"EL ACCIDENTE" (1958) Carlos Semprún Maura

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EL ACCIDENTE Carlos Semprún Maura (“L´accident”, L´avant-scène, nº 168, 15-2-1958) Traducción del francés: © Julio Pollino Tamayo [email protected]

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EL ACCIDENTE

Carlos Semprún Maura

(“L´accident”, L´avant-scène, nº 168, 15-2-1958)

Traducción del francés: © Julio Pollino Tamayo [email protected]

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Farsa de Carlos Semprún Maura (bajo el seudónimo de Carlos Larra)

PERSONAJES Don Alfonso, propietario de la fábrica Don Antonio, su hijo, jefe de personal Pedro, el secretario. Muy grande, grueso y fuerte Mari Carmen, mujer de Antonio María Luisa, una amiga Don Virgilio, el comisario de policía Un contramaestre El viejo parado

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Un despacho elegante, de estilo moderno, en una fábrica. A la izquierda, una gran ventana, a derecha y al fondo una puerta. En el muro, estadísticas y dibujos industriales. Dos mesas de trabajo frente a frente, la más grande con una butaca, la otra con una silla. Cerca de la puerta a la derecha, dos sillas y una pequeña mesa, sobre la cual se encuentra un vaso con flores. Pedro está al teléfono, da la espalda al público, sentado en una esquina de la gran mesa sobre la cual hay tres teléfonos. PEDRO, hablando al teléfono. – 5.325, sí 5.325. ¿Cómo? No, le repito que Don Alfonso me ha encargado de decirle que no aceptaría más de cinco millones. No... Sí... No. Bien, pero... No, si... Bien. Entonces lo dejamos en 5.325 a razón de cinco la pieza. Es decir... Sí, eso es. (Oímos golpes discretos en la puerta de la derecha. Pedro no los oye.) Evidentemente. Irrevocablemente, sí, irrevocablemente. Ni una palabra más. (Vuelven a golpear, discretamente. Pedro sigue sin oír.) No, no, no hablemos más... Es mi última palabra... ¿Cómo? ¿Pero con quién se cree que habla? No tengo tiempo que perder. O acepta o no hay nada más que decir... Ni una palabra más... Bien. Piénselo. (Cuelga.) (Mientras acaba de hablar, la puerta se ha abierto y un hombre, viejo, mal vestido, miserable, ha entrado. Es pequeño y delgado, camina encorvado, tímidamente. Sus manos tiemblan. Da la impresión de estar a punto de desmayarse. Pedro se gira y le ve.) ¿Quién es usted y qué hace aquí? EL VIEJO, con voz temblorosa. – Perdóneme... Pero... He llamado, llamado y como nadie respondía... ¿Está usted solo? Creía haber oído hablar. Perdóneme, me meto en lo que no me importa... Vengo por el anuncio. PEDRO, de mal humor. - ¿Qué maldito anuncio? EL VIEJO, suplicante. – No me diga que he llegado tarde... Por favor, hace seis meses que estoy sin trabajo. Tengo una mujer, niños. No tienen nada que comer, ¿sabe? Hay semanas que no comen nada. NADA. Sólo chupan la suela de sus zapatos. Entonces, en cuanto vi el anuncio, he venido corriendo. ¿No habré llegado demasiado tarde? PEDRO, irónico. – Siento mucho que sus hijos chupen la suela de sus zapatos, pero no veo que puedo hacer para remediarlo. Se ha debido de equivocar. Esto no es una oficina de beneficencia, es una fábrica.

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EL VIEJO. – Sí, por supuesto, por supuesto. Pero usted no me comprende. No vengo a pedir caridad, sino por el anuncio. Lo he leído en el periódico esta mañana. He venido lo más rápido posible... Pero a pie, por supuesto, y es muy lejos. Vivo en la otra punta de la ciudad. Perdone mi impertinencia, pero todavía no me ha dicho que haya llegado tarde. PEDRO, comenzando a enfadarse. – Tratemos de comprendernos de una vez por todas: ¿de qué anuncio se trata? EL VIEJO, angustiado. – No... ¿no me diga que no han puesto un anuncio? ¿No es ésta la fábrica C.I.F.A. S.A.? PEDRO. – Ésta es, ¿por qué? EL VIEJO. - ¿Y no tienen necesidad de un peón? No me diga que ya lo han encontrado. Hace seis meses que estoy en paro. Mis niños... PEDRO. - ... Chupando la suela de sus zapatos. Ya me lo ha dicho. Y de todos modos no comprendo como se lo permite. Es desagradable. En cuanto al anuncio, ¿lo ha leído atentamente? EL VIEJO. – Sí, Señor, y en cuanto lo he leído he venido corriendo... PEDRO. – Bien, bien, bien. Pero si lo ha leído atentamente no sé como ha osado venir. ¿O bien no ha comprendido que se trata de un trabajo que consiste en acarrear toda la jornada con cargas de 80 a 100 kilos? EL VIEJO. – Sí, Señor, sí. PEDRO, después de algunos segundos de silencio, extrañado. -¿Y tú, tú, pretendes hacer ese trabajo? EL VIEJO. – Sí por favor, se lo pido como un favor. ¡Se lo suplico! (Va hacia Pedro en una actitud suplicante, las manos juntas.) PEDRO. - ¡Está loco de atar! Especie de viejo imbécil, ¿cómo te atreves a insistir? Si apenas eres capaz de levantar un peso de 100 gramos.

