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P r e s e n t a c i ó n

Cierro los ojos y pronuncio mentalmente “So” “Jam”, aspiro,

expiro, “So” “Jam”, alternativamente. Al permanecer inmersos en

nosotros mismos identificamos lo que nos rodea como un campo

diferente del nuestro y por ende más cercano.

Nuestra auténtica conciencia se sitúa en una fina hoja que cae

sobre la existencia, el presente; nos situamos fuera de ella por puro

hábito y desidia. Problema que parece venir incluido de serie.

“So” “Jam”, invocar el silencio interior; desde una visión

racionalista, una pérdida de tiempo. Resonancias remotas y ruidos

reconocibles. El mantra sostiene un pulso con las presencias del

ajetreo urbano. Un compromiso con nuestra cavidad craneal. La vida

recorre nuestras venas, ellas son el camino truncado. La

incertidumbre es el camino feliz, paralelo al tiempo, sin trayectoria

continua, corazón sin destino y ambición.

¡Qué triste, Rubén! ¡Tantos dioses, Rubén, pero sólo dos manos!

Escribía Martín Adán en su diario. La poesía es incienso, la belleza

una aspiración hacia la verdad.

Colin Baldwin

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GARCETA

Garceta, proyectas en el espacio intratable tu vuelo

laborioso.

Tu penacho de plumas despunta, Egretta garzetta

acendrada.

Abrigada y

colosal garceta te elevas grácil por penachos de núbiles

nubes.

Anclas en los regueros. Con

voz de ave cantas exponente de tu

propia música.

De vuelo lento, bates constantemente

tus alas,

por tanto a ti te narro:

-Garza soy -de reyes desciendo,

de galeotes dispongo y

cautivos como granos de arena en el desierto,

como sable disfruto mi zapapico

al que saco punta.

Me elevo sobre campanarios y abedules,

me enervo como un hombre

de cariz nervioso, aquel que agrede

apenas algunas sombras aparejadas como a

un cadejo en la intrínseca noche de

hoy.

Se prohíbe terminantemente

llorar, el llanto consume

las horas, eso bien lo sabe quien

te escribe.

Se prohíbe cantar, la música es

doblemente obscena.

En juez te eriges de tan melancólico

destino, garceta liberta.

¿Entonces qué nos queda extraordinaria

garceta? Respondes:

-El tiempo en el interior de un receptáculo

de purísimo líquido, objeto de odio, amor y desencanto.

Un Re doble, la consumación de la música otra vez agraciada,

la orogénesis y otros atildados recordatorios.

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Solo queda el recuerdo

sin palabras, …con silencios

ahora estás mudo, ¡como una imagen de duelo!

el aire se lo llevó con sonido de llanto

todo era falso, …confuso

el estallido destrozando la redondez

que pinchaste con rosas negras

eran como globos repletos...

que resbalan por mis recuerdos

tus palabras mudas, de obtusas quejas

tus silencios...

tus ausencias lejanas, …sin entender, …sin olvidar

¡Mírame !, … me cuesta dejar de quererte

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La noche Entran golpes de vidanoche

por la ventana.

Coches nocturnos,

pisadas insomnes,

premoniciones oscuras, olor sin nombre.

Hay puntos de luz

en bloques de piedra y ladrillo,

luces tenues,

ojos cansados

al caer la máscara del día.

De vez en cuando una luz se apaga.

Entonces hay suspiros

en el aire oscuro y denso:

suspiros de cansancio,

de soledad,

de sexo.

Indiferente y ajena la noche

todo lo cubre. No importa el qué,

nadie tiene nombre para ella,

nadie es un dolor,

nadie es un gozo.

Todos somos masa,

bultos sin nombre

perdidos en la incierta muerte

del sueño.

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“Porque lejos, en los primeros años de mi adolescencia yace.”

K. KAVAFIS

Puede que ya no tenga sentido

Seguir ubicando la boca y el placer

Cuyo recuerdo aún hoy me conmueve

En el reducido espacio de un laboratorio

Con ventanas a una marquesina;

En la perfecta armonía de ciencia, azar y deseo

Al final de aquella tarde

Que nos condujo a la noche

Y al cigarro compartido entre probetas y alambiques.

Sabemos que no fue un sueño,

Pero ignoro

Qué rango de realidad conviene adjudicarle

Para no llegar al absurdo

De considerar un añadido superfluo

Todo lo que vino después.

