Desde la frontera colombo-ecuatoriana

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Ediciones realizadas por la Asociación Cultural Bostezo dentro del proyecto 'La radio como herramienta para la construcción de la paz' con el objetivo de visibilizar y sensibilizar sobre la labor que realizan las radios populares, educativas y comunitarias y los colectivos de comunicación de América Latina. Audio-libro.

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ste audiolibro recoge los veinticuatro programas producidos dentro del proyecto 'La radio como herramienta para la construcción de la paz', de la Asociación Cultural Bostezo, con financiación de la Agencia Española de

Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID). El proyecto cuenta con la participación de las emisoras Verde Stéreo (Gualmatán, Colombia), Identidad Sté-reo (Panan, Colombia), Radio Sucumbíos (Nueva Loja, Ecuador) y los talleres binacionales colombo-ecuatorianos organizados en cooperación con Solidaridad Internacional-Ecuador en la Casa de la Juventud de Tulcán (Ecuador). Emisoras ubicadas en la frontera entre ambos países.

Además, el audiolibro recoge los tres programas ganadores del Premio Latinoameri-cano de Producción Radial 'Historias de cerca para escucharse (de) lejos', convocado por Bostezoradio, la Asociación Latinoamericana de Educación Radiofónica (ALER) y el programa de formación de la Asociación Mundial de Radios Comunitarias-América Latina y el Caribe (AMARC ALC), financiado por la AECID, con el objetivo de sensibi-lizar sobre la labor que cumplen las emisoras comunitarias, populares y educativas, y los colectivos de comunicación en América Latina.

Bostezoradio agradece a las emisoras españolas y latinoamericanas la difusión del material contenido en este audiolibro, dentro del proceso de divulgación de las dife-rentes realidades que las emisoras participantes recogen en sus programas. Para cualquier información adicional sobre el proyecto: [email protected] / www.bostezoradio.com

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las personas nos mueve viajar a lugares desconocidos. Allá por los años sesenta del siglo pasado, se inicia con las primeras expedicio-nes de sacerdotes españoles lo que después se ha conocido como

cooperación al desarrollo. A finales de esa década, se constituyen legalmente las primeras ONGDs con la intención de colaborar en países del Tercer Mun-do, la mayoría con intención de evangelizar o apoyar determinadas opciones políticas. Con la llegada de la democracia a nuestro país, aumentan las or-ganizaciones interesadas en generar espacios de participación y transforma-ción sociales. Desde aquellos años hasta la actualidad se han creado muchas ONGDs, códigos de conducta, códigos de imágenes, herramientas concep-tuales, disciplinas, metodologías, leyes que regulan la actividad, másteres,

Pero también esa sensación de que, a veces, no dejamos que la realidad nos interpele, nos confronte, nos contraríe. Apretados por plazos, indicadores y objetivos, diseñamos previamente la manera de cumplirlos, sin dejar que la vida misma nos los altere. Pero eso ya sería contarles otro cuento. Y no lo diré más veces.

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institutos universitarios, profesionales, estudios, etc. Hoy en día es un sector profesional donde, desde diferentes ideologías, conviven cooperantes, vo-luntarias y voluntarios, técnicos, políticos, sociedad civil, embajadores y em-presarios. Una misma persona podría ejercer todos estos roles. ¿Podría un embajador hacer voluntariado? Seguramente sí. Entonces, ¿qué diferencias hay entre ellos?

El sistema patriarcal encuadra la estructura en la que se da la cooperación al desarrollo. Una estructura que es jerárquica, vertical y con una relación de poderes establecidos, que no consentidos, por todas las partes. El concepto de ayuda es el que marca esta relación. Una relación que ha sido forzada a crearse y cuyo elemento mediador ha sido el dinero. Con frecuencia, quien gestiona (información, dinero, relaciones, conocimientos...) es la persona cooperante. Estos actúan de mediadores entre las personas con las que trabajan (contraparte, coo-parte) y quienes les pagan (ONGDs, NN.UU., or-ganismos gubernamentales...) y tienen espacios e influencias propias. Ob-viamente dentro de esta jerarquía también tienen poder.

Desde que en 1994 Víctor Viñuales hablara sobre los catorce mandamientos del buen cooperante, se ha debatido mucho sobre qué es ser cooperante, qué capacidades debería tener esa persona y cuáles serían las actitudes adecuadas para poder trabajar con ellos y ellas ('pobres'). Llama la atención que en las definiciones de manuales recientes de algunas organizaciones se siga diciendo que “aunque no exista un estereotipo de cooperante, el de-nominador común es la retribución emocional”. Y cuando se habla de emo-ciones no hay parámetros para valorar cuánto de importante es ese trabajo

entender que debía transformar el guion para adaptarlo a lo que nosotros queríamos que dijera? Necesitaríamos meses para convencerla de que lo suyo eran estereotipos, pero solo teníamos un par de días para la elaboración de las producciones radiofónicas. Dadas nuestras prisas, lo más efectivo hubiera sido emplear métodos coercitivos hasta que cambiara el sentir de su discurso, pero debíamos ser más sutiles. Nos sentamos con ella y nos expuso varios casos, leídos en la prensa roja, para tratar de convencernos de que lo que decía era cierto.

—Ya, pero no puedes pensar que todos los colombianos son así— le dije.

Por suerte, nos aliviamos, entre los participantes al taller había un chico colombiano, residente con su familia al otro lado de la frontera. Existía una relación cordial entre ambos. Le aconsejamos a ella que le entrevistara para el programa sobre migración. La chica se preparó unas preguntas y se me-tieron en la cabina de grabación. La entrevista resultó idónea para lo que buscábamos. Ella aparcó sus prejuicios para referirse a los 'hermanos co-lombianos'; él agradeció el trato que recibía de los 'hermanos ecuatorianos'. Seguramente, también influiría que ella tenía enfrente a un chico que no daba el perfil de los 'monstruos colombianos' aprehendido de los mensajes mediáticos preponderantes. Ambos amoldaron su discurso a lo que intuyeron que esperábamos de ellos. Algo así como “tenemos nuestra opinión, pero si no les gusta tenemos otra”. Solo nos quedaba estarles agradecidos.

Al finalizar el taller, nos sentimos relativamente satisfechos. Por un lado, ten-dríamos el programa sobre migración que previamente habíamos proyectado.

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y cuánto se debe retribuir económicamente; ni siquiera podemos entrar a valorar si ese trabajo es de calidad, porque el mundo emocional es subjetivo.

¿Qué puede hacer un cooperante si está al amparo de una estructura de relaciones de poder donde se convive con la pobreza, la exclusión y los privilegios personales? ¿Cómo fomentar el buentrato, el respeto y el empo-deramiento desde esa estructura? ¿Cómo se fomenta la paz cuando no se sabe gestionar los conflictos?

Se ha avanzado mucho en la formación técnica del personal cooperante, pero el gran reto sigue siendo, a mi modo de ver, la formación en relaciones humanas (autoconocimiento, actitudes, convivencia). Trabajar en la trans-formación social (el afuera) requiere una transformación personal (el aden-tro). Y eso pasa por mirar concienzudamente y con responsabilidad nuestra historia emocional. Porque las contradicciones deben ser conocidas, cada una de nuestras emociones influye en nuestro juicio, memoria y actitudes ante los acontecimientos y desempeñan un papel fundamental en nuestra comunicación con los demás.

La figura profesional que más se acercaría a la de cooperante es la de me-diadora, siguiendo la definición de Milagros Rivera: La mediación es algo que pone en relación dos cosas que antes no estaban en relación o cuya relación se había roto. Este algo puede ser creado en una conversación, un gesto de manos, una palabra o un entredós, y suele consistir en la invención de una relación nueva que quería venir al mundo —a mi mundo— pero no lo conseguía.

Algunos tenían claro qué tema querían tratar. Otros, no tanto. Ella, una chica ecuatoriana, era de las que no. Así que, por eliminación, le tocó migración y fronteras. Puso cara de fastidio.