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EL VIEJO, semblante ofendido. – Perdóneme, pero se equivoca, Señor. Cargaré todo el peso que sea preciso, 80 kilos, 100, 150. ¿Cree que exagero? No exagero. No sabe lo que es capaz de hacer alguien con hambre. Y yo tengo hambre. ¿Jamás ha tenido hambre, Señor? Perdone mi impertinencia. No sabe lo que es pasar seis meses sin trabajar. Y sin comer nada. NADA. Y la mujer y los niños tampoco. ¿Hay que cargar 100 kilos? Pues bien, los cargaré. ¿Qué es eso? El paraíso, Señor, el paraíso. Es lo demás lo que es terrible. No tener trabajo, los niños llorando día y noche, sin cesar, día y noche, porque tienen hambre. ¿Hay que cargar 100 kilos? ¡Bah! Eso no es nada. Los cargaré y no se hable más. (Habla muy deprisa, con nerviosismo.) PEDRO. – Bien, bien, he tenido bastante. No sabe lo que dice. (La puerta del fondo se abre en ese momento y Don Antonio entra, andando muy deprisa. Tiene papeles en la mano. Los coloca en su despacho. Mira a Pedro y al viejo con sorpresa.) DON ANTONIO. - ¿Qué pasa? PEDRO. – Este tipo (Señala al viejo con un gesto desdeñoso.) que insiste en que le demos el puesto de peón que ha quedado libre. EL VIEJO. – Se lo suplico... DON ANTONIO, con extrañeza. - ¿Le has explicado de qué se trata? PEDRO. – Sí, Don Antonio. EL VIEJO. – Se lo suplico. DON ANTONIO. - ¿E insiste? PEDRO. – Sí, Don Antonio, insiste. EL VIEJO. – Se lo suplico. Tengo una mujer e hijos... DON ANTONIO, con mal humor. - ¿Pero cómo pretende cargar con pesos de 100 kilos? El peón que hacía ese trabajo tenía 25 años, y era fuerte como un Turco. Pesaba 80 kilos y medía metro ochenta. ¿Y sabes lo que le pasó? Un día, fatigado, distraído, ebrio o yo que sé, dejó caer un trozo de hierro que le aplastó un pie. Cien kilos de hierro sobre un pie. Resultado: ha habido que cortarle el pie. (Algunos segundos de silencio, después en voz baja.) ¡Ese maldito pie nos ha causado suficientes problemas!

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EL VIEJO. - ¡Pobre hombre! Pero yo prestaría atención. Además no bebo, jamás he bebido y prestaré atención de no dejar caer nada. (Don Antonio y Pedro se miran. Pedro levanta los hombros. Don Antonio tiene un gesto de exasperación.) DON ANTONIO. - No sea testarudo y vaya a buscar un trabajo de barrendero, que es lo que conviene a su edad y capacidades. Y lárguese, que tenemos mucho que hacer. (Se sienta en el gran despacho.) EL VIEJO. - ¡Pero no es posible! ¡No pueden negarme este trabajo! Ni tan siquiera me han dejado mostrarles de lo que soy capaz de hacer... Señores, ¡se lo suplico! PEDRO. - ¡Vamos! ¿No has entendido lo que ha dicho Don Antonio? Vamos fuera, lárguese. (Hace gestos con la mano como para expulsar a un perro.) EL VIEJO, arrojado de rodillas en medio del escenario. – Se lo suplico, Señores, piensen en mi mujer, en mis niños. Hace seis meses que no saben lo que es el pan. El mayor se llama Antonio como usted, Señor... DON ANTONIO, golpeando la mesa con el puño con violencia. - ¡Pero este viejo imbécil no se irá jamás! ¿Pedro, qué haces plantado ahí? Arrójale por la ventana, mátalo, haz lo que quieras, pero que se vaya, que se vaya, que se vaya... PEDRO. – Vamos, venga, viejo. (Coge al viejo y lo lleva hasta la puerta. El viejo resiste, da patadas, pero se ve que está tan débil que su resistencia es inapreciable.) EL VIEJO, mientras le lleva. ¡Pero no es posible! ¡Pero... Señores! ¡No es posible! No es... (Salen Pedro y el viejo, Pedro le lleva a rastras mientras el viejo trata sin éxito de resistir. Don Antonio después alza los hombros como para decir: “ese tipo está loco”, comienza a hojear los papeles que ha traído. Se oyen los murmullos indignados del viejo. De repente un grito de angustia y un ruido terrible. Don Antonio se dirige a la puerta. Silencio.) DON ANTONIO. – Pedro, Pedro, ¿qué pasa? ¿Qué ha pasado, Pedro? (Silencio. Después de algunos segundos durante los cuales Don Antonio se queda inmóvil en medio del escenario, la puerta se abre y entra Pedro, pálido.) ¿Qué ha sido ese ruido? ¿Qué ha pasado?

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PEDRO. – Se ha caído. No pensé que fuera tan... DON ANTONIO. ¿Dónde se ha caído? (Gritando.) ¡Despierta! ¿Dónde se ha caído? PEDRO. – En las escaleras. DON ANTONIO. En las escaleras... ¿y después? PEDRO. ¿Cómo? DON ANTONIO. - ¿Eres idiota? ¿Se ha caído en las escaleras y después qué? ¿Se ha herido, se ha torcido un pie? ¿Qué le ha pasado? PEDRO. – No sé, no se mueve. Ha rodado hasta el último escalón y se ha quedado allí como una muñeca... DON ANTONIO. - ¿Y no se mueve? PEDRO. – No... DON ANTONIO, gritando de nuevo. - ¡Ve a ver lo que le ha pasado, vamos! Quizá se ha desvanecido... PEDRO. - ¿Ver lo que le ha pasado?... Sí, ya voy. (Sale.) DON ANTONIO, se pasea nerviosamente. - ¡No faltaba más que esto! ¡Este imbécil de Pedro! ¡Cómo se enteren los obreros! Con las ganas que tienen de montar una. (Va hacia la puerta y la abre.) ¡Pedro! VOZ DE PEDRO. Sí. DON ANTONIO. - ¿Qué tiene? ¿Cómo está? VOZ DE PEDRO. – No lo sé. Sigue sin moverse. Le he levantado un brazo y se vuelve a caer... como... como el de una muñeca. DON ANTONIO. - ¿Cómo una muñeca? VOZ DE PEDRO. – Sí, como una muñeca. Creo que está... que está... DON ANTONIO. - ¿Qué está...?