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En la estancia del sueño

respiras, musitas, enlazas sombras,

dejas que la carne se olvide de su inocente combustión.

Arden también las palabras que parecen aproximarnos

y que no remiten a nada más que al ímpetu de tu sangre

y al hueco de su fonética vacía.

Sin embargo persistimos, con la inexorabilidad del pulso,

del apetito renovado

que nos obliga a buscar alimento donde se encuentre.

Correr, masticar, amar,

incendiar las horas sin otro objetivo que regresar al sueño

y su absurda promesa de un mañana insospechado.

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Alas de cuervo Los ríos fluyen solos,

siguen el rastro de los peces,

entre cápsulas de oxígeno.

Quizás los animó un soplo, un pensamiento remoto

de algún ser que no fue capaz de comprenderse a sí mismo,

ni su destino, ni el de los ríos,

pero las profundas razones del alternarse del hoy por el mañana

nos son ajenas.

Un poeta ya me lo advirtió:

“El mañana se convertirá en hoy y no intentes indagar en la penumbra,

tan sólo el cuervo es capaz de penetrar en el agua de su reflejo azul y negro,

en un vuelo que es una caída al vacío, hacia ese universo paralelo

de donde surgen hasta nuestras falsas invenciones,

las que creemos por pura afición al erotismo”.

¿Al final cuál será mi nombre?

Ya me lo advirtió el poeta…

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¡AUF WIEDERSEHEN RATZINGER!

<<Renunciar sería como bajarme de la cruz>>

Juan Pablo II I

No fuiste más que un papa sin carisma,

tu sacerdocio fue un claustro temprano

que te privó del pulso de la vida,

confuso verás tu anillo rasgado.

Tras un sucesor de la magna silla,

ancianos prelados en asamblea

entonarán de pie en la sala regia

el Venicreator, las letanías.

La mística no caló en tus silencios,

intelectual de los ritos caducos,

para la renuncia fue tu pretexto,

falta de rigor, así que concluyo.

No fuiste un buen émulo de Jesús

y te bajaste pronto de la cruz.

II

Tu papado brilló por los escándalos,

la pederastia en vuestros falsos cielos,

un mayordomo traidor, pese a ello,

sí, solías rezar, y mientras tanto:

No darle cuerda al reloj de la iglesia,

fustigar con dureza a los jesuitas

portadores de las nuevas ideas,

convertir en penas las alegrías,

desde siempre, negar a aquellos seres,

seres de fe-menina las llamábais,

¡las marcasteis tan despectivamente!

Cegar el camino que señalaba

el concilio vaticano segundo.

"Háganse las sombras cristiano mundo".

de Sonetos de circunstancia.

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CUÁNTAS PESTAÑAS

han nacido esta tarde,

marcadores de páginas

impresos en rimel.

Por el río bajan

los peces sonrientes.

Los pájaros

en su vuelo vigilan a los muertos

que en silencio se saludan,

y desde el aire los tiñen de calvos.

Bajo el puente

las venas están hechas de niebla.

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Yo soy una mujer con un alma de hombre

una mujer depilada, desdibujada, inseminada,

maquillada, abandonada, mal peinada,

una mujer con un alma de hombre en un cuerpo de caballo,

una mujer que no huele a rosas,

que no siempre tiene miedo,

a veces,

una mujer sin vacío, sin camino al vacío,

con papeles pintados de horrorosas flores,

con una voz horrible y grave,

equivocada enseñando su espejo.

Yo soy una mujer con dudas

y sin criterio.

Esta mujer no es un momento

ni un amor imposible.

Yo soy un hombre con alma de mujer,

castrada, aletargada, imaginada, embarazada,

deshabitada y concluida,

soy el hombre de la sobredosis, el de la cabeza en el horno,

soy un hombre cansado que siempre

amanece muerto,

a veces.

