Derechos fundamentales y neo constitucionalismo luis preito sanchis

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Esta obra constituye un pilar fundamental para la aplicación de los derechos fundamentales. Corresponde a uno de los constitucionalistas mas gandes del habla hispana.

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ÍNDICE GENERAL

Presentación……………………………………………..…………........... 9Estudio Preliminar ……………………………………………………....... 15

§ DERECHOS FUNDAMENTALES1. Los derechos fundamentales como exigencias morales…………… 27

Caracterización de los derechos fundamentales…….………………............................................................................31

Hacia un concepto amplio de derechos fundamentales ……………............................................................................36

§ LA LIMITACIÓN DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES Y LA NORMA DE CLAUSURA DEL SISTEMA DE LIBERTADES

1. ¿Se pueden limitar los derechos fundamentales?…………………… 452. Las condiciones de la limitación ………………………………………. 56

a) La cláusula del contenido esencial…………………………………. 56 b) La exigencia de justificación………………………………………... 62

3. El margen de indeterminación de los derechos……………………… 754. La norma de clausura …………………………………………………… 86

§ NEOCONSTITUCIONALISMO Y PONDERACIÓN JUDICIAL

1. ¿Qué puede entenderse por neoconstitucionalismo? ………………. 109 2. El modelo de Estado Constitucional de Derecho…………………….................................................................................111 3. El neoconstitucionalismo como teoría del Derecho………………….................................................................................120 4. La ponderación y los conflictos constitucionales…………………….................................................................................1285. El juicio de ponderación……………………………………………….. 1356. Ponderación, discrecionalidad y democracia………………………... 147

§ EL CONSTITUCIONALIMO DE PRINCIPIOS, ¿ENTRE EL POSITIVISMO Y EL IUSNATURALISMO? (A propósito de "El Derecho ductil" de Gustavo Zagrebelsky)

1. El manifiesto antipositivista del constitucionalismo……………… 1652. Las tesis fundamentales del positivismo…………………………...........................................................................170 3. Principios constitucionales y principios generales del Derecho............................................................................1734. Los principios y la estructura de la norma………………………. 176

5. Los principios y las fuentes del Derecho………………………… 1816. Los principios y la teoría de la interpretación…………………… 1887. Constitucionalismo y teoría del Derecho.

El positivismo metodológico……………………………………….......................................................................197

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a) Algunas claves de una nueva cultura jurídica………………….....................................................................197 b) Zagrebelsky y el positivismo metodológico…………………… 2038. En favor de un constitucionalismo moderadamente positivista... 2129. Observación final…………………………………………………….. 220

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PRESENTACIÓN

Hay, en el pensamiento de los juristas europeos del siglo que comienza, una suerte de búsqueda de un nuevo paradigma, en el sentido en que se refiere a este término KUHN1*. La sociedad europea enfrenta retos y cambios de significación histórica trascendental y que, de hecho, repercuten en la forma en que los juristas hacen su trabajo. Las respuestas son diversas y en los distintos campos, pero quizás es el enfoque general del Derecho y su función en la sociedad el que va girando de modo sustancial.

Es la tradición jurídica de occidente, como diría Harold BERMAN, la que se ve comprometida con estos cambios, si por ella entendemos lo que fue en los últimos siglos la elaboración del Derecho moderno codificado y su repercusión en los países que heredamos esta tradición; pero es por otro lado, la misma "tradición", la que busca en sus propias fuentes, nuevas respuestas para seguir el camino.

Desde hace ya buen tiempo los juristas han venido cuestionando lo que fue, quizás, la herramienta más eficaz en su momento, para la edificación del Derecho codificado. En efecto, la construcción jurídica de occidente, como se sabe, tuvo en el Positivismo jurídico su aliado fundamental, y de él hay versiones que van desde la honesta aspiración teórica por construir algo de "ciencia" a través del Derecho, hasta quienes lo proclamaron como consigna para afirmarlo como Positivismo político o ideológico en la distinción que haría Bobbio y resucitar de este modo, la devoción a la Ley entendiéndola como justa, sabia y además totalizante en sus respuestas a los dramas de la sociedad.

Si bien esta distinción esclarecedora de BOBBIO2† nos permitió diferenciar el trigo de la paja, no pudo hacer nada sobre el avance de las críticas al Positivismo, entendido esta vez, en términos prácticos, como una manera de evadir la responsabilidad del jurista frente a la realidad. En la práctica, para el juez o para el jurista, ser positivista significaba entender el Derecho concluido en las manos del legislador; más allá está la arbitrariedad y la "inseguridad jurídica; dirán unos, o en el caso de los jueces, más allá está el delito de prevaricato, por decidir contra "el texto expreso de la ley", como se lee en la redacción del Código penal peruano.

Hoy, luego de unas décadas del ejercicio docente del profesor de Turín en esta materia, el panorama parece más claro. El Positivismo en todas sus versiones se hace menos sostenible; se advierte más abierto a las críticas y podría decirse, incluso, que está dispuesto a ser sustituido por una suerte de regeneración o refundición por parte de sus propios mentores. Las tesis centrales han sido desmadejadas por los propios positivistas; y los que quedan de ellos, contra la tesis central de neutralidad del Positivismo, profesan hoy una suerte de Positivismo moralizado o comprometido, que es

* KUHN, Thomas. La estructura de las revoluciones científicas, FCE, México, 1973.

† BOBBIO, Norberto. Giusnaturalismo giuridico, Milán, 19965,p.101

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como decir un código desagregado.

Por cierto y para no entusiasmar a nadie, no se trata de la victoria de su contrincante histórico, el iusnaturalismo, sino más bien de una nueva lectura que hace el racionalismo más progresista de la Europa continental. Es cierto que el visitante puede ver que aún no hay una tendencia definida, pero es cierto también que todos ven dar la estocada final a un pensamiento que se ha dado en llamar Neoconstitucionalismo o Constitucionalismo moderno.

Se trata de un nuevo paradigma en el Derecho, y hasta puede decirse que tiene a su "manifestó" en II Diritto Mite, de ZAGREBELSKY. El Constitucionalismo moderno, Neoconstitucionalismo o simplemente Constitucionalismo, puede entenderse ya como una ideología jurídica de finales del siglo XX, que entra al siglo XXI, con una verdadera promesa para la teoría del Derecho, pero no sólo para la teoría, sino para la acción práctica que está llamada a cumplir el Derecho en las sociedades contemporáneas. Si el pandectismo fue un método o una ideología, o ambas cosas al mismo tiempo, que correspondieron al Derecho de la recopilación romana, y el Positivismo lo fue para el tiempo de la codificación napoleónica, el Neoconstitucionalismo sería el método o la ideología jurídica del Derecho decodificado, del Derecho suelto, en fin, del Derecho "liberado" de sus "auténticos interpretes" como pretendiera hacerse creer en el Estado del legislador decimonónico.

