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DILEMAS

CONTAMINACIÓNLA SINFONÍAINCONCLUSADE LAS SOBRAS(III)

En el capitalino municipio de Marianao todos conocen al barrio insalubre Los Po-citos, donde la contaminación, poco a poco, no solo se vuelve contra el medio ambiente, sino también contra sus habi-tantes

Por Lisandra de la PazFotos: de la autora

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D espués de aquel terrible suceso. Después de haber encontrado la bota; de haber halado y

gritado. Después de ver el cuerpo abierto e inerte del joven… Dalia juró que no volvería nunca más a El Bote durante la noche.

“Al operador del buldócer lo sancionaron uno o dos años —dice Dalia. Pero él en realidad no tuvo la culpa. Está prohibido subir allí y hacer lo que nosotros hace-

mos. A veces nos descuidamos y nos desesperamos, y por eso pasan esos accidentes. Al andar como lo-cos, y más de noche, nos podemos resbalar y caer. Y nadie se entera. Y cuando te mueres no pasa nada; vienen tus familiares, les dicen que te moriste en El Bote, y punto. Todo el mundo en Los Pocitos sabe lo que puede ocurrir buceando allá arriba”.

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Los PocitosTodos en Marianao conocen dónde queda el ba-

rrio insalubre Los Pocitos. Insalubre y de ilegales, donde la gente roba electricidad y agua de los sis-temas públicos, aunque les cobran precios simbóli-cos por esos servicios; donde hay un CDR, con su presidente, un delegado a la Asamblea Municipal del Poder Popular; donde se vota por ese delegado, aunque no se tenga dirección en La Habana.

Desde la Avenida 51 se comienza a descender. La calle se va estrechando hasta que desaparece y deja de ser de asfalto; entonces los microvertederos apa-recen en cada esquina porque escasean los contene-dores de basura. Se sigue descendiendo y bajan, con el camino mismo, los grupos sociales, hasta llegar a lo último de ambas: de la calle y de la sociedad.

Arriba, el ruido de la avenida es abrumador. Pero ahora, al final, abruma el silencio. El tránsito de ve-hículos es prácticamente nulo. El camión de la basu-ra pasa cada quince días o un mes. Ese es el único ruido diferente al de las broncas de pandillas y otros grupos. La gente de Los Pocitos está acostumbrada al mal olor de la basura cuando el camión pasa por-que la mayoría vive de eso, de la basura. O si no, del contrabando, del juego o del “negocio”.

En Los Pocitos conviven muchos inmigrantes ile-gales del Oriente del país. No portan dirección de La Habana y, por tanto, no tienen un trabajo en el sector estatal o en el privado (de manera legal), por tanto no están registrados en la planilla de ningún

centro laboral. Los niños asisten a la escuela hasta que se gradúan de algún técnico medio o de obrero calificado —porque el pre universitario también se otorga según la dirección del estudiante—; y más tarde, a la hora de ejercer, no pueden hacerlo en La Habana porque no residen oficialmente en ningún lugar de la ciudad, aunque nacieron allí.

Todos tienen derecho a la atención médica, sobre todo las mujeres embarazadas; incluso cuando dan a luz. Pero a las madres, al nacer el niño o la niña, se les obliga a inscribirlos en su provincia de origen, donde su carné de identidad dice que reside. “Yo parí los míos en Maternidad Obrera y tuve que ir a registrarlos a Granma, recién nacidos —alega Dalia casi indignada, y continúa. Y mira, ¿tú ves a ese de ahí? —me increpa señalando a un muchacho que retozaba en el suelo gris con los niños de Dalia—, tiene dieciocho años y también nació aquí, pero la madre lo llevó a Bayamo a inscribirse cuando lo tuvo”. Dayron, el joven, se graduó el pasado año de panadero, pero no puede ejercer el oficio.

