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Desencanto y utopíaLa educación en el laberinto

de los nuevos tiempos

Pablo Gentili

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© 2007 – Homo Sapiens Ediciones

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Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723Prohibida su reproducción total o parcial

ISBN N° 978-950-808-533-7

Diseño editorial: Adrián F. GastelúDiseño de tapa: Lucas MililliCorrección: Laura Di Lorenzo

Esta tirada de 2000 ejemplares se terminó de imprimir en agosto de 2007en Talleres Gráficos de Imprenta Editorial Amalevi

Mendoza 1851/53 | 2000 Rosario | Santa Fe | Argentina.

Gentili, PabloDesencanto y utopía : la educación en el laberinto de los nuevos tiempos.- 1a ed. - Rosario : Homo Sapiens Ediciones, 2007.112 p. : il. ; 22x15 cm. (Educación - Homo Sapiens)

ISBN 978-950-808-533-7

1. Educación. I. TítuloCDD 370

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A Mateo,

por enseñarme cada día que la paternidad

es un ejercicio revolucionario.

A la memoria de Cecilia Braslavsky.

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ÍNDICE

PRESENTACIÓN

La educación en el laberinto de la utopía ................................................

PRIMERA PARTE

Política educativa en tiempos de desencanto ..........................................

CAPÍTULO I

Política educativa y derecho a la educación en América

Latina: un balance ........................................................................................

CAPÍTULO II

Educación, exclusión social y negación de derechos en

América Latina ..............................................................................................

CAPÍTULO III

La investigación educativa y los dilemas del poder ...............................

CAPÍTULO IV

La infancia de la indiferencia .....................................................................

CAPÍTULO V

Abajo, abajo, abajo .......................................................................................

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SEGUNDA PARTE

La educación y la construcción de la utopía ...........................................

CAPÍTULO VI

Educación popular y luchas democráticas ...............................................

CAPÍTULO VII

Pedagogía de la esperanza y escuela pública

en una era de desencanto ..........................................................................

CAPÍTULO VIII

La educación en el espejo ...........................................................................

CAPÍTULO IX

Educar contra la humillación .....................................................................

BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES CONSULTADAS ..................................................................

REFERENCIAS .......................................................................................................

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PRESENTACIÓN

La educación en el laberinto de la utopía

La educación vive enredada en las trampas que suelen interponerse antequienes aspiran a un futuro glorioso. Un futuro de conquistas heroicas ynobles deseos que siempre se desvanecen en el horizonte de un progreso decontornos tenues y difusos, de fisonomía extraña, por momentos paraísosalvador devenido en herida desgarrada, en diablo seductor y traicionero.La educación vive enredada en la pretensión de ser el hidalgo instrumentode nuestra lucha sin cuartel contra las barreras que hacen tropezar a quie-nes pretenden transitar los inhóspitos senderos de la felicidad humana.Enredada en la evidencia inocultable, aquella que se expone a cada paso, desu persistente incapacidad de lograr las ambiciones que se propone o que leimponen, de su recurrente apego a la frustración y su aparente desprecio porayudarnos a alcanzar, de una buena vez por todas, las merecidas deliciasque nos promete el Edén. La educación ha sido inventada para proteger almundo de todos los males que lo aquejan. Su fracaso, por lo tanto, pareceinexorable. Vive enredada en la pretensión de ser aquello que nunca llega aser. Y ésta, quizás, sea su peor trampa.

Los trabajadores y las trabajadoras de la educación, por su parte, viventambién en un estado de permanente aporía existencial. Llamados a salvara la patria y a sus súbditos, suelen ser condenados a asumir la responsabi-lidad de las causas que someten a nuestras sociedades a un estado depermanente desolación. Invitados a ejercer el papel de Superman y Bati-chica, su autoestima se dilacera, agónica, ante la evidencia de que, para

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buena parte del pueblo y de los detentores del poder, no pasan de simplesvillanos de pacotilla, descalificados funcionarios del fracaso, falsosvendedores de ilusiones vanas, de promesas inconclusas. Los docentesson llamados a enseñarnos a salvar el mundo. Y si el mundo así está, debeser por culpa de ellos.

La gente común, y quienes suelen aspirar a dominar sus mentes yalmas, nunca han valorizado tanto las potenciales virtudes de la educacióny la función redentora que hipotéticamente deberían desempeñar losdocentes. Sin embargo, nunca tanto como hoy, ellos mismos, las personascomunes y aquellos que se esfuerzan denodadamente por hacer de lahumanidad su trofeo de guerra, consideran que la educación y los educa-dores han fracasado en su responsabilidad de redimir al mundo de lascausas que tanto nos aquejan: el desempleo, los malos gobernantes, lapobreza, la corrupción, la desunión familiar, el consumo de drogas, ladesidia de los jóvenes, la frustración de los no tan jóvenes, la compulsióntelevisiva de los niños y las niñas, la anomia y la parsimonia social antelas consecuencias negativas del crecimiento planetario.

El mundo, nos dicen, avanza en línea recta, se desarrolla en una carreraintensa y frenética, una carrera que la educación pierde cada día y cuyosobstáculos, lejos de superar, acaba cristalizando de manera torpe e irres-ponsable. La carrera del desarrollo –afirman quienes suponen conocer elasunto– no hace más que poner en evidencia la marcha lenta de sistemaseducativos paquidérmicos en su estructura y microcefálicos en sus aspira-ciones de grandeza. Una carrera donde el adiposo cuerpo docentecontrasta con la atlética contextura del progreso económico y las incerti-dumbres que el mercado impone a los que asumen el desafío de llegar ala cima de la pirámide. El mundo, nos dicen, avanza en línea recta, erecta.La educación, en líneas curvas, arrodillada, escondiendo su impotenciaante el duelo que día a día traban los que aspiran a ser los dueños delplaneta. El mundo avanza en línea recta, mientras la educación, denuncianellos, se mira miope el ombligo sin llegar nunca a reconocerlo.

Mientras ocurre todo esto, nosotros, nosotras, los que hacemos de laeducación nuestro medio y nuestra forma de vida, jugamos al ajedrez delas respuestas magistrales. Con las blancas, tratando de resucitar a un yamaltratado y fatigado Sarmiento: la promesa de la educación del sobe-rano, capaz de conducir al pueblo por los caminos de la virtud política,

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resumida, de forma apresurada y simplista, en la capacidad de que debendisponer los ciudadanos para elegir a sus mejores representantes. Con lasnegras, hipnotizados por los discursos bobos de la gente boba que vendeinterpretaciones bobas a la gente rica: la educación como capital humano,promesa para la competitividad y la empleabilidad en un mercado dondela sobrevivencia está reservada a quienes disponen de una providencialcapacidad para aprender los atajos que permiten apropiarse de la riquezadisponible y socialmente producida. Tratamos de huir del destino trágicoal que nos tiene reservado un interminable presente de frustraciones, conmetáforas vanas que pretenden explicar por qué la educación ha fracasadoy cómo ella puede, finalmente, redimirse y alcanzar el clímax de la pax

perpetua. Empecinados en demostrar que, de hecho, somos Superman yBatichica, tratamos de convencer al mundo de que el principal problemade la educación reside en que no se han recorrido aún los caminos que larazón pedagógica nos impone. La educación salva, sí. Nuestro problemaes que no hemos dado, hasta el momento, con las pistas del caminocorrecto. Formar al idiota para hacerlo un ciudadano responsable y bien-pensante, dicen unos. Formar al inútil para hacerlo un trabajador produc-tivo y flexible, acorde a las demandas de un mercado dinámico y compe-titivo, dicen otros. Tratamos así de disputar los mejores argumentos parademostrar por qué la educación no ha cumplido aún su mandato existen-cial y que, de hecho, ha habido un simple error de método y no de sentido.

Caímos, pues, en la trampa.Este pequeño libro es una invitación a reflexionar sobre estos asuntos.

He reunido aquí diversos capítulos con algunas evidentes diferencias deestilo, aunque todos con la misma pretensión. Se trata de textos quefueron escritos por motivos y en condiciones diversas, aunque inspiradosen la misma voluntad: mostrar que la educación tiene bastante poco quever con aquellos lejanos horizontes que normalmente se señalan cuandopretendemos enaltecer su sentido; sin embargo, justamente por esto, quela práctica educativa es una acción desestabilizadora y, consecuente-mente, necesaria en toda sociedad democrática y socialmente justa.

Durante mucho tiempo me he dedicado a mostrar, junto a compañerosy compañeras de diversos países de América Latina, en la siempre enri-quecedora compañía de entrañables colegas del Norte, que las reformasneoliberales han ejercido un papel funesto en la cristalización de modelos

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educativos segmentados y excluyentes. Del mismo modo, en los últimosaños, he tratado de comprender, quizás sin mucho éxito, las razones deltímido, aunque incipiente, desempeño de aquellos gobiernos pos-neolibera-les que, en nuestros países, han tratado de revertir las tendencias a la discri-minación que caracterizan a nuestras sociedades y a sus sistemas escolares.Sobre este último aspecto, debo confesar que, con los nuevos gobiernosprogresistas de América Latina, me une el amor y, mal que me pese, contra-diciendo la imagen borgiana, también el espanto. Estoy, de tal forma, enpésimas condiciones de evaluarlos o juzgarlos. (Por cierto, espero tenerposibilidades de hacerlo en algún momento, anidando el deseo profundo depoder realizar un balance positivo de la extraordinaria oportunidad políticaque vive nuestro continente al momento de escribir estas líneas.)

Entre tanto, la crítica al proyecto educativo neoliberal me fue gene-rando la no siempre confortable sensación de que el cuestionamiento aestas políticas, realizadas desde el campo de la izquierda o, en un sentidomás amplio, desde el llamado “progresismo”, suelen partir de un presu-puesto que nunca se pone bajo sospecha y en el que parecemos coincidircon nuestros detractores. El discurso neoliberal sostiene que de la educa-ción depende fundamentalmente la generación de las condiciones básicas(disciplinarias y cognitivas) para alcanzar el desarrollo económico, piedraangular de la felicidad humana. De tal forma, la pobreza, la fragilidad delas instituciones económicas y políticas, la corrupción, el clientelismoestatal o la inefectividad de la ley, son considerados el resultado máselocuente del fracaso de la educación y, particularmente, de la escuelapública y los docentes (quienes, hipnotizados por sus sindicatos, se preo-cupan más por sus salarios que por asumir de forma decidida el destinoque el futuro les impone). Las críticas a las políticas neoliberales quehemos realizado con frecuencia, parecen querer poner en evidencia que laeducación no puede cumplir esta función prometeica y redentora, justa-mente, porque los gobiernos que se alimentan de este ideario disminuyenel gasto público social, excluyen a los más pobres de los bienes y servi-cios básicos, pagan la deuda externa y privatizan todo lo que alguna vezfue propiedad pública. Si dejáramos de hacer esto, la educación podríadesempeñar, finalmente, la función que le cabe en toda sociedad moderna:redimir a los seres humanos de la ignorancia, transportando a la sociedadpor el camino de la felicidad eterna.

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La cuestión parece ser, sin embargo, bastante más compleja.Enfrentamos, de tal forma, una encrucijada: cómo hacer la necesaria

crítica al neoliberalismo, sin enredarnos en las trampas del discurso liberalrepublicano que le concede a la educación poderes mágicos, ni en el pesi-mismo pseudo-progresista que afirma que la educación sólo está llamada aconstituir un dispositivo represivo que actúa siempre a favor de los pode-rosos, segregando y subalternizando a los más débiles. El problema está eninterrogarnos si, de hecho, la educación debería ser la principal responsa-ble por salvar al mundo, o si, más modestamente, la educación constituyeuna actividad que vale la pena ser ejercida en una sociedad democrática,justamente, porque no redime al mundo de todos sus males, aunque puedellevar a cabo un minúsculo papel en la formación de los seres humanos quealguna vez decidan transformarlo.

Los textos que aquí he reunido tratan de contribuir, aunque de maneralimitada e incompleta, a un doble desafío: realizar una crítica radical al pro-yecto educativo conservador y, al mismo tiempo, contribuir a recuperar elvalor democrático de los procesos escolares, más allá de los discursosconfortantes del optimismo pedagógico y, especialmente, contra el economi-cismo tecnocrático que reduce la educación a un bien comercializable.

La primera parte de este libro reúne textos que, de una forma u otra,pretenden hacer un diagnóstico de la educación en el escenario latinoa-mericano. Los diversos capítulos intentan, mediante una estilística pordemás heterogénea, delinear un mapa imperfecto de la crisis educativaactual.

La segunda parte, no menos dispersa y diversa, yuxtapone artículosque fueron escritos con el objeto de contribuir a la lucha por algunos delos sentidos políticos que fortalecen a la educación pública en una socie-dad democrática. Sus capítulos esconden, quizás más de lo que muestran,mi objetivo al escribirlos. Me tomo, pues, la libertad de explicar por quélos hice, ahora que la arbitrariedad de esta presentación me brinda laoportunidad.

La educación, como decía anteriormente, no dispone de la químicanecesaria como para cambiar el mundo, aunque puede contribuir a formarlos corazones y mentes de aquellos y aquellas que se dispongan a lucharpor hacerlo un espacio más humano, más justo y solidario, más digno eigualitario. La educación, ha dicho alguna vez Carlos Rodrigues Brandão,

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no transforma la sociedad, pero quizás sí pueda transformar a las perso-nas, y por eso vale la pena. La educación constituye nuestra oportunidadpara aprender juntos a interpretar el mundo, comprenderlo e interrogarlo;nuestra posibilidad de compartir una experiencia de aprendizajes, dondeconviven y se enriquecen múltiples miradas, múltiples sentidos e intermi-nables respuestas siempre inconclusas; nuestra oportunidad de luchar porla socialización del acceso al saber históricamente acumulado y social-mente producido, evitando así su monopolio privado y la alienación desus beneficios; nuestra posibilidad de cuestionamiento y de afirmación, deduda persistente, de certeza inestable; nuestra necesidad de aspirar a inter-pretar los grandes asuntos que preocupan a la humanidad y aquellos tanínfimos que a casi nadie le importan. Esto es lo que la convierte en underecho humano fundamental, en un bien público que consolida todoproceso democrático y lo dota de sentido. Esta es su función fundamentaly en ella reside su extraordinario y silencioso poder, su potencia capilar-mente revolucionaria.

El último capítulo de este libro es el que, de una forma u otra, pretendeabrir los caminos que espero continuar recorriendo en mis reflexionessobre el potencial democrático de los procesos educativos. “Educar contrala humillación” sintetiza, de forma imperfecta e incompleta, la preocupa-ción teórica que atraviesa cada uno de los textos que componen Desen-

canto y utopía.De cierta forma, la educación democrática vive enredada no sólo en las

trampas que le antepone el discurso hegemónico, sino también en lascurvas que diseña la utopía o, lo que es lo mismo, la pedagogía de la espe-ranza. El desencanto, como las promesas de progreso formuladas por losque aspiran a ser dueños del destino del mundo, acelera siempre en línearecta. La utopía, en cambio, avanza en líneas curvas, sinuosas, cayendosiempre en abismos que la fortalecen y le atribuyen sentido. No hay utopíaen la conquista triunfal del Palacio de Invierno. Hay utopía en los planos,en los caminos, en los senderos ondulados que trazamos para llegar siem-pre a un destino incierto, aunque necesario. La conquista de la colina,desde donde se vislumbra un horizonte de victorias interminables, es unaaspiración propia de militares, quienes, como todo el mundo sabe, suelenser personas no siempre apegadas a las virtudes democráticas y a los dere-chos humanos. La utopía no se vislumbra desde la cima de un monte,

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donde brilla arrogante el estandarte de los triunfadores. La utopía se cons-truye y se imagina desde los precipicios, desde donde se encienden, día adía, las aspiraciones de felicidad de los más débiles, de los desamparados,de los desterrados, de los muchos y muchas que sueñan con tener en estemundo un espacio de igualdad, de derechos y de dignidad. La utopía nose conforma con los rostros bellos o las almas puras de los elegidos,aspira, simplemente, a perpetuarse en el anonimato de la gente común. Lautopía se construye en los agujeros, bajo tierra, lejos de las águilas y cercade las lombrices, buscando las raíces, para enroscarnos en ellas, sabiendoque el día que las entendamos se morirán de risa de nosotros.

La utopía o, lo que es lo mismo, la pedagogía de la esperanza, se cons-truye día a día, junto a los que sufren la barbarie brutal de un sistema queniega los más elementales derechos humanos a millones de personas,niños y niñas, jóvenes de mil colores, unidos por el desprecio y la indife-rencia que les conceden los poderosos. Y por su silenciosa aspiración aser, finalmente, los dueños de su propia historia.

La educación es una oportunidad para compartir nuestro derecho a ladignidad y una oportunidad para luchar contra toda forma de humilla-ción; nuestro derecho a desestabilizar cualquier monopolio y expropia-ción privada del conocimiento. Educar contra la humillación es educar enla utopía de saber que la lucha democrática es el camino más segurohacia la igualdad. Y el antídoto más eficaz contra el desencanto.

Agradecimientos

Sin abdicar de mi responsabilidad plena sobre los errores e incon-gruencias, seguramente frecuentes, del presente libro, quiero agradecer aalgunas personas e instituciones que mucho me han ayudado a la realiza-ción de los capítulos que lo componen.

En primer lugar, quiero agradecer a todo el equipo del Observatorio Lati-noamericano de Políticas Educativas (OLPED) del Laboratorio de PolíticasPúblicas de la Universidad del Estado de Río de Janeiro, así como de susede en Buenos Aires. Rafael Gentili, Daniel Suárez, Gustavo Fischman,Carlos Skliar, Dalila Andrade, Ingrid Sverdlick, Marcelle Tenório, JuliánGindín, Ernesto Grance, Liliana Ochoa, Deolindo Nunes, Fabiola Camilo y

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Renato Ferreira me han acompañado en diversos momentos de esta cami-nata y siempre seré grato a ellos. Andrea Berenblum me ha permitido llegara este lugar. A ella le debo los buenos recuerdos de muchos años de felici-dad compartida.

Emir Sader y Gaudêncio Frigotto, además de amigos incomparables,suelen escuchar mis disquisiciones pedagógicas con sorprendente pacien-cia y generosa atención.

Pedro Badia y el equipo de Escuela Española, así como Jaume Carbo-nell, de Cuadernos de Pedagogía, del otro lado del Atlántico, mucho mehan estimulado, publicando algunos de estos textos en sus prestigiosasrevistas.

A Florencia Stubrin le debo las ganas que me ofrece de iniciar cadamañana como si fuera un festejo de amor interminable. Además, la lecturade todo lo que escribo y ella corrige con persistente paciencia y una risade belleza incomparable.

Dedico este libro a la memoria de Cecilia Braslavsky, con quien tuveel honor y la enorme oportunidad de trabajar entre 1984 y 1991. Recuerdoa Cecilia con muchísimo cariño y respeto. Fue ella quien me permitióiniciarme en la investigación educativa. Con ella compartíamos intermi-nables charlas sobre el socialismo, la necesidad de renovación de laizquierda, sobre su experiencia en la Universidad Karl Marx de la exRepública Democrática de Alemania, sobre la Argentina que se estabaconstruyendo durante el gobierno de Raúl Alfonsín. La recuerdo siempreriendo y peleándose cariñosamente con todos, en aquellos intensos días delos ochenta, en el Área Educación de FLACSO. Gracias al estímulo deCecilia y a una beca del DAAD de Alemania, me fui de la Argentina antesde que comenzara el diluvio neoliberal, durante la gestión del PresidenteCarlos S. Menem. Nunca entendí muy bien cuáles fueron las razones quellevaron a Cecilia a colaborar con ese gobierno. Una vez que esto ocurrió,y luego que ella partió a Ginebra, sólo nos volvimos a ver muy ocasio-nalmente. La distancia y las opciones políticas me separaban de Ceciliamucho más de lo que jamás hubiera deseado. Sin embargo, siempre sentíhacia ella una enorme gratitud. Sé que hoy estoy aquí, escribiendo estaslíneas, convencido de que la lucha contra el monopolio del conocimientoes la lucha por la dignidad y los derechos humanos, porque ella me brindóuna oportunidad que pocos tienen la posibilidad de disfrutar. De mi parte,

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continúo recordando a Cecilia leyendo, hablando, gesticulando y riendo almismo tiempo, mientras su diploma de la Universidad Karl Marx ilumi-naba la sala en aquellas frías tardes de invierno en que yo soñaba, algunavez, dedicarme a la investigación en el campo educativo.

También dedico este pequeño libro a mi hijo, Mateo, como siempre, conun amor infinito.

Río de Janeiro, julio de 2007.

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PRIMERA PARTE

Política educativa en tiempos de desencanto

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CAPÍTULO I

Política educativa y derecho a la educación en América Latina: un balance1

Durante los últimos cincuenta años, la educación latinoamericana fueescenario de un intenso conflicto. Por un lado, los sistemas educativosnacionales no dejaron de expandirse y ampliar su cobertura, incluyendo asectores históricamente postergados del acceso a las instituciones escola-res. Por otro, dichos sistemas intensificaron sus tendencias a la segmenta-ción, reproduciendo las persistentes formas de segregación que marcaronsu desarrollo histórico y, al mismo tiempo, creando y reproduciendonuevas dinámicas de exclusión endógenas, cada vez más complejas ydifusas. Para grandes sectores de la población, la permanencia en laescuela, aun cuando ha sido una gran conquista social, estuvo lejos de

1. Los datos presentados en este ensayo corresponden, de modo general, a la UNESCO yestán disponibles en la base de datos de su Instituto de Estadísticas (www.uis.unesco.org).Los datos de los países de la OCDE corresponden a los diversos informes de Educa-

tion at a Glance, publicados periódicamente por dicha organización (www.ocde.org).Otros datos pueden encontrarse en los diversos informes de la CEPAL, particularmenteBalance Social (www.eclac.cl) y en los Informes sobre el Desarrollo Humano delPNUD (www.undp.org).Un amplio y diverso acervo informativo sobre políticas educativas en América Latinay el Caribe, con más de 5.000 documentos on-line, puede encontrarse en el portal delObservatorio Latino-americano de Políticas Educativas (OLPED), del Laboratorio dePolíticas Públicas (www.olped.net). Informaciones periódicas sobre políticas educati-vas en los países de la región pueden consultarse en el Canal Iberoamericano de Noti-cias sobre Educación, realizado por la Organización de Estados Iberoamericanos y elOLPED (www.cined.net).

