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DISCURSO PRONUNCIADO POR EL DOCTOR SALVADOR JORGE BLANCO; PRESIDENTE DE LA REPUBLICA DOMINICANA EN OCASIÓN DE CELEBRARSE EL XXXIV ANIVERSARIO DE LA CONSTITUCION DE PUERTO RICO 25 DE JULIO DE 1986

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DISCURSO PRONUNCIADO POR EL DOCTOR

SALVADOR JORGE BLANCO;

PRESIDENTE DE LA REPUBLICA DOMINICANA

EN OCASIÓN DE CELEBRARSE EL XXXIV ANIVERSARIO

DE LA CONSTITUCION DE PUERTO RICO

25 DE JULIO DE 1986

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Doctor, Salvador Jorge Blanco

Presidente de la Republica Dominicana

Ver biografía: http://rsta.pucmm.edu.do/biblioteca/html/dominicanos2/salvador/biografia.htm

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Regreso complacido y regocijado a esta querida tierra de Puerto Rico para atender a la honrosa

invitación que me ha dispensado mi amigo el Gobernador Don Rafael Hernandez Colon quien,

en nombre del pueblo y el Gobierno de esta hermosa isla, me ha pedido que hable ante ustedes

hoy en conmemoración a la Constitución del Estado Libre Asociado de Puerto Rico. Lo hago

complacido, pues para nosotros los dominicanos Puerto Rico es ejemplo de lo que puede hacer

una nación bien dirigida para enfrentar los retos del desarrollo modernizando su economía y sus

instituciones, al tiempo que defiende sus esencias espirituales.

En ningún otro país de América Latica como en Puerto Rico el proceso constitucional refleja tan

clara y profundamente dos verdades. En las repúblicas hispanoamericanas las constituciones

fueron el resultado de grandes pactos nacionales negociados por los representantes de intereses

internos de las nuevas naciones que emergían de las ruinas del imperio español y que miraban

hacia los Estados Unidos de América como el modelo republicano por excelencia que había

sabido emanciparse del colonialismo inglés y había diseñado la primera constitución republicana

moderna el 1787.

Las nuevas repúblicas latinoamericanas tenían ante sí un modelo de organización política

inspirado en las ideas ilustradas del siglo XVIII que establecían la necesidad de la separación de

los poderes para el buen funcionamiento de los Estados. Ese modelo fue copiado más o menos

de cerca y reproducido en sus líneas esenciales por los constituyentes que formaban las primeras

asambleas que debían decidir cómo serían organizadas aquellas antiguas colonias al terminar su

independencia. Los ejemplos abundan y se pueden contar por centenares los libros y tratados de

Derecho Constitucional escritos por eminentes juristas latinoamericanos que señalaron la

profunda influencia que tuvieron la Constitución de Filadelfia y la Declaración de la

Independencia Norteamericana en las Constituciones Latinoamericana del siglo XIX.

Esas Constituciones, como sabemos, pusieron normalmente mucho mayor énfasis en la

organización formal del Estado y en la mecánica de la formación de las leyes que en el

señalamiento de los derechos fundamentales del hombre pues, mas por culpa del tiempo que por

ninguna otra razón, los derechos humanos eran percibidos por las constitucionalistas

decimonónicos como derechos ciudadanos o derechos políticos que tendían a proteger al

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individuo de una posible transgresión por parte del Estado. Poca cosa dijeron las Constituciones

latinoamericanas acerca de los derechos sociales y de los derechos económicos de los ciudadanos

y de las minorías, de los pobres y de los desvalidos, de los niños y de las mujeres. Y de poco

sirvieron también aquellos grandes monumentos jurídicos para lograr nuestra América Latina

desarrollara su vida republicana en una dinámica de crecimiento económico y de balanceada

estabilidad democrática.