La salud es para todos, infiere Tití, primo del espo-so de Dalia; no obstante, “sí, tú vas a un consultorio o a un policlínico y te atienden, pero por ejemplo, para sacarte una muela, tienes que presentar tu carné… ¿entonces nosotros no tenemos derecho a arreglarnos la boca? ¡Ah!, sin embargo, no falla si le das al estomatólogo cincuenta pesos. ¡Ahí sí te saca la muela que quieras, y no está viendo que soy oriental!”.

Asomada en la puerta de su casa, Dalia observa el barrio Los Pocitos.

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Vivir debajo del puenteUna gran parte de Los Pocitos

y de Hindaya, otro barrio conti-guo —que se extienden en un terreno bastante amplio—, no cuenta con servicio sanitario. Descargan los residuales líqui-dos al río Quibú, y apilan los sólidos hasta que el camión de la basura pase, y deje parte de las inmundicias por tratarse ya de un microvertedero.

Existen casas en las mismas márgenes del río, a las que se llega cruzando un puente de hierro oxidado que no se ha caído por puro milagro, y luego bajando por una loma de tierra y ladrillos que a veces deja ver los peldaños ahuecados de las antiguas escaleras del puente. A esas casas del primer piso no baja el camión de la basura. Entonces, sus moradores termi-nan haciendo una pila, un mi-crovertedero bastante grande y extenso, y de vez en cuando le prenden fuego.

La suciedad, poco a poco, no solo se vuelve contra el medio ambiente, sino también contra ellos mismos. Cuentan algunos vecinos que el dengue y otras enfermedades cayeron como “bomba” ahí, y que las intoxicaciones son frecuentes. Los vectores y roedores, como era de esperar, abundan. “Aquí una vez se murió uno porque comió azúcar embarrada de orine de ratón, que es el ani-mal que más hay aquí en Los Pocitos —revela Tití. Imagínate que cuando nosotros vivíamos allá —indi-cando la parte baja del barrio, debajo del puente—, nos sentábamos y si yo tenía un pedazo de pan en la mano, le decía a Dalia: `dale, sube los pies que vamos a contar los ratones`. Ponía el pan en el piso y calculábamos más de sesenta, la familia entera” —y ríe, como reconociendo que exageró un poco, pero

que su cuenta no está muy dis-tante de la realidad.

Frente al sumidero viven des-de hace alrededor de quince años —en iguales condiciones que el resto de los habitantes del lugar: casa de madera y cartón, piso de tierra o de ce-mento pulido, un par de mue-bles donde sentarse—, dos pastores católicos extranjeros: uno mexicano, el otro, francés. Pero a la gente de Los Pocitos les gusta más Francia que Mé-xico; entonces resumen y les dicen, a ambos, los pastores franceses. En Los Pocitos no hacen labor proselitista, “di-gamos que somos misioneros, porque no hacemos trabajo pastoral, aquí no tenemos una iglesia. Tratamos de fomentar la amistad, los lazos fraternos, el apoyo… para que la comu-nidad supere sus divisiones y pueda sobrevivir. Es trabajo comunitario, no nos mete-mos en la cuestión religiosa, respetamos las demás religio-nes. Intentamos infiltrarnos, adaptarnos, no que la gente cambie sus costumbres, sino que trabajamos para hacer re-conocer los valores de las per-sonas”, explica Cid , el pastor mexicano.

“Gracias a ellos —sostiene Tití—, no han destruido este barrio y no han llevado a todo el mundo de regreso a sus provincias de origen, como hi-

cieron en El Husillo, donde vivía un tío mío. Ellos dicen que no se van de aquí hasta que esta situación se resuelva. Y mira, para que veas, no solo por los pastores, porque el Estado se ve que está haciendo cosas para aliviar la situación: ya han dado veinte viviendas un poco más arriba. Al darte las llaves de la casa nueva, debes destruir la tuya aquí abajo. Y ahí velan porque no se levante más nada”.

Desde el puente puede verse el extremo de Los Pocitos que se asienta en las márgenes del río Quibú.

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O sea, los que viven ahora son ilegales legales, pero nuevos moradores serían ilegales ilegales.

