Donatella Della Porta. La Democracia Deliberativa.

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1 La democracia deliberativa: entre representación y participación Donatella della Porta, European University Institute “Existe una paradoja impresionante en la era contemporánea: de África a Europa oriental, de Asia a América latina, son cada vez más las naciones que abogan por la idea de la democracia; pero ello ocurre en el preciso momento en que la eficacia misma de la democracia como forma nacional de organización es puesta en duda abiertamente. Mientras que áreas importantes de la actividad humana se van organizando progresivamente a escala (macro) regional o global, el destino de la democracia, y de un Estado-nación independiente, ha de enfrentarse a desafíos de gran calado” (Held 1998, 11). Muchas contribuciones recientes sobre la democracia empiezan -al igual que lo hace David Held- mencionando una paradoja. Por un lado, aumenta el número de países democráticos en el mundo: según Freedom House, las democracias pasaron de 39 en 1974 a 90 países libres y democráticos y a 60 parcialmente libres en 2008 (Freedom House 2008). Por otro, la satisfacción de los ciudadanos por la realización efectiva de las “democracias realmente existentes” va menguando (las RED de Dahl, 2000). Es más, algunos estudiosos han remarcado que la tercera ola de democratización corre el riesgo de desembocar en guerras económicas y conflictos armados (en concreto, Tilly, 2004). Con toda seguridad, las investigaciones sobre la calidad de la democracia, llevadas a cabo por Larry Diamond y Leonardo Morlino (2005) destacaron la “baja calidad” de muchos regímenes democráticos. Como veremos en esta ponencia, para poder entender esta paradoja es preciso distinguir varias concepciones de democracia, la manera en las que fueron teorizadas y también aplicadas en las instituciones de las democracias realmente existentes. Según observó Robert Dahl, “Paradójicamente, el hecho de que la democracia tenga una historia tan larga ha ido creando concretamente confusión y desacuerdo puesto que el término mismo ‘democracia’ ha adquirido significados diferentes para personas diferentes, según las épocas y los lugares” (2000, 5). Durante mucho tiempo, en el campo de la ciencia política, la búsqueda de una conceptualización compartida de democracia se ha ido orientando hacia criterios procedimentales mínimos según los cuales unas elecciones libres, competitivas y periódicas eran indicadores suficientes de la presencia de la democracia. Si en gran medida la atención de los politólogos se ha centrado en la democracia, esto no significa que exista una definición aceptada de forma unívoca de tal concepto. De hecho, toda definición de democracia tiene necesariamente una dimensión normativa. Como destacó correctamente David Held, las teorías empíricas de la democracia, al centrarse en el significado que se le atribuye normalmente, posteriormente se han inclinado a legitimar aquella concepción especifica desde el punto de vista normativo: “Su ‘realismo’ conllevaba una concepción de la democracia que repetía las características concretas de los sistemas políticos occidentales.

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Ponencia presentada por la socióloga Italiana Donatella Della Porta en el seno del XII foro de tendencias sociales UNED-Fundación Sistema

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La democracia deliberativa: entre representación y participación

Donatella della Porta, European University Institute

“Existe una paradoja impresionante en la era contemporánea: de África a Europa oriental, de Asia a América latina, son cada vez más las naciones que abogan por la idea de la democracia; pero ello ocurre en el preciso momento en que la eficacia misma de la democracia como forma nacional de organización es puesta en duda abiertamente. Mientras que áreas importantes de la actividad humana se van organizando progresivamente a escala (macro) regional o global, el destino de la democracia, y de un Estado-nación independiente, ha de enfrentarse a desafíos de gran calado” (Held 1998, 11).

Muchas contribuciones recientes sobre la democracia empiezan -al igual que lo hace David Held- mencionando una paradoja. Por un lado, aumenta el número de países democráticos en el mundo: según Freedom House, las democracias pasaron de 39 en 1974 a 90 países libres y democráticos y a 60 parcialmente libres en 2008 (Freedom House 2008). Por otro, la satisfacción de los ciudadanos por la realización efectiva de las “democracias realmente existentes” va menguando (las RED de Dahl, 2000). Es más, algunos estudiosos han remarcado que la tercera ola de democratización corre el riesgo de desembocar en guerras económicas y conflictos armados (en concreto, Tilly, 2004). Con toda seguridad, las investigaciones sobre la calidad de la democracia, llevadas a cabo por Larry Diamond y Leonardo Morlino (2005) destacaron la “baja calidad” de muchos regímenes democráticos.

Como veremos en esta ponencia, para poder entender esta paradoja es preciso distinguir varias concepciones de democracia, la manera en las que fueron teorizadas y también aplicadas en las instituciones de las democracias realmente existentes. Según observó Robert Dahl, “Paradójicamente, el hecho de que la democracia tenga una historia tan larga ha ido creando concretamente confusión y desacuerdo puesto que el término mismo ‘democracia’ ha adquirido significados diferentes para personas diferentes, según las épocas y los lugares” (2000, 5).

Durante mucho tiempo, en el campo de la ciencia política, la búsqueda de una conceptualización compartida de democracia se ha ido orientando hacia criterios procedimentales mínimos según los cuales unas elecciones libres, competitivas y periódicas eran indicadores suficientes de la presencia de la democracia. Si en gran medida la atención de los politólogos se ha centrado en la democracia, esto no significa que exista una definición aceptada de forma unívoca de tal concepto. De hecho, toda definición de democracia tiene necesariamente una dimensión normativa. Como destacó correctamente David Held, las teorías empíricas de la democracia, al centrarse en el significado que se le atribuye normalmente, posteriormente se han inclinado a legitimar aquella concepción especifica desde el punto de vista normativo: “Su ‘realismo’ conllevaba una concepción de la democracia que repetía las características concretas de los sistemas políticos occidentales.

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Estas omisiones hacen que los ideales y métodos de la democracia se conviertan en los ideales y métodos de los sistemas democráticos existentes. Si el criterio primario para juzgar entre las distintas teorías de la democracia es su nivel de ‘realismo’ los patrones que se alejan de la práctica democrática actual o que están en conflicto con la misma, pueden rechazarse por ser empíricamente imprecisos, ‘irreales’ e indeseables” (1997, 293). Podríamos añadir que, a la larga, el que la investigación se centre en las instituciones representativas ha engendrado una visión parcial del funcionamiento real de las democracias existentes.

Si nos detenemos en las democracias existentes, por lo general, podemos observar que las mismas aúnan concepciones diferentes en los hechos. A las instituciones representativas se van juntando otras. Como destacó recientemente Pierre Rosanvallon, “la historia de las democracias reales no puede separarse de una tensión y crítica permanente” (2006, 11). De hecho, el estado democrático no sólo necesita una legitimación legal, a través del respeto de los procedimientos, si no también confianza. En la evolución de las “democracias reales” esto ha venido a significar que, al lado de las instituciones que garantizan la accountability (responsabilización) electoral, existe un circuito de vigilancia anclado en el exterior de las instituciones del Estado. Así, “Al escoger la institución electoral como institución que caracteriza los regímenes democráticos se descuida la existencia mucho más importante de una esfera pública diferente a los regímenes que de estar faltos de la misma, es decir faltos de un discurso público abierto, a pesar de estar gobernados por personas elegidas legítimamente, podrían definirse democráticos tan sólo de forma engañosa” (Pizzorno 2010, xiii). La esfera pública se ha desarrollado a partir del encuentro entre la búsqueda de la eficiencia por parte del Estado y una intervención de la sociedad civil encaminada a expresar peticiones y rectificar decisiones (Eder 2010).

Los movimientos sociales, los jueces, las autoridades independientes son herramientas de control externo de aquellos que tienen el poder, de crítica permanente de las decisiones públicas. Rosanvallon denomina contrademocracia este modo específico de control democrático, considerándolo como una “forma particular de la intervención política” y un aspecto básico del proceso político (ibidem 40). A través de la misma, toma cuerpo “la prise de parole (uso de la palabra) de la sociedad, la manifestación de un sentimiento colectivo, la formulación de un juicio sobre aquellos que gobiernan y sus actuaciones o también la reivindicación” (ibidem, 26).

La definición de democracia cambia también con el paso del tiempo. A través de un proceso de autorreflexión, “la democracia se halla en permanente proceso de definición y redefinición” (Eder 2009, 246). Si en la evolución histórica del discurso sobre la democracia real se ha priorizado la responsabilización electoral, hoy en día los desafíos para la democracia procedimental vuelven a centrar la atención sobre otras cualidades democráticas (Rosanvallon 2006).

