Diarios de bicicleta

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de David Byrne

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Diarios de bicicleta

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Diarios de bicicletaDavid Byrne

Traducción de Marc Viaplana

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Todos los derechos reser vados.Ning una parte de esta publicación puede ser reproducida,

transmitida o almacenada de manera alg una sin el permiso prev io del editor.

Este libro se publicó con el apoyo de la Dirección General de Publicaciones del Conaculta

Título originalBicycle Diaries

© 2009, Todo Mundo Ltd.© de la traducción: Marc Viaplana

Primera edición: 2011

Ilustración de portada: David Byrne

Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2011San Miguel # 36Colonia Barrio San LucasCoyoacán, 04030México D.F., México

www.sextopiso.com

FormaciónQuinta del Agua Ediciones

ISBN: 978-607-7781-12-7 (Sexto Piso)ISBN: 978-607-455-649-0 (Conaculta)

Impreso en México

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Para Malu, que no anda en bici... aún

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ÍNDICE

Agradecimientos 11

Introducción 13

Ciudades norteamericanas 19

Berlín 57

Estambul 95

Buenos Aires 117

Manila 157

Sidney 197

Londres 217

San Francisco 249

Nueva York 281

Epílogo: El futuro de los desplazamientos cortos 315

Apéndice 335

Otros diseños de David Byrne para puntos de anclaje de bicicletas en Nueva York 341

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AgrADECIMIENTOS

Scott Moyers, mi representante de la Wylie Agency, me sugirió hace tiempo que mis andanzas en bicicleta por varias ciudades del mundo podían servir de hilo conductor para un libro. Su referencia era W. g. Sebald, concretamente su libro Los ani-llos de Saturno, en el que a partir de un paseo sin rumbo por la campiña inglesa va conectando ideas, reflexiones y anécdotas. Como escritor no pretendo en absoluto haberme acercado a Sebald, pero poner el listón bien alto me dio un objetivo al que aspirar. Quizá le hablé a Scott de Verdad tropical, la cróni-ca de Caetano Veloso sobre los años Tropicalia en Brasil, en la que usa los recuerdos de aquella época como base para comen-tar una serie de cuestiones y eventos. Ambos libros se van por las ramas muchas veces, pero, al menos en su caso, funcionan bien. Vi que era un sistema que podía funcionar.

Aunque llevo décadas tomando notas de giras y viajes en un diario, Danielle Spencer, que trabaja en mi estudio, me dio ánimos y me ayudó a mover todo esto en la red. Blogging, se llama. Sigo buscando mi lugar en la blogósfera, pues enseguida me di cuenta de que no quería limitarme a un metablog (una colección de enlaces a sitios interesantes que uno ha visto o leído en la red) o simplemente a un diario personal: no creo que mi vida sea tan interesante o especial. Aun así, descu- brí que un diario/blog es un medio excelente para expresar y articular reflexiones, sentimientos e ideas, muchas de las cua-les se me ocurrían mientras viajaba, a menudo en bicicleta, por alguna ciudad. Y el blog permite añadir enlaces, fotos, videos, sonido y muchas otras cosas a la experiencia de la percepción, una experiencia que espero que algún día los lectores digitales sean capaces de reproducir.

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gracias a los editores Paul Slovak y Walter Donohue por las notas y los comentarios: ya sabíamos que un blog no es un libro. gracias a mi novia Cindy, por los comentarios y la com-pañía en algunos de estos paseos. Y gracias a Emma y a Tom, mis padres, por mi primera bici.

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INTrODuCCIóN

La bicicLeta es eL medio de transporte más utiLizado en eL mundo

Desde principios de los años ochenta, he usado la bicicleta como principal medio de transporte en Nueva York. Primero lo hice a modo de prueba, y me sentí cómodo incluso en una ciudad como Nueva York. Me dio una sensación de energía y libertad. Tenía una vieja bicicleta de tres velocidades, una reli-quia de mi infancia en las afueras de Baltimore, y para la ciudad de Nueva York no necesitas mucho más. En aquellos tiempos, mi vida estaba más o menos restringida al centro de Manhattan —el East Village y el SoHo— y enseguida me di cuenta de que la bicicleta era una forma fácil de hacer recados durante el día o de trasladarme de manera eficiente a bares, galerías de arte o loca-les nocturnos, sin tener que buscar un taxi o la parada de metro más cercana. Ya sé que uno no piensa normalmente en que salir de copas y montar en bicicleta sean cosas compatibles, pero hay muchas cosas que ver y oír en Nueva York, y descubrí que mover-me de un sitio a otro en bicicleta era sorprendentemente rápido y eficaz. Así que me quedé con la bicicleta, a pesar de su aura demodé y del peligro que entrañaba, ya que por entonces muy poca gente circulaba en bici por la ciudad. Los conductores de aquellos tiempos no estaban acostumbrados a compartir la vía con los ciclistas, y te cortaban el paso o te lanzaban contra los coches estacionados, incluso más que ahora. Al hacerme un poco mayor quizá consideré también que pedalear era una bue-na forma de hacer un poco de ejercicio, pero al principio no pensaba en eso. Simplemente, me sentía bien deambulando por aquellas sucias calles llenas de baches. Era muy estimulante.

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A finales de los ochenta descubrí las bicicletas plegables, y como mi trabajo y mi curiosidad me hacían viajar a diferentes partes del mundo, solía llevarme una. La misma sensación de libertad que había tenido en Nueva York se repitió al pedalear por varias de las principales ciudades del mundo. Me sentía más conectado con la vida de la calle de lo que lo habría estado dentro de un coche o en cualquier tipo de transporte público: podía pararme cuando quisiera; a menudo (muy a menudo) era más rápido que un coche o un taxi para desplazarme entre dos puntos, y no tenía que seguir ninguna ruta fija. El ambiente y la vida de la calle me envolvían y el estímulo se repetía en cada ciudad. Me resultó adictivo.

Ese punto de vista —más rápido que un paseo a pie, más lento que un tren, a menudo algo más alto que una persona— se ha convertido en mi ventana panorámica hacia gran parte del mundo durante los últimos treinta años. Es una gran ven-tana que da a un paisaje principalmente urbano. (No soy un corredor ni un ciclista deportivo). A través de esa ventana puedo entrever la mentalidad de mi prójimo, expresada en la ciudad donde vive. Las ciudades, comprendí, son manifesta-ciones físicas de nuestras creencias más profundas y de nues-tros pensamientos muchas veces inconscientes, no tanto como individuos sino como el animal social que somos. A un cien-tífico le basta con observar lo que hemos hecho —las colmenas que hemos creado— para saber qué pensamos y qué nos im-porta, y también cómo estructuramos esos pensamientos y esas creencias. Está todo ahí, a la vista, en campo abierto; no hacen falta escáneres tac ni antropólogos culturales para saber cómo discurre la mente humana: su funcionamiento interior se ma-nifiesta a nuestro alrededor en tres dimensiones. Nuestros principios y nuestras esperanzas son a veces bochornosamente fáciles de descifrar. Están ahí, en las fachadas, los museos, los templos, las tiendas, los edificios de oficinas y en cómo esas estructuras se relacionan entre sí o, a veces, en cómo dejan de hacerlo. Nos hablan, en su propio lenguaje visual: «Esto es lo que creemos que importa, así es como vivimos y como

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actuamos». Ir en bicicleta entre todo esto es como navegar por las vías neuronales colectivas de una especie de enorme mente global. Es realmente una excursión por el interior de la psique colectiva de un grupo compacto de gente. un Viaje fantástico, pero sin efectos especiales cutres. Nos permite percibir el cerebro colectivo —feliz, cruel, falso y generoso— en funcio-namiento y en juego. Infinitas variaciones sobre temas fami-liares se repiten y se suceden: triunfales o melancólicos, con esperanza o resignación, las permutaciones no paran de des-plegarse y multiplicarse.

Es cierto que en la mayoría de esas ciudades yo estaba de paso, y se podría decir que mi visión era, por definición, su-perficial, limitada y particular. Es verdad, y buena parte de lo que he escrito sobre ciudades puede ser entendido como una forma de exploración introspectiva, usando la ciudad como es-pejo. Pero creo también que en una estancia breve el visitante puede percibir los detalles, las particularidades visibles, de manera que la visión general y los entresijos de la ciudad aparecen casi por sí solos. La economía se revela en los esca-parates de las tiendas, y la historia en los marcos de las puer-tas. Curiosamente, al acercar el microscopio para observar el detalle, la perspectiva se ensancha al mismo tiempo.

Cada uno de los capítulos de este libro se centra en una ciudad en concreto, aunque podía haber incluido muchas más. No resulta sorprendente que diferentes ciudades tengan sus propios rostros únicos y formas peculiares de expresar lo que consideran importante. A veces, las cuestiones que uno se plantea y la forma de pensar parecen casi predeterminadas por cada paisaje urbano. Así, por ejemplo, algunos capítulos aca-baron más centrados en la historia dentro del paisaje urbano, mientras que otros se fijan en la música o el arte, dependiendo de la ciudad en cuestión.

