Desencuadres

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Desencuadres Por Pascal Bonitzer La perspectiva, el encuentro de la pintura con la óptica geométrica euclidiana, el sometimiento milagroso de los cuerpos figurados a las idealidades matemáticas, toda esta ciencia del Renacimiento tiene un sentido profundamente equívoco, como lo puso de manifiesto Panosfsky en La Perspectiva como forma simbólica (Ed.it. De Minuit): “La historia de la perspectiva es concebible como un triunfo del sentido de lo real, constitutivo de distancia y objetividad, tanto como un triunfo de ese deseo de potencia que habita en el hombre y que niega toda distancia; como una sistematización y estabilización del mundo exterior y como una ampliación de la esfera del Yo. Al mismo tiempo, la perspectiva debía obligar necesariamente a los artistas a interrogarse constamente sobre el sentido en el que debían utilizar este método ambivalente: ¿la disposición en perspectiva de una pintura, debía regularse a partir del punto de vista ocupado efectivamente por el espectador (...) o, inversamente, era necesario pedir al espectador que se adapte por medio del pensamiento a la ubicación adoptada por el pintor?” (op.cit.pp. 160-161). Entre las querellas teóricas engendradas por esta alternativa, Panofsky cita el tema de la distancia (larga o corta), y la ubicuidad o no del punto de vista; como ejemplo opone el San Jerónimo de Antonello da Messina, que por estar pintado a distancia larga sitúa el punto de vista en el centro del cuadro; construcción que mantiene al espectador “en el exterior” de la escena, con el de Durero, cuya distancia corta y la vista oblicua produce un efecto de intimidad y provoca la impresión de que se trata de una “representación determinada no por las leyes objetivas de la arquitectura, sino por el punto de vista subjetivo del espectador que llega en esos momento” (op. Cit. 172). En cierto modo, la distancia corta y la oblicuidad del punto de vista “aspiran” al espectador al interior del cuadro. La pintura clásica llevó más lejos aún –al precio de una asombrosa centrifugación de la composición- el efecto de esta seducción del espectador por el dispositivo. El operador de

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Desencuadres Por Pascal Bonitzer

La perspectiva, el encuentro de la pintura con la óptica geométrica euclidiana, el sometimiento milagroso de los cuerpos figurados a las idealidades matemáticas, toda esta ciencia del Renacimiento tiene un sentido profundamente equívoco, como lo puso de manifiesto Panosfsky en La Perspectiva como forma simbólica (Ed.it. De Minuit): “La historia de la perspectiva es concebible como un triunfo del sentido de lo real, constitutivo de distancia y objetividad, tanto como un triunfo de ese deseo de potencia que habita en el hombre y que niega toda distancia; como una sistematización y estabilización del mundo exterior y como una ampliación de la esfera del Yo. Al mismo tiempo, la perspectiva debía obligar necesariamente a los artistas a interrogarse constamente sobre el sentido en el que debían utilizar este método ambivalente: ¿la disposición en perspectiva de una pintura, debía regularse a partir del punto de vista ocupado efectivamente por el espectador (...) o, inversamente, era necesario pedir al espectador que se adapte por medio del pensamiento a la ubicación adoptada por el pintor?” (op.cit.pp. 160-161).Entre las querellas teóricas engendradas por esta alternativa, Panofsky cita el tema de la distancia (larga o corta), y la ubicuidad o no del punto de vista; como ejemplo opone el San Jerónimo de Antonello da Messina, que por estar pintado a distancia larga sitúa el punto de vista en el centro del cuadro; construcción que mantiene al espectador “en el exterior” de la escena, con el de Durero, cuya distancia corta y la vista oblicua produce un efecto de intimidad y provoca la impresión de que se trata de una “representación determinada no por las leyes objetivas de la arquitectura, sino por el punto de vista subjetivo del espectador que llega en esos momento” (op. Cit. 172). En cierto modo, la distancia corta y la oblicuidad del punto de vista “aspiran” al espectador al interior del cuadro.La pintura clásica llevó más lejos aún –al precio de una asombrosa centrifugación de la composición- el efecto de esta seducción del espectador por el dispositivo. El operador de esta “centrifugación” (no tengo otro término a mano), es la mirada. El San Jerónimo de Durero está inclinado sobre su escritorio y hace del espectador un voyeur de su meditación: pero si levantara la cabeza y mirase, ¿qué ocurriría? El cuadro más famoso que pone en juego este efecto es, se sabe, Las Meninas de Velázquez que representa una escena cuyos personajes principales están situados en el exterior del cuadro, en el lugar del espectador, y su imagen es evocada en abismo por un espejo situado en el punto de la fuga de la perspectiva (son, debemos recordarlo, Felipe IV y su esposa); pero lo que los vuelve tan presentes, tan necesarios en la escena, son toda las miradas de los personajes del cuadro que están dirigidas hacia ellos mientras posan para el pintor autorretratado. No insistiré sobre las implicancias generales de esta representación, que han sido analizadas por Michel Foucault (Las Palabras y las Cosas). Quisiera señalar solamente el orgullo y la audacia de esta seducción suprema, que fuerza al espectador a creer que la escena prosigue más allá de los bordes del marco, y que lo mantiene adentro al mismo tiempo que lo empuja hacia fuera, multiplicando la potencia de la representación al evocar allí lo irrepresentado, si no lo irrepresentable, y que lo lleva a abrir un espacio ilimitado (indefinitus).Tal vez, en ninguna obra –en la época clásica al menos- las posiciones respectivas del artista y el soberano fueron puestas en escena de modo tan retorcido, con tanta tensión y dramatismo (al hacer del espectador anónimo el testigo fascinado y el árbitro de este drama). Ninguna duda de que Velázquez no dice mucho más de lo que parece decir, y que toda la ciencia y la astucia desplegada no enuncian sino una tensión entre la humildad del

