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DINO BUZZATIRELATOS

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ediciones alma_perro

NDICE LOS DAS PERDIDOS (pag. 4) LOS SIETE MENSAJEROS (pag. 7) UNA MUCHACHA QUE CAE (pag. 16) LA NIA OLVIDADA (pag. 17) ALGO HABA SUCEDIDO (pag. 24) SIETE PISOS (pag. 33) Y SI? (pag. 64) EXTRAOS NUEVOS AMIGOS (pag. 73)

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LOS BULTOS DEL JARDN (pag. 75) LA CAPA (pag. 83) MIEDO EN LA SCALA (pag. 94) EL ASALTO AL GRAN CONVOY (pag. 171) LA MUJER CON ALAS (pag. 201) EL COLOMBRE (pag. 228) EL COCO (pag. 240) INFORMACIN DEL AUTOR (pag. 249)3

LOS DAS PERDIDOS Pocos das despus de haber adquirido una lujosa finca, Ernst Kazirra, volviendo a casa, avist a lo lejos a un hombre cargando una caja sobre sus hombros, que sala de una pequea puerta 4 secundaria de la cerca, y la cargaba en un camin. No le dio tiempo a alcanzarle antes de que se marchase. Decidi seguirlo en coche. El camin hizo un trayecto largo, hasta lo ms lejos de la periferia de la ciudad, detenindose al borde de un barranco. Kazirra sali del coche y se acerc a mirar. El desconocido descarg la caja del camin y, dando unos pocos pasos, la arroj al barranco, que estaba lleno de miles y miles de otras cajas iguales. Se acerc al hombre y le pregunt: Te he visto sacar esa caja de mi parcela. Qu haba dentro? Y qu son todas esas otras cajas? El hombre lo mir y sonri: Todava hay ms en el camin, para tirar. No lo sabes? Son los das.

Qu das? Tus das. Mis das?5

Tus das perdidos. Los das que has perdido. Los esperabas verdad? Han venido. Qu has hecho? Mralos, intactos, todava enteros. Y ahora? Kazirra mir. Formaban una pila inmensa. Baj por la pendiente escarpada y abri uno. Dentro haba un paseo de otoo, y al fondo Graziella, su novia, que se alejaba de l para siempre. Y l ni siquiera la llam. Abri un segundo. Haba una habitacin de hospital, y en la cama su hermano Giosu, que estaba enfermo y le esperaba. Pero l estaba en viaje de negocios. Abri un tercero. En la verja de la antigua y msera casa estaba Duk, el fiel mastn, que le esper durante dos aos, hasta quedar reducido a piel y huesos. Y l ni pens en volver.

Sinti como si algo le oprimiese en la boca del estmago. El transportista se mantuvo erguido al borde del barranco, impasible, como un verdugo. Seor! grit Kazirra Esccheme. Deje que me lleve al menos estos tres das. Se lo ruego. Al menos 6 estos tres. Soy rico. Le dar todo lo que quiera. El transportista hizo un gesto con la mano derecha, como sealando un punto inalcanzable, como diciendo que era demasiado tarde y que ya no haba ningn remedio posible. Entonces se desvaneci en el aire y al instante tambin desapareci el gigantesco cmulo de cajas misteriosas. Y la sombra de la noche cay.

LOS SIETE MENSAJEROS Habiendo salido a explorar el reino de mi padre, da a da voy alejndome de la ciudad, y las noticias que me llegan son cada vez ms escasas. 7 Inici el viaje poco despus de cumplir los treinta aos de edad, y ms de ocho aos han transcurrido, exactamente ocho aos, seis meses y quince das de ininterrumpido camino. Crea, al partir, que en pocas semanas llegara fcilmente a los confines del reino; en cambio, he seguido hallando nuevas gentes y pueblos; por todas partes hombres que hablaban mi propia lengua, que decan ser mis sbditos. Pienso a veces que la brjula de mi gegrafo ha enloquecido y que pensando avanzar siempre hacia el meridin, en realidad hemos andado dando vueltas alrededor de nosotros mismos, sin aumentar jams la distancia que nos separa de la capital; esto podra explicar el motivo por el cual no hemos llegado an a la ltima frontera. Pero ms a menudo me atormenta la duda de que no exista dicha frontera, de que el reino se extienda ilimitadamente y de que, por ms que

avance, nunca llegar a ella. Emprend el viaje cuando yo tena ms de treinta aos; acaso demasiado tarde. Los amigos y mis propios familiares se burlaban de mi proyecto, considerndolo como un intil dispendio de los mejores aos de la vida. En realidad, pocos de mis 8 felices allegados estuvieron de acuerdo en que partiera. Aunque despreocupado mucho ms que ahora!, me preocup por mantenerme comunicado, durante el viaje, con mis seres queridos y, entre los caballeros de la escolta, eleg a los siete mejores, para que me sirvieran de mensajeros. En mi inconsciencia, crea que tener siete de ellos era una exageracin. Con el pasar del tiempo me di cuenta de que era todo lo contrario, de que eran ridculamente pocos; y eso que ninguno de ellos ha cado enfermo, ni se ha encontrado con salteadores, ni ha perdido la cabalgadura. Los siete me han servido con una tenacidad y una devocin que difcilmente podr recompensar. Para distinguirlos fcilmente, los nombr con iniciales alfabticamente progresivas: Alessandro,

Bartolomeo, Gregorio.

Caio,

Domenico,

Ettore,

Federico,

No estando acostumbrado a estar lejos de mi casa, mand al primero, a Alessandro, desde la noche del segundo da de viaje, cuando habamos 9 recorrido unas ochenta leguas. La noche siguiente, para asegurarme de la continuidad de las comunicaciones, envi al segundo, luego al tercero, despus al cuarto, y as sucesivamente, hasta la octava noche de viaje, en la que parti Gregorio. El primero no haba regresado an. Nos alcanz la dcima noche, mientras estbamos disponiendo el campamento en un valle deshabitado. El retorno de Alessandro me indic que su rapidez haba sido inferior a lo previsto. Yo haba pensado que, yendo aisladamente, montando un ptimo caballo, l podra recorrer, en el mismo tiempo, una distancia doble de la nuestra; en cambio, l haba recorrido solamente una distancia y media. Mientras nosotros avanzbamos cuarenta leguas, l devoraba sesenta, pero no ms. Lo mismo ocurri con los otros. Bartolomeo, que parti hacia la ciudad en la tercera noche de viaje, nos alcanz en la decimoquinta; Caio, que parti en

la cuarta, regres en la vigsima. Pronto pude constatar que bastaba con multiplicar por cinco los das empleados para saber cundo habra de regresar el mensajero. Alejndonos cada vez ms de la capital, el 10 itinerario de los meses se haca siempre ms largo. Despus de cincuenta das de camino, el intervalo entre uno y otro retorno de los mensajeros empez a espaciarse sensiblemente. Mientras que en un principio vea llegar al campamento a uno de ellos cada cinco das, este intervalo se volvi de veinticinco; de tal manera que la voz de mi ciudad me llegaba cada vez ms dbil. Pasaban semanas enteras sin que yo recibiera ninguna noticia. Al cabo de seis meses despus de cruzar los montes Fasani, el intervalo entre una y otra llegada de los mensajeros aument nada menos que a cuatro meses. Ellos me daban ya noticias lejanas; los sobres me llegaban ajados, a veces con manchas de humedad, por tantas noches que haba pasado a la intemperie quien me los llevaba. Seguimos avanzando. En vano intentaba persuadirme de que las nubes que pasaban sobre nosotros eran iguales a las de mi infancia; que el

cielo de mi ciudad lejana no era distinto a la cpula azul que alzaba sobre nuestras cabezas; que el aire era el mismo, igual el soplo del viento, idnticas las voces de los pjaros. Las nubes, el cielo, el aire, los vientos y los pjaros me parecan cosas realmente nuevas y diferentes. Y yo me senta extranjero.11

Adelante, adelante! Vagabundos que encontr en las llanuras me decan que las fronteras no estaban lejos. Yo incitaba a mis hombres a no detenerse, apagaba los acentos desalentadores que nacan en sus labios. Haban pasado ya cuatro aos de mi partida; una larga fatiga. La capital, mi casa, mi padre, eran algo extraamente remoto, casi no crea en ellos. Veinte meses de silencio y de soledad se prolongaban ahora entre las sucesivas apariciones de los mensajeros. Me llevaban curiosas cartas apergaminadas por el tiempo, y en ellas encontraba nombres olvidados, modismos que nunca haba odo, sentimientos que no lograba entender. A la maana siguiente, tras una sola noche de descanso, mientras nos ponamos otra vez en camino, el mensajero parta en direccin opuesta, llevndose a la ciudad las cartas que yo tena listas desde haca mucho tiempo.

Han transcurrido ocho aos y medio. Esta noche estaba cenando solo en mi tienda cuando entr Domenico, sonriente, a pesar de estar muerto de cansancio. Haca casi siete aos que no lo vea. Durante todo este largusimo periodo no ha hecho otra cosa que correr a travs de praderas, bosques y 12 desiertos, cambiando quin sabe cuntas veces de cabalgadura, para traerme ese paquete de sobres que an no tengo ganas de abrir. Ya se fue a dormir y saldr nuevamente maana al despuntar el alba. Partir por ltima vez. En la bitcora he calculado que, si todo sale bien, prosiguiendo mi camino como lo he hecho hasta ahora, y l el suyo, no podr volver a encontrarme con Domenico sino hasta despus de que hayan pasado treinta y cuatro aos. Para entonces tendr setenta y dos. Pero empiezo a sentirme fatigado y es probable que la muerte me atrapar antes. As, pues, no volver a verlo. Dentro de treinta y cuatro aos (ms bien antes, mucho antes), Domenico ver las fogatas de mi campamento, inesperadamente, y se preguntar cmo es que yo, mientras tanto, haya recorrido tan poco camino. Como esta noche, el buen mensajero entrar en mi tienda con las cartas ya amarillentas

por los aos, llenas de absurdas noticias de un tiempo ya sepultado; pero se detendr en el umbral, vindome inmvil, tendido sobre el lecho, con dos soldados a mis flancos, sosteniendo las antorchas, muerto. Sin embargo, Domenico volver a partir, y no me digan que soy cruel! Portar mi ltima despedida a la ciudad que me vio nacer. Eres el vnculo sobreviviente con un mundo que hace tiempo tambin fue mo. Por los recientes mensajes he sabido que muchas cosas han cambiado, que mi padre muri, que la Corona pas a mi hermano mayor, que me consideran perdido, que han construido altos palacios de piedra donde estaban las encinas bajo las cuales yo sola ir a jugar. No obstante, sigue siendo mi vieja patria. T eres el ltimo vnculo con ellos, Domenico. El quinto mensajero, Ettore, que me alcanzar, si Dios lo quiere, dentro de un ao y ocho meses, no podr volver a partir, porque no tendra tiempo de regresar. Despus de ti el silencio, oh Domenico, a menos de que al fin encuentre las anheladas fronteras. Pero mientras ms avanzo, ms me convenzo de que no existe frontera.13

No existe, sospecho, frontera, al menos en el sentido que estamos habituados a entenderla. No hay murallas de separacin, valles divisorios ni montaas que cierren el paso. Probablemente voy a cruzar el lmite sin darme cuenta, y proseguir adelante, ignorndolo.14

Por eso deseo que Ettore y los dems mensajeros que le sigan, cuando me hayan alcanzado de nuevo, no tomen otra vez el camino de la capital, sino que vayan adelante a precederme, con el fin de que pueda saber lo que me espera. Desde hace algn tiempo, un ansia me consume por las noches, y no porque eche de menos gozos pretritos, como me ocurra cuando inici el viaje, sino ms bien la impaciencia por conocer las tierras desconocidas a las que me dirijo. Voy notando y no se lo he confesado a nadie, voy notando cmo da tras da, conforme avanzo hacia la meta improbable, la irradiacin de una luz inslita en el cielo, que nunca antes haba visto, ni siquiera en sueos; y cmo las plantas, los montes y los ros que atravesamos parecen hechos de una esencia distinta a la de los nuestros y el aire est cargado de presagios que no puedo explicar.