Naturalmente, algunas ciudades son más complacientes que otras para el ciclista. No sólo geográficamente o por el cli-ma, aunque eso también cuenta, sino por los modos de con-ducta que se fomentan y por la manera en que se organizan.

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Sorprende cómo las menos complacientes son a veces las más interesantes. roma, por ejemplo, es asombrosa si uno va en bicicleta. El tráfico automovilístico en las ciudades del centro de Italia es conocido por sus atascos, así que uno puede mo-verse a buen ritmo con una bicicleta y, evitando las famosas colinas de la ciudad, uno puede desplazarse con fluidez entre una vista fantástica y la siguiente. No es en absoluto una ciudad acogedora para los ciclistas —en esas grandes urbes, la atmós-fera de «sálvese quien pueda» no ha alentado la creación de carriles seguros para bicicletas—, pero si uno acepta esta rea-lidad, por lo menos temporalmente, y es prudente, la expe-riencia es muy recomendable.

Estos diarios empezaron hace por lo menos una docena de años. Muchos fueron escritos durante visitas de trabajo a diversas ciudades; en mi caso, para un concierto o una expo-sición. Mucha gente tiene trabajos que les obligan a viajar por todo el mundo. Descubrí que ir en bicicleta unas cuantas horas al día —o incluso solamente de casa al trabajo y viceversa— me ayuda a mantener la cordura. Hay gente que se siente aturdida y desorientada cuando viaja, ya que se desliga del entorno físico que le es familiar, lo cual a su vez afloja ciertas conexio-nes en la psique. En ocasiones es beneficioso —puede abrir la mente, sugerir nuevas percepciones—, pero con frecuencia es también traumático. Algunos se repliegan en sí mismos o se encierran en la habitación de su hotel cuando el lugar les es extraño, o se desinhiben en exceso en un intento de con- seguir cierta forma de control. Para mí, la sensación física del transporte autoimpulsado, junto con la impresión de autocontrol inherente a esa situación sobre dos ruedas, tiene un efecto vigorizante y tranquilizador que, aunque pasajero, me basta para estar centrado el resto del día.

Suena como una forma de meditación, y de alguna mane- ra lo es. realizar una actividad familiar, como conducir un coche o ir en bicicleta, lo sitúa a uno en una zona que no re-quiere demasiada profundidad o implicación. Es una actividad repetitiva, mecánica, y distrae y mantiene ocupada la parte

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consciente de la mente, al menos parcialmente, de una manera que requiere cierta dedicación pero no mucha, sin que ello implique mantener la guardia baja. Eso favorece un estado mental que permite que una parte, aunque no demasiado gran-de, del inconsciente fluya. Para quien crea que una parte im-portante del origen de su trabajo y de su creatividad se debe a ese fluir, éste es un buen sitio donde buscar esa conexión. De la misma manera que algunos problemas desconcertantes se resuelven a veces durante el sueño, cuando la parte cons-ciente de la mente está abstraída en algo, la inconsciente se pone en funcionamiento.

A lo largo del proceso de escritura de estos diarios, he vis-to cómo algunas ciudades, como Nueva York, se volvían radi-calmente más acogedoras para los ciclistas, mientras que en otras los cambios han sido lentos y graduales: no han alcanzado aún el punto de inflexión que representa el aceptar la bicicleta como medio de transporte práctico y válido. Algunas ciudades se han hecho más habitables y, a resultas de ello, han conse-guido incluso cierto beneficio económico, mientras que otras se han hundido aún más en la fosa que ellas mismas empeza-ron a cavar décadas atrás. Hablaré de estos progresos, de ur-banismo y de política, en el capítulo sobre la ciudad de Nueva York, y explicaré mi limitada participación en la política local (así como en la cultura del entretenimiento) a fin de hacer que mi ciudad resulte más acogedora para las bicicletas y, creo, un lugar más humano donde vivir.

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CIuDADES NOrTEAMErICANAS

La mayoría de las ciudades norteamericanas no son nada aco-gedoras para los ciclistas. Tampoco lo son para los peatones. Son acogedoras para los coches o, al menos, se esfuerzan por serlo. En la mayoría de estas ciudades se podría decir que las máquinas han vencido. Vida, urbanismo, presupuestos y tiem-po: todo gira alrededor del automóvil. A la larga, esto es insos-tenible, y a corto plazo significa baja calidad de vida. ¿Cómo se ha llegado a esta situación? Quizá debamos culpar a Le Corbu-sier por su visionaria propuesta, la Ciudad radiante, de prin-cipios del siglo pasado:

Le Corbusier, «Ciudad radiante» (maqueta). Banque d’Images/Art resource, NY. © 2009 Artists rights Society (ars), Nueva York /adagp, París /flc.

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Sus propuestas utópicas —ciudades (sólo rascacielos, en rea-lidad) enmarañadas en una red de avenidas multicarriles— se adaptaban a la perfección a lo que las compañías petrolífe- ras o del automóvil deseaban. Dado que cuatro de cada cinco de las mayores corporaciones siguen siendo compañías de gas o de petróleo, no es extraño que estas visiones extravagantes y propicias para los coches hayan persistido. Durante la pos-guerra, general Motors era la mayor compañía del mundo. Su presidente, Charlie Wilson, decía: «Si es bueno para gM, es bueno para el país». ¿Sigue pensando alguien que gM se in-teresaba por el bien del país?

Quizá también podamos culpar de ello a robert Moses, quien con tanto éxito cercenó Nueva York con autovías elevadas y desfiladeros de hormigón. Su fuerza de voluntad y su pro- selitismo tuvieron un gran efecto. Otras ciudades copiaron su ejemplo. O quizá debamos culpar a Hitler, que construyó autopistas para que tropas y suministros accedieran de manera rápida, eficiente y segura a todos los puntos del frente durante la Segunda guerra Mundial.

Trato de explorar algunas de estas ciudades —Dallas, De-troit, Phoenix, Atlanta— en bicicleta, y es frustrante. Las dife-rentes partes de la ciudad están a menudo «conectadas» —si se puede decir así— mediante autopistas, enormes e imponen-tes corredores de hormigón que suelen aniquilar los vecin- darios por los que pasan, y muchas veces también los que se supone que conectan. Las áreas colindantes a las autopistas se convierten inevitablemente en zonas muertas. En ocasiones, cerca de los límites de la ciudad, hay una vía de salida que lleva a un Kentucky Fried Chicken o a un red Lobster, pero eso no es un vecindario. Lo que queda de esas comunidades amputa- das es reemplazado luego por centros comerciales o grandes supermercados aislados en inmensos estacionamientos desér-ticos, desperdigados, uno tras otro, a lo largo de las autopistas que han acabado con las ciudades que debían conectar. Las ca-rreteras, las urbanizaciones sin objetivo y los centros comer-ciales se extienden hasta donde alcanza la vista mientras las

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autopistas van poco a poco ampliándose. Son monótonos, tedio-sos, agotadores... y me temo que pronto habrán desaparecido.

Me crié en las afueras de Baltimore. En una de las casas donde viví había una urbanización a la derecha y varias ca- sas más antiguas detrás, con un bosque y una granja en fun-cionamiento delante. Vivíamos justo donde el desarrollo suburbano se había parado (temporalmente), allí donde em-pezaban las tierras de labranza. Como mucha otra gente, crecí despreciando las zonas residenciales, por artificiales y estéri-les, pero nunca dejé de sentirme de alguna forma atraído por ellas. Sentía cierta fascinación de la que no he logrado (y creo que lo mismo le pasa a mucha gente) desprenderme.

Mi adicción a la bicicleta debió de empezar a edad tem-prana: cuando iba en preparatoria solía pedalear cada tarde hasta la casa de mi novia, que estaba a unos seis kilómetros de distancia, y así podía pasear con ella y besuquearla al ter-minar la tarea. una vez casi lo hicimos en el vertedero muni-cipal de las afueras: allí no había intrusos.

Mi generación reniega de las zonas residenciales y de los centros comerciales, de los anuncios de televisión y de las te-lenovelas con las que crecimos, pero todo eso también forma parte de nosotros. Así pues, nuestra perspectiva irónica se sua-viza con algo como el amor. A pesar de las ganas que teníamos de perder de vista aquellos sitios, no dejan de ser reconfortan-tes para nosotros. Al proceder de lugares tan poco atractivos como éstos, no somos y no podremos ser nunca los urbani- tas sofisticados de los que habla la prensa, y tampoco somos los especímenes rurales —estoicos, autosuficientes y relaja-dos— capaces de vivir confortablemente en la naturaleza. Esos suburbios residenciales, donde tantos de nosotros pasamos los años de formación, siguen tocando una fibra sensible; son a la vez atractivos y profundamente perturbadores.

