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DIMENSIÓN ANTROPOLÓGICA, AÑO 16, VOL. 45, ENERO/ABRIL, 2009 Desterrados y peregrinos. La constitución de la identidad del pentecostalismo chileno en la primera mitad del siglo XX (1909-1950) Miguel Ángel Mansilla Agüero* L a identidad es un proceso social de construcción que se com- pone de tres elementos. Primero, los individuos se definen a sí mismos, o se identifican con ciertas cualidades, en térmi- nos de ciertas categorías sociales compartidas. En segundo lugar, está el elemento material que incluye el cuerpo y otras posesiones capaces de entregar al sujeto elementos vitales de auto reconoci- miento. En tercer lugar, la construcción del sí mismo necesariamen- te supone la existencia de “otros” en un doble sentido. 1 Cuando hablamos de la identidad pentecostal, nos referimos a una identidad religiosa que se fundamenta en criterios simbólicos, rituales y de comunidad socializadora. Se basa en lineamientos cul- turales que constituyen valores, símbolos, mitos y tradiciones, mu- chos de los cuales se codifican en costumbres y rituales. Por ello exis te la tendencia a unirse en una sola comunidad de fieles entre todos aquellos que creen que comparten ciertos códigos simbólicos, siste- *Magíster en Ciencias Sociales. Doctorando en Antropología, Universidad de Tarapacá de Arica (uta) y Universidad Católica del Norte de Chile. Agradezco la beca complementaria otorgada por la uta para realizar una pasantía de investigación entre enero y febrero de 2008 en el inah que me permitió la elaboración de este artículo y su posterior publicación en esta prestigiosa revista. También agradezco la cálida recepción que me brindaron los investigado- res del Instituto, especialmente a la historiadora Elsa Malvido. 1 Jorge Larraín, La identidad chilena, 2001, pp. 25- 28.

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Dimensión AntropológicA, Año 16, Vol. 45, enero/Abril, 2009

Desterrados y peregrinos. La constitución de la identidad del pentecostalismo chileno

en la primera mitad del siglo xx (1909-1950)

Miguel Ángel Mansilla Agüero*

La identidad es un proceso social de construcción que se com-pone de tres elementos. Primero, los individuos se definen a sí mismos, o se identifican con ciertas cualidades, en térmi-

nos de ciertas categorías sociales compartidas. En segundo lugar, está el elemento material que incluye el cuerpo y otras posesiones capaces de entregar al sujeto elementos vitales de auto reconoci-miento. En tercer lugar, la construcción del sí mismo necesariamen-te supone la existencia de “otros” en un doble sentido.1

Cuando hablamos de la identidad pentecostal, nos referimos a una identidad religiosa que se fundamenta en criterios simbólicos, rituales y de comunidad socializadora. Se basa en lineamientos cul-turales que constituyen valores, símbolos, mitos y tradiciones, mu-chos de los cuales se codifican en costumbres y rituales. Por ello exis­te la tendencia a unirse en una sola comunidad de fieles entre todos aquellos que creen que comparten ciertos códigos simbólicos, siste-

*Magíster en Ciencias Sociales. Doctorando en Antropología, Universidad de Tarapacá de Arica (uta) y Universidad Católica del Norte de Chile. Agradezco la beca complementaria otorgada por la uta para realizar una pasantía de investigación entre enero y febrero de 2008 en el inah que me permitió la elaboración de este artículo y su posterior publicación en esta prestigiosa revista. También agradezco la cálida recepción que me brindaron los investigado-res del Instituto, especialmente a la historiadora Elsa Malvido.

1 Jorge Larraín, La identidad chilena, 2001, pp. 25- 28.

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mas de valores y tradiciones de creencias y rituales, entre los que se indica la referencia a una realidad que está más allá de lo empírico, por muy temporal o muy especializada que sea la organización.2

El abordaje de las identidades se puede hacer desde dos dimen-siones, una perspectiva subjetiva y otra objetiva. Para el caso del pentecostalismo, la perspectiva subjetivista señala que la identidad pentecostal estaría marcada por la peregrinación y la minoría reli-giosa;3 la diferencia y la distinción (en cuanto al catolicismo), mar-cados por el acceso directo a lo sagrado y nueva subjetividad que se reconocen como hermanos, desplegando la dimensión afectiva como rasgo constitutivo y cemento de la comunidad pentecostal;4 la conversión como relato bañada de lenguajes figurativos y meta-fóricos,5 confirmada en el bautismo del Espíritu Santo que lo vincu-la a una sociedad ideal de comunicación que es la congregación;6 el trabajo (religioso y secular) como medio honesto y honrado para ganarse la vida se transforma en el eje central de la identidad pen-tecostal;7 y la oposición (mundo) y pertenencia (la congregación y el sentido de comunidad universal) serían los elementos constituti-vos de la identidad pentecostal.8

Desde la perspectiva objetivista, la identidad pentecostal es sin-tética, es decir rupturista y continuista9 en relación con identidades como la étnica. Para los pentecostales mapuches el pentecostalismo sería rupturista cuando produce un rechazo de las prácticas rituales como el nguillantún, el machitún, el awún y el pasado de divini-dades. En el plano de la continuidad: fuerte apego a la ritualidad; búsqueda de solución a problemas concretos (salud, fertilidad, etc.); valoración de la lengua de sus ancestros y el pasado de su pueblo heroico, y así se da una síntesis en el universo simbólico entre el

2 Anthony Smith, La identidad nacional, 1997, p. 6.3 Irma Palma, En tierra extraña. Itinerario del pueblo pentecostal chileno, 1988.4 Manuel Canales, Samuel Palma y Hugo Villela, En tierra extraña II. Para una sociología

de la religiosidad popular protestante, 1991.5 Bernardo Guerrero, “La conversión al pentecostalismo. Una discusión teórica”, en

Revista de Ciencias Sociales, núm. 8, 1998, p. 189.6 Manuel Ossa, Lo ajeno y lo propio, 1991, p. 147.7 Manuel Ossa, “Trabajo y religión en el pentecostalismo”, en Orlando Mella y Patricio

Frías (eds.), Religiosidad popular, trabajo y comunidades de base, 1991a, p. 69.8 Manuel Ossa, “La identidad pentecostal”, en Persona y Sociedad, núm. 1, 1996, p. 189.9 Esta concepción ya estaba presente en Christian Lalive D’Epinay, El refugio de las masas:

estudio sociológico del protestantismo chileno, 1968, pp. 166-167. Esta idea ha marcado a los dis-tintos investigadores sobre el pentecostalismo chileno.

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Lonco y el Pastor, la Machi y el Pastor.10 La misma concepción iden-titaria se observa entre los pentecostales aymaras, existiendo una vinculación entre el Cacique (ligado a las cuestiones políticas y ri-tuales), el Yatiri (vinculado al tema de la salud-enfermedad), el Pas-tor (la convergencia de ambos, es decir Cacique-Yatiri) y el “ayllu andino”, el templo pentecostal como “ayllu pentecostal”.11 Los otros espacios, como la política, la diversión o el deporte, atentan contra su creencia. El pentecostal es antes que todo pentecostal. El dentro, la comunidad, es la salvación y el fuera, el mundo, el pecado.12

Encontramos otros autores que resaltan la línea rupturista y de oposición del pentecostalismo. Para Moulian,13 los pentecostales williche proponen una identidad que se define a partir de la ads-cripción religiosa, no étnica. Como tal tiende a borrar las fronteras étnicas, pues el origen es indiferente para ser hermano en la fe. Los valores sociales que propugna el pentecostalismo, no son de solida-ridad étnica sino por el contrario, suponen el respeto al principio de autoridad, la legitimación del trabajo, el ascetismo, la defensa de la familia monógama, los que favorecen la estabilidad familiar y inte-gración de sus miembros a la sociedad nacional por la vía laboral, puesto que son considerados trabajadores honrados y respetuosos. En cuanto a la identidad de género, el pentecostalismo chileno cons truye una identidad distintiva de la masculinidad hipersexua-da y violenta. El mundo masculino se divide en “hombres munda-nos” y “hombres pentecostales”, produciéndose así una redención de la masculinidad tradicional, con fronteras claras que permiten la domesticación y femenización del hombre.14

10 Rolf Foerster, “Identidad y pentecostalismo indígena en Chile”, en Creces, vol. 10, núm. 6, junio de 1989; Introducción a la religiosidad mapuche, 1993; “Pentecostalismo mapuche. ¿Fin o reformulación de la identidad étnica”, en Bernardo Guerrero Jiménez (ed.), De indio o hermano. Pentecostalismo indígena en América Latina, 2005, pp. 387-404; Ana Guevara. “Mo-vimiento protestante en comunidades indígenas. Testimonio de vida y fe”, ponencia para el IV Congreso Chileno de An tro pología: Los desafíos de la Antropología: Sociedad moderna, Glo­balización y Diferencia, Santiago, 2001.

