola al sudoeste de Madrid,

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y toneladas de material de guerraitaliano y alemán almacenado en Áfricaempezaban a afluir a los soldados delejército del norte, desprovisto dearmamento. Franco, no obstante, nopodía ignorar la valentía de muchos deaquellos republicanos que preferíanmatar en el frente que ejecutar en laretaguardia.

Habían combatido tan tenazmente enBadajoz que únicamente un puñado delegionarios en la compañía vivieronpara quebrar la resistencia, aunquequedaron suficientes para apuñalar a losdefensores y matar al resto con el fuegode las ametralladoras. Los milicianos

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eran valerosos en el combate callejero,cuando la lucha se entablaba hombre ahombre, pero lo eran menos en campoabierto. Cuando las bombas y losproyectiles llovían sobre ellos, seescabullían, desvalidos, hasta llegar aalgún pueblo donde buscar cobijo en elinterior de las casas de piedra. Losbombarderos soltaban su carga a placer,enterrando a centenares de combatientesbajo montones de escombrosincendiados.

Y la carretera del sur que llevaba aMadrid atravesaba campo abierto a lolargo de casi todo el trayecto.

La carretera del norte, que cruzaba

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el Guadarrama, pronto quedaríaasimismo despejada, pues los hombresde Mola, blandiendo las relucientesarmas proporcionadas por Franco, sedisponían a lanzar de nuevo sobreMadrid un virulento ataque. Los dosgenerales aplastarían la ciudad como sila cogieran con un cascanueces. Molahabía vivido hasta entonces unaexperiencia bélica mucho más penosaque la de Franco. Aparte de la carenciade armas, no disponía de combatientesprofesionales equiparables a los moroso legionarios, ni tenía campos abiertosque castigar o bombardear. En lasmontañas, un reducido grupo

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republicano podía frenar a todo unejército de atacantes. Pero Moladisfrutaba de la misma ventaja queFranco: la escasa disciplina yconocimiento militar del enemigo.

En el Guadarrama, no obstante, losrepublicanos no corríandesesperadamente a buscar cobijo en elpueblo más cercano; caminabandespreocupados hasta la localidad máspróxima —y a veces hasta Madrid—para tomar una cerveza.

Era precisamente la epidemia queafligía al grupo anarquista de CiprianoMera. En una ocasión, atacaron a uncontingente enemigo que amenazaba con

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apoderarse del embalse de Lozoya, vitaldepósito de agua de Madrid, y lorechazaron valerosamente sufriendo enla lid grandes bajas. Pero apenas lossupervivientes llegaron al depósito,dieron media vuelta y retornaron a subase en un pueblo cercano.

El jefe de la columna anarquista dela zona se quedó atónito cuando vioregresar a Mera y a sus hombres.

—¿Por qué volvéis, hijos míos,abandonando el terreno? —preguntódelicadamente, con el debido respetopor el recelo anarquista ante todomando, el teniente coronel del Rosal, unmilitar profesional de confianza.

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—No se enfade —contestó Mera,como si hablara a su padre—, todosestamos dispuestos a volver allí cuandousted lo ordene.

—Pero, hijos míos, ¿no os daiscuenta de que vuestro esfuerzo ha sidoinútil? Tenéis que hacer lo que os hayanordenado, y no lo que se os pase por laimaginación… Una vez que habéisconquistado un lugar tenéis que echarmano del pico y de la pala y levantaruna barricada que os proteja de lasbalas enemigas.

—Pero, camarada del Rosal —dijoMera—, ¿no ve que si nos entretenemoscavando zanjas y levantando barricadas

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pasaremos aquí las Navidades? Somosde la FAI y no necesitamos trincheras.Para nosotros la cuestión es ir siemprehacia adelante.

Del Rosal respondió:—¡Pues entonces id siempre hacia

adelante! Pero, por favor, nunca haciaatrás.

A regañadientes, el batallón de Meravolvió andando hasta el embalse yempezó a cavar en el terreno. Peroentonces algunos de sus hombresdecidieron que tenían que volver aMadrid durante un rato, pretextando quetenían que sustituir sus ropas raídas ysus desgastadas alpargatas.

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—¿Es necesario ir vestido desmoking para disparar?

Y finalmente, en contra de todos losprincipios anarquistas, tuvo queamenazarles con hacer uso de la fuerzasi intentaban abandonar sus puestos. Sesentía alicaído, como escribiría luego:

«Me preguntaba… por qué mishombres no ejercitaban la disciplinapropia que nuestras convicciones nosimponían, por qué… abusaban de lalibertad de que disfrutaban».

Porque, en efecto, muchos iban amorir en nombre de esa libertad, ymuchos más habrían de morir ahora queMola se disponía a atacar con sus

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nuevas armas.—A Somosierra… lo más rápido

que pueda —ordenó Enrique CastroDelgado a su chófer.

Mola estaba en camino, y elexcelente Quinto Regimiento de Castro,el núcleo vital del sistema defensivo enel Guadarrama, tenía que conservar lacumbre: de lo contrario, Madridsucumbiría cogido en la tenaza.

Castro tenía ya un montón deproblemas. Y encima de todo aquelcúmulo estaba la Pasionaria, que tanto lehabía encomiado tras la caída delcuartel de la Montaña. Ahora estabatratando de convertir el Quinto

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Regimiento en un modelo de eficienciamilitar, en el perfecto embrión de unejército republicano dirigido por loscomunistas, y he aquí que Dolores seentrometía en sus planes. A su juicio, ladirigente no era más que una demagoga.

Un día ella le había convocado en sudespacho y le había dicho, mientrasgrandes retratos de Lenin y Stalin lecontemplaban con el ceño fruncido:

—Camarada, el comité políticoconsidera que ha llegado el momento deorganizar un poderoso movimientofemenino… Creemos que es necesariocrear compañías de mujeres.

Castro no podía creerlo.

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—Supongo que van a formarse paradesempeñar únicamente funcionesauxiliares.

—No… Es necesario poner untérmino a la noción de que la mujer esun ser humano de segunda clase.

—No comprendo.—No importa… ¡limítate a

organizar esas compañías!Pocas semanas después de que

Castro hubiera cumplido el encargo, uncapitán médico le informó de que enmenos de un mes más de doscientosmilicianos habían contraídoenfermedades venéreas. Castro seenfureció, especialmente cuando supo

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que las responsables eran las milicianas.Al día siguiente ordenó que sepresentasen al dispensario delregimiento. Alrededor del 70% estabaninfectadas. Castro quería fusilarlas.

En lugar de ello fue a ver a Dolores,cuya cara se endureció al ver el informemédico que le enseñaba Castro.

—Es una broma —dijo ella.—Es una epidemia —dijo él.Se miraron uno a otro con mutuo

desdén.—¿Por qué prefiere las putas a los

combatientes? —le preguntó Castro.Luego salió dando un portazo y

ordenó que se disolvieran las compañías

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de mujeres.Castro, inquieto porque no todos sus

oficiales eran comunistas, había ido aSomosierra a observar elcomportamiento del comandante MiguelGallo, militar profesional y buencatólico.

Al poco rato de estar con él, unteniente coronel entró precipitadamenteen el cuartel general del comandanteGallo y ordenó a éste que retirase sustropas al pueblo de Buitrago. Castrointervino:

—Mire alrededor. Cientos de ojosestán pensando en qué parte del cuerpovan a meterle una bala.

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Los milicianos se acercarondespacio.

—Pero va a producirse uncontraataque —razonó el tenientecoronel.

—¿Y qué?—Nos derrotarán. Y la carretera a

Madrid quedará abierta. ¡Tendrán queretirarse a Buitrago!

El círculo de milicianos se estrechóy empezaron a gritarle:

—¡Cobarde! ¡Bastardo! ¿Te ha dadoFranco orden de retirada?

—He sido socialista durante treintaaños —exclamó el militar.

—¡No vamos a retirarnos!

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Y cuando el oficial, enfurecido, yase marchaba, algunos milicianos leagarraron y uno de ellos chilló:

—Vamos a colgar a este bastardo.Espoleado por Gallo, Castro dijo:—Llevadle a Buitrago.Los hombres ignoraron la orden;

Castro sacó su pistola y se aproximó aellos.

—¡Atrás, atrás! —gritó, con ojosllameantes.

Y llevó al oficial hasta su coche.Varios hombres apuntaron con sus

armas al vehículo; Castro subió a él ygritó por la ventanilla:

—Os está hablando el jefe del

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Quinto Regimiento. ¡Disparad siqueréis!

Y el coche arrancó rumbo aBuitrago. Al llegar al pueblo, Castroimpartió órdenes a unos milicianos quese le acercaban, aparentementeanarquistas.

—Encerradle en la iglesia. Colocaduna guardia. Sacadle de noche yenviadlo a Madrid. Y entregadlo alPartido Socialista. No es un traidor, esun estúpido.

Al rato, un amigo del tenientecoronel, temiendo por su vida, pidió aCastro permiso para llevarle él mismo aMadrid. Justo entonces se oyeron varios

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disparos.—¡Demasiado tarde! —sentenció

Castro.

2.

El primer ministro Giral se habíapropuesto terminar con los crímenes enel bando republicano, y se dio cuenta deque para lograrlo tendría que crear unejército profesional, disciplinado y bienpertrechado. En realidad, no parecía serel hombre indicado para realizar dicha

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tarea. A diferencia de las masas a cuyacabeza se hallaba nominalmente, ibalimpio y bien afeitado, e incluso lucíacuello almidonado. Tenía una caramansa, con bolsas oscuras bajo sus ojoscon gafas, y era más fácil imaginarle trasel mostrador de la farmacia de la queera propietario que en la butaca delprimer ministro, sobre todo en unaépoca de guerra y revolución. Y, dehecho, no controlaba ninguna de laspalancas del poder. Ni siquiera disponíade una plantilla de colaboradores, sinoúnicamente de un ministro de la guerraque dictaba órdenes personalmente porteléfono a los jefes de su batallón y

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columna, siempre que aquéllos setomaran la molestia de escucharle.

Giral, no obstante, se esforzóvalientemente en cambiar las cosas. Enlos últimos días de julio llamó a filas ados reemplazos de reclutas, pero o bienya se hallaban combatiendo o bienignoraron la convocatoria. ¿Y quiénpodía forzarles a cumplir el servicio?Giral intentó más tarde crear «batallonesde voluntarios» que habrían deconvertirse en un «ejército voluntario»,pero tropezó con una murallaideológica. El líder de los obrerossocialistas, Largo Caballero, pidió queel nuevo ejército siguiese siendo una

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mescolanza de grupos milicianosautónomos «en contacto con larevolución».

Los comunistas eran prácticamentelos únicos que respaldaban el plan deGiral. ¿Cómo podrían los republicanosganar la guerra con un revoltijo deunidades independientes? ¿Cómo podíasu partido llegar al poder si nocontrolaba dichas unidades? Sólo seríacapaz de manipular a un ejército unido.Y lo haría, puesto que contaba con losmejores oficiales y los políticos másperspicaces, amén de los vínculos conStalin, que tenía la llave del arsenalnecesario para la victoria. Con todo, los

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comunistas tuvieron cuidado de nooponerse a Largo Caballero, dado queproyectaban utilizarle.

«Nadie —escribió con segundas elcomunista Mundo Obrero— podríapensar en crear nada que se opusiera anuestra gloriosa milicia popular.Debemos limitarnos a complementar yreforzar el ejército del pueblo».

Y hacia fines de agosto Stalin envióagentes para ayudar a la República ahacer exactamente eso, si bien de esemodo no se lograría ganar la guerra niconvertir a España en un estadosoviético, como planeaban loscomunistas españoles. Stalin

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simplemente pretendía tener a Francoocupado en conquistar Madrid y a Hitleratareado prestándole ayuda, de tal formaque ello le impidiese invadir Rusia.

Un oficial que examinaba un mapaen el despacho de Giral levantó lamirada para ver al visitante bajo, congafas, de tez rojiza y pelo ondulado.Pestañeó y dijo:

—¿Francés?—No, ruso.El oficial sonrió, tomando a broma

la respuesta.Poco tiempo después, la muchacha

de un quiosco de periódicos le hizo a

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aquel hombre la misma pregunta, y serio al recibir idéntica respuesta. Variosmilicianos le vieron más tarde en uncafé y, alzando sus copas de coñac,gritaron: «¡Viva nuestra fiel amigaFrancia!».

Bueno, ¿para qué insistir?—Merci —respondió el hombre.P e r o era ruso. Mikhail Koltsov

había llegado a Madrid a últimos deagosto como corresponsal de Pravda, elprincipal diario de la Unión Soviética.Pero al mismo tiempo era uno de losprincipales agentes del Kremlin, queinformaba directamente a Stalin yutilizaba el nombre cifrado de Miguel

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Martínez.Koltsov había llegado a España con

otros rusos: agentes de policía,asesores, diplomáticos. El embajadorMarcel Rosenberg, que había sidosubsecretario de la Sociedad deNaciones, encabezaba la legación, auncuando no era más que una figuradecorativa. Aparte de Koltsov, los tresrusos más poderosos que llegaron esavez eran el general Vladimir Goriev, elprincipal consejero militar; ArthurStashevsky, que se quedó en Barcelonacomo enviado del sindicato soviético, yAlexander Orlov, oficial de la NKVD(policía secreta).

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Llegaron tan silenciosamente que lagente se negaba a creer que fuesen rusos.Y Koltsov lo reconoció únicamenteporque estaba en Madrid comoperiodista oficial. Lo último que Stalindeseaba que supiera el mundo era que laUnión Soviética se injería en los asuntosespañoles. ¿Por qué provocar a losalemanes a que invadiesen Rusia, oincitar a los franceses a romper sualianza con ellos?

Unos días antes de que llegase lamisión soviética, los funcionarios rusosse habían reunido secretamente enOdessa con tres dignatarios españoles.Estos les comunicaron que necesitaban

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armas y que las pagarían en oro. Seconcertó un trato. Pero a fin de ocultarsu existencia, Stalin dictó un decreto el28 de agosto (publicado tres días mástarde) prohibiendo «la exportación,reexportación o transporte a España detodo tipo de armas, municiones, materialbélico, aviones y barcos de guerra».

Stalin habría de adherirse al comitéde no intervención auspiciada por LèonBlum para encubrir su parcialidad, delmismo modo que harían Hitler yMussolini para disimular la suya.

Mientras tanto, Koltsov y los otrosagentes rusos entraron furtivamente paralograr que el ejército republicano se

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volviera comunista y convertirlo así enun instrumento de la política exteriorsoviética. Sus correligionariosespañoles habían sentado las bases conel Quinto Regimiento. A partir deentonces, los rusos, con el apoyo de suscamaradas españoles, dictaríangradualmente las directrices bélicas: delmodo más sutil posible, desde luego. Nopodían pisar demasiado fuerte los callosde los oficiales republicanos nocomunistas por temor a que sus chillidosles denunciasen.

Y Koltsov, en especial, no erahombre que pisase los callos a nadie. Enocasiones podía comportarse de manera

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arrogante, pero era encantador, humano,brillante y extremadamente complejo.Importante figura de los círculosliterarios soviéticos, parecía desgarradoentre las conflictivas exigencias de sulealtad a Stalin y los dictados de suconciencia. Creía en la ideología, perono, desde luego, en el terror. Losespañoles le apreciaban instintivamenteporque presentían que, al igual queellos, se debatía en un desacuerdointerno bajo un barniz de apasionadocompromiso. ¿Sabía cuál era laestrategia de Stalin en España? No estáclaro, pero al parecer sospechaba unatraición y trató de influenciar a su amo

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para que ayudase a los republicanos aganar la guerra lo más rápidamenteposible.

El general Goriev también caía biena los españoles, a los pocos que sepermitía tratar. Engañosa encarnación deun gentleman inglés, era un hombre altoy de ojos azules que, a los cuarenta ycuatro años, tenía el cabello ligeramentegris; lo mismo que Koltsov, ocultaba sutensión interna bajo una fachadaapacible. También conocido como JanBerzin, Goriev era un aristócrata quecombatió con los bolcheviques contra elejército del zar y acabó la guerra contodo el pecho constelado de medallas.

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Luego aplastó una revuelta en Kronstadten 1921, dirigió dos años después unainsurrección frustrada en Alemania, yllevó Sinkiang, el Turkestán chino, alredil comunista en 1932. Tras unperíodo como jefe de los serviciossecretos militares, salió para Españacon la misión de velar para que ningunode los dos bandos venciese demasiadoaprisa.

Goriev, más bien poco sofisticadoen materia de política, quizá fue menosconsciente de que le estaban utilizandode lo que al parecer lo fue Koltsov.

—Lo esencial —dijo alpropagandista del partido Jesús

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Hernández, que le había pedido la ayudasoviética— es ganar la carrera dearmamentos contra los fascistas…Tranquilícese. La «Casa». [Moscú] yanos ha comunicado que los avionesllegarán dentro de unos días.

Los jefes de la NKVD, de hecho, sehabían reunido el 14 de septiembre paratomar disposiciones sobre los envíosque Orlov, su representante en España,repartiría.

—Pero —dijo Hernández, escéptico— la actitud de Francia e Inglaterra ylos proyectos de no intervención harándifícil que la URSS nos envíe armas.

—Habrá un modo de arreglar eso. Si

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no lo hay, lo inventaremos.Hernández fue a ver luego a Koltsov

y le preguntó:—¿Sabe usted cuándo llegarán las

armas?—¿Cómo quiere que lo sepa? —

respondió el ruso—. Lógicamente, yadeberían estar aquí.

Parecía tan impaciente como losmismos españoles.

Koltsov y Goriev también habíanimpresionado a Hernández y a losdirigentes republicanos no comunistas.Eran distintos a los habitualesservidores de Stalin. Parecían realmentepreocupados por la supervivencia o la

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muerte de España.Y no ignoraban que era casi seguro

que perecería si las armas rusas, y enespecial los aviones, no llegaban pronto,pues los frenéticos esfuerzos de unoscuantos pilotos españoles y extranjerosa bordo de viejas máquinas de vuelo, nohacían sino postergar la suerte de laRepública.

El comandante Hidalgo de Cisnerosestaba amargamente descontento de símismo. Había cometido un desastrosoerror de cálculo, y ahora sus avionesprácticamente habían desaparecido delcielo. Había pensado que losrepublicanos sofocarían la revuelta en

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pocos días, a lo sumo semanas, y portanto había actuado como si cadajornada fuera decisiva. Enviaba a suspilotos cansados y a sus avionesanticuados hora tras hora a bombardearsin tregua. Parecía lógico, sobre todoporque el enemigo apenas tenía defensasaéreas.

Pero de repente sus lentos modelosBreguet, que tenían más de catorce añosy no llevaban los cañones de susametralladoras acoplados en el morro,se estaban enfrentando con modernosFiat italianos, y pronto el comandante sequedó casi sin pilotos, y sin aviones, singasolina ni piezas de repuesto. Y los

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aviadores que quedaban estabanvolando. Uno de ellos incluso se negabaa descansar entre vuelo y vuelo. Cuandoestalló la insurrección, el sargentoUrtubi se hallaba en Marruecos, y se vioobligado a combatir al lado de losrebeldes, que tenían muy pocos pilotosexperimentados. Pero comodesconfiaban de él, un capitán falangistase sentaba a su espalda en cadaincursión aérea, con una pistolamontada.

Un día, Urtubi se volvióbruscamente y con su propia pistolavació la recámara entera sobre suguardián. Luego, justo cuando el avión

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estaba a punto de estrellarse, volvió acoger los mandos y voló hacia Madrid.Al día siguiente, a bordo de otro avión,llevó a cabo su primera misión decombate contra los rebeldes.

Los republicanos, no obstante,precisaban un mayor número de pilotosen lugar de unos cuantos abrumados detrabajo como Urtubi, para contener elavance enemigo. Y todavía no habíanllegado los aviones rusos. Entonces elnovelista francés de izquierdas, AndréMalraux, decidió colaborar…

—¿Tardará mucho tiempo? —preguntó Louis Fischer, un escritorcomunista americano que se había

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detenido en París para visitar a Malrauxantes de seguir camino hacia España—.¿Qué está haciendo ahí?

La mujer de Malraux le dijo queestaba en su despacho llamando porteléfono.

—Está comprando tanques.André también adquirió aviones:

treinta Potez 540 y diez Bloch 200, asícomo unos cuantos Breguet. Algunas deaquellas máquinas anticuadas apenaspodían volar, pero el gobierno españolestaba encantado de proporcionar eldinero para comprarlas. Y a primeros deagosto, Malraux, un aviador aficionadocon escasísimos conocimientos sobre

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bombardeos o aeronáutica, se hallaba enMadrid al mando de una escuadrillainternacional, con el grado de coronel yluciendo unos galones dorados.

Delgado, tenso, con un mechóncayéndole sobre un ojo, Malraux sedeleitaba en el papel de liberador. En suépoca de arqueólogo en ExtremoOriente, había pasado más tiempoabogando por la causa de los indochinosnativos ante los indiferentes militarescoloniales franceses que cavando en lasruinas. Exasperados, los oficiales leacusaron de haber robado parte de sushallazgos arqueológicos, y sólo fueliberado de la cárcel tras una apelación

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judicial en Francia. Luego fue a China,donde defendió al inestable gobierno delKuomintang como ministro depropaganda, y los años siguientes,cuando no estaba escribiendo susmundialmente célebres novelas,exploraba el sur de Asia y el desierto deArabia en busca de tesoros del pasado.

Pero le interesaba más la políticadel futuro. Cuatro días después de haberestallado la Guerra Civil española,convocó un mitin público en el Palais duSport de París y preguntó; «¿Quiénvendría a España conmigo para crearuna fuerza aérea republicana?».

Contrató artilleros, pilotos y

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técnicos de tierra, pagando a cada unoun sueldo mensual de 1500 dólares másprimas. Formaban una mezcla deidealistas, aventureros y neuróticos. Yuno de los miembros del grupo se unió aél para adquirir experiencia de combate,al mismo tiempo que para luchar contralos fascistas. Se trataba de YehezkelPiekar, judío palestino que había sidoguardaespaldas del líder sionista DavidBen Gurion y combatido para laHaganah, el movimiento de resistenciajudío que guerreaba con los árabes enTierra Santa.

Cuando Piekar fue a ver a Malraux aParís, el francés le ofreció

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inmediatamente un contrato, a pesar deque el joven judío sólo contaba conquince horas de vuelo en solitario.Malraux ni siquiera le pidiódocumentos.

—Pero a lo mejor soy un fascista —insinuó Piekar—. Usted no me conoce.

—Si usted es judío —repusoMalraux—, no es un fascista. Nunca heconocido a un judío fascista.

Pronto Piekar y los otros estabanatacando a las fuerzas rebeldes queavanzaban a pie hacia Madrid. Malrauxiba invariablemente en el bombarderode cabeza. Tras la victoria de losinsurgentes en Badajoz, la escuadrilla

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trató desesperadamente de frenar lamarcha hacia el norte del enemigo. Enun vuelo efectuado cerca de Medellín,Malraux divisó a un largo convoyenemigo que serpenteaba rumbo al norte.Y asimismo lo vio el reportero francésLouis Delaprée, que le habíaacompañado.

«Los aviadores no ven hombres,sino insectos», escribiría elcorresponsal. «Se dio orden dedispersarlos. Hicieron algo más: losaniquilaron. Un camión se habíadetenido en mitad de la carretera. Elconductor, con la cabeza acostada sobreel volante, parecía dormido. Aquel

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chófer extenuado no transportaba uncargamento ordinario, sino veintecadáveres fulminados por la mismaráfaga».

Los otros camiones se detuvieron:«parecían pegados a la carretera comomoscas a una cinta de papelenvenenado», como el mismo Malrauxhabría de describir la escena. El convoyfue destruido.

Pero aparte de unos cuantos ataquesde este tipo, los anticuados aviones deMalraux apenas servían para otra cosaque para incordiar, y cuando topabancon cazas alemanes o italianos lograbanescapar por pura suerte; los aparatos

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que regresaban a su base a menudoexhibían centenares de orificios de bala.La escuadrilla, no obstante, era unimportante elemento que coadyuvaba amantener la moral republicana. ¡Unafuerza internacional les apoyaba!

El hotel Gran Vía, cuartel general dela escuadrilla, se convirtió en lugar decita de algunos de los gigantes literariosde la época: Ernest Hemingway, JohnDos Passos, Ilya Ehrenburg, ArthurKoestler y Rafael Alberti, amén deMalraux, que normalmente era el centrode atención. A todos les atraía no sólosu brillante conversación, sino el hechode su transformación en el temerario

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«salvador» de Madrid.No todos los republicanos, sin

embargo, agradecían su presencia. Elcomandante Hidalgo de Cisneros ladeploraba, argumentando que aquellaescuadrilla era «más un fardo que unaayuda». Le irritaba especialmente quealgunos mercenarios camorristaspasaran más tiempo en el bar que en elaire, mientras que sus hombres librabanun combate constante. Además, Malrauxacaparaba toda la publicidad.

Pese a ello, aunque el escritorfrancés y Piekar sobrevivieron, al cabode pocas semanas la mayoría de lossingulares pilotos figuraba como bajas,

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y casi todos los aviones eran unretorcido desecho: monumentos a lasescasas horas, incluso minutos de graciapara el pueblo de Madrid, la posiblediferencia entre la caída y la salvación.

A Enrique Castro Delgado le asaltóuna nueva inquietud antes de que tuvieratiempo de regocijarse por su rápidavictoria en Somosierra. El destructivoataque aéreo de la escuadrilla de AndréMalraux cerca de Medellín habíaparalizado temporalmente a las tropasde Franco en el sur, pero se reagruparony tomaron Talavera de la Reina, en elvalle del Tajo, la ciudad más importante

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antes de Madrid. Los hombres de Castroque se hallaban en la zona tenían quereconquistarla; de lo contrario, lacapital corría un peligro mortal. Pero sehabían dejado vencer por el pánico alproducirse la retirada y retrocedían sinel menor ánimo combativo. ¡Loshombres de su modélico QuintoRegimiento! Castro los convertiría denuevo personalmente en soldados.

Fue en el coche al campamentoasentado en el valle del Tajo y se pusofurioso al ver que los milicianos searremolinaban sin ningún jefe a la vista.Por fin, en la oficina de mando local,encontró al comandante Ricardo Burillo,

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el jefe comunista del sector, unaristócrata renegado de portedistinguido que le hacía parecerextrañamente desplazado entre obrerosmal afeitados. Incluso ahora, al caerdormido sobre su colchón, llevabapijama, prenda de la que casi no sehabía oído hablar en el ejércitorepublicano. Castro le despertó y elhombre le miró sobresaltado.

—¿Qué le trae por aquí, comandanteCastro?

—La situación, comandante. A mijuicio es bastante difícil. ¿Podríaexplicarme por qué?

—Castro, Talavera está perdida. No

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hay oficiales… ni ejército… nicombatividad, aun cuando usted, porrazones políticas, tenga que hablar todoslos días sobre el heroísmo de losmilicianos. Son hombres buenos,magníficos, pero no son soldados. Y loshombres sencillos no se acostumbranfácilmente a la guerra, a matar o morir.Tienen un miedo en el alma, el miedo averse rodeados. Basta con que vean a ungrupo de moros en uno de sus flancospara que profieran el grito que asusta amiles de hombres: «¡Los moros!». Ycorren y corren hasta caer exhaustos enuna zanja. Mire a los hombres. En suscaras verá la explicación de todo.

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Al salir, Castro observó el rostro delos milicianos. Burillo tenía razón…pero él cambiaría «la explicación detodo».

De repente, las colinas parecieroncobrar vida en la distancia. ¡Los moros!Los milicianos salieron velozmente delas zanjas. Los motores arrancaron.

—¡Camaradas! —gritó Castro—.Necesito treinta voluntarios. Sólotreinta. ¡Y dos ametralladoras! No tratode enviaros a la muerte, sino de impedirque la muerte nos cerque a todosnosotros.

Una pausa. Un grupo de comunistasse acercó a él, y luego varios hombres le

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llevaron dos ametralladoras. Castro lascolocó a cierta distancia una de la otra,apuntando a los hombres que huían, y sepuso en medio de ellas. Diría a losdesertores que se detuvieran. Sidesobedecían, los voluntarios tendríanque disparar por encima de sus cabezasy lanzar granadas de mano para «causarimpresión».

—Pero si veis que siguen corriendo,disparad a dar —ordenó—. Es undoloroso precio. ¡Adelante, camaradas!Ahora es el partido el que manda.

Castro levantó los brazos,haciéndoles señas de que se detuvieran,pero los hombres no le hicieron ningún

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caso, pisoteando a los que caían. Lasametralladoras escupieron balas yexplotaron granadas de mano mientrasCastro seguía gritando en vano. Acontinuación se dispararon nuevasráfagas y varios milicianos cayeron atierra. Por fin, la desbandada humanaaflojó el paso y acabó parándose. Castrosacó su pistola y avanzó despacio haciasus hombres, deteniéndose a unos quincemetros.

—¡Camaradas! ¿Estáis locos? —gritó—. Nadie os está atacando pordetrás. Paraos un momento y mirad avuestra espalda. Es el miedo provocadopor unos hijos de perra que gritaban:

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«¡Estamos perdidos!». ¡Pura fantasía!Parecía que los moros se habían

replegado.Los milicianos se tranquilizaron por

fin y Castro dejó que la mayoría de ellosdescansase, formando con los restantesdos líneas defensivas paralelas yhaciendo que las guardasen comunistasde confianza que no permitirían quenadie escapara de nuevo. Cuandollegaran los refuerzos, aquellos hombrestenían que intentar reconquistarTalavera. Castro seguía leyendo en susrostros miedo, derrota, vergüenza.

Y sin embargo eran los únicos quecerraban el paso, de ahí a Madrid.

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La noche del 3 de septiembre,Mikhail Koltsov, el corresponsal dePravda, entró en la Casa del Pueblosocialista para enterarse de las últimasnoticias. La atmósfera era acalorada.Franco había tomado Talavera y por lovisto había abierto la carretera sur deMadrid. Mola estaba ahora bien armadoy amenazaba a los republicanos desde elnorte. Los rebeldes se habían apoderadodel estratégico Irún, en la fronterafrancesa… y la España republicanacontaba con un gobierno prácticamenteimpotente.

El primer ministro Giral trató dereaccionar vigorosamente, pero seguía

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siendo un farmacéutico pequeñoburguésque no podía recabar la confianza de lasmasas. Bien es verdad que había servidopara tranquilizar a las democraciasoccidentales, convenciéndolas de que sugobierno era moderado, de clase mediay digno de su ayuda. Pero ya habíaconcluido el tiempo de la simulación.Tenía que constituirse un régimenpopular de emergencia que representasea todas las fuerzas republicanas, ungobierno lo suficientemente fuerte paracrear un nuevo sistema de defensa,sanear la administración y controlarimplacablemente la economía. Y todoello tenía que hacerse de la noche a la

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mañana, antes de que los rebeldesirrumpieran en Madrid.

Pero ¿quién encabezaría el nuevogobierno? Los líderes republicanosdisputaban a este propósito con casitanto apasionamiento como si estuvierancombatiendo a los rebeldes. Elsocialista moderado Indalecio Prietoquería que Giral permaneciese en supuesto, pero era partidario de la entradade socialistas y comunistas en sugabinete. No, respondió el lídersocialista revolucionario LargoCaballero: el pueblo sólo le quería a él,a Largo Caballero. Los comunistas, porsu parte, no deseaban realmente un

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cambio, porque podían manejar a Giralmás fácilmente que al ambicioso LargoCaballero. Y podían actuar más a susanchas desde fuera del gobierno.

Pero pronto quedó claro que LargoCaballero tenía razón: la mayoría de lostrabajadores sólo le quería a él. Elpresidente Azaña no veía otraalternativa. ¿Aceptaría el puesto el lídersocialista?

Sí, contestó Largo Caballero, acondición de que los comunistasentraran en su gabinete. Con Franco tancerca, ¿por qué no habrían de compartirla responsabilidad en caso de un posibledesastre?

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¿Y por qué deberían compartirla?,preguntaban los comunistas. Más valdríarecoger las migajas después deldesastre.

Stalin disentía de este criterio. Nohabía tiempo para intrigas políticas. Noquería ninguna «migaja»: quería queMadrid resistiera. Y cuanto mayor fuesela influencia comunista en la políticagubernamental, mayores posibilidadesde que la capital resistiera.

Así que los comunistas cambiaronde opinión y Largo Caballero accedió aocupar el puesto, esperando que a lalarga conseguiría atraer a losanarquistas, a pesar de su odio por toda

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forma de gobierno. De este modo noquedaría nadie para repartirse lassobras: triunfarían o fracasarían todosjuntos.

Koltsov entró en el pequeñodespacho de Largo Caballero y encontróa los posibles ministros sentados ensofás a la espera de una llamadatelefónica desde palacio. LargoCaballero había ido allí a comunicar aAzaña la lista de nombres que proponíapara su gabinete e iba a telefonear tanpronto como el presidente la aprobase.Había una posibilidad de que no lohiciera. Azaña era un republicanoburgués que siempre se había opuesto

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enérgicamente a la revolución. ¡Y ahorale pedían que diese su bendición a ungobierno revolucionario!

Los futuros colegas de LargoCaballero fumaban en silencio,meditabundos, nerviosos, másresignados que entusiastas. A pesar delgran poder que Largo Caballero ejercíasobre las masas, pocos de entre ellospensaban que era un buen dirigente. Sinembargo, no ignoraban que precisamentea causa de esa veneración popular, erael único hombre que podría transformara la España republicana en unaformidable maquinaria de guerra. Alparecer, sólo él podía salvar Madrid.

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Largo Caballero, que contabasesenta y siete años de edad, era unhombre bajo, rechoncho y bastantecalvo, de carácter brusco, obstinado eintolerante con todos aquellos quediscreparan de sus opiniones. Era unhombre de acción, no un pensador.Nacido en una humilde familiamadrileña, empezó a trabajar a la edadde siete años y llegó a ser un consumadoencuadernador, cordelero y albañil. En1917 fue elegido secretario general dela UGT, y pronto le condenaron acadena perpetua por sus actividadescontra el gobierno. Fue puesto enlibertad poco después, y más tarde

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colaboró con el dictador derechistageneral Primo de Rivera,considerándole preferible a losdirigentes del pasado. Tras haber sidoministro en el primer gobiernorepublicano, fue encarcelado en 1934por el siguiente régimen de derecha porhaber tomado parte en la rebelión deAsturias.

Largo Caballero leyó por primeravez a Marx y a otros autores comunistasen la cárcel, y cuando quedó en libertad,un año más tarde, se había convertido enun extremista que exigía una «dictaduradel proletariado». Los comunistas, a lasazón débiles, vieron en él al peón

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perfecto para catapultarlo al poder.Trataron desesperadamente de fusionarlos partidos Socialista y Comunista bajocontrol de estos, halagando a LargoCaballero con el título de «Leninespañol» y prometiendo secundar suiniciativa. Pero él se resistió.

Aunque fuera un revolucionario, eratambién patriota, y nunca confió ni enRusia ni en los intrigantes comunistasespañoles. Era vanidoso, pero asimismosencillo, honrado e ingenuo, con escasacomprensión de los dogmas ideológicosque repetía sin tregua y aceptabasinceramente… hasta que la experienciahacía pedazos una ilusión tras otra.

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Como la mayoría de los españoles, eramás proclive a cambiar de criterios quea aferrarse a una ilusión rota, y estabadispuesto a luchar con idéntico brío poruna nueva causa.

Pero sus convicciones a menudoestaban matizadas por su sentido deloportunismo y de la hombría. ¿Un nuevoejército con mando centralizado? Nunca.Ello sólo significaría la creación de unanueva casta militar: y regida, además,por los comunistas. Ni siquiera servíanlas barricadas y las trincheras. La ideaera atacar, avanzar; no esconderse comocobardes.

Y por eso los hombres que le

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aguardaban en su despacho estabaninquietos. Pensaban, no obstante, queLargo Caballero podría hacer menosdaño como jefe del gobierno que comosu principal oponente. Al asumir laresponsabilidad tendría que serpragmático, como lo eran ellos alaceptar su liderazgo.

Entre los que esperaban la llamadade palacio había políticos de diversosigno. Los moderados pretendíanúnicamente los ministerios menosimportantes. Había cinco republicanosburgueses, tres socialistas de tendenciaderechista, otros tres radicales (entreellos el mismo Caballero) y dos

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comunistas. Una de las personalidadesclave, el socialista Julio Álvarez delVayo, que sería nombrado ministro deAsuntos Exteriores, era un intelectualafable y un periodista muy conocido. Leunían íntimos lazos con Largo Caballeroy con los comunistas, y había quienpensaba que en secreto era comunista.Otro de los presentes era JesúsHernández, el especialista enpropaganda designado para elMinisterio de Educación. Y Juan Negrín,un profesor socialista de manerasengañosamente suaves que había sidonombrado ministro de Economía, habríade ser un hombre providencial.

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Pero quizá el hombre más importantede los elegidos, y sin duda el másquejumbroso, era el líder socialistamoderado Indalecio Prieto, cuya carapálida y de gran papada poseía ojoscaídos y porcinos, pero de los másobservadores de España. Confesó aKoltsov exactamente lo que pensaba delcompañero socialista para quien iba atrabajar: «un insensato que quiere serconsiderado astuto, un frío burócrata querepresenta el papel de fanático loco, unintrigante que pretende pasar porfuncionario metódico… un hombrecapaz de estropearlo todo y a todos».

En realidad, el presidente Azaña

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había deseado que Prieto fuese primerministro antes del alzamiento, pero lospartidarios de Largo Caballero (la granmayoría de los trabajadores) vetaron elnombramiento, prefiriendo casi acualquier otro que no fuese el agrio rivalde su héroe. Prieto, sin embargo, ricoeditor de origen burgués que habíahecho su fortuna en los negocios, tal vezhubiera sido el único que podía haberevitado la guerra civil. Ramón SerranoSuñer, cuñado de Franco, que luegosería su ministro de Asuntos Exteriores,dijo a este autor que el temor que a laderecha inspiraba Largo Caballerocontribuyó a provocar el alzamiento.

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«Pero si Prieto hubiese llegado a serprimer ministro, no habría habidorebelión ni guerra civil, puesconfiábamos en él a pesar de suscreencias izquierdistas».

Prieto, de hecho, encarnaba el podera la sombra del gobierno de Giral, auncuando no formaba parte del mismo. Ysi bien detestaba a Largo Caballero,estaba dispuesto a trabajar a susórdenes, incluso en el puesto secundariode ministro de Marina y del Aire.

Sonó el teléfono. Largo Caballerollamaba desde palacio; el presidenteinvitaba al nuevo gobierno a presentarseante él. Los políticos se precipitaron

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hacia los coches aparcados fuera yfueron abrazados por los milicianos quecustodiaban la puerta principal. ¡Por finhabía un gobierno del pueblo!

Koltsov corrió a redactar un artículopara el Pravda. Y a informar a Stalin deque Madrid aún podría resistir algúntiempo, con tal de que Largo Caballeroactuase rápidamente para reconquistarTalavera.

«Soy el general Asensio».Un alto, cortés, elegantemente

uniformado militar se apeó de su cochey se presentó a Enrique Castro Delgadoy al comandante Burillo. El general José

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Asensio Torrado acababa de llegar delfrente de Guadarrama, donde la milicia,bajo su mando supremo, había aguantadocon firmeza todos los ataques.

Veterano de las guerras marroquíes,era considerado por los expertosmilitares como uno de los mejoresoficiales profesionales que tenía laRepública. Pero no se mezclaba enasuntos políticos, obedecía a sussuperiores fueran quienes fuesen yexigía una obediencia estricta de suspropios subordinados, actitud impopularen un ejército de indisciplinadosmilicianos revolucionarios. Loscomunistas, en especial, le odiaban

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porque no podían manejarle, aun cuandoel mismo Koltsov reconocía sus dotesmilitares. Asensio se interponía en elproyecto comunista de adueñarse poco apoco de los resortes de la autoridadcastrense.

Largo Caballero, por su parte, pormucho que condenase a la «castamilitar», veía en Asensio la mejoroportunidad de conservar Madrid. Y poreso lo primero que hizo al llegar alpoder fue ascenderle a general yenviarle rápidamente a la zona deTalavera como jefe del frente central,además de ponerle al mando de los sietemil hombres adicionales. Y Asensio se

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disponía a recuperar Talavera.Castro, al saludarle, exploró su

mirada en busca de algún indiciorevelador de su carácter, preguntándosecómo podría manejarle. Pero el generalexaminó en el acto mediante susprismáticos las posiciones defensivas ydijo:

—Esas líneas son una mierda,comandante Burillo.

—Son las únicas que tenemos —respondió el militar.

—Pero mientras venía he vistocientos de hombres tumbados bajo losárboles.

—Están enfermos de fatiga y miedo

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—intervino Castro—. Hay que dejarlesdescansar. A menos, general, que traigausted tropas de refresco.

Asensio estaba furioso.—¿Fuerzas de refresco? —dijo—.

Lo que esos bastardos necesitan es unapatada en el culo que les hagalevantarse.

Sacó su pistola y agregó:—¡Ya verán cómo voy a hacer que

esos bastardos peleen!Castro vio cómo sus hombres

miraban al recién llegado.—General, escúcheme un momento.—Sólo quiero decirle, comandante

Castro —dijo Asensio—, que el que

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manda aquí soy yo. ¡Yo!… ¿Me oye? Eljefe.

En aquel momento un hombreempezó a correr hacia ellos, y Asensiocreyó equivocadamente que era presadel pánico, aunque en realidad seencaminaba hacia Castro llevándole unmensaje. Empuñando su pistola, Asensiorefunfuñó:

—¡Va usted a ver, comandanteCastro, cómo deja de correr ese hijo deperra!

Cuando el general empezó a avanzarhacia el emisario, Castro se interpusoentre éste y aquél.

—¡Tenga cuidado! —dijo—.

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Tenemos muchos generales.Demasiados.

Asensio miró fijamente a Castro.—Apártese, comandante —dijo.—General, mire a su espalda. No se

asuste. Dese media vuelta, por favor.Asensio se volvió y vio varias

pistolas y fusiles apuntándole.Bajó su pistola.—Muy bien, comandante —dijo—.

¡Puede retirarse!—Estoy esperando refuerzos. Mis

hombres no obedecerán a nadie si yo nose lo ordeno. Y quiero… decirles queusted es el jefe de este frente. Que debenobedecerle.

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Asensio se dirigió con pasomajestuoso al puesto de mando y Castrofue a reunirse con los refuerzos.Advirtió a sus jefes:

—Cuidado con el general Asensio.¡Obedecedle! Pero sólo si pensáis quela orden es correcta. Sólo si os tratacomo a personas, no como a animales.Creo que odia a los milicianos. Tambiéntengo la impresión de que es adicto a lamorfina o un cínico. ¡O un canalla!

Y, en todo caso, un generaldifícilmente capaz de recobrar Talavera.

El reportero francés Louis Delapréedescansaba con un grupo de milicianos

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en un olivar del valle del Tajo, a unoscinco kilómetros de Talavera. Eran las 6de la mañana del 9 de septiembre yhabían dormido poco, pero de todasformas iban a intentar una vez más elasalto a la ciudad. El general Asensioordenó a sus nueve mil hombres,incluidas las milicias de Castro y Mera,que atacasen una y otra vez. Ysintiéndose más confiados a causa de sumayor número, lo habían hecho connotable heroísmo.

Las tropas de Yagüe no sólo seaferraban a sus puestos, sino queamenazaban con desbordar a losmilicianos. Asensio no cedería, sobre

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todo porque Madrid corría extremopeligro. Aquella cálida mañana, sushombres se lanzarían de nuevo al asalto.Y Delaprée estaba entre ellos,arriesgando su vida, como de costumbre,aunque su periódico, el París Soir,conservador y profranquista, a menudono publicaba sus artículos porquedescribían a los republicanos a una luzcomprensiva y humana.

Al juntarse con un oficial de lamilicia para ir a desayunar, vio doslibros en la mochila del hombre,apretados entre una barra de pan y unpaquete de queso. El periodista advirtióque uno de ellos era una selección de

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poemas de Góngora, y el otro un librosobre marxismo para principiantes.

«En compañía de aquella poesíadeliciosamente hermosa y aqueldesesperado catecismo —escribióDelaprée aquel día—, mi nuevocamarada se sentía perfectamenteequilibrado, maravillosamente a gusto,alerta y alegre».

Tras el desayuno, el oficial leyó envoz alta algunos poemas, pero enseguida le interrumpió el estruendocercano de los proyectiles. El enemigocontraatacaba.

Guardando sus libros de nuevo en lamochila, el hombre corrió con el resto

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de su grupo al encuentro del adversario.La lucha prosiguió a lo largo de todo eldía, y finalmente los rebeldes se vieronobligados a cruzar el río Tajo haciaTalavera. En su puesto de mando, anteuna mesa llena de mapas y botellas decerveza, Asensio dijo a Delaprée:

—Mañana reanudaremos laofensiva. No les daremos ni un día derespiro.

Pero cuando los rebeldesamenazaron una vez más con partir endos sus fuerzas, barriéndolas con fuegoaéreo y de tanques, el general contemplóangustiado cómo sus hombres quehabían luchado tan bien los días

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anteriores sucumbían de repente alpánico y se retiraban hacia retaguardia,más atrás del puesto de mando.

Delaprée ya se marchaba cuando unoficial se le acercó y le dijo:

—¿Es usted el periodista francésque estaba esta mañana con el tenienteGonzález Pardo?

—No conozco a nadie que se llameasí.

—¡Ah! Yo pensaba… me dio estopara usted.

Y el oficial le tendió los dospequeños libros.

Delaprée los reconocióinmediatamente.

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—Sí, soy yo. ¿Dónde está elteniente?

—Muerto… tres balas en elestómago. Me pidió que le entregaseestos libros si conseguía encontrarle.

Las lágrimas asomaron a los ojos deDelaprée.

«Adiós, amigo mío —escribiría mástarde—. Sólo te conocí durante unahora, una mísera y breve hora de vidahumana, pero nunca te olvidaré a ti y atus libros, depositarios de tus sueños. Tumemoria me acompañará siempre. Teveré siempre con un dedo en el aire,recitando el soneto más bello deGóngora: menos precioso, sin embargo,

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que los latidos de tu generoso corazón.Adiós, amigo mío». Y Delaprée salió encoche hacia Madrid, aquel Madrid queFranco, al parecer, podría tomar a suantojo.

3.

En la capital, la vida seguía como deordinario; pocos madrileños eranconscientes de que la puerta de laciudad había sido abierta. Aunque devez en cuando proseguían los leves

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bombardeos aéreos, la gente todavíaatestaba los cafés, donde los milicianosalardeaban como siempre de victoriasficticias. Se respiraba una atmósferallena de vida, incluso estimulante: elenemigo nunca llegaría a Madrid, ymenos ahora que Largo Caballero,guerrero del pueblo, dirigía las cosas.

Y, en efecto, el primer ministro yahabía obrado maravillas los primerosdías en que ocupó el cargo, creando unaplantilla de colaboradores, coordinandolas acciones militares, purgando alejército y a la burocracia de fascistas eincompetentes. Y como sus ministroshabían calculado, la responsabilidad

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estaba transformando en un pragmático asu líder revolucionario.

Puesto que el pueblo era más feliz yconfiado que nunca, ¿por qué destrozarsus ilusiones? Así pues, el gobiernoincrementó la censura sobre todas lasnuevas procedentes del frente, ocultandola verdad a los ciudadanos a la esperade que aconteciese un milagro. Despuésde todo, las armas soviéticas ya estabanen camino y podrían cambiarlo todo…si llegaban antes que los rebeldes.

Para contribuir a escamotear larealidad al pueblo, fueron contratadoslos servicios de «especialistas de lainformación». Uno de ellos era Arturo

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Barea, que había estado buscando unamanera de seguir ayudando a laRepública. Como sabía francés y por lomenos era capaz de leer en inglés, derepente se encontró convertido en oficialde prensa del Ministerio de AsuntosExteriores, censurando las crónicas delos corresponsales extranjeros. Teníaque estar en la Telefónica desdemedianoche hasta las 8 de la mañana,pero no le disgustaba tal horario, puesasí tenía una excusa para no pasar lanoche con su mujer y un pretexto para noestar por la tarde con su amante, ya quea esas horas él estaba durmiendo.

Pero su trabajo era sicologicamente

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perturbador. Le habían ordenado quesuprimiera todo lo que no indicase quelos republicanos iban ganando, y loscorresponsales que venían del frentetrataban por todos los medios de contarlos hechos ciertos, valiéndose del argot,del lenguaje oscuro y de lasinsinuaciones. Barea, por tanto, estabaconstantemente consultando eldiccionario en busca de dobles sentidos,y tachando con tinta azul línea tras línea.Los reporteros estaban furiosos, y lomismo le ocurría a Barea: no sóloestaba enfadado con ellos por suelocuente certeza de que Madrid habríade caer pronto, sino consigo mismo, por

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suprimir de un golpe de bolígrafo todauna temida realidad. Noche tras nochese enfrentaba con la terrible verdad, sibien disimulada inteligentemente. Y eradifícil aceptar aquella verdad.

Además, los milicianos afluían a laciudad amargados y llenos de lástimapor sí mismos, y los hechos se iban, endefinitiva, descubriendo. Bastaba concontar el número de muertos en eldepósito de cadáveres. El númeroaumentaba a tenor del peligro, y porentonces crecía diariamente…

Cuando Janet Riesenfeld estaba apunto de descender a la estación de

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metro de Diego de León en compañía desu amigo Villatora, atisbo un gigantescoedificio de ladrillo rojo que se hallabaal lado y le preguntó qué era.

—Era uno de los más grandescolegios de los jesuitas en Madrid —respondió el miliciano—. Ahora… esuna prisión.

—Y algo más. De noche oigocantidad de disparos por aquí —prosiguió Janet—. A veces medespiertan a eso de las cinco de lamañana. Suenan como una descarga deun pelotón de ejecución, y luego hay unapausa, e inmediatamente después otrodisparo seco.

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—Es un pelotón de ejecución —declaró Villatora con tono indiferente—.Y el último tiro es el tiro de gracia. Loque oyes probablemente procede de estamisma prisión.

Llegaron en silencio al andén delmetro y esperaron a un tren. Villatorallevaba a Janet a un hospital a visitar asoldados republicanos heridos.

Janet todavía podía oír los gritos dela muchacha que vivía en su mismoinmueble:

—¡Se lo llevan! ¡Se lo llevan!Habían ido a buscar a su padre, un

funcionario subalterno de Correos al quealguien había denunciado, y el hombre

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jamás había vuelto. Tal vez le habíanllevado a aquel mismo edificio deladrillo rojo.

Cuando Janet y Villatora se sentaronen el vagón de metro, ella preguntó:

—¿Alguna vez has presenciado unaejecución?

—Muchas veces —respondió élfríamente—. No siento piedad niemoción por lo que respecta a esa gente.Ya ves, en cada prisionero no veo a unhombre, sino a un agente de una fuerzaferoz y destructora. En cada uno de losque caen veo la salvación de no sólouno, sino de muchos cientos de seres denuestro pueblo.

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En una de las paradas, una mujer demediana edad y dos chicos jóvenesentraron y se sentaron enfrente de ellos.Estaban pobremente vestidos y llevabanviejas maletas. Cuando se levantaronpara apearse tras dejar atrás variasestaciones, Villatora agarró de pronto aJanet por el brazo y siguieron a los otrosviajeros. Entonces Villatora corrió trasla mujer y los chicos y les condujo a unapequeña cabina de control en el andén.Al cabo de unos minutos, salió de ladependencia solo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntóJanet.

—Las maletas que llevaban esos tres

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—dijo él— estaban llenas demuniciones… Me llamaron la atenciónlas etiquetas. Pertenecen a los hotelesmás caros de Sevilla, San Sebastián yNiza. La pobreza de su ropa no encajabacon esos signos de prosperidad.

—¿Qué vas a hacer con ellos?—La milicia se encargará.Sí, la mujer y los chicos eran el

enemigo. Transportaban armas paramatar a gente como su amigo Villatora.Pero Janet prefería no pensar en ello.Aquella noche iba a ver a Jaime yconfiaba en que no reñirían de nuevo.Quería dormir bien, sin que ledespertara la fusilería a las cinco de la

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mañana.

El padre Florindo de Miguel ya notenía que preocuparse de buscar unescondrijo para las horas del día. Unavez que los milicianos cerraron laBiblioteca Nacional, alegando que eraun lugar de reunión fascista, pasaba casitodo el tiempo confesando en secreto.Un día una monja le preguntó siconfesaría a una anciana moribunda.Había, no obstante, un problema. ¡Lamujer tenía dos hijos rojos que vivíancon ella! La monja le explicó que lamadre les había sorprendido muchocuando pidió un sacerdote.

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—Deliras, madre —dijo uno de loshijos—. No pienses en esas cosas. Noestás tan enferma como te imaginas. Yaverás. Llamaré al médico.

—No necesito un médico para micuerpo, necesito uno para el alma —dijoella.

Día tras día, madre e hijosdiscutieron sobre las necesidades delalma de la anciana. Las vidas de loshijos podían correr peligro si accedían asus ruegos. «Traición» era una palabraque se usaba a diestro y siniestro enaquellos tiempos. Por último, la madredijo:

—Me estoy muriendo. No me

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importa morir, pero no quiero hacerlocomo un perro. Hijos, vais a dejarmemorir como a un perro.

Los hijos no pudieron negarse pormás tiempo. Se pusieron en contacto conla monja, que conocía a su madre, yenvió al padre De Miguel a ver a laagonizante. Lloró de felicidad mientrasse confesaba, y recibió del sacerdote lacomunión. Luego, mientras él leadministraba la extremaunción, entraronlo hijos, con cierta timidez. Cuando elpadre estaba a punto de marcharse, leestrecharon la mano.

—Gracias, padre. Muchas gracias.Uno de ellos le preguntó entonces:

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—Dígame, padre, ¿no le da miedohacer esto? ¡Es muy peligroso!

—¿Qué quieres que te diga? —respondió De Miguel—. Sí y no… Esdifícil de explicar. Pero ¿no creéis quepor la dicha que he traído a vuestramadre, y también a vosotros, vale lapena correr ese riesgo? Y no penséisque es algo extraordinario. De hecho, nohago otra cosa.

El padre sonrió y los dos jóvenestambién.

José Luis Sáenz de Heredia, elprimo de José Antonio, no se sintióseguro hasta que la checa le puso en

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libertad. Se quedó en los estudios decine bajo la protección de susempleados, pero su nombre erademasiado conocido. Estaba seguro deque otros milicianos irían en su busca, yesta vez para quizá asesinarle sin juicio.Tenía que pasarse al bando rebelde.

Así pues, Sáenz fue al consuladocubano con dos amigos de esanacionalidad que accedieron a jurar queera ciudadano de Cuba, y solicitó que lo«repatriasen». Le dieron un pasaporte yel 23 de septiembre subió a un tren condestino a Alicante en compañía de unosveinte cubanos genuinos, así como en lade su hermano Rafael y otros falangistas

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que se las habían ingeniado paraconseguir pasaportes falsos. En Alicantela comitiva tenía que embarcar en unbuque inglés que evacuaba a extranjeros.

Poco antes de que arrancase el tren,tres milicianos entraron en elcompartimiento donde se habíaninstalado Sáenz y los restantesfalangistas.

—¿Quién de vosotros es el primodel fascista José Antonio? —preguntóuno de ellos, empuñando una pistola.

Sáenz trató de conservar la calma.¿Le había reconocido alguien? Todoslos viajeros insistieron en que erancubanos; el miliciano gritó:

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—Sabemos que uno de vosotros esel primo de José Antonio. Alguno aquíse llama Sáenz de Heredia.

Los milicianos verificaroncuidadosamente los pasaportes, todosellos con nombres falsos. Frustrados,eligieron al azar a uno de los viajeros yle acusaron de ser el hombre quebuscaban, pero él señaló el nombrebordado en su camiseta y las inicialesgrabadas en su anillo para demostrarque se equivocaban.

—Bueno, uno de vosotros es unmentiroso —sentenció el responsable—,y voy a traer a alguien que puedaidentificar a Sáenz de Heredia.

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Y los milicianos se marcharon,dejando apostado un hombre en la puertadel compartimiento. El tren partiríadentro de diez minutos. Sáenz consultabasu reloj como un hombre que contase eltictac de una bomba de relojería. Porúltimo, el guardián se marchó y el trenempezó a traquetear.

No obstante, no habían acabado lossufrimientos de Sáenz. Un empleado deferrocarril le dijo que frecuentementelos milicianos transmitían mensajes a lasestaciones siguientes para quecomprobaran la identidad de lospasajeros. Al rato, el tren se detuvo,dando un sacudida, y subió y bajó gente

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de todo tipo… pero no milicianos.Por fin llegaron a Alicante. Un

oficial de la marina inglesa y variosmarineros estaban en la estación pararecibir a los cubanos y llevarlos a unhotel. El grupo pasó allí la noche y a lamañana siguiente se congregaron en unalmacén del puerto, donde variosmilicianos interrogaban a todas laspersonas. Sólo después se les permitíadirigirse al muelle, donde una lanchamotora aguardaba para transportar a losviajeros al barco.

A Sáenz le tocó el turno de serinterrogado.

—¿Conoce Cuba? —inquirió un

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miliciano.—No.—Qué raro, siendo cubano.—Nací en Cuba pero vine a España

cuando era muy pequeño.Sáenz había cavilado que si

contestaba afirmativamente, le haríanpreguntas que no sabría responder.

—¿Ha estado detenido alguna vez?—¿Yo? ¡Nunca!El que le interrogaba comentó:—No se enfade. El hecho de haber

estado en la cárcel no es necesariamentemalo. Yo pasé cinco años a la sombra.Puede ser un motivo de honra.

—Sí, pero es uno que yo

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desconozco.Por fin le dejaron pasar al muelle.

¡Estaba libre! Pero negó el turno de suhermano. Sáenz podía oírle desde elmuelle.

Sí, dijo Rafael, había estadodetenido.

Había oído lo que el miliciano dijoa José Luis y creía estar respondiendode un modo adecuado. Pero no ledejaron pasar y le ordenaron que secolocara a un lado.

—¿Por qué? —preguntó Rafael.—¿Ves este cargador vacío? —

contestó el hombre—. Pues ayer por lanoche se lo metí en las tripas a alguien

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en este muelle. ¡Así que mejor te callas!Rafael se deslizó furtivamente hacia

una ventana enrejada y susurró a suhermano, que estaba fuera:

—Van a matarme.Se quitó el anillo y se lo entregó a

José Luis para que éste se lo diera a lamadre de ambos.

Entretanto, todos los pasajeroshabían embarcado salvo Rafael y JoséLuis.

—¡De prisa! —llamó desde lalancha el oficial inglés—. No podemosesperar más tiempo.

—¡Espere, espere! —le rogó Sáenz—. ¡Tal vez le dejen marchar todavía!

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Los milicianos llamaron a Rafaelpara interrogarle más a fondo.

—¿Por qué te detuvieron?—Porque golpeé a alguien que

estaba molestando a mi novia.Le miraron fijamente, como si

trataran de leerle el pensamiento.—Muy bien, puedes pasar —dijo el

responsable.José, que estaba escuchando junto a

la ventana, no cabía en sí de gozo.—Pero antes danos una aportación

para la causa.—No tengo dinero —dijo Rafael.Un miliciano le registró y encontró

unas monedas.

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—¿Y esto?—Alguien las ha debido de meter en

mi bolsillo. Pero quédense con ellas.¿Le dejarían partir? Los milicianos

discutían entre ellos mientras que eloficial británico le decía a José que sino subía a la lancha de inmediato, semarcharía sin él. Y puso el motor enmarcha.

Segundos después, Sáenz y suhermano saltaban a bordo y laembarcación salió zumbando a través delas olas.

« U n magnífico final», pensó eldirector de cine.

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4.

Mientras que el revés sufrido enTalavera impulsó a los vengativosrepublicanos a buscar nuevas víctimas,que comparecieron ante los pelotones deejecución en Madrid, el desastre incitó alos miembros del gobierno a buscar unsitio más seguro para el oro almacenadoen la capital. La reserva española deoro, 700 millones de dólares, la cuartadel mundo en importancia, estabaescondida a treinta metros de

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profundidad, en el subsuelo del Bancode España.

Los sótanos que albergaban loslingotes tenían puertas de aceroprácticamente inexpugnables, sóloaccesibles desde escaleras queconducían a pozos de cemento, quepodían ser inundados en caso deemergencia.

Pero, y si los rebeldes tomabanMadrid? Se apoderarían asimismo delreluciente tesoro, y el gobierno notendría con qué pagar las armas. Losdirigentes republicanos ya habíanprometido pagar en oro a Rusia elmaterial bélico que ésta iba a enviar.

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Había que salvar el oro de algún modo,aunque no se pudiera evitar la caída deMadrid.

Mientras el gobierno estudiaba coninquietud esta cuestión, lo mismo hacíanlos anarquistas. A juicio de estos, loscomunistas se habían vuelto demasiadoinfluyentes, y ésa era una de las razonespor las que los anarquistas habían sidoengañados y privados de la legítimaparte que les correspondía en el repartode armas. Y cuando llegasen las queenviaba Rusia, probablemente quedaríanexcluidos de su distribución. Sinembargo, ni tan sólo la totalidad de lasescasas armas de que disponían podía

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usarse en el frente. Había que esconderalgunas para el inevitableenfrentamiento con los comunistascuando terminase la guerra civil, o quizáantes. Era seguro que los comunistasplaneaban desembarazarse de ellos, delmismo modo que los bolcheviques, unavez que se hicieron con el poder, habíananiquilado a los anarquistas rusos.

¿Cómo podrían conseguir las armasnecesarias para combatir a los fascistasahora y a los comunistas más tarde?Buenaventura Durruti, máximo dirigenteanarquista español, pensaba que lasupervivencia de su movimientodependía de la respuesta a ese

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interrogante. Sus hombres no podíanpermitirse el lujo de fracasar en unmomento en que habían acumulado máspoder que ningún otro movimientoanarquista en la historia. Se habíanconvertido en los virtuales dueños deCataluña al aplastar a las fuerzasderechistas de Barcelona los primerosdías de la guerra. Y siguieroncosechando victoria tras victoriamientras avanzaban hacia el oeste ypenetraban en la región de Aragónrumbo a Zaragoza. Casi a las puertas deesta ciudad se quedaron atascados porfalta de armas y municiones.

Al mismo tiempo, Durruti, con gran

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cólera de los comunistas, extendía larevolución a su paso, colectivizandocada pueblo e industria que hallaba en elcamino. La furia comunista obedecía aque Moscú les había dado instruccionesde asegurarse de que la Repúblicaganara la confianza de la burguesía,tanto en España como en el extranjero.Además, los anarquistas se estabanadelantando por su cuenta al planmarxista de un levantamiento posbélico.

Pero el Partido Comunista no teníaque atormentarse tanto, pues Durruti nosólo tenía problemas en la guerra, sinotambién en la puesta en práctica de surevolución. La economía de las zonas

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colectivizadas se desmoronaba por lacarencia de expertos, materias primas ydinero con que pagar a trabajadores ycampesinos. Y la situación empeoró aúnmás cuando algunos pueblos rompieronel dinero y empezaron a ensayar unsistema de trueque que resultó unaexperiencia económica desastrosa.

Parecía estar claro: a fin decombatir en la guerra e impulsar susplanes revolucionarios, los anarquistasnecesitaban oro.

A principios de septiembre, undelegado anarquista, Diego Abad de Santillan, fue enviado a Madrid.

