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Los Cuadernos del Pensamnto DEVOCIONARIO PARA CRISTIANOS DISUASORIOS Heinrich Bo s i este libro* no estuviera escrito den- tro de una actualidad política espe- cial, si no se hubiera anunciado y ciertamente concebido como «una res- puesta espectacular al movimiento pacifista ale- mán», entonces se podría examinar uno u otro capítulo de otra rma, someterlo a una prueba más pronda, se podría leer, una vez más, con detalle a cada uno de los filósos y teólogos apor- tados al campo de batalla, interpretar más sutil- mente, y posiblemente corregir con citas contra- rias la interpretación de Glucksmann. Una lectura completa de Platón, Tomás, Pascal, Grotius y otros sería la condición para eso. Pero esto exigi- ría varios años de estudio. En primer lugar, quisiera tranquilizar al autor de esta reprimenda de los misiles, que a ratos me recuerda a Abraham a Santa Clara, quisiera suavi- zar su cólera y su temor: el Plamento alemán ha acordado, no con una mayoría abrumadora pero sí con la mayoría necesaria, el estacionamiento de los misiles. A pesar de todo, un 44 % de los dipu- tados votaron contra la instalación. Esto permite concebir esperanzas sobre el Parlamento que será elegido en 1987 (o quizá antes, quién sabe). Para tranquilizar todavía más a André Glucksmann: de los partidos definidos por una C (¡ de cristiano!) no salió ningún voto, ni siquiera uno, contra la insta- lación; tampoco habría salido ninguno, si los obis- pos alemanes hubieran recogido literalmente el texto de sus coades americanos. Este cristia- nismo disuasorio no necesita ningún reerzo filo- sófico-teológico, e incluso si el Papa se hubiera declarado inequívocamente contra el rearma- mento, ni un sólo político-e habría cambiado su voto por eso; en caso de urgencia habrían desarro- llado su propia filosoa y teología; en cuestiones de bombas el Papa no es inlible e incluso si lo era: nuestros cristianos disuasorios habrían puesto en duda, en tal caso, incluso su infalibili- dad. No, el pegro que Glucksmann teme no está «allá arriba» sino «ahí abo», donde los votantes potenciales de los partidos cristianos empiezan a preguntarse: ¿no somos ya suficientemente disua- sorios? Evidentemente Glucksmann sobrevalora el po- der de convicción de los obispos y papas y así las cuarenta y seis páginas de su «Carta a los obispos americanos» son un ejemplo poco común de com- binación de insistencia y elegancia y, en el sentido de convertir a sus destinatarios y su grey, son páginas perdidas. Se tiene que defender a Glucksmann de las consecuencias posibles de la 17 ] Heinrich Boll. ascensión imparable que adquirirá el libro, ascen- sión que él, puesto que pretende convertir, tiene también que desear. El libro va a subir como un misil, que es lo que realmente es: en el primer capítulo Glucksmann habla realmente en cuanto misil, como un misil. Este sermón del misil no es el de un renegado sino el de un converso; está saturado del celo del converso, que conocemos por S. Pablo, y como el celo de éste, el de Glucksmann suena también esporádicamente su- pergastado, casi desgañitado, y conseguir eso le honra, pues ese celo, mezclado de ror y temor, es, sin duda ninguna, verdadero. Mi única pre- gunta es si ese misil dará en el blanco, en el corazón del movimiento pacifista o si se delatará, en su recorrido hacia el blanco, como un mero cohete de ria. Más bien lo segundo. Me pre- gunto precisamente: ¿quién leerá realmente, con la necesaria atención, este predestinado bestseller, estas cuatrocientas páginas doctorales? Estaría

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DEVOCIONARIO PARA

CRISTIANOS

DISUASORIOS

Heinrich Boll

si este libro* no estuviera escrito den­tro de una actualidad política espe­cial, si no se hubiera anunciado y ciertamente concebido como «una res­

puesta espectacular al movimiento pacifista ale­mán», entonces se podría examinar uno u otro capítulo de otra forma, someterlo a una prueba más profunda, se podría leer, una vez más, con detalle a cada uno de los filósofos y teólogos apor­tados al campo de batalla, interpretar más sutil­mente, y posiblemente corregir con citas contra­rias la interpretación de Glucksmann. Una lectura completa de Platón, Tomás, Pascal, Grotius y otros sería la condición para eso. Pero esto exigi­ría varios años de estudio.