En Baltimore, cuando iba a la preparatoria, solía tomar el autobús hasta el centro de la ciudad y deambulaba por los barrios comerciales. Era excitante. ¡Los grandes centros co-merciales aún no existían! Había montones de gente, allí todo

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era ajetreo y bullicio. ¡Subir o bajar las escaleras eléctricas de Hutzler o Hecht, los grandes almacenes del centro de la ciudad, era emocionante! Las chicas malas iban allí a robar la ropa que les gustaba. Pero el éxodo blanco ya había empezado, y pronto, sorprendentemente pronto, el centro de Baltimore fue aban-donado, excepto por aquellos que no podían permitírselo. En muy poco tiempo, se empezaron a ver en muchas calles hileras de casas cerradas con tablas. Y a finales de los años sesenta hubo disturbios raciales, con lo que más familias blancas de-jaron la ciudad y los bares de barrio adoptaron lo que se llamó «arquitectura de disturbio». Este tipo de arquitectura no se enseña en Yale. Consiste en rellenar las ventanas del estable-cimiento con bloques de hormigón pintado y dejar un par de ladrillos de vidrio en medio. Al otro lado de las vías, más allá de la zona comercial del centro, edificios enteros fueron sim-plemente arrasados. Igual que el legendario sur del Bronx, pa-recía una zona de guerra; y de alguna forma lo era. una guerra civil no declarada en la cual el automóvil es el vencedor. Los perdedores son nuestras ciudades y, en la mayoría de los casos, los afroamericanos y los latinos.

Hubo un tiempo en que había razones geográficas natu-rales para la formación de la mayor parte de las ciudades: la confluencia de dos ríos, como en Pittsburgh; el encuentro de un río con un lago, como en Cleveland o Chicago; el encuentro de un canal con un lago, como en Buffalo; un puerto seguro y abrigado, como en Baltimore, Houston y galveston. Con el tiem-po, lo que al principio fue una justificación geográfica para ele-gir como asentamiento un sitio en lugar de otro cedió ante el cemento cuando los raíles de tren empezaron a extenderse por espacios abiertos y conectaron esas ciudades. A medida que cada vez más gente era atraída hacia esas ciudades, la densidad de población y las oportunidades de hacer negocios se convir-tieron en una razón añadida para que más gente se estableciera allí. Lo hicieron unos cerca de otros, como animales sociales que eran. En muchos casos, los ríos o los lagos acabaron siendo irrelevantes; las empresas de transporte fluvial se mudaron a

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otras zonas y los transportes se hicieron en tren o, más tarde, en camión. Como resultado, ríos y muelles pronto quedaron abandonados y las construcciones industriales construidas a lo largo de ellos se convirtieron en feos estorbos. La gente bien despreciaba tales vecindarios. Sé que parezco un poco didác-tico en esta recapitulación histórica, pero téngame paciencia: es una manera de comprender yo mismo cómo llegamos a la situación actual.

En muchas ciudades hay a menudo una autopista a lo largo de la orilla de un río o lago. Antes de que esas autopistas se construyeran, esas orillas, ya entonces zonas muertas, eran consideradas el sitio más lógico donde usurpar tierras pa- ra convertirlas en arterias de hormigón. Inevitablemente, poco a poco, los habitantes de estas ciudades fueron separados de sus propias orillas mediante muros, y las orillas se convirtie-ron en zonas muertas de otra clase: zonas muertas de hormi-gón, con pasos elevados que subían y bajaban, y vías de acceso que pronto fueron invadidas por coches que pasaban zum- bando. Por debajo de éstas quedaron carritos de supermercado abandonados, gente sin hogar y residuos tóxicos. A menudo ni siquiera podías llegar andando al agua a menos que saltaras unas cuantas vallas.

Lo que ocurre es que por lo general los coches no usan esas autopistas para tener un mejor acceso a negocios o resi-dencias de la propia ciudad, tal como debía de ser el objetivo originalmente propuesto, sino simplemente para rodear la ciudad sin pasar por el centro. Las autopistas servían para que la gente pudiera huir de las urbes y aislarse en ciudades dor-mitorio, lo cual debió de parecer una buena idea a muchos: un entorno propio, un jardín para los niños, escuelas seguras, asados en el patio trasero y un amplio garaje.

Años atrás se pensaba que nuestras ciudades no estaban suficientemente bien adaptadas a los coches. La gente que se movía en coche se topó pronto con la frustración de calles re-pletas y congestionadas. Entonces los urbanistas sugirieron que enormes autopistas y arterias de hormigón solucionarían

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el problema de la congestión. No fue así. Muy pronto éstas se llenaron de más coches aún, quizá porque más gente creyó que podría moverse de un lado a otro usando las vías rápidas. Así que se construyeron más autopistas.

En algunos casos se añadieron anillos de circunvalación rodeando las urbes, para que el automovilista pudiera despla-zarse de un lado a otro de la ciudad, o de un suburbio a otro, sin tener que pasar por el centro. Cuando voy en bicicleta por estos lugares descubro que a veces la única manera de ir de un punto A a un punto B es por la autopista. Las avenidas menores se han quedado atrofiadas o simplemente han desaparecido. A menudo han sido divididas en dos o seccionadas en partes por arterias mayores, de manera que, por mucho que te lo propongas, no puedes desplazarte de un punto a otro siguiendo el trazado de las calles. Como ciclista o peatón, eso te hace sen-tir rechazado, como si fueras un intruso, y acabas más o menos enojado. No hace falta decir que montar en bicicleta por el ar-cén de una vía rápida no tiene nada de divertido. Tampoco hay ningún romanticismo en ello: no eres un simpático forajido, simplemente estás fuera de lugar.

Las cataratas deL niágara

Me despierto en Estados unidos. El sol pega fuerte y estoy en un autobús de gira estacionado en un enorme estacionamien-to en Buffalo, en algún lugar cercano a la frontera con Canadá. una autopista pasa junto al estacionamiento y los coches pa-san silbando.

Estoy en medio de la nada. No muy lejos hay un edificio de oficinas y a mi izquierda tengo un hotel. Dentro del hotel, mujeres idénticamente vestidas observan una presentación de PowerPoint en una sala acristalada. un hombre anda de un lado a otro del vestíbulo, mientras explica a gritos una es- trategia comercial por el auricular de su teléfono celular. Los norteamericanos son gente concentrada, resuelta, decidida a

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prosperar y a ampliar su cuota de mercado. Los periódicos del vestíbulo muestran el ataque del ejército norteamericano contra una mezquita, y las revistas muestran iraquíes encapuchados siendo torturados y maltratados por soldados norteamerica-nos. El Ejército de Salvación prepara mesas junto a las salas de conferencias. Cada una de las señoras sostiene un enorme vaso de Burger King.

Dispongo de unas cuantas horas libres, así que agarro la bicicleta y me dirijo a las cataratas del Niágara, que no están muy lejos de Buffalo, aunque más de lo que pensaba. Circulo por el arcén de una carretera a lo largo de la cual hay una tienda tras otra, tiendas de cadenas todas ellas ajenas a la zona. Por lo tanto, todos los que trabajan allí son empleados contratados por alguna compañía anónima y lejana. Probablemente apenas tienen poder de decisión ni participación ni intereses en el sitio donde trabajan. Marx llamaba a esto alienación. Tal vez el comunismo sea una quimera enfermiza, pero no se equivo-caba en esto. Por supuesto, no veo a lo largo de la autopista a ninguno de los que trabajan en esos sitios. No se ve a nadie por ningún lado, sólo hay coches que entran o salen de los estacio-namientos. Dejo atrás Hooters, Denny’s, Ponderosa, Fud- druckers, Tops, red Lobster, el Marriott Hotel, el red roof Inn, Wendy’s, IHOP, Olive garden... y carreteras con nombres como Commerce, Sweet Home o Corporate Parkway.

Paso junto a una caseta de información de las cataratas del Niágara. ¡Debo de estar acercándome! Luego, más allá, un mo-tel tras otro. Años atrás, esta zona había sido uno de los prin-cipales destinos para parejas en luna de miel, aunque cuesta creer que hoy día alguien pase la luna de miel aquí, a menos que lo haga en un sentido irónico. ¿una luna de miel irónica? En cualquier caso, ¿quién querría pasar la luna de miel en un tramo de autopista que parece igual a cualquier otro lugar de Estados unidos?

Más adelante en la carretera —por lo menos quince kiló-metros más allá— hay indicios de la enorme energía eléctrica generada por las aún invisibles cataratas. El sol aprieta y yo me

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siento algo raro, acalorado y un poco cansado... este paisaje cuenta una historia extraña. En algún lugar a lo lejos me espera un increíble e impresionante fenómeno de la naturaleza, mientras paso junto a tierras que ni siquiera pudieron ser in-dustrializadas y por tanto han sido abandonadas. Veo una garza en un riachuelo de aguas turbias, entre neumáticos viejos y postes indicadores deteriorados. La prácticamente clausurada planta de Lockheed, situada en una colina, tiene un inquietan-te parecido con una cárcel moderna.