Aun así, se puso a la labor de redactar un guion para el programa. Cuando lo expuso en público, Queca y yo nos miramos. Teníamos un problema.

Y es que ella había aprovechado la temática de migración para despotricar contra los colombianos que pasan la frontera para asaltar, prostituirse, trapi-chear con droga, ocultar armamento y montar negocios ilegales. En resumen, su guion radiofónico venía a decir que los colombianos eran los culpables de todos los males que suceden del lado ecuatoriano. Justo el enfoque contrario que nosotros pensábamos para este tema. Semanas más tarde nos ocurriría lo mismo, pero a la inversa, en un taller radiofónico del lado colombiano de la frontera colombo-ecuatoriana, un lugar donde las relacionales humanas —influidas por sucesivas tensiones y distensiones gubernamentales entre ambos países— se manejan de manera aleatoria entre el amor y el rechazo, la hermandad y el distanciamiento, el intercambio y la cerrazón, el entendi-miento y la incomprensión. Mientras los gobiernos centrales blindan sus fron-teras —las esquinas geográficas de los países— con emblemas, discursos y símbolos patrios, el encuentro entre vecinos de ambos lados se produce de manera inevitable. Tan cercanos como distantes.

Saltaron nuestras alarmas. ¿Qué hacer? ¿Dejar que la muchacha se ex-presara libremente sobre lo que opinaba del tema de migración o hacerle

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Este audiolibro está escrito con generosidad y pone en evidencia las con-tradicciones humanas que genera trabajar en cooperación. Nos da la po-sibilidad de entrever qué lugares transitan los personajes, cómo son sus adentros y sus miradas personales para incidir en el afuera. Nos permite rescatar lo bueno que tiene vivir la interculturalidad. En estas historias hay muchas conversaciones que han creado nuevas relaciones.

n cada uno de los talleres radiofónicos que organizamos con Queca en la frontera colombo-ecuatoriana, solicitábamos a los participantes que se dividieran en grupos según los temas de interés que, previa-

mente, ella y yo habíamos acordado: género, medioambiente, derecho a la comunicación, migración y fronteras, derechos humanos e identidad cultural. Con más tiempo, hubiera sido más apropiado consensuar los temas con los participantes, pero nos apresuraban los plazos. Los nuestros, no los suyos.

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ulio César Benavides inventó el helicóptero. Eso lo saben en Gualma-tán. Y en Puerres. Y en Iles. ¿Y en Sapuyes? En Sapuyes sí, también en Sapuyes lo saben. ¿Y en Pupiales? Claro, en Pupiales también sa-

ben que Julio César Benavides inventó el helicóptero. ¿Y en Ipiales? En Ipiales no, eso ya queda muy lejos.

Julio César Benavides es una gloria local en Gualmatán y alrededores, un campesino colombiano de principios del siglo XX que, en su hangar y sin más medios que sus manos e imaginación, diseñó unos planos para lograr que un

Nos muestra un desordenado archivo —guardado en una caja de zapatos— donde almacena algunos de los mensajes transmitidos desde su eucalipto en la última década: consejos de remedios naturales, poemas, peticiones varias, los recados, los entierros. Decidió no propagar afectos desde que un vecino de la vereda se puso celoso al escuchar que, desde el altoparlante, su pretendida era saludada con un beso de otro vecino.

En el proceso de bajar el eucalipto de Carmina, este queda atrancado a me-dia altura para que un voluntario trepe por él y desenganche el altavoz, que será ubicado en el nuevo altoparlante. La imagen de ese hombre suspendido en la cima de un árbol sin más protección que su destino me hace pensar en el burócrata que, desde un remoto escritorio institucional, desatiende las solicitudes de legalización de la emisora comunitaria que tanto facilitaría las labores de comunicación de estos radialistas de los árboles. Al fin y al cabo, el esfuerzo de hoy (eucalipto para arriba, eucalipto para abajo) solo supone un cambio de dial: lo que usted y yo haríamos cómodamente en nuestras casas apretando un botón o girando una ruedecita.

Ya entrada la noche, la voz de Risaldo emite su primer comunicado desde su altoparlante. En el mensaje inaugural, agradece a Carmina la prestación de servicios comunitarios durante los últimos diez años. Ella lo escucha y, por primera vez, se sonríe. Antes de marchar, nos cuenta su plan para convertir su antiguo transmisor en leña para paliar el frío. Luego, el silencio. Alcemos las hachas antes de prender los micros.

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artefacto pudiera volar. Lo llamó aeromóvil. Viajó a Bogotá para presentar su invento ante el Ministerio de Industria, donde fue ignorado; ni siquiera le sirvió amenazar con suicidarse si no le hacían caso. La gloria no estaba reservada para él. Regresó a Gualmatán, donde murió en el ostracismo en 1933. Hoy lo celebran en su municipio, donde se le conoce como el Da Vinci americano; aquí todo el mundo sabe que, aunque nadie más lo sepa, fue él, y no otro, el inventor del helicóptero. Su leyenda se transmite de boca en boca, alguien escribió un libro sobre él pero se han perdido los ejemplares (me perjuran que hay uno en la biblioteca, que mañana me lo traen, pero los días pasan y nada); la información sobre Benavides en Internet es más bien escasa y se rumorea que parte de sus artefactos voladores permanecen almacenados en un sótano de la casa de un familiar en San Juan de Pasto, la capital del departamento de Nariño, a la espera de que alguien se decida a dedicarle un museo, rendirle un homenaje o tirar a la basura los amasijos del invento.

En Gualmatán, un precioso pueblo agro-andino de cinco mil habitantes —entre veredas, lugares y corregimientos— que se autodenomina 'balcón de las flores' o 'el segundo municipio con menor territorio de Colombia', los vecinos transmiten la obra y milagros de Benavides de forma oral y van reconstruyendo su biografía con chascarrillos y remembranzas. En las cele-braciones locales —carnavales, procesiones, fiestas patronales...— siempre hay un motivo alegórico a Benavides, considerado el personaje más glorioso de la historia de Gualmatán, a pesar de que se sospecha de que a partir de la ciudad fronteriza de Ipiales, ubicada a unos treinta kilómetros, ya no lo conoce nadie.

los cultivos, se elegiría el nombre de la comunidad resultante: El Eucalipto. Con el tiempo, el trabajo se convertiría en tradición: los descendientes de aquellos fundadores olvidarían el motivo prístino que les obligaba a tratar de extraer aquel árbol, pero continuarían haciéndolo en homenaje a sus ances-tros. Se convertiría en fiesta de carácter popular. Miles de turistas llegarían cada año para registrar el momento en el que los lugareños imitarían a sus antepasados tirando infructuosamente de unas cuerdas amarradas al euca-lipto, que permanecería inamovible desde tiempos remotos. Asarían cuy, be-berían hervido. Investigadores becados por universidades europeas llegarían a estudiar el origen de la tradición, encontrando semejanzas antropológicas con costumbres autóctonas de algunas islas índicas. La leyenda contaría que bajo las raíces del árbol enterraron a un valenciano que durante la fundación de la comunidad falleció mientras colaboraba torpemente en desatascar el eucalipto. Al parecer, contará la futurista mitología oral, sus manos se soltaron de la cuerda y cayó de frente, quedando su cabeza atrapada varias semanas bajo el lodazal. Nada pudieron hacer por salvarle.

Cuando regreso, los compañeros han logrado extraer el eucalipto. Llego para celebrarlo. Lo enganchamos a un pickup para transportarlo a la parcela de Risaldo. Luego pasamos por casa de Carmina para derribar su altopar-lante, que ella quiere reconvertir en leña. Aprovechamos para entrevistarla.

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Benavides por aquí, Benavides por allá. “Tú cuentas en Bogotá que en el sur colombiano nació el inventor del helicóptero y se parten de la risa”, me reconoció un día un periodista de la zona. “Pero es cierto”, apostilló.