5-03-2013

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Yo y mi café tenemos opiniones distintas,

pero solo un momento de incertidumbre,

de salto al vacío del vaso y

juntamos nuestros labios,

intercambiando calor,

ciudad del vicio, ayer está olvidado,

mañana cae como la llovizna,

el mismo sentimiento de dura grisura,

podríamos, quizá, hendir el muro

con la pintura de nuestra partitura,

declarar un estado de emergencia mental

y apoderarnos de nuestras vidas,

no es más que agua chalada,

carente de diagnóstico, vestida de inocencia,

una infusión de todo hacia adelante,

medida en una taza lavada,

mundo de felicidad en el toque público,

en el intercambio humano, la fe,

ya calló la garganta minúscula

que exigía el calor de la manada,

hay voces que ululan en la noche,

una aventura que debe alcanzarse

en el intento, era gratis vivir,

pero si el precio es tan alto,

puede ser más barato salir corriendo,

zapatazos rapados economizando energía,

eso no es huir, es seguir buscando.

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P U R O C U E N T O

Jesús Presa El hombre azul

Era un hombre azul.

Podríamos pensar en una definición cromática justificada por

su indumentaria de trabajo o cualquier otro atuendo; una funda o un

traje le otorgarían esa tonalidad, pero no es el caso.

Cabría pensar entonces, en otro tipo de hombre azul, uno que

ostentase nobleza, cuya egregia descendencia le emparentase con esa

extirpe de hombres cuya sangre corre azul por sus venas, y sin

embargo, su padre era molinero, de un arroyo sin apenas caudal.

Un hombre azul podría ser la metáfora de un ser de amplios

horizontes, un oceanógrafo ilusionado, un enamorado de los cuerpos

celestes, el lector incondicional de Rubén Darío. Con todo, nuestro

hombre, ningún interés mostró en alguno de esos aspectos o

disciplinas.

Dije ya que era un hombre azul. Aquí el verbo conjuga un

pretérito imperfecto que nos esclarece la vigencia de su estancia.

Ahora, azulado o violáceo ya, con la asfixia delatada en su

congestionado semblante, nuestro hombre yace en la morgue.

En su silencioso e inerte ánimo, pone de manifiesto la inutilidad, la

imprudencia de cualquier adjetivo -aun inofensivos como el que

designa un color- que suceda a un hombre al que no conocemos y nos

describen.

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David Del Río Otero Corazones urbanos

Junto a la barandilla del Puente Mayor, a ochenta metros sobre

el río lento y oscuro hundido entre inclinados paredones de piedra,

está gritando una anciana vestida de negro, delgada y quebradiza

como un tallo seco. Grita palabras ininteligibles. Tiene el rostro

desencajado, el cráneo apenas poblado de mechones blancos, la boca

abierta como una herida que supurase oscuridad. Se araña las mejillas

con las manos abiertas y abre mucho los ojos, que parecen temer y

desear asomarse al abismo de agua que la está llamando, al río que

llama desde abajo con un silbido largo, de serpiente. Hace unos

segundos han pasado a su lado un hombre y una mujer cogidos del

brazo. La han mirado con curiosidad y sorpresa, luego se han mirado

entre ellos y no se han dicho nada, sólo han juntado más los cuerpos

y han apretado el paso, como protegiéndose de un viento frío.

En Fiat Lux, hay corazones escondidos y enterrados como

búnkeres.

Dos ojos incendiados por la ira miran con fijeza la pantalla de un

televisor, cuyas llamaradas de luz proyectan sombras

fantasmagóricas sobre las paredes del salón. Esos ojos son los ojos de

un hombre acorralado, que clava los codos en las rodillas y aprieta

con fuerza los dientes. Tiene la piel sudorosa y los oídos

ensordecidos por el tráfico de la sangre en las venas. Los latidos

violentos de su pecho han ido expulsando a golpes una decisión hacia

sus manos, hacia sus ojos, hacia su conciencia. Este hombre ha

dejado un cuchillo de cocina sobre la mesa auxiliar. Ahora espera. Su

mujer entra en esos momentos en el edificio. Tiene un ojo amoratado

y está nerviosa. No cree que sea bueno regresar tan pronto a casa

después de la discusión de hoy, pero no sabe dónde meterse.

En Fiat Lux, el corazón puede ser un instrumento de tortura.