Una nueva esperanza me empujar maana an ms adelante, hacia esas montaas inexplorables que las sombras de la noche estn ocultando. Una vez ms levantar mi campamento, mientras Domenico desaparezca en el horizonte, por la parte 15 opuesta, para llevar a la lejansima ciudad mi mensaje intil.

UNA MUCHACHA QUE CAE Con despecho se dio cuenta que una treintena de metros ms abajo otra muchacha estaba cayendo. Era decididamente ms bella que ella y portaba un 16 vestido de media tarde con mucha clase. Quin sabe por qu, la otra descenda a una velocidad muy superior a la suya, hasta el punto que en pocos instantes la distanci y desapareci all abajo, a pesar de los llamados de Marta. Sin duda iba a llegar a la fiesta antes que ella; tal vez era un plan calculado de antemano para suplantarla. Luego Marta se dio cuenta que ellas dos no eran las nicas que caan. A todo el largo de los flancos del rascacielos, otras mujeres jvenes se deslizaban en el vaco, las caras tensas por la excitacin del vuelo, agitando festivamente las manos como para decir: aqu estamos, aqu venimos, es nuestra hora, festjennos, no es verdad que el mundo es nuestro?

LA NIA OLVIDADA La seora Ada Tormenti, viuda de Lulli, fue a pasar unos das al campo, invitada por sus primos los Premoli. Por el pueblo iba y vena mucha gente. 17 Como era verano, la sobremesa de la noche se haca en el jardn, charlando hasta la una o las dos. Una noche la conversacin se refiri a las casas de la ciudad. Haba all un tal Imbastaro, tipo inteligente, pero antiptico. Deca: -Siempre que dejo mi casa de Npoles, sucede algo, je, je! - continuaba, riendo as, sin motivo; o el motivo era, en cambio, hacer dao al prjimo?. Salgo, por decirlo as, ni siquiera recorro dos kilmetros, y se sale el agua del lavadero o se incendia la biblioteca por haber olvidado una colilla encendida, o se meten ratas de los barcos y devoran hasta las piedras. Je, je!, o en la portera, la nica persona que soporta all el verano, recibe un golpe seco y por la maana se la encuentra preparadita para el entierro, con cirios, el sacerdote y el atad. No es as la vida? -No siempre, dijo con gravedad Tormenti, por fortuna.

-No siempre, es verdad. Pero usted, seora, por ejemplo, podra jurar haber dejado su casa en perfecto orden, no haberse olvidado nada? Pinselo bien, pinselo bien. Exactamente en orden? A estas palabras Ada se puso del color de los muertos; de repente tuvo un horrendo pensamiento. Para poder ir a casa de los Premoli haba llevado a su hija de cuatro aos a una ta. 0 mejor dicho, haba decidido llevarla. Porque ahora, al volver a pensar en ello, con todo y estar segura de haberlo hecho, no consegua recordar cmo y cundo haba llevado a Luisella a casa de su ta. Qu extrao! No recordaba ni cundo haban salido de casa juntas, ni el camino recorrido, ni las despedidas en casa de su ta. Como si en su memoria se hubiese abierto un agujero. En resumen, la duda era la siguiente: que ella, Ada, se haba olvidado de llevar a la nia a casa de su ta y sin advertirlo, al irse, la haba encerrado en casa, Era una sospecha absurda; pero la imaginacin fabrica a veces cosas muy extraas. Insensato, de loco, pero bastaba, no obstante, para helarle la sangre en las venas. Con sorpresa la vieron ponerse bruscamente de pie y abandonar la compaa de todos. Uno pregunt a Imbastaro:18

-Perdone, pero, le ha dicho usted alguna cosa desagradable? -Yo? Nada de particular, je, je! No comprendo. Ada entr en la casa y, sin decir nada a nadie, se dirigi al telfono. Llam urgentemente a Miln, dando el nmero de casa. Esper, retorcindose las manos. La comunicacin se la dieron casi en seguida. En el acto. -Es usted 40079277 -S, s. -Hablen. Hable? Con quin? Al llamar, esperaba que nadie le respondera. No estaba la casa cerrada y vaca? Si alguien acuda al aparato significaba, por lo tanto, que su primera sospecha estaba fundada, que Luisella se haba quedado encerrada dentro. (Aunque apenas tuviera cuatro aos, saba contestar al quien ha llamado a Miln, al19

telfono). Haban pasado ya 10 das; haca un calor espantoso y en casa Ada no haba dejado ni un bocado de comida. El calor! En los das de la cancula se cuecen los muebles en las casas abandonadas, y se quedan sin aliento los seres vivos, si permanecen en ellas. Ada se sinti morir. 20 Temblando, dijo: -Oiga! -Diga, dijo desde Miln una voz de hombre. Y con la velocidad de un relmpago, Ada imagin lo ocurrido: Luisella, encerrada y sola en casa, incapaz de abrir la puerta, sus gritos, la primera alarma en el barrio, la polica, la puerta forzada, la nia enloquecida de miedo. -Diga. Quin es?, pregunt el hombre. -Soy yo, la mam. Pero, quin es usted? -Qu mam? Yo no tengo mam! Se ha equivocado de nmero. Y colg.

Ada volvi a llamar inmediatamente a Miln (pero la angustia haba ya cedido). Dio el nmero exacto, oy la seal de lnea y esta vez nadie le respondi. Respir aliviada. Menos mal. Qu estupidez haba imaginado? Ante un espejo se puso unos pocos 21 polvos y sali afuera al jardn. La miraron, pero nadie dijo nada. Sin embargo, cuando se acost y en la enorme casa de campo se estableci el plmbeo silencio de la noche y solamente por la ventana entornada entraban las voces de los grillos, volvi a sentir miedo. En aquella hora imagin a la nia, muerta de calor y de hambre que, de rodillas, agarrada al pestillo de la puerta y con los ojos desorbitados, lanzaba sus postreros lamentos. Pens que, en el peor de los casos, alguien deba de haber odo sus gritos. Otra voz, prfida, objetaba: si alguien la hubiese odo, ya la habran socorrido; ya han pasado 10 das y a estas alturas te habran avisado. Pudo ocurrir tambin que los pisos contiguos estuvieran desocupados en este perodo de vacaciones. La portera, cinco pisos ms abajo, qu poda or? Mir el reloj, eran las cuatro. A las seis sala un tren. Ada salt de la cama, se visti, hizo la maleta.

Acaso empieza as la locura, se dijo. Pero no poda contenerse. Dej una nota excusndose, Cautelosamente sali, abri la puerta del jardn y se dirigi a la estacin. Haba cuatro kilmetros de camino.22

Cuanto ms avanzaba l tren, mayor era su angustia. Lleg a Miln hacia las tres de la tarde. La ciudad arda en un halo de polvo trrido y hmedo. Balbuceando, dio al taxi la direccin. Por fin, su casa! No se notaba nada anormal. Las persianas del piso estaban todas bajadas, como las haba dejado das antes. Pas corriendo ante la portera. La portera le hizo el acostumbrado saludo. Bendito sea Dios, pens Ana. Ha sido todo una pesadilla, nada ms. Silencio y quietud en el rellano del quinto piso. Pero, por qu temblaba tanto su mano al introducir la llave en la cerradura? Se descorri el pestillo. Al abrirse la puerta, sali un vaho caliente y denso. De pronto, cuando abri la puerta interior, Ada sinti en el pecho un nudo doloroso; porque, un poco

por encima de su cabeza, flot, ansioso de huir, un pequesimo e incomprensible humo, una minscula nubecilla, oblonga y plida, que no despeda olor. Corri a la ventana del recibidor, abri los postigos y se volvi.23

Sobre el suelo, a dos metros de ella, se vea algo, como una larga y recortada mancha, pero de notable espesor. Se acerc, la toc con el pie. Cenizas. Estaban esparcidas uniformemente como formando una especie de dibujo. Aquel nudo que tena en el pecho se hizo fuego, infierno. Las cenizas tenan exactamente la forma de Luisella.

ALGO HABA SUCEDIDO El tren haba recorrido slo pocos kilmetros (y el camino era largo, nos detendramos recin en la lejansima estacin de llegada, despus de correr 24 durante casi diez horas) cuando vi por la ventanilla, en un paso a nivel, a una muchacha. Fue una casualidad, poda haber mirado tantas otras cosas y en cambio mi mirada cay sobre ella, que no era hermosa ni tena nada de extraordinario. Quin sabe por qu haba reparado en ella! Era evidente que estaba apoyada en la barrera para disfrutar de la vista de nuestro tren, superdirecto, expreso al norte, smbolo -para aquella gente inculta- de vida fcil, aventureros, esplndidas valijas de cuero, celebridades, estrellas cinematogrficas... Una vez al da este maravilloso espectculo y absolutamente gratuito, por aadidura. Pero cuando el tren pas frente a la muchacha, en vez de mirar en nuestra direccin se dio vuelta para atender a un hombre que llegaba corriendo y le gritaba algo que nosotros, naturalmente, no pudimos or, como si acudiera a prevenirla de un peligro. Solamente fue un instante: la escena vol, qued atrs y yo me qued preguntndome qu

preocupacin le haba trado aquel hombre a la muchacha que haba venido a contemplarnos. Y ya estaba por adormecerme, al rtmico bamboleo del tren, cuando quiso la casualidad -se trataba seguramente de una pura y simple casualidad- que reparara en un campesino parado sobre un murito, 25 que llamaba y llamaba hacia el campo, hacindose bocina con las manos. Tambin esta vez fue un momento porque el expreso sigui su camino, aunque me dio tiempo de ver a seis o siete personas que corran a travs de las praderas, los cultivos, la hierba medicinal, pisotendola sin miramientos. Deba ser algo importante. Venan de diferentes lugares -de una casa, de una fila de vias, de una abertura en la maleza- pero todos corran directamente al murito, acudiendo alarmados, al llamado del muchacho. Corran, s, por Dios cmo corran!, espantados por alguna inesperada noticia que los intrigaba terriblemente, quebrando la paz de sus vidas. Pero fue slo un instante, lo repito apenas un relmpago; no tuvimos tiempo de observar nada ms. "Qu extrao!", pens, "en pocos kilmetros ya dos casos de gente que recibe, de golpe, una noticia" (eso, al menos era lo que yo presuma). Ahora, vagamente sugestionado, escrutaba el campo, las

carreteras, los paisajes, con presentimiento e inquietud. Seguramente estaba influido por el especial estado de nimo, pero lo cierto es que cuanto ms observaba a la gente, ms me pareca encontrar en todos lados una inusitada animacin. Por qu aquel ir y venir en los patios, aquellas 26 afanadas mujeres, aquellos carros...? En todos los lados era lo mismo. Aunque a esa velocidad era imposible distinguir bien, hubiera jurado que toda esa agitacin responda a una misma causa. Se celebrara alguna procesin en la zona? O los hombres se dispondran a ir al mercado? El tren continuaba adelante y todo segua igual, a juzgar por la confusin. Era evidente que todo se relacionaba: la muchacha del paso a nivel, el joven sobre el muro, el ir y venir de los campesinos: algo haba sucedido y nosotros, en el tren, no sabamos nada. Mir a mis compaeros de viaje, algunos en el compartimiento, otros en el corredor. No se haban dado cuenta de nada. Parecan tranquilos y una seora de unos sesenta aos, frente a m, estaba a punto de dormirse. O acaso sospechaban? S, s, tambin ellos estaban inquietos y no se atrevan a hablar. Ms de una vez los sorprend echando rpidas miradas hacia fuera. Especialmente la seora somnolienta, sobre todo ella, miraba de reojo,

