Doctor Jekill Y Mister Hyde

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EL DOCTOR JEKILL Y MISTER HYDE ROBERT LOUIS STEVENSON Ediciones elaleph.com

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LA AVENTURA DE LA PUERTA

Mister Utterson, el abogado, era un hombre deadusto semblante, jamás iluminado por una sonrisa;frío, parco y embarazado de discurso; tardo en laemoción; enjuto, largo, gris, polvoriento, nada ame-no, y, sin embargo, simpático. En reuniones deamigos, y cuando el vino era de su gusto, un no séqué, hondamente humano, se veía en sus ojos; algoque nunca llegó a exteriorizarse en palabras, peroque hablaba, no sólo a través de esos aspectos silen-ciosos de su fisonomía en la hora de la sobremesa,sino también, más a menudo y más alto, en los actosde su vida. Era austero para consigo mismo, a solas,bebía ginebra para mortificar su afición por los vi-nos buenos, y aunque gustaba del teatro, no iba a éldesde hacía veinte años. Tenía, en cambio, una grantolerancia para con los defectos del prójimo, admi-rando a veces, casi con envidia, la briosa vitalidadque suponían las fechorías de los demás; y puesto

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en un apuro, se decidía por la ayuda antes que por lareprobación. "Me inclino —solía decir, finamente—a la herejía de Caín; dejo a mi hermano que se vayaal diablo por el camino que más le guste". Por esotenía casi siempre el privilegio de que fuera la suyala última amistad honrosa y la última influenciabuena en la vida de los que marchaban hacia el des-peñadero, a los cuales, cuando solían llamar a supuerta, siempre los recibía con la faz inalterable dela amistad.

Fácil debía de ser tal empresa para mister Utter-son, porque era poco demostrativo aun en sus me-jores momentos, y hasta sus mismas amistades pa-recían fundarse sólo en esa generosa amplitud de subenevolencia. Es señal de hombre modesto aceptarde manos de la casualidad, hecho ya y trazado, elcírculo de sus amistades y tal le ocurría al abogado.Formaban las suyas su familia o las que había cono-cido desde más largo tiempo. Sus afectos, como lahiedra, eran meros crecimientos, obra de los años;no implicaban ninguna aptitud especial en el que lasinspiraba.

De ahí, sin duda, los lazos que lo unían conmister Richard Enfield, su pariente lejano, tan co-nocido en la sociedad londinense. Era para muchos

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un enigma qué es lo que cada uno de los dos podíaencontrar de interesante en el otro, o de qué po-drían tratar en común. Los que se topaban con ellosen sus paseos dominicales, decían que parecíanmortalmente aburridos y que habrían recibido comoun ansiado socorro la aparición de cualquier amigo.Pues, con todo, ambos ponían el mayor interés enesas excursiones, las preciaban como lo más gustosode cada semana, y, para no interrumpirlas, no sólorehusaban otras ocasiones de esparcimiento, sinoque hasta llegaban a desatender sus quehaceres.

Sucedió que en una de esas caminatas fueron adar a una callejuela de uno de los barrios más po-pulosos de Londres. La calle era corta y de las lla-madas tranquilas, pero de un activo comercio en losdías de trabajo. Se veía que sus moradores prospe-raban y que todos competían en la esperanza deprosperar aún más, gastando en coquetería el so-brante de sus ganancias; de suerte que las portadas yescaparates se mostraban a lo largo de la vía con unaire de invitación, como filas de sonrientes vende-doras. Hasta los domingos, cuando ocultaba susencantos más llamativos y que se quedaba casi de-sierta, resaltaba en contraste con la pardusca sucie-dad de las de sus inmediaciones, como una fogata

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en la umbría de un bosque; y con las puertas reciénpintadas, las chapas brillantes y la limpieza y alegríageneral de tono, atraía en seguida y recreaba los ojosde los viandantes.

Dos puertas más allá de la esquina, en la aceraizquierda, la entrada de un solar interrumpía la líneade la calle, y precisamente en aquel sitio, un ciertoedificio siniestro proyectaba el alero de su tejadosobre la calle. Era de dos pisos, no se veían en élventanas ni otra cosa que una puerta en la plantabaja, y sobre ella, como una cara sin ojos el murodeslucido del piso alto. Se notaba en todos los deta-lles la señal de un largo y sórdido abandono: lapuerta, despintada y llena de verrugas, no tenía lla-mador ni timbre; los vagos que se guarnecían en suumbral, usaban los cuarterones para encender fós-foros; los niños jugaban a las tiendas en el umbral;los chicos de la escuela habían probado en las mol-duras el filo de sus cortaplumas, y había pasado casiuna generación sin que se presentase nadie paraahuyentar a esos visitantes errabundos o para repa-rar sus estragos.

Mister Enfield y el abogado marchaban por laacera opuesta, y al llegar frente a la puerta, el prime-ro levantó el bastón, señalándola. —¿Ha reparado

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usted alguna vez en esa puerta? —dijo.—Y como su acompañante contestase que sí,

prosiguió:—Me trae el recuerdo de una aventuramuy rara.

—¿De veras? —dijo mister Utterson, con unaleve alteración en la voz—. ¿y qué fue esa aventura?—Pues verá usted. Volvía yo a mi casa, desde unsitio en el fin del mundo, a eso de las tres de unanegrísima madrugada de invierno, y seguía mi cami-no por una parte de Londres donde no se veía ab-solutamente otra cosa que los faroles del alumbra-do. Calle tras calle, y todo el mundo dormido...; unacalle tras otra, todas iluminadas como para el pasode una comitiva y desiertas como una iglesia..., hastaque al fin, llegué a encontrarme en ese estado deánimo en que se pone uno a escuchar, y se aguza eloído, y se empieza a ansiar la vista de un polizonte.De pronto vi dos figuras: una, un hombrecito quemarchaba de prisa, la otra, una niña de ocho o diezaños, que venía a todo correr por una calle transver-sal; los dos chocaron al llegar al cruce. Y aquí vienelo horrible del caso: el hombre pasó, pisoteandocon toda calma el cuerpo de la criatura, y la dejódando alaridos en el suelo. Contado así, parece pocacosa; pero verlo fue horrible. No parecía acto de un

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ser humano, sino de un Juggernaut infernal. Le gri-té, eché a correr, me apoderé de mi hombre y lohice volver hasta el sitio donde se había formado ungrupo alrededor de la niña, que sollozaba. El hom-bre estaba perfectamente tranquilo y no hizo resis-tencia; pero me echó una mirada tan aviesa, que meprodujo un sudor frío. Los que allí se encontrabaneran de la familia de la víctima, y a poco se presentóel médico, en busca del cual había salido la niña desu casa.

"Pues bien: el accidente no tenía importancia:un mero susto, según el galeno; y aquí supondráusted que se acabará el cuento. Pero había una cir-cunstancia rara: al primer golpe de vista había yosentido un intenso aborrecimiento por aquel hom-bre; lo mismo le había ocurrido a la familia de laniña, cosa que nada tenía de extraño; pero lo queme pasmó fue el caso del médico. Era el tipo co-rriente del boticario, sin edad definida, incoloro, conun fuerte acento de Edimburgo, y tan emotivo co-mo una gaita. Pues oiga usted: estaba como todosnosotros, y cada vez que miraba a mi prisionero, sele veía palidecer y atragantarse como con ganas dematarlo. Leía yo sus pensamientos como él los mí-os; y puesto que no podíamos optar por un asesi-

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nato, hicimos lo único que cabía hacer. Le dijimosque estábamos resueltos a armar tal escándalo quesu nombre iba a correr de boca en boca por todoLondres; que si tenía alguna amistad o algún presti-gio que perder, corría de nuestra cuenta que losperdiese.

"Y a todo esto, mientras lo acorralábamos, te-níamos que contener, a duras penas, a las mujeres,frenéticas como arpías, para que no se arrojasensobre él. Jamás he visto un odio como el que sepintaba en aquel cerco de caras furibundas; y en elcentro estaba el hombre, con una especie de torva einsolente frialdad, atemorizado, pero aguantando elchubasco como un Satanás. "Si ustedes han decidi-do sacar dinero a costa de este percance casual —dijo— me tengo, naturalmente, que someter. Todocaballero tiene que hacer lo posible para evitar unescándalo. ¿Cuánto es? ” Logramos arrancarle cienlibras esterlinas para la familia de la niña.

Claro es que hubiera querido zafarse; pero habíaen todos nosotros algo tan amenazador que, al fin,capituló. Inmediatamente había que posesionarsedel dinero, ¿y dónde creerá usted que nos llevó?Pues a esa casa; sacó una llave, entró, y a poco vol-vió a salir con unas diez libras en oro y el resto en

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un cheque contra el banco de Coutts, firmado alportador con un nombre que no debo mencionar,pues es una de las sorpresas de mi cuento; pero diréque era un nombre conocidísimo y que se ve a me-nudo en letras de molde. La cantidad era fuerte; pe-ro la firma, si era auténtica, valía mucho más.

"Me permití insinuar a nuestro caballero quetodo aquello tenía trazas de un fraude, y que no eslo corriente que uno entre por la puerta de un sóta-no a las cuatro de la mañana y salga con un chequede cien libras firmado por otra persona. Pero él se-guía tan fresco y burlón. "Tranquilícese —me di-jo—; me quedaré con ustedes hasta que se abra elbanco, y yo mismo cobraré el cheque". Con eso nospusimos en marcha el médico, el padre de la niña, elhombre y yo; pasamos en mi casa el resto de la no-che, y al día siguiente, después de desayunar, nosfuimos en comitiva al banco. Presenté yo mismo elcheque, y dije que tenía mis razones para creer queera falso. Nada de eso: el cheque era legítimo.

—Vaya, vaya... —murmuró mister Utterson.—Veo que piensa usted como yo prosiguió

mister Enfield—. Sí, es un mal cuento. Porqueaquel hombre era de esos con los que nadie puedeandar en tratos, un ser verdaderamente diabólico, y

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la persona que firmó el cheque es la espuma de lahonorabilidad; célebre además y, lo que hace el casopeor, uno de esos que se dedican a lo que llamanhacer el bien. Se trata de un chantaje, me figuro; unbuen hombre, a quien están exprimiendo por algúnextravío de su mocedad. Por eso llamo la "casa delchantaje” a esa puerta. Pero aun eso no basta, comousted ve, para explicarlo todo —añadió, y permane-ció largo rato pensativo.

De su distracción vino a sacarle mister Utter-son, preguntando de pronto:_¿Y no sabe usted si elfirmante del cheque vive ahí? —¡Vaya un sitio apropósito! He visto en alguna parte su dirección, ycreo que vive en no sé qué plaza...

_¿Y no ha preguntado nada... acerca de esapuerta? —No —replicó mister Enfield—, sentía unescrúpulo. Tengo gran aversión a eso de andar ha-ciendo averiguaciones; tiene mucho de la fatalidaddel juicio final. Pone uno en marcha una pregunta, yes lo mismo que empujar una piedra. Está ustedsentado plácidamente en lo alto de un monte, y alláva la piedra, poniendo otras en movimiento, y a lomejor, un pobre infeliz, el que menos se podía unoimaginar, recibe el coscorrón en la cabeza, en elpropio jardín de su casa, y su familia tiene que cam-

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biar de apellido. No, señor; he hecho de ello unaregla; cuanto más huele a chamusquina, menos pre-guntas.

—Muy buena regla, por cierto—dijo el aboga-do. —Pero yo mismo he estudiado estos lugares.En realidad, apenas parece una casa. No tiene nin-guna otra puerta, y nadie entra ni sale por ella, a noser, muy de tarde en tarde, el caballero dé mi aven-tura. Hay tres ventanas en el primer piso, que dan alcallejón; en el bajo, ninguna; las ventanas estánsiempre cerradas, pero limpias. Y, además, hay unachimenea, de la que ordinariamente sale humo; asíes que alguien debe vivir ahí. Y, sin embargo, no esseguro, porque los edificios están tan pegados unosa otros por el lado del callejón, que es difícil decirdónde acaba uno y dónde empieza el de al lado. Lapareja prosiguió su paseo en silencio hasta quemister Utterson dijo:—Enfield, es una buena reglala suya.

—Así lo creo —contestó el otro. —Y, sin em-bargo —continuó el abogado—, hay un punto so-bre el que tengo que preguntar: necesito saber elnombre del que pisoteó a la niña.

—Bien; no veo ningún inconveniente: se llama-ba Hyde.

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Mister Utterson carraspeó:—¿Y qué aspecto te-nía? —No es fácil describirlo. Hay no sé qué en suaspecto que no es normal; algo desagradable, fran-camente detestable. Jamás he visto a nadie que meinspirase tal repulsión y, sin embargo, apenas sé porqué. Debe tener alguna deformidad; da una impre-sión de cosa contrahecha, aunque no puedo especi-ficar en qué consiste. Es un hombre de aspecto ex-traordinario y, a pesar de eso, no puedo decir quetenga nada que se salga de lo corriente. No, señor,no acierto a describirlo. Y no es por falta de memo-ria, porque parece que lo estoy viendo. MisterUtterson echó a andar otra vez silencioso, y evi-dentemente, preocupado. —¿Está usted seguro deque empleó una llave? .—pregunto al fin.

—¡Amigo mío!... —exclamó mister Enfield,sorprendido y desconcertado.

—Si, ya sé que debe parecerle extraño. La ver-dad que si no pregunté el nombre de la otra personaha sido porque ya lo sabía. Ya ve, Richard, que sucuento ha dado en el blanco. Si no ha sido exactoen algún pormenor, convendría que lo rectificase.

—Creo que debía usted haberme prevenido —contestó el otro con un asomo de enfado—, perohe sido pedantescamente exacto, como usted dice.El individuo tenía una llave. Y aun hay más: la tiene

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individuo tenía una llave. Y aun hay más: la tienetodavía y se la he visto usar aun no hace una sema-na.

Utterson suspiró profundamente, y mister En-field continuó:—He aquí otra lección para no soltarla lengua. Estoy avergonzado de mi charlatanería.Hagamos un pacto de no hablar más de este asunto.

—Con toda mi alma—dijo el abogado—, tratohecho, Richard.

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EN BUSCA DE MISTER HYDE

Al oscurecer, llegó mister Utterson a su casa desoltero, con el ánimo abatido, y se sentó a comer singanas. Los domingos era costumbre suya, al acabarla comida, arrellanarse en una butaca junto al fuego,con un libro de áridas disquisiciones teológicas en elatril, hasta que sonaban las doce en el reloj de laiglesia vecina, y entonces, satisfecho y edificado, seiba a la cama. Aquella noche, sin embargo, apenaslevantados los manteles, tomo una vela y se enca-minó a su despacho; abrió una caja de caudales, sa-có del rincón más escondido un pliego, en cuyo so-bre se leía: "Testamento del doctor JekyIl”; y sen-tándose, con aire preocupado, se puso a leerlo. Eltestamento era ológrafo, porque él, aunque se habíaencargado de su custodia, no había querido tomar lamenor parte en su ejecución. En él se disponía que

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al ocurrir el fallecimiento de Henry Jekill, doctor enderecho, doctor en letras, miembro de la SociedadReal, etc., etc., todo cuanto poseía debería pasar aser propiedad de su amigo y bienhechor EdwardHyde, y también que, en caso de "desaparición oausencia inexplicada del doctor Jekill, por un perío-do mayor de tres meses", el dicho Edward Hydeentraría, sin más trámite, en posesión de todos losbienes, libre de toda carga u obligación, fuera delreparto de algunos legados insignificantes entre laservidumbre del doctor. Este documento había si-do, desde mucho tiempo atrás, la pesadilla de Utter-son. Le ofendía a la vez como letrado y como hom-bre amante de los caminos ordinarios y trillados dela vida, que consideraba lo original como inmodes-to. Y si hasta entonces había sido la ignorancia dequién pudiera ser mister Hyde lo que aumentaba suindignación, ahora, por un cambio repentino, era elsaberlo. Mal estaba cuando aquel nombre no eramás que un mero apelativo, del cual nada más podíaaveriguar; mucho peor, cuando empezaba a reves-tirse de odiosos atributos; y de las brumas tenues yvagas que por tanto tiempo habían burlado su mira-da, se destacaba, definida y precisa, la presencia deun malvado.

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—Creía que era locura —se dijo al guardar eldocumento en la caja—, y ahora empiezo a temerque sea deshonor.

Con esto sopló la bujía, se puso un gabán y salióen dirección de Cavendish Square, ese emporio dela medicina, donde su amigo, e) famoso doctorLanyon, tenía su morada y recibía a la muchedum-bre de sus clientes.

—De saberlo alguien —había pensado—,Lanyon lo sabe. El solemne mayordomo lo conocíay lo acogió con cortesía. No se le hizo guardar ante-sala, y desde la puerta fue conducido al comedor,donde el doctor Lanyon estaba solo, de sobremesa,saboreando una copa de licor. Era un señor saluda-ble, inquieto, de rubicunda faz, con un mechón depelo prematuramente blanco y ademanes enérgicosy ruidosos. Al ver a Utterson, saltó de la silla y leestrechó ambas manos. La cordialidad de aquelhombre tenía, a primera vista, algo de teatral; peronacía de un sentimiento sincero. Porque ambos eranviejos amigos, compañeros de escuela y de universi-dad, sintiendo los dos recíproco respeto, y, lo queno es siempre una obligada consecuencia, gozabanen su mutua compañía.

Después de hablar de todo un poco, el abogado

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fue llevando la conversación hacia el asunto que tandesagradablemente lo preocupaba.

—Me parece, Lanyon —dijo—, que tú y yo de-bemos de ser los dos amigos más viejos de HenryJekill.

—¡Ojalá no fuésemos tan antiguos! —contestóriéndose el doctor Lanyon—. Pero creo que así es.¿Y qué hay con eso? Ahora lo veo muy rara vez.

—¿De veras? Yo creía que teníais cosas en queos interesabais los dos.

—Las teníamos. Pero hace ya más de diez añosque Henry Jekill se fue haciendo más fantástico delo que yo podía aguantar. Empezó a torcerse, a tor-cerse intelectualmente, y aunque, por supuesto, meintereso por él en gracia a la vieja amistad, comosuele decirse, lo he visto y lo veo poquísimo. Talgalimatías anticientífico —añadió el médico, enroje-ciendo de pronto— habría indispuesto a Damóncon Pythias.

Este ligero desahogo de cólera tranquilizó algo amister Utterson. "Estos —pensó— no han regaña-do más que por alguna cuestión de ciencia", y comoera hombre que no sentía las pasiones científicas—excepto en materia de transmisiones de dominio—,se permitió añadir para sus adentros: "No ha sido

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por cosa que valga la pena". Dejó pasar unos se-gundos para que su amigo se serenase, y abordó lacuestión que había ido a dilucidar:—¿Has tropezadoalguna vez con un protegido suyo, un tal Hyde? —¿Hyde? —repitió Lanyen—. No, nunca oí hablarde él, al menos en mi tiempo.

