El amigo de mi padre / Carlos Ríos

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Relato publicado en la revista Crítica Nº 149, junio-julio 2012, Puebla, México.

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El amigo de mi padre

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Con mi prima íbamos de paseo por las tardes a la playa, corríamos las gavio-tas y nos revolcábamos en los médanos, la arena se nos pegaba en todo elcuerpo. Era como estar dentro de una película. Un día le pasé la mano porla espalda con intenciones de limpiársela. Me duele, dijo, y yo paré, pero ellapidió que siguiera. Seguí, dijo. Sí, dije, pero en vez de seguir fui a buscar unpoco de agua y se la tiré en la espalda. Ella se enojó, igual le pasé la manoy la espalda quedó limpia, más blanca y lisa que una tabla de lavar. Algunasveces le ponía caracoles, le hacía caminos o letras con piedritas. Así pasába -mos las horas. A ella también le gustaba pasar sus manos por mi espalda ycada vez que apoyaba los dedos yo me tensaba de frío, haciéndome el quis-quilloso, aunque en el fondo me gustaba. Ella, haciéndose la preocupada, de -cía: ¿Te duele? Y yo le decía que sí para que continuara, porque a ella siem-pre le gustaba llevarme la contra. Cuando esa novedad pasó se me ocurrió laidea de hacer un escondite, un hoyo en la arena cubierto con ramas. Lo ha -bía visto en una película de guerra: un hoyo y la gente adentro. Encontramosel lugar perfecto entre un cobertizo del camping que nadie usaba y un méda -no alto como un castillo. Nos llevó tres días acondicionarlo. La bautizamoscomo la cueva, ¿qué otro nombre podía tener? Ella me dijo que le cambiára -mos de nombre, en vez de cueva podríamos decirle refugio, dijo, pero al finalme impuse y quedó cueva, que suena más a casa. Refugio tiene que ver máscon el miedo, y yo prefería un lugar llamado cueva para animarme desde ahía muchas cosas, algunas conocidas, otras imaginadas. Bautizamos el lugar yle hice jurar a mi prima que por nada del mundo le diría al hijo del leche-

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ro ni a nadie que ese lugar existía, yella dijo sí, juro con la mano en el pe -cho y durante dos semanas entramosy salimos de la cueva como pequeñosanimales. Llevábamos al lugar comi-da y un poco de té, galletitas o lo quepudiéramos sacar del restaurante dela abuela. Ella apareció con una bote -lla de licor y la tomamos de a sorbitos,entre risitas terminamos acariciándo-nos por primera vez. Mi prima me hizojurar que no se lo contaría a nadie, y acambio de mi silencio prometió hablarcon el cura para que me dieran un tra -bajo en la parroquia. También dijo queprefería investigar algunas cosas con-migo porque sabía que nunca la traicio -naría. Los otros varones le daban miedopor lo que irían a contar después deella. Son todos iguales, dijo. ¿Y yo?, pre -gunté. Vos no, tonto, vos sos distintoporque sos mi primo. Sin pensarlo más

dije a todo que sí y ella se puso a tocar según sus necesidades. Cerré losojos y me dejé hacer hasta que sentí algo que me hizo doblar las rodillas,cerré las piernas y mi prima sonrió, en vez de aflojar la mano la cerró másfuerte, y siguió moviéndola hasta que paró de golpe y dijo uy, te mojaste.Esa tarde me quedé con el pito dolorido, cada vez que me daban ganas dehacer pis me venía un ardor horrible, como si tuviera una herida adentro,y un poco me asusté porque el dolor me duró hasta el día siguiente. Ningu -no de los dos insistió para repetir esa experiencia. En ese silencio mutuo tam -bién se nos acabó el interés por la cueva y la dejamos abandonada, hastaque un día que andábamos de acá para allá sin hacer nada pasamos cercadel cobertizo. Entonces le dije a mi prima si quería tomar licor como lo ha -bíamos hecho la otra vez, pero ella dijo que no. Le puse como excusa que