entreabriendo apenas los prpados y despus me examinaba cuidadosamente para ver si la haba descubierto. Pero, de qu tenamos miedo? Npoles. Aqu, habitualmente, el tren se detiene. Pero nuestro expreso, no, hoy no. Desfilaron cerca 27 las viejas casas y en los patios oscuros se vean ventanas iluminadas. En aquellos cuartos -fue un instante- hombres y mujeres aparecan inclinados, haciendo paquetes y cerrando valijas. O me engaaba y todo era producto de mi fantasa? Se preparaban para marcharse. "Adnde?", me preguntaba. Evidentemente no era una noticia feliz, pues haba como una especie de alarma generalizada en la campaa como en la ciudad. Una amenaza, un peligro, el anuncio de un desastre. Despus me deca: "Si fuera una desgracia se habra detenido el tren; y en cambio, el tren encontraba todo en orden, seales de va libre, cambios perfectos, como para un viaje inaugural. Un joven a mi lado, simulando que se desperezaba, se haba puesto de pie. En realidad quera ver mejor y se inclinaba sobre m para estar ms cerca del vidrio. Afuera, el campo, el sol, los caminos blancos y sobre los caminos carros,

camiones, grupos de gente a pie, largas caravanas, semejantes a las que marchan en direccin a la iglesia el da del santo patrn de la ciudad. Ya eran cientos, cada vez ms gento a medida que el tren se acercaba al norte. Y todos llevaban la misma direccin, descendan hacia el medioda, huan del 28 peligro mientras nosotros bamos directamente a su encuentro; a velocidad enloquecida nos precipitbamos, corramos hacia la guerra, la revolucin, la peste, el fuego... Qu ms poda pasarnos? No lo sabramos hasta dentro de cinco horas, en el momento de llegar y seguramente sera demasiado tarde. Nadie deca nada. Ninguno quera ser el primero en ceder. Cada uno quizs dudara de s mismo, como yo, y en la incertidumbre se preguntara si toda aquella alarma sera real o simplemente una idea loca, una alucinacin, una de esas ocurrencias absurdas que suelen asaltarnos en el tren, cuando ya se est un poco cansado. La seora de enfrente lanz un suspiro, aparentando que recin se despertaba e igual que aquel que saliendo efectivamente del sueo levanta la mirada mecnicamente, as ella levant las pupilas, fijndolas, casi por azar, en la manija de la seal de alarma. Y tambin todos nosotros miramos el

aparato, con idntico pensamiento. Nadie se atrevi a hablar o tuvo la audacia de romper el silencio o simplemente os preguntar a los otros si haban advertido, afuera, algo alarmante. Ahora las carreteras hormigueaban de vehculos 29 y gente, todos en direccin al sur. Nos cruzbamos con trenes repletos de gente. Los que nos vean pasar, volando con tanta prisa hacia el norte, nos miraban desconcertados. Un multitud haba invadido las estaciones. Algunos nos hacan seales, otros nos gritaban frases de las cuales se perciban solamente las voces, como ecos de la montaa. La seora de enfrente empez a mirarme. Con las manos enjoyadas estrujaba nerviosamente un pauelo, mientras suplicaba con la mirada. Pareca decir: si alguien hablaba... si alguno de ustedes rompiera al fin este silencio y pronunciara la pregunta que todos estamos esperando como una gracia y ninguna se atreve a formular... Otra ciudad. Como al entrar en la estacin el tren disminuy su velocidad, dos o tres se levantaron con la esperanza de que se detuviera. No lo hizo y sigui adelante como una estruendosa turbonada a lo largo de los andenes donde, en medio de un catico

montn de valijas, un gento se enardeca, esperando, seguramente, un convoy que partiera. Un muchacho intent seguirnos con un paquete de diarios y agitaba uno que tena un gran titular negro en la primera pgina. Entonces, con un gesto repentino, la seora que estaba frente a m se 30 asom, logrando detener por un momento el peridico, pero el viento se lo arranc impetuosamente. Entre los dedos le qued un pedacito. Advert que sus manos temblaban al desplegarlo. Era un papelito casi triangular. Del enorme ttulo, slo quedaban tres letras: ION, se lea. Nada ms. Sobre el reverso aparecan indiferentes noticias periodsticas. Sin decir palabra, la seora levant un poco el fragmento, a fin de que pudiramos verlo. Todos lo habamos visto, aunque ella aparentaba ignorarlo. A medida que creca el miedo, nos volvamos ms cautelosos. Corramos como locos hacia una cosa que terminaba en ION y deba de tratarse de algo espeluznante; poblaciones enteras se daban a la fuga. Un hecho nuevo y poderoso haba roto la vida del pas, hombres y mujeres solamente pensaban en salvarse, abandonando casas, trabajos, negocios, todo, pero nuestro tren no, el maldito aparato, del cual ya nos sentamos parte como un pasamano

ms, como un asiento, marchaba con la regularidad de un reloj, a la manera de un soldado honesto que se separa del grueso del ejrcito derrotado para llegar a su trinchera, donde ya la ha cercado el enemigo. Y por decencia, por un respeto humano miserable, ninguno de nosotros tena el coraje de reaccionar. 31 Oh los trenes, cmo se parecen a la vida! Faltaban dos horas. Dos horas ms tarde, a la llegada, ya sabramos la suerte que nos esperaba a todos. Dos horas. Una hora y media. Una hora. Ya descenda la oscuridad. Vimos a lo lejos las luces de nuestra anhelada ciudad y su inmvil resplandor reverberante, un halo amarillo en el cielo, nos volvi a dar un poco de coraje. La locomotora emiti un silbido, las ruedas resonaron sobre el laberinto de los cambios. La estacin, la superficie -ahora oscura- del techo de vidrio, las lmparas, los carteles, todo estaba como de costumbre. Pero, horror! An el tren se mova, cuando vi que la estacin estaba desierta, los andenes vacos y desnudos. Por ms que busqu no pude encontrar una figura humana. El tren se detuvo, al fin. Corrimos por el andn hacia la salida, a la caza de alguno de nuestros semejantes. Me pareci entrever al fondo, en el ngulo derecho, casi

en la penumbra, a un ferroviario con su gorro que desapareca por una puerta, aterrorizado. Qu habra pasado? No encontraramos un alma en la ciudad? De pronto, la voz de una mujer, altsima y violenta como un disparo, nos hizo estremecer. "Socorro! Socorro!", gritaba y el grito repercuti bajo 32 el techo de vidrio con la vaca sonoridad de los lugares abandonados para siempre.

SIETE PISOS Despus de todo un da de viaje en tren, Giuseppe Corte lleg, una maana de marzo, a la ciudad donde estaba una casa de salud. Tena un 33 poco de fiebre; sin embargo, quiso recorrer a pie el camino entre la estacin y el hospital, llevando consigo su maletita. Aunque slo presentaba sntomas muy leves e incipientes, le haban aconsejado a Giuseppe Corte dirigirse al clebre sanatorio, especializado en esa enfermedad. Esto garantizaba una competencia excepcional de los mdicos y la ms racional eficacia de las instalaciones. Cuando lo vio a lo lejos y lo reconoci, puesto que ya lo haba visto en una fotografa de una circular publicitaria, Giuseppe Corte qued gratamente impresionado. El blanco edificio de siete pisos estaba surcado de salientes arquitectnicas que le daban una vaga fisonoma de hotel. Alrededor del edificio haba una larga fila de rboles altos. Tras una sumaria visita mdica, previa a un examen ms minucioso, Giuseppe Corte fue

instalado en un alegre cuarto del sptimo y ltimo piso. Los muebles eran claros y pulcros, como la tapicera; los sillones eran de madera y los cojines estaban forrados de tela policroma. La vista se extenda sobre uno de los ms hermosos barrios de la ciudad. Todo era tranquilo, hospitalario y 34 confortante. Giuseppe Corte se meti inmediatamente a la cama y, encendiendo la lamparita sobre la cabecera, empez a leer un libro que haba llevado consigo. Poco despus entr una enfermera para preguntarle si necesitaba algo. Giuseppe Corte no deseaba nada, pero de buen grado se puso a conversar con la joven, pidindole informaciones acerca de la casa de salud. As se enter de la extraa caracterstica de aquel hospital. Los enfermos eran distribuidos piso por piso, de acuerdo a la gravedad. El sptimo, o sea el ltimo, era para los casos muy leves. El sexto estaba destinado a los enfermos no graves, pero que necesitaban cuidado. En el quinto se curaban afecciones serias; y as, sucesivamente, de piso a piso. En el segundo estaban los enfermos muy graves; y en el primero, los desahuciados.

Este singular sistema, adems de facilitar la rapidez del servicio, evitaba que un enfermo no grave pudiera ser turbado por la cercana de un colega moribundo, y garantizaba en cada piso una atmsfera homognea. Por otra parte, la curacin poda graduarse perfectamente.35

De todo esto resultaba que los enfermos estuvieran divididos en siete castas progresivas. Cada piso era como un pequeo mundo en s mismo, con reglas particulares, con especiales tradiciones. Y puesto que cada sector estaba a cargo de un mdico distinto, habanse formado, aunque mnimas, algunas diferencias en los mtodos de tratamiento, a pesar del sello fundamental que el director le haba conferido al instituto. Cuando la enfermera sali, Giuseppe Corte pensando que la fiebre haba desaparecido se acerc a la ventana y mir hacia afuera, no para observar el panorama de la ciudad, que era incluso nueva para l, sino con la esperanza de ver, a travs de las ventanas, a algunos enfermos de los pisos inferiores. La estructura del edificio, con grandes salientes, permita ese tipo de observacin. Giuseppe Corte concentr su atencin, sobre todo, en las ventanas del primer piso, que parecan lejansimas,

oblicuas. Pero no vio nada de interesante. La gran mayora de ellas estaban hermticamente cerradas por las grises persianas corredizas. Corte descubri a un hombre que lo miraba desde una ventana que estaba a su lado. Los dos se 36 miraron durante cierto tiempo, con simpata creciente, pero no saban cmo romper el silencio. Finalmente, Giuseppe Corte se dio nimo y dijo: Usted tambin lleva poco tiempo aqu? Oh, no dijo el hombre; estoy aqu desde hace dos meses... Call un momento, despus del cual, no sabiendo cmo continuar la conversacin, aadi: Estaba viendo a mi hermano, all abajo. Su hermano? S explic el desconocido. Llegamos aqu el mismo da. Es un caso realmente extrao; pero l ha ido empeorando. l ya est en el cuarto. Qu cuarto?