Al principio me alteraba un poco la cantidad de tiempo empleada por estas gentes en hablar de ellos mismos: de 'nuestras' tradiciones, de 'nuestros' ancestros, de 'nuestros' héroes, de 'nuestra' cultura, de 'nuestro' territorio. ¿Por qué esa obstinación? Poco a poco fui construyendo la respuesta: por-que nadie más lo hace por ellos. En estos parajes, la función de una radio comunitaria es también la de autonombrarse, narrarse, aunque a veces se pueda notar una severa endogamia, un 'ombliguismo' exagerado. Pero, oye, que es normal: es la voz de los invisibles. Los que en su día nombramos 'sin voz' también hablan, somos los 'sin oídos' los que no les escuchamos. O los que nos erigimos en sus voceros.

Ver desde la frontera una televisión nacional colombiana es como estar ob-servando un canal de otro universo. Esta zona solo aparece en los grandes medios en caso de catástrofe natural o masacre cuantificada. Si nos ciñéra-mos solo por Caracol o RCN deduciríamos que el 90% de los colombianos son urbanitas, blancos y con pinta de europeos. Las escasas apariciones de afrocolombianos o indígenas siempre guardan un toque entre anecdótico y fol-clórico, como si fueran seres de menor entidad dentro de la rica diversidad et-nográfica de Colombia. Los indígenas salen haciendo de indígenas (lo que se espera de ellos) y lo mismo pasa con los afros. ¿Cómo explicar entonces que un campesino del sur —remoto, agrícola, ignorado— inventó el helicóptero?

estrategia del escaqueo también la trajeron los conquistadores españoles a estas tierras. Quedamos solo cuatro en la minga tirando de las cuerdas ata-das al eucalipto, así que habrá que multiplicar esfuerzos. Jadeo, sudo como un marrano bajo mi chubasquero. La extracción del eucalipto se complica, en su caída ha quedado perfectamente encajado sobre andinos matorrales. En mi vida pensé que un acto de comunicación popular supusiera tirar de un árbol bajo un aguacero. Pienso en los insípidos temarios de mi facultad, en sus aulas tan alejadas de la praxis, en clases magistrales impartidas por trajeados profesores desde aquellos inodoros púlpitos universitarios. Pienso en el título de una tesis de maestría: El empleo de hachas en procesos de comunicación popular. Alguien debería abordarlo como objeto de estudio.

Por fin, Risaldo regresa con refuerzos: dos palos y otro vecino. Ahora soy yo el que, exhausto, se evade de la minga. Me doy una vuelta por los alrededo-res. El cansancio me hace delirar. Imagino qué pasaría si nunca lográramos extraer el eucalipto de la espesura donde quedó atrapado, si todo nuestro esfuerzo fuera en vano y, aun así, estuviésemos por siempre enfrascados en esta tarea. Pasaríamos allí todo el día, tendríamos que hacer noche al raso, mojados, helados. Tras varias semanas sin lograr nuestro propósito, mujeres de aldeas cercanas empezarían a traernos mantas y alimentos. Los primeros días regresarían al anochecer a sus casas, pero paulatinamente se irían que-dando. Con los meses, surgirían las primeras parejas, nacerían los primeros hijos, que heredarían el trabajo de sus padres: intentar extraer el eucalipto. Las nuevas familias construirían sus primeras viviendas de madera alrededor del árbol. Se convocarían asambleas, se organizarían turnos, comenzarían

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Pues aquí en Gualmatán lo narran con todo lujo de detalles a quien lo quiera escuchar. Y lo que no recuerdan se lo inventan. En el resto de Colombia lo desconocen, pero es normal: ni siquiera saben que, en su país, existe un lugar llamado Gualmatán. O Pupiales, el vecino municipio autoproclamado 'cuna del pensamiento' por la gran cantidad de escritores y filósofos surgidos entre cultivos de papa y choclo. “¿Y en Ipiales esto lo saben?”. No, eso ya queda muy lejos.

en su terruño, desde donde seguirá emitiendo comunicados: proclamas am-bientalistas, consejos sanitarios, recados, arribos a la comunidad del médico y el cartero o mensajes que los propios vecinos solicitan que sean emitidos a través del altoparlante.

Mientras tiro con fingida fuerza de una cuerda para extraer el eucalipto de la maleza, meto los pies en profundos charcos ante las risas de mis compa-ñeros de minga, que me advierten que hubiese sido más apropiado traer-me unas botas. Desconocen que soy hombre de un solo par de zapatillas (apenas habré calzado seis pares en los últimos veinte años, con las que he caminado por embajadas, barrizales, 'afters' y acantilados). Entre el tira y afloja, me narran hazañas de otros extranjeros que les acompañaron en algún momento: el australiano que trepaba los árboles para colocar altavo-ces, el italiano que participó en la instalación de transmisores o el belga que, además de aderezarles la página web, colaboró en el parto de una vecina.

(¿Y tú?, ¿pero qué coño haces tú aquí?, me pregunta el ego. Lo ignoro).

La mañana salió lluviosa, lo cual engrandece el carácter épico de la minga. El eucalipto se resiste a salir de la enroscada broza, así que habrá que tirar con más fuerza, con más hombres y con más cuerdas. Risaldo se marcha a buscar refuerzos, pero reaparece con rudimentarios instrumentos, cada uno más inservible que el anterior. Su demora va in crescendo: la primera vez tarda cinco minutos en regresar; la segunda, diez; la tercera, no volverá. Otro muchacho sale en su búsqueda. Desaparece para siempre. Me pregunto si la

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a tercera vez que lo vi anotado en un guion la mosca se me puso de-trás de la oreja. Vale que se hubieran confundido una vez (les corregí), vale que dos (les corregí de nuevo), pero ¡tres! ya era para sospechar

que sucedía algo extraño. Y es que los participantes del taller radiofónico de Panan hablaban de 'adelante' para referirse al pasado. Así lo escribían en sus guiones: “En los tiempos de adelante, nuestros antepasados...”.

¡Demonios! ¿Qué estaba sucediendo? ¿Para estas gentes el pasado está delante? Pensé un poco, traté de que la cabeza no se me descuadrara, me

Pienso en ello ahora que, como primera experiencia radiofónica, colaboro en la tala de un eucalipto de doce metros en medio de un bosque andino. Me encuentro en Santa Rosa, una vereda de casas desperdigadas situada a unos cincuenta kilómetros de la ciudad colombiana de Pasto, en el área de la laguna de La Cocha, intersección hidráulica de la Amazonia, los Andes y el Pacífico. He llegado hasta aquí acompañando a varios miembros de la Asociación para el Desarrollo Campesino (ADC), una organización que lleva más de treinta años en la capacitación y asesoramiento de comunicadores sociales en comunidades campesinas.

“Esto es un acto político de resistencia”, me dice Ricardo, responsable de comunicación en ADC, mientras arranca la corteza del eucalipto, cuyo tallo ha quedado atrapado al caer sobre una frondosa maleza boscosa. Hace varios años que la organización optó por instalar altoparlantes —altavoces sobre la copa de los árboles— ante la negativa gubernamental de otorgarles la licencia de emisión de su radio Las Brisas de La Cocha. A pesar de que su proceso comunitario es notorio —o precisamente por eso—, las autori-dades prefieren conceder licencias a emisoras que, desarticuladas de carga crítica, ocupan su parrilla con inofensivos programas de salsa, chismorreos y felicitaciones de cumpleaños.

Hoy se organizó una minga (trabajo comunitario) en la vereda para colaborar en el relevo de la persona encargada de trasmitir comunicados desde un al-toparlante. Después de diez años, Carmina dejará este cargo. El puesto será ocupado por su vecino Risaldo. El eucalipto que ahora talamos será ubicado

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mareé, todo me daba vueltas. Me obsesioné con esta idea. Mis ancestros me habían transmitido que el pasado (lo que hay que olvidar o recordar) quedaba siempre detrás y que el futuro (donde había que llegar) todavía estaba por venir. ¿Podría ser de otra manera? Sí.