Y esas fueron todas las noticias que se llevóconsigo a la cama, grande y sombría, en la cual diovueltas de un lado a otro hasta que fueron pasandolas primeras horas de la madrugada. Fue una nochede menguado reposo para su atareada mente, quetrabajaba en densas tinieblas y envuelta en interro-gantes.

Dieron las seis en el reloj de la iglesia que tancerca estaba de la casa de Utterson, y aun seguíaéste buceando en el problema. Hasta entonces, sólola inteligencia se había empeñado en resolverlo; pe-ro ahora también la imaginación entraba en juego o,mejor dicho, quedaba aprisionada; y mientras yacíay se agitaba en la espesa oscuridad de la noche y dela encortinada habitación, el cuento de mister En-field pasaba ante sus ojos como una sucesión decuadros iluminados. Veía el vasto panorama de lu-ces de una ciudad en la noche, la figura de un hom-bre que marchaba de prisa, la de una niña que salía

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corriendo de la casa de un médico, y aquel Juger-naut con figura de hombre que pisoteaba a la niñadespués de atropellarla y proseguía su marcha sinhacer caso de los gritos de su víctima. Otras vecesveía el salón de una casa suntuosa, donde su amigo,dormido, soñaba y sonreía; y de pronto la puerta seabría, las cortinas del lecho se separaban de un ti-rón, el durmiente era despertado, y... allí estaba a sulado quien tenía poder, aun en aquella hora noctur-na, para obligarlo a que se levantase y a cumplir susórdenes. La figura principal en esas dos escenas per-siguió al abogado como una obsesión durante todala noche; y si en algún momento llegaba a adorme-cerse, no era sino para seguir viéndola deslizarse,furtiva y cautelosa, a través de casas donde tododormía, o, marchar cada vez más rápida, hasta pro-ducir vértigo, por los inmensos laberintos de unaciudad llena de luces; y la cual, en cada esquina, pi-soteaba una niña y la dejaba chillando.

Y con todo, aquella figura no tenía una cara porla cual pudiera conocerla; hasta en los sueños le fal-taba la cara, o la tenía tal que se burlaba de él, des-vaneciéndose cuando la miraba. Y así fue cómo sur-gió en Utterson una curiosidad intensa, desenfrena-da, por contemplar la fisonomía del verdadero mis-

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ter Hyde. Pensaba que si una vez no más le fueradado mirarlo bien, se aclararía el misterio, o acaso.desapareciese del todo, como suele ocurrir con lascosas misteriosas cuando se las mira de cerca. Quizápudiera él ver una razón que explicase la extrañapreferencia o servidumbre —llámesele como sequiera— de su amigo, y hasta las insólitas cláusulasdel testamento. Y, cuando menos, sería una cara quevaldría la pena de que se la viese: la cara de unhombre en cuyo corazón no existía la misericordia;una cara que sólo con dejarse ver, era capaz de quesurgiera en el espíritu impasible de Enfield un odioinextinguible.

Desde aquel día comenzó Utterson a rondar lacalle de las tiendas. Por la mañana, antes de las ho-ras de oficina; a mediodía, cuando eran mayores susocupaciones y el tiempo más escaso; de noche, bajola brumosa faz de la luna londinense; a todas lasluces y a todas las horas de soledad o de tráfago, seencontraba el abogado en el puesto que había esco-gido. —Si él es mister Hyde—se había dicho—, yoseré mister Seek.

Y al fin vio su paciencia recompensada. Fue unanoche fría, pero serena; la atmósfera parecía helada;las calles, limpias como un salón de baile; las luces

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de gas, inmóviles en él aire tranquilo, proyectabandibujos regulares de claridades y sombras. A lasdiez, cuando se cerraban los comercios, quedábasela calle muy solitaria y silenciosa, a pesar del sordofragor de Londres, que llegaba de todas partes. Sepercibían de lejos hasta los sonidos más tenues; losruidos de las casas vecinas se oían con claridad des-de ambas aceras, y el rumor de los pasos de un tran-seúnte que se acercaba le precedía largo rato. MisterUtterson llevaba algunos minutos en su puestocuando oyó un ruido de pasos, raros y ligeros, dealguien que se iba aproximando. En el transcurso desus guardias nocturnas se había acostumbrado alcurioso efecto con que las pisadas de una sola per-sona, muy lejana aun, se aíslan y destacan de prontodel vasto zumbido rumoroso de la ciudad y, sin em-bargo, nunca había atraído su atención de aquelmodo tan definido y enérgico, y por eso, con unsupersticioso presentimiento de triunfo se guarecióen la entrada del callejón.

Los pasos se acercaban rápidamente, y su rumorcreció de repente cuando doblaron la esquina. Mis-ter Utterson, atisbando desde su escondite, pudover en seguida la clase de hombre con quien teníaque habérselas. Era de corta estatura y vestido muy

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modestamente, y, aun desde aquella distancia, pro-dujo en el abogado una inexplicable repulsión. Sedirigió en derechura hacia la puerta, cruzando la ca-lle en diagonal para ganar tiempo. A1 acercarse, sa-có la llave del bolsillo como quien llega a su casa.

Mister Utterson se adelantó y le tocó en elhombro al pasar.

—¿Es usted mister Hyde? Mister Hyde se echóhacia atrás sobresaltado; pero el temor fue sólomomentáneo, y, aunque sin mirar al abogado a lacara, contestó con cierto desparpajo:—Así me lla-mo. ¿Qué quiere usted? —He visto que iba usted aentrar... Soy Utterson, un antiguo amigo del doctorJekill, de la calle de Gaunt; ya me habrá usted oídonombrar..., y encontrándole a usted tan a tiempo, hepensado que me permitiera entrar.

—No hallaría usted al doctor Jekill; no está encasa —respondió mister Hyde, sin levantar aún lavista—. ¿Cómo me ha conocido usted? —pregun-tó.

—A su vez —dijo Utterson—, ¿quiere ustedhacerme un favor? —Con mucho gusto, ¿de qué setrata? —¿Quiere usted permitirme que le vea bien lacara? Mister Hyde pareció vacilar, y luego, comoobedeciendo a una súbita reflexión, irguió la cabeza

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con aire de desafío, y los dos se estuvieron mirandofijamente durante unos segundos.

—Ahora ya le reconoceré a usted —dijo Utter-son— Puede ser de utilidad.

—Sí —afirmó mister Hyde—. Está bien quenos hayamos conocido; y, "a propos", quiero quesepa usted mi dirección.

E indicó al abogado un número y el nombre deuna calle en el Soho.

—¡Santo Dios! —exclamó para sí mister Utter-son— ¿Acaso habrá estado pensando también en eltestamento? Pero se guardo sus pensamientos y selimitó a balbucear las gracias.

—Y ahora —dijo el otro—, ¿cómo me ha co-nocido usted? —Por descripción.

—¿Hecha por quién? —Tenemos amigos co-munes.

—¡Amigos comunes! —repitió mister Hyde.—¿Quiénes son? ...

—Jekill, por ejemplo.—¡Nunca le ha hablado a usted de mí! —ex-

clamó mister Hyde, rojo de ira—. No le creía a us-ted capaz de mentir.

—Vamos... —dijo mister Utterson—, ese no esun lenguaje decoroso.

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Dio el otro un gruñido, que acabó en una sal-vaje risotada; y en un instante, con rapidez pasmosa,había abierto la puerta, y desaparecido dentro de lacasa.

Al quedarse solo, el abogado permaneció inmó-vil, como una imagen de la ansiedad. Después echóa caminar, pausadamente, calle arriba, deteniéndosecada dos pasos y llevándose la mano a la frente,como sumido en honda perplejidad. E1 problemaque así iba debatiendo mientras se alejaba, era delgénero de los que rara vez se resuelven. MisterHyde era pálido y desmedrado, producía una impre-sión de deformidad, sin que se pudiera precisar nin-gún defecto de conformación; tenía una sonrisa de-sagradable; se había conducido con el abogado conuna especie de criminal mezcla de timidez y de au-dacia, y hablaba con una voz opaca, baja y entre-cortada; todas esas cosas iban en su contra; perotodas ellas juntas no bastaban para explicar la aver-sión, el odio y el espanto con que mister Utterson lorecordaba. “Tiene que haber algo más —se decía,perplejo—. Hay algo más, aunque no encuentropalabra que aplicarle. ¡Si ese hombre no parece cosahumana! Diría que tiene algo de troglodita. ¿O serála mera emanación de un alma inundada que rezu-

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ma a través del barro que la contiene y la transfigu-ra? Quizá sea eso, porque si alguna vez, ¡ay, mi po-bre Harry Jekill! , he leído en una cara la firma deSatán, ha sido en la de tu nuevo amigo"A la vueltade la esquina, saliendo de la travesía, había una plazade bellas casas antiguas, ya decaídas, por la mayorparte, de su pasada grandeza, y que se alquilaban,por pisos y cuartos, a toda clase y condición degentes: grabadores de mapas, arquitectos, oscurosabogados y agentes de empresas no menos oscuras.Una de ellas, sin embargo, la segunda desde la es-quina, estaba todavía ocupada por entero; y a lapuerta de aquella mansión—que ostentaba un granaspecto de regalo y riqueza, aun sumida como esta-ba en la oscuridad, sin otra luz que la que salía porla banderola de la puerta de entrada— se detuvo yllamó mister Utterson. Abrió un sirviente anciano,muy bien trajeado.

—Poole —dijo el abogado—, ¿está el doctorJekill? —Voy a ver, mister Utterson —contestóPoole, haciendo pasar al visitante a un espacioso yconfortable hall, de techo bajo, con piso de mosai-co, calentado, a estilo de casa de campo, por unaresplandeciente chimenea y amueblado con costo-sos arcones de roble.

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—¿Quiere el señor aguardar aquí, junto al fue-go, o prefiere que encienda la luz en el comedor? —Aquí, muchas gracias —contestó mister Utterson.

Y acercándose al fuego, se apoyó en la alta verjade metal que lo protegía. Este hall, en el que se que-dó solo, era un capricho favorito de su amigo eldoctor, y el mismo Utterson hablaba de él como lahabitación más agradable de Londres. Pero aquellanoche sentía escalofríos que le helaban la sangre; lacara de Hyde persistía, obstinada, en su memoria;experimentaba —cosa rara en él— como una náu-sea y un desgano de vivir; y en la negrura de su hu-mor, le parecía ver algo amenazador en los reflejostrémulos del fuego sobre el pulimento de los mue-bles y en los inquietos saltos de las sombras pro-yectadas sobre el techo. Se sintió avergonzado de latranquilidad que le produjo la vuelta de Poole paraanunciarle que el doctor Jekill había salido.

—He visto entrar a mister Hyde por la puertade la antigua sala de disección. ¿Está eso bien, Poo-le, cuando no se halla en casa el doctor Jekill? —Perfectamente, mister Utterson. Mister Hyde tienela llave.

—Al parecer, Poole, su patrón tiene gran con-fianza en ese hombre —prosiguió, abstraído.

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—Sí, señor, mucha. Todos tenemos orden deobedecerle.

No creo haberme nunca encontrado aquí conmister Hyde, ¿verdad? —No, señor. Jamás cena encasa —replicó el mayordomo—. A decir verdad,por esta parte de la casa vemos muy poco; casisiempre entra y sale por el laboratorio.

—Buenas noches, Poole.—Buenas noches, mister Utterson.Y el abogado echó a caminar hacia su casa con

el corazón oprimido. "¡Pobre Henry Jekill! —pen-saba—: me temo que andas en malos pasos. Eraalocado en su mocedad; cierto es que ya hace mu-cho tiempo de eso; pero en la ley de Dios no existeel capítulo de las prescripciones. ¡Ay! , eso debe deser: el espectro de algún viejo pecado, el cáncer dealguna vergüenza oculta, el castigo que llega, pedeclaudo, cuando la memoria ha olvidado ya, y nuestrapropia indulgencia ha perdonado la falta". Y alar-mado por esta idea, se puso a rumiar en su propiopasado, palpando en los recovecos de su memoria,con el temor de que saliera a luz inesperadamentealgún antiguo pecado. Su pasado puede decirse queestaba limpio; pocos eran los que podían leer losarchivos de sus vidas con menos aprensión; y, sin

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embargo, se humillaba hasta el polvo por las mu-chas cosas malas que había hecho, y volvía a elevar-se después a un estado de serena y temerosa grati-tud por las muchas que había estado a punto de ha-cer y, al fin, evitado. Volviendo entonces al temaanterior, vislumbró un destello de esperanza. "Estecaballero Hyde —pensó—, si se le estudiase, tieneque tener secretos de su propia cosecha, secretosnegros, y tales que, comparados con ellos, los peo-res del pobre Jekill serían como rayos de sol. Lascosas no pueden seguir así. Me da frío pensar en eseengendro deslizándose como un ladrón hasta la ca-ma de Harry. ¡Pobre Harry; qué despertar! Y elpeligro que hay en ello; porque si este Hyde sospe-cha la existencia del testamento, puede entrarle im-paciencia por heredar. Sí; tengo que arrimar elhombro al carro... si Jekill me deja —añadió—, siJekill quiere dejarme". Porque una vez más veía ensu imaginación, claras como en un espejo, las extra-ñas cláusulas del testamento.

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EL DOCTOR JEKILL ESTABATRANQUILO

Un par de semanas después quiso la buenasuerte que el doctor diese una de sus deleitosas co-midas a cinco o seis viejos amigotes, todos inteli-gentes, hombres de reputación y todos capacitadospara juzgar un buen vino; y mister Utterson se arre-gló de modo que se quedó cuando los demás se fue-ron. Lejos de ser cosa insólita, ocurría esto muy amenudo. De la cual mister Utterson gustaba, gusta-ba de veras. Los anfitriones se complacían en rete-ner al seco jurisconsulto cuando los frívolos y loshabladores tenían ya el pie en el umbral; les agrada-ba descansar un rato en su discreta compañía y pre-pararse para la soledad, despejando sus espíritus enel gustoso silencio de aquel hombre, después deldesgaste y el esfuerzo de la francachela. No hacíaexcepción a esta regla el doctor Jekill; y mientrasestaba sentado junto a la chimenea, un cincuentón

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alto, buen mozo, de rostro sereno, quizá con algocomo una sombra de disimulo, pero con todos losrasgos de la inteligencia y la bondad, mostraba en lamirada un cordial y caluroso afecto por misterUtterson.

—He estado esperando para hablarte, Jekill —comenzó el último—. ¿Te acuerdas de aquel testa-mento tuyo? Podía verse que el tema era desagrada-ble; pero el doctor lo siguió, sin perder su buen hu-mor—Mi buen Utterson —dijo—, tienes desgraciaconmigo como cliente. Jamás he visto a nadie tanasustado como te vi a ti por mi testamento; a no seraquel rígido pedante de Lanyon, ante lo que él lla-maba mis herejías científicas... Sí, ya sé que es buenapersona, no necesitas enfurruñarte, una excelentepersona, y siempre estoy pensando en que nos vea-mos más a menudo; pero, con todo, es un pedan-tón, ignorante y vocinglero. Con nadie he sufridoun desengaño mayor que con él.

—Ya sabes que nunca estuve conforme conaquello —prosiguió Utterson, dando de lado brus-camente el tema. —¿Mi testamento? ... Sí, es verdad;lo sé —dijo el doctor con cierta sequedad—. Ya melo has dicho.

—Bueno; pues te lo vuelvo a decir. He sabido

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ciertas cosas del joven Hyde.Palideció hasta los labios el semblante, hermoso

y varonil, del doctor Jekill, y una sombra pasó porsus ojos.

—No me interesa oír más —dijo—. Creía quehabíamos convenido en no hablar más de eseasunto.

—Lo que he oído es abominable.—No puede modificar nada. Tú no compren-

des mis circunstancias —contestó el doctor concierta incoherencia en el tono—. Estoy en una si-tuación penosa, Utterson; mi posición es muy ex-traña... muy extraña. Es uno de esos asuntos que nose arreglan porque se hable de ellos.

—Jekill —dijo Utterson—, tú me conoces; soyhombre en el que se puede fiar. Cuéntame lo que tepasa, y no dudo de que te sacaré de apuros.

—Mi buen Utterson, eres la bondad misma, laesencia de la bondad, y no sé cómo agradecértelo.Estoy seguro de lo que dices; confiaría en ti más queen nadie en el mundo; sí, más que en mí mismo, sime dieran a escoger. Pero no es lo que tú te figuras,no es tan malo como todo eso; y precisamente paratranquilizar tu buen corazón, voy a decirte una cosa:en el instante en que yo quiera, puedo desembara-

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zarme de mister Hyde. Y no voy a añadir sino unapalabra más, que espero, Utterson, que no tomes amal; esta es una cuestión privada, y te ruego quedejes todo como está. Utterson reflexionó un rato,mirando al fuego. —No dudo de que tienes razón—dijo al fin, poniéndose de pie. —Bueno; pero yaque hemos tratado de ello, y espero que por últimavez, hay un punto que quisiera que entendieses bien.Es cierto que tengo un gran interés por el pobreHyde. Ya sé que lo has visto, él me lo ha dicho, ytemo que haya estado grosero. Pero, verdadera-mente, tengo un grande, un grandísimo interés porese joven; si me muero, Utterson, quiero que meprometas que serás indulgente con él y que sosten-drás sus derechos. Creo que lo harías si lo supierastodo, y me quitarías un peso de encima si me loprometieses.

—No puedo decir que llegará nunca a gustarme.—No pido eso —dijo Jekill en tono suplicante,

tomando al abogado por el brazo—. Sólo pido jus-ticia; sólo pido que lo ayudes, por mí, cuando yo noesté aquí ya.

Utterson dejó escapar un suspiro, y dijo:—Bien,te lo prometo.

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EL ASESINATO DE CAREW

Aproximadamente un año después, en octubrede 18..., todo Londres fue sorprendido por un cri-men de una extraña ferocidad, aun más resonantepor la alta posición de la víctima. Los detalles eranpocos, pero fuera de lo común y corriente.

Una sirvienta que vivía sola en una casa no lejosdel río, había subido a su cuarto, para acostarse, aeso de las once de la noche. Aunque después, a lamadrugada, la ciudad se envolvió en niebla, en lasprimeras horas de la noche el cielo estaba limpio, yla calleja a la cual daba la ventana del cuarto aparecíabrillantemente iluminada por la luna llena. Sin duda,tenía la doncella una cierta predisposición románti-ca, porque se sentó, arrobada en vagos ensueños,sobre un baúl colocado al pie de la ventana.