En el cuarto piso aclar el individuo, pronunciando las palabras con tal expresin de piedad y de horror, que Giuseppe Corte casi se espant. Pero es que estn muy graves los del cuarto piso? Pregunt con cautela. Dios mo dijo el otro, moviendo lentamente la cabeza; no estn totalmente desesperados, pero no tienen ningn motivo para estar alegres. Pero entonces pregunt an Corte, con la graciosa desenvoltura de quien menciona cosas trgicas que no le conciernen, si en el cuarto piso estn muy graves, a quines ponen en el primero? Ay, en el primer piso estn los moribundos. All los mdicos ya no tienen nada que hacer. Solamente est el sacerdote. Y, naturalmente... Pero deben de ser muy pocos interrumpi Corte, como si le urgiera obtener una confirmacin ; casi todos los cuartos estn cerrados.37

Hay pocos ahora; pero esta maana haba muchos respondi el desconocido, con una sonrisa sutil. Donde las persianas estn cerradas, alguien muri hace poco. No ve que en los otros pisos estn abiertos todos los postigos? Usted me perdone 38 agreg, retirndose lentamente; me parece que empieza a hacer fro. Yo vuelvo a mi cama. Suerte, suerte... El hombre desapareci de la ventana, cerrndola con energa, y se vio que encendi la luz. Giuseppe Corte se qued en la ventana, inmvil, mirando fijamente las persianas cerradas del primer piso. Las miraba con una intensidad morbosa, tratando de imaginar los secretos fnebres de aquel primer piso terrible, donde confinaban a los enfermos que ya iban a morir. Y se senta aliviado sabindose lejano de ese piso. Una por una fueron encendindose las ventanas del sanatorio; visto a lo lejos, habra podido pensarse que se trataba de un palacio de fiesta. Slo en el primer piso, al fondo del precipicio, decenas y decenas de ventanas estaban ciegas y oscuras. El resultado de la visita mdica general tranquiliz a Giuseppe Corte. Habitualmente inclinado a prever lo peor, ya se haba preparado

para or un severo diagnstico, y no se habra asombrado si el mdico le hubiera dicho que era necesario alojarlo en el piso inferior. La fiebre, en efecto, no haba disminuido, a pesar de que las condiciones generales eran buenas. El mdico, en cambio, le habl con palabras estimulantes y 39 cordiales. Era una enfermedad incipiente le dijo; sta exista, pero levsima. En dos o tres semanas, probablemente, su mal cedera. Seguir, entonces, en el sptimo piso? pregunt ansiosamente Giuseppe Corte a este punto. Pero naturalmente le respondi el mdico, palmendole amistosamente el hombro. A dnde quera ir? Tal vez al cuarto piso? le pregunt riendo, como si quisiera aludir a la ms absurda de las hiptesis. Mejor as, mejor as dijo Corte. Usted sabe que los enfermos siempre imaginamos lo peor... Y Giuseppe Corte sigui en el cuarto que le haban asignado originalmente. Empez a conocer a algunos de sus compaeros de hospital, durante algunas escasas tardes que le permitan levantarse. Sigui escrupulosamente el tratamiento, poniendo

todo su empeo en curarse rpidamente; sin embargo, pareca que sus condiciones continuaban estacionarias. Haban pasado ya unos diez das cuando el jefe de enfermeros se le present a Giuseppe Corte. Se 40 vea obligado a pedirle un favor, con carcter solamente amistoso. Al da siguiente llegara al hospital una seora con dos nios; dos cuartos estaban libres, precisamente al lado de la suya, pero faltaba un tercero. El seor Corte estara dispuesto a trasladarse a otro cuarto, igualmente confortable? Como es natural, Giuseppe Corte no opuso ninguna dificultad. Cualquier cuarto le daba lo mismo. Le podra tocar alguna otra enfermera, ms bonita todava. Se lo agradezco mucho dijo el jefe de enfermeros del sptimo piso, con una ligera inclinacin. Le confieso que no me extraa ver en usted un acto tan gentil y caballeresco. Dentro de una hora, si usted no dispone otra cosa, procederemos con su traslado. Debo decirle que hay necesidad de llevarlo al piso de abajo agreg con voz atenuada, como si se tratara de un detalle carente de importancia. Desgraciadamente, en este

piso no hay ms cuartos libres. Pero se trata de algo absolutamente provisional. Tan pronto quede libre otro cuarto, y creo que ser dentro de dos o tres das, usted podr volver a este piso. Le confieso dijo Giuseppe Corte, para 41 demostrarle que l no era un nio, le confieso que un traslado de este tipo no me agrada en lo ms mnimo. Pero si este traslado no se debe a ningn motivo mdico. Entiendo muy bien lo que usted quiere decir. Se trata nicamente de ser corts con esa seora, que prefiere no alejarse de sus nios... Por favor agreg riendo abiertamente, ni siquiera se le ocurra que existan otras razones! Puede ser... dijo Giuseppe Corte. Pero a m me parece seal de mal agero. El seor Corte fue pasado al sexto piso, y aunque estuviera convencido de que el traslado no corresponda a un empeoramiento del mal, le disgustaba pensar que entre l y el mundo normal, el de la gente sana, se interpusiera ya un evidente obstculo. En el sptimo piso, punto de llegada, se estaba en cierto modo en contacto con el consorcio

de los hombres; esto poda considerarse incluso como una prolongacin del mundo habitual. Pero en el sexto se entraba al cuerpo autntico del hospital. Ah la mentalidad de los mdicos, de las enfermeras y de los enfermos mismos era diferente. De hecho, era cosa admitida que ese piso albergaba a 42 verdaderos enfermos, aunque no graves. Desde las primeras conversaciones con los vecinos de cuarto, con el personal y con los enfermeros, Giuseppe Corte se dio cuenta cmo en esa seccin consideraban el sptimo piso como una cosa de juego, reservada a los enfermos primerizos, aquejados solamente de sus chifladuras. nicamente desde el sexto, por decirlo de alguna manera, la cosa empezaba en serio. De cualquier modo, Giuseppe Corte comprendi que para volver al sptimo al lugar que le corresponda de acuerdo a las caractersticas de su mal, encontrara dificultades. Para subir de nuevo debera poner en movimiento a todo un organismo muy complejo. No caba duda de que si l no hubiera chistado, nadie habra pensado en transferirlo al piso superior, al de los casi-sanos. Por lo tanto, Giuseppe Corte se propuso no transigir acerca de sus derechos y de no ceder ante las lisonjas de la costumbre. Le interesaba mucho

especificar a sus compaeros de seccin que l se hallaba ah slo por unos das, que haba sido l quien decidi descender un piso para darle gusto a una seora, y que apenas se desocupara un cuarto regresara al piso superior. Los otros lo escuchaban sin inters y asentan con escasa conviccin.43

El convencimiento de Giuseppe Corte hall plena confirmacin en el juicio del nuevo mdico. ste admiti tambin que Giuseppe Corte poda ser admitido nuevamente en el sptimo piso; su caso era ab-so-lu-ta-men-te muy-leve y escanda tal definicin para darle importancia; pero en el fondo consideraba que en el sexto piso poda ser curado mejor. No empecemos con estos cuentos intervena en esos momentos el enfermo, con mucha decisin. Usted me ha dicho que mi lugar est en el sptimo piso, y quiero regresar. Nadie ha dicho lo contrario rebata el doctor. Yo solamente le daba un simple consejo, no de doctor, sino de au-tn-ti-co a-mi-go. Su caso, insisto, es levsimo, y no sera una exageracin decir que usted no est enfermo; slo que, segn yo, su caso se distingue de otros casos anlogos por una

cierta y mayor extensin. Me explico: la intensidad del mal es mnima, pero considerable su amplitud, el proceso destructivo de las clulas era la primera vez que Giuseppe Corte oa en el hospital aquella siniestra expresin; el proceso destructivo de las clulas se halla totalmente en su principio, quiz ni 44 siquiera ha comenzado; pero tiende, digo solamente tiende, a afectar al mismo tiempo vastas porciones del organismo. Solamente por esto, segn yo, usted puede ser curado con mayor eficacia aqu, en el sexto, donde los mtodos teraputicos son ms tpicos e intensos. Un da le contaron que el director general de la casa de salud, tras de haber consultado largamente a sus colaboradores, haba decidido un cambio en la subdivisin de los enfermos. El grado de cada uno de ellos haba sido rebajado, por as decirlo, en medio punto. Se convino que en cada piso los enfermos estaran divididos, de acuerdo a su gravedad, en dos categoras (esta subdivisin deban de hacerla los propios mdicos, con un carcter exclusivamente interno). La inferior de estas dos mitades debera trasladarse a un piso inmediatamente ms bajo. Por ejemplo, la mitad de los enfermos del sexto piso, los que presentaran casos clnicos ligeramente ms avanzados, deberan pasar al quinto; y los casos ms

graves del sptimo piso deberan pasar al sexto. La noticia complaci a Giuseppe Corte, porque en ese complejo cuadro de traslados su retorno al sptimo piso se lograra con menor dificultad. Cuando se lo coment a la enfermera, su 45 esperanza sufri una amarga sorpresa. Ella le dijo que lo iban a trasladar; pero no al sptimo, sino al piso de abajo. Por motivos que la enfermera no saba explicarle, l estaba incluido en la mitad ms grave de los pacientes del sexto piso, por lo cual, iban a bajarlo al quinto. Habiendo superado la sorpresa, sta se convirti en furor. Dijo a gritos que lo estaban estafando; que ya no quera seguir oyendo nada acerca de traslados a pisos inferiores; que regresara a su casa; que los derechos eran los derechos y que la administracin del hospital no debera desacatar tan descaradamente los diagnsticos de los doctores. Mientras an estaba gritando, lleg el mdico, para tranquilizarlo. Lo aconsej calmarse, si no quera que la fiebre le aumentara; le explic que todo se deba a un malentendido, por lo menos parcial. Admiti una vez ms que Giuseppe Corte podra estar en su justo lugar en el sptimo piso, pero

agreg que consideraba su caso clnico bajo un concepto ligeramente diverso, muy personal. Muy en el fondo, su enfermedad poda, en un cierto sentido, desde luego, considerarse de sexto grado, dada la amplitud de las manifestaciones morbosas. Sin embargo, l mismo no lograba explicarse cmo Corte 46 se hallara catalogado en la mitad inferior del sexto piso. Probablemente, el secretario de la direccin que precisamente esa maana le haba telefoneado para preguntarle la exacta posicin clnica de Giuseppe Corte, se haba equivocado en la trascripcin. O quiz la direccin haba empeorado deliberadamente, pero no mucho, su juicio, ya que lo consideraban como un mdico competente, pero proclive a la indulgencia. El doctor, en fin, le aconsej a Giuseppe Corte que no se inquietara, que aceptara sin protestas el traslado. Lo que contaba era la enfermedad, no el lugar en que colocaban a un enfermo. En lo referente a la curacin agreg todava el mdico, Giuseppe Corte no tendra motivo para lamentarse; el doctor del quinto piso tena ciertamente mayor experiencia; era indudable que la habilidad de los mdicos iba ascendiendo al menos a juicio de la direccin conforme se descenda de piso en piso. Su cuarto sera igualmente cmodo y

elegante. La vista era igualmente espaciosa; solamente del tercer piso hacia abajo la visual estaba obstaculizada por los rboles. Giuseppe Corte, presa de la fiebre vespertina, escuchaba y escuchaba las meticulosas 47 justificaciones con un cansancio progresivo. Al fin se daba cuenta de que le faltaba la fuerza y, sobre todo, las ganas de reaccionar ulteriormente contra el injusto traslado. Y sin protestar ya, dej que lo llevaran al piso de abajo. El nico y pobre consuelo de Giuseppe Corte, tan pronto se hall en el quinto piso, fue el hecho de saber que, segn el juicio comn de los mdicos, era considerado como el menos grave de esa seccin. En el mbito de ese piso, en fin, l poda considerarse, sin lugar a dudas, el ms afortunado. Pero por otra parte, lo atormentaba el pensamiento de que ahora se interponan dos barreras entre l y el mundo de la gente normal. Al avanzar la primavera, el aire tornbase ms tibio; pero a Giuseppe Corte ya no le gustaba asomarse a la ventana. Si bien semejante temor no fuera sino una tontera, l senta que un extrao escalofro se apoderaba de l cuando miraba las

ventanas del primer piso, siempre cerradas en su gran mayora, y cada vez ms cercanas. Su enfermedad pareca estacionaria. Despus de tres das de permanencia en el quinto piso, apareci en su pierna izquierda una especie de eczema que no 48 dio trazas de reabsorberse en los das sucesivos. Era una afeccin le dijo el mdico absolutamente ajena a la enfermedad principal; un disturbio que poda presentrsele a la persona ms sana del mundo. Para eliminarlo en pocos das, era necesario un intenso tratamiento de rayos gamma. Hay aqu ese tipo de rayos? pregunt Giuseppe Corte. Por supuesto respondi complacido el mdico. Nuestro hospital cuenta con todo. Existe slo un inconveniente .. . Cul? pregunt presentimiento. Corte con un vago

Lo llamo inconveniente slo por llamarlo de alguna manera se corrigi el doctor. Quera decir que la instalacin de los rayos la tenemos solamente

en el cuarto piso, y yo le desaconsejara bajar y subir tres veces al da semejante trayecto. Entonces, qu vamos a hacer? Lo mejor sera que usted se dignara bajar al 49 cuarto piso, pero nicamente mientras dure el tratamiento. Basta! grit exasperado Giuseppe Corte. Ya estoy harto de seguir bajando! Y no pienso bajar, aunque reviente! De acuerdo, como usted crea conveniente dijo el mdico, conciliador. Pero como mdico a su cargo, no olvide que le prohbo ir all abajo tres veces al da. Lo peor de todo fue que el eczema, en vez de atenuarse, sigui amplindose lentamente en los das sucesivos. Giuseppe Corte no lograba serenarse y continuaba revolvindose en el lecho. Permaneci as, rabioso, durante tres das, hasta que tuvo que ceder. Espontneamente le pidi al doctor que le aplicaran el tratamiento de los rayos y que lo transfirieran al piso inferior.

