Dossier Filosofía 2013 4°Medio PAC

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Índice

Texto 1 “La formación de los Intelectuales”, Antonio Gramsci 3Texto 2 “Necesidad de la Filosofía en un mundo Globalizado”, Fernando Savater. 4Texto 3 “La República”, Libro VII, Platón 10Texto 4 “El realismo aristotélico”, Luz María Edwards y Adriana Figueroa 14Texto 5 “Meditaciones Metafísicas”, René Descartes 16Texto 6 “Ensayo sobre el entendimiento humano”, John Locke 25Texto 7 “Extractos acerca de la Dialéctica Hegeliana, Varios Autores 33Texto 8 “La verdad no es moneda acuñada”, Sergio Vuskovic Rojo 35Texto 9 “Calvin & Hobbes”, Bill Watterson 39Texto 10 “Ética para Amador”, Fernando Savater 40Texto 11 “Acerca del concepto y la fundamentación de la moral”, Ernst Tugendhat 45Texto 12 “Respuesta a la pregunta ¿Qué es la Ilustración?”, Immanuel Kant 47Texto 13 “Dos conceptos de Libertad”, Isaiah Berlin 52Texto 14 “Hans Jonas, pensador de una tierra inhabitada”, Daniel Figueroa 54Texto 15 “Pluralismo: una ética del siglo XXI”, Miguel Orellana Benado 59Texto 16 “La vida moral de las guaguas”, Paul Bloom 67Texto 17 “Adolescencia y posmodernidad”, Santiago Bellomo 71Texto 18 “Cambalache”, Enrique Santos Discépolo / “Calibraciones” Aparato Raro 73Texto 19 “La Apología de Sócrates”, Platón 74

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“La formación de los Intelectuales”1 (extracto)

Antonio Gramsci (Italia, 1891-1937)

uáles son los límites "máximos" que admite el término "intelectual"? ¿Se puede encontrar un criterio unitario para caracterizar igualmente todas las diversas y variadas actividades

intelectuales y para distinguir a éstas al mismo tiempo y de modo esencial de las actividades de las otras agrupaciones sociales? El error metódico más difundido, en mi opinión, es el de haber buscado este criterio de distinción en lo intrínseco de las actividades intelectuales y no, en cambio, en el conjunto del sistema de relaciones en que esas actividades se hallan (y por lo tanto en los grupos que las representan) en el complejo general de las relaciones sociales. Y en verdad el obrero o proletario, por ejemplo, no se caracteriza específicamente por el trabajo manual o instrumental, sino por la situación de ese trabajo en determinadas condiciones y en determinadas relaciones sociales (además de la consideración de que no existe trabajo puramente físico y de que la expresión de Taylor de "gorila amaestrado" es una metáfora para indicar un límite en cierta dirección: en cualquier trabajo físico; aunque se trate del más mecánico y degradado, siempre existe un mínimo de calidad técnica, es decir un mínimo de actividad creativa). Ya se ha observado que el empresario, por su misma función, debe tener en cierta medida algunas cualidades de tipo intelectual, si bien su figura social no está caracterizada por esas cualidades sino por las relaciones generales sociales que caracterizan la posición del empresario en la industria.

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Todos los hombres son intelectuales, podríamos decir, pero no todos los hombres tienen en la sociedad la función de intelectuales2.

Cuando se distingue entre intelectuales y no intelectuales, en realidad sólo se hace referencia a la inmediata función social de la categoría profesional de los intelectuales, es decir, se tiene en cuenta la dirección en que gravita el mayor peso de la actividad específica profesional, si en la elaboración intelectual o en el esfuerzo nervioso-muscular. Esto significa que si se puede hablar de intelectuales, no tiene sentido hablar de no-intelectuales, porque los no-intelectuales no existen. Pero la misma relación entre esfuerzo de elaboración intelectual-cerebral y esfuerzo nervioso-muscular no es siempre igual; por eso se dan diversos grados de actividad específicamente intelectual. No hay actividad humana de la que se pueda excluir toda intervención intelectual, no se puede separar el homo-faber del homo sapiens. Cada hombre, considerado fuera de su profesión, despliega cierta actividad intelectual, es decir, es un "filósofo", un artista, un hombre de buen gusto, participa en una concepción del mundo, tiene una consciente línea de conducta moral, y por eso contribuye a sostener o a modificar una concepción del mundo, es decir, a suscitar nuevos modos de pensar.

1 Gramsci, Antonio, Cultura y Literatura, Ed. De Bolsillo, 1967, pp. 30-32.2 Así, por ejemplo, porque puede suceder que todos en determinado momento sepan freír dos huevos o coserse un desgarrón del saco, no por eso se afirmará que todos son cocineros o sastres.

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“Necesidad de la Filosofía en un mundo Globalizado”3

Fernando Savater (España, 1947)

Señor Presidente, señoras, señores, queridos amigos:

En primer lugar, por supuesto, quiero agradecer el honor y la alegría de poder compartir con ustedes esta tarde. Un honor y una alegría que se tornan mayores si se repara en que inauguro lo que estoy seguro va a ser una serie de intervenciones a cargo de personas seguramente más importantes que yo. A mí me parece una iniciativa excelente, y en sí misma pedagógica, esta de que el espacio público por excelencia del gobierno de la Nación sea a la vez un lugar abierto a los ciudadanos no sólo en condición de turistas, sino en relación también con sus deseos de conocimiento y de acceso al arte y la cultura. Me parece a mí que esa es una buena forma de hacer política y de hacer democracia.

De modo que para mí es una enorme satisfacción inaugurar este programa de conferencias, que espero resulten muy provechosas.

Yo debo hablar de filosofía y ayer, en uno de los encuentros que tuve aquí en Santiago, un grupo de profesores de filosofía me pedía que le dijera al Presidente que nos los abandonara, y yo les respondí que vengo de tener muchos jaleos en España, de manera que no quiero llegar aquí a buscarme nuevos problemas.

Bueno, yo comprendo la zozobra de esos profesores de filosofía, porque, efectivamente, también en España y en otros lugares, en todo un

mundo movido por la prisa y por la necesidad de rendimientos a corto plazo, la enseñanza de la filosofía parece desplazada. La educación se dirige cada vez más a lo que vamos a hacer y la filosofía se pregunta más bien por lo que somos. Entonces, las preguntas de la filosofía no tienen una relación inmediata con nuestra actividad, sino con nuestro ser, con lo que somos.

Hay una tendencia a creer que lo importante es la rentabilidad de nuestros esfuerzos y no que nos remansemos en la pregunta acerca de quienes somos. Sin embargo, yo creo que en algún momento tenemos que afrontar la vida sin una mentalidad puramente instrumental. Hay ocasiones en que es importante saber para qué estamos haciendo nuestros esfuerzos, nuestro trabajo, nuestro empeño, y eso es lo que nos relaciona con lo que somos.

En una novela de Salvador de Madariaga había un personaje andaluz que cada vez que alguien hacía proyectos y propuestas, decía “y too pa’qué”.

3 Lo que sigue corresponde a una exposición oral y no se trata de un texto escrito por el autor. Fue pronunciado en Octubre de 2002 en el Palacio de La Moneda de Chile en el marco de las Conferencias Presidenciales de Humanidades.

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Bueno, yo creo que todos nosotros sentimos también la necesidad de esa pregunta. Cuando uno se apresura y se entrega a actividades de diverso tipo, siempre hay momentos en que uno se pregunta “y todo esto, ¿para qué?”. Es decir, para qué queremos conquistar el mundo si de alguna manera no tenemos claro todavía ni lo que somos ni lo que hace verdaderamente que algo sea importante para nosotros.

Hay una anécdota famosa, que fue luego glosada en un libro de Simone de Beauvoir, acerca de un filósofo cínico que vivió largo tiempo en la Corte del rey Pirro. Pirro, que era un conquistador, una especie de Alejandro de los persas, estaba constantemente haciendo planes de invasión y de conquista. Un día llegó donde el filósofo, quién se encontraba tumbado a la sombra de un árbol en el jardín del palacio, y le dijo “He hecho un plan y mañana mismo salgo con mi ejército. Vamos a cruzar el estrecho y a conquistar toda Grecia, todo el Peloponeso”. A lo cual respondió el filósofo “Muy bien. ¿y después qué?”. “Después continuaremos adelante, hacia Italia”, respondió Pirro. “¿Y después?”, interrogó nuevamente su interlocutor. “Pues seguiremos y procuraremos llegar hasta el final del mundo”. “Bueno, muy bien, ¿y después?”. “Bueno, ya después habré conquistado todo el mundo”. “¿Y entonces qué?”, volvió a preguntar el filósofo. Y dijo Pirro: “Entonces podré descansar”. Ante lo cual el filósofo concluyó “Bueno, si de lo que se trata es de descansar, por qué no te sientas aquí conmigo bajo este árbol y empezamos directamente, sin tanto trajín”.

En el fondo, en nuestra vida a veces nos ocurre algo semejante, es decir, que nos concentramos tanto en los proyectos que perdemos de vista la reflexión acerca de aquello que haría necesarios o meritorios tales proyectos. Esto quiere decir que si no sabemos lo que somos, quizás todos los esfuerzos que estamos haciendo en un momento dado se queden un poco en el vacío.

Nuestro sistema educativo forma personas atareadas, eficaces, llenas de conocimientos puntuales, pero tal vez incapaces de una reflexión general acerca de su propia condición, de su propio ser, del vínculo que las une con los demás seres, del sentido que tiene la comunidad humana sobre la tierra. Y estos son, precisamente, los temas que la filosofía ha desarrollado a lo largo del tiempo.

Es verdad que no puede decirse que la filosofía llegue a unas conclusiones definitivas acerca de esos temas, y ello porque las preguntas de la filosofía son preguntas permanentemente abiertas. En la vida nos hacemos dos tipos de preguntas. Hay unas preguntas que son meramente instrumentales y que están referidas a determinados fines u objetivos. Por ejemplo, cuando preguntamos qué hora es porque queremos tomar un tren o acudir a una cita amorosa o lo que sea. Una vez que nos dicen “Son las seis menos cuarto”, nuestro interés en aquella pregunta queda completamente cancelado, porque lo que nos interesaba, en realidad, era lo que íbamos a hacer luego de recibir esa información. La hora, en sí, nos da igual, puesto que lo que nos interesa es pasar a la etapa siguiente, que es tomar el tren o acudir a la cita que proyectamos tener.

En cambio, si en vez de qué hora es nos preguntamos qué es el tiempo, nos encontramos ahora con una pregunta cuya respuesta no va a cambiar de ningún modo nuestra vida. Sea el tiempo lo que sea, probablemente nuestra

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forma de vivir, de trabajar, de viajar, va a cambiar muy poco. La pregunta por el tiempo no es una pregunta instrumental para otra cosa, sino una pregunta acerca de nosotros. Con esa pregunta no estamos inquiriendo acerca de qué vamos a hacer en el mundo, sino por qué soy yo al que le ocurre vivir en el tiempo, al que le ocurre ser mortal, al que le ocurre hacer frente a cosas como la libertad, la justicia, la belleza o la naturaleza.

Las preguntas de la filosofía no son preguntas que tengan una respuesta instrumental. Lo que tienen son respuestas parciales que sirven para profundizar en las mismas preguntas. Cada vez que termino de leer un libro sobre la libertad, por ejemplo, no tengo resuelto ni cancelado ese problema. No es que el problema de la libertad deje ya de interesarme y abandone totalmente la cuestión. Al contrario, con las respuestas que pueda haber obtenido profundizaré en mi pregunta sobre la libertad.

Las respuestas de la filosofía son de tal clase que, en lugar de cancelar las preguntas, las ahondan. Yo muchas veces he dicho que la filosofía no es para salir de dudas sino para entrar en dudas. Precisamente, la filosofía es lo que nos permite entrar en dudas, profundizarlas, estilizarlas, enriquecerlas. Es decir, la filosofía quizás no sea propiamente una sabiduría, sino una ignorancia enriquecida, una ignorancia de alguna forma vitalizada, una ignorancia consciente de lo que no sabe. Porque hay dos puntos fundamentales a los que se atiene el filósofo. Por un lado, admitir que es mejor saber que no saber. En este sentido, el filósofo se enfrenta al místico, se enfrenta al visionario, se enfrenta a toda forma de irracionalismo. La filosofía cree que es mejor saber, en el sentido humano, racional y experimental del término, que no saber.

Por otro lado, es mejor saber que no se sabe que creer que se sabe sin saber. Es decir, resulta mejor que conozcamos los límites de nuestro conocimiento. Es mejor que sepamos que ciertas cosas que damos por sabidas en realidad no las sabemos. Y esta es también la tarea de la filosofía. El

método socrático no consistía en ir dando lecciones a los demás, sino en ir despertándoles al desconocimiento de cosas que creían saber.

La persona común cree que conoce por dónde se mueve y qué es el mundo en que se encuentra, pero en realidad no tiene las claves de ese mundo, quizás porque no las podamos tener o quizás porque el conocimiento de esas claves nos lleve toda la vida. Y tal vez porque saber qué es la libertad, el tiempo, la muerte, la belleza, y todo lo demás, sea, en el fondo, nuestra tarea, nuestra tarea de ir enriqueciendo nuestra experiencia, nuestra autopercepción como seres humanos.

Hegel llamó en una de sus obras a “pensar la vida”. Esa es la tarea: pensar la vida, pensar qué significa estar con vida para un ser humano que se sabe mortal. Todos sabemos, más o menos, qué es la vida. A un cierto nivel, todos sabemos lo que es engendrar, lo que es enfermar, lo que es trabajar, lo que es ganar dinero o morir. Todos tenemos unas ciertas nociones suficientes, quizás, para un nivel empírico, sobre todas esas cosas. Pero lo que dice Hegel se refiere a qué podemos pensar de todo eso. Si yo sé que me pasan cosas como nacer, envejecer, enamorarme, desenamorarme, trabajar, quizás me pasará también morir, por improbable que parezca, pero ¿qué tengo yo que pensar de todas esas cosas? Esa es la pregunta que hace la filosofía.

Por ejemplo, sabemos lo que es vivir, porque de hecho estamos ya viviendo, pero ¿qué significa realmente vivir?

Noten ustedes que la pregunta filosófica se distingue de la del científico y también de la del poeta. El científico se coloca en el exterior del objeto que estudia. Si alguien escribe un libro de física, o uno de botánica, lo escribe desde fuera. Es decir, el libro no se escribe como una experiencia personal, no se describen cosas tal y como se han sentido personalmente, sino que, al contrario, el científico se borra a sí mismo como sujeto y cuenta todo

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desde una tercera persona impersonal. No hay un sujeto que palpite detrás de esa visión de las cosas. En la ciencia el sujeto desaparee y el objeto queda convertido en la primera persona. Es la objetividad la que ocupa el escenario.

Frente a eso, en el polo opuesto el poeta lo que ofrece es su sentimiento, lo que ofrece es su experiencia, lo que siente de la vida, lo que experimenta más o menos ciegamente, su padecimiento de la vida. Entonces, mientras que al científico en su objetividad podemos discutirle, es absurdo discutir con un poeta. Cuando Lorca dice “Pasa el jinete tocando el tambor del llamo” es inútil decirle “Oiga, ¿y por qué el jinete va con un tambor y no con una trompeta, y qué es eso de que va tocando?”. O sea, se trata de algo que en cierta medida funciona como un chiste, o lo entiendes o no lo entiendes, pero no se trata de algo que se pueda explicar.

En cambio, el científico tiene que dar explicaciones, aunque se trata de explicaciones desde la objetividad y no desde –digamos- su visión personal del asunto.

En cuanto al filósofo, él está a medio camino entre esas dos formas de pensamiento. El filósofo aspira a la objetividad, lo mismo que el científico, es decir, aspira a una visión que pueda intercambiarse, a una visión dialogada, a una visión respecto de la cual otro pueda hacer preguntas. De hecho, los diálogos platónicos, que inician la filosofía, están hechos de preguntas y respuestas.

Sin embargo, tratándose de la filosofía el sujeto no desaparece. La filosofía tiene nombre propio, no es mera objetividad, sino una objetividad narrada desde un sujeto. La filosofía también da cuenta del papel que tiene el sujeto dentro de una visión más o menos objetiva de las cosas.

De modo que en la filosofía hay esa combinación. Tiene parte de la ciencia, en cuanto aspira a la objetividad, pero, por otra parte, el sujeto nunca desaparece. El sujeto está siempre allí, siempre se está contando la experiencia en el mundo de un sujeto. Es decir, lo que el filósofo cuenta no es la experiencia del mundo misma, sino la experiencia de un ser humano que está en el mundo de una manera determinada.

Yo creo que el problema de la filosofía es que ella exige una condición de diálogo y de palabra entre los humanos. La filosofía exige complicidad. No es una revelación ni menos una revelación misteriosa. No es el sabio sen o el maestro hindú que de pronto lanza una frase incomprensible que a los demás no queda más remedio que acatar o rechazar. Al contrario, al filósofo siempre se le puede preguntar por qué ha dicho esto o lo otro. Y, de hecho, el filósofo, si tiene un mínimo de honradez, reconoce la obligación no de ser enigmático como un profeta o un poeta, sino de explicar el por qué de sus planteamientos y de soportar el bombardeo inquisitorial de quien le está haciendo preguntas para averiguar por qué dice lo que dice. El filósofo no puede cerrarse y bloquear la posibilidad del diálogo.

Tratándose de la filosofía, no vale aquella actitud, referida en una anécdota por Bertrand Russell, de un maestro hindú, que preludiaba la New Age, y que fue a Oxford y dio una conferencia ante un público ávido de revelar los secretos del universo que él pretendía conocer. Ese maestro dijo “El mundo está apoyado sobre el lomo de un gigantesco elefante y este elefante apoya sus patas sobre la concha de una inmensa tortuga”. Ante lo cual una señora que estaba en el público pidió la palabra para preguntar “¿Y la tortuga?” “La tortuga se apoya sobre la espalda de una monstruosa araña”, dijo el maestro. Y la señora, implacable, preguntó ahora “¿Y la araña?” “La araña se apoya sobre una monstruosa roca”. Naturalmente, la señora insistió: “¿Y la roca?”. Y entonces el maestro dijo “Mire señora, hay rocas hasta abajo”.

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En ese episodio el filósofo es la señora, puesto que las preguntas que hacía eran las preguntas filosóficas. Lo que ella quería decir es que nadie tiene derecho a contarnos una revelación cuyas fuentes no explica. Si el conferenciante hubiera sido un poeta interesado en narrar en una poesía como veía el mundo, entonces no hay problema. Él podría hablar del elefante, de la tortuga y de todo lo demás, y tendríamos que aceptar las licencias poéticas que utiliza. Pero si el que habla dice que está haciendo filosofía, entonces tiene que explicar por qué la araña estaba allí y no en otro lugar, y dónde se apoyaba ella y dónde se apoyaba todo lo que no se apoyaba en la araña.

Lo anterior quiere decir que la filosofía no puede negarse a dar cuenta de lo que dice, a pesar de que lo vasto y asombroso de su proyecto desborda evidentemente todo lo que un ser humano puede alcanzar. Porque, ¿cómo un simple mamífero puede comprender el Universo? El proyecto de la filosofía es excesivo y de ahí entonces que, desde un comienzo, el filósofo sea un personaje risible. Desde la historia que protagonizó Tales de Mileto, el primer filósofo, que cayó a un pozo mientras caminaba mirando las estrellas y provocó la risa de su criada. Desde ese incidente, los filósofos siempre han sido, o hemos sido –aunque yo no me considero filósofo, sino profesor de filosofía- unos personajes cómicos que pretenden alcanzar nada menos que el conocimiento de las preguntas cuya respuesta resolvería el enigma del mundo, contando para ello con la pequeñez de los medios que cada uno de nosotros tiene para contestar esas preguntas.

Pero esa comicidad, esa especie de sonrisa que despierta la ambición del filósofo, que por lo demás nunca logra colmar, es, por otra parte, la propia ambición del empeño humano, es decir, del intento de seres humanos que no podemos vivir la vida sin examen. Porque una vida sin examen no merece la pena de ser vivida. Y me refiero a observar la vida no para una cuestión práctica, no para resolver nada en concreto, sino simplemente para ver qué es, cómo es, en qué consiste.

La filosofía, por esta condición de diálogo y de búsqueda de complicidad con el otro, tropieza con un problema. Con el problema de aquél que se niega a la palabra, de aquél que impone la fuerza, de aquél que se vale del puro y desnudo poder, negándose a esa complicidad de los humanos que es la palabra.

Comentaba ayer en otra de mis charlas que cada vez que se habla de la tragedia de la filosofía se menciona la muerte de Sócrates, tan patética, con el maestro diciendo palabras y los discípulos llorando y todo eso. Se trata, desde luego, de una escena dramática, pero no me parece que represente la verdadera tragedia de la filosofía. El momento realmente trágico de la filosofía se encuentra en “Gorgias”, el diálogo platónico, cuando Sócrates sostiene que es mejor padecer una injusticia que inflingirla. Pues bien, frente a él está Calicles, un joven arrogante y violento, una especie de protofascista antes de época, que exclama algo así como “Esos son absurdos, esas son tonterías. Todos sabemos que es mejor cometer una injusticia que padecerla, además que no existe verdadera injusticia en la voluntad del fuerte. El verdadero bien, lo realmente bueno, es la voluntad del fuerte. Los débiles son los que tratan de crear ese consenso del renunciamiento y la bondad, pero, en el fondo, lo hacen para disimular su debilidad y para impedir que los fuertes se afirmen”. Calicles sostiene tesis como esas, que luego otros autores, digamos más peligrosos que Calicles, han hecho conocidas.

Sócrates discute con Calicles e intenta poner objeciones, y éste, en un primer momento, continúa razonando de manera arrogante y violenta. Sin embargo, poco a poco va dándole la razón a Sócrates, quién, sorprendido ante esta inesperada aquiescencia, le dice “Bueno, entonces estamos de acuerdo”, ante lo cual Calicles exclama que no están de acuerdo y lo que diga Sócrates le da lo mismo. Lo que Calicles quiere decir con eso es que él no entra en el

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juego de la persuasión, que no quiere ser persuadido, que le da lo mismo cuanto pueda decírsele, puesto que él se va a imponer de todos modos.

Ese es el momento verdaderamente trágico de la filosofía, cuando se corta la posibilidad del intercambio y del diálogo, cuando se cierra toda posibilidad a una respuesta que no sea meramente instrumental. Ahí se acaba la posibilidad no sólo de lo racional, sino de lo razonable. Porque el ser humano puede ser no solamente racional, que es lo que ocurre cuando busca los mejores medios para obtener los fines que se propone, sino también razonable. Ser racionales nos ayuda a tratar con objetos, y a veces es la causa de que tratemos a los demás como si fueran objetos. Por eso es que se consideran muy racionales esas medidas macroeconómicas, o lo que sea, que tratan a los seres humanos como si fueran objetos. Son medidas racionales, es cierto, pero no son razonables. Porque lo razonable es tratar a los sujetos como sujetos.

Entonces, Calicles es probablemente racional, porque él quiere conseguir unos objetivos, para lo cual empleará la fuerza, pero no es razonable, puesto que no está dispuesto a tratar a los sujetos como sujetos.

Tal es la demanda de la filosofía: defender la dimensión de lo razonable, acordar qué fines son buenos o no, porque vivimos en un mundo excesivamente racional, en el sentido de desnudamente racional, en el que la razón es simplemente búsqueda de medios para fines respecto de los cuales no acostumbra preguntarse si nos convienen o no, si son o no preferibles a otros fines.

En cuanto a la globalización, sobre la cual se habla y se disparata tanto, uno puede estar a favor de ella, o simplemente asumirla como algo inevitable, pero sin compartir por ello todas las orientaciones y aplicaciones que la globalización va teniendo, del mismo modo que uno puede estar a favor de la

electricidad sin ser partidario de la silla eléctrica. Entonces, sería absurdo que a quién pone objeciones a la silla eléctrica se le dijera que está en contra de la electricidad y del progreso. Del mismo modo, uno puede estar a favor de la globalización y no estarlo a favor de muchas de las consecuencias y de los caminos concretos que sigue hoy la globalización.

Lo que es preciso asumir, como siempre, es una actitud crítica, y para eso sirve la reflexión aparentemente inútil de la filosofía. Para decir en las aulas y para acostumbrar a los alumnos que no todo pensamiento tiene que ser necesariamente instrumental y que hay también un pensamiento no instrumental, un pensamiento que reflexiona sobre los fines, que no da los fines por establecidos y que se pregunta sólo por los medios para obtenerlos.

Cristián Warnken y yo tenemos un duelo. Él empieza con un poema y yo acabo con otro. Entonces, después del muy bonito poema de Huidobro que él leyó, yo procuraré reproducir un poema sobre la filosofía, de José Bergamin, un poeta del que yo fui muy amigo:

“Tuvo la filosofía, cuando lo quiso tener,más que de un querer saber, de un saber que no quería,

que es un sabor de poesía, saborear el no ser”.

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La República, Libro VII4 (extracto)

(La alegoría de la caverna)

Platón (Atenas, 427 a.C.-347 a.C.)

espués de eso -proseguí- compara nuestra naturaleza respecto de su educación y de su falta de educación con una experiencia como ésta. Represéntate hombres en una morada subterránea en forma

de caverna, que tiene la entrada abierta, en toda su extensión, a la luz. En ella están desde niños con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar sólo delante de ellos, porque las cadenas les impiden girar en derredor la cabeza. Más arriba y más lejos se halla la luz de un fuego que brilla detrás de ellos; y entre el fuego y los prisioneros hay un tabique construido de lado a lado, como el biombo que los titiriteros levantan delante del público para mostrar, por encima del biombo, los muñecos.

-D

-Me lo imagino.

- Imagínate ahora que, del otro lado del tabique, pasan sombras que llevan toda clase de utensilios y figurillas de hombres y otros animales, hechos en piedra y madera y de diversas clases; y entre los que pasan unos hablan y otros callan.

-Extraña comparación haces, y extraños son esos prisioneros.

-Pero son como nosotros. Pues en primer lugar, ¿crees que han visto de sí mismos, o unos de los otros, otra cosa que las sombras proyectadas por el

fuego en la parte de la caverna que tienen frente a sí?

-Claro que no, si toda su vida están forzados a no mover las cabezas.

-¿Y no sucede lo mismo con los objetos que llevan los que pasan del otro del tabique?

-Indudablemente.

-Pues entonces, si dialogaran entre sí, ¿no te parece que entenderían estar nombrando a los objetos que pasan y que ellos ven?

-Necesariamente.

-Y si la prisión contara con un eco desde la pared que tienen frente a sí, y alguno de los que pasan del otro lado del tabique hablara, ¿no piensas que creerían que lo que oyen proviene de la sombra que pasa delante de ellos?

- ¡Por Zeus que sí!- ¿Y que los prisioneros no tendrían por real otra cosa que las sombras de los objetos artificiales transportados?

- Es de toda necesidad.4 Platón, Diálogos IV, La República, Ed. Gredos, Barcelona, 2006, pp. 343-348.

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- Examina ahora el caso de una liberación de sus cadenas y de una curación de su ignorancia, qué pasaría si naturalmente les ocurriese esto: que uno de ellos fuera liberado y forzado a levantarse de repente, volver el cuello y marchar mirando a la luz y, al hacer todo esto, sufriera y a causa del encandilamiento fuera incapaz de percibir aquellas cosas cuyas sombras había visto antes. ¿Qué piensas que respondería si se le dijese que lo que había visto antes eran fruslerías y que ahora en cambio, está más próximo a lo real, vuelto hacia cosas más reales y que mira correctamente? Y si se le mostrara cada uno de los objetos que pasan del otro lado del tabique y se le obligara a contestar preguntas sobre lo que son, ¿ no piensas que se sentiría en dificultades y que considerará que las cosas que antes veía eran más verdaderas que las que se le muestran ahora?

- Mucho más verdaderas.

- Y si se le forzara a mirar hacia la luz misma, ¿no le dolerían los ojos y trataría de eludirla, volviéndose hacia aquellas cosas que podía percibir, por considerar que éstas son realmente más claras que las que se le muestran?

- Así es.

- Y si a la fuerza se lo arrastrara por una escarpada y empinada cuesta, sin soltarlo antes de llegar hasta la luz del sol, ¿no sufriría acaso y se irritaría por ser arrastrado y, tras llegar a la luz, tendría los ojos llenos de fulgores que le impedirían ver uno solo de los objetos que ahora decimos que son los verdaderos?

- Por cierto, al menos inmediatamente.

- Necesitaría acostumbrarse, para poder llegar a mirar las cosas de arriba. En primer lugar miraría con mayor facilidad las sombras, y después las figuras de los hombres y de los otros objetos reflejados en el agua, luego los hombres y los objetos mismos. A continuación contemplaría de noche lo que hay en el cielo y el cielo mismo, mirando la luz de los astros y la luna más fácilmente que, durante el día, el sol y la luz del sol.

-Sin duda.

- Finalmente, pienso, podría percibir el sol, no ya en imágenes en el agua o en otros lugares que le son extraños, sino contemplarlo cómo es en sí y por sí, en su propio ámbito.

-Necesariamente.

-Después de lo cual concluiría, con respecto al sol, que es lo que produce las estaciones y los años y

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que gobierna todo en el ámbito visible y que de algún modo es causa de las cosas que ellos habían visto.

- Es evidente que, después de todo esto, arribaría a tales conclusiones.

- Y si se acordara de su primera morada, del tipo de sabiduría existente allí y de sus entonces compañeros de cautiverio, ¿no piensas que se sentiría feliz del cambio y que los compadecería?

- Por cierto.

-Respecto de los honores y elogios que se tributaban unos a otros, y de las recompensas para aquel que con mayor agudeza divisara las sombras de los objetos que pasaban detrás del tabique, y para el que mejor se acordase de cuáles habían desfilado habitualmente antes y cuáles después, y para aquel de ellos que fuese capaz de adivinar lo que iba a pasar, ¿te parece que estaría deseoso de todo eso y que envidiaría a los más estaría deseoso de todo eso y que envidiaría a los más honrados y poderosos entre aquellos? ¿O más bien no le pasaría como al Aquiles de Homero, y "preferiría ser un labrador que fuera siervo de un hombre pobre" o soportar cualquier otra cosa, antes que volver a su anterior modo de opinar y a aquella vida?

- Así creo también yo, que padecería cualquier cosa antes que soportar aquella vida.

- Piensa ahora esto: si descendiera nuevamente y ocupara su propio asiento, ¿no tendría ofuscados los ojos por las tinieblas, al llegar repentinamente del sol?

- Sin duda.

- Y si tuviera que discriminar de nuevo aquellas sombras, en ardua competencia con aquellos que han conservado en todo momento las cadenas, y viera confusamente hasta que sus ojos se reacomodaran a ese estado y se acostumbraran en un tiempo nada breve, ¿no se expondría al ridículo y a que se dijera de él que, por haber subido hasta lo alto, se había estropeado los ojos, y que ni siquiera valdría la pena intentar marchar hacia arriba? Y si intentase desatarlos y conducirlos hacia la luz, ¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos y matarlo?

- Seguramente.

- Pues bien, querido Glaucón, debemos aplicar íntegra esta alegoría a lo que anteriormente ha sido dicho, comparando la región que se manifiesta por medio de la vista con la morada-prisión, y la luz del fuego que ha en ella con el poder del sol; compara, por otro lado, el ascenso y contemplación de las cosas de arriba con el camino del alma hacia el ámbito inteligible, y no te equivocarás en cuanto a lo que estoy esperando, y que es lo que deseas oír. Dios sabe si esto es realmente cierto; en todo caso, lo que a mi me parece es que lo que dentro de lo cognoscible se ve al final, y con dificultad, es la Idea del Bien. Una vez percibida, ha de concluirse que es la causa de todas las cosas rectas y bellas, que en el ámbito visible ha engendrado la luz y al señor de ésta, y que en el ámbito inteligible es señora y productora de la verdad y de la inteligencia, y que es necesario tenerla en vista para poder obrar con sabiduría tanto en lo privado como en lo público.

- Comparto tu pensamiento, en la medida que me es posible.

- Mira también si lo compartes en esto: no hay que asombrarse de que quienes han llegado allí no estén dispuestos a ocuparse de los asuntos humanos, sino que sus almas aspiran a pasar el tiempo arriba; lo cual es natural, si la alegoría descrita es correcta también en esto.

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- Muy natural.- Tampoco sería extraño que, de contemplar las cosas divinas, pasara a las humanas, se comportase desmañadamente y quedara en ridículo por ver de modo confuso y, no acostumbrado aún en forma suficiente a las tinieblas circundantes, se viera forzado, en los tribunales o en cualquier otra parte, a disputar sobre sombras de justicia o sobre las figurillas de las cuales hay sombras, y a reñir sobre esto del modo en que esto es discutido por quienes jamás han visto la justicia en sí.

- De ninguna manera sería extraño.

- Pero si alguien tiene sentido común, recuerda que los ojos pueden ver confusamente por dos tipos de perturbaciones: uno al trasladarse de la luz a la tiniebla, y otro de la tiniebla a la luz; y al considerar que esto es lo que le sucede al alma, en lugar de reírse irracionalmente cuando la ve perturbada e incapacitada de mirar algo, habrá de examinar cuál de los dos casos es: si es que al salir de una vida luminosa ve confusamente por falta de hábito, o si, viniendo de una mayor ignorancia hacia lo más luminoso, es obnubilada por el resplandor. Así, en un caso se felicitará de lo que le sucede y de la vida a que accede; mientras en el otro se apiadará, y si se quiere reír de ella, su risa será menos absurda que si se descarga sobre el alma que desciende de la luz.

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“El realismo aristotélico”5

Sustancia y accidentes

ara comprender la concepción del ser que propone Aristóteles, es necesario conocer la distinción fundamental entre sustancia y accidentes. Uno de los grandes aportes de la filosofía aristotélica es el

de formular distinciones en el orden del pensamiento que permiten clarificar conceptos de gran dificultad.

PFrente al problema de la existencia simultánea de la permanencia y del cambio, Aristóteles sostiene que en cada ser existe algo que cambia y algo que permanece idéntico a través de los cambios. Si así no fuera, cada vez que cambiamos nos convertiríamos en un ser diferente. Sin embargo, la semilla de un álamo, por ejemplo, y luego la varilla que va creciendo y más tarde el árbol, siguen siendo el mismo álamo, a pesar de sus cambios.

A aquello que permanece -y que le da su identidad al álamo- llama Aristóteles sustancia. Entiende Aristóteles por sustancia, “lo que existe en sí”, el individuo, el que tiene su propia existencia. En el caso de nuestro ejemplo anterior sería el álamo. Es lo que constituye la identidad de un ser determinado.

El accidente -en nuestro caso, el color, el tamaño- es lo que existe “en otro” y este “otro” es la sustancia. El color existe en una sustancia determinada. Cuando la sustancia sufre cambios sin perder su propia identidad, sin dejar de ser tal sustancia, cambia en sus accidentes, cambia de color, de tamaño, de relación con las otras sustancias. Cuando ella cambia de identidad, cuando pasa a ser otra sustancia, cuando hay destrucción de una sustancia y

generación de otra, hablamos de un cambio sustancial. Por ejemplo, cuando una mesa se destruye para convertirse en leña, entendemos que hay un cambio sustancial.

La ciencia del ser -llamada por Aristóteles filosofía primera-, y actualmente denominada Metafísica u Ontología, trata especialmente del ser de la sustancia, pues es ahí donde el ser se encuentra con mayor plenitud. Las otras maneras de ser están siempre referidas, de uno u otro modo, a la sustancia. Aristóteles pretende explicar el ser de la sustancia, del individuo de este mundo sensible, desde su composición interna, no como lo hiciera Platón desde una realidad exterior a ella.

Materia y forma

Todas las sustancias, en este mundo sensible, están compuestas de materia y forma.

Materia es aquello de lo que está hecho algo. Forma, lo que lo constituye en un ser determinado, lo que le da un orden a esa materia y por lo cual ésta

5 Edwards, Luz María; Figueroa, Adriana, Manual de Filosofía, Ed. Andrés Bello, Santiago, 2008, pp. 26-27.

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adquiere su ser sustancial. Es más fácil ejemplificar con sustancias hechas por el hombre -seres por arte, los llama Aristóteles-. Él mismo nos da como ejemplo una estatua: la materia de la estatua sería el bronce, aquello de que está hecha la estatua; pero a ese bronce se le ha impreso una forma, se lo ha ordenado de una manera por la cual ha quedado constituido en esa estatua y no otra. La forma tiene una cierta relación con la figura, pero no es lo mismo, pues la forma es algo que impregna completamente a la materia, constituyéndola toda ella en estatua. Es lo que sucede también con una obra musical, cuya materia es el sonido -de lo que ella está hecha- y que, gracias al advenimiento de una forma determinada, llega a ser esa obra y no otra.

Pero si analizamos los elementos componentes de esta estatua, encontramos que la materia de ella ya es una sustancia: el bronce es algo existente con su propia individualidad y él a su vez, está compuesto de otros elementos Busca Aristóteles una materia que no tenga ninguna determinación, que sea el elemento primero que se une a la forma en los seres naturales, que no tenga ninguna forma, por lo cual no es nada, no es una sustancia como el bronce, sólo la podemos entender en forma lógica, como elemento de la sustancia. A esta materia la llama materia prima, la cual constituye el sustrato común a todas las sustancias. Y lo que informa a esta materia, uniéndose a ella, constituyendo con ella una sustancia determinada, es la forma sustancia. Ni la materia prima ni la forma sustancial existen en nuestro mundo con existencia propia; ellas están siempre unidas formando las sustancias.