En primer lugar, quisiera tranquilizar al autor de esta reprimenda de los misiles, que a ratos me recuerda a Abraham a Santa Clara, quisiera suavi­zar su cólera y su temor: el Parlamento alemán ha acordado, no con una mayoría abrumadora pero sí con la mayoría necesaria, el estacionamiento de los misiles. A pesar de todo, un 44 % de los dipu­tados votaron contra la instalación. Esto permite concebir esperanzas sobre el Parlamento que será elegido en 1987 (o quizá antes, quién sabe). Para tranquilizar todavía más a André Glucksmann: de los partidos definidos por una C (¡ de cristiano!) no salió ningún voto, ni siquiera uno, contra la insta­lación; tampoco habría salido ninguno, si los obis­pos alemanes hubieran recogido literalmente el texto de sus cofrades americanos. Este cristia­nismo disuasorio no necesita ningún refuerzo filo­sófico-teológico, e incluso si el Papa se hubiera declarado inequívocamente contra el rearma­mento, ni un sólo político-e habría cambiado su voto por eso; en caso de urgencia habrían desarro­llado su propia filosofía y teología; en cuestiones de bombas el Papa no es infalible e incluso si lo fuera: nuestros cristianos disuasorios habrían puesto en duda, en tal caso, incluso su infalibili­dad. No, el peligro que Glucksmann teme no está «allá arriba» sino «ahí abajo», donde los votantes potenciales de los partidos cristianos empiezan a preguntarse: ¿no somos ya suficientemente disua­sorios?

Evidentemente Glucksmann sobrevalora el po­der de convicción de los obispos y papas y así las cuarenta y seis páginas de su «Carta a los obispos americanos» son un ejemplo poco común de com­binación de insistencia y elegancia y, en el sentido de convertir a sus destinatarios y su grey, son páginas perdidas. Se tiene que defender a Glucksmann de las consecuencias posibles de la

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] Heinrich Boll.

ascensión imparable que adquirirá el libro, ascen­sión que él, puesto que pretende convertir, tiene también que desear. El libro va a subir como un misil, que es lo que realmente es: en el primer capítulo Glucksmann habla realmente en cuanto misil, como un misil. Este sermón del misil no es el de un renegado sino el de un converso; está saturado del celo del converso, que conocemos por S. Pablo, y como el celo de éste, el de Glucksmann suena también esporádicamente su­pergastado, casi desgañitado, y conseguir eso le honra, pues ese celo, mezclado de furor y temor, es, sin duda ninguna, verdadero. Mi única pre­gunta es si ese misil dará en el blanco, en el corazón del movimiento pacifista o si se delatará, en su recorrido hacia el blanco, como un mero cohete de feria. Más bien lo segundo. Me pre­gunto precisamente: ¿quién leerá realmente, con la necesaria atención, este predestinado bestseller, estas cuatrocientas páginas doctorales? Estaría

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bien que los cristianos disuasorios leyesen, por lo menos, los últimos capítulos en los que Proust es integrado en la «Filosofía de la disuasión». Pero de esto hablaré más adelante.

Tras la necesaria introducción de Jürg Altwegg, aclaratoria de las presuposiciones intelectuales y políticas, vienen las casi cincuenta páginas de este brillo agresivo-defensivo del «misil perseguido», de un brillo que -como en S. Pablo- no está exento de coquetería. Brillante, sí; pero brillante significa deslumbrante, y esto tiene un doble signi­ficado, el de «resplandeciente» pero también el de «cegador». Y brillo hay también -y pido perdón, hablo aquí de autor a autor- en la brillantina. Repito, y perdón, cuatrocientas páginas de brillo son sencillamente demasiado; en ese largo reco­rrido se pierde mucho resplandor, se cansa el ojo y precisamente los últimos capítulos, los de Proust, habrían merecido mucha atención.

Si el libro va dirigido al movimiento pacifista -los cristianos disuasorios ciertamente no necesi­tan este estímulo, ¿no?-, entonces tiene que acla­rarse que tal movimiento existe ciertamente comoun concepto unificador, pero formado por nume­rosos, si no innumerables, grupos y asimismo porinfinito número de individuos que no pertenecen aninguno de estos grupos; algunos grupos estánmarcados por el KP (partido comunista), son ca­detes celosos, como función y oficio principal,supercelosos medradores, presentes siempre y entodas partes, se las daban de listos pero, al final,demostraron ser tontos porque pusieron en cues­tión (provisionalmente) la credibilidad de la mayo­ría. Si yo hubiera sido el planificador responsablede estos grupos, los habría dejado completamenteal margen de la circulación; su infantil «pensa­miendo productivo», su estúpido acumular pun­tos, su terca difamación del movimiento pacifistade la Alemania del Este, el ignorar la amenaza delos misiles soviéticos, la «exclusión» de Polonia yAfghanistan, todo esto no ha hecho más que dañarel objetivo final, evitar el re-arme. Si esta tácticade los grupos comunistas fue realmente dirigidapor Moscú, entonces uno tiene que preguntarse, aposteriori, si la Unión Soviética estaba de hechodispuesta a evitar el rearme o si precisamente loquería, para poder seguir acumulando misiles sinimpedimentos. A causa de estos grupos puede ha­berse creado la impresión que Glucksmann deno­mina «moda prosoviética blanda». Tengo la im­presión de que Glucksmann parte de un supuestoequivocado.