La larga serie de revoluciones, golpes de estado, asonadas caudillistas y cuartelazos militares que

azotaron a América Latina por más de un siglo, si algo muestran, señalan que aquellas

constituciones originales, inspiradas en los más de nobles ideales democráticos y republicanos,

no era suficientes y que nuestros países necesitaban algo más que buenas leyes para garantizar a

nuestros pueblos el ejercicio pleno de su democracia en conjugación funcional con otros

derechos igualmente fundamentales, como son el derecho a comer, a tener techo propio, a educar

a los hijos y a proteger a los ancianos y a las mujeres.

En constitucionalismo latinoamericano del siglo XIX fue el producto del deslumbramiento que

produjo en los espíritus más ilustrados de la época el surgimiento de los Estados Unidos y la

puesta en práctica de las grandes ideas jurídicas de los pensadores liberales de la ilustración. Si

esas ideas habían hecho posible el surgimiento de dos grandes Estados modernos salidos de la

Revolución Norteamericana y de la Revolución Francesa, decían algunos, esas mismas ideas

tenían necesariamente que desembocar en resultados similares al término de la gran revolución

de la emancipación de las colonias hispanoamericanas. Sin embargo, no fue así. Las

condiciones sociales de las antiguas colonias estaban divorciadas de las aspiraciones políticas de

aquellas elites ilustradas que componían las asambleas constituyentes de entonces. Por ellos, las

fuerzas políticas autóctonas que expresaban realidades mucho más refractarias a los ideales

constitucionales, terminaron retardando en el proceso de ordenamiento jurídico latinoamericano.

Muchos llegaron a pensar que el problema político-institucional latinoamericano estaba en letra

misma de los textos constitucionales. En no pocos de nuestros países el remedio resulto ser casi

igual que la enfermedad, pues fueron muchas las veces que nuestras Constituciones fueron

enmendadas o cambiadas bajo el supuesto de que haciendo más amplio o abundante el texto

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constitucional, más firme debería ser el ordenamiento institucional del país. Algunas

Constituciones latinoamericanas son tan larga o explicitas en algunos de sus capítulos que

leyéndolas a veces se tiene la impresión de que el constituyente temió por el cumplimiento y

aplicación de la ley adjetiva y quiso convertirla en materia constitucional tal vez para protegerla

de las numerosas violaciones de que era objeto. De lo que no se daban cuenta muchos

constitucionalistas latinoamericanos era que “la fiebre no estaba en la sabana” y que las leyes no

se cumplían porque no habían Estados modernos cuya organización estuviese fundamentada en

una economía desarrollada y bien distribuida que asegurara el cumplimiento de los derechos

fundamentales a comer, a vestir, a alojarse y a educarse y, por lo tanto, que hiciera del pueblo el

primer defensor del ordenamiento jurídico de su propio país. Rompe con esto la Constitución de

Puerto Rico, pues apenas tiene nueve artículos.

Si alguna lección queda de los fracasos del constitucionalismo decimonónico latinoamericano es

que los trasplantes jurídicos no son virtuosos sino cuando van acompañados de las consecuentes

transformaciones sociales y económicas. Y si alguna prueba histórica existe de la profunda

verdad de esta afirmación, no hay más que mirar al proceso constitucional de Puerto Rico para

encontrar su confirmación.

Para mi Puerto Rico siempre ha sido un ejemplo digno de estudio pues a diferencia de los demás

países de América donde desde principio del siglo XIX se establecieron republicas

constitucionales, aquí en Puerto Rico el constitucionalismo llega tarde, ya muy entrado el siglo

XX y se establece para dar contenido y sustancia a una formula jurídico-económico-política

enteramente nueva en el concierto de las naciones. Y lo que más llama la atención del caso

puertorriqueño es que su proceso constitucional no es el resultado de un trasplante, sino de una

alarga búsqueda de parte de los líderes de la nación puertorriqueña para encontrar una solución

institucional a la cuestión del autogobierno que sirviera al mismo tiempo para garantizar a la

ciudadanía el cumplimiento pleno de los derechos humanos fundamentales a que hemos hecho

referencia anteriormente.