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Una niña obediente, de mejillas sonrosadas, crece como una flor

atada a la vara de hierro de las expectativas ajenas. La chiquilla es un

regalo del cielo, todo el mundo lo dice. Pronto se convierte en una

adolescente ejemplar, en una mujer magnolia que examina con

detalle a sus pretendientes y entrega su fragancia a las narices del

mejor postor, como se esperaba de ella. Da a luz a dos hijos

adorables, dos pedazos de su carne a los que amamanta, acuna, vela,

instruye y un día ahoga en el agua jabonosa de una bañera de plástico

estampada con margaritas blancas. La noticia sale a la prensa. Es un

escándalo, todo el mundo lo dice. Dos semanas después la madre se

tira desde un décimo piso. Mientras su cuerpo tropieza con tendales

de ropa y cornisas antes de estallar en el suelo, un hombre apoyado

en la barra de un bar cercano comenta el suceso y escupe con desidia

restos de una aceitunas sobre un cenicero sucio.

En Fiat Lux, los corazones se desconocen.

Todos quieren al entrenador de yudo de Miguelito. Es un

hombre bondadoso y tranquilo al que le encantan los niños. Suele

recoger al crío todas las tardes para llevarlo al parque o al gimnasio,

donde, descalzos sobre las colchonetas verdes, ensayan nuevas

llaves. Miguelito admira la corpulencia del entrenador, la dureza de

sus brazos enormes, las manos rotundas que con tanta facilidad

dirigen. A veces nota caricias en las partes del cuerpo de las que

nunca se habla salvo para hacer chistes o molestar a los mayores.

Entonces el entrenador pide permiso con la mirada y le explica que

quiere comprobar si su cuerpecito se desarrolla como dios manda

para ser un día igual de fuerte que el suyo. Miguelito sonríe

encantado, pero sabe que esas cosas le gustan porque es un niño

malo, y nunca se las confesará a nadie.

En Fiat Lux, hay corazones con garras y dientes.

Cosas así ocurren a diario en Fiat Lux, cuyos habitantes suelen

padecer enfermedades cardíacas.

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José Simal Ese hombre tan extraño

Admito que soy un hombre bastante extraño; no viajo, no

leo libros, no veo la televisión, no me gusta el fútbol, no me

conecto a Internet, y por no tener, ni siquiera tengo teléfono.

Desde hace ya algunos años, mi vida transcurre en una vieja

aldea de la que casi nunca salgo. Trabajo la tierra, cuido a mis

animales, como, duermo, sueño, y permanezco tranquilo.

Realmente, un hombre, necesita muy poco para ser feliz. De

vez en cuando, bajo a la ciudad para aprovisionarme, pero al

igual que los leones no paladean el heno cuando visitan el

ganado, yo tampoco comparto los apetitos y las expectativas de

mis semejantes. Llego, saludo, compro lo que necesito y

regreso de inmediato a mi fortín. Y así, alejado de los modos,

las costumbres, la rutina y el pensamiento global, vivo lo que

me queda de vida a mi manera, y en esta suculenta pobreza

social y material, puedo decir que soy plenamente feliz. De

todas formas, mi cabeza no descansa. Últimamente, me ha dado

por la cosa esta de la dependencia. Y es que, lo queramos o no,

todos los seres que coexistimos en este maravilloso planeta,

dependemos totalmente del sueño, de la humedad, de la

temperatura, del alimento, del oxígeno..., del sexo; sí, también

del sexo; el hombre o el animal que no se des-seminaliza, tarde

o temprano terminará suicidándose, o lo que es mucho peor,

restándole la vida a algún inocente. Da exactamente igual cómo

se acometa este proceso. No existen pautas específicas al

respecto. Un hombre, por ejemplo, puede des-seminarse

observando una grandiosa puesta de sol, delante de un poste de

la luz, o comiéndole el culo a un camello diarreico. Los gustos

y las costumbres de cada cual, no importan, el caso es expulsar

ese amargo pus que solicita resecarse al sol, compartir la

calidez de un coño, un culo, una muñeca de goma, o el

agujereado zapato de un electricista en paro.