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convertirse en la oportunidad de acceso a un derecho efectivo. Los últi-mos cincuenta años de nuestra historia educativa pueden comprendersecomo el relato de un proceso de expansión de las oportunidades de accesoa la escuela en un contexto de persistente negación del derecho a la educa-ción para las grandes mayorías.

La expansión educativa en la segunda mitad del siglo XX

Desde los años 50, los sistemas educativos en América Latina y elCaribe se expandieron de forma vertiginosa. En el marco de una granheterogeneidad regional, donde las especificidades nacionales han ejer-cido y ejercen un papel central en el rumbo asumido por las políticaseducativas, dicha expansión es uno de los rasgos característicos del desa-rrollo educativo regional durante el siglo XX.

Resulta destacado que, en este período, la expansión de la coberturaeducativa no sólo absorbió un intenso crecimiento demográfico (notablehasta los años ochenta) sino que llegó a superarlo, permitiendo que secto-res tradicionalmente excluidos de las instituciones escolares pudierantener, por primera vez, acceso a ellas. En efecto, entre 1950 y 1980, la tasade crecimiento demográfico total, en América Latina, osciló entre 2,8% y2,4%, experimentado una disminución significativa en los noventa (1,7%)y en el quinquenio 2000-2005 (1,4%), siendo siempre mucho más elevadaen los grandes conglomerados urbanos.

Sin embargo, a pesar de algunas oscilaciones, el número de niñas yniños en el sistema escolar no paró de crecer.

En 1950, la tasa de matrícula (neta) en el nivel primario no alcanzaba a lamitad de la población en edad escolar, mientras que, a comienzos de lossetenta, era de 71%; en los noventa, de 87% y, en el 2000, de 95%. El nivelmedio, por su parte, también tuvo un extraordinario crecimiento en el período.Mientras que en los años 50 la tasa de matrícula de este nivel no alcanzaba a30% de la población entre 12 y 17 años de edad, en los setenta era de casi 50%y, en el año 2000, de casi 70%. En el nivel terciario, a mediados del siglo XX,menos del 5% de los jóvenes entre 18 y 23 años estudiaban en una instituciónsuperior (universitaria o no universitaria). En los noventa, lo hacían más del25%, a pesar de las grandes disparidades nacionales.

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Las tasas de analfabetismo, por su parte, disminuyeron significativa-mente durante las últimas cinco décadas. Al comenzar los años 50, Brasiltenía, por ejemplo, una tasa de analfabetismo de 51% entre la población conmás de 15 años; Honduras, 65%; México, 43%; Ecuador, 44%; RepúblicaDominicana, 57%; Colombia, 38% y Chile, 20%. En el 2000, la tasa dealfabetización de la población con más de 15 años era, en Brasil, de 88,4%;en Honduras, de 80%; en México, de 90,3%; en Ecuador, de 91%; en Repú-blica Dominicana, de 87%; en Colombia, de 94,2% y, en Chile, de 95,7%.Actualmente, 89,7% de la población adulta y 96% de la población juvenilde América Latina y el Caribe están alfabetizadas (datos de 2004).

El desarrollo cuantitativo de los sistemas escolares ha aproximado, almenos estadísticamente, a buena parte de los países latinoamericanos conlas naciones más desarrolladas del planeta, alejándolos de las menosdesarrolladas. África, por ejemplo, tenía, a comienzos del siglo XXI, unatasa de alfabetización de la población adulta de 59,9% y Asia, de 79%,aunque ambas regiones, como Latinoamérica, poseen grandes disparida-des nacionales. Países como Argentina, Barbados, Chile, Colombia, CostaRica, Cuba, Puerto Rico, Trinidad y Tobago, Uruguay y Venezuela tienenactualmente tasas de alfabetización de la población juvenil muy cercanasal 100%. Asimismo, la persistencia de altos índices de desigualdad en lasoportunidades de acceso a la escuela (en países como Guatemala, Belice,Nicaragua, El Salvador y, especialmente, Haití), aun siendo evidencias deun modelo de desarrollo colonial y oligárquico todavía vigente, no llegana opacar los destacados indicadores regionales de escolarización en todaAmérica Latina.

El crecimiento en las oportunidades de acceso a la escuela ha permi-tido disminuir, por ejemplo, las brutales desigualdades de género quecaracterizaron, históricamente, el desarrollo educativo latinoamericano.Las tasas de alfabetización, así como las de matrícula en todos los nivelesdel sistema escolar, han aumentado más notablemente entre la poblaciónfemenina que entre la masculina, haciendo que, en algunos países, hayamás niñas que niños en las instituciones educativas.

La denominada “esperanza de vida escolar” (o sea, el número de añosque un niño o una niña con edad de entrar a la escuela puede aspirar apermanecer en ella) ha crecido de forma exponencial. En promedio, losniños y niñas de América Latina y el Caribe permanecen casi 12 años en

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el sistema escolar (en los niveles primario y secundario), un tiempo muysuperior al promedio de los países en desarrollo (8,7 años), superior al delEste Asiático (9,9 años), al de los países del Este europeo (10 años) y muycercano al de los países más desarrollados del mundo (12,6 años).

Sin embargo, América Latina y el Caribe están muy lejos de ser el pa-raíso educativo que parecen anunciar las estadísticas aquí presentadas.

Una expansión educativa segmentada y excluyente

En América Latina y el Caribe, el crecimiento de los sistemas escola-res se produjo al mismo tiempo en que ésta se convertía en la región másinjusta y desigual del planeta; mientras la diferencia entre ricos y pobresse multiplicaba y ampliaba, creando un abismo cuya profundidad pareceser hoy insalvable para gran parte de la población. Actualmente, casi lamitad de los latinoamericanos y latinoamericanas es pobre o muy pobre.Las persistentes crisis que han sufrido los países de la región durante losúltimos 25 años han mantenido siempre muy elevados los índices depobreza y, dramáticamente, han intensificado los índices de desigualdadsocial mediante un persistente deterioro en la distribución del ingreso.

A pesar de la promesa de que el acceso a la escuela sería una garantíapara el acceso a mejores condiciones de vida, millones de latinoamerica-nos y latinoamericanas vieron ampliar sus oportunidades educativas,mientras veían empeorar dramáticamente sus condiciones de existencia.La expansión de la escolaridad se produjo en un contexto de intensifica-ción de la injusticia social y tuvo, de hecho, muy poco impacto paradisminuir los efectos de la crisis social producida por un modelo de desa-rrollo excluyente y desigual.

La razón que explica dicho proceso está lejos de ser misteriosa.Ya a comienzos de los años ochenta, uno de los estudios más rigurosos

sobre la situación educativa regional realizaba un balance sobre las condi-ciones heredadas de las décadas anteriores, denunciando, de forma contun-dente, buena parte de los problemas que estaban generándose por las refor-mas educativas llevadas a cabo en países marcados por brutales dictaduraso por gobiernos democráticos débiles y, en algunos casos, fraudulentos(UNESCO/CEPAL/PNUD, Proyecto “Desarrollo y educación en América

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Latina y el Caribe”, coordinado por Germán Rama). En dicho estudio, sedestacaba, entre otros factores, que: los sistemas educativos habíandesarrollado un notable proceso de expansión que ponía en evidencia suinadecuación con las necesidades de las grandes masas; la inercia institu-cional y política del sistema condicionaba seriamente las posibilidades dedemocratización efectiva de la educación; la persistencia de formas deexclusión y marginación educativa tendían a hacerse cada vez más comple-jas; la segmentación del sistema contribuía al bajo nivel de los aprendiza-jes, especialmente en los niños y niñas más pobres; la cultura de las élites,hegemónica en el sistema educativo “tradicional”, entraba en contradic-ción con la cultura popular y los códigos lingüísticos de los sectores socia-les que se beneficiaban del proceso de expansión escolar, reproduciendo unmodelo autoritario de imposición cultural; el crecimiento de la matrícula,contradictoriamente, dejaba en evidencia la crisis o la inexistencia mismade la educación popular; se destacaba, asimismo, el carácter negativo dereformas meramente burocráticas, así como la interferencia de los equipostécnicos nacionales o internacionales que, verticalmente, pretendían refor-mar los sistemas; se reconocía una asociación directa entre los problemasestructurales del aparato escolar y los “estilos de desarrollo” predominan-tes en la región durante el siglo XX, especialmente desde la posguerra.Finalmente, los estudios llevados a cabo en dicho proyecto señalaban laimportancia del papel jugado por las demandas populares para ampliar lasoportunidades de acceso a la escuela de los más pobres, factor que expli-caba la alta conflictividad educativa, producto de la contradicción entre losesfuerzos oligárquicos por mantener los privilegios del sistema escolar ylas luchas populares por democratizarlo.

Desde los años ochenta, esta situación, lejos de cambiar, se tornó másprofunda y mucho más compleja.

A lo largo de su historia, y con poquísimas excepciones, como el casocubano después de los años sesenta, los países de América Latina y elCaribe han visto desarrollar sus sistemas educativos en el marco de unproceso de profunda segmentación, configurando redes institucionalesdiferenciadas tanto en las condiciones materiales disponibles en cadasegmento como en las oportunidades educativas por ellos ofrecidas. Dichoproceso de segmentación cuestiona la propia noción de “sistema nacionalde educación” en buena parte de los países de la región. En rigor, cuanto

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más los sistemas escolares tendieron a democratizar sus oportunidades deacceso, más segmentados se volvieron, definiéndose una serie de circuitostan diferenciados que hacen poco o nada comparables las experienciaseducativas efectivamente vividas por quienes permanecen en ellos.Evidentemente, las oportunidades de acceso a uno u otro circuito se defi-nen, en América Latina, no por el talento de los alumnos ni por la libreelección de los padres, sino por las condiciones de vida, por los recursosmateriales de que disponen las familias y por las muy eficaces formas desegregación que se producen y reproducen socialmente. O sea, por la clase,por la condición sexual, étnica o racial.

De tal forma, mientras los pobres eran excluidos del acceso a laescuela, su derecho a la educación estaba negado por una barrera difícilde transponer y heredada de generación en generación. Cuando lograronhacerlo, fueron confinados a instituciones educativas, al igual que ellos,pobres o muy pobres, mientras los más ricos mantenían sus privilegios,monopolizando ahora ya no el acceso a la escuela sino a las buenas escue-las. La barrera de la exclusión se trasladó al interior mismo de los siste-mas educativos, en el marco de una gran expansión cuantitativa y de unano menos intensa segmentación institucional.

Como hemos visto, los niños y niñas latinoamericanos y caribeños“sobreviven” muchos años en el sistema escolar. Sin embargo, lo hacenen condiciones cualitativamente diferentes. Poco podemos decir acercade qué tipo de educación recibe un niño durante esos años de perma-nencia si no disponemos de datos acerca del color de su piel, de la posi-ción que ocupan sus padres en el mercado de trabajo, de la localizaciónde su escuela o de lo que dicho niño hace una vez que culmina lajornada escolar. Cinco años en el sistema escolar pueden significar, paraalgunos pocos, el inicio de una promisoria carrera educativa que culmi-nará con un curso de posgrado en alguna de las mejores universidadesnorteamericanas. O, para otros muchos, el inicio y el fin de una cortaexperiencia educativa marcada por el fracaso impuesto por la repeticiónobligada y por la expulsión prematura. En suma, la democratización enlas oportunidades de acceso a la escuela no ha significado, al menoshasta el momento, una democratización efectiva del derecho a la educa-ción para todos los latinoamericanos y latinoamericanas. Una situaciónespecialmente grave si se consideran las ya mencionadas condiciones

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de injusticia social vividas en el continente e intensificadas, justamente,en el mismo momento en que la escuela se ofrecía, por primera vez,como una oportunidad a los sectores más pobres de la población. Socie-dades cada vez más injustas no podían sino tener sistemas educativostambién injustos y discriminatorios. Injusticia y discriminación quecomenzó a operar al interior de sistemas enormemente heterogéneos ydesiguales.

Vale resaltar que, aunque comúnmente suele suponerse que estasegmentación institucional se cristaliza en la división escuela pública vs.escuela privada, ella resulta mucho más compleja, generando circuitosdonde se combinan las trayectorias y oportunidades de los diferentesgrupos sociales en una yuxtaposición diversa de ambos subsistemas. Nosiempre, por lo tanto, es correcto afirmar, sin las debidas reservas, que enAmérica Latina los ricos mandan sus hijos a la escuela privada y lospobres a la pública. Aunque esto, de hecho, suele ser así, la segmentacióndel sistema escolar permite reconocer, no pocas veces, la existencia de unaoferta pública de élite en países donde también existe una oferta privadade bajísima calidad para los pobres. Los ricos suelen aprovechar lasbuenas oportunidades que les ofrece el sistema público de enseñanza,oportunidades éstas, de manera general, negadas a los pobres. Del mismomodo, a los pobres, en no pocas oportunidades, sólo les queda la opciónde una oferta privada también pobre y degradada, dirigida a ellos enfunción del casi permanente desprecio que los estados latinoamericanoshan tenido y tienen hacia las demandas de los sectores con menos oportu-nidades y recursos económicos.

Actualmente, la escolarización alcanza casi a la totalidad de la pobla-ción infantil en muchos países de América Latina. El problema reside enque las oportunidades educativas continúan siendo distribuidas de formaprofundamente desigual, cuestionando el sentido mismo del derecho a laeducación y transformándolo en un bien de consumo directamenteproporcional a la capacidad adquisitiva de aquellos que aspiran a benefi-ciarse de él. Ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres, enun escenario de escuelas cada vez más ricas y escuelas cada vez máspobres. Fuera de este contexto poco puede comprenderse el proceso deexpansión de los sistemas escolares latinoamericanos durante la segundamitad del siglo XX.

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El “problema” de la calidad educativa

Existe cierto consenso en destacar que una de las evidencias más nota-bles de la expansión de los sistemas escolares latinoamericanos, entreotras, ha sido su baja calidad. Evidencia de este deterioro suelen ser losinsuficientes niveles de los aprendizajes estudiantiles, la mala formaciónde los docentes, la precariedad de la infraestructura escolar y la casi nulamodernización tecnológica del sistema.

Dichos diagnósticos, sin embargo, tienden a desconsiderar un factorque, sumado a los anteriores, ha tenido un papel central en la definicióndel “problema” de la calidad educativa en los países de la región: lasreformas de los sistemas escolares llevadas a cabo en las últimas dos déca-das, que lejos de disminuir los efectos discriminatorios de una estructurainstitucional marcada por la segmentación y la desigualdad, tendieron areforzar sus efectos excluyentes. Desde los años ochenta, y especialmentea partir de la década del noventa, buena parte de los países latinoamerica-nos y caribeños llevaron a cabo reformas educativas lideradas por gobier-nos neoliberales y conservadores que contribuyeron a profundizar la crisisde los sistemas, intensificar su segmentación y transferir a las personas laresponsabilidad de un fracaso anunciado.

Estas reformas conspiraron, y aún conspiran, contra la posibilidad decrear condiciones efectivas de democratización del sistema escolar, forta-leciendo los efectos excluyentes (exógenos y endógenos) que marcaron eldesarrollo de la educación latinoamericana durantes las últimas décadas.De tal forma, aunque los sistemas educativos han atravesado un procesode profunda transformación institucional, dicha transformación ha crista-lizado un patrón histórico de discriminación escolar que consolida latendencia de que los pobres pueden tener, en América Latina, “derecho” apermanecer algunos años en el sistema educativo, aunque siguen hoy,como siempre lo han estado, excluidos del acceso al derecho a una educa-ción de calidad que cuestione y enfrente el monopolio del conocimientoejercido por parte de las minorías que detentan el poder político y econó-mico en nuestras sociedades.

Lejos de contribuir a solucionar los problemas heredados de las déca-das anteriores, que tan consistentemente el informe de UNESCO-CEPAL-PNUD denunciaba a comienzo de los ochenta, las reformas escolares de

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los últimos años profundizaron la crisis educativa y transformaron la“calidad” del sistema en un atributo disponible sólo a aquellos con dineropara pagar por él. La educación latinoamericana es, de hecho, de “bajacalidad”, aunque esto no ha sido a pesar de las reformas educativas de losnoventa, sino por causa de ellas.

Las razones que explican por qué esto ha ocurrido tampoco son miste-riosas. Mencionaremos aquí sólo algunas de ellas.

Baja inversión educativa. En una combinación de factores destinadosa consolidar su segmentación y diferenciación institucional, los sistemaseducativos latinoamericanos ampliaron su cobertura en un contexto dereducción o de estancamiento en los niveles de inversión gubernamental.Más demanda por educación y menos recursos para financiar la ofertaeducativa, ha sido, y aún es, la realidad de los sistemas escolares en buenaparte de América Latina y el Caribe.

Durante los años ochenta, las restricciones presupuestarias fueron másnotorias, especialmente en los países que recobraban la institucionalidaddemocrática y donde se fortalecía la promesa de la escolaridad como opor-tunidad integradora. Siendo la educación tan importante para el desarrollo,los países latinoamericanos no hicieron sino ampliar los años de escolari-dad obligatoria; se comprometieron a cumplir las metas de la ConferenciaMundial de Educación para Todos (Jomtiem, 1990) y las reafirmadas enDakar (2000), diez años después de “descubrir” que casi ninguno de loscompromisos asumidos en Tailandia se había cumplido plenamente; ratifi-caron los objetivos del Programa Principal de Educación (PPE) de laUNESCO; firmaron los más diversos convenios y compromisos de coope-ración en las Cumbres de las Américas y en las Cumbres Iberoamericanas;y se vieron seducidos a aceptar que la educación debía ser incluida comoun bien comercializable en los acuerdos de la Organización Mundial delComercio (OMC). Sin embargo, nada de esto los indujo a pensar que, si laeducación era tan importante, debían invertirse recursos significativos paragarantizar su sustento. Algo que los países del llamado “primer mundo”saben y suelen respetar.

A comienzos del siglo XXI, muy pocos países de América Latina inver-tían algo más de US$ 1.000 anuales por alumno en la educación primaria(por ejemplo, Argentina, México, Costa Rica y Chile), mientras algunosotros (Paraguay, Perú, Bolivia, Guatemala, Nicaragua, El Salvador y Haití)

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invertían menos de US$ 500. Estados Unidos invertía, en dicho período,US$ 7.560 y los países de la OCDE un promedio de US$ 4.850. En educa-ción media, ningún país de la región invertía más de US$ 2.000 anuales poralumno y muchos de ellos, menos de US$ 500. Estados Unidos gastabaUS$ 8.359 y los países de la OCDE un promedio de US$ 5.787.

Aunque ha tendido a disminuir, la brecha que separa la inversióneducativa en América Latina y en los países más desarrollados permaneceelevada. Por otro lado, en la región, un aumento en la inversión educativano siempre ha redundado en beneficios para los más pobres y excluidos.En efecto, los más ricos parecen tener una mayor capacidad de absorcióny aprovechamiento de la inversión pública en educación. Al mismotiempo, los altos niveles de corrupción y la incompetencia administrativahacen que muchos recursos públicos destinados a financiar la educaciónse pierdan o despilfarren, con un alto costo, especialmente para los máspobres, cuya capacidad para subsidiar la irresponsabilidad o la incompe-tencia oficial es mucho menor que para los más ricos.

La inversión educativa en América Latina, aunque ha aumentado en losúltimos años, es significativamente baja si se considera el desafío que laregión enfrenta en materia de igualdad y justicia social. Pero, también, esextraordinariamente bajo si se tienen en cuenta los altos niveles de corrup-ción, la falta de control y fiscalización pública, el clientelismo y el patri-monialismo oficial, la incompetencia de las burocracias ministeriales y losaltísimos niveles de evasión fiscal existentes en la región, cuyos principa-les responsables son las grandes empresas y los conglomerados empresa-riales. Al mismo tiempo, el altísimo endeudamiento externo (donde el pagode los intereses y servicios de la deuda consumen bastante más de lo quelos países gastan anualmente en sus sistemas educativos), asociado a polí-ticas de ajuste fiscal cada vez más rigurosas, han comprometido seriamentelas condiciones de financiamiento público que permitan garantizar, almismo tiempo, la expansión de la cobertura y la igualdad de las oportuni-dades. Las reformas educativas llevadas a cabo durante las últimas dosdécadas han sido funcionales a una política económica de efectos discri-minatorios y excluyentes. En el mejor de los casos (comparando, por ejem-plo, Chile y España), América Latina invierte menos de la mitad de lo queinvierten los países más desarrollados del planeta en educación (enseñanzaprimaria y secundaria). En el peor (comparando, por ejemplo, El Salvador

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y Estados Unidos), América Latina invierte la treintava parte de lo queinvierten en educación las naciones más poderosas del planeta.

