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DICIEMBRE DE 2013 9 Fotografía: © ARTHUR SASSE Albert Einstein es muchos iconos: de la creatividad científica, de la independencia intelectual, del difícil equilibrio entre activismo político y aislamiento académico. También lo es de las aportaciones del pueblo judío al conocimiento del mundo. Presentamos aquí una apretada semblanza de su “estilo”, tanto el de su forma de pensar como de su relación con el poder, más una relación de obras del Fondo en que es protagonista Einstein style! SERGIO DE RÉGULES ENSAYO ISRAEL. DE NÉGUEV A ATEMAJAC www.elboomeran.com

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Reflexión sobre la relación entre ciencia y creatividad a partir de la figura de Einstein.

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“estilo”, tanto el de su forma de pensar como de su relación con el poder, más una relación de obras del Fondo en que es protagonista

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Ernst Mach era un latoso. A fines del siglo xix, cuando ya existía mucha evidencia indirecta de que la materia estaba hecha de átomos y moléculas, él decía: “Sí, pero, ¿los has visto?” Más allá de las ganas de fastidiar, esta pregunta malintencionada era la expresión de una pos-

tura filosófica respecto a la realidad: sólo es real lo que se puede ver o, en general, lo que se puede detec-tar directamente. Lo que no, es pura construcción mental y no cabe en la ciencia.

Esta postura tiene un apellido de alcurnia: se llama positivismo y restringe casi hasta estrangu-larlas las posibilidades del conocimiento porque sólo reconoce el de tipo científico, y éste debe res-tringirse a lo que se puede probar por medio de ex-perimentos. Ernst Mach les negaba la existencia a los átomos y las moléculas porque nadie había dise-ñado ningún experimento al cabo del cual uno pu-diera abrir el puño y mostrar como trofeo un átomo reluciente en la palma de la mano. Mach rechazaba por la misma razón las nociones de espacio y tiem-po absolutos, que estaban implícitas en la física del movimiento, o mecánica, de Isaac Newton.

Por esa época un joven estudiante de física de la Escuela Politécnica de Zúrich llamado Albert Eins-tein leyó la Historia de la mecánica de Mach inci-tado por un compañero de estudios. Muchos años después, en sus Notas autobiográficas, Einstein es-cribió que Mach “ejerció una profunda influencia sobre mí”, pero no tanto por su defensa de lo tan-gible como único objeto de la ciencia, sino por “su escepticismo e independencia incorruptibles” que lo llevaron a poner en duda muchas ideas recibidas.1 A Einstein lo que más le impresionó de Mach fue el estilo.

LAS GARRAS DEL LEÓNEl historiador del arte suizo Heinrich Wölfflin re-lata en Principles of Art History que el pintor ale-mán Ludwig Richter fue con tres amigos a pintar el paisaje cerca de Tívoli, Italia. Los cuatro amigos pactaron fijar lo que veían sin desviarse ni pizca de la realidad. El resultado, por supuesto, fueron cua-tro pinturas “tan distintas unas de otras como las personalidades de los cuatro pintores”, de donde Richter concluyó, dice Wölfflin, “que no existe la visión objetiva, y que la forma y el color se aprehen-den según el temperamento”. 2 Una pintura fi gura-tiva es una representación de la realidad tamiza-da por una forma individual de ver el mundo, o un estilo, ese je ne sais quoi que tienen en común las obras de un mismo artista y que lo distinguen de los demás.

“Por sus garras se conoce al león”, dijo el mate-mático suizo Johann Bernoulli de Isaac Newton cuando éste presentó anónimamente la solución de un desafío que Bernoulli había lanzado a los mate-máticos de Europa, lo que sugiere que también en la ciencia se reconoce el concepto de estilo: New-ton no llega a la solución de la misma manera que Leibniz o que Bernoulli, igual que los cuatro amigos pintores.