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Llego a la ciudad de Niágara, que es un peculiar gueto de negros e inmigrantes italianos. Paso junto a tiendas de comida, peluquerías y licorerías italianas. Me paro para tomar un sánd-wich de salchicha y un gatorade. una mujer pálida de unos setenta años hojea un ejemplar de la revista Country Weekly, sentada ante un cenicero lleno de colillas hasta el borde. Le insinúo que en un día de tanto calor puede acabar quemada por el sol. La mujer deja escapar un resoplido y pasa por alto la ad-vertencia. En vez de eso, me muestra una foto de Alan Jackson en la revista. Es su favorito, «este año», me dice.

Las cataratas son realmente fascinantes. Al abandonar esa ciudad de mala muerte, uno se encuentra, como salidos de la nada, señales que indican el puente a Canadá, guardas fronte-rizos y el parque. Al acercarse a las cataratas puede verse una extraña neblina alzándose a lo lejos y el aire se hace más fresco, como si se hubiera entrado en una enorme estancia con aire acondicionado. Me detengo en una baranda y me quedo con-templando esa imponente extravagancia; y miro y miro, como si esa contemplación prolongada pudiera fijar esa visión en mi cerebro. Luego doy la vuelta y emprendo el regreso.

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La Lucha, eL espectácuLo

Vi un increíble video titulado The Backyard. Trata de lucha li- bre amateur: chicos que imitan a los luchadores de la World Wrestling Federation, pero que lo llevan todo un poco más le-jos, lo hacen un poco más extremo. usan bates recubiertos de alambre de púas, saltan a fosas llenas de luces fluorescentes, se prenden fuego unos a otros y por supuesto se apalean con sillas y escaleras de mano, tal como han visto en la tele, pero en plan casero.

uno se queda boquiabierto, es desternillante y a veces horroroso. Cuesta mirar cómo un niño se corta con una cuchi-lla de afeitar para que la sangre corra y parezca todo más real.

En algunos casos, los padres los animan.En gran medida se trata de conseguir un buen espectácu-

lo, bueno pero inofensivo, igual que en la WWF, pero un buen espectáculo requiere también cierta dosis de sangre de verdad, de riesgo y peligro auténticos. A veces los luchadores pare- cen dejarse llevar por el entusiasmo, y entonces la frontera entre espectáculo y realidad se hace terriblemente borrosa.

La pregunta que me hago es: ¿acaso esos chicos —por citar la canción de Trent reznor— necesitan herirse para ver si son capaces de sentir? ¿Tan faltos están de sentimientos que cual-quier sensación, incluso el dolor, les sirve? El dolor es una sensación muy fácil de conseguir. En estos eventos, el que re-cibe el castigo parece a menudo quedarse plantado, pasiva-mente, aguardando con paciencia a ser golpeado en la cabeza con un tubo fluorescente o con la tapa de un bote de basura. El «castigo» parece ser aceptado e inevitable, casi deseado. ¿Es realmente un «castigo» cuando uno lo desea?

Así que esto es lo que ocurre en la parte trasera de las plácidas casas de las afueras por donde circulo en bicicleta: salvajes espectáculos pasados de rosca, teatro del peligro, tor-tura, dolor y chillidos de excitación para chiflados. En nuestra época, a mis amigos y a mí nos gustaba jugar a los soldados en nuestro barrio de los suburbios, pero no éramos ni remo-

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tamente creativos como esta pandilla, y casi nunca llegábamos al contacto físico.

momentos KodaK

Estoy en rochester, Nueva York, para una exposición de mi trabajo y una charla en la Eastman House, la antigua casa de george Eastman, el fundador de Kodak.

El señor Eastman, tal como aquí se refieren a él, nunca se casó, vivió con su madre y acabó suicidándose con una pistola.

Hulton Archive / getty Images.

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Dejó una nota de una sola línea, que está allí expuesta: «A mis amigos: Mi trabajo está hecho. ¿Por qué esperar?». Consumó el acto casi inmediatamente después de firmar una actualiza-ción de su testamento. Siempre considerado, eficiente y quizá casi obsesivamente pulcro, antes de apretar el gatillo se colocó un trapo húmedo en el pecho para minimizar las salpicadu- ras. george estaba muy enfermo y quería evitar posteriores sufrimientos.

Por toda la residencia hay relojes discretamente coloca-dos. Están casi todos disimulados en rincones de habitación o junto a pinturas en la pared, de modo que el señor Eastman pudiera controlar la puntualidad de sus criados. Éstos sabían que aquél estaba siempre al tanto de la hora que era porque, aunque pareciera estar mirándolos a ellos, era casi seguro que hubiera un reloj a la vista. Cada objeto y cada mueble que po-seía tenía una etiqueta grabada (Prop of G Eastman), atornillada en alguna superficie oculta.

En el dormitorio de su madre, justo enfrente del suyo, hay dos camas pequeñas colocadas una junto a la otra. En la actua-lidad, la habitación de george está vacía; sólo queda la chi- menea. Fue la escena del suicidio. Tengo alguna sospecha de que, en realidad, george y su madre dormían juntos, pero qui-zá sea producto de mi exuberante imaginación.

En el centro de rochester hay una maravillosa cascada, un Niágara a pequeña escala pero también espectacular, donde el río genesee se precipita sobre un hondo desfiladero.

Llegué en bici a esa catarata la última vez que toqué aquí, y la encontré casi por casualidad. La cascada es ciertamente espectacular, y de entrada desconcierta bastante que la ciudad no la haya convertido en una atracción. El escritor rudy rucker dice que treinta años atrás no se podía ni ver, de lo oscurecida que estaba por la contaminación industrial, así que supon- go que esto responde a la pregunta.

Contemplo el desfiladero. A un lado domina la práctica-mente abandonada planta de Kodak, que sin duda usaba el río como fuente de energía y a la vez como vertedero para enormes

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cantidades de productos químicos de fotografía. Al otro lado del río hay más fábricas, así como los restos de una central hidroeléctrica. Parece que esta ciudad en expansión (el primer auge fue con la conexión del canal Erie, que hizo posible el transporte desde los grandes Lagos y Chicago, río genesee arriba y abajo, y hacia el sur hasta la ciudad de Nueva York) dio prioridad alegremente a la industria, que enseguida dominó las márgenes fluviales. En aquellos días, el río permanecía oculto a la vista en la mayor parte de su recorrido por la ciudad. Las mansiones de los pudientes estaban situadas lo más lejos posible de esa zona industrial. george incluso poseía vacas en su propiedad, ya que le gustaba tener leche fresca.

El conductor que me lleva a la Eastman House dice que los complejos de viviendas subvencionadas construidos en los años sesenta predominan ahora en la ribera del río, y que fue-ron erigidos allí porque, por entonces, aquello no era propie-dad inmobiliaria de calidad. Los complejos iniciaron pronto

© 2009 rudy rucker.

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su decadencia, y ahora las inmobiliarias esperan poder desahu-ciar a la gente que queda allí, ya que la ribera está cada vez más de moda y es un lugar más apetecible y lucrativo.

El área no es sólo el hogar de Kodak, sino también de Xerox, de Bausch & Lomb y, en una pequeña ciudad cercana... de Jell-O. Todas estas industrias me parecen evocadoras del siglo pasado. Kodak ha despedido últimamente a muchos tra-bajadores, y resulta curioso que parezca optimista acerca de su futuro, porque ¿quién cree realmente que la industria de la película fotográfica vaya a seguir siendo importante durante mucho tiempo? ¿Y quién usa una fotocopiadora Xerox hoy día? Aunque siempre quedará Jell-O, eso sí.

Yendo en bicicleta uno se da cuenta de la magnífica ubi-cación de la ciudad, pero el pasado persiste y la agarra deses-peradamente como con tenazas, unas tenazas que estrangulan también demasiadas ciudades como ésa. No se trata de derribar viejos edificios y vecindarios, justo lo contrario, pero proba-blemente habría que asignarles nuevas funciones.

«consiguió Lo que quería, pero perdió Lo que tenía»

Al caer la noche llego a Valencia, una «ciudad» cercana a Los Ángeles. Me aseo y doy un paseo por los alrededores para orientarme. Tengo la sensación de estar perdido en ninguna parte, quizá en un set cinematográfico: no hay ni un alma por ningún lado y los edificios cercanos son todos apartamentos relativamente nuevos que remedan un estilo u otro. Al otro lado de la calle hay zonas comerciales descubiertas o techadas que arquitectónicamente imitan calles, pero por sus «calles» no pasa nadie.