Es, sin duda, la revolución teórica y práctica más importante que vive el Derecho continental europeo, y esto, .1I margen de que la mayoría de los abogados o juristas, incluso, no se den por notificados; lo cierto es que Europa está reelaborando su concepción de Ley y de Derecho. La misma construcción de la gran nación del euro, es más una construcción de acuerdos con vinculaciones desde el Derecho, pero no son elaboraciones de Códigos o grandes leyes, sino más bien de acuerdos y de sentencias de los Tribunales que construyen un Derecho sobre la base de los textos de estos acuerdos y de la integración de diversos sistemas jurídicos. De hecho, el parlamento europeo, es más un espacio de negociación política que de verdaderas decisiones, pues el espacio de decisiones ya no está más en manos de legisladores, sino de jueces.

Esta nueva visión puede, también, ser entendida como un acercamiento de la ideología jurídica continental hacia la perspectiva ciertamente pragmática y menos principista del Derecho norteamericano; así, en una entrevista memorable que hiciera hace unos años el profesor Manuel ATIENZA al filósofo Stheven TOULMIN, éste ensayaba una hipótesis en tomo a la idea de la Ley y del Derecho en las culturas europeas y la comparaba con la perspectiva norteamericana sobre este mismo punto. En términos generales, decía TOULMIN, los europeos creen que sus roles en la sociedad están determinados en la ley; los europeos sienten que su sociedad está terminada respecto de su proceso de construcción y que, por tanto, los roles están definidos a partir de lo que dice la ley; en cambio los

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norteamericanos (se refería al hombre común y corriente y no necesariamente a los juristas), sienten y actúan con la idea clara de que su sociedad está en construcción y que, por tanto, la ley y el Derecho en general, son sólo herramientas en este proceso de construcción política y social'3*.

Desde este enfoque, la idea del Derecho maleable o dúctil, como diría Marina GASCÓN en la traducción de la obra de ZAGREBELSKY, pareciera, en efecto, más cercana a la tradición jurídica norteamericana que a la de Europea continental; pero esto es también un dato que no debe sorprendernos si tomamos en cuenta el fenómeno de la universalización de la cultura en general y de la cultura jurídica en particular.

Este es el contexto en el cual los aportes del profesor PRIETO SANCHÍS han sido decisivos para la construcción de respuestas respecto de los roles que le tocan al Derecho como herramientas en este proceso. Desde su Ideología e interpretación jurídica (1987), parecía claro que había que estar atento hacia dónde nos guiaba su pensamiento; los trabajos que con posterioridad surgieron, incluyendo el de importantes profesores italianos (MATTEUCCI, COMANDUCCI, GUASTINI, FERRAJOLI, TARELLO y el propio ZGREBELSKIY) o los de HABERMAS, incluso, no nos hubieran sorprendido si es que hubiéramos estado atentos a la producción del profesor de Toledo. Ya en sus trabajos iniciales, Luis PRIETO había notado las debilidades y aporías serias del pensamiento jurídico que partiera de la ilustración y la codificación napoleónica; por ello su búsqueda incesante hasta madurar un pensamiento coherente y lleno de actualidad en los temas que aborda.

Los trabajos que ahora publicamos en Perú son, de alguna manera, la consolidación de esta búsqueda que ahora tiene un coro para ser escuchada. Si bien se trata de trabajos que han sido escritos como monografías separadas, la madurez y coherencia en sus planteamientos hacen de este volumen un libro orgánico sobre algunos de los problemas centrales de la teoría del Derecho de la Europa continental.

Nuestros países, herederos de la cultura europea, tienen, por otro lado, vivo interés en las respuestas que surgen en Europa, respecto de temas tan trascendentes como los que se abordan en este volumen. Los derechos fundamentales y su vigencia en el Estado Democrático, la práctica judicial ya no basada sólo en el mecanismo de la subsunción fría y desligada de los verdaderos roles de la jurisdicción y la función de los jueces, etc., pueden fundamentarse de nuevo o, mejor aún, pueden realizarse mejor, desde la perspectiva que desarrolla el profesor PRIETO siguiendo una línea de pensamiento que cada vez tiene más seguidores en Europa, como es el Neoconstitucionalismo.

Aunque a esta opción se le haya intentado etiquetar de nuevo como una

* Véase en Doxa, N°13, Alicante, 1993, pp.353-354.

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variante superada de Positivismo o Positivismo ético'4†, lo cierto es que cuando distan tanto y, sobre todo, cuando se trata de un enfoque que se forja precisamente a partir de una postura crítica frente al Positivismo, resulta por lo menos injusta la calificación. Lo cierto es que algunos autores, y creo que también el profesor PRIETO, no se arriesgan aún a rotularse "neoconstitucionalistas" o conformantes de la "Escuela del Derecho dúctil"; sin embargo, es claro que se trata de un nuevo pensamiento, de una manera distinta de leer la sociedad a través del Derecho y, por ello mismo, de una nueva posibilidad de construir el futuro de nuestra cultura y tradición jurídica.

Lima, noviembre de 2002

PEDRO P. GRÁNDEZ CASTRODirector de la Serie

ESTUDIO PRELIMINAR

Este no es un libro de filosofía política o, al menos, no lo es centralmente, ni pretende ofrecer, tampoco, un desarrollo explícito y articulado acerca de cuál habría de ser el modelo óptimo de organización política. Sin embargo, en las perspectivas que adopta y en las propuestas de interpretación que † Así Gregorio Peces Barba, en un interesante comentario a la obra de ZACREBELSKY, En Derechos Sociales y Positivismo, Cuadernos “Bartolomé de las Casas”, Dykinson, 1999, p.123.

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sugiere, sí hay una filosofía política. Con ello no quiero decir que comulgue con la idea hoy tan divulgada según la cual la comprensión del Derecho y, sobre todo, de la Constitución, requiere necesariamente asumir las opciones morales y políticas que, de forma más o menos precisa, cabe vislumbrar tras los textos normativos; por mi parte, me siento tan capaz (o incapaz) de interpretar la más plausible Constitución como la más deleznable ley fundamental y obtener de ellas todo su jugo normativo y todas sus variadas dimensiones hermenéuticas: para comprender el Derecho no es preciso aceptarlo, como para ser un buen vulcanólogo no es menester celebrar las erupciones volcánicas. Lo que quiero indicar simplemente es que la interpretación jurídica no es algo así como una ciencia exacta y que en ella se manifiestan siempre las doctrinas éticas de los sujetos que la efectúan. Esto no equivale a un "todo vale", no equivale a sostener que en presencia de un mismo enunciado o documento normativo las ideologías tengan un peso tan decisivo que puedan propiciar cualquier resultado interpretativo. Salvo que se abrace la pura arbitrariedad o se prescinda sin más de leyes y Constituciones. Hay, sin duda, ciertos límites que, cuando menos, vienen dados por el sentido de las palabras utilizadas por el legislador; pero esos límites, a su vez, nunca pueden ser absolutos y permiten siempre, en mayor o menor medida, la proyección de las propias concepciones, es decir, en el fondo de aquello que el intérprete considera bueno o virtuoso.