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VOZ DE PEDRO. –Sí... muerto. DON ANTONIO. - ¡MUERTO! (Silencio. En voz baja.) ¿Pedro, estás solo? VOZ DE PEDRO. – Sí... en fin con él, con él... con él aquí. DON ANTONIO. – Sí, sí... ¿nadie le ha visto caer? VOZ DE PEDRO. – No creo, Don Antonio. DON ANTONIO. ¡Súbele aquí, rápido! PEDRO, sorprendido. ¿Qué lo suba al despacho? DON ANTONIO, muy nervioso. – Sí, sí, sí. Rápido, rápido, antes de que alguien te vea. (Don Antonio deja la puerta y va al medio del escenario. De repente suena el timbre del teléfono. Don Antonio se sobresalta, después descuelga el teléfono, y con una voz cambiada, angustiada.) ¿Sí?... (Se escucha el murmullo de la otra voz al aparato.) Sí, no, no sé nada. Llame un poco más tarde. (Escucha, después gritando.) Le he dicho que llame más tarde. (Cuelga con violencia.) (El teléfono suena de nuevo. Don Antonio nerviosamente descuelga los tres aparatos. Pedro entra llevando en sus brazos el cuerpo del viejo. Lo deja en el suelo en medio del escenario. Don Antonio se aproxima y se inclina sobre el cadáver. Le coge una mano, la levanta, la deja caer. Se gira y mira a Pedro.) - Entonces, crees que está... PEDRO. – No lo sé, Don Antonio, pero lo parece. DON ANTONIO. – Hay que hacer algo. PEDRO. – Sí, Don Antonio. DON ANTONIO. - ¿Sí, qué? PEDRO. – No lo sé, Don Antonio.

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DON ANTONIO. - ¡Imbécil! PEDRO. – Sí, Don Antonio. (En ese momento, la puerta del fondo se abre y Don Alfonso entra. Don Alfonso al contrario que su hijo es pequeño y delgado, lleva un elegante traje oscuro y gafas. Se queda inmóvil cerca de la puerta y cruza los brazos. Don Antonio y Pedro que no se han movido, le miran con verdadero pánico.) DON ALFONSO, con voz calma, no ha visto el cadáver. – No es que me haya hecho muchas ilusiones sobre tu inteligencia, Antonio, pero realmente jamás hubiera pensado que llegarías tan lejos en tu idiotez... DON ANTONIO. – Pero, papá... DON ALFONSO. – No. Es inútil que te esfuerces en encontrar un pretexto ahora que has tirado todo por tierra. Los cinco millones de pesetas (Don Antonio y Pedro se miran sin comprender.) están irremediablemente perdidos. IRREMEDIABLEMENTE... Es así sin duda como concibes los negocios. DON ANTONIO. – Pero, papá... DON ALFONSO, imperturbable. – El Ministerio de la Guerra llama para hacer un pedido y el cretino de mi hijo, que no está satisfecho con sacarme todos los meses 15.000 pesetas bajo el falaz pretexto de que es mi jefe de personal, les dice que llamen más tarde. Y cuando insisten, cuelga con impaciencia. (Don Antonio asustado se gira hacia la mesa de los teléfonos.) Resultado fácil de prever: anulan el pedido y perdemos 5 millones de pesetas. Antonio, puedes estar satisfecho. Tú que siempre has querido ser alguien, lo has logrado: eres el más grande cretino del universo. (Don Alfonso que ha avanzado, ve de golpe el cadáver en el suelo. Con asco.) ¿Qué es eso? DON ANTONIO, muy nervioso. – Justamente, íbamos a llamarte... DON ALFONSO. - ¡Pero qué es eso! PEDRO. – Un accidente, Don Alfonso. Se ha caído por las escaleras. DON ALFONSO, aproximándose. - ¿Se ha caído en las escaleras? ¿Cómo ha pasado? Y está desmayado o...

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PEDRO. – Quizás o, Don Alfonso... DON ALFONSO. – Francamente, Antonio, sobrepasas mis esperanzas, felicitaciones. DON ANTONIO. – Pero no soy yo, papá... DON ALFONSO. - ¿Qué? ¿No eres tú? DON ANTONIO. – No soy yo quien le ha arrojado por las escaleras. DON ALFONSO, girándose hacia Pedro. Porqué le has arrojado... PEDRO. – Ha sido un accidente, Don Alfonso. Un accidente. No podía prever... DON ALFONSO. - ¿Quién es? DON ANTONIO. – Pedía trabajo... DON ALFONSO. – Y como no hay trabajo, le has arrojado por las escaleras. PEDRO. – Ha sido un accidente, Don Alfonso. DON ALFONSO, gritando de repente histéricamente. - ¿Y pensáis dejarlo mucho tiempo en el despacho? Para que el primero que venga lo pueda ver. ¡No creéis que tenemos suficientes historias con el asunto del maldito pie, después los cinco millones de pesetas perdidos y ahora este tipo que habéis matado en mi escalera! ¡Pandilla de imbéciles! ¿qué hacéis plantados ahí? Ni tan siquiera habéis tenido la idea de llevarlo a la habitación del fondo, esconderlo en un armario, llamar un médico, hacerlo desaparecer... ¿Pensáis acaso que los obreros no están suficientemente excitados con lo del maldito pie y queréis enseñar a este tipo muerto para qué nos acusen de asesinato? ¿Es la solución que habéis encontrado para evitar problemas? Vamos, llevaros a este tipo, hacedle desaparecer, vamos, rápido, rápido, más rápido... (Pedro y Don Antonio cogen el cadáver y salen por la puerta del fondo. Don Alfonso se pasea nerviosamente.)

