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Dime si fue un engaño NIEVES HIDALGO

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Amor, traición y venganza se dan cita

en esta novela romántica ambientada

en la Francia de Luis XI V

A causa de una traición, Phillip Villiers se convierte en el intrépido y temido capitán de Le Missionnaire, quien

sólo consigue olvidar su pasado en la corte francesa poniéndose al mando de hombres a los que poco

les importa la vida o la muerte.Un día, sin embargo, recibe una carta que le despierta un sentimiento que creyó arrinconado para siempre:

el odio hacia la mujer que lo vendió, que destrozó su corazón y que convirtió su existencia en un infi erno.

Chantal-Marie Boissier sólo vive para vengarse del hombre que la chantajeó vilmente y que la abocó a la

perdición privándola de un futuro junto a su amado. Para ello no vacila en engañar, espiar

e incluso asociarse con personas de dudosa moral. En medio de las intrigas de la corte de Luis XIV,

ambos deberán decidir si continúan enfrentados o le dan una nueva oportunidad al amor.

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22/05/2015 Jorge Cano

SELLO

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14,5 X 21,5 mm

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Dime si fue un engañoNieves Hidalgo

Esencia/Planeta

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© Nieves Hidalgo de la Calle, 2015© Editorial Planeta, S. A., 2015 Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España) www.esenciaeditorial.com www.planetadelibros.com

© Imagen de la cubierta: Jon Paul Ferrara© Fotografía de la autora: Archivo de la autora

Ésta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y sucesos que aparecen son producto de la imaginación del autor o bien se usan en el marco de la ficción. Cualquier parecido con personas reales (vivas o muertas), empresas, acontecimientos o lugares es pura coincidencia.

El editor no tiene ningún control sobre los sitios web del autor o de terceros ni de sus contenidos ni asume ninguna responsabilidad que se pueda derivar de ellos.

Primera edición: julio de 2015ISBN: 978-84-08-14297-3Depósito legal: B. 13.777-2015Composición: Tiffitext, S. L.Impresión y encuadernación: Romanyà Valls, S. A.Printed in Spain – Impreso en España

El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y estácalificado como papel ecológico.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistemainformático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico,mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escritodel editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contrala propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar oescanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la webwww.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

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Enero de 1661. Castillo de Vincennes. Al este de París

La impresionante construcción había sido un pabellón de caza mandado levantar por Luis VII hacía más de quinientos años. Pos-teriormente lo convirtieron en una enorme casa y se decía que desde allí partió el rey Luis IX para embarcarse en la Octava Cru-zada, de la que no regresó. Y hacía sólo doscientos años que se había finalizado el muro rectangular que rodeaba la increíble for-taleza.

Giulio Mazzarini, más conocido como cardenal Mazarino, lo había tomado como residencia tras regresar del exilio y, si Dios no lo remediaba, allí acabaría sus días.

La explanada que llegaba hasta la torre estaba desierta. La es-carcha crujía bajo las botas de los dos hombres que caminaban juntos con paso cansino, desafiando el frío de aquel crudo mes de enero. En las dependencias del castillo reinaba un silencio in-cómodo y denso que se había apoderado del lugar y que se pega-ba a las ropas como el olor de la miseria. Por eso habían salido de sus muros, como si inspirar el aire helado que llegaba a ráfagas los pudiera alejar de aquel hedor a muerte.

—Me parece mentira que el cardenal se esté apagando.Phillip Villiers, vizconde de Basel y espía particular del carde-

nal Mazarino, miró de reojo a su acompañante, Jean-Baptiste Col-bert, hombre de confianza del cardenal, que administraba su for-

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tuna y perseguía con encono a un Grande de Francia, nada menos que al todopoderoso superintendente de Finanzas del soberano.

Colbert tenía el cabello largo, encrespado y oscuro, la tez pá-lida, las manos elegantes. Todo en él sugería gentileza y refina-miento.

Pero a Phillip no acababa de gustarle, aunque reconocía que era un verdadero lince para los números y sabía que Mazarino lo apreciaba de veras.

—Todos rezan por su eminencia.—Me temo, mi joven amigo, que ni todos los rezos de Fran-

cia serán suficientes para salvarlo. Está a punto de presentarse ante el Altísimo.