Potencia y acto

Otra de las maneras en que se dice el ser, es la que da cuenta del movimiento o cambio. Para explicarlo, Aristóteles introduce los conceptos de potencia y acto. El cambio o movimiento, dice, es el paso de potencia acto. Ya explicó Aristóteles que los cambios pueden tener lugar mientras la sustancia permanece. Pero ¿en qué consiste este cambio? ¿Qué es el movimiento?

Manifiesta Aristóteles que los seres están en acto y en potencia: Ese árbol está en acto: es árbol. Pero está en potencia de ser leña, mueble, puerta… Un huevo es huevo en acto y está en potencia de ser gallina o tortilla. Cuando un ser pasa de potencia a acto, efectúa un movimiento, sufre un cambio.

Todo cambio o movimiento es el paso de potencia a acto. Cuando consideramos un ser en cuanto es, es acto. Lo define Aristóteles como la perfección actualmente habida. El hombre es hombre en acto, el huevo es huevo en acto, pero estos seres tienen posibilidades de cambio. Sin embargo, no tienen posibilidades de cualquier cambio; hay algo en ellos que no es ser todavía, pero que es posibilidad de ser algo determinado. A esto llama Aristóteles potencia. La potencia es entonces la posibilidad de ser. Por eso se dice que, cronológicamente, es decir, en el orden del tiempo, la potencia está antes que el acto (la semilla está antes que el árbol). Pero ontológicamente, en el orden del ser, el acto es primero: él determina las potencias del ser (un gato no está en potencia de ser un monje).La potencia tiene menos categoría de ser que el acto: es como un intermedio entre algo que no es, pues no es acto todavía, y algo que es, pues es una posibilidad de ser. No todos los seres en potencia llegan a ser los respectivos seres en acto: el huevo puede ser comido por mí, y nunca llegar a ser pollo, pero él tuvo la posibilidad.

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Meditaciones Metafísicas

Primera meditación: De las cosas que pueden ponerse en duda6

René Descartes (Francia 1596 - Suecia 1650)

e advertido hace ya algún tiempo que, desde mi más temprana edad, había admitido como verdaderas muchas opiniones falsas, y que lo edificado después sobre cimientos tan poco sólidos tenía que ser por

fuerza muy dudoso e incierto; de suerte que me era preciso emprender seriamente, una vez en la vida, la tarea de deshacerme de todas las opiniones a las que hasta entonces había dado crédito, y empezar todo de nuevo desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias. Mas pareciéndome ardua dicha empresa, he aguardado hasta alcanzar una edad lo bastante madura como para no poder esperar que haya otra, tras ella, más apta para la ejecución de mi propósito; y por ello lo he diferido tanto, que a partir de ahora me sentiría culpable si gastase en deliberaciones el tiempo que me queda para obrar.

H

Así pues, ahora que mi espíritu está libre de todo cuidado, habiéndome procurado reposo seguro en una apacible soledad, me aplicaré seriamente y con libertad a destruir en general todas mis antiguas opiniones. Ahora bien, para cumplir tal designio, no me será necesario probar que son todas falsas, lo que acaso no conseguiría nunca; sino que, por cuanto la razón me persuade

desde el principio para que no dé más crédito a las cosas no enteramente ciertas e indudables que a las manifiestamente falsas, me bastará para rechazarlas todas con encontrar en cada una el más pequeño motivo de duda. Y para eso tampoco hará falta que examine todas y cada una en particular, pues sería un trabajo infinito; sino que, por cuanto la ruina de los cimientos lleva necesariamente consigo la de todo el edificio, me dirigiré en principio contra los fundamentos mismos en que se apoyaban todas mis opiniones antiguas.

Todo lo que he admitido hasta el presente como más seguro y verdadero, lo he aprendido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien, he experimentado a veces que tales sentidos me engañaban, y es prudente no fiarse nunca por entero de quienes nos han engañado una vez.

Pero, aun dado que los sentidos nos engañan a veces, tocante a cosas mal perceptibles o muy remotas, acaso hallemos otras muchas de las que no podamos razonablemente dudar, aunque las conozcamos por su medio; como, por ejemplo, que estoy aquí, sentado junto al fuego, con una bata puesta y este papel en mis manos, o cosas por el estilo. Y ¿cómo negar que estas manos y este cuerpo sean míos, si no es poniéndome a la altura de esos insensatos, cuyo cerebro está tan turbio y ofuscado por los negros vapores de la bilis, que

6 Descartes, René, Meditaciones Metafísicas, Ed. Universitaria, Santiago, 1996, pp. 13-27

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aseguran constantemente ser reyes siendo muy pobres, ir vestidos de oro y púrpura estando desnudos, o que se imaginan ser cacharros o tener el cuerpo de vidrio? Mas los tales son locos, y yo no lo sería menos si me rigiera por su ejemplo.

Con todo, debo considerar aquí que soy hombre y, por consiguiente, que tengo costumbre de dormir y de representarme en sueños las mismas cosas, y a veces cosas menos verosímiles, que esos insensatos cuando están despiertos. ¡Cuántas veces no me habrá ocurrido soñar, por la noche, que estaba aquí mismo, vestido, junto al fuego, estando en realidad desnudo y en la cama! En este momento, estoy seguro de que yo miro este papel con los ojos de la vigilia, de que esta cabeza que muevo no está soñolienta, de que alargo esta mano y la siento de propósito y con plena conciencia: lo que acaece en sueños no me resulta tan claro y distinto como todo esto. Pero, pensándolo mejor, recuerdo haber sido engañado, mientras dormía, por ilusiones semejantes. Y fijándome en este pensamiento, veo de un modo tan manifiesto que no hay indicios concluyentes ni señales que basten a distinguir con claridad el sueño de la vigilia, que acabo atónito, y mi estupor es tal que casi puede persuadirme de que estoy durmiendo.

Así, pues, supongamos ahora que estamos dormidos, y que todas estas particularidades, a saber: que abrimos los ojos, movemos la cabeza, alargamos las manos, no son sino mentirosas ilusiones; y pensemos que, acaso, ni nuestras manos ni todo nuestro cuerpo son tal y como los vemos. Con todo, hay que confesar al menos que las cosas que nos representamos en sueños son como cuadros y pinturas que deben formarse a semejanza de algo real y verdadero; de manera que por lo menos esas cosas generales —a saber: ojos, cabeza, manos, cuerpo entero— no son imaginarias, sino que en verdad existen. Pues los pintores, incluso cuando usan del mayor artificio para representar sirenas y sátiros mediante figuras caprichosas y fuera de lo común, no pueden, sin embargo, atribuirles formas y naturalezas del todo nuevas, y lo

que hacen es sólo mezclar y componer partes de diversos animales; y, si llega el caso de que su imaginación sea lo bastante extravagante como para inventar algo tan nuevo que nunca haya sido visto, representándonos así su obra una cosa puramente fingida y absolutamente falsa, con todo, al menos los colores que usan deben ser verdaderos.

Y por igual razón, aun pudiendo ser imaginarias esas cosas generales —a saber: ojos, cabeza, manos y otras semejantes— es preciso confesar, de todos modos, que hay cosas aún más simples y universales realmente existentes, por cuya mezcla, ni más ni menos que por la de algunos colores verdaderos, se forman todas las imágenes de las cosas que residen en nuestro pensamiento, ya sean verdaderas y reales, ya fingidas y fantásticas. De ese género es la naturaleza corpórea en general, y su extensión, así como la figura de las cosas extensas, su cantidad o magnitud, su número, y también el lugar en que están, el tiempo que mide su duración y otras por el estilo.

Por lo cual, acaso no sería mala conclusión si dijésemos que la física, la astronomía, la medicina y todas las demás ciencias que dependen de la consideración de cosas compuestas, son muy dudosas e inciertas; pero que la aritmética, la geometría y demás ciencias de este género, que no tratan sino de cosas muy simples y generales, sin ocuparse mucho de si tales cosas existen o no en la naturaleza, contienen algo cierto e indudable. Pues, duerma yo o esté despierto, dos más tres serán siempre cinco, y el cuadrado no tendrá más de cuatro lados; no pareciendo posible que verdades tan patentes puedan ser sospechosas de falsedad o incertidumbre alguna.

Y, sin embargo, hace tiempo que tengo en mi espíritu cierta opinión, según la cual hay un Dios que todo lo puede, por quien he sido creado tal como soy. Pues bien: ¿quién me asegura que el tal Dios no haya procedido de manera que no exista figura, ni magnitud, ni lugar, pero a la vez de modo que yo, no obstante, sí tenga la impresión de que todo eso existe tal y como lo veo? Y

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más aún: así como yo pienso, a veces, que los demás se engañan, hasta en las cosas que creen saber con más certeza, podría ocurrir que Dios haya querido que me engañe cuantas veces sumo dos más tres, o cuando enumero los lados de un cuadrado, o cuando juzgo de cosas aún más fáciles que ésas, si es que son siquiera imaginables. Es posible que Dios no haya querido que yo sea burlado así, pues se dice de Él que es la suprema bondad. Con todo, si el crearme de tal modo que yo siempre me engañase repugnaría a su bondad, también parecería del todo contrario a esa bondad el que permita que me engañe alguna vez, y esto último lo ha permitido, sin duda.

Habrá personas que quizá prefieran, llegados a este punto, negar la existencia de un Dios tan poderoso, a creer que todas las demás cosas son inciertas; no les objetemos nada por el momento, y supongamos, en favor suyo, que todo cuanto se ha dicho aquí de Dios es pura fábula; con todo, de cualquier manera que supongan haber llegado yo al estado y ser que poseo —ya lo atribuyan al destino o la fatalidad, ya al azar, ya en una enlazada secuencia de las cosas— será en cualquier caso cierto que, pues errar y equivocarse es una imperfección, cuanto menos poderoso sea el autor que atribuyan a mi origen, tanto más probable será que yo sea tan imperfecto, que siempre me engañe. A tales razonamientos nada en absoluto tengo que oponer, sino que me constriñen a confesar que, de todas las opiniones a las que había dado crédito en otro tiempo como verdaderas, no hay una sola de la que no pueda dudar ahora, y ello no por descuido o ligereza, sino en virtud de argumentos muy fuertes y maduramente meditados; de tal suerte que, en adelante, debo suspender mi juicio acerca de dichos pensamientos, y no concederles más crédito del que daría a cosas manifiestamente falsas, si es que quiero hallar algo constante y seguro en las ciencias.

Pero no basta con haber hecho esas observaciones, sino que debo procurar recordarlas, pues aquellas viejas y ordinarias opiniones vuelven con frecuencia a invadir mis pensamientos, arrogándose sobre mi espíritu el derecho de

ocupación que les confiere el largo y familiar uso que han hecho de él, de modo que, aun sin mi permiso, son ya casi dueñas de mis creencias. Y nunca perderé la costumbre de otorgarles mi aquiescencia y confianza, mientras las considere tal como en efecto son, a saber: en cierto modo dudosas —como acabo de mostrar—, y con todo muy probables, de suerte que hay más razón para creer en ellas que para negarlas. Por ello pienso que sería conveniente seguir deliberadamente un proceder contrario, y emplear todas mis fuerzas en engañarme a mí mismo, fingiendo que todas esas opiniones son falsas e imaginarias; hasta que, habiendo equilibrado el peso de mis prejuicios de suerte que no puedan inclinar mi opinión de un lado ni de otro, ya no sean dueños de mi juicio los malos hábitos que lo desvían del camino recto que puede conducirlo al conocimiento de la verdad. Pues estoy seguro de que, entretanto, no puede haber peligro ni error en ese modo de proceder, y de que nunca será demasiada mi presente desconfianza, puesto que ahora no se trata de obrar, sino sólo de meditar y conocer.

Así pues, supondré que hay, no un verdadero Dios —que es fuente suprema de verdad—, sino cierto genio maligno, no menos artero y engañador que poderoso, el cual ha usado de toda su industria para engañarme. Pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y las demás cosas exteriores, no son sino ilusiones y ensueños, de los que él se sirve para atrapar mi credulidad. Me consideraré a mí mismo como sin manos, sin ojos, sin carne, ni sangre, sin sentido alguno, y creyendo falsamente que tengo todo eso. Permaneceré obstinadamente fijo en ese pensamiento, y, si, por dicho medio, no me es posible llegar al conocimiento de alguna verdad, al menos está en mi mano suspender el juicio. Por ello, tendré sumo cuidado en no dar crédito a ninguna falsedad, y dispondré tan bien mi espíritu contra las malas artes de ese gran engañador que, por muy poderoso y astuto que sea, nunca podrá imponerme nada.

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Pero un designio tal es arduo y penoso, y cierta desidia me arrastra insensiblemente hacia mi manera ordinaria de vivir; y, como un esclavo que goza en sueños de una libertad imaginaria, en cuanto empieza a sospechar que su libertad no es sino un sueño, teme despertar y conspira con esas gratas ilusiones para gozar más largamente de su engaño, así yo recaigo insensiblemente en mis antiguas opiniones, y temo salir de mi modorra, por miedo a que las trabajosas vigilias que habrían de suceder a la tranquilidad de mi reposo, en vez de procurarme alguna luz para conocer la verdad, no sean bastantes a iluminar por entero las tinieblas de las dificultades que acabo de promover.

Segunda meditación: De las naturaleza del espíritu humano y que es más fácil de conocer que el cuerpo7

La meditación que llevé a cabo ayer me ha colmado el espíritu de tantas dudas que ya no está en mi poder olvidarlas. Y, sin embargo, no advierto de qué modo podría resolverlas; y como si de repente me hubiese precipitado en aguas muy profundas, me encuentro tan sorprendido que no puedo hacer pie en el fondo, ni nadar para sostenerme en la superficie. Me esforzaré, con todo, y seguiré de nuevo el mismo camino que había empezado ayer, apartándome de todo aquello en que podría imaginar la menor duda, exactamente como si supiera que es absolutamente falso; hasta que haya encontrado algo cierto o, por lo menos, si no logro otra cosa, hasta que haya conocido con certeza que no existe en el mundo nada cierto.

Para mover el globo terrestre de su lugar y trasladarlo a otro, Arquímedes no pedía sino un punto fijo y seguro. Así tendría yo derecho a concebir grandes esperanzas si fuese lo bastante afortunado como para encontrar solamente algo cierto e indudable.

Supongo, pues, que todas las cosas que veo son falsas me convenzo de que jamás ha existido nada de cuanto mi memoria llena de mentiras me representa; pienso que no tengo sentido alguno, creo que el cuerpo, la figura, la extensión, el movimiento y el lugar no son sino ficciones de mi espíritu. ¿Qué podrá considerarse verdadero, pues? Acaso sólo que no hay nada cierto en el mundo.

Pero, ¿qué sé yo si no habrá alguna otra cosa diferente de las que acabo de juzgar inciertas y de la que no puede caber la menor duda?

¿No habrá acaso un Dios o al menos otro poder que me ponga estos pensamientos en el espíritu? Esto no es necesario, pues quizá yo soy capaz de producirlos por mí mismo. Pero, al menos, ¿no soy acaso alguna cosa?

Pero ya he negado que tenga algún sentido ni cuerpo alguno. Vacilo, sin embargo, pues, ¿qué se sigue de ahí? ¿Soy de tal modo dependiente del cuerpo y los sentidos que no pueda existir sin ellos? Pero he llegado a convencerme de que no había absolutamente nada en el mundo, que no había ni cielo, ni tierra, ni espíritu, ni cuerpo alguno.

¿Acaso no me he convencido también de que no existía en absoluto? No, por cierto; yo existía, sin duda, si me he convencido, o si solamente he pensado algo.

Pero hay un engañador (ignoro cuál) muy poderoso y muy astuto que emplea toda su habilidad en engañarme siempre. No hay, pues, ninguna duda de que existo si me engaña, y engáñeme cuanto quiera, jamás podrá hacer que yo no sea nada en tanto que piense ser alguna cosa.De modo que después de haber pensado bien, y de haber examinado cuidadosamente todo, hay que concluir y tener por establecido que esta

7 Descartes, René, Meditaciones Metafísicas, Ed. Universitaria, Santiago, 1996, pp. 28-57

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proposición: yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera siempre que la pronuncio en mi espíritu.

Pero no conozco aún bastante claramente lo que soy, yo que estoy cierto de que soy; de modo que, sin embargo, debo tener cuidado de no tomar imprudentemente alguna otra cosa en lugar de mí y de ese modo equivocarme en ese conocimiento que sostengo es más cierto y más evidente que todos los que he tenido antes.

Por este motivo consideraré de nuevo lo que yo creía ser antes de haber penetrado en estos últimos pensamientos; y de mis antiguas opiniones suprimiré todo lo que, puede ser combatido con las razones que acabo de alegar, de modo que quede precisamente sólo lo que es enteramente cierto e indudable.

¿Qué es, pues, lo que anteriormente he creído ser? Sin duda, he pensado que era un hombre. Pero, ¿qué es un hombre? ¿Diré que es un animal racional?

No, por cierto: pues sería preciso investigar después qué es animal y qué es racional, y así de una única cuestión llegaríamos insensiblemente a una infinidad de otras más difíciles y embarazosas, y no podría abusar del poco tiempo y ocio que me quedan empleándolos en resolver semejantes sutilezas.

Pero me detendré más bien a considerar aquí los pensamientos que se me presentaban antes por sí mismos en mi espíritu y que no me eran inspirados sino por mi propia naturaleza, cuando me aplicaba a considerar mi ser.

Consideraba, por lo pronto, que tenía un rostro, manos, brazos, y toda esta máquina compuesta de hueso y de carne, tal como se presenta en un cadáver, que yo designaba con el nombre de cuerpo.

Consideraba, además, que me alimentaba, que andaba, que sentía, y pensaba y refería todas estas acciones al alma, pero no me detenía a pensar de ningún modo en lo que era esta alma, o bien, si me detenía, imaginaba que era una cosa extremadamente rara y sutil, como un viento, una llama o un aire muy tenue que estaba insinuado y difundido en mis partes más groseras.

Por lo que respecta al cuerpo de ningún modo dudaba de su naturaleza, pues pensaba conocerlo muy distintamente y si lo hubiese querido explicar ateniéndome a las nociones que yo poseía, lo hubiese descrito del siguiente modo: por cuerpo, entiendo todo lo que puede ser limitado por alguna figura; que puede ser circunscrito en algún lugar, y llenar un espacio de tal modo que todo otro cuerpo esté excluido de él; que puede ser sentido, por el tacto, por la vista, por el oído, por el gusto o por el olfato; que puede ser movido de muchas maneras, no ciertamente por sí mismo, sino por algo extraño que lo toca y del que recibe la impresión. Pues no creía de ningún modo que se debiera atribuir a la naturaleza corpórea estas ventajas: tener en sí la potencia de moverse, de sentir y de pensar; por el contrario, me sorprendía más bien de ver que semejantes facultades se encontraban en algunos cuerpos.

Pero, ¿quién soy yo, ahora que supongo que existe alguien que es extremadamente poderoso, y, si me atrevo a decirlo, maligno y astuto, que emplea todas sus fuerzas y toda su habilidad en engañarme? ¿Puedo estar seguro de que poseo la menor de todas las cosas que acabo de atribuir a la naturaleza corpórea? Me detengo a pensar en ello con atención, vuelvo y revuelvo todas estas cosas en mi espíritu y no encuentro ninguna de que pueda decir que esté en mí; no es necesario que me detenga a enumerarlas. Pasemos, pues, a los atributos del alma, y veamos si hay algunos que estén en mí. Los primeros son alimentarme y caminar; pero si es verdad que no tengo cuerpo, es verdad también que no puedo caminar y alimentarme. Otro es sentir; pero tampoco se puede sentir sin el cuerpo: aparte de que he pensado sentir en otras oportunidades muchas cosas durante el sueño, y al despertarme he reconocido

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no haberlas sentido efectivamente. Otro es pensar, y encuentro aquí que el pensamiento es un atributo que me pertenece: únicamente él no puede ser separado de mí.

Yo soy, yo existo: esto es cierto; pero ¿cuánto tiempo? A saber, todo el tiempo que yo piense, pues quizá podría suceder que si yo dejara de pensar, dejaría al mismo tiempo de ser o de existir. No admito ahora nada que no sea necesariamente verdadero: yo no soy, pues, hablando con precisión, más que una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o una razón, que son términos cuyo significado antes me era desconocido.

Así, pues, yo soy una cosa verdadera y verdaderamente existente; pero, ¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa. Y, ¿qué más? Excitaré aún más mi imaginación para ver si no soy algo más. Yo no soy esa reunión de miembros que se llama cuerpo humano; no soy un aire tenue y penetrante difundido por todos estos miembros; no soy un viento, un soplo, un vapor, ni nada de cuanto puedo figurar e imaginar, ya que he supuesto que todo eso no era nada y que, sin alterar esta suposición, hallo que no dejo de estar cierto de que soy alguna cosa.

Pero, ¿y si sucediera que estas mismas cosas que yo supongo no ser, porque me son desconocidas, no son en absoluto efectivamente diferentes de mí mismo, al que conozco?

No sé nada; no discuto ahora sobre esto; no puedo formar juicio más que de las cosas que me son conocidas: he reconocido que existía, e indago quién soy yo, yo que he reconocido que existo.

Ahora bien, es muy cierto que esta noción y conocimiento de mi ser, así tomado de un modo preciso, no depende de las cosas cuya existencia no me es aún conocida; ni por consiguiente, y con mucha mayor razón, de ninguna de

las que son imaginadas e inventadas por la imaginación. E incluso estos términos de figurar e imaginar me señalan mi error, pues figuraría, en efecto, si imaginara que soy una cosa, puesto que imaginar no es más que contemplar la figura o la imagen de una cosa corpórea.

Pues ya sé ciertamente que soy y que al mismo tiempo puede suceder que todas estas imágenes, y en general que todas las cosas que se refieren a la naturaleza del cuerpo, sólo sean sueños o quimeras.

En consecuencia, veo claramente que tendría tan poca razón en decir: excitaré mi imaginación para conocer más distintamente quién soy, que si dijera: estoy despierto en este momento y percibo algo real y verdadero; pero, puesto que no lo percibo aún con suficiente claridad, me dormiré expresamente para que mis sueños me representen esto mismo con más verdad y evidencia.

Y, así, reconozco con certeza que nada de cuanto puedo comprender por medio de la imaginación pertenece a ese conocimiento que tengo de mí mismo, y que es preciso recoger y apartar su espíritu de este modo de concebir para que él mismo pueda reconocer muy distintamente su naturaleza.

Pero, ¿qué soy, pues? Una cosa que piensa. ¿Qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que concibe, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que también imagina y siente. Por cierto no es poco si todas estas cosas pertenecen a mi naturaleza. Pero, ¿por qué no pertenecerían a ella? ¿No soy acaso el mismo que ahora duda de casi todo, que, sin embargo, entiende y concibe ciertas cosas, que asegura y afirma que sólo éstas son verdaderas, que niega todas las demás, que quiere y desea conocer más, que no quiere ser engañado, que imagina muchas cosas, incluso algunas a pesar suyo, y que siente también muchas como por intermedio de los órganos del cuerpo? ¿Hay algo de todo esto que no sea tan verdadero como es cierto que soy y que existo, aun cuando durmiera siempre y

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aquel que me ha dado el ser empleara todas sus fuerzas para engañarme? Alguno de esos atributos, ¿puede ser distinguido de mi pensamiento o puede decirse que exista separado de mí mismo? Pues es de suyo tan evidente que soy yo el que duda, el que entiende y el que desea, que no es necesario añadir nada aquí para explicarlo.

Y también tengo ciertamente la potencia de imaginar, pues, aunque pueda suceder (como he supuesto antes) que las cosas que imagino no sean verdaderas; sin embargo, esta potencia de imaginar no deja de existir realmente en mí, y forma parte de mi pensamiento.

En fin, yo soy el mismo que siente, es decir, que recibe y conoce las cosas como por los órganos de los sentidos, puesto que, en efecto, veo la luz, oigo el ruido, siento el calor. Pero se me dirá que estas apariencias son falsas y que yo duermo. Lo concedo; sin embargo, por lo menos, es muy cierto que me parece que veo, oigo y siento calor; esto no puede ser falso; y es propiamente lo que en mí se llama sentir, y esto, tornado así, precisamente no es otra cosa que pensar.

De donde empiezo a conocer quién soy con un poco más de luz y de distinción que antes.

Pero, sin embargo, me parece todavía, y no puedo dejar de creer, que las cosas corpóreas, cuyas imágenes se forman en mi pensamiento y que caen bajo los sentidos, no sean más distintamente conocidas que esa parte de mí mismo, no sé cuál, que no cae bajo la imaginación: aunque, en efecto, es muy extraño que cosas que hallo dudosas y alejadas sean más clara y más fácilmente conocidas por mí, que las que son verdaderas y ciertas, y que pertenecen a mi propia naturaleza. Pero veo bien de qué se trata: mi espíritu se complace en extraviarse y no se puede contener dentro de los justos límites de la verdad. Aflojémosle una vez,

pues, las riendas, para que tirándolas después suave y oportunamente podamos dirigirlo y conducirlo más fácilmente.

Empecemos considerando las cosas más comunes y que creemos comprender más distintamente, a saber: los cuerpos que tocamos y que vemos. No entiendo hablar de los cuerpos en general, pues estas nociones generales son de ordinario más confusas, sino de uno particular. Tomemos, por ejemplo, este pedazo de cera que acaba de ser extraída de la colmena: no ha perdido aún la dulzura de la miel que contenía, conserva todavía parte del perfume de las flores de que fue hecho; su color, su figura, su tamaño, son manifiestos; es duro, es frío, puede ser tocado y si se lo golpea produce cierto sonido. En fin, se encuentra en él todo aquello que puede hacer conocer distintamente un cuerpo.

Pero he aquí que, mientras hablo, lo acercan al fuego: los restos de sabor se disipan, el perfume se desvanece, su color cambia, su figura se pierde, su tamaño aumenta, se vuelve liquido, se calienta, apenas se lo puede tocar, y aunque se lo golpee, no producirá ningún sonido. ¿Subsiste la misma cera después de este cambio? Es preciso confesar que subsiste y nadie puede negarlo. ¿Qué es lo que se conocía, pues, con tanta distinción en este pedazo de cera? Por cierto, no puede ser nada de lo que he observado por medio de los sentidos, porque todas las cosas percibidas por el gusto o el olfato, o la vista, o el tacto, o el oído han cambiado y: sin embargo, subsiste la misma cera. Quizá fuera lo que ahora pienso, a saber, que la cera no era, ni esta dulzura de la miel, ni este agradable perfume de las flores, ni esta blancura, ni esta figura, ni este sonido, sino solamente un cuerpo que poco antes se me aparecía bajo estas formas, y que ahora se muestra bajo otras. Pero, ¿qué es, hablando con precisión, lo que imagino, cuando la concibo de esta manera? Considerémoslo atentamente, y alejando todo lo que de manera alguna pertenece a la cera,

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veamos lo que queda. Por cierto no queda más que algo extenso, flexible, mudable.

Y, ¿qué es esto flexible y mudable? ¿Acaso no imagino que esta cera siendo redonda es capaz de volverse cuadrada, y de pasar del cuadrado a una figura triangular? No, por cierto, no es esto, puesto que la concibo capaz de recibir una infinidad de cambios semejantes y no podría, sin embargo, recorrer esta infinidad por medio de mi imaginación y, por consiguiente, este concepto que tengo de la cera no se verifica por medio de la facultad de imaginar.

¿Qué es, pues, esta extensión? ¿No es, acaso, también algo desconocido, puesto que crece en la cera que se funde y se vuelve aun mayor cuando está enteramente fundida y es mucho mayor aún cuando el calor aumenta? Y yo no podría concebir claramente y en verdad lo que es la cera si no pensara que es capaz de recibir más variedades de extensión de lo que jamás haya imaginado. Es preciso, pues, que convenga que yo no sabría concebir por medio de la imaginación lo que es esta cera y que sólo el entendimiento la concibe: me refiero a este pedazo de cera en particular, pues en lo que respecta a la cera en general es aún más evidente.

Pero, ¿qué es esta cera que no puede ser concebida sino por el entendimiento o el espíritu? Por cierto es la misma que veo, toco, imagino, y la misma que conocía desde el principio; pero lo que hay que advertir es que su percepción, o bien la acción por medio de la cual se la percibe, no es una visión, ni un tacto, ni una imaginación, y no lo ha sido jamás, aunque antes pareciera serlo así, sino solamente una inspección del espíritu, que puede ser imperfecta y confusa, como lo fue antes, o bien clara y distinta, como lo es ahora, según que mi atención se fije más o menos en las cosas que hay en ella y de las cuales está compuesta.

Sin embargo, no podría sorprenderme demasiado cuando considero cuánta

debilidad existe en mi espíritu y la inclinación que lo lleva insensiblemente al error. Pues aunque yo considero todo esto en mí mismo sin pronunciar palabras, las palabras, sin embarco, me estorban, y me siento casi engañado por los términos del lenguaje ordinario, pues decimos que vemos la misma cera si nos la presentan, y no que juzgamos que es la misma por el hecho de que tenga el mismo color y la misma figura; de donde casi concluiría que se conoce la cera por la visión de los ojos, y no únicamente por la inspección del espíritu si por casualidad no observara desde una ventana las personas que pasan por la calle, al ver las cuales no dejo de decir que veo hombres tal como digo que veo la cera y, sin embargo, qué veo desde esta ventana sino sombreros y capas que pueden cubrir espectros u hombres artificiales que no se mueven más que por resortes, pero que yo juzgo que son hombres verdaderos; y de este modo comprendo únicamente por la potencia de juzgar que radica en mi espíritu lo que creía ver con mis ojos.

Una persona que trata de elevar su conocimiento por encima de lo ordinario debe sentir vergüenza por sacar motivos de duda de las formas y los términos del habla vulgar; prefiero pasar adelante y considerar si yo concebía lo que era la cera cuando la percibí primeramente y creí conocerla por medio de los sentidos externos, o por lo menos el sentido común, como lo llaman, es decir, por medio de la potencia imaginativa, con más evidencia y perfección de lo que la concibo ahora, después dé haber examinado más exactamente lo que es y de qué modo puede ser conocida. Por cierto, sería ridículo poner esto en duda. Pues, ¿qué había en esta primera percepción que fuera distinto y evidente, y que no pudiera caer del mismo modo bajo los sentidos del menor de los animales?

Pero cuando distingo la cera de sus formas exteriores, y la considero completamente desnuda, como si la hubiera despojado de sus vestiduras, es cierto que aunque se pueda hallar todavía error en mi juicio, no la puedo concebir de esa manera sin un espíritu humano.

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Pero, finalmente, ¿qué podría decir de ese espíritu, es decir, de mí mismo? Pues, hasta este momento, no admito en mí más que un espíritu. ¿Qué afirmaré, digo, de mí, que parezco concebir con tanta claridad y distinción ese pedazo de cera? ¿No me conozco a mí mismo, no solamente con mucha más verdad y certeza, sino aun con mucha más distinción y claridad? Pues si juzgo que la cera es o existe, porque la veo, por cierto se sigue mucho más evidentemente de que soy o de que yo mismo existo, porque la veo. Pues puede suceder que lo que veo no sea efectivamente cera; puede también suceder que no tenga incluso ojos para ver nada; pero no puede suceder que cuando veo, o (lo que ya no distingo) cuando pienso que veo, yo, que pienso, no sea alguna cosa. Igualmente, si juzgo que la cera existe, porque la toco, se seguirá también lo mismo, a saber, que yo soy; y si lo juzgo porque mi imaginación me convence, o por algún otro motivo cualquiera, concluiré siempre lo mismo. Y lo que he observado aquí de la cera puede aplicarse a todas las demás cosas exteriores a mí y que se encuentran fuera de mí.

Pues si la noción y el conocimiento de la cera parece ser más claro y más distinto, después de haber sido descubierta no solamente por la vista o por el tacto, sino por muchas otras causas, ¡con cuánta mayor evidencia, distinción y claridad me debo conocer yo mismo, puesto que todas las razones que valen para conocer y concebir la naturaleza de la cera, o de cualquier otro cuerpo, prueban mucho más fácil y más evidentemente la naturaleza de mi espíritu! Y se encuentran, además, tantas otras cosas en el espíritu mismo, que pueden contribuir al esclarecimiento de su naturaleza, que las que dependen del cuerpo, como éstas, casi no merecen ser enumeradas.

Pero, por fin, he aquí que he llegado insensiblemente adonde quería; pues, ya que me es actualmente conocido, que propiamente hablando no concebimos los cuerpos más que por la facultad de entender que existe en nosotros, y no por la imaginación ni por los sentidos, y que no los conocemos porque los

vemos o tocamos, sino solamente porque los concebimos mediante el pensamiento, conozco evidentemente que no hay nada que me sea más fácil de conocer que mi espíritu.

Pero puesto que es casi imposible deshacerse tan rápidamente de una antigua opinión, será conveniente que me detenga un poco en este lugar para que, debido a la extensión de mi meditación, imprima más profundamente en mi memoria este nuevo conocimiento.

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Ensayo sobre el entendimiento humano (extractos)

John Locke (Inglaterra, 1632-1704)

SECCIÓN A

Lector,Pongo aquí en tus manos lo que ha sido la entretención de algunas de mis horas ociosas y graves. Si te tocara en suerte entretener algunas de las tuyas con este tratado y si obtuvieres de su lectura sólo la mitad del placer que me causó escribirlo, tendrás por tan bien gastado tu dinero como yo mis desvelos [...] poco sabe del entendimiento quien ignora que no solo es la más elevada facultad del alma, sino también aquella cuyo ejercicio entrega mayor y más constante placer. Porque su búsqueda de la verdad es una especie de cacería, en la cual el perseguir a la presa es ya buena parte de la entretención. Cada paso que da la mente en su marcha hacia el conocimiento, le descubre algo que no es sólo nuevo sino que además es, al menos por algunos momentos, lo mejor.

Porque el entendimiento es como el ojo, el cual juzga de los objetos sólo por su propio mirar. Se alegra con cuanto descubre y no se apena por lo que se le escapa, puesto que lo desconoce. Así son las cosas para quien se ha logrado erguirse a sí mismo por encima de la caridad y no vivir de ocioso, con las opiniones mendigadas a otros. Cuando tal persona pone a trabajar su propio pensamiento para buscar y seguir a la verdad, no dejará de sentir el placer del cazador, cualquiera sea la presa que logre. Cada momento de esfuerzo premia su empeño con algún deleite y no tiene razones para considerar malgastado su tiempo, aun cuando no pueda jactarse de haber cazado una presa de importancia.

Tal es, lector, la entretención de los autores cuando dan alas a sus propios pensamientos para verterlos por escrito. No envidies su placer, puesto que ellos te ofrecen otro equivalente, siempre y cuando emplees en su lectura tus propios pensamientos. A ellos, si son realmente tuyos, es que me dirijo. Pero si tus pensamientos son prestados de otro, poco me importa cuáles sean [...] No vale la pena interesarse en lo que dice o piensa, quien sólo dice o piensa lo que otro le manda.

Hay objetos que es preciso examinar por todos lados. Cuando se trata de una noción novedosa, como son algunas de éstas para mí (o cuando la noción se desvía del camino habitual, como temo pueda parecerles a otros que sea aquí el caso), una sola mirada no basta. Ni para franquearle la entrada en todos los entendimientos, ni para fijarla allí con una impresión clara y duradera [...] pocos habrá, creo, que no hayan observado en sí mismos o en otros que, aquello que expresado de un modo resultaba muy oscuro, expresado de otro modo resultaba muy claro e inteligible [...] no todo halaga por igual a la imaginación de distintas personas. Nuestros entendimientos son tan distintos como nuestros paladares. Quien crea que la misma verdad, aderezada de un mismo modo, será disfrutada por todos, es como quien supone que se puede dar por igual en el gusto a todos con un mismo plato. La vianda podrá ser la misma y el alimento bueno. Sin embargo,

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no todos podrán aceptarlo con esos condimentos. Y tendrá que ser aderezada de manera distinta si ha de ser aceptable para quienes sean de fuerte constitución. 

[...] mi propósito al publicar este tratado es el de ser lo más útil que pueda. Esto hace necesario que cuanto tengo que decir sea dicho de manera tan fácil que sea inteligible para una clase tan grande de lectores como me sea posible. Prefiero, con mucho, que quienes están acostumbrados al pensamiento especulativo y sean perspicaces se quejen del tedio de algunas partes de mi obra antes que alguien, que esté poco acostumbrado a la especulación abstracta o que tenga nociones distintas de las mías, no me comprenda.

[...] A la república del conocimiento no le faltan en estos tiempos míos sus grandes arquitectos, cuyos diseños al hacer avanzar a la ciencia, dejarán monumentos duraderos a la posteridad. Pero no todos pueden esperar ser un Boyle o un Sydenham. En una época que produce maestros del calibre de Huygens, el incomparable Sr. Newton y otros de su talla, es ambición suficiente el ser utilizado como un peón que limpia un poco el suelo y remueve la basura que yace en el camino del conocimiento  [...]