Anclada en la acera hay una estatua de bronce que repre-senta a una pareja cargada con bolsas: una madre y una hija en pleno frenesí de compras. ¿una celebración del comercio, o un monumento funerario conmemorativo? Sigo andando y noto un escalofrío: me siento más inseguro aquí que en cualquier mal

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barrio de Nueva York. Es como si justo antes de mi llegada hubiera estallado una bomba de neutrones, o como si en otro tiempo hubiera habido aquí una civilización bulliciosa que aca-baba de abandonar el lugar. ¿Descubriré por qué se marcharon tan deprisa? Por todos lados hay vegetación exuberante, man-tenida por aspersores ocultos, y todo está impecable. Parece una manifestación física de la cita de Little richard: «Consiguió lo que quería, pero perdió lo que tenía». El lugar es desde luego un sueño hecho realidad, por lo menos visualmente. Parece ser todo aquello que decimos querer... pero, a veces, cuando con-seguimos lo que queremos, acaba resultando una pesadilla.

Por la mañana me llevan en coche a las oficinas y al estudio de la serie Big Love, de la cadena hbo. Deambulo por los deco-rados interiores de este programa de televisión, unos decora-dos que representan los hogares de las tres esposas mormonas protagonistas. Me encantan esos sitios artificiales. Estás den-tro del set y resulta completamente creíble como casita de las afueras: hay libros y revistas desperdigados que los personajes

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podrían perfectamente leer, y también ropa esparcida que parece que acaban de quitarse. Si miras hacia arriba no hay techo, tan solo unos enormes conductos de aire acondicionado colgados por encima de tu cabeza. En el exterior de la «venta-na» hay un inmenso telón de fondo, con la fotografía de unas montañas que evocan las afueras de Salt Lake City, donde se desarrolla la serie.

Son yuxtaposiciones discordantes pero hermosas; de al-gún modo hacen que nuestras casas, oficinas y bares parezcan tan vacíos y superficiales como los sets. Lo que llamamos hogar es también un set. Creemos que los detalles íntimos y familia-res de nuestros propios espacios —esos libros y revistas, las prendas de vestir desperdigadas— son parte única e integral de nuestras vidas, pero de alguna manera no son más que elementos de atrezo para nuestra propia narración. Pensamos en nuestros espacios personales como algo «real», y tene- mos la sensación de que los llenamos con cosas que nos son propias, diferentes de las de cualquier otra persona. Pero

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especialmente allí, en Valencia, el paisaje «real» que han construido, esos lugares por donde paseo, están hechos de estructuras no más reales que este decorado de película. La desubicación mental es una sensación maravillosa. La desco-nexión, de algún modo, resulta emocionante.

mi ciudad nataL

Viajamos a lugares lejanos para contemplar admirados las ruinas de lo que una vez fueron grandes civilizaciones, pero ¿dónde están las ruinas contemporáneas? ¿Dónde, en nues-tro mundo, están las ruinas del mañana? ¿Dónde están las que fueron grandes ciudades y que ahora van siendo gradualmente abandonadas, desmoronándose poco a poco, dejando indicios de lo que la gente del futuro desenterrará y encontrará den- tro de mil años?

Paso en tren por Baltimore, donde me crié. Veo terrenos desolados, restos calcinados de edificios quemados y rodea- dos de basura, vallas publicitarias con propaganda religiosa, y otras que anuncian pruebas de adn para comprobaciones de paternidad. El hospital Johns Hopkins sobresale entre tanta miseria. El hospital se alza en una zona aislada situada lige- ramente al este del centro de la ciudad. El centro urbano está separado del complejo hospitalario por un mar de casas aban-donadas, una autovía y una enorme prisión. Hace pensar en la Europa del Este y el bloque soviético. Industrias fallidas, es-trategias urbanizadoras fracasadas, reubicación forzosa, todo ello disfrazado de renovación urbana.

En el vagón del tren oigo la apenas perceptible cacofonía de los timbres distantes de muchos teléfonos móviles: retazos de Mozart y hip hop, viejas tonadas tradicionales y fragmentos de temas pop, todos ellos emanando de minúsculos altavoces telefónicos. Todos tintineando aquí y allá. Todos ellos repro-ducciones increíblemente malas de otra música. Esos timbres de teléfono son «signos» de una música «real». No es música

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pensada para ser escuchada como tal, sino para recordarte y hacer referencia a otra música, música de verdad. Son señales viales sonoras que proclaman «Me gusta Mozart», o, más fre-cuentemente: «Ni siquiera me tomo la molestia de elegir un timbre para mi teléfono». una moderna sinfonía que no es música, pero hace que te acuerdes de la música.

En una zona boscosa junto a las vías del tren hay dos hom-bres agachados junto a una pequeña hoguera en un solar aban-donado cubierto de maleza. Comparten a forty ounce. una especie de acampada urbana. Detrás de ellos, más allá del fo-llaje otoñal cada vez menos espeso, se ve una calle bulliciosa. Aquí están: Huck Finn y Jim. Ocultos y a la vista de todos. un mundo paralelo invisible.

Leo este fin de semana que el índice de asesinatos en Bal-timore es cinco veces mayor que el de Nueva York. ¡Cinco veces mayor! Así pues, no me extraña que la serie de la hbo The Wire se desarrolle en Baltimore. Adoptó el nombre de «Ciudad del encanto» la misma semana en que los basureros se declara- ron en huelga.

gran parte de la cercana Washington D. C. es también así, aunque allí hay zonas aisladas de enclaves adinerados. Balti-more perdió su industria metalúrgica, su construcción naval, su industria portuaria y el transporte asociado a ella, así como gran parte de su industria aeroespacial (que, de todas maneras, estaba situada en los suburbios). No echo de menos las plantas metalúrgicas ni las minas de carbón, ni tampoco las fábricas de general Motors, que se niega —¡aún!— a fabricar nada que no sean engullidores de gasolina, tal como lleva haciendo desde hace décadas. ¡Que diablos, que se vayan a la mierda!: lo tienen merecido (mientras reviso esto, en abril de 2009, gM está pi-diendo ayuda financiera del gobierno). Merecen ir a la quiebra por su comportamiento mezquino y corto de miras. La parte triste es que mucha gente se quedará sin trabajo por culpa de la estupidez de los poderosos, que serán recompensados con algún otro empleo bien remunerado. Los directivos de general Motors deberían ser todos reemplazados por gente nueva, quizá

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por japoneses o coreanos, que al menos saben cómo fabricar coches económicos y de bajo consumo de combustible.

Encontramos esta clase de decadencia y devastación en la Europa del Este y en las antiguas repúblicas soviéticas, pero nos han enseñado a creer que eso sólo ocurre allí. En Occiden-te nos contaron que esas sociedades estaban bajo el yugo de un imperio maligno e incompetente, en el que la voluntad y la iniciativa del pueblo habían sido acalladas, y que la desolación era el resultado de ello. Pero la voluntad del pueblo, de haberse podido expresar en aquellos territorios, ¿habría llegado a algo diferente? ¿Acaso nosotros, con nuestra supuesta democracia, no hemos llegado al mismo punto?

La realidad que tengo enfrente choca con lo que me en-señaron en la escuela. La realidad que veo dice que básicamen-te no existe ninguna diferencia, que, cualquiera que sea la ideología, el resultado final es más o menos el mismo. Exagero: desde la ventana de un tren o circulando en bicicleta por las calles a veces sólo veo la parte trasera de las cosas, lo cual pue-de ser injusto.

El tren sale de la ciudad. Se ven las partes traseras de las fábricas. Kudzu. Madreselvas. Enmarañadas ramas de zuma-que. Vallas de tela metálica. Basura. Neumáticos viejos y par- tes de camión oxidadas. Calles idénticas de casas adosadas idénticas: viviendas para obreros como en una novela de Dickens. una valla publicitaria anuncia: «Te quiero, muñeca». Estacionamientos y depósitos de camiones. Entonces, de repente, estamos fuera de la ciudad. Las garzas pasan casi ro-zando las tierras pantanosas y chapotean en aguas salobres. Aparecen los bosques secundarios de la Costa Este: pequeños y escuálidos árboles, densamente apretados.

detroit

Agarro la bicicleta y desde el centro de la ciudad me dirijo a los suburbios. Es un paseo increíble: una línea temporal a través

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de la historia de la ciudad, con sus momentos de gloria y de traición. Detroit no es muy diferente de muchas otras ciuda-des de Estados unidos, pero sí algo más drástica en sus con-trastes. En el centro de la ciudad hay un estadio y un centro de convenciones, y también un barrio comercial que, como el de Baltimore, conoció mejores días y es actualmente poco más que una serie de destartaladas tiendas de saldos que venden pelucas y objetos de importación baratos. En un área llamada greektown se alinean varios restaurantes griegos. En algunos de estos locales estampan platos contra el suelo y las paredes, lo cual no deja de ser divertido. Al dejar atrás el distrito central empiezo a encontrar auténtica desolación. Igual que en muchas otras ciudades parecidas, hay círculos vagamente concéntri-cos de zonas de oficinas, zonas industriales, viviendas bara- tas, negocios y, finalmente, suburbios. Al alejarme del centro de la ciudad me encuentro pedaleando entre lo que parecen ser los restos de un gueto, ahora devastado y retornando a la

Brush Park, Michigan. © Yves Marchand y romain Meffre.