—Yo, al contrario que vos, aún confío en su recuperación —respondió él, un tanto molesto—. ¡Por Dios! Es un hombre con coraje, siempre lo ha sido y no puede darse ahora por venci-do ante la enfermedad.

—Una enfermedad que ya dura demasiado. Su eminencia está agotado, se apaga y mucho me temo que le quede poco tiempo. Por eso he insistido en hablar con vos, vizconde. Y fuera de los muros, a salvo de oídos indiscretos. —Frenó sus pasos y lo miró con determinación—. Quiero que trabajéis para mí.

Phillip apenas enarcó las cejas, pero el gesto no le pasó desa-percibido a Colbert.

—Poseo fortuna suficiente para no tener que ganarme la vida, monsieur.

—Sin embargo, trabajáis para el cardenal.En los ojos verde hierba de Villiers reverberó una chispa de

desconfianza.Colbert le puso una mano enguantada en el hombro con ges-

to tranquilizador.—No os preocupéis. Su eminencia confía en mí como confía

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en vos. Hemos hablado y me ha contado muchas cosas. Vuestro secreto está a salvo conmigo. Y os necesito para acabar lo que he empezado.

—No sé de qué me habláis.La risa de Jean-Baptiste fue sincera. Se quedó observando a

su joven interlocutor y volvió a calibrarlo, como cuando Maza-rino se lo había presentado. Entonces le había parecido muy bi-soño y demasiado rubio y guapo, demasiado desenvuelto y orgu-lloso. Pero cambió con rapidez su primera impresión, porque aunque Villiers contaba sólo veintidós años, dio muestras sobra-das de una serenidad asombrosa y de un arrojo increíble, justo lo que él buscaba. ¿Quién iba a imaginar que ese muchacho alto, an-cho de hombros, con un rostro y una sonrisa embaucadores, que enamoraba a todas las damiselas, era ni más ni menos que el me-jor agente secreto del cardenal?

—Phillip... ¿Puedo llamaros así? —El joven se encogió de hombros—. Bien. Sé que sabéis detrás de lo que voy y quiero que me ayudéis. Necesito un hombre como vos.

—Queréis que espíe a Fouquet, ¿no es eso?—En efecto. Nuestro soberano está a un paso de ordenar su

arresto, pero yo necesito pruebas contundentes para desenmasca-rarlo. No se trata de cualquier delincuente, es un hombre impor-tante, con amigos poderosos que no verían con buenos ojos su encarcelamiento sin evidencias fehacientes.

—Queréis decir, que deseáis haceros vos con las finanzas de Francia.

Si Phillip advirtió el destello de irritación en el rostro de Col-bert, no lo demostró. Decididamente, no le gustaba su interlocu-tor, aunque no sabía la causa.

—Nicolas Fouquet ha malversado los fondos del reino, no me cabe duda —replicó el hombre—. Sólo la mitad de los im-

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puestos recaudados han ido a parar a las arcas de nuestro sobera-no. No sois ciego, vizconde, sabéis tan bien como yo que sus in-gresos sobrepasan lo razonable.

—Su primera esposa aportó una cuantiosa dote al matrimo-nio. Vos también sabéis eso.

—Cierto. Como todo el mundo. Pero su fortuna crece día a día y...

—Y su segunda esposa —lo cortó Phillip— le ha procurado contactos que abarcan todas las áreas del poder político y finan-ciero.

—Lo sé —admitió Colbert—. Pero ni aun así se puede expli-car que haya acumulado tanta riqueza. Y el magnífico château de Vaux-le-Vicomte es el pináculo de sus desmanes.

Phillip asintió y respondió:—He oído que es una maravilla.Comenzaron a caer diminutos copos de nieve y Colbert se

arropó más en su capa. Levantó la vista al cielo blanquecino y maldijo entre dientes.

—¿Aceptáis ser mi hombre, Villiers? —preguntó entonces directamente—. Y contestad pronto, porque el tiempo no acom-paña para entretenernos en paseos.