Que pueda haber estilo en ciencia sólo es extraño si no se aprecia que, como la pintura o la literatura, la ciencia es un ejercicio de imaginación y creación. Cierto: ésta no es la impresión que queda luego de los cursos escolares, donde se presenta como una colección de verdades absolutas descubiertas por genios iluminados. Si la ciencia ofrece verdades im-pepinables, independientes del temperamento, los gustos y los prejuicios del científi co —y si éste es un iluminado que toma dictado de los dioses—, enton-ces, en efecto, el científi co no necesita creatividad ni imaginación, sólo una buena técnica de taquigra-fía. Pero la ciencia no es así, como muestra Thomas Kuhn en La estructura de las revoluciones cientí-fi cas.3 Kuhn se interesó en la historia de la física y encontró controversias prolongadas entre bandos, escuelas de pensamiento y hasta camarillas que no se resolvieron simplemente porque unos fueran po-

1� Albert Einstein, “Autobiographical Notes”, en Timothy Ferris, ed.,

The World Treasury of Physics, Astronomy and Mathematics, Nueva York,

Little, Brown and Company, 1991.

2� Heinrich Wölffl in, Principles of Art History, Nueva York, Dover, 1950.

3� Thomas Kuhn, La estructura de las revoluciones científi cas, México,

fce, 2013. Véase también: Ian Hacking, ed., Revoluciones científi cas, Mé-

xico, fce, 1985.

seedores de la verdad y otros no. Cuando los físicos construyen teorías rivales y las ponen a competir, la victoria se decide no sólo por lógica y razón; tam-bién intervienen los prejuicios, los gustos, las cos-tumbres; en suma, en la visión de Kuhn una teoría física puede ser una representación de la realidad tamizada por una forma individual de ver el mundo. En su construcción incluso caben los criterios pu-ramente estéticos.

ARMONÍAAlbert Einstein era un latoso. Se negaba a mostrar-les la debida deferencia a sus maestros, a quienes se dirigía con un irreverente “Herr Weber” en lugar del más apropiado “Herr Professor”. Su petulancia tuvo consecuencias: Herr Professor Doktor Weber se encargó de que ninguna institución académica le diera empleo y así, al terminar la carrera, el joven Einstein, con novia embarazada y sin posibilidades de ejercer su profesión, se vio reducido a aceptar un trabajo en la ofi cina de patentes de la ciudad de Berna, Suiza. Como sus obligaciones no le quitaban mucho tiempo, Einstein disponía de cierta holgura para pensar en sus cosas.

Cuatro años después, en 1905, sin cobijo de uni-versidad ni instituto de investigación alguno, el joven Einstein irrumpió en el mundo académico como un toro en una cristalería con cuatro artícu-los publicados en la revista Annalen der Physik, tres de los cuales se reconocen hoy como semillas de sendas revoluciones en física. Los artículos guar-dan una insólita relación con Mach, el ídolo de la ju-ventud de Einstein.

En su tesis doctoral, Einstein había añadido una evidencia más a la existencia de los átomos y las mo-léculas con un método para deducir sus dimensio-nes a partir de propiedades fácilmente medibles de los líquidos, pero en el segundo de sus artículos del año 1905 Einstein va más allá. En 1827 el botánico escocés Robert Brown se quedó pasmado al ver al microscopio unos granos de polen suspendidos en agua que se zarandeaban al azar sin causa evidente, como caminantes borrachos. El extraño fenóme-no se conocía como movimiento browniano. En su segundo artículo de 1905 Einstein explica las sacu-didas que observó Brown como manifestación del golpeteo constante que le dan al grano de polen las moléculas individuales del líquido. El movimiento browniano se convierte así en evidencia directa de que existen las moléculas, lo que echa por tierra las razones de Mach para descreer de los componentes más pequeños de las cosas.

En el tercer artículo de 1905, en cambio, Einstein da renovados bríos a otra de las creencias positivis-tas de Mach: que no se pueden defi nir en términos absolutos ni el movimiento de los objetos ni la du-ración de los fenómenos. Revitalizar a Mach no era la intención de Einstein. Su preocupación era más bien reconciliar las dos grandes ramas de la física de la época —la mecánica y la electrodinámica— que se contradecían en el asunto del movimiento abso-luto: la mecánica exigía que no existiera, la electro-dinámica exigía que sí. El joven burócrata de la ofi -cina de patentes encontró el modo de armonizarlas —después de todo, se referían a un mismo universo: era feo que no empataran—, pero para eso Einstein renunció a ciertas ideas recibidas que a nadie se le había ocurrido poner en duda. He aquí algunas de esas ideas para que aprecien ustedes el tamaño de la renuncia.