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Calma, calma. Los nervios no conducen a nada. El “auto-control” es una garantía de éxito en los negocios. (Ejecuta algunos movimientos gimnásticos.) Bien, he conseguido controlarme. Ahora tratemos de salvar los cinco millones de pesetas. (Va al teléfono y marca un número.) Me gustaría hablar con Don Segismundo. De parte de Don Alfonso. Sí, muy bien, gracias. (Un silencio. Don Antonio y Pedro entran y se quedan en el fondo cerca de la puerta sin hablar.) ¿Don Segismundo? ¿Cómo le va? ¿Y sus reumatismos? Me alegro... ¿Su mujer bien? Me alegro... Todos bien, gracias. Perdone que le moleste, pero se trata de un asunto delicado e importante. Vea de lo que se trata. Pasamos un momento difícil aquí en la fábrica y estamos todos un poco nerviosos. Mi hijo Antonio es muy impresionable, la juventud, ya sabe. ¡Y bien! Mi hijo Antonio, a causa de su nerviosismo, no ha comprendido una llamada que acabamos de recibir y ha colgado sin más... Ha sido una locura, porque la llamada venía del Ministerio de la Guerra que nos proponía un negocio importante y a causa de la reacción irreflexiva de mi hijo – la juventud, ya sabe – han cambiado de opinión. ¿Cómo? Por supuesto, pero mi hijo por mucho que sea mi hijo no es la fábrica... En fin, lo que quiero decir es que ha sido un error momentáneo... Me doy perfectamente cuenta, pero si tuviera la bondad de llamar a su cuñado... No sabe el peso que me quitaría de encima... Le estaría eternamente agradecido. Sí, sí, sí. ¿Y si un día puedo serle útil? No importa para lo que sea, no importa, no lo dude. Mil veces gracias. Mis recuerdos para todos. ¿Su mujer bien? Espero que los reumatismos no le molesten demasiado. Adiós y mil veces gracias. Adiós. A los pies de su mujer. Adiós, y gracias, gracias. Adiós, adiós, adiós. (Cuelga, se frota las manos con satisfacción y energía.) Una buena acción hecha. Si Don Segismundo llama a su cuñado, creo que se arreglará. (Silencio.) Y ahora vamos a ver como arreglamos vuestra metedura de pata. DON ANTONIO, aproximándose. - ¿Llamo al médico? DON ALFONSO. - ¿A quién? DON ANTONIO. – Al médico... Para... DON ALFONSO. - ¿Para qué nos diga que está muerto, verdad? Porqué hasta que no venga el médico para constatar legalmente el deceso, y nos haga firmar los papeles y tosa antes de llamar a la ambulancia, no consideras que el tipo ha muerto. ¿Es eso? DON ANTONIO. – Decía eso por qué... había creído entender... DON ALFONSO, sin escucharle. - ¡Un médico! Empiezo a preguntarme si eres tan bestia como pareces o si lo haces adrede para irritarme. ¡Un médico! ¿Cómo podemos hacer desaparecer el cadáver discretamente si llamamos a un médico?

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DON ANTONIO, con extrañeza. - ¿Quieres hacer desparecer el cadáver? DON ALFONSO. – Evidentemente, hijo mío, evidentemente. ¿Te crees que estamos en condiciones de tener problemas con los obreros? Si Don Segismundo arregla las cosas con el Ministerio de la Guerra, el trabajo debe ser hecho en diez días. ¿Y si después de haber molestado a Don Segismundo para que arregle las cosas, le molesto de nuevo para decirle que no podemos satisfacer al Ministerio, por qué tenemos una huelga entre manos, qué crees que van a pensar de nosotros? DON ANTONIO. - ¿Pero crees que los obreros van a hacer huelga por qué un viejo imbécil se ha caído por las escaleras? PEDRO. – Ha sido un accidente, Don Alfonso, un accidente... No podía preverlo... DON ALFONSO. – Por supuesto que podía preverse, no hace falta más que mirarte, querido Pedro. Pero esa no es la cuestión de momento. (Silencio.) Sí, Antonio, sí. Los obreros esperan una ocasión para hacer huelga. No sabes cuanto les gustan las huelgas últimamente. Tiene algo de morboso. Ni tan siquiera estamos seguros de no tener una a causa del maldito pie... PEDRO. – Ha sido un accidente, Don Alfonso. DON ALFONSO, imitándole. Ha sido un accidente, Don Alfonso, ha sido un accidente... ¿No sabes decir otra cosa, cretino? Y además, cuando hable, haz el favor de no interrumpirme. PEDRO. – Bien, Don Alfonso. DON ALFONSO. - ¡Silencio! ¿Qué es lo que estaba diciendo? ¡Ah! sí. He hecho enviar una suma para la colecta por lo del pie, espero que eso calme un poco los ánimos... Pero si se enteran de que Pedro ha matado a ese viejo en la escalera... PEDRO. – Pero, Don Alfonso, ha sido... DON ALFONSO. - ¡Silencio! Diles a ellos que ha sido un accidente y verás lo que te responden. No, si queremos evitar un desastre, será mejor hacer desaparecer discretamente el cuerpo. DON ANTONIO. - ¿Pero cómo?

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PEDRO. – Quizá... No. DON ALFONSO. - ¿Qué ibas a decir? PEDRO. – Quizá en una maleta. DON ALFONSO, con ironía. – Mejor en un baúl. PEDRO. – No es necesario... Se puede... No sé bien, pero... Quizás poco a poco. (Silencio.) DON ANTONIO, que ha comprendido, da un grito de horror y se cubre el rostro. - ¡Dios Mío! DON ALFONSO. - ¡Qué bruto eres, Pedro! (Golpean a la puerta, todos se ponen nerviosos.) ¡Entre! (Entra el contramaestre.) EL CONTRAMAESTRE. – Buenos días, Señores. DON ALFONSO. – Buenos días, Manuel. ¿Qué se te ofrece? EL CONTRAMAESTRE. – Esto, bien, señor Don Alfonso, ya sabe, Señor, resulta que la viuda... En realidad la viuda, no, la mujer del accidentado. ¿No sé si comprende? DON ALFONSO. – Continúa, continúa. EL CONTRAMAESTRE. – Pues bien, Señor. La mujer del accidentado, según he comprendido, y bien, ha ido a ver a un abogado. DON ALFONSO, inquieto. ¿Un abogado? ¿Y para qué? EL CONTRAMAESTRE. – Esto pues bien, Señor, por lo que parece, ya sabe, ha ido a preguntar al abogado para saber si su marido tiene el derecho de obtener alguna cosa de usted, referente al accidente.