SECCIÓN B

Libro I. De las nociones innatas, Capítulo I, Introducción

1. La investigación acerca del entendimiento es agradable y útil. Puesto que el entendimiento es lo que sitúa al hombre por encima del resto de los seres sensibles y le concede todas las ventajas y potestad que tiene sobre ellos. El es ciertamente un asunto que hasta por su dignidad amerita el trabajo de ser investigado. El entendimiento, como el ojo, en tanto nos permite ver y percibir todas las demás cosas, no se advierte a sí mismo. Es necesario destreza y

esfuerzo para ponerlo a distancia y convertirlo en su propio objeto. No importan las dificultades que ofrezca esta investigación. Tampoco importa qué es aquello que nos tiene tan en la oscuridad a nosotros mismos. Toda la luz que podamos derramar sobre nuestras propias mentes y todo el trato que podamos establecer con nuestro propio entendimiento, no sólo será muy agradable, sino que nos acarreará grandes ventajas para el gobierno de nuestro pensamiento en la búsqueda de las demás cosas. 

2. El diseño. Mi propósito es investigar los orígenes, la certidumbre y el alcance del entendimiento humano, junto con los fundamentos y grados de las creencias, opiniones y asentimientos. No discutiré en detalle las consideraciones físicas de la mente, ni me ocuparé en examinar en qué puede consistir su esencia, o por qué movimientos de nuestros espíritus o alteraciones de nuestros cuerpos llegamos a tener sensaciones en nuestros órganos, o ideas en nuestros entendimientos, ni tampoco, si en su formación, esas ideas, algunas o todas, dependen o no de la materia [...]

3. El método. Merece la pena, pues, averiguar los límites entre la opinión y el conocimiento, y examinar, tocante a las cosas de las cuales no tenemos un conocimiento cierto, por qué medidas debemos regular nuestro asentimiento y moderar nuestras convicciones. Para este fin me ajustaré al siguiente método: Primero, investigaré el origen de esas ideas, nociones o como quieran llamarse, que una persona puede advertir y de las cuales es consciente que tiene en su mente, y de la manera cómo el entendimiento llega a hacerse con ellas. Segundo, intentaré mostrar qué conocimiento obtiene por esas ideas el entendimiento, y cuál es su grado de certidumbre, su evidencia y su alcance [...]

5. Nuestras capacidades son las adecuadas a nuestro estado y a nuestros intereses. [...] los hombres encontrarán suficiente materia para ocupar sus cabezas y para emplear sus manos con variedad, gusto y satisfacción, si no se

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ponen en osado conflicto con su propia constitución y desperdician los beneficios de que sus manos están llenas, porque no son lo bastante grandes para asirlo todo. No tendremos motivo para dolernos de la estrechez de nuestras mentes, a condición de dedicarlas a aquello que puede sernos útil, porque de eso son en extremo capaces.

Sería una displicencia tan imperdonable como pueril, el desestimar las ventajas que nos ofrece nuestro conocimiento y descuidar el mejorarlo con vista a los fines para los cuales nos fue dado, sólo porque hay algunas cosas que están fuera de su alcance. No sería excusa válida la de un criado perezoso y terco, alegar que le hacía falta la luz del sol para negarse a cumplir con sus tareas a la luz de una vela. La vela que en nosotros brilla lo hace con intensidad suficiente para todas nuestras necesidades. Los descubrimientos que su luz nos permita deben satisfacernos. Sabremos emplear de buena manera nuestros entendimientos, cuando nos ocupemos de todos los objetos de la manera y en la proporción en que se acomoden a nuestras facultades... sin exigir perentoria o destempladamente una demostración, ni tampoco certeza, allí donde sólo podemos aspirar a la mera probabilidad [...] Si fuéramos a descreerlo todo, sólo porque no podemos conocerlo todo con certeza, obraríamos tan neciamente como un hombre que tan sólo porque carece de alas para volar, no quisiera usar sus piernas, permaneciera sentado y pereciera.

8. Lo que mienta la palabra “idea”: [...] antes de continuar [...] debo excusarme por mi uso tan frecuente de la palabra “idea”. Este es el término que, según creo, sirve mejor para significar aquello que es el objeto del entendimiento cuando una persona piensa. Lo he usado para expresar lo que también se entiende por [...] noción, especie, y todo aquello de lo cual puede ocuparse la mente cuando piensa. No he podido evitar el uso frecuente de dicho término. Supongo que se me concederá sin dificultad que hay tales ideas en la mente de los seres humanos. Todos tienen conciencia de ellas en sí mismos. Y, por otra parte, las palabras y los actos de los demás muestran

satisfactoriamente que están en sus mentes. Nuestra primera investigación será, pues, preguntar cómo entran las ideas en la mente. 

SECCIÓN C

Libro II. De las ideas, Capítulo I. De las ideas en general y de su origen

1. La idea es el objeto del acto de pensar: Todas las personas son conscientes de que piensan. Aquello en que se ocupa su mente mientras está pensando son las ideas que están allí. No hay duda de que los seres humanos tienen en su mente varias ideas, tales como las expresadas por las palabras blancura, dureza, dulzura, pensamiento, movimiento, hombre, elefante, ejército, ebriedad y muchas otras. Resulta, entonces, que lo primero que debe averiguarse es cómo llegan a tenerlas. Ya sé que muchos creen que tenemos ideas innatas y que ciertos caracteres originarios están impresos en la mente desde el primer momento de su ser. Esta opinión ha sido ya examinada con detenimiento y descartada en el Libro I de este tratado. Pero esa refutación será mucho más fácilmente admitida una vez que se haya mostrado de dónde realmente puede tomar el entendimiento todas las ideas que tiene. Y también por qué vías y grados pueden penetrar en la mente, para lo cual invocaré la observación y la experiencia de todos.

2. Todas las ideas vienen de la sensación o de la reflexión: Supongamos, entonces, que la mente sea, como se dice, un papel en blanco, limpio de toda inscripción y sin ninguna idea. ¿Cómo llega a tenerlas? ¿De dónde se hace la mente de ese prodigioso cúmulo, que la activa e ilimitada imaginación de los seres humanos ha pintado en ella, en una variedad casi infinita? ¿De dónde sale todo ese material de la razón y del conocimiento? A esto contesto con una sola palabra, de la experiencia. He allí el fundamento de todo nuestro saber, y de allí es de donde en última instancia éste deriva. Nuestra observación de los

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objetos sensibles externos, o acerca de las operaciones internas de nuestra mente que percibimos, y sobre las cuales reflexionamos nosotros mismos es lo que provee a nuestro entendimiento de todos los materiales del pensar. Estas dos son las fuentes del conocimiento, de allí surgen todas las ideas que tenemos o que podamos naturalmente tener. 

3. Los objetos de la sensación, uno de los orígenes de las ideas: En primer lugar, nuestros sentidos, que tienen trato con objetos sensibles particulares, transmiten respectivas y distintas percepciones de cosas a la mente, según los variados modos en que esos objetos los afectan. Es así como llegamos a poseer esas ideas que tenemos de amarillo, de blanco, de calor, de frío, de lo blando, de lo duro, de lo amargo, de lo dulce y de todas aquellas que llamamos cualidades sensibles. Lo cual, cuando digo que eso es lo que los sentidos transmiten a la mente, quiero decir, que ellos transmiten desde los objetos externos a la mente lo que en ella produce aquellas percepciones. A esta gran fuente, que origina el mayor número de las ideas que tenemos [...] en el entendimiento, la llamo sensación.

4. Las operaciones de nuestra mente son el otro origen de las ideas. Pero, en segundo lugar, la otra fuente de donde la experiencia provee de ideas al entendimiento es la percepción de las operaciones interiores de nuestra propia mente al estar ocupada en las ideas que tiene. Estas operaciones, cuando la mente reflexiona sobre ellas y las considera, proveen al entendimiento de otra serie de ideas, que no podrían haberse derivado de cosas externas, tales como las ideas de percepción, de pensar, de dudar, de creer, de razonar, de conocer, de querer, y de todas las diferentes actividades de nuestras propias mentes.

De estas ideas, puesto que las tenemos en la conciencia y que podemos observarlas en nosotros mismos, recibimos en nuestro entendimiento ideas tan distintas como recibimos de los cuerpos que afectan a nuestros sentidos. Esta fuente de origen de ideas la tienen todos en sí mismos. A pesar de que no es un

sentido, ya que no tiene nada que ver con objetos externos, con todo se parece mucho a un sentido y, con propiedad, puede llamársele sentido interno. Así como a la otra llamé sensación, a ésta la llamo reflexión, porque las ideas que ofrece son sólo tales como aquellas que la mente consigue al reflexionar sobre sus propias operaciones dentro de sí misma [...]. Estas dos fuentes, las cosas externas materiales, como objetos de sensación, y las operaciones internas de nuestra propia mente, como objetos de reflexión, son, para mí, los únicos orígenes de donde todas nuestras ideas proceden inicialmente.

5. Todas nuestras ideas son o de la una o de la otra clase. Me parece que el entendimiento no tiene idea alguna como no sean las que ha recibido de uno de esos dos orígenes. Los objetos externos proveen a la mente de ideas de cualidades sensibles, que son todas esas diferentes percepciones que producen en nosotros. Y la mente provee al entendimiento con ideas de sus propias operaciones [...].

Examine cualquiera sus propios pensamientos y hurgue a fondo en su propio entendimiento, y que me diga, después, si no todas las ideas originales que tiene allí son de las que corresponden a objetos de sus sentidos, o a operaciones de su mente, consideradas como objetos de su reflexión.

Por grande que sean los conocimientos allí alojados, verá, si lo considera con rigor, que en su mente no hay más ideas sino las que han sido impresas por conducto de una de esas dos vías, aunque, quizá, combinadas y ampliadas por el entendimiento con una variedad infinita, como veremos más adelante.

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SECCIÓN D

Capítulo IV. De la solidez

1. Recibimos esta idea por el tacto. La idea de la solidez la recibimos por nuestro tacto. Surge de la resistencia que advertimos en un cuerpo a que cualquier otro cuerpo ocupe el lugar que posee, hasta que cede. No hay ninguna otra idea que recibamos más constantemente por vía de sensación que la de solidez. Ya sea que estemos en movimiento o bien en reposo, cualquiera que sea la posición en que estemos, siempre sentimos algo debajo de nosotros, algo que nos sostiene. Y los cuerpos que manejamos, a diario nos hacen percibir que mientras están en nuestras manos, por una fuerza invencible, impiden que se acerquen las partes de nuestras manos que los oprimen. A eso que impide el acercamiento de dos cuerpos, cuando se mueven el uno hacia el otro, lo llamo la solidez [...] la noción común de la solidez permite, aún si no lo justifica, tal uso de ella. Pero, si alguien piensa que sería mejor llamarle impenetrabilidad, tiene mi permiso.

Esta es la idea que está más íntimamente unida con, y que es esencial a, lo corpóreo, de tal suerte que solo se la encuentra y puede ser imaginada en la materia. Nuestros sentidos no toman nota de ella sino en masas de materia que por su volumen sean suficientes para producir en nosotros una sensación. Sin embargo, una vez que la idea ha sido adquirida por experiencia en los cuerpos más grandes, la mente la persigue más allá y la considera a ella, así como también a la forma, en la partícula más diminuta de materia que pueda existir, y la encuentra inseparablemente inherente a lo material o corpóreo, dondequiera que esté y en todos sus estados.

2. La solidez llena el espacio: Por esta idea, perteneciente a lo corpóreo, es como concebimos que el cuerpo llena el espacio. Esta idea de llenar el espacio implica que, en dondequiera que imaginemos que algún espacio está ocupado

por una substancia sólida, concebimos que esa substancia lo posee de tal modo que excluye a toda otra substancia sólida [...]

3. Es diferente del espacio: Esta resistencia, por la cual un cuerpo impide que otros cuerpos ocupen el espacio que posee, es tan grande que no hay fuerza, por más poderosa que sea, que pueda vencerla. Todos los cuerpos del mundo presionando por todos lados a una gota de agua no podrán jamás vencer la resistencia que ofrecerá, blanda como es, a que se toquen los unos o los otros, hasta que no se quite de en medio. De aquí que nuestra idea de solidez se distinga tanto del espacio puro, que es incapaz de resistencia o movimiento, como también de la idea común de dureza [...] De donde, me parece, tenemos la idea clara del espacio sin solidez [...]

4. Es diferente de la dureza: De aquí se sigue que la solidez se diferencia también de la dureza. La solidez consiste en la ocupación completa del espacio, y por lo tanto, en que excluye de un modo absoluto a otros cuerpos del espacio que posee. Pero la dureza consiste solo en una cohesión firme de las partes de materia que componen las masas cuyo volumen podemos percibir [...]. Y en realidad, duro y blando no son sino nombres que les damos a las cosas en relación a la constitución de nuestros propios cuerpos. Así, decimos en general que es duro aquello que nos causa un dolor, antes que cambiar de forma por la presión de cualquier parte de nuestro cuerpo; y por lo contrario, decimos que algo es blando, cuando modifica la situación de sus partes al ser tocado por nosotros sin esfuerzo, ni dolor.Pero esta dificultad que hay en hacer que cambie la situación de las partes perceptibles entre sí, o que cambie la forma del todo, no le comunica mayor solidez al cuerpo más duro del mundo que al más blando; y un diamante no es más sólido que el agua [...]

5. De la solidez dependen el impulso, la resistencia y la exclusión: Por esta idea de la solidez se distingue la extensión del cuerpo de la extensión del

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espacio, ya que la extensión del cuerpo no es nada, sino la cohesión a continuidad de partes sólidas, separables y movibles, y la extensión del espacio, la continuidad de partes que no son sólidas sino inseparables e inmóviles [...]

6. Qué sea la solidez: Si alguien me pregunta ¿qué es la solidez? lo remito a sus propios sentidos para que lo informen: tome entre sus manos un pedernal o un balón y trate de juntarlas y así sabrá. Si no le parece ésta una explicación suficiente de la solidez, qué cosa sea, y en qué consiste, yo le prometo decirle qué cosa es y en qué consiste, cuando él me diga qué es pensar y en qué consiste, o cuando me explique qué es la extensión o el movimiento, lo cual, quizá, parece más fácil.

Capítulo VIII.

Otras consideraciones acerca de nuestras ideas simples

7. Ideas en la mente y cualidades en los cuerpos. Para mejor descubrir la naturaleza de nuestras ideas y para discurrir inteligiblemente acerca de ellas será conveniente distinguirlas en cuanto son ideas o percepciones en nuestra mente, y en cuanto son modificaciones de materia en los cuerpos que causan en nosotros dichas percepciones. Y, para que no pensemos (como quizá se hace habitualmente) que las ideas son exactas imágenes y semejanzas de algo inherente al sujeto que las produce. La mayoría de las ideas de sensación no son más en la mente la semejanza de algo que exista fuera de nosotros, que los nombres que las significan son una semejanza de nuestras ideas, aunque al escuchar esos nombres no dejan de provocarlas en nosotros.

8. Todo aquello que la mente percibe en sí misma, o todo aquello que es el objeto inmediato de percepción, de pensamiento o de entendimiento, a eso

llamo idea; y a la potencia para producir cualquier idea en la mente, llamo cualidad del objeto en el cual reside ese poder. Así, una bola de nieve tiene la potencia de producir en nosotros las ideas de blanco, frío y redondo; a esas potencias para producir en nosotros esas ideas, en cuanto que están en la bola de nieve, las llamo cualidades; y en cuanto son sensaciones o percepciones en nuestro entendimiento, las llamo ideas; de las cuales ideas, si algunas veces hablo de ellas como estando en las cosas mismas, quiero que se me entienda que me refiero a esas cualidades en los objetos que producen esas ideas en nosotros.

9. Cualidades primarias. Así consideradas, las cualidades en los cuerpos son, primero, aquellas enteramente inseparables de la materia, cualquiera que sea el estado en que se encuentre, y tales que las conserva constantemente en todas las alteraciones y cambios que dicha materia pueda sufrir a causa de la mayor fuerza que pueda ejercerse sobre ella. Esas cualidades son tales que los sentidos constantemente las encuentran en cada partícula de materia con tamaño suficiente para ser percibida, y tales que la mente las considera como inseparables de cada partícula de materia, aun cuando sean demasiado pequeñas como para que nuestros sentidos puedan percibirlas individualmente.

Por ejemplo, tomemos un grano de trigo y dividámoslo en dos partes; cada parte todavía tiene solidez, extensión, forma y movilidad. Divídase una vez más, y las partes aún retienen las mismas cualidades; y si se sigue dividiendo hasta que las partes se hagan imperceptibles, retendrán necesariamente, cada una de ellas, todas esas cualidades. Porque la división (que es todo cuanto un molino o un triturador o cualquier otro cuerpo le hace a otro al reducirlo a partes imperceptibles) no puede jamás quitarle a un cuerpo la solidez, la extensión, la forma y la movilidad, sino que tan sólo hace dos o más masas distintas y separadas de la materia que antes era una; todas las cuales, consideradas desde ese momento como otros tantos cuerpos distintos, hacen un cierto número determinarlo, una vez hecha la división. A esas cualidades

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llamo cualidades originales o primarias de la materia, las cuales, creo, podemos advertir que producen en nosotros las ideas simples de la solidez, la extensión, la forma, el movimiento, el reposo y el número.

10. Pero, en segundo lugar, hay cualidades tales que en verdad no son nada en los objetos mismos, sino potencias para producir en nosotros diversas sensaciones por medio de sus cualidades primarias; es decir, por el tamaño, la forma, la textura y el movimiento de sus partes imperceptibles, como lo son los colores, sonidos, sabores, etc. A éstas llamo cualidades secundarias.

11. Cómo producen sus ideas las cualidades primarias. El siguiente asunto que debe considerarse es cómo los cuerpos producen ideas en nosotros, y manifiestamente, la única manera en que podemos concebir que operen los cuerpos es por impacto.12. Si, por lo tanto, los objetos externos no se unen a nuestra mente cuando producen ideas en ella, y, sin embargo, percibimos esas cualidades originales de aquellos objetos que individualmente caen bajo nuestros sentidos, es evidente que habrá algún movimiento en esos objetos que, afectando algunas partes de nuestro cuerpo, se prolongue por conducto de nuestros nervios o espíritus hasta el cerebro o el asiento de la sensación, para producir allí en nuestra mente las ideas particulares que tenemos acerca de dichos objetos. Y puesto que la extensión, la forma, el número y el movimiento de cuerpos de tamaño observable pueden percibirse a distancia por medio de la vista, es evidente que algunos cuerpos individualmente imperceptibles deben venir de ellos a los ojos, y de ese modo comunican al cerebro algún movimiento que produce esas ideas que tenemos en nosotros acerca de tales objetos.

13.Cómo producen sus ideas las cualidades secundarias. De un modo igual al que se producen en nosotros las ideas de las cualidades primarias, podemos concebir que también se producen las ideas de las cualidades secundarias, es decir, por la operación de partículas imperceptibles sobre nuestros sentidos.

Porque es manifiesto que hay cuerpos, y cuerpos en gran cantidad, cada uno de los cuales es tan pequeño que no podemos por nuestros sentidos descubrir ni su volumen, ni su forma, ni su movimiento, como es evidente respecto a las partículas del aire y del agua, y respecto a otras extremadamente más pequeñas que ésas, quizá tanto más pequeñas que las partículas de aire y de agua, como más pequeñas son las partículas de aire y de agua respecto a un guisante o a un granizo. Vamos a suponer, entonces, que los diferentes movimientos y formas, volumen y número de tales partículas, al afectar los diversos órganos de nuestros sentidos, producen en nosotros esas diferentes sensaciones que nos provocan los colores y olores de los cuerpos; que una violeta, por ejemplo, por el impulso de tales partículas materiales imperceptibles, de formas y volúmenes particulares y en diferentes grados y modificaciones de sus movimientos, hagan que las ideas del color azul y del aroma dulce de esa flor se produzcan en nuestra mente. Puesto que no es mayormente imposible concebir que Dios haya unido tales ideas a tales movimientos con los cuales no tienen ninguna similitud, que lo sea concebir que haya unido la idea de dolor al movimiento de un pedazo de acero que divide nuestra carne, movimiento respecto al cual esa idea de dolor no guarda ninguna semejanza.

14. Cuanto he dicho tocante a los colores y olores, puede entenderse también respecto a sabores, sonidos y demás cualidades sensibles semejantes, las cuales, cualquiera que sea la realidad que equivocadamente les atribuimos, no son nada en verdad en los objetos mismos, sino potencias para producir en nosotros diversas sensaciones, y dependen de aquellas cualidades primarias, a saber: volumen, forma, textura y movimiento de sus partes, como ya dije. 15. Las ideas de las cualidades primarias son semejanzas; no así las ideas de las cualidades secundarias.

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De donde, creo, es fácil sacar esta observación: que las ideas de las cualidades primarias de los cuerpos son semejanzas de dichas cualidades, y que sus modelos realmente existen en los cuerpos mismos; pero que las ideas producidas en nosotros por las cualidades secundarias, en nada se les asemejan. Nada hay que exista en los cuerpos mismos que se asemeje a esas ideas nuestras. En los cuerpos a los que denominamos de conformidad con esas ideas, sólo hay un poder para producir en nosotros esas sensaciones; y lo que en idea es dulce, azul o caliente, no es, en los cuerpos que así llamamos, sino cierto volumen, forma y movimiento de las partes insensibles de los cuerpos mismos.

16. A la flama se denomina caliente y ligera, a la nieve, blanca y fría y al azúcar, blanca y dulce, por las ideas que producen en nosotros. Se piensa comúnmente que dichas cualidades son, en esos cuerpos, lo mismo que esas ideas que están en nosotros: las unas la semejanza perfecta de las otras, como lo serían en un espejo; y el que diga lo contrario será juzgado de muy extravagante por la mayoría de los hombres. Sin embargo, quien considere que el mismo fuego, que a cierta distancia produce en nosotros la sensación de calor, produce en nosotros, si nos acercamos más, la muy diferente sensación de dolor, deberá reflexionar para sí mismo sobre la razón que pueda tener para decir que su idea de calor, que fue producida en él por el fuego, esté en realidad en el fuego; y que su idea de dolor, que el mismo fuego le produjo del mismo modo, no esté en el fuego. ¿Por qué razón han de estar la blancura y la frialdad en la nieve y no ha de estarlo el dolor, ya que ella produce en nosotros todas esas ideas; lo que no puede hacer sino por el volumen, la forma, el número y el movimiento de sus partes sólidas. 

19. Las ideas de las cualidades primarias son semejanzas; no así las ideas de las cualidades secundarias.

Consideremos los colores rojo y blanco en el pórfido, impídase que la luz caiga sobre él, y sus colores desaparecen, y ya no producirá en nosotros esas ideas. Que la luz vuelva, y entonces de nuevo producirá en nosotros esas apariencias. ¿Pensará alguien que hubo una alteración real en el pórfido por la presencia y la ausencia de luz, y que esas ideas de blancura y de rojez están realmente en el pórfido iluminado, cuando es evidente que no tiene ningún color estando en la oscuridad? En verdad, tiene, de día o de noche, una configuración de partículas tal, que es capaz, por el rebote de los rayos de luz de algunas de las partes de esa piedra dura, de producir en nosotros la idea de rojez, y de otras partes, la idea de la blancura. Pero la blancura y la rojez no están nunca en el pórfido, sino tan sólo una textura tal que tiene el poder de producir semejantes sensaciones en nosotros.

20. Muélase una almendra, y su limpio color blanco se convertirá en un blanco sucio, y su sabor dulce en un sabor aceitoso. Pero ¿qué alteración real pueden acarrear en un cuerpo los golpes del triturador, que no sea la alteración en su textura?

21. Así entendidas y distinguidas las ideas, podremos dar razón por qué la misma agua, en un mismo momento, es capaz de producir en una mano la idea de frío y en la otra mano la idea de calor, en tanto que es imposible que la misma agua sea fría y caliente al mismo tiempo, lo que tendría que acontecer si esas ideas estuvieran realmente en ella. Porque si imaginamos que el calor, tal como está en nuestras manos, no es sino un cierto tipo y grado de movimiento en las partículas menudas de nuestros nervios o espíritus animales, podremos entender cómo es posible que la misma agua pueda producir al mismo tiempo la sensación de calor en una mano y la de frío en la otra.

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Extractos acerca de la Dialéctica Hegeliana

sta dialéctica se detiene simplemente en el lado negativo del resultado, y abstrae de aquello que realmente tiene ante los ojos un resultado determinado, que es una pura nada; pero una nada

que incluye el ser, e igualmente un ser que incluye en sí la nada. Así, 1°, el ser determinado es el resultado del ser y de la nada, en la cual ha desaparecido la inmediatividad de estas determinaciones, y, en su relación, su contradicción,

“E

una unidad en la cual son tan sólo momentos; 2°, puesto que el resultado es la contradicción superada, se encuentra en la forma se simple unidad consigo misma, o también como un ser, pero un ser con la determinación y la negación: es el devenir puesto en la forma de uno de sus momentos”.

Hegel, G.W.F., Enciclopedia de las ciencias filosóficas, Editorial Porrúa, México D.F., 1990, §89 (p.58)

§

“Hay filósofos que han pretendido explicar tal o cual faceta de la realidad, llegando a especializarse en temas determinados. Todos sabemos que a partir de la gran filosofía griega comenzaron a desgajarse del tronco filosófico ciencias específicas. Por ejemplo, ése ha sido el caso de la física, la cosmología y astronomía y también la biología. Sin embargo, a pesar de esta división en saberes particulares, no deja de haber siempre un espíritu de absoluto, de unidad, de sistema en la filosofía. Es decir, el verdadero sueño es explicarnos más o menos todo. Recibimos en forma permanente conocimientos fragmentarios desde distintos ámbitos específico. Pero, cómo pueden organizarse, instrumentalizarse dentro de un gran sistema en el que tendría lugar todo el saber sobre el mundo. Éste fue el propósito de Georg Wilhelm Friedrich Hegel, el gran pensador del idealismo alemán: intentar alcanzar la gran síntesis del sistema filosófico omnicomprensivo. El ideal del sistema es poder albergar dentro de una gran armazón mental todo lo que los hombres saben y han sabido.”

Savater, Fernando, La aventura del pensamiento, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2008, p. 181.

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§

“Constituye uno de los más completos sistemas filosóficos, en el cual está todo incluido y explicado en una forma coherente y relacionada, el ser, la naturaleza, el hombre, Dios, las manifestaciones del espíritu, como la cultura, el arte, la religión, el Estado, la moralidad”.

(…) “El primer momento es llamado por Hegel la tesis, el segundo momento, el contrario a la tesis, es la antítesis, pero este proceso continúa en un estado superior de absorción de los dos estado anteriores, donde ninguno de los dos es suprimido, sino reconciliados y superados, es la síntesis. Este acontecer lo compara él a un círculo, la síntesis es el comienzo de otro círculo mayor, en que una nueva tesis volverá a proponer para su despliegue otra antítesis, de las cuales surgirá una nueva síntesis, y así sigue el proceso, que podríamos más propiamente comparar con una espiral”

Figueroa, Adriana, Conociendo a los grandes filósofos, Editorial Universitaria, Santiago, 1997, p. 185.

§

“Hay, naturalmente, fracasos y retrocesos, el progreso de ninguna manera ocurre linealmente, sino que es producido por la interacción de incesantes conflictos. La negatividad, como veremos, sigue siendo la fuente y el motivo motriz de movimiento. No obstante, cada fracaso y cada retroceso encierran su propio bien y su propia verdad. Cada conflicto implica su propia solución. El cambo del punto de vista hegeliano se hace manifiesto en la inalterable certeza con que determina el fin del proceso. El espíritu, a pesar de todas las desviaciones y derrotas, a pesar de la miseria y del deterioro, alcanzará su meta, o más bien la ha alcanzado, en el sistema social imperante. La negatividad parece ser un estadio seguro en el crecimiento del espíritu y no

una fuerza que lo incita a ir más allá; la oposición en la dialéctica se presenta más bien como un juego obstinado que como una lucha de vida o muerte.”

Marcuse, Herbert, Razón y revolución, Editorial Alianza, Madrid, 1983, p. 96.

§

“La historia tiene sus propias soluciones a sus propios problemas que hasta los hombres más sabios sólo entienden hasta cierto punto. Los hombres no la hacen ni la guían: cuando más la entienden un poco y cooperan con fuerzas mucho más generales que su propia voluntad y entendimiento.

(…) Las fuerzas contrarias aportan la dinámica de la historia pero el equilibrio no puede ser jamás permanente; simplemente da una continuidad y una dirección al cambio. En consecuencia, pensaba, la oposición nunca es absoluta. La destrucción de una posición en una situación de controversia nunca es completa. Ambas partes tienen parcialmente razón y están parcialmente en el error y cuando la razón y el error han sido propiamente sopesados, surge una tercera posición que une la verdad contenida en ambas. Hegel creía que ésta era la idea fundamental expresada por Platón en sus diálogos y, en consecuencia, adoptó el término de Platón, la dialéctica, para designar el proceso.”

Sabine, George, Historia de la teoría política, Editorial Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2006, pp. 484 – 485.

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La verdad no es moneda acuñada

(Notas preliminares sobre Hegel)

Sergio Vuskovic Rojo (Chile, 1930)

“Lo conocido no es sabido por el mero hecho de ser conocido”, dice la versión de Wenceslao Roces, uno de los mejores traductores al castellano de Hegel y Ernst Bloch.

Mas a la letra podría ser: “Lo noto (lo notorio), en general, propio porque es noto no es conocido”.

Sigue Hegel: “Pero se engaña a sí mismo y a los demás cuando, en el conocimiento, se presupone algo como conocido y se lo acepta como tal por esta razón”. Con lo cual nos advierte sobre la pobreza y límites del sentido común o buen sentido: antes que la expedición de Hernando de Magallanes circunnavegara la tierra fue notorio que ésta era plana.

E interrumpe Ernst Bloch. “También lo falso, puede, a veces ser importante”, porque Hegel continúa: “Lo verdadero y lo falso figuran entre los pensamientos determinados que pasan por ser, en la inmovilidad, entes con existencia propia, uno de los cuales se alza del lado de acá y el otro del lado de allá, cada uno de ellos aislado y fijo, sin contacto con el otro. Frente a una símil concepción debe afirmarse que la verdad no es moneda acuñada que pueda darse y recibirse sin más”.

En el sistema hegeliano todo pensamiento (o categoría) existe solo en cuanto existe su contrario y en esta contradicción reside su vida. Por eso, se dice que la lógica tradicional de Aristóteles a Kant es una lógica de la identidad y que, en cambio, la de Hegel es una lógica de la contradicción o dialéctica.

¿Qué relación se establece entre lo noto y lo conocido y entre lo verdadero y lo falso?

La superación

El proceder del movimiento interno de un concepto a su contrario, Hegel lo designó con el verbo aufheben (superar) y la operación realizada con su sustantivo correspondiente: Aufhebung. Arte de nombrar que nos presenta una gran dificultad de comprensión en todas las lenguas neolatinas porque no tenemos un término pertinente, porque aufheben, en alemán, significa, a la vez, quitar y dejar, suprimir y mantener, eliminar y conservar, abolir y sostener y se ha optado por traducirlo al español con el verbo superar, pero haciendo constar la ínsita contradicción del término hegeliano.

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Y no se trata solamente de una insólita expresión técnica sino que nos permite comprender más en profundidad hechos o procesos de la vida real: nosotros hemos pasado en nuestras existencias por diversas etapas: gestación, nacimiento, infancia, adolescencia y llegada a la madurez; pues bien, las hemos superado y no eliminado, quitado o abolido. Y no es que sólo las hayamos interiorizado o que permanezcan en nosotros como recuerdo de un grado ya superado. Sino que siendo positivo el desarrollo hacia los distintos escalones sucesivos por donde hemos ido pasando y que conforman el sentido de progreso de nuestro desenvolvimiento físico y psicológico, ocurre que algunas características benéficas, distintas de los momentos ya vividos, las hemos perdido. Así nos ha pasado con la capacidad de asombro de nuestra infancia, que en el común de los mortales se nos extravió por el camino y que, sin embargo, se mantiene viva en la adolescencia y madurez de vates y poetas y, en general, en los creadores.

Es el movimiento progresivo, de continua superación de lo noto a lo conocido, de lo falso a lo verdadero; pero ello no significa que el momento inferior en que se encontraba el espíritu fuese absolutamente falso, sino que era inadecuado o unilateral.

Es su insuficiencia o su unilateralidad la que sirve de estímulo para ascender a un escalón superior en el acercarse a la verdad. Existe lo verdadero porque también existe lo falso y se pasa de este último estado al primero cuando somos capaces de reflexionar sobre nuestras más firmes convicciones (lo noto), cuando observamos sus unilateralidades e insuficiencias, las miramos dentro de su contexto histórico, al mismo tiempo que podemos recoger de ellas el grano de verdad que contenían y somos capaces de actuar en consecuencia.

De este modo, la comprensión del concepto de superación comporta la connotación de que la percepción puramente negativa del resultado constituye sólo la mitad de la verdad: no solo criticar sino plantear también soluciones;

que el error superado (lo noto) es un momento de la verdad y que conocer el error propio equivale a una verdad nueva, lo que me parece está en la intuición de Gonzalo Rojas en su poema “El espejo”: “Sólo se aprende aprende aprende de los propios propios errores”. Esto es, aprendemos de nuestros propios errores cuando no los olvidamos y al contrario, los interiorizamos, cuando avanzamos afirmándonos en ellos y los superamos, por cuanto, si los olvidamos o nos hacemos los desentendidos, estamos condenados a repetirlos.

Con el término superación, Hegel indica el movimiento por el cual dos conceptos opuestos se sintetizan en un nuevo concepto, pero, sin desaparecer y, al revés, conservándose en el concepto superior. Mientras para la lógica tradicional el resultado de una contradicción es inexistente, para Hegel significa el surgimiento de un concepto nuevo, superior.

El ser la nada devenir

Das Sein die Nichtigkeit werden

El ser, concepto inicial de su lógica, se encuentra automáticamente opuesto a su contrario, la nada; pero, su oposición no es estéril: se sintetiza en un nuevo concepto que los engloba y que es su producto concreto: el llegar a ser o devenir o ser determinado. Es lo que se dice triada dialéctica: tesis, antítesis y síntesis.

Estas tres determinaciones dialécticas no constituyen tres partes separadas, ni menos tres elementos clasificatorios de un manual escolar o lineal, que pueden considerarse distintas. Según Hegel, valen como concepto viviente comprendido en el Uno. Si nos aferramos al momento de la tesis, el pensamiento permanecerá abstracto y dogmático y, como es sabido, el dogmatismo es “la pereza del pensamiento”. Si nos agarramos indefinidamente al tiempo de la antítesis surgirá el escepticismo. El tercer punto de vista, el de la síntesis, nos puede llevar al conocimiento científico, si

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la entendemos como superación y si comprendemos que engendrará sus propias contradicciones nuevas.

Si las tomamos en abstracto, así como están dichas, no nos dicen algo nuevo. Y Hegel era consciente de esta perplejidad, tanto que al principio de su Ciencia de la lógica afirma brutalmente “ser y nada son la misma cosa”, en cuantos entes indeterminados, absolutos, libres de toda determinación: la luz total y la oscuridad total son lo mismo. Comienzan a distinguirse cuando las consideramos en sus relaciones recíprocas, en sus determinaciones y mediaciones, en sus estados intermedios combinatorios.

En el primer peldaño de la escala dialéctica Hegel entiende por el Ser al es (verbo ser, presente, tercera persona singular), en cuanto absolutamente vacío, que por su misma vaciedad no es otra cosa que la nada. En este sentido, ambos conceptos son una y la misma cosa (planteados como carentes de toda determinación); pero, como lo demuestra el hecho que el pensamiento se detenga en esta su primera figura abstracta, además y contemporáneamente, no son la misma cosa.

Es ser vacío y la nada vacía son inseparables e indivisibles y hechos de tal modo que cada uno desaparece en su contrario. Este desaparecer del uno en el otro aporta el tercer momento del enlace dialéctico: el devenir, que es la unidad del ser puro y de la nada pura; sin embargo, tomando en consideración que ninguna unidad permanece ya que es un momento en un proceso, la unidad relativa del devenir también se divide.

El devenir en el paso del ser a la nada es la muerte; el de la nada al ser es el nacimiento y de la transición entre ambos surge la existencia determinada, el tercer término formado por el nacimiento y la muerte: el llegar a ser, devenir.

En el plano de la doctrina del Ser, en que nos estamos moviendo hasta ahora, es importante hacer notar el rol dialéctico que juega la nada, en cuanto

negatividad, es decir, contradicción en tensión; diríamos, nada grávida, que pone en movimiento el desarrollo dialéctico, ya que ocupa el centro, entre las determinaciones positivas de tesis y síntesis. Ni es la Nada del comienzo, lugar que ocupa el Ser, ni está en el fin, donde encontramos el devenir. Trabaja en el medio, como el otro, como multiplicidad, como agente de inseguridad y tribulación, que impide el cristalizarse de las determinaciones finitas. Llega a ser el fundamento real y cognoscitivo del paso necesario de todo Positivo subsistente en el devenir, por la fuerza latente de la negatividad que contiene.

Incita y estimula la dinámica que le falta al espíritu puro, a la lógica pura y es la que abre la puerta de entrada a la doctrina de la Esencia (con sus contrarios de apariencia y esencia), zona central de la lógica hegeliana, que se relaciona con el movimiento interno, fundamento del cual surge la cosa o el proceso nuevo, cuando se acumula el número legal de sus condiciones de existencia.