En su nuevo piso, Corte observ, con inconfesado placer, que l representaba una excepcin. Los dems enfermos de la seccin se hallaban en condiciones decididamente serias y no podan dejar el lecho ni un solo minuto. l, en cambio, poda darse el lujo de ir a pie, desde su cuarto, a la sala de 50 los rayos, entre el asombro y las felicitaciones de las enfermeras. Giuseppe le precis a su nuevo mdico, con insistencia, su posicin tan especial. Era un enfermo que, en realidad, tena todo el derecho de estar en el sptimo piso, pero que ahora estaba en el cuarto. Al terminar el tratamiento con los rayos, l consideraba que volvera al piso superior. Y no pensaba admitir ya ninguna nueva excusa. l, que podra estar an en el sptimo piso, legtimamente. En el sptimo, en el sptimo! exclam sonriendo el mdico que acababa de auscultarlo. Ustedes, los enfermos, son siempre muy exagerados. Soy yo el primero en decir que usted puede estar contento de su estado, despus de haber visto su tabla clnica; no se registran empeoramientos graves. Pero de esto a hablar del sptimo piso, y perdone mi brutal sinceridad, hay una gran diferencia! Usted es

uno de nuestros pacientes menos preocupantes; pero es de cualquier modo un enfermo! Y entonces...? dijo Giuseppe Corte, con la cara enrojecida. Usted en qu piso me colocara? Por Dios, no es fcil decirlo. Yo nicamente le he hecho una breve visita. Para poder pronunciarme sera necesario observarlo durante una semana por lo menos. Est bien insisti Corte. Dentro de poco usted lo sabr. A fin de tranquilizarlo, el mdico fingi concentrarse un momento en meditacin; luego, asintiendo con la cabeza a s mismo, dijo lentamente: Dios mo! Slo por darle gusto... Pero podramos colocarlo en el sexto. S, s! agreg, como persuadindose a s mismo. En el sexto podra estar bien. El doctor crea que esas palabras tranquilizaran al enfermo. En el rostro de Giuseppe Corte, en cambio, se extendi una expresin de susto. El enfermo se daba cuenta de que los mdicos de los pisos superiores lo haban engaado. Este nuevo51

mdico, evidentemente ms experimentado y honesto, que le hablaba con sinceridad, sin lugar a dudas, lo asignaba no al sptimo, sino al quinto piso, y quizs al quinto inferior! La inesperada desilusin dej postrado a Corte. Esa tarde, la fiebre aument sensiblemente.52

La permanencia en el cuarto piso seal el periodo ms tranquilo pasado por Giuseppe Corte desde su ingreso en el hospital. El mdico era un hombre muy simptico, solcito y cordial. A menudo se quedaba durante horas conversando sobre temas muy diversos. Giuseppe Corte conversaba tambin de buen grado, eligiendo argumentos concernientes a su habitual vida de abogado y de hombre de mundo. Quera persuadirse de que perteneca an al consorcio de los hombres sanos, de que estaba ligado todava al mundo de los negocios, de que le interesaban realmente los acontecimientos pblicos. Lo intentaba, pero sin lograrlo. Invariablemente, la conversacin acababa siempre por caer en el tema de la enfermedad. El deseo de un mejoramiento cualquiera se haba vuelto una obsesin para Giuseppe Corte. Desgraciadamente, los rayos gamma, si bien es cierto que haban logrado detener la expansin del

eczema, no haban eliminado la afeccin cutnea. Todos los das hablaba de esto Giuseppe Corte con el mdico, y se esforzaba en estos coloquios para mostrarse fuerte, y aun irnico, pero sin lograrlo. Dgame, doctor le dijo un da: cmo va el 53 proceso destructivo de mis clulas? Oh, no diga palabras tan feas! lo rega el doctor, bromeando. Dnde las aprendi? Eso no est bien, no est bien; sobre todo en un enfermo! No quiero volver a or tales palabras. Est bien, de acuerdo objet Corte. Pero no me ha respondido. Ah, le responder inmediatamente dijo el doctor, cortsmente. El proceso destructivo de las clulas, repitiendo su horrible expresin, es, en su caso, mnimo. Pero me atrevera a definirlo como obstinado. Obstinado... Crnico, quiere decir? No me haga decir lo que yo no he dicho. He dicho solamente obstinado. Pero as son estos casos

en su mayora. Incluso afecciones muy leves requieren a menudo tratamientos largos y enrgicos. Pero dgame usted, doctor, cundo podr esperar una mejora? Cundo? En estos casos, son ms bien difciles... Pero esccheme bien aadi despus de una pausa meditativa. Veo en usted un verdadero afn de curarse... Si yo no tuviera miedo de hacerlo enojar, sabe qu le aconsejara? Dgamelo, doctor... Muy bien, le planteo la cuestin en trminos muy claros. Si yo aquejado de esta enfermedad, incluso en forma muy tenue, llegara a este sanatorio, que es quiz el mejor que existe, me hara colocar espontneamente y desde el primer da, desde el primer da, me entiende?, en uno de los pisos ms bajos. Hara que me llevaran nada menos que al... Al primero? sugiri Corte, con una sonrisa forzada. Claro que no! Al primero, no! respondi irnicamente el mdico. Nada de esto! Al tercero o al segundo, desde luego. En los pisos inferiores los54

tratamientos son mejores, se lo garantizo; las instalaciones y los equipos son ms potentes y completos, el personal est mejor capacitado. No sabe usted quin es el alma de este hospital? No es el profesor Dati?55

El profesor Dati, ni ms ni menos. Es el inventor del tratamiento que aplicamos aqu, l proyect totalmente esta casa de salud. Pues bien; l, el maestro, se halla, por decirlo de alguna manera, entre el primero y el segundo piso. De ah irradia su fuerza directiva. Pero su influjo no llega ms all del tercer piso, se lo aseguro; podra decirse que sus rdenes se desmenuzan mientras ms ascienden, que pierden consistencia, se desvan. El corazn del hospital est abajo, y es necesario estar abajo para tener los mejores tratamientos. En fin, usted me aconseja... observ Giuseppe Corte con voz temblorosa. Entonces, usted me aconseja... Aada una cosa dijo el doctor, impertrrito, aada que en su caso particular hay que tener cuidado en que el eczema debe eliminarse. Una cosa sin mayor importancia, convengo en ello, pero muy molesta y que a la larga podra deprimir su moral.

Y usted sabe cuan importante es para la curacin la tranquilidad del espritu. Las aplicaciones de rayos que le he hecho han fructificado slo parcialmente. Por qu? Puede ser que se trate nicamente de una casualidad; pero tambin puede deberse a que la cantidad de rayos no sea suficientemente intensa. 56 Pues bien, en el tercer piso los aparatos de rayos son ms potentes. Las probabilidades de curar su eczema seran mucho mayores. Considere que una vez encaminada la curacin, se habr dado el paso ms difcil. Cuando se empieza a agravar, es difcil volver atrs. Cuando usted se sienta de veras mejor, entonces nada impedir que usted vuelva a subir ac con nosotros, o incluso ms arriba, de acuerdo a sus mritos, hasta llegar al quinto, al sexto o incluso hasta el mismo sptimo piso, me atrevo a decir... Pero usted cree que esto puede acelerar la curacin? Desde luego, sin lugar a dudas. Le he dicho lo que hara yo si estuviera en su lugar. El doctor le hablaba de estas cosas todos los das. En fin, lleg el da en que el enfermo, cansado de padecer el eczema y no obstante la instintiva

renuencia a bajar de piso, decidi seguir el consejo del mdico y se traslad al piso de abajo. Estando en el tercer piso, not inmediatamente en esa seccin una especial alegra tanto en el mdico como en las enfermeras, aunque all se 57 hallaran en tratamiento enfermos con casos preocupantes. No le pas desapercibido que esa alegra iba aumentando con el paso de los das. Intrigado, despus de tomar confianza con la enfermera, le pregunt el motivo por el cual todos estaban tan contentos. Ah, no lo sabe? respondi la enfermera. Dentro de tres das saldremos de vacaciones. Aja, se van de vacaciones? Desde luego. Durante quince das, el tercer piso se cierra y el personal se va a descansar. El descanso le toca por turno a cada uno de los pisos. Y qu hacen con los enfermos? Puesto que hay relativamente pocos, de dos pisos se hace uno solo.

Reunirn a los enfermos del tercero y del cuarto? No, no corrigi la enfermera. Del tercero y del segundo. Los que estn aqu debern ir al segundo.58

Bajar al segundo? dijo Giuseppe Corte, plido como un muerto. Debo yo bajar al segundo? Claro que s. Qu tiene de extrao? Usted volver a este cuarto dentro de quince das, cuando volvamos. No hay ninguna razn para asustarse. Sin embargo, Giuseppe Corte ya que un misterioso instinto lo adverta, se sinti invadido de un miedo cruel. Mas viendo que no poda retener al personal que se ira de vacaciones, y convencido de que el nuevo tratamiento con rayos ms intensos le haca bien pues el eczema ya casi haba sido eliminado completamente, Corte no se atrevi a oponerse formalmente al nuevo traslado. Exigi, sin embargo, ignorando las guasas de las enfermeras, que colocaran en la puerta de su nuevo cuarto un cartelito con esta leyenda: Giuseppe Corte, del tercer piso. De paso. Una cosa semejante no tena

precedentes en la historia del sanatorio, pero los mdicos no se opusieron, pensando que en un temperamento como el de Corte la ms pequea de las contrariedades pudiera provocar una gran conmocin. Se trataba, en el fondo, de esperar quince das, ni ms ni menos. Giuseppe Corte se puso a contarlos con avidez obstinada, y se quedaba en la cama horas enteras, inmvil, con la mirada fija en los muebles que, en el segundo piso, no eran tan modernos y alegres como en las otras secciones superiores, sino que asuman dimensiones mayores, con lneas ms solemnes y severas. De vez en cuando aguzaba el odo, pues le pareca desde el piso de abajo, el piso de los moribundos, la seccin de los condenados, or vagos estertores de agonas. Naturalmente, todo esto contribua a desanimarlo. La disminuida serenidad pareca estimular a la enfermedad, la fiebre tenda al aumento, la debilidad general aumentaba. Estaban ya en pleno verano, y desde la ventana no podan verse las casas ni los tejados de la ciudad, sino solamente la verde muralla verde de los rboles que circundaban el hospital.59