11 Bernardo Guerrero, A Dios rogando... los pentecostales en la sociedad aymara del Norte Grande de Chile, , 1994.

12 Bernardo Guerrero, “Religiones populares e identidad cultural en el Norte Grande de Chile”, en Revista de Ciencias Sociales, núm. 9, 1999.

13 Rodrigo Moulian, “De la reflexividad social a las mediaciones rituales: mutaciones, convergencias y paradojas en el Lepún y el culto pentecostal”, en Revista Austral de Ciencias Sociales, núm. 8, 2004, pp. 29-50.

14 Miguel Mansilla, “La construcción de la masculinidad en el pentecostalismo chileno”, en Polis, vol. 5, núm. 16, 2007.

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Nuestro objetivo general en este trabajo es cubrir un espacio tiempo no trabajado por ninguno de los autores señalados, quienes comienzan a trabajar la identidad pentecostal a partir de los años ochenta. Nosotros abordaremos el periodo que va de los inicios de pentecostalismo en Chile en 1909 hasta 1950, apoyado en las revis-tas Fuego de Pentecostés y Chile Pentecostal15 como fuente testimonial. Nos limitamos hasta la década de 1950 porque las fuentes de las que disponemos nos remiten a esos años.

Los trabajos antes descritos son significativos porque existe una relación entre una perspectiva subjetiva y objetiva, es decir incor-poran la dimensión representativa de la visión identitaria y del con-texto social y cultural donde se desarrollan. Sin embargo, con toda la riqueza teórica y empírica que poseen presentan tres deficiencias, y en este artículo nos hemos propuesto abordar dos de ellas co mo objetivos específicos. Carecen de un abordaje conceptual que vincu­le la historicidad y la identidad como proyecto.16 Abordar la iden-tidad pentecostal como proyecto significa vincular la con cepción espacio temporal de la identidad, es decir ¿cuáles son las concep-ciones del pasado, presente y el futuro para identificar el nosotros con oposición a los otros? ¿Qué referencias espaciales y temporales manifiestan los relatos pentecostales para referirse a su identidad pentecostal que la hagan distinta y similar a su vez a otras identida-des religiosas?

En segundo lugar pretendemos abordar la identidad pente-costal como un fenómeno histórico; es decir, observar las transfor-maciones que ha sufrido, y al respecto hay que preguntarse ¿qué elementos identitarios, aparte de los elementos adjudicados, son rechazados, adscritos e integrados en el ser pentecostal.

Y por último, profundizar en el carácter relacional de la iden-tidad pentecostal.17 Es decir, preguntarnos ¿cuál fue la identidad

15 Un historial de las revistas puede verse en Miguel Mansilla, “Despreciados y desecha-dos. Itinerario de la canutofobia en Chile en la primera mitad del siglo xx”, en Cultura y Religión, vol. 1, núm. 2, 2007; Luis Orellana, El fuego y la nieve. Historia del movimiento pentecos­tal en Chile, 1909­1932, 2006.

16 Jorge Larraín, “El posmodernismo y el problema de la identidad”, en Persona y Sociedad, núm. 1, 1996; Modernidad, razón e identidad en América Latina, 2000; La identidad chi­lena, 2001; Jorge Vergara y Hans Gunderman, op. cit., “Identidades étnicas e identidades re-gionales”, en Revista Austral de Ciencias Sociales, núm. 13, 2007.

17 Esto implica establecer una relación con otras identidades (no sólo con la identidad ética como hasta ahora se ha hecho), esto es conocer la relación entre la identidad pentecostal

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asig nada al pentecostalismo chileno, teniendo como referencia al catolicismo? ¿Qué características tenían los elementos asignados, positivos o negativos? Para responder a estos objetivos hemos pro-puesto la siguiente hipótesis con la finalidad de ordenar el artículo.

El pentecostalismo chileno de la primera mitad del siglo xx es-tuvo marcado por una identidad peregrinal, en la cual se concebía el pasado como muerte, el presente efímero y un futuro escatológi-co. Al ser el pentecostalismo una religión protestante popular, fue doblemente rechazada (por ser una minoría religiosa por parte de la sociedad chilena, y por ser popular por parte del protestantismo), adjudicándosele formas de menosprecio, expulsión y símbolos de execración. Sin embargo, el pentecostalismo restituyó algunas asig-naciones, incorporó símbolos de la identidad protestante y adscri-bió elementos como el comunitarismo religioso y el determinismo providencialista, a manera de satisfacciones viáticas para continuar el viaje hacia un futuro escatológico. Esto le permitió vincularse con la religiosidad popular.

La identidad peregrinal

El pentecostal se transformó en un homo viator; es decir, alguien que peregrina a lo largo de su vida. La experiencia se simboliza median-te el constante caminar por un itinerario trazado por la escatología. La peregrinación no necesariamente acontece en compañía, pero los peligros del viaje se alivian en comunidad.18

La identidad peregrinal es una vida errante; es decir, la expre-sión de una relación diferente con los otros y con el mundo, menos ofensiva, más suave, algo lúdica y, claro, trágica, pues se apoya en la intuición de lo efímero de las cosas, los seres y sus relaciones. Es un nomadismo espiritual que alivia la pesadez mortífera de lo ins-tituido. Es la nostalgia por “otro lugar”, el recuerdo del paraíso per-dido producto de la insatisfacción del mundo actual. El hombre errante emprende una serie de experiencias, muchas veces peligro-sas, que pueden hacerle perder la plenitud, pero también huir del

y la religiosa mayoritaria, como la identidad católica; pero no desarrollaremos este objetivo en este trabajo dado el espacio.

18 Ricardo Díez, “De la ‘identidad peregrinal’ a la ‘identidad narrativa’”, en Mitológicas, vol. XIX, 2004, pp. 19-26.

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letargo de una ciudad demasiado aséptica, el furioso cortejo de ba-cantes recobra la verdadera “animación”: la efervescencia natural, le da vitalismo para continuar por el desconocido camino, pero co-nociendo el final y sus futuras recompensas.19

Así, el pentecostalismo emprendió el nomadismo espiritual, su éxodo simbólico, teniendo como modelo a Israel en el desierto. Era preferible el desierto antes que quedarse en el mundo-sociedad. La sociedad chilena fue concebida por distintas representaciones, pero las más representativas de todas fueron, “Egipto” y “Babilonia”,20 co mo sinónimo de una sociedad en la que se mezclan el poder polí-ti co, económico y religioso, donde las autoridades son dioses ina-movibles y las clases populares son vistas como verdaderos esclavos destinados antes de nacer a una vida misérrima. Así el pentecosta-lismo asume el éxodo judío como éxodo simbólico, donde la vida no consiste en vivir o arraigarse, sino huir. No hay esperanza inme-diata, toda acción política y social desde abajo es vista como insu-rrección; por lo cual la única esperanza para romper con esta socie-dad es el éxodo. La migración siempre ocurre cuando existe crisis y no se ven posibilidades de salir de ella. La salida se hace porque ya no es posible seguir viviendo como antes, ya no es posible respirar, y los que deciden el éxodo sufren mucho, no sólo por dejar aquella vida a la que están habituados sino por la incertidumbre que impli-ca dicha diáspora, tanto por los riesgo del viaje como por la meta, ya que es una promesa que no se conoce, porque nadie ha vuelto de allá; hay que iniciar dicho viaje por la fe, pero como no hay nada que perder, porque ya se ha perdido todo, sólo queda la esperanza en el viaje hacia el lugar proyectado. Pero los peligros de la salida y del viaje son atenuados por el sentido de comunidad y la concep-ción de la Divina providencia.