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tierra: vastos terrenos desocupados, cubiertos de hierbajos y, en algunos casos, llenos de escombros. Si han visto imáge- nes de Berlín después de la guerra, eso es lo que parece esta área: desolada, despoblada. De vez en cuando se ven indicios de que queda gente viviendo allí, pero en su mayor parte es un auténtico paisaje postapocalíptico.

Sigo pedaleando y entro en una zona de industria ligera, de antigua industria ligera, ya que la mayor parte de esta área también ha sido abandonada. Futuros apartamentos o lofts para artistas, podría pensar uno... si esto fuera Londres o Berlín. Pero la pobre Detroit parece haber sido apaleada repe-tidamente, y su recuperación se antoja como una posibilidad muy remota. Aunque si alguien me hubiera dicho que el edi-ficio de apartamentos más caro de Nueva York se encontraría actualmente a un tiro de piedra del Bowery, habría respondido: «Estás soñando, y ten cuidado de no tropezar con ese vaga-bundo tumbado allí».

Michigan Central Station © Yves Marchand y romain Meffre.

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Al cabo de unos kilómetros, pasados varios vecindarios mal-trechos pero al menos habitados, me planto en los suburbios. Hay pequeños «pueblos» y casas con césped bien cuidado. Observo que más allá de ese círculo, en algún lugar cercano a la ahora famosa Eight Mile road de Eminem, la película empieza de nuevo a retroceder; la desolación reaparece, aun-que la atmósfera decadente es más rural: parques de caravanas y casitas.

En cierto sentido, ése fue uno de los mejores y más me-morables paseos en bicicleta de mi vida. Yendo en coche, uno habría buscado una autovía, alguna de las principales arterias de hormigón, y nunca habría visto nada de eso. recorrerlo du-rante horas fue emocionante y desgarrador... algo muy distinto a contemplar ruinas antiguas. Lo recomiendo.

sweetwater, texas

Como en un restaurante al otro lado de la autopista del hotel donde me alojo. un filete delicioso, tal como debe ser en este lugar. La decoración del restaurante es toda roja —sillas, me-sas, adornos—, en honor al equipo de futbol americano del ins-tituto local, los Mustangs. Cubriendo la pared que tengo detrás hay un enorme cuadro del entrenador. Delante de mí obser-vo cómo un hombre se inyecta insulina en su mesa, después de que su esposa y él han acabado de comer. Lo hace con des-treza, con la misma naturalidad con que uno consulta el reloj. resulta hermoso.

El restaurante (el único al que se puede llegar a pie desde el hotel, que no dispone de restaurante) no sirve alcohol. No me sorprende demasiado. Debido a lo temprano —para un neoyorquino— de los horarios de comida y a que muchos de los condados de por aquí son abstemios, sé que ya no estamos en Nueva York. Disfruto de no estar en Nueva York. No me engaño creyendo que mi mundo sea en modo alguno mejor que éste, pero sigo preguntándome cómo han logrado persistir estas

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restricciones puritanas: la obligación de acostarse temprano y la prohibición de disfrutar de la comida con una copa de vino. Sospecho que beber, aunque sea un vaso de vino o dos con la cena, se considera probablemente, como el consumo de dro-gas, una señal de flaqueza moral. Se asume que por nuestro interior acecha un secreto anhelo de placeres puros, sensuales y desenfrenados, que por razones prácticas hay que cortar de raíz. Quizá para los primeros pobladores relajarse no era algo que había que alentar, ya que los granjeros y los ganaderos que se asentaron en el lugar sobrevivían a duras penas. Nunca se sabe qué saldrá de la botella una vez abierta. Cuando la vida es dura y luchas para salir adelante, desviarse del camino recto puede tener serias consecuencias. Así pues, la bebida, al igual que el consumo de drogas, ha quedado relegada a lugares «ma-los»: tugurios y bares sórdidos y oscuros. En cualquier caso, tanto los consumidores de drogas como los que beben alcohol tienden a crear su propia contracultura. Ese rechazo es la causa de que surjan esos «malos» ambientes que la reprobación es-peraba erradicar.

En el periódico local se debate si hay que someter a los es-tudiantes de preparatoria a un toque de queda. No está claro qué hora se propone, pero aquellos estudiantes que aspiren a conseguir un empleo después de clase ciertamente no podrán tenerlo si ello implica trabajar pasado el toque de queda pro-puesto. Los estudiantes que practiquen deportes u otras acti-vidades extraescolares se verán igualmente imposibilitados. Al no tener edad para conducir o no disponer de coche propio, muchos de estos estudiantes tendrían que volver andando a casa tras esos trabajos o actividades, con lo que correrían el riesgo de ser detenidos por incumplir el toque de queda.

El periódico cita a un estudiante que explica que, desde que cerraron la pista local de patinaje y otros lugares de ocio, los chicos no tienen qué hacer ni adónde ir; así que, muertos de aburrimiento, inevitablemente se buscan algo que hacer, y en ocasiones es algo perjudicial: de alguna forma habrá que liberar toda esa energía juvenil.

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Sin embargo, algunos estudiantes son partidarios del toque de queda, igual que lo son los entrenadores de futbol america-no, que parecen actuar como si fueran mentores locales. Sos- pecho que el propuesto toque de queda podría ser una forma

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solapada de facilitar y legitimizar la persecución de los chicos mexicanos que merodean por la zona, sin duda considerados los principales causantes de problemas.

Me doy una vuelta por la parte vieja de la ciudad. un motel que antiguamente estaba situado junto a la autopista principal reitera el mensaje moralista: si Jesús nunca falla, entonces se sigue que el problema está en ti.

Me pregunto si este fundamentalismo puritano fronteri-zo, combinado con el pragmatismo económico, es lo que hace tan comunes los edificios minimalistas como éste, tan imper-sonales como aceptados.

Maravillosamente espartanos y puramente funcionales. En su austeridad armonizan a la perfección con la máxima «la forma sigue a la función» del arquitecto decimonónico Louis Sullivan, que afirmaba: «Es la ley prevalente sobre todas las cosas orgánicas e inorgánicas, sobre todas las cosas físicas y metafísicas». Se deduce que eso no era simplemente un estilo o una directriz estética: era un código moral. Era la manera en que Dios, el arquitecto supremo, actúa. Esta modesta estruc-tura —y muchas otras de por aquí— han seguido la máxima de

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Sullivan hasta sus últimas consecuencias. Esas construcciones se llevan el premio: hacen que los modernistas del siglo xx de todo el mundo parezcan decididamente barrocos y, por tanto, más faltos de moralidad.

Hay vendedores de sandías en el estacionamiento de un centro comercial, junto a una bandera norteamericana hecha de vasos de plástico embutidos en una valla.

Carretera abajo hay un autocinema abandonado y una iglesia, en una construcción metálica prefabricada, con un le-trero que insta a los visitantes: «Únete a nosotros».

coLumbus, ohio

Pedaleo por una zona industrial de los suburbios, que me lleva a la parte trasera de un complejo que incluye un centro comercial y un simulacro de calle llena de restaurantes y depar-tamentos. Empieza a caer la noche, los faroles de vapor de so-dio comienzan a parpadear y su resplandor químico anaranjado llena el estacionamiento. Las partes ajardinadas, cubiertas de

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hierba perfectamente recortada, adquieren un raro color bajo esta luz extraña. Deslizarse por estos sitios resulta una expe-riencia de otro mundo. Me recuerda a una película en la que agradables paisajes y delicadas avenidas curvilíneas recorta-das por blancas aceras ocultan violentos y perversos crímenes e investigaciones secretas que se desarrollan en el interior de ubicuos y anónimos edificios modernos. Nadie se enteraría si se produjeran comportamientos extraños por aquí. Nada pa-recería sospechoso o fuera de lugar. A través de un bosquecillo de árboles replantados alcanzo a ver una autopista interestatal. Lleva a Cleveland y a Cincinnati. El zumbido de los coches y los camiones suena como música ambiental distante, el sonido de un mecanismo generador de ondas o de una conversación en susurros oída a través de un follaje espeso.

Este paisaje perfecto ha conservado su familiaridad aparen-te, virtualmente, pero las razones profundas para su existencia —las sociales y las sensuales— han sido eliminadas. Verdes for-mas inmaculadas llenan las separaciones de las carreteras de acceso. El emplazamiento de una hilera de frondosos árboles cuidadosamente podada atenúa las aristas de un centro de in-vestigación con paredes de cristal de espejo. Hay cámaras ocul-tas montadas en postes entre arbustos, y letreros discretamente colocados que avisan de la presencia de perros guardianes: las únicas cosas que traicionan la seriedad y circunspección de lo que sea que ocurre en el interior. La decoración y el pulcro paisajismo son evocaciones de paisaje, son la «descripción» visual de un lugar, pero no son ese lugar. Los bien esculpidos arbustos y céspedes son alusiones que «apuntan» y hacen re-ferencia a arquetípicas escenas bucólicas. Ahí están todos los elementos apropiados para conformar un paisaje encantador, pero reducidos a símbolos y señales. Es la imitación de un pla-neta, con una cultura bien desarrollada, donde originalmente evolucionaron esos elementos.