—Nunca —solía decir, corriéndole las lágrimascuando relataba lo ocurrido—, nunca se había sen-tido tan en paz con toda la gente, ni había notado

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mayor placidez y sosiego en todas las cosas.Y estando así sentada, vio que se acercaba por la

calle un gallardo caballero anciano, de pelo blanco,mientras avanzaba en dirección opuesta, otro señormuy pequeo, en el que apenas se fijó. Cuando llega-ron a ponerse al habla —lo que ocurrió precisa-mente debajo de su ventana—, el mas viejo hizouna reverencia y se acercó al otro con un gentilademán de cortesía. No parecía que el motivo delcoloquio fuera cosa importante; por manera de se-ñalar, diríase que el anciano trataba tan solo deorientarse en su camino; pero mientras hablaban, laluna le iluminaba la cara, y la muchacha se deleitabamirándolo, porque parecía desprenderse de él comoun hálito de candorosa y anticuada bondad, y almismo tiempo, sin embargo, tenía una cierta altivezen su continente, como nacida de un justo apreciode sí mismo. Se fijó después en el otro y se sor-prendió al reconocer en él un cierto mister Hyde,que en una ocasión había visitado a su amo, inspi-rándole una gran antipatía. Tenía el tal en la manoun recio bastón, con el que jugueteaba, y, sin con-testar palabra a su interlocutor, parecía escucharlecon mal reprimida impaciencia. Y, de pronto, sucólera estalló como un explosivo, dando patadas en

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el suelo, blandiendo el garrote y conduciéndose, aldecir la doncella, como un loco. El anciano retroce-dió un paso, al parecer muy extrañado y un tantoofendido; y con esto perdió mister Hyde todo frenoy lo apaleó hasta derribarlo por tierra. Un instantedespués, con simiesco frenesí, estaba pisoteando asu víctima; y descargaba sobre ella tantos y talesgolpes, que se oía el crujido de los huesos al rom-perse, y el cuerpo fue a parar al arroyo. A la vista deesos horrores, la doncella se desmayó.

Eran ya las dos de la mañana cuando volvió ensí y avisó a la policía. El asesino se había ido hacíaya mucho; pero allí yacía su víctima, en medio de lacalleja, destrozado de un modo increíble. El bastóncon que se había cometido el crimen —aunque erade una madera rara, pesada y recia— se había parti-do en dos: tal había sido la violencia de la vesánicaagresión, y una mitad, astillada, había rodado hastael borde de la acera; la otra, sin duda, se la habíallevado el asesino. Sobre la víctima se encontró unportamonedas y un reloj de oro; pero no tarjetas niotros documentos, a no ser un pliego lacrado y confranqueo —que, al parecer, llevaba al correo—, conel nombre y la dirección de mister Utterson.

Aquella misma mañana se lo presentaron al

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abogado, cuando aun estaba en la cama; y tanpronto como lo vio y le dijeron las circunstanciasdel caso, alargó solemnemente el labio inferior, ydijo:—Nada diré hasta que haya visto el cadáver;parece este un asunto muy serio. Tenga usted labondad de esperar mientras me visto.

Y con el mismo grave continente, después dedesayunar de prisa, se fue en un coche a la estaciónde policía, donde ya habían llevado el cadáver. Encuanto entró en la celda, hizo un gesto afirmati-vo:—Sí —dijo—, lo conozco. Siento decir que essir Danvers Carew.

—¡Caramba! ¿Será posible? —exclamó el fun-cionario, y en seguida brilló en sus ojos la ambiciónprofesional—. Esto va a hacer la mar de ruido. Yacaso usted pueda ayudarnos a echar mano al autor.

Y en pocas palabras le contó lo que la doncellahabía visto, y le enseñó el bastón roto.

Mister Utterson se había ya sobrecogido tanpronto como oyó el nombre de Hyde; pero cuandole pusieron delante del bastón, ya no podo dudar:roto y desfigurado como estaba, vio que era el mis-mo que él había regalado, muchos años atrás, aHenry Jekill.

—¿Ese mister Hyde es bajo de estatura? —pre-

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guntó.—Muy pequeño y muy mal encarado, según di-

ce la doncella.Mister Utterson meditó, y luego, levantando la

cabeza, dijo:—Si quiere usted venir conmigo en micoche, me parece que podré llevarlo a casa de esehombre.

Ya eran las nueve de la mañana y se había echa-do encima la primera niebla de la estación. Un granmanto color chocolate descendía, ocultando el cielo;pero el viento embestía y dispersaba continuamenteaquella falange de vapores. Y así, mientras el "cab"rodaba de calle en calle, mister Utterson iba con-templando una prodigiosa variedad de tintes y gra-daciones de luz crepuscular; aquí, oscuridad como alcomienzo de la noche; más allá, un cárdeno fulgorparduzco, como el reflejo de una extraña conflagra-ción; en otro lado, sólo por un instante, la niebla sehabía disgregado y un lívido rayo de sol se filtrabapor entre los flotantes jirones de brumas. El tristebarrio de Soho, entrevisto en esos cambiantes atis-bos, con sus calles fangosas y sus gentes desarrapa-das, y sus luces de gas, que no se habían llegado aapagar o habían sido encendidas de nuevo paracombatir aquella fúnebre reinvasión de las tinieblas,

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surgía ante los ojos del abogado como un trozo deuna ciudad de pesadilla. No eran, además, menossombríos sus pensamientos, y cada vez que miraba ahurtadillas a su compañero de coche, sentía vaga-mente un asomo de ese terror de la justicia y de susagentes, que puede asaltar, a veces, al más honradode los hombres.

Al detenerse el "cab" en la dirección indicada, laniebla se levantó un poco, y mister Utterson pudover una calle renegrida, una taberna, una casa decomidas francesa de baja estofa, un tenducho deheterogéneas y míseras mercaderías, muchos chicosandrajosos amontonados en los quicios de laspuertas y muchas mujeres de diversas nacionalida-des que salían, llave en mano, a tomar la copa de lamañana. Y un instante después, la niebla se volvió aespesar en aquellos lugares, negra como hollín, ledejó aislado, ocultándole las canallescas cercanías.Allí estaba la vivienda del favorito de Henry Jekill,del presunto heredero de un cuarto de millón delibras esterlinas.

Una vieja de rostro marfilado y cabellos de plataabrió la puerta. Tenía una expresión aviesa, dulcifi-cada por la hipocresía, pero finos modales.

—Sí —dijo—, aquí vive mister Hyde; pero no

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está en casa.Había venido aquella noche muy tarde, y una

hora después se había vuelto a ir. No era eso cosarara, porque era de hábitos desordenados y se au-sentaba con frecuencia; hacía ya cerca de dos mesesque no le había visto hasta esa noche.

—Está bien; queremos ver sus habitaciones —dijo el abogado, y como la mujer empezara a protes-tar de que aquello no era posible, añadió—: Másvale que sepa usted quién es este señor: es el ins-pector Newcomen, de Scotland Yard.

Por los ojos de la mujer pasó un destello derencorosa alegría.

—¡Ah! —exclamó—. ¡Lo han agarrado! ¿Quées lo que ha hecho? Mister Utterson y el inspectorcambiaron una mirada.

—Al parecer, no goza de grandes simpatías ob-servó el segundo—. Y ahora, buena mujer, déjenosa este señor y a mí que echemos una mirada dentro.

De toda la casa, sólo habitada por la vieja, mis-ter Hyde no había usado más que dos habitaciones;pero ambas estaban amuebladas con esplendidez ybuen gusto. Había una despensa llena de vinos; elservicio de mesa era de plata; la mantelería, lujosa;un buen cuadro colgaba de uno de los muros, regalo

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—como Utterson penso— de Henry Jekill, que eraun aficionado inteligente, y las alfombras eran mu-llidas y elegantes. En aquel momento, sin embargo,todo daba señales de haber sido apresurada y re-cientemente vuelto de arriba abajo; por el suelo,ropas esparcidas con los bolsillos del revés; los ca-jones de las cómodas, abiertos, y en la chimenea, unmontón de cenizas grises, como si se hubieranquemado papeles. De entre el montón desenterró elinspector el lomo verde, respetado por el fuego, deun talonario de cheques. La otra mitad del bastónapareció detrás de la puerta; y como esto remachabasus sospechas, el funcionario se declaró encantado.Una visita al banco donde encontraron varios milesde libras esterlinas en la cuenta del asesino, colmósu gozo.

—Créame usted, caballero—dijo a mister Utter-son—, que es como si ya lo tuviera en la mano. Hatenido que perder la cabeza para dejarse el bastón y,sobre todo, para quemar el talonario. ¡Si el dineroera para él la vida! No tenemos ya más que hacersino esperarlo en el banco y redactar los edictos.

Esto último no era, sin embargo, tan fácil derealizar, porque mister Hyde había tenido pocosamigos —el patrón de la sirvienta sólo lo había

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visto dos veces—, no pudo hallarse por ningunaparte rastro de su familia, jamás se había retratado, ylos pocos que podían dar sus señas estaban encompleto desacuerdo, como ocurre siempre entreobservadores vulgares. En un solo punto concorda-ban; y era en la sensación obsesionante de inefabledeformidad que dejaba el fugitivo en cuantos loveían.

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LA CARTA DE MISTER HYDE

Ya oscurecía cuando Utterson llegó a la puertadel doctor Jekill, donde fue recibido por Poole, elcual lo condujo inmediatamente a través de los de-partamentos de la cocina y de un gran patio que fueen su día jardín, hasta la parte del edificio que sedesignaba indistintamente como laboratorio o salade disección. El doctor había comprado la casa a losherederos de un célebre cirujano, y, como sus afi-ciones se inclinaban más a la química que la anato-mía, había cambiado el destino de la construcciónlevantada al final del jardín. Era la primera vez queel abogado había sido recibido en aquella parte de laresidencia de su amigo, y contempló con curiosidadel negruzco edificio sin ventana, y echó una miradaen torno suyo, con una desagradable sensación deextrañeza, al cruzar el anfiteatro, colmado un día deinquietos estudiantes, y ahora vacío y silencioso, con

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las mesas cargadas de aparatos de química, el suelopoblado de paja y jaulas de embalar, y la luz filtrán-dose débilmente a través de la brumosa cúpula. Enel extremo opuesto, un tramo de escalera conducíahasta una puerta tapizada con bayeta roja, y por ellapenetró, al fin, en el gabinete del doctor. Era unahabitación amplia, rodeada de vitrinas y amueblada,entre otras cosas, con un espejo de cuerpo entero,montado sobre columnas, y una mesa de trabajo;tenía tres ventanas, polvorientas y enrejadas, quedaban al callejón. El fuego ardía en la chimenea, ysobre la repisa había una lámpara encendida, porquehasta en el interior de las casas empezaba a espesar-se la niebla. Allí, al arrimo del calor, estaba sentadoel doctor Jekill, al parecer, mortalmente enfermo.No se levantó para recibir al visitante, pero le tendióuna mano helada, saludándole con voz alterada.

—¿Y ahora —dijo mister Utterson, tan prontocomo se marchó Poole— conoces la noticia? Eldoctor se estremeció.

—La estaban pregonando en la plaza —dijo—.Los oía desde el comedor.

—Una palabra nada más —dijo el abogado—Carew era mi cliente; pero también lo eres tú. Y ne-cesito saber lo que hago. No habrás cometido la

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locura de ocultar a ese hombre...—Utterson, juro ante Dios que jamás he de

volver a verlo. Te doy mi palabra de honor de quehe acabado con él en este mundo. Todo ha termi-nado. Y en verdad que no necesita de mi ayuda; túno lo conoces como yo, está a salvo, completa-mente a salvo. Fíjate lo que te digo: ¡jamás se volve-rá a saber de él! El abogado escuchaba, sombrío; nole gustaba la febril exaltación de su amigo.

—Parece que estás muy seguro de él, y espero,para bien tuyo, que estés en lo cierto. Si se llegase aun proceso, pudiera aparecer tu nombre.

—Estoy completamente seguro —replicóJekill—. Tengo razones para estarlo, que no puedoconfiar a nadie. Pero hay una cosa en que puedesaconsejarme: he recibido..., he recibido una carta.Quisiera dejar el asunto en tus manos, Utterson;estoy seguro de que decidirás lo más acertado; con-fío en ti en absoluto.

—¿Temes, acaso, que pueda servir para lograrsu detención? —No —contestó el otro— Nada meimporta lo que le acontezca a Hyde. He terminadodel todo con él. Pensaba en mi propia reputación,que este odioso asunto ha puesto en peligro.

Utterson musitó un rato. Le sorprendía el

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egoísmo de su amigo, y a la vez lo tranquilizaba.—Bien —dijo al fin— muéstrame esa carta.Estaba escrita con una letra rara, vertical, y fir-

mada por “Edward Hyde”, y en ella se consignaba,con bastante laconismo, que su bienhechor, el señorJekill, a quien tan indignamente había recompensa-do por sus infinitas generosidades, no tenía que in-quietarse por la seguridad del firmante, pues éstecontaba con medios de fuga en los que tenía abso-luta confianza. No le pareció mal la misiva al abo-gado; daba a aquella amistad un aspecto mejor queel que él se temía, y se censuraba a sí mismo poralgunas de sus pasadas sospechas.

—¿Tienes el sobre? —preguntó.—Lo quemé sin darme cuenta de lo que hacía.

Pero no tenía marcas de correo. La carta fue entre-gada en mano.

—¿Quieres que me la guarde y consulte elasunto con la almohada? —preguntó Utterson.

—Quiero que tú juzgues por mí. He perdidotoda confianza en mí mismo.

—Bien, lo pensaré —contestó el abogado—. Yahora una palabra más: ¿fue Hyde el que dictó loque se dice en tu testamento acerca de aquella desa-parición? El doctor permaneció sobrecogido por

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una especie de síncope; apretó los labios y asintiócon la cabeza.

—Lo sabía —dijo Utterson— Ese hombre pla-neaba asesinarte. Has tenido suerte de escapar demilagro.

—He tenido —replicó el doctor, solemnemen-te— algo que importaba más. He tenido una lec-ción... ¡Dios mío! ¡Y qué lección ha sido, Utterson!Y por un instante se cubrió la cara con las manos.

Al salir se detuvo el abogado y cruzó algunaspalabras con Poole. —A propósito —dijo—, hoyhan traído una carta: ¿que aspecto tenía el que laentregó? Pero Poole estaba seguro de que nada sehabía recibido, como no fuera por correo, "y paraeso, únicamente prospectos" añadió.

Estas noticias hicieron partir al visitante con to-dos sus temores renovados. Estaba claro que lacarta había llegado por la puerta del laboratorio;hasta era posible que hubiera sido escrita en el gabi-nete; y si así fuera, había que juzgarla de distintomodo y manejarla con mayor cautela. Por el cami-no, los vendedores de periódicos, a lo largo de lasaceras, gritaban hasta enronquecer: ¡Edición espe-cial! ¡El terrible asesinato de un miembro del Par-lamento! " Aquello era la oración fúnebre de un

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amigo y cliente, y Utterson no podía eludir un ciertotemor de que el buen nombre de otro amigo se vie-ra envuelto en el remolino del escándalo. La deci-sión que tenia que tomar era, por lo menos, esca-brosa; y aun acostumbrado como estaba a fiar en símismo, empezó a acariciar un vano deseo de pedirun consejo. No podía buscarlo abiertamente; peroacaso, pensó, pudiera armar un anzuelo.

Poco después estaba sentado a un lado de lachimenea con Guest, su secretario; equidistante deambos, y a una distancia del fuego calculada consabia minuciosidad, una botella de cierto vino añejoque había dormido largo tiempo a la sombra de lossubsuelos de la casa. La ciudad seguía aún sepultadaen la niebla, y los faroles del alumbrado fulgurabancomo diamantes; y a través de esas nubes bajas queamortiguaban los ruidos, la vida de la ciudad conti-nuaba rodando por las grandes arterias, con un ru-mor como el de un fuerte viento lejano.

Pero el resplandor del fuego alegraba la habita-ción; en la botella, los ácidos se habían dulcificadohacía mucho tiempo; el rojo púrpura había perdidosu crudeza con la vejez, como las vidrieras de colo-res se hacen más ricas de tonos con los años; y elesplendor de las cálidas tardes otoñales, en las lade-

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ras soleadas de los viñedos, estaba all esperandopara que se le dejase libre y disipar las brumas deLondres. Insensiblemente, el abogado se iba ablan-dando. Con nadie guardaba menos secretos que conGuest, y no siempre estaba seguro de que guardabade él todos los que se proponía. Guest había fre-cuentado la casa del doctor para tratar de los asun-tos de éste; conocía a Poole, y raro sería que no hu-biese oído algo de la introducción de Hyde en aque-lla casa, y podía haber sacado consecuencias. ¿Nosería, pues, conveniente que viese una carta que ex-plicaba satisfactoriamente aquel misterio? Y, sobretodo, puesto que Guest se dedicaba a la grafología yera gran perito en materia de letras, ¿no lo interpre-taría como cosa natural y como un acto de amabili-dad? EI secretario, además, era hombre de consejo;no era fácil que leyese el documento sin hacer algu-na observación, y quizá por ella pudiese misterUtterson sealar su futuro rumbo.

—Es cosa triste lo de sir Danvers —dijo.—Verdad es. Ha causado general indignación

—contestó Guest—. Por supuesto, que ese hombreestaba loco.

—Quisiera saber su opinión al respecto. Tengoaquí un documento escrito por él; y esto queda en-

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tre usted y yo, porque es un asunto feo, y aun no séqué debo hacer. Pero ahí está... completamentedentro de sus aficiones: el autógrafo de un asesino.

A mister Guest le brillaron los ojos y se puso aestudiar el documento con ardor.

—No —dijo—, no es de loco; pero es una letrarara. —Y, por lo visto, de un escritor muy raro—añadió el abogado.

Precisamente en aquel momento entró un cria-do con una carta.

—¿Es del doctor Jekill? —preguntó el secreta-rio—. Me pareció reconocer la letra. ¿Es cosa reser-vada, mister Utterson? —No es más que una invita-ción para una comida. ¿Qué? ¿Quiere usted verla?—Sólo un momento. Muchas gracias —y el secreta-rio puso las dos hojas una al lado de la otra y exa-minó minuciosamente su contenido.

—Gracias —dijo al fin, devolviéndoselas—; esun autógrafo muy interesante. Hubo una pausa, du-rante la cual sostuvo el abogado una lucha interior.

—¿Por qué las ha comparado usted? —pre-guntó de pronto.

—¡Qué sé yo! Tienen una extraña semejanza:las dos letras son, en muchas cosas, idénticas; sólose diferencian en la inclinación.

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—Es curioso—dijo Utterson.—Es curioso, como usted dice.—Yo no hablaría palabra de esta carta—dijo el

secretario.—No, señor —contestó el secretario—. Enten-

dido.Apenas mister Utterson se vio solo, encerró la

carta en la caja de hierro, en donde reposó de allí enadelante. "¿Qué es esto? —pensó— ¡Henry Jekillcometiendo falsificaciones para salvar a un asesino!...”Y sintió como si la sangre se le enfriase en lasvenas.