¿Por qué el pentecostalismo llegó a tal desesperanza? Primero porque el protestantismo los obligó a irse y no tuvieron más reme-dio que transformar la calle en un espacio de permanencia. Luego, recorriendo las calles para predicar, vieron las condiciones misérri-mas del pueblo, que necesitaba ser redimido. Pero este pueblo no aceptaba la propuesta salvífica del pentecostalismo, más bien res-

19 Michel Maffesoli, El nomadismo. Vagabundeos iniciáticos, 2005.20 Miguel Mansilla, “A la memoria de los expatriados”, en Sí Somos Americanos, año 5,

vol. IV, 2004.

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pondían con violencia física y verbal a los predicadores y predica-doras pentecostales.

La expulsión: echados a la calle

Una expulsión o exclusión significa un acontecimiento violento ante un acto cometido por la persona considerada anormal o delic-tiva. En caso de anormalidad se refiere a los individuos de vidas indeseables, impuros ceremoniales o enfermos infecciosos a quie-nes no se podía matar, tan sólo expulsar como acto de aprendizaje social para los observadores. Estos sujetos inmundos e impuros de-bían exhibir su condición rasgando sus ropas, pregonando su causa o embozando su rostro, como sinónimo de pérdida de identidad social y de ciudadanía.21

Estas representaciones sociales del destierro podemos aplicar-las al nacimiento del pentecostalismo chileno, cuyos adeptos fueron expulsados o forzados a irse de la iglesia, a pesar de que ellos pidie-ron por escrito volver a la congregación, pero no se les permitió y se confirmó así la ruptura. En estas circunstancias, “los hermanos no tuvieron otra alternativa, sino de tener sus reuniones aparte”, en sus casas.22 Su expulsión se debió a la ruptura con la normalidad religiosa moderna del protestantismo y las manifestaciones religio-sas locales, vistas como antimetodistas o antiprotestantes.

¿Por qué fueron echados a la calle los pentecostales? El naciente protagonismo de la mujer —no como predicadora sino como profe-tisa y sanadora; por ejemplo, la hermana Nellie—;23 la estigmatiza-

21 Willis Hoover, “Historia del avivamiento pentecostal en Chile”, en Historia del aviva­miento, origen y desarrollo de la Iglesia Evangélica Pentecostal, 1978, p. 45.

22 Idem.23 Idem. El 12 de septiembre de 1909, mientras participaba en un culto dominical matu-

tino en la Segunda Iglesia de Santiago (Sargento Aldea), la hermana Elena pidió autorización del pastor local, W. Robinson, para dirigirse a la congregación. El pastor se negó, a pesar de que algunos hermanos insistieron en que la dejara hablar. En la tarde, la misma situación se produjo en Montel, local dependiente de la Segunda Iglesia. Pero esta vez, ante la negativa del pastor, la gente, que deseaba escuchar a la hermana Elena, salió al patio donde posterior-mente se produjo un confuso incidente en el que el pastor se cayó y se rompió la cabeza. El pastor W. Rice, de la Primera Iglesia, temiendo que tal situación se repitiera nuevamente en el culto vespertino, pidió la presencia de la policía. Efectivamente, la hermana Elena intentó, a pesar de la negativa del pastor, dirigirse a la congregación, siendo arrestada. Para ese arres-to fue necesario pedir refuerzos policiales, ya que quienes apoyaban el avivamiento intenta-ron evitar la detención de la profetisa.

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ción apoyada por los periódicos de la época; el acceso a los símbolos religiosos de niños y niñas, fueron las principales causas de la ex-pulsión de los templos protestantes. Esto implicó una “nacionaliza-ción del protestantismo”, transformándose en una “cuestión reli-giosa”.24

Desde 1909 la calle25 será el espacio por antonomasia de la iden-tidad pentecostal chilena. Su desarrollo y expansión no será fácil, porque la calle en Chile en el siglo xx será un espacio de pobreza, miseria y precariedad. El espacio de la calle marcó la identidad pentecostal y este discurso será predicado en los conventillos, cités y tugurios, que eran casi otras tantas extensiones de las calles.26

Frente a la miseria, los predicadores y predicadoras pentecos-tales prometían desde las calles un mundo invertido en el cielo:

24 Miguel Mansilla, “Nacidos en la calle. De la construcción bestial del predicador calle-jero a su construcción como patrimonio cultural”, en Acilbuper. Revista de Ciencias Sociales, 2005 [en línea: http://acilbuper.webcindario.com/agüero_nacidos_en_la_calle.html].

25 Vivir en las habitaciones populares en la primera mitad del siglo xx en Chile era como vivir en la calle. Las habitaciones populares merecían los mismos juicios: insalubres y mise-rables, así como un idéntico reproche a la vida inmoral y a los excesos de sus habitantes. En el imaginario nacional, los conventillos eran pequeñas Sodoma y Gomorra. En Valparaíso se les asociaba principalmente con los cerros, las quebradas y lugares inaccesibles, a pesar de es tar distribuidos por toda la ciudad; se les describía como construidos con cualquier tipo de material y generalmente identificados por la ropa tendida visible desde el plan, o por sus banderas blancas que testimoniaban cuarentena cuando las epidemias atacaban a la ciudad. Se creía que en los conventillos de cerro se originaban las pestes. El hacinamiento y las con-diciones paupérrimas de las casas generaban enfermedades que influían en la muerte precoz de niños y niñas. Había lugares donde los médicos eran escasos, en otros inexistentes y las distancias eran largas y el pueblo, pobre e inculto, muy indolente, por miseria, economía, ignorancia e indiferencia no lleva al niño ni al hospital ni al policlínico ni al médico, que están lejos, y confía sus niñas y niños al farmacéutico más próximo; María Urbina, “Los conventi-llos de Valparaíso, 1880-1920: percepción de barrios y viviendas marginales”, en Revista de Urbanismo, núm. 5, 2002 [en línea: http://revistaurbanismo.uchile.cl/n5/urbina]; Manuel Rojas, Hijo de ladrón, 1998, p. 145.

26 En relación con un estudio realizado entre 1925 y 1927, Luisa Schonhaut señala que la escasa, y sobre todo inapropiada, alimentación del pueblo, hace a la madre incapaz de pro-crear hijos fisiológicamente desarrollados y, posteriormente, incapaz de criarlos al seno; en segundo término, señala la enorme incultura de las madres del pueblo. El primero de estos factores, la baja y mala alimentación, o mejor dicho, la alimentación riquísima en carbohidra-tos, escasa en grasas y muy pobre en albúminas, que consume nuestro pueblo. Aquí cabe una antigua frase “la mesa del pobre es escasa, pero el lecho de la miseria es fecundo”. A esto hay que sumarle los altos niveles de desempleo y la mala calidad de los trabajos, lo que ge-neraba bajas expectativas de vida de los hombres. El promedio de vida al nacer en 1920 era de 21 años; en 1940 de 42 años, y en 1950 de 49 años; Luisa Schonhaut, “Hace 75 años. La mortalidad infantil en Chile estudiada por la Sociedad de las Naciones”, en Revista Chilena de Pediatría, vol. 78, núm. 2, abril 2007, pp. 202-210.

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“man siones de celestiales en vez conventillos”, “inmortalidad en vez de enfermedad y pestes”, “paraíso en vez de miseria”, “justicia eterna en vez de desigualdad social”, etc. Mientras llegaba la pro-mesa era necesaria una “sombra del paraíso” en medio de las calles polvorientas: “satisfacción espiritual para los que tenían hambre y sed”, “sanidad y salud para los enfermos”, “embriaguez espiritual para los alcohólicos”, “padre y esposo para los huérfanos y viu-das”, etc. Sin embargo, los transeúntes no entendían que las críticas de los panegiristas pentecostales aludían al más acá, por lo que más bien eran vistos como soflamas que decían peroratas. Se levantaban alzaras en las calles para no dejarlos predicar, además de gritarles vituperios con actos y palabras escarnecedoras.

De esta manera, la expulsión condujo a los pentecostales al au-toexilio en la calle, donde encontraron el único lugar posible de autonomía. Las calles de las ciudades chilenas eran entonces (1900- 1950) lugares de noches profundas, de espantos y demonios; donde el aire estaba lleno de fantasmas y demonios (enfermedades y pes-tes) ante los que nadie sabía cómo huir de ellos; la muerte entraba por las ventanas llevándose a los niños y hombres que languidecían en la miseria. Hollaron el lodo, llevando sobre su cerviz el yugo de la expulsión y la independencia religiosa como pendón. La calle fue el espacio donde el pentecostalismo predicó por más de ochenta años como “voz en el desierto” y marcó su discurso identitario, lo cual permitió una constitución de la identidad en tres dimensiones.