En concreto, en la teoría política, desde Dewey hasta Habermas, a menudo se ha podido observar que las concepciones mayoritarias, que desempeñan un papel central para las definiciones liberales de la democracia, se ven compensadas, de distinta manera, por la existencia de espacios deliberativos y la representación por la existencia de espacios participativos. Si las teorías representativas han subrayado la accountability

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(responsabilización) electoral, por su parte las teorías participativas han afirmado la importancia de crear ocasiones de participación (Arnstein 1969; Pateman 1970; Barber 1984). Y si existe una visión “minimalista” de la democracia como poder de la mayoría, las teorías deliberativas tienden en cambio a considerar que la existencia de espacios de comunicación, el intercambio de razones, la construcción de definiciones compartidas del bien público, son fundamentales para la legitimación de las decisiones públicas (entre otros, Miller 1993: 75; Dryzek 2000b: 79; Cohen 1989: 18-19; Elster 1998; Habermas 1981; 1996). En efecto, participación y deliberación son cualidades democráticas que contrastan con las de la representación y decisión por mayoría, estableciendo con las mismas un equilibrio precario en las distintas concepciones y prácticas institucionales específicas de la democracia.

En el marco del intenso debate en la teoría normativa se pueden identificar dos

dimensiones principales: por un lado, la consideración de la definición de intereses e identidad como exógena (externa) o endógena (interna) en relación al proceso democrático; por otro, el reconocimiento o no de la existencia de conflictos (della Porta 2011). De la confluencia de estas dos dimensiones surgen cuatro modelos ideales de democracia en los que nos detendremos en los próximos capítulos (véase tabla 1.1).

Tabla 1.1. Concepciones de democracia

Identidades: exógenas Identidades: endógenas Consenso Democracia liberal Democracia liberal

deliberativa Conflicto Democracia participativa Democracia participativa y

deliberativa

La democracia liberal adquiere unas identidades que se construyen en el exterior del proceso democrático para luego encauzarlas dentro del sistema político. Las instituciones de lo que Dahl definió como democracia poliárquica abarcan la presencia de representantes elegidos en el marco de unas elecciones libres, correctas y frecuentes así como la libertad de expresión y asociación y la existencia de fuentes alternativas de información (Dahl 1998). Aun aceptando la presencia de cierta diversidad de preferencias, sin embargo se asume que existe un amplio consenso entre intereses compatibles mientras que existe una tendencia a considerar los conflictos como negativos puesto que se corre el riesgo de que sobrecarguen el sistema político con demandas contradictorias (Crozier, Huntington y Watakuni 1975). Efectivamente, se consideran antisistema a los actores que acarrean conflictos fundamentales y la presencia de actores antisistema como básicamente patológica (Sartori 1976).

La concepción liberal no expresa, de hecho, de manera exhaustiva el funcionamiento real del estado democrático en ninguno de los distintos períodos de su existencia. Se trata de una concepción parcial puesto que mira implícitamente a los Estados como único recinto de democracia. La investigación amplía los movimientos sociales y la protesta pero también aquella sobre otros actores de la sociedad civil, centrándose, en cambio, en los distintos ámbitos en los que las formas de democracia se sustentan en principios diferentes. En

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relación con esto, la investigación sobre los prolongados procesos de democratización prístina puso de relieve la importancia de los circuitos no electorales para el funcionamiento del Estado democrático. La influencia que la protesta adquirió en los regímenes con un cuerpo electoral restringido no se expresaba a través de las elecciones si bien los parlamentos se convertían en blanco de reivindicaciones. En efecto, en su evolución concreta, los regímenes democráticos existentes han ido mitigando los principios ideales y típicos de la democracia liberal, mezclándolos con otros, procedentes de otras concepciones de la democracia.

La concepción liberal de la democracia ha sido desafiada, en primer lugar, por una concepción participativa. Al reconocer la existencia de conflictos profundos en la sociedad, los teóricos de la democracia participativa han puesto de relieve la importancia de la involucración de los ciudadanos más allá del período electoral (Arnstein 1969; Pateman 1970; Barber 1984). De hecho, la participación en formas distintas y en momentos diferentes del proceso democrático se considera positiva tanto para los individuos que se relacionan con visiones del bien colectivo como para las mismas instituciones políticas puesto que gozarían de mayor confianza y apoyo. De todos modos, el planteamiento participativo tiende a considerar la formación de intereses e identidades colectivas como exógenas al sistema democrático.

Existe también otra alternativa a la concepción liberal de la democracia que, en cambio, ha subrayado como la formación misma de intereses e identidades colectivas tenga lugar, al menos parcialmente, en el marco del proceso democrático. En este sentido, los teóricos de la democracia liberal y deliberativa han analizado la manera en la que se forman las preferencias en las instituciones democráticas (Dryzek 2000b: 79). En efecto, en democracia, el proceso de toma de decisiones termina a menudo con un voto pero no hay que identificar la democracia con el principio de la mayoría que triunfa sobre la minoría sino más bien con las posibilidades que se les brindan, dentro del proceso democrático, a diferentes puntos de vistas para que se midan y vayan transformándose mutuamente.

Combinando ambas críticas a la concepción liberal de la democracia, un cuarto modelo de democracia ha subrayado sus cualidades participativas y deliberativas. La esfera pública se considera aquí como un espacio de conflicto si bien cabe también una reflexión sobre las condiciones necesarias para la formación de identidades durante el proceso democrático.

En las siguientes páginas, me detendré en las características normativas y también en la evolución histórica de estos cuatro patrones diferentes. En este sentido, intentaré salvar la cesura puesta de manifiesto entre teoría normativa y estudios empíricos, responsable de “una falta de atención coordinada con estudios comparados, basados en la teoría, sobre las innovaciones democráticas” (Smith 2009, 8; también Shapiro 2003). De ello se deriva “una separación entre análisis institucionales de la democracia y análisis de los principios democráticos como si pertenecieran a dos mundos diferentes” (Beetham 1999, 29). Por lo tanto, intentaré contribuir al diálogo entre teorías normativas y explicaciones empíricas cuya ausencia, o por lo menos, cuya debilidad se ha considerado como un obstáculo considerable al progreso en el análisis de la democracia” (Smith 2009, 9).

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Como veremos, al centrar la atención en la democracia deliberativa, tanto las concepciones como las mismas instituciones de la democracia se han ido transformando abarcando, con distintos niveles de tensión y equilibrios cambiantes, diferentes concepciones de democracia.

La democracia liberal-deliberativa

Una crítica a la concepción de la democracia liberal procede de los teóricos de la democracia deliberativa quienes, inicialmente, en el marco de una visión liberal-deliberativa, reconocieron la importancia del discurso. Como dijo Barber (1984, 173), “en el corazón de una democracia fuerte está el discurso”, que está hecho de escucha así como de palabra (también Downing 2001, 47-48).

Lo que emerge como aspecto más innovador en la definición de la democracia deliberativa es la importancia que se le atribuye a la transformación de las preferencias en el transcurso de un proceso discursivo orientado hacia la definición del bien público. De hecho, “la democracia deliberativa requiere la transformación de las preferencias durante las interacciones” (Dryzek 2000b: 79). Es “un proceso en el que las preferencias iniciales se transforman para poder así tener en cuenta los puntos de vista ajenos” (Miller 1993: 75).

En este sentido, la democracia deliberativa difiere de las concepciones de la democracia como agregación de preferencias (exógenas). En efecto, algunas reflexiones sobre la democracia deliberativa han tenido en cuenta los procedimientos consensuales: las decisiones han de poderse aprobar por parte de todos los participantes, contrariamente a la democracia mayoritaria en la que le corresponde al voto legitimar las decisiones. La deliberación (o incluso la comunicación) radica en la convicción de que, sin renunciar a mis razones, yo pueda salir ganando al escucharle al otro (Young 1996).

La democracia deliberativa subraya sobre todo la razón: las personas se convencen gracias a la fuerza de la mejor argumentación. En concreto, la deliberación está basada en flujos horizontales de comunicación, múltiples productores de contenidos, amplias ocasiones de interactividad, sobre un debate con argumentaciones racionales y la propensión a la escucha recíproca (Habermas 1981, 1996). En este sentido, la democracia deliberativa es discursiva.

Los cambios en las preferencias orientados hacia el bien público deberían producirse a través de un proceso comunicativo en el que las distintas posiciones se ven respaldadas por unas argumentaciones. En la teoría de la democracia deliberativa, el punto básico es que a través de la documentación los participantes en la deliberación van convenciéndose mutuamente llegando a unas decisiones. En la democracia deliberativa las decisiones se sustentan en las razones; las personas se convencen gracias a la fuerza de las mejores argumentaciones. El debate está encaminado a identificar razones que puedan ser aprobadas (Ferejohn 2000). Según Joshua Cohen (1989), una deliberación ideal tiene por objetivo el alcanzar un consenso motivado racionalmente gracias a razones persuasivas para todo el mundo. En este modelo, “se trazan las identidades y los intereses de los ciudadanos para que contribuyan a la construcción pública del bien público” (Cohen 1989, 18-19).