¿Podría contar Cataluña con

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importantes créditos para la creación de«industrias bélicas»?, preguntó alprimer ministro Giral.

No, contestó éste, el gobierno notenía dinero.

En realidad, Giral no tenía intenciónde propiciar la revolución anarquista, nilas ambiciones separatistas de losdirigentes catalanes, que prácticamentehabían declarado la independencia de suregión.

Bien, en ese caso, ¿no sería unabuena idea transferir la reserva de oro aCataluña?, sugirió astutamente Abad deSantillán. El tesoro estaría allí muchomás a salvo que en Madrid.

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La entrevista concluyó bruscamente.Pero no acabaron ahí los sueños de

Durruti a propósito del oro. Y conocíael modo de manejar a los políticos.

—Sólo hay una forma de tratar conellos —dijo a Abad y a García Oliver,el segundo anarquista en importancia—.La forma que ellos siempre emplean.Incumbe al pueblo decidir qué debehacerse con el oro.

Entonces Durruti formuló supropuesta. ¿Por qué no robarlo delBanco de España? Sus camaradas sequedaron boquiabiertos. ¿Entrar yllevarse 700 millones de dólares enoro? ¡La idea era fantástica! Sin

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embargo, Durruti hablaba de ella comosi se tratase de uno de los vulgaresatracos que había realizado confrecuencia para financiar su movimiento.

Durruti había nacido cuarenta añosantes en el seno de una familia pobre deLeón. Su padre había fundado en laciudad el primer movimiento detrabajadores, y había encabezado unalarga huelga que las autoridadesacabaron reprimiendo, transformando aBuenaventura en un amargo einquebrantable rebelde antes de cumplirlos doce años. Tras cursar estudioselementales, trabajó como obrerometalúrgico y se unió a los anarquistas

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porque propugnaban una revolucióninmediata. Sus dos hermanos Manuel yPedro también se orientaban hacia elextremismo: sólo que en el extremoopuesto. Mientras que los republicanosfusilarían a Pedro en la matanza de laPrisión Modelo, los falangistasejecutarían a Manuel por no habersuperado una prueba de lealtad.Posiblemente se negó a traicionar a suhermano anarquista.

Con su dinamismo y personalidadmagnética, Buenaventura pronto seconvirtió en vicepresidente de unsindicato anarquista de San Sebastián.Más tarde, a modo de Robin Hood

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proletario, desencadenó una campaña derobos y violencia para financiar yfomentar la revolución, maquinandomuchas de sus intrigas en el curso de susfrecuentes estadías en la cárcel.

En 1923, él y sus hombresirrumpieron en un banco, consiguiendo aduras penas escapar con el botín tras untiroteo con la Guardia Civil. Inclusodespués de detenido y encarcelado, sesospechaba que había contribuido aplanear el asesinato del arzobispo deZaragoza, que había muerto a manos decamaradas anarquistas aquel mismo añoporque simbolizaba el pensamiento«reaccionario». Al año siguiente,

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Durruti intentó sin éxito matar al reyAlfonso XIII, el símbolo derechista másimportante de todos, mientras elmonarca visitaba París. Pasó los añossiguientes vagabundeando por laAmérica latina, donde llegó a serconocido como el «Gorila» tras suscorrerías de terror en cuatro países.Robó bancos y estaciones de metro,despojó a conductores de autobuses y unhospital y se cree que mató a un policía.

Durruti regresó a su patria en 1931,cuando se proclamó la República, y fuerecibido como un héroe por suscamaradas. Empezó a utilizar lasamplias «ganancias» que había

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acumulado en preparar a su movimientopara la revolución, sin guardar ni unapeseta para sí mismo. Prácticamentesólo poseía la pistola que llevaba y laropa que vestía; rara vez se le veía sinla misma guerrera de cuero y una gorrade visera del mismo material. Al igualque su ardiente correligionario CiprianoMera, Durruti era un soñador. Pero eracapaz de matar con más presteza que sudiscípulo, porque era aún másimpaciente y apenas distinguía entresueño y realidad. Simplemente la unaestaba imbricada en el otro.

Aquella simple ingenuidadsorprendía a todos los que le

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conocieron: excepto, claro está, a losguardias de bancos que estaban deservicio en el mal momento. Y suaspecto tosco reforzaba su figuramagnética. Era alto, de sólido y velludocuerpo, pelo negro rizado, ojos oscurosde mirada penetrante, tez morena y unasonrisa de íntimo buen humor que podíadesarmar a su peor enemigo. Si suscompañeros le idolatraban, la mayoríade los españoles le apreciaba, pues veíaen él a una mezcla pura de hombría eidealismo: aunque algunos se quedabanun tanto desilusionados cuando visitabansu modesto hogar y le encontrabanpelando patatas o ayudando a su esposa

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en las labores domésticas. Y si bienderramaba algo de sangre de vez encuando, bueno, lo hacía por una causaque él consideraba noble, por muyutópica que fuese. De hecho, algunospensaban que era «demasiadosentimental» por negarse a permitir quesus hombres pasearan a nadie o matarana los prisioneros.

Y nadie ponía en duda su bravura.Desde el inicio de la guerra habíaperdido a numerosos hombres porqueinsistía obstinadamente en el conceptode la autodisciplina, en lugar depredicar la castrense, que violaba susescrúpulos anarquistas. En cambio, a

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pesar de tener que detenerse antes deentrar en Zaragoza, no había perdidoninguna batalla. Sus hombres le hubieranseguido a cualquier parte. Y los que nolo hacían eran despojados de sus armas,así como de sus ropas —que«pertenecían al pueblo»— y enviados asus casas en ropa interior.

La mayoría de sus hombres, noobstante, conservaban la totalidad de suatuendo, pues creían en su profecía deque la victoria militar significaría unasociedad anarquista. En una ocasión enque un periodista le dijo que incluso silos anarquistas llegaban a la cima delpoder no heredarían más que un montón

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de ruinas, Durruti respondió:—Hemos vivido en chozas

miserables, en cuevas. Sabremosadaptarnos por un tiempo a situacionesque nos son familiares. Pero no olvideque también sabemos construir… ¿Porqué dudar de nuestra capacidad paralevantar un mundo nuevo?… Sabemosque solamente vamos a heredar ruinas.Cuando llegue la hora de la burguesía nonos dejarán más que ruinas, perotendremos un mundo abierto antenosotros. Aquí, en nuestros corazones,en este mismo minuto, ese mundo estánaciendo.

Durruti era tan impaciente que

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continuamente estaba ordenando atacar,fuese o no prudente desde el punto devista militar. Cuando le visitó el escritorruso Ilya Ehrenburg, apenas podía creerla razón que el líder anarquista aducíapara desencadenar uno de sus ataques.

—No es cuestión de estrategia —dijo—. Ayer, un chico de doce años quehuyó del territorio fascista nos preguntó:«¿Por qué no atacáis? En mi pueblo todoel mundo está sorprendido. ¿TambiénDurruti tiene miedo?». ¿Comprendeahora? Cuando un chaval pregunta algoasí, quiere decir que se lo pregunta todoel pueblo. Así que debemos atacar. Laestrategia es secundaría.

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Ehrenburg miró fijamente a Durruti ypensó: «Tú también eres un niño».

Ahora el dirigente sonreía coninocencia y proponía a sus camaradasque se apoderasen de los lingotes conlos que quería jugar: ¡lingotes de oro!

Y resultó tan convincente que susdos compañeros, Oliver y Santillán,accedieron. Durruti siempre habíarealizado lo imposible, y si él decía quelo imposible era posible, el argumentoera suficiente para ellos. Durruti trazóen el acto un plan. Un tren de mercancíasque transportase clandestinamente a milhombres abandonaría Barcelona rumboa Madrid con la aquiescencia de

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ferroviarios de la CNT. A su llegada,los hombres del tren, a los que sesumarían tres mil miembros de lacolumna anarquista que combatía enMadrid, irrumpirían en el Banco deEspaña y cargarían el oro en losvagones, que saldrían rápidamente haciaBarcelona. Hasta el momento de ponerloen práctica, nadie más que los tresdirigentes debía conocer el plan, nisiquiera los compañeros del comiténacional de la CNT.

A mediados de septiembre, Durrutique quería pasar inadvertido en Madrid,voló a la capital en un avión pilotadopor André Malraux, que no tenía idea de

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quién podía ser su pasajero. Durruti seencontró con Santillán en la ciudad y leagradó saber que se habían hecho yatodos los preparativos. Ahora tenía queinformarse sobre el trazado de lossótanos del banco y el sistema dealarma.

Y en la noche del primero deoctubre intentaría el robo másmonumental de la historia. Si Franco —o los comunistas— no entorpecían suspropósitos.

El comandante Hidalgo de Cisneroshabía estado oficiosamente al frente dela aviación republicana casi desde elcomienzo de la guerra, pero bajo el

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gobierno de Largo Caballero susquebraderos de cabeza pasaron a seroficiales. Siempre se había sentidopróximo al nuevo ministro de Marina ydel Aire, Indalecio Prieto, y éste firmóel nombramiento sin pérdida de tiempo.Los problemas de Cisneros pronto seacrecentaron, pues los aviones italianosy alemanes de Franco surcaban loscielos sobre la carretera que conducía aMadrid sin apenas encontrar oposición.

Urtubi, el valeroso piloto que habíamatado a su guardián falangista y voladohasta territorio republicano, no surcabaya los cielos. Aunque se había salvadovarias veces por los pelos. Una vez se

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lanzó en paracaídas desde su aviónincendiado y cayó tras las líneasrebeldes, pero robó un burro y ropas decampesino y se abrió camino hasta zonarepublicana transportando un fardo depaja. Cisneros, aunque se alegró de suregreso, andaba tan escaso de pilotosque le envió en misión aquel mismo día,en que de nuevo tuvo que lanzarse enparacaídas: esta vez, no obstante, sobreterritorio republicano.

Pero al final se le acabó la buenasuerte. Cuando efectuaba un vuelo dereconocimiento, fue atacado por unaescuadrilla de Fiats, y después de haberderribado a uno de los cazas y haberse

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quedado sin munición, deliberadamentese precipitó contra otro. Ambos avionescayeron, pero sólo sobrevivió el pilotoitaliano para contar la heroica gesta desu adversario.

Lo único que hacía la escuadrillainternacional de André Malraux, queseguía acaparando los titulares de laprensa extranjera, era duplicar el dolorde cabeza de Cisneros. Los técnicosrusos estaban de acuerdo en que aquellaunidad aérea carecía de utilidad; es más,la creían peligrosa, pues estaba llena detrotskistas reaccionarios. Cuando lossoviéticos pidieron al aviador judíoYehezkel Piekar que revelase los

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nombres de quienes integraban laescuadrilla, Malraux le ordenó que no lohiciera. ¿Acaso él había venido acontribuir a que España conquistase sulibertad sólo para que algunos de sushombres fuesen asesinados por sus ideaspolíticas?

Por otra parte, existía el problemade los anarquistas. Continuaban tratandode apoderarse de la aviación deCisneros minando la disciplina yfomentando la desconfianza en losmilitares profesionales. No eran másque una «especie de quinta columna»,como más tarde escribió Cisneros.

Se había quejado a Prieto, pero el

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ministro no podía hacer nada. Prieto ledijo que Caballero no se opondría aninguna de las fuerzas que le apoyaban,y eso era todo. Únicamente loscomunistas intentaron ayudar al jefe dela fuerza aérea. Sí, era terrible que elministro no hiciese nada para resolversus problemas. Ellos los comprendían.Eran asimismo los mejores aviadores ylos administradores más eficaces. Yhacían gala del mejor estado de ánimo.Cisneros estaba seguro de que si todoslos republicanos fuesen como loscomunistas, Madrid no estaría en peligroy el gobierno obtendría una rápidavictoria. En aquel crítico momento, ¿a

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quién le importaban las complejidadesde la ideología? Lo único importante eraganar la guerra.

Y así, una noche en que cenaba conPrieto, Cisneros le dio tranquilamente lanoticia: ¡se había afiliado al PartidoComunista! Cuenta el comandante quePrieto se puso pálido y «parecía como sile hubiera dado un ataque». Sin deciruna palabra, el ministro despegó de suasiento su pesada humanidad y salió dela sala contoneándose. Cisneros estabadisgustado. ¿Y qué si se había vueltocomunista? Simplemente quería formarparte de una maquinaria bélica superiorque pudiera defender mejor Madrid y la

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nación, al igual que otros miles deespañoles, incluyendo a la mayoría desus pilotos, que en una época normaljamás hubieran pensado en afiliarse alpartido. Además, ¿no pedían democracialos comunistas? La exigían cada día,cada minuto. Lo que ocurría era quePrieto tenía prejuicios.

Cisneros también tenía miedo de quela noticia trastornase a su mujer,Constancia. Ella estaba decididamente afavor del pueblo, de las grandes masasoprimidas, pero procedía de una familiaselecta. El paso que él había dado ytodo lo que ello suponía tal vez fuesesicologicamente abrumador para su

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esposa. Por lo tanto no se lo diría, almenos durante un tiempo.

Constancia, entretanto, se habíaafiliado también al partido, yesencialmente por la misma razón: loscomunistas se consagraban más a lacausa, eran más resueltos que los demás.Pero asimismo lo mantuvo en secretotodo el tiempo que pudo. Después detodo, su marido era un aristócrata y nolo entendería. Incluso aunque la suertede Madrid estuviera en juego.

Enrique Castro Delgado se dirigíaen coche al Ministerio de Agricultura,pero no lograba imaginar para qué le

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habían llamado desde aqueldepartamento. Vicente Uribe, elministro, era uno de los dos comunistasque figuraban en el gabinete de LargoCaballero, pero tenía poco que ver conel Quinto Regimiento. Las cosas nomarchaban bien, y Castro estaba de muymal humor. Como había temido, elgeneral Asensio no logró tomarTalavera, y su propio Quinto Regimientotuvo problemas en la tentativa. Lapublicidad del Partido Comunistacreaba una imagen engreída de suscombatientes: eran superhombres,invencibles. Sí, era verdad que comosoldados valían más que la mayoría de

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los milicianos. Pero también habíanhuido durante el ataque a Talavera.

La publicidad había obradomaravillas. El partido recibía uncreciente número de nuevos afiliados, ysu poder aumentaba en el seno delgobierno, pero si el Quinto Regimientono lograba defender Madrid, todas lasganancias políticas se perderían de lanoche a la mañana. Si tal cosa ocurría,la decepción del partido sería evidente.

Poco después, Castro se entrevistócon Uribe en el amplio despacho delministro. Este tenía una mirada taciturna,y Castro se sentía incómodo. Después decontemplar el techo durante un momento,

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el político se volvió hacia su visitante yle dijo:

—El Comité Político [del partido]le ha nombrado director de la reformaagraria. El Boletín Oficial ha publicadosu nombramiento esta mañana.

—¡No! —exclamó Castro.—Sí, Castro.—¿Es un castigo?—Es un ascenso.—¿Y el Quinto Regimiento?—Ya está en marcha. Puede seguir

funcionando sin usted. Pero ahoranecesitamos ganar a los campesinos… yel Comité Político ha pensado en usted.

Castro sintió ganas de llorar. Se dijo

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para sí: «Tú ganas, Dolores. Tú ganasla partida. Ahora el Quinto Regimientova a ser tu juguete».

No tenía importancia. Él tambiénsaldría ganando. Convertiría encomunistas a los campesinos… o losmataría a todos.

Pero ¿qué iba a ocurrir con Madrid?Sin él, la ciudad quizá caería, y acontinuación toda España. Y en esecaso, el partido terminaría perdiendo endefinitiva a todo el campesinado.

5.

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Tras el fracaso del general Asensio enla reconquista de Talavera a primerosde septiembre, Yagüe decidió dejardescansar a sus exhaustos soldados yreorganizar las fuerzas para el avancefinal hacia Madrid. Con ello hizo unfavor más grande a los republicanos quea sus propias tropas. En efecto, si losrebeldes hubieran proseguido suofensiva, los milicianos empavorecidoshabrían huido hasta Madrid o acaso máslejos. Yagüe daba así al enemigo lamisma oportunidad de descansar yreorganizarse. Por tanto, cuando

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reemprendió el ataque, advirtiósorprendido que la milicia, con lacapital, sus hogares y sus familias a laespalda, había recobrado subeligerancia. Había cavado trincheras ylas ocupaba. La breve experienciabélica de las pasadas semanas había porfin convertido a los milicianos ensoldados.

Así pues, en lugar de iniciar uncómodo avance que les llevase por lacarretera despejada hasta Madrid, loshombres de Yagüe luchaban trincheratras trinchera, a un ritmo de unos cincokilómetros por día. Por último, el 21 deseptiembre, su ejército entró en el

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pueblecito de Maqueda. Y allí los jefesrebeldes se enfrentaron con uno de losdilemas más críticos de la guerra.Maqueda era una encrucijada: unacarretera conducía derecho a Madrid; laotra llevaba a Toledo, al sur de lacapital. ¿Cuál deberían coger?

¡La de Madrid!, insistió Yagüe. Novolvería a incurrir en el error cometidoal hacer un alto en Talavera. No daríarespiro al enemigo. Ahora los rebeldestenían que arriesgarse: distaban muchode haber conquistado la granrecompensa y el lugar glorioso queocuparían en la historia. Franco, noobstante, se mostraba escéptico. Madrid

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caería de todos modos. Estaba deacuerdo con el diplomático alemán enMadrid, Hans Voelckers, que habíacomunicado a Berlín que la capital nopodría resistir un asedio. Carecía desuministros de alimentos, de artilleríaantiaérea y de línea de defensa; nisiquiera tenía trincheras, y losmilicianos eran inexpertos, estaban malarmados y mal dirigidos. ¡Sólo faltabatomar la ciudad!

Franco estaba furioso con Yagüe porhaber dañado la imagen de los rebeldesal tardar tanto en avanzar desdeTalavera a Maqueda. Y ahora su propiaimagen personal estaba en juego. El

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mundo entero estaba pendiente de él, ala espera de ver si atendería los gritosde socorro de los rebeldes atrapados enel Alcázar de Toledo desde julio. A lasórdenes del coronel José Moscardó, jefede la Academia Militar de Toledo, unosmil trescientos soldados, guardiasciviles y falangistas contenían a lashordas de milicianos que habían estadoatacando sin tregua la antigua fortaleza.Agravaba el drama el hecho de que enlos húmedos sótanos del edificio seamontonaban varios centenares demujeres y niños, incluyendo a cienrehenes de familias republicanas.

Los rebeldes, que se mantenían

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sobre todo de la carne de caballos ymulos sacrificados, habían ocupado lostitulares de la prensa mundial por suobstinada resistencia. El interés habíacrecido desde la conversacióntelefónica que tuvo lugar a fines de julioentre Moscardó y su hijo de veinticuatroaños, que había sido hecho prisionero enotro lugar.

—¿Qué hay, hijo mío?—¡Nada; que dicen que, si no te

rindes, me van a fusilar!—Pues encomienda tu alma a Dios y

muere como un patriota, dando un gritode ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España!

—¡Un beso muy fuerte, papá!

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Si bien los republicanos habíanadvertido al coronel de que fusilarían asu hijo en el plazo de diez minutos si nose rendía, no lo hicieron así, pero leejecutaron más tarde, junto con otraspersonas, como represalia por unbombardeo aéreo.

Moscardó se había convertido en unsímbolo de rectitud y valor rebelde, alcontinuar desafiando a sus sitiadores,que no disponían de artillería ni apoyoaéreo y no contaban con los oficialesprofesionales necesarios para franquearsus espesos muros.

El comandante Vicente Rojo, quemás tarde habría de desempeñar un

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papel primordial en la defensa deMadrid, había entrado en el Alcázar conlos ojos vendados en el curso de unatregua, y había rogado al coronel que serindiese, pero el militar no desistió. Lepidió simplemente que le enviasen a unsacerdote para «atender las necesidadesespirituales» de los sitiados. Al díasiguiente llegó el cura republicano y leinsistió para que evacuase por lo menosa las mujeres y a los niños. La respuestafue también que no.

Tomado el pueblo de Maqueda porel ejército insurrecto, los republicanostrataban desesperadamente de queFranco —si decidía hacerlo— pudiese

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liberarlo. Largo Caballero visitópersonalmente el lugar y exigió que lafortaleza fuese tomada en veinticuatrohoras. Se arrojaron más bombas y sedispararon más cañones, pero sólosirvió para que dentro de aquel baluartese produjese un nacimiento prematuro.La victoria, con todo, estaba cerca paralos republicanos enfebrecidos, pues alos rebeldes se les agotaban lasmuniciones y apenas quedaba algo másque un caballo a modo de provisiones.

El día en que cayó Maqueda, Francose reunió con Mola y otros militares enSalamanca para tomar dos decisioneshistóricas: quién habría de dirigir la

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totalidad del ejército rebelde, y quécamino seguir a partir de Maqueda.

¿Quién sería el generalísimo: Molao Franco? El primero había organizadoel alzamiento, mientras que el segundose había sumado a él en el últimominuto. Pero Mola era realista. Sabíaque Franco era más popular entre lastropas a causa de su temerario arrojo, yera más conocido en el extranjero porhaber realizado el avance hacia Madrid.Y él no era tan ambicioso como elmilitar gallego. Dejemos que dirija elejército: al final de la guerra ya sediscutiría quién habría de conducir elpaís. Y por lo tanto, con espíritu

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magnánimo, Mola mismo sugirió queFranco fuese el jefe supremo. Todo elmundo estuvo de acuerdo y Francoaceptó humildemente. Su plan habíadado un resultado perfecto. Sin apenasarriesgarse, ahora detentaba el máximopoder.

Decidió optar por la carretera haciaToledo, aun cuando destacaría unreducido contingente por la queconducía a Madrid.

El general Alfredo Kindelán, jefe dela aviación rebelde, ha declarado que lepreguntó:

—¿Sabe mi general que Toledopuede costarle Madrid?

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—Sí lo sé, he meditado mucho sobrelas consecuencias de mi decisión.¿Usted que haría?

—Yo iría a Toledo aunque con ellome expusiera a no tomar Madrid.

—Yo así lo tengo decidido, porapreciar que en toda guerra, y más en lasciviles, los factores espirituales cuentande modo extraordinario, hemos deimpresionar al enemigo por elconvencimiento llevado a su ánimo deque cuanto nos proponemos lorealizamos sin que puedan impedirlo.Además, yo espero que un retraso deocho días en la marcha sobre Madrid nose traduzca en las consecuencias que

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usted pronostica; pero, aunque así fuera,yo no desistiría de conquistar Toledo yliberar a los heroicos defensores delAlcázar, a quienes por mensaje aéreo selo tengo prometido.

La decisión había sido tomada: apesar incluso de que los republicanos,tras perder Maqueda, huían de nuevo endesbandada por la carretera que llevabaa Madrid.

Un estallido ensordecedorestremeció el Alcázar la mañana del 17de septiembre: más de una docena detoneladas de dinamita. Pero cuando eltorbellino de humo y tierra se diluyó en

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una cortina de polvo, la bandera realroja y gualda seguía ondeando en lo altode las ruinas.

Hacia el atardecer se oyeron nuevasexplosiones, pero esta vez ¡losproyectiles cayeron en territoriorepublicano! Habían llegado loshombres de Franco. Un grupo demilicianos corrió al puesto de mando desu jefe, el teniente coronel Burillo. ¿Quéhabía sucedido?, le preguntaron.

—¿Qué quieren decir? —preguntó asu vez, con toda calma, el militar.

—¿Acaso no lo oye? La artilleríafascista nos está bombardeando.

—Por supuesto, ¿y qué? Nos

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defenderemos.—Ah, no, no lo haremos. No

queremos ser blanco de sus cañones.Por lo visto el gobierno no quiereayudarnos.

A menos que ponga término albombardeo fascista en quince minutos,abandonamos la ciudad. Búsquese otrosimbéciles.

Los milicianos cumplieron supalabra. En cosa de quince minutos seprecipitaban de regreso a Madrid,sembrando la carretera de armas ypertrechos a fin de desplazarse másaprisa. La gran estampida habíacomenzado. Hombres, mujeres y niños,

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algunos con sus exiguas pertenencias alomos de burros, atravesaban lascallejuelas y ganaban el campo en posde la milicia. Se detuvieron a recobrarel aliento únicamente después de haberalcanzado las colinas que dominanToledo, mientras los campesinos,apenas conscientes de que existía unmundo más allá de su pueblo, trabajabanafanosamente en los cultivos y trillabanel trigo. La mañana del 28 deseptiembre, prácticamente los únicosrepublicanos que quedaban en Toledoeran la veintena de heridos del Hospitalde San Juan que no podían serevacuados.

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Los moros y legionarios, lanzados ala ofensiva bajo el mando de JoséVarela, que había reemplazado a Yagüe,llegaron los primeros al Alcázar yliberaron al coronel Moscardó y a suscompañeros rebeldes, aunque al parecerningún rehén fue rescatado con vida.Luego irrumpieron en el hospital ymataron a la bayoneta a los heridos o leslanzaron granadas mientras yacíanindefensos en sus camas. Y se dijo quecuando el padre Muiño, custodio de lostesoros de la catedral de Toledo,suplicó de rodillas a los invasores quetuviesen piedad de los pacientes, losasesinos le cortaron los brazos y le

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dieron muerte.Franco acudió presuroso a la escena

de la liberación y sonrió ante lascámaras, que captaron el abrazo que ledio al delgado, pálido y barbadocoronel Moscardó. ¿No valía la pena enaquel momento haber postergado laconquista de Madrid? ¿No era una buenaidea haber mostrado al mundo queanteponía los valores humanos a laestrategia militar? Franco miraba alfuturo, lo calculaba con muchaantelación.

Mientras tanto, los milicianos quehuían hacia el norte por la polvorientacarretera de Toledo miraban al futuro

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solamente para arribar al refugio deMadrid, donde podrían perderse en lamultitud, recordar sus convicciones yolvidar su vergüenza.

El 30 de septiembre, tres díasdespués de la caída de Toledo, losrepublicanos tuvieron su propio«Alcázar»: la magnífica catedral deSigüenza. Situada a unos 100 kilómetrosal nordeste de Madrid, Sigüenza era laciudad que a últimos de julio, pocoantes de que le mataran, HippolyteEtchebéhére había contribuido acapturar, en compañía de sus camaradasdel POUM, de tendencia trotskista.Mika, la mujer de Hippo, había asumido

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el mando desde entonces, y el gruporechazó encarnizadamente, durante casidos meses, los ataques de los rebeldescontra la ciudad.

Las tropas del coronel GarcíaEscámez intentaron una y otra vezabrirse camino hacia Madrid a través deSigüenza, al tiempo que desde el suravanzaban los soldados de Varela, peroéste descubrió que Mika y suscompañeros resistían tan firmementecomo cuando Hippo todavía vivía.

Hacia el 30 de septiembre, lacatedral de Sigüenza hormigueaba demilicianos, además de numerosasesposas e hijos de los oficiales del

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Frente Popular de la localidad; senegaban a rendirse a pesar del fuego deartillería, los constantes bombardeos yla inminente amenaza de inanición. Mikay su reducida banda de combatientes delPOUM hicieron frente al enemigo en lascalles de Sigüenza y desde el edificio,similar a una fortaleza, donde habíaninstalado su cuartel general. Pero el 8 deoctubre, un demoledor ataque aéreo delos rebeldes hizo pedazos el baluarte,matando e hiriendo a muchos camaradasde Mika.

—¡A la calle! ¡Se acabó! ¡Vámonos!—gritó ella cuando los murosempezaron a derrumbarse.

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Los supervivientes, cargando con losheridos leves, pero obligados aabandonar a los más graves, franquearondando traspiés los escombros y llegarona la catedral, ya atestada por más desiete mil personas desesperadas. Sevieron así atrapados entre los restos deuna prisión de oro y mármol, conestatuas piadosas —muchasdesmembradas, algunas todavíaincólumes— que contemplaban aquelnaufragio humano con mirada de fríacompasión. Una madre con un chiquilloen brazos se acercó a Mika y le rogó quebuscase leche para su hijo. Dijosollozando que los milicianos se habían

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apropiado de toda la que quedaba, yMika debía ordenarles que le diesen unpoco.

—¿Por qué yo?—Porque usted es un jefe. Usted

manda. ¡Por piedad!¿Piedad? ¿Acaso un dirigente que

enviaba a sus hombres a la muerte podíatener piedad? Además, los heridostenían más derecho que el niño a laleche en disputa.

Mika fue a ver a Chata, una jovencamarada herida que yacía tumbada enuna habitación junto con otros heridos.Tenía una pierna completamentedestrozada que se le había infectado, y

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únicamente podría salvarla unaamputación inmediata, pero no habíamédicos ni medicamentos, ni siquierauna aspirina.

—Quiero pedirte dos cosas —gimióChata—, una para mí y otra para ti.Huye, sálvate, y si consigues escapar,vuelve a tu país y pide ayuda.

Luego la muchacha atrajo a Mikahacia sí y le susurró con labios febriles:

—Y en cuanto a mí, antes de evacuarpide a alguien que me mate. No quieroque los fascistas me maten a patadas.

—No seas romántica —respondióMika—. No te estás muriendo, y losfascistas todavía no han tomado la

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catedral. En cualquier momento llegaránrefuerzos para liberarnos.

La seguridad de Mika en sí mismaencubría su pesimismo y sentimiento deculpa. Podría haber ordenado la retiradaantes de que el enemigo cercaseSigüenza. Pero en aquel momento habíahabido esperanza. Madrid habíaprometido que dos mil combatientes seencaminaban rápidamente hacia laciudad sitiada, y decretado que susdefensores tenían que resistir hasta sullegada; de lo contrario todo el frentenorte se desmoralizaría y acabaríacayendo, lo que significaba la perdiciónsegura de la capital. Mika había

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resistido hasta verse obligada arefugiarse en la catedral.

¿Refuerzos? Era ya evidente que noquedaban los hombres necesarios parasostener las líneas al sur de Madrid. Enaquel momento crítico, ¿quién sepreocupaba por Sigüenza? Y en esecaso, ¿qué sentido tenía quedarse en laciudad? El honor, decían algunos de suscamaradas. ¿No se había negado elenemigo a entregar el Alcázar por elmismo motivo? ¿No habrían losrepublicanos de mostrar idénticotemple? Pero otros aducían que losdefensores del Alcázar tuvieron laesperanza de ser liberados hasta el

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último momento, mientras que para losrepublicanos acosados en la catedralsería un suicidio resistir. Mika decidióquedarse, incluso cuando los proyectilesse estrellaban contra los muros antiguosde la catedral, cegando a la muchachacon el polvo de la venerable albañilería.Muchos otros, sobre todo losanarquistas, optaron por huir en laoscuridad cruzando las líneas enemigas,y algunos que se quedaron murieron.

Al cabo de varios días elbombardeo cesó de repente, y un gritoquebró el silencio:

—¡No disparéis! ¡No disparéis!Un hombre que ondeaba una bandera

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blanca corrió hacia ja puerta principalde la catedral. Había sido hechoprisionero por las fuerzas de GarcíaEscámez, y el jefe rebelde le enviabacon un mensaje.

—Han matado a nuestros heridos enel hospital —jadeó el hombre—.Cuando los oficiales enemigos semarcharon de allí no quedó nadie vivo,y no fueron los moros, sino españoles.Una bomba hirió a mi sobrino estamañana, y yo me lo eché a la espalda ylo llevé al hospital. Y ahora está muerto,como todos los demás.

—¡Rápido, danos el mensaje! —leinterrumpió un jefe de la milicia.

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—Exigen que la catedral se rindamañana por la mañana antes de lasnueve. Los hombres tienen que salir sinarmas y con los brazos en alto. Elcoronel ha dicho que si aceptáis estascondiciones se respetarán vuestrasvidas.

El hombre miró fijamente a Mika.—¿No es usted la mujer que está al

frente del cuartel del POUM?… No seentregue; la están buscando por todaspartes. Están preguntando por usted atodo el mundo.

—¿Qué saben de mí?—Muchas cosas. Han encontrado…

un montón de artículos que usted ha

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escrito sobre nuestra guerra… Si cae ensus manos sufrirá una muerte horrible.

Mika se dio cuenta entonces de queal huir de la sede del POUM habíadejado su diario de campaña bajo elcolchón de una cama.

Con intención de ganar tiempo, losmilicianos dijeron al emisario quequerían por escrito los términos de larendición. Persuadida de que tenía queintentar escapar, Mika se reunió con sugrupo. Algunos la acompañarían. Otroslucharían hasta el último instante: talvez, después de todo, ocurriese elmilagro de que los refuerzos lesrescataran. Los que consiguieran

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escapar solicitarían en Madrid ayudapara los sitiados. Mika miró el reloj deHippo, que siempre llevaba consigo,pero no vio la hora. Solamente le vio aél. De haber estado vivo, hubierasalvado Sigüenza. Habría creado unejército de hierro para ganar la batalla.¿Cómo podía haber pretendidoreemplazarle? ¿Acaso él huiría ahora,incluso de una muerte segura? Antes demarcharse, Mika fue a visitar una vezmás a Chata, y la muchacha le dio unsobre para que lo entregara a su madreen Madrid. Dentro iba una foto de suprimera comunión.

—¿Eres creyente, Chata?

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—No creo en los curas, pero laVirgen es otra cosa. Dile a mi madre…Inventa algo para que conserve laesperanza de volverme a ver.

En la oscuridad, Mika y varioscamaradas treparon por una paredtrasera del patio de la catedral y sedeslizaron a través de las líneasenemigas bajo un intenso fuego deametralladora. ¿Qué le sucedería aChata, al resto de los heridos, a losciviles, mujeres y niños? ¿A sus propioscompañeros, que habían aprendido deHippo que el suicidio era más honrosoque la huida?

A excepción de un hombre joven, el

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grupo de Mika llegó a lugar seguro. Losque quedaron detrás habrían desucumbir.

6.

A pesar de la desbandada del Alcázar,los dirigentes republicanos sintieron unenorme alivio cuando Franco prefirióatacar Toledo antes que Madrid, pues delo contrario los moros y los legionariosquizá estarían ahora asolando las callesde la capital. Los republicanos de

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Madrid disponían así de una semana omás para prepararse a librar laconfrontación final. Sin embargo, noemplearon con provecho el tiemposuplementario.

Agapito García Atadell, jefe de laBrigada que llevaba su nombre, resolvióque ya había ejecutado a suficientestraidores y espías ricos en su llamativoaunque elegante matadero. Mejor seríaque se marchase de Madrid antes de quellegase Franco, porque de lo contrariojamás tendría la oportunidad de vivir tanespléndidamente como sus víctimasantes de que él las matara. Así pues,cargado con el fruto de su rapiña, viajó

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sigilosamente al puerto de Alicante ynavegó hasta Francia, en donde embarcórumbo a Cuba.

Un nuevo mundo le abría de repentesus puertas. Desempeñó a bordo elpapel de gran personaje —invitando abeber a todos los pasajeros, dandoespléndidas propinas a los camareros yorganizando suntuosas fiestas— hastaque inopinadamente el barco hizo escalaen las islas Canarias, controladas por elbando rebelde. Los funcionarios deaduanas le detuvieron por casualidad, yfinalmente se dieron cuenta de quién era.Al parecer, también el mismo GarcíaAtadell se percató de ello en la cárcel.

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Sufrió una mística conversión religiosa.—He dejado de ser socialista —

escribió a su amigo Indalecio Prieto—.Moriré católico.

Y así lo hizo. Justo antes de que leaplicaran el garrote vil gritó: «¡VivaCristo Rey!».

De haber vivido más tiempo, GarcíaAtadell quizá se hubiera convertido ensacerdote… y puesto sus últimaspalabras en letreros luminosos.

Al caer Toledo, otro republicanopensaba también en sacarsubrepticiamente de Madrid objetos devalor: no una bolsa de joyas, sino un

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montón de oro. Sólo pensar en que losfascistas o comunistas pudieran ponerlas manos en el tesoro del Banco deEspaña daba pesadillas a BuenaventuraDurruti. Pero ahora estaba preparadopara llevar a cabo el sensacional roboque había planeado meticulosamente. Eincluso si a la larga Franco tomabaMadrid, los anarquistas, con tal cantidadde oro para comprar armas, podríanresistir indefinidamente en Cataluña y ala larga recuperar la capital y el restodel país.

Sin embargo, horas antes de queDurruti diera la señal, su colegaSantillán tuvo repentinas dudas. Sin

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decírselo a Durruti, pues sabía quehabría de oponerse agriamente, informódel plan a otros miembros del comiténacional de la CNT. La noticia leshorrorizó. ¿Robar la reserva nacional deoro? Eso sin duda significaría la guerracivil entre Cataluña y el resto de laEspaña republicana: y por añadidura enmitad de la guerra fratricida que yaestaban librando. Exigieron que elproyecto se anulara.

Durruti se enfureció y tachó aSantillán de traidor y de cobarde, perono podía desafiar abiertamente la ordende suspensión. El oro hubiera aseguradola victoria de una revolución anarquista.

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Ahora quizá se había desvanecido laúltima oportunidad, ya que loscomunistas, tan débiles al principio dela contienda, con las armas soviéticas seharían con todo el poder, y lo usaríanpara destruir a los anarquistas siestuviera en su mano. Lo que Durrutiignoraba era que incluso si sus hombreshubieran conseguido llegar a lascámaras acorazadas, no habríanencontrado oro.

¡Los comunistas se les habíanadelantado…!

—Tienes una importante misión quecumplir, camarada —dijo José Díaz,

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secretario general del PartidoComunista.

El Campesino, el bárbaro dirigentemarxista, sonrió a través de su barbanegra, consciente de que la misión debíade ser importante para que Díaz enpersona se desplazase al frente deGuadarrama con objeto de verle. Lecomplacía que el partido reconociesesus excepcionales dotes de mando.

—Estoy dispuesto a realizarcualquier orden que me dé el partido —dijo el Campesino.

—Te harás responsable —prosiguióDíaz— de transportar el oro del Bancode España de Madrid a Cartagena.

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Supervisarás la operación de retirarlodel Banco y te harás cargo de todo loque deba hacerse.

El jefe miliciano declaró más tardeque se quedó sorprendido.Evidentemente había esperado que leencomendasen una misión de combate.

—¿Tendré que usar armas? —preguntó.

—No, hemos preparado bien laoperación. Todos los que participan sonseguidores nuestros.

A última hora de aquel día, 14 deseptiembre, el Campesino y sus hombresse hallaban en los sótanos del Banco deEspaña abriendo las gigantescas

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cámaras acorazadas. Un espectáculoimpresionante surgió ante sus ojos: 7800cajas de un deslumbrante tesoro apiladoen orden. Monedas y lingotes de orosuficientes para comprar todos losaviones, tanques, cañones y fusiles quenecesitaban, y aún quedaría unremanente para financiar una revoluciónal término de la guerra… a menos queRusia tuviese otros planes.

Mientras sus hombres sacaban lascajas a la calle y las cargaban en treintay cinco camiones, el Campesinorepasaba un inventario. El traslado —declararía más tarde— «se hizo en unaatmósfera del mayor misterio, y revistió

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todas las características de un robo».Una vez cargados, los camiones

arrancaron y se detuvieron a unascuantas manzanas de distancia. Allí lescolocaron banderas rojas indicativas de«explosivos» y subieron a bordo nuevosconductores que pensaban que iban atransportar sustancias químicasvolátiles. En la estación del Sur, el orofue cargado en vagones de mercancías yhoras después llegó a Cartagena, labulliciosa base naval del sudesteespañol donde estaba fondeada la mayorparte de la flota republicana y donde eltesoro podría ser guardado. El oro fuetrasladado a un sótano cercano y

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vigilado por guardias las 24 horas deldía, sin que los centinelas soñaran ni porasomo que custodiaban aquel tesoro.

Este notable «robo», a diferencia delque Durruti había planeado, contó con lacomplicidad del gobierno, al menos porparte del primer ministro LargoCaballero y del ministro de Economía,Negrín. Asustados por la derrotarepublicana en Talavera, lo mismo queel líder anarquista, ambos dirigentesgubernamentales convinieron en que eloro tenía que salir de Madridrápidamente, o de lo contrario existía elriesgo de perderlo, y con ello la guerra.Así pues, un día antes, el 13 de

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septiembre, convencieron al gabinetepara que autorizase el traslado deltesoro a un «lugar seguro», sin revelarsu ubicación.

No obstante, según el Campesino,los comunistas fueron los únicosprotagonistas de la operación, «variosde ellos vestidos con el uniforme de losguardias de asalto», y hasta que el oropartió, incluso el director del Banco, unrepublicano no comunista, fue retenido apropósito en una reunión.

¿Por qué se eligió a los comunistaspara desempeñar un papel tan destacadoen la iniciativa? Evidentemente porqueeran los únicos de quienes cabía esperar

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que no revelasen el secreto del destinofinal del tesoro: Rusia No está claro siLargo Caballero y Negrín decidieronembarcarlo rumbo a Moscú antes de queel oro saliese de Madrid, pero pareceque trataron de cerciorarse de que, si lohacían, la maniobra quedaría en secreto.

Arthur Stashevsky, el asesorcomercial soviético, había tanteado alrespecto a los dirigentes republicanosdurante algún tiempo. Intentó «depositaren manos soviéticas el control de laeconomía republicana», según elcoronel Krivitsky, jefe de los serviciossecretos rusos en Europa. Y cuando eloro empezó a correr peligro, Stashevsky

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adujo un argumento lógico: Rusia era elúnico país que jamás lo devolvería aFranco. Y por otra parte, ¿no había elgobierno prometido pagar en oro lasarmas soviéticas?

Además, el tesoro no podíapermanecer largo tiempo en Cartagena,pues si los republicanos no la enviabanfuera del país, Franco quizá averiguaríapronto dónde se encontraba. Y entoncesel general y sus amigos alemanes eitalianos no se detendrían ante nada contal de apoderarse de él.

Ahora que los comunistas españoles,sabedores del paradero del oro, soñabancon interminables envíos de armas

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soviéticas que caerían en sus manos, sedispusieron a crear un ejércitocontrolado por ellos que hiciese elmejor uso del material bélico, durante ydespués de la guerra civil. Y el tiempoque Franco perdió atacando Toledo lesproporcionó unos días de tregua parahacer entrar en razón a Caballero. Elprimer ministro tenía que renunciar a susideas «primitivas». No podía defenderMadrid con fuerzas milicianasdiseminadas, y sin contar con trincherasni barricadas. No era momento pararevoluciones ni para demostraciones dehombría, sino para hacer frente a loshechos.

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Goriev y Koltsov, los consejerosrusos, parecían compartir el sueño desus camaradas españoles, fuesen o noplenamente conscientes de las másamplias aspiraciones de Stalin apropósito de España. Junto a su colega ycompañero de viaje, el ministro deAsuntos Exteriores Del Vayo, insistierona Largo Caballero para que crease unejército «auténtico». Incluso LouisFischer, influyente comunista americano,se sumó a su petición. Fischer leescribió una carta condenando sinrodeos su política de defensa, y elprimer ministro le invitó a su despachopara mantener con él una entrevista.

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Largo Caballero, que mostraba unaspecto viejo y cansado, le dijo:

—Me pregunta por qué no hemosconstruido trincheras. ¿Sabe usted que…hace más de dos meses pedimos palas aBarcelona y todavía no las hemosrecibido? Me habla de alambre deespino para los atrincheramientos.¿Acaso lo tenemos?… No crea que lacosa es tan sencilla.

—Pero es increíble —respondióFischer—. Las palas y el alambre no sonmuniciones. Si no puede conseguirlos,¿cómo espera comprar fusiles y otrasarmas?

—¿Fusiles? Hemos recibido mil

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ochocientos de México, el único paísque nos ha ayudado. Y ahora tenemospelotones enteros pescándolos en elTajo y cazándolos en el campo, allídonde los hombres que huían de Toledolos arrojaron.

¿Y respecto a la idea de construirtrincheras de cemento y refugiossubterráneos?

—Intente usted hablar con nuestrossindicatos —dijo cansinamenteCaballero—. Sus representantesestuvieron aquí esta tarde. ¡Vinieron aformularme exigencias!

—Pero usted debería formulárselasa ellos. Además, usted es el líder del

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movimiento sindicalista español. Sinduda le escucharían si les pide queconstruyan fortificaciones en lugar delíneas de metro. Sí usted dispone deherramientas y material para edificarcasas de campo, tiene asimismoinstrumentos para refugios subterráneosy trincheras.

—Es más complicado de lo quesupone. Si los sindicatos socialistasobedecen al gobierno… la CNT harápropaganda contra los socialistas ytratará de captar a sus miembros. Así esEspaña.

Sí, así era España, y Caballero eraespañol. Sin embargo, los comunistas

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lograron que se pusiera en acción. El 28de septiembre, la noche en que cayóToledo, decretó que todas las unidadesmilicianas serían «militarizadas». Sereorganizarían en «brigadas mixtas» detres mil hombres, cada una de ellascompuesta de tres o cuatro batallones,amén de unidades auxiliares. Con todo,no habrían de constituir un nuevoejército profesional, y para asegurarsede ello, el primer ministro creó uncuerpo de comisarios castrensesencabezados por Álvarez del Vayo. Alos comunistas les encantó la iniciativa.Se suponía que los comisarios habríande inyectar el espíritu «republicano» en

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sus hombres, elevar su moral, realizar latarea de los capellanes en la mayoría delos ejércitos, así como comprobar lalealtad de los militares profesionales.No obstante, Álvarez del Vayo, sinconsultar a Largo Caballero, escogióprincipalmente a comunistas para lafunción de comisarios, y estospredicaban sutilmente que «el mejorrepublicano era un comunista».

Sólo los anarquistas seguíannegándose a disolver sus unidades demilicia independientes. ¿Aceptar ladisciplina militar? ¡Jamás! ¿Dar a loscomunistas la ocasión de controlarles ydestruirles? ¡Nunca! De hecho,

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transcurrirían semanas y meses antes deque empezase a cobrar forma unauténtico ejército republicano.

Casi inmediatamente lostrabajadores, siempre que no estuviesenocupados combatiendo eindependientemente de su ideología,dejaron de construir subterráneos ycasas de campo y se pusieron a levantartrincheras y refugios. Las únicaspersonas de la región de Madrid que semantenían aferradas a sus hábitostradicionales de trabajo eran loscampesinos, muchos de los cuales nuncahabían visitado la ciudad. ¿Y a quién leimportaba lo que sucediese en otro

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planeta?

Enrique Castro Delgado, nuevodirector del Instituto de ReformaAgraria, miró directamente a los ojosdel funcionario que se ocupaba de loscréditos a los campesinos y le preguntó:

—¿Qué créditos estoy autorizadopor la ley para dar con mi firma?

—Créditos no mayores deveinticinco mil pesetas.

—¿Si necesitan más?—No puede darlos, señor. La ley es

la ley, señor…Castro se puso en pie y se acercó al

otro.

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—Escúcheme… Para mí no existe laley… Para mí existen dos razones: hacerla Reforma Agraria y asegurar laproducción agrícola para alimentar alpueblo y al ejército… En todo lo demás,señor representante del Ministerio deHacienda… ¡me cago!… ¿Me ha oídousted bien?…

—Señor…—Ni señor, ni nada… ¿Me

entiende? Si yo no puedo firmar créditosde más de veinticinco mil pesetas,[entiéndalo bien], me hará dossolicitudes de veinticinco mil pesetascada una…

—No podré.

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—Usted lo hará… O si no mañana lesacaré a usted a la carretera y leagujerearé el pellejo… ¡Entiéndalobien!… Y ahora… ¿Hará lo que lemando?

—Lo haré.—Puede retirarse.

Castro sonrió cuando el funcionariosalió presurosamente de su despacho.

Al cabo de unos días, todocampesino que solicitase un crédito paraadquirir tierras propias y lasherramientas para cultivarlas obtenía eldinero, por mucho caos que creasen taningentes préstamos. El verdadero

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objetivo de Castro era quebrar latradicional influencia de los socialistassobre las zonas rurales y convertir a loscampesinos en peones del PartidoComunista. De este modo, todos loshombres de campo que no fuesenabsolutamente necesarios para subvenira las necesidades alimenticias de losrepublicanos pagarían los préstamos consus vidas, si fuese necesario: en el frentede batalla. Los comunistas tenían queerigir una barrera humana para evitarque los fascistas se adueñasen deMadrid y del resto de España. Y Castrocontribuiría a levantarla.

Explicó a su ayudante, Morayta, que

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también era comunista:—… Para mí, lo importante es que

los campesinos digan: «Sólo desde queestán los comunistas recibimos tierra ydinero…». Lo demás no me importa…Es un dinero que para lo único que valees para que nosotros conquistemos a loscampesinos…

—¿Reforma Agraria o soborno,Castro?

—Que más da… Lo importante noson los medios… ¡El fin!… ¡El fin,camarada!

Poco después llegaron cinco de losespías que Castro había enviado ainvestigar la labor y la vida privada del

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socialista a cuyo mando trabajaban enlos pueblos los equipos de ReformaAgraria… que a la vez velaban por lalealtad de los campesinos al PartidoSocialista. Provisto de aquel informe,Castro llamó al hombre y le dijo:

—Le he llamado para comunicarlelo siguiente: desde este momento quedandisueltos los equipos de ReformaAgraria… ¡Entregarán los coches, lascredenciales, los locales y cuanto enellos haya!

—¿Y qué más?—¿Le parece poco?—Me parece imposible… Yo,

aparte de ser perito agrícola y

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funcionario del Instituto, represento aquía la Federación de Trabajadores de laTierra… Creo que esto le harácomprender a usted por qué no puedocumplir sus órdenes.

Castro se puso en pie.Y se fue acercando al otro. Y cuando

estuvo frente a él, lo hizo con un gestoque impulsó a los cinco a desabrocharselas chaquetas…

—Usted no es perito agrícola, nifuncionario del Instituto, ni representantede la Federación de Trabajadores de laTierra… ¡Usted es simplemente unladrón!… ¿Me oye bien?… ¡Unmiserable ladrón!

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El otro se puso en pie.—Usted es un canalla y un

provocador…—Y usted un ladrón… Algo que en

estos tiempos es mucho más grave quelo otro.

—No me iré de aquí.—Renunciará.—No.—Y siéntese en mi mesa… Y

escriba su renuncia alegando queprefiere combatir en las filas heroicasde nuestras milicias… Y fírmela… Ydespués se marcha. Advirtiéndole quecualquier intento de alzarse contra midecisión le expone a usted a morir en la

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carretera mirando a las estrellas.Tomás le metía en los riñones el

cañón de su pistola.Y el otro avanzó hacia la mesa.Castro ni se movió de donde estaba.

Sólo los cinco se acercaron con el otro ala mesa. Y le rodearon. Y se inclinaronsobre el otro. Y siguieron con los ojosfijos el correr de la pluma.

Y firmó.—He firmado bajo coacción —dijo,

con amargura.—Procure no decírselo a nadie —

respondió Castro.Pero el socialista lo hizo. Y unas

horas después Castro supo que todos los

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empleados del Instituto se habíanreunido para decidir qué hacían con él.Inmediatamente se precipitó a la sala dejuntas y se sentó en la última fila,escuchando cómo sus subordinados letachaban de dictador que mandaba apunta de pistola. Todos estuvieron deacuerdo en redactar una resoluciónpidiendo al primer ministro que ledestituyera.

Castro se levantó entonces, caminólentamente hacia la tribuna, escudriñó ensilencio al auditorio y empezó a farfullarcifras sobre la distribución de tierrasconsumada bajo el control socialista yrepublicano, demostrando que apenas

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había habido una reforma agraria desdela proclamación de la República.

—Cuando yo llegué aquí, eranustedes una partida de zánganos quenecesitaban de quince a veinte días paraaprobar una solicitud de crédito; ahoraesa solicitud se resuelve en tres días…

»¿Qué les obligo a trabajarrecurriendo incluso a la amenaza? No loniego… Pero a ustedes sólo se lesobliga a trabajar, mientras que haydecenas de miles de hombres a los quese les obliga a morir.

Tras una pausa, para impresionar,añadió:

—Ustedes pueden enviar lo que

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quieran al gobierno… ¡Lo que quieran!… Pero quiero notificarles lo siguiente:en un plazo de ocho días, todos losmenores de treinta años se incorporaránal ejército «voluntariamente», salvo lostécnicos que, a criterio del director deReforma Agraria, deban seguirtrabajando aquí; el personal femeninopasará un examen de competencia y laque no valga será dada de baja…

»Aparte de esto, voy a pedir a lostribunales que hagan averiguacionessobre ciertos funcionarios; y si talesfuncionarios aparecen culpables, yoprocuraré que cumplan la sentencia…

Luego miró a los hombres que

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estaban redactando la resolución y dijo:»…Y ahora, señores, terminen su

documento… Y esperemos a ver pordónde se rompe la cuerda…

Castro abandonó la sala. Habíaganado. Y los campesinos iban a verletodos los días con sus pantalones depana y le ofrecían ásperos cigarrilloshechos en casa en prenda de gratitud porsu generosidad. Los comunistas eranbuenos. Eran amables. Y muchos creíande verdad que por proteger sus tierras ydinero combatirían a los fascistas, quequerían arrebatárselo todo.

Castro escribiría más tarde: «Larevolución agraria ya está “hecha”…

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Ahora son ellos, estos nuevospropietarios, los que tienen que luchar ymorir por conservarla… y por llevarnospaso a paso hacia el poder, hacia esepoder que los republicanos consideranque es la República, pero que seránuestro poder. ¡El nuestro, imbéciles, elnuestro!».

Y de esta forma, con la cínica ayudade Castro, una barrera humana se alzabaen torno a Madrid. Pero reforzaba labarrera muy poco del acero necesariopara rechazar a un enemigo armado conmaterial moderno y que contaba con lacolaboración de una devota quintacolumna.

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Janet Riesenfeld apenas podía creerque se hallaba en Madrid. Había ido avisitar por primera vez a Jaime Castanysen su pensión, que más parecía unamansión particular. En torno a la mesadel comedor, cubierta con un mantel deencaje y adornada con copas de cristal yplata, se sentaban hombres con trajesoscuros y corbatas negras, y mujeres convestidos largos de seda negra, anillos ybroches centelleantes. Mientras lasirvienta les servía platos refinados, sinduda adquiridos en el mercado negro,los comensales hablaban de teatro, demúsica y de literatura. ¿La guerra? Noexistía. ¿La muerte, la vida de todos los

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días? A ninguno parecía preocuparle eltema.

¿Estaba soñando? ¿Se hallaba depronto viviendo en el pasado al lado defantasmas? Ella sabía que Jaimeprocedía de una familia aristocrática yque tenía poco en común con las masas,pero ¿cómo podía soportar a amigos taninaguantables?

Después de servir el café, lasirvienta susurró a Castanys que alguienhabía ido a verle. Se disculpó, volvió alpoco tiempo y salió de nuevoacompañado de Janet. En el recibidor lepresentó a una mujer de mediana edad.

—Janet —dijo Castanys—. Acabo

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de hablar con la señora Lázaro… Creoque para ella sería una buena idea vivircontigo y hacerte compañía… Le hedicho que ya sé que estarás de acuerdo,así que irá a tu casa mañana por lamañana.

Sobresaltada, Janet no dijo nada.Cuando la mujer se fue, Castanysexplicó:

—Ya sé lo que vas a decir, querida.Pero… está completamente sola, sumarido y sus hermanos están luchandoen el frente, y ahora no tiene dinero…No se encuentra bien y su salud está muyquebrantada.

La furia de Janet se fue convirtiendo

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gradualmente en compasión. Bien, deacuerdo, haría un esfuerzo.

Concluida la cena, Castanys saliócon Janet para acompañarla a casa. Depronto oyeron un tiroteo cerca y vieron aun miliciano tendido en la calle. Janetechó a correr hacia él, pero Jaime laretuvo. Enfurecida, gritó:

—¡Deberíamos haberle atendido!—No seas estúpida.—¡Estaba herido!—Estaba muerto, ¿no lo has visto?—Podría haber estado solamente

herido.—Por amor de Dios, Janet, ¿no te

das cuenta del peligro a que te hubieses

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expuesto? ¿Quieres acabar en lacárcel… o algo peor?… No podrándescubrir quién disparó. Cogerán alprimero que encuentren.

Cuando llegaron al domicilio deJanet, encontraron esperándoles a susdos amigos milicianos, Villatora y JoséMaría. La sirvienta les había dejadoentrar.

¡De todas las noches en que podíanhaber ido a visitarla, habían elegidoaquélla en que estaba con Jaime! Seprodujo un frío silencio, y Janet, paradisimular su desconcierto, dijo loprimero que se le pasó por la cabeza:habían visto a un miliciano tendido en la

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calle. Inmediatamente se dio cuenta desu error.

—Bueno, ¿y qué hicisteis? —preguntó Villatora—. ¿Estaba muerto?

Un nuevo silencio.—¿Estaba muerto? —repitió

Villatora.José María percibió que Janet estaba

incómoda.—Por supuesto que sí —dijo—.

Rara vez fallan el blanco.Pero Villatora insistió, preguntando

a Castanys:—¿Estás seguro de que estaba

muerto? ¿Han descubierto quién ledisparó?

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—No lo sé.—¿Por qué no lo sabes?—No volvimos atrás.Villatora miró a José María; ambos

se levantaron y fueron hacia la puerta. Apunto de marcharse, Villatora advirtió aJanet:

—Más vale que tengas cuidado. Enestos tiempos no es muy seguro andarcon un hombre así.

El visitante procedía de una antiguafamilia aristocrática y poseíaintachables referencias bancarias, desuerte que logró concertar una entrevistacon el ministro de la Guerra de un país

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de la Europa del este.—He venido —dijo— a comprar

cierto número de aviones de combate asu gobierno… Estamos dispuestos aadquirir por lo menos cincuenta aparatosal precio que fije Su Excelencia…Creemos que su país tiene interés enmantener a los poderes fascistasalejados del Mediterráneo.

El ministro repuso tranquilamente:—Le ruego que salga ahora mismo

de mi despacho… Soy el ministro de laGuerra, no un comerciante. Buenos días,señor.

El visitante se marchó desanimado.Era un agente voluntario del hombre de

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Stalin, Krivitsky, y realmente creía queen nombre de la humanidad merecíatener éxito en sus diligencias. Lointentaría de nuevo al día siguiente.Pocas horas después, sin embargo, unimportante banquero fue a verle al hotel.¿Era verdad que había cierta genteinteresada en comprar aviones? Prontollegaron a un acuerdo, y el agenteaseguró al banquero que en nombre del«gobierno chino» —una convenientetapadera— los papeles estarían enperfecto orden.

Días después, un barco noruegocargado con cincuenta bombarderos ycazas navegaba rumbo a Alicante…,

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pero fue interceptado por los buquesalemanes e italianos de Franco. Elcapitán viró entonces rumbo aBarcelona, pero un agente rusoembarcado en el navío le prohibiófondear allí, pues los anarquistascontrolaban la ciudad y no habría armascomunistas para ellos o cualesquieraotros que no hiciesen el juego de Stalin.El barco recorrió de un lado a otro elMediterráneo hasta que finalmente pudodeslizarse a través del bloqueo rebeldehacia Alicante.

Otros barcos navegaban rumbo aEspaña por la misma época, a mediadosde octubre, igualmente cargados con

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mercancías bélicas: aviones, tanques,coches blindados, cañones, fusiles.Parte del material, a semejanza de loscincuenta aviones adquiridos en el estede Europa, había sido comprado porfirmas de importación y exportaciónbajo control soviético y establecidascon una falsa fachada en París, Londresy otras importantes capitales europeas.El armamento restante procedíadirectamente de la Unión Soviética, enbuques que usaban nombres ydocumentos ficticios. En total, durantelos meses siguientes se desembarcaronen España unos cien aviones e igualnúmero de tanques, entre otros

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cargamentos bélicos, lo que en realidadera algo menos de lo que habíanesperado los dirigentes republicanos.

Rusia dio a entender por primera vezque quizá enviase ayuda militar en unareunión del comité de no intervencióncelebrada el 7 de octubre. El delegadosoviético acusó a Italia de que suaviación había transportado las tropasde Franco a España, y anunció que si nocesaba dicho apoyo, Moscú se sentiríatambién libre de intervenir. Estaamenaza desató una tempestad. Laacusación rusa era una mentira,clamaron los alemanes e italianos. Laamenaza rusa propiciaría el estallido de

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una guerra internacional, advirtieron losfranceses y británicos.

Stalin empezaba a preocuparse.Todo el mundo, incluso el enemigo,conocía los envíos ya en camino hacialos republicanos, del mismo modo quenadie ignoraba los ya efectuados a losrebeldes. Y más valía así. ¿Québeneficios propagandísticos podríaRusia —y, de rechazo, los comunistasespañoles— obtener si la generosidadsoviética no era un tema deconversación? Pero admitirabiertamente tal generosidad podríaresultar peligroso.

Así pues, el 16 de octubre, en el

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momento preciso en que las primerasarmas rusas eran descargadas en puertosespañoles, un funcionario soviéticodesmentía a rajatabla que su paísestuviese proporcionando dicha ayuda.Dijo al corresponsal en Moscú delTimes de Nueva York:

—Los rusos han dado su palabra deque no intervendrán en España, y Rusiasiempre la ha cumplido.

¿Para qué provocar a Hitlerrevelando la ayuda soviética, inclusoaunque él supiera que existía? A lalarga, acabaría interpretando la señal:Stalin quería pactar con él. Y de quéservía provocar a Blum y arriesgarse a

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perder la seguridad del tratado ruso–francés? Stalin no podía permitirseciertos riesgos. Había que salvarMadrid, desde luego. Pero silenciosa,sutil, segura… y temporalmente.

«La llegada de las primeras armassoviéticas nos proporciona unfundamental elemento de propaganda»,declaró Palmiro Togliatti en una reunióncon dirigentes comunistas españoles.

Estos no se impresionarondemasiado.

—Tal vez deberíamos armar menosruido a propósito de un envío tanreducido —comentó uno de ellossarcásticamente.

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Volviéndose hacia Jesús Hernández,nuevo ministro de Educación, Togliattiinquirió secamente:

—¿Usted también opina que laURSS puede olvidar sus deberes alrespecto de la solidaridadinternacional?

—Yo no opino nada —respondióHernández, evidentemente dubitativo.

—Nadie debe dudar del camaradaStalin —dijo uno de los colegas deTogliatti en el Komintern.

Y miles de jóvenes del mundo enterono dudaban de él…

—La guerra sin duda se estáponiendo seria: éste es el último paquete

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de Camel que hay en Barcelona.Keith Scott Watson estaba

disfrutando su estancia en España, porlo menos hasta entonces. Ciertamenteera más interesante que la insulsa vidaque llevaría al volver a Inglaterra.Estaba cenando en el café Catalán consu nueva y hermosa novia, Rosita, y todoel mundo le trataba como a un héroe.Alto, miope, rubio, de expresiónsardónica y un ligero defecto de ceceo,Keith era uno de los miles de jóvenes denumerosos países que habían respondidoa la llamada para salvar la democraciaen España.

Stalin necesitaba las Brigadas

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Internacionales para prolongar la guerracivil y sobre todo para la inminente ydecisiva batalla de Madrid, que habríade determinar la duración de lacontienda. Aparte de unos cuantoscentenares de consejeros y técnicos, noquería enviar rusos, cuya intervenciónsería demasiado llamativa, pero incitó aviajar a España a los comunistasextranjeros exiliados en su país, aunqueno fuese más que para librarse de ellos.