Es evidentísimo que el tiempo transcurre para todo el mundo a la misma velocidad (un segundo por segundo). La duración de un fenómeno no de-pende de quién la mide, claro. Pues resulta que no es cierto: un vuelo de la Ciudad de México a Guadalajara tendrá cierta duración para los que esperan al avión en tierra y otra menor para los pasajeros. El efecto es diminuto a las velocidades de un avión, pero se puede medir, como verifica-ron en 1971 el físico Joseph Hafele y el astrónomo Richard Keating, dando dos vueltas al mundo en avión con dos relojes atómicos. Hay una simpá-tica foto de los científicos y una sobrecargo en el interior de un Boeing 747 con dos pilas de apara-tos electrónicos erizados de cables —los relojes— ocupando sendos asientos, como cualquier pasa-jero. Tras el vuelo se comprobó que los aparatos se habían atrasado unos cuantos nanosegundos respecto a dos relojes de referencia idénticos que se quedaron en tierra, exactamente lo que predijo Einstein en 1905.

Einstein nos exige creer que con el movimiento también cambian la longitud y la masa de los cuer-pos, otras dos propiedades que el sentido común y la experiencia cotidiana piden a gritos que consi-deremos independientes del punto de vista; y, qui-zá peor aún, la solución armonizadora de Einstein implica que dos fenómenos que ocurren simultá-neamente para un observador suceden a tiempos distintos para otro. Sólo a un físico más interesado en las cualidades estéticas de una teoría que en lo estrictamente experimental y racional se le ocurri-ría renunciar a lo evidente en aras de la armonía de la física.

En el cuarto artículo de 1905 Einstein demuestra que la energía tiene inercia, que es otra manera de decir que E = mc2. Tres años después, cuando el edi-tor de una revista atribuyó este descubrimiento al venerado físico Max Planck, el joven Einstein le es-cribió inmediatamente para que corrigiera el error. En una carta posterior, empero, se disculpó por exaltarse, añadiendo que “las personas a las que les es dado contribuir con algo al progreso de la ciencia no deben dejar que esta clase de asuntos empañen el placer que dan los frutos del trabajo común”.4

UNIDADEl físico y novelista Alan Lightman encuentra mu-chas similitudes en el estilo de hacer ciencia de Isaac Newton, en el siglo xvii, y de Albert Einstein, en el xx, y señala una bonita característica común: tanto Newton como Einstein llevan sus refl exiones a sus últimas consecuencias y extraen conclusio-nes tremendas de los fenómenos más sencillos. Sus ideas trascienden las simples teorías científi cas; “son fi losofías, temas sinfónicos, son formas dis-tintas de estar en el mundo” que integran una vi-sión de la física que da prioridad a “la simplicidad, la elegancia y la belleza matemática”:5 la física como rama de la estética. Esto resuena con unas palabras que escribió el polifacético matemático y escritor británico Jacob Bronowski: “Cuando el poeta y fi -lósofo Samuel Taylor Coleridge trataba de defi nir la belleza, volvía una y otra vez a una profunda re-fl exión: la belleza, decía, es la unidad en la variedad. La ciencia no es otra cosa que la búsqueda de la uni-dad en la variedad de la naturaleza […]. La poesía, la pintura, las artes son la misma búsqueda de unidad en la variedad.”6

Un ejemplo en el caso de Einstein. Desde el siglo xvii se había observado una característica insóli-ta de la propiedad de la materia llamada masa. La masa mide las pocas ganas de cooperar que tienen los cuerpos más pesados cuando uno quiere acele-rarlos: en virtud de su masa es más difícil acelerar un elefante que una cereza. Pero la misma propie-dad aparece en un contexto totalmente distinto, como medida de la fuerza gravitacional que es ca-paz de sentir (y producir) un cuerpo: en virtud de su masa, el elefante pesa más que la cereza. Y en concreto, si Galileo Galilei suelta desde lo alto de la torre de Pisa un elefante y una cereza, la fuerza de gravedad es más intensa sobre el elefante (lo que nos haría esperar que se acelerara más que la cere-za), pero, por el mismo motivo, el elefante se resis-te más a la aceleración. Estos efectos contrarios se anulan y la cereza y el elefante caen con la misma aceleración (al mismo tiempo, pues). Esta extra-ña coincidencia traía a los físicos de cabeza, y has-ta había experimentos encaminados a encontrar diferencias numéricas entre la “masa inercial” y la “masa gravitacional”. Ante la imposibilidad de en-contrar esas diferencias, Einstein se dijo que iner-cia y gravedad debían de ser lo mismo. En otras pa-labras, unifi có los conceptos de inercia y gravedad. Tardó diez años en extraer todas las consecuencias de este “principio de equivalencia”, pero de esta sencilla observación Einstein derivó una nueva teo-ría de la gravitación, llamada teoría general de la re-latividad, que se usa hoy para explorar la estructura a gran escala del universo y la formación de aguje-ros negros.