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era para ver cómo estaba la cueva y ella dijo que fuera solo, enojado le tiréde la remera hasta que se puso mal. ¡Me hacés doler!, gritó, después se en -cerró en la habitación de la abuela y estuvo sin hablarme todo el día. Comoentendí que con ella ya no lograría más que eso, puras negativas, empecé aacercarme a las amigas que iban de visita al camping. Para darme importan -cia les decía de memoria alguno de esos versos que recordaba de los librosde mi padre, en especial un poema de ese libro que había leído con mi prima,el causante del toqueteo esa tarde en la cueva, porque con el licor nada másme daban ganas de dormir, pero el libro sumado al licor provocaba sensacio -nes que no podía describir, algo raro y nuevo manifestándose en mi cuerpo,de adentro hacia afuera. Entonces me concentré en encontrar la manera dearrastrar a una de las amigas de mi prima hasta la cueva, y una vez ahí leer-le ese poema, o recitárselo mejor, darle el licor de a sorbitos o de boca aboca y después sentarme a esperar el efecto: cerrar los ojos y sentir la pri-mera tensión en el arco del pito, esperando la llegada de sus dedos... Nadade eso ocurrió. Las amigas de mi prima eran todas unas monjitas, más gran-des que yo, y a la retranca siempre. Así pasaron los meses y el camping siguiódesierto y mi padre sin aparecer: ya era el segundo año que había prometi -do ir a verme, eso me había dicho la abuela, pero no había cumplido. Comomi prima, también me olvidé de la cueva, pero seguí leyendo. Había descu -bierto dónde guardaba la abuela los libros de mi padre y cuando se iba atrabajar me subía a su cama, en puntas de pie agarraba la bolsa que estabaarriba del ropero y sacaba un libro, lo leía y, antes que ella regresara, ¡a guar -darlo! De todos esos libros sólo quería leer el de los poemas de amor, en es -pecial un poema que traía esas palabras como imanes: todas iban directo alpito y me lo endurecían. Yo leía y no podía creer que el señor que habíaescrito ese libro fuera capaz de sentir semejantes cosas y escribirlas, en espe -cial eso de los muslos blancos y la actitud de entrega, palabras que se habíangrabado a fuego en mi cabeza, y a la vez me preguntaba cómo había hechomi padre para que mi madre lo tocase. A lo mejor le había leído ese libroo la habría llevado a su propia cueva para darle licor de a sorbitos y hacerque luego lo tocara, mi padre habría cerrado los ojos esperando la torcedurade piernas, el dolor escalofriante dentro del pito, lo punzante ahí adentrocomo una mordedura, y pensé que si mi padre me estuviera mirando en ese

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momento estaría bien orgulloso de que su primogénito lo siguiera paso apaso, como él había hecho años atrás con la que luego fue mi madre. Consemejante entusiasmo no llegaría muy lejos: la abuela, ni bien se dio cuen-ta que había estado revolviendo los libros y papeles de la bolsa, los metió enel ropero, bajo llave, y como castigo me mandó a barrer la entrada del restau -rante. Eso hice hasta que con el frío del invierno se fueron los visitantes delcamping, el balneario quedó vacío y, como había poco trabajo para hacer,me puse a leer algunos libros o revistas que la gente de la capital dejaba enla administración para los empleados o se olvidaban en los bungalows. Metiraba como una iguana bajo el poco de sol que había a leer sin descanso,las horas pasaban rápido o no pasaban. Era muy lindo estar así. Hasta queun día los libros desaparecieron de la casa, la abuela ya no soportaba que es -tuviera toda la tarde tumbado en un médano leyendo, ¡te vas a enfermar!,¡de tanto leer te vas a quedar ciego!, decía, y escondió todos los libros queestaban a mi alcance. No me iba a quedar de brazos cruzados: empecé porchantajear a mi prima, que se encontraba todos los martes con el hijo dellechero en la casa, aprovechando que mi abuela iba al pueblo a visitar a sucomadre. Le dije que si no me daba los libros le contaría a la abuela lo desus citas. Aceptó de mala manera a cambio de que me quedara mudo y así pu -de volver a mis días de lectura, a razón de uno por semana. Cada martesmi prima se encerraba en la habitación de la abuela con el hijo del lecheroy yo cruzaba el médano hasta el corral de los caballos. Bajo un pino me recos -taba a leer y a mirar los animales hasta que se hacían las cuatro, entoncesle devolvía el libro a mi prima y el hijo del lechero, acomodándose la ropa,sacaba unos dulces de los bolsillos y me los regalaba. Todo estaba bien, aun -que mi prima me dijo muchas veces que no le gustaba lo que hacíamos, porqueesos libros eran para personas mayores y que me iba a enfermar si seguíaleyendo esas cosas. No son libros para chicos de tu edad y además la abue-la dio órdenes de esconderlos bajo tierra, porque si alguien se entera quetenemos estos libros en la casa algo muy feo puede llegar a ocurrir, si la abue -la sabe que te dejo leer me mata, dijo, o nos mata a los dos. Tanto decirlo ydecirlo que al final sucedió: por leer me engripé feo y me quedé sin mundopor unas semanas. Cuando ya pude salir de casa la abuela me mandó a lode la maestra para que me diera las tareas atrasadas, tenía que hacerlas sí