Cid está consciente de que el problema de la ba-sura afecta al medio ambiente. “No sabemos qué es más contaminante, si quemarla o echarla al río. Hemos hecho saneamiento aquí, pero mientras no haya una solución concreta no se puede hacer más”.

“Si te percatas, de ahí para adelante —y Tití señala desde donde empieza el caserío hasta más allá del puente que está sobre el Quibú—, es donde está negro el río, y limpio más para atrás. Fíjate si está limpio, que la gente se baña y todo”.

Puede que el bajo Quibú, en tiempos de sequía, “resuelva” los apuros albañales de Los Pocitos, y de Hindaya. Pero el Quibú se venga, tarde o temprano se venga: cuando llueve mucho el río crece y arrastra con todo. Y pueden verse los televisores y los puer-cos juntos nadando allí.

“Crece tanto —cuentan Dalia y Tití—, que la gen-te se tira de cabeza desde el puente; y para cruzar hay que hacerlo con sogas desde los extremos, por-que puede llevarte encantado de la vida. Los pasto-res tiraron fotos a su casa, que queda frente al río, y hasta casi dos metros puede subir el agua. Imagí-nate que hay que evacuar a la gente para la escuela primaria que queda por aquí cerca”.

DaliaDalia tiene veintiséis años —parece mucho ma-

yor— y es maestra. Se graduó de técnico medio en Bibliotecología y Maestra General Integral en la Ciu-dad Escolar Libertad, localizada en Marianao. Dalia también vive en Marianao, pero su carné de identi-dad dice que es natural y residente de Manzanillo, en la provincia de Granma. Un trabalenguas que los inmigrantes orientales en La Habana conocen muy bien.

Desde los quince años Dalia vino para La Habana, y desde esa edad se puso a “luchar”. Al no poder trabajar, ni siquiera en una escuela, donde tanto bien hubiera hecho, va al vertedero y recoge y ven-de, o deja para sí y su familia.

Con veintiséis años, Dalia, a quien se le escapa una voz de niña y una mirada triste que enternece por ojos tan negros, tiene dos hijos: Abraham, de cinco, y Ruth Esther, de tres. Su segundo marido, El Coco, mayor que ella —pero no tanto como hace creer—, un día la llevó a vivir sobre un microvertedero de Los Pocitos que pertenecía a un hombre —solo en los términos en los que pertenecer significa “este pe-

dazo de aquí es mío, y a ver quién me lo quita”; en los términos “yo llegué primero”. En Los Pocitos las cosas funcionan así; la legalidad es un concepto ambiguo.

“Y aquí hay que tener cuidado con la gente, por-que mira, cuando estaba embarazada de la niña pasé tremendo susto porque vinieron vendiéndome un colchón para cuna, de espuma, nuevecito que estaba… Yo no lo compré porque todavía tenía el del niño, que ya dormía en una camita. Y esa fue la suerte, porque después me hicieron el cuento de que era recogido del vertedero, y que tenía un cartel grande que decía: «Infectado. No tocar». Pero lo re-cogieron y se lo vendieron a otra mujer que estaba embarazada, como yo. ¡De verdad que hay gente que no tiene compasión cuando se trata de dine-ro!”—condena Dalia.

El terreno le costó mil quinientos pesos (CUP) a El Coco, y sobre ese pedazo de tierra construyeron su hogar con cartones, tablas y tanques plásticos abier-tos que encontraron en el vertedero de la Calle 100, lugar que, relativamente, les queda cerca.

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La casa tiene una salita y una cocina el doble de chica. Y dos cuartos laterales. El piso, de cemento pulido, lo vuelve todo más gris. Una silla y un sofá de maderas enclenques son los únicos muebles; un San Lázaro en el suelo con un vaso con flores, y al-gún que otro búcaro vacío, constituyen el decorado. Aunque un equipo de música de los pequeños, pero muy moderno, muy nuevo, es lo primero que recibe al visitante desde un entrepaño.