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DON ALFONSO. - ¿Y qué ha dicho al abogado? EL CONTRAMAESTRE. – Pues bien, el abogado... Señor, el abogado ha dicho que sí, que según el contrato que firmó, en caso de accidente, a él le corresponde, esto, ¡una pequeña pensión! DON ALFONSO. ¡Maldito abogado! ¿Cómo se llama? EL CONTRAMAESTRE. – En verdad, no sé su nombre, pero, ya sabe, puedo informarme. DON ALFONSO. – Pues infórmate rápido. Y, dime, ¿con qué dinero han pagado al abogado? EL CONTRAMAESTRE. – Esto, pues, Señor, con el dinero de la colecta. DON ALFONSO. - ¡Con el dinero de la colecta! ¡Es el colmo! Hacemos una colecta para que puedan alimentar a sus hijos, movidos por un profundo sentimiento de caridad cristiana y ellos utilizan el dinero para tratar de crearnos dificultades con la ayuda de un abogado deshonesto... EL CONTRAMAESTRE. – El caso es, que en realidad, Señores, niños, lo que se dice niños, no tienen. DON ANTONIO. – Eso no cambia nada. Es una vergüenza utilizar contra nosotros el dinero que generosamente les hemos dado. DON ALFONSO. – Aún así no les debemos nada, diga lo que diga ese maldito abogado. EL CONTRAMAESTRE. – Sí, Señor. Perfectamente, Señor. Es por esto y nada más que por esto que he venido a prevenirle... DON ALFONSO. – Has hecho muy bien. Y se tendrá en cuenta, Manuel. Se tendrá en cuenta. ¿Alguna cosa más? EL CONTRAMAESTRE. – No, Señor. Muchas gracias, Señor. El Señor sabe que siempre trato de dar satisfacción al Señor... DON ALFONSO. – Lo sé, Manuel, lo sé. Y se tendrá en cuenta. ¿Qué estado de ánimo tienen los obreros?

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EL CONTRAMAESTRE. – Pues bien ya sabe, pues, bastante caldeado, señor Don Alfonso. DON ALFONSO. ¿Caldeado, no? EL CONTRAMAESTRE. – Caldeado, sí, Señor. DON ALFONSO. Tomaremos medidas, tomaremos medidas. Muy bien, Manuel, puedes irte. EL CONTRAMAESTRE. – Bien, señor Don Alfonso. Muchas gracias, señor Don Alfonso. Adiós, Señores. Adiós... Muchas gracias. DON ANTONIO. – Adiós, adiós... (El contramaestre sale.) DON ALFONSO. Este perro agradece siempre como si le hiciéramos favores inmensos. ¿Habéis visto alguna vez un alma de lacayo comparable a la de nuestro querido contramaestre? DON ANTONIO. – Jamás se ha visto. PEDRO. – Jamás se ha visto. DON ALFONSO, yendo hacia el teléfono. – Como dicen los franceses: “A grandes males, grandes remedios.” (Después de marcar un número, hablando al teléfono.) Señorita, ¿puede decirme si Don Virgilio está ahí? De parte de Don Alfonso... Es muy urgente... Por favor, sí... DON ANTONIO, sorprendido. - ¿Llamas al comisario? DON ALFONSO, seco. - ¿No lo ves? (Muy amable.) ¿Don Virgilio? ¡Ah! Don Virgilio, que caro se vende... ¿Cómo? ¿Qué por qué digo eso? Pero, querido, apenas nos vemos por así decirlo... Y bien sí, precisamente, tendría necesidad de usted rápidamente. Sí, digamos muy rápidamente. ¿Cómo? ¿Hoy no? Sí, sí, es muy urgente. Si puede enseguida... ¿Es posible? Magnífico. Le espero. Eso es... Enseguida. (Cuelga.) DON ANTONIO. - ¿No podríamos arreglarnos sin el comisario? Sería mejor.

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DON ALFONSO. - ¿Y puedes decirme cómo lo haríamos? DON ANTONIO. – Sacando el cuerpo de aquí escondido y abandonándolo en algún lugar discreto. DON ALFONSO. – Admitiendo que tuviéramos suerte en sacar el cuerpo, como tú dices, sin ser vistos por los equipos de día o de noche, lo que es difícil, me parece todavía más difícil conseguir hacerlo desaparecer completamente. Algún día se descubriría, y habría una investigación, ¿y quién nos certifica que no ha dicho a nadie que venía aquí? Alguien de la familia o amigos declararían que no le han visto después que él vino aquí... La prensa puede hacerse eco del asunto y Dios sabe a donde llevaría eso... Puede ser una historia de mil diablos... DON ANTONIO. - ¿Crees que se haría una investigación seria por haber encontrado el cuerpo de un miserable muerto de hambre? DON ALFONSO. – Probablemente no. Pero prefiero tomar mis precauciones. Sabes perfectamente que tenemos suficientes enemigos y rivales envidiosos que tienen interés en hacernos desaparecer. Si se enteran de cualquier cosa y pagan a un policía para que continúe la investigación hasta el final, tendríamos que pagar a otro más importante – más caro – y... No, no, prefiero tomar mis precauciones por anticipado. Virgilio nos ha servido bien hasta ahora y nos va a resolver este asunto en un abrir y cerrar de ojos. DON ANTONIO. – Pero Don Virgilio se ha vuelto muy difícil... DON ALFONSO. – Que quieres, Antonio, la vida también se ha vuelto cada vez más difícil... (En ese momento se escucha un gran ruido de voces femeninas y pasos rápidos. Mari Carmen y María Luisa, muy elegantes, entran. La primera está colorada y parece de mal humor.)