Siete das despus, hacia las dos de la tarde, entraron de improviso tres enfermeros y el jefe de stos, empujando una camilla rodante. Estamos listos para el traslado? le pregunt en son de chanza bonachona el jefe de enfermeros.60

Qu traslado? pregunt con voz desalentada Giuseppe Corte. Qu bromas son stas? Qu no vuelven dentro de siete das los del tercer piso? Cul tercer piso? dijo el jefe de enfermeros, como si no entendiera. Me han ordenado llevarlo al primer piso; mire... y le mostr una hoja de papel impresa, con la orden firmada nada menos que por el mismo profesor Dati. El terror y la rabia infernal de Giuseppe Corte explotaron entonces en fuertes y airados gritos que invadieron toda la seccin. Calma, calma, por caridad! suplicaron los enfermeros. Hay enfermos que no se sienten bien! Pero se necesitaba algo ms para calmarlo. Finalmente, acudi el mdico que diriga esa seccin, una persona muy gentil y educada. Pidi

explicaciones al jefe de enfermeros, mir el papel firmado, habl con Giuseppe Corte. Luego se dirigi encolerizado al jefe de enfermeros; le dijo que se trataba de un error, que l no haba dispuesto nada de ese gnero; que desde haca tiempo haba una intolerable confusin y que no poda estar al tanto de 61 todo... En fin, despus de poner en su lugar al dependiente, se dirigi de nuevo al enfermo, cortsmente, y le ofreci encarecidas disculpas. Desgraciadamente... agreg el mdico, desgraciadamente, el profesor Dati sali hace una hora y no volver sino hasta dentro de dos das, porque solicit una licencia. Lo siento mucho, pero sus rdenes no pueden transgredirse. l ser el primero en lamentar semejante error... Se lo aseguro! No entiendo cmo pudo haber sucedido! Un escalofro estaba sacudiendo ya a Giuseppe Corte. Se haba esfumado su capacidad de autodominio. El terror lo arrollaba como a un nio. Sus sollozos, lentos y desesperados, repercutan en el cuarto. Y as lleg a la ltima estacin, a causa de un error, execrable. l, en la seccin de los moribundos; l, que en el fondo por la gravedad de

su mal segn el juicio de los mdicos ms severos, tena todo el derecho de estar instalado en el sexto, si no en el sptimo! La situacin era tan grotesca, que en ciertos momentos Giusseppe Corte senta ganas de ponerse a carcajear desenfrenadamente Extendido en el lecho, mientras la calurosa tarde de verano transcurra lentamente sobre la gran ciudad, l miraba el verdor de los rboles a travs de la ventana, con la impresin de haber llegado a un mundo irreal, hecho de absurdas paredes y baldosas esterilizadas. de pasillos helados y mortuorios, de blancas figuras humanas sin alma. Crey incluso que los rboles que distingua a travs de la ventana no eran verdaderos; y acab por convencerse de esto al notar que no se movan las hojas de los rboles. Esta idea lo estremeci de tal modo, que toc el timbre para llamar a la enfermera. Al acudir sta, le pidi sus lentes de miope, lentes que nunca usaba estando en cama. Slo entonces pudo tranquilizarse un poco. Con la ayuda de los lentes pudo cerciorarse de que los rboles eran verdaderos y de que las hojas, aunque levemente, de vez en cuando se movan al paso del viento. Despus de salir la enfermera, pas un cuarto de hora en completo silencio. Seis pisos, seis murallas62

terribles aplastaban con implacable peso a Giuseppe Corte, a causa de un error administrativo. En cuntos aos, s, era menester pensar en aos, en cuntos aos lograra volver hasta el borde de aquel precipicio? Por qu razn el cuarto se oscureca de repente? Si la tarde se hallaba en plenitud. Con un esfuerzo supremo Giuseppe Corte, que se senta paralizado por un extrao torpor, vio el reloj que estaba sobre el bur, a un lado de la cama. Eran las tres y media. Volvi la cabeza hacia otra parte, y vio que las persianas corredizas, obedientes a una orden misteriosa, descendan lentamente, cerrndole el paso a la luz.63

Y SI? l era el Dictador. Pocos minutos antes haba finalizado, en la Sala del Supremo Konzern, el informe del Congreso Universal de las Hermandades, 64 al trmino del cual la mocin de sus adversarios fue desestimada por aplastante mayora. Por lo cual, l era el Personaje ms Poderoso del Pas Y Todo Aquello Que Se Refera A l En Adelante Se Escribira O Dira Con Maysculas, Por El Tributo De Honor. Haba llegado, pues, a la meta final de la vida y no poda ya desear nada ms. A los cuarenta y cinco aos, el Dominio de la Tierra! Y no lo haba conseguido con la violencia, segn es uso y costumbre, sino con el trabajo, la fidelidad, la austeridad, el sacrificio de los esparcimientos, de las carcajadas, de los goces fsicos y de las sirenas mundanas. Estaba plido y llevaba gafas; sin embargo, nadie estaba por encima de l. Asimismo, se senta un poco cansado. Pero feliz. Una salvaje felicidad, tan intensa que casi resultaba dolorosa, lo invada hasta lo ms profundo del alma, mientras recorra a pie, democrticamente,

las calles de la ciudad, meditando sobre su propio xito. l era el Gran Msico que poco antes haba odo en el Teatro Imperial de la pera las notas de su obra maestra levitar y expandirse en el corazn del 65 pblico anhelante, conquistando el triunfo; y en los odos le resonaban todava las grandes cataratas de los aplausos puntuadas de alaridos delirantes, como jams los haba odo, ni para los dems ni para s; en esos aplausos haba xtasis, llanto, entrega. l era el Gran Cirujano que, una hora antes, ante un cuerpo humano ya absorbido por las tinieblas, en medio del espanto de los ayudantes que lo tomaron por loco, se haba atrevido a aquello que nadie haba podido nunca ni siquiera imaginar, haciendo surgir con sus mgicas manos la lucecita superviviente de las profundidades incognoscibles del cerebro, all donde la ltima partcula de vida haba anidado como el gozque moribundo que se arrastra a la soledad del bosque para que nadie asista a su deshonrosa humillacin final. Y l haba liberado aquella microscpica llamita de la pesadilla, casi recrendola, hasta el punto de que el difunto haba vuelto a abrir los ojos, y sonredo.

l era el Gran Banquero recin salido de una catastrfica tenaza de maniobras que deban triturarlo y, en cambio, su golpe de genio las haba revuelto sbitamente contra los enemigos, derribndolos. Por lo que, en el frentico crescendo de los telfonos enloquecidos, de las calculadoras y 66 de los teletipos electrnicos, su masa crediticia se haba agigantado de una capital a la otra como un nubarrn de oro; sobre el cual, ahora, se alzaba victorioso. l era el Gran Cientfico que, en un impulso de inspiracin divina, en la msera estrechez de su estudio, haba intuido poco antes la sublime potencia de la frmula definitiva; razn por la cual los gigantescos esfuerzos mentales de centenares de sabios colegas esparcidos por el mundo se tornaban de golpe, comparativamente, en ridculos e insensatos balbuceos; y, por lo tanto, l saboreaba la beatitud espiritual de tener en su mano la ltima Verdad, como a una dulce e irresistible criatura que le perteneca. l era el Generalsimo que, rodeado de ejrcitos superiores, haba transformado, con astucia y mando, su menoscabado y tambaleante ejrcito en una horda de titanes desencadenados; y el cerco de

hierro y de fuego que lo sofocaba se haba resquebrajado en pocas horas, y las formaciones enemigas se haban deshecho en aterrorizados jirones. l era el Gran Industrial, el Gran Explorador, el 67 Gran Poeta, el hombre que ha vencido definitivamente, tras largusimos aos de trabajo, de oscuridad, de economas, de interminables fatigas, y cuyas huellas, ay de m, estn impresas indeleblemente en el cansado rostro, por lo dems exultante y luminoso. Era una estupenda maana de sol, era un crepsculo tempestuoso, era una tibia noche de luna, era una glida tarde de tormenta, era un alba pursima de cristal, era slo la hora extraa y maravillosa de la victoria que pocos hombres conocen. Y l caminaba extraviado en aquella indecible exaltacin, mientras los palacios se extendan en torno con formas apropiadas, con la evidente intencin de honrarle. Si no se doblaban en ademn de reverencia, era slo porque estaban hechos de piedras, hierro, cemento y ladrillos; de all su rigidez. Y tambin las nubes del cielo, beatos fantasmas, se disponan en crculo, en fajas superpuestas, formando una especie de corona.

Pero entonces -l estaba atravesando los jardines del Almirantazgo-, sus ojos, por casualidad, de soslayo, se posaron sobre una joven mujer. En aquel punto, lateralmente, se extenda, 68 realzada, una especie de terraza, circundada por una balaustrada de hierro forjado. La muchacha estaba acodada en la balaustrada y miraba distradamente hacia abajo. Tendra unos veinte aos, era plida, y entreabra perezosamente los labios en expresin de rendida y muelle apata. Su negrsimo pelo, peinado hacia arriba formando un ancho moo -ala de cuervo jovencito- sombreaba la frente. Tambin ella apareca como difusa por causa de una nube. Era bellsima. Llevaba un sencillo suter de color gris y una falda negra muy ceida en el talle. Apoyado el peso del cuerpo en la balaustrada, las caderas desbordaban libremente al sesgo, en actitud felina. Poda ser una estudiante de la bohemia de vanguardia, uno de esos tipos que logran hacer una elegancia casi ofensiva de la extralimitacin y de la impertinencia. Llevaba grandes gafas azules. En la

palidez del rostro, le impresion el rojo crudo de los labios, suavemente relajados. De abajo arriba -pero fue una fraccin infinitesimal de segundo-, vislumbr, a travs de la reja de la balaustrada, aquellas piernas femeninas, 69 no demasiado, porque los pies estaban tapados por los bordes de la terraza y la falda era ms bien larga. Sin embargo, sus ojos percibieron la silueta proterva de las pantorrillas que, desde los finos tobillos, se ensanchaban en esa progresin carnal que todos conocemos, oculta en seguida por el borde de la falda. A pleno sol, el pelo rojizo llame. Poda ser una buena hija de familia, poda ser una mujer de teatro, poda ser una pobre tunanta. O acaso una chica perdida? Cuando pas frente a ella, la distancia sera de dos metros y medio a tres. Fue slo un instante, pero pudo verla muy bien. No por inters, sino sin duda ms bien por indiferencia suprema -por no cuidar ella, entregada al aburrimiento, de controlar siquiera las miradas-, la chica lo mir.

Tras haberla atisbado fugazmente, l desvi los ojos al frente, por decoro, tanto ms cuanto que el secretario y otros dos aclitos lo seguan. Pero no supo resistirse y, con la mayor rapidez posible, volvi de nuevo la cabeza para verla.70

La chica lo mir de nuevo. A l incluso le pareci -pero deba tratarse de una sugestin- que los exanges y voluptuosos labios se estremecan, como quien se dispone a hablar. Basta. Por pura decencia, no poda arriesgarse ms. Ya no volvera a verla. Bajo la lluvia torrencial, cuid de no meter los pies en los charcos del suelo. Le pareci percibir un vago calor en la nuca, como si un hlito lo rozase. Quizs, quizs, ella lo segua mirando. Apresur el paso. Pero en aquel preciso instante se percat de que algo le faltaba. Una cosa esencial, importantsima. Jade. Se dio cuenta con espanto de que la felicidad de antes, aquella sensacin de saciedad y de victoria, haba cesado de existir. Su cuerpo era un triste peso, y numerosas molestias lo aguardaban.