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La deliberación es un tipo de comunicación “imparcial, razonable y lógica” que aumenta el consenso (Dryzek 2000b: 64). De hecho, desde el punto de vista normativo, se han remarcado los efectos de moralización de una discusión pública que “anima a las personas a que no se limiten a expresar opiniones a través de sondeos o referendos sino a que se formen unas opiniones a través de un debate público” (Miller 1993: 89). Como destacaron Fung y Wright (2001), son necesarias estrategias de transformación de la democracia para luchar contra la cada vez mayor inadecuación de las democracias liberales en la involucración de los ciudadanos así como para realizar políticas públicas encaminadas al bien común.

La deliberación debería hacer que las personas fueran capaces de abstraerse de la mera llamada de los intereses para que la decisión revelase el interés general (Cohen 1989, 23-24). Un entorno (setting) deliberativo debería facilitar la búsqueda de un fin común (Elster 1998), puesto que, en público, una especie de autocontrol democrático debería desanimar a los individuos en la búsqueda de su propio interés egoísta (Miller 1993). De hecho, “mientras que yo puedo considerar que mis preferencias son razón suficiente para hacer un planteamiento, la deliberación pluralista requiere que yo busque unas razones para que mi propuesta pueda aceptarse por todos los demás pudiendo esperarme que ellos no consideren mi preferencia como razón suficiente para respaldarla” (Cohen 1989, 33). En efecto, es la obligación de brindar una explicación pública sobre uno mismo y sobre las razones de uno mismo que “fuerza a plantear tan sólo aquellas razones que otros puedan plausiblemente respaldar” (Goodin, 2003, 63).

Por consiguiente, la democracia deliberativa es un medio para abordar las controversias: cuando los ciudadanos o sus representantes están moralmente en desacuerdo, deberían seguir razonando juntos hasta alcanzar unas decisiones mutuamente aceptables (Gutmann y Thompson 1996). La deliberación (y la comunicación) radica en la convicción de que, sin abandonar mi perspectiva, puedo aprender escuchando a los demás (Young 1996).

Las teorías deliberativas se han desarrollado a partir de la constatación de la dificultad de funcionamiento de las instituciones representativas. Se han invocado elementos de democracia deliberativa para encauzar el respaldo de ‘ciudadanos críticos’ dentro de las instituciones democráticas partiendo del supuesto de que las democracias contemporáneas (a escala local, nacional y supranacional) necesitan conjugar los espacios representativos con los deliberativos.

Ante los desafíos avistados en el camino de la democracia representativa, las virtudes de la democracia deliberativa abarcan la legitimación por el lado del input y la eficacia por el lado del output: ‘Además de su contribución fundamental a la democracia de por sí, la participación de los ciudadanos en los procesos políticos puede contribuir a legitimar el desarrollo y la aplicación de las políticas públicas’ (Fischer 2003, 205).

Para Bernard Manin, la legitimidad de la decisión constituye el interés principal de la teoría deliberativa de la democracia: ‘Una decisión legítima es aquella que surge de la deliberación de todo el mundo. Es el proceso por el que se forma la voluntad de cada uno que le confiere legitimidad” (1987, 351-352). También para Seyla Benhabib (1996, 69), la deliberación ‘es una condición necesaria para conseguir la legitimidad (…) referente a los

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procesos de toma de decisiones colectivas en una política (…) puesto que lo que se considera en el interés común de todos resulta de un proceso de deliberación colectiva’. Para Amy Guttmann (1996, 344), ‘el ejercicio legítimo de la autoridad política requiere (…) un proceso de toma de decisiones a través de la deliberación entre ciudadanos libres e iguales’. La deliberación, como tipo de comunicación ‘lógica, razonada e imparcial’ promete aumentar la confianza de los ciudadanos en las instituciones políticas (Dryzek 2000b, 64).

Por otro lado, la legitimidad debería facilitar la aplicación de las decisiones y la eficiencia debería aumentar gracias a la información que los ciudadanos incorporan al proceso. En un círculo íntegro, la deliberación debería mejorar la información de los ciudadanos y la capacidad del proceso de toma de decisiones público.

La democracia deliberativa y participativa

Un cuarto modelo de democracia ha surgido de la crítica a la concepción original deliberativa, remarcando a la vez valores deliberativos y participativos. En este marco, se analizan distintos aspectos de la concepción liberal de la democracia deliberativa.

En primer lugar, se ha criticado el supuesto de una naturaleza exclusiva de la esfera pública, según se concibe en el análisis de Habermas. Como ha observado Nancy Fraser, “no sólo siempre existe una pluralidad de públicos que compiten recíprocamente sino que las relaciones entre los públicos burgueses y otros públicos siempre son conflictivas. Virtualmente desde el comienzo, no sólo ha habido una pluralidad de públicos que compiten recíprocamente sino que las relaciones entre los públicos burgueses y otros públicos siempre han sido conflictivas. Desde el comienzo, los contrapúblicos han criticado las normas exclusivas de los públicos burgueses, elaborando estilos alternativos de comportamiento político y normas alternativas para el discurso público. A su vez, los públicos burgueses estigmatizaban estas opciones e intentaban bloquear, de forma deliberada, una participación más amplia” (1997, 75). Unos contrapúblicos subalternos (incluyendo a trabajadores, mujeres y minorías étnicas) han ido creando espacios discursivos paralelos donde se han desarrollado contradiscursos posibilitando la formación y redefinición de identidades, intereses y necesidades ” (ibidem, 81).

En segundo lugar y de forma relacionada, las teorías deliberativas tienden hacia una distorsión institucional, al no considerar los experimentos de democracia que se llevan a cabo (incluso o sobre todo) en el exterior de las instituciones públicas. Hubo desacuerdo entre los estudiosos de la democracia deliberativa respecto al lugar de la discusión deliberativa, centrándose algunos de ellos en el desarrollo de las instituciones liberales, otros en el desarrollo de esferas públicas alternativas, libres de la intervención del Estado (della Porta 2005). En su teoría, Juergen Habermas (1996) postula un proceso dual, con una deliberación “informal” extra institucional que sea capaz de influir en las deliberaciones institucionales. En el análisis empírico, se ha prestado atención sobre todo al funcionamiento de los espacios institucionales—desde los parlamentos (Steiner, Baechtiger, Spoerli y Steenberger 2005) hasta los comités administrativos. Según otros autores, en cambio la deliberación se produce sobre todo dentro de grupos voluntarios (Cohen 1989), en concreto en el seno de

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movimientos sociales (Dryzek 2000b). La deliberación se desarrolla en enclaves libres del poder institucional (Mansbridge 1996). De hecho, la democracia deliberativa requiere que los ciudadanos estén arraigados dentro de redes asociativas, capaces de construir habilidades democráticas entre sus miembros (Offe 1997: 102-103). La deliberación en el seno de los contrapúblicos (o enclave de resistencia) es básica para los teóricos de las formas participativas de deliberación. De hecho, “las democracias necesitan también estimular y tener una gran consideración por los enclaves deliberativos de resistencia en los que los perdedores, a causa de la coerción, puedan elaborar nuevamente sus ideas y estrategias, reponer fuerzas y decidir, en un espacio más protegido, si siguen en la lucha y de qué manera” (Mansbridge 1996, 46-7).

Asimismo, se ha puesto en tela de juicio el papel de las razones (o un intercambio correcto de opiniones) a la hora de promocionar las mejores decisiones mejores remarcando, en cambio, la función positiva que tanto las emociones como la “narración de historias” podrían desempeñar en los encuentros públicos (Polletta 2006). En efecto, varias esferas públicas distintas tienen gramáticas distintas (Talpin 2008; Haug 2010). Las investigaciones históricas sobre la esfera pública burgués no sólo excluyen a las esferas públicas proletarias (o los contrapúblicos más generales, véase della Porta 2002), sino que el mismo estilo comunicativo apreciado, en términos normativos, por Habermas ha sido considerado por sus críticos como orientado a reflejar normas elitistas. Ahí, de hecho, la razón tiende a excluir a la pasión. No tan sólo el discurso sino también la protesta forman parte de un proceso deliberativo: “Los procesos de participación comprometida y responsable incluyen manifestaciones callejeras y sentadas, música y cómics con el mismo valor que los discursos parlamentarios o el correo de lectores” (Young 2003: 119).

El aspecto emocional es importante a la hora de crear solidaridad a través de la cercanía y del conocimiento. Como ha puesto de relieve Hannah Arendt, un “pensamiento ampliado que como juicio es capaz de sobrepasar sus propios límites individuales, por otro lado no puede funcionar dentro de un aislamiento estricto y tampoco en la soledad sino que requiere la presencia de los demás ‘debiendo pensar por ellos” (Arendt 1972, 282). Para poder ir más allá del egoísmo individual es preciso, también según Iris Young, que las personas se encuentren: “Existe otro camino que le permite al sujeto rebasar el egoísmo. Un ‘punto de vista moral’ no se desarrolla de la razón solitaria de la autolegislación sino del encuentro concreto con los demás que piden que se reconozcan sus necesidades, deseos y perspectivas” (Young 1990, 106).