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MARI CARMEN. - ¡Ah! míralo, aquí está, Antonio. Ya podía esperarte en el “California” durante horas y tú mientras aquí, tranquilamente jugando a las cartas. ¿No juegas a las cartas? Eso me extraña. No, no digo nada, siempre encuentras pretextos imbéciles para conducirte como un granuja. Como si no fuera tu mujer, sino tu amante. No, no digas nada, no merece la pena. Buenos días, querido suegro. Tu hijo está muy mal criado, a decir verdad. Soy muy paciente, pero a veces una llega al límite. Francamente Antonio, hoy te has comportado de una manera intolerable. No hables, no digas nada, no merece la pena, dirías una mentira. Buenos días Pedro. No te había visto. No, no, no, Pedro, cállate, tu voz me enerva y ya lo estoy suficiente. Qué menos. Hay cosas insoportables. He esperado media hora sola, con la pobre María Luisa. Media hora y nada, nadie, seguramente le habrá ocurrido alguna cosa. ¡Dónde podrá estar! Me había prometido estar a tiempo. ¡Cómo si se pudiera creer en las promesas de los hombres! Y yo muriendo de inquietud, sin ni tan siquiera llegar a beber mi té de lo nerviosa que estaba. Por cierto, lo hacen mejor ahora, y me invadían negros augurios, ¿qué le habrá sucedido? ¿Habrá tenido un accidente de coche? Yo, naturalmente me imaginaba lo peor, no importa qué, que estuvieras muerto o bien con una amante. Como sé cuanto te gustan las bailarinas, me dije... No importa qué, me imaginaba no importa qué. Después de un cuarto de hora de angustias, haciendo de tripas corazón, fui al teléfono y te llamé. Nada, siempre ocupado, siempre ocupado; ni que fueras Rita Hayworth, hijo. (Se gira y ve los dos teléfonos descolgados. Da un grito.) ¡Por supuesto! ¡Ya podía llamarte! Los has descolgado adrede para que no pudiera llamarte. ¿Lo tenías todo planeado, verdad? Todo. Para hacerme sufrir, que es lo único que te divierte. ¡Oh! No puedo más. (Se deja caer sobre una silla. María Luisa se sienta después de ella. Los tres hombres no se han movido. Están de pie. Pedro parece un idiota, Don Alfonso resignado, Don Antonio de vez en cuando hace un gesto como si quisiera interrumpir a su mujer para justificarse.) No puedo más. Todo tiene un límite. Si estuviéramos en América te pediría el divorcio por crueldad mental. ¿Por qué si esto no es crueldad mental, ya me dirás que lo es? Media hora de espera en un café y durante ese tiempo mi marido descuelga los teléfonos para que no le pueda llamar. Media hora, media hora de espera en un café lleno de gente, las mujeres llevaban sombreros horribles realmente, sombreros horribles. ¿Te acuerdas que te lo he dicho, María Luisa? Sobre todo en la mesa de al lado, a la izquierda, las señoras que parecían ser madre e hija y que bebían café como si hubiera una hora para beber café; sólo la hay para el té, las cinco. O bien chocolate, el chocolate no está mal tampoco, sólo que yo, no puedo beberlo: me hace engordar. El caso es que bebían café... En fin, no se trata de eso, sino de sus sombreros. Llevaban unos sombreros perfectamente ridículos. Los dos blancos, completamente blancos, se parecían mucho aunque eran diferentes. Completamente blancos con una especie de pluma extraña que parecía la pluma de un... ¿De qué pájaro, María Luisa? De un buitre, creo. No, de un buitre no. Eso no es nada, plumas extrañas como no había visto nunca. Como digo siempre: más vale ir sin sombrero, que con un sombrero tan horrible. ¿Además que necesidad tenían de ponerse sombrero a las seis de la tarde? Por la noche no digo que no, la noche es más apropiada para llevar sombrero. Pero un sombrero bonito, no uno de esos horribles que se podían ver en ese café... Un sombrero como el que me he comprado esta tarde. Si tu vieras que amor de sombrero me he comprado. ¿No es verdad, María Luisa, qué es un amor?

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MARÍA LUISA. - ¡Y cómo! MARI CARMEN. – Evidentemente un sombrero llegado directamente de París. Los Franceses son ateos, franco-masones y todo lo que quieras, pero la moda de París es siempre la moda de París. Aunque bien mirado, son los españoles los que la hacen. Toda la moda de París, son los españoles los que la hacen. Pero es la moda de París. No sé, hay algo, es un misterio, la moda de París es la moda de París, hay que reconocerlo. Salí a por un vestido, pero al final no lo he comprado. Nada me gustaba. Volveré mañana a pesar de mi fatiga. Así soy yo, siempre haciendo alguna cosa. Como revancha, he comprado este pequeño sombrero. ¡Qué amor de sombrero! Y un pequeño bolso, muy pequeño. Y otro grande, muy grande, donde se puede meter todo. Y tres pares de zapatos que son auténticas joyas. Y bien, nos vamos, veo que estáis ocupados. Adiós, querido suegro, Antonio, no vuelvas tarde, ¿vale? Adiós, adiós. Antonio, ni tan siquiera te has apercibido que llevo un nuevo perfume. No me has dicho nada. Que paleto eres, realmente, querido. Y bien, adiós, nos vamos. MARÍA LUISA. – Adiós. (Salen. Los tres hombres se quedan inmóviles durante un momento. Parecen embobados. Después Don Alfonso se sacude como si se despertase de una pesadilla.) DON ALFONSO. – Tu mujer está en excelente forma, Antonio... DON ANTONIO. – No se puede pedir más. DON ALFONSO. - ¿Quizá un poco nerviosa, no? DON ANTONIO. – No lo sé. DON ALFONSO. – Quizá un poco nerviosa, sí. Deberías hacerla ver a un médico. DON ANTONIO. - ¿Crees que es necesario? DON ALFONSO. – Sí, creo que es necesario. DON ANTONIO, gimiendo. – Fuiste tú quien quiso que la esposara. DON ALFONSO. - ¿Quién ha dicho lo contrario? DON ANTONIO. – Nadie, pero...