Privatización. Las reformas neoliberales implementadas en las últimasdos décadas tendieron a intensificar las dinámicas de privatización de laeducación pública existentes en la región. Esto ha sido posible medianteuna transferencia constante de buena parte de la inversión educativa a lasfamilias, generando una gran regresividad en el sistema. Como es evidente,obligados a tener que financiar su propia educación (de forma directa oindirecta), los más pobres vieron tornarse aún más precarias sus oportuni-dades educativas.

Durante los últimos años, en el campo educativo, las fronteras entre lopúblico y lo privado se volvieron más difusas. Proceso que ocurriómediante la implementación de sistemas de financiamiento basados en“fondos” cuyas metas nunca llegan a cumplirse (en una casi permanenteviolación a las leyes vigentes); la distribución de incentivos a la producti-vidad y al desempeño de los establecimientos educativos (generadores deuna intensa competitividad interinstitucional que, perversamente, beneficiaa las escuelas “mejores” y castiga a las “peores”); el subsidio a la demandapor medio de “vouchers” o bonos educativos (pagados a las familias o,indirectamente, a las propias escuelas); el financiamiento directo destinadoa la subvención de instituciones privadas de enseñanza; la pretensión porinstituir sistemas de remuneración docente basados en resultados derivadosde cuestionables criterios de eficacia y productividad; el cobro de tasas ymatrículas a los “usuarios” del sistema (en la jerga de los organismos inter-nacionales, los “clientes” de los servicios educativos); el establecimientode acuerdos y alianzas con el mundo empresarial, aumentando de formasignificativa la injerencia de las grandes empresas no sólo en la produccióndel discurso educativo hegemónico, sino también en la gestión de los esta-blecimientos escolares; la descentralización autoritaria (mediante laconcentración del poder pedagógico en manos de las burocracias ministe-riales y la transferencia a las escuelas de la responsabilidad por captarfondos en el mercado); etc.

En algunas naciones de América Latina y el Caribe la propia noción de“gratuidad” de la educación pública, en todos los niveles, está seriamenteamenazada. Países como Colombia, Granada, Haití, Jamaica, Nicaragua,Paraguay, Perú, Surinam y Trinidad y Tobago cobran aranceles y/o

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matrículas para permanecer en las escuelas públicas. En Colombia, laprivatización de la educación primaria pública motivó, en el año 2004,una contundente denuncia ante la ONU por parte de la entonces RelatoraEspecial sobre el Derecho a la Educación, Katarina Tomasevski.

Los procesos de privatización son siempre procesos de transferencia delpoder de la esfera pública al mercado. Resulta significativo reconocercómo, en América Latina, la privatización de la educación se ha profundi-zado no sólo mediante la transferencia de la responsabilidad del financia-miento (del Estado al mercado), sino también mediante un no menoscomplejo proceso de transferencia del poder efectivo de control y coerciónde la esfera gubernamental a corporaciones empresariales o fundacionesprivadas. En efecto, los gobiernos latinoamericanos no sólo privatizan laeducación cuando obligan a las familias a asumir los costos de la escolari-dad de sus hijos. También lo hacen cuando transfieren recursos públicos aentidades privadas que pasan a ejercer un poder normativo y disciplinadormuy poderoso al interior de los sistemas. Ejemplo emblemático de estatendencia es la implementación de sistemas nacionales de evaluación delrendimiento escolar (mediante pruebas estandarizadas aplicadas a la pobla-ción estudiantil). Entre los años ochenta y noventa buena parte de los paísesde la región implementaron este tipo de estrategias de medición de la “cali-dad”, donde el resultado de las pruebas se considera un indicador infalibledel grado de productividad docente y de los saberes efectivamente adquiri-dos por los estudiantes. A tal fin, los gobiernos han invertido grandes sumasde dinero público para la aplicación de estas pruebas y para la sistematiza-ción de sus resultados. Sin embargo, aún cuando el financiamiento dedichos sistemas de medición es responsabilidad de los estados nacionales,su implementación y control han sido transferidos a empresas y/o funda-ciones privadas mediante procesos licitatorios no siempre transparentes.Éstas no sólo han obtenido una significativa rentabilidad en sus acciones,también han pasado a concentrar y monopolizar el poder normativo y disci-plinador que ejercen dichas pruebas. De esta forma, los procesos de priva-tización avanzan no sólo cuando los gobiernos gastan menos en educación.También lo hacen, como en este caso, cuando gastan más.

La privatización educativa ha contribuido así a tornar más intenso ydiscriminador el proceso de segmentación y diferenciación institucional quesufren los sistemas educativos en casi toda América Latina y el Caribe.

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Déficit y precarización del trabajo docente. La expansión de los siste-mas educativos nacionales durante la segunda mitad del siglo XX y, enparticular, las reformas llevadas a cabo desde los años ochenta, tuvieron, enAmérica Latina y el Caribe, grandes consecuencias sobre el trabajo docente.Por un lado, el déficit magisterial se evidencia en una limitada disponibili-dad de maestros y de cargos estables para el ejercicio de la docencia, en uncontexto de aumento significativo de la demanda por educación. También,en las limitadas oportunidades de una formación superior de calidad paraquienes aspiran a ejercer la profesión, en la proliferación de una ofertaprivada de capacitación altamente dispersa y/o en la privatización de laoferta pública de formación en un amplio mercado de “perfeccionamiento”docente cada vez más imperfecto.

Aún con variaciones nacionales significativas, el número de alumnospor docente, en todos los niveles del sistema, es significativamente alto,superando, en casi todos los casos ampliamente, al de los países desarro-llados. En la educación primaria, Chile, Colombia, Guatemala, Guyana,Haití, Jamaica, México, Nicaragua, Paraguay y Perú tienen más de 25niños y niñas por docente. El único país de la región cuya relación alum-nos-docente es igual o inferior al de las naciones más ricas del planeta esCuba. En el otro extremo, Nicaragua posee un promedio de 24,8 alumnospor docente en el nivel pre-primario, 35,2 en el primario y 33,9 en el secun-dario. Guatemala posee 27,7 alumnos por docente en el nivel superior.

En términos absolutos y relativos, las remuneraciones magisteriales sonmuy bajas en América Latina y el Caribe. Algunos países, durante los últi-mos años, sufrieron un deterioro profundo en los salarios reales percibidospor los profesionales de la educación. El salario anual de los docentes regu-lares (establecido por los estatutos para el inicio de la carrera magisterial)alcanza, en los países de la OCDE, un promedio de US$ 20.530 para elnivel primario y US$ 23.201 para el secundario. Dichos salarios llegan,para los docentes con más de 15 años de experiencia y con nivel superior,a US$ 35.737 y US$ 41.616, respectivamente. La distancia con los paíseslatinoamericanos es, en algunos casos, abismal. En Chile, el promediosalarial para los docentes primarios es de US$ 12.711 (inicio de carrera)y US$ 21.237 (final de carrera). Para los docentes que actúan en el nivelmedio: US$ 12.711 (inicio de carrera) y US$ 22.209 (final de carrera). EnArgentina, US$ 6.759 y US$ 11.206 (para inicio y final de carrera,

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respectivamente, en el nivel primario); US$ 10.837 y US$ 19.147 (en elnivel secundario). En Brasil, US$ 4.732 y US$ 15.522 (inicio y fin decarrera en el nivel primario); US$ 8.148 y US$ 14.530 (inicio y fin decarrera para la educación secundaria). En Uruguay, US$ 6.225 y US$ 13.340(inicio y fin de carrera en la educación primaria); US$ 6.847 y US$ 14.672(inicio y fin de carrera en el nivel medio).

La inestabilidad y las crisis económicas, asociadas a la baja inversióneducativa, han sumergido a los docentes latinoamericanos en la más abso-luta precariedad laboral. En muchos países de la región, los docentes de laeducación primaria están por debajo de la línea de la pobreza. Son pobresque deben educar a pobres en un contexto de empobrecimiento progresivode las condiciones de enseñanza.

La precariedad salarial se asocia, de este modo, a la también progresivaprecarización de las condiciones de trabajo pedagógico en las escuelas. Labaja inversión educativa impacta, evidentemente, en las pésimas condi-ciones de infraestructura escolar, en la falta de material didáctico apro-piado, en la ausencia de bibliotecas escolares y, como hemos visto, en lasuperpoblación de las salas de clase. Una situación que los gobiernosneoliberales trataron de atenuar mediante programas de modernizaciónperiférica que han hecho de la llamada “transformación educativa” unaverdadera caricatura de lo que debería ser una política pública democrá-tica: compra de algunas pocas computadoras, instalación de antenas para-bólicas y aparatos de video, de fax y data show en escuelas con goterascrónicas, sin saneamiento básico, con un único baño para todos los niñosy niñas, muchas veces sin tizas e, inclusive, sin energía eléctrica.

Las condiciones de trabajo en las escuelas rurales son, como la mismaeducación rural, altamente deficitarias y precarias. Entre tanto, el creci-miento demográfico, asociado a una gran concentración de la demandaescolar en los centros urbanos, aunque pueda llevar a suponer que faci-litó el proceso de expansión educativa, lo hizo de forma caótica y desor-denada. Los sistemas educativos crecieron, de hecho, como lo hicieronlas grandes ciudades de la región, sin la menor planificación y en unasituación de verdadero hacinamiento para aquellos en peores condicionespara garantizar, por sí mismos, su calidad de vida. La falta de docentesy/o la inclusión en el sistema de maestros y maestras sin respetar lasnormas jurídicas vigentes, los estatutos magisteriales y los más básicos

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principios del derecho laboral democrático han sido y son algunas de lascaracterísticas marcantes de la expansión educativa urbana desde losaños setenta. De tal forma, a los ya mencionados bajos salarios debesumarse que no todos los profesionales de la educación reciben las remu-neraciones que establecen las normas que regulan la carrera magisterial,son contratados por períodos cortos (no mayores a diez meses), nopueden acceder a las pocas oportunidades de formación pública de cali-dad y ven deteriorar sus condiciones de vida, al igual que sus alumnosven deteriorar las propias.

Finalmente, como demuestran numerosos estudios, el ejercicio de ladocencia se ha transformado, en muchos países de la región, en una acti-vidad profundamente insalubre. Las enfermedades del trabajo se hanmultiplicado, volviendo aún más precaria la educación de los más pobres,en un círculo vicioso mediante el cual es justamente a los jóvenes y lasjóvenes pobres que la docencia se les presenta como una oportunidadlaboral relativamente estable, en el contexto de mercados de trabajo cadavez más precarizados y segmentados.

Un cuadro dramático que se intensifica cuando observamos la ofensivaideológica conservadora llevada a cabo durante los últimos años contralos docentes. A ellos se los responsabiliza por la profunda crisis queenfrentan los sistemas escolares, se los culpa por las pésimas condicionesde aprendizaje de los alumnos y alumnas, por las altas tasas de repetición,por las casi inexistentes oportunidades de inserción laboral de los egresa-dos del sistema escolar, por la violencia dentro y fuera de las escuelas ypor la falta de participación ciudadana en las cuestiones más relevantesque deben enfrentar nuestras sociedades.

¿Hacia dónde va la educación latinoamericana?

Hoy, como en el pasado, grandes desafíos se abren para la educación lati-noamericana. Sin ánimo de resumirlos todos, algunos de ellos parecen serurgentes y necesarios en un futuro inmediato:

Fortalecer una concepción democrática y radical del derecho a la

educación. Para que el derecho a la educación se realice de manera efec-tiva, una de sus condiciones necesarias es la existencia de una escuela

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pública abierta, democrática, gratuita y laica. Sin embargo, esto no es sufi-ciente. La educación constituye un bien de fundamental importancia parapromover la igualdad social, ampliar las oportunidades de acceso almercado de trabajo e, inclusive, en determinadas condiciones, para produ-cir bienestar económico. Entre tanto, en una sociedad democrática, susentido primordial reside en su condición de ser una oportunidad invalo-rable para potenciar nuestra lucha contra el monopolio del poder, contralas arbitrariedades, el autoritarismo, la discriminación y la segregación.Una herramienta política fundamental para la transformación de lasestructuras de discriminación que se producen y reproducen histórica-mente. Estructuras que se sustentan en una apropiación monopólica delsaber socialmente producido. La educación es un derecho humano ysocial, un derecho común, que no puede estar sometida a lógicas demercantilización y privatización, porque de la socialización de esos sabe-res, de la ruptura democrática del monopolio del conocimiento, dependela posibilidad de construcción de una sociedad justa e igualitaria. Sólo esposible afirmar que existe el derecho a la educación cuando todos y todas,sin distinción de clase, género, raza, origen étnico, de su lengua materna,de sus condiciones físicas o de su opción sexual, pueden vivir en unasociedad donde el conocimiento es un bien común. Por eso, no hay dere-cho a la educación cuando la “calidad” de la escuela es un atributo dispo-nible sólo a aquellos que tienen dinero para pagar por él. Calidad parapocos no es calidad, es privilegio. Y el privilegio es diametralmenteopuesto a los principios que fundamentan una sociedad democrática.Fortalecer, defender y transformar la escuela pública es un desafío centralpara que, en América Latina y el Caribe, la educación sea un derecho detodos y de todas.

Fortalecer las luchas por la expansión de la educación pública. Comohemos visto, la democratización del acceso a la escuela no siempre ha sidoacompañada de una democratización efectiva del derecho a la educaciónpara los más pobres. Actualmente, hay más niños y niñas en el sistemaescolar, pero también hay más niños y niñas excluidos de la sociedad. Laexpansión de la escuela, entre tanto, no fue producto de algún acto degenerosidad por parte de las elites o de las oligarquías nacionales. Fue,más bien, producto de las luchas y de las demandas populares llevadas acabo por los movimientos sociales, organizaciones sindicales y partidos

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democráticos. Fortalecer estas luchas es un imperativo político, ya que deellas depende que, en América Latina, el acceso a las instituciones esco-lares y el derecho a la educación no sigan diametralmente disociadoscomo lo están hoy para las grandes mayorías.

Promover reformas democráticas que reviertan la herencia de injus-

ticia y desigualdad de sistemas educativos segmentados y diferenciados.

Aún cuando una reforma democrática de los sistemas escolares no escondición suficiente para una reforma social democrática, resulta impres-cindible cambiar el rumbo asumido por las reformas educativas conser-vadoras, elitistas y, más recientemente, neoliberales que se implementa-ron en casi todos los países de la región. A tal fin, deben crearse condi-ciones para una reforma efectiva de los sistemas escolares que eliminensu segmentación, sin por eso crear procesos de pasteurización y homo-geneización institucional que desconozcan las especificidades locales,las identidades y la extraordinariamente rica diversidad cultural exis-tente. La unidad del sistema debe fundarse en la generación de condicio-nes efectivas de acceso igualitario al derecho a la educación, no en unpastiche institucional regado de proclamas universalistas y de difusas,aunque muy efectivas, formas de segregación que condenan a los pobresa una educación pobre y reproducen el privilegio de los ricos a unaeducación rica.

Fortalecer experiencias locales y nacionales que conjugan calidad e

igualdad educativa. A pesar del significativo avance de los gobiernosneoliberales, durante los últimos años América Latina y el Caribe han sidoescenario de experiencias políticas que muestran la posible construcciónde una alternativa democrática para los sistemas educativos de la región.Brasil, en particular, ha sido un espacio propicio para la proliferación deexperiencias democráticas de gestión local de la educación, como, entreotras, la denominada Escuela Ciudadana, de Porto Alegre; la EscuelaPlural, de Belo Horizonte; la gestión de Paulo Freire al mando de la Secre-taría Municipal de Educación en San Pablo y revitalizada años más tardepor la gestión de Marta Suplicy. Asimismo, en otros países, se implemen-tan o han implementado propuestas educativas innovadoras, como enEcuador, en el corto período de gestión de Rosa María Torres al mandodel Ministerio de Educación; en Buenos Aires y, recientemente, en losMinisterios de Educación de Argentina y de Uruguay; en ciudades como

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Bogotá y Medellín, durante los mandatos de sus gobiernos progresistas yde centro-izquierda; en la Ciudad de México, etc. Venezuela, por su parte,ha llevado a cabo, en el marco de su Revolución Bolivariana, un variadoconjunto de programas y misiones que han permitido revertir la herenciade discriminación y exclusión educativa que marcó el desarrollo nacionaldurante la segunda mitad del siglo XX. Del mismo modo, resultanextraordinariamente ricas las experiencias de educación popular impulsa-das por una multiplicidad de movimientos y de organizaciones sociales,las cuales presionan a los gobiernos para la implementación de accionesdemocratizadoras que serían inexistentes de no mediar la lucha y elcompromiso de estos actores. Merecen mención, en este caso, la multipli-cidad de acciones educativas que lleva a cabo el Movimiento de Trabaja-dores Rurales Sin Tierra en Brasil, así como la de numerosos movimien-tos indígenas, organizaciones barriales, de padres y madres, entidadessindicales (especialmente, muchas organizaciones democráticas del sindi-calismo magisterial latinoamericano y caribeño), de trabajadores desocu-pados y piqueteros. Estas reformas y acciones, aún con su especificidad,ayudan a pensar nuevas formas de gestión pública de la educación, en unescenario pos-neoliberal y democrático.

Combinar el fortalecimiento de la escuela pública universal con

estrategias de afirmación de derechos orientadas a los grupos más

excluidos y discriminados. La afirmación del derecho a la educación,como hemos visto, depende, en parte, del fortalecimiento de la escuelapública. Sin embargo, dadas las actuales condiciones de exclusión ysegregación sufridas por algunos grupos, resulta imprescindible lamultiplicación de políticas de acción afirmativa que se concentren enrevertir las dinámicas de exclusión que ellos particularmente sufrenantes y después de ingresar al sistema escolar. Es el caso particular, porejemplo, de las comunidades indígenas y, en algunos países (comoBrasil, Colombia, Ecuador y Perú) de la población negra. Aún cuandopueden ser por sí mismas insuficientes, estas políticas de afirmación dederechos resultan fundamentales para garantizar condiciones básicas deacceso y de permanencia en el sistema. Las mismas han sido, por otrolado, motivo de lucha e intensa movilización por parte de algunos de losmás significativos movimientos y organizaciones que representan aestos grupos.

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Promover una internacionalización democrática de las políticas

educativas en los países de América Latina y el Caribe. Los gobiernosneoliberales han fortalecido formas de internacionalización de la políticaeducativa que tendieron a cristalizar el carácter desigual y excluyente delos sistemas escolares nacionales. Lo hicieron mediante una adscripciónincuestionable a las acciones y programas educativos que, sin diferenciassubstantivas, promovían y aún promueven, entre otros, el Banco Mundialy el Banco Interamericano de Desarrollo. La alianza entre las administra-ciones neoliberales y los organismos financieros internacionales ha permi-tido inclusive borrar ciertas especificidades nacionales que, en el pasado,marcaron el desarrollo educativo de los países de la región. La lucha contraestas formas de globalización excluyente es también un imperativo políticode las fuerzas democráticas. Para hacerlo, es necesario fortalecer otrasformas de internacionalización, democráticas y solidarias, que permitanconstruir el sueño de una América Latina unida por la lucha contra todaforma de explotación y exclusión. El Foro Mundial de Educación, sólo porcitar un ejemplo, es quizás una de las expresiones más ricas de la enormepotencialidad que tienen hoy, y tendrán en el futuro, estas estrategias delucha global por la emancipación, la justicia y la igualdad.

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CAPÍTULO II

Educación, exclusión social y negación de derechos en América Latina

Buenos Aires, 24 de diciembre. Son las nueve y media de la noche. Laciudad vive la tensión de los minutos previos al encuentro navideño. Casitodos corren apurados. Muchos llevan paquetes envueltos en magníficospapeles de colores. Dos parejas disputan el único taxi libre que todavíacircula por La Recoleta, uno de los barrios más exclusivos de la ciudad.En la esquina de las calles Juncal y Suipacha, la Iglesia del Socorro estáabsolutamente llena. Allí, la misa de Navidad congrega centenas de fieles,muchos de los cuales pertenecen a distinguidas familias de la sociedadporteña. Visten ropas elegantes y lucen joyas finas. Las de siempre,aunque esa noche sus colores parecen más brillantes. Dentro y fuera de laiglesia se han formado dos largas hileras. Una se desplaza lenta y ordena-damente por la nave central. Las flores, los cantos, las velas y la impo-nencia del altar hacen más conmovedora la espera para recibir la comu-nión. Del lado de afuera, otra fila, menos organizada aunque no menosnumerosa, se mantiene inmóvil en el lateral derecho de la iglesia. Sonmujeres y hombres de casi todas las edades. Muchos cargan niños; casitodos, bolsas y paquetes, aunque sin magníficos papeles de colores.Ninguno lleva regalos. Hacen fila y esperan con el mismo respeto con quelos comulgantes esperan su turno para recibir el cuerpo de Cristo. A dife-rencia de éstos, no cantan. Sus ropas lucen gastadas, rotas, sucias y notienen anillos, pendientes o collares luminosos. Son pobres y, aunque esedía son muchos más, su presencia se ha hecho familiar en el selecto barrio

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de La Recoleta. Los pocos que ocasionalmente dicen algo reclaman que,esta vez, la noticia ha circulado con muchísima velocidad. Algunoscomentan que viajaron más de tres horas para llegar hasta allí. Otros sequejan. Dicen que siempre en esas fechas aparecen un montón de aprove-chados. La misa termina. Los de adentro salen. Los de afuera esperan. Enpocos minutos, todos tendrán su cena de Navidad.

Una herencia de pobres, muy pobres

América Latina es la región más injusta del planeta. En ella, la dife-rencia entre ricos y pobres se multiplica y amplía, creando un abismo cuyaprofundidad parece ser hoy insalvable para gran parte de la población.