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LO QUE LE OCURRIO AL DOCTORLANYON

Pasó el tiempo; miles de libras esterlinas fueronofrecidas para descubrir al asesino, pues la muertede sir Danvers se tomó como una pública ofensa.Pero mister Hyde había desaparecido; estaba fueradel alcance de la policía, como si jamás hubieraexistido. Se desenterró mucho de su pasado, y todoél era ignominioso; se oyeron historias de la cruel-dad de aquel hombre, a la vez impasible y violenta;de la vileza de su vida, de sus extrañas compañías,del odio que por todas partes había despertado; pe-ro de su paradero, ni una palabra. Desde el instanteen que salió de la casa del Soho, en la mañana delcrimen, diríase que se había disipado; y poco a po-co, a medida que el tiempo pasaba, empezó misterUttersor a reponerse de la inquietud de sus alarmas,y se iba apaciguando su espíritu. La muerte de sirDanvers estaba, a su parecer, mas que compensada

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por la desaparición de mister Hyde. Libertado deaquella influencia diabólica, había. comenzado unanueva vida para el doctor Jekill. Salió de su retiro,reanudó el trato con sus amigos y fue una vez massu huésped habitual o su anfitrión; y si siempre ha-bía sido conocido por sus caridades, era ahora nomenos notoria su religiosidad. Trabajaba, hacía mu-cho ejercicio al aire libre, practicaba el bien; en susemblante despejado parecía traslucirse la interiorsatisfacción de ser útil, y durante más de dos mesesvivió el doctor en paz consigo mismo. El 8 de ene-ro, Utterson había comido en casa de Jekill conunos pocos amigos. También estaba Lanyon, y lasmiradas afectuosas de Jekill habían ido del uno alotro, como en los días lejanos en que los tres eraninseparables compañeros. El 12, y otra vez el 14, elabogado se encontró con la puerta cerrada. "Eldoctor —había dicho Poole— estaba encerrado ensus habitaciones v no recibía a nadie". El 15 hizootro intento para verlo, y otra vez se le negó la en-trada; y habiéndose ya habituado en los últimos me-ses a ver a su amigo casi a diario, este retorno a lasoledad le oprimía el animo. La quinta noche tuvo aGuest a cenar, y la sexta se fue a ver al doctorLanyon.

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Allí, al menos, encontró la entrada franca; pero,una vez dentro, se quedó atónito ante el cambio quehabía sufrido el aspecto de su amigo. Tenía escritaen la cara su sentencia de muerte. La faz rubicundahabía palidecido, estaba mucho más flaco, parecíamás calvo y más viejo; pero no fueron tanto esossíntomas de acelerada ruina corporal lo que llamó laatención del abogado, como algo que observó en sumirada y en sus ademanes, y que parecía ser muestrade que se hallaba sobrecogido por un intenso terror.No era probable que el doctor temiese a la muerte;y, no obstante, Utterson se inclinaba a creerlo así."El es médico —pensó—, tiene que conocer supropio estado y que sus días están contados y eseconvencimiento es superior a sus fuerzas". Y, sinembargo, cuando Utterson le habló de su mal as-pecto, Lanyon, en tono tranquilo, se declaró hom-bre perdido. —He tenido un susto —dijo—, y yanunca me repondré. Es cuestión de unas semanas.Bien; la vida ha sido placentera, gusté de ella, sí, mehabitué a gustar de ella. A veces pienso que, si losupiéramos todo, nos gustaría más no estar vivos.—Jekill también está enfermo —observó Utter-son—. ¿Lo has visto? Pero el semblante de Lanyonse demudó, y, levantando una mano temblorosa,

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dijo con alta e insegura voz:—No quiero verlo ni oírhablar más de él. He terminado del todo con esapersona, y te pido que me evites toda alusión a unoque ha muerto para mí.

—¡Vamos, vamos! ... —dijo mister Utterson,Ydespués de un largo silencio:—¿No podría yo haceralgo? —Nada puede hacerse: pregúntaselo a élmismo.

—No quiere verme.—No me extraña. Algún día, Utterson, cuando

yo haya muerto, acaso llegues a saber la razón detodo esto. Nada puedo decirte. Y, entretanto, sipuedes sentarte y hablarme de otras cosas, quédate,por Dios, y hazlo así; pero si no puedes dejar a unlado ese maldito tema, entonces, vete, porque nopuedo sufrirlo.

Tan pronto como Utterson llegó a su casa, sepuso a escribir a Jekill, quejándose de que no lo re-cibiera y preguntándole la causa de aquella desdi-chada ruptura con Lanyon; y al siguiente día recibióuna larga respuesta, concebida casi toda ella en tér-minos hondamente patéticos y, a trechos, con ten-dencia a una misteriosa oscuridad. La querella conLanyon no tenía remedio. "No culpo a nuestrobuen amigo —escribía Jekill—; pero estoy de

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acuerdo con él en que no debemos vernos mas.Pienso, de aquí en adelante, llevar una vida de ex-tremado recogimiento, y no debe sorprenderte, nidebes dudar de mi amistad si, con frecuencia, estácerrada mi puerta, hasta para ti. Tienes que dejarmeseguir mi propio oscuro camino. He traído sobre míun castigo y un peligro que no puedo nombrar. Sisoy el mayor de los pecadores, soy también el mayorde los afligidos. No podía pensar que en este mun-do se llegasen a sufrir tormentos y terrores tan ani-quiladores, y sólo una cosa puedes hacer para aliviareste sino: respetar mi silencio".

Utterson quedó confuso; la negra influencia deHyde había desaparecido; el doctor había vuelto asus habituales labores y amistades; una semana an-tes, el futuro le sonreía con todas las esperanzas deuna vejez, placentera y honorable; y ahora, en uninstante, la amistad, la paz del ánimo y todo el cursode su vida, se habían derrumbado. Tan brusca einesperada mudanza era indicio de locura; pero, envista de la actitud y de las palabras de Lanyon, debíatener todo aquello más hondas raíces.

Una semana más tarde, el doctor Lanyon cayóen cama, y en menos de quince días había muerto.La noche siguiente al entierro, que lo había afectado

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mucho, Utterson cerró por dentro la puerta de sudespacho, y, a la luz de una melancólica bujía, sacó ypuso ante si un gran sobre con la dirección escritapor mano de su difunto amigo y lacrado con un se-llo. "Reservado. Para ser entregado a J. G. Uttersontan sólo y, en caso de su premuerte, para que sedestruya sin ser leído". Así decía, terminantemente,el sobre; y el abogado temía ver lo que allí se ence-rraba. "He enterrado hoy a un amigo —pensaba—,¿y si esto me costase perder otro? " Desechó elmiedo, como una deslealtad, y rompió el sello.Dentro había otro pliego, también sellado, y en cuyacubierta decía: "No debe abrirse hasta el falleci-miento o la desaparición del doctor Jekill".

Utterson no podía dar fe a sus ojos. Sí —de-cía— “desaparición”; aquí de nuevo, como en aqueltestamento estrafalario —que había devuelto a suautor hacía ya mucho tiempo—; también aquí, porsegunda vez, la idea de una desaparición y el nom-bre de Henry Jekill aparecían unidos. Pero en eltestamento, la idea se debía a la siniestra sugestiónde aquel Hyde: estaba consignada allí con un propó-sito tan claro como horrible. Escrita por mano deLanyon, ¿qué significaría? Una irresistible curiosi-dad se apoderó de Utterson, tentándolo a desobe-

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decer la prohibición y ahondar de una vez hasta elfondo de aquel misterio; pero el honor profesional yla fidelidad a su amigo muerto eran rígidos deberes,y el paquete volvió a dormir en el rincón más pro-fundo de la caja de hierro.

Una cosa es reprimir la curiosidad, y otra, ven-cerla, y puede dudarse de si después de aquel día,Utterson deseó con igual ardor la sociedad del ami-go superviviente. Pensaba en él con afecto, pero suspensamientos eran intranquilos y temerosos. Ciertoes que iba a visitarlo; pero quizá sentía una satisfac-ción cuando se le negaba la entrada; quizá, en elfondo de su corazón, prefería hablar con Poole enel umbral, al aire libre y sintiendo a su alrededor losruidos de la ciudad, a penetrar en aquella casa con-vertida en voluntaria prisión y hacer compañía yhablar al inescrutable recluso. Poole no tenía, enverdad, noticias muy agradables que comunicar. Alparecer, el doctor vivía encerrado, ahora más quenunca, en el gabinete contiguo al laboratorio y, avoces, hasta dormía allí; estaba taciturno, se habíahecho muy silencioso, no leía, y parecía dominadopor una gran preocupación. Utterson llegó a estartan acostumbrado a la invariable repetición de esosinformes, que, poco a poco, fue haciendo más lar-

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gos los intervalos entre sus visitas.

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UN INCIDENTE EN LA VENTANA

Sucedió que un domingo, cuando mister Utter-son daba su acostumbrado paseo con mister En-field, fueron a parar una vez más a la callejuela, y alllegar frente a la puerta, ambos se detuvieron y sequedaron mirándola.

—Bien—dijo Enfield—; aquella historia se haacabado al fin. Ya no veremos más a mister Hyde.

—Espero que no —dijo Utterson—. ¿Le he di-cho que lo vi una vez y que me produjo el mismosentimiento de repulsión? —Una cosa tenía que ircon la otra. Y, a propósito: ¡qué tonto me debió us-ted creer por no haber caído la cuenta de que éstaera la puerta trasera de la casa del doctor Jekill! Fueculpa de usted, en parte, el que yo lo descubriesecuando lo descubrí.

—¿De modo que llegó usted a descubrirlo?Pues si es así, podemos entrar en el callejón y echaruna mirada a las ventanas. A decir verdad, estoy in-

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tranquilo por el pobre Jekill, y siento como si, aundesde fuera, la presencia de un amigo pudiera ha-cerle bien.

El callejón estaba muy frío y húmedo, sumidoya en un crepúsculo anticipado, aunque el cielo, alláarriba, sobre las cabezas, aun brillaba con el sol delocaso. De las tres ventanas, estaba entreabierta ladel medio, y sentado junto a ella, tomando el aire,con aspecto de infinita tristeza, como un prisionerosin esperanza, vio Utterson al doctor Jekill.

—¡Eh! ¡Jekill! —le gritó—. ¿Qué? ¿Estásmejor? —Estoy muy deprimido, Utterson —con-testó el doctor con voz lúgubre—. Muy deprimido.Ya no durará mucho, gracias a Dios.

—Estás demasiado encerrado. Deberías salirpara mover la sangre, como Enfield y yo... Mi pa-riente mister Enfield... El doctor Jekill. Vamos,ponte el sombrero y vente a dar una vuelta con no-sotros.

—Muchas gracias —suspiró el otro—. ¡De québuena gana lo haría! Pero no, no, es completa-mente imposible; no me atrevo. Pero, de veras,Utterson, me alegro tanto de verte, me das un granplacer... Pediría a ti y a mister Enfield que subieseis;pero éste no es sitio para recibir a nadie.

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—Pues, entonces —dijo el abogado, bondado-samente—, lo mejor que podemos hacer es estarnosdonde estamos y te hablaremos desde aquí.

—Eso precisamente iba a atreverme a rogarles—contestó el doctor, sonriendo.

Pero, apenas había pronunciado esas palabras,cuando se borró la sonrisa y se trocó en una expre-sión de tan abyecto terror y desesperación, que dejóhelados hasta la médula a los que estaban abajo. Lovieron como en un relámpago, porque, instantá-neamente, se cerró la ventana; pero aquel vislumbrehabía bastado, y dieron la vuelta y salieron del ca-llejón sin decir palabra. Hasta que no llegaron a unacalle próxima, donde hasta los domingos había mo-vimiento y vida, no se miraron ni hablaron los ami-gos. Los dos estaban pálidos, y cada uno vio en losojos del otro un espanto que respondía al suyo.

¡Dios nos valga, Dios nos valga! —dijo Utter-son. Enfield sólo asintió con la cabeza, muy serio, yotra vez echó a andar en silencio.

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LA ULTIMA NOCHE

Mister Utterson estaba sentado junto al fuegouna noche, después de cenar, cuando se vio sor-prendido por la visita de Poole.

—¡Hola, Poole! ¿Qué lo trae a usted por aquí?Y después de mirarlo con más atención: —¿Qué lepasa a usted? —añadió—. ¿Está enfermo el doctor?—Mister Utterson —contestó el hombre—; allí pa-sa algo malo.

—Siéntese usted, y ahí tiene una copa de vino.Y ahora, serénese y dígame sencillamente lo quequiere.

—El señor sabe las cosas del doctor y cómo seencierra. Bueno; pues se ha encerrado otra vez en elgabinete, y no me gusta, señor... Que me maten sime gusta. Mister Utterson: tengo miedo.

—Vamos, hombre, explíquese usted. ¿De quétiene miedo? —He tenido miedo desde hace más

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de una semana —contestó Poole, evadiendo tozu-damente la pregunta—, ya no puedo más.

Su aspecto corroboraba ampliamente sus pala-bras. Hasta su urbanidad lo había abandonado, yexcepto al declarar por primera vez su terror, nohabía vuelto a mirar al abogado a la cara. En aquelmomento estaba sentado, con la copa de vino, in-tacta, sobre la rodilla, y los ojos fijos en un rincón.

—¡No puedo soportarlo ya más! —repetía.—Vamos —dijo el abogado—, ya veo que tiene

usted algún motivo serio, Poole, y que algo graveocurre. Trate usted de decirme lo que es. —Creoque allí ha habido una mala jugada—respondióPoole con voz ronca.

—¡Mala jugada! —gritó el abogado, asustadí-simo, y, por consiguiente, pronto a encolerizarse—.¿Qué mala jugada? ¿Qué quiere decir, hombre? —No me atrevo a decirlo; pero, ¿quiere usted venirconmigo y ver por sí mismo;La respuesta de misterUtterson fue levantarse y ponerse el gabán y elsombrero; y observó con sorpresa el gran consueloque se traslucía en la cara del mayordomo y, quizácon no menor asombro, que el vino estaba aun sinprobar, cuando aquél lo dejó sobre la mesa para se-guirlo. Era una noche revuelta y fría, propia de mar-

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zo, con una media luna pálida, caída hacia atrás co-mo si el viento la hubiese volcado, y un caos de nu-bes de diáfana y algodonosa contextura, que vola-ban rápidas. El viento hacía difícil la conversación yenrojecía las caras; diríase, además, que había barri-do las calles de transeúntes, porque mister Uttersonpensó que jamás había visto tan desierta aquellaparte de Londres. Ojalá no hubiese sido así; nuncaen su vida había sentido ansia tan intensa de ver ytocar a sus prójimos, porque, aunque luchase paraahuyentarlo, pesaba sobre su espíritu un aplastantepresentimiento de calamidad.

En la plaza, cuando a ella llegaron, levantaba elviento nubes de polvo y hacía cimbrearse como zu-rriagos los delgados árboles del jardín a lo largo dela verja. Poole, que durante todo el camino iba unpoco adelante, se paró y, a pesar del frío penetrante,se quitó el sombrero y se secó a frente con un pa-ñuelo rojo. Pero, aun con lo apresurado de la cami-nata, no era el sudor del ejercicio lo que se enjugaba,sino el de la ahogadora angustia que sentía, puestenía blanco el semblante, y la voz, al hablar, ronca yentrecortada.

—Bien, señor, ya hemos llegado, y permita Diosque nada malo haya pasado.

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—Quiéralo Dios, Poole —dijo el abogado.Con esto, el criado llamó de muy cautelosa ma-

nera; la puerta se entreabrió, sujeta por la cadena, yuna voz preguntó desde adentro:—¿Es usted, Poo-le? —Soy yo; abra la puerta.

—El hall estaba brillantemente iluminado; habíauna pila de carbón en la chimenea, y en torno a ellatoda la servidumbre, hombres y mujeres, apiñadoscomo un rebaño de ovejas. Al ver a mister Utter-son, la doncella rompió en un gimoteo histérico, y lacocinera, gritando:—¡Gracias a Dios! ¡Es misterUtterson! Se abalanzó como para estrecharlo en susbrazos.

—¿Qué es esto? ¿Qué pasa? ¿Están ustedestodos aquí? —dijo con enojo el abogado—. Estono está bien, esto no es regular. A vuestro amo nole haría ninguna gracia.

—Todos tienen miedo —dijo Poole.Siguió un silencio turbador, sin que ninguno

protestase; sólo la doncella levantó el grito y se pusoa llorar ruidosamente—¡Cállate! —le dijo Poolecon acento tan feroz que denotaba el alboroto desus propios nervios.

—Y en verdad que, al levantar la muchacha depronto la nota de su lamentación, todos se habían

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estremecido, volviéndose hacia la puerta interiorcon caras de temerosa expectación.

—Y ahora —continuó el mayordomo, dirigién-dose al pinche—, tráeme una vela y vamos a despa-char este asunto de una vez.

Y rogando a mister Utterson que lo siguiese,echó a andar hacia el jardín.

—Ahora —dijo—, venga usted con toda la pre-caución que pueda. Quiero que oiga usted sin que looigan. Y mire, señor: si por casualidad le dijese élque entrase, no entre usted.

Los nervios de Utterson, ante esta conclusióninesperada, dieron una sacudida que casi le hizoperder el equilibrio, pero reunió todo su valor y si-guió al mayordomo al edificio del laboratorio y através del anfiteatro, por entre los montones deembalajes y frascos, hasta el pie de la escalera. Allí,Poole le hizo señas de que se detuviese a un lado yescuchase; y él, después de poner el candelero en elsuelo y haciendo un visible esfuerzo para decidirse,golpeó con insegura mano en la bayeta roja de lapuerta del gabinete. —Señor: mister Utterson quierever a usted —dijo en alta voz, haciendo entre tantoexageradas señas al abogado para que escuchase.Una voz quejumbrosa respondió desde adentro:—

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Dígale que no puedo ver a nadie.—Está bien, señor —dijo Poole con un tono

como de triunfo.Y, tomando el candelero, llevó a mister Utter-

son, atravesando el patio, hasta la espaciosa cocinadonde el fuego estaba apagado y las cucarachas co-rreteaban por el suelo.

—¿Era la voz de mi amo? —dijo a misterUtterson, mirándole a los ojos.

—Parece muy cambiada —contestó el abogado,palidísimo, pero sin bajar la mirada.

—¿Cambiada? ¡Ya lo creo! ¿He estado yoveinte años al lado de esta persona para que me en-gañen con su voz? No, señor; al amo lo han mata-do. Lo han matado hace ocho días, cuando lo oímosgritar: "Por Dios" ¡Y quién está allí en lugar de él, ypor qué está allí es cosa que clama el cielo, misterUtterson! —Es una historia rara, Poole; una histo-ria escabrosa —dijo mister Utterson, mordiéndoseun dedo—. Supongamos que es lo que usted se fi-gura; supongamos que el doctor Jekill haya sido...,bueno..., asesinado; ¿qué podía inducir al asesino aquedarse? Eso no se sostiene; no es razonable.