Cuando lo que se interpretan son Constituciones no meramente formales u organizativas, sino dotadas de un denso contenido sustancial formado por valores, principios, derechos y directrices no es que desaparezcan por completo los límites normativos, pero se atenúan de modo muy notable, se hacen más flexibles o dúctiles, más mitte, por decirlo en terminología de ZAGREBELSKY; y con ello se amplían, en la misma medida, las esferas en las que cobra relevancia la filosofía moral y política del intérprete, por lo general, aunque no necesariamente, coincidente con las concepciones sociales dominantes. Este es el caso de las vigentes Constituciones española, italiana, alemana o portuguesa; y es también el caso de la Constitución democrática del Perú de 1979, en vigor hasta la Carta promulgada en 1993 por Fujimori. En ella, por ejemplo, se proclamaba ya en su frontispicio que "la persona humana es el fin supremo de la sociedad y del Estado", afirmación que pudiera parecer a primera vista un homenaje a la retórica, pero que encierra toda una filosofía que ha de estar muy presente y hasta puede resultar decisiva para la interpretación de los restantes preceptos constitucionales; sobre todo cuando, entre ellos, un buen número se consagra al reconocimiento de un amplio catálogo de derechos, enumerados, además, de forma no exhaustiva, pues, como establece el artículo 4, la tabla de derechos expresos "no excluye los demás que la Constitución garantiza, ni otros de naturaleza análoga o que derivan de la dignidad del hombre, del principio de soberanía del pueblo, del Estado social y democrático de Derecho y de la forma republicana de gobierno", fórmula que además, quizá sin advertir su trascendencia, ha sido también reproducida por la Carta de Fujimori casi en los mismos términos esta vez

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en su artículo tercero.

Preceptos de este género resultan reveladores de la ideología política del legislador constituyente, es decir, de la ideología que éste quisiera ver plasmada y realizada en la aplicación de la Constitución, pero, sin duda, admiten también ser llenados con distintos contenidos normativos y, en esa medida, representan, asimismo, una invitación al desarrollo de la filosofía moral y política de los intérpretes a través del tiempo; para decirlo en palabras de DWORKIN, expresan conceptos más que concepciones. Y, por supuesto, no hablo de intérpretes corruptos o malévolos dispuestos a violar, eludir o manipular la Constitución, sino de sujetos honestos que están llamados a resolver conflictos a partir de tales enunciados constitucionales. Así, siguiendo con el texto peruano, determinar qué derechos derivan de la "dignidad del hombre" depende de la visión que cada uno tenga de lo que representa y exige una vida digna, pues parece claro que no todos adoptamos la misma óptica sobre este particular, no todos asumimos una misma concepción a propósito de la dignidad humana. Ya sé que algunos sostienen un extremado cognoscitivismo, solipsista o dialógico, y confían o se empeñan en que del Derecho siempre nace una y sólo una repuesta correcta. Pero sencillamente no comparto esa idea y ni siquiera estoy seguro de que represente una buena ficción en el marco de sociedades pluralistas.

Así que, en un libro que habla de la Constitución, de la interpretación constitucional y de los derechos fundamentales, me parece casi un deber de cortesía hacia el lector mostrar al menos las líneas esenciales de las concepciones éticas o políticas que han servido para dotar de sentido y completarlos enunciados jurídicos. En realidad, casi no sería necesario hacerlo, pues tales concepciones resultan casi siempre algo más que implícitas: el Derecho y la llamada ciencia del Derecho son muy malos escondrijos para ocultar las ideologías, incluso las de aquellos dogmáticos que presumen de ofrecer un conocimiento puro e incontaminado. Pero, aunque haya de ocurrir también así en esta obra, incluso de forma patente y manifiesta en varios de sus fragmentos, tampoco me parece superfluo llamar la atención ahora sobre algunas de las claves ideológicas presentes en las soluciones interpretativas que se mantienen.

A mi juicio, dos son las grandes perspectivas o enfoques doctrinales que cabe adoptar en la interpretación del Derecho y, en particular, de Constituciones como las más arriba citadas; por seguir una terminología de moda, pudiéramos llamarlas liberal y comunitarista, aunque tampoco tendría dificultad en denominarlas ilustrada e historicista, o individualista y organicista. La primera, liberal, ilustrada o individualista, se caracteriza, ante todo, por sostener una concepción artificial de la comunidad política e instrumental del Derecho y de las instituciones. La comunidad política, en efecto, se entiende como una creación voluntaria de sujetos libres e iguales que actúan guiados por un interés (no necesariamente egoísta) consistente en que su propia vida, pero acaso también la de los demás, habrá de ser más feliz y provechosa constituyendo una sociedad articulada, sociedad en cuya definición no aparecen rasgos históricos concretos, como pueda ser la

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raza, la religión o las costumbres. El Estado no es, entonces, como suele decirse, la forma política de la nación, al menos si es que ésta se entiende al modo tradicional (o tradicionalista) como una entidad orgánica que trans-ciende a sus componentes reales de carne y hueso; sencillamente no lo es porque la nación no es un sujeto actuante dotado de vida propia y, menos aún, de derechos. El Estado es el fruto de una decisión voluntaria de individuos y sólo de individuos; no de individuos blancos, negros o mestizos, ni de creyentes en Cristo o en Mahoma, sino, insisto, sólo de individuos. Naturalmente, que esto no sea así históricamente carece de toda importan-cia; por lo demás, también carece de cualquier sustento empírico la concepción del Estado como persona o de la sociedad y la cultura como organismos vivos. Lo importante son las consecuencias que estas hipótesis tienen en orden a determinar las facultades del poder y los derechos de las personas.

Y la primera consecuencia es la que he denominado concepción instrumental de las instituciones, lo que significa que éstas carecen de justificación autónoma y que su legitimidad descansa por tanto en la protección de los individuos, de sus derechos e intereses, incluidos, por supuesto, los de naturaleza religiosa o cultural. Por tanto, las instituciones no están para perpetuar una raza, preservar unas costumbres tradicionales o salvaguardar una religión mayoritaria o minoritaria, sino para que los hom-bres y mujeres sean más libres y felices y puedan ellos decidir si quieren o con quién quieren perpetuar la especie, qué costumbres desean observar y qué religión prefieren abrazar. Por tanto, nada de fines autónomos que transciendan a las comunes necesidades humanas, del hombre como ser genérico que se decía antes. Y, ya que hemos usado una terminología de resonancias marxistas, conviene advertir que los derechos a cuya satisfacción se enderezan las instituciones no han de ser (sólo) las llamadas despectivamente libertades burguesas, sino que pueden ser y, en mi opinión, deben ser también los derechos sociales que procuran bienes materiales imprescindibles para todos.