El 43,4% de los latinoamericanos y latinoamericanas es pobre y el18,8% muy pobre. Una distinción que, más allá de las sutilezas sociológi-cas, diferencia a quienes enfrentan graves dificultades para vivir condignidad de aquellos que, simplemente, tienen graves dificultades parasobrevivir. Durante los últimos cinco años, estos índices se han mantenidoestancados, lo cual, obviamente, está lejos de ser una buena noticia. Exis-ten hoy, en América Latina, algo más de 220 millones de pobres, de loscuales 95 millones son indigentes; o sea, muy, pero muy pobres. Las dife-rencias entre países sólo reflejan situaciones de un dramatismo fronterizocon el horror. En Argentina, por ejemplo, la pobreza casi se duplicó entre1999 y 2002, pasando del 23,7% al 45,4% del total de la población. Laindigencia triplicó su número alcanzando a más del 20% de la sociedadargentina. Durante los últimos tres años, en Uruguay, el número de pobresaumentó un 60%. En casi todos los países centroamericanos, Bolivia,Ecuador y Perú las dos terceras partes de la población está por debajo dela línea de la pobreza. En México, Colombia y Venezuela, más de lamitad. Datos recientes, así como todas las proyecciones disponibles, reve-lan que durante el 2003 la situación no hizo sino empeorar en casi todoslas países de la región (Cepal, 2003).

Como en cualquier lugar del mundo, en América Latina la pobrezasiempre convive con la injusticia. La pobreza extrema lo hace con lainjusticia extrema. No debe sorprender, por lo tanto, que, durante ladécada del noventa y los tres años subsiguientes, se haya observado, en

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casi todos los países latinoamericanos, el estancamiento o el deterioro enla distribución del ingreso y de las riquezas acumuladas. El caso brasileroes paradigmático. En 1960, Brasil tenía un índice de Gini de 0,497; en1970 éste había aumentado a 0,565; desde entonces ha oscilado entre 0,60y 0,64.2 En otras palabras, la desigualdad brasilera es hoy sólo menor quela registrada en países como Botswana, Sierra Leona y Namibia (IBGE,2003; Carta Capital, 2003). En Chile, país de milagros económicos, ladesigualdad social es una de las más altas de América Latina. A fines delos noventa, su índice de Gini era de 0,557, superior al de México, Ecua-dor y Paraguay (Cepal, 2003).

Para sobrevivir, el 70% de los hogares latinoamericanos dependen deingresos generados por el empleo. Sin embargo, menos de la mitad de lostrabajadores están protegidos contra la pérdida de su puesto de trabajo,realidad que se agrava en un escenario de creciente desempleo y pérdidaprogresiva de la cobertura legal de los trabajadores, como producto de lasreformas laborales implementadas en los años noventa. Los que no tienenempleo son pobres. Y buena parte de los que lo tienen, también. Uno decada dos latinoamericanos con empleo percibe un salario que le impidesuperar la línea de la pobreza (BID, 2003). Muchas veces se afirma queesto es así porque América Latina tiene un muy expandido y precariosector informal. La cuestión, sin embargo, parece ser más compleja. Elpropio sector formal, al igual que el informal, es muy desigual y genera,en numerosas ocasiones, injusticias profundas tales como la falta deprotección, la disparidad salarial entre trabajadores calificados y no cali-ficados y la discriminación sexual, étnica y racial.

“Los mercados laborales de América Latina presentan serios proble-mas. El desempleo ha llegado a su nivel más alto y aunque los salarios hanmejorado en algunos países, lo han hecho a un ritmo muy lento. Los ingre-sos de muchos trabajadores son demasiado bajos como para permitirlesescapar de la pobreza, y la desigualdad salarial –que se sitúa entre las

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2. El índice de Gini es uno de los indicadores más frecuentemente utilizados para medirla desigualdad social. Cuando es igual a 0, la distribución del ingreso es perfectamenteigualitaria; cuanto más se aproxima a 1 dicho indicador, más injusta y concentrada esdicha distribución. Suecia, Japón y Finlandia tienen un índice de Gini de 0,25. Nami-bia, de 0,70.

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mayores del mundo– no está mejorando. Por el contrario, los salarios delos trabajadores no calificados han disminuido en relación con los trabaja-dores calificados.”

La cita precedente no corresponde a ninguna central sindical latinoa-mericana sino al Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que en suúltimo Informe sobre el Progreso Económico y Social (IPES), con unasinceridad que bordea la esquizofrenia (o el cinismo), afirma que “lasreformas estructurales de los noventa no produjeron los cambios previstosen el mercado laboral” (BID, 2003).3

Los procesos de “modernización económica” reforzaron el papel quelos estados latinoamericanos casi siempre han jugado en beneficio de lossectores más ricos, promoviendo una progresiva transferencia de lariqueza social a algunos grupos económicos nacionales y transnacionales,principales beneficiarios del proceso de privatización y desregulación quehan vivido estos países durantes las últimas dos décadas. Un proceso de“modernización” que en nada ha cambiado el escenario de discriminacióny segregación padecido por los sectores populares, urbanos y rurales, enel territorio continental. En el año 2000, casi 60 millones de latinoameri-canos y caribeños se encontraban en situación de inseguridad alimentariao pasaban hambre. En algunos países, como Bolivia, Guatemala, Haití,Honduras, Nicaragua y República Dominicana, casi un cuarto de la pobla-ción sufre hoy algún grado de subnutrición.

Ser pobre en América Latina significa enfrentar un sinnúmero de difi-cultades y sufrimientos cotidianos. Ser pobre y ser mujer significa multi-plicar, en algunos casos de forma exponencial, esas dificultades y sufri-mientos. Son las mujeres quienes continúan hoy teniendo un acceso dife-renciado a los mejores salarios, a los cargos más prestigiosos en el mercadode trabajo y en el campo político. Son las mujeres las que sufren las másbrutales formas de violencia y segregación. En las zonas urbanas latinoa-mericanas, casi la mitad de las mujeres (45%) no tienen ingresos propios ydependen de la renta de sus compañeros, quienes, por su parte, como

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3. Debe recordarse que el BID ha sido uno de los principales instigadores de los programasde ajuste estructural aplicados en América Latina durante los años ochenta y noventa,cuestión de la cual los autores del IPES 2003 parecen no haberse dado por enterados.

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mencionábamos, suelen no disponer de protección ante la pérdida deempleo. Esto vuelve a la mujer mucho más vulnerable en caso de abandonoo viudez y, de cierta forma, condiciona su autonomía ante la decisión deenfrentar una ruptura matrimonial. En la década del noventa, la tasa dedesempleo masculino se incrementó en un casi 3%, la de las mujeres enmás del 6%. A las discriminaciones sociales se suma la fuerte y persistentediscriminación de género, tal como revela el siguiente cuadro.

Fuente: BID, 1999, pág. 61.

Por otra parte, la discriminación de género se asocia y articula a otrasformas de segregación que, a pesar de su evidencia, suelen tornarse invi-sibles para buena parte de las sociedades latinoamericanas. Es el caso delas múltiples formas de discriminación étnica y racial que históricamentehan desintegrado y negado los derechos humanos de millones de latinoa-mericanos y latinoamericanas y que, más allá de tímidos avances, persis-ten aún hoy. En el 95% de los casos, pertenecer a un pueblo originario oser afro descendiente significa, en América Latina, ser pobre o muy pobre.Los pueblos indígenas y la población negra enfrentan mayores dificultadesde acceso al mercado de trabajo y, cuando ingresan, reciben salarios signi-ficativamente menores; poseen menos años de escolaridad que la pobla-ción blanca, aún cuando ésta es, en algunos países, un grupo étnico mino-ritario; sufren más la violencia y la arbitrariedad represiva de la policía y

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del ejército, especialmente cuando son jóvenes; son más fácilmente reclu-tados por las mafias que controlan el comercio de las drogas que luegoconsumen los ricos o sus hijos; permanecen, cuando entran, mucho menostiempo en el sistema escolar; poquísimos de ellos tienen acceso a la univer-sidad; poquísimos ocupan cargos legislativos o son ministros; poquísimosson jueces, y poquísimos son ejecutivos o dirigentes de las grandes empre-sas que controlan el poder económico, político y social en las pequeñas,frágiles y degradadas democracias latinoamericanas.

¿La educación puede salvar a América Latina?

Frente a este cuadro de horrores, suele escucharse, tanto dentro comofuera de América Latina, que sólo la educación salvará a nuestros paísesdel infortunio y la desesperación. La afirmación es, sin lugar a dudas, rele-vante y merece ser considerada seriamente.

En efecto, algunos de los países latinoamericanos más pobres enfren-taron, durante la década pasada, una verdadera explosión de sus índices deescolaridad. Muchas de estas naciones todavía están lejos de alcanzar launiversalización en el acceso a la escuela básica. Entre tanto, el grado decobertura de la enseñanza primaria ya supera el 80% de los niños y niñasen edad escolar en cuatro de los más pobres países de la región: Hondu-ras, Guatemala, Granada y Nicaragua. Aunque Brasil, por ejemplo, tienemenos del 70% de la población entre 15 y 24 años de edad con más de 6años de escolaridad, posee casi el 96% de los niños y niñas en edad esco-lar matriculados en algún establecimiento educativo (Prie-Unesco, 2003).Siendo así, y de continuar estas tendencias, todo parecería indicar que, enpoco tiempo, la crisis social latinoamericana estaría solucionada. Sinembargo, un balance más cuidadoso de lo ocurrido durante los últimosaños evidencia un panorama más dramático y complejo:

1. Aunque los niveles de matriculación han alcanzado un significativo(y casi total) grado de cobertura, los sistemas educativos nacionales,en América Latina, han profundizado su dinámica histórica desegmentación y diferenciación, creando escuelas pobres para lospobres y ricas para los ricos.

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2. Resulta claro que, en los países latinoamericanos, la educaciónparece demostrar una capacidad muy baja para garantizar que lospobres dejen de serlo. En estas naciones aumentan de forma signifi-cativa los años de escolaridad de las personas (lo que se hace másevidente entre los más pobres), pero la exclusión social aumenta yla desigualdad permanece o se amplía. Contra todos los diagnósti-cos que pueden escucharse sobre la materia, los pobres latinoameri-canos tienen hoy más años de escolaridad y menos posibilidades desuperar sus condiciones de pobreza (Gentili & Alencar, 2001).

3. El caso paradigmático es el de las mujeres. Ellas, como menciona-mos, constituyen uno de los sectores más segregados, poseen losmenores ingresos y son más discriminadas en el mercado de trabajo.Sin embargo, dentro de la población económicamente activa, enAmérica Latina, las mujeres tienen más años de escolaridad que loshombres. Peor aún: la brecha salarial entre géneros es más acentuadaa medida que aumenta la educación de las mujeres. “Si se observaque, en gran parte de los países de la región, las mujeres jóvenes conmás de 10 años de estudio son una mayoría y que éstas también supe-ran a los hombres entre los desocupados, se podría concluir que lamayor educación de las mujeres, especialmente la educación supe-rior, no tiene el mismo retorno que para los hombres, es decir, no setraduce ni en igualdad de empleo, ni de ingresos para los mismosaños invertidos en educación” (Cepal, 2003: 21 y 22).

4. En la discriminación de género, en los procesos de segregaciónétnica y racial, así como en casi todas las formas de desigualdadactualmente existentes, la educación parece ejercer un papel almenos limitado en la eliminación o disminución de las causas queproducen la exclusión social. Los pobres no son pobres porquetienen una educación pobre sino, justamente, porque son pobres aellos no les toca otra “suerte” que la de tener que conformarse conuna educación pobre. Actualmente, hasta el Banco Interamericanode Desarrollo (BID) reconoce que, aunque la desigualdad en losingresos refleja, de cierta forma, la desigualdad educativa, la esco-laridad por sí sola no basta para resolver el problema de los bajossalarios que percibe la gran mayoría de los latinoamericanos y lati-noamericanas (BID, 2003).

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5. Hoy, más que nunca, resulta claro que, en América Latina, se haescindido el derecho a la permanencia en la escuela del derecho a laeducación. Aunque los niños y niñas más pobres puedan tener elderecho a la escolaridad, el derecho a la educación y al conoci-miento (como un bien social y como un derecho humano) permane-cen negados a las grandes mayorías, constituyendo, en muchos denuestros países, un privilegio de quienes pueden pagar por esto(Gentili & McCowan, 2003).

El año que comienza nos abre enormes desafíos. Evidentemente, eldesarrollo educativo es uno de ellos. Sin embargo, atribuir a la expansiónde los índices de escolaridad, la única expectativa capaz de garantizarmejores niveles de justicia social en nuestros países, puede ser una peli-grosa trampa. Una trampa que acabe culpabilizando a la ya castigadaescuela pública y a sus trabajadores, de una realidad que, aunque elloscotidianamente sufren, no han producido ni pueden de forma aislada yprometeica solucionar.

Sin desconsiderar el inacabable índice de desafíos que nos presentacualquier agenda social para avanzar en la democratización inconclusa deAmérica Latina, una cuestión parece insoslayable: el fin del ciclo de refor-mas estructurales que propuso el neoliberalismo sólo se hará efectivo silos gobiernos latinoamericanos cambian radicalmente el rumbo de suspolíticas económicas, principal obstáculo para una democratización efec-tiva de nuestros países. Hacerlo no es una cuestión meramente técnica. Setrata de una exigencia ética. Supone valores y principios democráticos,hoy ausentes en buena parte de las administraciones gubernamentales lati-noamericanas. Significa aceptar que queremos vivir en un mundo dondelos derechos de las grandes mayorías no pueden depender de la suerte, delclientelismo estatal, de la solidaridad ajena o de la generosa congoja quesuele invadirnos las noches de Navidad.

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CAPÍTULO III

La investigación educativa y los dilemas del poder

Cuando me invitaron a presentar una ponencia sobre este importantetema, pensé realizar una breve exposición sobre ciertas cuestiones meto-dológicas que nos preocupan especialmente en el Observatorio Latinoa-mericano de Políticas Educativas del Laboratorio de Políticas Públicas.4

Preocupaciones éstas derivadas de un trabajo de investigación educativaquizás poco convencional, llevado a cabo con la participación de sindica-tos docentes y orientado a la producción de conocimiento científico porparte de aquellos sujetos que están cotidianamente en la lucha por unasociedad más justa e igualitaria, particularmente en el campo educativo.Pretendía así referirme a una investigación que realizamos recientementecon diferentes organizaciones sindicales del magisterio latinoamericano,sobre las reformas educativas en los países del Cono Sur.

Sin embargo, cuando ya tenía todo preparado y estaba llegando a BuenosAires, tuve la tristísima noticia de saber que había muerto la persona que fuemi más querida maestra y educadora durante mi formación universitaria enArgentina: Cecilia Braslavsky. Desde hace días, no dejo de pensar en lo queha significado para mí la experiencia de trabajo con Cecilia, allá por los añosochenta. Gracias a ella y por ella me inicié en la investigación educativa.

4. El presente texto tuvo su origen en mi participación en una mesa redonda sobre inves-tigación educativa promovida por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, en abrilde 2005.

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Cuando venía para este Seminario, me di cuenta de que todo lo que habíapensado en estos días de profunda tristeza estaba directamente relacionadocon el tema que nos convoca en esta oportunidad. Buena parte de misrecuerdos sobre Cecilia tenían que ver con los desafíos de la investigacióneducativa, con los dilemas que abre la producción de conocimientos en elárea de la educación, con sus marchas y contramarchas.

Decidí, entonces, cambiar el eje de mi presentación. Esto supondrá, almenos, tres riesgos. Primero, no haber podido estructurar de forma muydefinida lo que voy a tratar de decir. En segundo lugar, voy a referirme auna persona a la que quise mucho y a quien siempre recordaré con muchocariño. Quizás no tenga la distancia suficiente como para poder pensarsobre ella sin contaminarme por la tristeza que supone saber que ya nopodrá estar físicamente con nosotros. Me consuela saber que casi nuncatengo “la distancia suficiente” para tratar ningún asunto y que poco meimporta no tenerla ahora. La muerte es siempre un hecho arbitrario. Lamuerte de aquellos que fueron nuestros maestros y maestras nos enfrentatambién a nuestra propia muerte. A una infinita soledad. Finalmente, corroel riesgo de largarme a llorar en cualquier momento. Puede ser que lo hagasi, por un instante, siento la mirada cómplice de Cecilia en algún rincónde este auditorio, recordándome que siempre, en la investigación educa-tiva, como en la vida, hay que ser implacablemente honesto.

Vayamos a algunas cuestiones que quiero compartir con Uds.Un debate acerca del sentido de la investigación en ciencias sociales,

particularmente en el campo educativo, no puede dejar de abordar cincopreguntas fundamentales: qué se investiga, cómo se investiga, dónde se

investiga, quién investiga, y quién financia la investigación. Cuestioneséstas que se articulan estrechamente al problema político central de lainvestigación científica: para qué se investiga. Analizar estas preguntas yofrecerles una determinada respuesta permite trazar un diagnóstico rigu-roso de las preocupaciones que llevan a definir ciertos temas y no otros enlas agendas políticas y científicas, en una determinada coyuntura.

Curiosamente, en la Argentina, el debate académico en el campo peda-gógico suele girar alrededor de la defensa o la condena irrestrictas de lossujetos que llevan a cabo la investigación educativa. Se establece así,frecuentemente y de manera reduccionista, una subordinación lineal delas cuatro cuestiones anteriores (qué, cómo, dónde se investiga y quién

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financia la investigación) a la respuesta del interrogante acerca del quién

la realiza.Sin pretender desconsiderar la importancia del debate acerca de quién

lleva a cabo la investigación educativa, resulta evidente que esta cuestiónremite a un problema mucho más denso que a la mera identificación nomi-nal de los investigadores que gozan de cierto prestigio intelectual en unmomento determinado. En otras palabras, la pregunta acerca de quién inves-tiga no hace referencia (solamente) a la biografía de los más ilustres inves-tigadores o investigadoras, sino al espacio social de producción de investi-gación educativa: ¿investigan los profesionales universitarios?, ¿los docen-tes en las escuelas, los sindicalistas, los funcionarios o cuadros de los minis-terios y las secretarías de educación? El quién investiga remite, por lo tanto,mucho más a un debate sobre la legitimidad, el reconocimiento y el presti-gio en el proceso de producción de saberes especializados, no sólo por partede un conjunto de sujetos individuales (los intelectuales consagrados) sino,fundamentalmente, por parte de ciertos actores colectivos. Estos pueden o

no realizar investigación educativa en virtud de un conjunto de factores quevan mucho más allá de su supuesta o real capacidad técnica. De manerafrecuente, no sólo los docentes no investigan durante el ejercicio profesionalsino que, también de manera frecuente, no se les reconoce, entre sus funcio-nes, la responsabilidad de investigar sobre su propia práctica. Situaciónsemejante podemos reconocer en el campo sindical docente (la reflexión yanálisis sistemático de la práctica militante y de las organizaciones gremia-les del magisterio pueden ser objetos de investigación, pero no para serllevada a cabo por los propios sujetos de esas organizaciones, sino por agen-tes especializados que, siempre, se desempeñan fuera de estas instituciones).La reducción de la investigación educativa a un tipo de práctica que sólopuede ser llevada a cabo en gabinetes universitarios, profilácticamente aisla-dos de la contaminación ideológica que produce el ejercicio profesional (enla escuela o en el sindicato), remite a un determinado paradigma desde elcual se piensa y se construye la legitimidad o ilegitimidad de los sujetosautorizados para la producción de ciertos saberes especializados.

No es mi intención detenerme aquí en consideraciones relativas a laimportancia de reconocer (y de legalizar) la extraordinaria contribuciónque pueden ejercer los maestros y maestras como investigadores no sólode su propia práctica en el aula sino también como intérpretes críticos de

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las políticas educativas, de las instituciones escolares, de las relaciones desaber y poder que ellas construyen, de las formas de gobierno que ellasedifican. Tampoco pretendo detenerme en la revalorización del sindicatoo de los movimientos sociales como espacio de gran potencialidad para eldesarrollo de una investigación educativa de calidad y que se contrapongaa la antidemocrática y casi siempre incuestionada legitimidad del sabertecnocrático. Sin embargo, creo que estas son cuestiones centrales en todadiscusión acerca de quién investiga sobre educación en un determinadomomento y en un determinado lugar.

Por otra parte, como ya mencionamos, la reducción del debate acercade quién investiga a la identificación nominal de los investigadores (oinvestigadoras) para su posterior consagración o reprobación pública,suele opacar el fundamental debate sobre el contenido de la investigación(qué se investiga), sobre las modalidades y diversas formas de abordajeteórico de los problemas investigados (cómo se investiga), sobre los espa-cios donde se lleva a cabo la investigación (al menos, la investigaciónoficialmente reconocida) y, particularmente, sobre el financiamiento delos procesos de producción de investigaciones (académicas o no).

Me interesa, especialmente, una cuestión muy poco debatida cuando seaborda el problema de las políticas de investigación educativa. En laArgentina, el espacio donde se realiza la investigación académica, asícomo su financiamiento, tiene una importancia central y, en ciertosmomentos, un poder de determinación estructurante y normativo sobre elqué, el cómo y el quién investiga. Les pido que consideren a ésta comouna hipótesis de trabajo y no como una tesis fundamentada. Apenas, comouna autoprovocación para poder expresarles de forma más clara algunascuestiones que me evocan la pérdida de Cecilia.

Permítanme, por favor, que les cuente cómo y en qué circunstancias laconocí.