—Bien, mister Utterson; no es usted fácil deconvencer; pero voy a convencerlo. Sepa usted que

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toda esta semana, él, o eso, cualquiera que sea loque vive en el gabinete, ha estado clamando noche ydía por cierta medicina y no puede conseguirla a sugusto. A veces, acostumbraba... él, el amo, por su-puesto..., a escribir sus órdenes en una hoja de papely echarla en la escalera. No hemos tenido otra cosaen toda la semana pasada: nada más que papeles, yla puerta cerrada, y hasta las mismas comidas, deja-das allí fuera, para que las atrapase a escondidas,cuando nadie lo veía. Bien, señor: diariamente, yaun dos o tres veces en el mismo día, ha habido ór-denes y quejas, y he salido volando a todas las far-macias y droguerías de la ciudad. Cada vez que traíalo pedido, allí estaba otro papel diciéndome que lodevolviese, porque no era puro, y con otro pedidopara otra farmacia. Esa droga se necesitaba indis-pensablemente, sea para lo que fuera.

—¿Tiene usted algún papel de ésos? Poole sepalpó los bolsillos y sacó una nota arrugada, la cualfue examinada cuidadosamente por el abogado,acercándose a la luz. Decía así: "El doctor Jekill sa-luda a los señores Maw y les asegura que su últimamuestra es impura y completamente inútil para elpropósito al que la destina. En el año 18... les com-pró una cantidad bastante considerable, y ahora les

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ruega que busquen con el más escrupuloso cuidado,y, si les queda algo de la misma calidad, que se loenvíen inmediatamente, sin reparar en el precio. Nocabe ponderar la importancia que esto tiene para eldoctor Jekill". Hasta aquí la nota estaba pergeñadacorrectamente; pero en este punto, con un repenti-no embarullamiento de la pluma, la emoción delescritor se desbordó: "¡Por Dios —había añadido—, búsquenme algo de la de antes! "—Es una notaextraña —dijo mister Utterson, y después añadi se-veramente—: ¿Cómo es que la tiene usted abierta?—El dependiente de Maw se enfadó mucho, y mela tiró, como si fuera una basura.

—Esta es, sin ninguna duda, la letra del doctor,¿no le parece a usted? —Creí que se parecía —dijoel criado mohíno, y después, con la voz alterada—:¡Pero, qué me importa la letra! ¡Yo lo he visto! —¿Visto? —repitió mister Utterson—. ¿Y qué? —Sí,señor, y fue de este modo: entré de pronto en elanfiteatro desde el jardín. Parece que se había desli-zado fuera para buscar una droga, o lo que sea, puesla puerta del gabinete estaba abierta y él estaba allí,al final de la habitación, rebuscando entre las jaulas.Levantó la vista al entrar yo, dio como un grito y selanzó por la escalera al gabinete. No lo vi más que

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un instante; pero el pelo se me puso de punta. Se-ñor: si aquél era mi amo, ¿por qué tenía puesta unacareta? Si era mi amo, ¿por qué chilló como unarata y huyó de mí? Le he servido mucho tiempo, yahora...

El hombre calló y se pasó la mano por la cara.—Son todas ellas circunstancias muy extrañas

—dijo Mister Utterson—; parece que empiezo a verclaro. El amo, Poole, tiene evidentemente una deesas enfermedades que a la vez torturan y deformanal que las sufre; de ahí, a lo que alcanzo, el cambiode su voz; de ahí la careta y que se oculte de susamigos; de ahí su ansia de hallar esa medicina con lacual el pobre tiene alguna esperanza de llegar a cu-rarse..., y Dios quiera que no se engañe. Esta es laexplicación: es espantosa y triste, Poole, pero esnatural y sencilla, se acomoda bien con los hechos ynos libra de las alarmas exageradas.

—"Aquello" no era mi amo—dijo el mayordo-mo, volviendo a ponerse pálido—. Y esta es la ver-dad El amo —y al llegar aquí miró alrededor y sepuso a cuchichear— es alto y buen mozo, y aquelloera más bien un enano.

Utterson quiso protestar.—¡Señor! —grito Poole—; ¿cree usted que no

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conozco al amo después de veinte años? ¿Cree us-ted que no sé dónde llega con la cabeza en la puertadel gabinete, habiéndole visto allí todas las mañanasde mi vida? No, señor; aquel ser con la careta no hasido nunca el doctor Jekill... Dios sabe quién es, pe-ro nunca ha sido el doctor Jekill, y creo de todo co-razón que allí ha habido un asesinato. —Poole, siusted dice eso, mi deber será ponerlo en claro. Contodo lo que deseo no mortificar al amo, con todo loconfuso que me ha dejado esa carta, que parecedemostrar que aún vive, creeré mi deber forzar esapuerta—¡Eso es hablar, mister Utterson! —Y ahoraviene la segunda cuestión. ¿Quién va a hacerlo? —¿Quién? Usted y yo.

Tal fue la valiente respuesta. —Muy bien dicho—prosiguió el abogado—, y ocurra lo que ocurra,yo he de hacer que no salga usted perjudicado.

—Hay un hacha en el anfiteatro, y puede ustedtomar el atizador de la cocina.

El abogado asió aquel tosco pero pesado ins-trumento, y lo examinó:—¿Sabe usted, Poole—dijoalzando la vista—, que usted y yo vamos a ponernosen una situación algo peligrosa? —Puede usted de-cirlo con razón.

—Conviene entonces que seamos francos. Los

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dos pensamos más de lo que decimos; hablemoscon claridad. Esa figura enmascarada que usted vio,¿la reconoció? —Le diré, señor; fue tan de prisa yla persona iba tan encorvada, que no podría jurarlo.Pero si usted quiere decir si era mister Hyde..., puesbien: ¡sí, creo que era él! Vea usted: venía a tener lamisma estatura y tenía la misma ligereza; además,¿qué otro que no fuera el podía haber entrado por lapuerta del laboratorio? ¿Y ha olvidado que en laépoca del crimen tenía él todavía la llave? Y eso noes todo: no sé, mister Utterson, si vio usted algunavez a ese mister Hyde. —Sí; hablé una vez con él.—Entonces tiene usted que saber, como todos no-sotros, que tenía aquel señor algo chocante, una co-sa que le daba a uno como una vuelta..., no sé cómodecirlo bien más que así; sentía uno como una espe-cie de frío y debilidad en los tuétanos.

—Confieso que sentí algo de lo que usted dice.—Así es, señor. Pues bien: cuando aquel ser

con careta saltó como un mono de entre los pro-ductos químicos v se escurrió en el gabinete, mecorrió una cosa como hielo por el espinazo. Yo séque eso no es una prueba, mister Utterson; ya heleído lo bastante para saber eso; pero uno tiene susentir, y le digo a usted, sobre la Biblia, que era

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mister Hyde.—Sí, sí —dijo el abogado—. Mis temores me

llevan también por ese camino. Mucho mal, me te-mo que merecido..., mucho mal tenía que venir... deaquellas relaciones. Sí, de veras, le creo a usted; creoque han matado al pobre Harry, y creo que su asesi-no, Dios sólo sabe con qué propósito, está aún ron-dando en el cuarto de su víctima. Bien: seamos susvengadores. Llame usted a Bradshaw. .

El lacayo acudió muy pálido y nervioso.—Anímese usted, Bradshaw—dijo el aboga-

do—. Esta angustia los tiene a ustedes así; pero es-tamos dispuestos a acabar con ella. Poole y yo va-mos a entrar por la fuerza en el gabinete. Si no hapasado nada, echaré toda la responsabilidad sobremis espaldas. Entretanto, por si algo ha ocurrido enefecto, o por si algún malhechor tratase de escaparpor la trasera, usted y el muchacho dan la vuelta a laesquina, con un par de buenas estacas, y montan laguardia en la puerta del laboratorio. Les damos diezminutos para llegar a sus puestos.

Al irse Bradshaw, el abogado miró el reloj.—Y ahora, Poole, vámonos al nuestro —dijo, y

poniéndose el hierro bajo el brazo, abrió la marchahacia el patio.

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Las nubes voladoras habían cubierto la luna ytodo estaba ahora en la oscuridad. El viento, quesólo soplaba a ráfagas en aquella hondonada entrelos edificios, agitaba de un lado para otro la luz de labujía en torno a sus pasos, hasta que llegaron alabrigo del anfiteatro, donde se sentaron a esperar ensilencio. Londres zumbaba, solemnemente, alrede-dor; pero, más cerca, sólo rompía la quietud el ru-mor de unos pasos que cruzaban de un lado paraotro el piso del gabinete.

—Así pasea todo el día —susurró Poole—, yaun la mayor parte de la noche. Sólo hay un descan-so cuando llega una nueva muestra de la botica. Esla negra conciencia la que no le deja reposo. ¡Ay,señor! , en cada paso que da, hay sangre malamentederramada. Pero vuelva a escuchar algo más de cer-ca..., ponga toda el alma en los oídos, mister Utter-son, y dígame: ¿es ese el caminar de mi amo? Lospasos se marcaban de un modo ligero y raro, conuna cierta impetuosidad, a pesar de que eran tanlentos; en nada se parecían, ciertamente, al caminarrecio y crujiente de Henry Jekill. Utterson suspiró.

—¿Nunca ha pasado nada más? —preguntó.Poole hizo un signo afirmativo.—Una vez —dijo— lo he oído llorar.

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—¿Llorar? ¿Cómo es eso? —dijo el abogado,sintiendo un repentino estremecimiento de horror.

—Llorar como una mujer o como un alma enpena. Me alejé con el corazón encogido y con ganasde llorar yo también. Los diez minutos habían pasa-do. Poole desenterró el hacha de debajo de unmontón de paja; pusieron el candelero en la mesamás próxima, para que los alumbrase en el ataque, y,conteniendo el aliento, se acercaron adonde aque-llos pasos pertinaces seguían aún su marcha. —¡Jekill! —gritó fuertemente Utterson—. Te pidoque me dejes verte.

Esperó un momento; pero no hubo réplica.—Te lo advierto lealmente; tenemos sospechas;

debo verte, y te veré; ¡si no es por las buenas, serápor las malas, con tu consentimiento o por la fuer-za! —¡Utterson! —dijo la voz—; Ten compasión!—¡Esa no es la voz de Jekill, es la de Hyde! ¡Abajola puerta, Poole! Poole enarboló el hacha; al golpese estremeció el edificio, y la puerta forrada de ba-yeta roja saltó contra la cerradura y los goznes. Unhorrible alarido, como de mero terror animal, seoyó en el gabinete. Arriba fue el hacha otra vez, yotra, y volvieron a crujir los cuarterones y a saltar elbastidor; cuatro veces se repitió el golpe; pero la

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madera era dura y el herraje de excelente calidad;sólo al quinto hachazo la cerradura se partió y losrestos de la puerta cayeron hacia adentro, sobre laalfombra.

Los sitiadores, sobrecogidos por su propio es-truendo y por la quietud que siguió después, seecharon un poco atrás y se quedaron mirando alinterior. Allí estaba el gabinete ante sus ojos, a la luzapacible de la lámpara, con un buen fuego resplan-deciente que chisporroteaba en la chimenea; el aguahervía en la tetera con tenue chirrido; uno o doscajones abiertos; los papeles, cuidadosamente orde-nados en la mesa de trabajo, y cerca del fuego, pre-paradas las cosas para el té. Era la habitación mástranquila y, a no ser por los armarios de cristales,llenos de productos químicos, se hubiera podidodecir también que la más vulgar de Londres. Justa-mente en el medio de la pieza yacía el cuerpo de unhombre, dolorosamente contraído y aun agitadocon sacudimientos. Utterson y Poole se acercaronde puntillas, lo dieron vuelta y contemplaron la carade Edward Hyde. Estaba vestido con un traje exce-sivamente grande para él, ropas que correspondían ala corpulencia del doctor, los músculos de la caraaun se movían, pero la vida se había extinguido, y

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por el frasco roto que tenía en la mano y el fuerteolor a almendras que había en el ambiente, Uttersoncomprendió que estaban frente al cuerpo de un sui-cida.

—Hemos llegado tarde —dijo, severo, para sal-var y para castigar. Hyde ha ido a rendir sus cuentas,y ya no tenemos más que hacer que buscar el cuer-po del amo.

La mayor parte del edificio estaba ocupada porel anfiteatro, que tomaba casi toda la planta baja; elresto, por el gabinete, que ocupaba otro piso en unextremo y daba al callejón. Un pasillo unía al anfi-teatro con la puerta del callejón, y el gabinete co-municaba también con éste por una segunda escale-ra independiente. Había, además, algunos cuartososcuros y un amplio subsuelo. Para cada cuartobastó con una mirada, porque todos estaban vacíos,y el polvo que caía de las puertas demostraba queno se habían abierto desde hacía mucho tiempo Elsubsuelo, además, estaba atestado de toda suerte detrastos del tiempo del cirujano predecesor de Jekill,y, ya en la antesala, les previno de la inutilidad demás investigaciones el desprendimiento de unmanto de telas de araña que había tenido sellada lapuerta durante muchos años. Por ninguna parte ha-

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bía trazas de Henry Jekill, ni muerto ni vivo.Poole dio una patada en las losas del pasillo.—¡Aquí debe estar enterrado! —dijo, escu-

chando el ruido. —O puede haber escapado —dijoUtterson, y se volvió para examinar la puerta de ca-lle; estaba cerrada, y junto a ella, en las losas, en-contraron una llave, ya enmohecida. —Esto no tie-ne señal de haberse usado —observó el abogado.

—¡Usado! —repitió Poole—. ¿No ve ustedque está rota, como si la hubiesen aplastado de unapatada? —Sí, y las roturas están también oxidadas.

Ambos se miraron asustados. —Poole —conti-nuó el abogado—, no entiendo nada de esto. Vol-vamos al gabinete.

Subieron la escalera en silencio; y echando unamirada medrosa de vez en cuando al cadáver, sepusieron a inspeccionar con más detenimiento loque había en el gabinete. En una mesa se veían tra-zos de trabajos de química: varios montoncitos me-didos de una sal blanca, en platillos de cristal, comopreparados para un experimento que al desgraciadole hubieran interrumpido.

—Esta es la misma droga que siempre le traíayo —dijo Poole, y en aquel momento, el agua quehervía en la tetera se desbordó con un ruido alar-

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mante.Esto los llevó hacia la chimenea, donde la buta-

ca estaba arrimada, cómodamente, al fuego, y el ser-vicio de té dispuesto al lado del que había de sentar-se, hasta con el azúcar en la taza. Había varios librosen un estante, y uno abierto junto a las cosas del té.Utterson vio con asombro que era un ejemplar deuna obra piadosa que Jekill tenía en gran estima,anotado de su propia mano con atroces blasfemias.

Después llegaron en su revista al espejo decuerpo entero, en cuya diáfana profundidad miraroncon involuntario horror; pero estaba inclinado demanera que sólo vieron el rosado fulgor de la lum-bre jugueteando en el techo, las llamas reflejándose,cien veces repetidas, en el frente de cristales de losarmarios, y sus propias caras, pálidas y temerosas,inclinadas para mirar. —Este espejo, señor, ha vistoalgunas cosas raras —murmuró Poole.

—Y, seguramente, ninguna tan extraña como élmismo —contesto el abogado con el mismo tono—Porque, ¿para qué Jekill...? —y se contuvo en estapalabra con un estremecimiento, pero venciendoaquella debilidad, prosiguió—: ¿Para qué podía ne-cesitarlo Jekill? —Lo mismo me pregunto yo —dijoPoole.

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Siguieron después con la mesa de trabajo. En elpupitre, entre los papeles pulcramente arreglados, sehallaba, en primer término, un sobre grande con elnombre de mister Utterson escrito por mano deldoctor. El abogado lo abrió y cayeron al suelo va-rios pliegos. El primero era un testamento redacta-do en los mismos términos extravagantes que eldevuelto por él algunos meses antes y que había deservir como testamento en caso de muerte, o comoacta de donación en caso de desaparición; pero, enlugar del nombre de Edward Hyde, leyó el abogado,con indecible asombro, el de Gabriel John Utterson.Miró primero a Poole, después volvió a mirar el pa-pel, y, por último, al malhechor muerto, tendidosobre la alfombra.

—¡Pierdo la cabeza! —dijo—. Ha estado ésteaquí como dueño absoluto todos estos días; no te-nía motivos para quererme; tenía que estar frenéticoal verse substituido, y no ha hecho desaparecer estedocumento.

Tomó después otro de los papeles: era una bre-ve carta, con letra del doctor, que llevaba la fecha deese mismo día. —¡Poole! —gritó el abogado—.¡Estaba vivo y ha estado aqu hoy mismo! ¡No esposible que se le haya hecho desaparecer en tan po-

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co tiempo; debe vivir aún, y habrá huido! Pero,entonces, ¿por qué huir? ¿Y cómo? Y siendo así,¿podemos nosotros aventurarnos a declarar queesto ha sido un suicidio? Tengamos mucho cuida-do. Me temo que si no, aun podamos traer sobre élalguna tremenda catástrofe.

—¿Por qué no lee el señor la carta? —preguntóPoole.

—Porque tengo miedo —respondió, solemne,el abogado—; ¡y Dios quiera que no haya causa paraello! Y con esto, se acercó el papel a los ojos y le-yó:"Mi querido Utterson: Cuando ésta llegue a tusmanos, habré desaparecido, no sé de qué manera,porque eso no alcanzo a preverlo; pero mi instinto ytodas las circunstancias de mi inexpresable situa-ción, me dicen que el fin es seguro y que debe llegarpronto. Vete, pues, y lee primero el relato queLanyon pensaba dejar en tu poder, según me advir-tió; y por si te importa saber mas, ahí tienes la con-fesión de tu indigno y desdichado amigo,HenryJekill."—¿No había un tercer pliego? —preguntoUtterson.

—Aquí está, señor —contestó Poole.Y le dio un voluminoso paquete, lacrado en va-

rios sitios. Mister Utterson se lo metió en el bolsillo.

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—Yo no diría nada de este papel —dijo—. SiJekill ha huido o está muerto, quizá podamos salvar,al menos, su buen nombre. Son ahora las diez, ten-go que irme a casa y leer estos documentos concalma; pero estaré de vuelta antes de media noche, yavisaremos entonces a la policía. Salieron, cerrandotras ellos la puerta del anfiteatro; y Utterson, vol-viendo a dejar a los criados apiñados en torno a lachimenea del hall, echó a andar penosamente haciasu despacho, para leer los dos relatos en los cualesiba a— quedar explicado este misterio.

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EL RELATO DEI. DOCTOR LANYON

El 9 de enero, hoy hace cuatro días, recibí por elcorreo de la noche una carta certificada, en cuyadirección reconocí la letra de mi colega y antiguocondiscípulo Henry Jekill. Me sorprendió no poco,pues no teníamos costumbre de escribirnos; lo ha-bía visto y aun había comido con él la noche antes,y no podía imaginar nada en nuestros tratos quehiciera necesaria la formalidad de certificar las car-tas.

"Su lectura aumentó mi sorpresa, pues decíaasí:"10 de diciembre de 18...