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o sí durante las vacaciones. Ella alquilaba la casa en la que había vivido demás chico con mi madre y mis hermanos. Después de ese año no fui más ala escuela, pero seguí diciéndole maestra hasta su muerte. Abrió su esposo,un mecánico que la esperaba a metros de la escuela siempre fumando, re -costado en un árbol, como si fuera alguien recién salido de la cárcel. Saquéal hombre de su siesta y eso le dio bronca. ¿Qué querés?, dijo de mala manera.Vengo a ponerme al día, dije. ¿Al día con qué? Con la cuenta de la abuela,me mandó a cobrar la vianda, mentí. En una de esas, el hombre me dabaunos billetes. Quería comprarme libros. La maestra no está, dijo. Le pregun -té si él no sabía adónde había ido mi familia, y eso lo desarmó porque fuea buscar a su esposa y escuché que le dijo nena, te busca un alumno, nome gusta ese pibe, y ella dijo shhh, seguro que ya te escuchó, no seas así.Se hizo un silencio y la maestra apareció con un camisón blanco, descalza,como le gustaba andar a mi madre por esa casa, entonces me eché a llorar.Ella me acarició la cabeza y me dio un beso muy parecido a los besos quedaba mi madre cuando con mis hermanos llegábamos de la escuela, despuésme hizo pasar a su casa y mientras me ofrecía un vaso con jugo de naranjamiró con ojos de reproche a su esposo el mecánico. El hombre la llamó yella puso su mano caliente sobre la mía, dijo esperá un poquito, y el mecá-nico golpeó con su bota el marco de la puerta. Se miraron como peleándosey, antes de desaparecer, él me miró como se mira a la gente que uno odia.¿Puedo ver la pieza en la que dormía?, pregunté. Era mi momento. Ella dijosí con la cabeza y me acompañó hasta la habitación que yo había comparti -do con mis hermanos. En vez del cuadro de la selección y la gaviota de ma -dera colgando del techo vi a la mamá de la maestra acostada en la que habíasido mi cama. Se notaba que la señora estaba muy enferma porque, cuandome vio, hizo fuerza para levantarse pero tosió y un hilito de baba bajó porel costado hasta tocar la sábana. La señora estaba por morirse justo en mi ha -bitación y recordé que lo único que se había muerto ahí era un renacuajoque había atrapado en el estanque. Lo teníamos en una botella de vidrio, elbichito estuvo dos días viviendo ahí hasta que un día apareció flotando yantes que mis hermanos se despertaran vacié el contenido de la botella enel inodoro. Ese día juré que nunca más llevaría animales del estanque paraponerlos en mi habitación. Ahora estaba esa señora igual que el renacuajo,

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a punto de estirar la pata, y pensé cosas feas sobre ella pero me miró condulzura, me acerqué con desconfianza pero la mirada de la señora y la maes -tra que decía que sí con la cabeza me hicieron dar un paso adelante. Le diun beso en la frente pecosa, amarilla y gastada como la arena, y fue como dar -le un beso a un hueso apenas tapado por una membrana. Me toqué los labiosde la impresión. La señora sonrió con sus dos dientes y no supe qué decircuando sacó de una mesita de luz una pelota, idéntica a la que teníamos dechicos, la misma pelota amarilla y verde que mi hermano nunca me habíaprestado. Sentí que algo se me venía encima y agarré la pelota antes de quela señora se arrepintiera. Entonces me tomó de la mano y dijo, con una vozque parecía salida de una caverna: Andate, mijo... andate de acá... no vuel-vas nunca... nunca más. No me animé a darle otro beso en la frente y salícorriendo. En el almacén me dijeron que la abuela estaba buscándome, elencargado se había ido muy enojado porque tuvo que cargar con la despen -sa. Ni bien llegué a casa la abuela me gritó: ¡Mocoso de porquería, no vesque Tito no puede cargar las cosas solo! Es un hombre mayor, no enten dés…Ahora te vas a lavar la vajilla, eso te pasa por pasarte de listo. Fui a buscarla tarea, dije. Quiero verla, dijo la abuela. No pude mostrársela porque no latenía. Ves, dijo. Bajé la vista. Me pareció que la abuela levantaba la manocuando mi prima la llamó. En mi mano derecha, la pelota hacía fuerza parasalir y defenderme. Le di las gracias a mi prima, lavé la vajilla lo más rápidoque pude y me encerré en mi habitación. Con los ojos cerrados hacía rebo-tar la pelota contra la pared, hasta que me quedé dormido. Soñé que mihermano regresaba y abría la pelota con un abrelatas y se iba. A partir de esedía fui a visitar a la señora y cuando llegaba la maestra me servía un vasode leche con galletitas. Tenés que volver a la escuela, dijo. No, dije, es mejorhacer las tareas acá. Esto se terminó el día en que la maestra fue hasta elcamping para explicarle a la abuela la situación y decirle que yo tenía quevolver a la escuela. Que trabaje, dijo la abuela. Que se gane el pan. ¡Ya es -toy vieja, no doy abasto con todo el trabajo! Una lástima, señora, dijo la maes -tra, porque es un chico con capacidades. La abuela respondió que se metieraen sus asuntos. Lo que haga con este nieto es problema mío, dijo, y la maes-tra movió la cabeza como si dijera no y se fue. Desde ese día ya no pude ira visitar a las dos mujeres. Al poco tiempo la madre de la maestra murió y