1984 fue un año extraordinario. La posibilidad de volver a sentir laoportunidad de construcción de un espacio de consolidación de fuerzasdemocráticas y progresistas era muy alentadora. Sabíamos que la heren-cia recibida condicionaba severamente el futuro de esta democracia resu-citada, por momentos esplendorosa, por momentos agónica. 1984 fue unaño extraordinario porque, más allá del dolor heredado y de la incerti-dumbre política, había esperanza y motivos para luchar por ella.

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En aquel momento, mi vida pasaba, fundamentalmente, en y por laFacultad de Filosofía y Letras de la UBA, un espacio que, no sé si porsuerte o por desgracia, suele estar bastante ajeno a lo que ocurre en elmundo exterior. Sin embargo, la euforia del 84 había colonizado tambiénlos fríos claustros del edificio de la calle Marcelo T. de Alvear, una exmaternidad que parecía ser, por momentos, el local más apropiado paravivir aquello que con intensidad sentíamos: paríamos, en Filo, una arre-batada e irreductible voluntad por aprender y deshacernos del lastre dela dictadura. Queríamos construirnos de nuevo. Nacer de nuevo. Paraesto nos habíamos apropiado de nuestros maltratados espacios de parti-cipación y representación, particularmente del centro de estudiantes.También de las nuevas cátedras y de algunos profesores y profesoras,muchos de los cuales regresaban del exilio exterior o interior. Fue asíque una noche, apenas iniciado el primer semestre de 1984, tuvimosnuestra primera clase de Historia General de la Educación, cuyo titularera uno de los más destacados y dignos intelectuales argentinos: Grego-rio Weimberg.

El maestro Weimberg entró en una sala donde se apretujaban unos 150jóvenes y no tan jóvenes alumnos dispuestos a escuchar y a decir, a dejarseaprender, a quererse enseñar. Atrás de su imponente figura, y confundién-dose con el enmarañado auditorio, fue tratando de entrar Cecilia Bras-lavsky, flamante profesora adjunta de la cátedra y bastante más joven quealgunos de los presentes. La emoción, recuerdo, era total. Una emociónque se redobló al escucharlo al “viejo”, como llamábamos cariñosamentea Don Gregorio, y que eclipsó cuando, sobre el final de la clase, la “petisa”,como llamábamos a Cecilia, tomó la palabra. Hoy, más de 20 añosdespués, recuerdo el tono firme de su voz y su sonrisa contagiosa. Norecuerdo, sin embargo, qué pregunta tuve la impertinencia de arriesgar enun determinado momento. Recuerdo, sí, que me recomendó leer La educa-

ción como imperialismo cultural, de Martín Carnoy. Yo quería ser marxistay no sabía muy bien cómo, eso fue lo que le dije a Cecilia después de laclase. Comenzó allí mi vida universitaria. Una vida que pasaba, en buenamedida, por las interminables tertulias que manteníamos, en el Bar LaCigüeña (vaya metáfora), casi todas las noches, bebiendo cerveza y dispu-tando maníes, un conjunto de amigos y amigas, con la regular presencia deCecilia, todos los miércoles, después de clase.

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Ella, además de profesora en la Facultad de Filosofía y Letras, habíaasumido la coordinación del Área de Educación de la Facultad Latinoame-ricana de Ciencias Sociales (FLACSO), reemplazando a Juan CarlosTedesco, y consolidando un equipo de trabajo donde se destacaban DanielFilmus, Alicia Entel, Silvia Llomovatte, Nora Krawzick y, posteriormente,Guillermina Tiramonti, Graciela Frigerio y Margarita Poggi. En FLACSO,Cecilia desarrolló lo que sin lugar a dudas ha sido una de las más valiosascontribuciones analíticas para la comprensión del sistema educativo argen-tino. Sus investigaciones rápidamente se tornaron una referencia nacionale internacional para el estudio de los procesos de segmentación y diferen-ciación institucional profundizados por las políticas dictatoriales, en elmarco de un proceso de universalización del acceso a la escuela, donde secrean y reproducen las formas históricas de construcción del monopoliodel conocimiento. La contribución teórica de Cecilia ha sido fundamentalpara comprender las nuevas (y no tan nuevas) formas de producción de ladesigualdad educativa, anunciando así los dilemas y desafíos a los que seenfrentaba la educación argentina en una coyuntura pos-dictatorial. DesdeFLACSO, el programa de investigaciones diseñado por Cecilia muchocontribuyó a pensar la politicidad de la calidad de la educación, señalandoun polémico concepto de “vaciamiento de contenidos” y de “conocimientosocialmente significativo”, que estructuró buena parte del debate pedagó-gico durante mucho tiempo, en toda América Latina.

Fue en ese año que tuve la extraordinaria posibilidad de comenzar atrabajar en FLACSO, como asistente (o mini-asistente) de investigación,tarea que desempeñé hasta 1991. Nostálgico período que recuerdo junto aotros colegas y amigas que también se sumaron al joven y sin experienciaequipo de ayudantes del área Educación: Alejandra Birgin, Silvia Yanou-las, Silvina Gvirtz, Gaby Diker y Delfina Veirabé, entre otras.

Sin lugar a dudas, los trabajos de Cecilia y, en el mismo período, los deAdriana Puiggrós, fueron los grandes relatos que permitieron unacomprensión crítica del sistema educativo argentino, definiendo tambiénlas fronteras del debate político pedagógico acerca de las posibilidades ycondiciones de salida de una crisis estructural que el proceso de transicióndemocrática no iba a solucionar por propia inercia. Más allá de la perti-nencia o no de estos diagnósticos, especialmente si los observamos 20 o 15años más tarde, resulta evidente que las preocupaciones que motivaban las

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investigaciones llevadas a cabo, así como el corpus teórico utilizado paradesarrollarlas, buscaban ampliar los horizontes de la comprensión acercadel sistema escolar, tratando de construir un inventario de las razones de sucrisis: la negación del derecho efectivo a la educación, la segmentación ydiferenciación del sistema, las redes burocráticas de gobierno, el vacia-miento de contenidos, la construcción autoritaria del poder institucional,los espacios de resistencia, etc. Aún cuando Cecilia, y también AdrianaPuiggrós, no adherían a tesis apocalípticas o a un cuestionable redencio-nismo revolucionario, resultaba evidente que esos diagnósticos obligabana una redefinición profunda de las políticas públicas de educación, promo-viendo una reforma democrática del sistema escolar, a la altura de losdesafíos abiertos por los nuevos tiempos. Reforma que, como es biensabido, el gobierno de Raúl Alfonsín nunca llegó a realizar (más allá de lasmodestas aspiraciones discursivas desplegadas durante los primeros añosde su gestión).

Es interesante que, durante este período, aunque Cecilia mantenía unactivo diálogo con el poder político (e inclusive colaboraba con la gestióndel gobierno radical de la Provincia de Río Negro), su trabajo de investi-gación se desarrollaba en un centro académico y en una universidadpública (aunque, en esta última, concentraba básicamente sus actividadesde docencia). FLACSO mantenía una distancia prudente del poder polí-tico y permitía el desarrollo de investigaciones independientes. Nadadespreciable era, asimismo, que la principal fuente de recursos para elfinanciamiento de estas investigaciones proviniera de una prestigiosaagencia canadiense: el IDRC.

Algunos años después, en 1993, ya en su condición de una de las inte-lectuales más respetadas de América Latina, Cecilia se sumó al Ministe-rio de Cultura y Educación del gobierno de Menem, donde llegó a ocuparel cargo de Directora General de Investigación y Desarrollo. Resulta muydifícil definir una causa unívoca que explique las razones por los cualesintelectuales tan respetados por sus virtudes humanas y tan reconocidospor su competencia técnica realizan una opción profesional que tanto losaparta de la historia que han construido. Lo cierto es que el llamado delpoder político es uno de los momentos más dilemáticos en la vida de unintelectual. De manera general, los intelectuales críticos, especialmentelos marxistas (y Cecilia lo había sido, formándose en la Universidad Kart

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Marx de Leipzig, en la ex República Democrática de Alemania), recono-cen que no hay neutralidad alguna en los procesos de construcción delsaber científico. La razón que quizás lleva a algunos intelectuales deizquierda a asumir funciones en gobiernos netamente conservadores o,como en el caso de la administración Menem, radicalmente neoliberales,no es la presunción de que su trabajo será eminentemente “técnico” (o sea,presumidamente neutral), sino la arrogante sospecha de que podrán conta-minar al poder estatal con sus ideas y propuestas progresistas. “Mejornosotros que los otros” parece ser la fórmula mágica que permite justifi-car la necesidad de que ese “lugar” sea ocupado por alguien con muybuenas intenciones y el suficiente prestigio intelectual como para impo-nerle al poder político la justicia y la necesidad histórica de sus propiasideas. La pretensión, sin lugar a dudas honesta, ha demostrado ser, en elcaso de Cecilia, como en muchos otros, insuficiente para torcer el rumbode acontecimientos y políticas que tuvieron y aún hoy tienen un costosocial inocultable. Nunca pude conversar con Cecilia sobre estas cuestio-nes, cosa que lamento mucho.

Como quiera que sea, resulta inconfundible la ruptura substantiva en suproducción académica; el pasaje de un trabajo centrado en la narrativa deun sistema segmentado y fragmentado, en la pretensión por promovercambios democráticos estructurales, a la gestión de un proyecto educativo“posible”, en el marco de una reforma económica y social de naturalezaexcluyente y discriminatoria.

El desplazamiento espacial operado por Cecilia fue mucho más polí-tico que geográfico. Y no fue ella quien cambió al Estado, sino, más bien,el Estado quien consiguió triturar, neutralizar, apagar el enorme potencialcrítico e inspirador que había tenido.

No pretendo sumarme a quienes, considerándose gendarmes de losvalores morales de la izquierda, condenan o enaltecen decisiones ajenas.De mi parte, tengo la certeza absoluta de que Cecilia, en este caso, comoen el resto de su vida, actuó con absoluta honestidad. También con abso-luta valentía, valor no siempre frecuente entre los autoproclamados após-toles de las virtudes republicanas. Cecilia fue honesta y valiente en asumirsus opciones. Juzgar si se equivocó o no, al menos, para mí, poco importa.Lo que sí importa es el problema político fundamental y que está presenteen este asunto: la relación entre los intelectuales y el poder político.

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En el caso que nos ocupa, el formato de la investigación desarrolladapor el Ministerio de Educación estuvo, como no podía ser de otra forma,condicionado no sólo por el espacio donde era realizado sino también porla naturaleza de quienes lo financiaban: el propio gobierno y los organis-mos financieros internacionales, especialmente el Banco Mundial, en unacoyuntura de gran drenaje de recursos por parte de estas agencias multi-laterales hacia algunos países periféricos altamente endeudados, como esel caso de la Argentina. Poco importa, repito, saber si Cecilia estaba afavor o en contra de todo esto.

Que el Estado puede (y debe) ser diferente de aquello que fue duranteel gobierno de Menem, no lo dudo. Que los intelectuales pueden (y deben)cumplir otro papel que el que cumplieron aquellos que adhirieron a lasreformas neoliberales, tampoco. Creo, sin embargo, que nos debemos unadiscusión seria (y no por eso desapasionada) sobre la correlación de fuer-zas, sobre las alternativas y sobre las coyunturas que permitieron el desa-rrollo de una reforma tan profunda y tan autoritaria de nuestro sistemaescolar como la que vivimos durante los últimos años.

Cecilia nos ayudó a entender de forma crítica y dialéctica las relacio-nes entre conocimiento y poder. Lo hizo como excelente profesora e inte-lectual que era. Y lo hizo también con el ejemplo de su propia vida. Unavida que vivió con dignidad e implacable honestidad.

Aquellas noches, en el Bar La Cigüeña, Cecilia insistía en que debía-mos luchar por nuestras convicciones. Nos enseñaba que ser honesto esdecir la verdad, y decir la verdad es, simplemente, decir y defender aque-llo en lo fervientemente creemos.

Hoy, más de 20 años después, me encantaría poder hacerle muchísimaspreguntas. Su muerte, arbitraria e injusta, como toda muerte, me loimpide. Pero también me gustaría tenerla cerca para decirle aquello quenunca le dije y que ella jamás me hubiera permitido: muchas gracias.

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CAPÍTULO IV

La infancia de la indiferencia(o la mano que acaricia la boca)

Finbarr O’Reilly, fotógrafo canadiense, ha sido galardonado este añocon el codiciado premio de la World Press Photo. La imagen elegida reco-rrió el mundo como expresión de espanto, indignación y dolor. También,como expresión de una profunda belleza. Es el rostro de una madre queespera su turno en la fila de un centro de alimentación, en Tahoua, Níger.

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Sobre su boca, se apoya suavemente la mano de un niño o, quién sabe, unaniña: su hijo, su hija. Intuyo que pocas veces la fotografía ha podido sinte-tizar el trazo desgarrado de una caricia tan dulce. Tan solitaria. Tan triste.Tan necesaria. La mano de un niño o una niña envejecida por el hambreacaricia la boca de su madre. Pide un beso, pan, paz, derechos, dignidad.O no pide nada, quizás.

Imágenes como ésta ponen en evidencia la barbarie de un sistema queexalta los valores de la globalización neoliberal, mientras oculta, trivializay pretende volver insignificante la negación más brutal de los derechoshumanos a cientos de millones de niños y niñas en todo el mundo. Niñosy niñas abandonados, sometidos a condiciones de trabajo esclavo, campe-sinos maltratados, empleadas domésticas, vendedoras ambulantes, peque-ños soldados del trafico de drogas, objetos (ellos y ellas mismas) deltráfico humano, de abusos de toda especie, madres precoces, hijos deninguna filiación, niños y niñas sin tierra, sin escuela, sin casa, sin niñez,sujetos del desprecio. Niños y niñas excluidos e invisibles, como los deno-mina UNICEF en su último y contundente Estado Mundial de la Infan-

cia, publicado a comienzos de este año. Niños y niñas que el sistema noquiere mostrar. Simplemente, porque “sobran”. El mundo no es un bene-ficio que les corresponda. El mundo camina en una dirección y ellos, ellasparecen estar a contramano. Son despreciados y pretenden ser transfor-mados en eso: en nada.

Como todos los años, UNICEF cumple su importante papel de elucidarlas marcas de esta barbarie: la pobreza, el SIDA, el abandono por parte delEstado de la provisión de los bienes y servicios básicos y los conflictosarmados son algunas de las razones por las cuales millones de niños yniñas, en todos los continentes, pero especialmente en los países periféri-cos, están sometidos a condiciones de exclusión y marginalidad. Su nuevoinforme denuncia que:

• Más de la mitad de los nacimientos que se producen en el llamadomundo en desarrollo no se inscriben, carecen de identidad “oficial”.Cada año, 50 millones de niños y niñas que nacen en los países dela periferia mundial no tendrán certificado de nacimiento.

• En estos mismos países, existen alrededor de 143 millones de niñosy niñas que han perdido a su padre o a su madre, o que nunca los

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han conocido. Muchos de ellos y ellas viven en las calles. Todos,todas, sufren la barbarie de la explotación. La pestilencia del abuso,inclusive de aquellos que deberían defenderlos: las fuerzas policia-les y el ejército.

• Casi 180 millones de niños y niñas trabajan en condiciones penosasy peligrosas. Otros cientos de miles, simplemente trabajan.

• Se calcula que hay alrededor de 9 millones de niños y niñas queejercen la prostitución o son sometidos al trabajo esclavo por causade supuestas deudas.

• No se sabe cuántas niñas y niños trabajan como sirvientes domésti-cos en casas de familia. Quizás, por ser tantos, ni se los puedecontar.

• Los seres humanos de corta edad son discriminados porque tienenmenos condiciones para defenderse y por no contar con quienes losdefiendan; pero, también, son discriminados por ser pobres, por sermujeres, por ser negros o negras, por pertenecer a algún grupo étnicoo a alguna nación indígena, por no poder hacer uso de los códigoslingüísticos dominantes, o por todo eso al mismo tiempo.

• Hay más de 150 millones de niños y niñas portadores de algún tipode discapacidad, gran parte de los cuales no tienen ninguna asisten-cia médica o educativa.

Una cuestión crucial es determinar cuál es la causa de las causas queproducen la invisibilidad de la infancia excluida. Para responder a estapregunta es fundamental mirar hacia el interior de los países donde losniños y niñas tienen sus derechos cotidianamente negados (la injusticiasocial, la brecha enorme que separa ricos de pobres, la deuda externa, laausencia de espacios públicos, el desmonte o la inexistencia de un sistemade educación, salud y seguridad social, el salvajismo de los mercados detrabajo, la corrupción, el autoritarismo, el sexismo, el racismo, la fragili-dad de la democracia o su inexistencia, entre otros factores). Pero,también, especialmente, es necesario mirar hacia fuera de estos países;mirar a un sistema mundial dividido entre naciones con derechos y nacio-nes sin derechos. Entre los que tienen la oportunidad de elegir su futuro ylos que tienen la condena de tener que sufrirlo. La periferia del mundocapitalista (o sea, del planeta tierra) explota, segrega, maltrata a sus niños

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y niñas. El opulento mundo capitalista desarrollado no deja de ganarpocas ventajas con esto. Por eso, con poquísimas excepciones, prefieresilenciar, no mirar, borrar, desintegrar aquellas imágenes de la barbarie,del dolor. El eco de gritos que nunca llegan a retumbar en los corazones ymentes de los que quizás ni saben que vivir tan bien como viven tiene unpesado costo para otros, para otras, cuyo rostro nunca conocerán. Puedeser que, ahora, al menos, conozcan la mano. Esa mano que acaricia laboca. Que se apoya suavemente sobre ella. Que apenas la toca. Que sefunde y confunde en un beso desgarrado. Esa mano que acaricia la boca.Y no pide silencio. Ni indiferencia. Esa mano que acaricia la boca, porquees su forma de gritar.

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CAPÍTULO V

Abajo, abajo, abajo

Miércoles 7 de junio. João y Vilma llegan, como todos los días, de lamano, a la Escuela Municipal Henrique Foréis, en una de las tantas fave-

las que conforman el llamado Complejo del Alemán. Es invierno, pero enRío de Janeiro hace calor, como siempre. Su madre ha salido a trabajarmuy temprano, antes que ellos despertaran. João y Vilma se cuentan cosascasi en secreto. Ríen y bostezan, como ríen y bostezan los cientocincuenta alumnos de esa escuela modesta y pobre, pero digna, comosuele definirla su directora, Carolina de Sá Barreto. João le dice a Vilmaque en el partido de la tarde hará un gol y se lo dedicará a ella. Vilma ledice a João que un día va a regalarle la camiseta de Ronaldinho. Joãobosteza y se ríe. Vilma le aprieta su mano, levemente, sellando lapromesa, casi en secreto. Se despiden ya en la puerta de la escuela. Cadauno se dirige a su sala de clase. João bosteza y arregla su remera blanca.Tiene 12 años. Vilma bosteza y arregla su remera blanca. Tiene ocho. Nosvemos en el recreo, se dicen simultáneamente. Y vuelven a reír su risadulce. Minutos más tarde, cuando el tiroteo comenzó, João pensó enVilma y Vilma en João. Los dos, como todos, corrieron a esconderse sinsaber dónde. Abajo, abajo, abajo, gritaban las profesoras. Al piso, debajode los bancos. Ninguno de los ciento cincuenta alumnos llegó a entenderde qué se trataba, mientras se apretujaban, temblando, en el piso gris deesa escuela modesta y pobre, quizás digna. Más de doscientas balasfueron disparadas. De un lado, la policía. Del otro, los traficantes. Unos

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contra otros. Todos contra todos, separados por la escuela, frágil obstá-culo desvanecido ante la brutalidad de las balas. Dos bandos, un bando,el mismo lado de una guerra, como todas, sin razón, sin buenos ni malos,sólo con malos. João y Vilma pensaron uno en el otro, mientras sus reme-ras blancas se teñían de un rojo brillante, ardiente como el miedo, amargocomo las lágrimas que lloran los que no entienden de qué se trata. Nipueden entender. Su madre supo que estaban internados en el HospitalSalgado Filho cuando volvió de trabajar. Tampoco pudo ni quiso enten-der. Jacqueline, una compañera de Vilma, días más tarde, hizo un dibujo,sin parar de llorar…

Viernes 23 de septiembre. Pedro termina de jugar su primer partido defútbol. Hoy juego, por lo menos, diez, veinte, cien partidos, pensó. Ytambién voy a jugar en el recreo, siguió pensando. Sueña con ser defen-sor. Jugar en la selección. Ser el mejor. Lástima que ahora tenga que ir ala escuela. Su escuela, ahí, al lado del campo de fútbol, en la favela

Guarabu, del Complejo de Dendê, cerca del Aeropuerto donde llegantodos esos aviones de gente cargada de maletas y de cámaras de fotos, conganas de conocer Río de Janeiro, la playa y el sol de una ciudad que sejacta de ser “maravillosa”. Su escuela, ahí, al lado del campo de fútbol,esa a la que, vaya a saber por qué ironía, alguien le puso de nombre“Holanda”. Algún día voy a ser defensor, pensó Pedro. Y ser el mejor. Yviajar en avión. Y jugar diez, veinte, cien partidos de fútbol sin tener queir a la escuela. A pocos metros de allí, el tiroteo comenzó. Policías ybandidos, bandidos y policías. Mezclados, como siempre. La bala que lomató era de ambos lados. El certificado de defunción informó que teníaocho años y que se trató de una bala perdida.