Más importante aún, las desigualdades sociales reducen la capacidad de los grupos oprimidos para aprender las reglas del juego puesto que la opresión “consiste en procesos funcionales sistemáticos que impiden que algunos puedan aprender y utilizar de manera amplia y satisfactoria unas capacidades en entornos socialmente reconocidos o que inhiben la capacidad de las personas para que interactúen y comuniquen con los demás o expresen sus propios sentimientos e ideas sobre la vida social en unos contextos en los que los demás los puedan escuchar” (Young 2000, 156). Por consiguiente, se le acusa a la democracia deliberativa, en su versión original, de favorecer (por lo menos en potencia) las desigualdades: “Si las personas que deliberan siempre deciden descartar unos temas, si esta

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falta de interés se asocia sistemáticamente con las argumentaciones elaboradas por aquellas personas que se encuentran sistemáticamente desfavorecidas, entonces tenemos por lo menos que reconsiderar nuestros supuestos sobre el potencial democrático de la deliberación. La deliberación no requiere tan sólo la igualdad en términos de recursos y la garantía de que se puedan articular argumentos de forma persuasiva sino también la igualdad en términos de ‘autoridad epistemológica’, de capacidad para que se reconozca su propio argumento” (Sanders #, 349).

En cuarto lugar y de manera incluso más ineludible, la democracia, en su versión original, asume que el consenso pueda alcanzarse siempre a través del diálogo, excluyendo por lo tanto a conflictos fundamentales que, en cambio, forman parte integrante del desarrollo democrático. Se ha criticado la relevancia que se le ha atribuido al consenso ya que eclipsaría los conflictos sustanciales e irreconciliables que se expresan en los espacios públicos. Por lo tanto, se le acusa a la teoría deliberativa clásica de no responder a una pregunta básica, “si la deliberación no lleva al consenso (un evento raro), cómo hay que abordar el conflicto” (Smith 2009, 11). Según destacó Flyvbjerg (1998, 229), “Con los significados plurales que el concepto contemporáneo de sociedad civil ha de abarcar, el conflicto pasa a ser inevitablemente parte del mismo. Así, sociedad civil no quiere decir ‘civilizada’, en el sentido de estar dotada de buenos modales. En las sociedades civiles fuertes, la desconfianza y la crítica hacia la actuación de las autoridades están muy difundidas como resultado del conflicto político”. De hecho, precisamente el que tiendan a ser selectivas, hace que las esferas públicas sean conflictivas: “Si algunos intereses, opiniones y perspectivas quedan suprimidos…; o si a algunos grupos les cuesta que se les escuche a causa de unas desigualdades estructurales, malentendidos culturales o prejuicio social, entonces la agenda y los resultados de la política muy probablemente se verán distorsionados o serán injustos. Estas son las razones por las que la esfera pública será un lugar de batallas, a menudo especialmente conflictivas” (Young 2000, 178). Esta crítica se aborda en concreto en la concepción de la democracia radical basada sobre interacciones agonistas (antes que antagonistas). Como ha escrito Chantal Mouffe, “tomarse el pluralismo en serio requiere que abandonemos el sueño de un consenso racional que supone la ilusión de que sea posible escaparse de nuestra naturaleza humana” (2000, 98).

De esta manera, se ha ido desarrollando un concepto de la democracia deliberativa y participativa. Puede decirse que se tiene democracia deliberativa y participativa si, en pie de igualdad, inclusividad y transparencia, un proceso comunicativo -abierto a todo aquel que esté potencialmente interesado y basado en la razón (la fuerza del argumento mejor) transforma las preferencias individuales, llevando a decisiones que están orientadas hacia el bien público (della Porta 2005a). En algunas dimensiones de esta definición (igualdad, inclusividad y transparencia) resuenan aquellas incluidas en los modelos participativos típicos de los nuevos movimientos sociales; otras (sobre todo aquellas relacionadas con la calidad de la comunicación) emergen como criterios de deliberación.

Por lo tanto, la democracia deliberativa y participativa es inclusiva: requiere que todos los ciudadanos concernidos por los efectos de una decisión sean incluidos en el proceso y puedan hacer oír su voz. Esto quiere decir que la decisión se produce bajo unas condiciones

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de pluralidad de valores con opiniones diferentes con respecto a la solución de problemas comunes. Además, los participantes son ciudadanos libres e iguales (Cohen 1989: 20). De hecho, “todos los ciudadanos han de ser capaces de desarrollar aquellas habilidades que les permitan acceder efectivamente a la esfera pública”, y “una vez en el espacio público, se les deberá garantizar respeto y reconocimiento suficiente para que puedan influir de forma favorable en las decisiones que les afectan” (Bohman 1997: 523-24). Por consiguiente, la deliberación ha de excluir el poder procedente de la coerción y también de un peso desigual de participantes como representantes de organizaciones de tamaño e influencia diferente. En este sentido, la concepción deliberativa y participativa de la democracia se opone a las jerarquías subrayando en cambio la participación de base. Más aún, la transparencia que se le solicita a la esfera de toma de decisiones resuena con las concepciones de la democracia directa. En la definición de Joshua Cohen, una democracia deliberativa es “una asociación cuyos negocios los gobiernan la deliberación pública de sus miembros” (1989: 17).

De todos modos, el consenso es posible tan sólo si existen valores (e incluso intereses) compartidos y un compromiso común hacia la construcción de un bien público. En un modelo deliberativo de la democracia “el debate se centra alrededor de unas concepciones alternativas del bien público” y, sobre todo, “encamina las identidades e intereses de los ciudadanos hacia direcciones que contribuyen a la construcción pública del bien público” (Cohen 1989: 18-19).

Los experimentos deliberativos en las instituciones También en este supuesto, las concepciones de la democracia deliberativa, incluso

combinadas con elementos participativos, han surtido efecto en las democracias realmente existentes. Como ha destacado Russell Dalton (2004, 204), “las expectativas democráticas del público consideran que las reformas que van más allá de las formas tradicionales de la representación política son prioritarias. Unos partidos más fuertes, unas elecciones más justas, unos sistemas electorales más representativos mejoran el proceso democrático. Sin embargo, estas reformas no responden a las expectativas de que el proceso democrático se amplíe para poder brindar nuevas oportunidades de acceso y control a los ciudadanos”. Esto significa brindarles a los ciudadanos la posibilidad de participar bajo varias formas y a distintos niveles. Otorgarles un poder real a los ciudadanos “significa diseñar unos procesos en los que los ciudadanos son conscientes de que su participación tiene el potencial de producir un impacto, donde se incluye una gama representativa de ciudadanos y donde se producen resultados visibles” (King, Feltey y O’Neill Susel 1998, 318).

En la búsqueda de fuentes complementarias de legitimación que les permitan abordar el desafío planteado por una débil responsabilidad electoral y la erosión de la legitimación a través de políticas eficientes, las instituciones públicas están experimentando con distintas formas de involucración de los ciudadanos en los procesos de toma de decisiones. Al comienzo del nuevo milenio, el Libro Blanco sobre la Gobernanza europea (Comisión UE 2001) reconoció el principio de la participación a través de consultas frecuentes con los ciudadanos y sus asociaciones. Basándose en la Carta de los Derechos Fundamentales y en el contexto del debate sobre el “Futuro de Europa”, la Comisión Europea expresó el deseo de

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identificar unos modos para gestionar el cambio de forma constructiva a través de una involucración más activa de los ciudadanos en el proceso de toma de decisiones. En aquel documento de hecho se lee, “si este objetivo fracasara, podría alimentarse el déficit de “ciudadanía” o incluso la protesta” (Comisión Europea 2001, 10). La experiencia del Convenio para la elaboración de la Carta de los Derechos Fundamentales ha proporcionado unos ejemplos de una mayor participación de la sociedad civil en el sistema de la UE.

La investigación en las políticas públicas co-gestionadas puso de relieve si no un cambio de paradigma por lo menos una experimentación de formas distintas de legitimación a través de la incorporación de puntos de vista diferentes. Las concepciones de gobierno con el pueblo, de las que habla Vivien Schmidt (2006, 6) a propósito de la búsqueda por parte de la UE de una “tercera vía” de legitimación, entre la legitimación (problemática en términos institucionales) del input y la legitimación (empíricamente poco creíble) del output,1 resuenan con las propuestas de democracia asociativa del debate sobre la gobernanza económica y social (Hirst 1994).