La dialéctica se expresa en un proceso de compenetración constante, una exposición inmanente del concepto mediante su negatividad, que conduce a Hegel a la sorprendente constatación que la verdad es el proceso.

La verdad es el proceso

“El capullo desaparece al abrirse la flor y se podría decir que viene refutada por ésta; similarmente, el aparecer del fruto viene a declarar la flor como una existencia falsa de la planta y el fruto subentra como la verdad de la flor. Tales formas no sólo se distinguen entre ellas, sino que se disuelven las unas de las otras, porque son recíprocamente incompatibles” (Fenomenología del espíritu). Y también en lo que llegó a ser (el fruto) maduran sus contradicciones internas, en un proceso de compenetración sin tregua.

La dialéctica en Hegel no quiere ser una pura arte mayéutica de diálogo o menos una habilidad para retorcer y tergiversar los conceptos. La considera como “la marcha progresiva de la cosa misma”, en la cual lo nuevo surge a

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partir de lo viejo, cuando una mutación cualitativa se difunde y quiebra la onda de la continuación indefinida al acumularse una determinada cantidad, un cierto “quantum”. Cuando a lo nuevo le llega su hora, y se está cumpliendo su tiempo de nacer, se desvincula de lo viejo con un salto, aparece y se abre paso repentinamente. Y así lo hizo notar en su conferencia del 18 de setiembre de 1806, en que dio su apreciación sobre la Revolución Francesa, palabras que también parecen describir muy bien nuestra época de paso de un siglo a otro: “Nos hallamos en el umbral de una época importante, de un tiempo de fermento, cuando el espíritu da un salto adelante, trasciende su forma anterior y adopta una forma nueva.

Toda la masa de representaciones anteriores, conceptos y vínculos que mantienen unido nuestro mundo, se disuelve y colapsa, como una imagen en sueños. Se prepara una fase nueva del espíritu. La filosofía, especialmente, ha de dar la bienvenida a su aparición y reconocerla, mientras otros, que imponentes se le oponen, se aferran al pasado”.

Esto quiere decir que la verdad de la sociedad del tiempo presente se encontrará en la del futuro, porque toda sociedad existida hasta hoy produce los elementos de las sociedades sucesivas: el presente está grávido de futuro, del cual la conciencia social va dándose cuenta a través de síntomas esporádicos: el hastío y la frivolidad hacen su aparición junto con el desencanto que, sin embargo, preanuncian el presentimiento de algo desconocido, que atrae con la fuerza del imán. Son signos precursores de que algo nuevo se prepara y que llegará la hora que “como un relámpago pondrá adelante la estructura plena de un mundo nuevo”. Pero, no en el sentido en que lo viejo, que ha llegado a ser falso, sea completamente abolido en la nueva época, sino como superación. Hegel es un pensador de la historia y la comprende como cambio y también como herencia, tradición viva.

Esta es para Hegel la única empiria: la dialéctica, en cuanto contiene, en un nuevo objeto, la nulidad del anterior y la experiencia subjetiva hecha sobre el

proceso, en un resultado siempre nuevo que es capaz de abarcar lo verdadero y lo falso, la fluidez de los conceptos y sus relaciones, determinaciones y mediaciones recíprocas, nadando en el mar de las contradicciones históricas, donde la verdad (la moneda acuñada) no se distingue tan fácilmente de la moneda falsa, como ocurre en las operaciones diarias en el mercado. En cambio aquí, la verdad es su mismo desarrollo dialéctico, esto es, el proceso histórico de la humanidad, con sus días y sus noches.

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“Ética para Amador”Capítulo Primero “De qué va la ética”

Fernando Savater (España, 1947)

ay ciencias que se estudian por simple interés de saber cosas nuevas; otras, para aprender una destreza que permita hacer o utilizar algo; la mayoría, para obtener un puesto de trabajo y ganarse con él la vida. Si

no sentimos curiosidad ni necesidad de realizar tales estudios, podemos prescindir tranquilamente de ellos. Abundan los conocimientos muy interesantes pero sin los cuales uno se las arregla bastante bien para vivir: yo, por ejemplo, lamento no tener ni idea de astrofísica ni de ebanistería, que a otros les darán tantas satisfacciones, aunque tal ignorancia no me ha impedido ir tirando hasta la fecha. Y tú, si no me equivoco, conoces las reglas del fútbol pero estás bastante pez en béisbol. No tiene mayor importancia, disfrutas con los mundiales, pasas olímpicamente de la liga americana y todos tan contentos.

H

Lo que quiero decir es que ciertas cosas uno puede aprenderlas o no, a voluntad. Como nadie es capaz de saberlo todo, no hay más remedio que elegir y aceptar con humildad lo mucho que ignoramos. Se puede vivir sin saber astrofísica, ni ebanistería, ni fútbol, incluso sin saber leer ni escribir: se vive peor, si quieres, pero se vive. Ahora bien, otras cosas hay que saberlas porque en ello, como suele decirse, nos va la vida. Es preciso estar enterado, por ejemplo, de que saltar desde el balcón de un sexto piso no es cosa buena para la salud; o de que una dieta de clavos (¡con perdón de los fakires!) y ácido prúsico no permite llegar a viejo. Tampoco es aconsejable ignorar que si uno cada vez que se cruza con el vecino le atiza un mamporro las consecuencias serán antes o después muy desagradables. Pequeñeces así son importantes. Se puede vivir de muchos modos pero hay modos que no dejan vivir.

En una palabra, entre todos los saberes posibles existe al menos uno imprescindible: el de que ciertas cosas nos convienen y otras no. No nos convienen ciertos alimentos ni nos convienen ciertos comportamientos ni ciertas actitudes. Me refiero, claro está, a que no nos convienen si queremos seguir viviendo. Si lo que uno quiere es reventar cuanto antes, beber lejía puede ser muy adecuado o también procurar rodearse del mayor número de enemigos posibles. Pero de momento vamos a suponer que lo que preferimos es vivir: los respetables gustos del suicida los dejaremos por ahora de lado. De modo que ciertas cosas nos convienen y a lo que nos conviene solemos llamarlo «bueno» porque nos sienta bien; otras, en cambio, nos sientan pero que muy mal y a todo eso lo llamamos «malo». Saber lo que nos conviene, es decir: distinguir entre lo bueno y lo malo, es un conocimiento que todos intentamos adquirir -todos sin excepción- por la cuenta que nos trae.

Como he señalado antes, hay cosas buenas y malas para la salud: es necesario saber lo que debemos comer, o que el fuego a veces calienta y otras quema, así como el agua puede quitar la sed pero también ahogarnos. Sin embargo, a veces las cosas no son tan sencillas: ciertas drogas, por ejemplo, aumentan nuestro brío o producen sensaciones agradables, pero su abuso continuado puede ser nocivo. En unos aspectos son buenas, pero en otros malas: nos

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convienen y a la vez no nos convienen. En el terreno de las relaciones humanas, estas ambigüedades se dan con aún mayor frecuencia. La mentira es algo en general malo, porque destruye la confianza en la palabra -y todos necesitamos hablar para vivir en sociedad- y enemista a las personas; pero a veces parece que puede ser útil o beneficioso mentir para obtener alguna ventajilla. O incluso para hacerle un favor a alguien. Por ejemplo: ¿es mejor decirle al enfermo de cáncer incurable la verdad sobre su estado o se le debe engañar para que pase sin angustia sus últimas horas? La mentira no nos conviene, es mala, pero a veces parece resultar buena. Buscar gresca con los demás ya hemos dicho que es por lo común inconveniente, pero ¿debemos consentir que violen delante de nosotros a una chica sin intervenir, por aquello de no meternos en líos? Por otra parte, al que siempre dice la verdad -caiga quien caiga- suele cogerle manía todo el mundo; y quien interviene en plan Indiana Jones para salvar a la chica agredida -es más probable que se vea con la crisma rota que quien se va silbando a su casa. Lo malo parece a veces resultar más o menos bueno y lo bueno tiene en ocasiones apariencias de malo. Vaya jaleo.

Lo de saber vivir no resulta tan fácil porque hay diversos criterios opuestos respecto a qué debemos hacer. En matemáticas o geografía hay sabios e ignorantes, pero los sabios están casi siempre de acuerdo en lo fundamental. En lo de vivir, en cambio, las opiniones distan de ser unánimes. Si uno quiere llevar una vida emocionante, puede dedicarse a los coches de fórmula uno o al alpinismo; pero si se prefiere una vida segura y tranquila, será mejor buscar las aventuras en el videoclub de la esquina. Algunos aseguran que lo más noble es vivir para los demás y otros señalan que lo más útil es lograr que los demás vivan para uno. Según ciertas opiniones lo que cuenta es ganar dinero y nada más, mientras que otros arguyen que el dinero sin salud, tiempo libre, afecto sincero o serenidad de ánimo no vale nada. Médicos respetables indican que renunciar al tabaco y al alcohol es un medio seguro de alargar la vida, a lo que

responden fumadores y borrachos que con tales privaciones a ellos desde luego la vida se les haría mucho más larga. Etc.

En lo único que a primera vista todos estamos de acuerdo es en que no estamos de acuerdo con todos. Pero fíjate que también estas opiniones distintas coinciden en otro punto: a saber, que lo que vaya a ser nuestra vida es, al menos en parte, resultado de lo que quiera cada cual. Si nuestra vida fuera algo completamente determinado y fatal, irremediable, todas estas disquisiciones carecerían del más mínimo sentido. Nadie discute si las piedras deben caer hacia arriba o hacia abajo: caen hacia abajo y punto. Los castores hacen presas en los arroyos y las abejas panales de celdillas exagonales: no hay castores a los que tiente hacer celdillas de panal, ni abejas que se dediquen a la ingeniería hidráulica. En su medio natural cada animal parece saber perfectamente lo que es bueno y lo que es malo para él si discusiones ni dudas. No hay animales malos ni buenos en la naturaleza, aunque quizá la mosca considere mala a la araña que tiende su trampa y se la come. Pero es que 1a araña no lo puede remediar...

Voy a contarte un caso dramático. Ya conoces a las termitas, esas hormigas blancas que en África levantan impresionantes hormigueros de varios metros de alto y duros como la piedra. Dado que el cuerpo de las termitas es blando, por carecer de la coraza quitinosa que protege a otros insectos, el hormiguero les sirve de caparazón colectivo contra ciertas hormigas enemigas, mejor armadas que ellas. Pero a veces uno de esos hormigueros se derrumba, por culpa de una riada o de un elefante (a los elefantes les gusta rascarse los flancos contra los termiteros, qué le vamos a hacer). En seguida, las termitas-obrero se ponen a trabajar para reconstruir su dañada fortaleza, a toda prisa. Y las grandes hormigas enemigas se lanzan al asalto. Las termitas-soldado salen a defender a su tribu e intentan detener a las enemigas. Como ni por tamaño ni por armamento pueden competir con ellas, se cuelgan de las asaltantes intentando frenar todo lo posible su marcha, mientras las feroces mandíbulas

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de sus asaltantes las van despedazando. Las obreras trabajan con toda celeridad y se ocupan de cerrar otra vez el termitero derruido... pero lo cierran dejando fuera a las pobres y heroicas termitas-soldado, que sacrifican sus vidas por la seguridad de las demás. ¿No merecen acaso una medalla, por lo menos? ¿No es justo decir que son valientes?

Cambio de escenario, pero no de tema. En la Ilíada, Homero cuenta la historia de Héctor, el mejor guerrero de Troya, que espera a pie firme fuera de las murallas de su ciudad a Aquiles, el enfurecido campeón de los aqueos, aun sabiendo que éste es más fuerte que él y que probablemente va a matarle. Lo hace por cumplir su deber, que consiste en defender a su familia y a sus conciudadanos del terrible asaltante. Nadie duda de que Héctor es un héroe, un auténtico valiente. Pero ¿es Héctor heroico y valiente del mismo modo que las termitas-soldado, cuya gesta millones de veces repetida ningún Homero se ha molestado en contar? ¿No hace Héctor, a fin de cuentas, lo mismo que cualquiera de las termitas anónimas? ¿Por qué nos parece su valor más auténtico y más difícil que el de los insectos? ¿Cuál es la diferencia entre un caso y otro?

Sencillamente, la diferencia estriba en que las termitas-soldado luchan y mueren porque tienen que hacerlo, sin poderlo remediar (como la araña que se come a la mosca). Héctor, en cambio, sale a enfrentarse con Aquiles porque quiere. Las termitas-soldado no pueden desertar, ni rebelarse, ni remolonear para que otras vayan en su lugar: están programadas necesariamente por la naturaleza para cumplir su heroica misión. El caso de Héctor es distinto. Podría decir que está enfermo o que no le da la gana enfrentarse a alguien más fuerte que él. Quizá sus conciudadanos le llamasen cobarde y le tuviesen por un caradura o quizá le preguntasen qué otro plan se le ocurre para frenar a Aquiles, pero es indudable que tiene la posibilidad de negarse a ser héroe. Por mucha presión que los demás ejerzan sobre él, siempre podría escaparse de lo que se supone que debe hacer: no está programado para ser héroe, ningún

hombre lo está. De ahí que tenga mérito su gesto y que Homero cuente su historia con épica emoción. A diferencia de las termitas, decimos que Héctor es libre y por eso admiramos su valor.

Y así llegamos a la palabra fundamental de todo este embrollo: libertad. Los animales (y no digamos ya los minerales o las plantas) no tienen más remedio que ser tal como son y hacer lo que están programados naturalmente para hacer. No se les puede reprochar que lo hagan ni aplaudirles por ello porque no saben comportarse de otro modo. Tal disposición obligatoria les ahorra sin duda muchos quebraderos de cabeza. En cierta medida, desde luego, los hombres también estamos programados por la naturaleza. Estamos hechos para beber agua, no lejía, y a pesar de todas nuestras precauciones debemos morir antes o después. Y de modo menos imperioso pero parecido, nuestro programa cultural es determinante: nuestro pensamiento viene condicionado por el lenguaje que le da forma (un lenguaje que se nos impone desde fuera y que no hemos inventado para nuestro uso personal) y somos educados en ciertas tradiciones, hábitos, formas de comportamiento, leyendas ... ; en una palabra, que se nos inculcan desde la cunita unas fidelidades y no otras. Todo ello pesa mucho y hace que seamos bastante previsibles. Por ejemplo, Héctor, ese del que acabamos de hablar. Su programación natural hacia que Héctor sintiese necesidad de protección, cobijo y colaboración, beneficios que mejor o peor encontraba en su ciudad de Troya. También era muy natural que considerara con afecto a su mujer Andrómaca -que le proporcionaba compañía placentera- y a su hijito, por el que sentía lazos de apego biológico-Culturalmente, se sentía parte de Troya Y compartía con los troyanos la lengua, las costumbres y las tradiciones. Además, desde pequeño le habían educado para que fuese un buen guerrero al servicio de su ciudad y se le dijo que la cobardía era algo aborrecible, indigno de un hombre. Si traicionaba a los suyos, Héctor sabía que se vería despreciado y que le castigarían de uno u otro modo. De modo que también estaba bastante programado para actuar como lo hizo, ¿no? Y sin embargo...

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Sin embargo, Héctor hubiese podido decir: ¡a la porra con todo! Podría haberse disfrazado de mujer para escapar por la noche de Troya, o haberse fingido enfermo o loco para no combatir, o haberse arrodillado ante Aquiles ofreciéndole sus servicios como guía para invadir Troya por su lado más débil; también podría haberse dedicado a la bebida o haber inventado una nueva religión que dijese que no hay que luchar contra los enemigos sino poner la otra mejilla cuando nos abofetean. Me dirás que todos estos comportamientos hubiesen sido bastante raros, dado quien era Héctor y la educación que había recibido. Pero tienes que reconocer que no son hipótesis imposibles, mientras que un castor que fabrique panales o una termita desertora no son algo raro sino estrictamente imposible. Con los hombres nunca puede uno estar seguro del todo, mientras que con los animales o con otros seres naturales sí por mucha programación biológica o cultural que tengamos, los hombres siempre podernos optar finalmente por algo que no esté en el programa (al menos, que no esté del todo). Podemos decir «sí» o «no», quiero o no quiero. Por muy achuchados que nos veamos por las circunstancias, nunca tenemos un solo camino a seguir sino varios.

Cuando te hablo de libertad es a esto a lo que me refiero. A lo que nos diferencia de las termitas y de las mareas, de todo lo que se mueve de modo necesario e irremediable. Cierto que no podemos hacer cualquier cosa que queramos, pero también cierto que no estamos obligados a querer hacer una sola cosa. Y aquí conviene señalar dos aclaraciones respecto a la libertad:

Primera: No somos libres de elegir lo que nos pasa (haber nacido tal día, de tales padres y en tal país, padecer un cáncer o ser atropellados por un coche, ser guapos o feos, que los aqueos se empeñen en conquistar nuestra ciudad, etc.), sino libres para responder a lo que nos pasa de tal o cual modo (obedecer o rebelarnos, ser prudentes o temerarios, vengativos o resignados, vestirnos a la moda o disfrazarnos de oso de las cavernas, defender Troya o huir, etc.).

Segunda: Ser libres para intentar algo no tiene nada que ver con lograrlo indefectiblemente. No es lo mismo la libertad (que consiste en elegir dentro de lo posible) que la omnipotencia (que sería conseguir siempre lo que uno quiere, aunque pareciese imposible). Por ello, cuanta más capacidad de acción tengamos, mejores resultados podremos obtener de nuestra libertad. Soy libre de querer subir al monte Everest, pero dado mi lamentable estado físico y mi nula preparación en alpinismo es prácticamente imposible que consiguiera mi objetivo. En cambio soy libre de leer o no leer, pero como aprendí a leer de pequeñito la cosa no me resulta demasiado difícil si decido hacerlo. Hay cosas que dependen de mi voluntad (y eso es ser libre) pero no todo depende de mi voluntad (entonces sería omnipotente), porque en el mundo hay otras muchas voluntades y otras muchas necesidades que no controlo a mi gusto. Si no me conozco ni a mí mismo ni al mundo en que vivo, mi libertad se estrellará una y otra vez contra lo necesario. Pero, cosa importante, no por ello dejaré de ser libre... aunque me escueza.

En la realidad existen muchas fuerzas que limitan nuestra libertad, desde terremotos o enfermedades hasta tiranos. Pero también nuestra libertad es una fuerza en el mundo, nuestra fuerza. Si hablas con la gente, sin embargo, verás que la mayoría tiene mucha más conciencia de lo que limita su libertad que de la libertad misma. Te dirán: «¿Libertad? ¿Pero de qué libertad me hablas? ¿Cómo vamos a ser libres, si nos comen el coco desde latelevisión, si los gobernantes nos engañan y nos manipulan, si los terroristas nos amenazan, si las drogas nos esclavizan, y si además me falta dinero para comprarme una moto, que es lo que yo quisiera?» En cuanto te fijes un poco, verás que los que así hablan parece que se están quejando pero en realidad se encuentran muy satisfechos de saber que no son libres. En el fondo piensan: «¡Uf! ¡Menudo peso nos hemos quitado de encima! Como no somos libres, no podemos tener la culpa de nada de lo que nos ocurra ... »Pero yo estoy seguro de que nadie -nadie- cree de veras que no es libre, nadie acepta sin más que

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funciona como un mecanismo inexorable de relojería o como una termita. Uno puede considerar que optar libremente por ciertas cosas en ciertas circunstancias es muy difícil (entrar en una casa en llamas para salvar a un niño, por ejemplo, o enfrentarse con firmeza a un tirano) y que es mejor decir que no hay libertad para no reconocer que libremente se prefiere lo más fácil, es decir, esperar a los bomberos o lamer la bota que le pisa a uno el cuello. Pero dentro de las tripas algo insiste en decirnos: «Si tú hubieras querido ... »

Cuando cualquiera se empeñe en negarte que los hombres somos libres, te aconsejo que le apliques la prueba del filósofo romano. En la antigüedad, un filósofo romano discutía con un amigo que le negaba la libertad humana y aseguraba que todos los hombres no tienen más remedio que hacer lo que hacen. El filósofo cogió su bastón y comenzó a darle estacazos con toda su fuerza. « ¡Para, ya está bien, no me pegues más! », le decía el otro. Y el filósofo, sin dejar de zurrarle, continuó argumentando: «¿No dices que no soy libre y que lo que hago no tengo más remedio que hacerlo? Pues entonces no gastes saliva pidiéndome que pare: soy automático». Hasta que el amigo no reconoció que el filósofo podía libremente dejar de pegarle, el filósofo no suspendió su paliza. La prueba es buena, pero no debes utilizarla más que en último extremo y siempre con amigos que no sepan artes marciales...

En resumen: a diferencia de otros seres, vivos o inanimados, los hombres podemos inventar y elegir en parte nuestra forma de vida. Podemos optar por lo que nos parece bueno, es decir, conveniente para nosotros, frente a lo que nos parece malo e inconveniente. Y como podemos inventar y elegir, podemos equivocarnos, que es algo que a los castores, las abejas y las termitas no suele pasarles. De modo que parece prudente fijarnos bien en lo que hacemos y procurar adquirir un cierto saber vivir que nos permita acertar. A ese saber vivir, o arte de vivir si prefieres, es a lo que llaman ética.

De ello, si tienes paciencia, seguiremos hablando en las siguientes páginas de este libro.

Vete leyendo...

«¿Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyado la pica contra el muro, saliera al encuentro del inexorable Aquiles, le dijera que permitía a los Atridas llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro trajo a llión en las cóncavas naves, que esto fue lo que originó la guerra, y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene y más tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formasen dos lotes con cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad?... Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón?» (Homero, Ilíada).

«La libertad no es una filosofía y ni siquiera es una idea: es un movimiento de la conciencia que nos lleva, en ciertos momentos, a pronunciar dos monosílabos: Sí o No. En su brevedad instantánea, como a la luz del relámpago, se dibuja el signo contradictorio de la naturaleza humana» (Octavio Paz, La otra voz).

«La vida del hombre no puede "ser vivida" repitiendo los patrones de su especie; es él mismo -cada uno- quien debe vivir. El hombre es el único animal que puede estar fastidiado, que puede estar disgustado, que puede sentirse expulsado del paraíso» (ErichFromm, Ética y psicoanálisis).

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“Acerca del concepto y la fundamentación de la moral”

Ernst Tugendhat8 (Checoslovaquia, 1930-)

anto la importancia como la dificultad del problema de la fundamentación son un distintivo de nuestra situación histórica a partir de la Ilustración. Esta situación se caracteriza precisamente porque ya

no parece posible una fundamentación absoluta, debido a que las y tradiciones religiosas y metafísicas ya no tienen vigencia. Es en esta situación histórica del racionalismo ilustrado en la que se plantea la pregunta si es posible todavía una fundamentación parcial y, dado el caso, cuál sería, o si se tiene que renunciar completamente a una moral o hay quizás al menos un substituto de ella. Pero para comprender esta alternativa (…) tenemos, por lo visto, que ponernos de acuerdo primero sobre lo que ha de entenderse por una moral en general. Necesitamos una noción preliminar formal de moral en general que sea suficientemente amplia para abarcar tanto lo que hoy normalmente se entiende por moral como también lo que en tradiciones anteriores se podía subsumir bajo ese concepto. (…) Puedo partir, y es incluso lo más fácil, precisamente de lo que en la etimología se entiende por moral, o sea, un sistema de normas que existe en una sociedad en virtud de una presión social. Pero este discurso de presión social es demasiado vago; tenemos que ponernos de acuerdo de qué normas se trata en él.

T

La palabra norma, en general, se refiere a reglas de acción y el hablar de reglas, en sentido práctico y en su alcance más universal, se puede comprender por el hecho de que las reglas expresan en oraciones en las que se dice que se debe o se tiene que actuar de esta o de la otra manera o que no se

puede o no se debe hacer esto. Ahora bien, para entender lo que puede significar fundamentar una moral, parece indispensable ponerse de acuerdo –antes de cualquier pregunta por el contenido de normas morales- sobre qué sentido tienen las normas como normas cuando se dice que son morales, y esto significa precisamente: qué se entiende aquí bajo deber y tener que.

(…) En primer lugar, encontramos el hecho del elogio y de la censura, lo que, a su vez, nos hace ver que la acción inmoral es caracterizada como

8 Inició sus estudios de filosofía en los Estados Unidos, pero los prosiguió en Friburgo, donde fue alumno de Heidegger, y se doctoró con una tesis sobre Aristóteles. De 1966 a 1975 ocupó una cátedra en Heidelberg, de 1975 a 1980 fue investigador en el Instituto Max Planck y entre 1980 y 1992 fue profesor en la Universidad Libre de Berlín. En 1992 se hizo cargo, además, de una cátedra en la Universidad Católica de Santiago de Chile.

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mala. Las normas morales, por lo tanto, están asociadas obviamente con un determinado discurso de “bueno” y “malo”.

En segundo lugar, y en conexión con esto, el obrar que viola normas morales se caracteriza por provocar los sentimientos morales de indignación y rencor, culpabilidad y vergüenza.

(…) Como hay culturas que no conocen el concepto de culpabilidad y hablan al respecto simplemente de vergüenza, me parece que el concepto básico relevante en la primera persona es el de vergüenza, aunque este concepto sobrepasa el ámbito de lo inmoral. Uno siente vergüenza, peculiarmente, ante cualquier forma de pérdida de valor personal a los ojos de los demás.

(…) Que yo, por ejemplo, no sepa jugar bien ajedrez o cocinar bien no tiene que ser vergonzoso, si esas habilidades son periféricas para mi autocomprensión o mi posición social. Se puede decir, entonces, que dentro de la socialización hay una habilidad que (…) consiste en aprender lo que significa devenir un miembro de la comunidad. Esto quiere decir que si alguien ejerce mal esta habilidad central de ser un miembro de la comunidad, no es sólo un mal esto o lo otro, un mal jugador de ajedrez o un mal cocinero, sino es malo sin más. También este ser malo ha de ser entendido atributivamente, sólo que para lo que aquí se es malo no es una función entre otras, sino se es malo para la función esencial de todo miembro de la comunidad, que consiste justamente en ser miembro de la comunidad. Se puede decir también que, entonces, se es malo como persona (o como ser humano) y, porque esto es tan fundamental, se puede suprimir el sustantivo respectivo y hablar simplemente de maldad.

(…) ¿Cómo es que ante la mala acción de otro experimentamos en nosotros mismos una conmoción? Obviamente, la mala acción de otro pone en duda el terreno común, la mala acción es una infracción contra el fundamento

de la comunidad misma (o de comunidad en general) con la que se identifica el que reacciona con este sentimiento. El que infringe el orden moral pone en duda su propia identidad, entendida como social. Ahora es comprensible lo implicado cuando he caracterizado la moral, primero exteriormente y en contraposición con el resto de las habilidades, como una habilidad de alguna manera central; igualmente, lo que significa la vergüenza moral como vergüenza central. En la moral se constituye la identidad social de los miembros de una comunidad.

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Respuesta a la pregunta ¿Qué es la Ilustración?9

Immanuel Kant(Alemania 1724-1804)

a ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad.... El mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo

es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración.

L

La mayoría de los hombres, a pesar de que la naturaleza los ha librado desde tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter maiorennes), permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la vida, debido a la pereza y la cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo. Con sólo poder pagar, no tengo necesidad de pensar: otro tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea. Como la mayoría de los hombres (y entre ellos la totalidad del bello sexo) tienen por muy peligroso el paso a la mayoría de edad, fuera de ser penoso, aquellos tutores ya se han cuidado muy amablemente de tomar sobre sí semejante superintendencia. Después de haber atontado sus reses domesticadas, de modo que estas pacíficas criaturas no osan dar un solo paso fuera de las andaderas en que están metidas, les mostraron el riesgo que las amenaza si intentan marchar solas. Lo cierto es que ese riesgo no es tan grande, pues después de algunas caídas habrían aprendido a caminar; pero los

ejemplos de esos accidentes por lo común producen timidez y espanto, y alejan todo ulterior intento de rehacer semejante experiencia.

Por tanto, a cada hombre individual le es difícil salir de la minoría de edad, casi convertida en naturaleza suya; inclusive, le ha cobrado afición. Por el momento es realmente incapaz de servirse del propio entendimiento, porque jamás se le deja hacer dicho ensayo. Los grillos que atan a la persistente minoría de edad están dados por reglamentos y fórmulas: instrumentos mecánicos de un uso racional, o mejor de un abuso de sus dotes naturales. Por no estar habituado a los movimientos libres, quien se desprenda de esos grillos quizá diera un inseguro salto por encima de alguna estrechísima zanja. Por eso, sólo son pocos los que, por esfuerzo del propio espíritu, logran salir de la minoría de edad y andar, sin embargo, con seguro paso.

Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí mismo, siempre que se le deje en libertad; incluso, casi es inevitable. En efecto, siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos, hasta entre los tutores instituidos por la confusa masa. Ellos, después de haber rechazado el yugo de la minoría de edad, ensancharán el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación que todo hombre tiene: la de pensar por sí mismo. Notemos en particular que con anterioridad los tutores habían puesto

9 Kant, Immanuel, Filosofía de la Historia, Ed. Nova, Buenos Aires, 1958, pp. 57-65

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al público bajo ese yugo, estando después obligados a someterse al mismo. Tal cosa ocurre cuando algunos, por sí mismos incapaces de toda ilustración, los incitan a la sublevación: tan dañoso es inculcar prejuicios, ya que ellos terminan por vengarse de los que han sido sus autores o propagadores. Luego, el público puede alcanzar ilustración sólo lentamente. Quizá por una revolución sea posible producir la caída del despotismo personal o de alguna opresión interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará por este camino la verdadera reforma del modo de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios que, como los antiguos, servirán de andaderas para la mayor parte de la masa, privada de pensamiento.

Sin embargo, para esa ilustración sólo se exige libertad y, por cierto, la más inofensiva de todas las que llevan tal nombre, a saber, la libertad de hacer un uso público de la propia razón, en cualquier dominio. Pero oigo exclamar por doquier: ¡no razones! El oficial dice: ¡no razones, adiéstrate! El financista: ¡no razones y paga! El pastor: ¡no razones, ten fe! (Un único señor dice en el mundo: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!) Por todos lados, pues, encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿cuál de ellas impide la ilustración y cuáles, por el contrario, la fomentan? He aquí mi respuesta: el uso público de la razón siempre debe ser libre, y es el único que puede producir la ilustración de los hombres. El uso privado, en cambio, ha de ser con frecuencia severamente limitado, sin que se obstaculice de un modo particular el progreso de la ilustración. Entiendo por uso público de la propia razón el que alguien hace de ella, en cuanto docto, y ante la totalidad del público del mundo de lectores. Llamo uso privado al empleo de la razón que se le permite al hombre dentro de un puesto civil o de una función que se le confía. Ahora bien, en muchas ocupaciones concernientes al interés de la comunidad son necesarios ciertos mecanismos, por medio de los cuales algunos de sus miembros se tienen que comportar de modo meramente pasivo, para que, mediante cierta unanimidad artificial, el gobierno los dirija hacia fines públicos, o al menos, para que se limite la destrucción de los mismos.

Como es natural, en este caso no es permitido razonar, sino que se necesita obedecer. Pero en cuanto a esta parte de la máquina, se la considera miembro de una comunidad íntegra o, incluso, de la sociedad cosmopolita; en cuanto se la estima en su calidad de docto que, mediante escritos, se dirige a un público en sentido propio, puede razonar sobre todo, sin que por ello padezcan las ocupaciones que en parte le son asignadas en cuanto miembro pasivo. Así, por ejemplo, sería muy peligroso si un oficial, que debe obedecer al superior, se pusiera a argumentar en voz alta, estando de servicio, acerca de la conveniencia o inutilidad de la orden recibida. Tiene que obedecer. Pero no se le puede prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto docto, acerca de los defectos del servicio militar y presentarlas ante el juicio del público. El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son asignados, tanto que una censura impertinente a esa carga, en el momento que deba pagarla, puede ser castigada por escandalosa (pues podría ocasionar resistencias generales). Pero, sin embargo, no actuará en contra del deber de un ciudadano si, como docto, manifiesta públicamente sus ideas acerca de la inconveniencia o injusticia de tales impuestos. De la misma manera, un sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de la Iglesia a que sirve, puesto que ha sido admitido en ella con esa condición. Pero, como docto, tiene plena libertad, y hasta la misión, de comunicar al público sus ideas —cuidadosamente examinadas y bien intencionadas— acerca de los defectos de ese símbolo; es decir, debe exponer al público las proposiciones relativas a un mejoramiento de las instituciones, referidas a la religión y a la Iglesia. En esto no hay nada que pueda provocar en él escrúpulos de conciencia. Presentará lo que enseña en virtud de su función —en tanto conductor de la Iglesia— como algo que no ha de enseñar con arbitraria libertad, y según sus propias opiniones, porque se ha comprometido a predicar de acuerdo con prescripciones y en nombre de una autoridad ajena. Dirá: nuestra Iglesia enseña esto o aquello, para lo cual se sirve de determinados argumentos. En tal ocasión deducirá todo lo que es útil para su comunidad de proposiciones a las que él mismo no se sometería con plena

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convicción; pero se ha comprometido a exponerlas, porque no es absolutamente imposible que en ellas se oculte cierta verdad que, al menos, no es en todos los casos contraria a la religión íntima. Si no creyese esto último, no podría conservar su función sin sentir los reproches de su conciencia moral, y tendría que renunciar. Luego el uso que un predicador hace de su razón ante la comunidad es meramente privado, puesto que dicha comunidad sólo constituye una reunión familiar, por amplia que sea. Con respecto a la misma, el sacerdote no es libre, ni tampoco debe serlo, puesto que ejecuta una orden que le es extraña. Como docto, en cambio, que habla mediante escritos al público, propiamente dicho, es decir, al mundo, el sacerdote gozará, dentro del uso público de su razón, de una ilimitada libertad para servirse de la misma y, de ese modo, para hablar en nombre propio. En efecto, pretender que los tutores del pueblo (en cuestiones espirituales) sean también menores de edad, constituye un absurdo capaz de desembocar en la eternización de la insensatez.

Pero una sociedad eclesiástica tal, un sínodo semejante de la Iglesia, es decir, una classis de reverendos (como la llaman los holandeses) ¿no podría acaso comprometerse y jurar sobre algún símbolo invariable que llevaría así a una incesante y suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, mediante ellos, sobre el pueblo? ¿De ese modo no lograría eternizarse? Digo que es absolutamente imposible. Semejante contrato, que excluiría para siempre toda ulterior ilustración del género humano es, en sí mismo, sin más nulo e inexistente, aunque fuera confirmado por el poder supremo, el congreso y los más solemnes tratados de paz. Una época no se puede obligar ni juramentar para poner a la siguiente en la condición de que le sea imposible ampliar sus conocimientos (sobre todo los muy urgentes), purificarlos de errores y, en general, promover la ilustración. Sería un crimen contra la naturaleza humana, cuya destinación originaria consiste, justamente, en ese progresar. La posteridad está plenamente justificada para rechazar aquellos decretos, aceptados de modo incompetente y criminal. La piedra de toque de todo lo que se puede decidir como ley para un pueblo yace en esta cuestión: ¿un pueblo

podría imponerse a sí mismo semejante ley? Eso podría ocurrir si por así decirlo, tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo, una ley mejor, capaz de introducir cierta ordenación. Pero, al mismo tiempo, cada ciudadano, principalmente los sacerdotes, en calidad de doctos, debieran tener libertad de llevar sus observaciones públicamente, es decir, por escrito, acerca de los defectos de la actual institución. Mientras tanto —hasta que la intelección de la cualidad de estos asuntos se hubiese extendido lo suficiente y estuviese confirmada, de tal modo que el acuerdo de su voces (aunque no la de todos) pudiera elevar ante el trono una propuesta para proteger las comunidades que se habían unido en una dirección modificada de la religión, según los conceptos propios de una comprensión más ilustrada, sin impedir que los que quieran permanecer fieles a la antigua lo hagan así— mientras tanto, pues, perduraría el orden establecido. Pero constituye algo absolutamente prohibido unirse por una constitución religiosa inconmovible, que públicamente no debe ser puesta en duda por nadie, aunque más no fuese durante lo que dura la vida de un hombre, y que aniquila y torna infecundo un período del progreso de la humanidad hacia su perfeccionamiento, tornándose, incluso, nociva para la posteridad. Un hombre, con respecto a su propia persona y por cierto tiempo, puede dilatar la adquisición de una ilustración que está obligado a poseer; pero renunciar a ella, con relación a la propia persona, y con mayor razón aún con referencia a la posteridad, significa violar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad. Pero lo que un pueblo no puede decidir por sí mismo, menos lo podrá hacer un monarca en nombre del mismo. En efecto, su autoridad legisladora se debe a que reúne en la suya la voluntad de todo el pueblo. Si el monarca se inquieta para que cualquier verdadero o presunto perfeccionamiento se concilie con el orden civil, podrá permitir que los súbditos hagan por sí mismos lo que consideran necesario para la salvación de sus almas. Se trata de algo que no le concierne; en cambio, le importará mucho evitar que unos a los otros se impidan con violencia trabajar, con toda la capacidad de que son capaces, por la determinación y fomento de dicha salvación. Inclusive se agravaría su

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majestad si se mezclase en estas cosas, sometiendo a inspección gubernamental los escritos con que los súbditos tratan de exponer sus pensamientos con pureza, salvo que lo hiciera convencido del propio y supremo dictamen intelectual —con lo cual se prestaría al reproche Caesar non est supra grammaticos— o que rebajara su poder supremo lo suficiente como para amparar dentro del Estado el despotismo clerical de algunos tiranos, ejercido sobre los restantes súbditos.