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cortesano y el dominio del artista. La representación no es, y jamás lo fue, ese doble maníaco de lo visible: también es evocación de lo oculto, juego de la verdad con el saber y el poder.El espacio sin amo de la representación moderna también está atestado de lagunas, de solicitaciones de lo invisible y lo oculto; no obstante este juego se ha complicado o más bien se ha oscurecido al tiempo que se aplanó y simplificó. En la pintura actual, Cremonini, Bacon, Adami... o algunos hiperrealistas, Ralph Goings o Monory –podríamos multiplicar los ejemplos- trabajan mucho las máscaras (*) y los desencuadres que transforman al cuadro en el lugar de un misterio, una narración interrumpida y suspendida, un interrogante eternamente sin respuesta (los surrealistas también lo hicieron pero la mayoría de las veces sin sutileza). Quiero insistir sobre el procedimiento que llamo, a falta de algo mejor, desencuadre. No es en absoluto lo mismo que la “visión oblicua” de la pintura clásica. Cremonini por ejemplo: sus salas de baño, cuartos de amantes, compartimentos de tren (Les parenthéses de l´eau, Posti occupati, Vertiges, etc.) me parecen más interesantes o más seductores que los Cavaliers y Boufs Tués de sus primeras telas, justamente por los ángulos insólitos, los miembros truncos en detalle, ** los reflejos insuficientes en los espejos turbios que invaden sus últimas telas. Es cierto que aquí la invisibilidad parcial del decorado y los personajes, a la inversa de las Meninas, no tiene importancia desde el punto de vista de la identidad, del verdadero rostro de los personajes; se trata de cualquiera y de cualquier lugar: el hombre medio, el hábitat de la masa. Sin embargo, el espectador es capturado por un efecto de misterio, angustia o semi-pesadilla. Me asombro lo poco que se ha señalado hasta qué punto, en este caso, la pintura cita o parece citar al cine.¿Acaso no es el cine quien inventó los campos vacíos, los ángulos insólitos, los cuerpos parcelados en detalle o en primer plano? El despedazamiento de las figuras es un efecto cinematográfico bien conocido; se ha escrito mucho sobre la monstruosidad del primer plano. El desencuadre es un efecto menos conocido, a pesar de los movimientos del aparato. Pero si el desencuadre es un efecto cinematográfico por excelencia, se debe precisamente al movimiento, a la diacronía de las imágenes de una película que permiten reabsorber tanto como desplegar los efectos de vacío.Por ejemplo, una mujer arquea los ojos con horror ante un espectáculo visto por ella solamente. Los espectadores ven sobre la pantalla o la tela la expresión de horror de esta mujer, la dirección de su mirada, pero no el objeto, la causa de este horror, fuera del cuadro. Así es como recuerdo una tela de Dino Buzzati (el escritor) que representa una mujer gritando, aparentemente desnuda, recortada a la altura del busto por el marco de una ventana, creo, o incluso en el marco convencional de una historieta, con los ojos fijos sobre una cosa desconocida situada, según su mirada, más o menos a la altura de sus rodillas, una leyenda inscripta, como en las historietas sobre la tela señalaba con perfecto sadismo a través de una interrogación banal (¿qué es lo que la hace gritar así? –no recuerdo exactamente), el carácter enigmático de la cosa en cuestión. En el cuadro (lo mismo ocurriría en la fotografía), el enigma evidentemente está destinado a permanecer en suspenso, -el horror expresado por el rostro de la mujer-, ya que no hay desarrollo diacrónico de la imagen. En el cine en cambio (y en las historietas que limitan el principio), un reencuadre, un contracampo, un plano, etc., pueden –y en cierto modo deben, si el autor no quiere ser acusado de mantener voluntariamente la frustración de los espectadores- mostrar la causa de este horror, responder a la pregunta planteada ante los espectadores por la escena trunca, es decir, responder al desafío abierto por este hiato: llenarla o producir una apariencia satisfactoria de la causa, tal que, dicho de otro modo, los espectadores puedan