El asunto no era, primordialmente, el desarme sino evitar el rearme, por tanto, en el sentido de una «Filosofía de la disuasión», la cuestión si­guiente: ¿no somos ya suficientemente disuaso­rios? De desarme hablan sólo los políticos, esos idealistas incurables que planifican la instalación de 200 misiles, renuncian a 100 para rearmarse en 100 y declaran que se han desarmado en 100. Las protestas aquí en el país se dirigieron contra el rearme, contra el superarmamentismo. Los lemas

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fueron STOP y CONGELACION. Después se podría comenzar quizá con el desarme.

Lo que yo echo de menos en la «Filosofía de la disuasión» es la filosofía. En lugar de ésta encuen­tro la ideología. Los cristianos disuasorios recoge­rán este «balón» -entusiasmados dejarán que les narren cómo Glucksmann coge el balón de la di­suasión, recoge con el pie los centros-cita de Pla­tón, Tomás, Pufendorf, Pascal, Nietzsche, Kant y otros en su ataque a la puerta contraria. Oigo ya a Dregger, Mertes, Worner* y a otros gritar «Pla­tinísimo André! GOL». Qué va, mala suerte, el tiro pasa por encima de la portería, en el mejor de los casos pega en el palo. Ellos, los cristianos disuasorios, no necesitan «la filosofía», ellos gri­tan únicamente ¡ GOL, GOL, GOL!

Ninguno debe esperar demasiada filosofía. De una «Filosofía de la disuasión» esperaba yo más que sólo una corroboración de la política de disua­sión, algo más que una mera exhortación a más, siempre más misiles. Yo había esperado más so­bre los numerosísimos absurdos internacional­mente establecidos, más sobre seguridad como categoría filosófico-teológica, algo también sobre una cosa sobre la que no hay absolutamente nada: por ejemplo, sobre la materia vulgar llamada di­nero, esa materia pluridimensional, que es más que materia y que es, para la mayoría, necesaria para vivir; y mucho, mucho más sobre la bomba hambre, que existe realmente, que ya no sólo amenaza diariamente con explotar sino que ex­plota diariamente y deja tras de sí, cada día, más muertos de los que Henry Dunant dejó costerna­dos tras la batalla de Solferino, esa maldita bomba con silenciador; algo más habría leído yo con gusto sobre la posible limitación del armamento para combatir la bomba hambre. ¿ Y no amenaza también otra bomba, la bomba bancaria, la del dinero, con estallar en una nada de innumerables ceros, un misil atómico de un tipo muy especial que no deja tras de sí nada? Es sorprendente y agobiante que Glucksmann, que se ocupa del po­tencial amenazador y armamentista, proponga menos limitaciones de armamento que los mismos políticos republicanos de EE. UU., a los que su propia disuasión comienza a resultar inquietante. Esto no fomenta la credibilidad de su poderoso sermón y precisamente esa credibilidad es lo que necesita cuando se dirige al movimiento pacifista alemán. Glucksmann acierta cuando constata que la Unión Soviética, con todo su potencial amena­zador, ha sido tratada con demasiada suavidad en todas las manifestaciones, nunca se habló de Afg­hanistan, ni nunca de la guerra «convencional» asesina entre Irán e Irak, ni nada de las más de 130 «guerras convencionales» desde 1945 que su­man más de 35 millones de muertos. Pero pierde credibilidad cuando ciegamente -en todo caso en este libro y sobre él estoy escribiendo- acepta acríticamente todos los planes de armamento ame­ricanos. Tiene que apoyarse, es cierto, como to­dos nosotros cuando se trata de estadísticas sobre

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el armamento, en informaciones que tiene que creer, y hay naturalmente informaciones contra­dictorias sobre el potencial armamentista occiden­tal. Según el «Centro de Información de la De­fensa» americano, en el que trabajan antiguos ofi­ciales, se prueba la superioridad del poder militar occidental. ¿A quién debo yo creer? ¿No sería necesaria en este punto una Filosofía sobre el creer a la vista de la avalancha de informaciones contradictorias, que ninguno puede comprobar con detalle? Puesto que no puedo creer la infor­mación soviética, ¿a quién debo, puedo, tengo que creer? Sobre esto leo un día la noticia, escon­dida en alguna parte, de que la CIA ha sobrevalo­rado en un 50 % -esto es como con la botella medio llena/medio vacía- o en un 100 % el poder armamentístico soviético. ¿No debería aplicarse en esto una nueva filosofía, que se ocupe de los conceptos creer, seguridad, absurdo, hambre, di­nero, política de información, que busque un sis­tema de coordenadas en el que también conceptos como arma, soldado se definan de nuevo y tengan que situarse en una nueva relación? Aquí resultan las citas de la filosofía griega, medieval, débiles y traídas por los pelos. Y queda ciertamente muy por debajo del nivel de la problemática venir con las fábulas de Lafontaine.