Luego, si se nos preguntara ¿vivimos ahora en una época ilustrada? responderíamos que no, pero sí en una época de ilustración. Todavía falta mucho para que la totalidad de los hombres, en su actual condición, sean capaces o estén en posición de servirse bien y con seguridad del propio entendimiento, sin acudir a extraña conducción. Sin embargo, ahora tienen el campo abierto para trabajar libremente por el logro de esa meta, y los obstáculos para una ilustración general, o para la salida de una culpable minoría de edad, son cada vez menores. Ya tenemos claros indicios de ello. Desde este punto de vista, nuestro tiempo es la época de la ilustración o "el siglo de Federico".

Un príncipe que no encuentra indigno de sí declarar que sostiene como deber no prescribir nada a los hombres en cuestiones de religión, sino que los deja en plena libertad y que, por tanto, rechaza al altivo nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado, y merece que el mundo y la posteridad lo ensalce con agradecimiento. Al menos desde el gobierno, fue el primero en sacar al género humano de la minoría de edad, dejando a cada uno en libertad para que se sirva de la propia razón en todo lo que concierne a cuestiones de conciencia moral. Bajo él, dignísimos clérigos —sin perjuicio de sus deberes profesionales— pueden someter al mundo, en su calidad de doctos, libre y públicamente, los juicios y opiniones que en ciertos puntos se apartan del símbolo aceptado. Tal libertad es aún mayor entre los que no están limitados por algún deber profesional. Este espíritu de libertad se extiende también

exteriormente, alcanzando incluso los lugares en que debe luchar contra los obstáculos externos de un gobierno que equivoca sus obligaciones. Tal circunstancia constituye un claro ejemplo para este último, pues tratándose de la libertad, no debe haber la menor preocupación por la paz exterior y la solidaridad de la comunidad. Los hombres salen gradualmente del estado de rusticidad por propio trabajo, siempre que no se trate de mantenerlos artificiosamente en esa condición.

He puesto el punto principal de la ilustración —es decir, del hecho por el cual el hombre sale de una minoría de edad de la que es culpable— en la cuestión religiosa, porque para las artes y las ciencias los que dominan no tienen ningún interés en representar el papel de tutores de sus súbditos. Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es la que ofrece mayor peligro: también es la más deshonrosa. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece esa libertad llega todavía más lejos y comprende que, en lo referente a la legislación, no es peligroso permitir que los súbditos hagan un uso público de la propia razón y expongan públicamente al mundo los pensamientos relativos a una concepción más perfecta de esa legislación, la que puede incluir una franca crítica a la existente. También en esto damos un brillante ejemplo, pues ningún monarca se anticipó al que nosotros honramos.

Pero sólo alguien que por estar ilustrado no teme las sombras y, al mismo tiempo, dispone de un ejército numeroso y disciplinado, que les garantiza a los ciudadanos una paz interior, sólo él podrá decir algo que no es lícito en un Estado libre: ¡razonad tanto como queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced! Se muestra aquí una extraña y no esperada marcha de las cosas humanas; pero si la contemplamos en la amplitud de su trayectoria, todo es en ella paradójico. Un mayor grado de libertad civil parecería ventajoso para la libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija límites infranqueables. Un grado menor, en cambio, le procura espacio para la extensión de todos sus poderes. Una vez que la Naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la

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semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación y disposición al libre pensamiento, ese hecho repercute gradualmente sobre el modo de sentir del pueblo (con lo cual éste va siendo poco a poco más capaz de una libertad de obrar) y hasta en los principios de gobierno, que encuentra como provechoso tratar al hombre conforme a su dignidad, puesto que es algo más que una máquina.

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“Dos conceptos de Libertad”10 (extractos)

Isaiah Berlin (Letonia, 1909-1997)

La idea de libertad «negativa»

ormalmente se dice que yo soy libre en la medida en que ningún hombre ni ningún grupo de hombres interfieren en mi actividad. En este sentido la libertad política es, simplemente, el ámbito en que un

hombre puede actuar sin ser obstaculizado por otros. Yo no soy libre en la medida en que otros me impiden hacer lo que yo podría hacer si no me lo impidieran; y si, a consecuencia de lo que me hagan otros hombres, este ámbito de mi actividad se contrae hasta un cierto límite mínimo, puede decirse que estoy coaccionado o, quizá, oprimido. Sin embargo, el término coacción no se aplica a toda forma de incapacidad. Si yo digo que no puedo saltar más de diez metros, o que no puedo leer porque estoy ciego, o que no puedo entender las páginas más oscuras de Hegel, sería una excentricidad decir que, en estos sentidos, estoy oprimido o coaccionado. La coacción implica la intervención deliberada de otros seres humanos dentro del ámbito en que yo podría actuar si no intervinieran. Sólo se carece de libertad política si algunos seres humanos le impiden a uno conseguir un fin11. La mera incapacidad de conseguir un fin no es falta de libertad política12. Esto se ha hecho ver por el uso de expresiones modernas, tales como «libertad económica» y su contrapartida «opresión económica». Se dice, muy plausiblemente, que si un hombre es tan pobre que no puede permitirse algo, respecto a lo cual no hay ningún impedimento legal —una barra de pan, un viaje alrededor del mundo, o el recurso a los tribunales—, él tiene tan poca libertad para obtenerlo como si

N

la ley se lo impidiera. Si mi pobreza fuera un tipo de enfermedad que me impidiese comprar pan, pagar el viaje alrededor del mundo o recurrir a los tribunales, de la misma manera que la cojera me impide correr, naturalmente no se diría que esta incapacidad es falta de libertad, y mucho menos falta de libertad política. Sólo porque creo que mi incapacidad de conseguir una determinada cosa se debe al hecho de que otros seres humanos han actuado de tal manera que a mí, a diferencia de lo que pasa con otros, se me impide tener suficiente dinero para poder pagarla, es por lo que me considero víctima de coacción u opresión. En otras palabras, este uso del

10 Publicado en Berlin, Isaiah, Cuatro ensayos sobre la libertad, Ed. Alianza, Madrid, 1993.11 Por supuesto, no quiero implicar con esto que sea verdad lo contrario.

12 Helvétius hizo observar esto de manera muy clara: «El hombre libre es el hombre que no está encadenado, ni encerrado en una cárcel, ni tampoco aterrorizado como un esclavo por el miedo al castigo... no es falta de libertad no volar como un águila, ni no nadar como una ballena.»

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término depende de una especial teoría social y económica acerca de las causas de mi pobreza o debilidad. Si mi falta de medios materiales se debe a mi falta de capacidad mental o física, diré que me han quitado la libertad (y no hablaré meramente de pobreza) sólo en el caso de que acepte esta teoría13. Si además creo que no me satisfacen mis necesidades como consecuencia de determinadas situaciones que yo considero injustas e ilegítimas, hablaré de opresión o represión económica. Rousseau dijo: «La naturaleza de las cosas no nos enoja; lo que nos enoja es la mala voluntad.» El criterio de opresión es el papel que yo creo que representan otros hombres en la frustración de mis deseos, lo hagan directa o indirectamente, y con intención de hacerlo o sin ella. Ser libre en este sentido quiere decir para mí que otros no se interpongan en mi actividad. Cuanto más extenso sea el ámbito de esta ausencia de interposición, más amplia es mi libertad.

Esto es lo que querían decir los filósofos políticos ingleses clásicos cuando usaban esta palabra14. No estaban de acuerdo sobre cuál podía o debía ser la extensión del ámbito de esa libertad. Suponían que, tal como eran las cosas, no podía ser ilimitada porque si lo fuera, ello llevaría consigo una situación en la que todos los hombres podrían interferirse mutuamente de manera ilimitada, y una clase tal de libertad «natural» conduciría al caos social en el que las mínimas necesidades de los hombres no estarían satisfechas, o si no, las libertades de los débiles serían suprimidas por los fuertes. Como veían que los fines y actividades de los hombres no se armonizan mutuamente de manera automática, y como (cualesquiera que fuesen sus doctrinas oficiales) valoraban mucho otros fines como la justicia, la felicidad, la cultura, la seguridad o la

igualdad en diferentes grados, estaban dispuestos a reducir la libertad en aras de otros valores y, por supuesto, en aras de la libertad misma.

La idea de libertad «positiva»

El sentido «positivo» de la palabra «libertad» se deriva del deseo por parte del individuo de ser su propio dueño. Quiero que mi vida y mis decisiones dependan de mí mismo, y no de fuerzas exteriores, r sean éstas del tipo que sean. Quiero ser el instrumento de mí mismo y no de los actos de voluntad de otros hombres. Quiero ser sujeto no objeto, ser movido por razones y por propósito ser conscientes que son míos, y no por causas que me afectan, por así decirlo, desde fuera. Quiero ser alguien, no nadie; quiero actuar, decidir, no que decidan por mí; dirigirme a mí mismo y no ser movido por la naturaleza exterior o por otros hombres como si fuera una cosa, un animal o un esclavo incapaz de representar un papel humano; es decir, concebir fines y medios propios y realizarlas. Esto es, por lo menos, parte de lo que quiero decir cuando digo que soy racional y que mi razón es lo que me distingue como ser humano del resto del mundo.

Sobre todo, quiero ser consciente de mí mismo como ser activo que piensa y que quiere, que tiene responsabilidad de sus propias decisiones y que es capaz de explicarlas en función de sus propias ideas y propósitos. Yo me siento libre en la medida en que creo que esto es verdad y me siento esclavizado en la medida en que me hacen darme cuenta de que no lo es.

La libertad que consiste en ser dueño de sí mismo y la libertad que consiste en que otros hombres no me impidan decidir como quiera pueden parecer a primera vista conceptos que lógicamente no distan mucho uno del otro y que

13 La concepción que tiene el marxismo de las leyes sociales es, por supuesto, la versión más conocida de esta teoría, pero es también una parte importante de algunas doctrinas cristianas y utilitaristas, y de todas las socialistas.14 «Un hombre libre —dijo Hobbes— es aquel que no tiene ningún impedimento para hacer lo que quiere hacer.» La ley es siempre una «cadena», incluso aunque proteja de estar atado por cadenas que sean más pesadas que las de la ley, como, por ejemplo, una ley o costumbre que sea más represiva, el despotismo arbitrario, o el caos. Bentham dijo algo muy parecido.

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no son más que las formas negativa y positiva de decir la misma cosa. Sin embargo, las ideas «positiva» y «negativa» de libertad se desarrollaron históricamente en direcciones divergentes, no siempre por pasos lógicamente aceptables, hasta que al final entraron en conflicto directo la una con la otra.

“Hans Jonas, pensador de una tierra inhabitada”15

15 Extracto de texto escrito en diciembre 2009 por el Profesor Daniel Figueroa Orellana como trabajo final del Seminario ‘Ética’ del Programa de Posgrado en Filosofía de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.

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Introducciónn su libro El Principio de Responsabilidad,

ensayo de una ética para la civilización tecnológica, Hans Jonas (mayo de 1903 - febrero de 1993) reflexiona acerca de los peligros a los que se ve enfrentada nuestra civilización y que, nos indica, han sido provocados por el propio ser humano en su desmesurado afán de conocimiento y dominación de la naturaleza que lo alberga.

E

La crisis en la que estamos sumergidos es profunda. Sin embargo, no está todo perdido y las posibilidades de revertir tan adverso panorama son aún latentes. Y no sólo a reflexionar sobre esas opciones es la propuesta de Jonas, también nos invita a llevarlas al terreno de la praxis: en ese momento es que su discurso se vuelve ético. Remitir a los pensadores clásico de esta rama de la filosofía podría ofrecer gran ayuda, sin embargo Hans Jonas descubre que su tarea encierra la gran dificultad de transitar a través de sendas que jamás nadie recorrió con anterioridad, siquiera para delinearlas. De ahí el juego de palabras que encabeza este ensayo. Porque, si bien desde las primeras páginas de El Principio de Responsabilidad se nos ofrece una figura apocalíptica de nuestro futuro -una tierra deshabitada- también hay un horizonte desolado –una tierra

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de nadie- en las teorías que podrían darnos alguna directriz en la resolución de la problemática. Jonas transita por ambos desiertos.

Con todo, logra acercarse a ese propósito. Ofrece al culpable del daño una opción para enmendarlo. Cómo llega a plantear esa alternativa, es el intento de estas páginas. Así, en una primera sección esbozamos el contexto histórico del cual surgiría la filosofía de Jonas, contexto que, además, se ha vuelto una importante fase de la historia de la filosofía del siglo XX. Una segunda sección se aproxima a las condiciones teóricas que habrían facilitado el proceso de crisis al que ha sido llevado el planeta. En una tercera parte hemos abordado las características que han marcado la ética anterior a Jonas y que, como hemos dicho, queda obsoleta ante las presencia de las nuevas contingencias. Finalmente.

Presentación de la Problemática: la magnitud del éxito del programa baconiano

El proceso se ha iniciado en una fase en que el hombre aparece como morador de una tierra de infinita paciencia y abundancia, que, por más que la hostigara, permanecía siempre intacta y en permanente equilibrio, como un Todo invulnerable. Asimismo, las intervenciones de aquel hombre sobre la tierra tomaba la forma de deterioros superficiales, prontamente absorbibles por aquel sistema de inexplorado funcionamiento. El proceso supera su fase inicial cuando el hombre, en su afán de conocer y dominar ese mundo en ocasiones hostil, realiza una de las obras humanas más importantes de toda su historia: crear su propio espacio, su propio enclave, su propio mundo. Aquel mundo social, esto es, la ciudad, constituye el único dominio en el que el hombre se transforma en su exclusivo encargado.

Francis Bacon nunca habría imaginado las dimensiones que alcanzarían las consecuencias de instaurar algunas de sus teorías, en especial aquellas que preveían la utilidad que podía prestar al hombre –como sujeto

colectivo- los avances del conocimiento técnico y científico en el dominio de la naturaleza.

Si el principio de “poner el saber al servicio del dominio de la naturaleza y hacer del dominio de la naturaleza algo útil para el mejoramiento de la suerte del hombre”16 ha causado efectos que han llegado a ser desmesurados, ha sido por la prescindencia de cierta racionalidad y justicia que indiscutiblemente debieron haber acompañado desde su inicio la instauración de aquellas ideas. O por lo menos eso es lo que sostiene Hans Jonas cuando atribuye no al programa propiamente tal, sino a la magnitud de su éxito, el riesgo de catástrofe al que se está exponiendo el planeta y, con él, poniéndose en juego la suerte del hombre. Aquel es el presupuesto que se encuentra tras el esfuerzo teórico de Jonas en El Principio de Responsabilidad, el de la existencia de una situación apocalíptica que, como sea, refiere siempre a nosotros mismos: ya sea porque hemos tenido participación en la posibilidad de sus causas, porque nos encontramos viviendo en ella o porque somos nosotros quienes aún podemos revertirla.

El proyecto baconiano, aquel sintetizable en su célebre aforismo knowledge is power, no sólo habría alcanzado un amplio rango de aceptación y aprehensión, sino aún más, habría logrado un éxito de tal magnitud que, contradictoriamente, sus consecuencias podrían estar poniendo en riesgo la subsistencia del hombre en el planeta o, a lo menos, alterando profundamente la manera en que hasta hoy ha vivido ahí. Nos referimos a un proyecto que ha sido realizado en las sociedades capitalistas, en las sociedades occidentales industrializadas de economía libre, cuyo éxito se ha manifestado principalmente en dos ámbitos. Tipos distintos de éxito, pero estrechamente vinculados: económico y biológico, el primero, consistente en una disminución del trabajo humano versus un aumento en la producción de bienes y, el segundo, consistente en un incremento numérico de la población mundial que vive bajo el régimen de la civilización técnica. Ambos tipos de éxito, hoy confluidos, han llevado al planeta a una situación de crisis. Debido a que la

16 Jonas, Hans, El Principio de Responsabilidad, ensayo de una ética para la civilización tecnológica, Ed. Herder, Barcelona, 1995, p. 233.

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población sigue en aumento, se hace necesaria la constante y progresiva extracción de recursos naturales que, de no fijarle cotos, nos conduce a una catástrofe ecológica que además compromete la continuidad de nuestra especie17.

La problemática estaría generada por una contradicción interna entrañada en el mismo programa baconiano. Efectivamente, la paradoja del poder obtenido por el hombre a través del saber es traducible, por una parte, en el dominio y aprovechamiento de la naturaleza, pero, por otra, en un completo sometimiento a sí mismo: una cierta autonomía del poder que ha transformado sus sueños en pesadillas. Aquel poder que inicialmente apuntaba a aquella figura inalterable e inagotable de la tierra, del mar y del aire, devino en un poder de segundo grado con características de descontrol para el ser humano, y de autonomía para el propio poder. A todas luces una alienación del poder, un epifenómeno que de ningún modo libera al hombre sino, muy por el contrario, lo subyuga.

El desmesurado desarrollo del poder del hombre, aunado a la latente posibilidad del mal uso de la técnica, entrañaría de esta manera una mutación en el propio carácter de la acción humana. Competente a esta última es la ética y, por extensión, Jonas sostendrá que la aparición de estas nuevas posibilidades de acción humana ofrece también una nueva dimensión que las teorías éticas anteriores no lograrán alcanzar.

Características de la ética anterior a Hans JonasLa relación entre el hombre y la naturaleza, por años, habría sido una

de dominación y dependencia: el hombre se veía sometido a los ciclos, fuerzas y amenazas que la naturaleza le imponía, pero, a la vez, seguía habitando en ella como residente extraño, recibiendo cuanto ella pudiera ofrecerle antes de

ser azotado por otro de sus hostigamientos. Esta relación, entonces, y tras los avances del saber técnico, habría manifestado una inversión: es el hombre quien ahora se ha transformado en un peligro para la naturaleza, mucho mayor al que ella constituyó para él en un inicio. Cuando más arriba referíamos a la invención humana de la ciudad, sostuvimos que ahí el hombre podía encontrar refugio a la amenaza de la naturaleza que, de todos modos, lo seguía rodeando. Esta situación también se ha invertido: hoy es la naturaleza la que se conserva en santuarios, parques y demás espacios cercados, siempre rodeados de civilización y tecnología amenazante.

El orden totalmente nuevo que se ha agregado a la naturaleza de la acción humana es nada menos que la entera biosfera del planeta. Todo el conocimiento acumulado hasta ahora acerca de la orientación del actuar humano mostraría un desajuste respecto a estas nuevas modalidades introducidas, particularmente aquellas relacionadas al poder alcanzado por el hombre, “la tierra virgen de la praxis colectiva en que la alta tecnología nos ha introducido es todavía, para la teoría ética, tierra de nadie”18.

Ningún aspecto de toda aquella ética anterior habría tenido en consideración las condiciones globales de la vida humana ni el futuro o permanencia de la misma especie en las condiciones acostumbradas. Tanto la ética como la metafísica habidas hasta ahora tampoco estarían en condiciones de proporcionar directrices ya elaboradas para abordar las problemáticas presentadas por el avance del saber técnico.

Antes de verse modificada, la naturaleza de la acción humana era la que en concordancia determinaba las características de las teorías éticas, las cuales se volvieron modelos obsoletos toda vez que fueron apareciendo nuevas contingencias que evidenciaban una brecha que alguien debería acortar. Pero ¿cuáles eran las características más significativas de aquella acción humana?

17 A este respecto, queda la sospecha de que un virtual esfuerzo eugenésico que intentara controlar el aumento poblacional, y así equilibrar los niveles de la crisis, vendría dado por los mismos organismos representantes del primer tipo de éxito. La crisis, de este modo, en ningún caso experimentaría una disminución nivelada de su avanzado paso, sino, muy por el contrario, inclinaría drásticamente la balanza aumentando el éxito económico, esta vez, a costa del esfuerzo menos número de personas. El trágico desenlace, tal vez, tardaría mucho menos en manifestarse.18 Jonas, Hans, opus cit., p. 15.

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El actuar del ser humano mostraba una neutralidad ética respecto al trato con el mundo extrahumano, todo aquel mundo dominado por la techné. La dualidad entre sujeto y objeto involucrada en la acción humana era neutra toda vez que el objeto –la naturaleza- sobre el que recaía la acción mostraba un escaso desgaste que, difícilmente, planteaba la posibilidad de un daño permanente. En otras palabras, el ámbito de la acción humana tocante a los objetos no humanos constituía un factor irrelevante en el campo de la ética. Esta característica nos abre el paso hacia segunda.

La ética tradicional poseía el rasgo distintivo de ser antropocéntrica, esto es, de ver un campo de interés sólo en la relación entre el hombre consigo mismo y en la relación entre el hombre y los demás hombres.

La concepción tradicional que se tenía del hombre era la de una entidad inmutable, invariable, de esencia insospechadamente vulnerable de ser transformada por alguna técnica.

La reflexión ética que encerraba la realización de un acto poseía también la característica de ser temporalmente próxima a la misma. Asimismo, los alcances que pudiese llegar a tener esa acción eran reflexionados en virtud de una inmediatez, mas no de una lejanía. El fin de la acción era de corto alcance y, por lo tanto, tenía un carácter temporal y espacial de proximidad. A la ética le incumbía el aquí y ahora, dejando el alcance de las acciones humanas de largo plazo a merced de la suerte o de la casualidad.

La característica anteriormente señalada tiene validez para todos los mandamientos, principios e imperativos que la ética anterior ha construido. En todos ellos el otro -ya sea aquel afectado por mi acción, como aquel al que estoy subordinado- tiene una participación directa en el trato conmigo y en el presente que ambos compartimos.

La ética tradicional, entonces, tenía el rasgo general de poner su atención en el acto mismo y en la cercanía del otro involucrado. El problema

se genera con la inclusión de la tecnología, donde la ética se verá trastocada por acciones de alcances y magnitud jamás abordados con anterioridad: efectos remotos, irreversibilidad, etc. En vista de la inexistencia de una ética que tenga presente estas consideraciones, Jonas pone en el centro de la discusión el concepto de responsabilidad, de responder por lo que se ha hecho, a través del cual elaborará su propuesta de una ética para civilización tecnológica.

Un acercamiento a la propuesta de Hans JonasEl Principio de Responsabilidad constituye el último desarrollo del

pensamiento de Jonas. Como hemos intentado mostrar, se trata de una ética vinculada a la vida humana desarrollada en la civilización tecnológica y que tiene estrecha relación con el compromiso hacia las futuras generaciones y con las problemáticas planteadas por el uso y abuso del medio ambiente. Por tanto, la exigencia que se presenta es la de elaborar una reflexión ética con miras al hombre tecnológico, una ética de la previsión y de la responsabilidad con características tan novedosas como las contingencias con las que tendrá que entrar en relación.

La ética propuesta, arranca de la constatación del hombre como único animal que posee responsabilidad. Ésta proviene directamente de la libertad que el hombre goza y mediante la cual puede escoger consciente y deliberadamente entre las diversas alternativas de su actuar19. La responsabilidad, de este modo, es comprendida, en palabras de Jonas, como la carga de la libertad. Si bien el tema de la responsabilidad ya ha sido parte de la obra y pensamiento de autores anteriores y contemporáneos a Jonas -Apel20

por ejemplo-, es en la sociedad tecnológica donde el estudio de ésta se vuelve apremiante con el anhelo de dar instrucciones al necesario control que debe ponerse sobre el poder desmesurado que el hombre ha adquirido.

19 En relación a las características del actuar libre en la filosofía de la mente, cfr. Tugendhat, Ernst, Liberalismo, libertad y el asunto de los derechos humanos económicos, en Ser, Verdad, Acción, Ed. Gedisa, Barcelona, 1998, p. 242.20 En 1990, Vittorio Hösle (nacido en 1960), retoma las tesis referentes a la responsabilidad de Jonas y Apel y elabora un reconocido ensayo titulado Filosofía de la crisis ecológica.

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El primer escollo que esta ética deberá superar es el carácter orientado al presente, la concepción temporal del aquí y ahora, acostumbrada por la reflexión ética anterior. Si bien Jonas piensa en tres ejemplos21 que manifestarían ciertas éticas anteriores orientadas al futuro ya existentes, prontamente demostrará que se tratan de teorías instrumentalistas de la acción o, lisa y llanamente, carentes de conexiones causales imprescindibles en el pensamiento ético. Lo requerido es una ética orientada al futuro (no restringida a espacios parciales y tiempos limitados), de orden planetario y que pueda extender su mirada al entorno y mundo futuros. Una ética cuyo primer deber es anticipar la representación de un mal que, si bien no ha sido experimentado, debe ser introducido adrede.

Después de llegar a pensar de esta manera, después de llegar a representar un destino trágico dando una prevalencia a malos pronósticos sobre los buenos, debemos facilitar las condiciones para que esa representación deje su influjo en nosotros, debemos dejar que nos asalte un temor de carácter espiritual que nos haga sensibilizar ante la felicidad o desgracia de las generaciones futuras. El segundo deber de la ética exigida por el nuevo tipo de acción, entonces, es esta actitud de dejarse afectar, o lo que Jonas denominará como la heurística del temor.

Respecto al anterior punto es que puede ser introducido el elemento deontológico de la ética de Jonas, la enunciación del imperativo adecuado para el nuevo tipo de acciones humanas: obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatible con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra22. Un imperativo de este tipo, para Jonas, posee la característica inherente de la inviolabilidad. Pues sí, porque si una refutación contra él, por ejemplo, aquella que toma la forma de demostración racional por un deseo de vida rápida y trágica, es insostenible en el momento que anhela exactamente lo mismo para el resto de la humanidad. “El principio de la responsabilidad

afirma que podemos libremente decidir la rápida consumación o el fin de nuestra vida, pero no el fin de la humanidad: ¿cómo justificamos racionalmente la necesidad de ese principio?”23.

Por otra parte, el imperativo posee otro par de características que lo vuelven único frente a los anteriores. Así, por ejemplo, éste no apela a la concordancia entre el agente y su acto, sino más bien a la concordancia existente entre los efectos últimos del acto y la continuidad de la actividad del hombre en el futuro. Respecto a la universalización del imperativo, Jonas sostiene que ésta en ningún caso es hipotética ni dejada al azar. La vieja transferencia del individuo a la totalidad imaginaria o, como Jonas didácticamente lo dirá, el viejo si todos obraran así, en el orden del nuevo imperativo queda superada. Las acciones realizadas bajo el imperativo por él propuesto “tienen su referencia universal en la medida real de su eficacia; se ‘totalizan’ a sí mismas en el progreso de su impulso y no pueden sino desembocar en la configuración del estado universal de las cosas”24.

Desde los primeros planteamientos de la ética propuesta por Jonas, existen vínculos -incluso aportados por él mismo- que la atan a la filosofía de Kant. En particular, la relación se encuentra dada por los imperativos categóricos propuestos por ambos, en cuanto a sus similitudes o diferencias. Sin embargo, y como lo plantea Franca D’Agostini, la ética de Jonas presenta una vinculación con otro importante pensador, esta vez contemporáneo suyo y, particularmente, de quién recibió sus primeras lecciones filosóficas. La filosofía de Jonas -particularmente su ética-, así, podría ser presentada como una clara derivación de ciertos rasgos característicos de la ontología de Heidegger. Es reconocible una historicidad o epocalidad, característica que resalta en los presupuestos de la obra de Jonas toda vez que en su ética las prioridades son decididas en las eventualidades que afectan al hombre de la civilización tecnológica. La proyección de la presencia actual a la dimensión

21 Las conductas de la vida terrenal orientadas a la salvación del alma en el más allá, el cuidado de los gobernantes por el bien común futuro, la política utópica marxista que busca determinada meta.22 Jonas, Hans, opus cit., p. 40.

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del futuro puede ser interpretada como una extensión del punto de vista ontológico, rasgo que se repite con la proyección de la individualidad antropológica a la totalidad de la naturaleza. Finalmente, el ser aparece como condición o posibilidad preliminar, un tipo de ser donde debe ser dirigida la cura de los humanos.

Pluralismo: una ética del siglo XXI

Miguel Orellana Benado(Chile, 1955)

Capítulo IISección 2La ética y la moral

tica” y “moral” son términos distintos, que conviene contrastar antes

que usar como sinónimos. La ética es la filosofía de la moral. Es decir, aquella parte de la filosofía cuyo objeto de reflexión son las costumbres contempladas desde el punto de vista de los valores, los principios y las normas en cuyos términos se pretende responder a la pregunta acerca de cómo, en principio, debe vivirse la vida. Así concebida, la ética se revela a sí misma como una aventura de auto-conocimiento de la condición humana: la búsqueda racional, crítica y anclada en la historia de las buenas costumbres, de la vida buena y del bien, del supremo valor que Platón identificó con la verdad.

“É

En este sentido, puede decirse que la ética es una actividad teórica con pretensiones normativas, mientras que la moral es, sencillamente, el conjunto de los usos, las costumbres o las prácticas que identifican una forma de vida y generan la tradición a la cual pertenece en la historia, al tiempo que proveen de materia prima a la reflexión filosófica que, en sentido estricto, es la ética. La moral es una serie de costumbres o prácticas, cada una de las cuales consiste en actos espacial, temporal y culturalmente situados que, si bien

23 D’Agostini, Franca, opus cit., p. 382.24 Jonas, Hans, opus cit., p. 41.

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relacionan a los seres humanos de maneras determinadas, carecen de las aspiraciones teóricas en filosofía que distinguen a las posiciones en la ética.

El mal hábito de confundir a la ética con la moral puede deberse a una confusión de sustantivos con adjetivos. Si bien los adjetivos “ético” y “moral” son sinónimos, los sustantivos “ética” y “moral” no los son. Cuando decimos de una práctica que es “inmoral”, aseveramos lo mismo que cuando sostenemos que no es ética, a saber, que es contraria a cómo, en principio, debe vivirse la vida humana. Pero, cuando se manifiesta que algo pertenece a la ética no se dice lo mismo que cuando se sostiene que pertenece a la moral. La esfera de la reflexión teórica no debe confundirse con la esfera de la práctica concreta, particularmente cuando el propósito de una reflexión teórica es, además de interpretar, el de orientar, cambiar y perfeccionar los usos, las costumbres o las prácticas.

Alternativamente, como se indicó en el primer capítulo, también puede sostenerse que la ética está formada por aquellas interrogantes generadas por el interés filosófico en saber cómo, en principio, deben ser las cosas, aunque, de hecho, ellas no sean así en ninguna parte. El mérito de esta última formulación es resaltar el contraste entre la ética, que se ocupa del deber ser, y la metafísica, que se ocupa del ser, es decir, de las interrogantes generadas por el interés filosófico en saber cómo, en último término, son las cosas. A lo largo de la historia humana, en sus múltiples vertientes y en las distintas épocas, la pregunta inicial de la ética ha sido motivo de angustia, reflexión y debate tan constante e intenso como recurrente ha sido el uso de las múltiples respuestas ofrecidas a ella, en unas bocas, para justificar y exacerbar, en otras, para reprobar y controlar la intensidad del conflicto entre los seres humanos.

Las preguntas de la ética representan la sed y el hambre espiritual, la más humana de las necesidades teóricas, la necesidad de conocerse, de entender qué clase de cosa uno es, de dilucidar, más allá de la vanidad, qué sentido

tiene sostener que la naturaleza humana es una “creación divina” o, si se prefiere, qué significa sostener que ella es, por lo menos, una parte de la realidad digna de interés y respeto en una perspectiva imparcial y objetiva –aquello que Leibniz describía en términos de ver las cosas sub specie aeternitatis, esto es, en la perspectiva de la eternidad. Las preguntas de la ética representan también la más humana de las necesidades prácticas, esto es, vivir de una manera que esté orientada por la respuesta a la pregunta inicial a la cual se adhiere cada forma de vida (y cada individuo en su interior), de manera tácita o explícita. Habiendo aclarado la confusión entre el contenido de la ética y la moral, corresponde comenzar la presentación, análisis y evaluación de las tres posiciones en la ética sobre las cuales versa el resto del presente ensayo.

Sección 3El relativismo en la ética¿Cómo, en principio, debe vivirse la vida humana? En un sentido, sabemos con claridad cuál es la respuesta. Paradójicamente, en otro sentido, no lo sabemos. Claramente, a lo menos, se debe vivir limpiamente, con dignidad, con generosidad y con decoro, sin hipocresía, sin vanidad y sin mezquindad. Pero dista mucho de estar claro siempre, aunque en ocasiones sí lo esté, qué quiere decir exactamente vivir “limpiamente” o con “dignidad” o con “generosidad” o con “decoro”, y no tenemos claridad definitiva tampoco acerca de qué quiere decir exactamente vivir sin “hipocresía”, sin “vanidad”, sin “mezquindad”. Nuestro entendimiento del significado de dichos términos es imperfecto y cambiante en la historia. Sabemos, desde luego, que se trata de ser buenos y de vivir con buenas costumbres, pero no sabemos exactamente qué quiere decir eso.

La pregunta inicial de la ética es la más humana de todas las preguntas porque pregunta por la naturaleza última de la condición humana, el producto único de la cópula del ser con el deber ser, el límite que comparte la metafísica con la ética, lo cual, incidentalmente, explica a qué apunta Kant cuando llama a

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esta última “Fundamentación de la metafísica de las costumbres”. Se argumenta inicialmente que el relativismo y el universalismo en la ética son por igual o, más bien, simétricamente insatisfactorios. Una vez que las limitaciones de ambas respuestas a la pregunta inicial de la ética hayan sido expuestas, tendremos una motivación para presentar, en el tercer capítulo, el pluralismo como un intento de superarlas.

El relativismo respecto de los valores es la intuición según la cual existen tantas respuestas correctas a la pregunta inicial como formas de vida se constituyan en la historia. Nada de lo real, podría decirse parafraseando a Hegel, puede ser inmoral. Por esta razón – argumenta el relativismo – no hay una respuesta correcta acerca de cómo, en principio, debemos vivir. Todas las costumbres son igualmente buenas e igualmente dignas de respeto. Es una ilusión creer en la posibilidad de una evaluación independiente del momento histórico y desde la forma de vida desde la cual se evalúa. A fin de cuentas, no existe la naturaleza humana. El relativismo es, entonces, la reacción frente a la diversidad de costumbres en las distintas formas de vida que concluye que el valor es tan relativo como diverso.

¿Qué motiva al relativismo? Para responder de una manera filosóficamente respetable esta pregunta, debe resistirse el popular vicio argumentativo que puede llamarse “explicación por perversión”, esto es, en el caso presente, sostener que los relativistas son perversos y que por eso niegan la verdad. Según esta explicación, en razón de su carácter perverso, los relativistas buscan la fragmentación de la naturaleza humana en archipiélagos de acuerdos contingentes, ávidos de cambiar la lámpara vieja de la verdad moral tan absoluta como única, por la lámpara nueva de la verdad moral relativa, atea, consumista, hedonista, individualista y materialista. Los relativistas serían meros utilitaristas, partidarios de vivir la vida de manera de maximizar el placer del mayor número de personas como Bentham o, en una formulación algo distinta, de ser meros emotivistas como Hume y Ayer, para quien toda

evaluación, toda aprobación, toda reprobación y toda jerarquización, se reduce, en último término, a la proyección de meras emociones subjetivas o de meros sentimientos individuales. Los relativistas serían las huestes promotoras del incesto, del divorcio y del aborto, los enemigos de la familia – la unidad básica de toda sociedad – en suma, los enemigos de la vida. ¿Por qué debe resistirse la tentación de dar una “explicación por perversión” del relativismo?

La razón es simple. Porque, sin importar cuán efectiva pueda resultar en otros dominios de actividad humana, esta línea de argumentación es filosóficamente repugnante. La filosofía, como sostiene la CAF, comienza cuando se reconoce la existencia de, al menos, una actividad humana dentro de la cual no se debe desechar una intuición en virtud de una objeción a la persona que la defiende, esto es, la falacia que los lógicos medievales bautizaron como argumento ad hominem o contra “el hombre”. Aun si fuera verdad que todos los relativistas son perversos y que las razones antes señaladas ilustran su perversión, eso no demostraría que la tesis del derecho a sospechar que los relativistas son perversos, tendría que demostrarse la falsedad de la tesis que sostienen.

A la filosofía interesa lo que se dice, pero solamente a la luz de las razones por las cuales se afirma. No le interesa quién lo dice ni cómo sea quien lo dice. La filosofía opera con lo que Donald Davidson llama el Principio de la Caridad. Dicho principio puede expresarse de la siguiente manera: En filosofía, quien desea objetar una posición tiene la obligación de enfrentarla en su versión más fuerte ¿Qué interés podría tener el debate con relativistas dispuestos a bajar las orejas ante un argumento cuya única premisa consiste en afirmar que son perversos? Presentar al relativismo como una posición derivada de la perversión de quienes la sostienen es una objeción ad hominem que lo descalifica sin enfrentarse con su versión más fuerte. Y, por este motivo, los argumentos basados en la “explicación por perversión” son filosóficamente inaceptables. En filosofía no tiene mérito alguno vencer a los débiles.