El Komintern, que dirigía lacampaña mundial de alistamiento,ordenó a todos los partidos comunistasque enrolasen a un cierto número devoluntarios: no sólo comunistas

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fidedignos sino también liberales eidealistas que prestarían a la iniciativauna «apariencia democrática». Fuerondescartados los trotskistas y otrosopositores de tendencia antiestalinista,aun cuando algunos consiguieroninfiltrarse. Hubo también aventureros,fugitivos, inadaptados sociales y gentesque de lo contrario se hubiesen alistadoen la legión extranjera de Franco.

De hecho, alrededor del 60% de losvoluntarios era comunista, pero Watsonno era uno de ellos, sino un liberalamigo de aventuras. Y además, quedemonios, siempre había querido visitarEspaña. Al llegar a Barcelona fue

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incorporado a un pelotón inglés deametralladoras que pronto habría desalir hacia Albacete, nueva base secretade las Brigadas Internacionales.

Cuando Watson y Rosita comían,bebían y conversaban, un americanosentado en una mesa vecina les invitó areunirse con él y con su amigo. Amboshombres se presentaron: James Minifie,de l Herald-Tribune de Nueva York, yLouis Delaprée, del Parts Soir. Estabande visita en Barcelona pero prontovolverían al frente de Madrid. Delapréeestaba especialmente ansioso deregresar. Se sentía casi como en casa enlas trincheras, donde había conocido a

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hombres como el soldado que habíasucumbido después de leerle poesía enmedio de una lluvia de proyectiles.

Watson habló con los dosperiodistas sobre la guerra hasta queRosita, sintiéndose desplazada, llamó alcamarero y le pidió una baraja.

—¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Jugaral póquer? —preguntó Minifie.

Rosita barajó las cartas y Keithcortó, preguntándose si sus doscompañeros pensarían que componíanuna pareja de tahúres. Rosita colocó lascartas en tres montones y las fuedescubriendo a medida que hablaba.

—Veo que estás muy bien de amor

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—dijo a Watson—. Pero siempre que loencuentres lo perderás.

Luego cortó de nuevo y predijo:—No harás lo que has venido a

hacer: veo a una rubia en un coche, ycon ella va la muerte.

A pesar de que Watson no pareciótomar en serio el vaticinio, Rosita dabala impresión de estar preocupada.

Delaprée preguntó entonces:—¿Podrá la camarada decirme mi

destino?Rosita tomó a mal su mirada

burlona, y le reprendió:—Tienes que tomarlo en serio. Las

cartas no pueden mentir.

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Después de que Delaprée cortó labaraja, ella miró las cartas y acontinuación a él, al parecer un tantoincómoda.

—Veo un viaje… una gran ciudad,la muerte la ronda… no debeabandonarla —le advirtió—. ¡Desde elaire viene la muerte para su señoría!

Minifie rio.—¡Alegre criatura! Dime qué

espantoso fin me espera a mí.—No, hombre —repuso Rosita,

irritada—. No es bueno reírse de lascartas.

Y todo el mundo pidió más bebidas.Sonó el teléfono en el Ministerio de

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la Guerra y alguien pidió que le pusierancon el primer ministro Largo Caballero,que era asimismo ministro de la Guerra.

—¿Quién le llama? —preguntó unsubsecretario.

—El camarada José Pérez, de la FAIde Valencia.

—Está muy ocupado. ¿Qué deseadecirle?

—Que la situación es muy grave yque van a tomar la ciudad.

Pero aquellas «nuevas» de undesconocido no eran motivo suficientepara que Caballero se pusiera alteléfono. El camarada José Pérez quedódesilusionado. La broma no había

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resultado. La broma consistía en que, dehecho, él era el general Varelahaciéndose pasar por un «camarada». Yen que no telefoneaba desde Valencia,sino desde el pueblo de Illescas, a mitadde camino entre Toledo y Madrid. Subroma había fracasado, pero no suataque, a pesar de que la victoriarequería más tiempo del que habíacalculado.

Parecía como si la batalla deTalavera se repitiera de nuevo.Envalentonados con su conquista deToledo, los rebeldes permanecieronociosos en la ciudad durante más de unasemana antes de arremeter contra

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Madrid, dando así al empavorecidoenemigo una nueva oportunidad derecobrar el aliento y el temple, dereagruparse y de contraatacar. Peroaquella vez la culpa era del alto mando.

En primer lugar, Franco estaba muyatareado posando para las cámaras enlas ruinas del Alcázar y, en el apogeo desu prestigio, preparándose para que suentrada en Madrid se realizara no comoun general conquistador, sino como unnuevo jefe de Estado. Algunos de suspartidarios, incluido su influyentehermano Nicolás, decidieron apoyarlesin consultar con Mola ni los demásgenerales, que ya estaban de acuerdo en

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proclamarle generalísimo, peropreferían escoger los dirigentespolíticos después de acabada la guerra.

El 28 de septiembre, el día de lacaída del Alcázar, los jefes rebeldes sereunieron de nuevo en Salamanca paraaprobar un decreto anunciando elencumbramiento de Franco. Al procedera la lectura del documento, se desató lacólera de algunos presentes. No sólo senombraba a Franco generalísimo, sinoademás jefe del gobierno. ¡No!,protestaron Mola y otros. Pero tras unaacerba discusión tuvieron que ceder.Franco era ya, tal como lo habíaplaneado, el hombre del día en la

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España rebelde. El decreto fueaprobado, y su hermano Nicolás corrió ala imprenta con él… tras alterar unascuantas palabras. Franco asumiría desdeentonces «todos los poderes del Estadoespañol».

En efecto, no sería el jefe delgobierno sino la cabeza del Estado, elequivalente a un presidente o a unmonarca. Mola y sus seguidores estabanfuriosos. Franco se la había jugado porsegunda vez. Pero una vez publicado eldecreto nadie se atrevería a poner entela de juicio el título del héroe delAlcázar, y, así pues, fue investido el 1de octubre. Su prudencia política y su

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apacible talento teatral habían dado elfruto final. Franco sería el caudillo.

Para aplacar a Mola, le nombrósupremo jefe militar, y el general,tragándose su rabia, aceptó aquellanueva oportunidad de conquistar enMadrid eterna gloria. Varela fuenombrado jefe de operaciones delejército del sur, y el desacreditadoYagüe pasó a ser su ayudante, si bienambos hombres se despreciabanmutuamente.

Pero no sólo las intrigas por elpoder retrasaron el ataque contra lacapital. Mola tenía también problemasen el frente norte —País Vasco, Asturias

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y Aragón—, donde el avancerepublicano podría aliviar la presiónsobre Madrid. Y tendría que trasladartropas y equipo desde estos frentes paraconferir mayor impulso a la embestidafinal contra la capital, aun cuando quizáno hiciera falta un gran despliegue paratomarla después de la gran desbandadadel enemigo en Toledo.

El asalto se inició, por último, el 7de octubre. Era la fecha en la que Molase había jactado de que tomaría café enel Molinero, llegando incluso a dar unplazo límite para su histórico sorbo: el12 de octubre. Su optimismo parecíajustificado. No sólo los milicianos

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habían huido de Toledo en desbandada,sino que además el general Varela erauno de los más rudos, valerosos ydiestros militares españoles.

Antiguo sargento, había escalado lajerarquía castrense merced a susextraordinarias hazañas en Marruecos,gestas que le valieron en dos ocasionesla más alta condecoración militar de lanación. Y le movía un odio hacia laRepública tal vez más intenso que el deMola o el de Franco. Había sidoencarcelado durante un año por haberparticipado en el abortado golpe delgeneral Sanjurjo en 1932. Luego entrenóa los requetés de Navarra, cuya

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ideología ultrarreaccionaria compartía,y ello era la principal razón de quechocase con Yagüe, partidario de la másmoderna filosofía totalitaria de laFalange. Varela era el militar ideal; frío,cruel e impecablemente uniformadohasta sus inmaculados guantes blancos.Incluso había sido visto con susmedallas prendidas en la bata de sedaque se ponía por la noche.

Mientras el café de Mola se enfriabaen Madrid, Valera necesitó diez días —hasta el 17 de octubre— para llegar aIllescas. Pero en esa misma fecha, elgeneral republicano Asensio consiguióque sus hombres contraatacaran,

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transportando a muchos de ellos desdeMadrid en autobuses de dos pisos yfusilando a algunos desertores. Prontolos republicanos se replegaron de nuevocuando los rebeldes amenazaron condesbordarles.

Entretanto, otra columna rebeldeavanzó hasta San Martín deValdeiglesias, unos sesenta kilómetrosal oeste de Madrid, y cercó a las fuerzasdirigidas por el anarquista CiprianoMera. Con embrujada táctica y vivonervio, Mera consiguió conducir a sushombres hasta un lugar seguro, auncuando los rebeldes amenazaban ya lacapital desde tres flancos. Únicamente

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el este quedaba libre.El frente era tan variable que los

republicanos no estaban seguros dedónde se hallaba, de modo que cuandoVarela descubrió que el teléfonofuncionaba en Illescas, pensó que seríadivertido hacérselo saber a LargoCaballero. Bueno, de todas formas notardaría en verle personalmente enMadrid.

En el piso superior de la embajadasoviética en Madrid, un especialista enclaves se presentó rápidamente en eldespacho del general Orlov, elconsejero ruso de espionaje, y le tendió

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un radiograma.—Recién llegado de Moscú —dijo

el empleado—, y las primeras líneasdicen: «Absolutamente secreto. Debeser descifrado personalmente porSchwed».

Orlov, cuyo nombre cifrado eraSchwed, descifró rápidamente el restodel mensaje: «Disponga con el primerministro Largo Caballero el envío de lasreservas de oro españolas a la UniónSoviética. Utilice un vapor ruso.Mantenga el mayor secreto. Si losespañoles solicitan un recibo, nieguese;repito, nieguese. Diga que el Bancoestatal emitirá desde Moscú un recibo

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formal. Le hago personalmenteresponsable de la operación. [Firmado]Iván Vasilyevich».

La firma correspondía al nombrecifrado de Stalin.

A principios de octubre, el ministrode Economía Negrín buscabadesesperadamente un lugar dondeocultar el oro, de forma que aceptó laoferta de Stashevsky, el consejerocomercial soviético, en el sentido deenviarlo a Rusia, que de todos modoshabría de quedarse con la mayor partedel tesoro en concepto de pago por losenvíos de armas. Stashevsky informó enel acto a Stalin, que a su vez cablegrafió

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sus instrucciones a Orlov. Losimplicados no se lo dijeron a nadie,excepto a Indalecio Prieto, pues a lasazón era ministro de Marina y del Aire,y —según Orlov— sus navíos de guerraeran necesarios para escoltar a losbuques soviéticos cargados con el orohasta por lo menos Argel. Prieto, por suparte, insistió más tarde en que se enteródel envío por pura casualidad; visitabapor azar Cartagena mientras el tesoro seembarcaba en los cuatro buquessoviéticos que lo transportarían a Rusia.De todas maneras, la operación fue tansecreta que ni siquiera consultaron alpresidente Azaña.

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La mañana del 22 de octubre, seismarineros españoles entraron en elsótano de Cartagena y sacaron las cajasde lingotes, izándolas hasta veintecamiones del ejército, y durante tresnoches sin luna los vehículos fueron yvinieron entre el sótano y el puerto.Durante el día los marinerospermanecían encerrados en el sótano,donde también dormían, comíanbocadillos y cacahuetes y jugaban acartas para disputárselos.

La tercera noche aviones alemanesse lanzaron en picado y soltaron bombassobre los malecones, alcanzando a uncarguero español atracado cerca de los

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barcos rusos. Cundió el pánico. ¿Sehabría enterado Franco de lo del oro?Los marineros hispánicos y lastripulaciones soviéticas trabajaronfebrilmente, y al cabo de unas horastodo el oro quedó guardado a buenrecaudo a bordo de los bancos flotantes.

Entonces llegó el momento queOrlov había temido: un funcionarioespañol del tesoro le pidió un recibo.Respondió en tono indiferente:

—¿Un recibo? Pero, camarada, noestoy autorizado a extenderlo. Descuide,amigo mío, el Banco del Estado de laUnión Soviética le cursará uno cuandotodo esté comprobado y pesado.

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¡Totalmente irregular! El oficial severía obligado a telefonear a Madrid;era la última cosa que Orlov quería. ¿Nopodía enviarse a un funcionario en cadauno de los barcos para custodiarcuidadosamente el oro? El hombreaccedió a regañadientes. Poco después,los buques surcaban las olas con suprecioso cargamento rumbo al puertoucraniano de Odessa, en el mar Negro.

Al llegar el oro, el júbilo de Stalinse desbordó hasta el punto de que diouna espléndida fiesta para los altoscargos de la NKVD; en el curso de lacelebración se le oyó decir:

—¡No volverán a ver nunca el oro,

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tan cierto como que nadie puede versesus propias orejas!

7.

Mientras tanto, los cuatro funcionariosdel tesoro españoles permanecieroncontando los lingotes durante meses,para finalmente percatarse de que Stalinno tenía intención de permitir queabandonasen Rusia, por lo menos noantes de que terminase la guerra. Ni elgobierno ruso ni el español querían que

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se propagase la noticia del envío. Elpueblo español —ni siquiera el bandorepublicano— no comprendería por quése había desvanecido su tesoro nacional.

Realmente, nadie es capaz de versesus propias orejas.

El presidente Azaña mirabadesalentado por la ventana de sudespacho los abigarrados edificios, loselevados campanarios, las anchasavenidas, los verdes parques y lasdistantes cimas de las montañas: suMadrid bienamado. Era 16 de octubre, ylas tropas rebeldes avanzaban día a día.Y pensó que ni siquiera las armas rusasni los voluntarios extranjeros podrían

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detenerlas.Se volvió hacia sus tres visitantes,

miembros de su partido IzquierdaRepublicana, y se lamentó, más pálidoque nunca:

—Entrarán en Madrid y lo destruirántodo: el palacio, el Prado, todo. Y sevengarán en el pueblo. Y antes de que lohagan, el pueblo se tomará su propiavenganza.

Rememoró los asesinatos de laPrisión Modelo. Después de lacarnicería había querido dimitir, perosus partidarios le presionaron para queno lo hiciera. ¿No encarnaba laRepública ante el mundo y simbolizaba

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la democracia a los ojos del pueblo?Los moderados auténticos comoIndalecio Prieto le urgieron a que sequedara con sentida sinceridad, mientrasque los comunistas se lo suplicaron eninterés de la política exterior soviética.Azaña no pudo resistirse a las presionesy accedió a permanecer en su puesto,rumiando sus pensamientos ydesesperándose en su jaula dorada.

¿Tal vez lo mejor era entregarMadrid sin lucha?, preguntaba ahora asus visitantes. Uno de ellos, RéguloMartínez Sánchez, le recordó uno de losdiscursos que Azaña mismo había

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pronunciado en noviembre de 1935,poco antes de las elecciones quellevaron al poder al Frente Popular.

—Medio millar de personas acudióa escucharle —dijo Martínez Sánchez—, y usted les dijo que lucharan y queno desistieran hasta haber vencido. Leshizo combatir y ganamos las elecciones.Ahora que todo está en juego,¿deberíamos rendirnos?

Azaña reflexionó un momento. Sí,había que pelear, aun cuandoprobablemente iban a perder. Pero¿debería quedarse en Madrid durante labatalla? Dijo que el gobierno le habíasugerido que fuese a Barcelona. Temían

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que Cataluña, en gran medida en poderde los anarquistas, explotara el caosreinante y se separase de España,declarando la independencia como loscatalanes siempre habían soñado. Sinembargo, si el presidente de laRepública estaba allí, el pueblo secontendría. De todas maneras, si Madridcaía y él era capturado, Franco sin dudale ejecutaría, con el consiguiente gravedaño para la institución republicana.

Los visitantes estaban de acuerdo enque tenía que marcharse, aun en el casode que las masas malinterpretasen supartida y creyeran que les estabaabandonando. ¿Por qué debía quedarse?

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Ya no disponía del más mínimo poder, yera prisionero de una serie de fuerzasque no sólo no podía controlar sino queno lograba comprender. Se le estabadestruyendo lentamente, a la par queaquella España a la que habíaconducido con tanta arrogancia. Lospresentes tenían ante ellos una figuratrágica, antaño fuerte y orgullosa, a laque ya no reconocían. Para él lacontienda ya había terminado. Estaba yaespiritualmente muerto.

Y de este modo, el 19 de octubre, elpresidente Azaña abandonósigilosamente Madrid. El gobiernoexplicó al pueblo que estaba haciendo

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una gira por los frentes del este.

Algunos días después, el 25 deoctubre, Christopher Lance tambiénatisbaba por una ventana que dominabaMadrid, desde su despacho de laembajada británica, y trataba devislumbrar los verdes campos allendelos tejados. El sol brillaba en un cielosin nubes. Y era domingo. Pordesgracia, Jinx, su mujer, no estaba conél, y no podría salir al campo con ella.

Pero Lance tenía otras cosas en lacabeza. No pensaba sólo en unplacentero paseo. Más allá de aquellostejados tal vez existía un sendero por

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donde sus amigos en peligro podríanadentrarse en territorio rebelde. Durantesemanas había estado buscando en vanoun paso seguro; y cuanto más seacercaba Franco a Madrid, másfrenéticas y sanguinarias se volvían lasbandas de asesinos.

Telefoneo a William Hall, banqueroinglés. ¿Le apetecía acompañarle atomar el té en Aranjuez, una ciudadjardín a unos cincuenta kilómetros alsudeste de Madrid?

Pronto se pusieron en camino.Dejaron atrás a algunos milicianos quecavaban una trinchera a unos 15kilómetros de Aranjuez, y más tarde,

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conforme seguían avanzando, vieron aotro grupo que presa de pánico corríahacia ellos.

Lance les preguntó dónde estaba elfrente.

Al parecer, ellos estaban tan malinformados como él.

¿Había fascistas en la carretera?No.Visiblemente aliviados, ambos

amigos arrancaron de nuevo.Pronto divisaron más hombres.

Parecían formar parte de tropasregulares y tenían un tanque. Lance sesorprendió.

—No sabía que el gobierno tuviese

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tanques. Por fin algunos soldados deverdad, Bill.

De pronto oyeron disparos. Su cochehabía sido alcanzado.

—¡Dios mío! ¡Son del bando deFranco! —exclamó Lance, frenando degolpe.

Había querido encontrar una víahacia el territorio rebelde para podersalvar la vida de sus amigos españoles yya la había descubierto, ¡aunque quizá acosta de su propia vida! Los dosingleses se apearon de un salto con lasmanos en alto, y Lance cayó en una zanjaencima de dos milicianos muertos.

Tres oficiales avanzaron hacia ellos,

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y uno del grupo, advirtiendo la banderainglesa en el coche, preguntó en inglés:

—¿Qué diablos están haciendo aquí?—En realidad venimos de Madrid y

justamente íbamos a tomar una buenataza de té en Aranjuez. Espero que novaya a fastidiarnos la fiesta.

Lo hicieron. Subieron todos al cochee indicaron a Lance, que conducía, laruta hacia el cuartel general delregimiento.

—Se está convirtiendo en unaverdadera costumbre —dijo uno de losoficiales—. Ustedes son los segundosque encontramos hoy.

—¡Cielo santo! ¿Quiénes son los

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otros?—Un montón de periodistas.

Americanos e ingleses. En el sitioexacto donde estaban ustedes. De hecho,los cadáveres sobre los que usted cayóeran su escolta.

Pocas horas antes, el coche de HenryGorrell, de la United Press, se habíaadentrado bajo el fuego, y él y suconductor se lanzaron a una zanja.Cuando el chófer echó a correr de nuevohacia el vehículo, Gorrell tuvo miedo deseguirle y fue capturado. Al rato, otrocoche rodaba por la carretera,transportando a James Minifie, delHerald-Tribune de Nueva York, que

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acababa de volver de Barcelona, aDennis Weaver, del News-Chronide deLondres, y a su chófer y escolta. Estavez también unas ametralladorasescupieron fuego sobre ellos, obligandoal vehículo a detenerse. Los rebeldesejecutaron allí mismo al conductor y a laescolta y agregaron los dos reporteros asus capturas del día.

Y ahora, ¡otros dos ingleses! ¿Cómopodían ser tan estúpidos? ¿O sería quehabía algún espía entre ellos? El cuartelgeneral decidiría si ejecutar o no aalguno.

En Toledo, Lance y Hall fueronconducidos a la presencia de un coronel.

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—¡Qué ingleses son ustedes! —sonrió—. ¡Yendo tranquilamente deexcursión en medio de una guerra ajena!¡Y a tomar el té! Horrible brebaje. Estáncompletamente locos, ¿saben?

Luego telefoneó al general Varela yle preguntó:

—¿Qué hago con ellos, mi general?¿Tengo que fusilarles o les invito acomer?… Muy bien, señor.

Sonrió y dijo a los prisioneros:—El general dice que primero

tienen que comer.A la mañana siguiente, los dos

británicos comparecieron ante unhombre de rostro delgado, bajo y

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fornido, que vestía una flexible guerrerade piel y lucía una corbata negra: elgeneral Varela en persona. Al militar ledivirtió su aventura y les dijo que elmismo Franco deseaba verles enSalamanca, su nuevo cuartel general. ALance le impresionó Varela. Un tipoamable. Pero poco antes los otros tresreporteros también le habían visto ysalieron de la entrevista menoscautivados.

El general también se había reído yles había dicho:

—No puedo entender por qué no lesfusilaron en el acto. Habrá ocasión dehacerlo, desde luego… si se demuestra

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que son espías.Weaver escribió más tarde: «Rio de

nuevo. Se trataba de algo muy gracioso.Pensé en nuestros dos amigos fusiladosen la zanja… y detesté al general».

Varela aseguró después a losperiodistas:

—Madrid caerá dentro deveinticuatro horas. Y yo… Yo soy elgeneral que entrará en el baluarte rojo alfrente de mis tropas.

Pero Franco, por lo visto, no estabatan seguro. La noche siguiente recibió aLance y Hall en el puesto de mando deSalamanca y les dijo fríamente:

—Su posición aquí es peligrosa, y

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ustedes ya conocen el castigo por laclase de actividades en la que se hallanmetidos. Sin embargo, les daré unaoportunidad. Ordenaré a su escolta queles lleve a Burgos, donde verán al señorMerry del Val, que les darádeterminadas instrucciones.

Lance estaba furioso. ¡Había estadoayudando a los amigos de Franco enMadrid y el general le llamaba espía!Les trasladaron a Burgos y allí Merrydel Val les comunicó las órdenes deFranco: y les entregó una lista con losnombres de unas veinte personas.

—Hay ciertos amigos importantesescondidos en Madrid —dijo—. El

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generalísimo exige que den su palabrade ingleses de que volverán a la capitaly harán todo lo posible para sacarlos deallí.

La ironía reavivó la cólera deLance, porque le estaban chantajeandopara hacer algo que había estadointentando hacer de todas formas. Antesí tenía un dilema. Si accedía, podríaparecer culpable; si rehusaba, tal vez leejecutasen. Una cosa era segura: una vezque diese su palabra, aunque fuera bajocoacción, se sentiría obligado acumplirla.

—De acuerdo —dijo por último—.Estamos dispuestos a intentarlo. Pero no

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podemos prometer más que lo que estáen nuestras manos, y ello debido a quees exactamente el tipo de tarea que yaestoy tratando de realizar en Madrid. Noespiando, señor, sino intentando salvar asus amigos del pelotón de ejecución.Puede decírselo al generalísimo.

A la mañana siguiente, 30 deoctubre, Lance y Hall fueron conducidosen coche a la ciudad fronteriza de Irún,donde atravesaron el puente que lesseparaba de Francia: pocas horasdespués los otros tres reporteroscapturados les siguieron.

Resultaba extraño. Varela se habíajactado de que entraría en Madrid al

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cabo de veinticuatro horas, y sinembargo Franco quería que Lancesacase fuera de la ciudad a unas veintepersonas. ¿Por qué, si los rebeldesestaban a punto de tomar la capital?Simplemente encontrar un agujero en lascambiantes líneas del frente, comoLance ya había averiguado, podía llevardías, incluso semanas. Y resultaríaimposible ayudar al hombre queencabezaba la lista: Álvaro MartínMoreno, hijo del jefe de estado mayorde Franco, el coronel Francisco MartínMoreno. El hombre en cuestión, enefecto, era uno de los fugitivos rebeldesmás buscados en la España republicana.

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La lógica de Franco se basaba alparecer en la información que acababade llegarle. Tomar Madrid ya no iba aser tan sencillo como perseguir a unamultitud de milicianos empavorecidos yen retirada hacia el norte. Hasta ahora lapersecución había sido excesivamentefácil. El primer ministro LargoCaballero, con su habitual indiscreción,había difundido por radio un dramáticocomunicado al mundo el 28 de octubre,la tarde de la entrevista entre Franco yLance:

«Ha llegado el momento de asestarun golpe mortal… Disponemos de unejército formidablemente mecanizado.

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Tenemos tanques y una poderosaaviación. ¡Escuchad, camaradas! Alalba, nuestra artillería y trenesblindados abrirán fuego. Inmediatamenteatacará nuestra aviación. Los tanquesavanzarán contra el enemigo en su puntomás vulnerable».

En realidad, Franco estaba alcorriente desde antes del envío dearmamento ruso. El 19 de octubre habíanotificado a Mola que la inminentellegada de importantes refuerzos hacíaaconsejable la concentración de lamáxima fuerza en el frente de Madridpara acelerar la caída de la capital.

Y ahora Largo Caballero confirmaba

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que esos «importantes refuerzos» ya sehallaban en el frente listos para atacar.Tal vez por eso el generalísimo habíaestado de tan mal humor y tan inquietopor la suerte de sus amigos de Madrid.

Su entrada triunfal se retrasaría algomás de veinticuatro horas.

8.

Ramón Sender, el combatiente escritor,se hallaba en la cima de una pequeñacolina del pueblo de Valdemoro y

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observaba entusiasmado cómo miles dehombres iban al encuentro del enemigo,esta vez sostenidos por algo más que elpuro coraje. Se habían puesto en marchaal amanecer del 29 de octubre, como elprimer ministro había prometido lanoche anterior, para cólera y disgusto desus jefes militares. A pesar de laadvertencia, Franco se iba a llevar unasorpresa. Aun cuando le hubieraperturbado la amenaza de LargoCaballero, evidentemente no esperabaun ataque en gran escala dirigido porquince tanques rusos T-26 con tanquistassoviéticos y artillería de largo alcance,al tiempo que la aviación rusa dominaba

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el cielo.Sender había demostrado poseer

tales dotes de mando en el Guadarramaque no sólo le ascendieron a capitán,sino que fue nombrado jefe de unabrigada de reciente creación que, juntocon otras fuerzas, había pasado tambiéna la ofensiva. La brigada comprendía elQuinto Regimiento además de otrasunidades, y la encabezaba EnriqueLíster, que anteriormente habíareemplazado a Enrique Castro Delgadocomo jefe del Quinto Regimiento. Castroseguía ocupado en convertir campesinosa la fe comunista con el fervor de unmisionero.

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Gracias en gran parte a la sigilosadirección del general soviético Goriev,se había iniciado la metamorfosis de lamilicia en un auténtico ejército, y loshombres estaban preparados para laprimera gran prueba. Avanzarían haciael este para capturar el pueblo deSeseña. Seguirían después rumbo aTorrejón, al norte de Illescas, en lacarretera de Madrid a Toledo. Losrebeldes de Varela caminaban por lacarretera hacia Madrid, pero la brigadade Líster trataría de cerrarles el paso.

Mientras Sender observaba laamplitud y complejidad de la maniobra,la angustia de las pasadas semanas se

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transformaba en gozo. ¿Quién habríaimaginado que los republicanos pasaríantan pronto a la contraofensiva, contanques y aviones y hombres a quienesya no amedrentaba el poder delenemigo? A la brillante luz del sol, eluniverso entero parecía irradiar unanueva esperanza. Todo iba de acuerdocon los planes; pero ¿dónde estaban lostanques? Estaba previsto que lainfantería tenía que seguirles a sólo unadistancia de cincuenta a doscientosmetros, pero no podía mantenerse a sualtura, y los pesados monstruosblindados de color caqui habíandesaparecido en la lejanía…

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Los tanques se habían desplazadopesadamente por los campos y no sidetuvieron hasta alcanzar Seseña, sin nisiquiera entreternse allí ¿Por qué no lesdisparaban?, se preguntaban lostanquistas rusos, ¿y dónde estaba lainfantería republicana? Esta no lesseguía. Tal vez había avanzado desdeotra dirección y ya habían rechazado alenemigo. Los tanques entraron en elpueblo y se deslizaron por la calleprincipal ele lo que en apariencia erauna ciudad fantasma.

La columna se detuvo en unapequeña plaza rodeada de viejas casasde piedra; en su centro se amontonaban

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unos doscientos soldados de infantería.¡Los camaradas, por fin! El jefe ruso deltanque de mando abrió la torreta yasomó al exterior La parte superior deltorso, dispuesto a recibirles. Un oficialse acercó y le preguntó amablemente:

—¿Italiano?Los dos hombres se miraron

incrédulamente. ¡Eran enemigos! El rusodesapareció dentro del tanque y cerró degolpe la torreta. Al instante las moles deacero vomitaron fuego de ametralladoray toda la plaza estalló en un torbellinode humo, Casi todos los rebeldes yacíanmuertos en el suelo, bien despedazadospor el fuego o aplastados por el peso de

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los tanques, que se abrieron pasoestrepitosamente por el enjambre dehombres y descendieron a bandazos porlas estrechas callejuelas, vaciando suscañones y ametralladoras. Un hombresaltó de su tanque bajo la lluvia de balassimplemente para derribar a tiros unabandera monárquica que ondeaba en loalto de una casa.

Una vez fuera del pueblo, lostanques diezmaron un convoy de tropasenemigas que se dirigía hacia el frente yarrasaron otras dos localidades, dejandouna estela de cadáveres y desolación.Dos de ellos se abrieron camino hastaTorrejón, el segundo objetivo de la

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brigada, donde fueron puestos fuera decombate por cócteles Molotov. Unoficial rebelde que dirigió el ataquecontra ellos, Luis Valero Bermejo,refirió al autor que un artillero ruso deuna de las máquinas siguió disparandoincluso después de que sus dos piernasse desgajaran del cuerpo.

No obstante, puesto que la infanteríarepublicana no aparecía por ningunaparte, los restantes tanques dieron mediavuelta y enfilaron de nuevo haciaSeseña. El segundo paso a través de estepueblo fue un poco más arduo que elprimero, pues los rebeldes habían tenidotiempo de sobra para prepararles un

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«recibimiento». Los rusos seencontraron atrapados en un laberinto detortuosas callejuelas mientras enemigosapostados en casi todas las viviendasles arrojaban granadas y cóctelesMolotov conforme iban pasando. Lostanques dispararon a boca de jarrocontra los edificios, enterrando a susdefensores bajo un montón deescombros, y finalmente lograron salirde la encerrona, no sin dejar a laespalda otro armatoste incendiado.

Mientras tanto, los aviones rebeldeslanzaban una lluvia de bombas y balasde ametralladora sobre la exhaustainfantería republicana, desperdigándola

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en desorden. De regreso al puesto demando en Valdemoro, Sender vociferabaórdenes por teléfono a los jefes que nosabían lo que estaba ocurriendo.

¿Dónde estaban las tropas?, preguntóel jefe de sector. ¿Iban a atacarTorrejón? Sender se quedódesconcertado.

—Nuestro primer objetivo es Sesena—dijo.

—Entonces no están atacandoTorrejón.

—Por supuesto que no, Y mesorprende que me lo pregunte, puesusted ha dado las órdenes a nuestrabrigada.

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—Desde luego. Se lo preguntoporque ciertas fuerzas salidas de no sédónde están avanzando ya haciaTorrejón.

—Puedo asegurarle que nuestrabrigada se dirige a Seseña.

Sender colgó, pero poco despuésvolvió al llamar el mismo jefe.

—¿Qué tropas están atacandoTorrejón?

—Que yo sepa nadie está atacandoallí. Pero voy a enterarme y se locomunicaré.

De repente, un ayudante irrumpiódonde Sender estaba y gritó, señalandoel flanco derecho:

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—¿Quiénes son los que vienen porallí hacia nosotros?

El escritor se quedó helado. ¡Eransus hombres en plena retirada! Al cabode pocos minutos, el cuartel generalhervía de milicianos huidos endesbandada. Sender preguntó a uno delos oficiales.

—¿Dónde está su compañía?El oficial se limitó a encogerse de

hombros.—Eso no es una respuesta —gruñó

Sender.—Es la única respuesta que puedo

darle. No hemos visto ni un solo tanque.Ni el más mínimo proyectil cayó en el

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pueblo. No ha aparecido ningún avión.[Por lo visto se suponía] que teníamosque tomar la ciudad con bayonetas yunas pocas granadas de mano, perohemos sufrido numerosas bajas. Ydespués, por si fuera poco, la aviaciónenemiga se presentó y nos hadispersado.

Como asimismo lo había hecho unalluvia de artillería.

Sender no podía entenderlo. Habíavisto con sus propios ojos a los tanquescamino de Seseña.

—¿En qué pueblo han estado? —inquirió.

—En el que nos indicaron. Allí.

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Y el oficial señaló el horizonte,donde la silueta de Torrejón se perfilabacontra el cielo en la distancia.

Sender se sintió abrumado. Semarchó en silencio. En cierto modo nopodía decir a aquellos pobressupervivientes que no debían haberatacado Torrejón hasta después de tomarSeseña.

¡Ni explicarles que se habíanequivocado de pueblo y habían sidoatacados por su propia artillería!

Si bien la ofensiva contra Seseña yTorrejón fue un gran desastre tácticopara los republicanos, con todo supusopara ellos un triunfo sicológico que lo

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compensaba. En efecto, mientras que laprensa oficial aireaba la gloriosa«captura» de los dos pueblos, por partede los milicianos silenciabaoportunamente su aterrada huida. Ahorase suponía que el enemigo retrocedíarápidamente, aun cuando losrepublicanos seguían huyendoempavorecidos hacia Madrid.

«El enemigo ya no nos supera enarmamento», proclamaba el diario ElSocialista. «Ahora nuestra superioridadsobre ellos es absoluta, tanto enhombres y armamento como… en lo querespecta a la fuerza aérea. Por lo tanto,de ahora en adelante no habrá excusa

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para nuestros milicianos, que debenproseguir su avance… Están obligados arecuperar lo más pronto posible elterreno cedido al enemigo».

Y mientras los republicanostransformaban en «victoria» la derrota,los rebeldes convertían la victoria en«derrota». El general Mola, advirtiendoque los caballos moros servían de muypoco contra los tanques rusos, cancelónerviosamente su plan de lanzar unacarga de caballería a través del ríoJarama, al sudeste de Madrid, cuyafinalidad era cortar la carretera deValencia y cercar la capital. Y elgeneralísimo Franco estaba aún más

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ceñudo de lo que había estado la nocheanterior al ataque, cuando recibióglacialmente a Christopher Lance.

Los peores temores de Franco sehabían convertido en realidad. Lasarmas rusas, mejores que las suyas,habían llegado a Madrid antes que él.¿Cómo podía decir ahora al mundo queera el amo de España? Lo que enprincipio, pocos días antes, le habíaparecido un mero pasatiempo podíaacabar en un atasco o incluso en unaretirada. La prudencia de nuevo le dictóla acción.

Tenía que conseguir más armas alinstante.

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Igualmente preocupado, Hitleraccedió. Los rusos habían pisoteado elpacto de no intervención. Pero lesdevolvería la jugada… si Franco sedoblegaba a sus exigencias. Lo mismoque Stalin, el Führer había calculadocuidadosamente la magnitud de suayuda: ni demasiada ni demasiado poca.Lo justo para asegurar una victoriarebelde sobre una horda de milicianosque empuñaban unas cuantas armasanticuadas. A diferencia de Stalin, sinembargo, estaba dispuesto a vencer, sibien con el mínimo riesgo y pagando elmás bajo precio. Desde el mes deseptiembre, Hitler había enviado a

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Franco cincuenta Krupp Mark I ytanques IB, un número creciente debombarderos Junker 52 y cazas Heinkel51, amén de algunos cañones antitanquesy consejeros y técnicos bajo el mandodel coronel Wilhelm von Thoma.

Con toda aquella nueva ayuda, losrebeldes habían avanzado hacia Madridcomo si se tratase de un paseo festivo, almenos a juicio de los alemanes. Y ahoralos republicanos disponían de tanques yaviones enviados por Rusia, yobtendrían más. Si en Seseña lainfantería republicana hubiera avanzadoa la altura de los tanques, y si los rusossimplemente hubieran concentrado todas

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sus fuerzas blindadas y desatado unaguerra relámpago contra los rebeldes,quizá el entero ejército de Franco sehabría desmoronado y se habríainvertido el curso de la guerra. Francose había salvado gracias a la ineptituddel adversario, pero, en opinión deHitler, el generalísimo era asimismo uninepto. De lo contrario hubiese entradoen Madrid hacía mucho tiempo.

En realidad, el estadista alemán yahabía decidido con anterioridad, el 23de octubre, llenar —con condiciones—los arsenales rebeldes. El ministro deAsuntos Exteriores italiano, GaleazzoCiano, le había visitado para decirle que

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Mussolini aprobaba la iniciativa, y elFührer vio en seguida la ocasión dereforzar su alianza con el Duce.

—En España —dijo— los italianosy los alemanes han cavadoconjuntamente la primera trincheracontra el bolchevismo… ElMediterráneo es un mar italiano. Y losfuturos cambios en la situación de esemar deben hacerse en beneficio deItalia. Del mismo modo que losalemanes habrán de tener libertad demovimientos en el este y los Balcanes.

Franco obtendría más equipo einstructores, pero no tropas de combate,recalcó Hitler, ya que no quería

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arriesgarse a provocar una guerraeuropea para la que «Alemania noestaba preparada».

El conflicto español le ayudaría, dehecho, a preparar tal contienda, puesademás de estrechar sus lazos con Italia,un gigantesco programa de ayuda enEspaña le permitiría llevar a cabo unapuesta a prueba de su material bélico yde sus técnicos. En suma, Francorecabaría la ayuda que deseaba: pero aun cierto precio. Y tendría que pagarlo;no le quedaba otra opción.

El 30 de octubre, al día siguiente dela alarma que supuso Seseña, Hitlerconvocó a su ministro de Asuntos

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Exteriores, Constantin Neurath, y le dioórdenes estrictas. Neurath se apresuró acontactar por radio con el almiranteWilhelm Canaris, jefe del espionajenazi, que a la sazón se encontraba enEspaña:

—En vista del posible incrementode ayuda para los rojos, el gobiernoalemán estima que las tácticas bélicasde la España blanca [rebelde], tanto entierra como en el aire, no prometenbuenos resultados…

Canaris tenía que comunicar aFranco que si no capturaba Madridrápidamente, Alemania e Italia noreconocerían su gobierno. Y para tener

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éxito necesitaría poderosos refuerzos,que Alemania le proporcionaría gustosasi Franco:

1. Colocaba la custodia de todas lasarmas alemanas, viejas y nuevas, bajoun jefe germano únicamente responsableante Canaris, y aceptaba su consejorespecto a la utilización del material (lafuerza alemana recibiría el apelativo deLegión Cóndor y comprendería unoscinco mil hombres en todo momento).

2. Libraba la guerra más sistemáticay agresivamente.

3. Evitaba que los rusos utilizasenlos puertos para desembarcar sus

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suministros.

Canaris se entrevistó con Franco y leentregó el mensaje de Hitler. ¿Aceptaríael generalísimo tales condiciones?Ambos hombres sabían que los términosdel trato eran humillantes. Franco ya nopodría en adelante tomar decisionesmilitares independientes. Ni, por otraparte, podría hacerlo el primer ministroLargo Caballero en su bandorepublicano, pero era cierto que Rusiaejercía su control de un modo más sutil,y todo ello parecía honorable desde elmomento en que los españoles pagabancon oro. Hitler no pedía dinero, sino

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obediencia absoluta. Prácticamentegarantizaba la victoria en Madrid siFranco sacrificaba su orgullo. El generalse decidió en seguida. La prudenciahabía sido su aliada hasta entonces; unorgullo mal entendido podría anular losbeneficios obtenidos. Ciertamente no eramomento de pujar.

Pagaría el precio exigido.No obstante, Madrid podría haber

caído en sus manos a un precio demiseria si en las horas siguientes sushombres se hubiesen limitado aperseguir al enemigo, una vez máscompuesto por una muchedumbreaterrada, a través de sus puertas

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virtualmente indefensas. Y aunque seahorró un fatal ataque rebelde, la capitalpagaría cara la humillación sufrida porFranco: y a partir de aquel mismo día,30 de octubre.

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CAPÍTULO VIIEL PÁNICO

1.

A causa de la censura del gobierno,muchos madrileños conocieron la caídade Toledo una semana después de haberacontecido, y hasta entonces vivieron enun mundo de loca fantasía, lejos de la

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realidad de una guerra que rugía entorno a ellos. La revolución habíallegado jubilosamente y estaban segurosde que los rebeldes no habrían de llegar.¿Por qué inquietarse respecto a ellos sila prensa sólo hablaba de las victoriasrepublicanas? La vida había sido hastaentonces un salvaje y eufórico sueño.

Las noticias de Toledo hicieron queel sueño empezase a transformarse enpesadilla para los leales, y la pesadillaen un sueño para los cautivos hermanosrebeldes, si bien algunos madrileños noanhelaban otra cosa que una claravictoria de cualquiera de los bandos.Los informes de prensa sobre el «gran

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triunfo» de Seseña mitigaronligeramente el creciente pánico, peromás vividas que los titulares eran lasescenas de terror y huida que ningunapropaganda podía borrar.

Madrid se había convertido en unaenorme e hirviente olla a presión con lallegada de alrededor de medio millón derefugiados que evacuaban los pueblosvecinos antes de que Franco pudieserobarles, violarles o matarles.Andrajosos y curtidos campesinostransitaban laboriosamente por lascalles principales, conduciendo burrosque tiraban de carros cargados detrastos. Un adolescente encabezaba

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orgulloso una procesión de carretas quetransportaban a sus padres, abuelos,hermanas y hermanos. Un pastor guiabapacientemente a su rebaño de ovejas porel Paseo de la Castellana mientras lasvacas pastaban entre gallinascacareantes en los parques, vastosespacios que se habían convertido ensucios campamentos para los reciénllegados sin hogar.

Al aumentar la población en casi un50%, la comida se hacía día a día másescasa, excepto para los comerciantesdel mercado negro y sus clientes. Lascolas se alargaban ante las tiendas decomestibles, que apenas ofrecían, bajo

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un estricto sistema de racionamiento,más que fruta fresca y verduras, pan,pescado ruso, jarros sobrantes deespárragos y cajas de copos de maíz,que antes de la guerra solamenteconsumían los anglosajones. ¿Carne?Quedaban unos cuantos gatos y perrosvagabundos, y de vez en cuando un burrofulminado por una bomba. Losrestaurantes comunales eranprácticamente los únicos que seguíanabiertos, atendiendo a manadas demilicianos y refugiados que pagaban conbonos sin valor emitidos por elgobierno. El principal problemaestribaba en que las únicas rutas de

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abastecimiento eran las del este: elferrocarril de Valencia y la carreteraque corría casi paralela a él. Y loscamiones llegaban a menudo conretraso, bien a causa de la escasez decombustible, bien porque eran atracadosen camino.

La desesperación crecía al compásdel hambre. Los cafés ya no bullían conel alegre pavoneo de los que seproclamaban a sí mismos héroes deguerra, sino que congregaban a gentesasustadas que querían cerciorarse através de amigos de que Franco noconseguiría entrar en Madrid. Laschecas trabajaban intensamente, tratando

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de llenar los depósitos de cadáveresmientras quedase tiempo para hacerlo.Los ricos que no habían sido detenidospagaban a los propietarios de unvehículo una fortuna por sacarles de laciudad antes de que el holocausto de losrepublicanos alcanzase su sangrientoapogeo. Y muchos leales al gobiernobuscaban a su vez a camaradas concoche para que les llevaran lejos antesde que se iniciase el holocausto rebelde.

En medio de la desesperación y elmiedo, el primer ministro LargoCaballero se mantenía callado, hablandosolamente en una ocasión, cuandoprecisamente no debía hacerlo: cuando

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advirtió al enemigo del ataque quetendría lugar el 29 de octubre. Estabademasiado asustado para confiar en elpueblo, demasiado cansado paraespolearle a librar la última y rabiosabatalla, prefiriendo dejar este cuidadosobre todo a los comunistas, que sesentían impulsados por un celo místico yestaban dispuestos a morir por Stalin.Severas patrullas merodeaban pordoquier en busca de ciudadanos a losque alistar para que combatieran conpistolas o picos. Un comunicadoavisaba:

«El pueblo de Madrid… debeorganizarse… para estar preparado

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incluso ante algo tan increíble como lacaptura de Madrid».

Se instalaron pancartas en las callespróximas a la Puerta del Solproclamando la inflexible y solemnepromesa de la Pasionaria: «¡Nopasarán!».

Se adosaban a las paredes cartelesinterrogantes: «¡Hombres de Madrid!¿Consentiréis que vuestras mujeres seanvioladas por los moros?».

Y la Pasionaria exhortabadirectamente a las mujeres: «¡Mujeresde Madrid! No impidáis que vuestroshombres vayan a la guerra. Es mejor serla viuda de un héroe que la esposa de un

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miserable cobarde».Más tarde dirigió una manifestación

de mujeres que desfilaban por las calles,gritando a los hombres en los bares:«¡Salid! ¡Salid fuera y luchad porMadrid!».

La epopeya de la capital no habíahecho sino comenzar. Hasta el 30 deoctubre se habían producido numerosasincursiones aéreas, pero salvo unoscuantos bombardeos de la zona céntrica,los misiles afectaron sobre todo a losbarrios obreros de los suburbios y, síbien devastadores, no habíaninterrumpido seriamente la vidaciudadana. De hecho, tras los primeros y

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escasos bombardeos, mucha gente nisiquiera se molestaba en acudir a losrefugios subterráneos o sótanos cuandooían las sirenas de alarma. Y si lohacían, a veces llevaban consigo susgramófonos y bailaban toda la noche enel curso de fiestas improvisadas.

Otros se precipitaban a las callespara contemplar los plateados avionesenemigos surcando los cielos comorayos. Y si estaban presenciando laproyección de una película no se movíande sus asientos. Algunos incluso seenfadaban porque las sirenas y loscañones antiaéreos ahogaban el ruido desus motores. Por último el gobierno

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suprimió las sirenas, pues atemorizabana los ciudadanos más que la amenaza delas bombas, y especialmente desde eldía en que los dispositivos de alarma«enloquecieron». El detector de sonidospersistía en señalar cada pocos minutosla presencia de motores que seaproximaban y las sirenas seguíanaullando: pero no había aviones. ¿Cuálera el error? Los técnicos desmontaronel detector ¡y hallaron una abeja cuyozumbido producía exactamente el mismoruido que los aeroplanos!

Las alarmas no podían conmocionarradicalmente el universo de fantasía quereinaba en Madrid, pero algo lo hizo el

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30 de noviembre, Una docena deexplosiones casi simultáneasconvulsionaron el centro de la ciudad,cada una de ellas en una calle o plazaatestada de público, y a una hora en quela mayoría de la gente realizaba suscompras: las 5 de la tarde. En la plazade Colón, dieciséis personas resultaronmuertas y sesenta heridas. Cerca de lacalle de Luna, la mayor parte de lasmujeres que hacían cola para comprarleche o leña fue víctima del desastre. Enla Plaza del Progreso, doce niños quehabían estado jugando eran ahoracadáveres semejantes a muñecos, y sumuerte se sumó a las de otros setenta

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chiquillos víctimas de una incursiónaérea en la vecina población de Getafeaquella misma tarde. Un diputadosocialista describe lo que vio en laPuerta de Toledo: «Había muertos portodas partes. Miembros desgajados. Vi auna anciana sentada derecha sobre unbanco. Pero le faltaba la cabeza».

Sin embargo nadie vio un avión nipercibió su zumbido sobre la ciudad. Ynadie era capaz de imaginar a un pilototan torpe que hubiese fallado todos susblancos estratégicos o tan diestro quegolpease todas las zonas compactas demayor densidad de población, sin queuna sola de sus bombas cayese sobre un

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tejado o un patio. El indignado gobiernocreía que habían sido arrojadas nodesde un avión, sino desde ciertostejados o balcones.

Vinieran de donde viniesen, parecíatratarse del primer intento deliberado desembrar el pánico en Madrid, de forzara la ciudad a arrodillarse y de hacer asímás soportable la propia genuflexión deFranco ante Hitler.

En tanto la capital aguardabaindefensa el golpe mortal entrepancartas resplandecientes, silbantesbombas y cuerpos en descomposición,Janet Riesenfeld reflexionaba sobre su

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futuro inmediato. Jaime Castanys lehabía dado un ultimátum: debía escogerentre él y la causa que ella habíaabrazado. Ahora Janet no sabría vivir enel universo de Jaime, pero al mismotiempo no podía imaginar el mundo sinél. Tal vez si postergaba su decisión eltiempo suficiente, el dilema seevaporase por sí mismo. O quizá losacontecimientos decidirían por ella.

Janet llegó a casa un día y encontró ados milicianos que la esperaban. Su pisoera un revoltijo. El suelo estabasembrado de ropas y utensiliosdomésticos y su cama había sidodesgarrada.

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—¿Conoce a una mujer llamadaAmparo Lázaro? —preguntó uno de loshombres.

—Sí.—¿Por medio de quién la ha

conocido?Eludiendo la pregunta, Janet

contestó:—Estoy segura de que si preguntan a

la señora Lázaro les dirá que no estoy enabsoluto implicada en el delito del quequizá se le acusa.

—Lo lamento, pero es imposible. Laseñora Lázaro fue detenida y fusiladaesta mañana.

Sobresaltada, Janet guardó silencio

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cuando le preguntaron de nuevo quién lehabía presentado a la mujer. Ahoraestaba segura de que si respondía estaríacondenando a Jaime a muerte.

Pronto estuvo sentada en unapequeña habitación de la comisaría enespera de ser sometida a uninterrogatorio más amplio, y durante treshoras permaneció a solas con su verdad.

«Empecé a moverme por lahabitación —escribió más tarde—. ¿Porqué lo había hecho?… ¡Qué poco debíahaber pensado en mí!… Luego caí en lacuenta de que Jaime me habíaproporcionado la respuesta que élsolicitaba. Me había dado a entender…

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que para él había algo más grande quenuestro amor, y que para míposiblemente podía existir la mismacosa. Y en aquel momento sólo sentísimpatía y piedad por él. ¡Cuánto letenía que haber costado hacerlo!».

Janet fue finalmente conducida anteun funcionario más importante.

—¿Por qué han fusilado a la señoraLázaro? —inquirió.

—Por suministrar municiones a losfrancotiradores de Franco —respondióel hombre.

A continuación repitió la pregunta:¿quién le había presentado a la mujer?

Y de nuevo ella se negó a contestar.

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El funcionario desistió, y Janet fuellevada otra vez a la pequeñahabitación. Más tarde, esa misma noche,la puerta se abrió y José María entrósonriendo. La llevó en coche a casa.

A la mañana siguiente Janet fue aldespacho de Jaime.

—¿Qué pasa? —preguntó coninquietud—. ¿Dónde estabas ayer por lanoche?

Una vez que Janet le hubo explicadofríamente lo sucedido, él avanzó haciaella, pero la muchacha retrocedió.

—No trates de explicarme, Jaime —dijo—. Sé todo lo que vas a decirme:que no creías realmente que fueran a

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atraparla; que me ayudaría la embajadaamericana. Eso no tiene nada que vercon el asunto.

—¿Tuvo alguna dificultad laembajada para conseguir que tesoltaran?

—La embajada no intervino paranada. Me sacó José María. Pero noperdamos el tiempo hablando de esto.Tienes que marcharte. ¡Seguramentevendrán por ti después!

—¿Cómo lo sabes? ¿Hasmencionado mi nombre en relación conla señora Lázaro?

Cuando Janet dijo que no, élpreguntó:

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—¿Crees que José María lomencionó?

—Si lo hizo, Jaime, lo hizoúnicamente para salvarme. Sabes muybien que José María hace mucho tiempoque te podría haber causado problemassi hubiera querido.

La decisión había sido tomada en sulugar, agregó. Regresaría a los EstadosUnidos. Cuando ya se iba, se volvió ydijo tartamudeando:

—Jaime, tengo tanto miedo por ti.Él la miró fijamente durante un

momento, y luego sacudió la cabeza ydeclaró:

—No temas por mí. Ya no queda

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nada… nada.Incluso si las tropas de Franco, a la

sazón casi a las puertas de la ciudad,llegaban a tiempo para salvarle, noquedaría nada.

2.

Las tropas de Franco avanzaban ya haciael noroeste rumbo a Madrid en unadesesperada tentativa de tomar la capitalantes de que las nuevas armas rusaspudiesen ser utilizadas eficazmente

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contra ellas. Hacia el 2 de noviembre, lalínea rebelde se curvó como una hozdesde Brunete, al oeste, hasta Pinto, enel sur, a sólo 20 kilómetros de la capitalen determinados puntos. Y a pesar deque los altos mandos estuviesenpreocupados, los rebeldes en el campode batalla no lo estaban. Estabanseguros de que Madrid caería en supoder al cabo de unas horas.

El capitán Sifre Carbonel, quemandaba un tabor («batallón») demoros, se mostraba especialmenteconfiado. La suerte era su aliada. En elcombate por la conquista de Sevilla nisiquiera había sufrido un simple

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rasguño, mientras que en su tabor sehabían producido ingentes bajas. Habíancaído tantos oficiales que tuvo quereemplazarlos dos o tres veces. ¿Porqué, se preguntaba, su cuerpo estabahecho a prueba de balas?

En la batalla de Brunete, al oeste deMadrid, sintió tal sentimiento deculpabilidad que decidió tentar a lasuerte. Luciendo un llamativo fez rojomarroquí y una chilaba azul, se puso depie, ofreciendo un perfecto blanco, ymiró tranquilamente a través de susprismáticos mientras las balas pasabansilbando. Tenía que demostrar a sushombres que no había sobrevivido

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gracias a la cobardía. Quizá con un pocode suerte le herirían levemente, unpercance que no fuese lo suficientementeserio para apartarle del campo debatalla. De ese modo vencería sucomplejo.

Los moros a su mando, muyapegados a él, estaban consternados.

—¡Capitán, agáchese! —gritaban.Pero Carbonel hizo caso omiso,

hasta que le tiraron piedras y empezó apreguntarse si, por ironía, no iba aacabar en el hospital por culpa deheridas infligidas por sus propioshombres. Por fin se agachó. Ya habíalogrado su propósito.

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—Es usted un santo como Franco —dijo uno de sus hombres—. Las balas lerespetan.

Los moros besaron entonces eldobladillo de su chilaba. Con un santocomo escudo, nada podría detenerlescuando se precipitasen contra Madrid,donde les aguardaba un imponente botín.

Tras la caída de Brunete, otro de losoficiales rebeldes que entró en elpueblo, el capitán Carlos Iniesta Cano,de la legión extranjera, encontró uncoche republicano abandonado y fue adar una vuelta con un compañero, elteniente José de la Torre Piñeiro.

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Rodaron alejándose de Madrid, por loque no esperaban meterse en ningún lío.Pero apenas habían recorrido cincokilómetros cuando vieron a un grupo dehombres armados que bloqueaban lacarretera: el enemigo. Los rebeldeshabían avanzado tan aprisa que, sindarse cuenta, habían rebasado a muchastropas republicanas. Era demasiadotarde para dar media vuelta.

Iniesta pisó el freno mientras unoscincuenta hombres apuntaban a los dosintrusos.

—¡Fuera del coche! —aulló unhombre.

Los dos oficiales obedecieron y

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salieron con las manos en alto.—¿Quién eres? —preguntó Iniesta a

un miliciano de elevada estatura queostentaba una insignia anarquista en laboina.

—Noveno batallón de las miliciasantifascistas —dijo el hombre.

Sonriendo para disimular su miedo,Iniesta bajó los brazos.

—¡Puf! Vaya susto que nos habéisdado —dijo—. Pensamos que eraisfascistas.

El anarquista se mostró incrédulo yempezó a formular detalladas preguntassobre la unidad a la que pertenecía elcapitán. Iniesta estaba preparado para

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responder. La víspera sus hombreshabían encontrado unos documentos enuna bolsita de tela abandonada por elenemigo en su huida, y en su interiorhabía una lista de nombres de lasunidades milicianas y sus jefes.Recordaba muchos apellidos y losrecitó. Sus adversarios se quedaronsorprendidos. Ningún rebelde podíaconocer tantos detalles. Cuando vio quelos milicianos bajaban sus armas,preguntó con naturalidad:

—¿Quién manda aquí?—Yo, capitán —dijo el miliciano

alto, saludando con el puño cerrado.Iniesta frunció el ceño.

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—No sabes nada sobre la situacióntáctica. Éste no es un lugar adecuadopara situarse. ¿Usted se considera unjefe?

—Lo siento, capitán. Pero nosquedamos solos. Los demás han huido.Cobardes. No somos profesionales. Sihe cometido un error, lo lamento.

Justo cuando el capitán pensaba quehabían ganado la partida, un milicianodijo:

—Camarada capitán, usted tiene uncoche y aquí hay un hombre herido.

El teniente Piñeiro fingió indignarse:—Es terrible. Largo Caballero es un

hijo de perra, abandonándoos de este

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modo, sin ni siquiera ayudar a losheridos.

Iniesta trató de ocultar la ira que leinspiró tal comentario. Piñeiro sóloconseguiría despertar sospechasinsultando al líder republicano. Lamención de aquel nombre fue, enrealidad, útil. ¿Qué rebelde se atreveríaa decir una cosa así sobre LargoCaballero en compañía derepublicanos? Evidentemente, aquellosdos hombres eran sinceros.

—Tenemos que llevar al herido aalguna parte —dijo Iniesta.

—¿Dónde podemos ir sin correrpeligro?

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Iniesta reflexionó rápidamente.—Bueno, muy cerca hay un pueblito:

Brunete.—¿Está seguro de que es el mejor

sitio?—Sí, sólo está a unos cinco

kilómetros de aquí.Aguardó nerviosamente la respuesta.

En la confusión de la batalla, ¿sabían losmilicianos que Brunete estaba en manosde los rebeldes? Si lo sabían, su astuciaperdería su valor, y los dos hombre, lavida.

Tras una pausa, los hombres fueron ainstalar al herido en el coche. Los dosrebeldes intercambiaron miradas. No

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sólo iban a escapar, sino además con unprisionero. Pero ¿por qué solamenteuno? Cuando los hombres volvieron delcoche, Iniesta dijo:

—Ya sabéis que toda esta zona estárodeada de fascistas. Es muy peligroso,y sólo dispongo de una pequeña pistola.Si nos atacan, no queremos abandonar alherido, o sea que necesitamosprotección. ¿Por qué no nos acompañauno de vosotros?

Todos se ofrecieron voluntarios.—Sólo podemos ir cuatro en el

coche, así que con uno más basta.Piñeiro se acomodó en el asiento

trasero junto al herido, y el voluntario

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subió delante, al lado de Iniesta. Cuandoel coche estaba a punto de arrancar,alguien gritó:

—¡Espere!¿Lo había sabido el enemigo desde

el principio? ¿También habían estadofingiendo?

El hombre alto rugió por laventanilla del vehículo:

—Estamos en una mala situación.Yo sólo soy cabo. En realidad notenemos jefe. ¿Podría enviar un camiónque nos lleve a Brunete?

—Desde luego, cabo.—No se olvide. ¡Salud!El coche arrancó rumbo a Brunete;

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el voluntario se vanagloriaba delheroico papel que había desempeñadoen la guerra. Iniesta le animaba a hablar,confiando en que estuviese demasiadoentretenido con el relato de su heroísmopara divisar a los moros en la distancia.Por último, Piñeiro preguntó con tonoindiferente:

—Carlos, ¿ves esas tropas quevienen hacia nosotros?

—Me pregunto qué son —contestóIniesta.

—¡Parecen moros! —dijo Piñeiro.—¡Tienes razón! —exclamó el

capitán.—¡Dé media vuelta! ¡Media vuelta!

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—gritó el miliciano.—No puedo. No es posible

maniobrar aquí. No te preocupes, yoestuve en Marruecos. Conozco suidioma. Les saludaré en árabe y no sedarán cuenta de quiénes somos.

—No, es demasiado peligroso.—Más peligroso es dar media

vuelta.Un momento después los moros

rodeaban el coche.—¡Capitán Iniesta! —dijo uno de

ellos, reconociendo al conductor.El capitán se volvió hacia el

republicano y rugió:—Eres un traidor. Nos dijiste que

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viniéramos a Brunete y Franco está aquí.—No, no, ¡soy comunista! —

protestó el voluntario.Iniesta se rio. El juego había

terminado.—Soy capitán de la legión —dijo—.

Dame tu fusil.Los moros se hicieron cargo de los

dos prisioneros y se los llevaron. LuegoIniesta envió varios camiones pararecoger a los demás republicanos que sehabían quedado en la carretera.

No quería que esperaran muchotiempo.

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3.

—Castro, nuevas delegaciones decampesinos desean verle.

Enrique Castro Delgado, director dela Reforma Agraria, alzó la vista de suescritorio, miró a su ayudante Morata ydijo con voz indiferente:

—Recíbeles. Y trátales bien. Dalestodo lo que pidan. Di que sí a todo.

Había que dar al campesinado algoque defender. Había que atraerlo condulzura hacia el campo de batalla y elPartido Comunista. Pero mejor que lo

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hicieran otros. Castro sólo pensaba enuna cosa ahora.

—La batalla se acerca —dijo—. Labatalla de Madrid. La liza que tenemosque ganar. De lo contrarío hemosperdido la guerra, digan lo que digan losmilitares y los políticos… La reformaagraria… ¡una mierda! Todo es unamierda excepto Madrid.

Cuando Morayta se retiró, Castrocontempló por la ventana de sudespacho el parque del Retiro. Era 4 denoviembre. En el frío del tardío otoño,la gente se arremolinaba, caminandorápida, silenciosamente. A Castro leparecía que estaban buceando en sus

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conciencias. ¿Combatirían para, casicon toda certeza, perder el combate?¿Matarían para, probablemente, perecertambién?

Por lo menos tenían una opción.Castro no podía elegir mientras los veíaahí, incapaces de luchar, incapaces dematar. Y sin embargo él era un maestrode la «fórmula», el arte de matarimplacable, casi apasionadamente, porla causa. Sí, ¿quién se preocupaba porlos campesinos en aquel críticomomento? Si se perdían Madrid y laguerra, también estaría perdido elcomunismo español. Madridsimbolizaba el poder comunista. Y el

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Quinto Regimiento, su Regimiento, erael núcleo vital de su defensa. Si resistía,el partido gozaría del máximo crédito, yquizá captaría a todo el pueblo,incluyendo al campesinado.

Pero ¿cómo podría resistir bajo elmando de su sucesor, Enrique Líster, aquien él consideraba un insensatoborracho? Las noticias eran cada díapeores. El día anterior, los republicanoshabían lanzado catorce mil hombres, 48tanques soviéticos y nueve carrosblindados en un ataque de flancoscoordinados sobre las carreteras deToledo y Aranjuez, en un gran esfuerzofinal por frenar el avance rebelde. Se

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abrieron camino hacia Torrejón,rompiendo la carretera de Toledo, perouna vez más la victoria derivó hacia laderrota.