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DON ALFONSO. - ¿Quién ha dicho lo contrario? ¿He dicho alguna cosa en ese sentido? ¿Me has oído decir alguna cosa en ese sentido, Pedro? PEDRO. - ¿Yo, Don Alfonso? No he oído nada, Don Alfonso. DON ANTONIO. - ¿Ves? Simplemente me regocijaba de verla con tan buena salud. DON VIRGILIO, que ha entrado silenciosamente durante esta conversación. Va elegantemente vestido. Demasiado. Algo de chulo en su porte. - ¿Se puede pasar? (Los tres se sobresaltan.) DON ALFONSO. – Albricias, Don Virgilio, no le hemos oído llegar. Entre, entre. Siéntese. VIRGILIO, sentándose. – Aquí estoy. Para servirle. (Saca un cigarrillo. Don Antonio y Pedro se precipitan para encenderlo.) DON ALFONSO. – Y bien, Don Virgilio. (Se pasea nerviosamente a lo largo y ancho.) Y bien, ha sucedido una desgracia. Las desgracias, a decir verdad, nunca llegan solas. El otro día, se lo decía precisamente a Don Colomeo. ¿Le conoce? De nombre al menos: es el secretario del Ministro de Interior. Don Colomeo, le decía... A propósito desayunamos en un restaurante que debe conocer, porque sé que usted... Don Colomeo, le decía, Don Colomeo las desgracias nunca llegan solas. Pero volvamos a nuestro asunto. Atravesamos un periodo de desgracias. DON VIRGILIO, que fuma con las piernas cruzadas. - ¿Sí? DON ALFONSO. – Sí. Un periodo de desgracias. Esta tarde misma han llegado dos. Dos. Una... no hablemos más porque se ha arreglado. La otra..., es el asunto por el que le he pedido venir. DON VIRGILIO. ¿Sí? DON ALFONSO. – Sí. Nuestro querido secretario aquí presente (Señalando a Pedro.) de una fidelidad de la que nadie puede dudar, y yo menos que nadie... PEDRO. – Gracias, Don Alfonso, gracias...

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DON ALFONSO. – Pero que es, ¿cómo diríamos? Usted le ve. Un atleta... un verdadero atleta. En fin, esta tarde, un pequeño viejo infame, cuando le vea estará conmigo que se trata de un pequeño viejo infame, ha venido a pedir trabajo y como no había, nuestro querido Pedro, ¡plof! Le ha hecho rodar por las escaleras... En fin... En una palabra... ¿por qué andarse con rodeos? Le ha matado. DON VIRGILIO, tranquilamente. – Ya veo. Un asesinato. PEDRO, muy nervioso. – Señores, señores, se lo suplico, fue un accidente, un accidente... Se tropezó, yo le empujé... Quizá tropieza y cae... Pero fue un accidente. No hice más que lo que Don Antonio me pidió que hiciera... DON ANTONIO. – Cálmate, Pedro. Te lo ruego. A punto has estado de decir que yo te he pedido que lo mataras. PEDRO, gritando. – Sí, Señores, así fue, usted me dijo... DON ANTONIO, gritando. - ¡Pedro! DON ALFONSO, gritando. – Antonio, ¿qué quiere decir eso? DON VIRGILIO, tranquilamente. –Eso lo complica. Ha habido premeditación. DON ANTONIO. – Lo que hay es que Pedro se ha vuelto loco. PEDRO. – usted me dijo: “Haz lo que quieras, arrójale por la ventana, mátale, pero hazle salir.” Usted me dijo eso. DON ANTONIO, amenazante. – Ten cuidado, Pedro, mide tus palabras... PEDRO, servilmente. – Sí, Señor, sí. Yo... yo quería solamente obedecerle... Usted me dijo... Pero fue un accidente. No se podía prever... DON ALFONSO. - ¡Silencio! Basta de gritos, de ruido y de complicaciones. Don Virgilio no logrará comprender lo que ha pasado... DON ANTONIO. – Esto es lo que ha pasado: El pequeño viejo entró aquí y no quería irse; como tenía mucho trabajo, le pedí a Pedro que me lo quitara de encima. DON VIRGILIO. – Y Pedro se lo quitó de encima. El asunto está claro.

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PEDRO. – Fue un accidente, Señores, un accidente. DON ALFONSO. - ¡Silencio, he dicho! El problema, Don Virgilio, es el siguiente: de un lado un pequeño viejo infame que ha tenido la mala idea de romperse la cabeza en mi escalera, por otro lado un estado de tensión desagradable con nuestros obreros en un momento de importancia vital y añadiría pidiéndole que quede entre nosotros, de una importancia nacional, nacional, insisto, ¡pero silencio! En un momento en que es capital – usted me comprende – que nuestros obreros aumenten al máximo su esfuerzo de producción. Si el accidente causado por Pedro – digámoslo así sin querer ofender a nadie – es conocido por los obreros, creará un estado de ánimo – ya están agitados últimamente por razones que no tienen nada que ver con esta historia – inoportuno para el esfuerzo de producción de interés nacional. No sé si me explico. DON VIRGILIO, levantándose y aplastando su cigarrillo en el cenicero. Perfectamente. Quiere que haga desaparecer el cadáver. DON ALFONSO, con admiración. – Ha resumido perfectamente la situación. DON VIRGILIO, después de haberse paseado por la sala reflexionando, mientras los demás observan. – 100.000 pesetas. DON ALFONSO, después de un segundo de silencio. - ¿Cómo dice? DON VIRGILIO. – He dicho 100.000 pesetas. DON ALFONSO, riendo sin alegría. – Ja, ja, ja. Siempre tan bromista, Don Virgilio. DON VIRGILIO, sonriendo. – Siempre... salvo cuando se trata de asuntos serios. He dicho 100.000 pesetas. DON ALFONSO. – Pero, Don Virgilio, reflexione un instante. Este asunto no le llevará mucho trabajo... DON VIRGILIO. – Se trata de un asunto grave. Un asesinato. Camuflar un asesinato no es asunto menor. PEDRO. – Pero si fue un accidente... DON VIRGILIO. – Si prefiere que haya una investigación... DON ALFONSO, cortándole la palabra. – No habría merecido la pena molestarle. Pero una suma tan extravagante por un asunto tan insignificante...