Que sí, que a mí me convencieron. Aquí, en la frontera colombo-ecuatoriana, hay comunidades donde el pasado está delante. La explicación es sencilla y tiene hasta sentido: “Nuestros antepasados llegaron antes que nosotros, así que caminan por delante; el futuro no ha llegado todavía, así que lo visualiza-mos por detrás”. Resumiendo: las huellas vinieron antes que los pasos, son aquellas las que marcan el devenir de estos. ¡Toma ya! Dejémonos de trajes típicos, canciones populares, instrumentos de la tierra y objetos folclóricos... esto es lo verdaderamente identitario, ¡trastocar la dirección del tiempo!

Y ¿entonces? ¿Dónde queda aquí el progreso? Atrás, no ha llegado. Cuando lo que está 'adelante' es el pasado, si el futuro lo contemplas por detrás, ¿qué pinta el desarrollo? En esta concepción del tiempo, el desarrollo es seguir los pasos de los ancestros, ellos van por delante, marcando el camino a recorrer. Cíclico, como El mito del eterno retorno de Mircea Eliade, pero experimen-tado en carne y hueso.

Una amiga que trabaja para ACNUR me contó la vez que tuvieron que fletar un autobús para que un grupo de refugiados regresara a su municipio a re-coger a sus antepasados que se les habían quedado olvidados en la huida, a pesar de los peligros que conllevaba volver allí por la situación de violencia

uando redactaba, desde la ensoñación cibernética de mi escritorio de Benicalap, el proyecto radiofónico que me ha traído hasta la frontera colombo-ecuatoriana, me inquietaba pensar que, como parte del tra-

bajo, tendría que intervenir en algunas emisoras comunitarias. Me asaltaban las dudas: cómo sería el primer día, quién sería el técnico, si me temblaría la voz, si me quedaría en blanco, si funcionaría el micrófono. Nunca se me ocurrió pensar en un hacha.

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que los había obligado a escapar. “Sin ellos no podían seguir, es como si les faltara el horizonte”, me contaba. “Fueron, subieron a una montaña, recogie-ron a sus espíritus y los montaron en el autobús. Yo no los vi, pero a partir de ese día su actitud en el campamento de refugiados cambió positivamente”, me cuenta ante mi cara alucinada. Sin antepasados que los guiaran, ¿dónde carajo iban a ir?

Nos creímos que el futuro estaba enfrente, que allí reside el progreso, es-perando alcanzarlo a cualquier precio. Que lo mejor está por llegar y que el que se queda 'atrasado' es porque no evoluciona. Pero todavía hay gentes (aunque cada vez menos) que viven con la idea de que el pasado es el lugar al que hay que llegar. Y, en serio, olvidémonos de trajes y cantos típicos. Pensemos en su concepción del tiempo y elaboremos proyectos teniendo en cuenta esto si queremos que nuestros marcos les suenen lógicos.

Porque, mientras pensamos que los estamos transportando hacia el progre-so, ellos se guían por su pasado, que camina por delante. Pues eso, un jaleo.

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reparé todo un ejercicio —un ritual— de desapego para desprenderme de mi vieja grabadora. La última noche la pasé a su lado e incluso grabé unas últimas palabras, precisamente despidiéndome de ella.

Estaba decidido: al día siguiente la donaría, acabarían más de veinte años de relación entre ambos. Era la grabadora con la que había dado mis primeros pasos en la facultad (timoratas entrevistas a Pablo Llorens o Gabino Diego) y la que, años más tarde, había recogido las voces de Albert Pla, Mario Conde, del embajador norcoreano en México o del ministro saharaui de Agricultura y Pesca, entre otros. La echaría de menos, se había convertido en un pilar

tangible, crediticio. Verificable con facturas, indicadores o recibos. Y una cosa (por lo bajini): su decepción por mi vieja grabadora no era por considerarla un dios menor, si no porque se esperaban un objeto de mayor calidad. ¿Dónde queda entonces el valor espiritual de los objetos occidentales? ¿Están con-denados a ser valorados únicamente en función de su marca, prestaciones y precio?

La próxima vez en nuestros marcos lógicos tendremos en cuenta que ellos se quedaron con el espíritu; nosotros, con el dinero. ¿Cómo revertir esto? Quizás ahora que no hay un duro, sea buen momento para hacerlo. Pero ¿vale la pena o nos estamos haciendo daño en este intercambio esquizo-frénico de espíritus que ansían objetos frente a materialistas que, carentes de lo etéreo, viajan a lugares remotos en búsqueda del paraíso emocional perdido? ¿Alguien entiende esto?

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cotidiano de mi oficio de 'buscahistorias', pero la decisión estaba tomada: la donaría al colectivo de comunicación del resguardo indígena. Me parecía sublime —cósmica, penetrante— la idea de que mi grabadora siguiera sus pasos en una remota zona andina, recogiendo las voces de campesinos, cha-manes y espíritus del lugar. A pesar de que mi proyecto no incluía la dotación de medios e infraestructuras ('solo' la elaboración de programas radiofónicos con trasfondo sociocultural), decidí hacer esta donación a título personal.

Al día siguiente, con los nervios a flor de piel, hice entrega de mi vieja graba-dora al presidente del cabildo en una reunión con el colectivo de comunica-ción del resguardo. A punto estuve de echarme atrás en el último momento, incluso había traído conmigo otra grabadora (más moderna, con más acceso-rios y teclitas), pero consideré que el valor simbólico de desprenderme de un objeto apegado a mi trayectoria personal tendría más valor que cualquier otra cuestión material y mundana. Finalmente, con mucho pesar, conseguí sacar de mi bolsillo la vieja grabadora para donarla. Durante unas décimas de se-gundo (que se me hicieron eternas) pude notar las caras de decepción de los allí presentes. Acostumbrados como están a medir la calidad de la ayuda in-ternacional en función de los medios materiales que reciben, para ellos aquel trasto solo era una vieja grabadora, un cacharro desfasado. No supieron ver (no tenían por qué hacerlo) el rotundo ejercicio espiritual de desapego que para mí representaba aquel momento. No es que esperara saltos de euforia de su parte, pero aquellos gestos de desengaño me hicieron pensar: “joder, ellos no están contentos y yo me quedo sin ella”. Claro, y aquí llámenme tonto: ellos se hubieran alegrado más con la otra grabadora. Normal.

A pesar de su decepción, aquella noche tuvieron a bien invitarme a cenar cuy en casa del presidente del cabildo, como agradecimiento (afortunadamente, no perdieron las formas) de mi donación. El cuy es un pequeño roedor andi-no, cuya mitología gastronómica se remonta a épocas prehispánicas. Comer cuy es acercarse a los dioses en esta zona fronteriza, a pesar de que en el resto de Colombia existe la leyenda urbana de que en el sur del país “comen ratas”. Yo preferí comérmelo pensando que era un conejo.

Días más tarde, en la ciudad de Pasto, cuando le conté a un amigo —admi-rador del indigenismo— que, a cambio de mi grabadora, me habían ofrecido un cuy, tuvimos esta curiosa discusión:

—Para ellos invitarle a comer cuy guarda un profundo sentido espiritual, de mucho mayor valor simbólico que cualquier regalo material.

—Ya, pero para mí esa grabadora también guardaba algo especial, no cuan-tificable. ¡Había crecido con ella!

—Bueno, pero en ningún momento supusieron que usted estaba haciéndoles partícipes de un ritual donándoles su vieja grabadora, para ellos solo es un objeto, sin embargo el cuy...