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Ese mismo día, en Vigario Geral, una de las más populosas y violentasfavelas de Río de Janeiro, Fabio Moraes da Silva estaba llegando a suescuela cuando un tiroteo lo sorprendió soñando sueños perdidos. No erala primera vez que sucedía. Asustado, distraído, olvidó que tenía quetirarse al piso y hacerse una bolita, fundirse y confundirse con el polvo dela calle, meterse, enterrarse en el barro casi seco de un camino sin nombre.Y corrió, cerrando lo ojos, como si estuviera soñando sueños perdidos.Temblando de espanto. Sobre el barro seco de un camino sin nombre, loatropelló un coche del 16º Batallón de la Policía Militar. Fabio no resistióel impacto. Su padre dijo que nadie podría comprender el dolor que sentía,que su corazón se partía, que ni llorar podía. Su hijo tenía siete años yquería ser cantante. La policía lamentó el hecho “ocurrido en cumpli-miento del deber”. El tiroteo, declararon a la prensa, comenzó cuandoperseguían al ladrón de un camión robado. La carga: cuatrocientas cajasde galletas y fideos. Los ladrones huyeron, aunque la carga pudo serdevuelta a sus legítimos dueños.

Quizás nada de lo que pueda decirse, escribirse o, simplemente,pensarse sobre la violencia, sus causas y sus sentidos, sus orígenes y sudestino, su trivialidad y su totalitarismo pueda explicar la sinrazón deestas muertes. Horrorizados, buscamos eufemismos, palabras banales paraexplicar lo inexplicable, ocultando nuestro desconcierto, masticandonuestra indignación, entrenando nuestra capacidad de convivir con labarbarie. En Río de Janeiro, como en todas las grandes ciudades latinoa-mericanas, las principales víctimas de la violencia urbana son los niños yniñas más desprotegidos: los pobres. Aquellos que, en este lado deltrópico, son portadores de derechos meramente formales y decorativos.Víctimas de una guerra que los pone sistemáticamente en el medio. De unsistema que llama “perdidas” a las balas que los asesinan. Un sistema quese pudre arriba y que golpea abajo, abajo, abajo.

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SEGUNDA PARTE

La educación y la construcción de la utopía

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CAPÍTULO VI

Educación popular y luchas democráticas

Quiero comenzar agradeciendo a Barrios de Pie por la oportunidad departicipar en este importante evento. La alegría de estar aquí es doble. Porun lado, este encuentro reúne educadores y educadoras populares, militan-tes y activistas sociales, compañeras y compañeros de todo el país y deAmérica Latina preocupados por la construcción de una educación demo-crática y liberadora. Se trata de un evento político de gran significado parala construcción de una Argentina donde la injusticia y la opresión sean, deuna vez por todas, resquicios de un pasado que nunca volverá a repetirse.Por otro lado, me hace muy feliz que estemos reunidos en una universidadpública y, particularmente, en la Facultad de Filosofía y Letra de la UBA,donde fui alumno y donde trabajé como docente durante algunos años. ElChe decía: “que la Universidad se pinte de campesino, de negro, de indio,de trabajador”. Ustedes, hoy, están realizando el sueño de muchos de losque luchamos por ampliar el carácter público de nuestras universidadeslatinoamericanas. Que Filo se pinte pues de piquetera, contribuyendo así aque nuestras instituciones de educación superior se transformen en unespacio de lucha y de reflexión, de compromiso y de trabajo activo junto alos compañeros y las compañeras que están en los movimientos sociales,construyendo una alternativa popular en cada de uno de nuestros paíseslatinoamericanos.5

5. Este capítulo sintetiza mi presentación en un evento sobre educación popular promo-vido por el Movimiento Barrios de Pie en julio de 2004 y realizado en la Facultad deFilosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.

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Voy a tratar de presentar aquí algunas sintéticas conclusiones que sederivan del trabajo que, en el Laboratorio de Políticas Públicas, de laUniversidad del Estado de Río de Janeiro, desarrollamos junto con algu-nos movimientos sociales que actúan en el campo de la educación popu-lar. En este trabajo, entre otras cosas, tratamos de rescatar algunos princi-pios que se derivan de la larga experiencia de lucha y compromiso dealgunas organizaciones que desarrollan proyectos en esta área. LauraGonzález Velasco presentaba hace algunos minutos las líneas generales deacción del Movimiento Barrios de Pie, las cuales están claramente ensintonía con algunas de las cuestiones que pretendo presentar aquí. Prin-cipios y líneas de acción que se articulan y enriquecen con la experienciaque otros movimientos sociales desarrollan en Brasil, como el Movi-miento de Trabajadores Rurales Sin Tierra y la Central Única de Trabaja-dores, ambos con una riquísima experiencia educativa.

Quiero destacar, en primer lugar, que estos movimientos ponen derelieve que la posibilidad de construir un proyecto educativo alternativo

está directamente vinculada a la lucha por la construcción de un proyecto

social alternativo. Era exactamente eso lo que pretendía decirnos PauloFreire cuando, en su última entrevista, afirmaba que la educación por símisma no libera, aunque sin educación liberadora no hay posibilidadalguna de construcción de una alternativa popular al modelo hegemónico.La lucha por un mundo más justo y la lucha por una nueva educación sonparte de una misma praxis transformadora. Creo que el Movimiento Barrios

de Pie hace un trabajo excelente al invitarnos a reflexionar sobre esta luchapara, de ella, sacar enseñanzas que alimenten el trabajo, la militancia, laacción en el campo específico de la educación popular; y, al mismo tiempo,ayudarnos a pensar los sentidos de un proyecto de transformación. Proyectoque se piensa en la medida en que se va construyendo, en la lucha, en lareivindicación, en la movilización social. La movilización política trans-formadora es siempre una “pedagogía de la esperanza”. La movilizaciónpolítica transformadora educa a los educadores y educadoras populares,haciendo de ellos sujetos activos de un proceso pedagógico más amplio yabarcador. Las luchas sociales educan y, al hacerlo, se fortalecen con lapraxis transformadora de los educadores y las educadoras populares.

Una segunda cuestión de gran importancia se deriva de la acción educa-tiva que desarrollan hoy los movimientos sociales liberadores: la educación

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popular es una herramienta fundamental para la construcción de sociedadesdonde la igualdad no se reduzca a una mera formalidad jurídica o una refe-rencia vacía que decora nuestras casi nunca respetadas constituciones. Enefecto, “igualdad” significa condiciones y oportunidades reales para laconstrucción de derechos ciudadanos efectivos. Afirmar que un derechodebe ser “efectivo” puede ser, de cierta forma, un contrasentido o unaredundancia. Si los derechos no son “efectivos” no existen ni existiráncomo tales. Sin embargo, debemos realizar esta adjetivación, ya que eldiscurso hegemónico se ha impregnado a tal punto de referencias supues-tamente igualitarias, que la lucha por los derechos parece ser hoy, engaño-samente, interés de todos.

Actualmente, por ejemplo, buena parte de nuestros gobiernos, en sinto-nía con las tecnocracias de los organismos financieros internacionales,establece una correlación directa entre los índices de escolarización y elderecho a la educación. En Brasil, por citar sólo un ejemplo, se pretendeoficializar que 95% de las niñas y niños en edad escolar están matricula-dos en un establecimiento educativo, afirmando que este dato constituyeuna elocuente evidencia de la ampliación del derecho a la educación delos más pobres, justamente en el marco de una rigurosa política de ajusteneoliberal como la aplicada en los últimos años. Aún cuando debemosfestejar el aumento en las posibilidades de acceso a la escuela de los máspobres (fundamentalmente porque ha sido posible gracias a las luchas porla democratización de la educación llevadas a cabo por estos sectores), esevidente que dicha conquista está lejos de resultar en una efectiva igual-dad en la distribución de los bienes educativos en sociedades tan desigua-les y segmentadas como las nuestras. Se trata, en rigor, de una igualdadlimitada, cínica o, si prefieren, meramente formal. A pesar de los signifi-cativos índices de escolarización, en América Latina el derecho a laeducación continúa siendo negado, como históricamente lo fue, a lossectores populares. En algún trabajo anterior, hemos definido éste comoun proceso de inclusión excluyente. Ayer, la exclusión era una barrera quese ponía en la puerta de la escuela, impidiendo la entrada de los máspobres. Hoy, la exclusión está dentro de la escuela. Las oportunidades deacceso a la escuela no evitan, por sí mismas, que a los niños y niñas máspobres les sea reservada una escolaridad también pobre. “Estar” en laescuela es una condición necesaria para tener derecho a la educación,

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aunque no suficiente. Una realidad de escuelas pobres para los pobres yricas para los ricos, aunque mejora los índices de escolaridad, está lejos derepresentar una conquista en materia de universalización del derechodemocrático a la educación.

La anterior constituye una cuestión importante. En efecto, AméricaLatina es la región más injusta del planeta. En ella, la diferencia entrericos y pobres se multiplica y amplía, creando un abismo cuya profundi-dad parece ser hoy insalvable para gran parte de la población. Ha sido eneste marco de aumento de la pobreza y la exclusión donde, en apariencia,se “igualaron” las oportunidades educativas de los latinoamericanos y laslatinoamericanas.

La experiencia de lucha y el trabajo educativo de los movimientossociales liberadores nos enseña que construir una educación igualitariasignifica mucho más que garantizar el acceso a la escuela. También, quela política educativa democrática es mucho más que el asistencialismoescolar. En este sentido, la experiencia de los movimientos de educaciónpopular nos demuestra que la pedagogía de la esperanza se construye conun trabajo solidario que permite ir mucho más allá del mero trabajo cari-tativo que hoy caracteriza a buena parte de las políticas sociales que sedesarrollan en nuestros países. Hace unos minutos, Berta Rosenvorzel,esta gran educadora latinoamericana que nos acompaña en nuestroencuentro, mencionaba un ejemplo muy claro acerca del significado de lasolidaridad, una solidaridad que hoy parece un poco lejana: las brigadasinternacionales que se desplazaban por todo nuestro territorio, inclusiveen otros continentes, para participar de procesos revolucionarios. Lo queestos movimientos nos revelan es que la solidaridad no tiene nada que vercon esta caridad asistencialista que ha definido el rumbo de las políticaspúblicas sociales en nuestros países durante los últimos años. La “solida-ridad” es compromiso y lucha para la construcción común de un proyectoemancipatorio. La educación solidaria es la educación que construimosjuntos, en la lucha por una nueva sociedad.

La solidaridad a la que nos están convocando los movimientos socia-les y populares no tiene nada que ver –decía– con el asistencialismo foca-lizado de las políticas neoliberales. Por el contrario, tiene que ver con unaética del compromiso político que está asociada al reconocimiento de quelos derechos o son comunes e iguales o no son nada. Derechos para pocos

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no son derechos; derechos para pocos son privilegios. Derechos paratodos significa posibilidad efectiva de realización de aquello que es laprecondición política para la construcción de la dignidad humana: laigualdad y la libertad. No podemos ser libres si somos desiguales. Nopodemos ser iguales si la libertad está reservada a aquellos que tienendinero para comprarla. Como militantes sociales no podemos descansar,no podemos abandonar la lucha, hasta que todos tengamos nuestros dere-chos plena y totalmente realizados. La negación del derecho a la educa-ción –y no sólo “a la escuela”– a un niño o a una niña de nuestra socie-dad, es siempre, de cierta forma, la negación del derecho a la educación atodos los niños y niñas. Mientras que el derecho a la vida continúe siendoun privilegio de aquellos que pueden contratar ejércitos privados paraprotegerse, lo que está siendo negado, en definitiva, es el derecho a la vidade toda la sociedad. “Solidaridad”, entonces, significa el reconocimientoactivo del compromiso de luchar para que cambie nuestra realidad deinjusticias y discriminaciones. “Solidaridad” significa acción; y esto nosrevela una cuestión que no inventamos los socialistas, sino que es unacuestión que está vinculada a un principio fundamental de cualquier éticademocrática: los valores en una sociedad efectivamente justa e igualitariason prácticas sociales y no meros discursos. Y es en este sentido que lasolidaridad no es apenas un concepto abstracto sobre el que se deleitan losfilósofos (o los tecnócratas del Banco Mundial): la solidaridad es unapráctica social. Nos hacemos solidarios en la lucha, nos hacemos solida-rios en el trabajo militante, nos hacemos solidarios en la medida en quenos comprometemos cotidianamente con los movimientos que luchanpara que nuestra sociedad cambie.

Finalmente, me parece que los movimientos sociales y populares enAmérica Latina ponen en evidencia una cuestión que debemos aprender yreconocer. Una cuestión que en este encuentro estamos poniendo en ejer-cicio: hacer educación popular significa reunirse, y reunirse es la precon-dición para celebrar, para encontrar sentidos a un trabajo común, parafestejar. Uno podría decir: pero en este contexto de guerra y barbarieneoliberal, ¿cómo podemos festejar? La celebración a la que nos invitanlos movimientos sociales y populares se fundamenta en el reconocimientode que la pedagogía liberadora constituye un espacio en sí mismo deproducción y creación de esperanza. Muchas veces uno piensa que la

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esperanza es una “cosa” que va a conquistar al final de un camino. Enrealidad, lo que estos movimientos nos recuerdan es que la esperanza seva construyendo en el camino, durante la marcha. La esperanza no es unbien que se obtiene; es una utopía viable que se construye colectivamente.Y por eso celebramos: porque podemos y queremos estar juntos, porquepodemos construir la esperanza. Debemos festejar que, aunque no seamostodos los que deberíamos ser, la posibilidad de estar juntos nos permitehoy construir un proyecto alternativo y popular. Con seguridad, los gran-des movimientos revolucionarios de nuestro continente no hubierancomenzado si los revolucionarios hubieran pensado que la revolución seconstruía solamente al final del camino. La revolución se construye coti-diana y sistemáticamente. La esperanza es también la revolución, y debe-mos festejarla en la medida en que podemos encontrarnos, en que pode-mos reunirnos para poder pensar otra educación y para poder pensar otrasociedad, como lo estamos haciendo en este encuentro. El rito de la cele-bración –que, en el Movimiento de los Sin Tierra, parece muy claro conlas místicas, los cantos y el encuentro– es una gran lección que nos dejanlos movimientos sociales y populares a quienes somos de izquierda.Porque, a decir verdad, la izquierda ha sido y continúa siendo hoy, ennuestra América Latina, profundamente triste, depresiva y melancólica.Lo que nos enseñan estos movimientos es que hay que llorar, perotambién que hay que aprender a reírse, hay que aprender a cantar. Yaunque a nosotros, militantes preocupados con asuntos siempre importan-tes, no nos salga muy bien la danza, hay que también animarse a bailarpara poder hacer la revolución.

Para terminar, quería contarles una historia que tuve la suerte de escu-char de don Pablo González Casanova, uno de los grandes intelectuales deAmérica Latina. Gran compañero del Movimiento Zapatista, Don Pablofue una vez invitado a mantener un diálogo con el SubcomandanteMarcos. Ustedes pueden imaginarse que poder llegar donde está el Subco-mandante no es un asunto fácil. Para hacerlo, es fundamental seguir unconjunto de medidas de seguridad muy rigurosas. Don Pablo fue instruidosobre cómo sería todo el camino hasta llegar a Marcos. A las nueve de lamañana se internaron en la selva chiapaneca. Don Pablo y otros trescompañeros iban caminando y, en diferentes lugares, que para Don Pabloeran siempre el mismo, cambiaban de acompañantes. En realidad, nadie

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sabía el camino final, cada uno de sus acompañantes sabía un pedazo deltrayecto. Anochecía y comenzó a llover, algo que ocurre con frecuencia enla selva chiapaneca. Don Pablo comenzó a pensar: “qué hago yo aquí, ami edad, caminando por el medio de la selva para ver al Subcomandante;dónde estará finalmente Marcos –pensaba–, que no acaba de aparecer; yestos árboles que son siempre los mismos árboles; y esta lluvia que nohace sino meternos cada vez más adentro de este barro que nos impidecaminar, de estas hojas y esta humedad que se nos meten entre la ropa,entre los huesos; qué hago yo –pensaba– en medio de esta selva insopor-table”. Don Pablo se maldecía por estar allí. En un momento, ya de noche,sorpresivamente, pararon. Los acompañantes lo dejaron solo. Don Pablocomenzó a sentir que sus piernas se hundían en el barro. De repente,descubrió que de eso se trataba. El Movimiento Zapatista le había tendidouna “trampa”. Se dio cuenta de que querían educarlo. Cerró los ojos ysintió que miles de manos lo agarraban, manos de barro, manos de indios,manos campesinas, manos obreras. Emocionado, Don Pablo se sintió, enla soledad de la selva, un minúsculo intelectual; un ignorante. Y aunque elSubcomandante nunca apareció, Don Pablo descubrió que su discursohabía comenzado. En la soledad de la selva chiapaneca, aprendió lalección. La esperanza se construye cuando estamos dispuestos a ponernosde pie, a entrar en esa o en cualquier otra “selva”, cuando no tenemosmiedo a hundirnos en el barro, cuando descubrimos que para transformarla realidad debemos también transformarnos a nosotros mismos. Este esel desafío de la educación popular.

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CAPÍTULO VII

Pedagogía de la esperanza y escuela pública en una era de desencanto

Vivimos tiempos de exclusión y de guerra. Tiempos donde la violenciay la segregación se apoderan de la vida de millones de personas. Vivimosen un mundo donde el propio mundo parece ser un privilegio de aquellosque pueden pagar (y caro) por el espacio que ocupan en él. Vivimos tiem-pos de desencanto y desilusión. Tiempos sin espacio para la esperanza.Tiempos donde hablar de lo posible acabó tornándose una excusa paraolvidar lo imposible. Tiempos “posibles”; o sea, tiempos sin posibilidadespara que lo imposible alimente sueños, inspire luchas, construya proyec-tos, edifique utopías.

En esta era de soledad, la escuela vive una rara paradoja. De ella no seespera nada y de ella se espera todo. La escuela, dicen los exegetas de ladesolación, atraviesa una crisis sin precedentes, incapacitada, como ellaestá, de responder a los desafíos que los nuevos tiempos le imponen. Enuna “sociedad del conocimiento” –dicen– la escuela pierde calidad, dina-mismo, flexibilidad, dejando la formación de las nuevas generaciones enlas manos de los medios de comunicación, de las redes virtuales y de todauna parafernalia tecnológica que, en apariencia, regula la vida de los indi-viduos en el presente y la regulará aún más en el futuro.

Pero, por otro lado, a la escuela le son atribuidas buena parte de laspenurias que viven hoy ricos y pobres, incluidos y excluidos, integrados ysegregados. Si hay desempleo es porque la escuela no forma para lasdemandas del mercado de trabajo (los ricos se perjudican porque no

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pueden “producir”, los pobres porque limitan sus posibilidades de accesoa la riqueza acumulada). Si hay violencia es porque la escuela no trans-mite los valores de la paz y de la convivencia equilibrada entre los sereshumanos (los ricos deben recluirse militarmente en guetos de lujo, mien-tras los pobres están confinados en las grandes periferias urbanas, dondela miseria y la violencia cobran diariamente la vida de decenas de perso-nas, gran parte de ellas, jóvenes y niños). Si el tráfico de drogas no parade aumentar, si hay desunión familiar, si hay falta de solidaridad, si hayindividualismo, si hay pulverización de los vínculos humanos... es porquela escuela ha fracasado en su función social de educar.

Rara paradoja que, por un lado, anuncia la inviabilidad de la escuela,su impotencia y futilidad, y, por otro, atribuye a ella todos los males quela sociedad sufre, así como toda la responsabilidad para que deje de sufrir-los. Rara paradoja que nos coloca frente a una dramática evidencia: poracción o por omisión, la escuela lejos está de ser lo que se espera de ella.Rara paradoja que conduce, por dos vías, a un mismo destino. Un destinodonde el desencanto y la escuela funden y confunden sus fronteras.

Pero, ¿sobre qué bases enfrentar estos perversos y trágicamente pode-rosos argumentos? Una respuesta inicial sería tratar de deconstruir losfundamentos sobre los que se estructura y cobra coherencia el pesimismoque gobierna nuestras vidas y se apodera de la escuela. En ese sentido,podríamos demostrar que, más allá de los discursos que anuncian que laescuela está condenada a desaparecer, todo indica que las sociedades noparecen estar hoy muy convencidas de las virtudes de un providencialproceso de desescolarización que transfiera a los chips y a las antenasparabólicas la responsabilidad social de educar a las nuevas generaciones.Si eso sucederá o no en el futuro es mero ejercicio de especulación. En elpresente, parece ser que la confianza o la mera resignación sobre la impor-tancia de la escuela están lejos de disminuir. Que existe una crisis educa-tiva y que las nuevas tecnologías digitales desempeñan y desempeñaránun papel central en la formación humana, no cabe ninguna duda. Pero queesto significa o significará en el corto plazo que la escuela está condenadaa desaparecer o que será sustituida por computadoras o redes virtuales,parece una conclusión, como mínimo, precipitada.

Por otro lado, y contra los argumentos que acaban atribuyendo a laescuela la causa de todas las penurias que estamos sufriendo, podemos

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observar que buena parte de los problemas enunciados (desempleo, violen-cia, tráfico de drogas, individualismo, crisis de la familia, falta de solidari-dad, etc.) son producidos en un amplio conjunto de instituciones y relacio-nes sociales que exceden e invaden el espacio escolar. La escuela puedecontribuir profundizando o disminuyendo esos flagelos, es verdad. Sinembargo, como ellos no nacen ni necesariamente se reproducen dentro delámbito escolar, difícilmente la escuela, de forma redentora y prometeica,podrá eliminarlos. En este sentido, no resulta paradójico que los discursosque consideran que en la educación está el origen de todos nuestros males,lejos de atribuir un poder magnánimo a las instituciones educativas,acaban desvalorizando (por un efecto de sobrevalorización) y desjerar-quizando (por un efecto de sobrejerarquización) las posibilidades y poten-cialidades efectivas de la práctica pedagógica. La más cínica forma deconfirmar el fracaso de una institución es exigir que ella haga aquello queno debe o no puede hacer.