De aquí se deduce, asimismo, el papel subordinado de la política a la justicia. La política, que es lo que hacen las instituciones a través del Derecho, se subordina lógicamente a la justicia, que es la rúbrica que comprende al conjunto de los derechos que son la razón de ser de todo el entramado institucional. Si los derechos explican el por qué y el para qué del Estado, resulta claro que la actuación de éste sólo será aceptable en la medida en que satisfaga o, cuando menos, no viole los derechos que dotan de contenido a la noción compartida de justicia. Y esto, en el plano jurídico, se traduce en una exigencia de constitucionalización y tutela frente a todos, incluido el legislador. Es verdad que en la práctica las cosas no son tan sencillas o lineales y que la imagen de una rígida jerarquía entre justicia y política, entre derechos y ley, no es un reflejo exacto de las cosas; por ejemplo, dado que los derechos son tendencialmente conflictivos, la ley que pretenda brindar protección o tutela a uno de ellos puede requerir un cierto sacrificio de otro. Pero, por el momento, lo importante es concebir la acción política al servicio de las personas y de sus derechos, no de fines propios e independientes, sin perjuicio de que muchas veces ello no logre evitar la

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restricción de esferas de libertad.

Por otro lado, no cabe duda que la política siempre ha tenido y presumiblemente seguirá teniendo una vis expansiva, una especie de endémico espíritu de conquista, que sitúa a los derechos en una posición defensiva y más o menos precaria o amenazada, incluso cuando esa política es democrática y actúa de forma transparente a través del criterio de mayorías. Pero la democracia política es también hija legítima de la misma filosofía ilustrada, liberal e individualista que venimos exponiendo y, aunque resulte tendencialmente conflictiva con el constitucionalismo en que se resuelve la idea de los derechos, representa un elemento insoslayable de la autodeterminación colectiva. Quiero decir con ello que, si bien es fácil observar una permanente tensión entre Constitución y democracia, entre los derechos y la política o entre el principio de mayorías expresado en la ley y la actividad judicial protectora de los derechos, esa tensión es también, de algún modo, consustancial al modelo: no podemos prescindir ni de la democracia ni de las libertades y derechos, y es un problema de técnica constitucional buscar su mejor conjugación, que por lo demás nunca será del todo satisfactoria.

Asimismo, esta filosofía política creo que propicia también un determinado modelo de interpretación constitucional y, en especial, de interpretación de los derechos que se orienta a una ampliación moderada de la esfera de los mismos. La idea es la siguiente: si el Estado es un artificio, si las instituciones son un instrumento y la política viene subordinada a la noción compartida de justicia, entonces en el marco de los conflictos entre la ley y los derechos, la carga de la prueba o la carga de la argumentación corresponde a aquélla antes que a éstos, corresponde al poder antes que a los individuos. En consecuencia, toda intervención en el ámbito de los derechos que implique un sacrificio en su ejercicio habrá de estar justificada y ser proporcional a la necesidad de preservar un bien de análoga importancia directa o indirectamente conectado a la propia constelación de valores en que reposan los derechos. Pero como resulta que el contenido de estos últimos no aparece exhaustivamente tipificado y cerrado desde los enunciados constitucionales -y, menos aún, como sucede en las Constituciones de 1979 y 1993, en el caso peruano, si existe una cláusula de apertura en el propio catálogo de derechos- resulta que toda afectación de cualquier conducta que pueda ser adscrita al campo de los derechos, deberá soportar esa carga de especial justificación; lo que a mi juicio, ocurre con toda interferencia en la esfera del agere licere o de las liberta(les innominadas, que de un modo u otro pueden adscribirse a la libertad de conciencia, una libertad que obviamente no consiste sólo en abrazar las creencias que se tengan por convenientes, sino en comportarse en la vida social de acuerdo con ellas. El resultado no es ningún anarquismo jurídico, sino tan sólo la cabal consecuencia (le proyectar sobre la interpretación de los derechos el principio nuclear de esta filosofía, que es la naturaleza instrumental y, por tanto, necesitada de justificación, de las instituciones y de sus normas.

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Finalmente, y aunque la conexión resulte tal vez más difícil de mostrar, creo que la filosofía que venimos comentando propicia la adopción de un punto de vista positivista, más exactamente del que se ha dado en llamar positivismo metodológico o conceptual. Éste, en efecto, sostiene la tesis de que el Derecho puede ser justo o injusto y de que, por tanto, la plausibilidad moral no es una especie de rasgo indeleble presente en toda norma, ni o , i r todo orden jurídico. Lo que significa que la valoración sobre el Derecho presupone un juicio externo al mismo y no representa una cualidad que hayamos de presumir en iodo aquello que se presente bajo el ropaje formal de lo 1cirídico. Y, si no me equivoco, a esta conclusión nos invita también la filosofía ilustrada y liberal: el Derecho es básicamente fuerza, es el depósito de la fuerza común que eventualmente se dirige contra los individuos, y la fuerza constituye un mal que, cuando menos, lesiona su autonomía. Sin duda, puede decirse que es un mal necesario para la propia preservación de los derechos, pero porque sea necesario no deja de ser un mal. En conse-cuencia, y al igual que en el marco del constitucionalismo, la validez de la intervención pública en el ámbito de la libertad necesita de justificación, en el capítulo de la evaluación moral, esas mismas intervenciones vienen so-metidas a un escrutinio externo que acredite justamente la necesidad del mal; es decir, la necesidad de limitar la libre acción humana en aras de las exigencias de la justicia. De manera, en suma, que hallarnos en presencia de una norma o de un sistema jurídico todavía no nos dice nada acerca de nuestra actitud de adhesión u obediencia al mismo, actitud que hemos de formarnos fuera del Derecho, en el ámbito de la moralidad. Por eso, y con ello vuelvo al primer argumento de este Estudio, asumir las claves axiológicas del Derecho positivo no es un requisito previo a su comprensión, sino al contrario, una tarea separada y, en todo caso, posterior al hecho de la comprensión. Desde luego, como hemos visto, este último no resulta del todo ajeno a consideraciones de filosofía moral y política, pero no de la filosofía presuntamente expresada en el Derecho, sino de la sostenida por el intérprete. Otra cosa es que sean legión los juristas que terminan asumiendo como propia la ideología del Derecho y del poder.