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El otro día, se presentaron en mi casa unos familiares muy

directos que insistieron en llevarme de viaje. Querían dar la

vuelta al mundo. Yo me negué, pero como no paraban de

tirarme del genio, al final consentí, tras arrancarles la seria

promesa de que jamás volverían a molestarme. Hice la maleta y

recorrí con ellos los cuatro continentes; nos detuvimos en las

ciudades y los lugares más importantes del mundo. Estuvimos

en la pirámide de Giza, en el Coliseo Romano, en la Gran

Muralla, en Machu Pichu, en el Taj Mahal, en la Acrópolis de

Atenas, en la Isla de Pascua, en Stonehenge y en otros muchos

lugares increíbles. De todo, lo que más me impactó fue lo de la

plaza Roja de Moscú. Allí, me presentaron a un hombre

bastante extraño; un hombre especialmente serio, profundo, de

cara agria. Al parecer, y desde hacía ya muchos años, ese

hombre no comía, no se vaciaba nunca, y ni siquiera dependía

del oxígeno para sobrevivir. Lo estuve observando durante un

buen rato, desde la distancia, pero no me atreví a preguntarle

nada, porque me pareció que ese hombre tan extraño, estaba

demasiado ensimismado, demasiado concentrado en lo suyo, es

decir, en no hacer nada, absolutamente nada. Cuando al final

me dijeron que aquel hombre tan extraño era en realidad la tan

venerada momia de Lenin, no me lo podía creer.

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David Pérez Álvarez F A U N A

Normalmente llevo a pasear a mi perra a una extensa finca que hay

tras mi edificio. La finca está delimitada por enormes marañas de maleza,

pero tiene un caminito de entrada por el que se accede libremente desde la

calle, y un caminito de salida que conduce a otras fincas y a una zona rural

que resiste en los confines de la urbe. El dueño utiliza la finca como redil

para sus caballos. Los ata a un poste y los deja allí, efímeros inquilinos, día

y noche, hasta que decide llevárselos (desconozco con qué fines) y

sustituirlos por otros. Son unos animales extraños. Los caballos tienen fama

de nobles, pero yo veo en su actitud (al menos en la de estos que hay junto a

mi casa) una indiferencia sospechosa. Apenas se mueven, están siempre de

pie, no reaccionan ante ningún estímulo externo, soportan ejércitos de

moscas en los ojos y en el hocico sin protestar (leves cabeceos muy de vez

en cuando), si llueve les resbala. Les resbala todo: la lluvia y la vida. Al

principio me daban pena. Después llegué a la conclusión de que no son

nobles, sino pasotas. Y además, asociales. El dueño de la finca nunca junta

más de tres caballos a la vez, y ellos siempre se mantienen (voluntariamente,

porque la cuerda es larga) lo más alejados que pueden unos de otros. No

soportan a sus congéneres. Es un poco lo que me sucede a mí con los

humanos, o lo que le sucede a mi perra con los perros. En el fondo, yo creo

que todos los individuos albergan un odio oculto hacia su especie.

En la finca colindante con la de los caballos, se instaló el año

pasado una pareja. Los vi por primera vez desde la ventana del salón: dos

figuras diminutas (vivo en un noveno) que atravesaban la finca de los

caballos cargadas con pequeñas manchas blancas, sin duda bolsas de

plástico, y desaparecían bajo unos árboles de la finca contigua. Soy algo

curioso. Cuando bajé con mi perra hice el mismo recorrido que ellos. Me

aproximé al lugar donde los había perdido de vista, y descubrí bajo los

árboles una tienda iglú de color verde, casi mimetizada entre la vegetación.

Ellos yacían sobre la hierba, a un metro uno del otro, como dormitando.

Eran las cinco de la tarde, hora propicia para la siesta. No me atreví a

acercarme y me quedé con las ganas de verles la cara con un poco de

nitidez.

He de confesar que soy algo voyeur. Me gusta fabular la intimidad

de gente que no conozco de nada. A veces voy por la calle y me cruzo con

una chica y empiezo a imaginarme cómo será su casa, qué vistas tendrá

desde la ventana de su habitación, de qué color será su pijama favorito, en

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qué postura hablará con su novio por teléfono, cómo será su tazón de

desayuno… Yo qué sé, cosas así. Y entonces siento un escalofrío acogedor,

igual que cuando uno se mete en invierno en una cama fría, porque no hay

calefacción, y empieza a calentar las sábanas con su propio cuerpo, y se

siente protegido a pesar de todo. Claro, escojo siempre personas cuya vida

supongo confortable. Cuando tengo oportunidad, espío desde mi ventana las

ventanas de mis vecinos. Alguna vez me he llevado una desagradable y

merecida sorpresa. Pero esa es otra historia.