Tan pronto como los tanquesabandonaron Torrejón, la infanteríatemió que el enemigo la rodease yemprendió también la retirada. Y lasdotaciones españolas que conducían porprimera vez algunos de los tanques, trassólo diez días de adiestramiento, apenassabían lo que estaban haciendo. Unhombre nunca logró aprender a cambiarde velocidades; otro no podía dispararla ametralladora porque el seguro estabapuesto. En definitiva, ni todos los

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tanques rusos ni todos los consejerossoviéticos conseguían reunificar alejército de la República.

Y mientras el enemigo seaproximaba, Castro permanecía sentado,prisionero en su suntuoso despacho,vistiendo un pulcro traje, meroespectador de los acontecimientos quedebería estar dirigiendo. Su refinadotalento para matar iba a sercriminalmente desperdiciado.

De repente el timbre del teléfono lesacó de su amargo ensueño. Llamaba unfuncionario del Partido Comunista:

—¡El frente de Getafe se hadesplomado! El comité político le

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ordena salir inmediatamente para elfrente. Hay que contener el pánico de losmilicianos. ¡Es preciso detenerles!

Castro se despojó de su chaqueta, seremangó las mangas de la camisa einspeccionó su pistola. Luego seprecipitó hacia el coche que leaguardaba y el chófer aceleró rumbo aGetafe, a pocos kilómetros de lacarretera de Toledo, prosiguiendo laruta hasta que surgió ante ellos unamultitud de hombres andrajosos. Elvehículo se acercó a la muchedumbre yse detuvo. Castro se apeó de un salto.Leyó en los rostros de aquellos hombresel miedo, la cólera y el pesar:

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sentimientos familiares, la terrible yangustiada mirada de los derrotados. Yadvirtió en ellos el hambre, además,pues el gobierno había olvidadoenviarles comida. Se pararon ante él yCastro les miró fijamente. Algunos eranantiguos alumnos suyos.

—¿Cansados? —preguntó.Nadie respondió; después se le

acercaron varios oficiales y le dijeron:—A sus órdenes, comandante.Castro les miró a los ojos, tan

deseoso de insultarles como deabrazarles.

—Sentaos, camaradas —dijo—.Sentaos y cerrad los ojos. Y respirad

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hondo. Y pensad en los pocoskilómetros que os quedan por recorrer.Pensad en lo que os espera más allá deesos kilómetros: en vuestros hogares,esposas e hijos. Y cuando hayáispensado en todo eso, haced lo quequeráis: ¡quedaos o corred!

Después de haberles dejadoreflexionar durante unos minutos, Castrovolvió y dijo:

—Escuchadme, camaradas, oficialesy milicianos… porque ya sabéis que yonunca miento. Nuestros reservas estánterminando su instrucción y dentro deunos días saldrán de sus bases hacia estefrente. ¡Dentro de unos días!

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Interminables convoys de armas ymuniciones se aproximan a Madrid.Vuestras mujeres e hijos duermen sintemores, pensando que frenaréis alenemigo… Tenemos que resistir variosdías más… ¿Puedo confiar en vosotros,camaradas?

—¡Sí! —exclamaron los hombres.—¡Camaradas, oficiales, escuchad!

Reorganizad vuestras compañías con loshombres que quedan. No importa si sólohay cuarenta o cincuenta hombres. Eneste momento, camaradas, lo que cuentano es el número, sino el valor, elheroísmo. Todo aquel que no obedezcaserá considerado un traidor, y será

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ajusticiado en presencia de sus antiguoscompañeros para servir de escarmiento.¡Sea miliciano u oficial! Se trata,camaradas, de que al enemigo le cuestesangre y tiempo cada metro que consigaavanzar… De prisa, camaradas. ¡Viva elQuinto Regimiento!

Algunos obuses de artilleríaestallaron cerca del lugar, ahogando loscompases de un vals vienes queretransmitía la radio de un coche. Elenemigo no estaba muy lejos. Perotampoco lo estaban las familias de losrepublicanos. Los hombres obedecieron,algunos incluso saltando de lasambulancias en donde se habían

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escondido entre los heridos.Al finalizar el día, José Díaz en

persona hizo un llamamiento a Castro:—¿Volverás al Quinto Regimiento

para ayudar a salvar Madrid?Entretanto, el general Varela se

pavoneaba ante los periodistas en elGetafe conquistado.

—Pueden anunciar al mundo quetomaremos la capital esta semana.

Y se marchó apresuradamente paraasistir a una reunión de altos mandos enla que se decidiría cómo hacerlo.

A pesar de la optimista predicciónque había formulado, el general y otros

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militares rebeldes seguían preocupados.¿A cuántos tanques, aviones y cañonesrusos iban a enfrentarse? Losrepublicanos no habían sabido explotarsus nuevas armas en las dos grandesofensivas desencadenadas hastaentonces, pero estaban aprendiendo ahacerlo y probablemente lucharíanmejor en las calles que en las carreterasy en campo abierto. Posiblemente lostanques y los aviones solos no podríantomar Madrid. Haría falta el concursode las tropas y los republicanoscontaban con cincuenta mil hombrescontra veinticinco mil de los rebeldes.Asimismo, los soldados del Guadarrama

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eran incapaces de abrirse paso, y elnuevo armamento alemán prometido aúntardaría en llegar varios días.

Pero si bien los dirigentes rebeldescalibraban todos los peligros, ningunode ellos dudaba de que acabaríanapoderándose de la capital. El quemenos lo dudaba era Mola. Estabaseguro de que la ciudad no combatiríahasta la muerte. ¿Cómo los hombres quehabían huido como animales acosadosen las pasadas semanas iban a hacerfrente a los moros y a los legionarios,tanto en la ciudad como en el campo?Varela, que había presenciado cómo elenemigo combatía hasta el último

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hombre en lugares tales como Badajoz,no estaba tan convencido, dijera lo quedijera a la prensa. Franco, como decostumbre, se mostraba prudente, yYagüe era el menos persuadido de quela capital se rendiría fácilmente. Perosus criterios tan sólo diferían en cuantoal plazo: ¿tardarían dos, tres, cuatrodías…?

Mola ya había impartido órdenes asus tropas respecto a lo que debíahacerse cuando entraran en Madrid.Tenían que liberar de inmediato a susseguidores; arrestar a los políticamentesospechosos y confinarlos en campos deconcentración; castigar a quienes no

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colaborasen con los «libertadores»;confiscar todas las propiedades de lasorganizaciones republicanas; y no hacerprisioneros si tropezaban con gruposarmados. Franco, por su parte, ordenó asus hombres que aniquilasen a los rojosy voluntarios extranjeros hallados en laciudad, pero les ordenó que nosaqueasen, violasen ni tuviesencomercio sexual con prostitutas hastaestar vacunados contra las enfermedadesvenéreas.

Sin embargo, aunque los líderesrebeldes estaban de acuerdo en lo quehabía que hacer una vez en la capital,disentían respecto a la forma de entrar

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en ella, pese a que en los primeros díasde noviembre los generales se reuníancon frecuencia para sopesar las posiblesalternativas.

¿Cortar la carretera de Valencia, aleste de Madrid, y rendir a la poblaciónpor el hambre? Llevaría demasiadotiempo. Y además, Franco quería dejarabierta esa carretera para que losmadrileños pudieran huir, dejando a susespaldas sobre todo a su quinta columna,que así dominaría la situación conmenos esfuerzo. ¿Y atacar desde elsudeste? Todos convinieron en queresultaba demasiado peligroso; tendríanque abrirse camino a través del barrio

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obrero de Vallecas. Sólo restaba laposibilidad de golpear desde el noroesteo de lanzar un ataque directo y frontaldesde el sur.

Un ataque frontal, propuso Mola.Era el camino más corto, y por tanto elque requeriría menos tiempo. Y eltiempo era vital, con Stalin derramandoarmas sobre Madrid y Hitler yMussoliní aguardando ansiosamente sucaída para poder reconocer al gobiernode Franco. Y, sobre todo, horadar elcorazón de la capital forzaría a lasdesmoralizadas e indisciplinadashuestes rojas a chocar de frente con losatacantes, y en una confrontación cara a

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cara las más experimentadas tropas deFranco habrían de demoler aladversario. Las demás vías, en cambio,dejarían a los rebeldes muy vulnerablesa los ataques por los flancos.

Mola aconsejó que dos columnas deinfantería iniciasen un ataque dediversión sobre el suburbio meridionalde Carabanchel, mientras que otras tres,el grueso de las tropas, se desplazasenhacia el oeste, luego girasen al este através del bosque de la Casa de Campo,cruzasen el río Manzanares hacia laCiudad Universitaria y ganasen la Plazade España. Desde allí se desplegaríanen abanico y segarían toda la ciudad

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como la afilada hoja de un cuchillo.Yagüe se opuso vivamente: era el

plan más arriesgado de todos lospropuestos. Los robles de la Casa deCampo no sólo eran escondrijos idealespara emboscadas enemigas, sino que elbosque estaba fortificado conametralladoras, bunkers de cemento,minas y alambre de espino. La mejormanera de arrollar la resistencia —insistió— era avanzar desde el noroeste,a través de Puerta de Hierro y CuatroCaminos. Eran los barrios peordefendidos, puesto que los republicanosprobablemente no esperaban que elejército rebelde del sur se precipitase al

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ataque desde el norte.Franco y sus consejeros alemanes e

italianos, sin embargo, respaldaron elplan de Mola, y lo mismo hizo Varela,aunque temía que si la batalla por laciudad se prolongaba a lo largo de dos otres días, sus fuerzas relativamentereducidas podrían estancarse en untempestuoso mar urbano. A pesar de susdudas persistentes, a todos les vencía lamisma impaciencia que a Mola. ¿Porqué perder el tiempo con ataquesindirectos? Todo derecho hacia la Plazade España. Bastarían cinco mil hombrespara formar la punta de lanza, mientrasque el resto protegería los flancos

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abiertos y actuaría en calidad dereservas.

Varela lanzaría el ataque dediversión con sus dos columnas el 5 denoviembre. A la vez que causabanestragos en Carabanchel, una de ellasenfilaría hacia el Puente de Segovia,mientras la otra avanzaba hacia el deToledo, mucho más al sur, para hacercreer a los republicanos que se tratabade la ofensiva principal. Más tarde, el 7de noviembre, las tres columnas delgrueso de las fuerzas se extenderían entorno al Puente de los Franceses, alnorte, e irrumpirían a través de la Casade Campo en la Plaza de España.

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El 7 de noviembre: una buena fechapara una entrada triunfal. ¿Qué mejormodo de celebrar el aniversario de laRevolución Rusa?

Constancia de la Mora no habíavisto a su marido, el comandante de laFuerza Aérea Hidalgo de Cisneros,desde hacía dos meses. Cuando sereunió con él en una habitación de hotelen Albacete, su nuevo destino, apenaslogró reconocerle. Sus cabellosprematuramente grises se habían vueltoblancos, su rostro había adelgazado, sumirada había perdido su antiguo brillo.

Constancia acababa de llegar deAlicante, adonde había trasladado su

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orfanato cuando los rebeldes empezarona bombardear Madrid. Todos losescolares de Alicante e incluso unabanda de música habían dado labienvenida a los niños que ella habíaencontrado abandonados en un conventode Madrid, asustados, sucios yhambrientos.

Constancia estaba conmovida; y a lavez orgullosa. Pensaba haber hecho unaimportante aportación a la nueva Españaal transformar a los huérfanos en niñosalegres a los que les gustaba corretear yjugar, y que acaso un día contribuirían adirigir la nación con clemencia yconciencia social. Pero a medida que

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empeoraban las noticias procedentes deMadrid, se preguntaba si ese día llegaríaalguna vez. El 5 de noviembre, con losrebeldes a las puertas de la ciudad,Constancia se dirigió a Albacete, encoche para ver a su marido y conocer laverdad.

Cisneros tenía buenas noticias, y surostro, a pesar de las arrugas,resplandecía como el de un chiquillo.Excelentes cazas rusos, denominadosChatos por los madrileños, habíanllegado de la Unión Soviética, y yacombatían contra los aviones alemanes eitalianos que habían estadobombardeando regularmente la capital

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los días anteriores. Así que todavíaquedaba esperanza para la ciudad. Ytambién para la España de los huérfanosde Constancia.

—Connie —dijo Cisneros—,nuestro país por fin entiende nuestralucha.

Y era cierto; Rusia la comprendía.Madrid debía resistir… hasta que Stalindecidiese que ya no lo necesitaba.

4.

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Pero en Madrid, el 5 de noviembre,incluso algunos de los más próximoscolaboradores de Stalin dudaban de quepudiese resistir. Así pues, LouisFischer, el escritor americano comunistaque había aconsejado a Largo Caballerosobre el modo de prepararse ante elataque, necesitaba a su vez consejo. Laciudad parecía agonizante. ¿Debíaquedarse, se preguntaba Fischer, yperecer con ella? El pánico seapoderaba, de la capital cada vez que eldistante bramido de los cañonesestremecía la tierra y el devastadorzumbido de los aviones desgarraba elcielo. Aterrorizados, los madrileños

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tropezaban entre sí al entrarpresurosamente en los refugiossubterráneos, y por entonces sin llevarconsigo sus gramófonos, si bienemergían y vitoreaban extasiados a losnuevos Chatos que surgiendo de la nadaperseguían a los aparatos enemigos.

Otros marchaban hacia el frente conla resuelta zancada de los mártires, lasmujeres aferrándose a sus hombres, altiempo que afluían refugiados desde lossuburbios, muchos procedentes deCarabanchel y viajando en los últimostranvías con sus pertenencias apiladasen el techo. La mayoría de losextranjeros y numerosos españoles ya

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habían hecho las maletas y seescabullían camino de Valencia, y losque no combatían ni escapaban llevabanen los ojos la mirada atormentada de loscondenados a muerte.

La propaganda rebelde fomentaba elmiedo. La emisora de Burgos difundíaun programa titulado: «Las últimas horasde Madrid», anunciando el orden deldesfile de la victoria que pasaría pordelante del Ministerio de la Guerra, losdirectores de las bandas militares y loslugares de la ciudad en donde la Falangetendría libertad de acción para castigara los republicanos. Y radio Lisboallegaba hasta a describir la entrada del

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generalísimo Franco en Madrid a lomosde un caballo blanco. Mientras tanto, losrebeldes habían redactado un relato deseis páginas para los corresponsalesextranjeros sobre la caída de la capital,dejando espacios en blanco paraposteriores detalles. Y esperando en lasafueras el momento de irrumpir con lasprimeras tropas había una expediciónreligiosa de requetés que había llegadode Sevilla, con sacerdotes y carpinterosque instalarían un altar en la Puerta delSol para la celebración de la Misa.

En medio del terror y la confusiónreinantes, Fischer fue al hotel Palace,donde se hospedaban los rusos, pero lo

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encontró casi vacío. Prácticamente todoel personal de la Embajada soviética sehabía marchado ya. Stalin no quería queel enemigo identificase a sus agentes ymucho menos que los capturase, y habíaordenado que se colocaran «fuera delalcance de la artillería». FinalmenteFischer encontró a Orlov, el jefe de laNKVD.

¿Qué debía hacer?, le preguntó.—¡Váyase lo antes posible! —le

recomendó Orlov—. No existe frente.Madrid es el frente.

Fischer descendió la Gran Víareconsiderando el consejo recibido.Escribió más tarde: «Caminaba

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despacio. ¿Había llegado el fin?… ¿Y siFranco tomaba Madrid?… No me sentíadispuesto a probar suerte con los moros,legionarios extranjeros y rebeldes que lodestrozaban todo a su paso».

Al pasar por el hotel Gran Vía, mirópor una ventana y vio a André Malrauxsentado en el vestíbulo. El francésestaba descorazonado después de haberperdido la mayoría de sus avionesdurante la retirada de Toledo. CuandoFischer entró y le pidió su opinión sobrela situación reinante, Malraux contestócomo si recitase un comunicado oficial:

—El enemigo está en Carabanchel.—¿Cómo lo sabe?

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—Les hemos bombardeado estamañana.

¿Qué debía hacer?, le preguntó.—¡Lárguese cuanto antes! Consiga

un coche. Si no lo consigue, le sacaré enmi avión mañana por la mañana. Peroantes tendrá que acompañarnos duranteun bombardeo.

Fischer decidió buscar un coche.

«¡Váyanse en seguida!».El primer ministro Largo Caballero

dio el mismo consejo a su gabinete latarde siguiente, el día 6 de noviembre,en una reunión celebrada en elMinisterio de la Guerra, mientras las

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ventanas resonaban con el estruendo dela artillería y las estridentes peroratasde los espantados ministros. Enrealidad, Largo Caballero había queridotrasladar antes el gobierno, como lehabían incitado a hacer los comunistas.Pero los anarquistas le hubiesen acusadode traición por abandonar al pueblomadrileño.

Había incluso pensado en entregar laciudad sin lucha, como propugnaba sunuevo subsecretario de guerra, elgeneral Asensio. Largo Caballero lehabía encumbrado y había designado algeneral Pozas para sustituirle como jefedel frente central a fin de apaciguar a los

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comunistas, que hacían responsable aAsensio de todos los fracasos de lamilicia. Incluso si los republicanosconseguían milagrosamente defender lacapital, ¿por qué —razonaba Asensi—inmovilizar a decenas de miles desoldados en la defensa de una plaza deescaso valor estratégico? Más valíaabandonarla, cedérsela al enemigo ycontraatacar con un fuerte ejércitoreorganizado. Y Largo Caballero estabade acuerdo.

Como hombre de armas, Asensio noconcedía excesiva importancia al valorpolítico y sicológico del hecho dedefender Madrid. Y en su calidad de

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político, Largo Caballero preferíaretirarse de ella temporalmente yretornar incensado de gloria en vez depermitir que sus fuerzas sucumbieran enuna matanza que quizá lisiase tanto a laRepública como a su carrera política.Pero ni los comunistas ni los anarquistasquerían oír hablar de semejante plan.

Así pues, el primer ministro pensóque lo menos que podía hacer era sacaral gobierno de la capital: y elloimplicaba pactar con los anarquistas.Tan sólo dos días antes, el 4 denoviembre, había hecho las paces conellos e incluso les había convencido deque ingresasen en su gabinete. Ahora

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había cuatro ministros anarquistas, y severían obligados a compartir laresponsabilidad de todo fracaso políticoo militar futuro, así como a aceptar lasdecisiones del gobierno, inclusive la deabandonar la ciudad si la mayoríavotaba a favor del proyecto.

Los anarquistas se habían vistoatrapados por un acuciante dilema y porúltimo se habían decidido por vulnerarel principio básico de su filosofía:combatir toda forma de gobierno. Ahorase hallaban dentro del gobierno. Pero¿podrían haber actuado de otro modo?Tenían que contrarrestar la influenciacomunista o si no estos los aniquilarían.

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Reflejando esta pesadumbre, la nuevaministro de Sanidad, la anarquistaFederica Montseny, recordaría mástarde las reservas, las dudas, la angustiaque tuvo que vencer para aceptar aquelpuesto. Para otros, un cargogubernamental podía representar elobjetivo y la satisfacción de desmedidasambiciones. Para ella no significó másque una ruptura con toda una vida detrabajo…

La guerra civil había compelido alos anarquistas a ver las cosas tal comoeran, no como querían que fuesen.Montseny, la primera mujer que ocupóun cargo ministerial en la historia de

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España, había incluso contribuido aconvencer a Durruti de que acataseórdenes del gobierno. Tenía queabandonar el frente de Aragón, dondelos anarquistas dominaban, y presentarseen Madrid con varios miles de hombres.

«Nunca», contestó.Pero si se negaba, los comunistas

controlarían la capital y quizá el paísentero. Durruti debía rescatar Madridpara salvar la revolución anarquista.Ningún otro poseía su prestigio, sucarisma, su fama de valeroso. ¡Teníaque acudir!

Durruti se debatía consigo mismo.La realidad ya había empezado a

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contaminar su pureza ideológica. Ante elhorror de muchos de suscorreligionarios, había declarado en laradio: «Renunciamos a todo salvo a lavictoria», y acentuado la necesidad de ladisciplina con la escandalosa afirmaciónde que «estamos contra esa falsalibertad que invocan los cobardes paradesertar». Tales palabras chocaban consus más profundas convicciones, lomismo que la decisión —que adoptó demala gana— de ir a Madrid y ponerse alas órdenes de hombres que intuía iban atraicionarle a él y a sus seguidores.

Sólo dos días después de que losanarquistas hubieran aceptado violar sus

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dogmas entrando en el gobierno,pensaron que Largo Caballero ya lesestaba traicionando: a ellos y al pueblo.No, clamaron los ministros anarquistas,el gabinete no debía trasladar su sede.No podía dejar que los ciudadanosfueran exterminados por Franco.Sentados junto a los comunistas en lasala de consejos, no podían confesar loque les perturbaba tanto como loanterior: que el partido adversariocontrolaría a continuación la capital conlas armas soviéticas.

Largo Caballero se burló. Dijo quelos mismos milicianos que habían huidodesde Talavera iban a defender Madrid.

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¿Cómo cabía esperar de ellos que ahorano echasen a correr? Además, ¿cómopodría operar el gobierno en medio deun campo de batalla, y en especial conunos servicios civiles probablementeinfestados de quintacolumnistas? ¿Cómopodría coordinar las fuerzas de lanación si su capital podía quedar encualquier momento aislada del resto deEspaña y del mundo? Y si los rebeldescapturaban a los ministros, todos lospaíses reconocerían el régimen deFranco. En cambio, si el gobierno semarchaba y acto seguido caía Madrid —lo que era muy probable—, losrepublicanos podrían atacar desde el

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exterior, como había recomendadoprimeramente el general Asensio.

Mientras los ministros discutíanacaloradamente su destino, llegaban delfrente un motorista tras otro conmensajes urgentes: los tanques rebeldesse abrían paso por Carabanchel rumboal Puente de Toledo, que daba acceso ala metrópoli…; habían tomado elaeropuerto y la emisora de radio deCuatro Vientos…; los proyectiles de loscañones republicanos se estabanagotando.

Largo Caballero se expresó muyclaramente: si el gabinete no accedía atrasladarse, él dimitiría. En la febril

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atmósfera reinante, todos, salvo losanarquistas, estaban de acuerdo en queel gobierno debía marcharse, de modoque tuvieron que acatar la decisión.

Algunos ministros señalaron que elproblema consistía en que LargoCaballero había esperado muchotiempo. Ahora el pueblo tacharía decobardes a sus dirigentes y su moralcombativa caería en picado.

El comunista Uribe dijo que LargoCaballero, antes de partir, deberíaexplicar los motivos de su marcha.Tonterías, repuso el primer ministro.Ello sólo contribuiría a propagar elpánico.

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Los ministros y sus colaboradoresmás próximos saldrían hacia Valenciaaquella noche. Telefonearían después asus familias. Algunos hubieran preferidoir a Barcelona, pero no discutieron. Loimportante era que abandonaran Madrid.

¿Y quién se quedaría allí paradirigir las fuerzas ciudadanas… yrendirse si fuese necesario? LargoCaballero tenía al hombre apropiado.Un hombre que había causado una buenaimpresión incluso al general rusoGoriev, puesto que al parecer era unapersona manejable: el general Miaja.

Esa noche, como de costumbre,Arturo Barea fue al Ministerio de

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Asuntos Exteriores a recibirinstrucciones de su jefe, Rubio Hidalgo,sobre cómo manipular los artículos delos corresponsales extranjeros. Bareasiempre encontraba desagradablesdichas entrevistas. Rubio, que tenía unaspecto teatralmente maquiavélico, consu negro y fino bigote, sus gafas oscurasy su sonrisa cínica, era, a juicio deBarea, un oportunista con escasa ideadel periodismo e incluso de la causa.

Rubio se enjugó con un pañuelo elsudor de su cabeza calva y dijo:

—Esta noche el gobierno se trasladaa Valencia. Mañana Franco entrará enMadrid.

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Barea se quedó atónito.—Nosotros también nos vamos —

prosiguió—. Claro está, me refieroúnicamente al personal fijo. Espero (elgobierno espera, quiero decir) que ustedcontinuará en su puesto hasta el últimomomento.

—Por supuesto.—Muy bien… El gobierno sale para

Valencia esta noche, pero nadie lo sabetodavía. Se dejarán órdenes escritas algeneral Miaja para que pueda negociarla rendición con el menorderramamiento de sangre posible. Peroél tampoco lo sabe aún, y no lo sabráhasta que se haya ido todo el gabinete…

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Es absolutamente necesario mantenersecreta la marcha del gobierno, pues delo contrario estallaría un tremendopánico. Así que lo único que tiene quehacer es ir a la Telefónica, iniciar elservicio como habitualmente y no dejarpasar ni la más mínima mención.

—¿Qué tendré que hacer mañana?—Como no hay nada que usted

pueda hacer, cierre la censura cuandoconcluya su turno, váyase a su casa yocúpese de su pellejo, pues nadie puededecir lo que va a suceder.

Barea fue a la Telefónica, donde loscorresponsales estaban gritandofrenéticamente por los auriculares y

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tecleando sus artículos entre tragos decafé y whisky. Les odiaba por sudesapasionamiento político y suobjetividad profesional. Lo que para losmadrileños representaba susupervivencia no pasaba de ser una«buena crónica» para ellos. Erancrueles, insensibles, incluso traidores ala humanidad. Aquella noche esgrimiríasu espada —el lápiz azul— con especialplacer. No conseguirían transmitir alexterior ni una sola palabra sobre lamarcha del gobierno y la agonía deMadrid.

Sólo unos cuantos periodistas seinteresaban por la causa republicana, y

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uno de ellos era William Forrest, delDaily Express de Londres. Era escocésy comunista. Pero era asimismo unfervoroso reportero, y al conocer lanoticia de que el gobierno estaba a puntode abandonar la ciudad, estaba resueltoa dar la exclusiva al mundo. Su crónica,ya censurada, no decía nada de laevacuación. Pero uniendo las primerasletras de cada frase, los redactores jefespodrían leer: «El gobierno huye aValencia». Se las arregló paratelefonear instrucciones cifradas altaquígrafo de su oficina londinense. Losredactores no entendieron el mensaje, yen definitiva el mundo, al igual que

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Madrid, no conocería la noticia hasta eldía siguiente.

Entretanto, Barea trabajó toda esanoche, zaherida por los proyectiles,guardando amargamente su secreto en elfondo del alma.

Aquel día, temprano, el generalMiaja se hallaba ante su escritoriotrazando líneas en un mapa de Madrid yestudiando las posibles rutas por las queavanzaría el enemigo. Era una vez másel jefe militar de la zona madrileña.Sorprendentemente, desde que ocupódurante unas horas el cargo de ministrode la Guerra aquella trascendental

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jornada del 18 de julio, se había labradocon esfuerzo la reputación de ser elgeneral republicano de mayor valía.

Enviado al frente de Córdoba, leordenaron atacar los baluartes rebeldesde la región, pero él se negó. Arguyóque para sus escasas tropas sería unalocura emprender aquella acción sincontar con refuerzos. El ministro de laGuerra insistió. ¿Cuándo entraría enCórdoba?

—¡Nunca! —respondió sucintamenteMiaja.

Fue destituido y enviado a Valenciacomo jefe de la guarnición, pero denuevo formuló exigencias. Largo

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Caballero tenía que concederle mayorpoder para que pudiese controlar a losmilicianos insubordinados. Así que denuevo fue relevado de su cargo, y estavez se quedó sin trabajo. A juicio delgobierno, o bien era desleal oincompetente. El 28 de octubre se leasignó de nuevo el mando en Madrid,aunque Miaja no sabría hasta más tardepor qué se precisaban tan urgente yrepentinamente sus servicios.

Mientras examinaba taciturnamenteel mapa, entró su ayudante en eldespacho.

—General —dijo—, el ministro dela Guerra le pide que vaya

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inmediatamente a verle.Media hora después, a las 2 de la

tarde, Miaja se sentó frente a LargoCaballero, asombrado de que le hubierallamado y preguntándose por qué elescritorio del jefe del gobierno estabatan limpio.

—¿Qué ocurriría, general —dijo—,si el gobierno abandonase Madrid?

—Tendría que haberse marchadoantes —dijo el militar con su habitualfranqueza—. Todavía pienso quedebería partir… Pero ignoro lasconsecuencias de una iniciativa queseguramente será considerada como unahuida.

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El pueblo podría quedarse tandesmoralizado que Franco tomaríafácilmente la ciudad, agregó. Era unriesgo que, con todo, había que correr.

Largo Caballero explicó que elgobierno probablemente partiría aquellamisma noche, y que Miaja sería puestoal frente de la capital. ¿Sus órdenes? Lasrecibiría antes de que el primer ministroemprendiera su viaje.

—Obedeceré fielmente las órdenesdel gobierno y cumpliré mi deber hastael último instante —dijo Miaja.

Estaba contento: le habían confiadoel puesto militar clave en la guerra. Almismo tiempo se hallaba trastornado: el

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gobierno esperaba claramente de él quefuese un chivo expiatorio ante Franco.Largo Caballero actuaba de mala fe…

Fue entonces cuando LargoCaballero, en esta ocasión actuandocomo primer ministro, solicitó de sugabinete que aprobase el traslado aValencia. Y apenas lo hubo hecho, a las6.45 de la tarde, bajó rápidamente laescalera de mármol hasta llegar al patiocentral y subió a su coche, que ya estabarepleto de maletas.

Hacia la misma hora, el generalAsensio convocó al general Pozas, quele había reemplazado como jefe del

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frente central, y al general Miaja. Selimitó a tender a cada uno un sobrecerrado con la siguiente leyenda: «Muyconfidencial. No abrir hasta las 6 de lamañana del 7 de noviembre».

Tenían que obedecer lasinstrucciones contenidas en el sobre, lesordenó Asensio. A continuación éltambién se precipitó hacia su coche ysalió para Valencia. Pozas y Miaja semiraron. ¿Estarían todavía vivos a las 6de la mañana? ¿No habría sucumbidoMadrid? De común acuerdo, ambosdesobedecieron las órdenes. Abrieroncada uno su sobre y leyeron la nota queiba dentro. Alzaron la vista,

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desconcertados. Les habían dado lossobres cambiados. Se pasaron uno a otrolas respectivas notas.

Miaja tenía que defender la ciudad«a toda costa» con ayuda de una Juntaformada por delegados de cada uno delos partidos del Frente Popular. Si seveía forzado a retroceder, estableceríauna nueva línea de defensa en Cuenca,aproximadamente a mitad de camino deValencia. Pozas, cuyo cuartel general sehallaba en Tarancón, a unos 100kilómetros al sudeste de la capital,mandaría las tropas encargadas dedefender la nueva línea en caso de quefuera necesaria.

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Ninguno de los dos lograba creerlo.Franco estaba asaltando Madrid y leshabían ordenado que esperasen unasdiez horas antes de saber lo que lesincumbía hacer. Y de no haber abiertolos sobres antes de que Pozas semarchase de Madrid, de haberaguardado hasta las 6 de la mañana parahacerlo, no hubieran sabido cuáles eransus respectivas órdenes, ya que nohabrían podido intercambiar los sobres.Era evidente que el gobierno no queríacombatir por la ciudad. Todas las tropasrepublicanas que se encontraban enMadrid, por lo tanto, así como losciviles, quizá habrían sido

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exterminados, bien por el virulentoejército de Franco, bien por losquintacolumnistas que esperaban la horade la venganza.

Miaja, flanqueado por dosayudantes, avanzó pesadamente por lospasillos desiertos del Ministerio de laGuerra, echando una ojeada a lasdependencias brillantemente iluminadasen las que carpetas, anuncios oficiales ytazas de café medio vacías ocupaban lasmesas. Cruzó la puerta del despacho deLargo Caballero y se dejó caer en elsillón detrás del amplio escritorio.

«¡La tercera vez!», exclamó, pueshabía sido ministro de la Guerra en dos

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breves ocasiones, una en febrero de1936 y otra en julio del mismo año.

Ahora, sin embargo, era el dueño deMadrid. Un amo sin criados, aparte desus dos ayudantes personales. Estabansolos, al parecer, en un misteriosomundo deshabitado, sin otra cosa que lascercanas ráfagas de artillería pararecordarles que quedaban aún otrascriaturas vivas.

Miaja apretó un botón en unacentralita para llamar a uno de susayudantes. No hubo respuesta. Pulsóotro. Un nuevo silencio. Apretó todos ala vez. No ocurrió nada. Se quitó susgafas redondas y nerviosamente se puso

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a secarlas. No había nadie en elMinisterio capaz de ayudarle, y elenemigo estaba a punto de irrumpir en elcentro de la ciudad.

Los coches con chófer recorrieronde noche la carretera de Valencia sinhallar ningún obstáculo en el camino:hasta que los faros revelaron lapresencia de hombres que les apuntabancon fusiles a ambos lados de la ruta.Chirriaron hasta detenerse, y un hombreque lucía en el cuello un pañuelo rojo ynegro asomó la cabeza por la ventanillade cada vehículo.

—¿Adónde van?

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—Misión especial.Todos iban en «misión especial».Los milicianos anarquistas habían

oído que el gobierno estaba«desertando» y no les impresionaba laelevada posición política de lospasajeros.

—Hatajo de miserables cobardes —gritó uno de ellos—. Vamos a mataros atodos.

El primer ministro Largo Caballeroy unos cuantos ministros que salieronmás temprano de Madrid ya habíanrebasado el punto en que más tardeinstalaron el control de Tarancón. Perootros muchos dignatarios, entre los que

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irónicamente figuraba uno de losministros anarquistas, cayeron en laemboscada. Sus argumentos no sirvieronde nada. Y cuando uno de los políticosgritó: «¡Al diablo con estos locos!», yordenó a su chófer que franquease labarrera, los anarquistas les dieronalcance en moto y mataron a balazos alfugitivo.

Agruparon a los funcionarios en unacasa y sus raptores se pusieron a pensarqué hacer con ellos. Poco después,Cipriano Mera y Eduardo Val,secretario del comité nacional de laCNT en Madrid, llegaron y se sumaron ala deliberación. ¿Había que fusilar los

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prisioneros? ¿O enviarlos al frente? Alprincipio, Mera no quiso dejarles enlibertad, ni siquiera al ministroanarquista. Era vergonzoso queescaparan cuando el pueblo precisabaun liderazgo firme y valeroso. Pero¿acaso algún gobierno era capaz deproporcionar tal cosa? Quizá aquellahuida era en realidad una bendición. Losanarquistas no volverían a tener otraoportunidad parecida de colmar el vacíode poder en la capital; de iniciar unaauténtica revolución en el corazón delpaís, o por lo menos de impedir que loscomunistas se hicieran con el control.

En suma, Mera no se disgustó

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cuando Val le dijo que era precisoliberar a los prisioneros, pero expresó,como de mala gana:

—A cambio, camarada Val, debespermitirnos que vayamos a Madrid conmil hombres de mi columna.

Val aceptó. Y Mera columbró lavictoria final. Además de aquellos milhombres, Durruti, que iba hacia Madriddesde Barcelona, aportaría varios milesmás. Tal vez los necesarios paraenfrentarse con los fascistas ahora y conlos comunistas más adelante.

Así pues, Mera consintió que lostemblorosos políticos prosiguieran suviaje. Por fortuna, nunca volverían a

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Madrid.

5.

La noche fría y sin luna del 6 denoviembre, Madrid yacía como unaballena varada en la playa del olvido.En la Casa de Campo, jóvenes yancianos igualmente sin aliento cavabanestrechas y casi inútiles trincheras de unárbol a otro, deteniéndose únicamentepara engullir el vino aportado por loshabitantes de las casas vecinas. En el

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centro de la ciudad, las calles,tenuemente iluminadas por farolaspintadas de azul, estaban desiertas, conexcepción de ocasionales patrullasmilicianas que acechaban en lassombras o de algún despavoridoperiodista que se dirigíaapresuradamente a la Telefónica pararedactar una crónica cifrada sobre lainminente caída de la capital.

En las embajadas, los refugiados quesimpatizaban con los rebeldes contabanalegremente los minutos que lesseparaban de su liberación, jugando la«última» partida de cartas y maquinandosu primer acto de venganza. En las casas

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republicanas, la gente se sentabainquieta junto a la radio tratando deinterpretar la más mísera migaja deesperanza como la certeza de que iba aproducirse un milagro. En loshospitales, los heridos, recordandoToledo, pedían a sus enfermeras que lesenvenenasen. En el hotel Gran Vía, unode los pocos que quedaban abiertos, loshuéspedes sentados en el tenebrososalón hablaban en voz baja para que losespías no pudiesen oírles, y cadaportazo o chirrido de una silla les hacíadar un salto. Intentaban ignorar la vozchillona de un joven que solicitaba a unfuncionario del gobierno un pase para

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que su esposa comunista abandonaraMadrid antes de que fuese demasiadotarde.

Y en Carabanchel, donde resonabael grito de «¡Los moros! ¡Los moros!»,acrecentando el terror reinante, hombresy mujeres jóvenes se arrodillaban en lascalles, tras improvisadas barricadas depiedra y muebles, en tanto el invisibleenemigo avanzaba gradualmente hacia elPuente de Toledo, a corta distancia de laPuerta del Sol, y sus disparos rebotabanen las paredes de sus hogares…

—Carlos, vamos al Puente deToledo —dijo Enrique Castro Delgadoa su comisario político, Carlos

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Contreras, un comunista italiano.Salieron del puesto de mando del

Quinto Regimiento, subieron a un cochey arrancaron rumbo al puente. Conformese acercaban, al ver a unos hombres quecorrían, ambos se apearon paradetenerles.

—¡Camaradas! —gritó Carlos—,Madrid cuenta con vosotros. El QuintoRegimiento os necesita. La Españademocrática confía en vosotros. Elmundo os está mirando, el mundo queanhela el triunfo de nuestra revolución…Si alguien está cansado, si no puedetenerse en pie o sostener un fusil, que lodiga… y otro camarada cogerá su arma.

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Castre trepó sobre un camión y gritó:—El que no pueda seguir, que dé un

paso adelante.Silenciosos, los hombres

permanecieron en sus sitios.—Entonces, camaradas —dijo

Castro—, ¡a los puestos de combate!Cuando los milicianos volvían ya a

las barricadas, Castro vio cerca a unoficial de artillería que retiraba haciaatrás su cañón. Corrió hacia él y leespetó:

—¿Qué estás haciendo, camarada?—Salvando el cañón.—Si te ordenase que lo dejaras

donde está y que empezaras a disparar a

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quemarropa, ¿qué harías?—No le obedecería. No se puede

pedir a un artillero que actúe como siestuviera loco. Porque en realidad esuna locura.

—Tendría que matarte si medesobedecieses. Ya sé que es unalocura… pero sólo una prodigiosalocura puede levantar la moral de loshombres que huyen. ¿Me has entendido?

—No, no quiero entenderle,comandante.

Castro le encañonó con su pistola.—Teniente —dijo—, le estoy

ordenando que no mueva ese cañón. Y leestoy ordenando que dispare.

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El oficial miró de hito en hito aCastro y comprendió que hablaba enserio. Comenzó a lanzar cañonazos.

—¡Dispare, camarada teniente! Mirecómo se retiran.

De regreso hacia el puesto demando, Castro y Carlos sabían que losrebeldes volverían, que atacarían una yotra vez. El bando republicano,exhausto, desmoralizado, tenía queresistir otras cuarenta y ocho horas. LasBrigadas Internacionales acababan deempezar a organizarse y a realizar suinstrucción, pero tal vez entrarían enacción para entonces.

Esa misma noche, Castro envió al

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campo de batalla a treinta voluntarios encamiones blindados. Sabía que las balaspodían traspasar fácilmente el blindaje,convirtiendo en ataúdes los vehículos.Pero cuando los vieran los hombres delfrente, se sentirían espoleados a luchar eincluso a morir en sus posiciones.

—Es una simple cuestiónmatemática —explicó sin rodeos Castroa los voluntarios—. Treinta muertos acambio de miles de hombres queseguirán combatiendo. Resultado:Madrid se habrá salvado.

Cuando se marcharon, José Díaz,secretario general del partido, llamó aCastro a su despacho. Postrado en un

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sofá, Díaz estaba enfermo y aquejado defuertes dolores.

—El comité político —dijo con vozquejumbrosa—, ha decidido trasladarsea Valencia… Usted será responsableante el partido de los asuntos militares.

A Castro le encantó la noticia. Nadiesupervisaría sus acciones… excepto laPasionaria, que se negaba a marcharse.

Al volver a su cuartel generalempezó a ejercer de inmediato su nuevaautoridad, en primer lugar prestandoatención a los prisioneros políticos quellenaban las cárceles. Los primeros díasde noviembre, el gobierno habíadeliberado largas horas acerca de lo que

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hacer con ellos, porque si Francoentraba en Madrid y les liberaba habríaocho mil verdugos más para facilitarlesu tarea.

Reflejo de las dudas existentes alrespecto fue la división entre losanarquistas, como refiere el dirigente dedicho partido Gregorio Gallego.Algunos sugirieron evacuarlos en el actoe integrarlos en batallones de trabajo.Otros propusieron utilizarlos comorehenes. Otros aconsejaronencarcelarlos en edificios oficiales yestratégicos para impedir que losrebeldes bombardeasen tales lugares.

La actitud comunista tampoco fue

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muy clara. Quizá para ocultar lo querealmente ocurrió, Koltsov escribe quecomo en aquella tardía fecha no habíasuficientes camiones o autobuses para untraslado masivo, él quiso que losreclusos, en grupos de alrededor de unaveintena, fuesen caminando a lasprisiones de la retaguardia con unaescolta de campesinos republicanos. Porlo menos los más peligrosos podían serevacuados, y todo el que escapasepodría ser perseguido más tarde.

Pocas personas se mostraronpartidarias de la liquidación, en el másamplio sentido de la palabra, afirmaGallego. Las que apoyaron dicha opción

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lo hicieron de manera avergonzada, ymás tarde recurrieron a ella en secreto.

Mientras tanto, Largo Caballeroordenó al ministro del Interior ÁngelGalarza que evacuase a los prisioneros,pero nada se hizo en medio del caosimperante.

La noche del 6 de noviembre, nohabía nadie al frente del sistemapenitenciario. Casi todas las autoridadesencargadas de aplicar la ley, sin excluira Galarza y al jefe de policía Muñoz,habían emprendido la huida. Antes departir, sin embargo, Muñoz, al parecersiguiendo instrucciones del ministro,dejó una orden firmada a sus

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subordinados en la que les autorizabapara excarcelar a todos los reclusos.

La orden permitiría a la policíallevar a cabo el supuesto plan deKoltsov o cualquier otro proyecto deevacuación. Pero al mismo tiempo daríaa los hombres «vergonzosos» quetuvieran acceso a la orden autoridadpara sacar de sus celdas a los presos yasesinarlos. Probablemente no era ésa laintención de Muñoz, que siempre habíaquerido suprimir los paseos, aunque sinéxito. Pero ¿quién quedaba para imponerorden?

En efecto, aquella noche, antes deque Miaja hubiese podido constituir una

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junta de gobierno, Madrid carecía porcompleto de dirección. Un momentoideal para que las personas sinescrúpulos actuasen a su antojo. Y elgeneral Mola había alentado ese deseo,así como sus temores, al formular a laprensa una declaración jactanciosapocos días antes. Cuatro columnas —dijo— avanzaban sobre Madrid (aunqueuna quinta se reuniría con ellas pocodespués).

—Pero general —le interrumpió uncorresponsal inglés—, usted ha habladode cinco columnas.

—La quinta ya está dentro deMadrid y operando con todo éxito —

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contestó el militar, acuñando unaexpresión destinada a perdurar.

Así, pues, huido el gobierno y lacapital abandonada a su suerte, ¿quiénpolemizaría por sutilezas legales?Castro en ningún caso lo hizo.

—He ordenado que comience lamatanza —dijo a un ayudante deseguridad—. La quinta columna de laque habla Mola será exterminada sinpiedad antes de entrar en acción.

Y añadió maliciosamente:—Ya le he dicho que tiene derecho a

equivocarse. Hay veces en que uno seencuentra ante veinte individuos y sabeque uno de ellos es un traidor, pero

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ignora quién es. Es decir, que se planteaun problema de conciencia y unconflicto con el partido, ¿comprende?

El ayudante comprendió.Y la matanza empezó.

Felipe Gómez Acebo y suscompañeros encarcelados en la PrisiónModelo experimentaban emocionesdiversas aquella histórica noche. Seexaltaban cada vez que oían la explosiónde un proyectil de artillería o de unabomba aérea en la distancia. Francollamaba a la puerta de Madrid y lesliberaría dentro de unas horas.

Al mismo tiempo, la atmósfera

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carcelaria era siniestra. Los carcelerosestaban asustados y conversabanconstantemente. Los agentes de lapolicía y la milicia iban y venían conuna especie de pánico mudo. Y losprisioneros recordaban que cada vezque Franco había bombardeado Madrid,algunos de entre ellos eran«liberados»… para que les dieranmuerte las vengativas bandas queesperaban fuera.

¿Qué harían los carceleros estandoel enemigo tan cerca?

Gómez Acebo se consolabarepasando la historia de su increíblesuerte. Cuando los milicianos del cuartel

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de la Montaña habían estado a punto defusilarle, le había salvado un antiguocompañero de estudios. Cuando mástarde fue detenido y de nuevo parecíaperdido, un tío de su novia, jefe depolicía, acudió a rescatarle. Si tan sólosu buena estrella durase un día más,siquiera una hora… Entonces lepondrían por fin en libertad, tras mesesde sufrimientos en una celda pequeña yrepleta donde dormía en un suelo decemento invadido por los piojos.

Pasada medianoche, Gómez Acebopercibió una conmoción. Llegó unnutrido grupo de policías y milicianos, yen seguida una voz ordenó que todos los

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reclusos que fuesen nombrados gritasenel número de sus celdas. Iban atrasladarles a otra prisión. Una serie denombres resonaron en las galerías.Luego se oyó el estrépito de las puertascerradas de golpe. Gómez Acebo no sehizo ilusiones. A nadie le dijeron quecogiese una manta, y él sabía lo que esosignificaba: que no la necesitaría.

Casi todos los hombres nombradoseran oficiales que unos días antes habíanrechazado la oportunidad de unirse albando republicano; eran los máspeligrosos por su calidad decombatientes adiestrados. En el patio lesataron las muñecas con una cuerda

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delgada; luego les condujeron aautobuses verdes de dos pisos que confrecuencia se habían utilizado para girasturísticas.

Esta vez no se trataba de vacaciones.Más o menos una hora después, loshabitantes de Paracuellos del Jarama, elpueblo donde semanas antes ChristopherLance había descubierto las tumbas denumerosas víctimas, oyeron repetidasdescargas. Presa de pánico, salieron desus casas y pasaron la noche a laintemperie. Al amanecer, cuandovolvieron a sus hogares, les ordenaroncavar más sepulturas.

Gómez Acebo conservó su buena

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suerte. Su nombre no figuraba en la lista;al menos por ahora.

6.

En el fantasmal vacío del Ministerio dela Guerra, el general Miaja permanecióante su escritorio de las 9 a las 11 de lanoche llamando al domicilio de todoslos oficiales de plantilla que conocía.No obtuvo ninguna respuesta hasta que,por último, un hombre cogió el teléfono,oyó la petición de ayuda de Miaja y

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colgó. Luego cambió la mala racha delmilitar y varios oficiales accedieron apresentarse en su despacho. El gobiernono los había consideradosuficientemente importantes parasumarse a la caravana hacia Valencia.

Miaja recorrió el despachoimpacientemente, de un lado a otro,mientras esperaba la llegada de losmilitares. Era un hombre poseído,instigado por una sagrada misión que erafruto en parte del orgullo, en parte deuna obstinación de mulo y parcialmentedel miedo a que los rebeldes aniquilasena la mitad de Madrid y él ocupara elprimer puesto de la lista. Era consciente,

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no obstante, de que nada podríafrenarles.

La totalidad de las altas jerarquíasse había desvanecido: ministros,funcionarios civiles, dirigentespolíticos, jefes sindicales, consejerosrusos; y no quedaba en absoluto unmando militar central. Ignoraba dóndeestaba el enemigo, y ni siquiera sabíadónde estaban sus propios hombres;todos estaban librando sus pequeñasbatallas personales, mientras sus tanquesse deslizaban de un lugar a otro a modode artillería móvil. Incluso faltaban losarchivos, pues el gobierno se los habíallevado. Sí sabía, en cambio, que tan

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sólo contaba con 120 000 cartuchos demuniciones, inservibles para muchos delos viejos fusiles y apenas suficientespara cuatro horas, y que los proyectilesde que disponía iban a agotarse al cabode tres horas.

Poco después, las sombrasconfiguradas por los faros de un cocheinvadieron el jardín del Ministerio, yhacia las 11 de la noche Miaja celebrósu primera reunión con su nuevo estadomayor. De inmediato escogió como jefedel mismo al comandante Rojo. Aunquede baja graduación, este oficial, quehabía entrado en el Alcázar e intentadoen vano convencer al coronel Moscardó

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de que se rindiese, era un profesionalbrillante y, al igual que Miaja, tenía eldon de seleccionar a excelentessubordinados. Algunos eran de más altorango que él, pero no les humillaba estarbajo sus órdenes debido al profundorespeto que les inspiraba su aptitud.Paciente, con gafas, desprovisto desentido del humor, Rojo era un enigmapara muchos de sus colegas, pues era unferviente católico y un soldadopuramente profesional sin ningúncompromiso ideológico. ¿Por quéluchaba al lado de la República? Larespuesta se la dio a Enrique Castrocuando se lo preguntó:

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—Porque he prestado juramento a laRepública.

Miaja ordenó a los oficiales quecongregaran a todos los jefes decolumna desperdigados por todo elfrente. Dio comienzo una intensabúsqueda, y al poco tiempo todosestaban reunidos en la antesala deldespacho de Miaja, convencidos de queaquella noche tendrían que organizar una«estratégica retirada» de Madrid.

¿Qué otra cosa dictaba la lógicamilitar?, preguntaron los oficiales decarrera.

Quedarse en la ciudad y combatir,respondieron los jefes milicianos,

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aunque sin confiar en que un viejosoldado convencional como Miajaestuviese de acuerdo.

Cuando entraron en el despacho, sequedaron asombrados al ver que elgeneral se mostraba sonriente yconfiado.

—El gobierno ha dejado Madrid amerced del enemigo —dijo—. Hallegado el momento de ser hombres.¿Me entienden? De demostrar lahombría.

La palabra hombría retumbó en lahabitación. Después de tantas consignasrevolucionarias, este antiguo sustantivoespañol, que les recordaba que todos

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eran compatriotas a pesar de sus ideaspolíticas, les causó un especial impacto.Miaja exclamó a continuación:

—¡Quiero que los que se quedenconmigo sepan morir!

Se levantó, dio unos pasos y hablóde nuevo:

—Si hay alguien aquí que no seacapaz de eso, de morir, más vale que lodiga ahora.

Todos callaron.—¿Hay alguien o no?Silencio.Miaja se sentó otra vez, de nuevo

sereno.—Caballeros, les felicito por su

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actitud. Es lo que esperaba de ustedes.Vayan al estado mayor a recibirórdenes. Buenas noches y buena suerte.

Después entraron los líderessindicales y les asombró encontrarsecon un hombre feroz. Miaja rugió quenecesitaba cincuenta mil hombres en elfrente al amanecer, y que correspondía alos sindicatos proporcionárselos.

—Pero general —arguyó alguien—,¿hay armas para ellos?

Sí, había armas, respondió elmilitar. Los mismos sindicatos lasestaban acumulando. Omitió decir lo quetodos sabían: que los grupos milicianosplaneaban usarlas más adelante para

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combatirse entre sí. Exigió queentregasen todas las armas, municiones ydinamita que habían escondido. Y si noera suficiente, los soldados tendrían queutilizar las de los muertos. La hora delsacrificio había llegado y nadie podríaretroceder ni una pulgada.

Lo repitió: ¡tenían que demostrar suhombría!

Hacia las 4 de la mañana del 7 denoviembre, Miaja puso en marcha unode los más impresionantes y espontáneosalzamientos populares de la historia decualquier ciudad. Los milicianos querecorrieron cada manzana en busca dereclutas apenas tuvieron que sacar a

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nadie de la cama, pues los hombrestemerosos se volvían valientes derepente al oír el estruendo de laartillería y escuchar el llanto de sushijos. El pueblo creó comités de guerrapara transformar todas las viviendas enfortalezas. Las unidades de combaterenunciaron a su independencia yaccedieron a recibir órdenes del estadomayor, si bien Miaja y Rojo no estabanseguros de adonde enviarles, pues casicarecían de información sobre elparadero del enemigo. Al cabo de seishoras, el general había contribuido aconvertir a una muchedumbre dehombres derrotados en un ejército de

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soldados con voluntad de hierro.El milagro se estaba produciendo:

Madrid todavía no estaba perdido. Sinembargo, el presidente de Guatemalapor lo menos lo creyó así. Ya habíaenviado al Ministerio deComunicaciones un telegrama dirigido aFranco felicitándole por su granconquista. Muchos corresponsalesextranjeros, por su parte, esperaban queel generalísimo entrase en la Telefónicade un momento a otro y modificase lasnormas de censura.

Arturo Barea, que seguía en supuesto, se enfureció cuando un individuotrató de transmitir la noticia de que los

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rebeldes habían cruzado tres puentessobre el Manzanares y estaban luchandocuerpo a cuerpo con los republicanos enlos patios de la Prisión Modelo. Alnegarse a dejar pasar el informe sinconfirmación oficial, un enormeperiodista americano que había estadobebiendo toda la noche le agarró por lassolapas y le zarandeó violentamente.Franco estaba en la ciudad, bramó elreportero, y los republicanos ya notenían nada más que decir. Barea no dijonada. Se limitó a sacar su pistola yordenó a dos milicianos que guardaranbajo custodia al periodista.

¿Entraría Franco realmente en

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Madrid la mañana del 7 de noviembre?Miaja no podía estar seguro. Pero secomportó como si su inclasificableejército ya hubiese vencido. Conperfecta calma, se tendió en un catretotalmente vestido y dijo que ledespertasen al cabo de dos horas, a las 6de la mañana: a la hora en que sesuponía que tenía que enterarse de cuálera su misión.

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TERCERA PARTE

EL ATAQUE

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CAPÍTULO VIIILA RESISTENCIA

1.

El bombardeo de la artillería habíacesado y el redoble de los tamboresahora resonaba en el frío amanecer,mezclándose con el chacoloteo de loscascos de los caballos. En formación

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cerrada, la caballería mora desfilabapavoneándose por las calles deCarabanchel rumbo al Puente de Toledoy el centro de Madrid. Hombres ymujeres jóvenes agachados tras lasbarricadas o asomados a los balconesde las casas disparaban a los jinetes conviejos fusiles y escopetas, derribando aalgunos soldados. Los demás, noobstante, seguían avanzando sin pausa,como hipnotizados por el ritmo de lostambores que a cada segundo se volvíamás estridente y aterrador.

—¡Ahí vienen! —gritó un milicianoparapetado tras la primera barricada—.No se detendrán.

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—¡Vuelve a cargar tu malditaescopeta y sigue disparando! —gritóotro.

Varias muchachas corrieronagazapadas a lo largo de la barricada,alentando a los hombres.

—¡Disparad, disparad! ¡No dejéisque nos cojan!

Los defensores seguían disparandocomo si escuchasen los redobles de lamuerte. Los moros seguían avanzando.El frenesí se extendió por las trincheras,mientras las mujeres corrían de un ladopara otro repartiendo municiones yretirando a los heridos.

«¡Fuego! ¡Fuego!».

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¿Era demasiado tarde? En laconfusión de la guerra, contemplaban apocos metros de distancia el remolinode ondulantes chilabas y crines decaballos. De repente se oyó en la calleel rugido de una moto con unaametralladora acoplada, que ibacortando la retirada al enemigo. Y acompás del traqueteo del arma, loshombres a caballo caían al suelo comofrutas barridas por un huracán. Cesó elsonido de los tambores y losadversarios rompieron filas, chocandocontra una especie de pared invisible.Los caballos volvieron grupas y sealejaron al galope, muchos de ellos sin

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jinete. El ataque había fracasado.Los milicianos, no obstante, estaban

demasiado exhaustos para regocijarse.—Me voy a dormir —dijo uno.—Nadie se va a dormir aquí —le

dijo un camarada—. Hasta quevenzamos. Luego podrás dormir treintahoras.

El enemigo tampoco durmió. Aúltima hora del día, la infantería mora ylos legionarios atacaron conjuntamentetras las fuerzas blindadas italianas.

«¡Tanques!».Los hombres salieron de las

trincheras y empezaron a correr haciaretaguardia, pero de pronto dos jefes

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milicianos se plantaron ante ellos, y,alzando las manos, les gritaron:

—¡Alto, camaradas! ¡Vamos ahacerles frente!

Una salvaje mescolanza de gritos,explosiones y chirrido de motores apagósus voces, pero siguieron chillando, y alfinal dos palabras perduraron en el aireviciado y sucio: «¡No pasarán!».

Algunos defensores se detuvieron…y otros más les imitaron. Los dos jefesecharon a caminar hacia el enemigo sinmás armas que sus pistolas.

—¡Adelante todo el mundo! —clamóuno de ellos.

Y los hombres que tan sólo unos

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segundos antes estaban lívidos depánico avanzaron codo a codo conmujeres e incluso con niños. Unamultitud furiosa y medio inerme, elpueblo de Madrid, arremetió como lacresta de una ola contra el enemigo. Fueuna extraña batalla: carne humanachocando con máquinas de acero. Yaunque cayesen algunos combatientes,otros avanzaban como robots queobedecieran a un impulso eléctrico.Avivaban el paso y terminaban porechar a correr, saltando los parapetos,los agujeros y las grietas provocadaspor los proyectiles, y despreciando a lasbombas que abrían sangrientos huecos

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en medio de ellos; arrojaban piedras sino tenían balas.

Mientras la muchedumbre seguíaavanzando inconsciente yenloquecidamente, un joven marinero,Emilio Coll, se acurrucaba tras unosescombros junto a la carretera. Habíavisto la película Los marinos deCronstadt, en que se veía a unosjóvenes revolucionarios rusos quefrenaban a los tanques zaristas con unascuantas bombas de mano, ¡y ahora seencontraba ante los blindados enemigosy tenía un cartucho de dinamita! Dio unachupada a un cigarro puro y encendiócon él la mecha, y cuando el primer

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tanque llegó dando bandazos a escasosmetros de Emilio, se precipitó a la calley arrojó la dinamita a la panza delvehículo. Hubo una gran explosión y eltanque empezó a arder, obligando aquienes iban tras él a dar media vuelta ya escabullirse sigilosamente, con lainfantería enemiga a su zaga.

Una vez más, los republicanoshabían resistido. Y al general Varela leinvadía la inquietud en su puesto demando de retaguardia. Se había reído alenterarse de que el general Miaja dirigíala defensa de Madrid.

—El pobre abuelito —habíacomentado—. Le derrotaremos

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fácilmente.Pero ahora le asaltaban de nuevo sus

antiguas dudas.¿No se lo había advertido a Mola?

Los mismos hombres que seatemorizaban con facilidad podíanluchar valerosamente. Habían irrumpidoen el cuartel de la Montaña arrostrandoel candente fuego de las ametralladoras.Se habían batido ferozmente en Badajoz.Y ahora atacaban ciegamente a sustanques en Madrid. Más artillería,ordenó. Más tanques, más aviones. Sushombres tenían que intentarlo una y otravez.

Y así lo hicieron, ganando terreno

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progresivamente a través de unaalfombra de cadáveres rumbo al Puentede Toledo. De nuevo ganados por ladesesperación, los republicanosestuvieron a punto de volar el puente.Pero Eleuterio Cornejo, un muchacho dediecisiete años, emulando a Emilio Coll,dinamitó el primer tanque y obstruyó elpaso a los restantes, mientras que suscamaradas cargaban a la bayoneta contrala infantería enemiga.

Se había salvado el Puente deToledo.

Entretanto, otras fuerzas rebeldesavanzaban cautelosamente hacia elPuente de Segovia, más al norte. Si

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lograban cruzarlo, se hallarían ante elPalacio Real, sede tradicional del poderen España. Los milicianos acudieronpresurosamente al sitio, pero los Junkersdescargaron sobre ellos toneladas debombas y los desperdigaron como apeces cuando se arroja una piedra en unestanque. Cuando los rebeldes estaban apunto de cruzar el puente, un camióngiró hasta detenerse en el extremoopuesto y, mientras un altavoz difundíal a Internacional, la Pasionaria saltó dela cabina. Cesó la música y la dirigentegritó:

—¡Regresad! ¡Regresad! Al otrolado está el enemigo. ¡Tenemos que

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salvar Madrid!Los hombres dejaron de correr y

empezaron a formar un círculo en tornoa ella. Un enorme corro de cientos decombatientes.

«¡No pasarán!».Los hombres echaron a correr de

nuevo, pero esta vez en dirección alenemigo, a través del puente, gritando,disparando y cayendo. Los rebeldestambién corrieron: unos dos kilómetrosde retirada.

Se había salvado asimismo el Puentede Segovia.

El comandante Telia, cuyo objetivoera el de Toledo, refirió sus dificultades

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en el diario de su columna: «Además dellaberíntico sistema de trincheras, cadacasa se ha convertido en un baluartedesde el cual el enemigo nos hostiga conametralladoras».

Y el coronel Barrón, conformeavanzaba hacia el Puente de Segovia,anotó en su diario: «Nuestras fuerzastienen que abrirse camino a través delinterior de las viviendas, rompiendo lostabiques de separación, luchando con elenemigo en todas las habitaciones de lascasas que ocupan y desalojándole congran esfuerzo».

El general Varela ya no podíapermitirse por más tiempo el lujo de

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enviar a sus hombres al hormiguero quediezmaba sus tropas en Carabanchel,que por otra parte no era sino unobjetivo secundario.

Pero estaba seguro de que en la Casade Campo, donde no había edificios queobstruyesen su avance, las cosas seríandiferentes. El problema era que Francole había ordenado aplazar hasta el 8 denoviembre un ataque en gran escala.Acababa de llegar a España nuevaartillería alemana, y el Generalísimo,que seguía mostrándose prudente,prefería aguardar hasta que los cañonesfueran trasladados a las líneas del frenteantes de desencadenar el asalto

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supremo. Otro día se había perdido.Entretanto, las tropas de Varela

pondrían a prueba la resistencia de losrepublicanos en la Casa de Campo yestablecerían una línea lo más cercanaposible al río Manzanares, desde dondesaltar al corazón de Madrid al díasiguiente.

A través de la temprana niebla de lamañana, Yagüe contemplaba consentimientos contradictorios a unacompañía de legionarios al mando delcapitán Iniesta Cano que dinamitabapartes del muro de piedra quecircundaba la Casa de Campo. (Iniesta

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era el hombre que se había hecho pasarastutamente por republicano al topar conun grupo de enemigos cerca de Brunete yhabía terminado por hacerlesprisioneros). Si todo iba bien los dosdías siguientes, los hombres de Yagüeirrumpirían en el gran parque, cruzaríanel Manzanares y entrarían en la CiudadUniversitaria y la Plaza de España.Todo Madrid quedaría entonces amerced de los rebeldes. Yagüe se habíaopuesto a la elección de esta ruta acausa del intrincado sistema detrincheras y fortificaciones que había enella. Pero podía haberse equivocado.Por el momento, sólo el gorjeo de los

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pájaros perturbaba el silencio matutino.Las tropas de Iniesta entraron en el

parque y hollaron el mullido tapiz dehojas amarillas caídas de las ramas quese mecían en la fresca brisa. En díasmás cálidos, en tiempos mejores,millares de personas se habían sentadobajo aquellos árboles hundiendo susmanos en cestas de comida para sacarde ellas tortillas o botellas de vino.Aquel día no habría comidascampestres.