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experimentar verdaderamente el horror. El suspenso consiste en diferir, para alimentarla, esta satisfacción.No hay duda que cualquier solución de continuidad puede ser, según los casos, escenográfica y narrativa. Estos planos no se recubren. El segundo es el producto del primero, en la medida en que hacer del marco una máscara, o sea el operador de un enigma, es necesariamente embragar un relato (1); a cargo del cual queda la tarea de tapar el agujero, la terra incógnita, la parte oculta de la representación. En el cuadro de Buzzati, como en cualquier otro, la carga del relato cae sobre el espectador ya que el cuadro sólo puede ponerlo en marcha (l´amorcer). No es azaroso si uno de los raros cineastas que mutila sin remisión los cuerpos por medio del encuadre, “rompiendo” sistemáticametne y sin arrepentimiento el espacio –hablo de Bresson más que de Eisenstein-, se glorifica pensando el “cinematógrafo” en términos de pintura (cf: Notas sobre el cinematógrafo). Straub, Duras, Antonioni también son pintores debido al uso de encuadres insólitos y frustrantes. Introducen en el cine algo como un suspenso no narrativo. Su escenografía lagunar no está destinada a resolverse en “una imagen total donde se ubican los elementos fragmentarios” como por el contrario lo quería Eisenstein (Montaje 38, en Reflexiones de un cineasta). Una tensión perdura entre plano y plano, que no es liquidada por el “relato”. Una tensión transnarrativa debida a los ángulos de cámara, encuadres, elección de objetos y duraciones que valorizan la insistencia de una mirada (como la tela de Buzzati lo hace de modo erótico), donde el ejercicio del cine se duplica y se marca en una interrogación silenciosa sobre su función.El desencuadre es una perversión que pone un punto de ironía sobre la función del cine, la pintura y la fotografía, como formas de ejercicio de un derecho de mirada. Sería necesario decir, en términos deleuzianos, que el arte del desencuadre, el desplazamiento del ángulo, la excentricidad radical del punto de vista que mutila y vomita los cuerpos fuera del cuadro y focaliza sobre las zonas muertas, vacías, estériles, del decorado, es irónico, sádico (como resulta claro en el cuadro de Buzzati; me gustaría también citar los dibujos de Alex Barbier que aparecen raramente en Charlie mensual). Irónico y sádico en la medida que esta excentricidad del encuadre, frustrante en principio para los espectadores y mutilante para los “modelos” (término bressoniano), habla de un dominio cruel y de una pulsión agresiva y fría: el uso del encuadre como filo cortante, el rechazo de lo viviente (por ejemplo, el abrazo de los amantes en Vertiges de Cremonini) en la periferia, fuera del cuadro, la focalización sobre zonas sombrías o muertas de la escena, la exaltación equívoca de objetos triviales (la sexualización de los lavabos, utensilios de baño, en Cremonini una vez más), valorizan lo arbitrario de la mirada dirigida de manera tan curiosa, y tal vez, gozando de este punto de vista estéril.Tal vez. Porque esta mirada, después de todo, sólo tiene una existencia fantasmática. La mirada no es el punto de vista. Lo que la supone es la extrañeza del punto de vista, implicada por el desencuadre, porque lo que llamo –tal vez impropiamente- desencuadre, la desviación del encuadre, que no tiene nada que ver con la oblicuidad del punto de vista (2) no es otra cosa que esa extrañeza subrayada.Esta extrañeza se subraya en la medida en que en el centro del cuadro, en principio ocupado en la representación clásica por una presencia simbólica (la imagen de los soberanos en las Meninas, por ejemplo), no hay nada, no ocurre nada. El ojo habituado (¿educado?) a centrar rápidamente, a ir al centro, no encuentra nada y refluye a la periferia, donde todavía palpita algo, a punto de desaparecer. Fading de la representación, que se refleja también a menudo en las figuras y los temas que se representan: los autos vacíos y los drugstores desiertos de