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ella se fue a vivir a otro lugar. El me -cánico hizo reformas en la casa paratransformarla en un taller. En lo queera mi habitación cavaron una fosadonde entraba una sola persona depie. Luego de esto pasó un mes enblanco, y luego otro, y otro más. Pa -saron los días de escuela, ni mi pa -dre ni mi madre regresaron y la playase llenó de langostas que siguieron delargo porque en el balneario ya no que -daba nada que comer. Por el restauran -te de la abuela pasaban, como langostastambién, los viajantes. Por la noche miabuela contaba la recaudación con elencargado y la dividían. El encargadole ponía unos billetitos de más entrela ropa y mi abuela largaba una risitacomo de niña. El encargado se mira-ba los dedos y volvía a meterlos en elescote de la abuela, esta vez para sa -car los billetitos y volverlos a meter. Yyo, que nunca antes había pensado en el dinero, al ver esas monedas y bille-tes apilados recibí un toc-toc en la cabeza, ahora que lo pienso fue el toc-toc de la economía. Así la escuela pasó a un segundo plano, al principio nosabía bien en qué emplearme y le pregunté a mi prima qué podía hacer paraganar dinero, y ella me llevó a la parroquia donde las muchachas del cate-cismo se ocupaban, mientras escuchaban bien bajito a Marco Antonio Solís,en alisar billetes y pegarlos con cinta adhesiva. Dinero del diezmo que erarociado con agua de rosas y luego se planchaba, billete por billete como sila parroquia fuera una tintorería, dinero que después cambiaban en el ban copor billetes nuevecitos. Me dijeron que por cada cien pesos que preparara mecorresponderían unos cinco y acepté, pero tuve que dejarlo al día siguienteporque los billetes me hacían estornudar y eso afectaba el trabajo de las

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muchachas, por si no fuera razón suficiente dijeron que no querían repartirel dinero con un niño, y a mí me dieron ganas de llevarlas a la cueva y dar-les licor para mostrarles que de niño ya no tenía casi nada, pero no sucediónada de eso y volví al restaurante. A la abuela no le hizo gracia porque ahítambién era un estorbo, y entonces me quedé afuera barriendo las hojas has -ta que un día un viajante me pidió que le lavara los vidrios de su camión, y lohice muy bien porque las monedas que me dio sumaban lo que la abuela mepagaba en una semana. Desde ese día me dediqué a lavar los vidrios de losautos y camiones y fui guardando ese dinero en mi colchón, no abajo sinoadentro, entre la lana, como guardan los animalitos el sustento que es la ba -se de la vida diaria. Esos días fueron maravillosos, mi abuela estaba conten -ta porque los viajantes no paraban de llegar, el restaurante iba de lo mejory yo recibía a los clientes con los brazos abiertos, sumando cantidades en micabeza: tantos viajantes, tantas monedas. Esta paz se rompió cuando la abue -la recibió una carta de mi padre. Le pregunté cuándo iba a verlo y me dijo quepara Navidad. Algo más traía esa carta porque la abuela se puso mal, se lapasaba insultando por lo bajo, vaya a saber qué pasaba. Lo cierto es que ellano quería que yo estuviera en el camping, y aunque no me lo dijo directamen -te, sentí el rechazo materializándose en esa baba verde que veía salir de suboca a todas horas. Por la noche la baba era una luminiscencia que man-chaba las paredes por las que ella iba agarrándose cuando iba al baño, y miprima, cuando la veía así, lo único que hacía era escaparse, salir con el hijodel lechero o sus amigas, otras veces se iba a la parroquia a alisar billetes,no te quedés, me dijo, con tal de alejarme de la abuela prometió que me pre -sentaría a una de sus compañeras, a esa sí me la podría llevar a la cueva, in -sistió, pero eso a mí no me importaba porque lo único que me interesaba enel mundo eran las monedas que salían de los bolsillos de los viajantes, lavarlos vidrios y quedarme entre los camiones. Los muslos blancos del poema ha -bían pasado a un segundo plano aunque mantuve eso de la actitud de entre-ga, me entregué con alma y vida a enjuagar bien esos vidrios, quitarle losinsectos que traían pegados de la ruta. Si los camiones y los autos superabanel máximo de velocidad permitido, esos animalitos verdes estallaban dejandoen los vidrios o en sus frentes una pasta verdinegra con olor a veneno parahormigas. Los humedecía con agua tibia para que aflojasen rápido porque