Ambas respuestas, aunque nos ayudan a huir del callejón sin salida alque conducen esas interpretaciones deterministas, no necesariamentepermiten construir las razones que pueden sustentar nuestro reencanta-miento con la escuela y con las prácticas educativas. Siendo así, creo queuna pedagogía de la esperanza en tiempos de desencanto debe edificarsea partir de los desafíos que educadores y educadoras precisan asumir y, dehecho, muchos de ellos asumen, en la cotidianeidad del trabajo escolar.Mencionaré aquí algunos de ellos.

La pedagogía de la esperanza es, por definición, una pedagogía de la

igualdad y por la igualdad.

La igualdad que la pedagogía de la esperanza pretende construir nopuede ser una igualdad meramente formal o que se reconozca, simple-mente, en los principios jurídicos que la establecen (“somos todos igualesante la ley”, “todos tenemos igual derecho a la educación”). Sin descon-siderar la importancia que, en una sociedad democrática, posee la igual-dad formal, la pedagogía de la esperanza pretende ir más allá de ella,construyendo valores, sentidos y derechos donde la igualdad se estructurecomo práctica efectiva en la vida cotidiana de nuestras comunidades.

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El problema reside en cómo construir prácticas igualitarias en socieda-des profundamente desiguales. Vivimos en un país donde se multiplicanlas más brutales formas de exclusión. Un país situado en la región másinjusta del planeta. Una región que hoy posee el mayor número de pobresde toda su dramática y colonial historia. Más de 210 millones de pobresviven (o mejor, sobreviven) en América Latina. En otras palabras, hoy, lamitad de la población latinoamericana es pobre. Peor aún: la mitad de loslatinoamericanos por debajo de la línea de pobreza son niños, niñas ojóvenes con menos de 20 años. Una región con más de 40 millones deanalfabetos absolutos, donde los índices de vulnerabilidad social tiendena profundizarse de forma inversamente proporcional a la riqueza y alpoder acumulado por élites más preocupadas con el maquillaje electoralde la desigualdad que con el combate efectivo a las causas que la produ-cen. Expresión del abismo que separa a ricos de pobres es la polarizadadistribución del ingreso que históricamente caracterizó el desarrollo lati-noamericano. Un abismo que no dejó de deteriorarse después de 20 añosde políticas de ajuste neoliberal.

Brasil es una marca emblemática de esta brutal realidad: 50 millones debrasileros y brasileras se encuentran por debajo de la línea de indigencia;o sea, poseen un ingreso inferior a US$ 30 por mes. Un tercio de la pobla-ción brasilera vive en condiciones de pobreza extrema, aunque estas esta-dísticas suelen hacer muy difusa la enorme disparidad regional que carac-teriza la distribución de la miseria en el país. En Alagoas, por ejemplo,56,84% de la población se encuentra por debajo de la línea de indigencia;en Piauí, 61,26%, y en Maranhão, tierra de conocidos “milagros moderni-zadores”, 62,37%. Datos que se agregan a la larga lista de indicadores querevelan la intensidad de la pobreza sufrida por gran parte de la población.Una población discriminada racial, étnica, sexual, regionalmente. Lospobres brasileros son más pobres si son negros, indios, mujeres o nordes-tinos, en una combinación aterradora de factores que sumergen a millaresde seres humanos en prácticas segregacionistas.

La pedagogía de la esperanza nace y se refuerza en la indignación queproduce nuestra historia de exclusiones y la realidad política que la profun-diza. Por eso, la pedagogía de la esperanza festeja el hecho de que hoybuena parte de los niños y niñas brasileros están en la escuela, que los añosde escolaridad aumentaron en los sectores más pobres y que el número de

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analfabetos tendió a disminuir en los últimos años. Pero, no se conformacon esto. Garantizar el acceso a la escuela de los más pobres y, al mismotiempo, precarizar las condiciones de vida de las grandes mayorías, acabaconvirtiendo el derecho a la educación en una promesa de difícil realiza-ción. En buena parte de América Latina, y en las regiones más pobres deBrasil, los niños y sus familias reconocen que el principal valor de laescuela reside en que allí se puede comer la única comida diaria. Escuelastransformadas en comedores populares desempeñan, no hay duda, unaimportante función social en comunidades donde el flagelo del hambreconsume la vida y la dignidad de millones de seres humanos. Sin embargo,aunque heroica, no podemos sino indignarnos ante una realidad que reducela función social de las instituciones educativas a la compensación de undéficit humanitario que tiende a profundizarse por la implementación depolíticas de discriminación y de abandono.

Por eso, la pedagogía de la esperanza lejos de aceptar y conformarse conuna política de lo posible (“es mejor esto que nada”), pretende ir más allá,profundizando nuestra indignación, nuestro inconformismo y nuestra repul-sión contra la pedagogía de la exclusión que aleja el derecho a la escueladel derecho a la igualdad y a la dignidad.

La pedagogía de la esperanza se sustenta en los principios de una

ética solidaria y militante.

Desde la Revolución Francesa, el sentido de la “solidaridad” siempre fueobjeto de intenso debate entre aquellos que consideraban las prácticas soli-darias compatibles con el orden burgués y aquellos que, básicamente inspi-rados por el ideario socialista, las consideraban antagónicas con los princi-pios individualistas que el liberalismo preconiza. En el siglo XX, a medidaque la realidad económica y social de las sociedades capitalistas se alejabade la filosofía liberal que le había proveído buena parte de su legitimidaddoctrinaria, la “solidaridad” fue alejándose de los discursos hegemónicos,siendo confinada a un tipo de pensamiento y de práctica social que creía enla posibilidad de combinar igualdad y libertad, principios éstos cada vezmás lejanos al rumbo asumido por las sociedades de mercado (Bellamy,1994). La socialdemocracia, por un lado, y los socialistas y libertarios del

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más diverso origen, por otro, fueron reconociéndose como los legítimospropietarios del solidarismo, frente al abandono al cual éste había sidosometido por parte de sus antiguos defensores.

Al mismo tiempo, en la segunda mitad del siglo XX, un tipo de pensa-miento liberal, de naturaleza mucho más radical y agresivamente conser-vador, que después sería denominado “neoliberalismo”, declaró la guerraal concepto, considerando que él resumía buena parte de las trampas“socializantes” que conducirían nuestras sociedades a la falencia econó-mica y, consecuentemente, a una irremediable crisis política y social.“Solidaridad”, para ellos, pasó a ser vista como el eufemismo de un espí-ritu falsamente igualitario que acaba con el esfuerzo individual y labúsqueda de ganancias que, desde esta perspectiva, moviliza y permite eldesarrollo de las sociedades capitalistas avanzadas.

Hacia fines del siglo XX, la “solidaridad” reaparecerá como alternativaética a las condiciones de pobreza y exclusión sufridas por buena parte dela población. Así, la solidaridad volverá a ocupar el centro de los discur-sos políticos, pero, esta vez, no para condenar las dramáticas condicionesde vida creadas y producidas en las sociedades de clases, sino para atenuaro disminuir las aparentemente inevitables consecuencias del desarrollo yde la modernización económica. Paradojalmente, la solidaridad ha pasadoa ser hoy compatible con la idea de que en la sociedad no hay espacio paratodos y, en tal sentido, los que sufren menos deben ayudar a disminuir elmartirio vivido por los que, sin alternativas, acaban sufriendo más.

Si, en su origen moderno, la solidaridad se fundamentaba doctrinaria-mente en un imperativo ético asociado a una práctica social que cuestio-naba las condiciones generadoras de injusticias y desigualdades propiasde toda concentración monopólica del poder, en los nuevos tiempos quecorren ella es reducida a una práctica individual, corporativa o empresa-rial, compatible con regímenes que no sólo producen desigualdades einjusticias, sino que, fundamentalmente, tienden a aumentarlas. De talforma, no debe sorprender que gobiernos cuyas políticas profundizan lascondiciones de miseria y marginalidad vividas por buena parte de lapoblación, desarrollen, apoyen y promuevan prácticas “solidarias”, enar-bolen las banderas de la “responsabilidad social” y consagren los benefi-cios producidos por un nuevo tipo de altruismo que reconoce que “haceralgo por el prójimo” vale la pena.

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La pedagogía de la esperanza debe fundarse en prácticas solidarias yacciones militantes que reconozcan que el propio sentido de la solidaridades hoy objeto de disputa. De tal forma, el solidarismo que fundamentanuestra esperanza radical se sustenta en el carácter liberador de la educa-ción, principio que no tiene nada que ver con el desarrollo de acciones decaridad pobre para los más pobres. Se trata, por el contrario, de reconocerel imperativo ético de luchar contra las injusticias que produce y repro-duce un sistema excluyente y discriminador. De reconocer el valor nomercantilizable de la dignidad y de la igualdad humanas. De pensar lasolidaridad como compromiso de lucha por una sociedad más justa, deuna lucha que no es “para” los excluidos, sino “con” los excluidos (Gentili& Alencar, 2001).

No hay esperanza alguna en confiar en que el futuro de una sociedadjusta depende del espíritu solidario, generoso y altruista de los ricos hacialos pobres. Solidaridad es, en una pedagogía emancipatoria, sinónimo decompromiso social y de lucha por la transformación radical de las prácti-cas que históricamente condenan a la miseria y a la exclusión a millaresde seres humanos. La solidaridad efectiva no combina con el asistencia-lismo focalizado de políticas estatales privatizantes que desjerarquizan,degradan, pulverizan la dignidad de los que sufren las consecuencias deun régimen basado en la explotación y en la miseria.

La pedagogía de la esperanza sólo se construye cuando la “calidad”

escolar no se reduce a criterios de productividad académica, sino que

se afirma en la ampliación del derecho social a la educación y en la

lucha contra el monopolio del conocimiento.

Al igual que la “solidaridad”, la “calidad”, antigua bandera de lucha delos sectores progresistas que denunciaban que el derecho a la educaciónno podía agotarse en el acceso a la escuela, acabó banalizándose, en elmarco de políticas neoliberales que la reducen a un mero criterio produc-tivista de medición de aprendizajes. Así, fundamentalmente a partir de ladécada de los noventa, la calidad de la educación terminó restringida a laimplementación de una serie de estrategias de evaluación orientadas acuantificar la productividad escolar en los diferentes niveles del sistema,

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promoviendo rankings institucionales que permiten, en apariencia,mapear la jerarquía de las escuelas en virtud de los resultados de las prue-bas aplicadas a la población estudiantil. “Calidad” y “medición” de losaprendizajes se convirtieron en sinónimos indiferenciados, en el contextode una política educativa sumergida en la vorágine tecnocrática dictadapor los organismos internacionales.

En menos de 10 años, países como Argentina (con el SINEC), Boli-via (con el SIMECAL), Chile (con el SIMCE), Colombia (con elSABER), Costa Rica (con el CENE-EDU), Ecuador (con elAPRENDO), El Salvador (con el SABE), Guatemala (con el SIMELA),Honduras (con el UMCE), México (con el SNEE), Nicaragua (mediantelas acciones de la Dirección de Evaluación), Panamá (con el SINECE),Paraguay (con el SNEPE), Perú (con el CRECER), República Domini-cana (con el Sistema de Pruebas Nacionales), Uruguay (con el UMRE)y Venezuela (con el SINEA), aplicaron pruebas estandarizadas en lasáreas de Lengua y Matemática y, algunos de ellos, en otros camposdisciplinares como Ciencias Naturales y Sociales, destinadas a medir losaprendizajes de los alumnos y alumnas de enseñanza básica. Brasil,claro, no fue una excepción, desarrollando, a partir de 1990, el SAEB y,en los otros niveles del sistema, el ENEM y el Provão (Comisión Inter-nacional sobre Educación, Equidad y Competitividad Económica enAmérica Latina, 2001).

La euforia rankeadora llevó a que muchos países, sin el éxito esperado,participaran de pruebas internacionales, mostrando que, en materia de“calidad” de los aprendizajes, las naciones latinoamericanas, con excep-ción de Cuba, están muy lejos de los méritos que los reformadores deturno se auto-atribuyen.6

6. En el célebre Tercer Estudio Internacional de Matemática a Ciencias (TIMSS), de1995, Colombia obtuvo el lugar 40 de los 41 países que constituían la muestra. En1999, en la misma prueba, Chile obtuvo la 35º posición entre 38 países seleccionados.Brasil y México participaron del Programa de Evaluación Internacional de Alumnos

(PISA), con resultados tan poco alentadores que, de modo general, los ministerios deeducación los mantuvieron en secreto. En el Primer Estudio Internacional Compara-

tivo, aplicado en 1998 por el Escritorio Regional de Educación de la UNESCO paraAmérica Latina (la OREALC), sólo Cuba tuvo un digno desempeño en las pruebas deLengua y Matemática, superando por amplio margen de puntos a países como Brasil,Argentina, Colombia y México.

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La pedagogía de la esperanza, base de sustentación de una políticaeducativa democrática, no desconsidera la importancia de los aprendiza-jes escolares ni la pertinencia de su evaluación. Sin embargo, desconfíafuertemente de sistemas de medición que, de forma siempre centralizaday descuidando dimensiones procesuales, reduce la calidad de la educacióna pruebas aplicadas a la población estudiantil al concluir un ciclo escolar.Rechaza así la arrogancia gubernamental que lleva a monopolizar laelaboración de dichas pruebas a los gabinetes de los ministerios de educa-ción o a fundaciones privadas que, contratadas por éstos, producen lasherramientas de medición y sistematizan sus resultados sin la participa-ción y la fiscalización activa de la comunidad escolar.

Evaluar la “calidad” de la educación es, en este sentido, mucho másque medir indicadores tecnocráticos. Evaluar la calidad debe implicar laconsideración de una serie de procesos que incluyen, pero exceden, elresultado obtenido en pruebas puntuales y estandarizadas. Procesos quereconocen las especificidades locales y regionales y que contemplan cues-tiones como el grado de democratización efectiva del derecho a la educa-ción, las condiciones de igualdad y equidad del sistema escolar, elcompromiso de las instituciones educativas con las demandas y necesida-des de la población; en suma, que permiten reconocer los grados de justi-cia (o de injusticia) mediante los cuales las sociedades avanzan en la luchacontra el monopolio del conocimiento, considerándolo una de las másbrutales formas de exclusión y segregación vividas históricamente por losmás pobres.

¿Qué tipo de “calidad” puede tener un sistema que discrimina social,política y pedagógicamente a las grandes mayorías? ¿Qué tipo de “cali-dad” podemos construir en una sociedad donde la desigualdad crece y semultiplica?

La pedagogía de la esperanza no se deja eludir con los artificios tecno-cráticos de las actuales reformas neoliberales y reafirma su compromisocon la calidad social de la escuela, donde el día a día de las salas de clasese “mide” también por el grado de democratización efectiva del derechoa la educación y donde la comunidad escolar, fundamentalmente los traba-jadores y trabajadoras de la educación, no son culpados por la falta deresponsabilidad pública que suele caracterizar a aquellos que administrannuestros países o nuestros ministerios de educación.

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La pedagogía de la esperanza es, por definición, una pedagogía del

ejercicio sustantivo y real de la democracia.

Las reformas educativas del neoliberalismo dejan una herencia inexcu-sable: ellas fueron las más antidemocráticas reformas implementadas enperíodos de institucionalidad democrática. Medidas provisorias y decretos;transferencia de responsabilidades públicas a entidades privadas; cierre decanales de participación, deliberación y fiscalización por parte de la comu-nidad; corrupción e irresponsabilidad en el uso de los recursos públicos;arrogancia y desprecio en el tratamiento de las entidades representativaspor parte de las jerarquías ministeriales, son algunas de las penosas marcasde reformas que hacen de la democracia una farsa, un pastiche autoritarioy opresivo.

La democracia es una cuestión de forma y de contenido. Antidemocrá-tica ha sido una reestructuración educativa verticalizante y despótica, dondela soberbia de los equipos ministeriales lejos estuvo de respetar las mínimascondiciones políticas que pueden hacer de la reforma escolar un modelo deintervención social medianamente participativo. Ejemplo de esto son lasreformas curriculares, definidas en gabinetes ministeriales cerrados ydesconsiderando la participación y la rica experiencia pedagógica acumu-lada en las prácticas educativas desarrolladas en las escuelas. Cuando sonacusados de poco democráticos, los gestores de la reforma neoliberal sedefienden afirmando que los nuevos currículos son mejores, más actualiza-dos y dinámicos que los anteriores. Olvidan así que, desde hace ya algúntiempo, el despotismo ilustrado condena al fracaso la virtud democrática decualquier proceso de cambio. Si la democracia es una cuestión de forma ycontenido, los sistemas de evaluación, las actuales políticas de formación deprofesores, los programas focalizados de alfabetización, la reforma de laenseñanza media y la reestructuración universitaria implementados por lasadministraciones neoliberales son antidemocráticos por partida doble.

La pedagogía de la esperanza se fortalece y amplía con el fortaleci-miento y ampliación de la democracia. Una democracia no meramenterepresentativa o delegativa, una democracia formal y débil, de “baja inten-sidad”, sino una democracia fuerte y sustantiva, una democracia partici-pativa y activa, donde los sujetos sociales no son meros espectadores dela historia, sino sus verdaderos protagonistas.

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Por eso, la pedagogía de la esperanza se fortalece con la intervención,la participación y la fiscalización de las comunidades en los asuntos queconciernen a su propia vida, a sus demandas y sueños, a sus ilusiones ynecesidades. La democracia reducida a un banal juego de delegaciones nofortalece el poder popular, base de una sociedad donde la justicia socialdeja de ser una falsa promesa electoral. Contrariamente, la democraciasustantiva gana fuerza y se multiplica cuando las mayorías ganan espacio,su voz es reconocida como una voz legítima, sus demandas esencialescomo obligaciones públicas. Es esa democracia fuerte y efectiva, la demo-cracia de la esperanza y no de la frustración, la democracia que la peda-gogía crítica aprende y enseña a amar, a construir y a defender.

La pedagogía de la esperanza es una pedagogía donde lo imposible se

construye, utópicamente, con un ojo en el presente y otro en el futuro.

“Hablemos de lo imposible, porque de lo posible ya sabemos dema-siado”, nos dice Silvio Rodríguez en unos versos que sintetizan mejor quecualquier discurso académico el horizonte de una práctica educativaemancipatoria.

Es de lo imposible que se nutre la pedagogía de la esperanza. De unimposible viable, de un imposible que, como meta, horizonte, como estre-lla guía, ilumina nuestra lucha y alimenta el optimismo de nuestra volun-tad para no desistir, para no caer en el conformismo edulcorado que nosimponen los nuevos señores del mundo. Es de lo imposible que se nutrela política, construyendo utopías de igualdad y justicia, de libertad y desolidaridad efectiva. Igualdad, justicia, libertad y solidaridad que se cons-truyen en las luchas de hoy y se fortalecen en las luchas de mañana.

Una breve historia sintetiza lo que considero que es la clave de la peda-gogía de la esperanza...

Adriana tenía cuatro años y vivía en una gran ciudad, lejos del mar. Su

sueño era conocer la playa, mojar sus pies en la espuma del mar. Un día,

su padre, Antonio, decidió llevarla a conocer las olas. Viajaron algunas

horas y, hacia el final de la tarde, llegaron a la playa. Adriana se estreme-

ció con la inmensidad del mar. El color de la arena, el brillo del sol, el olor

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del mar llenaban el corazón de la niña, que comenzó a hacer preguntas,

muchas preguntas, a un Antonio perplejo frente a su incapacidad de satis-

facer la curiosidad de su hija. ¿Dónde nace el mar, papi? ¿Quién inventó

la espuma de las olas? ¿Podemos llegar al horizonte? ¿Por qué no vivimos

a la orilla del mar?

Mientras Antonio se entreveraba intentando responder a las preguntas

de su hija, Adriana comenzó a juntar caracoles en un pequeño balde.

Anocheció. El cielo se iluminó con una luna inmensa, brillante. Una luna

de esas que sólo aparecen en la orilla del mar. Adriana, inesperadamente,

comenzó a saltar. Antonio pregunto: “hija, ¿por qué saltas?” La niña respon-

dió: “estoy queriendo agarrar la luna para iluminar los caracoles”.

La historia de Adriana nos ayuda a pensar el enorme desafío que tene-mos por delante. La pedagogía crítica, para ampliar y fortalecer su espe-ranza en un mundo más justo, más humano y solidario, debe, comoAdriana, tratar de alcanzar la luna para iluminar los caracoles. Para esto,precisamos aprender la lección que aprendió Antonio aquella noche mila-grosa. Mañana, cada uno de nosotros volverá a la escuela donde trabaja, ala universidad, al sindicato, a su iglesia o al movimiento donde milita. Lalección que aprendió Antonio nos fortalece. Aquella noche, Antonio notrató de explicarle a su hija que era imposible alcanzar la luna para ilumi-nar los caracoles. Aquella noche, él también comenzó a saltar...