Regresé a casa agradeciendo a los dioses aquel plato de cuy. Y preguntán-dome por qué en Occidente hemos cedido ese sentido de la espiritualidad a culturas que consideramos atrasadas, 'a desarrollar'. Es como si estuviéra-mos obligados a que todas nuestras acciones tuvieran un sentido material,

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cotidiano de mi oficio de 'buscahistorias', pero la decisión estaba tomada: la donaría al colectivo de comunicación del resguardo indígena. Me parecía sublime —cósmica, penetrante— la idea de que mi grabadora siguiera sus pasos en una remota zona andina, recogiendo las voces de campesinos, cha-manes y espíritus del lugar. A pesar de que mi proyecto no incluía la dotación de medios e infraestructuras ('solo' la elaboración de programas radiofónicos con trasfondo sociocultural), decidí hacer esta donación a título personal.

Al día siguiente, con los nervios a flor de piel, hice entrega de mi vieja graba-dora al presidente del cabildo en una reunión con el colectivo de comunica-ción del resguardo. A punto estuve de echarme atrás en el último momento, incluso había traído conmigo otra grabadora (más moderna, con más acceso-rios y teclitas), pero consideré que el valor simbólico de desprenderme de un objeto apegado a mi trayectoria personal tendría más valor que cualquier otra cuestión material y mundana. Finalmente, con mucho pesar, conseguí sacar de mi bolsillo la vieja grabadora para donarla. Durante unas décimas de se-gundo (que se me hicieron eternas) pude notar las caras de decepción de los allí presentes. Acostumbrados como están a medir la calidad de la ayuda in-ternacional en función de los medios materiales que reciben, para ellos aquel trasto solo era una vieja grabadora, un cacharro desfasado. No supieron ver (no tenían por qué hacerlo) el rotundo ejercicio espiritual de desapego que para mí representaba aquel momento. No es que esperara saltos de euforia de su parte, pero aquellos gestos de desengaño me hicieron pensar: “joder, ellos no están contentos y yo me quedo sin ella”. Claro, y aquí llámenme tonto: ellos se hubieran alegrado más con la otra grabadora. Normal.

A pesar de su decepción, aquella noche tuvieron a bien invitarme a cenar cuy en casa del presidente del cabildo, como agradecimiento (afortunadamente, no perdieron las formas) de mi donación. El cuy es un pequeño roedor andi-no, cuya mitología gastronómica se remonta a épocas prehispánicas. Comer cuy es acercarse a los dioses en esta zona fronteriza, a pesar de que en el resto de Colombia existe la leyenda urbana de que en el sur del país “comen ratas”. Yo preferí comérmelo pensando que era un conejo.

Días más tarde, en la ciudad de Pasto, cuando le conté a un amigo —admi-rador del indigenismo— que, a cambio de mi grabadora, me habían ofrecido un cuy, tuvimos esta curiosa discusión:

—Para ellos invitarle a comer cuy guarda un profundo sentido espiritual, de mucho mayor valor simbólico que cualquier regalo material.

—Ya, pero para mí esa grabadora también guardaba algo especial, no cuan-tificable. ¡Había crecido con ella!

—Bueno, pero en ningún momento supusieron que usted estaba haciéndoles partícipes de un ritual donándoles su vieja grabadora, para ellos solo es un objeto, sin embargo el cuy...

Regresé a casa agradeciendo a los dioses aquel plato de cuy. Y preguntán-dome por qué en Occidente hemos cedido ese sentido de la espiritualidad a culturas que consideramos atrasadas, 'a desarrollar'. Es como si estuviéra-mos obligados a que todas nuestras acciones tuvieran un sentido material,

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reparé todo un ejercicio —un ritual— de desapego para desprenderme de mi vieja grabadora. La última noche la pasé a su lado e incluso grabé unas últimas palabras, precisamente despidiéndome de ella.

Estaba decidido: al día siguiente la donaría, acabarían más de veinte años de relación entre ambos. Era la grabadora con la que había dado mis primeros pasos en la facultad (timoratas entrevistas a Pablo Llorens o Gabino Diego) y la que, años más tarde, había recogido las voces de Albert Pla, Mario Conde, del embajador norcoreano en México o del ministro saharaui de Agricultura y Pesca, entre otros. La echaría de menos, se había convertido en un pilar

tangible, crediticio. Verificable con facturas, indicadores o recibos. Y una cosa (por lo bajini): su decepción por mi vieja grabadora no era por considerarla un dios menor, si no porque se esperaban un objeto de mayor calidad. ¿Dónde queda entonces el valor espiritual de los objetos occidentales? ¿Están con-denados a ser valorados únicamente en función de su marca, prestaciones y precio?

La próxima vez en nuestros marcos lógicos tendremos en cuenta que ellos se quedaron con el espíritu; nosotros, con el dinero. ¿Cómo revertir esto? Quizás ahora que no hay un duro, sea buen momento para hacerlo. Pero ¿vale la pena o nos estamos haciendo daño en este intercambio esquizo-frénico de espíritus que ansían objetos frente a materialistas que, carentes de lo etéreo, viajan a lugares remotos en búsqueda del paraíso emocional perdido? ¿Alguien entiende esto?

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que los había obligado a escapar. “Sin ellos no podían seguir, es como si les faltara el horizonte”, me contaba. “Fueron, subieron a una montaña, recogie-ron a sus espíritus y los montaron en el autobús. Yo no los vi, pero a partir de ese día su actitud en el campamento de refugiados cambió positivamente”, me cuenta ante mi cara alucinada. Sin antepasados que los guiaran, ¿dónde carajo iban a ir?

Nos creímos que el futuro estaba enfrente, que allí reside el progreso, es-perando alcanzarlo a cualquier precio. Que lo mejor está por llegar y que el que se queda 'atrasado' es porque no evoluciona. Pero todavía hay gentes (aunque cada vez menos) que viven con la idea de que el pasado es el lugar al que hay que llegar. Y, en serio, olvidémonos de trajes y cantos típicos. Pensemos en su concepción del tiempo y elaboremos proyectos teniendo en cuenta esto si queremos que nuestros marcos les suenen lógicos.

Porque, mientras pensamos que los estamos transportando hacia el progre-so, ellos se guían por su pasado, que camina por delante. Pues eso, un jaleo.

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mareé, todo me daba vueltas. Me obsesioné con esta idea. Mis ancestros me habían transmitido que el pasado (lo que hay que olvidar o recordar) quedaba siempre detrás y que el futuro (donde había que llegar) todavía estaba por venir. ¿Podría ser de otra manera? Sí.

Que sí, que a mí me convencieron. Aquí, en la frontera colombo-ecuatoriana, hay comunidades donde el pasado está delante. La explicación es sencilla y tiene hasta sentido: “Nuestros antepasados llegaron antes que nosotros, así que caminan por delante; el futuro no ha llegado todavía, así que lo visualiza-mos por detrás”. Resumiendo: las huellas vinieron antes que los pasos, son aquellas las que marcan el devenir de estos. ¡Toma ya! Dejémonos de trajes típicos, canciones populares, instrumentos de la tierra y objetos folclóricos... esto es lo verdaderamente identitario, ¡trastocar la dirección del tiempo!

Y ¿entonces? ¿Dónde queda aquí el progreso? Atrás, no ha llegado. Cuando lo que está 'adelante' es el pasado, si el futuro lo contemplas por detrás, ¿qué pinta el desarrollo? En esta concepción del tiempo, el desarrollo es seguir los pasos de los ancestros, ellos van por delante, marcando el camino a recorrer. Cíclico, como El mito del eterno retorno de Mircea Eliade, pero experimen-tado en carne y hueso.