Intuyo que el mismo impulso que mantiene fuera de los restaurantes la botella de cerveza o la copa de vino, y que con-sidera muy adecuada la arquitectura radicalmente espartana,

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ha tenido algo que ver con el paisajismo del lugar. El extrava-gante fundamentalismo religioso que impera en gran parte de Estados unidos contribuye a que haya sitios que, en su super-ficie, no revelen ningún principio religioso. Pero ahí están, una profunda e invisible base implícita en las zonas industriales ajardinadas y en los extravagantes «no espacios» que evocan una nostalgia por lo inexistente.

En la tele del bar, un personaje de telenovela dice: «Tú lo mataste, ¡tú lo atiborraste de donas!». Otro personaje, otra escena: una mujer sentada en una habitación, con un hombre y una anciana; la protagonista pregunta si está muerta. El hom-bre responde: «No, estás viva», y la otra mujer le ofrece una bandeja de donas.

Sale un anuncio. Se ve a una pareja en su primera cita, y la voz en off de la mujer expresa pensamientos íntimos sobre qué maravilloso tipo le ha conseguido su amiga: «Es tan guapo, y su coeficiente intelectual supera el saldo de mi cuenta ban-caria... pero mi amiga no me contó que tenía... síndrome de Tourette».

nueva orLeans: una aLternativa

Antes del huracán Katrina, paseé en bicicleta por Nueva Or-leáns muchas veces. La ciudad es bastante llana, lo cual es un alivio para las rodillas. En uno de mis viajes descubrí un ca-rril para bicis que pasaba a lo largo de algunos de los diques de tierra. Fue una experiencia maravillosa; se veía el río a un lado mientras la ciudad se extendía por el otro.

Aquí hay pocas de las típicas autopistas interestatales que dividen y laceran las ciudades. Básicamente sólo existe la In-terestatal 10, con sus enormes pilones de hormigón, que ser-pentea hacia el centro de la urbe tratando desesperadamente de mantenerse por encima de los olores y la humanidad que hay debajo. Nueva Orleáns era, y creo que sigue siendo, una de las pocas grandes ciudades con carácter y personalidad en todo

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Estados unidos, con su propia comida, su cultura, su lenguaje y su música. Nunca deja de ser inspiradora, aunque si ha pros-perado ha sido a pesar de la mucha negligencia y los muchos años de maltrato que se revelaron al mundo cuando el huracán la azotó.

Pedaleo por Magazine Street y luego por Saint Charles, y lo que a simple vista parece ser musgo español cubriendo los árboles resultan ser adornos de Mardi gras, que cuelgan de las extrañas ramas una manzana tras otra, pese a que no esta-mos en temporada de Carnaval.

Hay buenas vibras: la gente te mira, habla contigo y es increíblemente simpática. En este sentido es un poco como Brasil, algo más africano en la manera en que la gente se re- laciona entre sí: ciertamente mucho más que en Denver o San Diego, donde la gente aparta la mirada y recela de ti si los sa-ludas. Aunque parezca un poco extraño decir esto en el sur profundo, en algunos aspectos ésta parece una de las ciudades menos racistas. Sé que esto no es del todo verdad, pero me da la sensación de que aquí hay más negocios administrados por gente de raza negra, más proyectos culturales, más iniciativas

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—todo ello mezclado con la habitual hegemonía financiera de los blancos— que en la mayor parte de las ciudades norteame-ricanas. Me parece ver un poco menos de la ira, el miedo y la desconfianza tan presentes en las ciudades norteamericanas, aunque soy consciente de que para muchos es también una ciu-dad desesperada e irremediablemente pobre. La desesperanza y los crímenes violentos también campan a sus anchas aquí.

Me gustaría creer que algunos de los aspectos positivos de esta ciudad se deben a su herencia afroamericana, pero enton-ces pienso en mi ciudad natal, Baltimore, que es mayoritaria-mente negra, o en Washington, D.C., conocida como Chocolate City, que, en mi infancia, era negra en un setenta por ciento. Esos lugares, sus centros urbanos, son, excepto los edificios gubernamentales y los enclaves blancos, deprimentes, tristes y peligrosos. En esta ciudad tiene que haber otros factores que han impedido que siga el mismo camino. Quizá la actitud ca-tólica francesa respecto al pecado y al placer, al mezclar ambos conceptos, ayudó a hacer de la sensualidad africana algo más aceptable. Mi hipótesis se basa en sus similitudes con ciuda- des latinoamericanas como La Habana, Lima, Cartagena o El Salvador, donde la mezcla de África con el catolicismo ha pro-ducido a su vez música y cultura vibrantes.

También intuyo menos alienación entre la gente que tra-baja aquí. Tal vez sea porque hay más negocios administrados localmente o porque la gente se relaciona entre sí de diferente manera. En cualquier caso, es uno de los pocos lugares de Es-tados unidos en que la gente vive la ciudad, aunque la vida aquí tiene poco de fácil y muchas de esas vidas se perdieron, junto con la destrucción de sus infraestructuras, por culpa del huracán Katrina y por la falta de capacidad de reacción. Es lamentable que una de las pocas grandes ciudades con un carácter singular en Estados unidos fuera arrasada y abandonada a su suerte.

Durante años me pareció surrealista, divertido y realmente extraño ir en bicicleta por zonas muertas, suburbios desolados o centros urbanos a punto de convertirse en ruinas. Paisajes extraños como éstos tienen su atractivo, pero al final dejan un

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poco de ser novedad, y ahora me siento más atraído por lugares donde puedo montar en bici por senderos de parques públi- cos que bordean ríos o lagos, en lugar de arcenes de autovías, inhalando gases y arriesgando la vida.

eL retorno a pittsburgh

Me encuentro con mi amigo John Chernoff, profesor, escritor y baterista, en la Mattress Factory, un centro artístico situado al norte de la ciudad. Me habla de la situación económica de la ciudad y de las transformaciones por las que ésta ha pasado. Algunos veteranos aún se acuerdan de cuando Pittsburgh era una urbe en expansión de atmósfera cargada. Entre el humo de las fundiciones, la carbonilla y las chimeneas de las estu- fas de carbón en los hogares, el cielo estaba a menudo oscuro al mediodía. Nubes negras cubrían la ciudad durante la mayor parte del año. Cuesta creer que tan apocalíptico paisaje fuera realidad, pero lo era. Posiblemente haya bastantes ciudades así en la China actual.

La última planta metalúrgica ha cerrado recientemente. Las áreas que resultan de tales derribos son llamadas «campos pardos», especialmente si están en proceso de rehabilitación. John me explica: «Las nuevas zonas de desarrollo a lo largo del río son todas “campos pardos”. Hay muchos terrenos que están ahora en fase de profunda reconstrucción, como la antigua fundición Homestead, que es ahora un complejo llamado Water-front. En la zona sur, en los terrenos que ocupaba la planta metalúrgica Jones and Laughlin, la reurbanización ya está en marcha. Lo que hace de un terreno un “campo pardo” es el hecho de que haya sido despejado a fin de prepararlo para su rehabilitación o reurbanización».

En su época de esplendor, esas fundiciones eran gigan-tescas: la mayor se extendía varios kilómetros a lo largo del margen del río. En cada uno de los vallecillos que se ramifican desde el río había campos mineros, y en los espacios que

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dejaban las excavaciones se embutían las pequeñas poblacio-nes con sus viviendas de trabajadores y sus iglesias. una ley aún vigente dice que, si se encuentra carbón debajo de tu casa, estás obligado a dejar que lo extraigan.

Con la desaparición de toda esta industria, en la actuali-dad muchas de esas pequeñas ciudades están llenas de casas cerradas con tablas, tal como pasó con gran parte de los vecin-darios de Pittsburgh. Pero ahora, en 2005, otras zonas están emergiendo, empezando a revivir de una forma u otra. En el año 2000 había en Pittsburgh más desempleo que en Detroit o Cleveland: la cosa pintaba realmente mal. gente que solía co-brar veintitrés dólares por hora en una acería tuvo que buscar

W. Eugene Smith / Black Star.

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trabajo en restaurantes. Muchos abandonaron la ciudad; los que se quedaron lo hicieron con la esperanza de que la industria del acero se recuperaría. No fue así, pero finalmente muchos encontraron trabajo en el sector sanitario o tecnológico, en em-pleos no tan bien remunerados, pero que tras una cierta rees-tructuración les permitieron salir adelante.