¿Puede uno poner a los pies de estos cristianos disuasorios a Pascal y Tomás de Aquino para una filosofía de la disuasión diariamente creciente?

Es seguro que cualquiera de los filósofos y teó­logos aducidos habrían saludado la energía ató­mica, pero ¿qué ocurriría si supiesen que esta energía sólo puede ser producida dejando residuos que sólo después de 20.000 años dejan de ser peligrosos? ¿Habrían dispuesto impasiblemente de esos 20.000 años? ¿ Y qué habrían dicho sobre la bomba atómica, esa energía nueva en su masa actual como potencial mortífero, en un Overkill diariamente creciente? Prefiero confiar en los mi­les y miles de físicos, médicos, juristas que cono­cen esta nueva materia y me dicen: en todo caso difícilmente tendré la respiración para un último grito, ya sea el «Lieber rot als tot» (mejor rojo que muerto), ya sea el «Lieber tot als rot» (mejor muerto que rojo). Oh, lo sé, se me dijo apremian­temente «memento quia pulvis es et in pulverem reverteres». Eso me caló hondo, hasta los huesos, y no hace falta que me lo recuerde ninguna «Filo­sofía de la disuasión». Dejar que la humanidad completa se convierta en polvo. Potencial pulveri­zador.

A la vista de la confrontación EE. UU.-URSS debería haberse dicho algo de esa guerra, a la que, en la Unión Soviética, se llama la «Gran Guerra Patria». Sin duda ninguna: Europa occidental debe su liberación del nazismo a los americanos, y, sin embargo, la historia ha dejado en esto un par de heridas abiertas, un par de cuestiones sin aclarar del todo. ¿No debe Europa también su liberación al ejército soviético, cuyos caídos deja­ron a Alemania «madura» para la última batalla de

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liberación de los americanos? ¿ Y no habría que pensar aquí en las víctimas de la población civil rusa, en los miles y miles de ciudades y pueblos destruidos? ¿No habría que plantear aquí retros­pectivamente la cuestión: ¿mejor Hitler que Sta­lin?, ¿o mejor Stalin que Hitler? ¿Habrían prefe­rido los estados del Este europeo a Hitler? El «Lieber rot als braun» (mejor rojo que marrón)*, que Glucksmann cuelga al movimiento pacifista, a pesar de que nunca fue uno de los eslóganes de éste, fue, en un momento del pasado, algo real para los estados del Este europeo. Se deberían leer una vez más los planes de aniquilación, pe­dantemente formulados, de los nazis, que fueron consumados en Polonia y que estuvieron previstos para toda Europa oriental y no sólo para su pobla­ción judía. La política de la Unión Soviética no es explicable sin esta mirada retrospectiva histórico­filosófica y es una utopía, que me parece más necia que todas las utopías del movimiento paci­fista, creer, a la vista de este trasfondo, que Yalta puede o tiene que ser revisado. Hubo, además, Postdam -y un garabateo difuso-casual sobre el mapa, que fijó las fronteras.

En el país de Hitler murieron tres millones tres­cientos mil prisioneros de guerra soviéticos, lo que equivale a un índice de mortandad del 57 ,8 %. En el país de Stalin murieron entre un millón cien mil y un millón ciento ochenta y cinco mil, lo que equivale a una cuota de mortalidad del 32,5 % al 37 ,4 %. Las cifras adquieren, si se reconoce su proporción, una expresividad pasmosa y esas ci­fras trasmiten una imagen de lo que estaba desti­nado al «infrahombre rojo». Hay relatos sobreco­gedores sobre el cautiverio en la Unión Soviética, en los relatos orales se percibe frecuentemente una nostalgia sorprendente. Sí, la relación de los alemanes con la Unión Soviética es una relación especial, y esa particularidad desempeña un papel en el movimiento pacifista, ha facilitado a los co­munistas su infiltración en él. Naturalmente, esa particularidad es malentendida y mal utilizada por el gobierno soviético; éste trae sus misiles, los instala, abusa de sus propios muertos, ésto es un materialismo consecuente. ¿Somos realmente su­periores a él si le oponemos sólo material de gue­rra?

Aconsejo a Glucksmann precaución al hacerle al gobierno alemán actual concesiones excesivas. (Cómo y si hace concesiones a su gobierno es su problema); precaución también cuando ataca al movimiento pacifista como el movimiento paci­fista. Lo que no tiene en cuenta es la diferencia de ambiente entre Alemania y Francia, diferencia que es también una diferencia en la creación del ·am­biente.