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tenía por día tres o cuatro camiones que limpiar y el tiempo de limpieza erael mismo en el que los viajantes comían, veían un poco de televisión, hacíansobremesa contando sus hazañas en la ruta y en los pueblos que visitaban. Co -mo un rayo restregaba esos insectos en los vidrios, pensando nada más queen esas monedas saliendo de los bolsillos de los viajantes. Lo demás era con -tar y guardar. Cuando junté una cantidad con más de un cero me vi en la obli -gación de buscar otro refugio, si la abuela descubría ese dinero se lo quedaríapara ella, ni qué decir mi prima, era capaz de cambiármelo por el dinero su -cio e inservible de la parroquia. Tenía que hacer algo, y pronto. Se me ocurriógastarlo de una vez, de golpe, pero no sabía en qué porque no deseaba te -ner algo nuevo, los libros ya no me interesaban tanto y las pocas cosas quetenía en el camping me alcanzaban. No tenía ningún deseo al que darle cum -plimiento. Sólo era cuestión de esperar unos años para irme, o tal vez podríairme antes, pero en ese momento no tenía ganas de irme, sólo quería lo míopor mi trabajo y que no me molestasen y no molestar a los demás, en eso seacababa el mundo para mí, hasta que me vi en la necesidad de esconder esedinero. Estuve unos días meditando sobre la existencia de un lugar en el bal -neario que estuviera bien cerca pero a la vez fuera invisible para los ojos delos demás, algo semejante al vientre del colchón pero más seguro. ¿Dónde?,¿dónde? preguntaba a las paredes. Y pregunté tanto que la respuesta llegó.En la cueva, claro, ¿cómo no se me había ocurrido antes? Ése sería el mejorlugar. No lo pensé más: saqué la lata de té en hebras en la que guardaba eldinero, esperé que se hiciera de noche y las mujeres de la casa durmieran.Era una noche de luna llena cuando me escabullí y salí al monte de pinos,hasta dar con el médano donde estaba la cueva, y cuando metí las manos pa -ra separar las ramas del arbusto que escondía el pozo mío y de mi prima algome agarró de la ropa y me empujó para adentro, no me dio tiempo de gritar,desde atrás alguien me tapó la boca y lo único que vi fue cómo la caja deté con el dinero se abría y las monedas se desparramaban en la arena, misahorros de todos esos meses de lavar vidrios como un desesperado. Esosbrazos me inmovilizaron y de inmediato me echaron al suelo, como una pre -sa. Una voz masculina susurró: tranquilo, no te voy a hacer nada, no le digasa nadie que estoy acá porque ahí sí que voy a salir para matarte. Dije unmmm equivalente a un sí y el hombre me destapó la boca. Temblando le