"Querido Lanyon: Eres uno de mis amigos másantiguos, y aunque a veces hayamos disentido enasuntos científicos, no puedo recordar, al menospor mi parte, ninguna interrupción en nuestroafecto. No ha habido un solo momento en que si túme hubieras dicho: "Jekill, mi vida, mi honor, mirazón dependen de ti", no hubiese yo sacrificado mifortuna o mi brazo derecho para acudir en tu ayuda.

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"Lanyon: mi vida, mi honor, mi razón están a tumerced; si tú me fallas esta noche, estoy perdido.Podrás suponer, después de este exordio, que voy apedirte algo que sea deshonroso conceder. Juzgapor ti mismo.

"Necesito que aplaces cualquier otro compro-miso que tengas esta noche..., sí, aunque te llamasena la cabecera de un emperador; que tomes un coche,a menos que el tuyo no estuviese a la puerta, y que,con esta carta en la mano, para consultarla en casode duda, vayas derecho a mi casa. Poole, mi mayor-domo, ha recibido ya instrucciones y le encontrarásesperándote con un cerrajero. Hay que forzar la en-trada de mi gabinete, y tienes que entrar solo, abrirla puerta del armario de cristales letra "E", a la iz-quierda, rompiendo la cerradura si está con la llaveechada; y sacar, "con todo lo que contiene, tal comoestá", el cuarto cajón contando de arriba o, lo que esigual, el tercero desde abajo. En mi angustiosa tur-bación, tengo un miedo morboso de darte mal lasdirecciones; pero, aunque me equivocase, puedesreconocer el cajón de que hablo, por lo que está enél: unos polvos, un frasco y un cuaderno. Te suplicoque te lleves ese cajón contigo a la Cavendish Squa-re, tal como está.

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"Esta es la primera parte del servicio; vamos a lasegunda.

"Deberás estar de vuelta, si te pones en caminoen cuanto recibas esta carta, mucho antes de medianoche; pero voy a dejarte todo ese margen, no sólopor temor a uno de esos obstáculos que no se pue-den prever ni evitar, sino porque es preferible esahora en que tus criados están en la cama, para loque aún queda por hacer. A media noche, pues,tengo que pedirte que estés solo en tu sala de con-sulta, que abras tú mismo la puerta de la casa a unsujeto que se presentará de parte mía, y que le en-tregues el cajón que te habrás llevado de mi gabi-nete. Entonces habrás terminado tu parte y mi gra-titud será completa. Cinco minutos después, si in-sistes en tener una explicación, habrás comprendidoque todas esas disposiciones son de vital importan-cia, y que por desatender a1guna de ellas, por fan-tásticas que puedan parecerte, podías haber cargadotu conciencia con mi muerte o el desquiciamientode mi razón. "Aunque estoy seguro de que no echa-rás a broma esta súplica, se me paraliza el corazón yme tiembla la mano ante la simple idea de esa posi-bilidad. Piensa que estoy en este momento, en unlugar extraño, luchando bajo tan horrenda angustia,

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que no hay imaginación capaz de exagerarla, y sa-biendo, sin embargo, que si tú me atiendes pun-tualmente, todas mis desdichas se disiparán comoun cuento que se ha acabado. Tu amigo, H J"P. D.— Ya había cerrado esta carta cuando un nuevoespanto me ha sobrecogido el alma. Es posible que,por falta de correo, no llegase esta carta a tus manoshasta mañana por la mañana. En ese caso, queridoLanyon, harás mi encargo cuando te venga mejor enel transcurso del día; y espera otra vez a mi mensaje-ro a media noche. Quizá ya sea entonces tarde, y sila noche pasa sin que nada ocurra, sabrás que ya novolverás a ver a Henry Jekill.""Al acabar de leer estacarta, creí firmemente que mi colega estaba loco;pero, en tanto que eso no se demostrase, sin posibi-lidad de duda, me creí obligado a hacer lo que se mepedía. Cuanto menos comprendía de aquel fárrago,menos me creía capacitado para juzgar de su im-portancia, y un llamamiento concebido en tales tér-minos no podía ser desoído sin grave responsabili-dad. Me levanté, pues, de la mesa, me metí en uncoche y fui derecho a casa de Jekill. El mayordomome esperaba: había recibido por el mismo correoque yo, otra carta certificada con instrucciones, yhabía avisado en seguida a un cerrajero y a un car-

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pintero. Mientras hablábamos, llegaron ambos, ytodos marchamos juntos al antiguo anfiteatro qui-rúrgico del doctor Denman, desde el cual, como túsabes, se puede entrar en el gabinete particular deJekill. La puerta era muy recia y excelente la cerra-dura; el carpintero confesó que le costaría mucho yse ocasionaría gran destrozo si había de hacerse porla fuerza; el cerrajero no sabía qué hacer, pero erahombre mañoso, y después de dos horas de trabajo,la puerta se abrió. El armario marcado con la "E"estaba sin cerrar. Saqué el cajón, lo hice rellenar conpaja y, envolviéndolo en un trapo, volví con él aCavendish Square. Allí me puse a examinar su con-tenido. Los polvos estaban bastante bien empaque-tados; pero no con esa meticulosidad propia de losboticarios, de modo que se veía que habían sidopreparados por el mismo Jekill; y cuando abrí unode los paquetes, encontré una simple sal cristalinade color blancuzco. El frasco, que examiné después,estaba lleno hasta la mitad de un líquido rojo y san-guíneo, de olor muy acre, y que me pareció conte-ner fósforo y algún éter volátil; de los demás ingre-dientes, nada podía adivinar. El libro era un cuader-no corriente, y apenas contenía más que una seriede fechas. Comprendían éstas un período de mu-

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chos años; pero observé que las anotaciones habíancesado de pronto desde hacía un año. Aquí y allí,una breve observación seguía a la fecha, general-mente de una sola palabra: "doble", la cual se repe-tía unas seis veces en un total de varios cientos deanotaciones; y una vez, al comienzo de la lista y se-guida de varios signos de exclamación: "¡¡¡Fracasototal! ! ! " Todo esto, aunque picaba mi curiosidad,nada en concreto me decía. Aquí había un frasco dedeterminada tintura, papeles con una cierta sal y laanotación de una serie de experimentos que no ha-bían conducido, como casi todas las investigacionesde Jekill, a ningún resultado de utilidad práctica. Lapresencia de esas cosas en mi casa, ¿cómo podíainfluir en el honor, ni en la cordura, ni en la vida demi imaginativo colega? ¿Si su mensajero podía ir aun sitio, por qué no podía ir a otro cualquiera? Yaún suponiendo que hubiera algún impedimento,¿por que tenía yo que recibir a aquel caballero ensecreto? Cuanto más reflexionaba, más me iba per-suadiendo de que se trataba de un caso de perturba-ción mental; y aunque hice que se acostasen miscriados, cargué un viejo revólver para no encon-trarme sin algún medio de defensa.

"Apenas habían sonado las doce sobre Londres,

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cuando el aldabón golpeó suavemente la puerta.Acudí yo mismo y encontré a un hombrecillo acu-rrucado entre las columnas del pórtico.

"—¿Viene usted de parte del doctor Jekill? —ledije.

"Me contestó que sí con ademán embarazado, ycuando le invité a entrar, no lo hizo sin echar antes,de reojo, una mirada escrutadora a las tinieblas de laplaza. No muy lejos estaba un policía, que se acer-caba con su linterna abierta, y a su vista me parecióque el visitante se estremecía y se apresuraba.

"Confieso que esos detalles me impresionarondesagradablemente; y mientras le seguía hacia la luzbrillante de la sala de consultas, conservé la manosobre el arma. Allí, al fin, pude verlo a mi sabor.Jamás había puesto los ojos en él; de esto, al menos,estaba seguro. Era pequeño, como ya he dicho; mechocó la repulsiva expresión de su rostro, la raracombinación de gran energía muscular con una apa-rente debilidad de constitución y, por último, perono menos, la extraña perturbación sugestiva queproducía su proximidad; asemejábase a un escalo-frío incipiente, acompañado por una notable dismi-nución de pulso. En aquel momento sólo lo acha-qué a alguna repugnancia idiosincrásica personal, y

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únicamente me maravilló lo agudo de los síntomas;pero después tuve razones para pensar que la causayacía más honda en la naturaleza humana y que te-nía más noble punto de apoyo que el mero senti-miento del odio.

"Aquel hombre —que así desde el primer mo-mento despertó en mí lo que no se podría designarmás que como una repulsiva curiosidad— estabavestido de tal manera que habría convertido en unhazmerreír a cualquiera otra persona; sus ropas, di-gámoslo así, aunque de materiales ricos y severos, lequedaban desmesuradamente grandes por todoslados; los pantalones, muy remangados para no to-car en el suelo, colgaban como faldas sobre las pier-nas; la cintura de la chaqueta le venía por los mus-los, y el cuello se abría desparramado sobre loshombros. Aunque parezca extraño, este grotescoatavío estaba lejos de hacerme reír. Por el contrario,como había algo anormal y deforme en la esenciamisma de aquel ser que estaba ante mí —algo quesobrecogía, chocaba y repelía—, esta incongruenciaparecía que se acoplaba con aquélla y la reforzaba; yasí, al interés que despertaba en mi la naturaleza y elcarácter de aquel hombre, se añadía una curiosidadpor saber su origen, su vida, sus vicisitudes y su si-

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tuación en el mundo."Estas observaciones, que tanto espacio ocupan

escritas, fueron, sin embargo, obra de escasos se-gundos. Mi visitante parecía, en efecto, sobre ascuasy dominado por angustiosa agitación.

—¿Lo tiene usted? — gritó—. ¿Lo tiene usted?"Y tan grande era su impaciencia, que llegó a asirmedel brazo, y aun trató de sacudirme.

"Lo rechacé, sintiendo al tocarlo una sensaciónde frío que me corría por la sangre.

"—Vamos, señor mío; usted se olvida —le di-je—que aun no tengo el gusto de saber quién esusted. Siéntese.

"Y le di el ejemplo, sentándome en mi sillaacostumbrada, con tan perfecta imitación de mi ac-titud ordinaria ante un paciente, como me lo permi-tía lo tardío de la hora, la clase de mis preocupacio-nes y la repulsión que mi visitante me inspiraba.

Perdóneme usted, doctor Lanyon —me con-testó con cierta cortesía—. Tiene usted harta razón;mi impaciencia ha dejado de lado mi educación. Hevenido, a instancias de su colega el doctor HenryJekill, para un asunto de alguna importancia, y tengoentendido...

"Se detuvo llevándose una mano a la garganta, y

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pude ver que, a pesar de sus tranquilas maneras,estaba luchando con los primeros síntomas de unataque de histerismo.

"—Tengo entendido que un cajón..."Pero al llegar aquí tuve lástima de la angustia

del visitante, y acaso también de mi propia curiosi-dad, que iba en aumento.

"—Allí está —le dije, señalando el cajón en elsuelo, detrás de una mesa, y envuelto aún.

"Dio un salto hacia él y se detuvo, poniéndoseuna mano sobre el corazón. Oí castañetear susdientes con el sacudimiento convulsivo de las man-díbulas, y su semblante parecía tan espectral que mellegué a alarmar a la vez por su vida y por su razón."—Tranquilícese usted —le dije.

"Se volvió hacia mí con una sonrisa medrosa, ycon la decisión de un desesperado arrancó la en-voltura de un tirón. Al ver lo que había debajo, lan-zó un ruidoso sollozo, expresión de tan intensoconsuelo, que me dejó petrificado en la silla. Y unmomento después, con voz ya casi segura:"—¿Tie-ne usted una copa graduada? —me preguntó. "Melevanté con un gran esfuerzo y le di lo que me pe-día.

"Me dio las gracias con una sonrisa, midió unos

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pocos gramos de la tintura roja y le añadió un papelde polvos. La mezcla, de un tinte rojizo al principio,empezó a abrillantarse y a hacer efervescencia amedida que los cristales se disolvían, exhalando nu-becillas de vapor. Repentinamente cesó la ebulli-ción, y al mismo tiempo la solución tomó un colorpúrpura oscuro que, a su vez, se fue desvaneciendomás lentamente para trocarse en un verde acuoso.Mi visitante —que había observado sin apartar losojos esas metamorfosis— se sonrió, dejó la copasobre la mesa, se volvió y me miró con aire escruta-dor.

"—Y, ahora —dijo—, para terminar el asunto,¿quiere usted ser prudente? ¿Quiere usted dejarseguiar? ¿Quiere usted permitirme que tome esta co-pa y salga de su casa sin más explicaciones? ¿O,acaso, se ha apoderado de usted la avidez de la cu-riosidad? Piense antes de responder, porque se harálo que usted diga. Según lo que decida, se quedaráusted como estaba, a menos que el servicio prestadoa un hombre en mortal angustia no se cuente comouna forma del bien para el alma; o, si bien usted loprefiere, nuevos horizontes de la ciencia y nuevassendas hacia el poder y la gloria quedarán abiertosante usted, aquí, en esta habitación, en este instante;

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y su vista quedará ofuscada por un prodigio capazde hacer tambalearse la incredulidad de Satán.

"—Caballero —le dije, afectando una serenidadque estaba muy lejos de sentir—, habla usted enenigmas, y acaso no le extrañe que no le escuchecon excesiva credulidad. Pero ya he ido demasiadolejos en el camino de los servicios inexplicables, pa-ra detenerme sin haber visto el fin.

"—Está bien, Lanyon, acuérdate de tus votos:lo que vas a ver cae bajo el secreto de nuestra profe-sión. Y, ahora, tú que has estado tanto tiempo atadoa las ideas más mezquinas y materiales; tú, que hasnegado la virtud de la medicina trascendental; tú,que te has reído de los que eran tus superiores...,¡mira! "Se llevó la copa a los labios y la apuró de untrago. Siguió un grito, giró sobre sí mismo, dio untraspié, se agarró a la mesa y se mantuvo asido aella, mirando con ojos inyectados, jadeante, con laboca abierta. Mientras lo miraba, me pareció que seefectuaba un cambio... como si se hinchase... Lacara se le puso de súbito negra; parecía que las fac-ciones se le disolvían y se le alteraban... Y me incor-poré y, de un salto, retrocedí hasta la pared con elbrazo levantado para escudarme contra aquel prodi-gio, anonadado por el terror.

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"—¡Dios mío! ¡Dios mío! —grité una y otravez; porque allí, ante mis ojos, pálido y tembloroso,medio desmayado y palpando ante él con las manos,como hombre que retornase de la muerte..., ¡allí es-taba Henry Jekill! "Lo que me dijo en la hora quesiguió no puedo decidirme a consignarlo en el pa-pel. Vi lo que vi, oí lo que oí, y desfalleció mi alma;y, no obstante, ahora, que aquella visión ha desapa-recido de ante mis ojos, me pregunto si creo en ello,y no puedo responderme. Mi vida está removidahasta sus raíces; el sueño ha huido de mí; un terrormortal me persigue día y noche, a todas horas;siento que mis días están contados y que debo mo-rir, y, sin embargo, moriré incrédulo. En cuanto a latorpeza moral que aquel hombre desveló ante mí enla hora que siguió, aunque con lágrimas de peniten-cia, no puedo ni siquiera recordarla sin un estreme-cimiento de horror. No diré más que una cosa,Utterson, y eso, si puedes avenirte a creerlo, serámás que suficiente. El ser que se deslizó en mi casaaquella noche era conocido, según la propia confe-sión de Henry Jekill, con el nombre de Hyde, y se leperseguía por todos los rincones de la tierra como elasesino de Carew.

Hastie Lanyon.

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"LA CONFESION DE HENRY JEKILL"

Nací en el año 18..., heredero de una gran for-tuna, dotado, además, de excelentes virtudes, connatural inclinación al trabajo, ganoso del aprecio delos sabios y de los buenos entre mis prójimos y, portanto, como puede suponerse, con todas las garan-tías de un porvenir honroso y distinguido. Y, a decirverdad, la peor de mis faltas tan sólo consistía enuna disposición alegre, ansiosa de placeres, cualidadque ha hecho felices a muchos, pero muy difícil dereconciliar, para mí, con un imperioso deseo de lle-var la cabeza muy erguida y ostentar ante las gentesun continente más que ordinariamente grave.

"De aquí vino a resultar que oculté mis goces, yque cuando llegué a la edad de la reflexión y empecéa darme cuenta de mis progresos y posición en elmundo, estaba ya condenado a una profunda dupli-cidad en mi vida. Irregularidades como las que yocometía, habrían sido para muchos hasta motivos

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de vanagloria; pero desde la altura de los ideales queyo me había trazado, las veía y las ocultaba con unsentimiento casi morboso de vergüenza. Era, pues,lo exigente y rígido de mis aspiraciones, más queninguna extraordinaria degradación en mis faltas, loque me hacía ser tal como era y lo que separó en mí,con una zanja más honda que en la mayoría de loshombres, esas dos regiones del bien y del mal quedividen y componen nuestra doble naturaleza.

"Esto mismo me hizo meditar profunda e in-sistentemente en esa dura ley de la vida que está enel fondo de toda religión y que es una de las fuentesmás copiosas de sus padecimientos. Aunque hom-bre de dos caras, no era yo, en modo alguno, unhipócrita: mis dos aspectos eran genuinamente sin-ceros. No era yo menos mi propio ser cuando deja-ba a un lado todo freno y me hundía en la vergüen-za, que cuando trabajaba, a la luz del día, en el ade-lanto de la ciencia o en remediar ajenas desdichas ydolores.

"Y sucedió que la orientación de mis estudios,que tendía por completo hacia lo místico y trascen-dental, ejerció gran influjo y proyectó viva luz eneste conocimiento de la perenne lucha entre miscomponentes. Día por día y así, desde el punto de

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vista moral como desde el intelectual; me iba acer-cando sin cesar a esta verdad, por cuyo descubri-miento incompleto he sido condenado a tan ho-rrendo naufragio: que el hombre no es realmenteuno, sino dos. Digo dos, porque el avance de mispropios conocimientos no va más allá de este pun-to. Otros vendrán después, otros que me dejaránatrás e irán mas lejos por las mismas sendas; yaventuro la profecía de que el hombre será recono-cido al cabo como una nueva comunidad de múlti-ples ciudadanos, independientes y heterogéneos.Yo, por mi parte, por la propia naturaleza de mivida, avancé sin vacilar en una dirección y sólo enuna; y fue en la esfera de lo moral y en mi propiapersona donde me di cuenta de la completa y pri-mitiva dualidad del hombre. Vi que si en el campode mi conciencia se destacaba una forma de mi na-turaleza, yo no podía identificarme con ella sinobajo la condición de identificarme a la vez con otra;y desde muy temprano, ya antes de que en el proce-so de mis descubrimientos científicos se vislumbra-se la más vaga posibilidad de tal milagro, me habíaacostumbrado a acariciar con delectación, como undulce sueño, la idea de la separación de esos ele-mentos. Si cada uno de ellos —me decía— pudiera

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ser alojado en una personalidad distinta, la humani-dad se vería aliviada de una insoportable pesadum-bre. El protervo seguiría su camino, libre de las as-piraciones y de los remordimientos de su inflexiblehermano gemelo, y el justo podría caminar, firme yseguro, por su senda ascendente, practicando lasbuenas acciones en que encuentra su gozo y sin es-tar ya nunca expuesto a deshonras y penitencias porculpa de la maldad ajena. Era el anatema de la hu-manidad que estuviesen atadas juntas en un solo hazesas dos cosas antagónicas, y que en la dolorida en-traña, en la conciencia, los dos gemelos irreconcilia-bles mantuvieran una lucha sin tregua.