La identidad asignada

El sujeto se define en términos de cómo lo ven los otros. Sin embar-go, generalmente se dice que sólo las evaluaciones de aquellos otros que son de algún modo significativas para el sujeto, cuentan verda-deramente para la construcción y conservación de su autoimagen.27 Sin embargo, en la conformación de la identidad no sólo afectan los “otros significativos”, también los “otros no significativos”; es de-cir, no sólo el respeto, también el menosprecio28 influyen en la con-formación de la identidad.

27 Jorge Larraín, op. cit., 2001, p. 28.28 Según Honneth, existen tres tipos de menosprecio: el que afecta la integridad física de

la persona; el que se realiza mediante la exclusión estructural de los derechos hacia un deter-

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Una forma de menosprecio se produce cuando una persona es excluida estructuralmente de la posesión de determinados dere-chos den tro de una sociedad. Cualquier miembro de una comuni-dad tiene el mismo derecho a participar en su orden institucional. Si a una persona se le niegan sistemáticamente ciertos derechos de este tipo, implica que no es considerada del mismo grado represen-tado por la negación de derechos y por el ostracismo social. La ex-periencia de tener ciertos derechos denegados está emparejada con la pérdida de la capacidad de relacionarse como miembro de inte-racción, con posesión de iguales derechos que todos los otros indi-viduos. Lo que produce una pérdida del respeto propio y la auto-rrealización.

Otro menosprecio es la degradación o menoscabo de los estilos de vida individuales o colectivos. La dignidad de una persona se valora por la aceptación social del método de autorrealización en un horizonte de tradiciones culturales dadas en una sociedad. El individuo que experimenta este tipo de devaluación social normal-mente cae preso de una pérdida de autoestima y, por consiguiente, de la oportunidad de entenderse como un ente estimado en sus capacidades y cualidades características.

El menosprecio a la religión pentecostal: la pentecosfobia

La pentecosfobia obedecía a diversas razones: ser una minoría re-ligiosa, ser popular (el protestantismo lle gaba a los sectores me-dios) y contracultural en sus inicios, en la medida en que predica-ban las mujeres, los niños tenían acceso a las experiencias extáticas y condenaban lo más arraigado en la cultura popular, esto es el al-cohol. Los templos más precarios eran espacios para el éxtasis reli-gioso.

El pentecostalismo inició una cruzada moral contra el alcoholis-mo, donde las mujeres empuñaron las armas bíblicas contra aque-llos ritos bacanales observados en los bares. Pero no era propio de

minado grupo; y el que menoscaba o deslustra los estilos de vidas individuales y grupales; citado por Irene Comins, “Cultura para la paz, hacia una búsqueda del reconocimiento”, en IV Jornadas para el Fomento de la Investigación en Ciencias Humanas y Sociales, mayo de 1999. [en línea: http://www.uji.es/bin/publ/edicions/jfi4/culpaz.pdf].

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la época que “mujeres decentes” hablaran públicamente, y menos aún que predicaran la palabra de Dios, algo propio de hombres y administradores académicos de la Palabra; de ahí que provocaran tanto desdén entre los peatones. Frente a ello los aludidos reaccio-naban cáusticamente:

En 1918, estábamos en el cerro Mariposa un grupo de voluntarias predicando en la calle. Un hombre empezó a protestar, y se cubría con las manos como impidiendo que la Palabra de Dios le alcanzase. Como no podía impedir la predicación, fue a su casa y trajo un recipiente con orines y otras inmundicias y lo lanzó sobre las hermanas. Las hermanas no se movieron, ni se sacudieron, sino que siguieron la predicación. Cuando terminó de predicar, una hermana se volvió hacia el hombre y en presencia de todos le amonestó de que se arre-pintiese, o que la mano de Dios vendría sobre él, y el grupo se retiró para predicar en otra parte.29

Como no podían recurrir a la violencia física, ni prohibir las predicaciones en la vía pública, puesto que ya en 1888 se había pu-blicado la ley que otorgaba libertad de culto para todas las confesio-nes, la tolerancia y la no discriminación religiosa, frente a ello sólo recurrían a condiciones vejatorias como tirar orines y excremento humano, o tirar vino sobre los pentecostales, encenegar y envilecer a los predicadores y predicadoras contra aquello que perseguían.

En el año 1925 en Villa Alemana, en una ocasión que se predicaba al aire libre, un hombre entró en medio del grupo para interrumpir. Traía un litro de vino y quería obligar a los hermanos a que tomaran el vino. Como negaran hacerlo les amenazó de tirar el vino por la cabeza. Como no le hicieran caso, cumplió su amenaza tirando el vino por la cabeza y por la ropa y se fue. Después vol-vió y quedando fuera del grupo hizo lo mismo otra vez, y al fin se retiró, y entró en una cantina cercana.30

No sólo recibían actos ignominiosos en las calles, sino también verbalizaciones y apodos escarnecedores de los protestantes misio-neros, quienes rechazaban las experiencias extáticas de los cultos pentecostales y la “cultura callejera” (el testimonio que los predi-cadores y predicadoras daban de sus vidas pasadas cuando predica-ba en la calle). Los testimonios callejeros se tornaron tan execrables

29 Fuego de Pentecostés, núm. 12, septiembre 1928, p. 5.30 Ibidem, núm. 4, abril 1928, p. 4.

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a los oídos de los transeúntes que les llamaron “zamba y canuta”.31 Es te término significa explicitar intimidades, y proviene de la histo-ria de que una ‘canuta’ de origen zambo” confesaba en público sus más fuertes pecados. Cuando la persona se convertía a la religiosi-dad evangélica, quedaba tan impresionada con los cambios —su-mado a la poca lectura de textos, ya que muchas veces era analfabe-ta— que recurría al “testimonio público” para verbalizar su vida anterior. En la calle todos quedaban muy impresionados ante la for-ma en que los predicadores y predicadoras pentecostales relataban sus intimidades a viva voz, lo cual suscitaba que se les apodara de distintas formas: “los pocos hermanos que recibieron el Espíritu Santo desde un principio, se les vejaba, como malhechores, dándo-les el apodo de ‘profeta’. ‘Los santificados’, como otros les llaman, no hemos tenido templo, y nos hemos reunidos por cuatro largos meses y estrechan pero el Dios de los cielos, ha mirado con miseri-cordia dándonos [...]”.32

Ante la embriaguez física los pentecostales proponían la em-briaguez espiritual. Mientras la primera era concebida como peca-do que conllevaba a “gastar el poco dinero en lo que no es pan”, incentivando el desempleo, la violencia en el hogar y la pobreza; la segunda era producto del Espíritu Santo. En consecuencia, la em-briaguez espiritual permitía la comunicación directa con la deidad, se hablaba en glosolalia, se adquirían sanidades físicas y milagros. Esos momentos extáticos eran tan magníficos que las personas bus-caban o inducían aquellas experiencias.

Metáforas fáunicas

Entre las muchas expresiones que se utilizan para execrar a las per-sonas o grupos pentecostales están las metáforas extraídas de la fauna, y entre las denominaciones más conocidas encontramos moscas, perros, chanchos, burros. Así, una de las expresiones co-munes para denostar a estas personas era la expresión “burros”: “en otra ocasión, en 1925, predicamos en Quilpue en un crucero donde un carnicero tenía un puesto en la esquina. El carnicero dijo

31 Miguel Mansilla, op. cit., 2004.32 Fuego de Pentecostés, núm. 48, diciembre 1931, p. 4.

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a un guardián: ‘lleve presos a esos burros que están rebuznando’, y el guardián nos impidió seguir predicando”.33

Dicha expresión se refiere a personas brutas, irracionales, inci-vilizadas y de escaso entendimiento. Que no sólo no entienden, sino que ni siquiera saben hablar. Aquí hace referencia también a la escasa escolaridad y el analfabetismo de los pentecostales. Además, esta metáfora hace notorios dos fenómenos de la primera mitad del siglo xx chileno. En la década de 1940 la población rural era de 47.5% y la urbana de 52.5%, lo cual quiere decir que Chile era aun un país rural. En la misma década, 42% de la población era analfa-beta, y por ello el uso de la citada metáfora implicaba una fuerte influencia de la cultura rural y una escasa valoración de la escolari-dad, ya sea para el campo como “fuerza bruta” y posteriormente resignificada por el pentecostalismo con la frase la “letra mata” el espíritu, ya que para entrar al cielo sólo se necesita leer, algo funda-mental para leer la palabra de Dios.