Aparte de la aspiración constitucional expresada en la Carta Autonómica negociada a finales del

siglo pasado por Luis Muñoz Rivera con la Monarquía Española, podría decirse que el moderno

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proceso constitucional puertorriqueño comienza de manera efectiva con las negociaciones que

dan lugar a la promulgación del Acta Jones en 1917 gracias a los patrióticos empeños y al

esfuerzo del mismo Luis Muñoz Rivera, quien junto a otros notables prohombres de Borinquén

lucho por alcanzar lo que el Acta Foraker les negada desde hacía 17 años. Esto es, la abolición

del ominoso Consejo Educativo y la capacidad de elegir popularmente un Senado que

conjuntamente con la Cámara de Representantes defendiera los derechos del pueblo

puertorriqueño a gozar de mejores leyes redactadas por sus propios representantes. Aunque el

Acta Jones no libro al pueblo de Puerto Rico del latifundio ni del monocultivo que lo llevaron a

una pobreza extrema y a un extendido estado de pesimismo, y aunque se acentuaron con ella los

lazos de dependencia con los Estados Unidos, lo cierto es que la batalla que libraron Luis Muñoz

Rivera, Jose Celso Barbosa y Jose de Diego para dar a su país un mayor grado de autonomía no

se perdió del todo como lo muestran la viva presencia del ideal político autonomista en la

creación del Partido Popular Democrático y las victorias de este partido en las elecciones de

1940, de 1944 y de 1949 que permitieron paulatinamente dar forma a un esquema de

autogobierno basado en la realidad concreta de Puerto Rico para vivir en libertad y luchar contra

la pobreza.

Ese esquema de auto-gobierno recibió un impulso hacia adelante en agosto de 1947 cuando el

gobierno de los Estados Unidos le reconoció a los puertorriqueños el derecho de elegir su propio

gobernador, y cuando al año siguiente el pueblo de Puerto Rico eligió libremente a Luis Muñoz

Marín como su primer Gobernador de la isla. Muñoz Marín había venido discutiendo en

Washington en años anteriores el problema de la situación de Puerto Rico. Se había reunido en

1945 y en 1946 con la llamada Comisión del Status compuesta por miembros de la Cámara de

Representantes y del Senado de los Estados Unidos, y en las conversaciones que Muñoz Marín

sostuvo durante esos dos años llego a la conclusión de que si los puertorriqueños querían definir

constitucionalmente una situación permanente para Puerto Rico, la solución que debía buscarse

tenia, ante todo, que garantizar la ejecución de un programa de desarrollo económico, de justicia

distributiva y producción que asegurara una firme mejoría de las condiciones de vida de la

población. A partir de entonces las más altas energías de la nación puertorriqueña fueron

motorizadas bajo el liderazgo de ese gran titán que se llamó Luis Muñoz Marín para lograr

articular intereses, opiniones e ideales en la búsqueda de una formula institucional nueva que no

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violentara las relaciones existentes con los Estados Unidos pero que, al mismo tiempo,

reconociera al pueblo puertorriqueño el derecho a gobernarse a sí mismo y a tomar sus propias

decisiones en la gestión y programación del desarrollo económico de la justicia social.

Para muchos puertorriqueños aquí presentes, el recuerdo de Luis Muñoz Marín y del conocido

Antonio Fernós Isern pertenece a su propia biografía, de la misma manera que es parte sustancial

de la historia nacional. Las intensas comunicaciones de aquellos días en 1948 1950, los viajes,

los mensajes, los vehementes debates en el seno del partido, así como en la prensa y en las calles

de Puerto Rico pueden verse hoy a la distancia de 34 años como el fermento necesario de la

célebre Ley 600, aprobada por el Congreso de los Estados Unidos el 3 de julio de 1950, que

reconocía plenamente el principio de que el gobierno debe establecerse siempre con el

consentimiento de los gobernados. De ahí el convenio establecido por la Ley 600 entre el pueblo

de los Estados Unidos y el pueblo de Puerto Rico para organizar un gobierno basado en una

Constitución adoptada por el mismo pueblo puertorriqueño.