Esta diferencia se la tenemos que agradecer a la prensa de la cadena Springer y a todos los órganos que se han adaptado o acercado a ella porque se lo aconsejó el mercado; y, en este momento, es un hombre de Springer miembro del gobierno, su por­tavoz. En el prólogo al libro de Glucksmann, Jürg

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Altwegg cita lo siguiente de una publicación ante­rior de aquél: «Por los mismos hechos por los que, por cometerlos, Baader fue sellado como el ene­migo público número uno -a saber, el prender fuego a muebles en un gran almacén y el saquear tiendas de comestibles, cuyos lujosos productos se repartían en barrios pobres- fue exculpada por los tribunales en Francia una de las cabecillas. La prensa lo tomó con absoluta calma y consideró la acción más bien como una travesura. Hubo siem­pre una unión grande entre la población y los que protestaban, lo que guardó a éstos del intento de terrorismo, que existía». Imagínese: el incendio voluntario de unos almacenes una travesura. Baa­der exculpado. No se produce la liberación por Ulrike Meinhof.

¿Posiblemente no hay salto al terrorismo? ¡ Qué habrían hecho el Sr. Boenisch y sus compinches! ¿Habría transcurrido de otra forma la historia de posguerra alemana? ¡Habría! ¡Habría! Aquí, donde un coche ardiendo, o incluso solamente estropeado, causa más furia popular que un dis­paro a un estudiante cualquiera en Berlín o el atentado a Rudi Dutschke. Glucksmann no debe­ría pasar tampoco por alto los méritos que tiene el movimiento pacifista, dado que, a pesar de ser instigado, vituperado, denunciado, anunciado en el Parlamento por todos los partidos como un fan­tasma horroroso, no ha alcanzado dimensión te­rrorista. Sí, estos malditos incitadores de paz ale­manes, su número ha ido aumentando y no dismi­nuye: la tesis de que indefensos estamos vendidos a la entrega al archipiélago Gulag ya no tira, no funciona, el absurdo del superarmamentismo se va haciendo más visible; el gobierno federal se va poniendo visiblemente más nervioso, presiona, pide, reza casi porque haya ya negociaciones. Pa­rece que le resulta inquietante. Esto no es resig­nación, no es sometimiento a Moscú, comienza a verse que superioridad y equilibrio se han conver­tido en vocablos sin sentido, que ya somos sufi­cientemente disuasorios. No se paraliza el movi­miento a favor del Stop y la Congelación, se para­liza el Overkill y de nada sirven las amenazas con el color rojo. Verde, amarillo, negro, azul, violeta se hacen agudos.

En «Lieber tot als rot» subyace una arrogancia occidental directamente blasfema frente a los bi­llones que viven según el eslogan «rojo». ¿Prefiri­rían morir? Y o no tengo esa impresión, tampoco de los polacos, que también viven «rojo». Cuando Glucksmann traspone, en vuelo rápido, la guerra justa de Tomás de Aquino a la situación del ar­mamento atómico está haciendo piruetas atrevi­das.

Glucksmann se engaña cuando supone que es la mala conciencia de los alemanes, tras Auschwitz, lo que ahora les exige evitar la guerra atómica. Los alemanes -prescindiendo de una minoría, cuya cantidad no soy capaz de cifrar- precisa­mente no han tomado nota o conciencia de Aus­chwitz; tienen profundamente metido todavía el

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fantasma del infrahombre, del infrahombre doble si es ruso y comunista, triple si es ruso y judío y comunista. Atención, también detrás de «rojo» se puede ocultar el infrahombre, como también de­trás de la ideología anticomunista primitiva de Reagan; para éste los «rojos» parecen ser casi intangibles; puedo imaginarme que son, de hecho, angustias higiénicas las que le impiden viajar a Moscú.

Tengo la impresión de que no sólo Glucksmann sino muchos intelectuales conversos franceses de izquierda se percataron muy tardíamente de todo lo que había sucedido en la Unión Soviética, tam­bién de lo que habían causado el destierro y las consecuencias de la guerra. Por qué tiene hoy Alemania, el país que tuvo en el pasado el partido comunista más grande fuera de la URSS, el par­tido más pequeño, insignificante, penoso, que no es más que un «megáfono» superpagado, que ni siquiera vale, en mi opinión, el dinero que recibe. Esto tiene sus razones, no es meramente el resul­tado de distintas guerras frías. Fue muy pragmá­tico cómo se comportó el comunismo real y, sin embargo, ella existe: la sorprendente nostalgia,