El equipo de música no encaja con el resto, como si ese resto no pudiera seguirle el ritmo, como si fuera a derrumbarse todo por las vibraciones de las ondas sonoras de una canción a mucho volumen, y se mantuviera al margen de lo que pudiera significar un lujo.

La silla y el sofá de madera también los hallaron en el vertedero. Los muebles y los equipos electro-domésticos que se utilizan en las casas de Los Po-citos se sacan del vertedero: “camas, televisores, ollas, cocinas, batidoras… cuando cambiaron los refrigeradores por la Revolución Energética, los tira-ban y la gente los recogía. Hasta computadoras ha

ido armando la gente. Este barrio se mantiene de El Bote. Todo el mundo trabaja ahí —asegura Dalia. Bien para vender, o bien para comer, porque hasta el sancocho de los puercos se saca del vertedero. Esto aquí es la ‘mismitica’ telenovela Avenida Brasil, la del tiradero”.

—¿Y por qué vinieron para La Habana?—Aquello está muy malo, mi vida… —manifiesta

Dalia refiriéndose al Oriente del país. Hay que venir para acá a luchar, porque todo eso que se vende aquí, allá no se puede, porque no hay negocios ni fábricas particulares como en La Habana, y te sale mejor negociar con los particulares que con el Es-tado, porque ellos te pagan casi el doble de lo que las Casas de Cambio te dan. Los trescientos pesos que me gano allá de maestra en una escuela, me los busco aquí en cuatro horas. En una noche pue-des hacer mil pesos, porque del vertedero se vende todo. Y gracias que no tenemos mente mala y lu-chamos para ganarnos la vida, y no hacemos como otra gente que se va por mal camino. Nosotros les enseñamos a nuestros hijos buenos valores.

Dalia, aunque ha tenido la necesidad, nunca ha querido llevar a sus hijos a El Bote, “porque hay mu-jeres que no tienen quien se los cuide y no pueden hacer otra cosa que llevarlos. E imagínate, mientras ellas recogen, los niños están en el suelo, cogiendo y comiendo cosas”. Por sus hijos dejó de ir al verte-dero, “porque cuando llegaba toda sucia ellos me saltaban arriba y eso podía enfermarlos. Después me tenía que raspar la piel para quitarme el olor a podrido de arriba”. La camisa, los pantalones, y las botas o tenis viejos que usan para trabajar en El Bote, no los protegen contra nada.

Ahora Dalia, El Coco y Tití se dedican a com-prar pomos vacíos de perfume para después re-envasarlos con fragancias elaboradas a través de extractos, que un contacto trae de “afuera”. “Co-gemos tremendo sol, y caminamos como locos durante doce horas al día, pero al menos ahora olemos riquísimo”.

Al vertedero no han ido nunca los niños, pero a la madre no le ha quedado más remedio que llevarlos consigo, todavía siendo muy pequeños, a vender cloro, salfumán y ambientador. Y estando embarazada, “hasta el día en que parí”, estaba en la calle vendiendo de manera ilegal la pesada car-ga de productos de limpieza, tratando de evitar a la policía.

Dalia y Tití sentados en el sofá de ma-dera encontrado en el vertedero, uno de los pocos muebles de la casa. Al fondo, el moderno equipo de música.

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Pero no solo de varias detenciones Dalia ha salido indemne. Una vez se pasó una semana entera co-miendo solamente boniatos recogidos del vertede-ro. Sin sal o azúcar, sin aceite… solo pasados por agua. El Coco había subido a buscar sancocho para los puercos y se encontró todo un saco de boniatos.

—La cosa estaba tan mala que no tenía ni para comprarle una bolsa de leche al niño que estaba más chiquito, porque tú sabes que nosotros no te-nemos libreta y no nos dan nada por la bodega… Bueno, por leche tenía que darle agua con azúcar o hervir una mata que le dicen mentis, y hacer que tomara eso.