De repente, hubo tiros. En la grisneblina, legionarios de Iniesta y unaunidad de moros que avanzaban desdedistintas direcciones se tomaron

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mutuamente por el enemigo y las balaszumbaron de un lado para otro.Advertido su error, ambos gruposprosiguieron su marcha hacia el río,precipitándose de un árbol a otro.Pronto sonaron más disparos. Losrepublicanos estaban sobre aviso.

Yagüe se llevó los prismáticos a losojos. Frenaba a sus hombres una cortinade balas y morteros lanzados sobre tododesde los campos situados hacia el este.Yagüe vio, desconcertado, que docenasde sus hombres se desplomaban sobre latierra húmeda. Y en aquella ocasión elcapitán Iniesta no estaba en condicionesde engañar al enemigo.

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Yagüe reagrupó inmediatamente asus tres columnas en la zona amenazadapara desbaratar el contraataquerepublicano, que estaba a punto deaniquilarlas. Exactamente como habíaadvertido a Franco, Mola y Varela: ¡laCasa de Campo era una inmensa trampa!

—¿Quién es el general Miaja?Enrique Castro Delgado apenas

había oído hablar de él. Miaja era unoscuro general de gris historial, y enaquel crítico momento estaba al frentede la defensa de Madrid. ¡Qué el pueblopiense que está luchando y muriendo porla democracia! ¡Qué también lo crea

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Miaja! Pero los sobrevivientes viviríanbajo el comunismo. ¿Acaso aquellabatalla servía para algo más que parapreparar el advenimiento de una Españasoviética? Había que desacreditar,destituir a hombres como el generalAsensio, que «desconfiaban» de loscomunistas. ¿Les haría el juego Miaja,aunque no conociese las reglas?

—No sé nada de él —dijo Tomás,uno de los ayudantes de Castro.

—Averigua… sus tendencias o susideas políticas actuales, su capacidadmilitar. Sí… —prosiguió— susdebilidades… Todos los hombres lastienen. Incluso san Pedro las tenía.

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Algunos son vanidosos, a otros lesencantan las mujeres. Otros soncobardes o ambiciosos… Sin dudaMiaja tiene un punto débil… Y es muyimportante conocerlo… De acuerdo contu informe, destruiremos a Miaja en unpar de días o le convertiremos en unhéroe a nuestro servicio.

Tomás se marchó y volvió al ratocon su informe. Expresó que Miaja eraun «republicano tibio y un oficialmediocre y vanidoso, fácilmentemanejable si logramos hacerle creer quees el genio y el alma de nuestraresistencia».

Castro se quedó muy satisfecho. Era

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exactamente el tipo de hombre que loscomunistas necesitaban para queentregara Madrid… Sí, pero a ellos.

Así pues, Miaja estaba muysolicitado. Justo el día anterior, habíasido la clase de hombre que el gobiernoprecisaba para rendir Madrid a Franco.A nadie se le había ocurrido pensar quepudiese ser el tipo de persona quequería jugar su propio juego.

A lo largo de toda la jornada,desesperados comunicados del frenteafluyeron al puesto de mando delgeneral Miaja.

—Mis hombres se quedan dormidos

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con los fusiles en las manos…—Ya no tengo más soldados…—He sufrido un ochenta por ciento

de bajas…—El enemigo está a veinte metros

de mis posiciones…—Necesito órdenes de retirada o

bien refuerzos…¿Adónde tenía que retirarse su

unidad?, preguntó un comandante.—¡Al cementerio! —respondió

Miaja.¿Cómo podía haber respuestas

razonables cuando la batalla misma erairracional? La razón exigía que losrepublicanos se retirasen de Madrid,

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pero sus dirigentes sólo mostrabandesprecio por tal solución. En realidad,opinaban que las apremiantes peticionesde ayuda eran una señal esperanzadora.Demostraban que los hombres resistían.Los combatientes que huían normalmentearrojaban sus armas y no solicitabanotras. Rojo destacó patrullas pararegistrar los cuarteles en busca de armasy recorrer los bares en busca degandules. Cada bala, fusil y ciudadanotenía que participar en la contienda.

Y aún había más. Miaja importunabaal mando supremo en Valencia pidiendorefuerzos. Envíen a las BrigadasInternacionales, imploraba. La respuesta

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fue que estaban siendo organizadas. Detodas formas, iban a atacar al enemigopor la retaguardia y alejarle de lacapital. ¿Cuándo? Cuando estuviesenpreparadas: al cabo de siete días.

¡Siete días! ¿Por qué no siete años?Daría el mismo resultado. Seríaimposible que Madrid resistiese sinayuda durante más de cuarenta y ochohoras, recalcó Miaja. Pero el gobiernoestaba tan convencido de que la ciudadestaba condenada que hacía planes paraenviar tropas que la sitiasen una vez quehubiese caído, como había concebidooriginalmente el general Asensio. Miajase enfureció. ¡Necesitaba las tropas en

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aquel momento!Y Stalin comprendía su punto de

vista. Presentía que, después de todo,podía ocurrir un milagro, y lo mismoopinaban sus consejeros, que seapresuraron a regresar a Madrid aqueldía, antes incluso de llegar a Valencia.Aumentaban las posibilidades de que seprodujese un estancamiento prolongadoy sangriento, y al parecer los rusos lodijeron bien claro: «sus» BrigadasInternacionales, así como las fuerzasespañolas, deberían acudir rápidamentea la ciudad.

El gobierno cedió.Mientras tanto, Mikhail Koltsov

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colaboraba en la elección de nuevoscomisarios para inspirar a las tropas eintensificar la disciplina. Sin embargo,él mismo, al igual que varios de losrestantes consejeros rusos, habíaignorado peligrosamente la disciplinaque Stalin imponía a sus agentes,habiendo abrazado la causa republicanaemocionalmente cuando debíarespaldarla tan sólo pragmáticamente, entanto sirviese a los intereses soviéticos.

—En primer lugar, elevar la moralde los combatientes —ordenó Koltsov—. Ni un paso atrás. Alentar a los jefes.Organizar grupos de dinamiteros yantitanquistas. Crear segundas y terceras

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líneas. Construir más barricadas, yresistir hasta que nuestras reservaslleguen para aplastar a Franco.

Luego se apresuró a enviar porteléfono el informe que confeccionabacada hora para Moscú, que loretransmitió mientras sus compatriotasdesfilaban por la Plaza Rojaconmemorando el aniversario de laRevolución Rusa.

También se celebró un desfile enMadrid: trescientas mujeres, una vezmás encabezadas por la Pasionaria, quegritaban: «¡Es mejor morir de pie quevivir de rodillas! ¡Todo el mundo enarmas!».

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Su clamor coincidía con losllamamientos radiofónicos que llegabande casi todas las ventanas: transformarcada casa en una fortaleza. Llenarbotellas de gasolina y taponarlas conalgodón. Prenderlas y lanzarlas a lostanques y vehículos blindados desde lostejados y ventanas. Crear comités devecinos en cada inmueble paralimpiarlos de quintacolumnistas.Construir barricadas,independientemente de la edad de cadacual.

Una mujer habría de enterarse aqueldía de que su segundo hijo había muerto;había perdido otro en julio. No derramó

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una sola lágrima ninguna de las dosveces. Se limitó a mirar fijamente a sumarido y le dijo:

—Y tú, calzonazos, ¿qué estáshaciendo?

El marido se levantó, se puso sugorra y se marchó en silencio: murió enla Casa de Campo.

Los españoles sabían que iban amorir. Los comisarios se lo habíandicho para elevar su moral, comoordenó Koltsov, pero de una curiosaforma hispánica: «Vais a morir. No hayninguna posibilidad de que regreséis.Pero la posteridad, agradecida, osrecordará e incluirá vuestros nombres

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entre los de quienes ofrendaron susvidas generosamente para que Españaviva».

Sí, tal era la manera de morir: conhombría.

Miaja, el «republicano tibio» y«oficial mediocre», había fortalecido lacapital para la batalla, y ahora formabauna junta de defensa civil que leayudaría a gobernar la ciudad sitiada.Buscó prominentes personalidadespolíticas, pero casi todas habían huido.Entonces seleccionó jefes de veinte atreinta años entre los sindicatos y grupospolíticos del Frente Popular. Pensabaque era una bendición que el gobierno se

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hubiera marchado. Ya no habría másdisensiones ni mentiras de Estado. Losjóvenes jefes eran hombres flexibles yde voluntad lo suficientemente resueltapara poner de lado sus diferencias yconsagrarse enteramente al triunfobélico.

A Miaja nunca le había gustado lapolítica. Y después de oír cómo loslíderes civiles recién nombrados sedisputaban acerca de todos los temas,difícilmente podía esperar queretornasen los días de sus reunionescastrenses con el estado mayor, cuandopodía ordenar a su ayudantes que secallasen en caso de que hablaran

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demasiado. Sin embargo, no se atrevió aoponerse a los políticos, pues sin suayuda el ejército del «pueblo» habría dedesintegrarse. Así pues, se sentó y sepuso a cortar con un cuchillo una varade madera hasta que por último recordóa la junta que Madrid seguía sumido enun grave aprieto.

—Todos debemos hacer ungigantesco esfuerzo… ¡Lo exijo!

Mientras el ejército combatía aFranco, la junta lucharía contra la quintacolumna, pero tenían que acabarse lospaseos indiscriminados. Los miembrosde la junta se mostraron de acuerdo, yentre ellos el líder de las Juventudes

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Socialistas, Santiago Carrillo, queestaba al frente del orden público.

A los veintiún años, a Carrillo se lehabía encomendado una de las másimportantes —y difíciles— tareas enEspaña. Era incluso más poderoso quesu padre, Wenceslao Carrillo, socialistay subsecretario de interior, queasimismo había preferido permanecer enMadrid. En efecto, el joven Carrillo sehabía convertido en una especie de jefede policía en el preciso momento en quelos quintacolumnistas desplegaban todasu fuerza para ayudar a que Francoentrase en la ciudad, y en que algunos

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madrileños se mostraban proclives aaniquilar a todos los supuestosderechistas que quedaban en Madrid, yen especial a los que estaban en lacárcel. Y su labor iba a ser tanto másardua cuanto que muchos de sus colegasno confiaban en él.

En su calidad de jefe de lasJuventudes Socialistas, hacía variosmeses que Santiago Carrillo habíafusionado su grupo con el más reducidosector juvenil comunista, y secretamentehabía entregado el control de ambasfacciones al Partido Comunista. El díaantes, el 6 de noviembre, habíaingresado oficialmente en dicho partido,

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seguido de aproximadamente la mitad delos miembros de las juventudes, y por lotanto los socialistas le considerabancomo un hombre que había traicionadotanto a sus camaradas como a su propiopadre. Al mismo tiempo, dado queapenas acababa de convertirse en uncomunista de pleno derecho, su nuevopartido no confiaba totalmente en él. Ytanto los republicanos burgueses comolos anarquistas le recordaban por ladeclaración que había formulado endefensa de la engañosa línea soviética:

—No somos jóvenes marxistas.Luchamos por una repúblicademocrática parlamentaria.

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Una insinceridad escandalosa,clamaron los republicanos. Palabreríareformista, denunciaron los anarquistas.

Sea cual fuese su ética o ideología,Carrillo era un joven brillante que habíaescalado rápidamente la jerarquíapolítica, aunque —irónicamente— conayuda de su padre anticomunista. Habíanacido en una pobre familia asturiana detrabajadores metalúrgicos, y mientras supadre se consumía en la cárcel acusadode agitación socialista, Santiago asistíaa una escuela obrera regentada por unbarrendero local. Pero al llegar aMadrid, donde el padre ascendió en losrangos sindícales del partido, el hijo los

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escaló a su lado hasta convertirse enjefe de las Juventudes Socialistas, yentonces era él el encarcelado confrecuencia. En la cárcel aprendió muchomás que con el barrendero, yprácticamente asumió de memoria aMarx, Lenin y Engels. Al salir deprisión, se había transformado en undevoto comunista.

Incluso mientras Carrillo ocupó sunuevo cargo, los quintacolumnistastendían emboscadas a los transeúntesdesde los tejados y dejaban caergranadas sobre el tráfico. Cundió elpánico… pero a la par la furia de losciudadanos. Los milicianos corrían a los

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edificios desde donde habían partido losproyectiles, registraban todas lashabitaciones y ejecutaban tanto aculpables como a inocentes. Inclusollegaron a incendiar un inmueble.

Entretanto, los presos de la PrisiónModelo aguardaban sombríamente susuerte, convencidos de que aquellanoche iban a ser liberados oajusticiados. Y, al igual que la víspera,los milicianos se presentaron en buscade su presa. Felipe Gómez Acebo oyó aun carcelero que gritaba los nombres y alas víctimas que respondían «¡Aquí!»,para ser conducidas luego al olvido.

Entonces…

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—¡Felipe Gómez Acebo!¡Su nombre! En la breve pausa que

siguió, pudo percibir por la ventana desu celda los gritos de guerra de losmoros. Gritó a su vez:

—¡Se lo llevaron ayer por la noche!Silencio. A continuación el

carcelero prosiguió la lectura de otrosnombres.

Gómez Acebo se había salvado denuevo.

Pero casi seiscientos prisionerosfueron trasladados: unos pocos a otracárcel fuera de la ciudad, y los restantesa los pueblos de Torrejón de Ardoz oParacuellos del Jarama. Una vez más,

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los presos fueron alineados de cara asepulturas ya excavadas y fueronacribillados. Y de nuevo se ordenó a losvecinos que cubriesen de tierra loscadáveres, al parecer enterrando vivos aalgunos de los heridos.

Santiago Carrillo pudo no habertenido nada que ver con los asesinatoscometidos la víspera, que, en todo caso,Enrique Castro admitió haber ordenado.Pero, como jefe de orden público, ¿eraresponsable de los nuevos crímenes?Carrillo asegura que no.

«Tomé la decisión de trasladar a lospresos —afirma—. No podía permitirque aquellos hombres nutriesen las filas

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de los atacantes ni podía poner a sudisposición una escolta que tendría quehaber salido del frente. Madrid podíacaer de un momento a otro… ¿Dónde ibaa conseguir una escolta…? En lacarretera… fuerzas que no pudimosidentificar claramente se apoderaron delconvoy y mataron a los prisioneros, queya estaban fuera de mi jurisdicción… Setrataba de una cuestión militar. Niintervine personalmente ni me consideroen absoluto responsable de ladesaparición de aquellos hombres».

Las ejecuciones proseguirían, noobstante, casi todas las noches hastaprincipios de diciembre. Y Felipe

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Gómez Acebo sobrevivió. Al haber sidoborrado de la lista de reclusos, estabaoficialmente muerto.

* * *

De pie en la antesala del Ministeriode la Guerra, el comandante MarianoTrucharte solicitó ver al general Miaja,pese a que éste se hallaba almorzandocon su estado mayor.

—¿Por qué no me da el mensajepara que se lo transmita? —inquirió elayudante del general.

—No puedo. Es secreto.—Bueno, no sé si le recibirá.

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—Si no lo hace, no me hagoresponsable de las consecuencias.Tengo en mi poder ciertos documentosarrebatados al enemigo.

Trucharte estaba al frente delbatiburrillo de milicianos que aquel díahabían frenado los primeros tanquesitalianos que intentaron abrirse caminopor Carabanchel rumbo al Puente deToledo. Emilio Coll, que había lanzadoel cartucho de dinamita al tanque decabeza, era uno de sus hombres. Altérmino de la batalla, los vencedoreshabían trepado al tanque y halladomuerta a su dotación. Registraron loscadáveres y encontraron en el bolsillo

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del comandante del vehículo un extensodocumento. Después de haberloexaminado, Trucharte estimó que era losuficientemente urgente para llamarpersonalmente la atención de Miaja.

Tuvo que conformarse con lapresencia del comandante Rojo, queabandonó la mesa del general pararecoger el documento. Rojo le echó unaojeada mientras regresaba a su sitio, yde repente se olvidó del almuerzo. Elescrito, que llevaba la leyenda «Ordenoperacional número 15», ¡era el plan delgeneral Varela para capturar Madrid!

Rojo se lo enseñó a Miaja y elrostro hinchado del militar se iluminó.

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¿Qué era aquello? Los presentesdenotaron curiosidad. Conteniendo supropia excitación, Rojo leyó eldocumento en voz alta y tranquila,haciendo una pausa cada pocas frasespara anotar algo en el margen con lápizazul o rojo. Los oyentes se quedaronatónitos. Varela había trazadoprácticamente todos los detalles. ¡Quéinmensa suerte!: ¡conocer poradelantado los movimientos delenemigo!

El pesimismo se transformórepentinamente en júbilo. A pesar de lasgrandes victorias del día, a pesar de lanegativa de todas las unidades a

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retirarse, los jefes militares dudaban deque sus hombres pudiesen resistir un díamás. ¿Cuánto tiempo podría seguirluchando, sin más arma que el valor,incluso el más valeroso de lossoldados? El 7 de noviembre seríarecordado como uno de los días másgloriosos de la historia de España, pero¿no sería el 8 de noviembre uno de losmás trágicos? La prensa extranjera, nocensurada en las horas caóticas quesiguieron a la huida del gobierno, yahabían informado de que los rebeldesocupaban la Gran Vía en todo el trechoque llevaba al Ministerio de la Guerra.

La Brigada Internacional XI acababa

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de llegar a Vallecas, en el extremo estede Madrid, pero el mando supremo deValencia por lo visto estaba esperandover si la ciudad resistía un día más sinayuda antes de enviar a los voluntariosextranjeros a una misión posiblementesuicida. A los madrileños, sin embargo,se les había abandonado a su suerte.

Ahora renacía la euforia… al menospor un momento. Más tarde losdirigentes empezaron a abrigar otrasideas acerca del documento. ¿Y si erauna trampa? ¿La había concebido Varelapara desorientar a los republicanos? Ysi el documento era auténtico, ¿sabía elgeneral que había caído en poder del

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enemigo? De ser así, sin duda cambiaríasus planes. ¿Podían los republicanosbasar enteramente su estrategiadefensiva en aquellos informes sin haberdespejado estas incógnitas? Si perdíanaquella baza perderían Madrid.

Rojo y sus oficiales abandonaron lamesa para estudiar el plan en sudespacho y determinar su autenticidad.Disponían apenas de ocho horas paravolver a situar sus tropas de modo quecontrarrestasen los movimientos deVarela (en caso de que decidiesen queel documento no era falso). Prontoconvinieron en que no lo era. Laprincipal fuerza rebelde atacaría por el

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oeste a través de la Casa de Campo enlugar de por el sur cruzandoCarabanchel. El plan más bien hería lossentimientos de Rojo, pues reflejaba eldesprecio de Franco por los defensoresde Madrid. En vez de atacar en unamplio frente, el generalísimo enviabauna simple punta de lanza al corazón dela ciudad, al parecer persuadido de quela hemorragia bastaría para causarle lamuerte. El documento indicaba que elprincipal asalto se iniciaría el 7 denoviembre, pero evidentemente se habíaaplazado para el día siguiente.

Miaja y Rojo decidieron arriesgarsey cambiar de lugar sus tropas, agrupando

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el grueso de sus fuerzas al oeste de lacasa de Campo para poder golpear conel máximo efecto sobre el flancoizquierdo y la retaguardia de Yagüe. Secolocaron las tropas de forma quebloqueasen todas las vías señaladas enel plan enemigo.

A Franco le esperaba unasorpresa… a menos que, después detodo, reservase al adversario una malapasada.

2.

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El 8 de noviembre, Madrid vibraba conla voz emotiva de Fernando Valera,subsecretario de comunicaciones, quevociferaba en la radio: «¡Pueblo deMadrid!… Pon tus ojos, tu voluntad, tuspuños, al servicio de la ciudad… Enella… dos civilizaciones incompatibleslibran su magna batalla: el amor contrael odio; la paz contra la guerra; lafraternidad de Cristo contra la tiranía dela Iglesia. Ciudadanos de Madrid… hoyluchamos… mañana conquistaremos.Eso es Madrid. Luchar por España, porla humanidad, por la justicia… ¡Madrid!¡Madrid!».

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Tan conmovedoras palabrasimpresionaron muy poco al resueltoVarela o a la comunidad internacional.Esa misma mañana, el embajadoramericano envió un conciso mensaje aWashington:

«La ciudad vive un tenso estado decalma a la espera de la entradarebelde».

Pero el campo de batalla distaba deestar en calma, y los defensores no sehabían sentado a aguardar la entrada delos rebeldes. Las dos columnas deCarabanchel tuvieron que pagar unprecio casi prohibitivo para seguiravanzando palmo a palmo hacia los

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puentes de Toledo y Segovia. Y las trescolumnas que irrumpían hacia el estepor la Casa de Campo se vieronsometidas a un intenso fuego por suflanco izquierdo, mucho más devastadorque el recibimiento que les habíandispensado la víspera. Cuando elcoronel Castejón, jefe de una de lascolumnas, entraba en el parque, unagranada explotó cerca de él y cayó alsuelo con la cadera destrozada.

Mientras le evacuaban, declaródesesperado a un periodista americano:«Intentamos un alzamiento, pero nosestán derrotando».

A sus hombres, en cambio, les gritó

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con bravura:—¡Qué nadie dé un paso atrás,

muchachos!El problema consistía en que era

imposible dar un paso adelante. Estabanmuy atareados tratando de repeler elcontraataque. Por último, a pesar dehaber sufrido un enorme número debajas, consiguieron avanzar ligeramente,pero sólo hasta las proximidades del ríoManzanares, al que deberían haberllegado el día anterior.

Varela estaba furioso. ¿Cómo eraposible que el enemigo resistiesetenazmente precisamente en los puntosen donde sus tropas tenían que haberse

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abierto paso? Y su talante no mejoró alenterarse de que más fuerzasrepublicanas se dirigían hacia el frente.

A primera hora de aquella mañanabrumosa había poca gente en la calle,pero el grito se oyó en todos losbalcones a lo largo de la Gran Vía:«¡Han llegado los rusos! ¡Han llegadolos rusos!».

¿Quién, si no, podría auxiliar aMadrid en aquella hora crítica en quetodo el mundo democrático estabaaguardando, casi con alivio, que cayesela ciudad? Los hombres que desfilabanvigorosamente bulevar abajo, con sus

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uniformes de pana y sus cascos deacero, seguidos por dos escuadrones deairosa caballería, parecían un auténticoejército, no obstante sus pantalonesholgados y sus fusiles de diversoscalibres.

«¡Salud, salud!», gritaban losmadrileños.

Las tropas saludaron con el puñocerrado y respondieron a voces:«¡Salud!».

Una anciana, llorando de alegría,sostenía en brazos a una niña que cerrótambién su manita y devolvió el saludo;a la puerta de un hotel, a una mujer de lalimpieza se le caían las lágrimas.

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«¡Viva los rusos!».Pero no eran rusos más que por

delegación. Eran mil novecientosmiembros de la Brigada InternacionalXI, que habían llegado a España hacíasólo tres semanas y estaban maladiestrados y pobremente armados. Enprincipio no se les había destinado alcombate hasta mediados de noviembre,probablemente para recobrar Madriduna vez que se hubiese rendido. Yaunque en triste estado, ahora llegabanpara impedir que la metrópoli cayese,gracias a Miaja y a los rusos. La mayorparte eran idealistas y refugiadospolíticos que esperaban luchar por

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«España, por la humanidad y lajusticia», sin sospechar que simplementeiban a combatir por Stalin en unaconfrontación de poderes más ampliaque sacrificaría inexorablemente al país,a la causa humanitaria y a la justicia.

Tres batallones descendieron endesfile la Gran Vía: el alemán EdgarAndré, el franco–belga Comuna deParís y el polaco Dabrowsky, conpequeñas unidades inglesas adheridas alos dos primeros. Encabezaba laBrigada un hombre corpulento decuarenta y un años, de rostro arrugado,pelo prematuramente gris, vivaces ojoscastaños y una extraña boca. El general

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Emil Kléber era tan curioso como suapariencia. Nacido Emil Stern, judíohúngaro, Kléber luchó en el ejércitoaustríaco durante la Primera GuerraMundial y fue capturado por los rusos yenviado rápidamente a Siberia. Escapóal estallar la Revolución Rusa ycombatió al lado de los bolcheviques.Después de la revolución, el Kominternle envió a dirigir la insurrección deHamburgo en 1923 y luego a encabezarlas fuerzas comunistas chinas en luchacontra Chiang-Kai-Chek y los japoneses.Se rumoreó que había ayudado amaquinar el asesinato del zar y queaconsejó al emperador Haile Selassie

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durante la invasión italiana de Etiopía.Ahora Stalin le había encomendado

su papel más importante comomediador, aun cuando Kléber, como lamayoría de los rusos enviados a España,evidentemente creía que su laborconsistía en contribuir a ganar la guerra.La tarde del 8 de noviembre ya habíainstalado su cuartel general en laFacultad de Filosofía y Letras de laCiudad Universitaria y estaba leyendoun mensaje enviado por Rojo a las 2 y20.

«El enemigo pone en práctica el planprevisto. Su vanguardia ha entrado en laCasa de Campo. Proceda a la defensa de

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la forma convenida la pasada noche».Kléber obedeció. Conservó algunas

tropas en la Ciudad Universitaria ytrasladó otras a la Casa de Campo yCarabanchel. No iban a luchar hasta lamañana del día siguiente, 9 denoviembre, pero aquella noche unacompañía de soldados polacos queocupaba la Casa de Velázquez en lazona universitaria fue intensamentebombardeada. Kléber envió una nota:«Resistid —K».

La compañía lo hizo a lo largo decinco horas y, al restaurarse la calma,sólo quedaban seis hombres. Uno deellos, el jefe, intentó suicidarse,

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sintiéndose responsable de la carnicería,pero sus camaradas le desarmaron y lecondujeron ante Kléber. Los doshombres hablaron y se estrecharon lasmanos, y el polaco regresó a su puesto.

Continuó luchando por Madrid, porel gran sueño que hacía que los hombresestuviesen dispuestos a morir y quevolvía a Stalin indiferente ante sumuerte… una vez que le habían servidodesinteresadamente.

Por su parte, el general Varela, a lavez asustado y desdeñoso de lossoñadores, trataba de aniquilarlosdesesperadamente con proyectiles ybombas: mientras fuese posible.

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Uno de los rusos que habían huido yregresado a Madrid al conocer laresistencia opuesta por Miaja era elcoronel N. Voronov, el experto enartillería, que ahora divisaba por mediode sus prismáticos los cañones enemigosen la Casa de Campo desde el piso másalto del rascacielos de la Telefónica.Señaló la ubicación de los cañones a unjefe de batería republicano, que corrigióel ángulo de tiro y de pronto ordenó porradio a sus hombres:

—¡Alto el fuego!—¿Qué ocurre? —preguntó Voronov

—. ¿Por qué ha dejado de disparar labatería?

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—Es la hora de comer —respondióel español.

Voronov se quedó estupefacto. ¡Noera posible que los artilleros se sentasena comer en mitad de la operación debombardeo! Pero lo hicieron. No sepreocupe, prometió el jefe, después delalmuerzo destruirán la batería enemiga.

¡Pero el enemigo retiraría suscañones!

No, no lo harían, fue la respuesta.Los rebeldes también estabanalmorzando.

Voronov, nervioso, no perdió devista durante dos horas la batería mediodestrozada del adversario; a las 4 en

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punto, el jefe artillero se puso de pie ygritó:

—¡Fuego!Y los republicanos reanudaron el

bombardeo.Voronov no podía creerlo, escribió

más tarde. El jefe no se habíaequivocado. ¡El enemigo no habíaevacuado sus cañones durante la horadel almuerzo!

Varela lanzó bombas aéreas asícomo proyectiles de artillería paraquebrar la resistencia de la ciudad.Había empezado a llegar la LegiónCóndor de Hitler y el general disponía

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ahora de nuevos aviones, tanques y otrasarmas, aun cuando los cazas rusos,superiores a los alemanes, habíanderribado a varios aeroplanos rebeldesel 6 de noviembre y parecían, al menostemporalmente, dominar el cielo.

Como la capital resistía y losvoluntarios extranjeros habían acudido adefenderla, numerosas personas quehabían huido días antes volvieron,mientras otras que habían permanecidoencerradas en sus casas salieron a lacalle a festejar el milagro de su«triunfo». Ya no les amedrentaban losrumores divulgados por losquintacolumnistas anunciando que la

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ciudad estaba a punto de ser tomada yque Miaja había incluso enviadoemisarios al puesto de mando rebelde.En realidad, el general habíacomunicado a sus tropas aquellamañana:

—Espero que ninguno de vosotrosretroceda un solo paso, pues la únicaorden que os daré es la de avanzar.

Así pues, la Puerta del Sol rebosabade gente, como antaño. Los limpiabotasseguían realizando su activo trabajo enlas esquinas, y los milicianos, en unnotable arranque de amor propio, hacíancola para limpiarse el calzado en laspausas entre las batallas del frente. Los

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vendedores ambulantes proseguíanliquidando sus mercancías de muñecasmilicianas, insignias y chucheríasexpuestas con buen gusto sobre la acera.Los comerciantes de libros y revistasmedraban gracias a un público ávido deolvidar el estruendo de los cañones conhistorietas cómicas o escándalos de lasestrellas de cine.

El zigzagueante diagrama de lafiebre española había experimentado unnuevo cambio, esta vez del pánico alarrojo, y todo parecía haber vuelto a lanormalidad a pesar de la tensióncrónica, incluso cuando cincobombarderos gigantes, escoltados por

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siete cazas que a su lado semejabanmosquitos, emergieron de las nubesbajas y grises. La multitud que saturabala Puerta del Sol se limitó a alzar lavista.

—¡Nuestros! —gritó orgullosamenteun hombre.

¿Quién podría enfrentarse a«nuestros» nuevos aviones?

La muchedumbre, como si estuvieraen trance, ni siquiera se movió cuandolos aviones despidieron hacia tierravarias partículas negras. Sólo cuando laplaza se estremeció bajo una cadena deexplosiones cercanas, la gente advirtióque la aviación no era la «nuestra».

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Entonces se inició la desbandada haciala boca de metro o los portales máspróximos, al tiempo que losquintacolumnistas aprovechaban el caospara arrojar sus propias bombas sobreel gentío.

Geoffrey Cox, corresponsal deprensa inglés, se zambulló en el portalde una casa y se acurrucó bajo laescalera en compañía de otras personas.

«El bramido cesó —escribió mástarde Cox— y fue seguido por los gritosen la calle. Entró por la puerta unanarquista de gorra negra y roja, queroció las paredes de ambos lados conbalas de ametralladora. Un

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francotirador, informado con antelacióndel bombardeo aéreo, había disparadosobre la multitud desde un tejado,hiriendo a uno de los guardias».

Se oían chillidos tras una pantalla depolvo y humo, y en la calle yacían cuatromujeres muertas con vestidosestampados y delantales; una de ellastodavía conservaba en la mano el trapocon el que había estado lavando platos.Los bomberos treparon por una escalerahasta el segundo piso de un edificiodestrozado y bajaron de allí a una niñade cuatro años que había perdido unamano.

Otro rugido en el cielo: pero esta

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vez eran «los nuestros». Llegaban concinco minutos de retraso, pero no lobastante tarde para que se perdiese laconfianza republicana en que losrebeldes estaban vencidos a pesar desus rabietas homicidas. Como habíaordenado el general Miaja, la ciudadresistió sola durante cuarenta y ochohoras.

3.

Pero la noche del 8 de noviembre, Miaja

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seguía sin poder dormir lo suficiente,pues sabía que Madrid podía sucumbiren cualquier momento. Y ni siquiera laBrigada Internacional XI serviría degran cosa, pues, en definitiva, contabacon menos de dos mil hombres, ymuchos de ellos eran tan novatos yestaban tan mal armados como lospropios republicanos. Varela, encambio, estaba reforzando fuertementesus columnas y ahora atacaría con todaslas fuerzas de que disponía.

Lo que Miaja necesitaba eranreservas propias, nutridas y frescas,pero nadie le escuchaba. ¿No se dabacuenta el alto mando de que Madrid

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estaba luchando por su supervivencia?Únicamente en una ocasión el generalPozas había enviado un emisario, ¡ysimplemente para descubrir si la capitalseguía o no resistiendo! Y casi noexistía el menor contacto con elgobierno en Valencia; el primer ministroLargo Caballero parecía demasiadoocupado para atender los ruegos deMadrid.

Finalmente, el 9 de noviembre, uncoche envuelto en polvo se detuvo juntoal cuartel general de Miaja, y de él seapeó un emisario de Largo Caballero.Saludó a diestro y siniestro y caminóhasta el despacho del militar; los

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oficiales del estado mayor le rodearonansiosamente mientras el general leestrechaba la mano. Por fin habríaacción.

El recién llegado se sentó, sacó unsobre voluminoso de su cartera y se lotendió a Miaja. En medio de la tensiónreinante, el general buscó nerviosamenteun abrecartas sin poder dar con uno, demodo que, impaciente, desgarró el sobrecon un sujetapapeles, extrajo una carta yla leyó en silencio. Se encendieron susmejillas. Miró al emisario y recorrió denuevo la carta con la mirada; luego selevantó y a grandes pasos se encaminóhacia la puerta. Pero de repente dio

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media vuelta, desanduvo el camino,arrojó la misiva a una papelera y dijocon un gruñido al correo:

—Diga al ministro de mi parte quelos que nos hemos quedado en Madridtodavía seguimos comiendo.

Los oficiales de Miaja, tan prontocomo éste salió de la habitación, seprecipitaron perplejos al cesto de lospapeles para recobrar la carta y laleyeron rápidamente. Largo Caballeroformulaba una petición urgente: ¡Miajatenía que entregar al mensajero lamantelería, los platos y las servilletasque los funcionarios del Ministerio de laGuerra habían dejado en su apresurada

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huida hacia Valencia!

Mientras que el mando supremo deValencia se preocupaba por el asunto decomer con el apropiado servicio demesa, muchos de sus soldados enMadrid se enfrentaban con más arduosproblemas. A lo largo de toda la jornadadel 9 de noviembre, Varela,incansablemente espoleado por Mola,envió fila tras fila de combatientessuicidas al asalto de casi todos lospuentes tendidos sobre el ríoManzanares. Los cinco puentesprincipales eran el de San Fernando, elde los Franceses, el de Segovia, el de

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Toledo y el de la Princesa. Si losrebeldes cruzaban cualquiera de ellos sehallarían en Madrid propiamente dicho,y estaban dispuestos a hacerlo antes deque terminara el día.

En el de San Fernando, al norte de laCiudad Universitaria, un millar deanarquistas se aprestaban a detenerles,aguardando a que el comandante MiguelPalacios, el oficial médico que a lasazón era su jefe, diera la señal, si bienaquellos soldados veneraban a CiprianoMera, su comisario político, y sóloobedecerían a Palacios si aquél se loordenaba. Eran los hombres que Merahabía enviado a salvar Madrid para los

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anarquistas, o al menos de loscomunistas.

Mera no confiaba todavía en supropia aptitud castrense a pesar de lasaudaces hazañas que había realizado enel campo de batalla, y por eso accedió aque Palacios, un oficial de rostro duro ydesabrido que había aprendido tácticaen Marruecos y simpatizaba con losanarquistas, dirigiese la columna. Notodos sus hombres tenían la misma fe enlos militares profesionales, e inclusouno de ellos había arrojado en ciertaocasión una bomba destinada aPalacios: éste sobrevivió al atentado,que causó la muerte a otro oficial.

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El comandante, sin embargo, norenunciaba a su intento de convertirlesen soldados, y en especial al mismoMera. Y efectivamente le transformó enun soldado, ayudándole a conciliar supureza ideológica con la brutal realidadde la guerra. Sin hacer caso de lassúplicas de Palacios, Mera se oponíavivamente a «militarizar» su milicia,pero el comandante no cejaba en suintento.

—Es posible que la disciplina seacontraria a la filosofía anarquista —razonaba—, pero, ante todo, si unanarquista pierde sus ideales alconvertirse en soldado, es que nunca fue

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realmente anarquista.Este razonamiento se fue imponiendo

poco a poco a Mera cuando veía acentenares de sus camaradas caídos enlos campos en torno a Madrid, abatidospor haber obrado conforme a sucapricho personal. Y un día inclusollegó a exigir a sus hombres que dejasende llamarle «Cipriano».

—De ahora en adelante —dijo—,soy el coronel Mera.

Palacios estaba encantado, auncuando Mera seguía oponiéndose aintegrar la columna en una nueva brigaday finalmente en un verdadero ejército.

—Se ha ascendido usted con

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bastante rapidez —le dijo el comandantecon una sonrisa.

De hecho, ¡Mera era ya de«graduación superior» a Palacios, eljefe de la columna!

La mañana del 9 de noviembre, lacolumna Palacios afrontaría su más duraprueba. Si los anarquistas rompían filasy echaban a correr en aquel momentocrucial, no sólo dejarían el camino librea Franco, sino que quedarían en ridículoante el mundo y el sueño de una Españaanarquista acabaría en deshonra.

A las ocho de la mañana, cuando losmoros se aproximaban al puente, losanarquistas cruzaron hacia la ribera

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oeste al amparo del fuego de artillería, yse internaron en la Casa de Campo, alsur, para salir a su encuentro. Derepente, entre los árboles, oscurassiluetas semejantes a duendes surgieronde la bruma a menos de cien metros dedistancia. Ganados por el miedo, losanarquistas iniciaron una precipitadaretirada, pero Palacios apuntóserenamente con su fusil a uno de los«duendes» y disparó.

El disparo paralizó de algún modo alos hombres que huían. Dieron mediavuelta y empezaron también a disparar,sin ceder terreno a pesar de un intensobombardeo rebelde. Al final fueron los

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moros de Yagüe los que echaron acorrer, con los anarquistas pisándoleslos talones. Persiguieron al enemigohasta la colina de Garabitas, en elextremo norte del parque —donde losrebeldes habían instalado su punto deapoyo más importante en el frente deMadrid—, y ganaron su cima. Pero pocodespués la abandonaron corriendo.Palacios se enfureció.

—¿Por qué habéis dejado la colina?—preguntó al jefe que había dirigido elataque.

—Porque ahí arriba disparan —contestó el hombre suavemente—. Yaquí abajo no.

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Palacios miró a Mera. Sus hombresse habían batido aquel día con supremocoraje, sufriendo un tercio de bajas.Habían obstruido el camino hacia elPuente de San Fernando. Una vez hechoesto, ¿por qué morir por una simplecolina?

Palacios no tuvo el arrojo, ni Merael ánimo, de decirles: porque se lohabían ordenado.

La lucha en el Puente de losFranceses, al sur de la CiudadUniversitaria, fue igualmenteencarnizada. Cada vez que los hombresde Yagüe avanzaban hacia el puente, la

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milicia y la Brigada Internacional XI lescerraban el paso. Por último, los morospasaron gritando por encima de loscadáveres de sus compañeros yalcanzaron el río, logrando acceder alpuente. Al final los rebeldes parecían alborde de romper el frente. Entonces, enmitad de la batalla, el general Miajahizo llegar un mensaje urgente a sustropas:

«¡Resistid hasta que lleguenrefuerzos!».

Paulino García Puente, que en juliohabía ayudado a apoderarse de losfusiles del Parque de Artillería paraarmar al pueblo, abandonó su atiborrado

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despacho del Ministerio de Economía ydistribuyó armas entre sus compañerosde trabajo. El grupo se presentó en elPalacio Nacional para reunirse con laguardia presidencial; luego fue a laPlaza de España para reclutar a unacompañía miliciana que prácticamentecarecía de armamento y estabacompuesta de camareros que sedenominaban a sí mismos los LeonesRojos. Aquella abigarrada chusmacorrió al Puente de los Franceses, y allílos inermes recogieron las armas de loscaídos, y en el curso de una sangrientabatalla contribuyeron a rechazar alenemigo hacia la Casa de Campo.

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«Empecé a disparar a los moros queasomaban desde detrás de los árboles—dice García Puente—. Era como cazarpájaros».

Y así se conservó el Puente de losFranceses.

* * *

Luego le llegó el turno al Puente deToledo: el lazo con Carabanchel. Quedódesprotegido de improviso haciamediodía, cuando los vehículosblindados salieron bramando en buscade suministros y los milicianos se

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sentaron a comer. Esta vez los rebeldesdecidieron reprimir el hambre y, trascombatir casa por casa, se lanzaron entromba hacia el puente. El pánico seapoderó de los defensores, contagiandoincluso al estado mayor. ¡Los rebeldesestaban cruzando el Puente de Toledo!Los oficiales casi sacaron por la fuerzaa Miaja y a Rojo de su puesto de mandoy los metieron en coches que arrancaronrumbo a un refugio más seguro al este deMadrid.

Con todo, los hambrientosmilicianos, con la comida en la boca,contuvieron el asalto, y al rato loscadáveres rebeldes se amontonaban a lo

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largo del trayecto que llevaba al puente.Habiendo conservado el control delmismo, los republicanos reanudaron sualmuerzo; y se dice que maldijeron alenemigo por la indigestión que les habíaprovocado.

Más al sur, en el Puente de laPrincesa, los moros se abrieron caminohasta el río, pero fueron rechazados denuevo con numerosas bajas.

En suma, los rebeldes no lograroncruzar ninguno de los puentes ni siquieradespués de haber llegado a ellos.

Mientras tanto, el beligerantebatallón de El Campesino llegó aCarabanchel desde el Guadarrama y

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gozosamente se sumó a la matanza. Losoficiales rebeldes incluso informaron aVarela de que las tropas rusasguarnecían las líneas. En efecto, ¿quéotros soldados serían capaces de causartal carnicería entre sus hombres con tanimplacable eficiencia?

Los rebeldes estaban enloquecidos.Aquel día habían perdido todas lasbatallas. En compensación, degollaron atodos los capturados en Carabanchel. Yen la feroz confrontación de dos díasque se produjo en el hospital militar delbarrio, a ninguno de los bandos se leocurrió desperdiciar balas. Losrepublicanos acabaron retirándose del

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edificio, pero mataron a tantosadversarios con cuchillos, bayonetas ygranadas, que quedaron muy pocos encondiciones de seguir luchando.

Por muy magnífica que hubiese sidola resistencia republicana durante lajornada, los rebeldes se hallaban enbuena posición para seguir atacando: alfinal se abrieron camino a través de unode los puentes. El nuevo material bélicoque Hitler había prometido a Francoestaba ya afluyendo, lo mismo que losrefuerzos de otros frentes, y la artilleríarebelde situada en el Cerro de Garabitaspodría destrozar a las fuerzas contrarias.Era evidente que el milagro de la

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resistencia no podría durar muchotiempo.

El general Miaja, Goriev y Kléberestaban de acuerdo en que había llegadoel momento de asestar un golpe terribleque aplastase a los hombres de Varela,especialmente en un instante en que lamoral rebelde estaba más baja quenunca. En definitiva, ¿por qué aguardartropas de refresco que tal vez llegarandemasiado tarde?

Así pues, la noche del 9 denoviembre, Kléber trasladó a toda subrigada, así como a algunas unidadesdel Quinto Regimiento, al extremonordeste de la Casa de Campo. ¡Barred

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las líneas enemigas!, ordenó a sus jefes.¡Y esa misma noche, antes de quevolviesen a atacar los puentes! Pocodespués, sus tropas, con la bayonetacalada, empezaron a caminar hacia elsur, cruzando el parque bajo un brillantecielo estrellado, listas para la decisivaconfrontación.

Entretanto, Varela fue informado dela ofensiva y lanzó a su vezconsiderables fuerzas rumbo al norte, alamparo de un bombardeo de cañones,para enfrentarse a los soldados deKléber. Y a medida que hombres dedocenas de naciones avanzabancautelosamente entre nudosos robles

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camino de un magno choque, todo elconflicto ideológico que convulsionabaa Europa parecía centrarse en unsendero boscoso que bordeaba Madrid.Ninguno de los bandos abrigaba en lomás mínimo la idea de la derrota. Alprimero le impulsaba la furia de unacruzada, un retorcido orgulloprofesional o el sueño embriagador deun botín ilimitado. Al segundo le guiabaun desesperado anhelo de recuperar ladignidad perdida, el temor por la suertede la familia y el hogar, y una feinquebrantable en un ideal utópico o enun dios que más tarde habría detraicionarles.

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Como ojos demasiado asustadospara contemplar la escena, las estrellasse ocultaron de repente tras un velo denubes, y las neblinas empañaron elbosque, diluyendo cada silueta entrémulos contornos cenicientos. Los dosejércitos se toparon en el centro delparque, y el espeluznante grito de losmoros heló la noche; los internacionalesrespondieron con su lema «¡Por laRevolución y la Libertad!».

Ambas facciones cargaron comociegos en una habitación cerrada, ynadie sabía lo que estaba ocurriendo. Enun momento dado, los republicanos sevieron perdidos cuando el jefe artillero,

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un belga fascista que se había infiltradoen sus filas, saboteó sus cañones. (Sushombres le hicieron prisionero y mástarde fue fusilado). Poco a poco losmoros y legionarios, hechos trizas por elfuego de ametralladora, iniciaron unlento retroceso conforme los hombres deKléber avanzaban pulgada a pulgada,loma tras loma. Al amanecer losrepublicanos se habían adueñado detodo el parque, salvo del Cerro deGarabitas. Al pie de casi todos losárboles tronchados por los proyectiles,yacían grotescamente amontonadoscadáveres de ambos bandos. Entreaquellos grandes cúmulos de carne

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reposaba casi un tercio de la BrigadaInternacional XI.

A las tres de la mañana, con lavictoria ya confirmada, el general Miajase levantó de su despacho, estiró losbrazos y empezó a desvestirse porprimera vez en las tres noches pasadas.

—Es la primera noche que voy adormir con la mente en calma —dijo asus ayudantes—. Hasta ahora, antes deacostarme, no podía dejar de pensar:Bueno, Miaja, mañana la derrota.

Ahora estaba seguro de que Madridsobreviviría. Incluso soñaba con volvera su ciudad natal, Oviedo, como un

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héroe conquistador. Ataviado con suuniforme de general, visitaría la fábricade armas donde su padre habíatrabajado y conversaría con los obrerossobre aquellos tres días de gloria. Seríacomo hablar con su padre en persona,que ya no volvería a preguntarle:«¿Cuándo van a ascenderte, hijo?».

Ojalá su padre hubiera vivido paracompartir su gloria y el amor que elpueblo sentía por él.

Él era el héroe de Madrid; y másvalía que el general Kléber loentendiese así.

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CAPÍTULO IXEL AVANCE

1.

Salvado Madrid, por lo menos demomento, el general Miaja abordabaotro doloroso problema: las matanzasnocturnas de verdaderos o presuntosquintacolumnistas «trasladados» de las

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cárceles de la ciudad. Al gobierno deValencia le alarmaban las noticias detales ejecuciones, sobre todo en unmomento en que necesitaban másrespaldo internacional que nunca.

«Tengo entendido que estos díaspasados han ocurrido actos lamentablesen las cárceles», telegrafió unfuncionario del gobierno a Miaja.

Aunque parecía improbable que ésteno supiera nada de los asesinatos, unmiembro de su estado mayor replicó:«El general ignora por completo lossucesos de los que usted se lamenta ytratará de informarse al respecto».

Al poco tiempo se despachó otro

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mensaje: «Hubo algunos fusilamientos,aunque su número fue menor de lo quese rumorea». Era «lo menos que cabíaesperar que ocurriera, dado el númerode víctimas de las incursiones aéreas».

Por las mismas fechas, el 10 denoviembre, Miaja dijo colérico a losmiembros de la junta:

—De ahora en adelante a nadie se ledará el paseo… No estoy pidiendobenevolencia para con los enemigos dela República, sino respeto a las leyes.Les doy veinticuatro horas paraasegurarse de que ese indecorosoespectáculo se ha terminado.

Luego consultó con Santiago

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Carrillo, que había acabado en granparte con las expediciones de castigo adomicilios realizadas por grupos noautorizados, pero no con las matanzas enlas cárceles. ¿Por qué se permitían talesasesinatos?, preguntó Miaja. Carrillocontestó que no tenía nada que ver conellos. De hecho era su ayudante el quehabía firmado las órdenes para eltraslado de los presos, si bien Carrillo,en cuanto que era su jefe, no podíaeludir la responsabilidad. Sea cual fuesela verdad, las órdenes, decretos yproclamas no detuvieron las matanzas.

Janet Riesenfeld estaba amargada,desilusionada. No obstante haber sido

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utilizada por Jaime Castanys para suspropios fines políticos, inclusoponiendo su vida en peligro, Janet nolograba olvidarle. Tampoco podía huirde Madrid. Había preguntado en laembajada americana cómo podríavolver a su patria, y le habíanrespondido que, de momento, no habíamanera. Mientras Franco machacaba laspuertas de la ciudad, ella se encontrabacasi totalmente sola. Todos sus amigosmilicianos estaban en el frente, de suerteque casi de continuo pensabaobsesivamente en Jaime.

Cuando se quedaba en casa, nisiquiera se atrevía a mirar al teléfono,

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temiendo marcar el número de suantiguo novio, y cada vez que paseabapor la capital, todas las calles le traíanrecuerdos. A menudo, sin quererlo,pasaba por delante del despacho deJaime, confiando en que saliera paratropezar con él. Un día, al pasar,advirtió que la oficina estaba cerrada,con persianas de hierro echadas sobre lapuerta y las ventanas. En la puerta, unletrero rezaba: «Requisado».

Janet sabía lo que significaba. Fuecorriendo a la pensión de Jaime; ladueña contestó al timbre. Las dosmujeres se miraron fijamente.

—Se los han llevado a todos —dijo

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la patrona, con los ojos enrojecidos porel llanto—. A mi hermana también.

—¿Cuándo? ¿Cómo?—Ayer, a la una de la mañana.

Preguntaron especialmente por él.Poco después, Janet se hallaba a la

puerta de la comisaría donde se suponíaque les habían conducido.

—¿No trajeron aquí a variaspersonas ayer por la noche, a eso de lasdos? —preguntó a un guardia.

—Sí.Janet le dijo entonces el nombre de

Jaime y sus amigos, y el guardiaconsultó su lista.

—Sí, están todos aquí —dijo, Pero

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no hay ningún Jaime Castanys.

2.

—¿Cuál es la situación? —preguntó eldirector del Pravda, que llamaba porteléfono desde Moscú.

Mikhail Koltsov reflexionódetenidamente antes de responder. Apesar de los notables logros de losrepublicanos hasta entonces, estabapreocupado. Casi todos los hombresdisponibles habían sido incorporados a

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la lucha, y en consecuencia no quedabancombatientes de refresco para ayudar afrenar un nuevo ataque. Por muyvalientes que fuesen los madrileños, sino llegaban pronto nuevas tropas,Madrid acabaría sucumbiendo, ¡y sinembargo el pesimista Largo Caballeroquería reservar sus tropas pararecuperar la capital después de quecayese! Al parecer Koltsov pensaba queuna palabra de Stalin bastaría para hacercambiar de opinión al primer ministro,ya que éste no podía permitirse el lujode ignorar el consejo del dictador enaquel momento crítico. Para espolear aStalin, Koltsov describió un panorama

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sombrío, aunque no desesperado.—Los fascistas se han aproximado

más al río —declaró—. Su fuego deartillería dificulta la defensa de lospuentes. Y lo mismo puede decirse desus ataques aéreos. Están asesinando alos obreros en los barrios que capturan.Pero eso sólo logra acrecentar elespíritu de lucha. La batalla se librarávalerosamente.

Era lo que el director deseaba oír.—¿Va a lucharse con coraje?—Sí, así es. Estamos esperando

refuerzos.—¿Van a enviarles grandes

refuerzos?

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—No he dicho que van a enviarnosgrandes refuerzos. Sólo he dicho que losestamos esperando.

La voz de Moscú insistió:—¿Van a enviarles grandes

refuerzos?Koltsov se dio cuenta de que no le

estaban formulando una pregunta, sinocomunicándole la respuesta. Ahoragritaba en el teléfono, repitiendo dosveces su mensaje.

—¡Sí, van a enviarnos amplios ypoderosos refuerzos! ¡Grandes refuerzosde las tropas republicanas se acercan enauxilio de Madrid!

—¿Así que habrá grandes refuerzos?

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El director quería una confirmaciónaún más enérgica. Después de todo, sinduda amigos y enemigos estabaninterceptando al mismo tiempo laconversación. Koltsov gritó a plenopulmón:

—¡Sí, los refuerzos seránconsiderables! ¡Llegarán en seguida, encualquier momento! ¡Resistiremosperfectamente hasta que lleguen!

Tras la heroica resistencia deMadrid en los tres primeros días de labatalla, las posibilidades de que seprodujese un estancamientoaumentaban… y Hitler podía verseatascado indefinidamente en la ciénaga

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española. Por tanto, Stalin accedió:había que enviar de inmediato másrefuerzos a Madrid.

«Aquí, en los campos de batalla deEspaña no hay Croix de Guerre queconquistar, no tenemos existencias deCruces de la Victoria para las viudas delos héroes fallecidos. Sed valientes,camaradas, pero no temerarios; estamosaquí para matar fascistas, no parasuicidarnos ante ellos».

Keith Scott Watson y los otrosmiembros de la Brigada InternacionalXII en Albacete aplaudieron conentusiasmo a André Marty mientras lesarengaba de este modo en la explanada

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del centro de instrucción. Marty era eldelegado del Komintern en la basecastrense, y sus cálidas palabras dedespedida ocultaban un carácterdespiadado. Era un francés suspicaz ypartidario de la disciplina, un grotescoinstrumento del Kremlin, que esperabade sus hombres la misma obedienciaabsoluta que Stalin exigía de él.

De rostro glacial y ojos saltones, amenudo teatralmente ataviado con capay boina negra, al igual que su amo,Marty era un hombre pragmático ycínico con mayor amor por el poderpersonal que por España. Había ganadola confianza de Stalin en 1919, cuando

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encabezó un motín naval francés en elMar Negro, pasándose a losbolcheviques con los barcos enviadospara colaborar en el aplastamiento de larevolución. En Albacete repartía sutiempo entre detectar a presuntostrotskistas para descerrajarles un tiro enel cerebro e intentar convertir a hombresde más de una docena de naciones enuna eficaz maquinaria de guerra. Puestoque no disponía de mucho tiempo paraadiestrarles en el uso de las armas, loshipnotizaba con palabras.

Y de este modo, la tarde del 10 denoviembre, Watson y sus camaradasempezaron a desfilar rumbo a la

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estación de tren tan inspirados comocualquier soldado de la Historia. PeroKeith estaba menos impresionado que lamayoría, pues iba a combatir más porsed de emociones que por ideología.Hasta entonces se había divertido, yesperaba poder volver pronto aBarcelona para ver a su Rosita.

Pero recordaba con cierta aprensiónel extraño futuro que ella había leído enlas cartas:

«No harás lo que has venido a hacer:veo a una rubia en un coche y con ellava la muerte».

Watson se preguntó cómo podríahacer alguien lo que todos ellos habían

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venido a hacer: combatir. Su brigadatenía incluso una preparación inferior ala de la XI, que ya estaba en Madrid,asemejándose más a una multitudconfusa que a una fuerza de combate.Treinta y seis horas antes solamente sehabía organizado un batallón: el batallónitaliano Garibaldi. Se estaban formandoel francés André Marty y el alemánThaelmann; algunos de sus miembroshabían llegado la víspera, bisoños yvestidos de paisano. El jefe de labrigada, el general Lukacz, que enrealidad era el famoso escritor húngaroMata Zalka, estaba fuera de sí. Aunquehabía luchado en el ejército austriaco

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durante la Primera Guerra Mundial ymás tarde, tras su captura por parte delos rusos, en el Ejército Rojo, nuncahabía emprendido una acción tanimposible: crear una fuerza de combateliteralmente de la noche a la mañana.

Los jefes, que habían sido elegidosal azar, a menudo tenían que impartirórdenes con el diccionario en la mano,pues los voluntarios hablaban muchaslenguas diferentes. Las cartucheras sehicieron con sacos, los portafusiles conropa de cama; peor era que no hubiesemuchos fusiles, incluso sin accesorios.Al escritor Louis Fischer que, por habersido el primer americano que se unió a

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las Brigadas, había llegado a serintendente general, le «parecía estúpidopermitir que los hombres luchasen sinarmas». Tan sólo cuando André Martyestaba pronunciando su discurso dedespedida llegaron camiones con cajasde madera llenas de fusilesprofusamente engrasados.

Pertrechados a medias, apenasadiestrados, excepto unos cuantosveteranos de la Primera GuerraMundial, los hombres subieron al tren.Desempeñarían un papel clave en lanueva ofensiva planeada por Miaja yRojo para cortar las carreteras del surhacia Madrid y evitar que los rebeldes

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cortaran la de Valencia, al este, cordónumbilical de la ciudad. Su misiónconsistía en destruir una columnarebelde atrincherada en el elevadoCerro de los Ángeles, al sur de Madrid,aunque no contaban con grandescañones, respaldo aéreo ni equipo decomunicaciones, ni, por otra parte,sabían nada acerca de tácticas bélicas.

Keith Scott Watson, miembro de ungrupo inglés incorporado al batallónThaelmann, tenía más confianza que losdemás. Por lo menos había aprendido adisparar un fusil.

La mañana del 13 de noviembre,

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tropas del batallón Thaelmann sedetuvieron justo en la parte baja de unaloma y se desplegaron para el asalto.

—Se trata de un ataque a laretaguardia de las fuerzas fascistas quecercan Madrid —gritó un oficial—. Sitiene éxito salvará a la ciudad. Nosapoyarán tanques y aviones. Seguid avuestros oficiales y todo saldrá bien.

Watson y otros miembros de la XIIno estaban tan seguros. Habían llegadoallí tras dos jornadas caóticas ydeplorables. Cuando se apearon del trenen un pueblo situado a unos treintakilómetros de distancia, se habíanquedado desconcertados. ¿Tendrían que

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hacer a pie el resto del trayecto?¿Tendrían que pasar hambre, además?No había camiones. Ni comida. Nohabía jefe al frente del batallón AndréMarty. Éste había desaparecidomisteriosamente y le había reemplazadoun obrero parisiense de un comercio dedelicatessen que sabía más de cocinaque de batallas.

Sin embargo, con o sin camiones,alimentos o dirigentes capaces, loshombres del batallón Thaelmann irían alfrente. A pie, si era necesario. Watsonacarreaba por sus asas de cuerda unacaja de municiones de ametralladora quele cortaba sus manos abrasadas, pero su

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dolor se transformó en rabia al ver queotros batallones les daban alcance abordo de camiones, y ello porque susjefes habían tenido más paciencia.

Finalmente todo estuvo a punto parael ataque. Los conductores —siempreque fuera posible encontrarlos—trasladarían durante el resto del día a latotalidad de los hombres al punto departida. Los combatientes se habíanalejado e ido a dormir en casas remotas,y llevó horas reagruparlos y poner loscamiones en marcha. Hubo otropercance: un conductor se equivocó decamino y extravió a parte del batallónGaribaldi.

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Los restantes hombres de la mismabrigada llegaron a su destino con más deveinticuatro horas de retraso, y Watsonexperimentó una «sensaciónindescriptible» al divisar Madrid en lasbrumas del alba, a pocos kilómetros dedistancia. Junto con sus camaradas delbata l l ón Thaelmann, descendió unapendiente rocosa hasta llegar a unpueblecito que encontraron desierto.Entraron en una casa que había sidosaqueada; vieron ropas esparcidas porel suelo y muebles volcados. Alinspeccionar el dormitorio, Watson sequedó horrorizado. Sobre la cama yacíauna mujer medio desnuda, con la

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garganta cercenada por una enorme yroja cuchillada. ¡Los moros!

El batallón atravesó más tarde loscampos arados rumbo a una escarpadacolina a menos de tres kilómetros deallí: el Cerro de los Ángeles. En su cimase alzaba el monasterio, arañando elcielo con las zarpas calcinadas de unafiera a punto de saltar. Una fiera herida,pues cuando los republicanos seapoderaron de la colina, poco despuésde iniciada la contienda, habíanbombardeado la construcción y echopedazos una enorme estatua de Cristoque se erguía en el patio del monasterioy era visible desde varios kilómetros a

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la redonda. Llevados por su furia habíandinamitado lo que quedaba de la estatua.Para los rebeldes el acto suponía el mássiniestro sacrilegio. Para losrepublicanos era un golpe simbólicocontra quienes utilizaban pérfidamenteuna imagen de Cristo para mantener alpueblo sumiso y encadenado.

Una tormenta de fuego brotó deimproviso de la fortaleza medio enruinas, y cundió la confusión. PeroWatson avanzó, codo a codo con GilesRomilly, el díscolo nieto de WinstonChurchill, que había deshonrado a suilustre familia conservadora haciéndosecomunista y acudiendo presuroso a la

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guerra de España.De repente Watson sintió un impacto

en el muslo y cayó al suelo.—¡Dios, me han dado! —gritó

mientras se palpaba su húmeda,pegajosa pierna.

Ya nunca podría volver a Barcelona.Pero entonces vio a Romilly que reía acarcajadas. ¿Se había vuelto loco?Romilly señaló la cantimplora de Keith,llena de vino… hasta que la perforó unabala. Por eso la «sangre» de Watsonfluía, agotándose.

Lo mismo que su pasión por labatalla.

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Ludwig Renn no acertaba a creerque el ataque marchase tan bien. Renn,un hombre alto y con gafas, de rostroascético todavía demacrado por habercumplido condena en una cárcel nazi,era un escritor y pacifista conocido.Tras escapar de Alemania decidióutilizar su experiencia de la GuerraMundial para combatir a los fascistas enEspaña, pero no había contado condirigir un puñado de reclutas inexpertos.

Cuando avanzaba con sus hombres,alguien tendido en el suelo le llamó:

—¿Qué pasa? —inquirió Renn.—No puedo meter los cartuchos en

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el fusil.—Bueno, enséñame cómo lo haces.El joven abrió la recámara y trató de

meter un cartucho.—Pero ¡hombre! Lo estás metiendo

al revés. ¿Nunca has cargado un fusil?—No.—¿Nunca has disparado uno?—En una caseta de feria nada más.Renn no podía hacer otra cosa que

sacudir la cabeza. Conducía a sushombres al suicidio, no a la batalla. Sinembargo se iban abriendo camino, allado de los tanques que lanzabanbombas contra el monasterio entre eltableteo de las ametralladoras. Todas

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sus unidades estaban avanzando: salvosu compañía polaco–balcánica. Sesuponía que su misión era proteger elflanco derecho del batallón, peroparecía haber desaparecido. Y luego sedio cuenta de que nadie les había dichocómo se accedía a la fortaleza. ¿Dóndeestaba la entrada? Sus hombres nuncaconseguirían escalar el muro.

Entretanto, la brigada afrontabaotros problemas. Parte del batallónfranco–belga se había perdido, y lositalianos fueron acribillados cuandocolocaban escaleras contra el muro ytrataban de escalarlo como si fuerancaballeros del pasado atacando un

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castillo medieval. Al final fueronhallados los franco–belgas «perdidos»,y se les ordenó avanzar silenciosamentehasta el pie del baluarte. En lugar deeso, avanzaron cantando a voz en gritol a Internacional hasta que el fuegoenemigo disolvió el coro.