Como puede verse la Constitución de Puerto Rico no surge como un reflejo o copia de las

constituciones latinoamericanas que inspiro la misma Constitución norteamericana. La

Constitución de Puerto Rico es el resultado de un proceso de demandas por mayor autonomía

que una nación sometida al dominio de un poder extraño ejerce consistentemente a lo largo de

más de medio siglo hasta lograr conseguir que ese poder aceptar poner de nuevo en práctica el

principio de que el gobierno debe ser el resultado del consentimiento de los gobernados. Esa fue

la virtud histórica de la Ley 600 y ese fue también el gran mérito patriótico de quienes inspiraron

su texto y su adopción y convencieron al Congreso de los Estados Unidos para dar su

aprobación.

La historia que sigue a la promulgación de la Ley 600 mejor llamada aquí en Puerto Rico como

la Ley de Constitución y Convenio, es bien conocida.

El 1951 la nación puertorriqueña aprobó mediante referéndum la preparación de una constitución

y en agosto de ese mismo año, eligió a los miembros de la Convención Constituyente que trabajo

en la redacción de la Constitución del Estado Libre Asociado de Puerto Rico, la cual fue

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proclamada, hace justamente 34 años, el día 25 de julio de 1952. Tal vez nadie como Luis

Muñoz Marín ha definido con más certeza la esencia de este documento que por su originalidad

y su modernidad se constituye en un original ejemplo de la literatura y del derecho constitucional

latinoamericano.

Decía Muñoz Marín, en medio del proceso político preparatorio a los trabajos de la Asamblea

Constituyente, que la Constitución debía ser lo menos legislativa posible, “es decir, la

Constitución debe establecer un poder legislativo, definir su composición, su elección y su

duración, su frecuente renovación por el pueblo, y hecho esto darle al poder legislativo la mayor

libertad posible para bregar con los problemas del país. La constitución en sí no debe legislar la

Legislatura. Y la constitución es difícil de enmendar, mientras la Legislatura periódicamente

llega a la voluntad del pueblo para que sus miembros sean ratificados o cambiados. Todo lo que

acorta el Poder Legislativo acorta el poder del pueblo. En cambio, la constitución debe ser lo

más estricta que sea posible en la protección de los derechos de los individuos y de las

minorías… Todos esos derechos, repito, deben tener la más estricta y eficaz protección en las

cláusulas de la constitución de Puerto Rico. Algunos de ellos, aunque están protegidos en

disposiciones de la Constitución de la Unión Americana que se aplican a Puerto Rico, pudieran

no estar protegidos en toda la extensión en que nuestro pueblo desee protegerlos; y a nuestra

Constitución es el sitio en el cual la voluntad de nuestro pueblo puede fortalecer el amparo de

esos derechos”.

Esa es señoras y señores en las propias palabras del fundador del Estado Libre Asociado de

Puerto Rico, lo que yo llamo la magia de la Constitución puertorriqueña. Esa magia consiste en

haber designado en termino escuetos toda la estructura del gobierno y su forma republicana; en

haber establecido en forma exhaustiva y categórica las garantías de los individuos, de las

minorías frente a los poderes de las partes del gobierno creadas por esa Constitución; y en haber

expresado los „ideales básicos de vida que mueven al pueblo y que hacen de esa Constitución su

ley fundamental”. Uno de los juicios más luminosos de Muñoz Marín en su pensamiento

constitucionalista parece acumular toda la lección de los fracasos de las constituciones

latinoamericanas del siglo XIX cuando advierte que “debemos cuidarnos de que la constitución

no ordene nada que no pueda cumplirse en la realidad. Un documentos constitucional no debe

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perder fuerza moral para sus partes efectivas por contener otras partes imposibles de poner en

vigor por lo menos en el momento en que se apruebe”.