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Volvamos, entonces, a la pregunta acerca de qué motiva al relativismo dejando de lado la “explicación por perversión”. En una interpretación que respeta tal restricción, la motivación relativista podría ser descrita en términos de la intuición filosófica según la cual toda diversidad de formas de vida es intrínsecamente valiosa y digna de respeto. Esta intuición sugiere dos cosas. Por un lado, un diagnóstico acerca del origen del conflicto humano en la historia, y por otro, una panacea en su contra. Según el diagnóstico, la creencia sólo existe una respuesta correcta a la pregunta inicial de la ética es responsable del conflicto entre los seres humanos. Y la panacea que asegura la concordia entre los seres humanos es reemplazar dicha creencia por la directriz según la cual debemos vivir de maneras que respeten por igual todas las formas de vida, todos los valores y todos los usos, costumbres o prácticas.

Según los relativistas, para los partidarios de una concepción de los valores que es tan absoluta como única, quienes no rigen sus vidas según tal concepción representan un peligro mortal. Aquellas sólo pueden reconocer en las costumbres la expresión de respeto por un determinado valor cuando comparten (o más bien, cuando creen compartir) ese valor. Sólo reconocen como humanos a quienes se les parecen mucho. Así, para los partidarios de una concepción tan absoluta como única de los valores, la diversidad de costumbres asociada con las distintas formas de vida, en distintos momentos de la historia, representa tan sólo aberraciones, desviaciones y perversiones del único conjunto de costumbres que genuinamente expresa la naturaleza humana aquello que comparten todos los seres humanos.

Por este motivo, según el diagnóstico relativista, los partidarios de una concepción tan absoluta como única de los valores están condenados a permanecer en el subdesarrollo moral, en la hipocresía, la vanidad y la mezquindad. Sólo pueden tratar al prójimo como les gustaría ser tratados por él cuando el prójimo es, literalmente, eso: Una persona que en todo sentido está cerca. Esto es, no sólo alguien que está cerca en el sentido de compartir

con uno la misma naturaleza, la naturaleza humana, sino un prójimo con quien se comparte, además, una misma forma de vida, una misma clase social, un mismo género y una misma actividad. Según los relativistas, los partidarios de los valores absolutos y únicos son víctimas de la teoría del egoísmo ilustrado o del amor mezquino, que es la mano invisible y fanática detrás de todo conflicto humano.

En suma, toda diversidad en las costumbres, necesariamente, se presenta a los ojos del partidario de los valores absolutos y únicos como una refutación de la creencia según la cual, en principio, la vida humana sólo debe vivirse de una manera y, lo que es aún más censurable, una fuente perpetua de tentaciones desviacionistas, de posibles actos contra natura, esto es, de actos en contra de la única naturaleza humana. Y por eso toda diversidad les es tan inaceptable como inevitable les resulta el conflicto con ella. La situación se vuelve explosiva cuando se impone además la tesis según la cual la política es y nunca debe ser otra cosa, sino la esclava de la ética o, si se prefiere, que la política tiene que ser la continuación de la ética por otros medios.

Porque, si von Clausewitz tuviese razón al afirmar que la guerra es la continuación de la política por otros medios, la ética se reduciría apocalípticamente a la guerra, el enfrentamiento permanente, sin cuartel ni toma de prisioneros, que comienza con la batalla entre los partidarios de los valores absolutos y únicos, de un lado, y, del otro, todas las demás formas de vida, para continuar, hasta el fin de los tiempos, con las batallas internas entre las distintas concepciones de cuáles son los valores absolutos y únicos. Adoptando la metáfora de Hobbes, podría decirse que los partidarios de los valores absolutos y únicos son lobos incluso para otros partidarios de estos. Se trata de una concepción bélica de la ética que caricaturiza la antiquísima disputa entre el Bien y el Mal en términos de una reyerta infantil: dos bandos, uno de los cuales es completamente bueno, fuente de todos los éxitos y dueño de todo lo que merece respeto, mientras el otro bando es malo, responsable de

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todos los fracasos y está completamente desprovisto de humanidad. Y, por lo tanto, se trataría de un asunto frente al cual la tolerancia no sería otra cosa, sino un libertinaje hipócrita. Los relativistas concluyen que, si la concepción absoluta y única de los valores es la premisa teórica, el fanatismo es su conclusión práctica.

La etapa triunfal de Occidente, desde la conquista de América en el siglo XV hasta la expansión mundial de los imperios europeos y sus derivados en África y Asia, que culmina durante el siglo XX, es una larga, conmovedora y feroz lista de ejemplos de incomprensión, conflicto y destrucción que parece avalar el diagnóstico relativista. Los relativistas, entonces, niegan la existencia de una única naturaleza humana y de valores tan absolutos como únicos, porque rechazan el trato brutal que ha recibido la diversidad humana a manos de quienes han creído en ellos.

Aterrorizados ante la crueldad, el dolor y la destrucción que por doquier se encuentran en la historia, los relativistas ceden a la tentación de proclamar que la respuesta a la pregunta inicial es que, en principio, la vida debe vivirse expresando el mismo respeto por todas las costumbres, porque todos valen lo mismo. Esta es la panacea relativista, aquello que supuestamente garantiza la concordia entre los seres humanos. Según los relativistas, sólo cuando nadie crea en la existencia de un patrón de valores absoluto y único, que debe regir los usos, costumbres o prácticas de todos los seres humanos, en todas las circunstancias y en las distintas épocas históricas, sin que importen ni las identidades, ni los deseos, ni los intereses de los individuos, sólo entonces terminará el conflicto entre los seres humanos, vendrá la concordia y florecerá la paz.

Antes de exponer la intuición universalista y sus argumentos, vale la pena detenerse un instante para mostrar que el rechazo de los valores tan absolutos

como únicos formulado por el relativista no incurrió en el vicio de una “explicación por perversión”.

Dicho rechazo argumentó que ciertas características internas de la concepción tan absoluta como única de los valores llevan a sus partidarios al fanatismo. No estuvo basado en un ad hominem descalificador, como hubiera sido sostener que es la perversión de algunas personas (digamos, su fanatismo) aquello que los motiva para abrazar la concepción de los valores en términos absolutos y únicos. Por lo tanto, los relativistas no han incurrido en el vicio de una “explicación por perversión”.

Sección 4El Universalismo en la éticaEl universalismo respecto de los valores es la intuición conforme a la cual existe una y sólo una respuesta correcta a la pregunta inicial. Según el universalismo, existe una única naturaleza humana, de la cual se sigue que existe un único conjunto de verdades absolutas acerca de cómo, en principio, debe vivirse, esto es, un único conjunto de valores que, a su vez, se expresan en un único conjunto de nuevas costumbres. Este conjunto de valores y costumbres buenas rige para todos los individuos, para todas las formas de vida y para todos los tiempos, porque no tiene sentido sostener que la naturaleza humana cambie en las distintas formas de vida o los distintos tiempos. Frente a la diversidad de costumbres en las distintas formas de vida, el universalismo concluye que el valor es tan absoluto como único.No es de extrañar que, ante un diagnóstico que los responsabiliza de todo conflicto humano y una panacea que consiste en su eliminación, los universalistas respondan con fuego cruzado, argumentando que el relativismo es inaceptable, por lo menos, en términos lógicos, humanos, fenomenológicos y existenciales. Veamos cada una de estas objeciones en ese mismo orden.

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En primer lugar, los universalistas objetan que el relativismo es lógicamente repugnante. Adaptando una línea de argumentación que Aristóteles utiliza para refutar la tesis según la cual “el Hombre” es la medida de todas las cosas, esta objeción sostiene que, si nada tiene valor absoluto porque todo valor es relativo, tampoco la verdad puede ser un valor absoluto. Luego la proposición misma “Nada tiene valor absoluto” tampoco podría expresar una verdad absoluta. De lo cual se sigue que por lo menos hay una verdad absoluta. Si se supone la verdad del relativismo, se concluye su falsedad. Por lo tanto, el relativismo es lógicamente inaceptable.

En segundo lugar, el relativismo es humanamente inaceptable. En la historia, la abrumadora mayoría de los seres humanos que han existido, en las distintas formas de vida y hasta donde se remonta y alcanza la evidencia, han creído que la pregunta inicial tenía respuesta. Según el relativismo, sin embargo, todos ellos estuvieron errados, porque todos los distintos valores y costumbres son igualmente dignos de respeto, igualmente buenos; esto es, porque ningún valor y ninguna costumbre es buena. No tenían derecho a creer que la manera en la cual vivieron sus vidas, se acercó o se alejó de un ideal normativo absoluto, esto es, de cómo, en principio, debieran de haberse vivido. El relativismo arroja a la papelera de la historia a la mayoría de la humanidad. Más allá del desacuerdo entre las distintas identidades a lo largo de la historia acerca de cuál de las muchas respuestas que se han ofrecido efectivamente contesta la pregunta inicial de la ética, la mayoría de los seres humanos parece haber estado de acuerdo en que ella sí tenía respuesta. Y el relativismo lo niega. Por este motivo también, el relativismo es humanamente inaceptable.

La tercera objeción sostiene que el relativismo no se ajusta con la fenomenología cotidiana del valor, con la manera en la cual se viven los valores en la experiencia interna. Los valores no se presentan al sujeto como proyecciones subjetivas de sus emociones, sus gustos o preferencias, sino, muy por el contrario, como dimensiones de evaluación de una realidad

independiente, en la cual hay, objetivamente, actos buenos y actos malos. Cuando, por ejemplo, María reprueba el asesinato ritual de seres humanos, ella no experimenta la proyección de ninguna emoción individual o sensación subjetiva interna de rechazo frente a un objeto éticamente neutro. Por el contrario, María tiene una experiencia que se presenta como causada por un objeto, un asesinato ritual o la idea de tal clase de homicidio que, en virtud de ser lo que es, una mala costumbre, y de tener María el privilegio de haber desarrollado su sensibilidad valorativa que le muestra lo que es, causa en ella una reprobación.

La vida humana no debe vivirse de maneras que incluyan el asesinato ritual, porque tal práctica es mala, o sea, porque no constituye una costumbre buena. Desde dentro de la experiencia, la evaluación se presenta al sujeto como consecuencia de la percepción o evaluación de propiedades éticas que determinados actos o costumbres poseen y no como la mera proyección de emociones ante un objetivo éticamente neutro. El relativismo condena a la experiencia valorativa a la condición de una ilusión sistemática y, por este motivo, es fenomenológicamente inaceptable.

La cuarta y última objeción sostiene que el relativismo es existencialmente inaceptable, porque conduce a la indiferencia y la abulia, a la inacción y, en este sentido, es un atentado contra la vida. Si todo vale lo mismo, ¿por qué hacer algo, en vez de, más bien, no hacer nada? Si todas las formas de vida son igualmente buenas y dignas del mismo respeto, nadie tendría tampoco razón alguna para mantenerse fiel a las costumbres que definen la identidad de la forma de vida propia. El relativismo como premisa lleva al escepticismo y a la abulia como conclusión. Si los seres humanos intentaran vivir de la manera que propone el relativismo, la sociedad humana se detendría y moriría. En suma, el relativismo no es vivible y, por este motivo, es existencialmente inaceptable.

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La primera objeción al relativismo, aquella que lo evalúa como lógicamente inaceptable, estableció que existe al menos una respuesta absoluta a la pregunta inicial de la ética. Pero el universalismo afirma algo muchísimamente más fuerte, porque sostiene que sólo existe una respuesta. ¿Justifican las deficiencias detectadas en la intuición relativista pasarse al otro extremo, entregarse a la dictadura del universalismo, la creencia de que el valor es tan absoluto como único, con su descomunal potencial de fanatismo? ¿Constituyen las refutaciones del relativismo una demostración de la necesidad de soportar la arrogancia de quienes proclaman sin dudar jamás que la verdad ética es tan absoluta como única y que, además, ellos la poseen por completo? Un argumento por reducción al absurdo de la intuición relativista sólo serviría como un argumento a favor del universalismo, si el relativismo y el universalismo fueran las dos únicas posiciones posibles en la ética. Pero, como se argumenta en el tercer capítulo, entre la abulia relativista y el fanatismo universalista hay una tercera opción: el humanismo de la intuición pluralista.

Al reconocer el carácter absoluto de los valores, los universalistas ciertamente rinden señalado servicio a la ética. Restituyen a los valores el derecho a presentarse con el título de verdades, específicamente, de verdades acerca de cómo hay que responder a la pregunta inicial de la ética, el cual los relativistas estaban dispuestos a abdicar en aras de la concordia humana. Pero, como correctamente señalan los universalistas, la concordia carece de interés ético si ella tiene el costo de extirpar de la vida humana precisamente aquello que la hace vivible: la existencia de valores absolutos, esto es, de verdades acerca de cómo, en principio, debe vivirse la vida humana. Aunque en este aspecto el universalismo constituye una opción superior al relativismo, ello no silencia la objeción que acusa al universalismo de conducir al fanatismo.

El relativismo y el universalismo son posiciones simétricamente insatisfactorias: La intuición filosófica que, en una interpretación caritativa,

motiva al universalismo, es que existe una y sólo una naturaleza humana, la cual teóricamente es la base de la sustentación última de la naturaleza absoluta de los valores morales, aquello en virtud de lo cual son verdades acerca de la moral que pretende explicar la ética. Sin embargo, la prescripción práctica del universalismo consiste en combatir todas las distintas formas de vida que se manifiestan en la naturaleza humana a excepción del universalismo mismo. El fanatismo universalista, irónicamente, lleva a que el universalista le falte el respeto a todas las formas de vida, excepto la propia. El relativismo, por su parte, en una interpretación caritativa, también está motivado por una genuina intuición filosófica: que la diversidad de formas de vida es intrínsecamente valiosa y, por ende, digna de respeto. Sin embargo, su prescripción práctica, digna de respeto. Sin embargo, su prescripción práctica consiste, irónicamente, en tolerar todas las formas de vida, excepto la universalista. A pesar de estar motivados por auténticas intuiciones filosóficas, el relativismo y el universalismo son simétricamente insatisfactorios. El relativismo compra la concordia al precio del valor absoluto, mientras el universalismo compra el valor absoluto al precio de la concordia.

Sin embargo, dado este empate, se trata de buscar una manera de combinar ambas intuiciones, una manera de adherirse a una concepción absoluta de los valores, una condición necesaria de que estos cumplan su papel orientador de las costumbres, sin desconocer por ello el valor intrínseco de la diversidad de formas de vida distintas, pero igualmente legítimas, una intuición que debamos distinguir cuidadosamente de aquellas que sostiene que todas las formas de vida son igualmente respetables y todas las costumbres igualmente buenas. Esa es la tarea a la cual se dedica el próximo capítulo del presente ensayo: construir una posición de la ética cuya concepción de los valores sea tan absoluta como plural.

Capítulo III

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Vivir como valores y tratar como valoresUn hombre lleno de cálida benevolencia especulativa bien pudiera desear que

su sociedad estuviera constituida de manera distinta de aquella en que de hecho lo está. Pero un buen patriota y un verdadero político, siempre

considerará cómo aprovechar al máximo lo que ya existe en su país. Una disposición a preservar y una habilidad para mejorar, tomadas en conjunto,

son mi ideal de estadista. Todo lo demás es vulgar en la concepción y peligroso en la ejecución.

Edmund BurkeReflexiones sobre la revolución en Francia (1790)

Sección 1El pluralismo y el progreso moral¿Cómo, en principio, debe vivirse la vida humana? La respuesta del pluralismo a la pregunta inicial de la ética intenta articular la intuición según la cual el valor es tan absoluto como la diversidad legítima. El argumento que ofrece para avalar dicha intuición descansa sobre la base de dos disposiciones. Por un lado, de una distinción metafísica entre:

1) La naturaleza humana y la identidad humana y, por otro lado, de una distinción ética entre

2) Vivir como valores y tratar como valores.

El pluralismo sostiene que, en principio, todos quienes comparten la naturaleza humana deben vivir de maneras que contribuyan a su progreso moral, esto es, al perfeccionamiento de las costumbres propias y al refinamiento de las ajenas, que promueva el encuentro respetuoso en la diversidad legítima de todos los seres humanos por igual. Esto supone mejorar indefinidamente tanto el entendimiento del concepto de naturaleza humana que cada forma de vida tiene como su conocimiento de la propia identidad.

Dicha tarea, de acuerdo con el pluralismo, sólo se vuelve posible por la existencia de una diversidad de identidades humanas o formas de vida, todas

las cuales expresan la misma naturaleza humana, la única que hay. Sólo el refinamiento de la sensibilidad valorativa permite reconocer, detrás de una identidad humana distinta de la propia, la naturaleza humana que con ella se comparte. El pluralismo requiere respetar no sólo aquellas costumbres que, en virtud de la identidad propia, se viven como valores, sino también tratar como valores aquellas costumbres legítimas que otros, en virtud de una identidad tan legítima como la propia, viven como valores.

El propósito de la diversidad de formas de vida y de costumbres es, entonces, el de posibilitar el encuentro respetuoso de todos los seres humanos. Porque sólo así se vuelve posible un entendimiento mejor, tanto de la naturaleza que comparten con todos como la identidad que sólo se comparte con algunos. Este supremo objetivo ético debe orientar y dar sentido al desarrollo material de las sociedades. Se trata de entender qué clase de cosa somos en cuanto naturaleza y en cuanto identidad, para así perfeccionar y refinar tanto las costumbres propias como las ajenas, y de vivir expresando respeto por unas y otras, allí donde corresponda.

Este capítulo pretende aclarar, primero, la distinción metafísica y la distinción ética para explicar, a continuación, el trabajo teórico que ambas cumplen en el argumento a favor del intuición pluralista. Respecto de la distinción metafísica corresponde explicitar desde la partida que el concepto de naturaleza humana que se invoca tiene un carácter puro y formal, mientras que el concepto de identidad humana es sustantivo e histórico, cubriendo todo el campo de la moral (incluido, desde luego, en los términos antes precisados, lo inmoral, esto es, aquellos usos, costumbres o prácticas que es obligado combatir).

El papel del concepto de naturaleza humana es definir de qué seres tratan las proposiciones de la ética, los seres humanos, esto es, con cuáles seres compartimos una misma naturaleza. Por eso, la naturaleza humana tiene que ser la misma para todos los seres humanos: dicho de otro modo, debe

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constituir un único concepto, capaz de abarcar todos los momentos históricos y todas las culturas, incluyendo aquellos momentos históricos y aquellas culturas cuyas prácticas es deber de todos contribuir a perfeccionar y refinar o, por el otro lado, combatir y eliminar. Múltiples encuentros y debates en la historia han permitido purificar y formalizar nuestro entendimiento de la naturaleza humana y precisar lo que Frege llamaba la "extensión" del concepto, esto es, determinar qué seres caen bajo el concepto o, si se prefiere, son instancias del concepto.

Un ejemplo paradigmático de este proceso en el actual contexto es el encuentro del Viejo Mundo con América, el Nuevo Mundo, y el debate de los teólogos católicos del naciente Imperio Español acerca de si los habitantes originales del Nuevo Mundo a los cuales la Biblia en ninguna parte aludía y que Colón bautizó como "indios", eran o no eran seres humanos. En los cinco siglos siguientes, mediante encuentros, colisiones y debates, se logró descubrir que la extensión del concepto de naturaleza humana es indiferente no sólo a la región geográfica en la cual los individuos habitan, sino que también lo es, por citar sólo cuatro ejemplos más de una lista que bien podría extenderse más, al lenguaje que utilizan; a su posición respecto de la religión; al color de su piel; y, finalmente, a su ideología. El devenir histórico ha permitido purificar y formalizar el entendimiento del concepto naturaleza humana, esto es, mejorar nuestro entendimiento de lo humano.

La vida moral de las guaguas25

Paul Bloom26

Guaguas que lloran más cuando escuchan llantos de otros niños y consuelan a los que están sufriendo, acariciándolos o pasándoles un juguete. Las pruebas científicas desarrolladas por el Centro de Cognición de Infantes de Yale demuestran que los niños poseen ciertas bases morales, algún sentido de justicia y respuestas viscerales al altruismo y la maldad. "Las guaguas sí tienen su propia moral desde el mismo comienzo del primer año de su vida", dicen los investigadores.

ace poco, un grupo de investigadores observó a un niño

de un año hacer justicia con sus propias manos. Acababa de ver un show de títeres donde tres personajes jugaban lanzándose una pelota. Pero el títere de la izquierda cada vez que recibía la pelota se escapaba con ella. Después, dejaron los tres títeres frente al niño. Cada uno quedó ubicado junto a un montón de dulces. En ese momento le pidieron al niño que le sacara un dulce a uno de los títeres. El niño tomó un dulce del montón del títere "malo". Pero este castigo no fue suficiente. Además le pegó al títere en la cabeza.

H

25 Publicado en Revista Ya, El Mercurio, edición martes 6 de julio de 2010, n°1398.26 Profesor de Psicología de la Universidad de Yale.

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Este incidente ocurrió en uno de los estudios psicológicos en el Centro de Cognición de Infantes de Yale, donde junto a mi colega (y esposa) Karen Wynn, y una estudiante de posgrado, Kiley Hamlin, somos uno de los tantos equipos que hay en el mundo explorando la vida moral de las guaguas.

¿Por qué alguien pensaría que niños de menos de un año son seres morales? Desde Sigmund Freud a Jean Piaget o Lawrence Kohlberg, los psicólogos han afirmado por largo tiempo que empezamos la vida como animales amorales. Una tarea importante de la sociedad, especialmente de los padres, es convertir a los hijos pequeños en seres civilizados, criaturas sociales que pueden sentir empatía, culpa y vergüenza; que pueden dominar impulsos egoístas en nombre de principios más elevados, y que responderán con indignación ante la injusticia.

Pero un cuerpo creciente de evidencia sugiere que los humanos sí tienen un sentido moral rudimentario desde el mismo comienzo de su vida. Con la ayuda de experimentos bien diseñados, se pueden ver destellos de pensamientos, juicios y sentimientos morales incluso en el primer año de vida. Lo que no significa que los padres no deban preocuparse del desarrollo moral de sus hijos o que sus interacciones con ellos sean una pérdida de tiempo. La socialización es críticamente importante. Pero no porque los bebés y niños pequeños carezcan de un sentido del bien y el mal; es porque el sentido del bien y el mal que poseen naturalmente se diferencia de maneras importantes de lo que los adultos quisieran que fuera.

Guaguas buenas La existencia de un código moral universal siempre ha sido una afirmación controversial; hay evidencia considerable de una variación muy amplia de las reglas morales de sociedad en sociedad.

Pero al mismo tiempo, las personas de todo el mundo tienen algún

sentido del bien y el mal. No encontrarás una sociedad donde la gente no tenga alguna noción de la justicia, no le dé valor a la lealtad y amabilidad, no distinga entre actos de crueldad y errores inocentes, no categorice a la gente como buena o mala.

Además, los científicos saben que ciertos sentimientos compasivos surgen temprano y son aparentemente universales en el desarrollo humano. Los guaguas, notablemente, lloran más cuando escuchan llantos de otras guaguas que cuando escuchan grabaciones de su propio llanto, lo que sugiere que reaccionan ante el dolor de otros. Los bebés también parecen querer aliviar el dolor de otros: cuando tienen suficiente habilidad física (empezando al año de edad), consuelan a otros que estén sufriendo acariciándolos o tocando o alargándoles una mamadera o un juguete.

Los psicólogos Felix Warneken y Michael Tomasello han puesto a niños de entre 1 y 2 años en situaciones donde un adulto está tratando de lograr algo, como abrir una puerta con sus manos llenas, o tratando de alcanzar un objeto fuera de su alcance. Los niños tienden espontáneamente a ayudar, incluso sin ninguna indicación, aliento ni recompensa.

¿Es algo de lo anterior un comportamiento reconocible como conducta moral? No de manera obvia. Las ideas morales involucran más que la mera compasión. La moralidad está relacionada fuertemente con nociones de premio y castigo: queremos recompensar lo que vemos como bueno y castigar lo que vemos como malo. La moralidad está también conectada a la idea de imparcialidad. Y tendemos a asociar la moralidad con la posibilidad de elección libre y racional; la gente elige hacer el bien o el mal.

Las guaguas y los niños pequeños quizás no conocen ni exhiben ninguna de estas sutilezas morales. Sus reacciones y motivaciones compasivas -incluyendo su deseo de aliviar el sufrimiento de otros- quizás no sean muy

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diferentes de las reacciones no morales como sentir hambre. Aún así, es difícil concebir cualquier sistema moral que no tuviera, como punto de partida, estas capacidades empáticas.

Experimentos de moral En uno de nuestros primeros estudios de evaluación moral decidimos usar una representación tridimensional, donde objetos geométricos reales, manipulados como marionetas, actuaban como colaboradores o como estorbos: un cuadrado amarillo ayudaba a un círculo a subir un cerro; un triángulo rojo lo empujaba hacia abajo. Después de mostrarles a las guaguas la escena, colocaron frente al niño el cuadrado ayudador y el triángulo boicoteador para ver hacia cuál se acercaba. Los infantes de 6 a 10 meses mayoritariamente preferían al individuo colaborador que al que saboteaba. Esto no fue una tendencia estadística sutil; casi todos los niños alargaban sus manos hacia el tipo bueno.

¿Significa esto que los lactantes creen que el personaje colaborador es bueno y el personaje saboteador es malo? No necesariamente. Pero lo que es apasionante aquí es que esas preferencias están basadas en cómo un individuo trató a otro o cómo lo ayudaba a cumplir su meta o se lo dificultaba. Los lactantes estaban respondiendo a comportamientos que los adultos describen como buenos o malos.

Para nuestro siguiente estudio, expusimos a niños de 21 meses a las situaciones del títere bueno y el títere malo descritas antes y les dimos la oportunidad de recompensar o castigar, dándole un dulce o quitándole un dulce a uno de los personajes. Descubrimos que cuando les decíamos que

entregaran un dulce, tendían a elegir al personaje positivo; cuando les pedimos que les quitaran, tendían a elegir al negativo.

Dispensar justicia así es una operación conceptualmente más elaborada que meramente preferir lo bueno a lo malo, pero hay otras aún más elaboradas que los adultos pueden hacer fácilmente. Por ejemplo: ¿Cuál individuo preferiría alguien que recompensa a los buenos y castiga a los malos o alguien

que castiga a los buenos y premia a los malos? ¿Pueden las guaguas hacer esta distinción?

Para descubrirlo, testeamos a guaguas de ocho meses primero mostrándoles un personaje que ayudaba a otro títere a abrir una caja. Y después les presentábamos una escena donde este ayudador era premiado por un títere y era castigado por otro títere. Después hicimos que los niños eligieran entre estos dos títeres. Tenían que elegir entre un títere que recompensó a uno bueno versus un títere que castigó a uno bueno. También les mostramos un personaje que actuó como saboteador (por ejemplo, no dejando que un títere abriera una caja) y después los hicimos elegir entre un títere que recompensó al malo versus un títere que castigó al malo.

Los resultados fueron sorprendentes. Cuando el blanco de la acción era un títere bueno, los niños preferían al

títere que fue bueno con él. Pero lo más interesante es que cuando vieron al títere malo siendo premiado o castigado, ellos elegían al castigador. A pesar de la mayoritaria preferencia por las acciones amables por sobre las malas, los lactantes eran atraídos por los títeres que habían castigado un comportamiento malo.

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Toda esta investigación, en conjunto, respalda un cuadro general de la moralidad de las guaguas. Los bebés probablemente no tienen un acceso consciente a nociones morales, ni tienen idea de por qué ciertos actos son buenos o malos. Ellos responden visceralmente. De hecho, si observas a bebés mayores durante los experimentos, ellos no actúan como jueces impasibles -tienden a sonreír y aplaudir durante los eventos buenos y fruncir el ceño, sacudir la cabeza y parecer tristes durante los eventos malos (como el niño que le pegó al títere malo)-. Las experiencias de las guaguas pueden ser cognitivamente vacías, pero emocionalmente intensas, con sentimientos y deseos fuertes. Pero esto no es tan sorprendente. Aunque los adultos poseemos adicionalmente la capacidad de razonar conscientemente sobre moralidad, no somos tan diferentes de las guaguas. Nuestros sentimientos a menudo son instintivos y uno de los descubrimientos de la psicología social y neurociencia contemporánea son las poderosas emociones detrás de lo que alguna vez pensamos como una fría, desapasionada y madura deliberación moral.

¿Es esta la moralidad que estamos buscando? Para el crítico cultural y social Dinesh D'Souza no hay explicación darwiniana racional por la que una persona cedería su asiento a una anciana en un bus, es un acto de amabilidad que no beneficia en nada a tus genes. ¿Y qué hay de los que donan sangre o incluso sacrifican su vida por desconocidos? D'Souza decía que estos actos de altruismo no son explicados por la evolución o la psicología, sino por "la voz de Dios en nuestras almas".

La psicología evolutiva tiene una respuesta rápida a esto: decir que una característica biológica evoluciona por un propósito, no significa que siempre funcione para ese propósito. La excitación sexual, por ejemplo, presumiblemente evolucionó por su conexión con hacer hijos; pero también podemos excitarnos en todo tipo de situaciones donde engendrar una guagua no es una opción -por ejemplo, mirando pornografía-. Similarmente, nuestro impulso de ayudar a otros probablemente evolucionó por el beneficio

reproductivo que nos da en ciertos contextos -ceder el asiento a la viejita-, aunque los motivos puedan ser psicológicamente puros, resulta ser una movida fríamente inteligente desde un punto de vista darwiniano, una forma fácil de mostrarse a sí mismo como una persona atractivamente buena.

Sin embargo, poseemos nociones morales abstractas de igualdad y libertad para todos; vemos el racismo y el sexismo como algo malo; rechazamos la esclavitud y el genocidio; tratamos de amar a nuestros enemigos. Si esta moralidad más elevada o altruismo más elevado fuera encontrado en las guaguas, el argumento de la creación divina se haría un poco más fuerte.

Pero no está presente en guaguas. De hecho, nuestro sentido moral inicial parece estar inclinado hacia nuestra propia clase. Hay bastante investigación que muestra que los niños tienen preferencias por su grupo: los de 3 meses prefieren las caras de la raza que es más familiar para ellos que la de otras razas; los de 11 meses prefieren individuos que compartan su propio gusto en comida y esperan que esos individuos sean más buenos que los que tienen gustos diferentes; los de 12 meses prefieren aprender de alguien que habla su propia lengua sobre alguien que habla una lengua extranjera. Y los estudios con niños pequeños han descubierto que una vez que son segregados en grupos diferentes -incluso bajo los criterios más arbitrarios, como usar poleras de diferentes colores- favorecen con entusiasmo a sus propios grupos en sus actitudes y acciones. La noción en el centro de cualquier moralidad madura es la de imparcialidad. Si te piden justificar tus acciones y dices: "porque yo quería", esto sólo es la expresión de deseo egoísta. Pero explicaciones como "era mi turno" o "es la ración que me corresponde" son potencialmente morales, porque implican que cualquier otro en la misma situación habría hecho lo mismo. Este es el tipo de argumento que sería convincente para un observador neutral y están a la base de los estándares de la justicia y las leyes.

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El aspecto de la moral del que realmente nos admiramos -su generalidad y universalidad- es producto de la cultura, no de la biología. La moralidad con que empezamos es primitiva, no en el sentido más obvio de que es incompleta, sino en el sentido más profundo de que cuando los individuos y sociedades aspiran a una moral más avanzada -una donde todos los seres capaces de razonar y de sufrir están en un nivel igualitario, donde todas las personas son iguales- están luchando por superar lo que los niños tienen desde el nacimiento. El biólogo Richard Dawkins tenía razón cuando decía: "Ten en cuenta que si deseas, como yo, construir una sociedad donde los individuos cooperen generosamente y sin egoísmo en pos del bien común, puedes esperar poca ayuda de la naturaleza biológica".

La moralidad, entonces, es una síntesis de lo biológico y lo cultural, de lo ignorado, lo descubierto y lo inventado. Los niños poseen ciertas bases morales, la capacidad y voluntad de juzgar las acciones de otros, algún sentido de justicia, respuestas viscerales al altruismo y la maldad. Sin importar lo inteligentes que seamos, si no comenzáramos con este aparato básico, no seríamos más que agentes amorales, guiados solamente por lograr nuestro propio interés. Pero nuestras capacidades como guaguas son agudamente limitadas. Son las reflexiones de individuos racionales lo que hace que una moralidad genuinamente universal y no egoísta sea algo a la que nuestra especie pueda aspirar.

Adolescencia y posmodernidad

Santiago BellomoLic. En Filosofía

Lic. en Administración y Gestión de la Educación

ntender la posmodernidad cuando uno está inmerso en ella es tarea poco sencilla. Confieso que incluso hoy, cuando me propongo desarrollar este tema yo mismo sigo preguntándome qué es la

posmodernidad. Puede uno definirla a la usanza de los manuales como «aquel movimiento cultural que surge a mediados del siglo XX como contrapartida de los ideales propios de la modernidad», aunque con esto cual apenas estaríamos introduciéndonos en el tema. La posmodernidad es mucho más que eso: abarca una multiplicidad de fenómenos de todo tipo (artísticos, económicos, políticos, sociales, filosóficos, éticos, etc.) y lo más importante, influye en nuestras vidas

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de múltiples maneras. Por eso, más que dar una definición, conviene enumerar algunos de los rasgos dominantes que la caracterizan, como ser la fugacidad, el culto al presente, la desorientación producto del escepticismo, el hedonismo, el individualismo, etc...

Uno de los rasgos más salientes es, sin lugar a dudas, el de la fugacidad. Todo en la posmodernidad es rápido, todo es descartable, recargable, reciclable. Lo posmoderno está destinado a durar poco tiempo y a variar infinidad de veces. Esto, que viene de la mano con los enormes adelantos en el campo de las comunicaciones y de la producción de bienes y servicios, ejerce gran influencia sobre las personas y sus relaciones. Es que los tiempos y modos humanos no siempre son los de las máquinas. Los adolescentes -y nosotros mismos- acostumbrados al ritmo de lo fugaz, tendemos a aplicar estos esquemas en campos en que no deberían tener cabida. Cierta vez, un alumno me confesó que se aburría en el Colegio y, más aún, se aburría en general con todos los aspectos de la vida que fueran «monótonos», rutinarios. En cambio, gozaba con lo desacostumbrado, lo cambiante, lo breve e intenso (¿no es este acaso el estilo televisivo o el de la web?). Hoy por hoy, es el movimiento y no la estabilidad lo que ejerce mayor atracción, es lo inusitado y no lo cotidiano lo que cautiva. El hombre posmoderno ha perdido así la capacidad de gozar de la rutina. Vive ansiando las vacaciones, vive soñando y anhelando una novedad que irrumpa en lo cotidiano. Es fácil, pues, imaginar las consecuencias de esta actitud en la vida del adolescente: sus relaciones interpersonales comienzan a hacerse endebles, su atención se vuelve fragmentaria y poco sostenida, la paciencia frente a las dificultades y carencias propias y de los demás empieza a perderse, su vida transcurre bajo la amenaza de la inconstancia y la dispersión.

En estrecha relación con la fugacidad y como consecuencia de ella, la posmodernidad rinde un culto devotísimo al presente. Este «presentismo» posmoderno tiene que ver con el deseo de disfrutar del momento actual, que se

presenta bajo la amenaza de un cambio súbito. Cada uno de nosotros tiene grabada en su mente la siguiente consigna: «si no aprovecho ahora, en poco tiempo habré perdido la oportunidad». ¡Qué difícil y a la vez qué necesario es, en este contexto, educar al adolescente para que logre armar y luchar por un proyecto sólido! Pues, todo proyecto supone siempre alguna renuncia al bien inmediato en función de un bien superior que se vislumbra en el largo plazo. En todo proyecto se precisa superar progresivamente ciertas adversidades, cumplir con ciertas pautas, a fin de alcanzar adecuadamente el bien prometido.

Luego de estas breves reflexiones, cabe preguntarse qué responsabilidad nos cabe a los adultos en este contexto. En primer lugar, preguntarnos si no caemos muchas veces presa de este culto al presente y a la novedad. Si los chicos no nos ven disfrutar de lo cotidiano, jamás podremos pretender que en ellos no suceda otro tanto. En segundo lugar, presentar alternativas valiosas que suplan la avidez por el entretenimiento fugaz. En este sentido, la lectura, el deporte, el diálogo compartido, etc. son todos caminos que, por no gozar de la fugacidad y la intensidad de lo posmoderno, son verdaderamente intensos, llenan el alma y constituyen una personalidad sana.

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Dossier de Filosofía

CambalacheEnrique Santos Discépolo

Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé,en el quinientos seis y en el dos mil también;que siempre ha habido chorros, maquiávelos y estafáos,contentos y amargaos, valores y dublé.Pero que el siglo veinte es un despliegue de maldá insolente ya no hay quien lo niegue,vivimos revolca’os en un merengue y en el mismo lodo todos manosea’os.Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor,ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador.¡Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor!No hay aplazaos ni escalafón, los inmorales nos han iguala’o...Si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición,da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón.¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón!¡Cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón!Mezclaos con Stavisky van don Bosco y la Mignon, don Chicho y Napoleón, Carnera y San Martín.Igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches se ha mezcla’o la vida, y herida por un sable sin remacheves llorar la Biblia junto a un calefón.Siglo veinte, cambalache, problemático y febril,el que no llora no mama y el que no afana es un gil.¡Dale no más, dale que va, que allá en el horno te vamo a encontrar!¡No pienses más, tírate a un la’o,que a nadie importa si naciste honra’o!Si es lo mismo el que labura noche y día como un bueyque el que vive de las minas, que el que mata o el que cura o está fuera de la ley.