La identidad restituida

Los pentecostales lograron insertar algunos símbolos externos y los resignificaron. Esto nos ayuda a entender que la identidad no sólo es oposición y diferencia, sino también integración de valores, creen-cias, símbolos, ritos que resultan eficientes a la nueva identidad.

Locura

Los locos siempre fueron personas despreciadas y despreciables: en ocasiones eran azotados públicamente; como en una especie de jue-go, los ciudadanos los perseguían simulando una carrera, y los ex-pulsaban de la ciudad golpeándolos con varas. Obligando a los lo-cos al exilio ritual, su exclusión debe recluirlos: no pueden ni deben tener como prisión más que el mismo umbral, que le retiene en los lugares de paso. Es puesto en el interior del exterior, e inversamen-te. Una posición altamente simbólica, que seguirá siendo suya has-ta nuestros días con sólo admitir que la fortaleza de antaño se ha

33 Ibidem, núm. 4, septiembre 1928, p. 6.

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convertido en el castillo de nuestra conciencia.34 La locura siempre es una cualidad de los pobres, dado que esos mismos actos en per-sonas adineradas no son prueba de locura, sino de individuos ex-céntricos.

En el pentecostalismo la locura tenía una doble connotación: el mundo inverso y la encarnación del mal. En el primer caso se trata del elogio de la locura: al igual que en Erasmo de Rotterdam, ésta reserva a los hombres del saber, ya sean gramáticos, poetas, recto-res, escritores, jurisconsultos, filósofos o teólogos, hombres de bar-ba y toga.35 Los pentecostales se percibían a sí mismos como los últimos eslabones de la cadena de la locura. Pero a diferencia de los sabios anteriores, esta sabiduría es revelada por la fe, sabiduría que es despreciada por otros como locura, pero una “bendita locu-ra” para ellos.

La locura es aquí, como lo señala Foucault,36 la renuncia al mun-do; el abandono total a la voluntad oscura de Dios; búsqueda de la que se desconoce el fin. Donde la razón del hombre es la verdadera locura frente a la sabiduría de Dios. Esta es la locura paulina: “por-que si estamos locos, es para Dios”; “porque la palabra de la cruz es locura para los que se pierden... Pues ya que en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios, agradó a Dios salvar a los cre-yentes por la locura de la predicación”; “como si estuviera loco ha-blo...”. De esta manera, el hecho de que al pentecostal lo trataran de loco, no hacía más que confirmar la idea que tenía de sí mismo: “En este año (1918) Dios ha visitado la misma iglesia con otros aviva-mientos. En el mes de enero, durante una reunión en que se mani-festaba toda actividad y bullicio que suelen acompañar un aviva-miento semejante, llegó a la puerta un joven español que comenzó a interrumpir el servicio en alta voz, increpando a la iglesia, tratán-dola de una banda de locos, desafiando a discutir, lanzando burlas e insultos por largo rato”.37

Así, la locura como encarnación del mal era una etiquetación de la sociedad chilena expresada en los cultos pentecostales al interior del templo.

34 Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica, 2006, t. 1, p. 24.35 Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura, 1977.36 Michel Foucault, op. cit., p. 55.37 Fuego de Pentecostés, núm. 78, marzo 1935, p. 11.

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El predicador callejero

El predicador callejero no es una invención pentecostal, sino más bien una reinvención. La predicación callejera comienza con Juan Canut de Bon, un pastor que se hizo presbiteriano, luego regresó brevemente al catolicismo y al final se incorporó a la Iglesia Meto­dista. Se le conoce como médico naturista. Recorre Chile predican-do en Copiapó y en La Serena (1890). Es pastor por un tiempo y continúa hasta Concepción, predicando en las esquinas de las ca-lles. Sus sermones fuertemente emotivos entusiasman a la gente y le abren el mundo al protestantismo chileno. Los templos son des-bordados por los conversos. De esta manera la predicación callejera se inicia con el metodismo, como una de varias estrategias de pre-dicación; sin embargo, los pentecostales la transformarán en la úni-ca estrategia, arma y recurso de evangelización pública.

Así el misionero es reemplazado por el predicador callejero, que no es un sacerdote ni un profesional de la Palabra, sino zapate-ro, minero, vendedor de empanadas; un hombre cualquiera de la vida cotidiana. El que habla podría ser uno de los que pasan; y el que pasa, podría muy bien algún día ser el predicador. La palabra de Dios no es ya monopolio de especialistas, para gran sorpresa de burgueses y hombres educados, a quienes choca no sólo el lengua-je de los pentecostales, sino más aún su pretensión de querer hablar de Dios. Esta gente —decía un maestro de escuela— no habla ni siquiera castellano, sino una jerga. No saben escribir, muchas veces apenas pueden leer y citan las epístolas de San Pablo, tan difíciles que los teólogos trabajan en ellas hace dos mil años y no pueden comprenderlas totalmente. ¿Con qué autoridad enseñan? Pero lo que escandaliza a la gente entrevistada es precisamente lo que le llega y le gusta al pueblo. Aunque el lenguaje se tiña de dialecto y de jerga, el mensaje es escuchado porque le sirve de vehículo la voz del inquilino y del roto; hombres que viven lo que predican, y que viven una situación social de problemas y dificultades que compar-ten quienes los escuchan. El que predica es hermano del que oye: participan de la misma clase social y comparten el peso de proble-mas semejantes para subsistir.38

38 Christian Lalive D’Epinay, op. cit., 1968, p. 80.

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Cuando las personas recibían el Espíritu Santo con poder, las personas bau-tizadas, fueran niños, niñas, hombres o mujeres, se sentían impulsados a salir a la calle y pregonar a toda voz, a ir a sus amigos y vecinos, a hacer viajes a otras partes, con el sólo fin de llamar al arrepentimiento a los hombres y ha-cerles saber por su testimonio que tan sublime experiencia era un privilegio que estaba en el alcance de toda persona hoy, tal como en los días de los após-toles.39

El predicador callejero predica con el corazón y en el lenguaje de la calle: expresa angustia, pero transmite esperanza. La angustia atraviesa todo el discurso religioso callejero y habla de “situaciones límite” que no se pueden evadir, como la pobreza, la miseria, el desempleo, la enfermedad, la falta de vivienda y de escolaridad. Estos son los “desheredados del capitalismo”, los “renacuajos del pantano”, que vivían con sed y hambre de justicia en tugurios, ve-cindades y poblaciones callampas, comiendo “pan de angustia” y “agua de ajenjo”. A ellos las predicadoras y los predicadores ofre-cían mansiones, herencia y principados en la ciudad de Dios, ante la ausencia del menor rastro de un paraíso terrestre ofrecido por la ciudad secular:40

Un domingo en la tarde, un joven empleado de mozo en una casa particular en Viña del Mar estaba en la reunión, tal vez por segunda o tercera vez. Orando con muchos en el altar, de repente se levantó y con rostro encendido con fervor dijo, como un impulso irresistible, “¡Dios es amor!, ¡Dios es amor!”. Lo repitió varias veces. Luego dijo: “tengo que decirlo en la calle”, y se fue corriendo por todo el pasillo de la iglesia, empujó la mampara y salió. Hincándose en medio de la calle gritó una y otra vez: “Dios es amor” y ense-guida “Dios es amor en la cocina y Dios es amor en la cantina!”. Al decir cantina se levanta y corre a una cantina cercana y entrando alza otra vez la voz con “Dios es amor”. El cantinero no aguantó el mensaje, y menos el mensaje-ro, y llamando a un guardián lo mandó a la comisaría...41

Las predicadoras y predicadores callejeros se preocuparon de los más difíciles de integrar, de los despreciados y desamparados, los pobres que no podían soportar su propia situación, que sólo saben pedir “pan y circo” para sobrevivir: a éstos les encantó, quizá

39 Fuego de Pentecostés, núm. 1, enero 1928, p. 8.40 Miguel Mansilla, op. cit., 2005.41 Fuego de Pentecostés, núm. 1, enero 1928, p. 8.