—Hablaré primero con su eminencia.—Su eminencia está de acuerdo en que os tome bajo mi pro-

tección.—Dejemos dos cosas claras, monsieur : la primera es que no ne-

cesito que nadie me proteja, me basto y me sobro; la segunda, si es deseo del cardenal que os preste mis servicios, no tenéis que temer que hable primero con él. Una vez le haya expuesto el asunto y oído su respuesta, os daré la mía.

—Pero...—No antes.

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Phillip no deseaba continuar una conversación que a nada iba a conducirlos. Se alejó hacia la torre, con la fría mirada de Jean-Baptiste Colbert clavada en su espalda.

Acababa de ganarse un enemigo formidable, pero el joven Phillip Villiers aún no lo sabía.

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Maincy. Château de Vaux-le-Vicomte. Agosto de 1661

La muchacha caminaba despacio junto a la barandilla que rodea-ba el canal de aguas verdosas y luego se acodó en ella, disfrutan-do de la magnificencia del castillo y de su entorno.

Sus muros, de piedra blanca, contrastaban con los oscuros te-jados. Fuentes, arriates y terrazas armonizaban con la recia cons-trucción, recreando una estampa mágica en la que la suntuosidad era el rasgo dominante.

Ella no pertenecía a aquel lugar y tampoco deseaba estar allí, sino en la casa de su padre: pequeña, sin alardes pero acogedora. Ansiaba estar de nuevo en su hogar, donde había nacido y al que estaba unida. No era dama ni cortesana, pero debería comportar-se como estas últimas cuando el sujeto que le habían señalado hi-ciera acto de presencia. Sólo faltaban dos días para que el rey y su corte acudiesen a los festejos ofrecidos por Nicolas Fouquet en honor al soberano. Cuarenta y ocho horas y ella se converti-ría en una prostituta.

Jean Chevalier, un tipo bajo y rechoncho, de penetrante mira-da clara y al que le faltaba la mano izquierda, había sido muy ex-plícito:

—Vuestro padre, mademoiselle, adeuda una importante cifra en impuestos atrasados.

—Pagará, monsieur —había respondido ella muy envarada, a la

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defensiva, sintiéndose como una intrusa en su propia casa, en su salón, intimidada por el visitante—. Sólo os pido un poco de tiempo.

Los ojos de aquel hombre se pasearon por su cara y bajaron después irrespetuosamente hacia sus senos, donde se detuvieron voraces. Chantal hubiera querido cubrirse con un chal, pero se contuvo para no dejarle ver que estaba amedrentada. El esbirro que se había presentado como recaudador era tan sólo un sucio depredador y ella lamentó hallarse en la casa sin la compañía de su padre y sus hermanas pequeñas.

Una bandada de pájaros sobrevoló los altos torreones y Chan-tal sacudió la cabeza para ahuyentar los amargos recuerdos.

Ahora ya era demasiado tarde para echarse atrás. No podía escapar. No podía volverle la espalda a quien la había obligado a ir allí si quería que su padre y sus hermanas continuaran llevando una vida tranquila y sin sobresaltos. Sobre todo, si quería librarlos del presidio. Esa repugnante amenaza ni siquiera fue hecha de modo velado. Por el contrario, fue directa y muy clara. Y las pe-nosas circunstancias en las que se encontraba su familia la habían obligado a aceptar el indecente trato.

Su madre, fallecida tras una larga enfermedad hacía ya tres años, siempre había temido por ella y ahora se estaban confir-mando sus temores.

—Te digo, Chantal-Marie, que eres demasiado bonita. En los tiempos que corren no es bueno ser tan hermosa, salvo que una quiera convertirse en cortesana.

Chantal se inclinó hacia el agua. El líquido elemento le devol-vió la imagen de una muchacha muy joven —apenas cumplidos los diecisiete—, de largo cabello oscuro, rostro claro de rasgos mediterráneos perfectamente dibujados y ojos castaños con irisa-ciones doradas. Ella no se veía tan hermosa como le decía su ma-

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dre, pero a fin de cuentas había sido su cara y su estilizada figura las que le habían causado el problema.

Y las deudas de su padre. Sobre todo, las deudas. La enferme-dad de su madre agotó los recursos de la familia y tuvieron que vender todo lo que tenían de cierto valor: vajillas, sábanas y man-telerías de exquisito bordado, cuberterías y cuadros.