No tuve que esperar mucho. Al día siguiente de mi primera

indagación, durante el paseo matinal, me crucé con la pareja. No me es fácil

calcular la edad, porque tanto él como ella parecían bastante maltratados por

el tiempo. Aparentaban cincuenta y largos, pero yo diría que apenas

superaban los cuarenta. Ambos tenían el pelo negro y grasiento, a la altura

de los hombros, lo mismo que si hubiesen comprado dos pelucas idénticas

para disfrazarse de gemelos en los carnavales. Eran feos, pero no de estos

feos llamativos que te paras y dices, joder, qué feo (como es mi caso); sino

feos de una fealdad común, que podía pasar desapercibida a primera vista.

Muy delgados, por razones obvias. Morenos. La piel, algo desagradable,

agrietada y picada. Su ropa estaba en buenas condiciones, y eso que no

debían de tener muchas mudas. Me dieron pena. En un principio me dieron

pena. Me saludaron con un murmullo: “...nos días”, y yo respondí con otro

murmullo: “…nos días”. Dejé transcurrir unos segundos y me giré para

verlos de espaldas. Error. Ellos también se habían girado para verme de

espaldas. Así que volvimos a vernos de frente. Continuamos (creo que ellos

igual de avergonzados que yo) nuestros respectivos caminos.

Otro día los vi en el supermercado. Me llamó la atención. Nunca

hubiera pensado que unos indigentes pudiesen hacer la compra como

cualquier otra persona. Me puse detrás de ellos en la cola de la caja. Habían

cogido un pack de cuatro flanes, una botella de vino y una crema hidratante

para la cara. Este último artículo se convirtió en un motivo de discusión.

Ella le decía que para qué quería aquello, y él se quejaba de una sequedad

muy molesta en los pómulos. Pagaron con una bolsa llena de calderilla, y la

cajera, aunque agradecida porque andaba mal de cambio, contó con cierta

impaciencia las monedas. Antes de marchar, el hombre se percató de mi

presencia y me miró un instante con inquietud. Ya he confesado que soy un

feo llamativo. Me molestó muchísimo. Yo tenía bastantes más razones para

mirarlos a ellos con inquietud, y sin embargo disimulaba lo mejor que podía.

Nunca he exteriorizado mis impulsos violentos, pero los tengo, y muy a

menudo. Se me pasó por la cabeza acudir a su tienda de noche,

sorprenderlos durmiendo y darles una paliza con cualquier cachivache, una

barra de hierro, una raqueta, un martillo… Imaginé la escena y me gustó.

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Sentí cómo la barra se hundía muellemente en sus cuerpos. “Disculpe,

señor, son siete con cincuenta”.

Se llevaban bien con los caballos. Sabían cómo comportarse con

ellos. Los acariciaban y a veces les ponían una tinaja de pan con agua. En

una ocasión uno de los caballos se enredó en la cuerda, perdió el equilibrio y

cayó de lomos sobre la maleza. Quedó medio hundido como en un colchón

de espuma. Relinchaba y movía desesperado sus patas en el aire. Yo seguí

paseando a mi perra. La pareja apareció en la finca como quien acude a una

llamada de auxilio. Entre los dos espolearon al caballo y lo ayudaron a

incorporarse. Todavía no sé muy bien cómo lo consiguieron. Después me

miraron como censurando mi pasividad. Imbéciles.

Lo dicho: se llevaban bien con los caballos, a pesar de que tenían

algo de caballo. Si uno se fijaba bien, podía distinguir rasgos equinos en sus

rostros.

Le di muchas vueltas al asunto. Pensé que lo de la paliza era muy

aparatoso, y que lo más sencillo sería prender fuego a la tienda bien entrada

la noche y largarme como si tal cosa. Pero se adelantaron. Quizá intuyesen

mis intenciones. Lo vi todo desde la ventana del salón. Cada uno llevaba una

mochila a sus espaldas. La de él, bastante más voluminosa, debía de

contener la tienda iglú plegada. En la mano de ella discerní un brillo afilado.

Se acercó muy lentamente a uno de los dos caballos que en aquel momento

habitaban la finca. Le hizo carantoñas y lo besó. Después cortó la cuerda

con la navaja.

Bajé corriendo, pero llegué tarde. Habían huido con los ruinosos

jamelgos y no habían dejado más que un intenso olor a miseria. Sigo

pensando en ellos, todos los días. Me recreo en los matices del odio. Muchas

noches sueño que incendio su tienda, y cuando me despierto corro a la

ventana del salón, y descubro decepcionado que no hay ni una mínima estela

de humo ascendiendo tras la finca de los caballos.