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para que el peso insoportable de su miseria fuera llevadera, ofre-ciéndoles una vida supletoria, reconstruyendo en lo inmediato una pequeña comunidad en los escarpados laberintos callejeros, “un pequeño refugio contra el viento, como resguardo contra la tormen-ta; como arroyos de agua en tierra seca, como sombra de un peñas-co en el desierto”, e instalaron su púlpito en las calles laberínticas y escarpadas de la ciudad, ya que ni siquiera merecían las plazas como lugar de congregación, porque las plazas estaban resguarda-das para la religión oficial.

La predicadora y el predicador callejero no eran sólo heraldos con su soliloquio: se hacían acompañar de música e instrumentos populares, tradición adoptada a partir de la conversión de los her-manos Ríos, quienes habían trabajado con sus guitarras en el circo. Este espectáculo circense lo trasladan inicialmente a la calle y luego —dado el éxito obtenido en las predicaciones callejeras—, al tem-plo, aun cuando hasta entonces la guitarra había sido un elemento asociado a la fiesta de los restoranes y al alcohol. Esto indujo a una nueva estigmatización de los pentecostales, ahora culpables de con-vertir el culto en “espectáculo circense” y llevar la Palabra a “tem-plos-tabernas”.

Para muchos pentecostales asociados a la religión metodista, lo anterior era como “traer el mundo a la iglesia” o que el diablo en-trara en la iglesia, pues los himnos se tocaban con guitarra y se les adaptaban melodías populares. Esto contribuyó a que el rito reli-gioso pentecostal fuera atractivo, y por ello “ser canuto” estaba aso-ciado a la Biblia bajo el brazo, el traje azul, la guitarra y la predi-cación en la calle, y de alguna manera en este “ser pentecostal” en Chile influyó la imagen del metodismo pentecostal.42

Identidad adscripta

Ésta es una de las dimensiones de la identidad pentecostal más tra-bajada en algunos aspectos generales, el comunitarismo, el abando-

42 Sin embargo, la Iglesia Evangélica Pentecostal mantuvo la posición de Hoover de considerar como tendencias mundanas la asociación de la guitarra con el baile y la bebida. Sentía que el órgano proveía un acompañamiento musical adecuado. Compuso una colec-ción de himnos tradicionales y música; transcribiendo los arreglos esmeradamente, nota por nota, y tradujo al español cientos de himnos que aun hoy se usan en la iglesia.

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no providencialista como la salud y la glosolalia. Sin embargo en otros aspectos existe un total vacío, aun cuando se trata de elemen-tos muy relevantes para la identidad pentecostal, tales como el ayu-no, la vigilia, los éxtasis, los sueños. Éstos son elementos identita-rios a los que se adscribió el pentecostalismo, y que le permitieron llegar y arraigarse en la cultura popular e indígena chilena.

Comunitarismo

El sentido de comunidad implica la asociación con otras personas similares en torno de un ideario (en este caso) religioso. El pente-costalismo como comunidad ha sido trabajado por varios autores,43 pero como una característica marginal. Sin embargo, Tennekes44 será quien defina el pentecostalismo por su fuerte sentido comunitario, el cual implica un “nosotros” que se traduce en fuertes sentimientos de participación en una colectividad indivisible, y que lleva a hom-bres y mujeres a identificarse con los otros, con los que forman ese “nosotros”. Ese sentimiento surge del hecho de que cada integrante se sabe poseedor de una misión que cumplir en los recíprocos in-tercambios de las escenas sociales, lo cual involucra, por cierto, sub-ordinación parcial del individuo a la comunidad de que forma par-te; a su vez esto conlleva, ya sea de forma física o psicológica, una vinculación con su comunidad, y determina que ésta constituye para él una especie de gran hogar. Ya sea como definición central o marginal, el comunitarismo pentecostal no aparece de manera ex-plícita. Es decir, no se presentan antecedentes de cómo y por qué el pentecostalismo tiene un sentido comunitario, por lo que aquí mos-tramos algunos antecedentes a partir de los relatos.

Ayuno

La máxima que mueve al pentecostalismo es la idea judeocristiana de “no sólo de pan vive el hombre, sino de la palabra que procede

43 Véanse los trabajos de Manuel Ossa y Christian Lalive D’Epinay ya citados; también Matthew Bothner, “El soplo del espíritu: perspectiva sobre el movimiento pentecostal de Chile”, en Revista de Estudios Públicos, núm. 55, 1994.

44 Hans Tennekes, El movimiento pentecostal en la sociedad chilena, 1984, p. 71.

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de la boca de Dios”. Esto implica el sacrificio y la negación de una necesidad fundamental del ser humano, como es el alimento diario. El ayuno se manifiesta como un sacrificio humano a Dios. Es una abstención consciente de alimentación por un determinado tiempo, en el que el fiel se compromete a consagrar su cuerpo a una búsque-da espiritual. El ayuno se presenta como una oblación y una liba-ción hacia la divinidad con el fin de conseguir algo determinado y difícil de obtener por otros medios: sanidad, trabajo o una solicitud privada. Así el ayuno es un intercambio simbólico entre el creyente y Dios.

El ayuno también es un recurso de diferenciación social, pues quien desea movilidad al interior de su comunidad debe manifes-tar una mayor propensión y disponibilidad a la abstención de ali-mentos. Quien tiene capacidad de pasar periodos prolongados de abstención de alimentos, tendrá una mayor capacidad de liderazgo. En esa época un líder pentecostal se distinguía por su capacidad de ayunar, como se desprende de los testimonios siguientes: “Cierto día, mirando mi vida delante del Señor, me consideré indigno por la responsabilidad que tenía frente a la obra, y me dispuse a ayunar, poniendo mi cuerpo en sacrificio por siete veces [días continua-dos]... Una de las hermanas siente de ayunar por la misma petición que yo tenía delante de Dios”.45 “Desde el año 1920 que llegué a es te lugar... Muchas lágrimas, muchas vigilias en las montañas, ayunos, só lo con mi Dios, lleno de esa fe bendita que un día recibí en mi corazón y que en esos momentos, instantes supremos de angustias por almas”.46

El ayuno en esos tiempos cumplía también una función social. En aquel entonces el “morirse de hambre” en Chile no era una me-táfora sino una realidad derivada de la pobreza y el desempleo, así que los alimentos resultaban muy escasos y el ayuno se exigía in-cluso en los niños.

También significaba alejar a los hombres del “espacio materno” representado por la cocina, y el hecho de buscar una mujer como esposa implicaba buscar una buena cocinera, una que hiciera mila-gros con los precarios alimentos. En otro sentido, el duro trato con el cuerpo implicaba hacer pensar a los hombres que si eran capaces de controlar su apetito por los alimentos, que eran una necesidad

45 Fuego de Pentecostés, núm. 60, septiembre 1933, p. 6.46 Ibidem, núm. 65, febrero 1934, p. 5.

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fundamental, ¿cuánto más se podía lograr con el control sexual y del alcohol? Encontramos relatos pentecostales con ayunos de has-ta cuarenta días.

Vigilias

Este espíritu penitente también conllevaba al realce de la vigilia, sobre todo los fines de semana, cuando el atractivo de los bares se hacía más intenso para los hombres. Estas noches sagradas implica-ban entregarse a la oración individual y grupal, a cantos de conte-nido luctuoso y caliginoso, esperanzados en el éxtasis con la divini-dad; esos momentos también dejaban espacio para los testimonios y la posibilidad de expresar cómo otros habían vencido en su afán de cambiar tras muchos años de vida disoluta; por último permi-tían recomponer fuerzas para enfrentar el lunes, para visitar aque-llos espacios de trabajo bregosos:

Tenemos reuniones que principian a las 4 de la tarde todos los días y sólo nos levantamos para diseminarnos en los 18 distintos locales de predicación. Hay reuniones de oración con más de 80 asistencias. Todos los sábados hay vigilias desde las 9 de la noche hasta la una y dos de la mañana...en la ciudad de Quillota, anteanoche hubo vigilia en casa de mi hermano Segovia con muchas bendiciones...en la ciudad de Santiago la reunión del miércoles duró hasta la una de la mañana...en la ciudad de Valdivia celebramos diez reuniones por semana, aunque parezca pesado, pero se hace necesario por la incredulidad de la gente burladora...desde el lunes tenemos dos reuniones diarias de ora-ción: una de dos a tres en la que participan las señoras y otra de ocho a nueve de la noche para todos.47

Ambos, los ayunos y las vigilias, permitían a los pentecostales contrarrestar la falta de alimentos, y con mucha frecuencia solía de-cirse que “donde hay dos o tres ahí en medio está Jesús”; sin embar-go, una vez que terminaban ambos ritos, generalmente se celebraba una comida comunitaria.