¿Qué les quedaba, aparte de la casa y el pequeño terreno ad-yacente? ¿Cómo podía renunciar a ayudar a los suyos? Cuando Chevalier le hizo la proposición, se negó en redondo, pero no tar-dó en admitir que no tenía otro remedio que acceder al chantaje. Carecía de experiencia para lo que se esperaba de ella, pero debe-ría aprender, y rápido. Quedaba poco tiempo.

Un par de carruajes más recorrían el paseo que llevaba al cas-tillo —habían llegado ya algunos durante la mañana— y a Chan-tal se le cortó la respiración. ¿Viajaría en uno de ellos el caballero al que debía seducir? ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Cómo acercarse a un individuo de su rango y engatusarlo para que sucumbiera a sus escasos encantos y le contara sus secretos? ¡Si ni siquiera sabía lo que era besar a un hombre! Se retorció las manos, presa de la in-certidumbre.

Sabía lo que tenía que hacer, pero no veía el modo de llevarlo a cabo. Porque perder la virginidad, aunque tras ello se convirtie-ra en una perdida, no le causaba tanto vértigo como el temor al fracaso, sabiendo como sabía que el futuro de su familia estaba en juego.

Phillip echó un rápido vistazo a la habitación que le habían destinado. No era demasiado grande, pero sí cómoda y lujosa, con ventanales que daban al estanque. Se sacudió el polvo del ca-mino mientras esperaba que uno de los criados deshiciera su

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equipaje, y luego se adecentó un poco y se cambió de ropa. Eligió pantalones y chaqueta de color bronce, camisa blanca y botas al-tas. Se ciñó el estoque a la cadera y abandonó el cuarto.

En la galería, se cruzó con un personaje rechoncho y de baja estatura con el que casi chocó. Le pidió disculpas y le cedió paso, fijándose en el cuero que cubría lo que debía de ser un muñón donde tendría que haber estado su mano izquierda. Su aspecto descuidado y su expresión de raposa le desagradaron en el acto.

Fuera, la temperatura era asfixiante, pero aun así Phillip se sintió liberado. Una ojeada le confirmó que lo que había visto desde la ventanilla del carruaje era real. El castillo superaba todo lo imaginable. Y de no ser porque lo llevaba allí un cometido muy específico, incluso habría disfrutado de su estancia.

Fisgar en el despacho de Nicolas Fouquet no le gustaba en absoluto; se jugaba el cuello si lo descubrían. Y como era normal en esos casos, Jean-Baptiste Colbert no podría responder por él, por descontado, así que estaría solo y a expensas de su propio in-genio.

Hizo a un lado esos lúgubres pensamientos y caminó a buen paso, alejándose de los muros y del inquietante agobio de su co-metido, mientras inhalaba el suave olor a hierba recién cortada.

A media distancia vio a una muchacha y sus piernas se nega-ron a continuar. Era una joven de tan exquisita belleza que se quedó paralizado; no se atrevía ni a respirar por miedo a que fue-se una aparición y se desvaneciera.

Ella estaba embelesada mirando el agua del estanque. No se movía. Era como una estatua, tan hermosa que parecía irreal. Te-nía el cabello oscuro y, aunque se lo había recogido en un peina-do sencillo, algunos mechones de seda escapaban de él y caían so-bre un cutis de alabastro que lo fascinó. Llevaba un vestido de

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falda acampanada que entallaba una cintura diminuta y dejaba sus hombros y brazos al descubierto, mostrando una piel cremosa, tersa y translúcida.

El vizconde de Basel podía ser cualquier cosa menos un hom-bre enamoradizo. Le gustaban las mujeres, sí. Le fascinaba el be-llo sexo desde que, a los catorce años, una cortesana de renombre se encaprichó de él y lo sedujo bajo las narices de su madre. Aquella dama le enseñó casi todo lo que sabía de juegos de cama. Las que llegaron después, el resto. Gozaba de la conquista, de la seducción y del juego de la pasión, pero no se enamoraba. Su madre lo había hecho de su padre y fue la persona más atormen-tada de Francia, pues tuvo que soportar sus constantes infideli-dades.

Sin embargo, aquella joven estaba haciendo que su corazón doblara con un repique insistente.