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rogué que no me hiciera nada, ahí estaba mi dinero si lo quería. El hombresonrió y dijo que no le interesaba mi dinero, lo único que quería por el mo -mento era mi silencio y que le llevara algo de comida. Se sentó y dijo quetenía hambre, recién cuando dijo eso pude verle la cara, nada más la narizde gancho y sus ojos, más claros que los de una víbora o los de un gato. Hu -bo algo en esa mirada que me tranquilizó y mientras juntaba las monedas,las que apenas veía o tanteaba antes de que se enterraran en la arena, le pre -gunté qué hacía ahí, y él sólo dijo que le llevara algo de comer y cigarrillos,entonces tomé mi lata de té pero al segundo lo pensé bien y la dejé con esehombre porque mientras él estuviera ahí metido, fuera un ciruja o un pró-fugo de la justicia, mis ahorros estarían a salvo y lejos de manos peligrosas.Fui hasta la despensa y saqué unos panes, salamín y queso y se los llevé.El hombre devoró todo muy rápido, hizo señas de más, entonces regresé ala casa y volví con más comida y él se la comió con la misma rapidez con laque un gato se zampa un cuarto de carne picada. Una vez terminada la se -gunda ración me preguntó por los cigarros. Le dije que la abuela no fumaba,que tendría que ir por ellos al restaurante pero no tenía las llaves, y enton-ces él dijo basta por hoy, mocoso, ni sueñes con contarle a alguien que estoyacá porque zac, te rebano el pito, y corrí a la casa y me metí en la cama conmiedo de que ese hombre llegara con un enorme cuchillo dispuesto a matar-me, enfermo de sospecha. Tenía miedo pero a la vez la expectativa me hacíaarmar en mi cabeza un teatro de ideas, preguntas sobre quién sería ese hom -bre. Tal vez se trataba de esa persona por la que preguntaba la abuela, aler -tándonos sobre ella, decía que si un desconocido entraba a la casa de inmediatoteníamos que avisarle a ella o a Tito, pero con el ordenanza era imposible por -que el hombre estaba sordo, casi ciego, más que un guardián del camping pa -recía un muerto a un paso del cementerio, igual era un hombre bueno, loqueríamos y no lo íbamos a molestar si ocurría alguna cosa extraña. Ahorahabía llegado ese hombre desconocido y estaba en la cueva. Algo me hacíapensar que la construcción de la cueva y la llegada del intruso participabande una misma cosa, eso lo había leído en los horóscopos, a veces hay cosasque por arriba no tienen nada que ver pero por abajo están conectadas. Aldía siguiente fui a la cueva pero el hombre no estaba. Bajé hasta la playa.Ni rastro: como si todo hubiera sido un sueño. En la cueva había pequeñas

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marcas de su presencia, las huellas a medio borrar, unos restos de salamíny las monedas que se habían caído la noche anterior. Me puse a juntarlas yuna vez que conté peso sobre peso confirmando que la cantidad se corres-pondía con lo ahorrado me volvió el alma al cuerpo. Cerré la lata, la puseen una bolsita de nylon y la enterré en un rincón. Después salí a hacer mitrabajo en la puerta del restaurante como todos los días, parando la oreja pa -ra escuchar si los viajantes o mi abuela decían algo de un prófugo, pero nadiedijo nada. El día transcurrió como cualquier otro, salvo porque no vi a miprima en el restaurante, cosa que había malhumorado a la abuela porque eltrabajo en la cocina se atrasaba. Hice mi trabajo como todos los días, cadatanto miraba de reojo hacia la cueva, desde ahí no se veía nada porque eraun buen escondite. En la luneta de uno de los camiones vi un paquete decigarros y me dieron ganas de quedármelo para llevarlos a la cueva, estiréla mano pero me contuve, menos mal porque justo el dueño del camión apa-reció. Se dio cuenta de que miraba la cajetilla con deseo y después de pagar -me por la limpieza de los vidrios me la regaló, es un secreto entre nosotros,dijo, tu abuela mejor que ni se entere porque está mal que los grandes ense -ñen a fumar a los chicos. Corrí a la cueva, sólo quería ver la cara del hom-bre de ojos claros, su reacción al ver el paquete de cigarros. Con esas ansiasfui pero encontré todo como lo había dejado, la arena con la que había tapa-do mi lata de té estaba aún mojada y las únicas pisadas eran las mías, delhombre ni noticias. A la medianoche volví a la cueva. El señor estaba con lamandíbula apoyada en las rodillas, con los ojos cerrados. Dormía. Esperé aque abriera los ojos y le mostré los cigarrillos. Los agarró sin decir gracias,encendió uno y me preguntó si alguien sabía de su presencia ahí en la cuevay yo negué unas cinco veces, entonces el señor pareció distenderse y lanzóun resoplido de regusto, ¡había triunfado! Ahí pensé que yo, a mi edad, yaestaba listo para el mundo. Sentí que esa distancia que había entre el mun -do de afuera y el de adentro del balneario se había roto. Era libre porqueme había dado una oportunidad de serlo. Cuando el señor me preguntó siademás traía algo de comer le dije que no, que la abuela había echadocerrojo a la despensa, y mientras le contestaba pensé que ese hombre teníaque ser el mismo que estaba esperando mi abuela, le di vueltas a esa ideahasta llegar a la conclusión de que ese señor tenía que ser mi padre. Si no