Una amiga que trabaja para ACNUR me contó la vez que tuvieron que fletar un autobús para que un grupo de refugiados regresara a su municipio a re-coger a sus antepasados que se les habían quedado olvidados en la huida, a pesar de los peligros que conllevaba volver allí por la situación de violencia

uando redactaba, desde la ensoñación cibernética de mi escritorio de Benicalap, el proyecto radiofónico que me ha traído hasta la frontera colombo-ecuatoriana, me inquietaba pensar que, como parte del tra-

bajo, tendría que intervenir en algunas emisoras comunitarias. Me asaltaban las dudas: cómo sería el primer día, quién sería el técnico, si me temblaría la voz, si me quedaría en blanco, si funcionaría el micrófono. Nunca se me ocurrió pensar en un hacha.

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a tercera vez que lo vi anotado en un guion la mosca se me puso de-trás de la oreja. Vale que se hubieran confundido una vez (les corregí), vale que dos (les corregí de nuevo), pero ¡tres! ya era para sospechar

que sucedía algo extraño. Y es que los participantes del taller radiofónico de Panan hablaban de 'adelante' para referirse al pasado. Así lo escribían en sus guiones: “En los tiempos de adelante, nuestros antepasados...”.

¡Demonios! ¿Qué estaba sucediendo? ¿Para estas gentes el pasado está delante? Pensé un poco, traté de que la cabeza no se me descuadrara, me

Pienso en ello ahora que, como primera experiencia radiofónica, colaboro en la tala de un eucalipto de doce metros en medio de un bosque andino. Me encuentro en Santa Rosa, una vereda de casas desperdigadas situada a unos cincuenta kilómetros de la ciudad colombiana de Pasto, en el área de la laguna de La Cocha, intersección hidráulica de la Amazonia, los Andes y el Pacífico. He llegado hasta aquí acompañando a varios miembros de la Asociación para el Desarrollo Campesino (ADC), una organización que lleva más de treinta años en la capacitación y asesoramiento de comunicadores sociales en comunidades campesinas.

“Esto es un acto político de resistencia”, me dice Ricardo, responsable de comunicación en ADC, mientras arranca la corteza del eucalipto, cuyo tallo ha quedado atrapado al caer sobre una frondosa maleza boscosa. Hace varios años que la organización optó por instalar altoparlantes —altavoces sobre la copa de los árboles— ante la negativa gubernamental de otorgarles la licencia de emisión de su radio Las Brisas de La Cocha. A pesar de que su proceso comunitario es notorio —o precisamente por eso—, las autori-dades prefieren conceder licencias a emisoras que, desarticuladas de carga crítica, ocupan su parrilla con inofensivos programas de salsa, chismorreos y felicitaciones de cumpleaños.

Hoy se organizó una minga (trabajo comunitario) en la vereda para colaborar en el relevo de la persona encargada de trasmitir comunicados desde un al-toparlante. Después de diez años, Carmina dejará este cargo. El puesto será ocupado por su vecino Risaldo. El eucalipto que ahora talamos será ubicado

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Pues aquí en Gualmatán lo narran con todo lujo de detalles a quien lo quiera escuchar. Y lo que no recuerdan se lo inventan. En el resto de Colombia lo desconocen, pero es normal: ni siquiera saben que, en su país, existe un lugar llamado Gualmatán. O Pupiales, el vecino municipio autoproclamado 'cuna del pensamiento' por la gran cantidad de escritores y filósofos surgidos entre cultivos de papa y choclo. “¿Y en Ipiales esto lo saben?”. No, eso ya queda muy lejos.

en su terruño, desde donde seguirá emitiendo comunicados: proclamas am-bientalistas, consejos sanitarios, recados, arribos a la comunidad del médico y el cartero o mensajes que los propios vecinos solicitan que sean emitidos a través del altoparlante.

Mientras tiro con fingida fuerza de una cuerda para extraer el eucalipto de la maleza, meto los pies en profundos charcos ante las risas de mis compa-ñeros de minga, que me advierten que hubiese sido más apropiado traer-me unas botas. Desconocen que soy hombre de un solo par de zapatillas (apenas habré calzado seis pares en los últimos veinte años, con las que he caminado por embajadas, barrizales, 'afters' y acantilados). Entre el tira y afloja, me narran hazañas de otros extranjeros que les acompañaron en algún momento: el australiano que trepaba los árboles para colocar altavo-ces, el italiano que participó en la instalación de transmisores o el belga que, además de aderezarles la página web, colaboró en el parto de una vecina.

(¿Y tú?, ¿pero qué coño haces tú aquí?, me pregunta el ego. Lo ignoro).

La mañana salió lluviosa, lo cual engrandece el carácter épico de la minga. El eucalipto se resiste a salir de la enroscada broza, así que habrá que tirar con más fuerza, con más hombres y con más cuerdas. Risaldo se marcha a buscar refuerzos, pero reaparece con rudimentarios instrumentos, cada uno más inservible que el anterior. Su demora va in crescendo: la primera vez tarda cinco minutos en regresar; la segunda, diez; la tercera, no volverá. Otro muchacho sale en su búsqueda. Desaparece para siempre. Me pregunto si la

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Benavides por aquí, Benavides por allá. “Tú cuentas en Bogotá que en el sur colombiano nació el inventor del helicóptero y se parten de la risa”, me reconoció un día un periodista de la zona. “Pero es cierto”, apostilló.

Al principio me alteraba un poco la cantidad de tiempo empleada por estas gentes en hablar de ellos mismos: de 'nuestras' tradiciones, de 'nuestros' ancestros, de 'nuestros' héroes, de 'nuestra' cultura, de 'nuestro' territorio. ¿Por qué esa obstinación? Poco a poco fui construyendo la respuesta: por-que nadie más lo hace por ellos. En estos parajes, la función de una radio comunitaria es también la de autonombrarse, narrarse, aunque a veces se pueda notar una severa endogamia, un 'ombliguismo' exagerado. Pero, oye, que es normal: es la voz de los invisibles. Los que en su día nombramos 'sin voz' también hablan, somos los 'sin oídos' los que no les escuchamos. O los que nos erigimos en sus voceros.

Ver desde la frontera una televisión nacional colombiana es como estar ob-servando un canal de otro universo. Esta zona solo aparece en los grandes medios en caso de catástrofe natural o masacre cuantificada. Si nos ciñéra-mos solo por Caracol o RCN deduciríamos que el 90% de los colombianos son urbanitas, blancos y con pinta de europeos. Las escasas apariciones de afrocolombianos o indígenas siempre guardan un toque entre anecdótico y fol-clórico, como si fueran seres de menor entidad dentro de la rica diversidad et-nográfica de Colombia. Los indígenas salen haciendo de indígenas (lo que se espera de ellos) y lo mismo pasa con los afros. ¿Cómo explicar entonces que un campesino del sur —remoto, agrícola, ignorado— inventó el helicóptero?

estrategia del escaqueo también la trajeron los conquistadores españoles a estas tierras. Quedamos solo cuatro en la minga tirando de las cuerdas ata-das al eucalipto, así que habrá que multiplicar esfuerzos. Jadeo, sudo como un marrano bajo mi chubasquero. La extracción del eucalipto se complica, en su caída ha quedado perfectamente encajado sobre andinos matorrales. En mi vida pensé que un acto de comunicación popular supusiera tirar de un árbol bajo un aguacero. Pienso en los insípidos temarios de mi facultad, en sus aulas tan alejadas de la praxis, en clases magistrales impartidas por trajeados profesores desde aquellos inodoros púlpitos universitarios. Pienso en el título de una tesis de maestría: El empleo de hachas en procesos de comunicación popular. Alguien debería abordarlo como objeto de estudio.