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Ralph Goings, las carnes enloquecidas de Bacon, los ciegos casi cadavéricos de Cremonini (3), los ojos emparchados de Monory... la ironía es mostrar fríamente, decir fríamente, lo cadavérico.Esta obsesión del amo en un espacio sin amo, esta obsesión del lugar del amo, correlativo a menudo de un neo-dominio histérico (el hiperrealismo), tiene seguramente en su seducción misma algo displacentero y siniestro. Es el aspecto mortificante del desencuadre que es penoso y sin humor. La fotografía por ejemplo, que es por excelencia el arte del encuadre y el desencuadre (un pedazo de realidad despegado en vivo o en frío en la instantánea o la composición), es un arte básicamente desprovisto de humor, consagrado a la ironía, la denuncia (4).Ahora bien, sobre este ítem el cine presenta más posibilidades, quizás a causa del movimiento que es su ley. Lo que está en juego y pertenece específicamente al cine, es el poder de hacer bascular el punto de vista y las situaciones. En Godard, por ejemplo, no es importante el encuadre ni el desencuadre, sino lo que viene a siderar el marco, como las trazas de video en la superficie de la pantalla, líneas, movimientos que decepcionan toda inmovilidad dominante de la mirada. En los planos fijos de 6 x 2, lo que importa no es el sadismo aparente del marco estático, sino la duración que allí se combina para producir acontecimientos de voces o de gestos. El desencuadre en este sentido no es divisor, despedazante (sólo lo es desde el punto de vista de la unidad clásica perdida), sino al contrario, multiplicador, generador de nuevas disposiciones. También como lo muestra el apólogo de Jean Eustache, en Une sale historie, la ironía sádica del encuadre excéntrico puede bascular en cualquier momento, de un modo humorístico-masoquista al otro lado del decorado. El gran irónico es Hitchcock, una de cuyas declaraciones resume así Trufaut: “el cineasta debería admitir y es que para obtener el realismo en el interior del encuadre previsto, puede ser necesario, eventualmente, aceptar una gran irrealidad del espacio circundante: por ejemplo, un primer plano de un beso entre dos personajes que se supone están parados, puede obtenerse ubicando los dos actores de rodillas sobre una mesa de cocina”. (El cine según Hitchcock, cf. También el pasaje concerniente a Psicosis en el mismo capítulo). Pero lo que constituye el encanto de la historia de Piq/Lonsdale, y hace del film de Eustache una lección ético-teórica del cine, se debe a que el agujero esté a ras del suelo y que el voyeur deba operar apoyando la rodilla contra el piso, con sus cabellos rozando casi el charco de orina. El humor es la alegre confesión del trabajo que le costó esta postura, y de haber obtenido de allí ese sentimiento de dignidad sobre la palabra con la que se cierra, por dos veces, la película.