Naturalmente, se puede mantener una concepción diferente de las cosas. Un historicismo como el que triunfó en el ocaso de la Ilustración a partir del siglo XIX, un estatalismo organicista como el que se extendió en la filosofía política y en la ciencia jurídica europea a lo largo (te esa misma centuria, o ciertos comunitarismos que hoy se abren paso, reposan en unos presupuestos distintos y conducen también a resultados muy alejados de los que hasta aquí han sido expuestos. Así, frente a la idea de que la comunidad política y el Estado representan un artificio creado por el genio individual, esas posiciones tienden a invertir los papeles, atribuyendo a tales construcciones la cualidad de frutos naturales nacidos de una colectividad cultural (generalmente de base étnica, lingüística, nacional o religiosa) dotada de vida propia y acreedora ella misma a la titularidad de derechos. En consecuencia, frente a la idea de que las instituciones y las reglas del Derecho son instrumentos al servicio de los individuos y de sus derechos, se sostendrá ahora que como mínimo existe una constelación de bienes comunitarios o transcendentes a los cuales deben doblegarse los derechos individuales, y ello, entre otras cosas, porque la propia identidad de las

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personas de hacer depender, no de rasgos universales y comunes a toda la familia humana, sino de la pertenencia al grupo. Aquí termina siendo el Estado y no el individuo la fuente de la eticidad, y asumir sus valores representa una condición de toda actividad intelectual valiosa, al menos en el ámbito del Derecho y de la moral, y ello incluso cuando sólo se persigue un objetivo descriptivo. Y, en fin, frente a la idea de que las normas y decisiones del poder recaban su legitimidad de un principio de estricta necesidad orden a la protección de los derechos, ahora estos aparecen como incómodos estorbos para la consecución de unas presuntas metas colectivas. Lo que desemboca, en el mejor de los casos -es decir, en el caso en que tales estorbos no sean simplemente arrasados por una maquinaria estatal que se desenvuelve, a veces, por la parte de dentro pero otras veces por la parte de fuera de las fronteras constitucionales y legales, a una consideración de los derechos como excepciones al principio general de libertad, de libertad del Estado por supuesto. Aunque suene paradójico, si este enfoque se lleva hasta sus más extremas consecuencias, resultaría que en lugar de decir que los individuos tienen derecho a hablar una lengua, a tener una nación, a practicar una religión o al desarrollo de una cultura, sería más apropiado afirmar que las lenguas, las naciones, las religiones y las culturas tienen derecho a poseer individuos.

Tras lo dicho, creo que no es necesario especificar cuál es la filosofía que, con mejor o peor fortuna, inspira los trabajos que aquí se presentan; trabajos que se publican reunidos gracias a la invitación y entusiasmo que ha puesto Pedro Grández, allá en Lima-Perú. Él no sólo ha escrito la amable e inteligente Presentación, sino que ha asumido la ingrata tarea de recopilación y armonización de los distintos estudios. No estoy seguro de que esta generosa labor empeñada en acercar mi obra al mundo jurídico peruano constituya un mérito que hayan de agradecer los lectores. Pero, sin duda, yo sí he de agradecerlo muy sinceramente.

DERECHOS FUNDAMENTALES (*)*

1. Los derechos fundamentales como exigencias morales

El concepto de derechos humanos o fundamentales parece adolecer de una vaguedad congénita que acaso resulte insuperable si no es por la vía de alguna definición estipulativa. En el lenguaje corriente, pero también en círculos lingüísticos más tecnificados, los derechos del hombre se invocan con una alta carga motiva para referirse prácticamente a cualquier exigencia moral que se considere importante para una persona, para una colectividad o para todo un pueblo, y cuyo respeto o satisfacción se postula como una obligación de otras personas, en particular de las instituciones políticas, nacionales o internacionales. Naturalmente, ello ha facilitado, no ya un cierto abuso lingüístico, sino también, a veces, una utilización meramente retórica o propagandista de la expresión, de manera que podemos encontrar la bandera de los derechos humanos encubriendo realidades o

* Publicado en Enciclopedia Liberoamericana de Filosofía. Edición a cargo de Ernesto Gastón Valdés y Francisco J. Laporta Trotta, 2° ed. 2000

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proyectos políticos contradictorios entre sí, cuando no otros que de modo palmario se sitúan en las antípodas de lo que fueron sus fundamentos filosóficos.

En este aspecto, los derechos fundamentales han sido seguramente víctimas de su propio éxito, heredado a su vez del extraordinario prestigio acumulado por los derechos naturales. Estos, en efecto, aparecen como la dimensión subjetiva y, al mismo tiempo, como la clave de bóveda de aquella filosofía política liberal que hizo del individuo el centro y la justificación de toda organización política, que rehusó ver en el Estado una finalidad propia, transcendente o transpersonal, a los derechos e intereses de cada uno de sus miembros y, por tanto, que concibió el ejercicio del poder como un proceso que tenía su punto de partida y su juez supremo en la voluntad de ciudadanos iguales. Basta leer los textos del constitucionalismo norteamericano o la Declaración francesa de 1789 para comprobar ese carácter instrumental del Estado y del Derecho objetivo al servicio de los derechos naturales; aquéllos no tienen más justificación que la mejor garantía de los derechos y, en la medida en que se separen o traicionen dicho objetivo, decae su legitimidad y, con ello, el vínculo de obediencia que liga a los ciudadanos.

En esta extraordinaria fuerza vinculante reside seguramente la singularidad de los derechos fundamentales. Ellos encaman exigencias morales importantes, pero exigencias que pretenden ser reconocidas como derechos oponibles frente a los poderes públicos; lo cual, desde la perspectiva positivista, encierra un reto importante: los derechos, como el resto del ordenamiento jurídico, son obra del poder político y, sin embargo, consisten precisamente en limitar ese poder. Por ello, la historia jurídica de los derechos se confunde con la historia del constitucionalismo, que pretendió diseñar un modelo de convivencia política donde el Estado y su Derecho actuasen sometidos a un orden superior, la Constitución, cuya fuente, en hipótesis, habrían de ser los propios ciudadanos. Esto explica, asimismo, la acusada tendencia a la internacionalización de los derechos, pues, si bien el Derecho internacional siguen siendo un Derecho bastante primitivo e ineficaz, su vocación ha sido siempre imponer límites u obligaciones a la actuación del poder, un poder que en el mundo moderno reside en los Estados nacionales.

Como es lógico, y aun cuando tampoco faltasen voces disidentes, en el marco histórico en que los derechos naturales adquieren esta dimensión individualista y revolucionaria, quedaba relativamente claro cuáles eran las exigencias morales importantes que los mismos encarnaban; por ejemplo, en la influyente pluma de LOCKE se trataba de la vida, de la libertad y de la propiedad (J. LOCKE, 1690, 93), y, algo más tarde, KANT consideraba sólo (los derechos innatos, la libertad y la igualdad (jurídica o formal) (I. KANT, 1797, 48-49); todo lo cual, por cierto, podía ser compatible con la aceptación de la esclavitud o la defensa del sufragio censitario. Como estaba, también, bastante claro que el Estado debía limitar su función a establecer las condiciones de seguridad jurídica donde cada individuo pudiera ejercer su libertad y probar su fortuna.