Por fin, Risaldo regresa con refuerzos: dos palos y otro vecino. Ahora soy yo el que, exhausto, se evade de la minga. Me doy una vuelta por los alrededo-res. El cansancio me hace delirar. Imagino qué pasaría si nunca lográramos extraer el eucalipto de la espesura donde quedó atrapado, si todo nuestro esfuerzo fuera en vano y, aun así, estuviésemos por siempre enfrascados en esta tarea. Pasaríamos allí todo el día, tendríamos que hacer noche al raso, mojados, helados. Tras varias semanas sin lograr nuestro propósito, mujeres de aldeas cercanas empezarían a traernos mantas y alimentos. Los primeros días regresarían al anochecer a sus casas, pero paulatinamente se irían que-dando. Con los meses, surgirían las primeras parejas, nacerían los primeros hijos, que heredarían el trabajo de sus padres: intentar extraer el eucalipto. Las nuevas familias construirían sus primeras viviendas de madera alrededor del árbol. Se convocarían asambleas, se organizarían turnos, comenzarían

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artefacto pudiera volar. Lo llamó aeromóvil. Viajó a Bogotá para presentar su invento ante el Ministerio de Industria, donde fue ignorado; ni siquiera le sirvió amenazar con suicidarse si no le hacían caso. La gloria no estaba reservada para él. Regresó a Gualmatán, donde murió en el ostracismo en 1933. Hoy lo celebran en su municipio, donde se le conoce como el Da Vinci americano; aquí todo el mundo sabe que, aunque nadie más lo sepa, fue él, y no otro, el inventor del helicóptero. Su leyenda se transmite de boca en boca, alguien escribió un libro sobre él pero se han perdido los ejemplares (me perjuran que hay uno en la biblioteca, que mañana me lo traen, pero los días pasan y nada); la información sobre Benavides en Internet es más bien escasa y se rumorea que parte de sus artefactos voladores permanecen almacenados en un sótano de la casa de un familiar en San Juan de Pasto, la capital del departamento de Nariño, a la espera de que alguien se decida a dedicarle un museo, rendirle un homenaje o tirar a la basura los amasijos del invento.

En Gualmatán, un precioso pueblo agro-andino de cinco mil habitantes —entre veredas, lugares y corregimientos— que se autodenomina 'balcón de las flores' o 'el segundo municipio con menor territorio de Colombia', los vecinos transmiten la obra y milagros de Benavides de forma oral y van reconstruyendo su biografía con chascarrillos y remembranzas. En las cele-braciones locales —carnavales, procesiones, fiestas patronales...— siempre hay un motivo alegórico a Benavides, considerado el personaje más glorioso de la historia de Gualmatán, a pesar de que se sospecha de que a partir de la ciudad fronteriza de Ipiales, ubicada a unos treinta kilómetros, ya no lo conoce nadie.

los cultivos, se elegiría el nombre de la comunidad resultante: El Eucalipto. Con el tiempo, el trabajo se convertiría en tradición: los descendientes de aquellos fundadores olvidarían el motivo prístino que les obligaba a tratar de extraer aquel árbol, pero continuarían haciéndolo en homenaje a sus ances-tros. Se convertiría en fiesta de carácter popular. Miles de turistas llegarían cada año para registrar el momento en el que los lugareños imitarían a sus antepasados tirando infructuosamente de unas cuerdas amarradas al euca-lipto, que permanecería inamovible desde tiempos remotos. Asarían cuy, be-berían hervido. Investigadores becados por universidades europeas llegarían a estudiar el origen de la tradición, encontrando semejanzas antropológicas con costumbres autóctonas de algunas islas índicas. La leyenda contaría que bajo las raíces del árbol enterraron a un valenciano que durante la fundación de la comunidad falleció mientras colaboraba torpemente en desatascar el eucalipto. Al parecer, contará la futurista mitología oral, sus manos se soltaron de la cuerda y cayó de frente, quedando su cabeza atrapada varias semanas bajo el lodazal. Nada pudieron hacer por salvarle.

Cuando regreso, los compañeros han logrado extraer el eucalipto. Llego para celebrarlo. Lo enganchamos a un pickup para transportarlo a la parcela de Risaldo. Luego pasamos por casa de Carmina para derribar su altopar-lante, que ella quiere reconvertir en leña. Aprovechamos para entrevistarla.

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ulio César Benavides inventó el helicóptero. Eso lo saben en Gualma-tán. Y en Puerres. Y en Iles. ¿Y en Sapuyes? En Sapuyes sí, también en Sapuyes lo saben. ¿Y en Pupiales? Claro, en Pupiales también sa-

ben que Julio César Benavides inventó el helicóptero. ¿Y en Ipiales? En Ipiales no, eso ya queda muy lejos.

Julio César Benavides es una gloria local en Gualmatán y alrededores, un campesino colombiano de principios del siglo XX que, en su hangar y sin más medios que sus manos e imaginación, diseñó unos planos para lograr que un

Nos muestra un desordenado archivo —guardado en una caja de zapatos— donde almacena algunos de los mensajes transmitidos desde su eucalipto en la última década: consejos de remedios naturales, poemas, peticiones varias, los recados, los entierros. Decidió no propagar afectos desde que un vecino de la vereda se puso celoso al escuchar que, desde el altoparlante, su pretendida era saludada con un beso de otro vecino.

En el proceso de bajar el eucalipto de Carmina, este queda atrancado a me-dia altura para que un voluntario trepe por él y desenganche el altavoz, que será ubicado en el nuevo altoparlante. La imagen de ese hombre suspendido en la cima de un árbol sin más protección que su destino me hace pensar en el burócrata que, desde un remoto escritorio institucional, desatiende las solicitudes de legalización de la emisora comunitaria que tanto facilitaría las labores de comunicación de estos radialistas de los árboles. Al fin y al cabo, el esfuerzo de hoy (eucalipto para arriba, eucalipto para abajo) solo supone un cambio de dial: lo que usted y yo haríamos cómodamente en nuestras casas apretando un botón o girando una ruedecita.

Ya entrada la noche, la voz de Risaldo emite su primer comunicado desde su altoparlante. En el mensaje inaugural, agradece a Carmina la prestación de servicios comunitarios durante los últimos diez años. Ella lo escucha y, por primera vez, se sonríe. Antes de marchar, nos cuenta su plan para convertir su antiguo transmisor en leña para paliar el frío. Luego, el silencio. Alcemos las hachas antes de prender los micros.

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Este audiolibro está escrito con generosidad y pone en evidencia las con-tradicciones humanas que genera trabajar en cooperación. Nos da la po-sibilidad de entrever qué lugares transitan los personajes, cómo son sus adentros y sus miradas personales para incidir en el afuera. Nos permite rescatar lo bueno que tiene vivir la interculturalidad. En estas historias hay muchas conversaciones que han creado nuevas relaciones.

n cada uno de los talleres radiofónicos que organizamos con Queca en la frontera colombo-ecuatoriana, solicitábamos a los participantes que se dividieran en grupos según los temas de interés que, previa-

mente, ella y yo habíamos acordado: género, medioambiente, derecho a la comunicación, migración y fronteras, derechos humanos e identidad cultural. Con más tiempo, hubiera sido más apropiado consensuar los temas con los participantes, pero nos apresuraban los plazos. Los nuestros, no los suyos.

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y cuánto se debe retribuir económicamente; ni siquiera podemos entrar a valorar si ese trabajo es de calidad, porque el mundo emocional es subjetivo.

¿Qué puede hacer un cooperante si está al amparo de una estructura de relaciones de poder donde se convive con la pobreza, la exclusión y los privilegios personales? ¿Cómo fomentar el buentrato, el respeto y el empo-deramiento desde esa estructura? ¿Cómo se fomenta la paz cuando no se sabe gestionar los conflictos?

Se ha avanzado mucho en la formación técnica del personal cooperante, pero el gran reto sigue siendo, a mi modo de ver, la formación en relaciones humanas (autoconocimiento, actitudes, convivencia). Trabajar en la trans-formación social (el afuera) requiere una transformación personal (el aden-tro). Y eso pasa por mirar concienzudamente y con responsabilidad nuestra historia emocional. Porque las contradicciones deben ser conocidas, cada una de nuestras emociones influye en nuestro juicio, memoria y actitudes ante los acontecimientos y desempeñan un papel fundamental en nuestra comunicación con los demás.