Chantal, ignorante de que era observada, echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y dejó que el sol le acariciara el rostro. Una mariposa de vivos colores revoloteó frente a ella y la joven se quedó muy quieta. El lepidóptero fue a posársele en la punta de la nariz; ella trató en vano de atraparla y se rio de su propio juego con una carcajada limpia que a Phillip le pareció la música más cantarina del mundo. Embrujado, se acercó a la muchacha.

—¿Sois real o sólo una figuración?Ella dio un respingo, se volvió y quedó atrapada en unos ojos

del color de la hierba, que la miraban absortos en su belleza. Se hizo a un lado con rapidez, excusándose, pero la mano del viz-conde la retuvo. El leve contacto se expandió por la piel de am-bos con la rapidez de un relámpago.

—Lamento haberos asustado, mademoiselle, pero necesito sa-ber que no estoy soñando.

«Un embaucador», se dijo ella de inmediato.

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Uno de tantos seductores que se amparaban tras su físico —en ese caso inmejorable— y en su alta condición social; sus ro-pas y su porte orgulloso así lo proclamaban.

—No me habéis asustado, monsieur.—¡Alabado sea el Altísimo! Si incluso habláis.Phillip puso los ojos en blanco, arrancándole una carcajada.

No estaba acostumbrada a requiebros. Apenas había tenido trato con jóvenes y aquel hombre resultaba encantador. Y muy guapo. Tal vez incluso demasiado. Su cabello claro caía sedoso sobre sus hombros, tenía las pestañas algo más oscuras, espesas y largas, y bajo sus caras ropas se adivinaba un cuerpo fibroso. Que un hombre así le dijera un cumplido no era corriente. Empezaba a sentir mucho calor y lamentaba el rubor que, a buen seguro, se extendía ya por sus mejillas.

—¿Cómo os llamáis?—Chantal-Marie.—Precioso nombre —alabó él, llevándose teatralmente la

mano al corazón.Ella volvió a tener ganas de reír, pero se mordió el carrillo y

se contuvo. Sin embargo, no reprimió una aguda respuesta.—Habríais dicho lo mismo si me llamara Honorata, ¿no es

verdad?Phillip arrugó la nariz y rio después de buena gana. Chantal

echó a andar y él se colocó a su altura. El aroma floral que ema-naba de la joven lo embriagaba y no estaba dispuesto a perder de vista un bocado tan exquisito. Ya que había tenido que aceptar aquella maldita misión, al menos aprovecharía la ocasión para se-ducir a semejante belleza.

—Perdonadme, madame: ¿a qué debo el honor de encontraros aquí? ¿Quién sois? ¿Estáis casada?

—Yo...

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—¿A quién tengo que matar para poder gozar de vuestra compañía?

Chantal escondió su turbación tras el abanico, pero ralentizó el paso. Resultaba muy gratificante disfrutar del sol y de la inespe-rada y exquisita presencia de aquel caballero. Así, al menos por un rato, olvidaría el triste objetivo que tenía por delante.

—Demasiadas preguntas, monsieur, cuando yo ni siquiera co-nozco vuestro nombre.

Phil se adelantó a ella haciendo que parase y luego se inclinó con una estudiada y florida reverencia.

—Phillip Villiers, vizconde de Basel. Desde ahora, vuestro más humilde esclavo.

Chantal se irguió y retrocedió un paso. ¡Villiers! Había oído hablar de él. Desde luego que había oído hablar del vizconde de Basel. Las criadas no habían dejado de parlotear sobre su inmi-nente llegada. Incluso la muchacha que destinaron a su servicio parecía conocer todas y cada una de las conquistas del noble que tenía delante. Se decía que incluso tonteaba con damas casadas y que había participado en un par de duelos.

—Os lo agradezco, vizconde —contestó muy estirada—, pero no necesito un servidor y mucho menos un esclavo. No, desde luego, alguien a quien precede su fama de adulador y mujeriego.

No ignoraba que se había excedido, pero prefirió pararle los pies antes de que la cosa fuera a más. Phil sonrió y Chantal desvió la vista. ¡Por Dios! Era muy atractivo. Y peligroso. Demasiado pe-ligroso para la cordura de una mujer.