· que se expresa sólo en los relatos orales de losentonces prisioneros de guerra. Ni siquiera losocupantes del «Archipiélago Gulag» prefirieron,Solshenyzin incluido, la muerte al rojo; queríanvivir y Jewgenia Ginzburg, que soportó durantecasi veinte años todos los absurdos y crueldadesdel archipiélago, y que los ha descrito con unasutileza y una fuerza semejantes a los de Solsheny­zin, también quería vivir y por suerte ha sobrevi­vido. Y yo conozco a algunos que, a pesar de sermetidos en el Gulag por Stalin, lloraron cuandoéste murió -pues había vencido a los nazis en laGran Guerra Patria. Aquí no sólo hay algunasheridas todavía abiertas, también hay algún pro­blema no analizado hasta el final. En Solshenyzin-«Eiche und Kalb»- hay pasajes que permiteninterpretar que se hubiera quedado en la UniónSoviética, si ésta hubiera aceptado que publicasesus obras, lo que hubiera tenido como presu­puesto y consecuencia una Unión Soviética com­pletamente distinta. El no abandonó voluntaria­mente la Unión Soviética -y tampoco allí, bajo lascondiciones más tremendas para él, se quitó vo­luntariamente la vida. Cualquier persona tendría elderecho de quitarse la vida, si lo rojo o los rojosamenazan con caer sobre él, ése es el derecho decada individuo. Pero ¿se puede condenar a muertea todo un continente con el eslogan «Lieber tot alsrot»? ¿No podría llegar a convertirse la disuasión,constantemente ejecutada, quizá en un Gulag de laseguridad, en el que naciones completas, envuel­tas en misiles, no puedan ya moverse libremente,como bebés envueltos en pañales?

Lo nuevo, la bomba atómica, exige una filosofia nueva, que no puede sacarse de Pascal o Tomás. Físicos, médicos, juristas están ocupados en desa­rrollarla, decididos a no aceptar ni rojez ni muerte. « Weder rot noch tot» (ni rojos ni muer-

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tos), esta propuesta, escrita sobre la faja del libro de Glucksmann, ¿quién no la aceptaría? Es tan banal como el antiquísimo ¡ «nunca más otra gue­rra»! ¿ Contendrá realmente el rearme totalmente ilimitado, que tiene que llevar por tanto del MX al MY y al MZ -Física y Técnica no conocen fronte­ras- esta amistosa propuesta? ¡Vivos y libres! Si ésto' no es un lema idealista ... Podría provenir del presidente norteamericano Wilson, al que Glucksmann presenta, equivocadamente, como una especie de abuelo del movimiento pacifista. Como conocedor del panorama filosófico debería, por cierto, saber que el presidente Reagan acata a ciegas un idealismo recíproco semejantemente bi­zarro; nosotros no tenemos que ver con Wilson sino con Reagan, el cual define él mismo cada día su cosmovisión. Nosotros decimos: ¡ STOP! ¡CONGELACION! Después de éso, los idealistas americanos y soviéticos pueden dirigirse a la meta solemne del desarme.

Las razones de los filósofos y teólogos aducidos por Glucksmann sobre la guerra, la defensa y las armas de su tiempo no sirven de ayuda. Deben ser confrontados con la posibilidad de una superma­tanza pluriatómica, no sólo del enemigo corres­pondiente sino de la humanidad total. Me gustaría saber qué dirían de esto Pascal y Tomás. Faltan también en Glucksmann referencias sobre la peli­grosa incalculabilidad, a veces incluso casualida­des negligentes, de la política exterior americana, que le dieron que pensar incluso a Alexander Haig. Para los tan autoseguros cristianos disuaso­rios alemanes sería importante una alusión a esto.

Casi todo lo que Glucksmann escribe sobre Po­lonia, sobre el silencio penoso de la intelectuali­dad occidental, especialmente de la alemana, puedo suscribirlo. Pregunto únicamente: ¿ayudan nuestros misiles acaso a los polacos? Lo dudo. No sé de uno siquiera que se haya expresado allí a favor del rearme. Combatir desarmados, sin ar­mas, es allí la consigna. Los teóricos del KOR y de SOLIDARIDAD temen precisamente ciertos negocios de intercambios de armas, que se reali­zan entre soldados rusos -un par de botellas de wodka a cambio de granadas y munición- y la parte militante de la clandestinidad.

Y ¿qué será, referido a Polonia, del «Lieber tot als rot»? No puede dudarse que las tesis del KOR -Glucksmann cita una y otra vez a Adam Mich­nik- tienen un reflejo, cuando menos, tenuamente,si no completamente, rojo en el sentido del eslo­gan. Por lo demás, los Verdes nunca han dejadolugar a dudas sobre su postura frente a «Solidari­dad». El catolicismo orgánico alemán, que se re­sistió durante años a los Ostvertrage (Acuerdossobre el Este) y que no fue, aquí en casa, muyfavorable a los sindicatos libres es, por el contra­rio, un socio bastante farisaico. Polonia, catoli­cismo, Woytila -esto precisaría un análisis históri­co-filosófico más amplio, en el que Milosz seríamuy útil. En el sentido de la «Filosofía de ladisuasión» Polonia, que sería, en una siempre po-

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sible guerra nuclear limitada, un lugar de des­carga, no sería un ejemplo convincente. Polonia sería, en todo caso, sólo blanco de los misiles, por cierto, para las dos partes.