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CAPÍTULO VIII

La educación en el espejo

Algunos pocos kilómetros del Mar del Caribe separan Cuba de Haití.En la década del cincuenta, ambos países tenían altísimos índices deexclusión y segregación educativa. A mediados de los años setenta, en elcontexto de los profundos cambios políticos promovidos por su procesorevolucionario, Cuba estaba cerca de superar el promedio latinoamericanode oportunidades de acceso y permanencia en el sistema escolar. Haití, porsu parte, tenía sólo 25% de la población infantil matriculada en unaescuela. En el año 2000, Cuba tenía una tasa de escolarización de 97% ensu educación pre-primaria. Haití no disponía de datos al respecto, aunquese supone que no por buenos motivos. Hoy, la totalidad de los niños yniñas cubanos van a la escuela primaria. En Haití, 79% de ellos. Cubaposee 82% de los jóvenes matriculados en instituciones secundarias.Haití, 20%. No se dispone de datos sobre la tasa de escolarización en laeducación superior haitiana. El sistema universitario cubano es uno de losmás democráticos del mundo en sus oportunidades de acceso, permanen-cia y gratuidad.

Actualmente, entre la población con más de 15 años, Haití tiene unatasa de analfabetismo de 53,2%. En Cuba, 99,8% de la población seencuentra alfabetizada. Haití posee, en el nivel primario, 31 alumnos pordocente. Cuba, 11.

En Cuba, la esperanza de vida en el sistema educativo (para quienesacceden a la educación primaria y secundaria) es de casi 13 años. En Haití,

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la escolaridad obligatoria es la más baja de América Latina y el Caribe (6años), y pocos llegan a cumplirla. Una relación semejante a la que existeen las esperanzas de vida de haitianos y cubanos. Los hombres haitianosviven, en promedio, 47 años; las mujeres, 51. Los hombres cubanos, 74años; las mujeres, 78.

Cuba suele no ser autorizada a participar en las pruebas internaciona-les de medición de la calidad de los sistemas escolares. Sin embargo,cuando lo ha hecho, como en el caso de las mediciones realizadas por elLaboratorio Latinoamericano de Evaluación de la Calidad de la Educa-ción de la UNESCO, sus resultados son semejantes o superiores a losobtenidos por las naciones más desarrolladas del planeta y se distancianabismalmente de los resultados promedio obtenidos por los otros paísesde la región. No se dispone de datos sobre la calidad de los aprendizajesde los niños y niñas haitianos. Se estima que no son mejores a los de losalumnos y alumnas brasileros, chilenos, colombianos, mexicanos, perua-nos y uruguayos, cuyos países obtuvieron los últimos lugares en las prue-bas internacionales de medición de la calidad aplicadas en años recientes(como, por ejemplo, las pruebas TIMSS, realizadas por la AsociaciónInternacional para la Evaluación del Rendimiento de los Alumnos,consorcio internacional con sede en Holanda, y el Programa Internacionalde Evaluación de Estudiantes - PISA, de la OCDE).

A fines del 2005, la Escuela Latinoamericana de Medicina (ELAM) deLa Habana entregó sus diplomas a la primera generación de médicos ymédicas que en ella se habían formado. De esta forma, 1610 jóvenes de 28naciones concluían su formación superior en un país condenado injusta-mente por un bloqueo imperial que ahoga sus oportunidades de crecimientoy desarrollo económico. Estudiaron de forma totalmente gratuita, en unacarrera con seis años de duración, que incluyó la práctica de la medicina enregiones pobres de sus países de origen. Los flamantes profesionales, conuna edad promedio de 26 años, nacieron en familias pobres, como la granmayoría de los latinoamericanos (70% de los jóvenes formados por laELAM provienen de hogares por debajo de la línea de pobreza); 46% sonmujeres; muchos de ellos, hijos o nietos de desaparecidos políticos depaíses como Chile, Argentina y Uruguay; muchos otros nacieron en fami-lias campesinas y participan activamente en organizaciones populares,como por ejemplo el Movimiento Sin Tierra de Brasil; otros nacieron y

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vivieron en diversas comunidades indígenas. (En la actualidad, más de12.000 alumnos y alumnas asisten a sus cursos, de los cuales 5.500 son deAmérica del Sur, 3.244 de América Central, 1.039 del Caribe, 489 deMéxico y Estados Unidos, 42 de África y Medio Oriente, 61 de países asiá-ticos y 2 de países europeos, 64 provienen de pueblos indígenas de todaAmérica Latina.)

Mientras esto ocurría, Haití recibía un nuevo refuerzo militar de algu-nas naciones latinoamericanas, lideradas por Brasil y monitoreadas porlos Estados Unidos. El objetivo: tratar de reestablecer la paz, contener laola de violencia producida por la miseria extrema y por la permanenteinestabilidad política vivida en un país donde el 1% de la poblacióncontrola la mitad de la riqueza.

Cuba exporta médicos y médicas a los países más injustos de la región.Los países más ricos e injustos de la región exportan militares a Haití.

Algunos pocos kilómetros del Mar del Caribe separan Cuba de Haití.En sus sistemas educativos se espeja el futuro de América Latina.

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CAPÍTULO IX

Educar contra la humillación

Para el visitante inesperado, aquella era una mañana como todas.Desde temprano, el calor arrasador convertía las calles en un pequeñoinfierno quebradizo y polvoriento. Sin embargo, detalles casi impercepti-bles anunciaban un acontecimiento poco común, quizás inédito, en esaolvidada ciudad del interior pernambucano, en el nordeste brasilero. Deta-lles que, sin ocultar la profunda miseria e injusticia social incrustadas enlos rostros de la gente del lugar, proclamaban la inminencia de una fiestasilenciosa. Mientras me derretía caminando hacia la escuela donde estabaprevisto el esperado acto, le comenté a la Secretaria de Educación de laciudad que el cielo gris podía estar prometiéndonos una lluvia redentora.Aquí, dijo ella, nunca llueve en esta época. Como Ud. sabe, me dijo, elagua en el “sertão nordestino”7 es propiedad de los ricos. Dios, continuóella, les da a los pobres las lágrimas para que siembren sus esperanzas; elEstado les da a los ricos el riego artificial, para que arranquen riquezas deeste suelo duro y amarrete. El carmín de sus labios brillaba, vistiendo surisa blanca de dignidad y de amargura. Pero hoy es día de festejo, dealegría y de agradecimiento, concluyó lacónica, se nos acaba parte de unasequía injusta, aunque no la que es responsabilidad de la lluvia.

7. Región del interior brasilero, situada en el nordeste, distante de la costa y caracterizadapor su persistente sequía.

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En algunos minutos comenzaría, en una de las tres escuelas de lapequeña ciudad, la entrega de diplomas de un curso de educación popularque, con el apoyo del gobierno nacional y municipal, había alfabetizadocasi un centenar de adultos, hombres y mujeres, todos ellos curtidos porel sacrificio, la ilusión interminable y una voluntad liberadora. El salón deactos estaba adornado con dos enormes banderas descoloridas y una largamesa cubierta con un paño rojo sobre el que reposaban dos grandes cajasde cartón. En una de ellas sobresalían los codiciados diplomas, enrolladosy amarrados con una cintita de los colores del Brasil. En la otra, miste-riosa, había un conjunto de sobres blancos intrigantemente apilados, almenos para el visitante inesperado. Pregunté qué eran esos sobres, cuálera su contenido. Radiante, la Secretaria me respondió que eran las cédu-las de identidad de los adultos que habían participado del curso de alfa-betización, quienes, además de su diploma, iban a recibir su nuevo docu-mento, ahora firmado por ellos.

El acto fue, como no podría ser de otra manera, un homenaje a la digni-dad. Uno a uno, una a una, ex alumnos y alumnas se dirigían hacia la mesay, mientras lo hacían, sus pasos arrancaban risas y lágrimas, lágrimas yrisas, y muchos aplausos, especialmente cuando recibían, además deldiploma, el sobre con la nueva cédula de identidad.

Al terminar la ceremonia, me sentía insignificante. Intentaba conversarcon quienes se acercaban a mí, pero no sabía qué decir. Buscaba palabrasque aludieran a cosas relevantes, pero sólo pensaba, amparado en undiscreto y estúpido pudor, en contener mi emoción. Inesperadamente, unamujer se acercó a nuestro grupo y se presentó. “Me llamo Felicidad –dijo–,tengo setenta y cinco años y hoy mi nombre tiene sentido.” Con una suce-sión de monosílabos incoherentes, yo trataba de deshacer el nudo queamarraba mi garganta a mi corazón. “Hoy –prosiguió ella– es el día másfeliz de mi vida. Tengo mi diploma y una cédula de identidad que yo mismahe firmado. Uds. –continuó Doña Felicidad– no saben cómo se siente unapersona cuando tiene su cédula de identidad firmada con el pulgar. Nopueden imaginárselo.” Mis piernas temblaron, mientras seguía tratando dearticular algún comentario inútilmente apropiado. Masticando mi estúpidaneutralidad académica, pregunté: “¿Cómo se sentía Ud., Felicidad, cuandotenía su cédula firmada con el pulgar?” Ella me miró fijamente a los ojos yrespondió sin dudar un instante: “humillada, me sentía humillada”.

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Durante los días que siguieron a esa emocionante experiencia en elinterior pernambucano, las palabras de Doña Felicidad retumbaban deforma insistente en mi recuerdo. Ella había conseguido sintetizar demanera extraordinaria el sentido radical y transformador de la educacióndemocrática, el desafío emancipatorio de todo proceso educativo. Lo máscurioso, pensaba yo, es que Doña Felicidad había aprendido, en una vidarepleta de injusticias y negaciones, aquello que, siendo obvio, común-mente olvidamos.

El valor de la educación

No resulta difícil convencer a alguien sobre la importancia de la educa-ción en las sociedades contemporáneas. En el Norte y en el Sur, en laizquierda y en la derecha, florecen las más atractivas promesas acerca delas bondades de los procesos educativos y de los beneficios que ellos otor-gan en nuestras sociedades, donde el desarrollo depende de forma directade los avances en el campo del conocimiento. Quizás, erróneamente,podríamos pensar que los muy divulgados méritos que la educación poseepara conducirnos por el camino de la prosperidad se aproximan, al menostangencialmente, al sentido de la historia narrada en el apartado anterior.La cuestión parece, sin embargo, un poco más compleja.

De manera general, el actual torrente de discursos apologéticos sobrela importancia de la educación para el desarrollo de nuestras sociedades,suelen enfatizar las virtudes que los procesos educativos (dentro y fuerade la escuela) poseen para la generación de riquezas, la promoción de laproductividad económica, el dinamismo de los mercados, la competitivi-dad y, consecuentemente, el bienestar general. Se afirma así que la educa-ción es una herramienta fundamental en la construcción de las oportuni-dades de prosperidad de las naciones, explicando los grados de desarrolloalcanzados por ciertos países, grupos o comunidades. Como en un espejoinvertido, se afirma que algunas naciones suelen pagar muy caro desco-nocer el valor económico de la educación y las ventajas competitivas quela misma genera. Las comparaciones, a efectos demostrativos, suelenutilizarse, en estos casos, de forma exuberante. De tal forma, por ejemplo,se explica el rutilante desarrollo económico de algunos países europeos

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(recientemente, Irlanda) o asiáticos (tal el caso de Corea), como resultadodirecto de la importancia que sus gobiernos, familias y empresas han atri-buido a la educación y a la capacitación de las nuevas generaciones. En elotro extremo, con la misma exaltación pedagógica y el mismo simplismoconceptual, se suele explicar la pobreza de los países africanos y latinoa-mericanos como el resultado inexorable de la escasa relevancia y la bajainversión que sus gobiernos realizan en el campo educativo. Asimismo, esmuy frecuente escuchar, tanto en los ámbitos académicos como en losperiodísticos y, especialmente, en las esferas gubernamentales, que eldesempleo, la inestabilidad del mercado de trabajo y la falta de competi-tividad de las economías, tiene como origen el profundo déficit de forma-ción y capacitación de la población, así como un supuesto desajuste entreel tipo de educación que ofrece el sistema escolar y el que demanda lanueva “sociedad del conocimiento”.

Desde este punto de vista, bastante convencional y popularizado, laeducación redime porque ella nos aproxima al origen de la felicidadhumana: el dinero y las ventajas competitivas necesarias para sobreviviren mercados cada vez más exigentes y, por definición, egoístas.

No son pocas las evidencias que ponen bajo sospecha el aparente valoreconómico de la educación. Detenernos en ellas no es el motivo delpresente capítulo. Sin embargo, resulta significativa la pretensión domi-nante por identificar a la actividad educativa como el principal factor quepromueve el desarrollo de los mercados, especialmente, del ansiado dina-mismo del mercado de trabajo. Sin lugar a dudas, las relaciones entre elcrecimiento económico y la educación son mucho más complejas y susmediaciones mucho más difusas que las que suelen proponernos lasapologéticas profecías sobre las virtudes del acto de educar. Trataré depresentar esquemáticamente algunos presupuestos que subyacen en estaconcepción, los cuales, desde mi punto de vista, se alejan diametralmentede la poderosa y enfática tesis democrática que sustenta la afirmación deDoña Felicidad.

Sostener que la educación posee valor porque ella contribuye a crearlo enel campo de las relaciones económicas presupone algunas aparentes para-dojas. Para entenderlas, es necesario detenernos muy brevemente en algunasde las dinámicas que caracterizan el actual desarrollo de nuestras economías.En las sociedades del sistema-mundo capitalista, la acumulación de riquezas

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no constituye un proceso linealmente asociado a su distribución. Acumu-lar y distribuir son dinámicas diferentes entre sí, y, como casi siempre hasido en la historia del capitalismo, sus resultados no están linealmenteasociados. En efecto, resulta evidente que hoy, más que nunca, se hanvuelto más complejos los procesos y los medios de producción y acumu-lación de riquezas. Sin embargo, hoy, más que nunca, esas riquezas seacumulan y concentran en poquísimas manos. Un estudio reciente delWorld Institute for Development Economics Research, vinculado a lasNaciones Unidas, muestra que sólo 1% de los adultos del planeta sondueños del 40% de la riqueza mundial y 10% propietarios del 85% de lamisma. Por su parte, la mitad de los seres humanos son apenas propieta-rios de 1% de las riquezas acumuladas a nivel planetario. Así las cosas, enun mundo altamente concentrado, para acceder a ciertos niveles de bien-estar es necesario alcanzar los niveles más elevados de producción y gene-ración de riqueza, que abren las puertas a los niveles más elevados deconsumo. Si la tesis de que el desarrollo económico depende del desa-rrollo educativo fuera cierta, deberíamos aspirar a popularizar un bien (laeducación) que produce otro bien abundante, pero altamente concentradoy de difícil acceso para la gran mayoría de la población (la riqueza). Enotras palabras, y metafóricamente, deberíamos distribuir millones dellaves para abrir el cofre de la fortuna, reconociendo que no todas tendránla combinación correcta, no todos los portadores de llaves conocerán elcamino adecuado para llegar al cofre y otros, menos afortunados, aunqueposean la llave, no sabrán cómo usarla. Evidentemente, quienes no poseanllave, aunque conozcan el camino al cofre de la fortuna y sepan cómo seutiliza el instrumento para abrirlo, tendrán aún menos oportunidades quelos anteriores para ser felices. Si la educación es la clave para el bienestary el bienestar es un bien de distribución limitada, la educación es la clavepara el acceso a un recurso cuya exigüidad nos permite reconocer que notodos los que tengan educación podrán aspirar a gozar de los beneficiosque genera el bienestar económico.

En suma, el énfasis en las virtudes económicas de la educación nodescarta el inevitable reconocimiento de que la democratización del accesoa las instituciones escolares y la multiplicación de las oportunidades educa-tivas amplía las ventajas de los portadores de educación en la disputa porlos pocos espacios de bienestar y riqueza que el “desarrollo” económico

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ofrece. “Más educación para todos” significa, así, más educación paracompetir mejor por los “nichos” (vaya concepto apropiado en su densidadnecrológica) que el mercado reserva a los elegidos.

Las dinámicas que caracterizan el desarrollo de los mercados detrabajo ponen aún más en evidencia que el valor económico de la educa-ción, en las actuales condiciones del desarrollo mundial, no constituyeotra cosa que la disponibilidad de un bien cuyo retorno o rentabilidadqueda reservado a un conjunto de factores inherentemente discriminato-rios y excluyentes. Esto es, nada democráticos y universalistas. Hay quecapacitarse dentro y fuera de la escuela para competir, se nos dice coninsistencia religiosa. Sin embargo, como esa competencia se realiza en laarena movediza de un mercado que cambia, fluye, se transforma y volati-liza de forma inesperada e imprevisible, de lo que se trata es de capacitarpara el ejercicio de una acción que, inevitablemente, tendrá los efectosesperados en algunos pocos y llevará a la frustración a muchos otros.Educar para el empleo, en las actuales condiciones de desarrollo de nues-tras economías, supone capacitar a muchos para el ejercicio cotidiano deldesempleo.

Buena parte de los discursos que actualmente destacan el “valor” dela educación sucumben a los argumentos de un economicismo lineal,cuyas consecuencias sociales de injusticia e inequidad se ocultan bajoargumentos tecnocráticos o fábulas meritocráticas destinadas a explicarlo inexplicable: ¿por qué es justo que algunos siempre triunfen y otrossiempre pierdan? Aceptar que el sentido que la educación aporta a nues-tras vidas se acapara en la virtud que la misma posee para potenciarnuestra competitividad en el mercado, supone, inevitablemente, aceptarque, dada la dinámica excluyente y segmentadora de todo mercado, lademocratización del acceso a la educación es compatible y funcional conuna sociedad estructuralmente desigual, de ganadores y perdedores, deintegrados y excluidos, de elegidos y desterrados. El valor de la educa-ción reside, en esta concepción, en su contravalor democrático y univer-salista. Su eficacia política se esconde en la trampa de un proceso dedistribución injusto, destinado a generar una selección restricta de los“mejores” y el implacable descarte de los “peores”. El “valor” pobre deuna educación destinada a pensar el mundo de los ricos y a encontrarmetáforas balsámicas para explicar el doloroso mundo de los excluidos

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y marginados de los beneficios del bienestar. Curiosa paradoja, la de unaeducación que se valoriza en un mundo donde cotidianamente las perso-nas son desvalorizadas por un mercado que se amplía y diversifica cuantomás discrimina.

La educación como valor

Contrarrestar la potencia argumentativa del economicismo pedagógicopuede no ser fácil, pero es absolutamente necesario si pretendemos contri-buir a la construcción de un mundo menos injusto y desigual. De talforma, resulta imprescindible reconocer que cuestionar el supuesto“valor” económico de la educación no significa “desvalorizar” o subalter-nizar la importancia que los procesos educativos tienen en la vida de laspersonas, sino, por el contrario, darles a ellos otro estatus, otra dimensión,otro sentido, otra dignidad. Supone escapar de los estrechos horizontesque nos impone el discurso del “valor de la educación”, construyendo elsedimento democrático de un territorio sinuoso, no siempre estable,apegado a la duda y desconfiado de las certezas inexorables (como las quenos aporta el mercado), un espacio compartido, común, social, o sea, detodos, de todas. Se trata, en suma, de instituir una esfera de discursos yprácticas, de sentidos y acciones, basados en el principio democrático deque la educación es un valor humano y que, en tal sentido, nos aportaalgunos de los soportes, de los insumos, de las condiciones básicas para laconstrucción de nuestra propia humanidad. Así, la educación “vale” noporque ella nos ofrece los atributos que nos tornan desiguales (o sea,competitivos) en el mercado, sino porque ella nos ayuda a construir,juntos, aquello que nos iguala, que nos une de forma entrañable, que noshumaniza: nuestra dignidad y el derecho inalienable que tenemos a no serhumillados por la injusticia, la pobreza, la exclusión y la negación deoportunidades.

Esto es, creo yo, lo que Doña Felicidad trató de decirnos aquellamañana milagrosa: educar es luchar contra la humillación que produce lanegación del derecho a la dignidad. La educación es una práctica delibertad cuando nos ayuda a construir los sentidos sobre los que se estruc-tura una sociedad justa. La razón de ser de la educación, en una sociedad

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radicalmente democrática, reside en su capacidad para generar barrerascognitivas y axiológicas, saberes y valores, sensibilidades y prácticas queoperan como defensas individuales y colectivas contra la humillaciónque produce la violación de los derechos humanos: la exclusión, elracismo, la segregación étnica, la discriminación sexual y de género, elsexismo, la intolerancia religiosa, la prepotencia cultural y lingüística, lanegación de las identidades, el colonialismo, la privatización generali-zada, la desintegración del espacio público y la mercantilización siste-mática de la vida humana.

Aquella noche, mientras regresaba a Recife, los ojos brillantes de DoñaFelicidad iluminaban el camino y acariciaban mi insignificancia. En elcoche, mientras el cielo del sertão jugaba a las escondidas, me dormípensando que la esperanza y la educación se construyen siempre de lamisma materia, se edifican juntas en los mismos horizontes. Como aque-lla hermosa mujer de setenta y cinco años, curtida por el sol y la dignidad,sentí que la alegría me desbordaba.

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REFERENCIAS

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“La investigación educativa y los dilemas del poder” en: SVERDLICK,INGRID. Escuela: producción y democratización del conocimiento.Secretaría de Educación. Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires,2005.

“La infancia de la indiferencia” en: Revista Escuela Nº 3701, marzo de2006. Praxis. Madrid.

“Abajo, abajo, abajo” en: Revista Escuela Nº 3719, octubre de 2006.Praxis. Madrid.

“Educación popular y luchas democráticas” en: VELASCO, LAURA GONZÁ-LEZ [et al.]. Nuestra cabeza piensa donde nuestros pies caminan. Movi-miento Barrios de Pie, Buenos Aires, 2004.

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