"Hasta ese punto había llegado en mis reflexio-nes, cuando una luz indirecta empezó a iluminar eltema desde la mesa del laboratorio. Comencé a per-cibir, en grado mayor de lo que hasta ahora se habíallegado nunca a insinuar, la vacilante inmaterialidad,la efímera inconsistencia, como la de una neblina,de este cuerpo, al parecer tan sólido, con el que an-damos vestidos. Encontré que ciertos agentes teníanel poder de sacudir y arrancar esa carnal vestidura,como puede agitar el viento los cortinajes de un pa-bellón. Por dos razones de peso no profundizarémucho en esta parte científica de mi confesión.

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Primero, porque aprendí que el sino y la carga denuestra vida los llevamos atados para siempre a loshombros, y que, cuando intentamos sacudirlos,vuelven a nosotros con más extraña y espantablepesadumbre. La segunda, porque, como mi relatova a demostrar, ¡ah! , con harta evidencia, que misdescubrimientos eran incompletos. Baste, pues, conque diga que no solamente descubrí que mi cuernonatural no era más que un mero hábito o un fulgorde las fuerzas que constituían mi espíritu, sino quetambién pude componer una droga por cuyo mediose podría quitar a esas fuerzas la supremacía, ysubstituir aquella forma y apariencia por una segun-da, la cual no sería menos natural en mí porque fue-ra la expresión y llevase el sello de los elementosmás bajos de mi alma.

"Vacilé mucho antes de someter esta teoría a laprueba de la experimentación. Bien sabía que mejugaba la vida; pues una droga que tenía tal poderpara conmover y transformar el sostén mismo de lapersonalidad, podía, por el mínimo exceso en la do-sis, o por la mínima falta de oportunidad al admi-nistrarla, borrar, sin que quedase rastro, ese inmate-rial tabernáculo que yo pretendía transformar por suacción. Pero la tentación de un descubrimiento tan

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insólito y trascendental prevaleció al fin sobre lassugestiones del temor. Hacía ya mucho tiempo quehabía preparado la tintura; compré inmediatamenteuna gran cantidad de cierta sal que, según sabía pormis experimentos, era el último ingrediente que serequería; y ya tarde, una noche maldita, compuse ladroga, la miré hervir y humear en la copa y, cuandola ebullición hubo cesado, con un brioso arranquede valor, la bebí.

"Sentí en seguida dolores desgarradores; comotrituración en los huesos, náuseas mortales y un ho-rror del espíritu que no podría ser sobrepasado a lahora del nacimiento o de la muerte. Después empe-zaron a calmarse rápidamente esas agonías, y volvíen mí como si saliera de una grave enfermedad. Ha-bía algo extraño en mis sensaciones, algo nuevo,inefable y, por su misma novedad, increíblementeagradable. Sentíame más joven, más ligero, más felizfísicamente; y en mi interior me daba cuenta de unaarrebatada osadía, de un fluir de desordenadas imá-genes sensuales que pasaban raudas por mi fantasíacomo el agua por el canal de un molino; de un aflo-jamiento de todas las ligaduras del deber, y de unadesconocida, pero no inocente, libertad del alma.Me sentí, al primer aliento de esta nueva vida, más

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perverso, cien veces más perverso, un esclavo ven-dido a mi demonio innato, y esta idea, en aquelmomento, era como un delicioso vino que me toni-ficaba. Estiré los brazos, embriagado por la frescurade esas sensaciones, y en aquel instante noté, depronto, que había perdido en estatura.

"No había entonces espejo en mi cuarto; el queahora está junto a mí, mientras escribo, fue traídomás tarde, precisamente para esas transformaciones.La noche, entre tanto, había ya avanzado hasta lamadrugada, y ésta, negra como era, estaba ya apunto de engendrar el día; las gentes de mi casadormían sumidas en las horas de más pesado sueño,y enardecido como estaba por la esperanza y eltriunfo, decidí aventurarme, en mi nueva forma,hasta mi alcoba. Crucé el patio y pude pensar quelas constelaciones, desde allá arriba, me mirabancon asombro: la primera criatura de tal especie quesu insomne vigilancia les había revelado desde laeternidad. Me deslicé por los pasillos —un extrañoen mi propia casa—, y al llegar a mi cuarto, vi porprimera vez la fisonomía de Edward Hyde.

"Debo hablar aquí sólo en hipótesis, diciendo,no lo que sé, sino lo que imagino como más proba-ble. El lado malo de mi naturaleza, al que ahora ha-

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bía yo transferido la virtud plasmante, era menosrobusto y estaba menos desarrollado que el ladobueno, que acababa de abandonar. Además, en elcurso de mi vida —que, después de todo, en susnueve décimas partes, había sido de esfuerzo, virtudy dominio de mí mismo—, el lado malo había sidomucho menos ejercitado y se había gastado menos.Y de aquí vino a resultar, según pienso, que EdwardHyde fuera mucho más pequeño, más delgado ymás joven que Henry Jekill. Así como la bondadresplandecía en el semblante del uno, la maldad es-taba escrita, clara y patente, en la cara del otro. Elmal, además —que aun creo es la parte letal delhombre— había dejado en aquel cuerpo una impre-sión de deformidad y ruina. Y, sin embargo, cuandocontemplé la fealdad de aquel ídolo en el espejo, nosentí repugnancia alguna; antes, lo recibí con un im-pulso de alegría. Aquél era también mi propio ser.Parecía natural y humano. A mis ojos representabauna imagen más viva del espíritu, parecía más di-recta y hasta entonces me había acostumbrado allamar mía. Y hasta ese punto tenía yo, sin duda,razón. He observado que, cuando revestía la formade Edward Hyde, nadie podía acercarse a mí porprimera vez sin sentir un recelo físico de mi carne.

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Esto, según me lo explico, es porque todos los sereshumanos con quienes tropezamos son un com-puesto del bien y del mal, y sólo Edward Hyde, enlas filas de la humanidad, era puro mal.

"Sólo me detuve un momento ante el espejo; elsegundo y decisivo experimento estaba todavía porintentar. Aun había que ver si había perdido miidentidad sin posibilidad de rescatarla y debía huir,antes de que llegase el día, de una casa que ya no eramía; y apresurándome a volver a mi gabinete, otravez preparé y bebí la droga, sufrí de nuevo las an-gustias de la disolución de mi ser, y otra vez volví enmí con el carácter, la estatura y la cara de HenryJekill.

“Aquella noche había llegado a la encrucijadafatal. Si yo me hubiese acercado a mi descubri-miento con más noble espíritu, si me hubiera arries-gado al experimento mientras estaba bajo el imperiode generosas y santas aspiraciones, todo habría sidodistinto, y de esas agonías de muerte y alumbra-miento habría resurgido como un ángel y no comoun demonio. La droga carecía en su acción de dis-cernimiento; no era divina ni diabólica; no hacíamás que quebrantar las puertas de la prisión y, co-mo los cautivos de Philippi, lo que estaba dentro se

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escapaba. En aquel tiempo, mi virtud dormitaba; mimaldad, a quien la ambición mantenía despierta,estaba al acecho y pronta para aprovechar la oca-sión; y lo que surgió fue Edward Hyde. De aquíque, si bien tenía yo ahora dos caracteres, así cornodos apariencias, uno era pura maldad, y el otro se-guía siendo el antiguo Henry Jekill, aquella mezclaincongruente de cuya reforma y mejora había yaaprendido a desesperar. La tendencia era, pues, de-cididamente hacia lo peor.

"En aquel tiempo no había yo podido todavíavencer mi aversión a la seca aridez de una vida deestudio. Aun me sentía, a veces, con livianas incli-naciones, y como mis placeres eran —por no decirmás— indignos, y era yo no sólo muy conocido yaltamente considerado, sino que me iba acercando ala madurez, esta incoherencia de mi vida se iba ha-ciendo más insoportable cada día. Fue por aquí pordonde mi nuevo poder me tentó hasta que caí en sucautiverio. No tenía más que apurar la copa, despo-jarme del cuerpo del eminente profesor y ponerme,como si fuera un gabán, el de Edward Hyde. La ideame hizo sonreír; me parecía en aquel entonces cosadivertida, e hice mis preparativos con cuidado es-crupuloso. Tomé y amueblé aquella casa en el Soho,

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hasta la cual fue siguiendo la policía el rastro deHyde; y admití como ama de llaves a una personade la que sabía muy bien que era callada y sin escrú-pulos. Por otra parte, anuncié a mis criados que unmister Hyde, cuya descripción les hice, iba a tenertoda libertad y poder en mi casa de la plaza, y paraprevenir todo tropiezo, hasta fui allí y me hice fami-liar a todos en mi segunda personificación. En se-guida hice aquel testamento, al que tanto te opusis-te, Utterson, de suerte que si algo me ocurría en lapersona de Henry Jekill, pudiera entrar en la deEdward Hyde sin pérdidas pecuniarias. Y así fortifi-cado, según creí, por todos lados, empecé a aprove-charme de las extrañas inmunidades de mi posición.

"Antes de ahora ha habido gentes que han al-quilado rufianes para ejecutar sus crímenes, mien-tras ellas y su reputación quedaban ocultas en lasombra. Yo he sido el primero que haya hecho esopara sus placeres. Yo fui el primero que así pudopasear solemnemente, ante los ojos del público, conun cargamento de campechana respetabilidad, y enun instante, como un chico de la escuela, desnudar-se de esas cosas postizas y zambullirse de cabeza enel mar de la libertad. Pero para mí, envuelto en mimanto impenetrable, la seguridad era completa.

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Piénsalo..., yo ni siquiera existía. No tenía más quetraspasar las puertas del laboratorio, disponer de unpar de segundos para preparar e ingerir la bebida,que tenía siempre casi lista, y cualquier cosa que hu-biese hecho Edward Hyde se desvanecía como elvaho del aliento sobre un espejo; y allí, en su lugar,tranquilamente en su casa, despabilando la lámparade su despacho, estaría un hombre que podía per-mitirse tomar a broma toda sospecha: Henry Jekill.

"Los goces que me apresuré a buscar bajo midisfraz eran, como he dicho, indignos; no podría, enjusticia, emplear un término más severo. Pero enmanos de Edward Hyde pronto empezaron a deri-var hacia lo monstruoso. A menudo, cuando regre-saba de esas excursiones, quedábame sumido en unaespecie de estupor ante la depravación de mi otroyo. Este familiar que yo había evocado de mi propiaalma, y a quien enviaba sólo para que hiciera sugusto, era un ser fundamentalmente maligno y villa-no; todos sus actos y pensamientos se centraban ensí mismo; bebía con avidez bestial el deleite quemanaba de la tortura infligida al prójimo; era inexo-rable, como un hombre de piedra. Henry Jekill que-dábase a veces despavorido ante los actos de Ed-ward Hyde; pero la situación estaba fuera de las le-

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yes normales, e insidiosamente aflojaba las estrechasataduras de la conciencia. Era Hyde, después de to-do, el culpable, y nadie más que Hyde; Jekill no sehabía hecho peor; al despertar volvían otra vez a élsus buenas cualidades, al parecer incólumes, y hastase apresuraba, cuando era posible, a remediar el da-ño que Hyde había hecho. Y así se adormecía suconciencia.

"En los detalles de las infamias, a las que asícontribuí —pues aun ahora mismo me resisto aadmitir que las cometí yo—, no tengo propósito deentrar. Quiero tan sólo hacer notar los avisos y lossucesivos pasos con que se iba acercando mi casti-go. Me ocurrió un accidente que, como no tuvoconsecuencias, no haré más que mencionar. Un actode crueldad contra una niña despertó la cólera de untranseúnte, a quien reconocí el otro día en la perso-na de tu pariente; el médico y la familia de la niña seunieron a él, y hubo momentos en que temí por mivida; y, al fin, para aplacar su más que justo resenti-miento, Edward Hyde tuvo que traerlos hasta lapuerta y pagarles con un cheque a nombre de Henry.Jekill. Pero este peligro quedó fácilmente eliminadopara lo futuro con solo abrir otra cuenta en otrobanco distinto a nombre del propio Edward Hyde;

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y cuando hube provisto de firma a mi doble, incli-nando mi letra hacia atrás, me creí seguro y fueradel alcance del destino.

"Unos dos meses antes del asesinato de sirDanvers, salí a correr una de mis aventuras, regresémuy tarde y desperté al siguiente día en mi camacon sensaciones un tanto raras. En vano miraba entorno de mí; en vano vi el decorado de los mueblesy lo espacioso de mi habitación de la plaza; en vanoreconocí el dibujo de las cortinas y la cama de cao-ba; había algo que seguía insistiendo en que yo noestaba donde estaba, en que no me había desperta-do donde parecía estar, sino en el cuartito del Soho,donde estaba acostumbrado a dormir en el cuerpode Edward Hyde. Me hacía esto sonreír, y en miprurito psicológico comencé perezosamente a anali-zar los elementos de esta ilusión, sin que por esodejase de caer de cuando en cuando en un confor-table y ligero sueño matutino. Aun seguía así, cuan-do, en uno de los momentos en que estaba másdespabilado, mi mirada fue a posarse sobre mi ma-no. Pues bien: la mano de Henry Jekill era —comotú has observado, a menudo— "profesional" enforma y tamaño: grande, firme, blanca y proporcio-nada. Pero la mano que ahora veía con harta clari-

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dad, a la luz amarilla de una mañana en el centro deLondres, descansando entreabierta sobre las ropasde la cama, era flaca y nervuda, nudosa, de una os-cura palidez y sombreada por un vello negro y espe-so: era la mano de Edward Hyde.

"Debí de quedarme mirándola, con los ojos fi-jos, por más de medio minuto, sumido como estabaen la mera estupidez del asombro, antes de que elterror se despertase en mi pecho, súbito y alarman-te, como un golpe de platillos; y, saltando de la ca-ma, me precipité hacia el espejo. Ante lo que vieronmis ojos, sentí que la sangre se me trocaba en algosutilmente fluido y glacial. Sí; me había acostadoHenry Jekill y me había despertado Edward Hyde.¿Cómo se podía explicar esto? —me pregunté a mimismo, y, en seguida, con otro sobresalto de te-rror—: ¿Cómo podría remediarlo? "La mañana es-taba ya muy entrada; los criados, en pie; todas misdrogas en el gabinete, y era un largo viaje el ir hastaallí desde el sitio en que me hallaba, paralizado deespanto: bajar dos tramos de escalera, salir por elpasadizo de atrás, atravesar el patio descubierto y,después, el anfiteatro... Podía, es cierto, taparme lacara; ¿pero de qué me servía si no había medio dedisimular el cambio de estatura? Y entonces, con

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una embriagadora y grata sensación de estar salva-do, me acordé de que los sirvientes estaban yaacostumbrados a las idas y venidas de mi segundoyo. Me vestí a escape, lo mejor que pude, con ropasde mi tamaño primitivo; a escape atravesé la casa,encontrándome con Bradshaw, que abrió los ojosen redondo y se echó hacia atrás al ver a misterHyde a tales horas y en tan extraño indumento, y,diez minutos después, el doctor Jekill había recupe-rado su propia forma y estaba sentado a la mesa,con sombría frente, para hacer una simulación dedesayuno. "Escaso, en verdad, era mi apetito. Esteinexplicable incidente, este trastrocarse de mis ante-riores experiencias, parecía como el dedo acusadorsobre el muro en Babilonia; y empecé a reflexionarcon mas seriedad que hasta entonces en las conse-cuencias y posibilidades de mi doble existencia.Aquella parte de mí mismo que yo tenía el poder deproyectar al exterior había sido, desde algún tiempo,muy ejercitada y nutrida; me había parecido comosi, últimamente, el cuerpo de Edward Hyde hubieseaumentado de talla, como si —cuando yo revestíaaquella forma— sintiera un más brioso fluir de lasangre; y empecé a vislumbrar el peligro, si aquelloseguía así, de que el equilibrio de mi naturaleza se

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rompiese para siempre, que perdiera la facultad delcambio voluntario, y que la personalidad de EdwardHyde llegase a ser, irrevocablemente, la mía. La efi-cacia de la droga no se había mostrado siempreigual. Una vez, en los comienzos, me había falladodel todo; y, después, en más de una ocasión, habíatenido que doblar la dosis, y en una de ellas, coninminente riesgo de vida, que triplicarla; y esas inse-guridades, aunque poco frecuentes, habían sidohasta entonces la única sombra que oscurecía micontento. Ahora, sin embargo, y en vista del acci-dente de aquella mañana, tuve que reconocer que,así como al principio lo difícil era desprenderse delcuerpo de Jekill, en los últimos tiempos y de unmodo paulatino, pero decidido, la dificultad se habíaido pasando al lado opuesto. Todo parecía, pues,indicar esto: que iba perdiendo poco a poco el asi-dero de mi primitivo y mi mejor yo, y que, lenta-mente, me iba incorporando al segundo y peor.

"Ahora vi que tenía que escoger entre los dos.Mis dos naturalezas tenían la memoria en común;pero todas las demás facultades se repartían muydesigualmente entre ambas. Jekill —que era com-puesto—, unas veces con los más vivos temores yotras con ávido deleite, planeaba los placeres y

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aventuras de Hyde y tomaba su parte en ellos; peroHyde sentía absoluta indiferencia por Jekill, o, sipensaba en él, era tan sólo como el bandido de lasierra se acuerda de la cueva en que se esconde desus perseguidores. Jekill tenía más que el interés deun padre; Hyde tenía más la indiferencia de un hijo.Unir mi suerte a la de Jekill era morir para todosesos apetitos que durante largo tiempo había tolera-do en secreto; pero que, últimamente, había empe-zado a regalar y mimar; unirla a la de Hyde era mo-rir para mil intereses y altas aspiraciones, y conver-tirme de un golpe y para siempre en un ser despre-ciable y solitario. El trato pudiera parecer desigual;pero aun había otra consideración que echar en labalanza: porque en tanto que Jekill sufriría abrasán-dose en el fuego de la abstinencia, Hyde ni siquierase daría cuenta de lo que había perdido. Extrañaseran mis circunstancias; pero los términos de estedebate son tan viejos y vulgares como el hombremismo. Alicientes y temores muy semejantes deci-den el destino de cualquier tentado y medroso pe-cador; y ocurrió conmigo, como con la gran mayo-ría de mis prójimos, que escogí el mejor partido yme hallé luego sin la firmeza necesaria para mante-nerme en el.