CalibracionesAparato Raro

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¿Estás cansado? ¿Cansado de luchar?Por la justicia, el hambre y la libertad.Sientes de pronto que no hay nada en que creerY te cansaste de gritar “y va a caer”.Se acabo el tiempo de los lindos idealesNo hay más que ver a esos locos intelectualesO te preparas a morir en las trincheras o esperas en tu cuarto la tercera guerra.Se acabó el tiempo del paraíso soñado.No hay más que ver a esos locos uniformados.O te preparas a morir en las trincheras o esperas en tu cuarto la tercera guerra.No trates ya de disfrazar tu temor haciendo yoga e invocando al Señor.Si eres marxista iras derecho al infierno.Si eres fascista eres peor que un cerdo.Se acabo el tiempo de los lindos ideales.No hay más que ver a esos tontos intelectuales.O te preparas a morir en las trincheras o esperas en tu cuarto la tercera guerra.Se acabó el tiempo del paraíso soñado.No hay más que ver a esos locos uniformados.O te preparas a morir en las trincheras o esperas en tu cuarto la tercera guerra.Se acabó el tiempo de los lindos idealesNo hay más que ver a esos tontos intelectuales.O te preparas a morir en las trincheras o esperas en tu cuarto la tercera guerra.Se acabó el tiempo del paraíso soñado.No hay más que ver a esos locos uniformados.O te preparas a morir en las fronteras o esperas en tu cuarto la tercera guerra.

La Apología de Sócrates27

Platón (Atenas, 427 a.C.-347 a.C.)

o sé, atenienses, la sensación que habéis experimentado por las palabras de mis acusadores. Ciertamente, bajo su efecto, incluso yo mismo he estado a punto de no reconocerme; tan persuasivamente

hablaban. Sin embargo, por así decirlo, no han dicho nada verdadero. De las muchas mentiras que han urdido, una me causó especial extrañeza, aquella en la que decían que teníais que precaveros de ser engañados por mí porque,

N27 Platón, Diálogos I, La República, Ed. Gredos, Barcelona, 2006, pp. 137-186.

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dicen ellos, soy hábil para hablar. En efecto, no sentir vergüenza de que inmediatamente les voy a contradecir con la realidad cuando de ningún modo me muestre hábil para hablar, eso me ha parecido en ellos lo más falto de vergüenza, si no es que acaso éstos llaman hábil para hablar al que dice la verdad. Pues, si es eso lo que dicen, yo estaría de acuerdo en que soy orador, pero no al modo de ellos. En efecto, como digo, éstos han dicho poco o nada verdadero. En cambio, vosotros vais a oír de mí toda la verdad; ciertamente, por Zeus, atenienses, no oiréis bellas frases, como las de éstos, adornadas cuidadosamente con expresiones y vocablos, sino que vais a oír frases dichas al azar con las palabras que me vengan a la boca; porque estoy seguro de que es justo lo que digo, y ninguno de vosotros espere otra cosa. Pues, por supuesto, tampoco sería adecuado, a esta edad mía, presentarme ante vosotros como un jovenzuelo que modela sus discursos. Además y muy seriamente, atenienses, os suplico y pido que si me oís hacer mi defensa con las mismas expresiones que acostumbro a usar, bien en el ágora, encima de las mesas de los cambistas, donde muchos de vosotros me habéis oído, bien en otras partes, que no os cause extrañeza, ni protestéis por ello. En efecto, la situación es ésta. Ahora, por primera vez, comparezco ante un tribunal a mis setenta años. Simplemente, soy ajeno al modo de expresarse aquí. Del mismo modo que si, en realidad, fuera extranjero me consentiríais, por supuesto, que hablara con el acento y manera en los que me hubiera educado, también ahora os pido como algo justo, según me parece a mí, que me permitáis mi manera de expresarme -quizá podría ser peor, quizá mejor- y consideréis y pongáis atención solamente a si digo cosas justas o no. Éste es el deber del juez, el del orador, decir la verdad.

Ciertamente, atenienses, es justo que yo me defienda, en primer lugar, frente a las primeras acusaciones falsas contra mí y a los primeros acusadores; después, frente a las últimas, y a los últimos28. En efecto, desde antiguo y

durante ya muchos años, han surgido ante vosotros muchos acusadores míos, sin decir verdad alguna, a quienes temo yo más que a Ánito y los suyos, aun siendo también éstos temibles. Pero lo son más, atenienses, los que tomándoos a muchos de vosotros desde niños os persuadían y me acusaban mentirosamente, diciendo que hay un cierto Sócrates, sabio, que se ocupa de las cosas celestes, que investiga todo lo que hay bajo la tierra y que hace más fuerte el argumento más débil. Éstos, atenienses, los que han extendido esta fama, son los temibles acusadores míos, pues los oyentes consideran que los que investigan eso no creen en los dioses. En efecto, estos acusadores son muchos y me han acusado durante ya muchos años, y además hablaban ante vosotros en la edad en la que más podíais darles crédito, porque algunos de vosotros erais niños o jóvenes y porque acusaban in absentia, sin defensor presente. Lo más absurdo de todo es que ni siquiera es posible conocer y decir sus nombres, si no es precisamente el de cierto comediógrafo. Los que, sirviéndose de la envidia y la tergiversación, trataban de persuadiros y los que, convencidos ellos mismos, intentaban convencer a otros son los que me producen la mayor dificultad. En efecto, ni siquiera es posible hacer subir aquí y poner en evidencia a ninguno de ellos, sino que es necesario que yo me defienda sin medios, como si combatiera sombras, y que argumente sin que nadie me responda. En efecto, admitid también vosotros, como yo digo, que ha habido dos clases de acusadores míos: unos, los que me han acusado recientemente, otros, a los que ahora me refiero, que me han acusado desde hace mucho, y creed que es preciso que yo me defienda frente a éstos en primer lugar. Pues también vosotros les habéis oído acusarme anteriormente y mucho más que a estos últimos.

Dicho esto, hay que hacer ya la defensa, atenienses, e intentar arrancar de vosotros, en tan poco tiempo, esa mala opinión que vosotros habéis adquirido durante un tiempo tan largo. Quisiera que esto resultara así, si es

28 Sócrates pretexta una razón cronológica para hablar, primeramente, sobre los que han creado en la ciudad una imagen en la que se apoyan sus acusadores reales. Esta distinción entre primeros acusadores, que legalmente no existen, y últimos acusadores articula la primera parte de la Apología.

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mejor para vosotros y para mí, y conseguir algo con mi defensa, pero pienso que es difícil y de ningún modo me pasa inadvertida esta dificultad. Sin embargo, que vaya esto por donde al dios le sea grato, debo obedecer a la ley y hacer mi defensa.

Recojamos, pues, desde el comienzo cuál es la acusación29 a partir de la que ha nacido esa opinión sobre mí, por la que Meleto, dándole crédito también, ha presentado esta acusación pública. Veamos, ¿con qué palabras me calumniaban los tergiversadores? Como si, en efecto, se tratara de acusadores legales, hay que dar lectura a su acusación jurada30. «Sócrates comete delito y se mete en lo que no debe al investigar las cosas subterráneas y celestes, al hacer más fuerte el argumento más débil y al enseñar estas mismas cosas a otros». Es así, poco más o menos. En efecto, también en la comedia de Aristófanes veríais vosotros a cierto Sócrates que era llevado de un lado a otro afirmando que volaba y diciendo otras muchas necedades sobre las que yo no entiendo ni mucho ni poco. Y no hablo con la intención de menospreciar este tipo de conocimientos, si alguien es sabio acerca de tales cosas, no sea que Meleto me entable proceso con esta acusación, sino que yo no tengo nada que ver con tales cosas, atenienses. Presento como testigos a la mayor parte de

vosotros y os pido que cuantos me habéis oído dialogar alguna vez os informéis unos a otros y os lo deis a conocer; muchos de vosotros estáis en esta situación. En efecto, informaos unos con otros de si alguno de vosotros me-oyó jamás dialogar poco o mucho acerca de estos temas. De aquí conoceréis que también son del mismo modo las demás cosas que acerca de mí la mayoría dice.

Pero no hay nada de esto, y si habéis oído a alguien decir que yo intento educar a los hombres y que cobro dinero31, tampoco esto es verdad. Pues también a mí me parece que es hermoso que alguien sea capaz de educar a los hombres como Gorgias de Leontinos, Pródico de Ceos e Hipias de Élide32. Cada uno de éstos, atenienses, yendo de una ciudad a otra, persuaden a los jóvenes -a quienes les es posible recibir lecciones, gratuitamente del que quieran de sus conciudadanos- a que abandonen las lecciones de éstos y reciban las suyas pagándoles dinero y debiéndoles agradecimiento. Por otra parte, está aquí otro sabio, natural de Paros, que me he enterado de que se halla en nuestra ciudad. Me encontré casualmente al hombre que ha pagado a los sofistas más dinero que todos los otros juntos, Calias33, el hijo de Hipónico. A éste le pregunté -pues tiene dos hijos-: «Callas, le dije, si tus dos hijos

29 La llama acusación, comparándola con la acusación legal. Tampoco el contenido de esta última puede ser referido a la verdadera personalidad de Sócrates, según él mismo ha indicado en sus primeras palabras ante los jueces.30 Sócrates resume los conceptos vertidos sobre él durante muchos años y les da la forma de una acusación. Se trata de burdas ideas, que calan bien entre los ignorantes, en las que se mezclan conceptos atribuibles a los filósofos de la naturaleza con los propios de los sofistas, en todo caso poco piadosos. Con estas ideas aparece Sócrates representado en las Nubes de Aristófanes.31 Esta afirmación es también importante para distinguir a Sócrates de los sofistas. No profesa la enseñanza ni cobra por dejarse oír, lo que sí hacen aquéllos.32 En la Apología procura Platón ser muy escrupuloso en cuanto a las referencias de personas que, con certeza, aún vivían en la fecha del proceso. Al citar aquí a tres famosos sofistas, omite el nombre del creador y gran impulsor de la sofística: Protágoras de Abdera, que había muerto en 415. - Gorgias de Leontinos era el representante del Occidente griego en la sofística. Es, sin duda, el sofista más calificado después de Protágoras. Alcanzó una gran longevidad, pues debía de ser unos quince años mayor que Sócrates y murió algunos años después que él. Es un personaje muy interesante en otros muchos aspectos del pensamiento, pero sobre todo lo es por la manifiesta influencia de su estilo desde finales del siglo V. Esta influencia fue decisiva en la retórica y en la prosa artística. Su más caracterizado discípulo fue Ióócrates. - Pródico era jonio, de Yúlide de Ceos. Distinguido discípulo de Protágoras. Era hombre de poca salud y escasa voz, según lo presenta Platón en el Protágoras. Practicó sobre todo las distinciones léxicas, especialmente la sinonimia. Poco más joven que Sócrates, vivía aún, como los tres citados, a la muerte de éste. - Hipias de Élide es el más joven de los tres citados. Aunque no es comparable en méritos con Protágoras y Gorgias, es una personalidad muy interesante. Platón ha escrito dos diálogos en que Hipi as es interlocutor de Sócrates. Es discutida la autenticidad del Hipias Mayor.

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fueran potros o becerros, tendríamos que tomar un cuidador de ellos y pagarle; éste debería hacerlos aptos y buenos en la condición natural que les es propia, y sería un conocedor de los caballos o un agricultor. Pero, puesto que son hombres, ¿qué cuidador tienes la intención de tomar? ¿Quién es conocedor de esta clase de perfección, de la humana y política? Pues pienso que tú lo tienes averiguado por tener dos hijos». «¿Hay alguno o no?», dije yo. «Claro que sí», dijo él. «¿Quién, de dónde es, por cuánto enseña?», dije yo. «Oh Sócrates -dijo él-; Eveno34, de Paros, por cinco minas». Y yo consideré feliz a Eveno, si verdaderamente posee ese arte y enseña tan convenientemente. En cuanto a mí, presumiría y me jactaría, si supiera estas cosas, pero no las sé, atenienses.

Quizá alguno de vosotros objetaría: «Pero, Sócrates, ¿cuál es tu situación, de dónde han nacido esas tergiversaciones? Pues, sin duda, no ocupándote tú en cosa más notable que los demás, no hubiera surgido seguidamente tal fama35 y renombre, a no ser que hicieras algo distinto de lo que hace la mayoría. Dinos, pues, qué es ello, a fin de que nosotros no juzguemos a la ligera.» Pienso que el que hable así dice palabras justas y yo voy a intentar dar a conocer qué es, realmente, lo que me ha hecho este renombre y esta fama. Oíd, pues. Tal vez va a parecer a alguno de vosotros que bromeo. Sin embargo, sabed bien que os voy a decir toda la verdad. En efecto, atenienses, yo no he adquirido este renombre por otra razón que por cierta sabiduría. ¿Qué sabiduría es esa? La que, tal vez, es sabiduría propia del hombre; pues en realidad es probable que yo sea sabio respecto a ésta. Éstos, de los que hablaba hace un momento, quizá sean sabios respecto a una sabiduría mayor que la propia de un hombre o no sé cómo calificarla. Hablo

así, porque yo no conozco esa sabiduría, y el que lo afirme miente y habla en favor de mi falsa reputación. Atenienses, no protestéis ni aunque parezca que digo algo presuntuoso; las palabras que voy a decir no son mías, sino que voy a remitir al que las dijo, digno de crédito para vosotros. De mi sabiduría, si hay alguna y cuál es, os voy a presentar como testigo al dios que está en Delfos. En efecto, conocíais sin duda a Querefonte36. Éste era amigo mío desde la juventud y adepto al partido democrático, fue al destierro y regresó con vosotros. Y ya sabéis cómo era Querefonte, qué vehemente para lo que emprendía. Pues bien, una vez fue a Delfos37 y tuvo la audacia de preguntar al oráculo esto -pero como he dicho, no protestéis, atenienses-, preguntó si había alguien más sabio que yo. La Pitia le respondió que nadie era más sabio. Acerca de esto os dará testimonio aquí este hermano suyo, puesto que él ha muerto.

Pensad por qué digo estas cosas; voy a mostraros de dónde ha salido esta falsa opinión sobre mí. Así pues, tras oír yo estas palabras reflexionaba así: «¿Qué dice realmente el dios y qué indica en enigma? Yo tengo conciencia de que no soy sabio, ni poco ni mucho. ¿Qué es lo que realmente dice al afirmar que yo soy muy sabio? Sin duda, no miente; no le es lícito.» Y durante mucho tiempo estuve yo confuso sobre lo que en verdad quería decir. Más tarde, a regañadientes me incliné a una investigación del oráculo del modo siguiente. Me dirigí a uno de los que parecían ser sabios, en la idea de que, si en alguna parte era posible, allí refutaría el vaticinio y demostraría al oráculo: «Éste es más sabio que yo y tú decías que lo era yo.» Ahora bien, al examinar a éste -pues no necesito citarlo con su nombre, era un político aquel

33 Rico ateniense, veinte anos más joven que Sócrates, cuya liberalidad para con los sofistas muestra Platón en el Protágoras.34 Eveno de Paros era poeta y sofista. Citado también por Platón en el Fedón y en el Fedro.35 Fama, en el sentido de una opinión generalizada que no responde a la realidad.36 Querefonte, cuya relación con Sócrates queda descrita, admiraba a éste profundamente. Aristófanes, en las Nubes, hace figurar el nombre de ambos al frente del Pensatorio.37 El famoso santuario de Apolo, de prestigio panhelénico y, también, entre los no griegos. La pitonisa, Pythía, que tenía un papel secundario en la jerarquía délfica, pronunciaba en trance frases inconexas que eran interpretadas por los sacerdotes.

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con el que estuve indagando y dialogando- experimenté lo siguiente, atenienses: me pareció que otras muchas personas creían que ese hombre era sabio y, especialmente, lo creía él mismo, pero que no lo era. A continuación intentaba yo demostrarle que él creía ser sabio, pero que no lo era. A consecuencia de ello, me gané la enemistad de él y de muchos de los presentes. Al retirarme de allí razonaba a solas que yo era más sabio que aquel hombre. Es probable que ni uno ni otro sepamos nada que tenga valor, pero este hombre cree saber algo y no lo sabe, en cambio yo, así como, en efecto, no sé, tampoco creo saber. Parece, pues, que al menos soy más sabio que él en esta misma pequeñez, en que lo que no sé tampoco creo saberlo. A continuación me encaminé hacia otro de los que parecían ser más sabios que aquél y saqué la misma impresión, y también allí me gané la enemistad de él y de muchos de los presentes.

Después de esto, iba ya uno tras otro, sintiéndome disgustado y temiendo que me ganaba enemistades, pero, sin embargo, me parecía necesario dar la mayor importancia al dios. Debía yo, en efecto, encaminarme, indagando qué quería decir el oráculo, hacia todos los que parecieran saber algo. Y, por el perro, atenienses -pues es preciso decir la verdad ante vosotros-, que tuve la siguiente impresión. Me pareció que los de mayor reputación estaban casi carentes de lo más importante para el que investiga según el dios; en cambio, otros que parecían inferiores estaban mejor dotados para el buen juicio. Sin duda, es necesario que os haga ver mi camino errante, como condenado a ciertos trabajos38, a fin de que el oráculo fuera irrefutable para mí. En efecto, tras los políticos me encaminé hacia los poetas, los de tragedias, los de ditirambos y los demás, en la idea de que allí me encontraría manifiestamente más ignorante que aquéllos. Así pues, tomando los poemas suyos que me parecían mejor realizados, les iba preguntando qué querían decir, para, al mismo tiempo, aprender yo también algo de ellos. Pues bien, me resisto por vergüenza a deciros la verdad, atenienses. Sin embargo, hay que

decirla. Por así decir, casi todos los presentes podían hablar mejor que ellos sobre los poemas que ellos habían compuesto. Así pues, también respecto a los poetas me di cuenta, en poco tiempo, de que no hacían por sabiduría lo que hacían, sino por ciertas dotes naturales y en estado de inspiración como los adivinos y los que recitan los oráculos. En efecto, también éstos dicen muchas cosas hermosas, pero no saben nada de lo que dicen. Una inspiración semejante me pareció a mí que experimentaban también los poetas, y al mismo tiempo me di cuenta de que ellos, a causa de la poesía, creían también ser sabios respecto a las demás cosas sobre las que no lo eran. Así pues, me alejé también de allí creyendo que les superaba en lo mismo que a los políticos.

En último lugar, me encaminé hacia los artesanos. Era consciente de que yo, por así decirlo, no sabía nada, en cambio estaba seguro de que encontraría a éstos con muchos y bellos conocimientos. Y en esto no me equivoqué, pues sabían cosas que yo no sabía y, en ello, eran más sabios que yo. Pero, atenienses, me pareció a mí que también los buenos artesanos incurrían en el mismo error que los poetas: por el hecho de que realizaban adecuadamente su arte, cada uno de ellos estimaba que era muy sabio también respecto a las demás cosas, incluso las más importantes, y ese error velaba su sabiduría. De modo que me preguntaba yo mismo, en nombre del oráculo, si preferiría estar así, como estoy, no siendo sabio en la sabiduría de aquellos ni ignorante en su ignorancia o tener estas dos cosas que ellos tienen. Así pues, me contesté a mí mismo y al oráculo que era ventajoso para mí estar como estoy.

A causa de esta investigación, atenienses, me he creado muchas enemistades, muy duras y pesadas, de tal modo que de ellas han surgido muchas tergiversaciones y el renombre éste de que soy sabio. En efecto, en

38 Pone su esfuerzo en comparación con los «Doce trabajos de Heracles».

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cada ocasión los presentes creen que yo soy sabio respecto a aquello que refuto39 a otro. Es probable, atenienses, que el dios sea en realidad sabio y que, en este oráculo, diga que la sabiduría humana es digna de poco o de nada. Y parece que éste habla de Sócrates40 -se sirve de mi nombre poniéndome como ejemplo, como si dijera: «Es el más sabio, el que, de entre vosotros, hombres, conoce, como Sócrates, que en verdad es digno de nada respecto a la sabiduría.» Así pues, incluso ahora, voy de un lado. a otro investigando y averiguando en el sentido del dios, si creo que alguno de los ciudadanos o de los forasteros es sabio. Y cuando me parece que no lo es, prestando mi auxilio al dios, le demuestro que no es sabio. Por esa ocupación no he tenido tiempo de realizar ningún asunto de la ciudad digno de citar ni tampoco mío particular, sino que me encuentro en gran pobreza a causa del servicio del dios.

Se añade, a esto, que los jóvenes. que me acompañan espontáneamente -los que disponen de más tiempo, los hijos de los más ricos- se divierten oyéndome examinar a los hombres y, con frecuencia, me imitan e intentan examinar a otros, y, naturalmente, encuentran, creo yo, gran cantidad de hombres que creen saber algo pero que saben poco o nada. En consecuencia, los examinados por ellos se irritan conmigo, y no consigo mismos, y dicen que un tal Sócrates es malvado y corrompe a los jóvenes. Cuando alguien les pregunta qué hace y qué enseña, no pueden decir nada, lo ignoran; pero, para no dar la impresión de que están confusos, dicen lo que es usual contra todos los que filosofan, es decir: «las cosas del cielo y lo que está bajo la tierra», «no creer en los dioses» y «hacer más fuerte el argumento más débil».

Pues creo que no desearían decir la verdad, a saber, que resulta evidente que están simulando saber sin saber nada. Y como son, pienso yo, susceptibles y vehementes y numerosos, y como, además, hablan de mí apasionada y persuasivamente, os han llenado los oídos calumniándome violentamente desde hace mucho tiempo. Como consecuencia de esto me han acusado Meleto, Ánito y Licón; Meleto, irritado en nombre de los poetas; Anito, en el de los demiurgos y de los politicos, y Licón, en el de los oradores. De manera que, como decía yo al principio, me causaría extrañeza que yo fuera capaz de arrancar de vosotros, en tan escaso tiempo, esta falsa imagen que ha tomado tanto cuerpo. Ahí tenéis, atenienses, la verdad y os estoy hablando sin ocultar nada, ni grande ni pequeño, y sin tomar precauciones en lo que digo. Sin embargo, sé casi con certeza que con estas palabras me consigo enemistades, lo cual es también una prueba de que digo la verdad, y que es ésta la mala fama mía y que éstas son sus causas. Si investigáis esto ahora o en otra ocasión, confirmaréis que es así.

Acerca de las Acusaciones que me hicieron los primeros acusadores41

sea ésta suficiente defensa ante vosotros. Contra Meleto, el honrado y el amante de la ciudad, según él dice, y contra los acusadores recientes voy a intentar defenderme a continuación. Tomemos, pues, a su vez, la acusación jurada de éstos, dado que son otros acusadores. Es así: «Sócrates delinque corrompiendo a los jóvenes y no creyendo en los dioses en los que la ciudad cree, sino en otras divinidades nuevas.» Tal es la acusación. Examinémosla punto por punto.

Dice, en efecto, que yo delinco corrompiendo a los jóvenes. Yo, por mi parte, afirmo que -Meleto delinque porque bromea en asunto serio, sometiendo

39 Sócrates desea aclarar la diferencia entre conocer la verdad y conocer lo que no es verdad.40 Se conserva en la traducción el anacoluto del texto griego.41 Termina aquí Sócrates la parte dedicada a explicar las causas de la falsa opinión que la gente tiene de él. A todos los que la han creado, bien dando origen a ella, bien difundiéndola intencionada o inintencionadamente, los llama «primeros acusadores», para distinguirlos de los que realmente presentaron la acusación, cuyo texto se cita a continuación.

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a juicio con ligereza a las personas y simulando esforzarse e inquietarse por cosas que jamás le han preocupado. Voy a intentar mostraros que esto es así.

-Ven aquí42, Meleto, y dime: ¿No es cierto que consideras de la mayor importancia que los jóvenes sean lo mejor posible?

-Yo sí.

-Ea, di entonces a éstos quién los hace mejores. Pues es evidente que lo sabes, puesto que te preocupa. En efecto, has descubierto al que los corrompe, a mí, según dices, y me traes ante estos jueces y me acusas.

-Vamos, di y revela quién es el que los hace mejores. ¿Estás viendo, Meleto, que callas y no puedes decirlo? Sin embargo, ¿no te parece que esto es vergonzoso y testimonio suficiente de lo que yo digo, de que este asunto no ha sido en nada objeto de tu preocupación? Pero dilo, amigo, ¿quién los hace mejores?

-Las leyes.

-Pero no te pregunto eso, excelente Meleto, sino qué hombre, el cual ante todo debe conocer esto mismo, las leyes.

-Éstos, Sócrates, los jueces43.

-¿Qué dices, Meleto, éstos son capaces de educar a los jóvenes y de hacerlos mejores?

-Sí, especialmente.

-¿Todos, o unos sí y otros no?

-Todos.

-Hablas bien, por Hera, y presentas una gran abundancia de bienhechores. ¿Qué, pues? ¿Los que nos escuchan los hacen también mejores, o no?

-También éstos.

-¿Y los miembros del Consejo?

-También los miembros del Consejo.

-Pero, entonces, Meleto, ¿acaso los que asisten a la Asamblea, los asambleístas corrompen a los jóvenes? ¿O también aquéllos, en su totalidad, los hacen mejores?

-También aquéllos.

-Luego, según parece, todos los atenienses los hacen buenos y honrados excepto yo, y sólo yo los corrompo. ¿Es eso lo que dices?

-Muy firmemente digo eso.

-Me atribuyes, sin duda, un gran desacierto. Contéstame. ¿Te parece a ti que es también así respecto a los caballos? ¿Son todos los hombres los que los

42 El acusado podía interrogar al acusador y presentar testigos. Durante la intervención de éstos no contaba el tiempo asignado al acusado para su defensa.43 Los jueces lo eran por sorteo entre los ciudadanos. Lo mismo sucedía con los miembros del Consejo. Los asistentes a la Asamblea eran todos los ciudadanos en plenitud de sus derechos.

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hacen mejores y uno sólo el que los resabia? ¿O, todo lo contrario, alguien sólo o muy pocos, los cuidadores de caballos, son capaces de hacerlos mejores, y la mayoría, si tratan con los caballos y los utilizan, los echan a perder? ¿No es así, Meleto, con respecto a los caballos y a todos los otros animales? Sin ninguna duda, digáis que sí o digáis que no tú y Ánito. Sería, en efecto, una gran suerte para los jóvenes si uno solo los corrompe y los demás les ayudan. Pues bien, Meleto, has mostrado suficientemente que jamás te has interesado por los jóvenes y has descubierto de modo claro tu despreocupación, esto es, que no te has cuidado de nada de esto por lo que tú me traes aquí.

Dinos aún, Meleto, por Zeus, si es mejor vivir entre ciudadanos honrados o malvados. Contesta, amigo. No te pregunto nada difícil. ¿No es cierto que los malvados hacen daño a los que están siempre a su lado, y que los buenos hacen bien?

-Sin duda.

-¿Hay alguien que prefiera recibir daño de los que están con él a recibir ayuda? Contesta, amigo. Pues la ley ordena responder. ¿Hay alguien que quiera recibir daño?

-No, sin duda.

-Ea, pues. ¿Me traes aquí en la idea de que corrompo a los jóvenes y los hago peores voluntaria o involuntariamente?

-Voluntariamente, sin duda.

-¿Qué sucede entonces, Meleto? ¿Eres tú hasta tal punto más sabio que yo, siendo yo de esta edad y tú tan joven, que tú conoces que los malos hacen

siempre algún mal a los más próximos a ellos, y los buenos bien; en cambio yo, por lo visto, he llegado a tal grado de ignorancia, que desconozco, incluso, que si llego a hacer malvado a alguien de los que están a mi lado corro peligro de recibir daño de él y este mal tan grande lo hago voluntariamente, según tú dices? Esto no te lo creo yo, Meleto, y pienso que ningún otro hombre. En efecto, o no los corrompo, o si los corrompo, lo hago involuntariamente, de manera que tú en uno u otro caso mientes. Y si los corrompo involuntariamente, por esta clase de faltas la ley no ordena hacer comparecer a uno aquí, sino tomarle privadamente y enseñarle y reprenderle. Pues es evidente que, si aprendo, cesaré de hacer lo que hago involuntariamente. Tú has evitado y no has querido tratar conmigo ni enseñarme; en cambio, me traes aquí, donde es ley traer a los que necesitan castigo y no enseñanza.

Pues bien, atenienses, ya es evidente lo que yo decía, que Meleto no se ha preocupado jamás por estas cosas, ni poco ni mucho. Veamos, sin embargo; dinos cómo dices que yo corrompo a los jóvenes. ¿No es evidente que, según la acusación que presentaste, enseñándoles a creer no en los dioses en los que cree la ciudad, sino en otros espíritus nuevos? ¿No dices que los corrompo enseñándoles esto?

-En efecto, eso digo muy firmemente.

-Por esos mismos dioses, Meleto, de los que tratamos, háblanos aún más claramente a mí y a estos hombres. En efecto, yo no puedo llegar a saber si dices que yo enseño a creer que existen algunos dioses -y entonces yo mismo creo que hay dioses y no soy enteramente ateo ni delinco en eso-, pero no los que la ciudad cree, sino otros, y es esto lo que me inculpas, que otros, o bien afirmas que yo mismo no creo en absoluto en los dioses y enseño esto a los demás.

-Digo eso, que no crees en los dioses en absoluto.

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-Oh sorprendente Meleto, ¿para qué dices esas cosas? ¿Luego tampoco creo, como los demás hombres, que el sol y la luna son dioses?

-No, por Zeus, jueces, puesto que afirma que el sol es una piedra y la luna, tierra.

-¿Crees que estás acusando a Anaxágoras44, querido Meleto? ¿Y desprecias a éstos y consideras que son desconocedores de las letras hasta el punto de no saber que los libros de Anaxágoras de Clazómenas están llenos de estos temas? Y, además, ¿aprenden de mí los jóvenes lo que de vez en cuando pueden adquirir en la orquestra45, por un dracma como mucho, y reírse de Sócrates si pretende que son suyas estas ideas, especialmente al ser tan extrañas? Pero, oh Meleto, ¿te parece a ti que soy así, que no creo que exista ningún dios?

-Ciertamente que no, por Zeus, de ningún modo. -No eres digno de crédito, Meleto, incluso, según creo, para ti mismo. Me parece que este hombre, atenienses, es descarado e intemperante y que, sin más, ha presentado esta acusación con cierta insolencia, intemperancia y temeridad juvenil. Parece que trama una especie de enigma para tantear. «¿Se dará cuenta ese sabio de Sócrates de que estoy bromeando y contradiciéndome, o le engañaré a él y a los demás oyentes?» Y digo esto porque es claro que éste se contradice en la acusación; es como si dijera: «Sócrates delinque no creyendo en los dioses, pero creyendo en los dioses». Esto es propio de una persona que juega.

Examinad, pues, atenienses por qué me parece que dice eso. Tú, Meleto, contéstame. Vosotros, como os rogué al empezar, tened presente no protestar si construyo las frases en mi modo habitual.

-¿Hay alguien, Meleto, que crea que existen cosas humanas, y que no crea que existen hombres? Que conteste, jueces, y que no proteste una y otra vez. ¿Hay alguien que no crea que existen caballos y que crea que existen cosas propias de caballos? ¿O que no existen flautistas, y sí cosas relativas al toque de la flauta? No existe esa persona, querido Meleto; si tú no quieres responder, te lo digo yo a ti y a estos otros. Pero, responde, al menos, a lo que sigue.

-¿Hay quien crea que hay cosas propias de divinidades, y que no crea que hay divinidades?

-No hay nadie.

-¡Qué servicio me haces al contestar, aunque sea a regañadientes, obligado por éstos! Así pues, afirmas que yo creo y enseño cosas relativas a divinidades, sean nuevas o antiguas; por tanto, según tu afirmación, y además lo juraste eso en tu escrito de acusación, creo en lo relativo a divinidades. Si creo en cosas relativas a divinidades, es sin duda de gran necesidad que yo crea que hay divinidades. ¿No es así? Sí lo es. Supongo que estás de acuerdo, puesto que no contestas. ¿No creemos que las divinidades son dioses o hijos de dioses? ¿Lo afirmas o lo niegas?

-Lo afirmo.

44 La fama de Anaxágoras debía de ser grande, puesto que, por estas fechas, hacía ya 29 años que había muerto en Lámpsaco. Había vivido muchos años en Atenas en el círculo de Pericles. Aunque Sócrates, en sus comienzos, se había interesado por el pensamiento de Anaxágoras, cuyas ideas le eran perfectamente conocidas, aprovecha esta ocasión para precisar que su pensamiento no tiene relación con el de los filósofos de la naturaleza.45 Probablemente un lugar en el ágora en el que se ejercía el comercio de libros. No se trata de la orquestra del teatro.

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-Luego si creo en las divinidades, según tú afirmas, y si las divinidades son en algún modo dioses, esto seria lo que yo digo que presentas como enigma y en lo que bromeas, al afirmar que yo no creo en los dioses y que, por otra parte, creo en los dioses, puesto que creo en las divinidades. Si, a su vez, las divinidades son hijos de los dioses, bastardos nacidos de ninfas o de otras mujeres, según se suele decir, ¿qué hombre creería que hay hijos de dioses y que no hay dioses? Sería, en efecto, tan absurdo como si alguien creyera que hay hijos de caballos y burros, los mulos, pero no creyera que hay caballos y burros. No es posible, Meleto, que hayas presentado esta acusación sin el propósito de ponernos a prueba, o bien por carecer de una imputación real de la que acusarme. No hay ninguna posibilidad de que tú persuadas a alguien, aunque sea de poca inteligencia, de que una misma persona crea que hay cosas relativas a las divinidades y a los dioses y, por otra parte, que esa persona no crea en divinidades, dioses ni héroes.

Pues bien, atenienses, me parece que no requiere mucha defensa demostrar que yo no soy culpable respecto a la acusación de Meleto, y que ya es suficiente lo que ha dicho46.

Lo que yo decía antes, a saber, que se ha producido gran enemistad hacia mí por parte de muchos, sabed bien que es verdad. Y es esto lo que me va a condenar, si me condena, no Meleto ni ánito sino la calumnia y la envidia de muchos. Es lo que ya ha condenado a otros muchos hombres buenos y los seguirá condenando. No hay que esperar que se detenga en mí.

Quizá alguien diga: «¿No te da vergüenza, Sócrates, haberte dedicado a una ocupación tal por la que ahora corres peligro de morir?» A éste yo, a mi vez, le diría unas palabras justas: «No tienes razón, amigo, si crees que un hombre que sea de algún provecho ha de tener en cuenta el riesgo de vivir o morir, sino el examinar solamente, al obrar, si hace cosas justas o injustas y actos propios de un hombre bueno o de un hombre malo. De poco valor serían; según tu idea, cuantos semidioses murieron en Troya y, especialmente, el hijo de Tetis47, el cual, ante la idea de aceptar algo deshonroso, despreció el peligro hasta el punto de que, cuando, ansioso de matar a Héctor, su madre, que era diosa, le dijo, según creo, algo así como: «Hijo, si vengas la muerte de tu compañero Patroclo y matas a Héctor; tú mismo morirás, pues el destino está dispuesto para ti inmediatamente después de Héctor»; él, tras oírlo, desdeñó la muerte y el peligro, temiendo mucho más vivir siendo cobarde sin vengar a los amigos, y dijo «Que muera yo en seguida después de haber hecho justicia al culpable, a fin de que no quede yo aquí -junto a las cóncavas naves, siendo objeto de risa, inútil peso de la tierra.» ¿Crees que pensó en la muerte y en el peligro?

Pues la verdad es lo que voy a decir, atenienses. En el puesto en el que uno se coloca porque considera que es el mejor, o en el que es colocado por un superior, allí debe, según creo, permanecer y arriesgarse sin tener en cuenta ni la muerte ni cosa alguna,- más que la deshonra. En efecto, atenienses, obraría yo indignamente, si, al asignarme un puesto los jefes que vosotros elegisteis para mandarme en Potidea48, en Anfípolis y en Delion, decidí permanecer como otro cualquiera allí donde ellos me colocaron y corrí, entonces, el riesgo

46 Con estas palabras, da por terminada Sócrates su defensa frente a la acusación real presentada contra él. El resto del tiempo concedido para la defensa lo va a dedicar a justificar su forma de vida y a demostrar que es beneficiosa para la ciudad Y digna de ser seguida por todos los hombres.47 Aquiles, que conociendo que debía morir inmediatamente después de Héctor, obró como se indica a continuación. Las palabras de Tetis y de Aquiles, citadas en la Apología responden resumida y aproximadamente a Ilíada XVIII 96-104. Los héroes homéricos tenían valor de ejemplaridad entre los griegos.48 Potidea, Anfípolis y Delion son batallas en las que luchó Sócrates como hoplita y que tuvieron lugar, respectivamente, en 429, 422 y 424. Aunque para su presencia en Potidea y Delio hay otros testimonios, la referencia a Anfípolis se encuentra sólo aquí. Sócrates tenía a gala no haber abandonado Atenas más que en servicio de la patria.