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se había presentado por la puerta delbalneario era porque antes quería sa -ber cómo estaban las cosas y prefe -ría hacer un tanteo de la situaciónantes de venir a buscarme. Abracé aese hombre como se abraza a un pa -dre, pensé “papá, por fin”, pero élme apartó de un manotazo. ¡Qué tepasa, mocoso!, dijo. Entré en un marde dudas. Yo sentía su cercanía co -mo la que existe entre un padre y unhijo. No me di por vencido. Le pre-gunté por qué estaba ahí, escondién -

dose, si era un ladrón o algo parecido. Nada de eso, soy amigo de tu padre,dijo, y vengo a buscar algunas cosas que él ahora no puede venir a buscar.Tu viejo está bien y te manda un abrazo, dijo. Ahora necesito tu ayuda… Quie -ro que vayas por una carpeta roja que está en el ropero de tu abuela, no enla bolsa de los libros sino adentro. Andá ahora y buscala. Le dije que sólole daría esa carpeta si él me llevaba con mi padre. El hombre me tomó delas solapas, me asusté y dije para mis adentros “se acabó”, pero me tiró alpiso, prendió un cigarrillo y dijo está bien, voy a ver qué puedo hacer. Aho -ra quiero que te vayas y busques esos papeles y los traigas a este lugar, de -jalos en esta bolsa. Me fui con el corazón en la boca pensando en que habíaganado una batalla, la primera contra el mundo y la segunda contra mí, yme acosté pensando en cómo hacer para sacar esa carpeta roja del roperode la abuela. ¿Cómo hacer? Mi prima tampoco podía enterarse. Ahí se me ocu -rrió pedirle el manojo de llaves al encargado, una de esas llaves tenía quefuncionar. Al otro día, bien temprano, fui con unos pancitos bien doradosa su casa, y mientras el hombre devoraba el pan le dije que la abuela mehabía mandado para pedirle prestado el manojo de llaves porque se le habíaperdido una y necesitaba abrir la despensa. En vez de darme las llaves seofreció a hacerlo en persona y me negué, le dije que no se hiciera proble-ma, ¡el viejo casi lo echa todo a perder! Entonces le prometí una botella devino con tal de que no se preocupara y dejé caer una mentira: perdí la llave

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de la despensa, dije, y no quiero que mi abuela se entere porque me va acastigar. Entonces el viejo me guiñó el ojo y me dio las llaves, diciéndomeque las regresara antes del mediodía con la botella de vino. Corrí con el ma -nojo hasta la habitación de la abuela. A la novena o décima llave la puertagrande cedió y me recibió el olor a viejo de la gente grande. Tomé aire respi -rando dentro de mi pulóver y fui hasta el ropero, que para mi mala suertetambién estaba cerrado con llave, no hizo falta revisar las del manojo por-que eran todas llaves de puertas o portones, y estaba mirándome la cara enel espejo del ropero, en los ojos todo el desánimo del mundo, cuando alguienentró a la habitación. Ni tiempo de esconderme: fui hasta un rincón, tapán-dome la cabeza con las manos, pensando en la abuela y el castigo que me da -ría, cosa que no pasó porque era mi prima la que se sorprendió al verme ahí.¿Qué buscás? ¿Los libros? Le dije que no, que buscaba una cosa de mi padre.No preguntó más. De la cajita musical sacó la llave, abrió y me zambullí conalma y vida en el ropero a buscar esa carpeta roja. Mi prima dijo que no de -sordenara lo que había ahí adentro, entonces vi una fotografía de mi padreteniéndome en brazos y la agarré, también una pelotita verde que seguroera mía y el libro de poemas. Venga para acá, dije. Ahí debajo estaba lacarpeta roja. Envolví todo en mi pulóver, mi prima cerró el ropero y se mequedó mirando. Yo sé que te vas a ir y no vas a volver nunca más, dijo. Notuve fuerzas para mentir y le conté que estaba a punto de irme a la capital,a buscar a mi padre, y ella dijo dentro de poco voy a hacer lo mismo, irmea otro lado porque estoy embarazada. ¿De quién?, pregunté y ella me pidióque no me hiciera el zonzo, que sabía bien. Damián, dijo. El hijo del lechero.Es muy bueno conmigo y prometió que vamos a casarnos, era cuestión deconvencer a sus padres. Y yo que había visto al hijo del lechero con su noviaoficial en el negocio de sus futuros suegros dije qué bueno o una cosa pare-cida y le di un beso en la boca. Las cosas de mi padre cayeron al piso. Miprima, en vez de separarse me abrazó y juntó aún más su boca con la mía,empecé a besarla por el cuello y la abracé más fuerte. Me tengo que ir perono quiero, dije. Ella dijo que era lo mejor, que me fuera nomás del balnea -rio, ella iba a estar bien. Levanté las cosas de mi padre y salí rápido. Fuicon la botella de vino y las llaves a lo del encargado. ¿Por qué llorás?, dijo.No sé, dije. Estás loco, una lástima, tan chico y tan loco, dijo. Me sentía mal.