—Culpable —admitió él—. Pero os juro que todas y cada una de las mujeres de la Tierra han desaparecido de mi vida al en-contraros a vos. Creo que acabo de enamorarme, madame.

Chantal alabó su dialéctica y rio con complacencia. Era un li-bertino, sí, pero un libertino divertido y fascinante.

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—¿Dónde habíais permanecido escondida hasta ahora?—Vivo en el campo.—El lugar ideal para una flor como vos.—Por favor, dejad de decir esas cosas.—¿Por qué?—No estoy acostumbrada a tantas zalamerías.—Disculpad si no os creo, mi señora. ¿O es que acaso vivís

en un lugar de varones ciegos?—He de irme —le dijo, cada vez más acalorada.—No puedo permitirlo.—Tengo obligaciones que atender —mintió, oscureciéndose-

le la mirada por la amargura que la esperaba. Porque, aunque de momento no era así, las tendría en cuanto se personara el hom-bre al que debía seducir, aún no sabía de qué manera.

—¿Sois acaso dama de compañía de alguna invitada?—No.—¿Una sobrina?—No.—No admitiré que digáis que sois la amante de algún petime-

tre o correrá la sangre —declaró él.—¡Vaya! Así que sois un caballero implacable.—Sólo soy un pobre enamorado, mi vida. —Le cogió la

mano y se arrodilló ante ella—. Dadme una oportunidad. Os prometo que no lo lamentaréis. Os juro que...

—Callad, por favor. —Se estaba divirtiendo con sus tonterías, pero empezaba a no saber cómo darle esquinazo—. Alguien que jura en vano es un sujeto poco de fiar.

—Yo nunca juro en vano, preciosa. —Se incorporó y volvió a ponerse a su lado. Ella continuó con su paseo, aunque lo miraba de reojo, y él se dio cuenta de que había conseguido su propósi-to—. No lamentaríais que os sedujera.

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—¡No tengo intención de dejarme seducir por vos, vizconde!—Hasta que probéis mis besos...Chantal soltó una exclamación y se le encaró. Él sonreía

como un maldito demonio y a ella le costó recordar que debía re-criminarle su osadía. Se fijó en su boca. Labios llenos, sensuales. Sí, seguro que besaba bien y que haría enloquecer con sus cari-cias. Ella carecía de experiencia y... Súbitamente, apareció en su mente una idea que le allanaría el camino.

Pero ¿qué estaba pensando? ¿Se había vuelto loca? Aunque, dentro de un par de días a lo sumo debía engatusar a Jean-Baptis-te Colbert e intentar que se confiara a ella, que era una completa novata. Así que, ¿quién mejor que un disoluto e inmoral caballero para que la guiara en las artes de la seducción?

Aturdida por su propia desfachatez, suspiró y retomó de nue-vo el paseo. Temblaba teniéndolo a su lado.

—Tengo que marcharme —repitió.—Al menos, dadme la esperanza de que podré bailar con vos

esta noche.—No pensaba acudir al baile. Mi tutor...—Así que tenéis un tutor. Estupendo. ¿Quién es?—No pienso daros su nombre.—Tengo que hablar con él. Le pediré permiso para corte-

jaros.Él seguía bromeando, pero a Chantal se le subieron de nuevo

los colores.—Monsieur Chevalier.—No lo conozco.—Se encarga de asuntos de impuestos para monsieur Fouquet

—admitió, sintiendo que la hiel le subía de nuevo a la garganta. Odiaba mentir, siempre lo había odiado, pero Chevalier la había presentado como su pupila y ése era el papel que debía represen-

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tar ante todos—. Mi tutor goza de la completa confianza del su-perintendente, ha sido invitado a la fiesta y me ha traído con él.

—Me postraré a sus pies en cuanto tenga el honor de que me lo presentéis.

—¡No pienso hacerlo!—Entonces lo buscaré y me presentaré yo mismo. Después

le pediré vuestra mano.Chantal no pudo por menos que echarse a reír. Era imposible

sustraerse a tamaña muestra de pomposidad y arrogancia.El traqueteo de un nuevo carruaje haciendo su aparición con-

siguió que desviara la atención de su gentil acompañante y un nudo frío se le alojó en la boca del estómago. ¿Sería Jean-Baptiste Colbert al fin? Palideció y Phillip se dio cuenta de su repentino cambio de ánimo.