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de morir, y en cambio ahora, al ordenarme el dios, según he creído y aceptado, que debo vivir filosofando y examinándome a mí mismo y a los demás, abandonara mi puesto por temor a la muerte o a cualquier otra cosa. Sería indigno y realmente alguien podría con justicia traerme ante el tribunal diciendo que no creo que hay dioses, por desobedecer al oráculo, temer la muerte y creerme sabio sin serlo. En efecto, atenienses, temer la muerte no es otra cosa que creer ser sabio sin serlo, pues es creer que uno sabe lo que no sabe. Pues nadie conoce la muerte, ni siquiera si es, precisamente, el mayor de todos los bienes para el hombre, pero la temen como si supieran con certeza que es el mayor de los males. Sin embargo, ¿cómo no va a ser la más reprochable ignorancia la de creer saber lo que no se sabe? Yo, atenienses, también quizá me diferencio en esto de la mayor parte de los hombres, y, por consiguiente, si dijera que soy más sabio que alguien en algo, sería en esto, en que no sabiendo suficientemente sobre las cosas del Hades49, también reconozco no saberlo. Pero sí sé que es malo y vergonzoso cometer injusticia y desobedecer al que es mejor, sea dios u hombre. En comparación con los males que sé que son males, jamás temeré ni evitaré lo que no sé si es incluso un bien. De manera que si ahora vosotros me dejarais libre no haciendo caso a Anito, el cual dice que o bien era absolutamente necesario que yo no hubiera comparecido aquí o que, puesto que he comparecido, no es posible no condenarme a muerte, explicándoos que, si fuera absuelto, vuestros hijos, poniendo inmediatamente en práctica las cosas que Sócrates enseña, se. corromperían todos totalmente, y si, además, me dijerais: «Ahora, Sócrates, no vamos a hacer caso a Ánito, sino que te dejamos libre, a condición, sin embargo, de que no gastes ya más tiempo en esta búsqueda y de que no filosofes, y si eres sorprendido haciendo aún esto, morirás»; si, en efecto, como dije, me dejarais libre con esta condición, yo os diría: «Yo, atenienses, os aprecio y os quiero, pero voy' a obedecer al dios más que a vosotros y, mientras aliente y sea capaz, es seguro que no dejaré de filosofar, de exhortaros y de hacer manifestaciones al que de vosotros vaya encontrando,

diciéndole lo que acostumbro: Mi buen amigo, siendo ateniense, de la ciudad más grande y más prestigiada en sabiduría y poder, ¿no te avergüenzas de preocuparte de cómo tendrás las mayores riquezas y la mayor fama y los mayores honores, y, en cambio no te preocupas ni interesas por la inteligencia, la verdad y por cómo tu alma va a ser lo mejor posible?'.» Y si alguno de vosotros discute y dice que se preocupa, no pienso dejarlo al momento y marcharme, sino que le voy a interrogar, a examinar y a refutar, y, si me parece que no ha adquirido la virtud y dice que sí, le reprocharé que tiene en menos lo digno de más y tiene en mucho lo que vale poco. Haré esto con el que me encuentre, joven o viejo, forastero o ciudadano, y más con los ciudadanos por cuanto más próximos estáis a mí por origen. Pues, esto lo manda el dios, sabedlo bien, y yo creo que todavía no os ha surgido mayor bien en la ciudad que mi servicio al dios. En efecto, voy por todas partes sin hacer otra cosa que intentar persuadiros, a jóvenes y viejos, a no ocuparos ni de los cuerpos ni de los bienes antes que del alma ni, con tanto afán, a fin de que ésta sea lo mejor posible, diciéndoos: «No sale de las riquezas la virtud para los hombres, sino de la virtud, las riquezas y todos los otros bienes, tanto los privados como los públicos. Si corrompo a los jóvenes al decir tales palabras, éstas serían dañinas. Pero si alguien afirma que yo digo otras cosas, no dice verdad. A esto yo añadiría «Atenienses, haced caso o no a Anito, dejadme o no en libertad, en la idea de que no voy a hacer otra cosa, aunque hubiera de morir muchas veces.»

No protestéis, atenienses, sino manteneos en aquello que os supliqué, que no protestéis por lo que digo, sino que escuchéis. Pues, incluso, vais a sacar provecho escuchando, según creo. Ciertamente, os voy a decir algunas otras cosas por las que quizá gritaréis. Pero no hagáis eso de ningún modo. Sabed bien que si me condenáis a muerte, siendo yo cual digo que soy, no me dañaréis a mí más que a vosotros mismos. En efecto, a mí no me causarían ningún daño ni Meleto ni Ánito; cierto que tampoco podrían, porque no creo

49 Aquí, a diferencia de 40e, donde tiene el sentido de morada de los muertos, expresa lo que sigue a la muerte.

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que naturalmente esté permitido que un hombre bueno reciba daño de otro malo. Ciertamente, podría quizá matarlo o desterrarlo o quitarle los derechos ciudadanos. Éste y algún otro creen, quizá, que estas cosas son grandes males; en cambio yo no lo creo así, pero sí creo que es un mal mucho mayor hacer lo que éste hace ahora: intentar condenar a muerte a un hombre injustamente.

Ahora, atenienses, no trato de hacer la defensa en mi favor, como alguien podría creer, sino en el vuestro, no sea que al condenarme cometáis un error respecto a la dádiva del dios para vosotros. En efecto, si me condenáis a muerte, no encontraréis fácilmente, aunque sea un tanto ridículo decirlo, a otro semejante colocado en la ciudad por el dios del mismo modo que, junto a un caballo grande y noble pero un poco lento por su tamaño, y que necesita ser aguijoneado por una especie de tábano, según creo, el dios me ha colocado junto a la ciudad para una función semejante, y como tal, despertándoos, persuadiéndoos y reprochándoos uno a uno, no cesaré durante todo el día de posarme en todas partes. No llegaréis a tener fácilmente otro semejante, atenienses, y si me hacéis caso, me dejaréis vivir. Pero, quizá, irritados, como los que son despertados cuando cabecean somnolientos, dando un manotazo me condenaréis a muerte a la ligera, haciendo caso a .finito. Después, pasaríais el resto de la vida durmiendo, a no ser que el dios, cuidándose de vosotros, os enviara otro. Comprenderéis, por lo que sigue, que yo soy precisamente el hombre adecuado para ser ofrecido por el dios a la ciudad. En efecto, no parece humano que yo tenga descuidados todos mis asuntos y que, durante tantos años, soporte que mis bienes familiares estén en abandono, y, en cambio, esté siempre ocupándome de lo vuestro, acercándome a cada uno privadamente, como un padre o un hermano mayor, intentando convencerle de que se preocupe por la virtud. Y si de esto obtuviera provecho o cobrara un salario al haceros estas recomendaciones, tendría alguna justificación. Pero la verdad es que, incluso vosotros mismos lo veis, aunque los acusadores han hecho otras acusaciones tan desvergonzadamente, no han sido capaces,

presentando un testigo, de llevar su desvergüenza a afirmar que yo alguna vez cobré o pedí a alguien una remuneración. Ciertamente yo presento, me parece, un testigo suficiente de que digo la verdad: mi pobreza.

Quizá pueda parecer extraño que yo privadamente, yendo de una a otra parte, dé estos consejos y me meta en muchas cosas, y no me atreva en público a subir a la tribuna del pueblo y dar consejos a la ciudad. La causa de esto es lo que vosotros me habéis oído decir muchas veces, en muchos lugares, a saber, que hay junto a mí algo divino y demónico50; esto también lo incluye en la acusación Meleto burlándose. Está conmigo desde niño, toma forma de voz y, cuando se manifiesta, siempre me disuade de lo que voy a hacer, jamás me incita. Es esto lo que se opone a que yo ejerza la política, y me parece que se opone muy acertadamente. En efecto, sabed bien, atenienses, que si yo hubiera intentado anteriormente realizar actos políticos, habría muerto hace tiempo y no os habría sido útil a vosotros ni a mí mismo. Y no os irritéis conmigo porque digo la verdad. En efecto, no hay hombre que pueda conservar la vida, si se opone noblemente a vosotros o a cualquier otro pueblo y si trata de impedir que sucedan en la ciudad muchas cosas injustas e ilegales; por el contrario, es necesario que el que, en realidad, lucha por la justicia, si pretende vivir un poco de tiempo, actúe privada y no públicamente.

Y, de esto, os voy a presentar pruebas importantes, no palabras, sino lo que vosotros estimáis, hechos. Oíd lo que me ha sucedido, para que sepáis que no cedería ante nada contra lo justo por temor a la muerte, y al no ceder, al punto estaría dispuesto a morir. Os voy a decir cosas vulgares y leguleyas, pero verdaderas. En efecto, atenienses, yo no ejercí ninguna otra magistratura en la ciudad, pero fui miembro del Consejo51. Casualmente ejercía la pritanía nuestra tribu, la Antióquide, cuando vosotros decidisteis, injustamente, como después todos reconocisteis, juzgar en un solo juicio a los diez generales que

50 Sócrates justifica por qué ha ejercido privadamente su labor en beneficio de Atenas y no lo ha hecho desde la actividad política. Introduce la presencia de un espíritu disuasor.

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no habían recogido a los náufragos del combate naval52. En aquella ocasión yo solo entre los prítanes me enfrenté a vosotros para que no se hiciera nada contra las leyes y voté en contra. Y estando dispuestos los oradores a enjuiciarme y detenerme, y animándoles vosotros a ello y dando gritos, creí que debía afrontar el riesgo con la ley y la justicia antes de, por temor a la cárcel o a la muerte, unirme a vosotros que estabais decidiendo cosas injustas. Y esto, cuando la ciudad aún tenía régimen democrático. Pero cuando vino la oligarquía, los Treinta53 me hicieron llamar al Tolo, junto con otros cuatro, y me ordenaron traer de Salamina a León el salaminio para darle muerte; pues ellos ordenaban muchas cosas de este tipo también -a otras personas, porque querían cargar de culpas al mayor número posible. Sin embargo, yo mostré también en esta ocasión, no con palabras, sino con hechos, que a mí la muerte, si no resulta un poco rudo decirlo, me importa un bledo, pero que, en cambio, me preocupa absolutamente no realizar nada injusto e impío. En efecto, aquel gobierno, aun siendo tan violento, no me atemorizó como para llevar a cabo un acto injusto, sino que, después de salir del Tolo, los otros cuatro fueron a Salamina y trajeron a León, y yo salí y me fui a casa. Y quizá habría perdido la vida por esto, si el régimen no hubiera sido derribado rápidamente. De esto, tendréis muchos testigos.

¿Acaso creéis que yo habría llegado a vivir tantos años, si me hubiera ocupado de los asuntos públicos y, al ocuparme de ellos como corresponde a un hombre honrado, hubiera prestado ayuda a las cosas justas y considerado esto lo más importante, como es debido? Está muy lejos de ser así. Ni tampoco

ningún otro hombre. En cuanto a mí, a lo largo de toda mi vida, si alguna vez he realizado alguna acción pública, me he mostrado de esta condición, y también privadamente, sin transigir en nada con nadie contra la justicia ni tampoco con ninguno de los que, creando falsa imagen de mí, dicen que son discípulos míos. Yo no he sido jamás maestro de nadie. Si cuando yo estaba hablando y me ocupaba de mis cosas, alguien, joven o viejo, deseaba escucharme, jamás se lo impedí a nadie. Tampoco dialogo cuando recibo dinero y dejo de dialogar si no lo recibo, antes bien me ofrezco, para que me pregunten, tanto al rico como al pobre, y lo mismo si alguien prefiere responder y escuchar mis preguntas. Si alguno de éstos es luego un hombre honrado o no lo es, no podría yo, en justicia, incurrir en culpa; a ninguno de ellos les ofrecí nunca enseñanza alguna ni les instruí. Y si alguien afirma que en alguna ocasión aprendió u oyó de mí en privado algo que no oyeran también todos los demás, sabed bien que no dice la verdad.

¿Por qué, realmente, gustan algunos de pasar largo tiempo a mi lado? Lo habéis oído ya, atenienses; os he dicho toda la verdad. Porque les gusta oírme examinar a los que creen ser sabios y no lo son. En verdad, es agradable. Como digo, realizar este trabajo me ha sido encomendado por el dios por medio de oráculos, de sueños y de todos los demás medios con los que alguna vez alguien, de condición divina, ordenó a un hombre hacer algo. Esto, atenienses, es verdad y fácil de comprobar. Ciertamente, si yo corrompo a unos jóvenes ahora y a otros los he corrompido ya, algunos de ellos, creo yo, al hacerse mayores, se darían cuenta de que, cuando eran jóvenes, yo les

51 El Consejo (llamado «Consejo de los Quinientos») estaba constituido por cincuenta miembros de cada una de las diez tribus. Se dividía el año en diez períodos, en cada uno de los cuales ejercía el gobierno y presidía el Consejo cada una de las tribus (tribu en pritanía). Los cincuenta miembros de la tribu en funciones se llamaban prítanes. En esta época, los cargos que ejercían los prítanes, algunos por un solo día, se asignaban por sorteo; también se había efectuado sorteo para nombrar a los cincuenta representantes de cada tribu.52 La batalla naval de las islas Arginusas en el año 406 terminó con la victoria de los generales atenienses sobre los espartanos. Una tormenta impidió recoger a los náufragos propios. A esta circunstancia se unieron intrigas políticas que determinaron la instrucción de un proceso y la condena a muerte de los generales victoriosos. Era ilegal juzgarlos en un solo juicio. Sócrates, con evidente peligro, fue el único de los prítanes que se opuso. (JEN., Hel. I 6.)53 «Los Treinta» es el nombre dado al duro gobierno de treinta oligarcas atenienses impuesto por Esparta poco después de la rendición de Atenas en 404. Se reunían en el Tolo.

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aconsejé en alguna ocasión algo malo, y sería necesario que subieran ahora a la tribuna, me acusaran y se vengaran. Si ellos no quieren, alguno de sus familiares, padres, hermanos u otros parientes; si sus familiares recibieron de mí algún daño, tendrían que recordarlo ahora y vengarse. Por todas partes están presentes aquí muchos de ellos a los que estoy viendo. En primer lugar, este Critón54, de mi misma edad y demo, padre de Critobulo, también presente; después, Lisanias de Esfeto, padre de Esquines, que está aquí; luego Antifón de Cefisia, padre de Epígenes; además, están presentes otros cuyos hermanos han estado en esta ocupación, Nicóstrato, el hijo de Teozótides y hermano de Teódoto -Teódoto ha muerto, así que no podría rogarle que no me acusara-; Paralio, hijo de Demódoco, cuyo hermano era Téages; Adimanto, hijo de Aristón, cuyo hermano es Platón, que está aquí; Ayantodoro, cuyo hermano, aquí presente, es Apolodoro. Puedo nombraros a otros muchos, a alguno de los cuales Meleto debía haber presentado especialmente como testigo en su discurso. Si se olvidó entonces, que lo presente ahora. -yo se lo permito- y que diga si dispone de alguno de éstos. Pero vais a encontrar todo lo contrario, atenienses, todos están dispuestos a ayudarme a mí, al que corrompe, al que hace mal a sus familiares, como dicen Meleto y Ánito. Los propios corrompidos tendrían quizá motivo para ayudarme, pero los no corrompidos, hombres ya mayores, los parientes de éstos no tienen otra razón para ayudarme que la recta y la justa, a saber, que tienen conciencia de que Meleto miente y de que yo digo la verdad.

Sea, pues, atenienses; poco más o menos, son éstas y, quizá, otras semejantes las cosas que podría alegar en mi defensa55. Quizá alguno de vosotros se irrite, acordándose de sí mismo, si él, sometido a un juicio de menor importancia que éste, rogó y suplicó a los jueces con muchas lágrimas, trayendo a sus hijos para producir la mayor compasión posible y, también, a muchos de sus familiares y amigos56, y, en cambio, yo no hago nada de eso, aunque corro el máximo peligro, según parece. Tal vez alguno, al pensar esto, se comporte más duramente conmigo e, irritado por estas mismas palabras, dé su voto con ira. Pues bien, si alguno de vosotros es así -ciertamente yo no lo creo, pero si, no obstante, es así-, me parece que le diría las palabras adecuadas, al decirle: «También yo, amigo, tengo parientes. Y, en efecto, me sucede lo mismo que dice Homero, tampoco yo he nacido de una encina ni de una roca, sino de hombres, de manera que también yo tengo parientes y por cierto, atenienses, tres hijos, uno ya adolescente y dos niños.» Sin embargo, no voy a hacer subir aquí a ninguno de ellos y suplicaros que me absolváis. ¿Por qué no voy a hacer nada de esto? No por arrogancia, atenienses, ni por desprecio a vosotros. Si yo estoy confiado con respecto a la muerte o no lo estoy, eso es otra cuestión. Pero en lo que toca a la reputación, la mía, la vuestra y la de toda la ciudad, no me parece bien, tanto por mi edad como por el renombre que tengo, sea verdadero o falso, que yo haga nada de esto, pero es opinión general que Sócrates se distingue de la mayoría de los hombres. Si aquellos de vosotros que parecen distinguirse por su sabiduría, valor u otra virtud cualquiera se comportaran de este modo, sería vergonzoso. A algunos que parecen tener algún valor los he visto muchas veces comportarse así

54 Las personas citadas eran amigos fieles de Sócrates. Critón está configurado en el diálogo que lleva su nombre. Esquines de Esfeto estuvo también presente en la muerte de Sócrates. Tras la muerte del maestro se trasladó a Sicilia, donde residió muchos años antes de regresar a Atenas. Epígenes, del demo de Cefisia, estuvo también presente en la muerte de Sócrates. Nicóstrato no nos es conocido por otras referencias. Téages, ateniense, hijo de Demódoco, está nombrado ya como fallecido en la fecha del proceso. Es interlocutor de Sócrates en el diálogo apócrifo de su nombre. Adimanto, el hermano mayor de Platón, es interlocutor de Sócrates e n la República. Apolodoro aparece también en el Banquete 172b, y en el Fedón 59a y 117d.55 Las últimas palabras de Sócrates antes de votar los jueces tienen una creciente tensión dramática. Así como Ánito había dicho que no se debí a haber procesado a Sócrates, o que, una vez procesado, era necesario condenarlo a muerte, así también Sócrates sabía que tenía que renunciar a toda su labor pasada adoptando una actitud suplicante o mantenerse firme, con el casi seguro riesgo de ser condenado a muerte.

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cuando son juzgados, haciendo cosas increíbles porque creían que iban a soportar algo terrible si eran condenados a muerte, como si ya fueran a ser inmortales si vosotros no los condenarais. Me parece que éstos llenan de vergüenza a la ciudad, de modo que un extranjero podría suponer que los atenienses destacados en mérito, a los que sus ciudadanos prefieren en la elección de magistraturas y otros honores, ésos en nada se distinguen de las mujeres. Ciertamente, atenienses, ni vosotros, los que destacáis en alguna cosa, debéis hacer esto, ni, si lo hacemos nosotros, debéis permitirlo, sino dejar bien claro que condenaréis al que introduce estas escenas miserables y pone en ridículo a la ciudad, mucho más que al que conserva la calma.

Aparte de la reputación, atenienses, tampoco me parece justo suplicar a los jueces y quedar absuelto por haber suplicado, sino que lo justo es informarlos y persuadirlos. Pues no está sentado el juez para conceder por favor lo justo, sino para juzgar; además, ha jurado no. hacer favor a los que le parezca, sino juzgar con arreglo a las leyes. Por tanto, es necesario que nosotros no os acostumbremos a jurar en falso y que vosotros no os acostumbréis, pues ni unos ni otros obraríamos piadosamente. Por consiguiente, no estiméis, atenienses, que yo debo hacer ante vosotros actos que considero que no son buenos, justos ni piadosos, especialmente, por Zeus, al estar acusado de impiedad por este Meleto. Pues, evidentemente, si os convenciera y os forzara con mis súplicas, a pesar de que habéis jurado, os estaría enseñando a no creer que hay dioses y simplemente, al intentar defenderme, me estaría acusando de que no creo en los dioses. Pero está muy lejos de ser así; porque creo, atenienses, como ninguno de mis acusadores; y

dejo a vosotros y al dios que juzguéis sobre mí del modo que vaya a ser mejor para mí y para vosotros.

Al hecho de que no me irrite, atenienses, ante lo sucedido, es decir, ante que me hayáis condenado, contribuyen muchas cosas y, especialmente, que lo sucedido no ha sido inesperado para mi, si bien me extraña mucho más el número de votos resultante de una y otra parte. En efecto, no creía que iba a ser por tan poco, sino por mucho. La realidad es que, según parece, si sólo treinta57 votos hubieran caído de la otra parte, habría sido absuelto. En todo caso, según me parece, incluso ahora he sido absuelto respecto a Meleto, y no sólo absuelto, sino que es evidente para todos que, si no hubieran comparecido Ánito y Licón para acusarme, quedaría él condenado incluso a pagar mil dracmas por no haber alcanzado la quinta parte de los votos.

Así pues, propone para mí este hombre la pena de muerte. Bien, ¿y yo qué os propondré a mi vez58, atenienses? ¿Hay alguna duda de que propondré lo que merezco? ¿Qué es eso entonces? ¿Qué merezco sufrir o pagar porque en mi vida no he tenido sosiego, y he abandonado las cosas de las que la mayoría se preocupa: los negocios, la hacienda familiar, los mandos militares, los discursos en la asamblea, cualquier magistratura, las alianzas y luchas de partidos que se producen en la ciudad, por considerar que en realidad soy demasiado honrado como para conservar la vida si me encaminaba a estas cosas? No iba donde no fuera de utilidad para vosotros o para mí, sino que me dirigía a hacer el mayor bien a cada uno en particular, según yo digo; iba allí, intentando convencer a cada uno de vosotros de que no se preocupara de ninguna de sus cosas antes de preocuparse de ser él mismo lo mejor y lo más

56 Se trata de prácticas que eran frecuentes en juicios en los que la sentencia podía ser la pena capital.57 Sócrates ha sido declarado culpable de la acusación. Para los datos numéricos, ver la Introducción. Si el acusador no conseguía la quinta parte de los votos de los jueces, debía pagar mil dracmas.58 Meleto ha propuesto la pena de muerte. El tribunal no puede más que elegir entre las des propuestas. En las circunstancias del momento, Sócrates tenía que admitir una culpabilidad o exponerse a que el tribunal tuviera que elegir la pena de muerte. La decisión, que Sócrates seguramente tenía prevista desde antes del juicio, fue la de no aceptar la culpabilidad.

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sensato posible, ni que tampoco se preocupara de los asuntos de la ciudad antes que de la ciudad misma y de las demás cosas según esta misma idea. Por consiguiente, ¿qué merezco que me pase por ser de este modo? Algo bueno, atenienses, si hay que proponer en verdad según el merecimiento. Y, además, un bien que sea adecuado para mí. Así, pues, ¿qué conviene a un hombre pobre, benefactor y que necesita tener ocio para exhortaras a vosotros? No hay cosa que le convenga más, atenienses, que el ser alimentado en el Pritaneo59

con más razón que si alguno de vosotros en las Olimpiadas ha alcanzado la victoria en las carreras de caballos, de brigas o de cuadrigas. Pues éste os hace parecer felices, y yo os hago felices, y éste en nada necesita el alimento, y yo sí lo necesito. Así, pues, si es preciso que yo proponga lo merecido con arreglo a lo justo, propongo esto: la manutención en el Pritaneo.

Quizá, al hablar así, os parezca que estoy hablando lleno de arrogancia, como cuando antes hablaba de lamentaciones y súplicas. No es así; atenienses, sino más bien, de este otro modo. Yo estoy persuadido de que no hago daño a ningún hombre voluntariamente, pero no consigo convenceros a vosotros de ello, porque hemos dialogado durante poco tiempo. Puesto que, si tuvierais una ley, como la tienen otros hombres, que ordenara no decidir sobre una pena de muerte en un solo día, sino en muchos, os convenceríais. Pero, ahora, en poco tiempo no es fácil liberarse de grandes calumnias. Persuadido, como estoy, de que no hago daño a nadie, me hallo muy lejos de hacerme daño a mí mismo, de decir contra mí que soy merecedor de algún daño y de proponer para mí algo semejante. ¿Por, qué temor iba a hacerlo? ¿Acaso por el de no sufrir lo que ha propuesto Meleto y que yo afirmo que no sé si es un bien o un mal? ¿Para evitar esto, debo elegir algo que sé con certeza que es un mal y proponerlo para mí? ¿Tal vez, la prisión? ¿Y por qué he de vivir yo en la cárcel siendo esclavo de los magistrados que, sucesivamente, ejerzan su cargo en ella, los Once? ¿Quizá, una multa y estar en prisión hasta que la pague? Pero esto sería lo mismo que lo anterior, pues no tengo dinero para pagar.

¿Entonces propondría el destierro? Quizá vosotros aceptaríais esto. ¿No tendría yo, ciertamente, mucho amor a la vida, si fuera tan insensato como para no poder reflexionar que vosotros, que sois conciudadanos míos, no habéis sido capaces de soportar mis conversaciones y razonamientos, sino que os han resultado lo bastante pesados y molestos como para que ahora intentéis libraros de ellos, y que acaso otros los soportarán fácilmente? Está muy lejos de ser así, atenienses. ¡Sería, en efecto, una hermosa vida para un hombre de mi edad salir de mi ciudad y vivir yendo expulsado de una ciudad a otra! Sé con certeza que, donde vaya, los jóvenes escucharán mis palabras, como aquí. Si los rechazo, ellos me expulsarán convenciendo a los mayores. Si no los rechazo, me expulsarán sus padres y familiares por causa de ellos.

Quizá diga alguno: «¿Pero no serás capaz de vivir alejado de nosotros en silencio y llevando una vida tranquila?» Persuadir de esto a algunos de vosotros es lo más difícil. En efecto, si digo que eso es desobedecer al dios y que, por ello, es imposible llevar una vida tranquila, no me creeréis pensando que hablo irónicamente. Si, por otra parte, digo que el mayor bien para un hombre es precisamente éste, tener conversaciones cada día acerca de la virtud y de los otros temas de los que vosotros me habéis oído dialogar cuando me examinaba a mí mismo y a otros, y si digo que una vida sin examen no tiene objeto vivirla para el hombre, me creeréis aún menos. Sin embargo, la verdad es así, como yo digo, atenienses, pero no es fácil convenceros. Además, no estoy acostumbrado a considerarme merecedor de ningún castigo. Ciertamente, si tuviera dinero, propondría la cantidad que estuviera en condiciones de pagar; el dinero no sería ningún daño. Pero la verdad es que no lo tengo, a no ser que quisierais aceptar lo que yo podría pagar. Quizá podría pagaros una mina de plata60. Propongo, por tanto, esa cantidad. Ahí Platón, atenienses, Critón, Critobulo y Apolodoro me piden que proponga treinta minas y que ellos salen fiadores. Así pues, propongo esa cantidad. Éstos serán para vosotros fiadores dignos de crédito.

59 En el Pritaneo, establecido en el Tolo, podían comer las personas a las que la ciudad juzgaba como sus benefactores. Este honor era muy estimado.

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Por no esperar un tiempo no largo, atenienses, vais a tener la fama y la culpa, por parte de los que quieren difamar a la ciudad, de haber matado61 a Sócrates, un sabio. Pues afirmarán que soy sabio, aunque no lo soy, los que quieren injuriaros. En efecto, si hubierais esperado un poco de tiempo, esto habría sucedido por sí mismo. Veis, sin duda, que mi edad está ya muy avanzada en el curso de la vida y próxima a la muerte. No digo estas palabras a todos vosotros, sino a los que me han condenado a muerte. Pero también les digo a ellos lo siguiente. Quizá creéis, atenienses, que yo he sido condenado por faltarme las palabras adecuadas para haberos convencido, si yo hubiera creído que era preciso hacer y decir todo, con tal de evitar la condena. Está muy lejos de ser así. Pues bien, he sido condenado por falta no ciertamente de palabras, sino de osadía y desvergüenza62, y por no querer deciros lo que os habría sido más agradable oír: lamentarme, llorar o hacer y decir otras muchas cosas- indignas de mí, como digo, y que vosotros tenéis costumbre de oír a otros. Pero ni antes creí que era necesario hacer nada innoble por causa del peligro, ni ahora me arrepiento de haberme defendido así, sino que prefiero con mucho morir habiéndome defendido de este modo, a vivir habiéndolo hecho de ese otro modo. En efecto, ni ante la justicia ni en la guerra, ni yo ni ningún otro deben maquinar cómo evitar la muerte a cualquier precio. Pues también en los combates muchas veces es evidente que se evitaría la muerte abandonando las armas y volviéndose a suplicar a los perseguidores. Hay muchos medios, en cada ocasión de peligro, de evitar la muerte, si se tiene la osadía de hacer y decir cualquier cosa. Pero no es difícil, atenienses, evitar la muerte, es mucho más dificil evitar la maldad; en efecto, corre más deprisa

que la muerte. Ahora yo, como soy lento y viejo, he sido alcanzado por la más lenta de las dos. En cambio, mis acusadores, como son temibles y ágiles, han sido alcanzados por la más rápida, la maldad. Ahora yo voy a salir de aquí condenado a muerte por vosotros, y éstos, condenados por la verdad, culpables de perversidad e injusticia. Yo me atengo a mi estimación y éstos, a la suya. Quizá era necesario que esto fuera así y creo que está adecuadamente.

Deseo predeciros a vosotros, mis condenadores, lo que va a seguir a esto. En efecto, estoy yo ya en ese momento63 en el que los hombres tienen capacidad de profetizar, cuando van ya a morir. Yo os aseguro, hombres que me habéis condenado, que inmediatamente después de mi muerte os va a venir un castigo mucho más duro, por Zeus, que el de mi condena a muerte. En efecto, ahora habéis hecho esto creyendo que os ibais a librar de dar cuenta de vuestro modo de vida, pero, como digo, os va a salir muy al contrario. Van a ser más los que os pidan cuentas, ésos a los que yo ahora contenía sin que vosotros lo percibierais. Serán más intransigentes por cuanto son más jóvenes, y vosotros os irritaréis más. Pues, si pensáis que matando a la gente vais a impedir que se os reproche que no vivís rectamente, no pensáis bien. Este medio de evitarlo ni es muy eficaz, ni es honrado. El más honrado y el más sencillo no es reprimir a los demás, sino prepararse para ser lo mejor posible. Hechas estas predicciones a quienes me han condenado les digo adiós.

Con los que habéis votado mi absolución me gustaría conversar sobre este hecho que acaba de suceder, mientras los magistrados están ocupados y

60 Sus amigos en el público advirtieron en seguida que la oferta de una mina conducía directamente a que el tribunal aceptara la propuesta de Meleto. Sócrates aceptó proponer las treinta minas. No hay razón para pensar que esta oferta no se produjo.61 En nueva votación, el tribunal ha condenado a muerte a Sócrates. Casi ochenta jueces han cambiado de opinión y han dado su voto adverso a Sócrates. El juicio ha terminado, pero mientras los magistrados terminan sus diligencias para conducirlo a la prisión, Sócrates ha podido brevemente hablar con los jueces. Platón recoge estas palabras separando las dirigidas a los que le han condenado, de las que dedica a los que han votado su propuesta.62 Estas ideas expresadas aquí son las que, al parecer, han guiado el comportamiento de Sócrates durante el juicio. En ningún lugar expresa estos puntos de vista con mayor claridad.63 Era creencia común que, a la hora de la muerte, los hombres adquirían cualidades proféticas.

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aún no voy adonde yo debo morir. Quedaos, pues, conmigo, amigos, este tiempo, pues nada impide conversar entre nosotros mientras sea posible. Como sois amigos, quiero haceros ver qué significa, realmente, lo que me ha sucedido ahora. En efecto, jueces pues llamándoos jueces os llamo correctamente-, me ha sucedido algo extraño. La advertencia habitual para mí, la del espíritu divino, en todo el tiempo anterior era siempre muy frecuente, oponiéndose aun a cosas muy pequeñas, si yo iba a obrar de forma no recta. Ahora me ha sucedido lo que vosotros veis, lo que se podría creer que es, y en opinión general es, el mayor de los males. Pues bien, la señal del dios no se me ha opuesto ni al salir de casa por la mañana, ni cuando subí aquí al tribunal, ni en ningún momento durante la defensa cuando iba a decir algo. Sin embargo, en otras ocasiones me retenía, con frecuencia, mientras hablaba. En cambio, ahora, en este asunto no se me ha opuesto en ningún momento ante ningún acto o palabra. ¿Cuál pienso que es la causa? Voy a decíroslo. Es probable que esto que me ha sucedido sea un bien, pero no es posible que lo comprendamos rectamente los que creemos que la muerte es un mal. Ha habido para mí una gran prueba de ello. En efecto, es imposible que la señal habitual no se me hubiera opuesto, a no ser que me fuera a ocurrir algo bueno.

Reflexionemos también que hay gran esperanza de que esto sea un bien. La muerte es una de estas dos cosas: o bien el que está muerto no es nada ni tiene sensación de nada, o bien, según se dice, la muerte es precisamente una transformación, un cambio de morada para el alma de este lugar de aquí a otro lugar. Si es una ausencia de sensación y un sueño, como cuando se duerme sin soñar, la muerte sería una ganancia maravillosa. Pues, si alguien,

tomando la noche en la que ha dormido de tal manera que no ha visto nada en sueños y comparando con esta noche las demás noches y días de su vida, tuviera que reflexionar y decir cuántos días y noches ha vivido en su vida mejor y más agradablemente que esta noche, creo que no ya un hombre cualquiera, sino que incluso el Gran Rey64 encontraría fácilmente contables estas noches comparándolas con los otros días y noches. Si, en efecto, la muerte es algo así, digo que es una ganancia, pues la totalidad del tiempo no resulta ser más que una sola noche. Si, por otra parte, la muerte es como emigrar de aquí a otro lugar y es verdad, como se dice, que allí están todos los que han muerto, ¿qué bien habría mayor que éste, jueces? Pues si, llegado uno al Hades, libre ya de éstos que dicen que son jueces, va a encontrar a los verdaderos jueces, los que se dice que hacen justicia allí: Minos65, Radamanto, Éaco y Triptólemo, y a cuantos semidioses fueron justos en sus vidas, ¿sería acaso malo el viaje? Además, ¿cuánto daría alguno de vosotros por estar junto a Orfeo, Museo, Hesíodo y Homero? Yo estoy dispuesto a morir muchas veces, si esto es verdad, y sería un entretenimiento maravilloso, sobre todo para mí, cuando me encuentre allí con Palamedes66, con Ayante, el hijo de Telamón, y con algún otro de los antiguos que haya muerto a causa de un juicio injusto, comparar mis sufrimientos con los de ellos; esto no sería desagradable, según creo. Y lo más importante, pasar el tiempo examinando e investigando a los de allí, como ahora a los de aquí, para ver quién de ellos es sabio, y quién cree serlo y no lo es. ¿Cuánto se daría, jueces, por examinar al que llevó a Troya aquel gran ejército, o bien a Odiseo67 o a Sísifo o á otros infinitos hombres y mujeres que se podrían citar? Dialogar allí con ellos, estar en su compañía y examinarlos sería el colmo de la felicidad. En todo caso, los

64 Es la manera corriente de llamar al rey de los persas, cuya riqueza y lujo eran proverbiales.65 En el Gorgias 523e, cita Platón a Minos, Paco y Rada manto, pero no a Triptólemo. En el libro XI de la Odisea, el juez es Minos. Orfeo, Museo, Hesíodo y Homero están nombrados como seres extraordinarios con los que todo ser humano desearía hablar.66 Palamedes y Ayante fueron, como Sócrates, víctimas de un juicio injusto, ambos a causa de Odiseo.67 El nombre de Odiseo viene atraído como pareja con Agamenón; el de Sísifo, como pareja de Odiseo, por urdidor de en gaños. No tendría sentido nombrar aquí el castigo de Sísifo, ya conocido en Odisea XI 593.

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de allí no condenan a muerte por esto. Por otras razones son los de allí más felices que los de aquí, especialmente porque ya el resto del tiempo son inmortales, si es verdad lo que se dice.

Es preciso que también vosotros, jueces, estéis llenos de esperanza con respecto a la muerte y tengáis en el ánimo esta sola verdad, que no existe mal alguno para el hombre bueno, ni cuando vive ni después de muerto, y que los dioses no se desentienden de sus dificultades. Tampoco lo que ahora me ha sucedido ha sido por casualidad, sino que tengo la evidencia de que ya era mejor para mí morir y librarme de trabajos. Por esta razón, en ningún momento la señal divina me ha detenido y, por eso, no me irrito mucho con los que me han condenado ni con los acusadores. No obstante, ellos no me condenaron ni acusaron con esta idea, sino creyendo que me hacían daño. Es justo que se les haga este reproche. Sin embargo, les pido una sola cosa. Cuando mis hijos sean mayores, atenienses, castigadlos causándoles las mismas molestias que yo a vosotros, si os parece que se preocupan del dinero o de otra cosa cualquiera antes que de la virtud, y si creen que son algo sin serlo, reprochadles, como yo a vosotros, que no se preocupan de lo que es necesario y que creen ser algo sin ser dignos de nada. Si hacéis esto, mis hijos y yo habremos recibido un justo pago de vosotros. Pero es ya hora de marcharnos, yo a morir y vosotros a vivir. Quién de nosotros se dirige a una situación mejor es algo oculto para todos, excepto para el dios.

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