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LETRAS DESDE LA DISTANCIA

José Fidel Blázquez Bejarano

Iba cabalgando en pequeño, iba llorando en triste, iba haciendo

en mimbre los clavos del cementerio. Pasándose los días

balanceaba los barros, rompía los calambucos, siendo el jardín

de la muerte y exhortamos conjuros, pidiendo con maldad,

sangre de berraco, que todo lo cura.

De El escorpión

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J o t a b é C o n h i e l o

Subo la cuesta muy despacio, para no tropezar con el hombre oscuro

que baja. Uno se despista, la venda se escurre, y en tan solo un instante, sin

tan siquiera darte cuenta, la herida protesta y esparce su maloliente

mucosidad por toda la atmósfera. Es un asco.

-Sebastián, ¿por qué no me hablas del agujero de ozono?

-Porque no tengo tiempo, y además, no me da la gana.

No es que la cosa carezca de importancia, él lo sabe bien; lo que ocurre

es que mi amigo Sebastián está demasiado ocupado con sus cosas. Afuera,

el tiempo lo absorbe todo, pero dentro, muy adentro, en cualquier momento,

alguien piensa, y en cuestión de segundos, acontece el milagro:

-¡Rápido, rápido muchachos!

Y en un santiamén cien millones de glóbulos rojos acuden prestos y

voluntariosos a restañar mi herida. Yo a eso lo llamo: presteza, honestidad,

pulcritud, fidelidad y valentía. Esta insubordinada venda, sin embargo..., ya

lo ven..., alejada, dispersa, excluida…, a lo suyo.., como él, como mi

querido amigo, el Sebastián.

-Te vas a parar por fin y me vas a hablar del puto agujero de ozono,

¿sí, o no?

-Ya te he dicho antes que no tengo tiempo.

-Bien, pues entonces, ponme otro J.B. con hielo, y después, cuando

puedas, acércate por favor a la puerta y explícale a ese oscuro hombre que

baja con un tenedor en las manos, que mañana, sin falta, tendrá que

enfrentarse a un mundo cubierto de sopas.

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índice

Presentación Colin Baldwin 3

Poesía Carlos Vázquez 4

Oliva 5

Lola Taboada 6

Mar Piñeiro 7

Francisco Fernández 8

Colin Baldwin 9

Peter Baldwin 10

Juan Seoane 11

Patricia Meira 12

María Alonso 13

Relatos Jesús Presa 14

David del Río Otero 15

José Simal 17

David Pérez Álvarez 19

Letras desde la distancia José Fidel Blázquez Bejarano 22

Jotabé con hielo 23

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X Aniversario

Cuaderno Nº 66: Abril – Junio 2013

Diseño de portada: Isaac Posada y Javi Giráldez

Ilustración de portada: Javi Giráldez

Ilustraciones interiores: Ilustraciones variadas

Montaje y diagramación: Colin Baldwin y Javi Giráldez

Correción ortográfica: David Pérez Álvarez

Colaboradores especiales: Mercedes del Río

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Os invitamos a colaborar en este proyecto, bien mandando poemas,

dibujos u opiniones o participando en nuestras tertulias semanales en

el café Gólem (Calle Irmandiños).

Si estás interesado envíanos un correo a [email protected]

Puedes recibir el cuaderno impreso (por correo ordinario) durante un

año en tu casa (4 números por 15 €) o gratuitamente descargar el

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CARLOS PEREIRA

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DAVID DEL RÍO OTERO

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JESÚS PRESA

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JOSÉ SIMAL

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JUAN SEOANE

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MAR PIÑEIRO

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PATRICIA LÓPEZ

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DAVID PÉREZ ÁLVAREZ

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KIQUE SÁNCHEZ

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CARLOS VÁZQUEZ IGLESIAS

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COLIN BALDWIN

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EDSON FERNÁNDEZ

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ANTONIO SÁNCHEZ

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OLIVA MARTÍNEZ

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ISAAC POSADA

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PETER BALDWIN

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BELEM CHOREN

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FRANCISCO FERNÁNDEZ

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formasdifusasdbate.wordpress.com

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