47 Chile Pentecostal, núm. 3, diciembre 1910, p. 2.

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Ágape

En los primeros tiempos del cristianismo, el ágape hacía referencia a la comida que los fieles tomaban en común. En todas las iglesias y confesiones cristianas, la celebración litúrgica del ágape comuni-tario es un elemento central del servicio divino, por ello desde los primeros tiempos de la cristiandad todos los fieles —sin que impor-tara de dónde procedían y por qué tradiciones paganas o judías estuvieran influidos— han realizado este convivio de carácter reli-gioso.48

Si bien ésta es una de las experiencias menos documentadas, aparecen pequeños relatos donde al final la “entrega de ayunos” se hacía conjuntamente en los templos, para luego terminar con una comida comunitaria, como una especie de “olla común” donde to-dos contribuían y participaban, ya fuera llevando alimentos y coci-nando para comerlos en grupo. También se hacían paseos en días festivos religiosos y seculares como semana santa, fiestas patrias, Navidad y año nuevo, con el fin de comer en comunidad y partici-par en distintas actividades, entre ellas los bautismos y la celebra-ción del culto al aire libre.

Determinismo providencialista

Desde los inicios de la República en 1818 hasta la década de 1940, el Estado chileno había pasado por dos etapas: oligarquía liberal49

48 Carmen Castilla, “Hambre para hoy y pan para mañana: ayuno y ágape en las comu-nidades neocatecumenales”, ponencia para el Tercer Congreso Virtual de Antropología y Arqueología, 2002.

49 Susana López señala que la oligarquía es un sistema estable de organización del po-der social bajo el dominio de los grupos agroexportador y latifundista, a los que se asocian progresivamente los estamentos gerenciales que administran las inversiones extranjeras en los sectores minero, financiero e industrial, especialmente de procedencia británica. El mode-lo oligárquico fue resultado de la combinación de las formas no-capitalistas heredadas de la Colonia y la producción capitalista europea. Por eso es necesario examinar las características que presentaba el modelo colonial y estudiar la dinámica expansiva del capitalismo central. En lo político, el Estado oligárquico no desea ciudadanos activos con capacidad de participa-ción y decisión políticas, comprometidos; prefiere un espacio de participación política res-tringido, sin resistencias, uniforme y con una amplia masa de hombres y mujeres pasivos, meros habitantes con amplias libertades civiles mas no ciudadanos. El considerarse la única clase capacitada para gobernar, llamada no sólo a dirigir la política, administrar la economía y dominar la sociedad, sino también a proponer a las clases subalternas un proyecto de orga-

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(1833-1930) y liberal desarrollista (1930-1973). Esta última era la gran esperanza de los sectores populares, al grado de que incluso se le llamaba Estado providencialista. Este tipo de Estado trajo gran-des beneficios laborales a la mesocracia y a los obreros sindicaliza-dos, principalmente al área urbana tradicional —es decir, el Chile central: Valparaíso, Santiago y Concepción—; sin embargo, dejó de lado los sectores rurales y éstos se vieron obligados a emigrar del campo a la ciudad, formando así el conocido fenómeno de la mar-ginalidad. Este grupo no tuvo acceso a los recursos y beneficios prometidos por el Estado providencialista, y es aquí justamente donde aparece la comunidad pentecostal predicando a Dios como proveedor de las necesidades básicas: alimento, sanidad, trabajo y alfabetización como satisfacciones viáticas (que eran provistas y com partidas por la comunidad pentecostal), mientras las otras sa-tisfacciones eran diferidas al cielo en la venida de Jesús.

Taumaturgia

Lo llamativo del pentecostalismo es lo que ofrecía aquí y ahora, como las necesidades materiales simbolizadas. De las ocho páginas que tienen las revistas Fuego de Pentecostés (desde 1927) y Chile Pen­tecostal (desde 1910), en cuatro se habla constantemente de testimo-nios de sanidad. Son revistas mensuales que en cada una de sus ediciones se publican testimonios de sanidad, además de dedicar otras páginas a las enseñanzas bíblicas en función del mismo tema: “Sé que algunos han recibido el bautismo por la imposición de las manos y algunos enfermos testifican que a pedido de ellos mismos, han sido sanados por la imposición de las manos. He visto y soy testigo de quien ha dejado el uso de anteojos...una hermana vio una visión en la que enfermos, cojos en sillas, ciegos, tuertos, etc., eran sanados en nombre de Jesús Nazareno y se levantaban glorificando a Dios”.50

El don de sanidad era una habilidad adquirida del Espíritu Santo, asequible para que todos los hombres y mujeres pentecosta-

nización del país que, aun si fuera beneficioso para ella exclusivamente, fuese aceptado por las otras clases. Susana López, Representaciones de la Patagonia: colonos, científicos y políticos 1870­1914, 2003.

50 Chile Pentecostal, núm. 3, diciembre 1910, p. 2.

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les pudieran predicar el evangelio a los enfermos; para que ellos tuvieran fe en la Palabra, el predicador les imponía sus manos so-bre la cabeza y oraba por ellos. El enfermo debía prometer que al ser sanado iría al templo pentecostal y se convertiría a dicha reli-gión. Cuando el enfermo demoraba en ser sanado, la comunidad pentecostal entraba en una cadena de oración, de ayuno y vigilia hasta que el enfermo se recuperaba.

Una vez sanado, el enfermo tenía como compromiso dar testi-monio a otros del poder de Dios, y en ese sentido el mensaje era claro y preciso: “Cristo sana y salva”. El nuevo pentecostal debía asistir constantemente a los cultos, de otra forma le vendría una “recaída siete veces peor”. Aunque esto pareciera ser una amenaza constante, la gran mayoría no lo hacía por imposición, sino con gus-to. El enfermo se sanaba porque una comunidad completa le acom-pañaba en su enfermedad, llorando y suplicando su sanidad ante Dios.

Para una persona pobre y enferma este solo hecho era una ver-dadera manifestación del amor de Dios que le permitía recuperarse, porque ahora ya no se concentraba en su enfermedad sino en su restablecimiento. Incluso ahora estaba preparada para morir, pues las nuevas canciones que se entonaban le hacían desear el cielo. Aunque siguiera enferma, su padecimiento adquiría un significa-do: la enfermedad es un medio que Dios tiene para llamar a los perdidos. La enfermedad es un mensaje del amor de Dios.

Glosolalia

El arte de hablar en lenguas es uno de los atributos que los fieles pentecostales consideran como manifestación divina, y en ese sen-tido representa la prueba de una verdadera conversión. La glosola-lia es una forma de vocalización que muestra varios rasgos distinti-vos. En primer lugar no es propiamente una lengua, pues quien posee el don de lenguas no entiende lo que dice. Lo que él o ella emiten no son palabras con significado específico, y para el escucha esos sonidos parecen una lengua extraña en tanto que carece de significado; sin embargo, el hecho de que el emisor no comprenda lo que dice no significa que los oyentes no lo entiendan. Existe una diferencia entre quienes vocalizan lo que ellos consideran el len-guaje de la gente ordinaria y los que vocalizan en “lengua celestial”.

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Para entender las lenguas “celestiales” la persona tiene que estar imbuida del don divino de la interpretación. Quienes hablan en lenguas son distinguidos con la habilidad de hablar tanto celestial como humanamente.51 Así: “una niña de 12 años, hija de la lavan-dera de una hermana, fue invitada al paseo del ‘dieciocho’ (día de las fiestas patrias). No era de la iglesia, pero en el paseo aprendió un himno que le gustó mucho. Algunos días después, cantando este himno en su casa, la niña cayó al suelo y comenzó con las ma-nos a marcar el tiempo. Luego comenzó a hablar en una lengua desconocida”.52

Para los pentecostales hablar en lenguas era una verdadera ex-presión de alegría, ya que significaba no sólo ser salvo, sino tam-bién lleno del Espíritu Santo; capacitado y apto para cualquier mi-sión, especialmente para proselitismo y sanación: “el 14 de marzo (de 1928), día muy bendito, fui bautizado con el Espíritu Santo y alabé a Dios, cantando a Dios en nuevas lenguas, como lo dice su palabra en Hechos 2:24”.53

Frente a ello el hablar en lenguas significaba la máxima expre-sión de bendición divina. La bendición material era el signo de ser elegido para los calvinistas, el hablar en lenguas lo era para los pen-tecostales. Las nuevas lenguas eran signos del bautismo del Espíritu Santo, símbolo de vida y poder simbólico.