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"Sí; preferí el maduro y descontentadizo doctor,rodeado de amigos y acariciador de honradas espe-ranzas; y di un adiós definitivo a la libertad, a la re-lativa juventud, al paso ligero, al vigoroso latir de lasangre y a los ocultos placeres de que había gozadobajo la envoltura de Hyde. Quizá hice esta eleccióncon alguna inconsciente reserva, pues ni levanté lacasa del Soho, ni destruí las ropas de Hyde, que aunseguían listas en el gabinete. Durante dos meses, sinembargo, me mantuve fiel a mi resolución; y en esetiempo llevé una vida de tal austeridad como nuncala había alcanzado hasta entonces, y gocé de lacompensación de una conciencia satisfecha. Pero eltiempo empezó a borrar la novedad de mis temores:comenzaron a torturarme nuevas ansias y anhelos,como de Hyde debatiéndose por la libertad; y, al fin,en un momento de desmayo moral, compuse unavez más, y la bebí, la pócima transformadora.

"No creo que cuando un borracho habitual ra-zona consigo mismo acerca de su vicio, llegue apensar, una vez entre mil, en los peligros que subestial insensibilidad física puede hacerle correr;tampoco había tenido yo suficientemente en cuenta,aunque tanto había meditado sobre mi posición, lacompleta insensibilidad moral, y la insensata preste-

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za para el mal que eran las principales característicasde Edward Hyde. Por ellas, sin embargo, vino micastigo. Mi demonio había estado largo tiempo en-jaulado, y salió bramando. Sentí, en el instante mis-mo de tomar la bebida, una propensión, más frené-tica y desesperada que nunca, hacia el mal. Esto fue,me figuro, lo que revolvió en mi alma aquella tem-pestad de cólera con que escuché las cortesías de midesgraciada víctima; al menos, declaro ante Diosque ningún hombre moralmente cuerdo podía ha-berse hecho culpable de tal crimen por tan inocenteprovocación; y que herí sin otra razón que la quepueda tener un niño enfermo para romper un ju-guete. Pero, voluntariamente, me había despojadode todos esos instintos de equilibrio mediante loscuales hasta el peor de nosotros puede caminar en-tre tentaciones con cierto grado de estabilidad; y enmi caso, la tentación, por leve que fuese, era la caí-da.

''Instantáneamente el genio del infierno des-pertó en mí, loco de rabia. Con un arrebato de jú-bilo me puse a golpear aquel cuerpo inerte, sabo-reando cada golpe con deleite, y solo cuando empe-zaba a cansarme sentí el corazón sobrecogido brus-camente, en el más frenético ataque de mi delirio,

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por un escalofrío de terror. Una bruma se dispersó;vi que mi vida estaba sentenciada, y huí de la escenade aquellos horrores, a la vez glorioso y temblando;mi concupiscencia del mal, satisfecha y estimulada;mi amor a la vida, más intenso que nunca. Corrí a lacasa del Soho, y, para hacer la seguridad doblementesegura, quemé mis papeles. Salí de allí y corrí lascalles a la luz de los faroles, en el mismo estado deánimo: gozándome en mi crimen e ideando frívo-lamente otros para lo futuro, y, al propio tiempo,apresurándome cada vez más y aguzando más y másel oído para escuchar detrás de mí los pasos delvengador. Hyde tenía una canción en los labiosmientras componía la droga, y, al beberla, brindópor el muerto; aun no habían acabado de desga-rrarle los tormentos de la transformación, cuandoHenry Jekill, bañado en lágrimas de gratitud y re-mordimiento, había caído de rodillas y levantaba aDios sus manos suplicantes. El velo de la propiaindulgencia se había rasgado de arriba abajo, y vitodo el conjunto de mi vida; la seguí desde los díasde la niñez, cuando caminaba de la mano de mi pa-dre, y a través de los trabajos y sacrificios de mi ca-rrera profesional, hasta llegar una y otra vez, con lamisma sensación de irrealidad, a los nefandos ho-

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rrores de aquella noche. Sentía ganas de gritar: conlágrimas y oraciones traté de aplacar la muchedum-bre de espantosas imágenes y sonidos que me asal-taban la memoria; y todavía, entre las plegarias, lahorrible faz de mi iniquidad se asomaba dentro demi alma. A los agudos remordimientos, cuando em-pezaron a ceder, sucedió un sentimiento de gozo. Elproblema de mi conducta estaba resuelto. Hyde eraen adelante imposible; quisiera o no, quedaba yoahora prisionero en la parte mejor de mi ser y... ¡oh,qué alegría al pensarlo! ¡Con qué cordial humildadme así de nuevo a las restricciones de la vida nor-mal! ¡Con qué sincera renunciación cerré la puertacon la llave que tantas veces me había servido enmis entradas y salidas, y la pisoteé hasta aplastarla.

"El siguiente día trajo la noticia de que el crimenhabía tenido testigos, que la culpabilidad de Hydeera evidente para todos, y que la víctima era personaque gozaba de gran estimación pública. Creo queesas noticias me causaron alegría; me alegré de tenermis mejores impulsos así amurallados y guardadospor el miedo al patíbulo. Jekill era ahora mi ciudadde refugio: que Hyde se asomase no más que uninstante, y las manos de todos se alzarían para asirloy llevarlo a la muerte.

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"Resolví redimir el pasado con mi conducta fu-tura; y puedo decir honradamente que mi resolucióndio algunos frutos buenos. Tú mismo sabes con quéardor trabajé, en los últimos meses del año pasado,en aliviar sufrimientos; tú sabes que hice mucho porlos demás, y que los días transcurrieron tranquilos,casi dichosos, para mí. No puedo, en verdad, decirque me cansase de esa vida inocente y benéfica;creo, por el contrario, que cada día me complacíamás plenamente en ella. Pero aún pesaba sobre míla aflicción de mi dualidad de designios, y cuando elprimer impulso de mi arrepentimiento se fue em-botando, mi ser inferior, tanto tiempo complacido ytan recientemente encadenado, empezó a gruñiransioso de licencia. No es que yo soñase en resuci-tar a Hyde; la mera idea de tal cosa poníame frenéti-co. No, era que una vez más, en mi propia personaoriginal, me sentía tentado a jugar con mi concien-cia, y si al fin caí ante los asaltos de la tentación, fuecomo un ordinario y secreto pecador.

"A todo le llega su fin; la más amplia medidaacaba por colmarse, y esta breve condescendenciacon mi maldad acabó de romper el equilibrio de mialma. Y, sin embargo, no me alarmé: la caída parecíanatural, como un retorno a los días lejanos, antes de

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que hiciera mi descubrimiento. Era un día de enero,hermoso y claro, húmedo el suelo donde se habíaderretido la escarcha, pero limpio de nubes allá arri-ba; y en el Regent's Park lleno de pájaros que pia-ban, había gratos efluvios de primavera. Me senté alsol en un banco: el animal que estaba dentro de míse entretenía en relamer sensuales gustosos recuer-dos en la memoria; mi espíritu, un tanto adormila-do, hacía promesas de inmediata penitencia, perosin decisión para comenzarla. Después de todo,pensaba, yo era como todos los demás; y hasta son-reía comparándome con otros y poniendo al lado demi activa bondad la perezosa crueldad de su negli-gencia. Y en el mismo instante de ocurrírseme estavanidosa idea, me tomó un desfallecimiento, conhorribles náuseas y morales sacudidas. Cuando estossíntomas se calmaron, me quedé exhausto, y des-pués, a medida que me iba reponiendo de esa debi-lidad, empecé a notar un cambio en el tono de mispensamientos: mayor audacia, desprecio del peligro,falta de las ligaduras del deber. Miré hacia abajo: lasropas colgaban informes sobre mis miembros mer-mados; la mano que descansaba en mi rodilla eracorreosa y peluda. Una vez más era yo EdwardHyde. Un momento antes había estado seguro del

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respeto de todos, era rico, querido de muchos..., lamesa me esperaba puesta en mi casa; y ahora era laalimaña perseguida por todos, cazado, sin refugio,un asesino célebre, carne de horca. ''Mi razón setambaleaba, pero no me abandonó del todo. Más deuna vez había notado que, en mi segunda condición,mis facultades parecían aguzarse extraordinaria-mente y que mis energías adquirían mayor tensión yelasticidad. Y así sucedió que, en un trance en quequizá Henry Jekill hubiera sucumbido, Hyde se le-vantó a la altura de las circunstancias. Mis drogasestaban en uno de los armarios del gabinete, ¿cómollegar hasta ellas? Tal era el problema que, apretán-dome las sienes entre con las manos, me puse a re-solver. Había cerrado la puerta del laboratorio; siintentaba entrar en la casa, mis propios criados meentregarían al verdugo. Vi que tenía que valerme demano ajena, y pensé en Lanyon. ¿Cómo podía llegarhasta él? ¿Cómo persuadirlo? Suponiendo que es-capase a la captura en las calles, ¿cómo iba a lograrque me admitiese en su presencia? ¿Y cómo iba yo—un visitante desconocido y desagradable— aconvencer al famoso médico para que entrase a sa-co en el despacho de su colega el doctor Jekill? Meacordé entonces de que me quedaba algo de mi

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primitiva personalidad: podía escribir con mi propialetra. Y en cuanto esta fulminante chispa saltó en mimente, quedó iluminado, de punta a punta, todo elcamino que había de seguir. "Así, pues, arreglé misropas como mejor pude y, llamando a un coche quepasaba, me hice llevar a un hotel en la calle de Por-tland, cuyo nombre recordaba por casualidad. Alver mi atavío —que era, en verdad, harto cómico,por trágico que fuese el destino del que aquellas ro-pas cubrían—, el cochero no podo ocultar su rego-cijo. Lo miré, rechinando los dientes, con un arre-bato de diabólica furia, y la sonrisa se heló en suslabios, felizmente para él, y aun más felizmente paramí, pues, en otro instante, lo habría tirado del pes-cante. A1 entrar en el hotel, miré en torno mío conaire tan tenebroso que hizo temblar a los depen-dientes. Ni una mirada osaron cambiar en mi pre-sencia y, obsequiosos, recibieron mis órdenes, mecondujeron a una habitación y me llevaron recadode escribir. Hyde, en peligro de su vida, era un sernuevo para mí: sacudido por una rabia loca, enarde-cido a punto para el asesinato, ávido de hacer daño.Y, sin embargo, conservaba su astucia; dominó sufuria con un vigoroso esfuerzo de la voluntad; es-cribió las dos cartas, tan importantes, una para

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Lanyon y otra para Poole; y para estar seguro de quehablan sido echadas al correo, las envió con ordende que las certificasen.

"Después, pasó todo el día en su habitación,sentado junto al fuego, royéndose las uñas; allí co-mió, a solas con sus terrores, haciendo temblar alcamarero cada vez que se encontraban sus miradas;y desde allí, cuando cerró la noche, se echó a la calley, guarecido en un coche cerrado, anduvo por laciudad de acá para allá. Digo "él"..., no puedo decir"yo". Aquel engendro del infierno no tenía nada dehumano; nada vivía en él como no fuera el miedo yel odio. Y cuando, al fin, figurándose que el cocheroempezaba a sospechar, lo despidió y se aventuró apie por entre los transeúntes nocturnos, trajeadocon las mal ajustadas ropas, centro de atracción detodas las miradas. Marchaba de prisa, perseguidopor sus propios temores, hablando consigo mismopor las calles menos frecuentadas, y no cesaba decontar los minutos que aun faltaban para la medianoche. Una mujer fue a hablarle, creo que para ven-derle una caja de fósforos, pero él le dio un golpe enla cara, y la mujer huyó.

"Cuando volví en mí, en casa de Lanyon, creoque el horror de mi viejo amigo llegó a afectarme un

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tanto. No lo sé; no seria a lo sumo sino una gotamás en el mar; tal era la execración con que recor-daba después aquellas horas. Un cambio se habíaoperado en mí. Ya no era el temor de la horca, sinoel horror de ser Hyde, lo que me atormentaba. Es-cuché como en un sueño la reprobación de Lanyon,y como en un sueño volví a mi casa y me metí en lacama. Dormí, después del agotamiento de la jorna-da, con una invencible y profunda modorra que nisiquiera pudieron romper las pesadillas que me tor-turaron. Desperté por la mañana quebrantado y dé-bil, pero rehecho. Aun aborrecía y tenía la idea de labestia que dormitaba dentro de mí, y no había olvi-dado, por supuesto, los espantosos terrores del díaanterior; pero ya estaba otra vez en mi casa, bajo mipropio lecho, al lado de mis drogas, y la gratitud pormi escape resplandecía tan intensamente en mi al-ma, que casi rivalizaba con la luz de la esperanza.

"Cruzaba sosegadamente el patio, después dedesayunar, respirando con deleite la frescura del ai-re, cuando sentí de nuevo esas indescriptibles sen-saciones que anunciaban el cambio; y apenas tuvetiempo para cobijarme en el gabinete antes de queya estuviera otra vez luchando con la furia y la agi-tación de las pasiones de Hyde. Se hizo preciso en

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aquella ocasión doblar la dosis para que pudieravolver en mí; y ¡ay! , seis horas después, cuandoestaba sentado mirando tristemente el fuego de laestufa, las ansias volvieron, y otra vez tuve que ad-ministrarme la droga. En suma: desde aquel día enadelante parecía que sólo por un gran esfuerzo, quepudiera llamar gimnástico, y únicamente bajo el es-tímulo inmediato de la droga, podía sustentar la fi-sonomía de Jekill. A todas horas del día y de la no-che, se presentaba el estremecimiento y, sobre todo,si me dormía o en cuanto me adormecía un instanteen la butaca, siempre era Hyde al despertar. Bajo elagobio de esta amenaza, siempre cerniéndose sobremí, y por el insomnio a que yo me condenaba a mímismo —aun más allá de lo que yo creía que elhombre era capaz de resistir—, llegué a convertirmeen la persona de Jekill, en un ser consumido y ago-tado por la fiebre, desmayado y débil de cuerpo y deespíritu y ocupado en un solo pensamiento: el odioa mi otro yo. Pero tan pronto como me dormía o sepasaban los efectos de la medicina, me encontraba,de un salto y casi sin transición —porque las con-gojas del cambio iban notándose menos cada día—,con una fantasía desbordante de aterradoras imáge-nes, un alma agitada por odios sin causa y un cuer-

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po que no me parecía bastante recio para contenerlas fieras energías vitales. Parecía que la fuerza deHyde había crecido a costa del agotamiento deJekill. Y en verdad que el odio que ahora los dividíaera igual por cada parte. Por la de Jekill era una cosade instinto vital. Había visto ahora toda la deformi-dad de aquella criatura que compartía con él algunode los fenómenos de la conciencia y era su cohere-dero hasta la muerte; y, fuera de esos lazos de co-munidad que constituían por sí la parte más dramá-tica de su desdicha—, concebía a Hyde, a pesar detoda su vigorosa vitalidad, como cosa no sólo infer-nal, sino inorgánica. Y esto era lo intolerable; que ellimo del abismo pareciese articular gritos y voces;que el polvo amorfo gesticulara y pecase; que lo queestaba muerto y no tenía forma le usurpase los atri-butos de la vida. Y esto, además de aquel indomablehorror, estaba unido a él más íntimamente que unaesposa, más de cerca que sus propios ojos: estabaenjaulado en su misma carne, donde lo oía gemir ylo sentía forcejear por nacer, y que, en todo mo-mento de debilidad y en la confianza del sueño,prevalecía contra él y lo suplantaba en la vida.

"El odio de Hyde a Jekill era de distinta natura-leza. Su miedo a la horca le obligaba de continuo a

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cometer suicidios pasajeros y a tornar a la situaciónsubordinada de ser sólo una parte en lugar de unapersona, pero aborrecía esa necesidad, odiaba elabatimiento en que Jekill había caído, y sentía elagravio de la aversión con que éste lo miraba. Deahí las simiescas jugarretas que maquina contra mí,como garrapatear blasfemias, con mi letra, en laspaginas de mis libros o quemar las cartas y el retratode mi padre; y es seguro que, a no ser por su temora la muerte, ya hace mucho tiempo que habría bus-cado su propia ruina, sólo por arrastrarme a mí enella. Pero su amor a la vida es admirable, y aún digomás: yo, que siento escalofríos ante la mera idea deHyde, cuando pienso en la abyección y en el frenesíde ese amor y en cómo teme mi poder de extinguirsu vida suicidándome, no puedo menos de sentirpiedad por él en el fondo de mi corazón.

"Es inútil proseguir este relato y, aunque quisie-ra, no me queda tiempo para hacerlo. Baste decirque nunca sufrió nadie tales tormentos, y, sin em-bargo, aún siendo como eran, el hábito trajo... ali-vio, no; pero sí una especie de encallecimiento delalma, una cierta desesperada aquiescencia, y mi cas-tigo pudiera haberse prolongado años enteros a noser por la postrera calamidad que ha caído sobre mí

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y que me ha separado definitivamente de mi propiorostro y naturaleza. Mis provisiones de la sal, que nohabía renovado desde la fecha del primer experi-mento, comenzaron a escasear. Envié a buscar unnuevo pedido y compuse la bebida; se produjo enseguida la ebullición y, después, el primer cambio decolor; pero no el segundo; la bebí y no produjoefecto. Poole puede decir cómo hice revolver todoLondres de arriba abajo. Fue en vano; y estoy ahorapersuadido de que la primera que compré no estabapura, y que fue aquella impureza desconocida la queprestó eficacia a la poción.

"Ha transcurrido cerca de una semana, y estoyahora terminando esta confesión bajo la influenciade los restos que aun me quedaban de la primitivasal. Esta, pues, es la postrera vez, a no ocurrir unmilagro, que Henry Jekill puede pensar sus propiospensamientos y ver su propia cara —¡tan lastimo-samente demudada! —en el espejo. Ni debo retar-darme en poner término a este escrito; pues si hastaahora se ha librado de ser destruido, se debe a la veza una gran precaución y a extraordinaria suerte. Silas ansias del cambio llegaran mientras escribo,Hyde lo haría pedazos; pero si transcurrido algúntiempo, su pasmoso egoísmo y su tendencia a vivir

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el momento es probable que salven este manuscritode su simiesco frenesí. Aunque es verdad que el si-no fatal que nos aguarda por instantes a los dos, yaha producido en él un cambio y lo ha subyugado.Dentro de media hora, cuando otra vez, y ya parasiempre, vuelva yo a asumir aquella aborrecida per-sonalidad, sé que estaré sentado en la butaca, estre-mecido y lloroso, o que continuaré paseando arribay abajo por este cuarto —mi último refugio en latierra—, aguzando el oído, con el más intenso y te-meroso anhelo, para sorprender cualquier ruidoamenazador. ¿Morirá Hyde en el patíbulo, o tendrásuficiente valor para liberarse el mismo en el postrermomento; Dios lo sabe; a mí no me importa. Estaes la verdadera hora de mi muerte y, lo que vengadespués, no me concierne a mí, sino a otro. Aquí,pues, al dejar la pluma y sellar el sobre que encierraesta confesión, pongo fin a la vida del desventuradoHenry Jekill.