—Eso debe ser lo más difícil: no tener qué darle a tus hijos de comer —le digo. Dalia me mira a los ojos con sus ojos brillantes y me siento casi cínica. Yo, con aquella grabadora que bien pudiera vender-se para comprar veinte bolsas de leche.

TitíGilberto es el nombre de pila de Tití. Pero Gilberto

no es nombre para Tití, no le pega en absoluto a su complexión física ni a sus maneras. Tití le dicen porque es homosexual; quisieron quitarle el Gilberto porque es demasiado masculino, demasiado convencional. Y Tití, que duerme sobre una almohada recogida del verte-dero, prefiere el apodo.

Nació en Santiago, y aún vive en Santiago, pero se pasa en La Habana temporadas en busca de dinero. A los trece años Tití vino a la capital a vender cosas

en la calle porque “no tenía ni un short que poner-me. Al principio me daba pena, pero después uno se acostumbra; como también se acostumbra la nariz a la peste de El Bote. Al principio todo es insoportable, pero a todo uno se adapta —afirma. Estaba estudian-do en un politécnico en Santiago, pero qué va, lo tuve que dejar”.

Tití se va a la misma cocina la mitad de pequeña que la sala, y se pone a preparar un té.

—¿Quieres un té? —me invita. Recogí este paquete de El Bote, llevo un mes tomándolo y no me ha pasado nada. Yo no había probado nunca este sabor.

Sonrío y hago un gesto de negación con la cabeza.—¿Has encontrado otras cosas en el vertedero que

no habías comido?—¡Ay, hija! Todo lo exótico que se come en este

barrio es de El Bote. A ver, para ponerte un ejemplo: una vez se encontraron un pavo congelado, que aquí nadie había comido nunca eso… Vaya, sabíamos que era pavo porque estaba grande y se parecía a un po-llo, y alguien dijo: ¡“eso” es pavo! Estuvimos comiendo el “eso” tres días. Otro día se encontraron tres sacos de helado. ¡Uy!, ¡qué rico, por tu madre! A ver… qué más… ¡Ah!, una botella de vino blanco, pasitas, el “wake” ese que se ve en las películas….

—¿Cereal?—Sí, eso mismo. Una noche botaron un frigo-

rífico lleno de carne de res, de pescado, de jabas con camarones congelados… Y cuando se encuen-

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tran latas de cerveza y de refresco eso es una fiesta aquí.

—¿Y en este barrio se comparte todo lo que se encuentra?

—Nada más entre parientes. Nosotros somos bas-tantes, la verdad, y todos hemos ido al vertedero.

—¿Sí? ¿Desde hace cuánto tiempo?—¡Ay, niña! ¿Quién se acuerda de eso? Imagínate

que mi tía, la mamá de El Coco, lleva en eso veintidós años; y cuando ella llegó la cosa funcionaba así desde hacía siglos, con los mismos negocios. Y cada día El Bote crece un poquito más. Ahorita se puede poner allá arriba un mirador —se burla de su propio chiste. Y en los tres vertederos de La Habana pasa lo mismo, pero el de Campo Florido y el de la Ocho Vías no re-suelven igual porque en este de 100 es donde termina la basura de la ciudad, que es la mejor.

“Eso es lo que nos duele a nosotros, porque ahí van a parar hasta decomisos de cosas nuevas, que en lu-gar de botar pudieran donárselas a barrios como este. Ropa, juguetes, adornos de porcelana… balsas, pis-cinas y pelotas inflables, que nada más por tener un pinchacito, las desechaban”.

—¿Y pasan muchas cosas malas en el vertede-ro? —les pregunto a Tití y a Dalia, que están sentados juntos en el sofá de madera.

—Si empezamos a contarte, esto se va a alargar un buen rato.

—Yo tengo todo el día.

Un microvertedero se extiende justo en frente de la casa de los pastores extranjeros.

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bienal. Dirija su texto a Revista Juventud Técnica, Casa Editora Abril. Prado 553 e/ Dragones y Teniente

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Vence 31 de diciembre

2016

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