La ciudad está prácticamente en quiebra, sobre todo tras la construcción de dos increíbles estadios, uno al lado del otro. Los votantes se opusieron al gasto que representaban esas infraestructuras, pero una reforma en la iniciativa consiguió sacar adelante el proyecto. Luego llegaron las facturas y, al no haberse aumentado en su momento los impuestos para pa-garlas, actualmente la deuda es abrumadora. La legislatura re-publicana se negó a subir los impuestos, especialmente en las zonas residenciales de los ricos, así que en lugar de los estadios se recortaron otros servicios: las piscinas públicas cerraron, los efectivos de policía disminuyeron. Las cargas económica y fiscal han recaído sobre la gente mayoritariamente pobre que sigue viviendo en la ciudad.

Por suerte, algunos de los oligarcas —los Heinz, los Mellan y unos cuantos más— continúan viviendo en la ciudad y no quie-ren que ésta se vaya al traste, así que se han puesto a trabajar en la revitalización del centro urbano, manzana a manzana, cen-tímetro a centímetro, y están buscando la manera de obtener fondos de los propietarios más acaudalados. En la actualidad, en la era posterior a la industria pesada, los mayores arrendata-rios son las escuelas y los hospitales, los cuales, desafortuna-damente, no pagan impuestos, con lo que hay que buscar otra solución para encontrar financiación. Si no consiguen recau-dar ese dinero, estas instituciones tendrán que renunciar a sus objetivos. Pero John y otros se muestran optimistas. John ra-zona que: «Los estadios no son la única causa de que la ciudad esté en quiebra. Hay muchos otros factores en juego, como la disminución de la población. Como sucede en muchas otras ciudades, falta suficiente apoyo financiero federal y estatal. Ade-más de los oligarcas, hay otra gente que trabaja para cambiar

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las cosas: grupos comunitarios de base y pequeños negocios que se instalan por todas partes. La panificadora que visitamos en Millvale es un ejemplo de negocio que se asentó en un viejo vecindario, lo cual ayuda a insuflar nueva vida a estas áreas».

Quedan aún por reparar varias desastrosas estrategias de renovación urbanística de los años sesenta y setenta. una magnífica autovía divide en dos la parte norte, aislando los ve-cindarios locales de los estadios y sus negocios asociados. Se-gún John: «Se están haciendo algunos esfuerzos para resolver asuntos como el de los vecindarios de la parte norte situados alrededor del estadio. Las casas renovadas que vimos en la zona centro de la parte norte y en las calles del distrito Mexican War valen ahora un montón de dinero».

Los complejos de viviendas subvencionadas crearon zonas de alta criminalidad. Los barrios considerados entonces irre-parables, aquellos que en su día no obtuvieron el «regalo» de la renovación urbanística, los desperdigados vecindarios de viviendas de obreros inmigrantes, son los que en la actua-lidad se están revitalizando. Algunos de ellos presentan un as-pecto estupendo. Siguen teniendo bares y tiendas de barrio, y tráfico peatonal. Observé el mismo fenómeno en Milwaukee.

Después del almuerzo visitamos una iglesia de Millvale que me habían recomendado por sus interesantes murales. Millvale está a unos cuantos kilómetros río arriba y es un antiguo pueblo minero enclavado en uno de esos pequeños va-lles. Montones de tiendas atrancadas con tablas se suceden una tras otra en las calles, pero una fantástica panadería francesa, tal como John mencionó, se ha decidido valientemente a re-sistir. Entro y compro un pastel, pues es mi cumpleaños.

La iglesia de esta pequeña población es croata, y los espectaculares murales son de Maxo Vanka. Yo lo llamaría el Diego rivera de Pittsburgh. Los murales, pintados a lo largo de ocho semanas en 1937, cubren el interior de la iglesia. Por supuesto que hay uno de la Virgen con el niño en brazos, pero debajo de ella, por ejemplo, a ambos lados de lo que ahora es el altar, hay imágenes del pueblo croata: a la izquierda, una

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multitud de croatas del viejo mundo, a la derecha, una del nuevo; detrás de este último grupo se ve una acería que arro- ja humo.

Menos habituales para una iglesia son los matices políti-cos y antibélicos de los murales que evocan la Crucifixión: viu-das que lloran el cadáver ensangrentado de un soldado en el ataúd, y una ladera llena de cruces detrás de ellos. Otra pared representa la corrupción de la justicia: una figura con una más-cara antigás sostiene una balanza en la que el oro pesa más que el pan. Es evidente que la Primera guerra Mundial ejerció un gran efecto sobre Maxo.

En una imagen, la Virgen aparece a punto de ser pasada a bayoneta mientras separa a dos soldados.

En otro mural, un oligarca que personifica a la Muerte lee los informes de la Bolsa mientras dos criados negros le sirven un plato de pollo para cenar. Finalmente, vemos a Jesús sien- do traspasado por una bayoneta en una especie de segunda Crucifixión.

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un material audaz y valiente al que deben enfrentarse los fe-ligreses dominicales. Los murales, oscurecidos por años de polvo de carbón, necesitan urgentemente ser restaurados, pero cabe confiar en que tan magníficas pinturas sobrevivan y sean pronto reparadas.

En una visita más reciente a Pittsburgh pedaleo por las co-linas que se extienden por toda la ciudad excepto en las orillas, y que hacen del uso de la bicicleta un reto. Observo cambios desde mi última visita, hace sólo cuatro años. Parece que Pitts-burgh ha hecho más que aguantar: el distrito cultural del centro es todo ajetreo durante el fin de semana, los vecindarios más pequeños prosperan con sus bares y sus tiendas de comestibles, los mercados del distrito comercial siguen en auge y, según me han contado, cada vez más gente está volviendo a la ciudad. Es- te último cambio es esencial para hacer que una urbe se recupere, ya que proporciona la base tributaria, y el capital humano, que permitirá que el impulso iniciado por los Heinz y otros consiga que la ciudad acabe funcionando por sus propios medios.

A veces un renacimiento puede empezar por un vecin- dario y luego propagarse a las zonas colindantes, si no están

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desconectadas o aisladas. gente del ámbito artístico empieza a mudarse a un antiguo barrio de fábricas y al poco tiempo aparecen cafés y tiendas de comestibles. un club de música abre sus puertas, y luego una galería de arte y una librería. Los promotores inmobiliarios convierten los almacenes en apar-tamentos de lujo, y el proceso vuelve a comenzar en otra parte. O, tal como ha ocurrido en centros urbanos como el de Kansas City, un empresario local decide organizar conciertos en un lugar como el uptown Theater, una sala situada en una zona poco desarrollada de la ciudad y que estaba a punto de ser demolida: tanto una oportunidad de hacer negocio como una muestra de fe. un bar abre allí cerca, luego una tienda de discos, y en poco tiempo el área empieza a ser más habi- table. una inversión significativa puede a veces desenca- denar una reacción en cadena. Los Heinz han hecho algo parecido en el centro de Pittsburgh, renovando teatros y cen-tros de arte que han atraído otros negocios. Y la cosa está funcionando.

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Aunque he tendido a describir un panorama bastante som-brío, no todas las ciudades de Estados unidos se están yendo al traste por culpa de una industria moribunda, de planifica-ciones urbanísticas estúpidas o de un éxodo blanco motivado por cuestiones raciales. No tiene por qué ser así. San Francis-co, Portland, gran parte de Seattle y de Chicago, Minneapo-lis, Savannah y otras muchas ciudades están llenas de vida y efervescencia. En estos lugares las cosas están cambiando, la calidad de vida se ha recuperado completamente o nunca se permitió que se destruyera. Por extraño que parezca, la recien-te recesión económica puede constituir una gran oportunidad. El desarrollo sostenible, el transporte público y el carril bici ya no son objeto de desprecio burlón. El congresista Earl Blume-nauer, defensor desde hace años de la bicicleta como medio de transporte, cree que éste es el momento.

Algunas de esas otras ciudades que he visitado también pueden recuperarse. A menudo basta con cierta voluntad po-lítica y un par de cambios significativos para que las cosas empiecen a cambiar por sí mismas. generalmente, los núcleos urbanos consumen menos energía per cápita que las comunida- des residenciales donde la gente vive más dispersa, así que, a medida que el coste de la energía se dispara, empiezan a verse nuevas posibilidades en esas mugrientas calles de la urbe. La economía se ha ido al traste y Estados unidos puede perder su condición de primera potencia mundial, pero eso no significa que muchas de esas ciudades no puedan hacerse más habita-bles. La calidad de vida no tiene por qué empeorar; al contra-rio, puede ser mejor de lo que imaginamos. un barrio obrero puede estar lleno de vida. un vecindario con tipos muy di- ferentes de gente y de negocios suele ser un buen lugar para vivir. Estaría muy bien que, cuando llegaran los promotores inmobiliarios, alguna legislación garantizara que siguieran prosperando esos barrios mixtos en costumbres e ingresos, porque éstas son las comunidades más vivas y saludables.