En una concepción de “gobierno con el pueblo”, se han llevado a cabo varios experimentos institucionales para incrementar la participación de los ciudadanos, crear espacios de comunicación de alta calidad y otorgarles poder a los ciudadanos. Una ‘Resolución del Comité de Ministros a los Estados miembros sobre la participación de los ciudadanos en la vida pública local’ del Consejo de Europa (2001) recomendó “inspirarse en la política de la presencia atribuyéndolo relevancia a la necesidad de asegurar la involucración de los ciudadanos que a menudo están ausentes del proceso de toma de decisiones”. El documento enumera parlamentos para los jóvenes, foros para los mayores, foros de barrio, procedimientos de toma de decisiones conjunta, esquemas de asociación (partenariado) y desarrollo de comunidades, páginas web interactivas, jurados de ciudadanos y consensus conferences como modos de participación directa encaminados a crear las condiciones necesarias para la democracia más deliberativa (§ 41).

De todos modos, se han adoptado distintas fórmulas. En un estudio encargado por la OCDE, David Shand y Morten Arnberg (1996) plantearon unas actuaciones para garantizar una participación continua desde una involucración mínima hasta el control a través de refrendos regulares con técnicas intermedias como la consulta y la asociación. De manera similar, Patrick Bishop y Glyn Davis (2002) sugirieron formas de consulta, asociación y control. La consulta incluye encuentros con grupos de interés, asambleas públicas, análisis de directrices, audiencias públicas; por su parte, la asociación (partenariado) abarca órganos consultivos, comisiones consultivas de ciudadanos, foros de comunidad política, encuestas públicas; por su parte, los referendos, ‘parlamentos comunitarios’ y los presupuestos participativos constituyen los instrumentos de control.

1 Según Vivien Schmidt, “La UE no se está convirtiendo… en un estado-nación sino, más bien, en un estado regional ya que la soberanía compartida, las fronteras variables, las identidades heterogéneas, la gobernanza altamente compuesta y la democracia fragmentada provocan una ruptura entre el gobierno por/desde y del pueblo a escala nacional, y la gobernanza para y con el pueblo a escala de la UE” (2006, 9).

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Se han experimentado dos clases de instituciones: la primera tiene que ver con un modelo asambleario y de democracia directa mientras que la segunda radica en la construcción de “mini-públicos”, normalmente sorteados.

Referente al modelo asambleario, instituciones de democracia participativa tales como las

asambleas de barrio o incluso las asambleas temáticas, los consejos de barrio, las comisiones

consultivas, los planes estratégicos participativos ya forman parte del gobierno local.

Asimismo, los representantes de los usuarios a menudo son admitidos en las instituciones de

gobierno de colegios u otros servicios públicos que a veces se encomiendan incluso a grupos

de ciudadanos para su gestión. Especial interés, incluso a escala institucional, tuvo el

presupuesto participativo de Porto Alegre. En 1988, el gobierno ciudadano de Porto Alegre,

metrópolis brasileña de 1.360.000 habitantes, puso en marcha un proyecto de decisiones

públicas participadas en el marco del presupuesto municipal para aumentar la participación a

través de la creación de una esfera pública donde pudieran caber las preguntas de los

ciudadanos (Gret y Sintomer 2002: 26). El presupuesto participativo es un largo camino anual

en el que las asambleas ciudadanas de barrio analizan y deciden sobre el uso de los recursos

públicos (Baiocchi 2002). Cada año, entre los meses de marzo y junio, unas asambleas de

barrio analizan las prioridades de gasto, eligiendo a sus delegados para el Consejo del

Presupuesto Participativo y en asambleas temáticas que tienen también representación en

seno al Consejo. Entre los meses de julio y agosto, unos expertos y delegados van

transformando aquellas propiedades en proyectos concretos que serán coordinados, entre

septiembre y diciembre, en una Propuesta general de Presupuesto y un Plan de inversión,

analizados y aprobados en la junta municipal (Alfonsin, Betania, e Giovanni Allegretti. 2003.

“Dalla gestione consensuale alla riprogettazione condivisa del territorio.” In Globalizzazione

e movimenti sociali, ed. Donatella della Porta e Lorenzo Mosca, 121-153. Roma:

Manifestolibri). Durante una larga experimentación, el presupuesto participativo ha ido

adquiriendo una estructura articulada y compleja, encaminada a lograr dos objetivos

principales: igualdad social y capacitación (empowerment) de los ciudadanos. De hecho, un

criterio básico en el reparto del gasto público es el nivel de privación de servicios y bienestar

en los distintos barrios. El proceso se organiza de tal manera que se puedan controlar los

límites del asamblearismo, en concreto en términos de bloques de toma de decisiones, sin

renunciar a las ventajas de la democracia directa. Al reconocer su éxito, Naciones Unidas

definió el presupuesto participativo como una de las cuarenta “mejores prácticas” a escala

mundial (Alfonsin, Betania, e Giovanni Allegretti. 2003. “Dalla gestione consensuale alla

riprogettazione condivisa del territorio.” In Globalizzazione e movimenti sociali, ed.

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Donatella della Porta e Lorenzo Mosca, 121-153. Roma: Manifestolibri).

Con referencia al modelo de los ‘mini-públicos”, a partir de los primeros años de la década de los setenta, la idea del sorteo como método democrático para elegir a los representantes se implantó en los jurados ciudadanos que empezaron sus andaduras en Alemania y en Estados Unidos: pequeños grupos de ciudadanos, sorteados en las listas de la población, se reunían para expresar su parecer sobre unas decisiones. De forma parecida, en Dinamarca, a partir de la década de los ochenta, las Consensus conferences (también integradas por ciudadanos elegidos mediante sorteo) empezaron a analizar cuestiones controvertidas también de alto contenido técnico al igual que lo hicieron en Francia las Conférences des citoyens y en Alemania las Planungszellen. Parecido es también el principio del sondeo deliberativo que establece una deliberación informada entre unos ciudadanos seleccionados de tal manera que reflejen unas características sociales de la población. Mientras que los sondeos tradicionales siguen la lógica de la agregación de preferencias individuales, los sondeos deliberativos —que llegan a aunar incluso a cientos de personas— están encaminados a descubrir cuál sería la opinión pública si los ciudadanos tuviesen la posibilidad de analizar y discutir un tema concreto.

Ambos estos experimentos se han ido difundiendo en varios Estados miembros de la UE a escala nacional y, sobre todo, local. Si bien los procesos de toma de decisiones participativos y/o deliberativos siguen siendo la excepción y no la regla (Font 2003, 14; véase también Akkerman, Hajer y Grin 2004), su utilización se va extendiendo cada vez más (Lowndes et al. 2001), siendo además objeto de reflexión. De hecho se ha ido desarrollando una toma de decisión interactiva, (‘policy-making interactivo’), definida en términos de ‘prácticas políticas que abarcan la consulta, negociación y/o deliberación entre gobiernos, asociaciones de la sociedad civil y ciudadanos individuales’ (Akkerman, Hajer y Grin (2004, 83; véase también Akkerman 2001).2

Aunque la escala de intensidad de participación, su duración e influencia sufran grandes variaciones en los distintos dispositivos participativos, ponen de relieve la insuficiencia de una concepción meramente representativa de la democracia. Con distintos equilibrios, aquí se entrelazan los objetivos de mejorar la capacidad de gestión a través de una mayor trasparencia y circulación de información y también de transformar las relaciones sociales, reconstruyendo vínculos sociales y capitales de solidaridad y confianza y, desde el punto de vista político, de “democratizar la democracia”.

Las investigaciones sobre los intentos de ampliar el proceso de la toma de decisión a la participación de los ciudadanos, por lo general, centran la atención en la capacidad de estos instrumentos para solventar los problemas planteados por las oposiciones locales a un uso del territorio local impopular (Bobbio y Zeppetella 1999). ¿Consiguen los experimentos de toma de decisión deliberativa satisfacer expectativas tan elevadas? Si a finales de la década de los noventa, James Bohman remarcaba ‘una falta sorprendente de casos de estudio empíricos sobre la deliberación democrática’ (1998, 419), subrayando que ‘la investigación empírica es

2 En el mismo filón, las mismas se han etiquetado como “policy making colaborativo” (Innes y Booher 2003) o “democracia cooperativa” (Bogumil 2002).

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un tratamiento tanto contra el escepticismo a priori como contra el idealismo sin comprobar referente a la deliberación’ (ibidem, 22), de hecho las investigaciones empíricas han ido aumentando de forma exponencial en los años siguientes, encaminándose hacia la valoración de unos programas deliberativos específicos así como la observación de comportamientos individuales dentro de los grupos experimentales (sobre las encuestas, véanse Ryfe 2002; Chambers 2003). Sin embargo, sus resultados no son ni mucho menos coherentes.