El producto de esta filosofía constitucional, permítanme repetirlo, es una de las cartas sustantivas

más sobrias del Derecho Público Latinoamericano. En una sencilla introducción y en nueve

artículos, el pueblo de Puerto Rico estableció el Estado Libre Asociado de Puerto Rico dentro de

los términos acordados con los Estados Unidos de América por medio de una convención

aceptada mediante un referéndum popular. Lo más original de esta constitución no es el

concepto del Estado Libre Asociado, pues, aunque con variantes, ya existían antecedentes

históricos de viabilidad comprobada en Canadá, Australia e Irlanda, aunque, desde luego dentro

de las circunstancias institucionales muy diversas. Lo original, repito es que esta es una

constitución dirigida a salvaguardar derechos políticos, económicos y sociales que el nuevo

Estado Libre Asociado estaba en condiciones de garantizar gracias a una estrategia de asociación

económica con los Estados Unidos, que serviría, como de hecho sirvió, para darle a Puerto Rico

prosperidad y crecimiento económico basado en una justicia distributiva.

Las constituciones cuando no son producto de una revolución o de un cuartelazo que expresen

situaciones políticas, económicas y sociales radicalizadas, se constituyen en puntos intermedios

de las corrientes de los polos en sus distintas manifestaciones. La política se nutre de realidades.

En nuestro país hemos tenido esas vivencias. Las constituciones más idealistas como la de 1858

y la de 1963 apenas duraron meses. No menos le paso a la constitución dominicana de nuestra

Independencia Efímera de 1821 que nos separaba de España. Duro dos meses para caer

inmediatamente la Republica bajo el dominio haitiano.

Hostos se convierte siempre en tema obligado por su repercusión en la vida de nuestros pueblos.

No en vano ha sido llamado ciudadano de América. Por eso es inmortal. Sus restos que

descansan en el Panteón Nacional, por disposición nuestra es la culminación de ese

reconocimiento a su pensamiento imperecedero.

Además de sus reconocidos sentimientos antiespañoles, nadie como Hostos ha simbolizado

mejor la firme creencia en la bondad de las instituciones anglosajonas, vale decir

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norteamericana, porque al atraso de Hispanoamérica oponía el avance y el desarrollo

institucional del mundo anglosajón. Hostos fue devoto de ese mundo institucional hoy presente

en Puerto Rico. La influencia de Hostos en la vida constitucional de la Republica Dominicana,

se observa principalmente en la evolución del recurso de inconstitucionalidad, pues en nuestra

Republica se siguen los mismos lineamientos que en los Estados Unidos de América. No

obstante que el Derecho Constitucional de Hostos es la primera obra de Derecho que aparece en

nuestra historia jurídica, sin embargo, las constituciones dominicanas se han apartado todas de

las tres recomendaciones hostosianas para un texto constitucional. En ese sentido, en su libro

“Lecciones de Derecho Constitucional”, Hostos nos dice: “Debe ser breve, flexible y natural.

Breve, porque ha de limitarse a reconocer derechos absolutos, que basta mencionar y deberes y

atribuciones, que basta enumerar. Flexible, para que, reconociendo las evoluciones del proceso

político y social, se preste a las reformas. Natural, porque ha de fundarse en la naturaleza real

del individuo y del Estado y en la vida afectiva de la sociedad”.

Esas condiciones se dan en la Constitución que hoy conmemoramos. Y por ellos, todo

comentario huelga, y hasta desnaturalizaría el legado de ser ecuménico pensamiento.

De las varias opciones viables los puertorriqueños escogieron una muy original y prudente,

diseñada con intención de permanencia, con suficiente flexibilidad para su futuro

perfeccionamiento que llevaría eventualmente a una culminación funcional de mas plena

autonomía.

El papel histórico del gobernador Rafael Hernandez Colon ha consistido, entre otras cosas, en

mantener viva en la conciencia del pueblo puertorriqueño la noción de que es posible siempre

encontrar nuevas vías para el perfeccionamiento social, político, económico y constitucional del

Estado Libre Asociado de Puerto Rico. El Plebiscito de 1967 que reafirmo la voluntad del

pueblo puertorriqueño en apoyar la formula constitucional de 1952, también mantiene abiertas

las puertas para que ese proceso de creación constitucional alcance algún día su culminación en

una autonomía más plena.