—¿Os sucede algo?Ella se volvió para mirarlo. ¡Jesús, qué guapo era! Y decía que

estaba a su entera disposición. La locura de aprovecharse un poco de él la asaltó otra vez con más fuerza. No le gustaba lo que ma-quinaba, pero no veía otra solución. Colbert era un hombre de mundo y si intentaba acercársele sin una mínima base, fracasaría en su cometido, lo que llevaría a su padre a prisión.

Se armó de valor, echó los hombros hacia atrás y preguntó a bocajarro:

—¿Me besaríais ahora, vizconde?Villiers estaba acostumbrado a que las mujeres se le insinua-

sen, pero no a proposiciones tan inesperadas y repentinas. Vaciló, algo anormal en un personaje que no flaqueaba ante ninguna conquista. Clavó los ojos en la plena boca femenina, de labios ju-gosos, en sus pómulos altos, en las largas pestañas, en la frente despejada, en la nariz pequeña y algo respingona.

—¿En verdad lo queréis? —Dudó si sería una burla femenina.

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—Por favor.Un tanto a la defensiva, Phillip la tomó del talle para acercarla

a su cuerpo. Ella alzó las manos y las puso sobre sus hombros, y él maldijo su repentina erección, mientras rezaba para que la mu-chacha prestara atención a sus mimos y sus labios y no a su entre-pierna. Esperó unos segundos, como si quisiera darle tiempo a retirar su sorpresiva petición. La notaba estremecerse. Pero lo único que hizo Chantal fue pegarse más a él, cerrar los ojos y le-vantar la cara a la espera del beso.

Villiers se dio cuenta de que la chica era tan inocente como parecía. Una ola de calor lo zarandeó, convencido ya de que era la primera vez que ella iba a besar a un hombre. Un estúpido orgu-llo varonil lo embargó y su autodominio se fue al garete.

Bajó la cabeza y posó la boca sobre la de la joven. El contacto le provocó una excitación que aumentó hasta el punto de casi desbordarse, como si fuera un mozalbete inexperto. La besó des-pacio, saboreando sus labios, embriagándose con su calor y su suavidad. Se los lamió, pero no la instó a abrirlos, y se limitó a ju-gar con ellos. Chantal respondía gimiendo y pegándose más a él. Deseaba continuar besándola, seguir vibrando junto a su cuerpo joven y dúctil, conocer cada milímetro de su piel. Un deseo insa-no de llevarla tras unos parterres, acostarla en el suelo y bajarle el escote para admirar sus pechos lo acuciaba.

Nunca actuaba de un modo tan irracional en sus conquistas. Sabía por experiencia, y tenía mucha a pesar de su juventud, que la seducción debía ir paso a paso.

La oyó suspirar y la besó en la frente. No supo por qué lo hizo, pero el sentimiento de ternura que se instaló en su pecho al verla tan inocente lo desconcertó. No quiso seguir.

Chantal tardó en abrir los ojos. Parpadeó ante su rostro ceñu-do y severo, muy distinto al divertido y encantador que él había

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exhibido antes. El vizconde era un crápula y ella una incauta al pedirle un beso cuando no sabía nada de amores. Se quedó sin aire y bajó la cabeza avergonzada, apartándose de inmediato.

—Lamento haberos defraudado. Os ruego que perdonéis mi audacia y mi locura, monsieur.

Phillip no supo qué decir y la vio alejarse deprisa. No reaccio-nó para detenerla, para decirle que no estaba defraudado, sino todo lo contrario. No fue capaz de moverse durante un buen rato. Estaba tan excitado que le dolía todo el cuerpo. Se lamió los labios, disfrutando en ellos del sabor de los de Chantal.

Un sonido de disparos lo devolvió a la realidad. Miró a lo le-jos: una partida de caza parecía estar cobrando sus piezas. Buscó a la muchacha, pero ella había desaparecido. Respiró hondo, se pasó los dedos por el pelo y se dirigió hacia el castillo a pasos len-tos. Azorado, se preguntó si lo que acababa de suceder no habría sido sólo fruto de su imaginación.

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