Traducción: M. Levin_______________________________________________________________________

(*) El término es cache. En la jerga fotográfica se utiliza tal cual e indistintamente con el español máscara. Respecto del alcance nacional véase la nota 1 del autor del texto (N del T.)(**) La expresión es en amorce, traducido en nuestro medio por detalle, pero la terminología española no permite ver la connotación de pedazo o trozo que por lo demás remite al “fragmento”. (N del T.)

Notas:(1) Conocemos la distinción baziniana entre marco y máscara. “Los límites de la pantalla no

son, como el vocabulario técnico permite entenderlo a veces, el marco de la imagen, sino

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una máscara (cache) que no puede sino desenmascarar una parte de la realidad. El marco polariza el espacio hacia el interior, y se supone que todo lo que la pantalla muestra –al contrario- se prolonga indefinidamente en el universo. El marco es centrípeto, la pantalla centrífuga, (¿Qué es el cine?, Pág. 270, edit. RIALP). Nada que agregar a esto salvo que estas dos propiedades pueden convertirse mutuamente, como por otra parte lo muestra Bazin.

(2) Sobre la oblicuidad del punto de vista y la sutura de la posición subjetiva del espectador en el cine clásico. Cf. Jean Pierre Oudart, La suture, “Cahiers du Cinema” 109 y 211.

(3) Althusser comentó (Cremonini peintre de l´abstract) en Cremonini, esta ceguera e indiferencia de los rostros y la extraña ausencia que los acosa: “Una ausencia puramente negativa, la de la función puramente humanista que les es rechazada, y que ellos mismos rechazan; y una ausencia positiva, determinada, la de la estructura del mundo que los determina, que los hace esos seres anónimos, efectos estructurales de las relaciones reales que los gobiernan”. Un poco más adelante en el mismo artículo: “El no puede “pintar” esta abstracción sino a condición de estar presente en su pintura bajo la forma determinada por las relaciones que pinta: bajo la forma de su ausencia, es decir en este caso bajo la forma de su propia ausencia”. Esto debemos entenderlo, supongo, como el rechazo de toda idealización especular, narcisista. Lo que es extraño es que este rechazo deja una huella, una ausencia señalada (señalada al menos por Althusser, hasta el punto de verla duplicada). Al mismo tiempo se puede ver en esta “ausencia”, que barre también la tela con grandes líneas, que se oponen a la profundidad, la inscripción pura del sujeto-mate (¿sin brillo, apocado, sin profundidad? N del T.), evanescente, del “discurso de la ciencia” donde Althusser tiende a ubicar los enunciados pictóricos de Cremonini, y que no es otra cosa que esta ausencia subrayada.

(4) Respecto de la oposición ironía-humor, sadismo-masoquismo, se puede ver Gilles Deleuze, Presentación de Sacher Masoch (minuit 10/18). Gilles Deleuze y Claire Parner, Dialogues (Flammarion) sobre todo pp. 83-84. En cuanto a la fotografía, pienso entre otras cosas en un álbum de Helmut Newton. Femmes Secretes (Flammarion), fotos eróticas de lujo, y en una vacilación significativa del prologuista: “El ojo de Newton es inhumano, frío y de muchas maneras en él. Ningún calor atempera el humor en el que se baña su obra, y sin embargo el humor –o tal vez sería más apropiado decir la ironía- tiene libre curso”. Un poco más adelante: “Estas mujeres de físico siempre asombroso se sujetan sin embargo –en el mundo de Newton- a su ojo de amo y se transforman allí en símbolos cuya atracción erótica está despojada de humanidad: no son personas sino personae”. Se trata aquí, desde luego, de un ejemplo un poco particular. Sobre la función de ironía y denuncia de la foto remito al modo más general del reportaje periodístico, o también a los retratos (Avedon, por ejemplo).