Naturalmente, está permitido, tiene su emoción, es complejo pero tiene también una dimensión graciosa, el que Glucksmann reproche a los obis­pos americanos, en un largo sermón de cuarenta y seis páginas, el haber abandonado todo el campo metafísico para preocuparse sólo de la vida terre­nal de las ovejas que se les han confiado. ¿Debe­rían los obispos, en vez de éso, bendecir los misi­les? La iglesia ha bendecido, bastante a menudo, armas, y con ello les ha imprimido un mensaje metafísico. Ella aceptó la primera muerte de sus ovejas, les aseguró la vida eterna, les ahorró la segunda muerte, como la llama Glucksmann. ¿Puede él, Glucksmann, prometerles la segunda vida, la eterna? ¿Se me permite definir la «se­gunda muerte» como aquello que se nos describió en el pasado como el «pecado contra el Espíritu Santo», como el abjurar de la salvación anun­ciada? «Queridos obispos, escribe Glucksmann, el hombre no vive sólo del vivir». «¿ O conceden ustedes que no toda vida vale la pena vivirla?» Esto está osadamente formulado, con intrepidez, suena a «mantenerse erguido y morir con honor», como un héroe libre con la espada en la mano. Veo al inolvidable e insuperable Gerard Philipe, pero veo también a los cuerpos co-fundidos y de­formados de la muerte de Hiroshima, veo la inde­fensión total a la vista de la guerra atómica limi­tada, tenida por posible -y la espada en la mano del héroe que permanece erguido, que defiende con ojos centelleantes su libertad, se niega al ar­chipiélago Gulag.

No, un moribundo no me parece ridículo pero s� absurdo. Ya no tenemos que ver con armas, m con dignidad militar o civil, ya no vale conservar la dignidad con las armas que conocieron Pascal o Tomás, esperar el respeto «entre hombres» que fue posible en la primera guerra mundial y, en ciertos lugares, en la segunda. ¿La des-dignifica­ción del cuerpo humano en la primera muerte no debe merecer una carta pastoral? En la guerra atómica no queda ya nada para filmar o para hacer literatura, la teología puéde, si quiere, romperse tranquilamente la cabeza acerca del cuerpo en la primera muerte.

¿No toda vida es digna de vivirse? Esto puede decidirlo cada cual para sí y elegir el suicidio. «Leever duad üs slaav» es un lema digno de honra. Pero ¿qué pasa con aquellos que prefieran vivir como esclavos a morir? Los hay. Hay perso­nas que no saben en absoluto lo que es libertad y, sin embargo, quieren vivir. Lea Glucksmann una vez más a Solshenyzin, Ginzburg y otros: a ellos les resultaba la vida en el Gulag digna de vivirse, no porque esperasen una segunda vida y temieran la «segunda muerte» sino porque tenían esperan­zas en esta primera vida, en una vida libre y la

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esperanza es también una categoría terrenal y no sólo una metafísica.

Desde cualquier punto de vista metafísico, acó­jase como teólogo o como filósofo, debería estar claro: no hay ninguna seguridad, tampoco me­diante la disuasión. A las referencias de Glucks­rnann a nuestra inseguridad, a nuestras falsas pa­ces, a sus muchas citas, quisiera añadir como re­galo una de la gran Teresa de Avila, que dijo: «No duermas, no duermas, no hay paz sobre la tierra». Y, sin embargo, ella dormía y sabía, de vez en cuando, apreciar una bue.na comida, igual que

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Tante Léonie, en Proust, sus croissants en medio del fin del mundo. En todas las tertulias he oído que siempre hubo guerras, las hay y las habrá, también que somos mortales. A veces, me parecía oír, en los argumentos de Glucksmann, al viejo Fritz con su «perros, ¿queréis vivir eterna­mente?». No, respondo, eternamente no, pero al menos un tiempo y, si es posible, no como rojos. «El hombre no vive sólo del vivir» me parece una variación del «No sólo de pan vive el hombre». ¿Debo avisarles de ello, nada más levantarme, bien satisfecho, de la mesa del desayuno, a los

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Los Cuadernos del Pensamiento

que mueren de hambre? ¡A qué viene ese griterío por causa del pan, cuando el hombre, de ninguna manera, vive sólo de pan! A los hambrientos no los amenaza el Gulag, donde por lo menos recibi­rían un mínimo que comer. Tampoco los amenaza la censura, que -caso de que sepan y quieran leer­les retiene «Le Monde», el «Spiegel» y Proust. La idea de la vida de Glucksmann es una idea extre­madamente lujosa y eurooccidental.

Contradigo también su tesis de que la Unión Soviética se ha «des-europeizado» por su atroci­dad y crueldad. ¿Es acaso la historia de los esta­dos y confesiones europeas la historia de la dul­zura y la clemencia mutua, de unos con otros, entre unos y otros y con sus colonias? ¿Son el horror y la crueldad «extra-europeas»? ¿ Y no na­ció Marx, a quien hay que remitir, en último tér­mino, la des-europeización de la Unión Soviética, en una de las ciudades más europeas de todas, en Trier? Cuidado.