También es ambivalente la posición de varios actores hacia estos experimentos. En la administración pública ha ido ganando terreno el recelo hacia esta clase de experimentos participativos (Smith 2009, 18). Pese a su resonancia con los valores promovidos en estos experimentos institucionales, también otros actores tales como los movimientos sociales a menudo critican los resultados de los experimentos verticalistas (top-down), como representación meramente simbólica de la participación de los ciudadanos que responde a una estrategia renovada y más sofisticada del consenso. Según muchos activistas que fueron entrevistados durante un estudio comparado sobre seis países europeos, los ‘palacios del poder’ no están realmente abiertos a la participación de los ciudadanos permaneciendo accesibles tan sólo a las élites (en concreto las económicas) (della Porta 2009a). Las críticas se dirigen sobre todo hacia la falta de conexión entre consulta, deliberación, decisión y fases de control y también hacia la distorsión ‘tecnocrática’ del debate político, la preselección (por parte de las instituciones) de actores sociales relevantes para que participen en la consulta y, en algunos casos, a la escasa significatividad de las apuestas (como señal de un planteamiento demasiado cauto por parte de las instituciones).

Los resultados ambivalentes de las investigaciones así como de las actitudes políticas hacia los mismos podrían estar relacionados con el “estiramiento conceptual” de términos tan imprecisos como democracia deliberativa y participativa así como con los diferentes diseños institucionales y procesos políticos que supusieron su desarrollo.

Los experimentos de participación citados anteriormente no sólo siguen teniendo aún una forma fluida y experimental sino que son también numerosos, priorizando ciertas cualidades sobre otras. Las nuevas prácticas parecen “existir inicialmente en un vacío institucional” (ibidem). Para reflexionar sobre las ventajas y desventajas específicas de los distintos experimentos, son especialmente interesantes unas características tales como: a) Inclusividad de los nuevos entornos participativos: puesto que los recursos para la movilización colectiva se reparten de forma desigual entre los distintos grupos sociales, en qué medida las áreas y grupos más pobres quedan excluidos de las nuevas instituciones del policy-making? Y, si los mismos participan, se escucha su voz? b) Cualidad discursiva del proceso: como de informado está el discurso? Existe una pluralidad de temas? c) Nivel de capacitación (empowerment) de los ciudadanos en el proceso de toma de decisiones: ¿Cuántos poderes de decisión tienen estos nuevos espacios? ¿En qué medidas se escuchan sus decisiones? ¿Y con qué efecto?

Movimientos sociales globales, esferas públicas y democracia deliberativa

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En los movimientos sociales se ha analizado especialmente un modelo deliberativo que radica en la participación como alternativa a la imposición de las decisiones desde arriba, considerado progresivamente deslegitimado en el input e ineficaz en el output. La difusión de experimentos relacionados con “otra” democracia se corresponde con la búsqueda, llevada a cabo normalmente de forma céntrica para los movimientos sociales, de modelos de democracia alternativos a la democracia representativa como concepción convencional en las instituciones de las democracias occidentales. De hecho, se ha remarcado varias veces que los movimientos sociales no sólo afirman la legitimidad sino también la primacía de una democracia que “invoca antiguos elementos de teoría democrática apelándose a una organización del proceso de toma de decisiones colectivo definido de distinta manera como democracia clásica, populista, comunitaria, fuerte, desde abajo, dirigida contra una práctica democrática dominante en las democracias contemporáneas y definida como realista, liberal, elitista, republicana o representativa” (Kitschelt 1993: 15).

Se ha comentado que la idea de democracia desarrollada por los movimientos sociales a partir de la década de los sesenta radica en criterios de democracia directa que rechaza el principio de la delegación considerándose el mismo como instrumento de poder oligárquico. Si en la democracia representativa la igualdad es formal (una persona, un voto), por su parte la democracia de los movimientos premia la intensidad de las preferencias, remarcando el papel de la participación. Si estos elementos perviven aún en los movimientos contemporáneos –aunque calmados por la reflexión autocrítica sobre la “tiranía de la falta de estructuras” (Freeman 1970; Breines 1989), relacionada con la dificultad de aplicación de esos principios— unos experimentos recientes como los foros sociales añaden a la concepción tradicional participativa de la democracia algunos elementos innovadores, explícita o implícitamente unidos a las concepciones de la democracia deliberativa, comunicativa o discursiva que han emergido recientemente en la teoría normativa.

Los movimientos sociales contemporáneos se caracterizan por tener una estructura mucho más “reticular” en comparación con los del pasado, por tener identidades tolerantes y múltiples repertorios de actuación. En el ciclo de protesta más reciente, que se tornó visible con las movilizaciones contra la OMC (Organización Mundial del Comercio) en Seattle en 1999, estas características se entrelazaron con una dimensión transnacional tanto es así que se llegó a hablar de un movimiento por la justicia global (della Porta 2007).

En 1999, las manifestaciones contra el Millennium Round de la OMC en Seattle marcaron el comienzo de una nueva oleada de “política callejera”. En efecto, a menudo se organizan manifestaciones masivas con ocasión de contracumbres definidas como espacios de “iniciativas de nivel internacional que se organizan durante las cumbres oficiales sobre los mismos temas si bien desde un punto di vista crítico, despertando las conciencias a través de la protesta y la información con o sin contactos con la versión oficial” (Pianta 2002, 35). Millones de personas tomaron la calle en la jornada internacional de protesta contra la guerra en Irak el 15 de febrero de 2003 (della Porta e Diani 2004; Waalgrave y Rucht 2010).

La protesta estuvo también relacionada con la construcción y el intercambio de conocimientos. En su estrategia, el movimiento asignó un valor notable a las capacidades y conocimientos alternativos para construir una esfera pública global. La relevancia de la

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comunicación queda confirmada aún más por la importancia que ha ido adquiriendo en el movimiento no sólo Internet sino también temas relacionados con el mismo, desde los derechos de autor hasta la censura. El énfasis sobre capacidades profesionales y contra-expertos caracterizan muchas asociaciones más formales pero también los think-tank (grupos de expertos) y los medios alternativos del movimiento. En todas partes, una organización líder del movimiento por la justicia global como Attac se presenta como un movimiento para educar a la gente mientras que el papel relevante de los comités científicos atestigua el interés por el conocimiento alternativo.

Las campañas contra las minas antipersona, NAFTA o MAI, las conferencias mundiales patrocinadas por Naciones Unidas y el Jubileo 2000 surgieron como ocasiones principales de agregación entre las organizaciones mayoritariamente institucionalizadas: ONG de desarrollo y derechos humanos, organizaciones sin ánimo de lucro religiosas y no religiosas, sindicatos de trabajadores y asociaciones medioambientales más amplias. En cambio, las marchas europeas contra el desempleo y la exclusión social, las actuaciones de solidaridad pro Zapatistas y los encuentros intergalácticos (en 1996 en Chiapas y en 1997 en España) así como más tarde las manifestaciones de Praga, Niza y Gotemburgo contra la UE, dieron cabida a una interacción entre grupos más radicales y sindicatos más críticos.

El ciclo de protesta sobre temas de justicia global, que se desarrolló en la década de 2000, supuso la movilización en cada país de múltiples redes activas en distintos temas: La red, estructura que abarca ya otros movimientos (especialmente los movimientos de las mujeres y pacifistas) en este caso se ha ido desarrollando en una versión incluso más reticular. Las nuevas tecnologías de la comunicación – en primer lugar Internet – no sólo han reducido sensiblemente los costes de la movilización posibilitando la puesta en marcha de estructuras ágiles y flexibles sino que han facilitado interacciones transversales entre diferentes áreas y movimientos. El interés tanto trans-temático como transnacional es algo nuevo en un panorama que parecía caracterizarse por la especialización de los movimientos sociales en temas específicos (a partir del tema de la mujer al medioambiental, de la paz al SIDA). En la década de los noventa, unas organizaciones procedentes de diferentes movimientos confluyeron en una serie de campañas de protesta que a menudo no se circunscribían a un solo país. Netzwerke, reti, redes, coordinadora, bund, tavoli, foros: son todos términos extendidos que designan nuevas organizaciones que no sólo posibilitaron la superposición de pertenencia a los distintos activistas sino también la convergencia en las mismas de varios actores colectivos. En efecto, los foros sociales, en todas sus variantes, representan el intento de crear unos espacios abiertos para el encuentro de individuos y grupos diferentes.

De hecho, los activistas de las movilizaciones relativas a la globalización parecen estar enraizados en un retículo especialmente denso de asociaciones partiendo de las católicas a las ecologistas, del voluntariado social a los sindicatos, de la defensa de los derechos humanos a la liberación de la mujer, perteneciendo a menudo sus miembros a varias asociaciones de tipo diferente. Un 97,6% de los manifestantes entrevistados en la movilización contra el G8 en Génova en 2001 declaró ser o haber sido miembro por lo menos de una asociación, un 80,9% por lo menos de 2, un 61% por lo menos de 3, un 38,1% por lo menos de 4, un 22,8% por lo menos de 5, un 12,6% de 6 ó más de 6 (Andretta, della Porta, Mosca y Reiter 2002, 184).