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DON ANTONIO. – El pequeño viejo en cuestión estaba ya medio muerto cuando se presentó aquí. No es nuestra culpa si su debilidad era tal que ni tan siquiera pudo descender la escalera sin fracturarse el cráneo. Cualquier médico lo confirmaría. DON VIRGILIO. – Llame a un médico. Mientras tanto yo haré mi informe para la Dirección general de Seguridad. DON ALFONSO. – Un momento, un momento. Estamos de acuerdo en que el asunto merece una cierta recompensa. Estamos de acuerdo, enteramente de acuerdo. ¡Pero 100.000 pesetas! DON VIRGILIO. – Cifra modesta. Indispensable diría yo. Tendría que pagar a un número infinito de empleados subalternos. Si quedan 2.000 o 3.000 pesetas para mí ya estaría satisfecho. Si no fuera por hacerle un favor, no me embarcaría en este asunto. DON ALFONSO. – Y se lo reconocemos, puede estar seguro que se lo reconocemos. Pero si le quitásemos un cero, ¿qué diría? DON VIRGILIO. - ¿Si le quitamos qué? DON ALFONSO. Un cero. DON VIRGILIO. ¿Un cero? ¿A quién? DON ALFONSO. A los 100.000. DON VIRGILIO. ¿A los 100.000? (Saca rápidamente una libreta y un lápiz. Adivinamos que escribe 100.000 y que tacha un cero. Su rostro adquiere una expresión de sorpresa divertida.) Y con eso quedarían 10.000. Soy mejor que usted haciendo bromas, Don Alfonso. DON ALFONSO. – Escuche, digamos 15.000, por que soy generoso. DON VIRGILIO. – 100.000 y gano apenas 2.000. DON ALFONSO. – 15.000. DON VIRGILIO. – 100.000. Es mi última palabra. DON ALFONSO. 20.000 y es mi última palabra.

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DON VIRGILIO. – 100.000. DON ALFONSO. – 20.000. DON VIRGILIO. – 100.000. DON ALFONSO. – 20.000. DON VIRGILIO. – 100.000. DON ALFONSO. – 20.000. DON VIRGILIO. – Bien, digamos 90.000 y no gano ni un duro. Solo por hacerle un favor. DON ALFONSO. – No bromee. Escuche, como me es simpático, le hago un regalo de 10.000 pesetas de más. Digamos 30.000 y asunto acabado. DON VIRGILIO. – Imposible. ¿Qué podría hacer con esa suma? No me llegaría ni para hacerlo sacar de aquí. Debo pagar a una cantidad infinita de empleados subalternos. Es un asunto muy grave. DON ALFONSO. – 40.000 por ser usted. DON VIRGILIO. – No, no, nada que hacer. Imposible con menos de 90.000. ¿No sabe lo que debo de pagar a los agentes que lo “encontrarán” y al médico que certificará que se trata de una “muerte natural”? PEDRO. – Un accidente, es una muerte natural... DON ALFONSO. – 50.000 y no hablemos más. DON VIRGILIO. – Sin bromas, no puedo bajar de 80.000. DON ALFONSO. – 55.000. DON VIRGILIO. – 80.000. DON ALFONSO. – 60.000.

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DON VIRGILIO. – 80.000. DON ALFONSO. - 65.000. DON VIRGILIO. – 70.000. DON ALFONSO. - ¿70.000? DON VIRGILIO. – 70.000. DON ALFONSO. Bueno, 70.000. Me arruina. DON VIRGILIO. Soy yo quien se arruina. Saldrá de mi bolsillo... DON ALFONSO. - ¿Pero sacará el cadáver? DON VIRGILIO. – Lo sacaré. DON ALFONSO. - ¿Y nadie podrá probar, jamás, que ese pequeño viejo infame ha estado aquí? DON VIRGILIO. – Nadie podrá probarlo. Se tomarán las medidas necesarias. DON ALFONSO. - ¿Entonces el pequeño viejo saldrá discretamente sin dejar rastro. Desaparecerá Dios sabe donde y no lo habremos visto jamás? DON VIRGILIO. – Exactamente. DON ALFONSO. - ¡Magnífico! Antonio o bien tú Pedro, saca la botella de jerez y los vasos. PEDRO. – Bien. (Hace lo que se le pide.) DON ALFONSO. - ¿Podemos entonces estar del todo tranquilos? DON VIRGILIO. – Del todo, palabra de honor. DON ALFONSO. - ¡Magnífico! Ya ves Antonio, no hacía falta desesperarse. En la vida hay siempre una solución, incluso cuando todo parece perdido.

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DON ANTONIO. – Sí, papá. DON ALFONSO. – Sentémonos. (Se sientan todos, salvo Pedro que sirve el jerez.) DON ANTONIO. – Si me permite una pregunta indiscreta, Don Virgilio, ¿qué va a hacer con el dinero que ha ganado? DON VIRGILIO. - ¡Ah!... (Suspira con emoción, soñador.) Me compraré... mi sueño... Un congelador... (En ese momento la puerta se abre y el viejo aparece de pronto. Está sucio, la ropa echa jirones y la sangre fluye por sus ropas su rostro y sus manos, se queda en la puerta.) EL VIEJO. – Perdónenme, pero... Pero, el tiempo pasa... y, perdónenme que les moleste, pero hace dos horas que espero y... Dos horas perdidas... Así que, si tienen la bondad de... indicarme... de indicarme donde y cuando puedo comenzar mi trabajo. Yo, de verdad, empezaría de inmediato...

EL TELÓN CAE RÁPIDAMENTE (Esta farsa a la vez cómica y trágica – pretende hacer reír con situaciones trágicas – sería bueno que los actores interpreten en modo “farsa”, sin forzar demasiado. Evitando a toda costa el vaudeville. Es decir que por debajo del lado cómico de las situaciones y diálogos es necesario que el espectador pueda, después y antes de reír, decirse que no “tiene nada de gracioso...”)

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