En un breve artículo publicado en la revista Na-ture en 1921, Einstein explica el desarrollo de la teo-ría de la relatividad y revela un aspecto de su estilo que lo distancia de Mach de una vez por todas: “Mi

4� John Stachel, ed., Einstein’s Miraculous Year, Princeton, Princeton

University Press, 2005.

5� Alan Lightman, “Einstein and Newton: Genius Compared”, en Scien-

tifi c American, vol. 291, núm. 3, septiembre de 2004.

6� J. Bronowski, en H. E. Huntley, The Divine Proportion, Nueva York,

Dover, 1970.

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convicción de que la masa inercial y la masa gravi-tacional son idénticas me inspiró una confi anza ab-soluta en esta interpretación”;7 es decir, el físico es-taba convencido a priori de que tenía razón, aun sin la más mínima prueba experimental.

Unos años después, un eclipse de sol dio ocasión para poner a prueba una de las predicciones de la teoría general de la relatividad. La expedición para observar el eclipse se había planeado con bombos y platillos. Alguien le contó a Einstein que Max Planck no había podido dormir la noche anterior de puras ansias, a lo que Einstein contestó: “Si Planck hubiera entendido bien la teoría, se habría ido a la cama con toda tranquilidad, como yo.” También se cuenta que poco antes, cuando le preguntaron si es-taba nervioso por los posibles resultados de la expe-dición, Einstein dijo: “Si los resultados salen nega-tivos, tanto peor para el buen Dios. Las ecuaciones son correctas.”

¡La cara que hubiera puesto Mach!

PREMONICIÓNMach y Einstein se conocieron en 1911. Einstein tenía 32 años y estaba en la cresta de la ola; Mach te-nía 73, su salud era precaria y pocos se interesaban en él. Un contemporáneo contó que por esa época Mach recibía a sus visitas solicitándoles que le ha-blaran muy fuerte, porque, “además de mis otras características desagradables, soy sordo como una tapia”.

Mucho tiempo después Einstein contó que en esa ocasión le preguntó al anciano físico austriaco si creería en los átomos en caso de encontrarse una propiedad de los gases que sólo se pudiera explicar suponiendo que están hechos de átomos. Para gran satisfacción del joven, Mach admitió que sí, pero en 1921 Einstein supo que, por el contrario, dos años después de su visita a Mach éste había renegado nuevamente no sólo de los átomos, sino de la teoría de la relatividad, en cuya creación Einstein siempre le había concedido un papel importante. Mach, pa-dre de la relatividad malgré lui, murió en 1916, com-pletamente rebasado por la corriente de la física de su tiempo.

En el encuentro de 1911 el joven Einstein no po-día imaginarse que, en sus años de madurez y vejez, él caería en el mismo estado a los ojos de muchos de sus colegas.

EINSTEIN E ISRAELA medida que se encumbraba, Albert Einstein se veía cada vez más solicitado para expresar su opinión y dar su apoyo a causas que superaban los confi nes de la ciencia. Una muy importante fue la creación del Estado de Israel. En los años veinte el rebelde de antaño que despreciaba toda autoridad había tenido que reconocer que su fama lo ponía en una posición de poder y aceptó usarla para contribuir a defender la libertad y los derechos del pueblo judío.

“Descubrí que era judío a la edad de 35 años, cuan-do regresé a Alemania, y el asunto me lo revelaron más los gentiles que los judíos”, escribió Einstein. Parece difícil de creer, en vista de lo que ocurrió des-pués en Alemania, pero durante su infancia y juven-tud el futuro físico no tuvo conciencia de que existía el antisemitismo. Su familia no era ni devota ni tra-dicionalista y el joven Albert nunca se sintió separa-do de otros alemanes por diferencias culturales ni religiosas. En esos años, incluso los judíos más ape-gados a las tradiciones que los Einstein vivían más o menos en paz. Pero en los años previos a la primera Guerra Mundial el antisemitismo empezó a asomar su fea cara. Para 1917, cuando Gran Bretaña se com-prometió a crear un hogar para los judíos en Palesti-na, Einstein ya se sentía obligado por las circunstan-cias a manifestar su adhesión a la causa de “su tribu”, como él decía.8