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Pues bien, cabe decir que la falta de certeza en que se mueve hoy el concepto de derechos humanos obedece, en buena parte, a que ha triunfado la dimensión funcional sobre la material o morfológica; es decir, se sigue haciendo uso de la expresión para referirse a las exigencias morales importantes que postulan su reconocimiento y defensa por parte de la comunidad política, pero con la no pequeña diferencia de que las cosas importantes ya no son las mismas, ni son entendidas de la misma forma por todos. Por eso, el disgusto que muestran los teóricos contemporáneos ante la heterogeneidad de ingredientes que a veces se integran bajo el concepto de derechos humanos resulta muy comprensible y loable si se trata sólo de un llamamiento al rigor y a la racionalidad en orden a establecer qué exigencias morales ostenta el hombre frente a la colectividad, y cuáles son las más importantes; pero es menos comprensible si se trata sólo de defender que las exigencias morales importantes siguen siendo hoy las mismas que en la segunda mitad del siglo XVIII, pues esto ya no es una necesidad teórica o conceptual, sino una toma de postura ideológica. Dicho de otro modo, o nos quedamos con el catálogo de derechos del liberalismo, pero entonces no venimos obligados a sostener que con él se agotan las exigencias morales frente a la comunidad y al Estado; o nos quedamos con la dimensión funcional, pero entonces no debe causar escándalo la ampliación o modificación de ese catálogo, siempre naturalmente que pueda apoyarse en algún fundamento racional.

Esto pone de relieve la inextricable conexión entre concepto y fundamentación de los derechos, pues estipular qué condiciones deben presentar ciertos objetos valiosos en la vida de las personas para merecer el nombre y el estatus jurídico de los derechos fundamentales equivale a una toma de posición acerca de cuáles son esos objetos, y de ahí que el catálogo de derechos propuesto por LOCKE o por la Declaración de 1789 encierre, no ya una opción conceptual, sino toda una concepción política y moral acerca del modelo de convivencia. En realidad, como hemos dicho, lo que ha ocurrido es que ha terminado imponiéndose la dimensión funcional, de manera que los derechos no son estos o aquellos, sino el soporte o reci-piente institucional que pretende traducir en requerimientos jurídicos esas exigencias morales importantes, recogiendo en cada momento el contenido de la deuda que el Estado o la colectividad tiene contraída con cada uno de sus miembros. A ello responde precisamente la idea de que existen varias generaciones de derechos humanos y, por tanto, de que la deuda es históricamente variable.

2. Caracterización de los derechos fundamentales

Pero que resulte variable no significa que sea arbitraria, y ahora es cuando entran en escena las que procuramos llamar restricciones conceptuales de los derechos humanos, es decir, aquellos criterios que permiten discernir cuándo estamos en presencia de una exigencia moral y, más específicamente, cuándo esa exigencia merece el calificativo de importante y se hace acrededora al respeto por parte de todos. Los dos candidatos mejor situados parecen ser la universalidad y la supremacía.

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El rasgo de la supremacía parece incluso tautológico con las ideas de fundamentalidad e importancia: si pretendemos que los derechos expresen, no cualquier exigencia moral, sino precisamente las más importantes, frente a la comunidad política, parece lógico postular su I prevalencia en caso de conflicto con cualquier otro bien o valor que haya decidido tutelar dicha comunidad. La idea aparece perfectamente expresada en Locke cuando decía ' que el fin fundamental del Estado era preservar los derechos naturales, vinculantes incluso frente al legislador; y hoy parece mantener toda su fuerza: los derechos se caracterizan porque no están sometidos al regateo político ni al cálculo de intereses sociales (J. RAWLS, 1971, 4), porque son triunfos del individuo frente a la mayoría (R. DWORKIN, 1977, 37), etc. Por otra parte, y en un plano institucional, a este postulado responde también la constitucionalización de los derechos, que algunos entienden esencial a su concepto jurídico, si bien conviene no identificar la existencia de los derechos con alguna técnica particular de reconocimiento o tutela, dado que en este punto los sistemas jurídicos presentan diferencias acusadas.

Ciertamente, el criterio de la supremacía presenta algunas dificultades o, mejor dicho, aparece desmentido si tomamos en consideración cualquier catálogo jurídico-positivo de derechos fundamentales, en ¡)articular los muy cautelosos o temerosos que incorporan los textos internacionales, donde aquellos aparecen limitados por conceptos tales como el orden público, la moral, la seguridad nacional, etc.; conceptos absolutamente indeterminados y que resultan tanto más peligrosos cuanto que su determinación suele corresponder a los propios sujetos obligados, esto es, a los órganos estatales. Por otra parte, la idea de una supremacía absoluta se desvanece desde el momento en que el ejercicio de los derechos puede entrar en mutuo conflicto o colisionar con otros valores y bienes constitucionales, careciéndose en general de reglas de prioridad; es lo que algunos han llamado doctrina de los límites inmanentes. Pero, sobre todo el problema que plantea el criterio comentado es que no nos da cuenta de cuáles son en definitiva las exigencias morales que deben gozar de especial tutela; es decir, sabemos que una regulación óptima de los derechos debe hacer de ellos decisiones básicas e innegociables, al menos dentro de lo que cabe en un sistema jurídico real, pero ¿qué derechos tenemos?

Esta pregunta ha intentado responderse a partir (le la segunda característica atribuida a los derechos fundamentales, la universalidad. Con todo, dicha característica puede entenderse de dos formas: en sentido activo significa que una exigencia moral sólo puede ingresar en el prestigioso grupo de los derechos fundamentales si es susceptible de predicarse de todos los seres humanos, con u independencia de cualquier circunstancia histórica o social, o, lo que es lo mismo, cuando lo que el Derecho reconoce y tutela interesa o es relevante por igual para toda perso-na, siendo esta cualidad de persona condición necesaria y suficiente (F. LAPORTA, 1987, 32). En sentido pasivo, un derecho es universal cuando resulte oponible frente a todos (erga omnes), esto es, cuando el círculo de obligados es universal.

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Ciertamente, un repaso de los sistemas jurídicos hoy vigentes pone de relieve que los derechos que ellos tutelan no siempre son universales en ninguno de los sentidos indicados; es más, la propia disparidad entre los ordenamientos nos sugiere que delimitar el catálogo de derechos por este camino no es tarea sencilla. De un lado, se reconocen derechos que pudiéramos llamar sectoriales o particulares: sólo de los nacionales, de los jóvenes, de los ancianos, de los trabajadores, de los sindicatos, etc. De otra parte, por lo que se refiere al círculo de las personas obligadas, la universalidad plantea el problema de los deberes positivos generales, discutibles en el plano teórico, pero de momento inviables en el plano jurídico.

Bien es cierto que estas objeciones son fácilmente superables argumentando que, en realidad, lo que ocurre es que los sistemas jurídicos conceden el título de derechos humanos a algunos que no se lo merecen. Sin embargo, el criterio de la universalidad presenta, a mi juicio, una implicación más importante y es que constituye la otra cara de la moneda de una fundamentación moral ahistórica y solipsista confiada en definir los derechos del "hombre abstracto", prescindiendo de las condiciones ma-teriales de existencia, de las necesidades reales, y prescindiendo, desde luego, también de la opinión o del consentimiento de los destinatarios del Derecho. Según creo, esta armoniosa combinación entre unos derechos universales y un mundo poblado de seres racionales representa la concepción clásica o tradicional y puede encontrarse en el "reino de los fines" kantiano, o en la idea de posición original y del velo de ignorancia de Rawrs. Aquí los derechos humanos encarnan aquellas exigencias morales que pudiera pretender cualquier hombre antes (te preguntarse por las necesidades que nacen de su específica posición social; sólo aquellas, y no éstas, son consideradas lo suficientemente importantes como para merecer la supremacía absoluta que, como ya sabemos, se predica de los derechos.