A pesar de todo, la brigada logrócercar prácticamente el monasterio.Sólo faltaba que alguien encontrara lapuerta de entrada. De repente, alatardecer, hombres de una compañíaespañola incorporada a la brigadagritaron:

—¡Los moros! ¡Los moros!Todos miraron alrededor. ¿Quién

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cercaba a quién?Más o menos en ese mismo

momento, mientras un fuego intensofrenaba a los hombres de Renn, unoficial alemán se le acercó reptando y lepreguntó:

—¿Vamos a retroceder?Renn, atónito, dijo:—¿Por qué?—No podemos avanzar y tenemos

que comer y dormir.—¡Ésa no es razón para retirarse!Renn se desplazó a lo largo de la

zona de escaramuzas y descubrió que lositalianos y franceses ya se habíanmarchado. Volvió donde estaba el

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oficial alemán, que preguntó de nuevo:—¿Nos vamos?—¡No!—Pero ya he dado la orden de

retirada.—En ese caso, tiene que hacer que

sus hombres vuelvan a sus posicionesinmediatamente.

—Imposible. Ya se han idocorriendo y está demasiado oscuro paraencontrarles.

—¡Eso significa que no sólo ha dadouna orden no autorizada por su superior,sino que ha iniciado una retirada sinsentido! ¿Ha mencionado usted un puntode destino? ¡Conteste!

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—Aquí no se puede mencionarningún destino.

—Con esa observación lo único queestá demostrando es su ineptitud militar.¡Tendrá que responder de su acción!

Pero Renn sabía que era demasiadotarde. Tenía que retirarse con sushombres… estuvieran donde estuviesen.

Más tarde, esa noche, él y varios desus compañeros llegaron muertos decansancio a un pueblo alejado unoskilómetros y entraron en una iglesiadébilmente iluminada donde estabandurmiendo muchos de sus hombres. Sehabía sentado a tomar un poco de sopa yreflexionaba con desazón sobre la

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desbandada cuando entró el jefe de lacompañía polaco–balcánica que sehabía extraviado. Sus soldados habíanatacado el monasterio, explicó, auncuando su misión sólo consistía enproteger el flanco derecho del batallón.

¿Por qué había desobedecido lasórdenes?, le preguntó Renn.

—Es que la puerta del monasterioestaba delante de nosotros —contestó eljefe.

Renn se quedó sin habla.—¿Qué? —gritó al cabo—.

¿Ninguno de nosotros sabía dóndeestaba y vosotros estabais delante deella?

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—Sí, nos acercamos mucho.—¿En serio? ¡El objetivo de todo el

ataque estaba en nuestro sector y ustedno informó de ello! ¡Podíamos habertomado el monasterio! ¡Todo el ataqueno sirvió para nada!

Renn estaba perplejo. Ni siquiera sealegró cuando más tarde supo que unacompañía española había descubierto elsanto y seña enemigo, lo había dicho enla puerta, había entrado en el monasterioy lo había capturado realmente… ¡peroque fue rechazada al no recibirrefuerzos!

—¡Despierta, puñetero, nos estamosretirando! Los fascistas disponen de

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importantes refuerzos.Gile Romilly despertó con violentas

sacudidas a Keith Scott Watson y lesacó del blando y hondo lecho de unacasa que habían ocupado durante lanoche, después de la huida desde elmonasterio. Los dos hombres salieronrápidamente de la casa y se unieron a lalarga fila de soldados que caminabanpesadamente hacia pueblos de laretaguardia. Inesperadamente un aviónenemigo se lanzó en picado escupiendobalas sobre la comitiva, y los inglesesse amontonaron en un vehículo blindadocuyo techo machacaban los proyectiles.El vehículo arrancó y no se detuvo hasta

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llegar a una base junto al ríoManzanares. Allí se apearon Romilly yWatson y se hallaron en medio deextranjeros: voluntarios del batallónfranco–bel ga Comuna de Paris,perteneciente a la Brigada InternacionalXI, que se encontraba en Madrid desdeel 8 de noviembre.

Mientras Romilly salía a buscar algrupo inglés, Watson se quedaba por siacaso aparecía por la base. Pero unoficial francés le ordenó integrarse en sucompañía. Keith protestó. Era, alegó,miembro de un contingente inglés de otrabrigada.

—Ah, mon brave —dijo el oficial

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—, todos somos buenos socialistasinternacionales. ¿Qué es una nación?Todos somos hermanos… ¡a formar!

No viendo otra alternativa, Watsonse atrincheró con sus nuevos camaradascerca del Puente de los Franceses, en undeclive tapizado de olivares. Desde lasgrandes batallas del 9 de noviembre, enque los rebeldes habían sido rechazadosde todos los puentes y casi barridos dela Casa de Campo, el general Varelahabía avanzado día tras díaincesantemente a pesar del elevadocosto que la acción suponía.

Por otra parte, la nueva ofensiva delgeneral Miaja había sido frenada no

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sólo en el Cerro de los Ángeles sinoprácticamente en todos los frentes. Dehecho, la mañana del 13 de noviembre,mientras la Brigada Internacionaldesencadenaba su catastrófico ataque almonasterio, los rebeldes habían llegadoincluso hasta la orilla fluvial próxima alPuente de los Franceses.

Pero —como prometió a Watson eloficial francés— nunca lograrían cruzarel río.

3.

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Janet Riesenfeld se desesperaba a causade la desaparición de Jaime Castanys y,como todos sus amigos republicanosestaban en el frente, no sabía a quiénacudir en busca de ayuda. Por últimoconsiguió ponerse en contacto con suamigo José María, cuando éste volviópor poco tiempo. Le rogó por teléfonoque encontrase a Jaime.

—Es la última cosa que te pediré.Pocas horas después, Janet y José

María se hallaban en el depósito decadáveres. Mientras Janet esperaba enla puerta, él entró, se detuvo ante cadacadáver y echó una ojeada bajo la

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mortaja. De repente llamó a la muchachay ella recorrió el trecho que le separabadel difunto, trémula y a punto dedesmayarse. José María se inclinó yvolvió hacia un lado la cabeza de unhombre muerto.

Janet sólo alcanzó a ver el perfil,pero sabía que era Jaime.

Como la mayoría de los españoles,el general Miaja quería relajarse durantela comida, pero sus colegas Mola yVarela estaban tan preocupados quellegaron incluso a violar la santidad deesas sagradas horas de paz. Así pues,poco después del mediodía del 13 de

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noviembre, cuando Miaja almorzaba consu estado mayor y los consejerossoviéticos, varios Junkers escoltadospor cazas empezaron de nuevo abombardear Madrid.

—¿A qué hora comen ellos? —dijoel general, malhumorado—. Ni comen,ni dejan comer a los demás. Les ruegoque no se levanten de la mesa.

Pero cuando supo que los Chatosrusos estaban acribillando a los avionesenemigos justo encima de sus cabezas,desobedeció su propia orden y, con laservilleta todavía anudada al cuello, seprecipitó al balcón a contemplar elcombate aéreo más espectacular desde

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el comienzo de la guerra. Mientras losbombarderos se daban a la fuga, catorceFiats y Heinkels y trece Chatos selanzaban en picado y se zarandeaban deun lado a otro de las nubes,expulsándose mutuamente del cielo. Laspersonas que presenciaban la luchadesde la calle alcanzaban el éxtasis cadavez que veían que un avión estallaba enllamas, convencidos de que era unaparato enemigo, aunque pocos podíandistinguir a uno y otro bando. Un hombreque se lanzó en paracaídas de su aviónincendiado fue recibido en tierra porfuego de ametralladora.

Una vez concluida la batalla, Miaja

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regresó a la mesa, pero leinterrumpieron de nuevo; un ayudante lecomunicó que el paracaidista había sidohecho prisionero. Que le condujeranante él, ordenó el general. Poco despuésse oyó a una gran multitud gritando fueramientras arrastraban a un hombreescaleras arriba.

Mikhail Koltsov, que asistía a lacomida, se sobresaltó al ver alprisionero. Por lo visto se trataba deSergey Tarkhov, conocido como«Antonio», un jefe de aviaciónsoviético. Una vez que el hombre, quegemía de dolor, fue instalado en un sofá,Koltsov le preguntó:

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—Antonio, ¿eras tú el piloto que selanzó en paracaídas?

Respirando con dificultad, elhombre sólo pudo murmurar:

—Dadme agua. Tengo el vientreardiendo.

—Antonio…—¿Qué clase de manicomio es esto?

¿Por qué disparan a su propia gente?Dadme agua. Luego ya explicaré lo queha ocurrido. Tengo que apagar el fuegode las balas.

Le llevaron rápidamente al hotelPalace, que había sido habilitado comohospital. Koltsov, que le acompañó,estaba desolado. Qué trágica ironía. ¡Ser

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ametrallado por la gente que habíavenido a salvar! Esperó a Antonio fueradel quirófano, mirando los barreñosllenos de dedos y piernas amputados, yobservando un cartel de la pared quemostraba a una pareja bailando yostentaba la inscripción: «Veranee enSantander».

Dos horas después, habían extraídocuatro balas del cuerpo del piloto; dosquedaron dentro. El médico le advirtióde que, en caso de moverse, sedeclararía una peritonitis y moriría sinremedio. Cuando Koltsov se sentó juntoa su lecho, Antonio insistió en dictarleun informe sobre la batalla.

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—Por favor, anota esta fecha en eldiario… Lo recuerdo muy bien. A la unay cuarenta y ocho minutos de la tarde…

—Pero a esa hora ya te estabanoperando…

—Lo recuerdo exactamente; ayer, ala una cuarenta y ocho…

—Ayer no; hoy. La batalla tuvolugar hoy. ¡Hace tres horas…! Pero esono importa. Lo principal es que no debesmoverte. Te pondrás bien.

—¿Y los muchachos? ¿Se encuentranbien?

—Mejor que eso. Tus muchachoshan derribado cinco aviones y tú otro;seis en total.

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—¡Son águilas! ¡Oh, mis buenosmuchachos…! Así, de pronto, seisHeinkels que venían de todasdirecciones, como perros de caza,¡todos contra mí…! Caí en barrena…Salté y me dije: «el viento sopla… endirección a los fascistas. Así que tengoque descender rápidamente…». Lo abrí(el paracaídas) a cuatrocientos metrosdel suelo y me dejé llevar… yempezaron a dispararme desde tierra…Pero no se lo digas a nadie. Mismuchachos no deben saberlo. Sería malopara su moral.

—Eres tú el que no debe hablar,¿entendido? De lo contrario me marcho

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ahora mismo.Antonio estaba deprimido. Quería

combatir de nuevo… por la gente que lehabía disparado. Después de todo,militaban en el bando justo. ¿No eramejor correr el riesgo de morir queabandonar a los amigos? ¿No era eso loque le había enseñado Stalin?

4.

Algo más tarde, Koltsov se encontrabacon otro amigo. Buenaventura Durruti

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había llegado por fin a Madrid con unostres mil milicianos para salvar la ciudadde los fascistas y, si resistía, también delos comunistas. Aunque apresados endispares redes ideológicas, Durruti yKoltsov más bien se agradabanmutuamente y compartían la intensidadde su compromiso con la causaantifascista.

Los dos hombres se abrazaron, yDurruti dijo bromeando:

—¿Ves? No he tomado Zaragoza. Nome han matado. Y no me he convertidoen marxista. Todo eso pertenece alfuturo.

Koltsov se quedó sorprendido por el

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gran cambio que había experimentadoDurruti desde la última vez que le vio,varias semanas antes. El líder anarquistano sólo parecía un dirigente, sino quehablaba a sus ayudantes como si lo fuesede verdad. Ya no sugería: ordenaba.Incluso tomó consejo de Koltsov yañadió a su plana mayor un consejeromilitar comunista.

Y Durruti desfiló como un soldadoal frente de sus hombres, uniformados deverde, Gran Vía arriba, con las rojasbanderas ondeando al viento, entre losvítores y aplausos del gentío queatestaba las aceras. Durruti, la leyendaviviente, había llegado. Madrid no

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sucumbiría ya.El dirigente estaba seguro de que sus

hombres se ocuparían de ello. Pero apesar de todo no se sentía a gusto, pueshabía tenido que convencerles de quefuesen a la capital contra su voluntad, yestaban descontentos. No comprendíanque su causa se desmoronaría en todaEspaña si los fascistas capturaban laciudad o si ésta caía bajo el control delos comunistas. Y aun cuando no estabatotalmente seguro de comprenderlo élmismo, había dicho apasionadamente alos suyos antes de dejar Cataluña:

—¿Vendréis conmigo a Madrid, sí ono? Es cuestión de vida o muerte para

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todos nosotros. O vencemos o morimos,porque la derrota sería tan terrible queno sobreviviríamos. Pero venceremos…Lo único que lamento es que os estoyhablando hoy en un cuartel. Un día estoscuarteles serán desmantelados yviviremos bajo un régimen de libertad.

Los ojos de algunos hombres sellenaron de lágrimas cuando describió,con rústicas y vividas imágenes, lodeliciosa que sería la vida en unasociedad libre de injusticia o crueldad.Muchos se ofrecieron voluntarios para ira Madrid, sobre todo para complacer asu venerado líder. Pero en el fondodudaban, como Durruti mismo. Éste se

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lamentó ante sus amigos, al parecer máscomo amarga broma que como auténticopresentimiento, de que su destino eramorir en la capital.

Durruti fue a ver a Miaja y a Rojo yles deslumbre con su intensidad casimística. Sus hombres habían venido asalvar Madrid, les dijo, pero en elminuto en que fusilasen al últimorebelde, volverían al frente de Zaragoza.Y para concluir su trabajo lo más prontoposible, quería atacar en el sector másvirulento, pero sólo con su gente. Nadiehabría de beneficiarse de sus éxitos,insistió, evidentemente pensando en loscomunistas, que pretendían reivindicar

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como propias casi todas las victoriasrepublicanas.

Miaja y Rojo se mostraron deacuerdo. Dos días más tarde, el 15 denoviembre, desencadenarían unaofensiva suprema, declaró Rojo, querompería el cerco de Madrid. ¿QuerríaDurruti atacar desde la CiudadUniversitaria, al otro lado del Puente delos Franceses, y ayudar a expulsar alenemigo de la Casa de Campo y de todala zona sudoeste de Madrid?

Ciertamente, contestó Durruti.Pero cuando se reunió con Cipriano

Mera y otros anarquistas locales,descubrió que a ellos no les agradaba

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tanto la misión. Mera, en especial, semostró escéptico. Hizo hincapié en quelos hombres de Durruti estabanextenuados tras su largo e insomne viajedesde Cataluña y no habían descansadoantes de salir para el frente. Ademásiban a enfrentarse en un terrenodesconocido con un enemigo másformidablemente armado que el quehabían combatido en Aragón. Y lastropas que Rojo había escogido para ir ala cabeza del ataque, miembros de otracolumna anarquista procedente deCataluña, la columna Libertad, sehabían comportado como unos cobardese irresponsables. Existía también el

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problema de la moral. Es posible quelos hombres de Durruti fueran valerosos,pero no se habían contagiado por aqueltemple nacido en Madrid el 7 denoviembre, cuando casi todos losmadrileños se transformaron encombatientes invencibles. Ni siquierahabían querido luchar en la capital.

Mera suponía que los republicanosiban a atacar desde dos direcciones pararodear a los rebeldes o por lo menosobligarles a retroceder. Y sus propiossoldados anarquistas, que conocían elterreno y las condiciones, irían al frentede las tropas.

—Si te indican que deberías lanzar

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un ataque frontal —le dijo a Durruti—,significa que quieren que fracases. Noolvides, Buenaventura, que no sólotenemos enemigos en el otro bando.Puede que el general Miaja quieracomportarse correctamente connosotros, pero está rodeado decomunistas, y estos no desean queDurruti, el más importante luchadoranarquista, sea el salvador de Madrid.Con sus letreros y bandas de música,están intentando hacer creer a todos queson los únicos defensores.

A Durruti no le impresionó laadvertencia. Los comunistas se iban adar un buen susto. Y lo mismo los

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fascistas.

Los republicanos planeaban salvarMadrid por medio de una audazoperación al mismo tiempo que losrebeldes proyectaban tomarlo conmaniobras igualmente osadas. Y a partirde idéntica hora y sitio.

Mola estaba a la vez furioso ydesconcertado. Antes de que el 7 denoviembre se iniciara el asalto directo aMadrid, Yagüe le había advertido deque sería un error, y hasta entoncesparecía tener razón. El Director teníaque justificar ahora su decisión. Puestoque sus hombres no conseguían capturar

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el Puente de los Franceses, tendrían quevadear el Manzanares en algún lugarpróximo, con un contingente de tanques,y lanzar un ataque relámpago sobre laCiudad Universitaria. Mola discutió elplan con Varela, que no pusoobjeciones, ya que él también debíarecobrar su prestigio. Tampoco seopusieron Franco y sus asesoresalemanes, que deseaban intentar algopara entonces.

Franco ya había acatado la exigenciade Hitler de que empezara a bombardearMadrid hasta rendirlo, y parecía haberllegado el momento de hacerlo, puestoda la Legión Cóndor se hallaba ya en

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España y la aviación rebelde contabacon muchos más aviones que losrepublicanos. En una ocasión anterior, elgeneralísimo ya había bombardeadoimpacientemente los barrios obreros,pero hasta ahora no había golpeadoadrede a objetivos civiles en la mayoríade las restantes zonas urbanas. ¿Para quéheredar un montón de ruinas? A menosque fuese necesario… Y ahora sí lo era.

Hitler quería verificar el efectosicológico que causaba en la ciudad unbombardeo metódico y masivoconcebido sobre todo para matar apersonas y destruir casas, hospitales ycentros culturales. La información le

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sería de utilidad cuando más adelantebombardease París, Londres, Moscú yotras ciudades. Y Franco, quenecesitaba desesperadamente la ayudade Hitler, no se atrevió a negarse. Ni, alparecer, deseaba hacerlo. No siendo yasegura la victoria en Madrid, más valíaheredar ruinas que nada en absoluto. Sinembargo regateó con Hitler a propósitodel número de aviones; el dictadoralemán quería que los utilizase todos encada incursión. Parece ser que Francoalegó que un tercio sería suficiente,confiando en salvar de la destrucción almenos parte de la capital. Y el Führer,magnánimamente, se avino a ello.

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Así pues, iba a producirse el primerbombardeo masivo de una ciudad en lahistoria.

Sería sincronizado con el plan deataque terrestre de Mola: un asaltosimultáneo al ánimo aparentementeinquebrantable de los madrileños. Unavez más, Yagüe, que iba a dirigir lastropas, disintió furioso. ¿Cómo podríansus tanques franquear el muro quebordeaba el río y trepar sus escarpadasorillas? De todas formas, no disponía desuficientes reservas para un asalto así.Tampoco esta vez tomaron en cuenta suconsejo Mola y Varela. Así, aregañadientes, Yagüe redactó la orden

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de ataque y se la pasó al jefe de sucolumna, teniente coronel Asensio.

Los hombres de Asensio avanzaríanhacia el sudoeste, llegando a la Plaza dela Moncloa a través de la CiudadUniversitaria y el Parque del Oeste, y enel trayecto abrirían las puertas de lacárcel Modelo y libertarían a los presos.De ese modo dispondrían de untrampolín para la ofensiva contra elcentro de Madrid. El plan era unaversión reducida del proyecto originalde Varela para la toma de la capital el 7de noviembre.

—Te deseo toda la suerte delmundo, amigo mío —dijo Yagüe,

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escéptico.—Mañana cruzaré con o sin tanques

—le aseguró Asensio.La noche del 14 de noviembre,

Yagüe se revolvía inquieto en suasiento, en el despacho de la casa quehabía convertido en su cuartel general.Estaba nervioso, amargado, temeroso deque el fracaso pudiese significar eltérmino de toda la campaña de Madrid.Sus mejores tropas ya habían sidodevoradas y contaba con pocas reservas.Tampoco podría trasladar hombres delos frentes del norte, pues el enemigoaumentaba su presión allí. Y por muygrandes que fueran las matanzas en las

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áreas conquistadas, miles de rebeldesdebían quedarse a vigilarlas, pues erandemasiados los españoles enemigos.

Yagüe empezó a sentirse enfermo:respiraba con dificultad. Entoncestelefoneó Asensio con noticiasdesalentadoras: sus hombres lo estabanpasando muy mal demoliendo el murodel río a fin de abrir agujeros lo bastantegrandes para permitir el paso a lostanques. Sintiéndose aún peor, Yagüe setendió en su catre y trató de dormir. Envano. Se levantó hacia las 2.30 de lamadrugada y se desplomó en el suelo,inconsciente.

Al rato abrió los ojos y, viendo a un

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médico que se inclinaba sobre él,murmuró que se encontraba muy bien.Dirigiría las tropas al amanecer. No, nolo haría, le dijo el médico. Y elayudante de Yagüe corroboró suspalabras, si bien admitió:

—Si usted no dirige personalmenteel ataque, el frente no se romperá yMadrid no será liberado.

—Eso es lo que me duele —gimióYagüe—. Creo que la orden de atacar esun error. Usted lo sabe, y todo se havisto complicado por la llegada de esosvoluntarios extranjeros. Pero si puedoestar con mis hombres a la mañana, siDios quiere, derrotando por un lado a

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los rojos y por otro a José Enrique[Varela], siento en mis huesos quequebraré la defensa de Madrid.

Sin embargo, el estado de Yagüe sedebilitó aún más, y fue evacuado de unfrente donde las posibilidades de losrebeldes eran tan inciertas para él comolas perspectivas de los republicanospara Cipriano Mera.

El rey Alfonso XIII, antes de salirhuyendo por la puerta trasera de supalacio, en 1931, había soñado conrestaurar la grandeza intelectual deEspaña. Y para ello empezó a construiruna inmensa Ciudad Universitaria,

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diseñada según el modelo de un campusamericano, con más de una docena deedificios de piedra blanca y ladrillorojo diseminados a la buena de Diossobre una verde ladera, a lo largo de laribera este del río Manzanares. En laorilla opuesta se extendía la Casa deCampo, y al sur el Parque del Oeste, queconducía al centro de la ciudad.

El sueño del monarca nunca se habíavisto realizado por completo porque elgobierno republicano que le sucedióoptó por invertir los fondos educativosen la construcción de escuelas para elpueblo, no para la aristocracia. Portanto, algunos de los edificios habían

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quedado inacabados, y los materiales deconstrucción despedazados y lasherramientas oxidadas se mezclaban conlos tanques y ametralladoras que habíansustituido al intelecto como método dedirimir pendencias.

El 15 de noviembre, al salir el solen un firmamento frío y lluvioso, loshombres de Durruti se acurrucaban enlas trincheras poco profundas de laorilla este del río que bordeaba laCiudad Universitaria. La columnaLibertad estaba preparada paraencabezar el avance al otro lado delPuente de los Franceses. Cubrían suretaguardia tanques rusos, les

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sobrevolaban aviones soviéticos y laartillería rusa les despejaba el terreno.Cuando Durruti ordenó avanzar a sushombres, un mortal fuego deametralladora procedente del Cerro deGarabitas, en la Casa de Campo, barriósu línea y les forzó a replegarse.

—¡Más artillería, más bombas! —gritó Durruti. Y hubo más bombardeos.Pero los rebeldes devolvían golpe porgolpe, como si fueran ellos quienesatacasen. Luego amaneció. ¡En efecto,a ta c a b a n ellos! Los republicanos,asustados, volaron el Puente de losFranceses, con lo que la timoratacolumna Libertad ahora tendría que

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vadear el río… suponiendo que llegaraa avanzar.

De nuevo Durruti ordenó avanzar yde nuevo ordenó la retirada. Una terceravez lanzó a sus hombres al ataque. Peropara entonces el pánico que embargabaa la Libertad había contagiado a todoslos combatientes. La mayoría huyó a laretaguardia, mientras que los más bravosse limitaron a quedarse donde estaban.

A las dos de la tarde, un oficial quese hallaba en el Puente de los Francesesenvió un breve mensaje a Rojoresumiendo la situación: «El enemigo haatacado virulentamente… El Puente delos Franceses ha sido volado por

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nuestras propias tropas. La fuerza aéreaenemiga ha bombardeado la CiudadUniversitaria… Ningún otro sucesodigno de mención».

Al mismo tiempo que Durrutilanzaba a sus hombres hacia adelante, lomismo hacía el teniente coronelAsensio, cuya columna mora estabasituada justo al otro lado del río. Casiparecía como si ambos ejércitos fuesena enfrentarse en medio del pocoprofundo cauce fluvial. El batallón morode vanguardia también tenía problemas.Su jefe era Sifre Carbonel, el capitán «aprueba de balas» que no conseguía serherido por mucho que lo intentara.

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Había llegado el momento de poner susuerte otra vez a prueba, parademostrarse a sí mismo y a sus hombresque no huía de las balas. Pero ¿cómolograría que sus tanques pasaran el muroque orillaba la ribera? La dinamita nohabía dado resultado.

Al final descubrió la manera. Usaríalos tanques como arietes. Se abrieronpaso hasta el río y, a pesar del intensofuego con que les recibieron los tanquesrusos en la otra orilla, se internaron enel agua. Pero algunos encallaron en ellecho arenoso del río, y otros nopudieron escalar la escarpada riberadonde estaba el enemigo y se vieron

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obligados a retroceder.Sin embargo, también llovieron

proyectiles rebeldes sobre losanarquistas, que, ganados por el pánico,se replegaron; por tanto, a medida que elfuego republicano se hacía más débil,Carbonel, a eso de las 4 de la tarde,gritó:

—¡Todo el mundo al río!Y hombres y máquinas se adentraron

en el agua, que llegaba a la altura de unarodilla humana, con desprecio de laartillería republicana. Cuando sehallaban en la mitad del vado, un tanqueruso empezó a lanzar proyectiles abocajarro sobre los rebeldes y pareció

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que el ataque concluiría en desastre.Pero un teniente de regulares se detuvoen medio del río y disparó un proyectilantitanque en el mismo momento en queuna bomba le destripaba; el tanque diosúbitamente media vuelta y se alejóarrastrándose, seguido de los otros. Deeste modo los hombres de Carbonelconsiguieron recorrer el trecho que lesseparaba de la orilla opuesta, dondeescalaron la colina y combatieroncuerpo a cuerpo con los pocos soldadosde infantería que aún quedaban en lastrincheras. Luego se precipitaron haciael edificio más cercano: la Escuela deArquitectura.

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El capitán Carbonel había abiertolas puertas de la ciudad, aun cuando,para su pesadumbre, seguía sin habersufrido ni un solo rasguño.

5.

El jefe francés de la unidad de combateinternacional atrincherada cerca delPuente de los Franceses seguíaasegurando a Keith Scott Watson que losmoros nunca cruzarían el río cuando de

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repente miró en torno y vio a soldadoscon barba y turbante que corrían haciasus hombres por detrás. Se quedó mudode asombro.

—¡No puede ser! —musitó.Pero así era. ¡Los moros se

acercaban! Todo el mundo se volvió enla trinchera y empezó a apuntar hacia laretaguardia. La escena de la mujermedio desnuda y con la gargantacercenada pasó como una centella por lamente de Watson. ¿Se tratabasimplemente de un film melodramático?¿Se acabaría cuando saliese a labrillante iluminación de LeicesterSquare y se acercase al Lyons a tomar

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un café?—¡Fuego! —gritó el oficial,

mientras los caballos parecían pasarlescasi por encima.

La descarga sorprendió a los moros,que creían a su vez haber sorprendido alos republicanos, y una feroz figura, alomos de un caballo blanco, que habíacaído dentro del marco de visión deWatson se desplomó a tierra, junto conaproximadamente la mitad de dosrestantes jinetes. Cuando unaametralladora republicana abrió fuego,los demás caballos descendieron algalope la pendiente y volvieron grupasvadeando el río.

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Pero pronto lo cruzaron de nuevobajo una cobertura de proyectiles. Unode ellos explotó detrás de Watson,matando o hiriendo a varios soldados, yuno que estaba a su lado, al advertir lapalidez del inglés, le dijo, no muyconvencido:

—¡Animo, mon brave! Hacen faltaveinte bombas para matar a un solohombre.

Aullando sus terroríficos chillidosde guerra, los moros arrojaron granadas,y el artillero republicano cayó muertosobre su cañón, Watson agotó sucargador, pero siguió disparando con elque había tomado de un compañero

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muerto.—¡Preparad las bayonetas! —gritó

el jefe.Habría una última y terrible

resistencia. Luego, cuando todo parecíaperdido, llegó un grupo de refuerzos, ylos moros dieron media vuelta y huyeronuna vez más, dejando a su espalda,muertos o heridos, a veinte de lossesenta defensores. Incapaces de resistirotra acometida, Watson y sus camaradasse replegaron mientras el enemigo sedisponía a lanzar un nuevo ataque.

Keith estaba aturdido. Así queaquello era lo que había venido a buscaren España. Su Rosita había predicho que

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no llevaría a cabo lo que pretendía. Talvez tuviese razón. Sólo un fanático sesuicidaría, y él era, en definitiva, un tipomás bien moderado que sentíapredilección por las luces de LeicesterSquare, en especial después de unamatanza.

Jack Max, un cabo de diecisieteaños incorporado a la columna Durruti,atisbaba, a través de un agujero delmuro destrozado de un bloque deviviendas próximo al río, el avance delos moros que cruzaban el Manzanares yascendían al trote la colina, irrumpiendoen todos los edificios. Las balas

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pasaban zumbando junto a él, lasbombas explotaban por doquier. Maxjamás se había encontrado bajo un fuegotan intenso. Al igual que Watson,también había recibido los consejos deun combatiente veterano:

—Los tanques enemigos nosrebasarán y detrás vendrán los moros yluego va a empezar el baile. No disparesa los tanques. Déjales que se vayan alinfierno. Son los moros los que nosinteresan. Ya verás lo divertido que es.Apunta a los pies y les darás en elestómago. Apunta al estómago y lesdarás en la cabeza. Elemental, miquerido Watson, elemental.

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—¿Has leído a Conan Doyle? —preguntó Max.

—Por supuesto —dijo el hombre—.Tengo todas sus obras en mi casa.

Y se pusieron a hablar de SherlockHolmes como si estuvieran en unabiblioteca. Pero en seguida ocho tanquesque empezaron a ametrallarlesinterrumpieron su conversación.

—¡Qué animales! —exclamó alguien—. ¡Van a atropellar a sus propioscompañeros muertos!

Y así lo hicieron.Luego apareció toda una nube de

moros.—¡Fuego! —gritó Max.

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Y aunque su escuadra acribilló adocenas de enemigos, cada vezaparecían más, ahora seguidos delegionarios. Un defensor agarró a unmoro, le arrancó una granada de sucinturón y le golpeó con ella en lacabeza. La granada explotó, matando aambos.

—A pesar de todo, son valientes —dijo Max, y lanzó sus propias granadaspor el agujero del muro.

Gritó a su compañero, que manejabauna ametralladora:

—¡Vamos, dispara!Pero el hombre, Andrés, estaba

muerto.

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Los atacantes sobrepasaron elbloque de viviendas rumbo a losedificios de detrás; más tarde, a medidaque crecía la oscuridad, el bombardeoamainó e imperó un extraño silencio.Llegó un emisario a enterarse de lo quehabía ocurrido con el grupo de Max y sequedó boquiabierto al ver a Andrés, elametrallador, muerto. ¡Era su hermano!El hombre se inclinó y besó la cabezaensangrentada del cadáver, repitiendo:

—¡Andrés, Andrés!Era algo raro. Max lo sabía todo de

la muerte, pero apenas conocía la vida.Una muchacha le había besado en laboca por primera vez cuando él

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desfilaba bajando la Gran Vía al llegar aMadrid, e incluso en medio de la batallaaquel beso le inspiraba pensamientoseróticos. ¿Cómo sería tener a una chicaen sus brazos? Con tal de que viviera losuficiente para descubrirlo…

«¡Andrés, Andrés!».

¿Qué los rebeldes cruzaban el río?José Manzana, ayudante de Durruti, senegaba a creerlo. Pero Cipriano Merainsistió en que los moros habíanrecorrido efectivamente todo el trayectohasta el Hospital Clínico, y parademostrárselo llevó a Manzana hasta unpunto desde donde podían divisar el

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edificio y ver a unos hombres apostadosfuera.

— S o n nuestras fuerzas —dijoManzana.

—¿Desde cuándo la columna deDurruti tiene caballos con sillasacolchadas? —preguntó Mera.

No tenían tales sillas.No obstante, las tropas enemigas que

Mera afirmaba estar viendo podíanhaber sido simplemente un grupo dereconocimiento, pues los rebeldestodavía no habían llegado al Hospital.

Los dos hombres corrieron adecírselo a Durruti, que se puso tanfurioso al conocer el desastre que

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ordenó fusilar en el acto, a manera deescarmiento, a un puñado de«cobardes», aunque más tarde cambióde opinión. Después fue en coche alcuartel general del estado mayor y tratóde explicar la causa de la desordenadafuga. ¿Era culpa suya que a sus hombresles hubieran entregado fusiles viejos yque hubiesen carecido del apoyo de laartillería? Pidió una oportunidad derechazar al enemigo al día siguiente.

Miaja y Rojo habían intentadotaponar la brecha abierta en la línearepublicana —en aquel momento devarios centenares de metros entre elPuente de los Franceses y el de San

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Fernando— con las tropas de Kléber yotras fuerzas. Y si bien toda la columnade Asensio se había infiltrado yapoderado de varios edificios, sudelgada y vulnerable cuña se había vistoal final forzada a retirarse.

Durruti se sentó ante los dosdirigentes republicanos como un niñohumillado que ha presumido de ser elmás inteligente de su clase y haresultado ser el único suspendido en losexámenes. A pesar de la alarma que lesprodujo, los militares lo sentían por él,pues era un jefe valiente; lo único maloera que no había comprendido del todoque un ejército sin una férrea disciplina

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podría fácilmente convertirse en unamultitud ingobernable. De acuerdo,conjuntamente con las restantes tropas lointentaría de nuevo al día siguiente…siempre que lograra encontrar a sushombres. No se atrevieron a decirle quecreían que iba a volver a suspender.

Esa noche, el joven Jack Max y uncompañero salieron del bloque deviviendas que el enemigo habíarebasado y se pusieron a recolectararmas que los muertos habían dejadopor las inmediaciones. La luna brillabagrotescamente sobre centenares decadáveres de ambos bandos, y Max

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pensó en la ironía de las palabras deNapoleón:

—¡Qué hermoso es un campo debatalla a la luz de la luna!

Empezaron a recoger fusiles,pistolas y armas automáticas; de prontovieron dos siluetas envueltas en sombrasque también cosechaban armamento.¡Legionarios! Tras una tensa pausa, Maxdijo.

—Estamos en tierra de nadie. Si noos apetece luchar, podemos hablartranquilamente.

Les ofreció tabaco y papel de fumar.—Cogeré el papel —dijo uno de los

legionarios, un teniente—. Andamos

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escasos.Luego los dos hombres se

estrecharon las manos.—¿De dónde eres? —preguntó Max.—De Cádiz, ¿y tú?—De Barcelona.—Me gustan los catalanes. Todos

tienen negocios. ¿Tú tienes uno?—No, pero tiene mi padre.—En la legión, hay dos catalanes

cuyas familias también tienen negocios.¿Cómo es que estás en ese bando?

—Fui voluntario.—¿Qué edad tienes?—Diecisiete.—Tan joven y ya estás matando

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españoles. ¿Te das cuenta de lo queestás haciendo?

—Sí. Parece que es el destino.—¿Crees en Dios?—Bueno… No sé.—A lo mejor nos volvemos a

encontrar y yo te mato.—O quizá te mate yo a ti.—Eres valiente.—Tú lo eres más que yo.—¿Quieres pasarte a mi bando? Te

protegeré.—No estaría bien. Mis amigos me

llamarían cobarde.Sin esperar respuesta, Max añadió:—Bueno, tengo que volver. Me están

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esperando.—¿Puedo darte un abrazo?Se abrazaron en silencio.—¿Sabes por qué te he abrazado? —

preguntó el legionario—. Me recuerdasa un hermano mío de tu misma edad.

Y se separaron.

Cuando el 16 de noviembre uno uotro bando transformaron en unafortaleza cada edificio de la CiudadUniversitaria, se había iniciado una delas batallas más extrañas de la Historia.Algunos inmuebles cambiaron de manosvarias veces en el espacio de unashoras, o alojaron a ambas facciones al

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mismo tiempo, cada una de ellasocupando un piso distinto o en ocasioneshabitaciones contiguas. Poco después deque los hombres de Asensio seapoderaran de la Facultad de Filosofía yLetras, los contingentes franco–belgas oalemanes de la Brigada Internacional XIirrumpieron en el edificio y combatierona los rebeldes con granadas y bayonetasde rellano en rellano. La sangredescendió por las escaleras y cedieronlas retorcidas barandillas, mientras losheridos y los muertos yacían juntos endesorden en casi todas las habitaciones.En las chimeneas resonaron lasmaldiciones moras, francesas y

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germanas, mezclándose con los gritos deagonía, hasta que finalmente los pocosmarroquíes supervivientes huyeron a unbaluarte vecino.

Los nuevos ocupantes levantaronbarricadas en todas las puertas yventanas con todas las cosas quepudieron hallar: mesas, sillas,escritorios y cientos de librosdescubiertos en la biblioteca del sótano.Kant, Goethe, Voltaire, Pascal,Cervantes, Dante, Shakespeare, Platón,todos los sabios y genios de laantigüedad contribuyeron a cerrar elpaso al enemigo.

Similares batallas tuvieron lugar en

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otros edificios. Durruti reconquistóparte de su perdido prestigio cuando sushombres consiguieron llegar a laFacultad de Ciencias. El batallón polacotomó la Casa de Velázquez, pero losmoros del capitán Carbonelprácticamente los aniquilaron en uncontraataque. Los rebeldes también seadueñaron de otros varios inmuebles,abriéndose paso lentamente a lo largo deun declive en cuya cima estaba elimportante Hospital Clínico.

A Jack Max y a sus hombres se lesordenó retirarse a una trinchera situadajusto enfrente de este punto estratégicopara poder protegerlo. Llegaron con el

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tiempo justo de frenar a los rebeldes enuna feroz pugna. A la noche, por fin, sehizo el silencio: sólo se oía el lamentode uno de los soldados de Max, queyacía en tierra de nadie y en su expuestasituación quedaba fuera del alcance desus compañeros.

«¡Madre!» gimió toda la noche,hasta que su voz se hizo más débil yacabó extinguiéndose.

Una rata brincó sobre Max y éste lamató estampándola con una de sus botas,no sin que antes el animal le mordiese laplanta del pie. Aquel repugnanteencuentro parecía simbolizar elsalvajismo y la tenacidad de la lucha

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que, aquella noche del 16 de noviembre,iba a estremecer todo Madrid.

6.

Se diría el fin del mundo. Hasta el solhabía caído, al parecer, como una noriasobrante de antes de la guerra que seincendiase brillantemente en el cielo.Los Junkers aparecieron a las 7 de latarde; atronadores, pero invisibles.Envueltos en la oscuridad, estallaban deimproviso, ola tras ola, en un aterrador

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espectro de colores. Blancas bengalasconvertían en día la noche, azules balastrazadoras pasaban como rayos hacia elinfinito, columnas rojas de fuegocircundaban el centro de la villa, verdesríos de llamas circulaban por las calles,que se convulsionaban con lasmonstruosas sombras de los muros quese desmoronaban. Unos veintebombarderos flanqueados por alrededorde treinta cazas inauguraron una nuevaera en el arte de la guerra cuando Hitler,con la aquiescencia de Franco, convirtióa Madrid en un gigantesco laboratoriode horrores.

Docenas de bombas explosivas e

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incontables proyectiles incendiariosllovieron sobre la ciudad, alcanzandosobre todo a hospitales, centrosculturales y viviendas particulares. Erauna incursión aérea concebida paracausar el mayor pánico, poner a pruebael temple humano y quebrarlo a todacosta. ¿Qué ciudad podría resistir talcastigo durante más de dos o tres días?Y si el ánimo popular se resquebrajaba,igualmente lo haría el dique que habíacontenido la inundación rebelde, que yase había infiltrado hasta la CiudadUniversitaria. La batalla, y acaso laguerra, encontraría su epílogo después.

Puesto que por entonces la mayoría

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de la gente no podía imaginar laposibilidad de una destrucción tanfulminante de una ciudad, nadie habíapensado en construir un sistema derefugios antiaéreos como los de laSegunda Guerra Mundial. Muchosmadrileños se precipitaron a los sótanosde sus domicilios, a menudo paraperecer sepultados vivos por escombrosincendiados. Otros corrieron a la calleacarreando bultos, camas, jaulas depájaros y arrastrando a sus hijos hasta laentrada de algún edificio de cemento ola más próxima estación de metro, dondepisoteaban a la gente ya desparramadasobre colchones mugrientos. En un

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andén, mientras los trenes pasabantransportando tropas hacia el frente, lafotografía de una madre en un enormemural publicitario sonreía a losandrajosos y hambrientos refugiados enel momento de alimentar a un bebémofletudo bajo esta inscripción: «Horxocría niños preciosos».

Al mismo tiempo, ajenas alholocausto, las madres buscaban a sushijos y estos a sus madres. Un mocosoque había encontrado a su familiaenterrada bajo las ruinas de su casa,cogió una piedra y la lanzó al aire comosi pretendiera derribar una de lasinvisibles maquinarias homicidas. Una

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madre que buscaba a su hijo de tres añosencontró a otro, más o menos de lamisma edad, llorando y perdido entrelos escombros de la Puerta del Sol.Medio enloquecida, estrechó alchiquillo contra sí y le dio chocolatecreyendo que era su hijo.

No obstante, a pesar del bombardeo,numerosos madrileños se empeñaron enno dejarse vencer por el pavor, y en noalterar sus hábitos cotidianos. Duranteuna tregua, un anciano limpiabotasseguía arrodillado en su esquina de laGran Vía.

—[Las bombas] nos matarán, señor,si siguen cayendo —profetizó a un

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reportero mientras le lustraba loszapatos—. Por lo menos a mí. En todocaso, no sé dónde esconderme cuandocaen. Y tengo un presentimiento.

—¿Qué hará usted? —le preguntó elperiodista.

El limpiabotas sacó una moneda y latiró a cara o cruz sobre su manoennegrecida.

—Tiro a cara o cruz… Sí sale cruzme voy por la derecha… Si es cara, porla izquierda.

El reportero pronto habría deencontrar el cuerpo del limpiabotasentre sus frascos y cepillos. La monedale había fallado.

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Las bombas derribaron los pisossuperiores del Hospital de San Carlos,matando e hiriendo a más de cienpacientes y aterrorizando a los restantes,que gateaban debajo de sus lechos.

Algunos proyectiles casi prendieronfuego al Museo del Prado, quehospedaba una de las más importantescolecciones artísticas del mundo.Después de que las bengalas perfilaranlos contornos del edificio, quincebombas incendiarias o explosivas o bienlo alcanzaron o cayeron cerca, aunquelos guardias consiguieron apagar lasllamas a tiempo. Pero muchas obras dela Academia de Bellas Artes de San

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Fernando y del Convento de lasDescalzas Reales sufrieron destrozos, altiempo que el bombardeo asimismodañaba el Museo Antropológico y laBiblioteca Nacional, con sus viejosmanuscritos y ediciones raras deincalculable valor.

Apenas concluyó el bombardeo, elgobierno empezó a evacuar haciaValencia las obras maestras. Una unidadespecial de milicianos del QuintoRegimiento, bajo la dirección del poetacomunista Rafael Alberti, retiró laspinturas de las paredes, bajó las estatuasde los pedestales y quitó libros ymanuscritos de los anaqueles,

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embalándolos cuidadosamente encajones que iban metiendo en camiones.Cuando un reportero preguntó a dosniños sentados sobre una caja qué habíadentro, ellos contestaronorgullosamente: «La primera edición deDon Quijote».

Las caravanas que transportaban lasobras de arte españolas, los Goyas,Grecos, Rafael y muchos otros, viajaronúnicamente de noche, y el solopensamiento de que otra expedición decastigo pudiese destruir de golpeaquellos tesoros inmortales inspiró a losperecederos conductores y a su escoltapesadillas más negras que el peligro de

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muerte en sí mismo. Los camionesllegaron sanos y salvos a su destino,pero muchos expertos en arte de todo elmundo criticaron al gobierno por habercorrido el riesgo, alegando que todoslos tesoros podían haber sido guardadosen las enormes cámaras acorazadas delBanco de España, donde antes habíaestado el oro. Más valía que Franco sehubiese apoderado de ellos si entraba enMadrid que correr un albur tantemerario. Pero por lo visto el odio quelos republicanos sentían por Franco eramayor que su amor por el arte.

Por una ironía de la suerte, tambiénla cárcel Modelo se vio atrapada por

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aquel infierno; fragmentos de bombasrociaron las celdas, matando e hiriendoa una serie de prisioneros que habíanestado aclamando a los aviones.Asimismo fueron alcanzados muchos delos hombres de Durruti, que estabanusando la cárcel como cuartel general, yse pidió o se obligó a los reclusos aproporcionar los primeros auxilios. Losprisioneros iban a ser trasladados a otraprisión… siempre que no fueranelegidos para morir en las zanjas deParacuellos, víctimas de una vilvenganza en nombre de aquellos queagonizaban en las cunetas de Madrid.

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En la confluencia de Alcalá y laGran Vía, una mano aferró la pierna deLouis Delaprée, el periodista francés aquien la novia de Keith Scott Watson enBarcelona le había advertido de unaposible muerte en un accidente aéreo.Una mujer joven cuyo camisón estabaempapado en sangre murmuró:

—¡Mire! Mire lo que han hecho.Y con mano trémula le señaló a un

niño que yacía en un lecho de cristalesrotos. Luego la mujer cayó de espaldas yse quedó inmóvil. Delaprée llamó a unaambulancia que pasaba; el conductor seapeó y enfocó a la mujer con una

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linterna.—Muerta —dijo—. La recogeremos

mañana. Primero los heridos.El conductor reparó entonces en el

cadáver del chiquillo, que reposaba enmedio de la calle y podía ser aplastadopor segunda vez. Lo levantó y lo colocósobre el pecho de la mujer, y los dospermanecieron tendidos formando unaextraña y conmovedora escena dematernidad y muerte, retrato de Madridy su pueblo en el martirio.

«El sentimiento más fuerte que heexperimentado hoy —escribiríaDelaprée—, no ha sido miedo, ni cólera,ni piedad. Ha sido la vergüenza. Estoy

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avergonzado de ser hombre cuando lahumanidad demuestra que es capaz desemejantes matanzas de inocentes».

Formulando un llamamientoprofético, añadió: «Oh, vieja Europa,siempre atareada con tus pequeñosjuegos y tus grandes intrigas. QuieraDios que no te ahogues en toda estasangre».

Cerca de la Puerta del Sol, un jovense arrojó a la cuneta cuando una bombaabrió un gran hoyo en la plaza, y la gentese desperdigó ciegamente en todasdirecciones. Keith Scott Watson habíadesertado del campo de batalla, al

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menos temporalmente, porque lasbombas eran algo más serio de lo quehabía esperado. Y en aquel momento,apenas una hora después de habersepuesto «a salvo» en Madrid, las bombasseguían persiguiéndole. La boca demetro de la plaza era un amasijo dehierros retorcidos, barandillas rotas ytrozos mellados del yeso de las paredes,mientras que el interior del subterráneoera un horno de carne desgarrada.Cerca, sobre un costado, yacían dostranvías destrozados.

Una atractiva rubia con unimpermeable pasó de repente pordelante de Watson.

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—¡Aquí, aquí! —gritó a la mujer.Ella cayó de bruces a su lado

mientras una llamarada verde devorabael asfalto; no les pilló de milagro, y unalluvia de cristales se precipitó sobreellos desde lo alto del edificio.Cediendo a un sentimiento deculpabilidad, Watson pensó que aquelloera su castigo. Alguien, allá arriba, lehabía juzgado en consejo de guerra. Oh,volver a las trincheras; allí por lo menoshabía un agujero donde refugiarse.

Cuando por fin cesó el zumbido delos últimos bombarderos, se levantó yayudó a su compañera a ponerse en pie.Bailaban ascuas en el aire viciado por

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el humo, y lenguas de fuego brincaban enlas ruinas calcinadas de lasinmediaciones, pero pese a todo, justoen medio de aquel yermo había un bar, yel tintineo de los vasos de vino en elinterior del establecimiento les indicóque seguía abierto al público. Entraron yse sentaron a tomar un coñac paracalmarse mientras Madrid ardía. Watsondijo a la mujer que había decididotomarse un día de asueto lejos del frente,y ella le preguntó si proyectabaquedarse en un hotel.

—He pagado los coñacs con mis dosúltimas pesetas —dijo él.

—Entonces permítame ayudarle —

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dijo ella, tendiéndole algún dinero—.Me lo devuelve cuando volvamos avernos. Le daré mi número de teléfono.

Cuando se separaron, Watson habíadejado de pensar en Rosita.

Otro de los que llegaron a Madridaquel día fue Sefton Delmer, brillantecorresponsal del Daily Express deLondres, que se había desplazado desdeValencia en un desvencijado autobús.Fue inmediatamente a la embajadainglesa, donde le recibió un hombre altoy de pelo rojizo. Delmer le preguntódónde podría encontrar un hotel.

—Mejor que se quede aquí —dijo el

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hombre—. Los demás corresponsalestambién se alojan aquí… Nunca se sabesi van a llegar los moros, y no seríagracioso que le atraparan a uno en unhotel… La verdad es que no hay camaspara todos, sólo tenemos un colchónpara cada uno en el suelo del salón debaile, con los refugiados…

El hombre hizo una pausa.—A propósito, me llamo

Christopher Lance. Soy una especie deayudante honorario del agregado militar.¡Sin sueldo!

Lance había vuelto a Madrid trasponerle Franco en libertad con lacondición de que ayudase a algunos de

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sus partidarios a escapar de la zonarepublicana. Y proyectaba hacerlo, amenos que Franco entrase en Madridantes de que pudiera actuar. Por lomenos intentaría sacar de la ciudad alhombre más importante de la lista: elhijo del jefe de estado mayor delgeneralísimo. Lance ya había salvado adocenas de personas, pero ninguna deellas poseía el prestigio de aquelhombre, que ahora estaba escondido.Sería la acción más audaz de cuantashabía emprendido.

De momento hacía de niñera derefugiados y periodistas en la embajadabritánica, aun cuando no todos sus

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pupilos eran obedientes, y menos queninguno Sefton Delmer. Al caer la tarde,Lance le advirtió de que era peligrosoandar por la calle, pero Delmer insistióen que tenía que escribir un artículo ysalió hacia la Telefónica. No habíallegado muy lejos cuando estalló eltornado, y tuvo que tumbarse de brucessobre, su amplio vientre mientrasarroyos de fuego discurrían junto a él.

En aquel momento, los reporterosgritaban, en los teléfonos de laTelefónica, y los censores, sentados consus auriculares y papel carbón, sepreparaban para cortar la comunicaciónsi alguien cambiaba una sola palabra de

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la crónica a la que habían dado el vistobueno. De repente, los directores de losperiódicos, al otro lado del hilo,captaron en directo el fragor de laguerra. El edificio se meció como unjunco bajo la lluvia y los bramidos sesucedieron en la Gran Vía.

—¡Apagad las luces! —gritó alguienmientras los aviones retumbaban en elcielo.

—¡El edificio ha sido alcanzado! —clamó otro—. ¡Salid al pasillo!

—Dios mío, ¡mirad por la ventana!¡Está ardiendo la Gran Vía!

Las chicas de la centralita, en lapuerta de al lado, gritaban y salían al

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pasillo sollozando, con los auricularestodavía puestos. Una de ellas era madrede un niño, Félix, que había nacido enuno de los lavabos del edificio y era elahijado de todas las telefonistas. Félixera uno de los mil refugiados que seapiñaban en los sótanos bajo laprotección de los empleados de laCompañía Telefónica Nacional deEspaña, propiedad de los americanos;una de las refugiadas era madre de trecehijos y estaba a punto de dar a luz.

Se oyeron más explosiones y parecióque el edificio casi se separaba de suscimientos.

—¡Todo el mundo ala escalera! ¡El

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tejado está ardiendo!—¡Abrid los grifos!—No hay agua. Han cortado el paso.Un periodista, al parecer el mismo

Sefton Delmer, salió del ascensorclamando:

—¡Qué artículo! ¡Qué artículo!Se oyó el silbido del agua y se

encendieron las luces.—No ha pasado nada. El edificio no

ha sido alcanzado: únicamente unapequeña bomba incendiaria ha caído enel tejado. Ya han extinguidoprácticamente el fuego.

Las chicas regresaron a suscentralitas y los reporteros corrieron a

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una mesa donde estaban sentados loscensores. A la tenue luz de una lámparacubierta con papel carbón, uno de ellosmiró con hostilidad a Delmer cuandoéste se presentó.

«El jefe —escribió Delmer mástarde— era un español cadavérico, conprofundas arrugas de amargura en tornoa su boca, acentuadas por las sombrasde la lámpara. Parecía la mismapersonificación del carácter español,tenso, suspicaz… y dispuesto aofenderse por cualquier cosa».

El «cadavérico español», ArturoBarea, escribiría acerca de aquellanoche febril: «Revisé con atención las

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crónicas de los periodistas, intentandodescubrir lo que querían dar a entenderconsultando pedantes diccionarios parahallar el significado de sus palabras dedoble sentido, presintiendo con enojosus impaciencias y su hostilidad».

«Nunca les consideré sereshumanos, sino simples marionetasgesticulantes, pálidas manchas en elcrepúsculo que surgían, vociferaban ydesaparecían luego».

El desprecio de Barea por aquellas«pálidas manchas» fue mayor cuando losperiodistas se sentaron en cómodosasientos de los pisos altos de laTelefónica, con una copa en una mano y

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un cigarrillo en la otra, presenciando lalucha en la Casa de Campo como sicontemplaran una espectacular batallaen una película. Con crítico cinismo,hacían sus comentarios cáusticos y enocasiones joviales, mientras unossoldaditos de plomo atacaban y caían,los cañones de juguete escupíanandanadas y unas bolitas de algodónascendían en el cielo. No necesitaban iral frente; el frente había ido a ellos. Unaguerra de lo más agradable.

De noche, los sillones quedabannormalmente vacíos. Barea, «ebrio decansancio, café, coñac e inquietud»,aliviado solamente por el pensamiento

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de que no tendría que acostarse con sumujer o su amante, permanecía junto a laventana y atisbaba la negrura de lo queparecía ser un pozo sin fondo,silencioso, enmohecido, rebosante deminúsculos insectos, un pozo que depronto propagaba el eco de los gritos. Yaquella noche en que los madrileñosafrontaban el mayor terror que jamáshabían conocido, el pozo nunca habíaparecido más profundo o sucio ni losgritos más estridentes.

Desde la ventana se veía un círculode llamas que, lenta, casimajestuosamente, convergía hacia laGran Vía. Primero ardieron los tejados;

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luego el fuego devoró piso tras piso deinmuebles enteros que se desmoronabansobre un montón de centelleantesastillas. Allí, encima de escalerasprecariamente apoyadas en los muroscarbonizados del hotel Savoy, había unadocena de bomberos… hasta que elestallido de una bomba los precipitó enun voraz lago rojo.

A juicio de Barea, para la mayoríade los periodistas todo aquel horror sólorepresentaba una sensacional exclusiva.Y se sospechaba que Sefton Delmer eraen realidad hostil a las víctimas deaquel feroz exterminio, puesto que habíaentrevistado a Hitler y defendido al

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bando de Franco, y se creía que erapartidario de una victoria rebelde.

Cuando Delmer y los otros, trasmandar por teléfono su crónica, sefueron, la fulminante mirada de Barearecibió a una nueva forastera: una jovenaustraliana que también había padecidolos rigores del viaje desde Valencia…

* * *

Regordeta, de cara redonda y narizroma, no era una mujer hermosa. Peroaunque lo hubiera sido, Barea la habríarecibido con hostilidad. Ya teníabastante con los periodistas varones; una

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mujer le volvería loco. Sentada junto asu escritorio mientras esperaba parahablar con él, vio que Barea buscabapalabras en un diccionario inglés, a lacaza de un posible doble sentido en unartículo que estaba censurando.

—¿Puedo ayudarle en algo,camarada? —preguntó.

Barea alzó la mirada, y como ellaconocía bien el idioma inglés, accedió aconsultarle unas cuantas palabras. Por lomenos haría que disminuyera el montónde textos «desvirtuados» quedescansaba sobre su mesa. Luego lepreguntó:

—¿Por qué me ha llamado

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camarada?—Porque aquí todos somos

camaradas.—No creo que muchos periodistas

lo sean. Algunos son fascistas.La mujer explicó que, si bien

colaboraba con algunos diarioseuropeos, había ido a España en calidadde socialista para hacer propaganda delgobierno.

—Muy bien, entonces puede pasareso de camaradas.

Al rato, Barea hizo que un ayudante,Luis, la acompañara al hotel Gran Vía,donde la periodista iba a alojarse. Elhombre exclamó al volver:

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—¡Esa sí que es una mujer parausted!

—¿Por qué? ¿La encuentrasatractiva?

—Es bonita, don Arturo, pero quizádemasiado para un hombre. ¡Y venir aMadrid justamente ahora! ¡Vaya unaidea!… Esa mujer tiene agallas.

Bueno, necesitaba a alguien queconociese las triquiñuelas de losmodismos ingleses. Y al día siguiente laperiodista australiana, Usa Kulcsar, seinstaló en la Telefónica.

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7.

La mañana del 17 de noviembre, losmoros del capitán Sifre Carbonelrebasaron por fin las líneas defendidaspor los soldados de Jack Max y otrasfuerzas republicanas e irrumpieron en elHospital Clínico, edificio de ladrillorojo situado en el margen superior de laCiudad Universitaria. Cuando entraronlos rebeldes, los republicanos, cogidos

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por sorpresa, estaban en la planta bajapreparando tranquilamente la comida.En medio del chisporroteo de las armasy el estrépito de pucheros y sartenes, losmilicianos cayeron muertos o huyeronpor el laberinto de pasillos.

Los moros se asomaron a lasgigantescas ventanas sin paneles deledificio a medio terminar y vieronMadrid a sus pies; la ciudad ardía, y sinduda estaba totalmente abatida por elbombardeo de la noche anterior. Losinvasores estaban alborozados. Tras unfácil desfile hacia el sur, hasta laMoncloa, llegarían sin problemas a laPlaza de España.

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Pero entonces oyeron ruidosextraños sobre sus cabezas. ¿Habíafantasmas en el hospital? ¿O tal vezotros seres humanos? En realidad, lospisos de arriba estaban tan atestados derepublicanos que los moros hubieranpreferido los fantasmas. Y así comenzóuna sangrienta, horrorosa e inacabablebatalla por cada rincón del enormeedificio. Ambos bandos arrojaron a losprisioneros por las ventanas. Laspatrullas que se topaban en loscorredores no sabían hasta el últimosegundo si habían tropezado con amigoso enemigos, y, si era con los últimos, losfortuitos encuentros generalmente

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acababan en matanza.—Fue la batalla más dura de todas

las que libré —dijo al autor el capitánde la Legión Iniesta Cano—. Abrimosagujeros en las paredes y barrimos lashabitaciones con lanzallamas. En cadapiso nos parapetábamos detrás de sacosde arena. El enemigo nos arrojabadinamita desde agujeros practicados enel techo. Cada minuto nos destrozaba losnervios.

Más tarde, los republicanoscolocarían explosivos en las cloacasqué había bajo el hospital y la descargahabría de matar a casi todos los hombresde la compañía de Iniesta Cano.

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Al tiempo que aquel día seproseguía la lucha en el HospitalClínico, las fuerzas rebeldesirrumpieron en otros edificios, incluidala Facultad de Medicina, que seríaconquistada varias veces por ambosbandos. Varios días después, Keith ScottWatson visitó la Facultad y unenfermero de la Cruz Roja le mostró susdependencias. En el sótano iluminó conla linterna una espeluznante escena: unoscincuenta cadáveres de moros, algunossentados en sillas y otros tumbadossobre mesas o amontonados en el suelo.

—Estos muchachos ya no volverán asaquear —dijo el enfermero—. Mataron

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a todos los puñeteros conejos, gallinas yovejas y se los comieron. Lo que nosabían es que los profesores les habíaninyectado cantidad de gérmenes. Losmédicos no tuvieron tiempo de matar alos bichos antes de largarse; los moroslos encontraron y se los comieron, conbacterias y todo. Había bacilossuficientes para cargarse a todo Madrid.

En realidad, no está claro si losmoros murieron como pretendía elenfermero o sucumbieron en el curso dela lucha; aunque el capitán Carbonelconfirmó al autor que algunos de sushombres, efectivamente, habían ingeridoaquella carne y contraído enfermedades,

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aseguró que no habían muerto a causa deellas.

De todas maneras, la mayoría de losrebeldes se hallaban en perfectascondiciones para combatirfervientemente por apoderarse de cadaedificio… para desánimo de loshombres de Durruti, que le pedíaninsistentemente que les trasladase denuevo a Cataluña. No veían por quétenían que morir en Madrid, yempezaron a retirarse hacia la Plaza dela Moncloa y su cuartel general en laPrisión Modelo.

El enemigo ocupó entonces la grietaque habían dejado en sus líneas.

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El general Miaja se alarmó al tenernoticias de que los rebeldes estaban apunto de llegar al centro de la ciudad. Ysu talante se volvió tanto más desabridoa raíz de las conversaciones queacababa de mantener con los miembrosdel gobierno en Valencia. ¿Por qué nohabía consultado con ellos susiniciativas?, le preguntaron, por lo vistocelosos de su popularidad. Mientras queel primer ministro Largo Caballero nisiquiera se atrevía a visitar Madrid,temiendo que el pueblo le recriminasesu secreta huida del 6 de noviembre,Miaja era aclamado como salvador dela capital. ¿Estaba planeando un golpe?,

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querían saber sus superiores. Más valíaque se desplazase a Valencia, ¡y a todavelocidad!

Imposible, respondió Miaja. Quefueran a verle a él. No podía marcharseen un momento tan crítico. Losmadrileños nunca se lo perdonarían.Esta sutil manera de recordar algobierno su deserción sólo sirvió paraacrecentar las sospechas y el enfado deLargo Caballero. Miaja, sin embargo, notenía ambiciones políticas, aunque sinduda le agradaba el hecho de ser elhéroe del día y no permitía que susheroicos amos le dijesen lo que teníaque hacer. La mañana del 17 de

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noviembre advirtió claramente la nuevaamenaza que se cernía sobre susdominios y para conocer la magnitud dela misma decidió inspeccionarpersonalmente el frente.

Acompañado por Rojo y otrosayudantes, se desplazó a la PrisiónModelo, que se había convertidoestrictamente en un puesto militar delque todos los reclusos habían sidoevacuados. La comitiva llegó justo en elmomento en que el enemigo empezaba abombardear la cárcel como medidapreliminar para un asalto más amplio.Miaja y su escolta subieron al pisosuperior de la bamboleante construcción

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y escudriñaron el horizonte que se abríaal norte. El panorama era escalofriante.La infantería rebelde avanzabaincontenible hacia la Plaza de laMoncloa y los republicanos retrocedíanen desorden.

«Atrapados entre aquellos murosque podían sepultarnos —escribió mástarde Rojo—, sentimos que tal vez elmomento más crítico del ataque habíallegado».

Bajaron corriendo a la plaza y Rojotrató de arrastrar a Miaja hacia el coche.Consideraba que el general era un jefemediocre, pero un indispensablesímbolo de tenacidad y bravura. Su

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muerte sería desastrosa. Pero Miaja nole escuchó. Atravesó a la carrera losescombros en dirección hacia loshombres que se retiraban, y ni siquierase detuvo después de haber caído en elhoyo abierto por una bomba.

—¡Cobardes! —gritó al llegar a laaltura del primer grupo—. ¡Cobardes!¡Morid en vuestras trincheras! ¡Moridcon el general Miaja!