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Incluso la investigación sobre los activistas del Foro Social Europeo, que se celebró en Florencia en el año 2002 (della Porta, Andretta, Mosca y Reiter 2006) así como la investigación sobre el cuarto Foro Social Europeo, que tuvo lugar en Atenas en el año 2006 (della Porta 2009b; también della Porta y Caiani 2009), confirman una alta densidad de pertenencia asociativa, múltiple y plural.

Unas entrevistas con grupos de activistas han permitido poner de relieve una percepción positiva de la “pluralidad del movimiento”, con la inclusividad de grupos e individuos diferentes considerada como parte fundamental de la identidad del movimiento. La fuerza del movimiento se halla por lo tanto en su capacidad de “poner en red” a las asociaciones e “individuos”. La red no se define tan sólo como una sumatoria de grupos: de hecho es en la red misma donde el activista “conocerá a personas, establecerá relaciones, se hará comunidad….” (en Del Giorgio 2002, 92). El objetivo es sobre todo facilitar las relaciones, construyendo una red de individuos y asociaciones –como destaca un activista: “Una palabra que, a mi manera de ver, es clave para hacer política de manera distinta es el concepto de relación… es más importante la capacidad para que las relaciones vayan surgiendo y amplificando que la capacidad para que las mismas bajen desde arriba” (ibidem, 252).

Asimismo, la investigación empírica señala en los movimientos recientes, unos procesos de conexión (o enlace entre los esquemas -frame-) a escala transnacional y “trans-temática”. En las décadas de los ochenta y noventa, los movimientos pasaron por un proceso de especialización sobre unas reivindicaciones específicas. No sólo parecía que los nuevos movimientos sociales se habían desarrollado lejos de los sindicatos de trabajadores sino que dentro de estos movimientos, las organizaciones parecían haberse especializado en sub- temáticas, en las que habían desarrollado conocimientos y capacidades específicas.

En efecto, el movimiento por la justicia global ha planteado múltiples temas. Las preocupaciones por el medio ambiente, los derechos de las mujeres, la paz y las desigualdades sociales permanecen como características de los subgrupos o de las redes en la movilización sobre la globalización. La definición de “movimiento de movimientos” subraya la supervivencia de unas preocupaciones específicas y la no subordinación de un conflicto a otros. Las múltiples bases de referencia en términos de clase, género, generación, raza y religión parecen haber llevado hacia una dirección de identidades si no débiles ciertamente compuestas.

Sin embargo, entre las diferentes reivindicaciones de los distintos movimientos se ha establecido una conexión recíproca en el marco de un largo proceso de movilizaciones transnacionales. El movimiento por la justicia global se desarrolló a partir de las campañas de protesta sobre temas-puente (broker issues) que han ido conectando las demandas e identidades de distintos movimientos y organizaciones. En Suiza, la campaña contra la OMC vio la confluencia de okupas (squatters), activistas de derechos humanos y sindicatos de trabajadores. En Francia, la lucha contra los alimentos genéticamente modificados ha congregado a agricultores y ecologistas; los movimientos de los “sin” han supuesto una interacción entre los sindicatos de base y las organizaciones de desempleados, de los sin papeles y de los sin techo. El Jubileo 2000 juntó a ONG que se dedican a temas relacionados con el desarrollo y grupos religiosos de base. En el movimiento contra Maastricht en España

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(y más tarde en la campaña “50 años bastan”), los ecologistas y pacifistas se encontraron con los sindicatos. En Gran Bretaña, la oposición al Criminal Justice and Public Order Act involucró a viajeros, okupas, juerguistas (travellers, squatters, ravers) y ecologistas mientras que en la campaña contra el despido, los trabajadores portuarios se cruzaron en su camino con la red de acción directa Reclaim the Street.

En todas estas campañas, se han ido entrelazando fragmentos de culturas diferentes – seglares y religiosas, radicales y reformistas, generaciones de jóvenes y mayores – en un discurso más amplio que ha asumido el tema de la injusticia social (y global) como aglutinante, dejando a la vez amplios márgenes para poder ahondar en ellos de forma separada. A escala transnacional, las preocupaciones locales y globales se han relacionado con valores tales como la igualdad, la justicia, los derechos humanos y la protección medioambiental.

Plataformas, foros, coaliciones y redes han posibilitado el conocimiento recíproco y, a menudo, la comprensión. Aunque frecuentemente se haya destacado el carácter plural y diverso, en el discurso del movimiento se ha desarrollado un marco común (master frame) común alrededor de la reivindicación de justicia global y otra democracia. A la vez, el enemigo se ha identificado en la globalización neoliberal que no sólo caracteriza las políticas de las organizaciones financieras internacionales (Banco Mundial, FMI y OMC), sino también las decisiones políticas de las derechas nacionales e incluso de los gobiernos de izquierdas. Se les considera responsables de la creciente injusticia social y de sus efectos negativos sobre las mujeres, el medioambiente, sobre el sur del planeta, etc.

También el meta discurso de la búsqueda de nuevas formas de democracia es un aspecto común. Las campañas de protesta que se mencionaron anteriormente han consolidado una fuerte demanda de participación política a las que los partidos no parecen ya ser capaces de contestar. La protesta no sólo se ha desarrollado mayoritariamente en el exterior de los partidos sino que ha expresado también una fuerte crítica hacia las formas de democracia representativa. A pesar de una clara posición de izquierdas, del “solapamiento de pertenencia” (overlapping memberships) entre partidos y movimiento y del apoyo logístico brindado a la protesta por parte de organizaciones de partido, la investigación corrobora de todos modos la existencia de fuertes tensiones entre partidos y organizaciones del movimientos sociales. Si entre los activistas se percibe una gran confianza, más bien homogénea en términos espaciales, en los movimientos sociales y en las asociaciones voluntarias como actores de “otra” política, en cambio se detecta una desconfianza en las instituciones de la democracia representativa y en los partidos reflejando la percepción por parte de los activistas de que la “política desde abajo” es una alternativa a la concepción de la política representada por los partidos. La crítica que se les hace a los partidos —sobre todos a los más cercanos en potencia— va dirigida, incluso antes que a sus decisiones políticas concretas, a su concepción de la política como actividad para profesionales. Según emerge también de grupos de discusión (focus groups) llevados a cabo con activistas de foros sociales, la demanda de política coincide con una demanda de participación con respecto a unos partidos a los que se les acusa de haberse tornado en burocracias sin participación. Estigmatizados como portadores de una idea de política profesional, se considera que los

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partidos están, como mucho, interesados en sacar provecho, en términos electorales, del movimiento, negando de todos modos su politicidad. Se critica sobre todo la referencia que hacen los dirigentes de un partido, a “un movimiento pre-político que pide que se le escuche y traduzca en un proyecto y programa político por aquellos que hacen política en el sentido institucional de la palabra, desde las instituciones locales hasta las parlamentarias, y esto es peligrosísimo... el hecho mismo de que se insista mucho en destacar que se trata de un movimiento de jóvenes… recuerdo una entrevista al alcalde de Florencia después del Foro Social en la que decía ‘no se les puede pedir a estos jóvenes que expresen unos proyectos políticos, nos corresponde a nosotros interpretar’” (cit. en della Porta 2007).

Centrando la atención en el movimiento por una justicia global, el sondeo Demos – “Democracia en Europa y movilización de la sociedad”3 demostró que la cuestión de la democracia cobra otra vez un papel central habida cuenta de algunos desafíos tanto externos como internos. Antes de nada, el movimiento por una justicia global reacciona a unas transformaciones profundas en los sistemas representativos que abarcan las transferencias de poder de la escala nacional a la transnacional así como del Estado al mercado (della Porta 2007). Asimismo, la democracia interna es especialmente relevante para un movimiento heterogéneo (que de forma significativa se define como un “movimiento de movimientos”) aunando a varios grupos sociales y generacionales así como organizaciones del movimiento de distintos países, que trabajan activamente en distintos temas.