No cabe censurar esta concepción tradicional porque encuentre algunos desmentidos históricos, dado que su propósito no es describir ningún fenómeno, sino ofrecer justificación racional a un cierto catálogo de de-rechos. Con todo, no está de más indicar que algunas exigencias que pudieran considerarse universales, como el aire o el agua, no fueron elevadas al rango de derechos humanos cuando se constató su universalidad, sino cuando se comprobó su escasez. Sin embargo, esta consideración nos muestra una insuficiencia de la concepción tradicional que parece difícilmente superable, y es que si bien permite dotar de sólido fundamento a los derechos que se desenvuelven en el ámbito definido por la libertad civil en lo público y por la autonomía de la voluntad en lo privado -esto es, en el plano del homo iuridicus, difícilmente puede ofrecer base para justificar aquellas exigencias morales que expresan pretensiones del hombre en su específica condición social; más concretamente, este enfoque dificulta de modo serio la articulación en forma de derechos de la satisfacción de necesidades sociales, históricamente variables y dependientes de los recursos y de su modo de distribución. Con lo cual, los derechos humanos serían un concepto histórico, pero no sólo en el sentido de que naciesen en una determinada coordenada histórica como es el

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tránsito a la modernidad (PECES BARBA, 1982), sino también en el de que no son concebibles fuera de ella; y esa coordenada alcanza su madurez en el Estado liberal.

3. Hacia un concepto amplio de derechos fundamentales

Ahora bien, sin que se pueda abdicar del género de exigencias morales que cristalizaron en la concepción liberal de los derechos, circunscribir el ámbito de éstos a los valores del liberalismo obligaría a acuñar una nueva expresión que sirviera de vehículo a nuevas exigencias que en las sociedades contemporáneas pretenden erigirse también en supremas e innegociables. En lugar de esa tarea inventiva y un tanto estéril, quizás resulte más fructífero intentar una emancipación del concepto de derechos humanos respecto del marco histórico que lo vio nacer, suponiendo que los valores morales formulados originalmente hayan podido sufrir alguna modificación y que, en todo caso, las exigencias concretas que de ellos derivan tampoco son idénticas. De cualquier forma, todo ello requiere abandonar el modo de fundamentación estrictamente racional y solipsista que ya conocemos, admitiendo que las condiciones históricas y la propia opinión de los individuos que las padecen puedan tener algún peso en la definición de los derechos fundamentales.

Desde luego, esta concepción alternativa resulta mucho más apta para describir los actuales planteamientos en materia de derechos humanos, que hablan de distintas generaciones y de pretensiones que distan de ser universales o propias del mundo de seres abstractos y racionales. Pero es preciso reconocer, también, que desde esta perspectiva se mantiene una insuprimible zona de penumbra, pues implica aceptar que las más importantes exigencias morales no son siempre las mismas y que dependen de los contextos sociales y culturales. Por otro lado, algunos albergan también el temor a que, ganando en extensión, los derechos pierdan en intensidad.

Bien es cierto que el criterio de la universalidad, unido a la fundamentación abstracta, ha proporcionado menos seguridad conceptual de lo que pudiera pensarse y la propia evolución de los derechos es buena prueba de ello. Sin embargo, su abandono tampoco conduce a la arbitrariedad; existe un consenso suficiente y con raigambre histórica en el sentido de que los derechos humanos son "un conjunto de facultades e instituciones que, en cada momento histórico, concretan las exigencias de la dignidad, la libertad y la igualdad" (A. PÉREZ LUÑO, 1984, 48), o bien que encarnan una "pretensión moral justificada, tendente a facilitar la autonomía y la independencia personal enraizada en las ideas de libertad e igualdad (...)" (G. PECES-BARBA, 1983, 66). Sin duda, estas afirmaciones no cierran el debate acerca de cuáles deban ser esas exigencias morales más importantes que sirven para enjuiciar la legitimidad de un sistema político, pero cuando menos lo enmarcan en unas coordenadas bastante seguras. En suma, la idea que quiero sugerir es que los derechos fundamentales, como categoría ética, cultural e histórica es decir, prejurídica no constituyen una concepción cerrada y acabada que los ordenamientos positivos tan sólo

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puedan acoger o rechazar en su totalidad, sino más bien un concepto abierto a distintas concepciones y desarrollos.

Esto me parece que es suficiente para cerrar el, paso a formulaciones puramente retóricas o arbitrarias que eventualmente pretendiesen asentar un sistema de derechos incompatible con los valores humanistas y de defensa del individuo, de su libertad y dignidad, que están en el origen de la filosofía de la Ilustración; por ejemplo, impide hablar en serio de derechos en un marco teocrático. Sin embargo, esta perspectiva obliga también a buscar nuevos procedimientos de fundamentación racional capaces de generar la misma aceptación que el sujeto moral kantiano, no obstante abrir el razonamiento a un debate con pretensiones de realidad donde aquellos valores se conectan al mundo de las necesidades. En suma, este concepto amplio de derechos fundamentales exige conjugar racionalidad e historia (A. CORTINA, 1988, 79): racionalidad porque el consenso alcanzado argumentativamente sustituye al monólogo y quiere ser una realización procedimental de la universalidad; e historia porque la competencia de esa argumentación ya no se circunscribe a un concepto abstracto de humanidad, sino que recoge las necesidades e intereses de los interlocutores. Es verdad que, desde esta perspectiva, hay que abandonar la pretensión de que se pueda legislar de una vez y para siem1)re, es decir, la pretensión de que las exigencias morales importantes sean siempre las mismas; pero es verdad también que las condiciones de racionalidad impiden que cualesquiera intereses u objetivos puedan presentarse como tales exigencias.

Ciertamente, esta forma de concebir los derechos fundamentales presenta, al menos, un par de paradojas. La primera es que si los derechos constituyen límites u obligaciones del poder y por tanto (en el mejor de los casos) de la mayoría, no parece muy prudente confiar a esa misma mayoría la definición de su contenido (E. FERNANDEZ, 1984, 104); esto es, existiría una contradicción entre el modo de la fundamentación, consensual y participativo, y la función institucional que desempeñan los derechos. La segunda es que resulta un tanto sorprendente que las mayorías sean los protagonistas de una terea que, históricamente, ha sido obra de la minoría, a veces incluso el grito de un hombre solo (J. MUGUERZA, 1989, 43).