Estoy de· acuerdo con Glucksmann en no acep­tar la comparación Ausschwitz-Hiroshima, en re­chazar la vergüenza del «Tribunal de Nurem­berg», donde no se pudo hablar del Gulag. La bomba que hizo posible Auschwitz no fue una creación físico-técnica, su poder explosivo, su efi­cacia, su efecto casi total, su temible dinámica se debió, sin necesitar ninguna computadora, a la correcta, superexacta y obediente disposición a funcionar de los funcionarios y empleados alema­nes, que ni siquiera necesitaban ser antisemitas, sino sólo correctos y obedientes, para descubrir la pista y registrar hasta al último ciudadano de ori­gen judío, junto con sus posesiones, fueran éstas una casa, un banco, una sastrería o sólo la pose­sión de un carrete, unas tijeras y unos alfileres. Y o tengo mis fobias y advierto a Glucksmann contra una valoración falsa de los motivos alema­nes. Temo todavía a las masas alemanas, a pesar de que a veces me meta en medio de ellas. Pero cuando encuentro en esas masas personas mayo­res, éstas ·son, más bien, supervivientes de Aus­chwitz que aquéllos que co-celebraron Auschwitz; estos últimos son gente fina y exquisita, que no se lanzan a la calle, que consumen sus respetables pensiones, piensan en el ser infrahumano y leen -pido perdón- posiblemente incluso a Proust, alque saben gustar perfectamente, son inteligentes,suficientemente formados, incluso sensibles y tie­nen además tiempo para todo eso. Sí, tengo misfobias y puede hasta que coincidan parcialmentecon las de Glucksmann. A Proust lo leí ya en1936/37 en la primera traducción de Walter Ben­jamin, que me recomendó una amiga de mi her­mana. Oh no, no es ninguna vergüenza leer a unautor tan extraordinario. Nuestra finitud, mortali­dad, caducidad en el tiempo, que una y otra vez seacerca y se retira -que se va con el flujo deltiempo y vuelve con el reflujo de éste, compren­der qué es la aflicción, también qué es el placer;descubrir que también la catástrofe más terriblepuede proporcionar una ocasión para el placer:

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cuando Charlus presiente nuevas ocasiones de placer en la oscuridad impuesta por el «apagón» ... Para ciertas bromas macabras tengo cierta com­prensión; pero, cuando se ofrece a Charlus des­pués de Tomás de Aquino y Pascal en una «Filo­sofía de la disuasión», ¿no significa eso estirar las fronteras de lo macabro hasta abarcar una metafí­sica hedonista-blasfema? Esto deberían leerlo realmente nuestros cristianos disuasorios, que se frotan las manos por el libro de Glucksmann, sí, quizá también algún que otro obispo alemán, estas meditaciones proustianas ponen de manifiesto -como las meditaciones sobre Polonia- las c.on­tradicciones de Glucksmann: si la vida de Charlus,que necesita la guerra para, en la oscuridad im­puesta por el apagón, intensificar sus placeres, siesa vida es aún digna de vivirse, entonces tambiénlo es el placer de un cazo de sopa, de un cigarrillo,de aquellos que aparecen en la vida de Evan De­nissowitsch. Charlus debe vivir; quizá puedaconstatar a costa de qué vive. Repito lo queGlucksmann escribe a los obispos americanos enla página 247: «¿O conceden ustedes que no cual­quier forma de vida es digna de vivirse?» Serámejor que dejemos a cada cual decidir si su vidaes digna de vivirse, también al mísero esclavoque, en su chabola, al atardecer, agotado, va sor­biendo su sopa, deshace un par de colillas y lía uncigarrillo nuevo y se alegra de la noche con sumujer, que le espera sonriente en el camastro su­cio de paja. ¿Renunciará Charlos, recientementeconvertido en carne y cuerpo viviente por AlainDelon, a los placeres adicionales que le esperan enel París apagado por causa de la guerra, agarrarásu espada, bendecida por Tomás de Aquino, auto­rizada por Pascal y alabadísima por Nietzsche, yse dispondrá a liberar a estos esclavos o se con­tentará únicamente con observar cómo ese es­clavo hace el amor con su mujer? Quizá fuerarealmente mejor mandar al frente a algunos ale­manes que saben cómo se procede con el in­frahombre. Les deseo a todos los cristianos disua­sorios una lectura entretenida. «El merovingionunca fue vencido», escribe Glucksmann.Exacto. ¿No fue él, en cuanto franco, � nuestro -de los franceses y alemanes- an- e tepasado común? �

(Publicado originalmente en alemán en L'80 Demokratie und Sozialismus, Zeits­chrift für Literatur und Politik, Koln, se­tiembre, 1984) (Traducción de Luis Meana Menéndez).

* A. Gluclcsmann, La force du vertige, Grasset, París 1983(de próxima publicación en España).

* N.T.: Políticos del partido cristiano-demócrata.

* N. T.: Marrón, el color del uniforme de los nazis y poreso el color con el que son designados.