La figura profesional que más se acercaría a la de cooperante es la de me-diadora, siguiendo la definición de Milagros Rivera: La mediación es algo que pone en relación dos cosas que antes no estaban en relación o cuya relación se había roto. Este algo puede ser creado en una conversación, un gesto de manos, una palabra o un entredós, y suele consistir en la invención de una relación nueva que quería venir al mundo —a mi mundo— pero no lo conseguía.

Algunos tenían claro qué tema querían tratar. Otros, no tanto. Ella, una chica ecuatoriana, era de las que no. Así que, por eliminación, le tocó migración y fronteras. Puso cara de fastidio.

Aun así, se puso a la labor de redactar un guion para el programa. Cuando lo expuso en público, Queca y yo nos miramos. Teníamos un problema.

Y es que ella había aprovechado la temática de migración para despotricar contra los colombianos que pasan la frontera para asaltar, prostituirse, trapi-chear con droga, ocultar armamento y montar negocios ilegales. En resumen, su guion radiofónico venía a decir que los colombianos eran los culpables de todos los males que suceden del lado ecuatoriano. Justo el enfoque contrario que nosotros pensábamos para este tema. Semanas más tarde nos ocurriría lo mismo, pero a la inversa, en un taller radiofónico del lado colombiano de la frontera colombo-ecuatoriana, un lugar donde las relacionales humanas —influidas por sucesivas tensiones y distensiones gubernamentales entre ambos países— se manejan de manera aleatoria entre el amor y el rechazo, la hermandad y el distanciamiento, el intercambio y la cerrazón, el entendi-miento y la incomprensión. Mientras los gobiernos centrales blindan sus fron-teras —las esquinas geográficas de los países— con emblemas, discursos y símbolos patrios, el encuentro entre vecinos de ambos lados se produce de manera inevitable. Tan cercanos como distantes.

Saltaron nuestras alarmas. ¿Qué hacer? ¿Dejar que la muchacha se ex-presara libremente sobre lo que opinaba del tema de migración o hacerle

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institutos universitarios, profesionales, estudios, etc. Hoy en día es un sector profesional donde, desde diferentes ideologías, conviven cooperantes, vo-luntarias y voluntarios, técnicos, políticos, sociedad civil, embajadores y em-presarios. Una misma persona podría ejercer todos estos roles. ¿Podría un embajador hacer voluntariado? Seguramente sí. Entonces, ¿qué diferencias hay entre ellos?

El sistema patriarcal encuadra la estructura en la que se da la cooperación al desarrollo. Una estructura que es jerárquica, vertical y con una relación de poderes establecidos, que no consentidos, por todas las partes. El concepto de ayuda es el que marca esta relación. Una relación que ha sido forzada a crearse y cuyo elemento mediador ha sido el dinero. Con frecuencia, quien gestiona (información, dinero, relaciones, conocimientos...) es la persona cooperante. Estos actúan de mediadores entre las personas con las que trabajan (contraparte, coo-parte) y quienes les pagan (ONGDs, NN.UU., or-ganismos gubernamentales...) y tienen espacios e influencias propias. Ob-viamente dentro de esta jerarquía también tienen poder.

Desde que en 1994 Víctor Viñuales hablara sobre los catorce mandamientos del buen cooperante, se ha debatido mucho sobre qué es ser cooperante, qué capacidades debería tener esa persona y cuáles serían las actitudes adecuadas para poder trabajar con ellos y ellas ('pobres'). Llama la atención que en las definiciones de manuales recientes de algunas organizaciones se siga diciendo que “aunque no exista un estereotipo de cooperante, el de-nominador común es la retribución emocional”. Y cuando se habla de emo-ciones no hay parámetros para valorar cuánto de importante es ese trabajo

entender que debía transformar el guion para adaptarlo a lo que nosotros queríamos que dijera? Necesitaríamos meses para convencerla de que lo suyo eran estereotipos, pero solo teníamos un par de días para la elaboración de las producciones radiofónicas. Dadas nuestras prisas, lo más efectivo hubiera sido emplear métodos coercitivos hasta que cambiara el sentir de su discurso, pero debíamos ser más sutiles. Nos sentamos con ella y nos expuso varios casos, leídos en la prensa roja, para tratar de convencernos de que lo que decía era cierto.

—Ya, pero no puedes pensar que todos los colombianos son así— le dije.

Por suerte, nos aliviamos, entre los participantes al taller había un chico colombiano, residente con su familia al otro lado de la frontera. Existía una relación cordial entre ambos. Le aconsejamos a ella que le entrevistara para el programa sobre migración. La chica se preparó unas preguntas y se me-tieron en la cabina de grabación. La entrevista resultó idónea para lo que buscábamos. Ella aparcó sus prejuicios para referirse a los 'hermanos co-lombianos'; él agradeció el trato que recibía de los 'hermanos ecuatorianos'. Seguramente, también influiría que ella tenía enfrente a un chico que no daba el perfil de los 'monstruos colombianos' aprehendido de los mensajes mediáticos preponderantes. Ambos amoldaron su discurso a lo que intuyeron que esperábamos de ellos. Algo así como “tenemos nuestra opinión, pero si no les gusta tenemos otra”. Solo nos quedaba estarles agradecidos.

Al finalizar el taller, nos sentimos relativamente satisfechos. Por un lado, ten-dríamos el programa sobre migración que previamente habíamos proyectado.

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las personas nos mueve viajar a lugares desconocidos. Allá por los años sesenta del siglo pasado, se inicia con las primeras expedicio-nes de sacerdotes españoles lo que después se ha conocido como

cooperación al desarrollo. A finales de esa década, se constituyen legalmente las primeras ONGDs con la intención de colaborar en países del Tercer Mun-do, la mayoría con intención de evangelizar o apoyar determinadas opciones políticas. Con la llegada de la democracia a nuestro país, aumentan las or-ganizaciones interesadas en generar espacios de participación y transforma-ción sociales. Desde aquellos años hasta la actualidad se han creado muchas ONGDs, códigos de conducta, códigos de imágenes, herramientas concep-tuales, disciplinas, metodologías, leyes que regulan la actividad, másteres,

Pero también esa sensación de que, a veces, no dejamos que la realidad nos interpele, nos confronte, nos contraríe. Apretados por plazos, indicadores y objetivos, diseñamos previamente la manera de cumplirlos, sin dejar que la vida misma nos los altere. Pero eso ya sería contarles otro cuento. Y no lo diré más veces.

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ste audiolibro recoge los veinticuatro programas producidos dentro del proyecto 'La radio como herramienta para la construcción de la paz', de la Asociación Cultural Bostezo, con financiación de la Agencia Española de

Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID). El proyecto cuenta con la participación de las emisoras Verde Stéreo (Gualmatán, Colombia), Identidad Sté-reo (Panan, Colombia), Radio Sucumbíos (Nueva Loja, Ecuador) y los talleres binacionales colombo-ecuatorianos organizados en cooperación con Solidaridad Internacional-Ecuador en la Casa de la Juventud de Tulcán (Ecuador). Emisoras ubicadas en la frontera entre ambos países.

Además, el audiolibro recoge los tres programas ganadores del Premio Latinoameri-cano de Producción Radial 'Historias de cerca para escucharse (de) lejos', convocado por Bostezoradio, la Asociación Latinoamericana de Educación Radiofónica (ALER) y el programa de formación de la Asociación Mundial de Radios Comunitarias-América Latina y el Caribe (AMARC ALC), financiado por la AECID, con el objetivo de sensibi-lizar sobre la labor que cumplen las emisoras comunitarias, populares y educativas, y los colectivos de comunicación en América Latina.

Bostezoradio agradece a las emisoras españolas y latinoamericanas la difusión del material contenido en este audiolibro, dentro del proceso de divulgación de las dife-rentes realidades que las emisoras participantes recogen en sus programas. Para cualquier información adicional sobre el proyecto: [email protected] / www.bostezoradio.com

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