Los hombres le miraron, incrédulos.Luego dieron media vuelta y regresarona sus posiciones gritando:

—¡El general Miaja está aquí!Los aviones enemigos iniciaron un

bombardeo, pero Miaja no se movió. Si

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Madrid iba a caer, aquél era el sitiodonde debía morir. Finalmente los otrosoficiales le metieron en el coche casipor la fuerza, pasmados por su coraje yal mismo tiempo convencidos de quepor sí solo había salvado Madrid.

Un puñado de moros habíaconseguido abrirse paso por la Moncloay se dirigía hacia la Plaza de España.¡Por fin la Tierra Prometida! Y allí losmataron a tiros, sin dejar ni uno vivo.

Entretanto, los republicanosreprendidos por Miaja frenaron algrueso de las tropas rebeldes, que de locontrario hubieran conquistado Madrid yhumillado a su salvador.

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8.

Durante las tres noches siguientes,Franco descargó su terrible cólera porel revés sufrido sembrando el terror conmayor furia que nunca, a pesar de quevarios gobiernos le apremiaron a quelimitase sus bombardeos aéreos aobjetivos militares. Decretó que lasbombas respetaran únicamente el barriode Salamanca, donde vivían la mayoríade los diplomáticos y sus amigos ricos.

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Y alrededor de veinte mil personas queno habían podido conseguir un hueco enlas estaciones del metro ni en lossótanos repletos invadieron la zona.

Los padres abrían la marcha,llevando colchones o mesas sobre lacabeza, y tras ellos iban las mujeres,ancianos y niños, a veces con burrossobrecargados. Buscaban un espaciolibre en la calle y se instalaban en unavivienda sin paredes o sin techo; losrecién llegados mendigaban unaspulgadas de asfalto o se asentaban lomás cerca posible de la zona«protegida». Llovió esos días, peropreferían la lluvia al sol, porque las

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nubes alejaban a los aviones rebeldes.El sol era un aliado temido y maldito delenemigo.

En las restantes partes de la ciudad,Franco estaba destruyendo barrio trasbarrio: edificios públicos, casasparticulares, hoteles, hospitales,escuelas y mercados. Carretas llenas decadáveres andaban ruidosamente de unlado para otro del depósito, donde losparientes esperaban para ver si sus seresqueridos llegaban en ellas. Los ruidoseran más ensordecedores que nunca: lasexplosiones, los gritos, el crujido de losescombros desplomándose, la campanade los bomberos, los toques de silbato,

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el chirrido de las ambulancias y elzumbido de los bombarderosorquestaban una sinfonía de demencia. Ylos olores eran sofocantes: loscadáveres en putrefacción, lostorbellinos de humo, el aceite de oliva ylos pescados perdidos en el mercado delCarmen, que fue pasto de las llamas.

Ni siquiera se libró el magníficopalacio abandonado del duque de Alba,que albergaba una pinacoteca sóloinferior a la del Prado. Cuando el 17 denoviembre el palacio quedó reducido acenizas, los milicianos se pusieron atrabajar bajo la lluvia, en medio de laexplosión de proyectiles, para salvar

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todo lo posible. Puesto que no entendíangran cosa de arte, lo primero quesalvaron fue un enorme oso polardisecado y algunas armaduras, perotambién rescataron algunos de loscuadros, esculturas y tapices máshermosos del mundo, si bien seperdieron numerosos tesoros. El palaciohabía sido transformado en museo alprincipio de la guerra, pero los objetosmás populares eran el cuarto de baño,de oro y pintado a mano, de la duquesa ylos trajes del duque, que se extendíaninacabablemente, cada uno de ellos consu correspondiente camisa, zapatos ysombrero.

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El hotel Palace, transformado enhospital, se había convertido, como lamayoría de los hospitales, en untembloroso manicomio. Los pacientesque no estaban postrados en cama fueronconducidos a los sótanos, pero Antonio,el piloto ruso tiroteado por error cuandodescendía en paracaídas, no podíamoverse, y Mikhail Koltsov, sentadojunto a su lecho, le sostenía las manos,tratando de no estremecerse mientrasretemblaban las paredes. Presa de unsudor frío, Antonio mascullaba:

—¡Me van a dejar aquí! ¿Meabandonarán? Parece que todo el mundose ha marchado. ¿Por qué seguimos

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aquí?—Nadie se ha marchado —dijo

Koltsov—. Quédate quieto en la cama…Yo estoy contigo, a tu lado. No ocurrenada grave, créeme.

—No te vayas por ningún motivo —suplicó Antonio—. Si no, me levantaré eiré contigo.

Luego Antonio se dormía. Unos díasdespués, murió a causa de sus heridas.

El 19 de noviembre, antes del alba,los aviones lanzaron octavillas al mismotiempo que bombas.

«Si la ciudad no se rinde para lascuatro en punto de esta tarde, comenzará

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el bombardeo en serio», advertían.Hitler sometería a sus cobayas a la

suprema prueba de resistencia.Los madrileños permanecían a la

expectativa conforme se acercaba elfinal del plazo, y los que estaban en laGran Vía miraban fijamente al enormereloj de la Telefónica, cuyas manecillasnegras avanzaban a saltos minuto trasminuto… Las tres y media… las cuatromenos cuarto. Pocos minutos antes delas cuatro se oyó el zumbido de oncebombarderos y una escolta de cazas quearrojaron su cargamento mortífero, elmás devastador hasta entonces. ¡Leshabían mentido! Habían llegado antes de

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la hora.Más enfurecido que asustado, el

pueblo ya se había acostumbrado a losintensos bombardeos. Salían de susescondrijos —a veces durante lasmismas incursiones aéreas— yescarbaban en los escombros de suscasas en busca de cosas tal vez menosvaliosas que la pinacoteca del duque deAlba, pero sin duda tan importantescomo ella. Miraban debajo de cadapiedra y de cada ladrillo: loslevantaban, examinaban, arañaban. Unamujer lloró al encontrar una foto de suhijo. Otra gritó de júbilo al hallar unalfiler de corbata.

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Una anciana digna, vestida de negro,se desplomó de repente mientrasrevolvía entre las ruinas, con un trozo demetralla en el cuello. A su lado, unteléfono empezó a sonarmisteriosamente: como si Franco lallamase para preguntar si había tenidosuficiente. La publicidad aérea de unavión enemigo fue menos personal:intentaba trazar la palabra ¡rendios! Fueperseguido por la aviación republicanamientras la exhortación inconclusa sedifuminaba en jirones de humo.

Otros ciudadanos reaccionaronbuscado abrigos más seguros. Algunosexcavaron galerías de sótano en sótano,

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normalmente usando sus manosdesnudas, puesto que todos los picos ypalas eran necesarios para construirfortificaciones. Los túneles subterráneosles servirían para protegerse de laasfixia en sus propios sótanos o para nomorir aplastados por los escombros.

El joven anarquista Eusebio Muñoz,que había huido asqueado del cuartel dela Montaña en el curso de lasejecuciones que siguieron a su captura,respondió a su manera al ultimátum deFranco. Estaba viviendo su primeraexperiencia sexual cuando las bombasempezaron a caer.

—¡Nos van a matar! —exclamó su

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compañera—. ¡Salgamos de aquí!—No hasta que acabemos —dijo él

—. ¡Es mi primer polvo!Una explosión cercana estremeció el

edificio.—Bueno, para mí no es el primero

—dijo la muchacha—, y que meahorquen si quiero que sea el último.

Y, desesperada, trató de levantarse,pero Muñoz no dejó que se fuese hastaque acabó. Luego se vistió rápidamentey salió corriendo rumbo al frente. Ahoratenía que ganar la guerra; de lo contrariole matarían antes de poder disfrutar otravez sin la presencia de bombas.

Los republicanos querían vivir, y

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por eso estaban dispuestos a morir,malogrando el experimento de Hitler yalterando el calendario de Franco.

Ya era más de medianoche, y losaviones trazaban espirales en torno a laTelefónica. Casi todo estaba ardiendo,excepto aquel elevado símbolo dedesafío, que, aunque alcanzado por másde una docena de bombas, apenas sufriómás daño que un hombre devorado porlas pulgas. Pero Franco no cejaba en supropósito. Arturo Barea lo sabía, aunqueestaba demasiado cansado para que leimportara. En aquel momento no habíaperiodistas merodeando por allí y todolo que quería era dormir en su duro

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catre. Trató de ignorar el rugido de lashélices, pero Usa, tumbada en otro lechoal otro lado de la habitación, se loimpidió.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó,incorporándose.

¡Qué pregunta más estúpida! YBarea estaba totalmente consternadocuando ella sacó una polvera de subolso y empezó a maquillarse la nariz.¿Estaba loca?

—¡Nada! —contestó él.La admiraba, no obstante. ¡Una

mujer que se empolvaba la nariz enmedio de un ataque aéreo! Y habíademostrado ser una buena censora. Los

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reporteros le tenían aprecio, y en susartículos podía rastrearse la huella de suinfluencia. Incluso Sefton Delmer —quele había ofrecido un trabajo comoayudante suyo— mostraba ya ciertasimpatía por los madrileños sitiados.

El propósito de Isla era que losperiodistas escribiesen lo que lesviniera en gana sobre temas no militares.Más valía que el gobierno dejase que elmundo conociera sus problemas quefomentar las sospechas tratando deocultar todos los fallos y disensiones.Barea convenció a su jefe en Valenciade que pusiese en práctica una nuevapolítica, pero eso empezaba a disgustar

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a los grupos más militantes, en especiala los comunistas, cuya influencia crecíadía a día. Si la verdad empezaba afiltrarse, ¿adónde irían a parar? Y elhecho de que Usa fuese extranjeraacrecentaba su preocupación.

Una gran explosión sacó a Barea desu catre, y pareció que el edificio sebalanceaba locamente. Oyó gritos en lacalle, cristales que estallaban. Derepente Usa apareció sentada al pie dellecho de Arturo.

«La húmeda neblina, con su olor ayeso, entró a ráfagas por la ventana —recordaría más tarde—. Sentí un furiosodeseo de poseer inmediatamente a

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aquella mujer. Nos acurrucamos ennuestro catre. Arriba había cesado elzumbido de la aviación».

Por la mañana circulaban lostranvías, los chicos de los periódicosanunciaban los titulares, los niñoshacían bailar sus peonzas en la acera yla gente apartaba los escombros. Almirar por la ventana, Barea vio aalguien que barría los cristales rotos desu balcón y los tiraba a la calle,obligando a los transeúntes a cobijarsecomo si se tratase de una incursiónaérea. La escena era tan cómica que sehubiera reído de no ser porque su propiaventana estaba hecha añicos, dejando la

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habitación expuesta a la reciaintemperie.

No, el pueblo no estaba dispuesto arendirse. Incluso ante la muerte de suscamaradas se comportaba normalmente,haciendo lo que hubiera hecho cualquierotro día.

Sin embargo, el 19 de noviembremás de una cuarta parte de Madridestaba en ruinas, el número computadode muertos sobrepasaba el millar, yhabía incontables heridos y cientos demiles de personas sin hogar. Nunca hubomás de treinta y dos bombarderoscastigando Madrid a la vez, y la muertey destrucción causadas no podían

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compararse con las cifras de la SegundaGuerra Mundial, en que se arrasaronciudades enteras. Pero ya existía unmodelo para los posterioresbombardeos masivos.

9.

Mañana de lloviznas, la del 19 denoviembre. Buenaventura Durruti semostraba taciturno. Cuando MikhailKoltsov se topó con él en el Ministeriode la Guerra, le vio con «sus grandes

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puños… cerrados, su figura erguida…algo inclinada… Encarna al antiguogladiador romano que aguarda crispadopara realizar una desesperada tentativade recobrar su libertad». Durruti gruñóque se dirigía a su sector para preparara sus hombres en vista del ataque yprotegerlos de la lluvia.

—¿Son de azúcar o qué? —bromeóKoltsov.

—Sí, son de azúcar. Se disuelven enel agua… Perecen en Madrid.

Luego se fue a su cuartel general, enlos barracones de la Guardia Civil quedominaban el campo de batalla. Sabíaque aquel día iba a ser crucial: para él,

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para el movimiento anarquista, paraMadrid y España. Sus hombres, losdoscientos escasos que habíansobrevivido, desencadenarían un ataquea gran escala sobre el Hospital Clínico.Si le fallaban de nuevo…

Hambrientas, exhaustas,desmoralizadas, casi todas sus tropasseguían suplicándole que les dejasevolver a Cataluña, tierra que amaban yque ahora gobernaban, tierra dondesabían cómo luchar y por qué morían.Pero Durruti se limitaba a responder:

—¡Tenemos que resistir, resistir,resistir!

Sin embargo, temiendo otra

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catástrofe, había ido la víspera a ver aMiaja y le había informado de lasterribles bajas sufridas. ¿No era posiblereemplazar a sus hombres para quevolviesen al frente de Aragón? Variosjefes comunistas que estaban presentescriticaron su actitud. Sus hombreshabían luchado en Madrid día tras día,semana tras semana. Aunque se mostrócomprensivo, Miaja no cedió. ¿Nopodía Durruti intentar reconquistar porlo menos el Hospital Clínico? Eldirigente anarquista se sentía humilladoy asimismo frustrado. ¿Cómo podríaexplicar a aquellos «imbéciles» lamentalidad de sus hombres? ¿El

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sentimiento de verse compelidos a morirpor valores que les eran repulsivos, elcapitalismo, el comunismo, laburocracia?

Pero sus hombres se quedarían,prometió. Iban a combatir y a vencer.

Durruti, no obstante, estabaatormentado. Les estaba obligando aluchar contra su voluntad. Inclusodescargó su cólera sobre su mujer,Emilienne, cuando le telefoneó desdeBarcelona para saber cómo estaba.¡Estaba bien, pero demasiado atareadopara hablar!, le dijo, y colgó.

—En la guerra uno se convierte enun chacal —musitó a un camarada.

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Durruti entró en su puesto de mandoa eso de las seis de la mañana, y encompañía de Cipriano Mera y otrosjefes anarquistas subió al tejado parapresenciar el ataque. Incluso conprismáticos era difícil decir lo quepasaba. Más tarde, a las siete, llegó unemisario. Los anarquistas se habíanapoderado de los pisos altos delhospital, pero los rebeldes controlabanel sótano y la planta baja y por lo tantolos tenían atrapados.

Durruti ordenó inmediatamente aljefe de un batallón de reserva quetomase los pisos inferiores con doscompañías. Poco después supo que su

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subordinado estaba echando a suertespara designar a las dos compañías,como solía hacerse entre losanarquistas. Durruti, iracundo, llamó aloficial y le dijo ásperamente:

—¡Tirar a suertes es ridículo!¡Escoja las compañías y empiece aatacar de inmediato! Si se retrasa unminuto más tendrá que vérselasconmigo, capitán.

A Mera le sorprendió ver a Durruti,el más grande de los anarquistas,imponiendo disciplina a sus hombres.

—Antes yo sólo toleraba mi propiadisciplina, como tú —dijo Mera—. Peropoco a poco me he dado cuenta… de

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que su valor es limitado, porque elinstinto de conservación a menudoprevalece sobre el sentimiento deldeber.

Durruti asintió tristemente. Qué lejosestaban los días en que atracaba bancosy el compromiso era algo impensable.Pero sus hombres, que habían aprendidode él el principio de la libertadilimitada, ¿le seguirían hasta aquelmismo punto?

El joven Jack Max y su escuadratodavía resistían en la trinchera frente alHospital Clínico, mientras suscompañeros combatían dentro. Cuando

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los moros y legionarios atacaron, laescuadra los cogió en un fuego cruzado ylos acribilló, pero seguían viniendo más.Finalmente algunos enemigos saltaron alinterior de la trinchera. Max golpeó enla cabeza a uno de ellos con sumetralleta, y se salvó de milagro cuandoun compañero hendió el cráneo a otroque estaba a punto de disparar sobreJack.

¿Se trataba de una horrorosapesadilla? Max había aprendido a matarimpersonalmente a distancia, pero nocara a cara, cuerpo a cuerpo, sacandolos sesos a un hombre, sintiendo cómoun cuchillo penetraba en la carne y

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sabiéndose tan vulnerable como eladversario. Hubo tiros, golpes,maldiciones, gritos de dolor. Cuando unmoro hundía la bayoneta en uno de suscamaradas, Max le asestó con su pistolaun golpe en la cabeza. Otro enemigo leabolló el casco embistiéndole con subayoneta; Max logró derribarle y escapóde la muerte una vez más cuando sucontrincante hundió la hoja en tierra, aescasos centímetros de su cuerpo. Luegoconsiguió zafarse y apretó el gatillo,pero el arma se había atascado. En aquelmomento, voluntarios internacionales sesumaron a la sangrienta refriega y elenemigo se dio a la fuga.

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—¡Al hospital! —gritó unrepublicano.

Súbitamente se produjo unaestampida. Arrastrado por ella, Max sepreguntó por qué sus camaradasretrocedían, pero poco a pococomprendió el motivo. A semejanza deél, se hallaban casi en un estado deshock, con los sentidos embotados porla emoción y el horror. Habíananiquilado a hombres como si fuesenanimales y habían visto a suscompañeros perecer del mismo modo.Habían sido bombardeados y llevabanvarias noches sin dormir. El enemigo noles daba respiro, y ahora casi habían

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perdido la esperanza… ¡a pesar dehaber ganado la batalla!

Max y los otros se precipitaronhacia el hospital, donde les esperaba unnuevo y aterrador juego de escondite depasillo en pasillo, de piso en piso,mientras el estruendo de la guerraresonaba en todo el edificio. Max, queno cesaba de disparar su ametralladoray de lanzar salvajemente granadas, oyóen medio de aquel pandemónium un gritoinquietante: «¡Nos han traicionado!».

«Ellos» —sus jefes— los habíanenviado a morir sin sentido.

Los republicanos se replegabanhacia las puertas y Max, advirtiendo que

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estaba solo, también se vio obligado aretroceder.

Su muerte, en aquel momento,carecía de sentido.

A eso de la una de la tarde, unayudante, Antonio Bonilla, corrió a vera Durruti. Los hombres huían delHospital Clínico, informó. Durruti sequedó abrumado. ¡Otra vez huían! Salióinmediatamente con Manzana y saltó asu Packard; él mismo interceptaría a sushombres. Su chófer aceleró en pos delcoche de Bonilla, que despejaría elcamino hacia el hospital.

Los vehículos redujeron la

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velocidad en una calle próxima yDurruti ordenó al conductor que parase.Saltó del coche blandiendo una pistola yencaró a los hombres que galopabanhacia él como un rebaño de animales.

Jack Max se encontraba entre ellos.Vio cómo Durruti salía del coche ygritaba:

—¡Cobardes! ¡Regresad! Estáispisoteando el nombre de la FAI.¡Volved y reconquistad el HospitalClínico!

Max y los otros se pararon en seco yalgunos dieron vítores al ver a su líder.Iban a reconquistar el hospital, aseguróun hombre a Durruti. Luego, cuando el

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dirigente anarquista estaba a punto deentrar en el coche, hubo un tiroteo yalguien vociferó: «¡Traición!».

Durruti se desplomó; brotaba sangrede su pecho. Max se adelantó corriendopara auxiliarle, pero otros hombres ya lehabían levantado y metido en elvehículo, que dio la vuelta y salió a todavelocidad.

A la mañana siguiente Durruti habíamuerto.

Medio millón de personas en pie oarrodilladas llenaban las carreteras queconducían al cementerio de Barcelona.Muchas lloraban como si hubiera muerto

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un pariente cercano. En medio de lahisteria colectiva, los dirigentesrepublicanos pronunciaron elogios delfallecido, y una guardia de honor saludóel paso del féretro cubierto de flores. Enel ataúd yacía un hombre vestido conuna vieja chaqueta de cuero, pantalonesraídos y zapatos con agujeros. Rara vezen la historia de España un funeral habíasuscitado tanta emoción popular.Durruti, el amado bandido, el idealistaque había querido liberar al espírituhumano más allá de todo límiterazonable, había partido.

¿Quién le había matado? Unfrancotirador rebelde que abrió fuego

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desde una ventana del Hospital Clínico,pretendían los jefes anarquistas; loscomunistas, acusaban muchos de sushombres; sus propios hombres, alegabannumerosos comunistas. Ni siquiera losque se hallaban con él en el curso de suúltimo viaje estaban de acuerdo. JoséManzana, que conducía el coche que letransportaba, atribuyó el homicidio a unfrancotirador enemigo, mientras queAntonio Bonilla, que viajaba en el cochede escolta, años después acusó al propioManzana, aunque no había presenciadoel tiroteo.

Jack Max no acusó a nadie, pero sudeclaración como testigo presencial

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parece indicar que el asesino fue uno delos hombres que huían con él delhospital. Max había oído el grito«¡Traición!» justo después de quesonara el disparo. Y ciertamente algunosde los hombres de Durruti se sentíantraicionados porque él les obligaba alibrar un combate suicida y sin sentido.¿Quién le daba órdenes? A juicio deellos, un gobierno influido por loscomunistas que acabaría aniquilándolesa todos: al 40% que todavía no habíasucumbido. Algunos inclusosospechaban que había pactadosecretamente con los comunistas,posiblemente porque le habían visto

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conversando con Koltsov y oficialesmarxistas y asimismo porque habíaelegido un consejero militar comunista.

Uno de sus hombres dijo en voz bajaa un voluntario internacional, PierreRósli, minutos después del tiroteo: «Hasido nuestra gente la que ha matado aDurruti».

Y la mujer del líder confesó mástarde a un amigo anarquista:

—Hasta el día en que muera,aceptaré la versión oficial de que lomató de un disparo un guardia civildesde una ventana de arriba… pero yosé que le asesinó uno de los que estabana su lado. Fue un acto de venganza.

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En realidad, los hombres de Durrutino podían entender su súbita insistenciaen la disciplina, la repentina necesidadde profesar una idea que él mismo leshabía ensenado a considerarabominable. En su lecho de muerte en elhospital, sus últimas palabras según eldirigente anarquista Ricardo Rionda,que le visitó, fueron las siguientes:

—Demasiados comités…demasiados comités.

Sus hombres tenían que obedecer lasórdenes, no discutirlas.

De todas formas, las quemaduras depólvora en la camisa de Durrutidemostraban, según confirmaron los

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expertos, que la bala fatal había sidodisparada como mucho a cincuentacentímetros de él. Al oír esto, algunos«revelaron» de improviso que Durruti sehabía disparado accidentalmente algolpear la culata de su fusil contra elestribo en el momento de subir alcoche… Pero no se sabía que Durrutillevase un fusil, sino únicamente unapistola.

El líder había muerto, pero suleyenda tenía que perdurar. Nadie debíapensar que uno de sus propiosdiscípulos le había asesinado, que habíasido víctima de su propia filosofíapermisiva.

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Fuera cual fuese la verdad, losanarquistas estimaban que con ladesaparición de Durruti se habíadesvanecido la única oportunidad desalvar a la sociedad de la corrupción, lacodicia y la dictadura que él odiaba.Pensaban que —de vencer losrepublicanos— el futuro pertenecía biena los fascistas, bien a los comunistas.Sólo el inmenso prestigio de Durrutihubiera podido contrarrestar la crecienteinfluencia de los comunistas,respaldados por Moscú, en la Españarepublicana.

Y fue todo un símbolo que lamayoría de los supervivientes de la

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Columna Durruti —pero no Jack Max,que prefirió quedarse a combatir enMadrid— se apresurase a volver aCataluña tras la muerte de su líder, apesar de las súplicas de otros dirigentesanarquistas. Algunos que tal vez sehubieran quedado cambiaron de opinióncuando dos anarquistas fueronmisteriosamente asesinados en las callesde Madrid… por comunistas, nadie lodudaba. ¿Porqué morir en una guerraajena, bien a manos de los fascistas enel frente, o víctimas de los comunistasen un callejón apartado, lejos del hogary de la revolución?

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El mismo día en que murió Durrutisucumbió otro personaje legendario:José Antonio Primo de Rivera, quellevaba en la cárcel de Alicante desde laprimavera. El primer ministro LargoCaballero y la mayor parte de sugabinete no deseaban ejecutarle. Sentíanuna extraña afinidad personal con él, yalgunos incluso sospechaban que setrataba de un hombre bienintencionadoque había sido víctima de su concienciasocial y de su obsesión por rehabilitar asu dictatorial padre.

Se sabía que José Antonio tenía enpoco aprecio al general Franco y a los

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restantes generales derechistas, peronecesitaba su ayuda lo mismo que ellosnecesitaban la suya. Y al tiempo quedeseaba un estado corporativo, abogabapor drásticas reformas sociales. Sinduda no era un fascista tan brutal comoHitler. De hecho, ¿había ordenadorealmente, o siquiera aprobado, loscrímenes cometidos por los pistoleros yasesinos de su partido? No todos losmiembros del gobierno estaban seguros.

Mucho mejor parecía canjearle porciertos prisioneros republicanosimportantes, entre ellos el propio hijo deLargo Caballero. Los funcionarios delgobierno intentaron hacer un trato

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secreto, pero Franco, extrañamente, noaceptó las condiciones; lasnegociaciones fracasaron, al igual quevarias intrigas falangistas para sobornara carceleros que dejasen en libertad allíder de su partido. Así pues, el 16 denoviembre, José Antonio comparecióante el tribunal.

Fue condenado a muerte, peroconfiaba en que el gobierno leamnistiase, sobre todo porque se habíaofrecido para negociar la paz conFranco si bien hasta entonces elgobierno había rechazado su propuesta.Ésta consistía en persuadir algeneralísimo de que aceptase un régimen

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constitucional dirigido por el antiguoprimer ministro Martínez Barrio ycompuesto de los más destacadospolíticos e intelectuales españoles. Ydejaría a sus familiares como reheneshasta que volviese.

Pero el 20 de noviembre, alamanecer, un pelotón ejecutó a JoséAntonio.

Al parecer, Largo Caballero y sugobierno recibieron la noticia con másdisgusto que Franco. El gabinete estabadiscutiendo la apelación del hombresentenciado en el preciso momento enque llegó la nueva de que ya estabamuerto. Los milicianos que regentaban

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la prisión no quisieron esperar a que elgobierno se decidiese, pues seguramenteles hubiese arrebatado una víctima deprimera magnitud. Largo Caballerotemió por la vida de su hijo, pero de unmodo u otro el joven sobrevivió. Talvez Franco estaba devolviendo alprimer ministro el favor prestado.Desaparecido José Antonio, no quedabanadie —excepto, quizá, el general Mola— que pudiese hacer sombra algeneralísimo al término de la guerra.

En suma, Franco lloró la muerte deJosé Antonio del mismo modo que loscomunistas lloraron la de Durruti.

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CAPÍTULO XLA TRAICIÓN

1.

La ininterrumpida lluvia que cayó a lolargo de toda la noche amortiguó losdisparos de esporádicosfrancotiradores, pero no lo bastante paraque los refugiados de la embajada

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americana disfrutaran de un sueñoapacible. Janet Riesenfeld y la mayoríade los americanos que dormían encolchones extendidos por el sueloestaban pasando su última noche enMadrid. La embajada iba a desplazarsea Valencia por la mañana —día deAcción de Gracias—, y los refugiadosla acompañarían para embarcar en unbuque que iba a repatriarles.

Despertaron, vestidos, a las cuatrode la mañana, desayunaron copos demaíz secos y café descremado y luegosubieron a los autobuses. Cada viajerollevaba una bolsa con un almuerzo deAcción de Gracias: lonjas de jamón,

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tortillas, pan y naranjas.Cuando los vehículos empezaron a

moverse, Janet miró por la ventanilla ycontempló Madrid por última vez: losedificios destripados, los tranvíasvolcados, las largas colas de mujeresvestidas de negro ante los mercados.Menos de tres meses antes había llegadoa un Madrid radiante y despreocupadoque se deleitaba en sus «victorias», unMadrid de fiestas, cafés bulliciosos yrestaurantes con velas… y Jaime estabaallí para recibirla.

Ahora se marchaba sin él en lallovizna de aquella fría mañana, y detrássólo quedaban ruinas. Sin embargo, al

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llenar de cicatrices el rostro de lacapital, la contienda había fortalecido almismo tiempo su carácter. Quétranquilas y resueltas eran aquellasmujeres de negro que permanecían depie entre los escombros. La ciudadhabía madurado en los últimos meses, lomismo que Janet.

—Quizá cuando recomencemos todootra vez —le había dicho José María aldespedirse—, puedas venir a ayudarnos.Entonces habrá bailes en las calles.

Sí, regresaría: adoraba la danza.

Tres coches atravesaron rugiendolas puertas de la embajada alemana la

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mañana del 24 de noviembre y, al cabode unos segundos, entre enloquecedorespitidos de silbatos, un Hispano-Suizagris cargado de policías rasgó la calleen su persecución. Los más importantespartidarios de los rebeldes que seescondían en la embajada iban a bordode los tres vehículos, dándose a la fugamomentos antes de que una multitudencabezada por la policía fuese aregistrar el edificio en busca derefugiados.

En realidad, el lugar ya no se usabacomo embajada desde que todos losdiplomáticos alemanes la habíanevacuado y se habían pasado al bando

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rebelde. Unos días antes, el 18 denoviembre, Hitler —y Mussolini—habían reconocido el régimen de Francocomo único gobierno legítimo del país.Proyectaban hacerlo sólo después deque Franco tomase la capital, a fin detener una excusa plausible paraintervenir abiertamente en su favor.

Pero las cosas no habían salidocomo estaban previstas. Franco estabaempantanado a las puertas de Madrid yparecía como si nunca fuera atraspasarlas. Y había sufrido tal númerode bajas que recurrió a una desesperadaestratagema para obtener refuerzos.Había reunido a once mil moros más

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convocando a los nativos de lasmontañas marroquíes y dándoles a elegirentre la cárcel, la ejecución o elalistamiento en su ejército. Nadie optópor la cárcel o la ejecución. Entretanto,Rusia parecía estar inundando de armasla capital. Hitler tenía que decidirse:¿reconocía a Franco y en consecuenciase jugaba el prestigio germano a la únicacarta de una victoria rebelde? El riesgoconsistía en que Rusia podía apostar suprestigio a un triunfo republicano. Y elloquizá provocase una guerra más amplia.Más vale no arriesgarse, aconsejaronalgunos generales nazis; Alemania noestaba preparada todavía para semejante

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contienda. Pero los republicanoscontribuyeron a acelerar la decisión deHitler.

El 16 de noviembre, el ministro deAsuntos Exteriores Del Vayo advirtió deque el gobierno atacaría a todos losbarcos que entrasen en cualquier puertoespañol sin su permiso. Puesto quediecisiete barcos alemanes cargados dearmas se hallaban ya en camino haciapuertos en poder de los rebeldes, y dadoque otros más se disponían a seguirles,la amenaza podía suponer un desastretanto para Hitler como para Franco.Todo gobierno poseía el derecholegítimo al uso de la fuerza para impedir

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que navíos extranjeros entrasen en susaguas jurisdiccionales, mientras quedichos barcos no tenían derecho adefenderse. Pero si Alemania reconocíael régimen de Franco, los barcosalemanes podían defenderse legalmentede un ataque republicano, por cuanto elgeneralísimo les habría concedido laautorización para desembarcar.

Así pues, Hitler reconoció a Franco,garantizando virtualmente la victoriafinal del caudillo… a menos que Rusiase comprometiese de modo similar apropiciar una victoria republicana. YMussolini secundaba gustoso alFührer…

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Pues bien, el 24 de noviembre, justodespués de que hubieran escapado losrefugiados más importantes, la policíainstaló una ametralladora fuera de laspuertas de la embajada alemana y, juntocon una multitud enfurecida, irrumpió enel edificio donde unas cincuentapersonas aterradas se hallaban bajo laprotección de un ciudadano alemán. Losrefugiados no opusieron resistencia,pese a que la embajada había sidoconvertida en una fortaleza, con sacosde arena en las ventanas, metralletasligeras y cartuchos de dinamitagermanos, así como armas pequeñaslistas para su uso. Los invasores

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encontraron en el patio los «cochesfantasmas» que tiempo atrás habíansembrado el terror durante la noche. Alparecer, la embajada había sido elcuartel general de los quintacolumnistas.

La muchedumbre ya estaba sacandofuera a los refugiados cuandoaparecieron diplomáticos de otrasembajadas. No habría más paseos,afirmaron. Un diplomático mexicano,Nibon, que representaba al único paísque aparte de Rusia había enviadoarmas a los republicanos, se adelantócon una pistola en una mano y una listade nombres en la otra. Iba a llevarse asu embajada a varios refugiados,

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declaró; encontró a los que buscaba ylos condujo a su coche ante la miradaincrédula de los republicanos. Cuandoel coche arrancó, le siguieron y leobligaron a detenerse junto al bordillo.Nibon se apeó, blandiendo su pistola, yamenazó con matar a quienes intentaranarrebatarle sus pasajeros.

—Si mato a uno de vosotros —dijo—, no me pasará nada. Pero si uno devosotros me mata, México tienesoldados, un ejército, y no volverá aenviaros armas.

Los milicianos consideraron surazonamiento; luego, poco a poco, seretiraron, y el coche de Nibon se alejó.

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Otros diplomáticos consiguieronasimismo rescatar a algunos refugiados,pero la mayoría de los rebeldes fuerondetenidos y posteriormente fusilados.

Mientras tanto, en la Telefónica,Arturo Barea advirtió, con agradableasombro, que casi todos loscorresponsales mencionaban en suscrónicas el vínculo entre la embajada yla quinta columna. No obstante,resultaba irónico que tuviese quecensurar sus artículos, ya que las normasno autorizaban la menor mención de lasmedidas policiales mientras no existieseun comunicado expreso de Valencia. Losreporteros protestaron vigorosamente a

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propósito de los titulares, y Bareatelefoneó al Ministerio de la Guerra.Mikhail Koltsov, el único presente enaquel momento, le dijo que aguardaseuna declaración oficial.

Lisa estaba tan preocupada como losperiodistas. Gracias a su indulgencia,las nuevas crónicas que llegaban alexterior simpatizaban bastante más queantes con la causa republicana. ¿Sedisiparía aquella buena voluntad —preguntó Barea— ahora que la versiónalemana monopolizaba la opiniónmundial? Decidieron dar el visto buenoa las crónicas sobre el asalto a laembajada.

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Koltsov montó en cólera cuando losupo. Ambos serían juzgados en consejode guerra, amenazó; y Barea sabía quelos rusos tenían suficiente poder paracumplir sus amenazas. Pero a la mañanasiguiente Koltsov se disculpó; sus«superiores» estaban encantados con losfrutos obtenidos. Algunos comunistas,por su parte, se quejaban de Usa. Ellaera la responsable, imaginaban, yaunque tuviese razón no era asunto suyodesobedecer las órdenes. No había nadamás peligroso que un «camarada»indisciplinado… ¡y además socialista yextranjero!

La gente peligrosa, especialmente en

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situación delicada, tendría que vérselascon los comunistas cuando se hicierancon el poder.

2.

En una reunión secreta celebrada enValencia, un hombre con la cabezarapada y ojos ligeramente almendradosrecibió fríamente al ministro deEducación, Jesús Hernández, y le dijo:

—Nuestro servicio exterior nos hainformado de que determinados

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elementos del POUM han hechogestiones para traer a Trotsky a España.¿Sabe usted algo del asunto?

—Es la primera vez que oigo hablarde ello —dijo Hernández a A. A.Slutski, jefe del departamento extranjerode la NKVD, que acababa de llegar deMoscú.

—Eso demuestra que los serviciosde contraespionaje de la República sondeficientes.

—Demuestra simplemente queapenas concedemos importancia a lo quedice el POUM.

—Se trata de algo serio. Si losresponsables del partido no conceden

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importancia a esa banda decontrarrevolucionarios y agentesenemigos, eso nos sirve paracomprender muchas cosas de estaguerra… Queremos que entienda que espreciso actuar enérgicamente contra lostrotskistas. En su calidad de ministro,tiene que facilitar esta tarea.

—El partido me asignó el cargo deministro. Actuaré únicamente si recibosus órdenes.

—Tenemos en nuestro poder ciertosdocumentos que prueban que el POUMmantiene contactos con la Falange.Cuando procedamos a hacer ciertosarrestos, las autoridades podrían

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causarnos dificultades. Necesitamos suayuda.

—En ese caso venga a verme.Tráigame todas las pruebas y le prometosometer el asunto inmediatamente a laconsideración del gabinete.

—Sabía que por fin lo entendería.Slutski se marchó, muy aliviado, y

en el camino de regreso a Moscú hizo unalto en París para entrevistarse con elcoronel Krivitsky, agente de Stalin en lacapital francesa.

—No podemos permitir —le dijo—que España se convierta en tierra librede asilo para todos los elementosantisoviéticos que acuden al país de

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todas partes del mundo. Después detodo, ahora se trata de nuestra España,parte del frente soviético. Tenemos quehacerla sólida. ¿Quién sabe cuántosespías hay entre esos voluntarios? Y encuanto a los anarquistas y trotskistas,a unq ue son soldados antifascistas,también son nuestros enemigos,contrarrevolucionarios que es precisoerradicar.

Con este fin, se crearía en Españauna red de la NKVD, compuesta en granparte de comunistas extranjeros (norusos), ya que no se podía confiarenteramente en los españoles. MientrasMadrid resistiera, la guerra podría

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continuar indefinidamente, sirviendo alos propósitos de la política exteriorsoviética. Y Stalin no podía tolerar quesus enemigos izquierdistas sabotearansus planes. Si eliminaba a los trotskistasen Rusia, ¿por qué no en España?

Algunos estalinistas no rusos, sindescontar a los españoles,comprendieron que tachar a alguien de«trotskista» era una forma sencilla delibrarse de un rival político o de saldaruna cuenta personal. E, irónicamente, losrusos, que habían acuñado la palabra yla aplicaban a todos los hombres deizquierda antiestalinistas, tuvieron que

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proteger a las víctimas del celo de susatacantes.

El general Goriev, por ejemplo,asumió la defensa de los jefes deldepartamento de prensa extranjera enMadrid, a pesar de las crecientesprotestas estalinistas acerca de susactividades. Usa —clamaban ciertoscomunistas— era una trotskista, pues¿no era ella la que permitía a loscorresponsales informar de tantos y tandelicados temas políticos? ¡Incluso seatrevía a criticar a determinadoscomunistas extranjeros! Tenía quesustituirla un miembro de confianza delpartido, exigían sus enemigos.

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Pero Goriev, como alto funcionarioruso, conocía a un auténtico trotskistanada más verlo, y no quería interpretarel papel de alcahuete en las intrigaspolíticas locales. Era un hombrepráctico, y por tanto apreciaba el trabajode Usa. Todas las mañanas, temprano,Barea e Usa iban a verle para hablar conél de los despachos de prensacensurados el día anterior. Les dabaconsejos pero nunca órdenes, y si bien aveces no estaba de acuerdo con loscensores, veía con agrado la crecientesimpatía que los republicanosinspiraban a la prensa extranjera.

Pero la presión que otros comunistas

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ejercían sobre Usa iba en aumento yempezaba asimismo a perjudicar aBarea. Aunque fuese el jefe de Usa,dichos comunistas le acusaban de estardominado por ella. ¡El poder real en eldepartamento de prensa extranjera deMadrid estaba en manos de un trotskistay una extranjera!

Los ataques a Usa sólo sirvieronpara fortalecer el afecto que Bareasentía por ella. Una mañana, después dehaber mantenido relaciones sexuales enla oficina de censura, Barea sintió «unasensación etérea, como si estuviesebebiendo champán y riendo con la bocallena de burbujas que estallaran con

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cosquilleos y se escaparan traviesas através de sus labios».

Al principio no se confesó, ni a símismo ni a Usa, que la amaba. ¿No erasu vida bastante complicada ya con dosmujeres? Difícilmente necesitaba unatercera. Pero pronto vivieron juntos ycombatieron juntos para repeler las dosmareas gemelas que les amenazan: elfascismo y el comunismo.

—¿Me permite pagarle una pequeñadeuda de diez pesetas?

Una mujer atractiva, de cabellosrubios, alzó la vista de su mesa en el barMiami cuando Keith Scott Watson la

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saludó. Parecía perpleja; luego lereconoció.

—¡Hombre! Ahora recuerdo. Llevaun sombrero distinto del que llevaba laotra vez.

Lucía un sombrero civil en lugar dela gorra militar que llevaba el día en queElvira se lanzó al suelo en la callemientras las bombas incendiariasexplotaban junto a ellos. Ahora ledevolvía el dinero que ella le habíaprestado aquella noche para unahabitación de hotel.

—Ya no estoy en la Columna[Brigada Internacional], sino trabajandode periodista —explicó Watson.

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—¿Por qué se marchó?… ¿Lehirieron?

—No, tenía miedo. No podíasoportar la vida en las trincheras.

—Bueno —expresó Elvira con unretintín de desprecio—, por lo menos esusted sincero; en principio ya es algo.

Watson se había reintegrado a sucompañía inglesa después de la nochede bombardeo en que se conocieron.Había participado en varias durasbatallas, pero al final se hartó. Depusolas armas y se fue de nuevo a la ciudad,esta vez definitivamente. Recordaba asus amigos de Barcelona, LouisDelaprée y James Minifie, y les buscó

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en la Telefónica. No estaban, peropronto encontró a otro compañero decopeo: Sefton Delmer.

Al periodista le divirtió la historiade Watson y le hizo una oferta:

—Tal vez te convendría un trabajooficial… Necesito un ayudante… ¿teparece razonable cincuenta pesetas aldía?

Watson asintió, se convirtió enreportero y se trasladó a la embajadainglesa, contemplando la batalla deMadrid mucho más cómodamente desdefuera. Un día, en el bar Miami, volvió aencontrar a Elvira. Supo que erasecretaria del Ministerio de la Guerra,

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pero sólo más tarde se enteró de loimportante que era su trabajo. Delmer,que ignoraba que su ayudante conocía aElvira, le habló de ella casi conadmiración, a pesar de que eracomunista. En su trabajo, le dijo,llevaba un cinturón de cuero negro conuna pistola, y una tira de piel en lamuñeca con 22 cartuchos.

—Es la Juana de Arco española.Reorganizó las conexiones delMinisterio con Valencia cuando todoestaba casi perdido… Trabaja más quedos ministros juntos, y ademásanónimamente.

Watson comprendió entonces el deje

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de desprecio en la voz de Elvira cuandole confesó que había «dimitido» de laBrigada Internacional. Pero ella siguióviéndole, a pesar de todo, y él continuódisfrutando de su nuevo —y más seguro— trabajo. En las pausas entre batallas,Keith entrevistó incluso a compañerosde su antigua compañía inglesa. Estabacontento y agradecido de que lerecibiesen sin rencor. Después de todo,dijeron, él no era comunista, y no cabíaesperar de él los mismos sacrificios queellos realizaban.

En un profético viaje al frente,Watson acompañó a un alto pastor suecode barba blanca que, con la Biblia en la

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mano, se había presentado en laTelefónica en busca de alguien quepudiera llevarle a ver a «unos cuantoshombres valientes». El pastor comentócada escena con las pertinentes citasbíblicas, denotando una acentuadapreferencia por el bando republicano.Se emocionó especialmente al ver dosbaterías de artillería atronando el lugar.

—Es la voz de la venganza —entonó, moviendo un nudoso dedo índice—. Ese día la trompeta sonará másfuerte.

Algo chiflado, pensó Watson.Cuando volvió a la Telefónica, le

esperaba un mensaje urgente. La policía

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quería verle. Fue rápidamente a su sedecentral, invadido por un presentimiento,pues aunque poseyese las credencialesde prensa extranjera, todavía podíancastigarle por haber desertado delfrente. Mientras aguardaba en comisaría,vio sorprendido que entraba Elvira.

—Estás metido en algo muy serio —le dijo, nerviosamente—. Debo avisartede que digas toda la verdad cuando teinterroguen. Ya sabes lo que hacen conlos espías en tiempo de guerra.

Watson se quedó helado.—¿Espía yo?Un hombrecito rechoncho apareció

de repente y empezó a interrogarle con

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un tono ligeramente sardónico.—¿Gracias a sus camaradas en la

Columna dispone usted de buenainformación militar para su periódico?—preguntó.

—Mi periódico no estáespecializado en información militar…Le interesan los aspectos más generalesde la contienda.

—¡Ah, sí! El aspecto humano, eso eslo que desean sus excelentes lectores.

Entonces su tono se volvió máshostil.

—Tal vez pueda explicarme quéinterés humano tiene para sus lectores laposición de nuestra nueva batería de

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cañones rusos.—Ninguno en absoluto… ni para mí

tampoco.—Entonces ¿por qué llevó a su

amigo, el pastor Arnefelt, de gira pornuestras fortificaciones?

—Quería ver a algunos de loscombatientes… Le he conocido hoy.

El interrogador le mostró entoncesuna Biblia encuadernada en cuero negro:la del pastor.

—Permítame que le traduzca lainscripción… Quizá su alemán no seamuy bueno. «A nuestro amado pastor, desus feligreses. Grunegarten, 1928». ¿Nonota nada raro?… ¡Sus afectuosos

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feligreses fecharon esta inscripción unaño antes de que el libro fuera impreso!

Luego sacó una hoja de papel dedebajo de la tapa de cuero y señalóvarias líneas y cifras.

—Esto, amigo mío —dijo—, sonnuestras nuevas posiciones y losemplazamientos de la artillería.

Watson estaba demasiadoasombrado para contestar.

Estaba en libertad, le dijo elhombre… de momento. Keith salió conElvira.

—Me alegro de que no te hayanfusilado —dijo ella—. Hubiese sido unapena que hubieras dejado el frente para

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que te fusilaran en la retaguardia.Lo que, por otra parte, sabían que

podía ocurrir todavía. E inclusosucederle a ella, en caso de quedemostrara un excesivo interés en lo quele pasara a él.

3.

A lo largo de todo el mes de noviembre,aquello sucedía a los prisioneros deMadrid, hasta que por último —graciasal coraje de dos anarquistas— cesó en

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los primeros días de diciembre. GarcíaOliver, ministro de Justicia en elgabinete, que antaño había sidoencarcelado numerosas veces poractividades criminales, y que habíaaprobado el plan de Durruti para robarlas reservas de oro de la nación, resultóser un hombre muy imparcial y eficiente.

—Creo —declaró en un discurso—que la justicia es una cosa tan sutil quepara interpretarla basta tener corazón.

Así pues, le horrorizaban lasmatanzas de presos en Madrid y en otraspartes, y estaba avergonzado de quealgunos camaradas anarquistas sehallasen entre los verdugos. Nombró

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director de prisiones a otro anarquista,Melchor Rodríguez, y le pidió queacabase con las matanzas. No hacía faltadecírselo. Cuando supo que una granmultitud amenazaba con irrumpir en lacárcel de Alcalá de Henares, cerca deMadrid, se personó allí rápidamente ygritó:

—¿Estáis sedientos de sangre?¡Bien! Es evidente que preferís laretaguardia al frente, donde estánluchando los verdaderos combatientes,pero que queréis demostrar vuestrovalor de otra manera. ¡Muy bien!¡Adelante! Entrad y buscad a vuestrasvíctimas, pero no creáis que vais a

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encontrarlas totalmente indefensas y amerced de vuestra furia asesina. Ahoramismo voy a dar orden de que lesentreguen armas para defenderse devosotros. Podéis entrar cuando queráis.Os recibirán armados… ¡Adelante!

La multitud se retiró.Rodríguez tuvo más problemas para

imponer su autoridad en Madrid, demodo que una noche se apostó en lacarretera que llevaba a Paracuellos,donde tenía lugar la mayor parte de losasesinatos y, a punta de pistola, detuvovarios camiones que transportabanprisioneros camino de la muerte. Ordenóa los conductores que dieran media

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vuelta y encerraran de nuevo a losreclusos en sus celdas; los camionesgiraron y volvieron a la capital.

Ya no habría más ejecuciones deprisioneros en Madrid.

Al acabar la guerra, Rodríguezcompareció ante un tribunal por el merohecho de ser anarquista, y docenas deantiguos prisioneros testificaron quehabía salvado sus vidas. Era como unCristo, dijeron algunos de susdefensores. Pero Rodríguez discrepó deesa opinión: le movían principiosanarquistas, no cristianos. ¡Y fuecondenado a varios años de cárcel pornegarse a traicionar sus principios!

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Mientras que Melchor Rodríguezsalvaba vidas rebeldes públicamente,Christopher Lance lo hacía en secreto.Desde su vuelta a Madrid ya habíapuesto rápidamente a salvo a docenas depersonas, y ahora le llegaba el turno aÁlvaro Martín Moreno, hijo del jefe deestado mayor de Franco. Aunque nopudiese ayudar a las veinte personasmencionadas en la lista de Franco, almenos intentaría rescatar al hombre quela encabezaba, a pesar del enormeriesgo que entrañaba la empresa.

Lance supo que Martín estabaescondido en Valencia, pero losrepublicanos habían descubierto su

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escondrijo y estaban a punto decapturarle. Habían estado tratando decanjearle por importantes prisioneros enpoder de los rebeldes, pero al pareceren vano.

Lance resolvió que tenía queembarcar urgentemente en un buqueextranjero a Martín y a otro fugitivo quetenía escondido. Se había ganado laamistad de los guardas y trabajadoresdel puerto de Valencia, y asimismo delos marinos ingleses que iban y veníancon sus cargueros… y algunos de susprotegidos. Una vez más se dirigió almuelle y abrazó a viejos amigos marinosque acababan de atracar.

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Llevó aparte a uno de los capitanes.¿Qué le parecía admitir a bordo a un«par de clientes»? El capitán eravaliente, así que Lance le reveló su plan.En primer lugar, otro capitán inglés teníaque invitarle a comer a bordo de subarco para que él pudiese pregonar queestaba asistiendo a una serie de fiestas yque probablemente iba a ir y venir porel puerto durante todo el día.

No bien lo hubo dicho, Lance estabaalmorzando a bordo de un buquebritánico con la tripulación. Luego semarchó en medio de un alboroto devoces y alegría, parándose adrede acharlar con conocidos en el muelle y

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diciéndoles que volvería más tarde paraasistir a otra fiesta. Luego fue en coche ala casa donde Martín estaba escondidoy, tras convencer a la dueña de que noera policía, subió a su habitación.

—¿Se puede? —preguntó Lance alabrir la puerta—. Le traigo buenasnoticias.

—¿Quién es usted? —inquirióMartín, suspicazmente.

Lance se lo dijo, y luego le advirtió:—Si nos ven salir de aquí, o si le

reconocen en el muelle, o si algo salemal, eso significará para usted unamuerte cierta.

—¿Y para usted, señor?

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—Para mí también, desde luego.—Muy bien, señor, me pongo en sus

manos. Es usted un hombre valiente.Lance echó una ojeada por la

ventana y se preguntó si no habría nadieacechando tras las cortinas de la casa deenfrente, justo al otro lado de la calle.La policía podía estar espiando, aunqueseguramente no veía gran cosa a causade la intensa lluvia. Lance salió, y pocosminutos después, Martín, ocultando lacara detrás de un paraguas, entró en elcoche aparcado delante de la puerta. Elcoche enfiló rumbo a otra viviendadonde Lance ocultaba al otro fugitivo.

Poco después, los tres hombres se

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dirigieron a un bar próximo al muelle,donde se reunieron con un grupo demarinos ingleses, incluido el capitán quese había prestado a ayudar a Lance. Seapretujaron dentro del coche; algunosiban en los estribos para tapar a los queviajaban en el interior, y todos cantaban,gritaban, reían, como suelen hacer losmarineros antes de levar anclas. Alentrar en el puerto; Lance saludó a losguardias.

—¡Aquí estamos otra vez!—Salud, camaradas —respondieron

ellos—. Buen provecho.Minutos después, todos los

«juerguistas» estaban embarcados.

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Lance, exultante, celebraba su mayoréxito hasta entonces. Al cabo de unahora zarparía el barco.

Su partida, sin embargo, fueaplazada hasta la mañana siguiente, ypara entonces la policía ya habíadescubierto la fuga de Martín y lebuscaba. Subieron a registrar el barco,pero Lance ya había volado con sus dosprotegidos.

Tenía que sacar rápidamente aMartín fuera de España, y sólo había unaforma de hacerlo. Le volvió a llevaraudazmente al muelle, confiando enembarcarle en el primer barco inglésque encontrase. Saludó alegremente a

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los guardias, esta vez reduciendo lavelocidad, pero sin pararse, y allí habíaun buque británico a punto de zarpar.¡Maldita sea! ¿Cómo podía embarcar aaquel hombre mientras hubiesefuncionarios y guardias apostados en elmuelle? ¡Al infierno con ellos! Frenócon un chirrido delante de la pasarela,que ya estaban izando, se apeó de unbrinco y agitando un fajo de papelesllamó al capitán en cubierta.

—¡Eh, capitán! —gritó—. Bájelaotra vez… Tengo documentosimportantes para usted.

Bajaron la pasarela, y Lance,hablando sin parar al capitán para que

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los atónitos funcionarios no pudieranhacer preguntas, hizo una señal con lamano a Martín para que subiese por laplancha. El hombre obedeció, llevandobajo el brazo un gran sobre oficial.Lance subió tras él.

Poco después, un grupo demarineros escoltó a Lance por lapasarela, rodeó el coche y le vio partir.Los guardias y funcionarioscontemplaron la escena sin darse cuentade que habían subido dos hombres ysólo había desembarcado uno.

Más tarde, Lance regresó al puerto,¡y esta vez se las ingenió para colar alotro rebelde en un barco de guerra

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británico, en connivencia con el capitándel navío!

4.

—Ilsa me ha dicho que un coche estaráallí a las doce. Conducirás toda la nochepara llegar a Valencia mañana —dijoSefton Delmer en el bar del hotel GranVía.

Luego hizo entrega a Keith ScottWatson de algunos francos francesespara salir del apuro. La policía había

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decidido que Watson, como «desertor»y presunto espía, tenía que abandonarEspaña. Por lo tanto debía coger un trendesde Valencia a la frontera francesa, yallí enlazar con el expreso de París. Enel departamento de prensa, Usa lo habíaarreglado todo tan rápidamente que él nisiquiera tendría ocasión de despedirsede Elvira.

A medianoche, un Mercedes negroaparcó delante del hotel y Watson subióa él, descubriendo con sorpresa que enel interior había una mujer sentada. Enla oscuridad no lograba verlaclaramente.

—¿Estás contento de marcharte de

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Madrid?Watson reconoció su voz en el acto.—¡Elvira! ¿Qué haces aquí?—Voy a Valencia, así que lisa me

preguntó si podía llevarte.Luis, el ayudante de Arturo Barea, se

instaló junto al chófer y el coche arrancórumbo a Valencia. Watson estaba locode alegría por el inesperado encuentro.La noche era fría, y pronto él y Elvira sehallaban el uno en brazos del otro.

—Forma parte de las cosas —dijoWatson— que nos conociéramos de unmodo tan extraño y que tuviéramos quesepararnos de esta forma.

—No le des vueltas, querido —dijo

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Elvira—. Esta guerra no durará siempre,y cuando acabe me tomaré unas largas,largas vacaciones… Incluso puede quete escriba.

De repente, los ojos de Elvirareflejaron los faros de un coche que lesseguía. El vehículo empezó a pasar yluego obligó al Mercedes a pegarse alborde de la carretera; el patinazo de lasruedas se mezcló con el chasquido delas balas de ametralladora. El coche enque viajaban volcó y se detuvo a unoscentímetros de un hondo precipicio. Alcabo de unos momentos, los ocupantesde un camión de comida que pasabaayudaron a salir del coche a los atónitos

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accidentados. Watson y Elvira teníanheridas leves y el chófer resultó ileso,pero Luis agonizaba a causa de unaherida en la columna vertebral. Keith seestremeció. Un montón de documentosque iba en el asiento posterior del cochepresentaba impactos de más de diezbalas.

Tres días después, en un andén de laestación de Valencia, Watson besaba aElvira despidiéndose de ella.

«Los dos estábamos muy tristes»,diría más tarde él. «Aquella separacióntenía un terrible carácter definitivo».

Luego saltó al tren cuando yaarrancaba y ambos se dijeron adiós con

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la mano hasta que la curva del andénocultó a Elvira.

Tal como lo había presentido, nuncavolvería a verla ni sabría en adelantenada de ella. Elvira era una militantecomunista, pero, al igual que Usa, habíaadquirido demasiado poder en Madrid ytenía por lo tanto numerosos enemigos.Y como Stalin había ordenado a susagentes que no se arriesgaran lo másmínimo, sus enemigos sabrían explotarel «peligro» de su romance con un«espía» extranjero.

Elvira, en suma, desapareció, ynadie supo nunca lo que le habíasucedido.

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Y Watson pensaría a menudo en laprofecía de Rosita: «Veo a una rubia enun coche y con ella va la muerte».

Sentado junto al lecho de Luis,Arturo Barea trataba de consolar a sufiel ayudante, que agonizaba a causa delas heridas sufridas en el ataque a sucoche.

—Don Arturo —gimió Luis—, nopermita que esa mujer se pierda. Teníarazón. Es una gran mujer. ¿Recuerda lanoche en que llegó a Madrid? Y ella lequiere… No deje que se vaya, sería uncrimen para usted y para ella.

Luego le dijo adiós muy suavementey expiró.

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No hacía falta que se lo hubiesedicho. Barea ya lo sabía. Nunca dejaríaque ella se marchase; se casaría con ellatan pronto como se divorciase de sumujer e Usa de su marido australiano,aunque era consciente de que la vida deambos corría peligro. Una vez que Usafue arrestada para ser sometida a un«interrogatorio», él enloquecíaimaginando su cuerpo rellenito yaciendoen algún lugar del campo.

Poco tiempo después la liberaron,pero desde entonces Arturo temía hastadejarla sola. Por último perdieron susempleos.

Constancia de la Mora, que había

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dejado a sus huérfanos al cuidado deamigos, se había convertido en laayudante de Rubio Hidalgo en Valencia,y poco a poco se fue haciendo cargo dela oficinal nacional del departamento deprensa extranjera. Aunque al parecer nodesconfiaba de Barea ni de Usa, lemolestaba su independencia de criterio,y pensó que debían ser sus camaradascomunistas quienes ocupasen puestos detanta influencia. Por lo tanto lesaconsejó que se tomaran unasvacaciones largo tiempo aplazadas. Alvolver les dijeron que sus «vacaciones»se habían vuelto permanentes.

Pero algunos comunistas seguían

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temiendo a Usa. Tenía numerososcontactos con los círculos laboralesinternacionales y si hablaba demasiadopodría socavar la estrategia comunistacon vistas a un gradual dominio de laEspaña republicana. Y una «espíatrotskista», decían algunos, podíaresultar peligrosa incluso desde fueradel sistema.

Barea e Usa se sentían impotentespara escapar a la creciente campañaorquestada contra ellos. Tal vezconvendría que huyesen del país. Pero¿cómo abandonar la causa que constituíasu vida, aun cuando Arturo, horrorizadopor la crueldad de ambos bandos,

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empezara a pensar que la guerra era tanodiosa como inútil? Estaban atrapadosen un «monstruoso mecanismo,aplastados bajo sus ruedas».

La pareja resolvió apelar al consejodel padre Leocadio Lobo, viejo amigode Barea y uno de los pocos sacerdotesque apoyaban vigorosamente a laRepública. Mucho tiempo atrás, Lobohabía elegido una parroquia detrabajadores pobres que ahora leprotegían con tanto ardor como velabanpor sus propias familias. El sacerdotesabía que Barea ya no se considerabacatólico, que vivía en pecado con lisa yque ambos querían divorciarse, pero

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todo ello no afectó en absoluto la actitudque adoptó con ellos. Y la pareja leconfió sus sentimientos íntimos.

El padre Lobo entendía suresistencia a abandonar la causa, eincluso trató de disipar las dudas deBarea sobre la utilidad de la guerra.

—Es una guerra bárbara, terrible,con incontables víctimas inocentes —asintió—. Pero nos ha servido delección. Ha sacado a España de suparálisis y al pueblo de sus casas, dondese estaban convirtiendo en momias…Aunque nos derroten, saldremos másfortificados que nunca al final de estaguerra, pues la voluntad ha cobrado

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vida.No obstante, aunque la guerra fuera

útil, la pareja, dijo tristemente el cura,ya no lo era.

—Te voy a decir la verdad, Usa. Note quieren aquí. Conoces a demasiadagente y has obligado a otros a estar en lasombra. Sabes demasiado y eresexcesivamente inteligente. No estamosacostumbrados todavía a las mujeresinteligentes. No puedes evitar ser comoeres, así que tienes que irte, tienes queirte lejos con Arturo porque él tenecesita y ambos os pertenecéis. EnMadrid ya no puedes hacer nada bueno,salvo lo que haces: permanecer en

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silencio.—Sí, lo sé —dijo Usa—. Lo único

que puedo hacer ahora por España es nopermitir que la gente de fuera conviertami caso en un arma contra loscomunistas, no porque ame al partido(que no lo amo), sino porque al mismotiempo sería un arma contra nuestraEspaña y contra Madrid.

Barea y Usa se dieron cuenta de que,por irónico que pareciera, sólo podíanservir a España renunciando a servirla.Así pues, sin un céntimo, y dejándolotodo a su espalda, pronto se exiliaríanen París.

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CAPÍTULO XILA SALVACIÓN

1.

El 20 de noviembre, la triste noche delluvia en que murió Durruti, las tropasrepublicanas estaban dispuestas avengarle y a recuperar lo que sushombres habían perdido. Encabezados

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por el general Kléber, milicianos yvoluntarios extranjeros irrumpieron a lamañana siguiente en el Hospital Clínicoy, con sus bayonetas ensangrentadas,reconquistaron un ala del edificio, almismo tiempo que se apoderaban deotros en la Ciudad Universitaria.

Pero los rebeldes devolvieron elgolpe y realizaron una intrépida tentativade cruzar el Manzanares rumbo alParque del Oeste, justo al sur de laCiudad Universitaria, a fin de ensancharla precaria brecha que habían abierto enMadrid. Una compañía polaca de laBrigada Internacional XI, en la quehabía numerosos soldados judíos, opuso

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una resistencia ejemplar, sentando unprecedente que emularían sin vacilaciónlos combatientes de los ghettos en laSegunda Guerra Mundial. La caballeríamora atacó tres veces una casa claveque los polacos defendían en la otraorilla, a la altura del Parque del Oeste, ytres veces fue rechazada. Durante lacuarta intentona, los tanquesreemplazaron a los caballos y los jefespolacos cayeron uno por uno. No quedóun solo oficial para dirigir las tropas niuna sola ametralladora apta paradisparar.

Los rebeldes cruzaron finalmente lapuerta delantera y entraron en la planta

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baja, en medio de una lluvia de bombasde mano. Al cabo de unas horas,mientras los muertos y los heridos seamontonaban en escaleras y pasillos, lospolacos se quedaron sin granadas y casisin municiones. Acordaron que cadahombre lucharía hasta el últimomomento, reservando la última bala parasí mismo. En ese momento mientras sepreparaban para un suicidio en masa,rompieron a cantar la Internacional ylos rebeldes huyeron, pensando que uncompleto y animoso ejército les habíatendido una celada.

Los polacos recobraron laesperanza. ¿Habían desistido los

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rebeldes? La respuesta fue el olor ahumo: habían prendido fuego alinmueble. Los combatientes no heridosprefirieron quedarse a dejar quemurieran solos sus hermanos heridos,pero uno de estos, Juzek, les suplicó:

—Camaradas, ya no podéisayudarnos y no podemos saltar… Nosquemaremos vivos en esta casa, perovosotros tenéis que saltar, cruzar laslíneas enemigas y seguir peleando. Es loúnico que se puede hacer.