En los años siguientes Einstein participó de todo corazón en el impulso para crear la Universidad Hebrea de Jerusalén y, con cierto recelo, en el mo-vimiento para crear el Estado de Israel. Al parecer, Einstein hubiera deseado que el judaísmo reivindi-cara el valor universal de sus numerosas aportacio-nes a la cultura antes que convertirse en un país con territorio y bandera. En un texto que refl eja su pos-tura ambivalente a este respecto el físico dice: “Los

7� Einstein, “A Brief Outline of the Development of the Theory of Rela-

tivity”, en Nature, vol. 106, núm. 2677, 17 de febrero de 1921.

8� François des Closets, Ne dites pas à Dieu ce qu’il doit faire, París, Seuil,

2004.

judíos somos, y debemos seguir siendo, depositarios y defensores de ciertos valores espirituales, pero de-bemos darnos cuenta de que estos valores espiritua-les son también, y siempre han sido, la aspiración de toda la humanidad”,9 lo que suena francamente in-genuo cuando se considera que lo escribió en 1936, cuando Hitler ya era canciller de Alemania y Eins-tein había tenido que exiliarse en Estados Unidos. En otro texto de 1938 escribe: “Consideraciones prácticas aparte, mi conciencia de la naturaleza esencial del judaísmo se resiste a la idea de un Es-tado judío con fronteras, ejército y una cierta medi-da de poder secular […]. Temo el daño que se hará al judaísmo si se desarrolla un nacionalismo estrecho en nuestras propias fi las.”10

La historia, empero, lo haría cambiar de opinión y en 1949 Einstein pudo celebrar plenamente la exis-tencia del nuevo país: “Al evaluar el logro [de Israel], no perdamos de vista la causa que lo impulsó: resca-tar a nuestros hermanos en peligro, dispersos por muchas tierras […], crear una comunidad ceñida lo más posible a los ideales éticos de nuestro pueblo.”11

En 1952 murió Chaim Weizmann, presidente de Israel, y el primer ministro David Ben-Gurión le ofreció el puesto al judío más famoso del mundo. Einstein declinó el honor. “Soy verdaderamente un ‘viajero solitario’”, había escrito en un ensayo pu-blicado en 1931, “y nunca he pertenecido de todo co-razón ni a mi país, ni a mi hogar, ni a mis amigos, ni siquiera a mi familia inmediata”.12 Su necesidad de libertad y soledad, que siempre defendió ferozmen-te, le hacía imposible erigirse como representante de nadie, ni siquiera de la nación que había contribuido a formar.

ÚLTIMO ESFUERZOEn los años veinte y treinta del siglo xx Einstein se enfrascó en un intenso debate acerca del signifi cado de la nueva mecánica cuántica, física de lo muy pe-queño que él había contribuido a fundar con uno de sus artículos de 1905. Einstein y algunos otros opi-naban que la teoría cuántica era incompleta y tem-poral, una parada en el camino a una teoría más profunda, pero la mayoría de los físicos se adhirió al bando contrario, según el cual la mecánica cuán-tica era la teoría más completa posible del mundo atómico.

En sus últimos años Einstein se mantuvo al mar-gen de la corriente. Muchos físicos pensaron que, como a Mach, la física de su tiempo lo había rebasa-do, pero el esteta de la ciencia dedicaba sus afanes a fraguar una teoría que describiera al mismo tiempo la fuerza de gravedad y el electromagnetismo: un último esfuerzo de unifi cación y armonización de las leyes de la física al más puro estilo Einstein. El esfuerzo no había culminado cuando Einstein mu-rió, en 1955, pero en lo que dejó, un físico de vista aguazada podría reconocer fácilmente la garra del león.�W

Sergio de Régules, físico, editor y divulgador de la ciencia, colabora habitualmente con las revistas ¿Cómo Ves? y Saber Ver, así como con el diario Milenio. Es autor de varios libro, entre ellos: El sol muerto (Pangea, 1997), Las orejas de Saturno (Paidós, 2003) y Crónicas geométricas (Santillana, 2002).

9� Einstein, Out of My LaterYears, Westport, Greenwood, 1970.

10� Ibidem.

11� Idem.

12� Ibid.

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