En efecto, el análisis de los documentos de 244 organizaciones del movimiento ha puesto de relieve que la mayoría de estas organizaciones menciona valores democráticos en sus propios documentos principales (della Porta 2009b). La participación aparece como uno de los puntos de referencia principales en las visiones de la democracia dentro de las organizaciones del movimiento – no tan sólo de las más “puras” sino también de sindicatos y partidos políticos de izquierdas – y que una tercera parte de los grupos analizados define en términos de valor específico. No obstante emergen unos principios suplementarios, especificando (y diferenciando) la concepción tradicional de la democracia participativa. Democracia deliberativa, principio de la rotación, mandato vinculante y otros límites a la delegación, se mencionan como valores organizativos internos a pesar de no estar especialmente extendidos (entre un 6% y 11%). Las referencias al proceso de toma de decisiones consensuales que no jerárquico son cada vez más extendidas (respectivamente un 17% y 16%) así como las referencias a la inclusión y autonomía de las estructuras organizativas descentralizadas y de las organizaciones que participan en varias redes del movimiento (entre un 21% y 29%). Si nos detenemos en los valores democráticos generales, cabe destacar que los documentos de mitad de la muestra se refieren a pluralidad, diversidad y heterogeneidad como valores democráticos importantes, situándose en un nivel muy cercano en comparación al de la participación tradicional. Aproximadamente una tercera parte de la muestra de documentos analizados menciona la igualdad mientras que valores 3 Cubriendo a Francia, Alemania, Gran Bretaña, Italia, España, Suiza y la dimensión transnacional, la investigación abarca un análisis de los documentos y páginas web de unas 250 organizaciones del movimiento por una justicia global, entrevistas semiestructuradas con representantes de esas mismas organizaciones, un sondeo sobre 1.200 participantes en el cuarto Foro Social Europeo (FSE) de Atenas del año 2006 y la observación participada de algunas organizaciones de movimiento a escala local (della Porta 2009a; della Porta 2009b; della Porta and Rucht está siendo preparado).

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como transparencia, inclusión y libertad individual se citan aproximadamente en una cuarta parte. En cambio, los valores de la democracia representativa son nombrados tan sólo por el 6% de las organizaciones consideradas.

Sin embargo, la investigación destaca la copresencia en el movimiento, de modelos diferentes de democracia. Los debates sobre qué democracia hay que fomentar dentro y fuera del movimiento giran alrededor de dos dimensiones principales. En primer lugar, las concepciones participativas que subrayan la inclusión de iguales atribuyendo especial relevancia a la asamblea como órgano de toma de decisiones abierto, se oponen a las que radican, en cambio, en la delegación de poderes a los representantes. Una segunda dimensión hace referencia al consenso/deliberación, distinguiendo las organizaciones que mencionan métodos de toma de decisiones en los que se les atribuye un papel específico a la discusión pública, al bien común, a las argumentaciones racionales y a la transformación de las preferencias. Éstos aspectos están especialmente enraizados y puestos en valor por el método de consenso que destaca la importancia del proceso de toma de decisiones de por sí antes que en los resultados de dicho proceso.

Muchas de las organizaciones y activistas que participan en este movimiento ponen sobre el tapete una innovación que concierne a una definición positiva —y a menudo institucionalmente estructurada— de la construcción del consenso en el proceso de toma de decisiones. En concreto, muchos grupos que están relacionados con el movimiento por una justicia global incluyen el consenso entre sus valores centrales. Los documentos y las entrevistas remarcan las cualidades deliberativas del movimiento como creación de espacios abiertos (della Porta 2009a y 2009b). El interés por la construcción del consenso y por el debate dotado de por sí de un valor positivo constituye la base de la autodefinición de muchos grupos como espacios abiertos, espacios permanentes de encuentro o “lugares que posibilitan un proceso de aprendizaje y experiencia en el que las distintas corrientes de una política progresista razonan una con otra encontrando una capacidad de actuación común” (Attac Germany 2001).

Algunos grupos llegan a establecer reglas específicas para un consenso que radica en una comunicación horizontal y gestión de conflictos a través de herramientas que comprenden “facilidad, varias señales realizadas con las manos, cambios de opinión y alternancia de división en pequeños grupos y reagrupación en grupos más amplios” (Dissent! – A Network of Resistance against the G8). Los facilitadores o moderadores tienen encomendada la función de incorporar a la discusión todos los puntos de vista además de aplicar las reglas para llevar a cabo una discusión correcta, desde el respeto del tiempo de intervención hasta el mantener un clima constructivo. De hecho, el método del consenso asume que “durante la discusión es preciso valorar el nivel de apoyo de los distintos miembros del grupo sobre una cuestión específica… El debate sigue adelante teniendo por objetivo el que se encuentre un punto de equilibrio entre las distintas opiniones a través de un método incremental encaminado a buscar una solución que satisfaga el mayor número posible de personas. El método del consenso anima a cada uno a que exponga las razones de todo desacuerdo, aclarando si está preparado para aceptar la decisión adoptada sin salirse del grupo. De esta manera, dicho método construye un ‘acuerdo en el desacuerdo’, puesto que

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todo desacuerdo se sitúa en el interior de un acuerdo más general sustentándose en el respeto y en la confianza mutua” (della Porta, Andretta, Mosca y Reiter 2006, 53-4). Así, por ejemplo, en Rete Lilliput (Red Lilliput) si una propuesta no consigue el consenso unánime, la discusión sigue adelante con el fin de encontrar una componenda (Veltri 2003 14). Este proceso radica en la “confianza, respeto, reconocimiento del derecho que le corresponde a cada uno a que se le escuche contribuyendo también al proceso de toma de decisiones, a una unidad de intentos y un compromiso sobre el principio de la cooperación” (Dissent! – A Network of Resistance against the G8 2008). En efecto, se considera que un método de decisiones consensuales es coherente con los principios de la no violencia y el respeto de las minorías (Veltri 2003).

Estas prácticas y valores se fomentan activamente a través de una intensa difusión transnacional. La experiencia zapatista de consulta permanente se menciona a menudo como fuente de inspiración al igual que el Foro Social Mundial, cuya carta fundamental tiende a presentarse en los foros sociales macro regionales y locales. La participación en campañas comunes constituye una ayuda para el proceso de aprendizaje recíproco (Reiter 2006, p. 249) mientras se van traduciendo a varios idiomas los documentos sobre las reglas del método del consenso, redactados por las organizaciones más comprometidas en esta materia, y organizando también talleres.

La referencia al consenso es especialmente prominente en las organizaciones más pequeñas en cuanto al número de miembros y recursos materiales, con estructuras asamblearias y una fuerte crítica a la delegación además de tener una estructura reticular laxa. Asimismo, el método del consenso está más presente en las organizaciones de más reciente creación así como en los grupos trasnacionales.

Si el método del consenso va ganando adeptos de manera extendida, sin embargo hay dos concepciones del mismo. Una concepción plural del consenso a través del diálogo caracterizando a menudo las organizaciones que tienen una red más reticular (redes de grupos e individuos) donde el consenso se considera como medio eficaz para salvaguardar la naturaleza plural del movimiento (Fruci 2003, 169). En las campañas de protesta en las que confluyen muchos grupos diferentes, esto permite trabajar sobre lo que une, respetando sin embargo las diferencias. Desde este punto de vista, la necesidad del consenso está relacionada con una apreciación positiva de la diferencia, vinculada a una visión inclusiva.

Por su parte, la concepción comunitaria del consenso entendido como manera para que emerja una especie de esencia del grupo es diferente. A menudo, en este caso el consenso está relacionado con métodos de decisión asamblearios teniendo un interés especial por la acción directa, la auto-organización y autonomía. En este supuesto, la visión de democracia es anti-jerárquica y horizontal, enmarcándose dentro de actuaciones de democracia directa, encaminada a evitar la creación de relaciones de poder. El consenso goza de gran consideración por su capacidad de realizar el cambio social no tan sólo a través de decisiones políticas sino también a través de una transformación profunda de la vida diaria (della Porta 2009a). El hecho de que se prefiera la discusión al voto ha de relacionarse con la concepción de política prefigurativa: mientras que “el consenso está encaminado a fortalecer lazos, confianza, comunicación y comprensión, en cambio, un proceso de toma de decisiones que se

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sustenta en el voto crea unos bloques de poder, unos juegos de poder y estrategias hegemónicas excluidas e incluidas, jerarquías, cobrando forma así aquellos valores a los que nos oponemos… Tenemos la posibilidad de volver a definir qué es la democracia para nosotros y hacer que esto se convierta en un ejemplo viviente para los demás” (London Social Forum 2003).

Conclusión

Por consiguiente, concepciones distintas de democracia son objeto de un análisis teórico experimentándose las mismas en la práctica. Los desafíos para la concepción liberal, que durante mucho tiempo se consideró hegemónica, llaman (o vuelven a llamar) la atención sobre concepciones participativas y/o deliberativas de la democracia. Se van desarrollando instituciones que encuentran equilibrios diferentes entre cualidades democráticas diferentes mientras que los movimientos sociales van experimentando con nuevos procedimientos. Al igual que para las demás cualidades de la democracia también la cualidad discursiva, si no criticada, ciertamente no es fácil de enraizar en normas y actuaciones y de integrar en otras concepciones (y cualidades) democráticas. Sin embargo, el interés creciente de estudiosos, movimientos e instituciones por el potencial de otros modelos de democracia certifica la aparición, en un momento de crisis percibida, también de nuevas oportunidades de innovación necesaria.

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