De este modo, tras los besos dedespedida, una docena de combatientesilesos saltaron al suelo, sin imaginar enabsoluto que esta escena se repetiría

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cientos de veces algunos años después,en los guetos de su patria. Siete de ellosllegaron con vida a sus líneas, peropronto regresaron para defender lascenizas de la casa incendiada e impedirque los rebeldes cruzaran de nuevo elrío.

En un momento en que las fuerzasrepublicanas resistían en todas partes,Enrique Castro Delgado pensó que habíallegado la hora de contraatacar. ¿Porqué no cortar el cordón que unía a losrebeldes con Talavera? Un ataque asíalejaría a parte de las tropas de Francoe incluso tal vez aislase a todo su

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ejército, forzándole a retirarsecompletamente de la capital. Y eloptimismo de Castro fue en aumentocuando una patrulla informó de queTalavera estaba atiborrada de camionesde suministro que parecían estaresperando que les destruyeran.

Fue a ver al general Pozas, jefe delfrente central, para recabar suaprobación, y le encontró de un humorirritable, pues estaba enfermo y losmédicos creían que quizá fueseaconsejable extirparle los testículos afin de evitar posteriorescomplicaciones. Castro le explicó suplan y le pidió dos mil hombres, una

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batería de artillería y apoyo aéreo.—Haga lo que quiera, Castro —

respondió Pozas—. Talavera o Madrid,me tiene sin cuidado en este momento.Lo único que me importa son laspelotas.

Castro fue a ver al general soviéticoGregori Iván Kulik, que había llegadorecientemente a España para aconsejar aPozas, ya que los rusos controlaban losaviones que Castro necesitaría paraproteger a las tropas. Kulik era unhombre enorme, de gran cabeza calva yun carácter tan feroz que sus ayudantesvivían en un estado de constante terror.Castro no le tenía simpatía, presintiendo

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lo que despreciaba a los españoles, yestaba dispuesto a enfrentarse a él si eranecesario.

Extendiendo un mapa sobre la mesa,le dijo que Pozas ya había autorizado laoperación, pero a Kulik no parecióimpresionarle la noticia cuando seinclinó a estudiar el plan de ataque.

—Nyet, camarada —dijo—.Totalmente fuera de lugar.

—¿Por qué?—No es asunto suyo.—Es asunto suyo y mío, general.La cara de Kulik se puso roja, y

arrojó colericamente el mapa al suelo.Castro lo recogió con calma y dijo:

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—Se hará, a pesar de usted.—¡Nyet!Castro salió mientras el otro le

gritaba «¡cerdo!» en ruso. Poco despuésfue a entrevistarse con otro ruso, elgeneral Goriev, que se quedó de unapieza al conocer la historia. AunqueGoriev fuese técnicamente la cabeza dela misión militar soviética, Kulik erauna figura más poderosa en laburocracia rusa.

—Con Kulik o sin él —declaróCastro—, llevaré a cabo esta operación.

Goriev dio una bocanada a su puro ydijo:

—Ha cometido un error. El

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camarada Kulik era [durante laRevolución Rusa] el jefe artillero enTsaritsin y es uno de los más estrechoscolaboradores del camarada Stalin. ¡Nodebería haber hecho eso!

—¿Está usted de acuerdo conmigorespecto a la operación?

—No debería haberlo hecho… Es elmás grande de los generales enviadospor el camarada Stalin para ayudarles aganar esta guerra. ¡Y usted le ha tratadomuy mal! El camarada Kulik es misuperior… Usted sólo es un camarada.

—¿Y eso le impedirá ayudarme conuna o dos salidas aéreas si la aviaciónenemiga nos ataca?

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—No lo sé.—Bien, me gustaría saberlo antes de

salir de esta habitación.—Le ayudaré.Y cuando Castro se levantó para

irse, Goriev exhaló tanto humo que suvisitante no lograba verle los ojos.

¿Por qué aquella oposición por partede Kulik?, se preguntaba Castro. ¿Acasolos camaradas rusos no habían ido aEspaña para que los republicanosganaran la batalla de Madrid y la guerralo antes posible? Castro no se daba o noquería darse cuenta de que estabaatrapado en mitad de un conflicto entrela política exterior soviética y la

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ambición política de su partido; de queStalin, su ídolo, no deseaba zanjar elbrutal estancamiento que él mismo habíacontribuido a crear con su ayudacuidadosamente dosificada.

Otro conflicto estalló en el camporepublicano entre españoles yextranjeros cuando las BrigadasInternacionales acapararon los titularesde la prensa mundial. El general Miaja yel comandante Rojo estaban orgullososde su papel en la defensa de una ciudadque el gobierno había abandonado ydado por perdida. Sus milicianos habíanresistido solos en los dos primeros díascruciales de la batalla, y lo mismo hizo

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la mayoría de los combatientes despuésde la llegada de los voluntariosinternacionales, que les sobrepasaban ennúmero en una proporción de alrededorde diez por uno.

Era cierto que los voluntariosayudaron a dar a los republicanos elempuje suplementario que necesitabanpara no derrumbarse bajo losmartillazos de Varela, pero, a juicio delos mandos militares españoles, seguíansiendo una fuerza secundaria. Sinembargo, mientras que se ignoraba engran medida la increíble proeza de loshispánicos, los extranjeros se llevabantodo el mérito e incluso quizás iban a

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adueñarse de los libros de Historia.Las Brigadas habían llegado muy

silenciosamente y al principio quedaronfuera del alcance de la prensa, puesArturo Barea tenía órdenes estrictas decensurar hasta las más vagas noticiassobre ellos. Pero Usa pensó que lahistoria de las brigadas «sería unaextraordinaria inspiración para losobreros de todas partes, si llegaban aconocerla suficientemente». ¿No seríainteresante que los corresponsalesentrevistaran al general Kléber, jefe dela Brigada Internacional XI? Bareaestuvo de acuerdo, y sin la autorizacióncorrespondiente les permitió hacerlo.

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La entrevista fue un enorme éxito,pues algunos reporteros influyentescomo Sefton Delmer y Louis Delapréeenviaron por todo el mundo brillantesinformes sobre Kléber y sus hombres. Eldirigente comunista, de hecho,impresionó al conservador Delmer, quele veía «como un jefe magnífico… unhombre austeramente dueño de símismo, que sopesaba cuidadosamente loque decía y lo que hacía, y que era muyconsciente de la importancia de tratar asus amos políticos con amabilidad ydiplomacia».

Los jefes españoles estabanencantados por el espacio

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inesperadamente dedicado a los héroesrepublicanos, pero a medida que día trasdía continuaba la publicidad, su alegríase transformó en alarma. Kléberacaparaba tanta atención que estabaeclipsando incluso a Miaja. Como fielguardián del general, Rojo estabaespecialmente perturbado. Nadie debíaarrebatar a Miaja el título de salvadorde Madrid.

¿Había tratado de hacerlo Kléber?Numerosos reporteros no lo creían así.Él no les buscaba; ellos le buscaban a élpor ser un tema pintoresco y bueno. PeroRojo estaba convencido de que elmilitar extranjero intentaba «subirse a un

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pedestal». Y el 26 de noviembre, día enque Kléber fue nombrado jefe de todo elfrente norte de Madrid, Rojo envió unanota a Miaja pidiendo la dimisión delgeneral.

Rojo le acusaba de haberdesobedecido órdenes, de haberintentado ocultar sus fracasos, mentidosobre la magnitud de sus tropas, retenidoinformación militar vital sinproporcionársela al estado mayor y, porañadidura, gozado de una publicidadinmerecida.

La prensa está haciendo un esfuerzopor ensalzar a este general de unamanera exagerada y falsa, diría Rojo. Y

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añadiría: Es cierto que sus hombresestán luchando bien, pero nada más queeso… Y en cuanto al elogio de suliderazgo, es asimismo falso, como lodemuestra el simple hecho de que deseael respaldo de una popularidadartificial… Se le presenta como uncaudillo… y parece ser el ídolo militarde algunos de nuestros partidospolíticos.

En otras palabras, debíareemplazarle un español desprovisto desu encanto.

Después de la guerra, Rojo llegaríaa decir, incomprensiblemente, que lastropas de Kléber no habían llegado a

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Madrid hasta el 10 de noviembre,aunque los registros castrenses (como semenciona anteriormente en este libro)demuestran que Rojo empezó a enviarlemensajes a la Casa de Campo dos díasantes.

La nota enviada por Rojo tuvorepercusiones explosivas. Miaja, alparecer, había aprobado el ascenso deKléber a la categoría de consejero delgeneral Goriev, y él mismo solíaescuchar sus consejos. Pero ahora habíaentrado en conflicto con Rojo, y Miajano sería ya una simple marioneta de losrusos ni del gobierno. ¡Kléber tenía queirse!, exigió en consecuencia. Y los

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rusos, que necesitaban a Miaja comotapadera «burguesa» de las actividadescomunistas, al igual que él lesnecesi taba a ellos como asesorescastrenses, transmitieron al Kremlin laexigencia.

En opinión de Stalin, se podíaprescindir de Kléber, pero —en aquelmomento— no de Miaja. De modo queel extranjero perdió su puesto y losperiodistas uno de sus temas máscautivadores. Había que recordar almundo que los que luchaban y morían enMadrid eran principalmente españoles.

Cipriano Mera, comisario político

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de la Columna Palacios, figuraba entrelos mejores combatientes nativos,aunque sus convicciones anarquistas amenudo se hallaban en pugna con lasexigencias militares. Ahora aprobaba ladisciplina, pero seguía oponiéndose aintegrar la columna en brigadas mixtasmás amplias que habrían de constituir laespina dorsal del nuevo ejércitorepublicano. Y aunque en un tiempohabía ordenado a los milicianos que lellamasen «coronel Mera» —nadie lehabía dado nunca oficialmente ni aquélni ningún otro rango—, pronto volvió aser simplemente «Cipriano».

No obstante, tras una feroz batalla

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ganada por su Columna, pero a costa desufrir enormes bajas, el líder anarquistasuperó finalmente su arrogancia yescrúpulos ideológicos. Una vez muertoDurruti y con los comunistas armadospor Rusia, ¿qué posibilidades tenían losanarquistas de realizar su gran sueño enun futuro previsible?

Más tarde diría que hubo momentosen que los ojos se le llenaban delágrimas con sólo pensar que siaceptaba la militarización tenía queabandonar en gran medida su profundacreencia de siempre en una radicaltransformación social.

Y encarando la amarga realidad,

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añadiría que el sacrificio de los caídosen el campo de batalla no debería servano. Uno podía confiar asimismo enque después de haber ganado la guerrahabría una república diferente a la quehabían conocido hasta entonces, ungobierno realmente preocupado por losintereses de los trabajadores.

Y para asegurarse de que loscomunistas no iban a controlarlo, losanarquistas tenían que disponer de unauténtico ejército, para aplastar, no sóloa los fascistas, sino también a loscomunistas, por muchas armas rusas quetuviesen… en caso de que intentaranrobar su victoria al pueblo.

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Mera fue a ver a Miaja y Rojo y, traspermanecer abatido y silencioso duranteunos segundos, dijo:

—Mi general, sé perfectamente queno poseo los conocimientos necesariosen el orden militar y soy incapaz paramandar una gran unidad. Pero visto elfracaso de las Milicias, sí puedo ayudara militarizarlas, cosa que estimo deurgente necesidad. Póngame de sargento,de cabo o de simple soldado, me esigual, ya que mi único interés consisteen ser más útil que lo he sido hastaahora. Aquí estoy para lo que mande.

—Aunque algo tarde, Mera —dijoentonces el general Miaja—, lo

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importante es que hayas comprendidoesa necesidad. Todavía es tiempo deenderezar la situación. Lo que hace faltaes que en lo sucesivo antepongas losintereses de la guerra a todos los demás.No debe haber ni intereses personales,ni siquiera de organización o partido,frente a los supremos de ganar la guerra.

—Así lo entiendo yo ahora —declaró Mera.

Y a pesar de que salió con el rangode comandante, seguía abatido, inclusoatolondrado, como un hombre queacabase de empeñar su alma.

—¿Podría haber tomado Talavera?

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—¿Quién sabe? —contestó EnriqueCastro Delgado.

Castro se había reunido con laprensa poco después de que sus hombreshubiesen atacado el flanco derecho delos rebeldes en un intento de tomarTalavera y de cortar la línea desuministro enemiga. La fuerzaimprovisada avanzó cruzando lascolinas que dominaban Talavera y, alalba del 24 de noviembre, abrió unfuego devastador sobre la ciudad y sucampo aéreo. Los rebeldes sucumbieronal pánico y empezaron a retirarse, perosu aviación se lanzó sobre losrepublicanos y los dejó inmovilizados y

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aguardando en vano el socorro de suspropios aviones. Los restos de la tropase retiraron luego en desorden, auncuando ya habían cumplido uno de losobjetivos de Castro. El ataque habíaalarmado a Varela hasta el punto de queenvió ocho batallones de Madrid aTalavera, debilitando así el asedio de lacapital.

Una vez que le curaron las heridasque había sufrido en la batalla, Castrorecibió a los periodistas.

—Comandante, ¿qué limitó elalcance de la operación?

—La fuerza aérea enemiga.—¿Y por qué no les auxilió la

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aviación republicana?—No lo sé. Pero estoy seguro de

que la aviación republicana tuvo quehacer mucho en esos días… mucho…

Tras la conferencia de prensa,Castro fue a ver al general Goriev, quele recibió efusivamente.

—Todo fue magnífico —dijo elruso.

—Incluso la fuerza aérearepublicana, camarada Goriev —repusoagriamente Castro.

—Había nubes.—Sí, a menudo sucede que hay

nubes en el cielo.A Castro le pasaron por la cabeza

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ciertos recuerdos de su encuentro con elgeneral Kulik, pero los reprimióinmediatamente. Kulik seguía siendoíntimo amigo de Stalin, y a Castro leresultaba imposible pensar mal deldictador soviético: sobre todo despuésde haberle obedecido ciegamentedurante tanto años.

Los generales rebeldes estabannerviosos, pues el susto de Talaverahabía reavivado su temor de que Madridse convirtiese en el cementerio de sucruzada. El día anterior, 23 denoviembre, Franco, Mola, Varela y, alparecer, sus consejeros alemanes, se

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habían reunido en Leganés, unos cuantoskilómetros al sur de la capital. Susituación era crítica. Al cabo de más dedos semanas de feroz combate, sólohabían logrado incrustar una estrechacuña en la piel de la ciudad, punta delanza que podía ser cortada en cualquiermomento. Tenían que admitirlo: elataque había fracasado.

Sus mejores soldados profesionalesse habían visto obligados a luchar por laconquista de cada vivienda y edificio, yquedaban pocos para relevarles. Almismo tiempo, los republicanos senutrían no sólo de voluntariosextranjeros, sino de armas rusas mejores

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que las que ellos recibían de Alemania eItalia. Y lo que era más grave: losmadrileños no se rendirían. Se habíannegado a entregarse incluso después delos más intensos bombardeos aéreos. Lamayor parte de las mujeres y niñosseguían en la ciudad, a pesar de que susdirigentes intentaron evacuarlos, ymuchos de los que la habían abandonadovolvieron a la ciudad antes de llegar asu punto de destino.

Muy a su pesar, los tres generalesdecidieron suspender el asalto directo ala capital, al menos mientras Hitler yMussolini no les procurasen más armas,cosa que ciertamente harían después de

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haber reconocido al gobierno de Franco.Incluso quizá enviarían hombres.Entretanto, los rebeldes mantendríansitiada a la ciudad, reforzarían suslíneas e intentarían rendir Madrid porcompleto, tal vez obligándola por mediodel hambre a izar la bandera blanca.

Sus simpatizantes en Madrid nuncales perdonarían el aplazamiento de suliberación, pero tenían que comprenderque las consideraciones militaresgozaban de prioridad. Además, Madridno era en realidad tan importante, nimilitar ni políticamente. Nadie podíapermitirse el lujo de ser sentimental enla guerra. Y Franco, que había retrasado

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su avance sobre la capital para rescatara los rebeldes cercados en el Alcázar deToledo, una vez más volvió a ser elsoldado pragmático de siempre.Después de todo, ya era el caudillo ynadie discutía su poder. Pero antes dedar por finalizada la ofensiva, realizaríauna última y desesperada acometida.

Aun en el caso de que su ejércitofracasara de nuevo, quizá lograraensanchar la cuña y hacerla más segura.La decisión tomada insufló algeneralísimo una nueva y extrañaconfianza.

¡Llegó a anunciar por radio queentraría en Madrid el 25 de noviembre!

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Al amanecer de ese día, en la Plazade la Moncloa, Mika Etchebéhére estabatumbada de bruces en una trinchera,junto con dos camaradas, cuandopasaron silbando dos proyectiles demortero. La compañía del POUM a laque pertenecían había oído el anuncio deFranco y esperaba que los rebeldesdesencadenasen un ataque a gran escaladesde la Ciudad Universitaria. Siconseguían romper el frente republicanoprobablemente entrarían en tromba en laciudad, y la compañía de Mika,considerada como una de las másaguerridas, ocupaba una posición clave.

Mika se había unido al grupo tras

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haber logrado escapar del asedio a lacatedral de Sigüenza a mediados deoctubre, y se había convertido ensegundo jefe de la compañía. A su ladoestaba el que detentaba el mando,Antonio Guerrero, y de no haber sidopor el bombardeo, su proximidad lehubiera molestado. Desde la muerte desu marido, Hippo, había tratado de nopensar ni actuar como una mujer; sentíaque los hombres no pensaban en ella nicomo varón ni como hembra, sino comouna especie de criatura híbrida.

Un día, Guerrero había descansadola mano en su hombro y la había miradocomo si de repente descubriera su

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femineidad, y aunque ella se apartóbruscamente, presintió que el otro habíaleído el consentimiento expresado en susojos. ¿Tenía derecho a escoger unamante entre aquellos hombres? No,concluyó. Los hombres pensaban queella era uno de los suyos y ledisculpaban su condición de mujer acausa únicamente de que Mika nointentaba explotar su sexo y se manteníaáspera y pura. Si hubieran llegado aconsiderarla una mujer más entre otras,nunca habrían obedecido sus órdenes.

Los proyectiles caían más cerca y seoyó una ensordecedora detonación en lamisma trinchera. Mika resultó

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milagrosamente ilesa, pero doscompañeros gemían de dolor,gravemente heridos. Cuando loscamilleros se acercaban corriendo,Guerrero, a quien la explosión habíadestrozado un pie, cogió la mano deMika y susurró:

—Lamento dejarte en este infierno.Ten cuidado, va a ser muy duro.Ocúpate de los hombres.Afortunadamente tienen confianza en ti.Haz que te respeten.

Mika quiso quitarle el calzado de supie mutilado, pero se puso nerviosa ydejó que otros lo hicieran. Con toda suexperiencia bélica, ni siquiera se atrevía

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a mirar a los heridos, aun cuando iba aconducir a sus hombres a la batalla yquizá a la muerte. Aunque le resultaraincreíble, ¡la salvación de la ciudadparecía depender ahora en parte de laaptitud para el mando de una jovencitaque se mareaba al ver sangre!

Durante una pausa en el bombardeo,Mika recorrió a gatas la trinchera paraanimar a los hombres y recomendarlesque no bebieran demasiado, pues yaestaban algo borrachos a causa delcoñac o el whisky. De repente vierondelante de ellos unas siluetas que semovían detrás de los árboles.

«¡Fuego!», ordenó Mika, y todos los

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fusiles crepitaron, al tiempo que loscartuchos de dinamita encendidos con lalumbre de los cigarros volaban hacia losárboles, que se desvanecían en enormesnubes negras.

Los proyectiles enemigos tambiéndaban en el blanco, y unos docecamaradas de Mika sucumbieron. Ellamisma estaba preguntándose si habría demorir aquel día cuando una granexplosión la enterró de pronto bajo unaespesa capa de tierra… ¿Qué estabanhaciendo sus soldados? No les oíadisparar… Si por lo menos pudieragritar… Pero tenía la boca llena detierra… Su cabeza daba vueltas… oyó

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voces.—No te preocupes de las piernas.

Levántale la cabeza… A lo mejor noestá muerta.

Semiinconsciente, Mika tragó unpoco de coñac y se recobró en seguida.No tenía nada roto. No hacía falta quefuera a retaguardia. Un poco temblorosatodavía, siguió al mando de sucompañía.

Al rato, tanques enemigos seaproximaron rugiendo hacia la trinchera.

—¡Usad dinamita! —ordenó Mika.Un velo de polvo ocultó a los

tanques y asimismo la suerte que habíacorrido la compañía —y acaso Madrid

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—, pero poco a poco se dibujaron denuevo los contornos de los oscuroscascos. Los tanques habían sidodetenidos. Entonces…

«¡Aviones!».Mika ordenó a los hombres que se

tendiesen de bruces en la trinchera ofuera de ella, corrió hasta unbosquecillo cercano y se arrojó al suelo.Parecía un lugar agradable para morir.Mientras los aviones trazaban círculossobre su cabeza y lanzaban su mortíferacarga, se tumbó bajo un árbol y aspiró elfresco olor de las hojas, y de pronto lafatiga de la interminable batalla lavenció y se quedó dormida.

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Una bomba que explotó a unoscincuenta metros la despertóbruscamente; luego todo permaneció ensilencio. Volvió a la trinchera y resistióal enemigo con sus hombres todo aqueldía. Lo mismo hicieron otras unidadesrepublicanas en distintas trincheras.

La embestida final de Franco habíafracasado y Madrid estaba a salvo.

Mika no festejó el acontecimiento.Habían muerto demasiados camaradasen nombre de una revolución que Stalinestaba aplastando rápidamente. Prontollegaría el turno del POUM, pero ellaseguiría combatiendo a los fascistashasta el final, fuese el que fuese el

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bando que la matase. Mejor sertraicionado que traicionar. Y si dejabade luchar y se convertía simplemente enuna mujer más, estaría traicionando aHippo y a todo lo que él representaba.

2.

Louis Delaprée decidió regresar a supatria. Su periódico, el Paris-Soir,partidario del bando rebelde, estabapublicando cantidad de artículos sobreel romance del rey Eduardo VIII y la

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señora Wally Simpson, pero sólohallaba espacio para la mitad de lascrónicas que él enviaba de España.Delaprée escribió un mordaz mensaje asu director:

«Creí que eras mi amigo y meahorrarías una inútil tarea. Durante tressemanas me he estado levantando a lascinco de la mañana para conseguirnoticias que saliesen en las primerasediciones. Me has hecho trabajar para elcesto de los papeles. Gracias. Voy acoger un avión el domingo, a menos quecomparta la suerte de Guy de Traversay[un reportero francés muerto encampaña], lo que no estaría mal,

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¿verdad?, porque así vosotros tambiéntendríais vuestro mártir. Entretanto no teenviaré nada más. No vale la pena. Lamatanza de cien niños españoles esmenos interesante que un suspiro deWally Simpson».

Con impermeable, pañuelo rojo ysombrero gris de fieltro, Delapréeembarcó en un avión especial de la AirFrance que el gobierno francés utilizabapara transportar suministros a suembajada. Apenas acababa de despegarcuando un caza lo ametralló, obligandoal piloto a efectuar un aterrizaje deemergencia. Alcanzado por las balas,Delaprée no sobrevivió a sus heridas.

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¿Quién disparó al avión comercial?El gobierno pretendió que había sido uncaza enemigo. No obstante, algunosaviadores republicanos admitieron queel culpable era uno de sus propioscazas, que había confundido al avióncon un bombardero rebelde, bien que lavisibilidad fuese excelente. Y segúnSefton Delmer, Delaprée le confesó ensu lecho de muerte que había vistomarcas republicanas en el aviónagresor:

—No entiendo por qué lo hicieron.Debe de haber sido alguna estúpidaequivocación.

¿Lo era realmente?, preguntaba

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mucha gente. Algunas personas, y entreellas Delmer, conjeturaron que laNKVD había ordenado el ataque porqueuno de los pasajeros, un representantede la Cruz Roja Internacional, llevabaencima documentos comprometedoressobre los paseos de Madrid.

Sea como fuese, las cartas de Rositahabían acertado de nuevo. «Veo unviaje… una gran ciudad, la muerte laronda… no debe abandonarla. ¡Desde elaire viene la muerte para su señoría!».

Hasta su irónico fin, Delaprée tuvofe en el destino: en el suyo y en el deMadrid. Mientras la ciudad seestremecía bajo las bombas, había

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escrito:«¿Quién podría no admirar a una

población sometida a tales peligros,amenazada por tales horrores, sin sabersiquiera si vendrá o no el indulto, y quesin embargo sigue sonriendo? Madrid nodispone de suficiente alimento. Laciudad quema las vigas de las casasdeshechas para calentarse…, peroMadrid resiste y siempre lo hará».

Aunque los madrileños que con tantoafecto ensalzaba habrían de resistirhasta el final de la guerra, Delaprée, aligual que ellos, no contaba con el cínicoplan de Stalin de manipular el espírituhumano para sus propios fines.

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EPÍLOGO

El generalísimo, después del fracaso desu asalto directo en noviembre de 1936,hizo varias tentativas de rodear Madridy rendir la ciudad por el hambre.

En primer lugar, en diciembre yenero, sus tropas torcieron hacia el oestede Madrid, rumbo al Guadarrama, conidea de aislar allí a los republicanos ycercar después la capital. Pero losdefensores resistieron.

Más tarde, en febrero, sus tropasavanzaron hacia el norte, a través del

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valle del Jarama, con el propósito decortar la carretera Madrid-Valencia.Hubo un terrible baño de sangre, perolos republicanos, auxiliados por elrecién llegado batallón americanoAbraham Lincoln, mantuvieron abiertala carretera.

Por último, en marzo, reforzados porsoldados de Mussolini, los rebeldesirrumpieron desde el norte haciaGuadalajara y sufrieron una derrotaignominiosa.

Los republicanos tomaron después lainiciativa y en julio trataron de abrirsecamino hacia el norte, a través delpueblo de Brunete, con intención de

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aislar a todas las fuerzas enemigassituadas al oeste de Madrid. Aunquecombatieron encarnizadamente, nolograron cumplir su objetivo. Sinembargo, el nuevo estancamientoconsolidó las líneas en torno a Madrid,que prácticamente no sufrieronmodificaciones hasta el final de laguerra.

Y el final llegaría al cabo de casitres años de amarga lucha en todaEspaña. La ayuda afluyó a las zonasrebeldes, pero no al campo republicano,cuya fuente de recursos se agotó poco apoco, hasta reducirse a un mínimo deenvíos en 1938, después de Munich. A

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fin de apaciguar a Hitler, Inglaterra yFrancia dejaron bien claro que noayudarían a Rusia en caso de un ataquenazi, lo que forzó a Stalin a granjearse laamistad de Alemania con mayor ahíncoque antes. Incluso accedió a retirar deEspaña a las Brigadas Internacionales.

Los comunistas españoles estabanatónitos, pues habían estado empleandola ayuda rusa como una palanca pararobustecer su poder. En mayo de 1937destruyeron a sus principalescompetidores obligando al gobierno deLargo Caballero a tomar enérgicasmedidas contra los anarquistas y lastropas del POUM que habían dominado

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Barcelona. Tras un salvaje combatecallejero, los comunistas se erigieron enla fuerza española política ymilitarmente suprema.

Luego obligaron a dimitir a LargoCaballero porque seguía ignorando elconsejo de Stalin, y convencieron aNegrín, ministro de Economía, de queaceptara el cargo de primer ministro,creyendo que podrían controlarle. Auncuando Negrín desconfiaba de ellos, lesconcedió una libertad casi absoluta,pues eran «eficientes» y capaces deobtener ayuda de Rusia, aunque fuesemínima. La NKVD llegó a crear suspropias cárceles y cámaras de tortura

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que saturaron de anarquistas, trotskistasy demás presuntos enemigos que raravez salieron de ellas vivos.

A Stalin, sin embargo, no leinteresaba ayudar a sus títeres españolesa lograr la victoria militar o a conquistarel poder político. España había sidopara él un oportuno terreno de batalladonde agotar las energías de Hitler y uncómodo matadero dondedesembarazarse de sus rivalesizquierdistas, pero había llegado elmomento de dejar que Franco ganara yde este modo allanar el camino a unpacto entre nazis y soviéticos.

A fines de 1937, los rebeldes se

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habían apoderado del norte de España;en la primavera del 38 se adueñaron deAragón y a principios del 39 deCataluña. Los republicanos sólocontrolaban por entonces un reducidorectángulo que comprendía Madrid,Valencia, Cartagena y Almería. Aunqueel respaldo material soviético había idodisminuyendo hasta casi acabarse porcompleto, los comunistas españoles,apoyados por Negrín, se negaron aconsiderar la rendición. El primerministro confiaba en que la SegundaGuerra Mundial estallaría al cabo deunos meses, y entonces Francia eInglaterra ayudarían a los republicanos a

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derrotar a los aliados españoles deHitler.

Otros dirigentes republicanos,encabezados por el coronel SegismundoCasado como jefe militar clave,conspiraron para destituir a Negrín yfirmar la paz con Franco, pensando quelos rebeldes nunca negociarían con ungobierno dominado por los comunistas.Casado ofreció la rendición a cambio deque el generalísimo prometiese no tomarrepresalias sobre los vencidos.

El coronel se rebeló contra Negrín aprincipios de marzo de 1939 y convocóuna reunión clandestina de socialistas,anarquistas y republicanos con vistas a

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captar su apoyo. Crearon un Consejo deDefensa Nacional para reemplazar algobierno de Negrín; pronto se adhirieronal consejo destacados oficiales nocomunistas, entre ellos el general Miajay Cipriano Mera, que a la sazón era yacomandante de cuerpo. Mera declarópor la radio:

«A partir de este momento,compatriotas, España tiene un gobiernounido y una misión: la paz».

Pero perdida la guerra, Mera teníaasimismo otra misión: aplastar a loscomunistas, que anteriormente habíanarrasado a los anarquistas. Impediríaque sus enemigos instaurasen una

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dictadura del proletariado antes deacabar la guerra. Y debilitaría al partidotan seriamente que nunca volvería atener la fuerza necesaria para competircon el anarquismo, que —él no perdía laesperanza— renacería un día conpujanza en España.

Mera aprovechó el momento en quelas fuerzas comunistas se dirigían haciaMadrid con ánimo de barrer a lospartidarios de Casado. Las tropasanarquistas acudieron en auxilio de éstey, tras varios días de lucha, expulsaronde la capital a los comunistas. Mera sehabía vengado. Sus antañoindisciplinados anarquistas habían,

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paradójicamente, derrotado a loscomunistas extraordinariamentedisciplinados que les habían tratado contanto desprecio. Pero las tropas de Merano gobernaron mucho tiempo Madrid.Tuvieron que ceder la ciudad a losrebeldes el 28 de marzo, huyendo sinhaber tenido siquiera la satisfacción deobtener de Franco una promesa formalde clemencia.

Hacia las 9.30 de la mañana delcitado día, un coronel republicano quepermaneció en Madrid arrió la banderarepublicana en el Ministerio deHacienda e izó la rebelde. Luego fue encoche al medio destruido Hospital

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Clínico, en la Ciudad Universitaria,donde a la 1 de la tarde entregóformalmente la capital a un jefe rebelde.Mientras tanto, las tropas de Francoentraron en la ciudad por los puentesque los defensores les habían impedidocruzar hasta aquella fecha.

Una muchedumbre de civiles,muchos de ellos pálidos a causa de losaños que habían vivido escondidos enembajadas y casas cerradas, recibierona los conquistadores con vítores,lágrimas y saludos fascistas. Y llegabala hora de que la gran mayoría demadrileños, que durante tres años habíanafrontado incólumes las bombas,

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proyectiles, los incendios y el hambre,se refugiase contra la enfurecidatormenta de venganzas. En los años quesiguieron, muchos millares pereceríanante el pelotón de ejecución o en loscampos de concentración, víctimas depalizas, enfermedades e inanición.

La mayor parte de los principalesdirigentes políticos y militaresrepublicanos logró abandonar España atiempo. En febrero de 1939, elpresidente Azaña y el ex primer ministroMartínez Barrio huyeron a Francia encoche, sufriendo una humillación finalcuando el vehículo se averió y tuvieronque cruzar la frontera a pie. Una vez en

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París, Azaña dimitió y fue sustituido porMartínez Barrio, que ejerció lasfunciones de presidente en el exiliohasta su muerte en 1962. Azaña murió en1940, con el corazón y el ánimodestrozados.

El antiguo primer ministro LargoCaballero, que había llegado antes aParís, pasó la Segunda Guerra Mundialen un campo de concentración alemán ymurió en París en 1946, igualmentedeshecho. Indalecio Prieto murió enMéxico en 1962, Negrín en París en1956. Entre los generales republicanos,Miaja murió en México y Rojo(ascendido a general en el curso de la

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guerra) regresó a Madrid después demás de veinte años de exilio en Bolivia.El hijo de Rojo, Ángel, recibióinstrucción en el ejército boliviano,confiando en retornar a España con unejército de guerrillas victorioso al finalde la Guerra Mundial. Pero Francoretuvo todo su poder y el ataque nuncase llevó a cabo.

El general Asensio, por su derrotaen Málaga a principios de 1937, fueacusado de traición por los comunistas,quienes, si bien no pudieron demostrarsu culpabilidad, le ordenaron que seexiliara en la embajada española deWashington, donde ocupó el puesto de

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agregado militar. Murió hace unos añosen Estados Unidos.

El capitán Orad de la Torre fuecondenado a muerte por un tribunalfranquista al término de la guerra, perole salvó la vida el abogado Juan ManuelFanjul, el hijo más joven del general,que había escapado del cuartel de laMontaña; y ello a pesar del papeldecisivo que desempeñó el capitán Oraden la derrota de dicho baluarte. Fuepuesto en libertad tras varios años decárcel y hoy vive, retirado, en Madrid,en tanto que Fanjul, que hace muchotiempo abandonó la Falange, llegó aFiscal general del Reino en el gobierno

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democrático del presidente Suárez.André Malraux escribió una novela

magistral basada en sus experiencias enla guerra de España, titulada L’espoir, ytras formar parte de las fuerzas de laFrancia Libre del general De Gaulle enla Segunda Guerra Mundial, fue ministrode De Gaulle y se convirtió en uno desus más importantes consejeros. Murióen 1977.

A los oficiales rebeldessupervivientes les fue muy bien, desdeluego. El generalísimo Franco seconvirtió en dictador con el título oficialde «Jefe de Estado», y generales tandestacados como Varela y Yagüe fueron

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nombrados ministros de su gabinete. Elgeneral Mola, sin embargo, murió en unmisterioso accidente aéreo en junio de1937, y su fallecimiento privó al paísdel único hombre que podía haberdisputado a Franco la supremacíaposbélica. Gente muy próxima a Molareveló claramente al autor su creenciade que la muerte del general no habíasido un accidente, sugiriendo que supiloto había sido envenenado.

El primo de José Antonio, José LuisSáenz de Heredia, tras escapar de lazona republicana a comienzos de laguerra, se pasó al bando rebelde yparticipó en numerosas batallas contra

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la República. Después de la guerrareanudó su profesión de director decine, volviendo a contratar a susantiguos empleados izquierdistas. FelipeGómez Acebo, el falangista que estuvovarias veces al borde de la muerte, seconvirtió en uno de los más importantesabogados españoles. El padre Florindode Miguel sobrevivió a la guerra, si bienestuvo preso un tiempo, y al llegar lapaz prosiguió sus actividades clericales.

Poco después de que ChristopherLance sacara subrepticiamente deEspaña al hijo del jefe de estado mayorde Franco, fue capturado por la policíade seguridad republicana. La NKVD le

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interrogó brutalmente y le envió decárcel en cárcel. Aunque al principio sevio abandonado por su Embajada,funcionarios ingleses acudieronfinalmente en su ayuda y fue liberadohacia el final de la guerra, saliendo deprisión famélico, medio muerto yconvencido de que le sacaban parafusilarle. Regresó a Inglaterra perovolvió a España en 1961; Franco, que enuna ocasión había sospechado que eraun espía enemigo, le recibió como a unhéroe.

Arturo e Usa Barea, a quienes lasamenazas comunistas obligaron aabandonar España, vivieron orgullosa,

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pero amargamente en París hasta finalesde la guerra, ganando lo que podíancomo colaboradores de publicacioneseuropeas. Luego se trasladaron aInglaterra, donde Barea conquistómodesta fama escribiendo libros sobresu vida, la guerra civil y la culturaespañola, que fueron traducidos alinglés por Usa. Arturo murió hace unosaños. Keith Scott Watson volvió aEspaña durante la guerra para reanudarsu labor de periodista, aunque ya nopara el Daily Express. No logróaveriguar lo que fue de Elvira.

Cipriano Mera se marchó a Franciajusto antes de que Franco entrase en

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Madrid. Durante la Guerra Mundial, lasautoridades de Vichy concedieron suextradición a las españolas. Fue juzgadoy condenado a muerte, aunque leconmutaron la pena en atención a losesfuerzos que había realizado paraacabar la guerra civil. Al final consiguióescapar de nuevo a Francia, y hasta sumuerte vivió en París trabajando en suantiguo oficio —albañil— sin que lehubiese afectado su encumbramiento auno de los más altos liderazgos bélicosy todavía persuadido de que su sueño deuna completa liberación del hombre severía un día cumplido.

El capitán Palacios, de tendencia

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anarquista, antiguo jefe de Mera, a quienenseñó que incluso los anarquistasdebían hacer concesiones a la realidad,se salvó de la muerte por intercesión desu hermano, destacado monárquico. JackMax (seudónimo de un combatienteanarquista) sobrevivió a la guerra yregresó a su natal Barcelona, dondeactualmente trabaja en una fábrica textil.Mika Etchebéhére continuó dirigiendosu grupo del POUM hasta que éste fuevirtualmente exterminado en una batallasuicida que ella se había mostradoreacia a librar. Aunque su unidad sehallaba bajo el mando de Mera, Mikasospechaba que los estalinistas

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designados para ocupar los cargosmilitares supremos habían enviado a sushombres directamente a la muerte.Finalmente Mika regresó a París, dondetodavía vive entre los recuerdos de sumarido muerto, Hippo, y de unarevolución perdida.

La mayoría de los dirigentescomunistas abandonó España en elúltimo minuto, algunos de ellossintiéndose doblemente traicionados:por Stalin y por Casado. DoloresIbárruri, José Díaz, Enrique CastroDelgado, Jesús Hernández y elCampesino se exiliaron en la UniónSoviética. Los tres últimos, ya

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conmocionados por la suspensión deayuda rusa a los republicanos, llegaron adesilusionarse por completo de Stalin yabandonaron Rusia como anticomunistasamargados. A la larga Castro retornó aEspaña y, aunque manteniéndose alejadodel gobierno franquista, se dedicó aredactar furibundas diatribas contra susantiguos dioses y camaradas hasta sumuerte, acaecida hace algunos años.Díaz cayó misteriosamente por unaventana en 1942, durante su estancia enRusia. La Pasionaria, convertida enpresidente del Partido Comunistaespañol, fue el único miembro directivoque residió permanentemente en Rusia

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hasta 1977, año en que regresó a Españay conquistó un escaño de diputado en elnuevo parlamento democrático. En elcurso de la Segunda Guerra Mundial,uno de sus hijos murió combatiendo enStalingrado.

Santiago Carrillo llegó a convertirseen secretario general del PartidoComunista. Hoy día legal, su partido haabandonado oficialmente el leninismo yse proclama eurocomunista eindependiente de Moscú. IgnacioHidalgo de Cisneros y su mujerConstancia al parecer también quedarondesencantados del tipo de comunismosoviético. Cisneros murió en Rumanía, y

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Constancia, de la que se había separadounos años después de la guerra, perecióen un accidente de automóvil enSudamérica. Había estado viviendo enMéxico. Ramón Sender huyó de Españaa comienzos de la guerra con ayuda desu amigo Enrique Castro Delgado, trashaber sido amenazado por los jefescomunistas que, según parece debido aun malentendido, pretendían que habíadesertado del frente. Se convirtió en unode los escritores españoles másnotables.

Los consejeros comunistas rusos yextranjeros padecieron la suerte máscruel de todos los que se vieron

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obligados a abandonar España. Elgeneral Kléber fue ejecutado al volver aMoscú durante la guerra y tras habersido degradado a mandos más modestos.El general Goriev, Mikhail Koltsov,Arthur Stashevsky, Marcel Rosenberg eincluso el íntimo amigo de Stalin, elgeneral Kulik, fueron asimismoasesinados al volver a su patria. (Kuliken el transcurso de la Segunda GuerraMundial). Uno de los que burlaron aStalin fue Alexander Orlov, de laNKVD, que huyó a los Estados Unidos ytrabajó para los servicios secretosnorteamericanos.

Todos estos hombres sabían

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demasiado sobre la calculada traiciónde Stalin a los republicanos, siendo asíque algunos, y en especial Goriev yKoltsov, llegaron a abrazaremocionalmente la causa de laRepública. Nikita Khrushchev, en sufamoso discurso de 1956, en quedenunció los crímenes de Stalin,«rehabilitó» postumamente a amboshombres como buenos comunistas.

Más que las palabras, sin embargo,son los sucesos que Madrid vivió en1936 los que darán, con brutalelocuencia, imperecedero testimonio deuno de los mayores crímenes deldictador soviético.

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FUENTES

Se mencionan abajo las más importantespublicaciones consultadas y laspersonas entrevistadas para laconfección de cada capítulo de estelibro. Las fuentes de todos los diálogosvan entre paréntesis. La bibliografía o lasección de «Agradecimiento»proporcionan detalles adicionales. Labibliografía asimismo especifica elmaterial documental utilizado. Puestoque los más importantes episodiosgenerales fueron constantemente

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consultados, se indican como sigue y noserán mencionados en las notas porcapítulos:

Life and Death of the SpanishRepublic, de Henry W. Buckley; Laguerra de los mil días, de GuillermoCabanellas (2 vol.); Historia de laguerra civil española, de Ricardo de laCierva; The Struggle for Madrid, deRobert Colodny; Historia de la cruzadaespañola (35 vol.); Mil días de fuego,de José María Gárate; The Battle forMadrid, de George Hills; La Repúblicaespañola y la guerra civil, 1931-1939,de Gabriel Jackson; La batalla deMadrid, de Gregorio López Muñiz; Una

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historia moderna de España, deSalvador de Madariaga; La lucha entorno a Madrid y La marcha sobreMadrid, de José Manuel MartínezBande; Así fue la defensa de Madrid, deVicente Rojo; Historia del ejércitopopular de la República (4 vol.), deRamón Salas Larrazábal; La guerracivil española, de Hugh Thomas;Guerra y vicisitudes de los españoles,de Julián Zugazagoitia.

PRIMERA PARTE

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Capítulo I LA CONSPIRACIÓN

LIBROS: José Calvo Sotelo, deFelipe Acedo Colunga; La forja de unrebelde, de Arturo Barea (diálogorelativo a Barea); Preparación ydesarrollo del alzamiento nacional, deFelipe Bertrán Güell; Historia de laFalange española de las JONS, deFrancisco Bravo; La Unión MilitarEspañola, de Antonio Cacho Zabalza;Hombres made in Moscú, de EnriqueCastro Delgado (diálogo relativo aCastro); El general Fanjul y Madrid,

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julio 1936, de Maximiniano GarcíaVe ne r o ; No pasarán, de DoloresIbárruri; El general Mola, de JoséMaría Iribarren; Calvo Sotelo, una vidafecunda, de Aurelio Joaniquet;Memorias de la conspiración, deAntonio Lizarra; Mola, ¡aquel hombre!,de Félix B. Maíz (diálogo relativo aFanjul); Iberia, de James A. Michener;El pensamiento político de CalvoSotelo, de E. Vegas Latapié; GeneralMola, el conspirador, de Jorge Vigón;Zugazagoitia (diálogo relativo aPrieto).

REVISTAS: Historia 16, mayo de1977, «La reforma militar de Azaña», de

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G. Kemperfeldt; Historia y vida,diciembre de 1975, «Del alzamiento a laguerra civil; verano de 1936: lacorrespondencia Franco-Mola», de J.M. Martínez Bande; LivingAge, octubrede 1936, «Un retrato de La Pasionaria».

ENTREVISTAS: José Calvo Sotelo(diálogo relativo a su padre), PacoCastillo, Irene Falcón, Juan ManuelFanjul, Elena Medina (diálogo relativo aMedina), Emilio Mola, ConsueloMorales Castillo (diálogo relativo aMorales Castillo).

Capítulo II EL ESTALLIDO

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LIBROS: Yo fui ministro de Negrín ,de Mariano Anso (diálogo relativo aAnso y Azaña); Barea (diálogo relativoa Barea); El cuartel de la Montaña, deJosé María Caballero Audaz; CastroDelgado (diálogo relativo a Castro);Hombres que decidieron , de JoséConceiro Tovar; Franco, de BrianCrozier; Ma guerre d’Espagne á moi,de Mika Etchebéhére (diálogo relativo aEtchebéhére); Madrid, de César Falcón(diálogo relativo al conductor detranvía) ; Defensa de Madrid, deAntonio López Fernández (diálogorelativo a Miaja); Falange en la guerrade España, de García Venero (diálogo

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relativo a Fanjul; de El general Fanjul yMadrid, julio 1936); Asalto y defensaheroica del Cuartel de la Montaña, deManuel Gómez Domingo; La muerte dela esperanza, de Eduardo de Guzmán;Memorias, de Ignacio Hidalgo deCisneros; Franco, de George Hills; Vuen Espagne, de Marguerite Jouve;Cipriano Mera, de Juan Llarch; Franco,soldat et chef d’état, de Claude Martin;I helped to build an army, de JoséMartín Blasquez; Guerra, exilio ycárcel de un anarcosindicalista , deCipriano Mera; In place of splendor, deConstancia de la Mora (diálogo relativoa De la Mora); The Spanish pimpernel,

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de Cecil Phillips (diálogo relativo aLance); Tres días de julio , de LuisRomero (diálogo relativo a Balboa,Carratelá, Carmona); The tragedy ofManuel Azaña and the fate of theSpanish Republic, de Frank Sedwick; Elgeneral Miaja, de Lázaro Somoza Silva;La verdadera historia del Valle de losCaídos, de Daniel Sueiro.

REVISTAS: Christian Century, 16de diciembre de 1936, «Spain’ssyndicalists»; Commonweal, 5 de juniode 1936, «President Azaña» de O. B.McGuire; Literary Digest, 30 de mayode 1936, «Azaña»; New Republic, 14 deoctubre de 1936, «Compañero Sogasia

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burns a church»; Newsweek, 16 de mayode 1936, «Azaña President»; Time, 7 deseptiembre de 1936, «Anarchism».

ENTREVISTAS: Antonio Beltrán,Fanjul (diálogo relativo a la familiaFanjul); Paulino García Puente (diálogorelativo a García Puente), Felipe GómezAcebo, Eusebio Muñoz, Urbano Orad dela Torre (diálogo relativo a Orad de laTorre); Miguel Palacios (diálogorelativo a Palacios), Luis de RiveraZapata, José Luis Sáenz de Heredia(diálogo relativo a Sáenz), AlejandroSánchez Cabesuda (diálogo relativo aSánchez).

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Capítulo III EL ESTANCAMIENTO

LIBROS: Etchebéhére (diálogorelativo, a los Etchebéhére); La fielinfantería, de R. García Serrano; ElCampesino, de Valentín González; ElCampesino, de Marcelino Heredia;Ibárruri (diálogo relativo a Ibárruri);Nuestra guerra, de Enrique Líster; Mera(diálogo relativo a Mera); Repórter inSpain, de Frank Pitcairn; Counter–attack in Spain, de Ramón Sender(diálogo relativo a Sender).

ENTREVISTAS: Juan José GallegoPérez, Antonio Gómez (diálogo relativoa Gómez).

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Capítulo IV LA NO INTERVENCIÓN

LIBROS: The Grand Camouflage,de Burnett Bolloten; The triumphoftreason, de Pierre Cot; PalmiroTogliatti, de Marcella y MauricioFerrara; Togliatti en España , de ElascoGrandi; ha grande trahison, de JesúsHernández (diálogo relativo aHernández); Iribarren; I was Stalin’sagent, de Walter Krivitsky; Lestalinisme en Espagne, de KatiaLandau; Maíz; Communist interventionin the Spanish toar, de José ManuelMartínez Bande; El comunismo en

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España, de Enrique Natorras.REVISTAS: Contemporary, febrero

de 1937, «Comedy of non–intervention»,de G. Glasgow; New Republic, 14 deoctubre de 1936, «Fascist aid to rebels».

SEGUNDA PARTE

Capítulo V EL TERROR

LIBROS: Fusilado en las tapias delcementerio, Y Madrid dejó de reír y Laquinta columna, de Santos AlcocerBadenas; Los presos de Madrid, deGuillermo Arsenio de Isaga; Tribunales

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rojos, de Gabriel Aviles; Obrascompletas, vol. 4, de Manuel Azaña;Memoirs of a Spanish Nationalist, deAntonio Bahamonde y Sánchez deCastro; Barea (diálogo relativo aBarea); Les grands cimetiéres sous lalune, de Georges Bernanos; Chekas deMadrid, de Tomás Borras y Bermejo;Madridpendant la guerre civile, deFederico Bravo Morata; The martyrdomof Madrid, de Louis Delaprée; Asíempezó, de José Ignacio Escobar; Laagonía de Madrid y Madrid bajo el«terror», de Adelardo Fernández Arias;Red terror in Madrid, de Luis deFonteriz; Madrid, de corte a cheka, de

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Agustín de Foxá; Madrid, corazón quese desangra, de Gregorio Gallego(diálogo relativo a Gallego, Muñoz);Estampas trágicas de Madrid, de JuanGómez Málaga (diálogo relativo aIbárruri); La iglesia contra la repúblicaespañola, de Josep María Llorens; Uncura en zona roja, de Florindo deMiguel (diálogo relativo a De Miguel);Miquelarena; De la Mora (diálogorelativo a De la Mora); Drapeau deFranee, de Miguel Pérez Ferrero;Phillips (diálogo relativo a Lance); Elpreso 831; De la cheka de Atadell a laprisión de Alacuas, de Rosario Queipode Llano; Red domination in Spain;

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Dancer in Madrid, de Janet Riesenfeld(diálogo relativo a Riesenfeld); Madridbajo las hordas rojas , de FernandoSanabria; Memorias, de Ramón SerranoSuñer; La quinta columna española, deManuel Uríbarri; Todos fuimosculpables, de Juan Simeón Vidarte;Zugazagoitia (diálogo relativo a las dosúltimas matanzas en la Prisión Modelo).

REVISTAS: Christian Century, 2de septiembre, «Arrogance in the ñameof Christ», de R. Niebuhr; CurrentHistory, diciembre de 1936, «Howmany slain? Anticlerical atrocities»;Foreign Affairs, octubre de 1942,«Prelude to war», de J. T. Whitaker

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(diálogo relativo a Whitaker); Journalof contemporary History, volumen LV,núm. 2, 1969, «Bridegroms of death»;The nation, 9 de enero de 1937,«Spain’s Red Foreig Legión», de L.Fischer.

ENTREVISTAS: Acebo, LuisaMaría de Aramburu (diálogo relativo asu hermana Josefina tal como se lo contóel asesino de ésta antes de su propiaejecución después de la guerra),Gregorio Gallego, Medina, Sáenz,Ramón Serrano Suñer.

Capítulo VI LA DESESPERACIÓN

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L I B R O S : Canaris, de KarlAbshagen; Freedom’s battle , de julioAlvarez del Vayo; Por qué fuisecretario de Durruti, de mosén JesúsArnal; Barea (diálogo relativo a Barea);The International Brigades, de VincentBrome; Las brigadas internacionalesde la guerra de España, de AndrewCastells; Castro (diálogo relativo aCastro); Conceiro Tovar; Crozier;Delaprée (diálogo relativo a él mismo);Les Brigadas Internationales, deJacques Delperrie de Bayac; The siegeofthe Alcázar, de Cecil D. Eby; La nuittombe, de Ilya Ehrenburg; Etchebéhére(diálogo relativo al mismo); Men

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andPolitics, de Louis Fischer; BrigadasInternacionales en España, de AdolfoLizón Gadea; La Legión Cóndor, deRamón Garriga; González (diálogorelativo a El Campesino); Nothing butdanger, de Frank Hanighen (ed.)(diálogo relativo a Weaver); Heredia;Hernández (diálogo relativo aHernández); Hidalgo de Cisneros; Hills(Franco); Mis cuadernos de guerra, deAlfredo Kindelán (diálogo relativo aKindelán, Franco); Diario de la guerrade España, de Mikhail Koltsov;Krivitsky (diálogo relativo al agente dea r ma s ) ; André Malraux, de JeanLacouture; Landau; Mis recuerdos , de

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Francisco Largo Caballero; Le brigateintemazionale in Spagna, de LuigiLongo; Brigadas Internacionales, deMartínez Bande; Volontairesd’Espagne, de André Marty; The epic ofthe Alcázar, de Geoffrey McNeill-Moss;Miguel (diálogo relativo a Miguel);Durruti: le peuple en armes, de AbelPaz; Phillips (diálogo relativo a Lance);Riesenfeld (diálogo relativo a lami s ma ) ; Buenaventura Durruti, deRicardo Sanz; Sender (diálogo relativoa Sender); Franco: a biography, de W.D. Trythall; Single to Spaín, de KeithScott Watson (diálogo relativo aWatson); Vidarte; Zugazagoitia (diálogo

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relativo a las dos últimas matanzas en laPrisión Modelo).

REVISTAS: American Mercury,febrero de 1937, «Russia’s Prívate Warin Spain», de L. Dennis; Collier’s, 29 demayo de 1937; «This is war», de A.Malraux; Historia 16, marzo de 1977,«El mito, del oro en la guerra civil: eloro de Francia y el oro de Moscú», deA. Viñas; Historia y Vida , marzo de1977, «André Malraux, un hijo delsiglo», de R. Abella; Living age, abrilde 1937, «Soviet agents»; The nation,31 de octubre de 1936, «Will Moscowsave Madrid?», de L. Fischer; NewRepublic, 13 de enero de 1937,

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«Shipping arms to Spain»; Reader’sDigest, noviembre de 1966, «HowStalin relieved Spain of 600 000 000 $»,de Alexander Orlov (diálogo relativo aOrlov); Review ofreviews, febrero de1937, «Meet General Kléber», de R.Shaw; The Slavonic and East Europeanreview, junio de 1960, «Soviet aid to theRepublic», de D. C. Watt.

ENTREVISTAS: María LuisaAsensio Torrado, G. Gallego, EnriqueLíster, Mola, Sáenz, Régulo MartínezSánchez, Serrano Suñer, Luis ValeroBermejo.

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Capítulo VII EL PÁNICO

LIBROS: Barea (diálogo relativo aBarea); Yagüe, un corazón al rojo , deJuan José Calleja; Castro (diálogorelativo a Castro); Defence of Madrid,de Geoffrey Cox; Trail sinister, deSefton Delmer; Fernández Arias (Laagonía de Madrid); Fischer (diálogorelativo a Fischer); Fonteriz; Gallego; Elgeneral Várela, de Inés García de laEscalera; Hidalgo de Cisneros; Hilis(franco); General Várela, de FranciscoJavier Marinas; Jouve; Correspondent

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in Spain, de Edward H. Knoblaugh;Koltsov; Largo Caballero; LópezFernández (diálogo relativo a Miaja);De la Mora (diálogo relativo a De laMora); Paz; Un soldado en la historia,de José María Pemán; Red dominationin Spain; Riesenfeld (diálogo relativo ala misma); Somoza Silva; Vidarte.

Entrevistas: Acebo, padre JoséCaballero, Sifre Carbonel, SantiagoCarrillo, G. Gallego, Eduardo deGuzmán, Carlos Iniesta Cano, Lorenzoíñigo, Mola, Sannuda Palazuelos, ÁngelRojo, Fernando Valera.

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TERCERA PARTE

Capítulo VIII LA RESISTENCIA

LIBROS: Bajo la bandera de laEspaña republicana; Brome; Castells;Conceiro Tovar; Castro (diálogorelativo al mismo); Cox; Delperrie deBa ya c ; L’épopée de l’Espagne; C.Falcón (diálogo durante el ataquerebelde a Carabanchel); Gadea; Calleja;García de la Escalera; García Venero(Historia de las Internacionales enEspaña;) Ibárruri; Madrid es nuestro,

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de Jesús Izcaray; Javier Marinas;Koltsov (diálogo relativo a Koltsov);Longo; López Fernández (diálogorelativo a Miaja); Soy del QuintoRegimiento, de Juan Modesto; Pemán;Volunteer in Spain , de JohnSommerfíeld; Somoza Silva.

R E VI S TA S : Foreign Affairs,«Prelude to war», de J. T. Whitaker(diálogo relativo a Whitaker); LiteraryDigest, 5 de diciembre, «Hero ofMadrid: Kléber»; Nueva Historia, juniode 1977, «Santiago Carrillo y larepresión republicana en Madrid,1936», de R. Salas Larrazábal.

ENTREVISTAS: Carrillo, I. Falcón,

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García Puente, Iniesta Cano, Palacios,A. Rojo.

Capítulo IX EL AVANCE

LIBROS: Barea (diálogo relativo aBarea; Becarud; Brome; Calleja(diálogo relativo a Yagüe); Castells;Cox (diálogo en la Telefónica durante elbombardeo); Delaprée (diálogo relativoal episodio del limpiabotas); Delmer(diálogo relativo a Delmer); Delperriede Bayac; L’épopée de l’Espagne;Gadea; García Venero (Historia de lasInternacionales en España); TheInternationales Brigades, Spain, 1936-

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1939; Izcaray; Koltsov (diálogo relativoal mismo); Longo; López Fernández(diálogo relativo a Miaja); MartínezB a n d e (Brigadas Internacionales);Marty; Memorias de un revolucionario,de Jack Max (diálogo relativo a Max);Mera (diálogo relativo a Mera); Laguerra civil en España, de RobertPayne (ed.) (diálogo relativo a JoséAntonio); Penchientati; Riesenfeld(diálogo relativo a la misma); Losprocesos de José Antonio, de Agustín deRío Cisneros; Boadilla, de EsmondRomilly; Somoza Silva; Die XI Brigade,de Gustav Szinda; Der SpanischesKrieg, de Arnold Vieth von Golssenau

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(Ludwig Henn) (diálogo relativo aHenn); Von Stackleberg.

REVISTAS: Historia 16, novimbrede 1976, «Objetivo: Museo del Prado»,dej. Lino Vaamondé; Historia y Vida ,1974 (extra). «La defensa de Madrid:Durruti y las Brigadas Internacionales»,de J. M. Martínez Bande; Posible, 22 dejulio de 1976, «Cómo asesinaron aDurruti», de Costa Muste; Time, 1 defebrero de 1937, «Treasures protected».

ENTREVISTAS: Carbonel (diálogorelativo a Carbonel); Carrillo, IniestaCano, Muñoz (diálogo relativo aMuñoz); Palacios.

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Capítulo X LA TRAICIÓN

LIBROS: Araquistain; Barea(diálogo relativo a Barea); Bolloten;Delmer; Hernández (diálogo relativo aHernández); Krivitsky (diálogo relativoal mismo); Pérez Ferrero (diálogorelativo al episodio del diplomáticomexicano); Phillips (diálogo relativo aLance); Riesenfeld (diálogo relativo a lamisma); Watson (diálogo relativo almismo).

Capítulo XI LA SALVACIÓN

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LIBROS: Barea; Castro (diálogorelativo a Castro); Delaprée; Delmei(diálogo relativo a Delaprée);Etchebéhére (diálogo relativo aEtchebéhére); Izcaray; Koltsov; Mera(diálogo relativo a Mera).

Entrevistas: Palacios, A. Rojo.

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BIBLIOGRAFÍA

LIBROS:

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Madrid»); 9 noviembre 1936 («A Matterof Hours»); 16 noviembre 1936 («Flightfrom Madrid»); 23 noviembre 1936(«Red Stand»); 30 noviembre 1936(«125 Days»); 1 febrero 1937(«TreasuresProtected»).

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PERIÓDICOS DE ESTADOSUNIDOS:

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New York Times.

REVISTAS ESPAÑOLAS:

La Historia se confiesa, 1 julio1976 («El Frente Popular», R. de LaCierva); 15 julio 1976 («La gran conjuracontra el Frente Popular», R. de laCierva).

Historia 16, noviembre 1976(«Objetivo: Museo de El Prado», J.Lino Vaamonde); marzo 1977 («El mitodel oro en la guerra civil: El oro deFrancia y el oro de Moscú», ÁngelViñas); mayo 1977 («La reforma militar

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de Azaña», G. Kemperfeldt).Historia y Vida , diciembre 1968

(«La leyenda negra de la repúblicaespañola», R. de la Cierva); 1974(extra) («La batalla de Madrid: Cuandose intentó ocupar la capital», «Ladefensa de Madrid: Durruti y lasbrigadas internacionales», J. M.Martínez Bande; «Documentos: Unadecisión del Generalísimo»,«Testimonios: El gobierno se traslada aValencia», V. Rojo; diciembre 1975(«Del alzamiento a la guerra civil.Verano de 1936: la correspondenciaFranco-Mola», J. M. Martínez Bande);marzo 1977 («André Malraux, un hijo

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del siglo», R. Abella, «España 1936-1939. Cómo se pierde una guerra», L.Romero: «Origen del “No pasarán”», N.Lujan; «Oro español en Moscú», J. M.Gómez Ortiz).

Nueva Historia, junio 1977(«Santiago Carrillo y la represiónrepublicana en Madrid, 1936», R. SalasLarrazábal).

Posible, 22 junio 1976 («Cómoasesinaron a Durruti», P. Costa Muste).

PERIÓDICOS Y REVISTASESPAÑOLES PUBLICADOSDURANTE LA GUERRA CIVIL:

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ABC, ¡Al Frente!, LaAmetralladora, Blanco y Negro,¡Campo Libre!, Cisneros, Claridad,Comisario, Cultura Proletaria,Ejército, Estampa, Fotos, FrenteLibertario, Milicia Popular, MundoGráfico, Mundo Obrero, El Socialista.

DOCUMENTOS:

Documentos diplomáticos franceses1932-1939 (París).

Documentos sobre política exteriorde Alemania Federal 1918-1945(Bonn).

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Documentos secretos del Ministeriode Asuntos Exteriores de Alemania(Moscú).

Documentos oficiales —operaciones militares— Fuerzasnacionales y republicanas (Madrid).

ARCHIVOS Y BIBLIOTECAS:

Francia. Bibliotheque du Ministéredes Armées, París.

Gran Bretaña. Public RecordsOffice, Londres.

Italia. Archivio Céntrale della Stato,Roma.

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España. Biblioteca del Gabinete deDocumentación y EstudiosContemporáneos, Biblioteca CentralMilitar, Biblioteca del Ministerio deCultura, Biblioteca Nacional,Hemeroteca Municipal, ServicioHistórico Militar, Madrid.

Estados Unidos. BrandéisUniversity Special Collections Library,Waltham, Mass; Columbia UniversityLibrary, New York Public Library,Nueva York; Library of Congress,Washington, D.C.; National RecordsCenter, National Archives, Washington,D.C., and Suitland, Md.

R. Federal Alemana. Bibliothek für

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Zeitgeschichte, Stuttgart; Archivos delMinisterio de Asuntos Exteriores, Bonn;Instituí für Zeitgeschichte, Munich;Militargeschichtliches Forschungsamt,Friburgo.