Éxtasis

El éxtasis religioso es la disipación del sujeto y del mundo en una realidad extrahumana y superior al sujeto. Este éxtasis se puede considerar como místico, es decir está vinculado con una práctica interior de lo religioso que supera el punto de vista doctrinal o dog-mático y no puede explicarse sólo a partir de éste. Es un estado de perfección espiritual en el que el alma percibe la presencia de Dios, recibe sus dones y acaba uniéndose con Él. El alma recorre un cami-no de renuncia y perfeccionamiento hasta llegar a la unión con Dios. Este camino comprende tres vías: la vía purgativa, en la que

51 Carlos Garma, “La socialización del don de lenguas y la sanación en el pentecostalis-mo mexicano”, en Alteridades, núm. 10, 2000.

52 Chile Pentecostal, núm. 3, marzo 1928, p. 8.53 Fuego de Pentecostés, núm. 10, octubre 1928, p. 7.

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el alma se esfuerza en lograr la perfección mediante la renuncia a los vicios y la práctica de las virtudes; la vía iluminativa, en la que el alma ya purificada comienza a gozar de la presencia de Dios; y la vía unitiva, en la que Dios y el alma se funden en una unión amo-rosa que se expresa mediante símbolos.54

En el éxtasis místico pentecostal pueden distinguirse además tres momentos bien marcados: a) la preparación para el éxtasis, b) el éxtasis propiamente dicho y c) el pos-éxtasis o clausura del “sueño extático”, retorno inevitable al tiempo profano. Es usual entre los pentecostales distinguir dos estados extáticos: uno anterior o pre-extático, que se caracteriza generalmente por una búsqueda intensa de las manifestaciones del Espíritu de Dios, pero sin hablar en len-guas; y otro extático propiamente (acompañado casi siempre por la glosolalia), con la presencia de sensaciones físicas muy marcadas: pérdida del control motriz, convulsiones, balbuceos, experiencia de “un fuego que quema los labios” —y que la conciencia del sujeto extático describe como el “fuego del Espíritu de Dios” que purifica su ser—, una especie de “corriente eléctrica suave que corre desde su cabeza hasta sus pies, o bien una sensación de “agua fresca” que corre por su interior “como ríos de agua viva”, un estado o senti-miento de profunda paz y regocijo espiritual indescriptible:55

El Espíritu venía sobre las mujeres trabajando a solas en casa; caían al suelo en casa; caían al suelo y veían visiones. Hombres sacudidos en la cama, apare-ciéndosele el Señor y conversándoles cosas sublimes. Una joven de dieciséis años bañándose fue tendida en las rocas en comunión con Dios inconsciente de las burlas y los pinchazos, de sus compañeros. Una joven, volviendo a casa con sus padres de la reunión fue tomada por el Espíritu de manera que gritaba ¡Gloria a Dios! A toda boca y fue llevada a la comisaría.56

En estas experiencias extáticas generalmente se cae al suelo con una mirada perdida; en otras ocasiones las personas danzan o dan vueltas con los ojos cerrados, caen al suelo con profundos accesos de llanto, o hablan en lenguas extrañas. En estas experiencias extá-

54 Cecila Esplugas, “El éxtasis religioso y el éxtasis de la insignificancia”, en Temakel, revista electrónica [http://www.uji.es/bin/publ/edicions/jfi4/culpaz.pdf].

55 Bernardo Campos, “El éxtasis pentecostal”, en Pentecostalidad, revista electrónica [http://www.pentecostalidad.com/index.php?option=com_content&task=view&id=17&Itemid=71].

56 Fuego de Pentecostés, núm. 2, febrero 1928, p. 8.

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ticas participa una gran cantidad de personas de la congregación, especialmente mujeres adultas.

Sueños

Los sueños cumplen una función comunicativa, que revela una nueva arista al actuar como un instrumento de llegada a las perso-nas más reticentes, donde el evangelio y los hombres fracasan. Se fortalece la dimensión onírica, se trata de un espacio ajeno a las confusiones y de las resistencias de los valores mundanos, posee-dor de un estatuto de realidad equivalente al estado de vela. Para un pentecostal Dios es real, por tanto los sueños sagrados no son invenciones de la mente, sino la expresión palpable y efectiva de los acontecimientos pasados y futuros:57 “Dios me reveló su voluntad en sueño. Me vi buscando una planta con muchas dificultades y cuando mis pies se empezaban a ensuciar, oí una voz que me decía: ‘No busques más planta porque vas a perder tu calzado’. Al desper-tar en la mañana recibí la interpretación de ese sueño, que entendí claramente: que no debía buscarla porque perdería mi fe”.58 Los sueños eran el medio de comunicación clara de la voluntad divina a un individuo. Una relación entre el Espíritu de Dios y el espíritu humano:

No mucho después tuve esta visión, que no se si estaba despierto o dormido. Llegó un hermano en un camión chico y me dijo que me sentara. Me senté y empezamos a subir por un camino lleno de alambres de todas clases, gruesos y delgados, pero el camión lo cortamos a todos. Llegamos al fin a una expla-nada donde había un portón blanco y muy grande; era el cielo... Ví allí la gloria de Dios con toda su maravilla; habían multitudes de miles que canta-ban gloria al Cordero de Dios; las bandas celestiales con instrumentos de oro preciosos; maravillas que duraron toda una noche...Ví a muchos ladrones re-dimidos por la sangre del cordero: uno me dijo “hermano, tu que tuviste la dicha el mismo día que yo la tuve (yo fui salvado el día viernes santo), y en-tendí que era el ladrón arrepentido que fue crucificado con Jesús. Me acerqué a conversar con él, y su ropa era tan hermosa que quise tocarla, pero él no me permitió. Levantó el brazo a la altura de la cara, con la mano empuñada y con

57 Joaquín Algranti, “La experiencia onírica en Rey de reyes. Reflexiones sobre los sueños, lo sagrado y los límites de la interpretación”, en Mitológicas, vol. XIX, 2004.

58 Fuego de Pentecostés, núm. 87, febrero 1935, p. 9.

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eso entendí que debía ser fiel y firme para alcanzar lo que él tenía...cuando estábamos para partir apareció mi bendito Padre celestial llenó de su bendita gloria. Levantó la mano y dijo, “trabajad en la tierra” ...cuando terminó la vi-sión, ví que estaba en cama. Entonces me hinqué y me puse a orar, y después les prediqué el evangelio a toda la sala, y a las monjas, doctores, mozos y to-dos, y nadie me estorbó, ni siquiera protestó.59

Los sueños significaban un medio para comunicar lo indecible, sobre todo los espacios de muerte, ya sea el averno o el cielo.

Conclusión

La identidad peregrinal fue la concepción que marcó el pentecosta-lismo chileno en la primera mitad del siglo xx. Creemos que faltan dos etapas para conocer la identidad pentecostal: el periodo 1950-1989, y de 1990 hasta nuestros días. El lapso 1989-1990 corresponde a los años del regreso de la democracia, marcado por un discurso político milenarista y mesiánico que competirá con el discurso reli-gioso del pentecostalismo.

En la primera etapa faltante encontramos algunos trabajos, aquí citados, que pueden enriquecerse con fuentes publicadas por las mismas instituciones pentecostales, como las revistas. En la última etapa los trabajos son más escasos, y además de ser complementa-dos con fuentes primarias y secundarias, es necesario enriquecerlos con aportaciones provenientes de México, Guatemala, Ecuador, Ar-gentina y Brasil, donde se han desarrollado importantes investiga-ciones. Por ello este trabajo representa sólo una primera parte.

59 Fuego de Pentecostés, núm. 8, 1928, p. 4; núm. 3, 1928, p. 3; núm. 20, 1929, p. 6; núm. 26, 1929, p. 7; núm. 45, 1931, p. 3; Chile Pentecostal, núm. 70, 1934, p. 7; núm. 81, 1935, p. 11.

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