-Por qu? Qu haba pasado? Acaso no era el Dominador, el Gran Artista, el Genio? Por qu ya no lograba ser feliz? Caminaba. Ahora, el jardn del Almirantazgo se 71 encontraba a sus espaldas. Quin sabe dnde estara la chica a estas horas. Qu absurdo, qu estupidez! Por haber visto a una mujer. Enamorado? As, de golpe? No, sas no eran cosas para l. Una chica desconocida, quizs incluso de poca calidad. Y, sin embargo... Y, sin embargo, all donde pocos instantes antes vibraba un contento desenfrenado, ahora se extenda un rido desierto. Ya no volvera a verla. Nunca sabra quin era. No hablara jams con ella. Ni con ella ni con las semejantes a ella. Envejecera sin siquiera dirigirles la palabra. Envejecido en medio de la gloria, s, pero sin aquella boca, sin aquellos ojos de lacerante apata, sin aquel cuerpo misterioso. Y si l, sin saberlo, lo hubiese hecho todo por ella? Por ella y las mujeres como ella, las

desconocidas, las peligrosas criaturas que jams haba tocado? Y si los aos eternos de clausura, de fatigas, de rigor, de pobreza, de disciplina, de renuncias, hubiesen tenido slo aquel objeto; si en lo profundo de sus desnudas maceraciones hubiese estado al acecho aquel tremendo deseo? Si detrs 72 del afn de celebridad y de poder, bajo estas miserables apariencias, lo hubiese impelido tan slo el amor? Pero l nunca haba comprendido algo como esto, ni lo haba sospechado, ni siquiera en broma. Slo pensarlo le habra parecido una escandalosa locura. Por ello, los aos haban pasado intilmente. Y hoy, ya era demasiado tarde.

EXTRAOS NUEVOS AMIGOS Cuando muri Stefano Martella, director de una sociedad de seguros y que haba pasado una temporada en la superficie de la tierra pecando, 73 trabajando y viviendo su partitura por casi cincuenta aos, se encontr en una ciudad maravillosa hecha de palacios suntuosos, calles amplias y regulares, jardines, prsperos negocios, lujosos automviles, cines y teatros, gente bien alimentada y elegante, sol brillante, todo bellsimo. Caminaba plcidamente por una avenida al lado de un seor muy corts que le daba explicaciones mostrndole la ciudad. "Lo saba - pensaba - no poda ser de otra manera. He trabajado toda mi vida, he mantenido a mi familia, he dejado a mis hijos una herencia respetable. En sntesis, he cumplido con mi deber; por eso estoy en el paraso." El seor que lo acompaaba se present con el nombre de Francesco y le dijo que se encontraba ah desde haca diez aos.

-Contento?, le pregunt Martella con una sonrisa de complicidad, como si la pregunta fuera ridculamente superflua. Francesco lo mir fijamente: -Cmo negarlo?74

LOS BULTOS DEL JARDN Cuando la noche ha cado, me gusta dar un paseo por mi jardn. No piensen que soy rico. Un jardn como el mo lo tienen todos. Y ms tarde 75 comprendern por qu. En la oscuridad, aunque realmente no est oscuro por entero porque de las ventanas iluminadas de la casa viene un difuso resplandor, camino por el prado, los zapatos hundindose un poco en la hierba, y mientras tanto pienso, y, pensando, alzo los ojos para ver si el cielo est sereno, y si lucen las estrellas las observo preguntndome un montn de cosas. No obstante, hay noches en que no me hago preguntas; las estrellas se estn ah, encima de m, completamente estpidas, y no me dicen nada. Era yo un muchacho cuando, dando mi paseo nocturno, tropec con un obstculo. Como no vea, encend una cerilla. En la plana superficie del prado haba una protuberancia, y eso era extrao. A lo mejor el jardinero ha hecho algo, pens, maana por la maana le preguntar.

Al da siguiente llam al jardinero, cuyo nombre era Giacomo. Le dije: -Qu has hecho en el jardn? En el prado hay como un bulto, tropec con l ayer por la noche y esta maana, apenas se ha hecho de da, lo he visto. 76 Es un bulto estrecho y oblongo, parece una sepultura. Me quieres decir qu pasa? -No es que parezca, seor -dijo Giacomo el jardinero-, es que es una sepultura. Y es que ayer muri un amigo suyo. Era cierto. Mi queridsimo amigo Sandro Bartoli, de veintin aos, se haba partido el crneo en la montaa. -Acaso me ests diciendo -le dije a Giacomoque mi amigo est enterrado aqu? -No -respondi-, su amigo el seor Bartoli -dijo as porque era persona educada a la antigua y por ello todava respetuoso- ha sido enterrado al pie de las montaas que usted sabe. Pero aqu, en el jardn, el prado se ha levantado solo porque ste es su jardn, seor, y todo lo que sucede en su vida, seor, tendr aqu una consecuencia.

-Vamos, vamos, por favor, eso no son ms que supersticiones absurdas -le dije-, te ruego que aplanes ese bulto. - No puedo, seor -contest-, ni siquiera mil 77 jardineros como yo conseguiran aplanar ese bulto. Tras lo cual no se hizo nada y el bulto se quedo all, y yo continu paseando por el jardn una vez haba cado la noche, ocurrindome de cuando en cuando tropezar con el bulto, si bien no muy a menudo, ya que el jardn es bastante grande; era un bulto de setenta centmetros de ancho y metro noventa de largo y sobre l creca la hierba, y sobresala del nivel del prado unos veinticinco centmetros. Naturalmente, cada vez que tropezaba en l pensaba en el querido amigo perdido. Pero tambin poda pasar que fuera al revs. Es decir, que fuera a dar en el bulto porque en aquel momento estaba pensando en l. Pero este asunto es algo difcil de entender. Pasaban por ejemplo dos o tres meses sin que yo en la oscuridad, durante mi paseo nocturno, tropezase con aquel pequeo relieve. En este caso su recuerdo volva a m; entonces me paraba y en el

silencio de Duermes?

la

noche

preguntaba

en voz alta:

Pero l no contestaba. l, efectivamente, dorma, pero lejos, bajo las 78 rocas, en un cementerio de montaa, y con los aos nadie se acordaba ya de l, nadie le llevaba flores. Sin embargo, pasaron muchos aos y he aqu que una noche, en el curso de mi paseo, justamente en el rincn opuesto del jardn, tropec con otro bulto. Por poco ca de bruces cuan largo soy. Era pasada medianoche, todo el mundo haba ido a dormir, pero mi enfado era tal que me puse a llamar Giacomo, Giacomo, justamente para despertarlo. De hecho, una ventana se ilumin. Giacomo apareci en el antepecho. -Qu demonios es este bulto? -gritaba yo-. Has cavado algn hoyo? -No seor. Slo que mientras tanto un querido compaero suyo de trabajo se ha ido -dijo-. Su nombre es Cornali.

Sin embargo, algn tiempo despus top con un tercer bulto y, aunque fuera noche cerrada, tambin esta vez llam a Giacomo, que estaba durmiendo. Ahora saba ya muy bien el significado que tena aquel bulto, pero aquel da no me haban llegado 79 malas noticias, y por eso estaba ansioso por saber. Giacomo, paciente, apareci en la ventana. Quin es? -pregunt- Ha muerto alguien? S seor -dijo-. Se llamaba Giuseppe Patan. Pasaron luego algunos aos bastante tranquilos, pero en determinado momento los bultos volvieron a empezar a multiplicarse en el prado del jardn. Los haba pequeos, pero tambin haban aparecido otros gigantescos que no se podan salvar con un paso, sino que realmente haca falta subir por una parte y bajar despus por la otra, como si de pequeas colinas se tratase. De esta importancia crecieron dos a poca distancia una de la otra y no hubo necesidad de preguntar a Giacomo lo que haba pasado. All debajo, en aquellos dos tmulos altos como un bisonte, estaban encerrados trozos queridos de mi vida arrancados de ella cruelmente. Por eso cada vez que me tropezaba en la oscuridad con estos dos terribles montculos,

muchas cosas dolorosas se revolvan en mi interior y yo me quedaba all como un nio asustado y llamaba a mis amigos por su nombre. Cornali, llamaba, Patan, Rebizzi, Longanesi, Mauri, llamaba, los que haban crecido conmigo, los que haban trabajado muchos aos conmigo. Y luego, en voz ms alta: 80 Negro! Vergari! Era como pasar una lista. Pero nadie responda. As, poco a poco, mi jardn, antao plano y agradable al paso, se ha transformado en un campo de batalla; tiene hierba todava, pero el prado sube y baja en un laberinto de montculos, bultos, protuberancias, relieves, y cada una de estas excrecencias corresponde a un nombre, cada nombre corresponde a un amigo, y cada amigo corresponde a una tumba lejana y a un vaco dentro de m. Este verano, no obstante, se alz una tan alta que, cuando estuve a su lado, su silueta tap la visin de las estrellas; era grande como un elefante, como una caseta, subir a ella era algo espantoso, una especie de ascensin, no se poda hacer otra cosa que sortearla rodendola. Aquel da no me haba llegado ninguna mala noticia; por eso aquella novedad del jardn me tena

muy sorprendido. Pero esta vez pronto supe tambin: era el mejor amigo de mi juventud quien se haba ido, entre l y yo haba habido tantas verdades, juntos habamos descubierto el mundo, la vida y las cosas ms bellas, juntos habamos explorado la poesa, la pintura, la msica, las montaas y era 81 lgico que para contener todo este material destruido, aunque fuera compendiado y sintetizado en mnimos trminos, hiciera falta una autntica y verdadera montaita. En ese momento tuve un arranque de rebelin. No, no poda ser, me dije espantado. Y una vez ms llam a mis amigos por sus nombres. Cornali, Patan, Rebizzi, Longanesi, llamaba, Mauri, Negro, Vergani, Segla, Orlandi, Chiarelli, Brambilla. En ese momento se alz una especie de soplo en la noche que me responda que s, jurara que una especie de voz me deca que s y vena de otros mundos, pero quiz fuera slo la voz de un ave nocturna porque a las aves nocturnas les gustaba mi jardn. Ahora, por favor, les ruego que me digan: por qu hablas de estas cosas tan tristes, la vida es ya tan breve y difcil por s misma, amargarse a propsito es una idiotez; en fin de cuentas estas tristezas no tienen nada que ver con nosotros, tienen que ver slo

contigo. No, respondo yo, desgraciadamente tienen que ver tambin con ustedes; sera bonito, lo s, que no fuera as. Porque esta historia de los bultos del prado nos sucede a todos, y cada uno de nosotros, me han explicado por fin, es propietario de un jardn donde suceden estos dolorosos fenmenos. Es una 82 historia antigua que se ha repetido desde el principio de los siglos; tambin para ustedes se repetir. Y no es un juego literario, las cosas son as. Naturalmente, me pregunto tambin si en algn jardn surgir algn da un bulto relacionado conmigo, quiz un bultito de segundo o tercer orden, apenas una arruga en el prado que de da, cuando el sol luce en lo alto, apenas conseguir verse. Sea como sea, una persona en el mundo, al menos una tropezar. Puede pasar que por culpa de mi maldito carcter muera solo como un perro al final de un pasillo viejo y desierto. Sin embargo, esa noche una persona tropezar en el bultito que surgir en su jardn y tropezar tambin las siguientes noches, y cada vez pensar (perdonen mi esperanza, como una punta de nostalgia) en cierto tipo que se llamaba Dino Buzzati.