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En vez de llevarle la carpeta al hombre de la cueva me fui a dormir. A lamañana siguiente la abuela me sacó temprano de la cama. ¡Qué estuviste ha -ciendo, desgraciado! Nada, abuela. ¡Me vas a matar de un infarto! ¡Vino lapolicía y me preguntó por vos! Yo no le hice nada a nadie. ¡Ernesta me dijoque vos le dabas de comer a un hombre que estaba escondido entre los mé -danos! Decime, ¿ese hombre te hizo algo? ¿Te tocó? Suerte que lo espantó lapolicía, podría habernos robado o matado o quién sabe qué cosas terribleshubiera hecho con nosotros... viste lo que le hicieron a los Cardozo cuandose metieron en su casa, ni quiero repetirlo, y vos como si nada, como si acáno pasara nada y vas y le das de comer a ese desconocido como si fueraalguien de tu familia. ¡Contestá, te digo! No sé cómo se te ocurren esas cosas,como podés hacerme esto a mí, justo a mí que te cuido como si fueras unhijo... me vas a matar un día de estos, pero antes de que eso pase voy a bus -car a tu madre y te vas con ella, así no aguanto más. Si hago esto es por tupadre, porque está en la cárcel sufriendo por algo que no hizo. A la tarde fui -mos a la comisaría y la abuela, luego de disculparse con los policías y decirque yo no era mal chico, que me la pasaba leyendo y si hacía cosas rarasera porque mi madre se había ido, a los tironeos hizo que les contara a lospolicías lo que había pasado en la cueva. Les mentí, por supuesto. A mí meenseñaron que siempre hay que mentirle a la policía. Cuando volvimos acasa la abuela se acostó porque le había subido la presión, o le había bajado.Era el momento de llevar la carpeta a la cueva. Ahora o nunca, dije, en elcamino me puse a mirar esos papeles, en una de esas había plata. Eran pa -peles con mapitas y cálculos, no se entendía bien, ¿sería que iban robar unbanco?, ¿sacar un tesoro escondido? Papeles que no mencionaban a mi pa -dre ni a mi abuela. Reaccioné. Era el momento de pensar. ¿Y si esperabaun poco más? Dejé la carpeta en la bolsa y me fui a limpiar los parabrisasde los camiones, como si nada pasara. El bichito de una idea insistía, sehacía grande, tan grande que cuando llegó la noche y fui a la cueva, dondeme esperaba el señor enfurecido, sabía qué decir. El hombre de ojos clarosvolvió a agarrarme de las solapas, más fuerte que la primera vez, pero notuve miedo. Te pasaste de vivo, dijo. ¡Dame esos papeles! Yo no hago tratocon pendejos. Dámelos o te mato, dijo. Le dije que quería irme del balnea -rio. Quiero que me ayudes a salir de acá, dije. Quiero saber dónde está mi

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CARLOS RÍOS

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padre. Tu padre está en la cárcel de Olmos y esos papeles son para sacarlode ahí, dijo. No creí que esos papeles ayudarían y me dio una tristeza infini -ta saber qué era lo que la abuela me ocultaba. Mi padre estaba en la cárcel.¡Ella ya lo había dicho en la comisaría! Y yo como si nada. Cuánta vergüen-za le daría reconocer que su único hijo estuviera encerrado. Le pregunté alhombre qué había hecho mi padre para que lo encerraran. Nada malo, res-pondió. Una gran mentira porque los que están en la cárcel, según la abuela,son culpables, si su hijo había cometido un error debía pagar con el encie-rro. ¿Dónde están los papeles?, gritó el hombre. Se me hizo un nudo en lagarganta y tuve ganas de llorar. Aguanté. Tenía que aguantarme. Tragué sa -liva y le dije que si quería los papeles tendría que llevarme a la capital. Hizosilencio. Sí, dijo. Quedamos en que al día siguiente, bien temprano, nos ve -ríamos al otro lado del camping. Me fui a dormir pero no pude pegar un ojo.Quise despertar a mi prima, darle un beso y decirle cuánto la quería. Lasmujeres dormían encerradas en su habitación, asustadas por las cosas que di -ce la gente sobre la inseguridad, por eso no hubo despedida. A la madrugadallegué al lugar convenido. El señor apareció con un viajante y dijo él te vaa llevar a la capital, ahora dame esos papeles. Le dije que los papeles esta-ban en la cueva, tenía que tirar de un hilo verde atado a una bolsa de nylonescondida en la arena. El hombre hizo una seña y el viajante me dijo que su -biera atrás y me tapara con unas frazadas. Así fue como esa madrugada mefui a la capital, hecho un ovillo entre las cajas de un camión, sin saber adón-de iría a parar pero con la firme idea de no volver jamás al camping, delque se haría dueño por los siglos de los siglos el amigo de mi padre.

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