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Para nosotros, para los que hemos tenido la oportunidad de gobernar un pueblo hermano al de

Puerto Rico con raíces culturales y espirituales muy semejantes pero con una tradición política

contemporánea disímil, la permanencia y la brevedad de la Constitución del Estado Libre

Asociado de Puerto Rico nos impresiona grandemente. Para nosotros, por nuestra condición de

estudiosos del derecho constitucional en virtud de nuestra carrera política y de nuestra profesión

de abogado, el proceso constitucional de Puerto Rico, visto a la luz del proceso constitucional

latinoamericano, nos mueve igualmente a profundas reflexiones acerca de las funciones y el

significado de las constituciones en estos pueblos nuestros que decidieron un dia dejar de ser

colonias de España para buscar por si solos el camino de la independencia.

Gran razón tenían Luis Muñoz Marín y Antonio Fernós Isern a mediados de 1946 cuando

insistían en que el tema del status político no podía resolverse sin que se resolviera primeramente

o conjuntamente la cuestión del desarrollo económico. La operación “manos a la obra” es la

estrategia de crecimiento y de justicia distributiva que hace posible, también, la viabilidad de la

Constitución del Estado Libre Asociado de Puerto Rico. De nuevo la experiencia constitucional

puertorriqueña le señala a América Latina las conclusiones de otra gran lección que no tuvieron

en cuenta los constituyentes latinoamericanos del siglo XIX. Esta lección es que no bastan

buenas leyes ni buenas constituciones si los líderes no ofrecen al pueblo posibilidades reales y

efectivas de bienestar económico.

Este constitucionalismo con treinta y cuatro años de existencia tiene también una característica

que desborda las propias playas borinqueñas trascendiendo al Caribe, pues en la lucha por la

implantación de los ideales democráticos en nuestra región, Muñoz Marín fue solidario con los

movimientos políticos caribeños que luchaban contra las dictaduras caribeñas. En ese sentido

decía en el círculo de conferencia “Luis Muñoz Marín” efectuado en la Universidad Católica

Madre y Maestra, en abril de ese año, lo siguiente: “Durante décadas Puerto Rico fue un

verdadero refugio de los patriotas y exiliados antillanos que huían de los dictadores de sus países

y buscaban una zona amiga y protectora que les permitiera reorganizarse para readquirir fuerzas

con que volver de nuevo a la lucha por la liberación de sus pueblos”.

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Luis Muñoz Marín acogía siempre con los brazos abiertos a estos exiliados, aun cuando sabía

que el gobierno de los Estados Unidos, en ocasiones, apoyaba a los gobiernos que esos políticos

combatían. Para los exiliados dominicanos, por ejemplo, Luis Muñoz Marín fue a la vez un

verdadero padre y amigo”.

“Por eso no es casualidad que cuando el Dictador Trujillo fue finalmente derrocado, muchos de

los exiliados dominicanos que había vivido en Puerto Rico intentaron entonces repetir en la

Republica Dominicana la práctica política que ellos habían visto ejecutar a Muñoz Marín y a su

Partido Popular Democrático en Puerto Rico. Si se estudia ese proceso en detalles se posible que

se puedan encontrar los aspectos que contribuirán a concluir que la moderna democracia

dominicana tiene elementos de la democracia puertorriqueña consolidada por la obra de Luis

Muñoz Marín”.

“No es un halago sino una realidad”

Mi reconocimiento a esa realidad humana, democrática y antillana la ofrezco como un tributo a

la memoria de Luis Muñoz Marín, forjador de la constitucionalidad de este pueblo hermano de

Puerto Rico.

Muchas gracias,

SALVADOR JORGE BLANCO,

Presidente de la Republica Dominicana

San Juan, Puerto Rico

25 de julio de 1986