LA CAPA Al cabo de una interminable espera, cuando la esperanza comenzaba ya a morir, Giovanni regres a casa. Todava no haban dado las dos, su madre 83 estaba quitando la mesa, era un da gris de marzo y volaban las cornejas. Apareci de improviso en el umbral y su madre grit: Ah, bendito seas!, corriendo a abrazarlo. Tambin Anna y Pietro, sus dos hermanitos mucho ms pequeos, se pusieron a gritar de alegra. Haba llegado el momento esperado durante meses y meses, tan a menudo entrevisto en los dulces ensueos del alba, que deba traer la felicidad. l apenas dijo nada, teniendo ya suficiente trabajo con reprimir el llanto. Haba dejado en seguida el pesado sable encima de una silla, en la cabeza llevaba an el gorro de pelo. Deja que te vea, deca entre lgrimas la madre retirndose un poco hacia atrs, djame ver lo guapo que ests. Pero qu plido ests... Estaba realmente algo plido, y como consumido. Se quit el gorro, avanz hasta la mitad de la

habitacin, se sent. Qu cansado, qu cansado, incluso sonrer pareca que le costaba. -Pero qutate la capa, criatura -dijo la madre, y lo miraba como un prodigio, hasta el punto de sentirse amedrentada; qu alto, qu guapo, qu apuesto se 84 haba vuelto (si bien un poco en exceso plido)-. Qutate la capa, trela ac, no notas el calor? l hizo un brusco movimiento de defensa, instintivo, apretando contra s la capa, quiz por temor a que se la arrebataran. -No, no, deja -respondi, evasivo-, mejor no, es igual, dentro de poco me tengo que ir... -Irte? Vuelves despus de dos aos y te quieres ir tan pronto? -dijo ella desolada al ver de pronto que volva a empezar, despus de tanta alegra, la eterna pena de las madres-. Tanta prisa tienes? Y no vas a comer nada? -Ya he comido, madre -respondi el muchacho con una sonrisa amable, y miraba en torno, saboreando las amadas sombras-. Hemos parado en una hostera a unos kilmetros de aqu...

-Ah, no has venido solo? Y quin iba contigo? Un compaero de regimiento? El hijo de Mena, quiz? -No, no, uno que me encontr por el camino. Est ah afuera, esperando.85

-Est esperando fuera? Y por qu no lo has invitado a entrar? Lo has dejado en medio del camino? Se lleg a la ventana y ms all del huerto, ms all del cancel de madera, alcanz a ver en el camino a una persona que caminaba arriba y abajo con lentitud; estaba embozada por entero y daba sensacin de negro. Naci entonces en su nimo, incomprensible, en medio de los torbellinos de la inmensa alegra, una pena misteriosa y aguda. -Mejor no -respondi l, resuelto-. Para l sera una molestia, es un tipo raro. -Y un vaso de vino? Un vaso de vino se lo podemos llevar, no? -Mejor no, madre. Es un tipo extravagante y es capaz de ponerse furioso.

-Pues quin es? Por qu se te ha juntado? Qu quiere de ti? -Bien no lo conozco -dijo l lentamente y muy serio-. Lo encontr por el camino. Ha venido 86 conmigo, eso es todo. Pareca preferir hablar de otra cosa, pareca avergonzarse. Y la madre, para no contrariarlo, cambi inmediatamente de tema, pero ya se extingua de su rostro amable la luz del principio. -Escucha -dijo-, te imaginas a Marietta cuando sepa que has vuelto? Te imaginas qu saltos de alegra? Es por ella por lo que tienes prisa por irte? l se limit a sonrer, siempre con aquella expresin de aquel que querra estar contento pero no puede por algn secreto pesar. La madre no alcanzaba a comprender: por qu se estaba ah sentado, como triste, igual que el lejano da de la partida? Ahora estaba de vuelta, con una vida nueva por delante, una infinidad de das disponibles sin cuidados, con innumerables noches hermosas, un rosario inagotable que se perda ms

all de las montaas, en la inmensidad de los aos futuros. Se acabaron las noches de angustia, cuando en el horizonte brotaban resplandores de fuego y se poda pensar que tambin l estaba all en medio, tendido inmvil en tierra, con el pecho atravesado, entre los restos sangrientos. Por fin haba vuelto, 87 mayor, ms guapo, y qu alegra para Marietta. Dentro de poco llegara la primavera, se casaran en la iglesia un domingo por la maana entre flores y repicar de campanas. Por qu, entonces, estaba apagado y distrado, por qu no rea, por qu no contaba sus batallas? Y la capa? Por qu se la cea tanto, con el calor que haca en la casa? Acaso porque el uniforme, debajo, estaba roto y embarrado? Pero con su madre, cmo poda avergonzarse delante de su madre? He aqu que, cuando las penas parecan haber acabado, naca de pronto una nueva inquietud. Con el dulce rostro ligeramente ceudo, lo miraba con fijeza y preocupacin, atenta a no contrariarlo, a captar con rapidez todos sus deseos. O acaso estaba enfermo? O simplemente agotado a causa de los muchos trabajos? Por qu no hablaba, por qu ni siquiera la miraba? Realmente el hijo no la miraba, pareca ms bien evitar que sus miradas se encontraran, como si temiera algo. Y, mientras

tanto, los dos hermanos pequeos lo contemplaban mudos, con una extraa vergenza. -Giovanni -murmur ella sin poder contenerse ms-. Por fin ests aqu! Por fin ests aqu! Espera un momento que te haga el caf.88

Corri a la cocina. Y Giovanni se qued con sus hermanos mucho ms pequeos que l. Si se hubieran encontrado por la calle ni siquiera se habran reconocido, tal haba sido el cambio en el espacio de dos aos. Ahora se miraban recprocamente en silencio, sin saber qu decirse, pero sonrindose los tres de cuando en cuando, obedeciendo casi a un viejo pacto no olvidado. Ya estaba de vuelta la madre y con ella el caf humeante con un buen pedazo de pastel. Vaci la taza de un trago, mastic el pastel con esfuerzo. Qu pasa? Ya no te gusta? Antes te volva loco!, habra querido decirle la madre, pero call para no importunarlo. -Giovanni -le propuso en cambio-, y tu cuarto? no quieres verlo? La cama es nueva, sabes? He hecho encalar las paredes, hay una lmpara nueva,

ven a verlo... pero y la capa? No te la quitas? No tienes calor? El soldado no le respondi, sino que se levant de la silla y se encamin a la estancia vecina. Sus gestos tenan una especie de pesada lentitud, como 89 si no tuviera veinte aos. La madre se adelant corriendo para abrir los postigos (pero entr solamente una luz gris, carente de cualquier alegra). -Est precioso -dijo l con dbil entusiasmo cuando estuvo en el umbral, a la vista de los muebles nuevos, de los visillos inmaculados, de las paredes blancas, todos ellos nuevos y limpios. Pero, al inclinarse la madre para arreglar la colcha de la cama, tambin flamante, pos l la mirada en sus frgiles hombros, una mirada de inefable tristeza que nadie, adems, poda ver. Anna y Pietro, de hecho, estaban detrs de l, las caritas radiantes, esperando una gran escena de regocijo y sorpresa. Sin embargo, nada. Muy bonito. Gracias, sabes, madre, repiti, y eso fue todo. Mova los ojos con inquietud, como quien desea concluir un coloquio penoso. Pero sobre todo miraba de cuando en cuando con evidente preocupacin, a travs de la

ventana, el cancel de madera verde detrs del cual una figura andaba arriba y abajo lentamente. -Te gusta, Giovanni? Te gusta? -pregunt ella, impaciente por verlo feliz. Oh, s, est precioso! respondi el hijo (pero por qu se empeaba en no 90 quitarse la capa?) y continuaba sonriendo con muchsimo esfuerzo. -Giovanni -le suplic-. Qu te pasa? Qu te pasa, Giovanni? T me ocultas algo, por qu no me lo quieres decir? l se mordi los labios, pareca que tuviese algo atravesado en la garganta. -Madre -respondi, pasado un instante, con voz opaca-, madre, ahora me tengo que ir. -Que te tienes que ir? Pero vuelves en seguida, no? Vas donde Marietta, a que s? Dime la verdad, vas donde Marietta? -y trataba de bromear, aun sintiendo pena. -No lo s, madre -respondi l, siempre con aquel tono contenido y amargo; entre tanto, se encaminaba a la puerta y haba recogido ya el gorro de pelo-, no

lo s, pero ahora me tengo que ir, se est ah esperndome. -Pero vuelves luego?, vuelves? Dentro de dos horas aqu, verdad? Har que vengan tambin el to Giulio y la ta, figrate qu alegra para ellos 91 tambin, intenta llegar un poco antes de que comamos... -Madre -repiti el hijo como si la conjurase a no decir nada ms, a callar por caridad, a no aumentar la pena-. Ahora me tengo que ir, ah est se esperndome, ya ha tenido demasiada paciencia-. Y la mir fijamente... Se acerc a la puerta; sus hermanos pequeos, todava divertidos, se apretaron contra l y Pietro levant una punta de la capa para saber cmo estaba vestido su hermano por debajo. -Pietro! Pietro! Estate quieto, qu haces?, djalo en paz, Pietro! -grit la madre temiendo que Giovanni se enfadase. -No, no! -exclam el soldado, advirtiendo el gesto del muchacho. Pero ya era tarde. Los dos faldones de pao azul se haban abierto un instante.

-Oh, Giovanni, vida ma!, qu te han hecho? tartamude la madre hundiendo el rostro entre las manos-. Giovanni, esto es sangre! -Tengo que irme, madre -repiti l por segunda 92 vez con desesperada firmeza-. Ya lo he hecho esperar bastante. Hasta luego Anna, hasta luego Pietro, adis madre. Estaba ya en la puerta. Sali como llevado por el viento. Atraves el huerto casi a la carrera, abri el cancel, dos caballos partieron al galope bajo el cielo gris, no hacia el pueblo, no, sino a travs de los prados, hacia el norte, en direccin a las montaas. Galopaban, galopaban. Entonces la madre por fin comprendi; un vaco inmenso que nunca los siglos habran bastado a colmar se abri en su corazn. Comprendi la historia de la capa, la tristeza del hijo y sobre todo quin era el misterioso individuo que paseaba arriba y abajo por el camino esperando, quin era aquel siniestro personaje tan paciente. Tan misericordioso y paciente como para acompaar a Giovanni a su vieja casa (antes de llevrselo para siempre), a fin de que pudiera saludar a su madre; de esperar tantos

minutos detrs del cancel, de pie, en medio del polvo, l, seor del mundo, como un pordiosero hambriento.

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MIEDO EN LA SCALA Para la primera representacin de La matanza de los inocentes, de Pierre Grossgemth (novedad absoluta en Italia), el viejo maestro Claudio Cottes no 94 dud en ponerse el frac. Ciertamente, el mes de mayo estaba ya avanzado, poca en que, a juicio de los ms intransigentes, la temporada de la Scala comienza a decaer y es buena norma ofrecer al pblico, compuesto en gran parte por turistas, espectculos de xito garantizado, no excesivamente ambiciosos, seleccionados del repertorio tradicional menos conflictivo; y no importa que los directores no sean primeras figuras, que los cantantes, en su mayora elementos de vieja routine escalgera, no despierten curiosidad. En esta poca los exquisitos se permiten confianzas formales que escandalizaran en los meses ms sagrados de la Scala: parece casi de buen gusto en las seoras no insistir en las toilettes de noche y vestir sencillos trajes de tarde y en los hombres ir vestidos de azul o gris oscuro con corbata estampada, como si se tratase de una visita a una familia amiga. Y hay abonado que, por esnobismo, llega hasta el punto de no dejarse caer siquiera por all, sin por ello ceder a otros el palco o

la butaca, que permanecen, por tanto, vacos (y tanto mejor si los conocidos quieren darse cuenta de ello). Sin embargo, aquella noche haba espectculo de gala. En primer lugar, La matanza de los inocentes constitua un acontecimiento de suyo, a causa de las 95 controversias que la obra haba suscitado cinco meses antes en media Europa cuando se haba escenificado en Pars. Se d