No es posible desarrollar aquí con detalle los aspectos de una fundamentación consensual, si bien sólo de un modo tosco ésta pueda compararse con las instituciones democráticas vigentes. Con todo, no existe una contradicción insalvable: los derechos fundamentales operan en el marco político como un límite o gravamen sobre el conjunto de los órganos del Estado, pero la definición ' de su contenido tampoco se presenta por completo ajena al poder, y no parece que ese poder haya de ser otro que el que se atribuye "contrafácticamente" al conjunto de ' los ciudadanos; esto, si se quiere, es una ficción, pero una ficción del mismo tipo que la que da vida a la idea de , poder constituyente, cuya historia, por cierto, se halla tan íntimamente unida a la de los derechos humanos. Por su- , puesto que algunas mayorías abdican de los derechos, pero con ello abdican, también, de cualquier sucedáneo de discurso moral (C. NINO, 1989, 387),

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sustituyendo la razón ~, por la fuerza; y, en tales condiciones, esa mayoría ya no será competente para definir derechos, pero no porque , se muestre ciega ante una realidad evidente descubierta ' desde algún objetivismo moral, sino porque el sacrificio ! de los derechos constituye en sí mismo una renuncia a la propia tarea de fundamentación racional.

En relación con el segundo aspecto, la constatación histórica de que los derechos han asomado al mundo; cultural y jurídico como consecuencia del impulso de las minorías ha permitido formular la alternativa del disenso. La idea es atractiva, pero presenta una dificultad importante, y es que el disenso funciona como una coraza individual que -al igual que la ética kantiana- nos dice lo que no puede hacer la comunidad política, pero no lo que sí debe hacer. El disenso representa, por tanto, una barrera o llamada de atención frente a cualquier exceso procedí mentalista, pero, por su propia naturaleza, carece de utilidad para la adopción de decisiones colectivas o para la determinación del contenido de los derechos. Tal vez sólo con una excepción, que es la objeción de conciencia; pero me parece preferible decir que este caso constituye un límite al consenso, y no que representa el único derecho susceptible de fundamentación.

En resumen, considero que la vaguedad que rodea al concepto de derechos humanos puede ser consecuencia de un cierto abuso lingüístico, pero representa también una característica de la función histórica que ha desempeñado como traducción jurídica de las exigencias morales más importantes que en cada momento han pretendido erigirse en criterio fundamental para medir la legitimidad de un modelo político y, por tanto, para justificar la obediencia a sus normas. Por eso, decidir qué rasgos debe tener una pretensión para hacerse merecedora al calificativo de derecho humano o fundamental, en suma, determinar el contenido de los derechos, no es un problema teórico o conceptual, sino ideológico o de fundamentación; un problema que, como cualquier otro relativo a las exigencias de la justicia en una sociedad plural y democrático, debe quedar abierto al diálogo y ínter subjetivo a propósito de necesidades y recursos, con el único límite de preservar el propio diálogo y, consecuentemente ,, la personalidad moral de todo participante en el mismo. Obras citadas:

1. CORTINA, A. (1988), "La moral como forma deficiente de

Derecho", Doxa, 5.

2. DWORKIN, R.(1977), Los derechos en serio, trad. de M. Guastavino, Ariel, Barcelona, 1984.

3. FERNÁNDEZ, E. (1984), Teoría de la Justicia y Derechos Humanos, Debate, Madrid.

4. KANT, 1. (1797), La metafísica de las costumbres, trad. de A. Cortina y J. Conill, Tecnos, Madrid, 1989.

5. LAPORTA, F(1987), "Sobre el concepto de derechos humanos,

Doxa, 4.

6. LOCKE, J. (1690), Ensayo sobre el gobierno civil, trad. de A. Lázaro, Aguilar, Madrid, 1969.

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7. MUGUERZA, J. (1989), "La alternativa del disenso (En torno a la fundamentación ética de los derechos humanos)" en G. Peces-Barba (ed.) El fundamento de los derechos humanos, Debate, Madrid.

8. NINO, C. (1989) Ética y derechos humanos. Un ensayo de fundamentación, Ariel, Barcelona.

9. PECES-BARBA, G. (1982), Tránsito a la modernidad y derechos fundamentales, Mezquita, Madrid.

10. PECES-BARBA, G. (1983), Derechos fundamentales, 4.1 ed., Universidad Complutense, Madrid.

11. PÉREZ LUÑO, A. E. (1984), Derechos Humanos, Estado de Derecho y Constitución, Tecnos, Madrid.

12. RAWLS, J. (1971), Teoría de la Justicia, trad. de M.D. González, F.C.E., Madrid, 1978.

Bibliografía sumaria complementaria1. AA.VV., "El concepto de derechos humanos", Doxa, 4,1987.

2. AA. VV, El fundamento de los derechos humanos, G. Peces-Barba (ed.), Debate, Madrid, 1989.

3. AA. VV, Derechos humanos, J. Ballesteros (ed.), Tecnos, Madrid

1992.

4. ARA, l., Las transformaciones de los derechos humanos, Tecnos, Madrid, 1990.

5. DE ASÍS, R., Las paradojas de los derechos fundamentales como límites al poder, Debate, Madrid, 1992.

6. BOBBIO, N., El tiempo de los derechos, trad. de R. de Asís, Sistema, Madrid, 1991.

7. HABA, E. P., Tratado básico de derechos humanos, 3 Vols., Ed. Juricentro, San José, 11986.

8. e8. LÓPEZ CALERA, N. M., "Naturaleza dialéctica de los derechos humanos", en Anuario de Derechos Humanos, 6,1990.

9. 9, DE LUCAS, J., "Una nota sobre el concepto y la fundamentación de los derechos morales", Doxa, 10, 1991.

10.OLLERO, A., Derechos humanos y metodología jurídica, C.E.C., Madrid, 1989.

11.PECES-BARBA, G., Curso de Derechos Fundamentales(¡), Eudema,

Madrid,

12.1991.- Escritos sobre derechos fundamentales, Eudema, Madrid,

1988.13.PÉREZ LUÑO, A. E., Los derechos fundamentales, Tecnos,

Madrid, 1988. 13. PRIETO, L., Estudios sobre derechos fundamentales, Debate, Madrid, 1990.

14.RUIZ MIGUEL, A., "Los derechos humanos como derechos morales", Anuario de Derechos Humanos, 6,1990.

15.SQUELLA, A, Estudios sobre derechos humanos, Ederal, Valparaíso,

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1991.

16.VERNENGO, R., "Enfoques escépticos de los derechos humanos",en Anuario de Derechos Humanos, 6,1990.

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LA LIMITACIÓN DE LOS DERECHOSFUNDAMENTALES Y LA NORMA DE CLAUSURA

DEL SISTEMA DE LIBERTADES (*)*

1. ¿Se pueden limitar los derechos fundamentales?

La afirmación de que los derechos fundamentales son limitados representa casi una cláusula de estilo en la jurisprudencia constitucional: "no existen derechos ilimitados. Todo derecho tiene sus límites que (...) en relación a los derechos fundamentales, establece la Constitución por sí misma en algunas ocasiones, mientras en otras el límite deriva de una manera mediata o indirecta de tal norma, en cuanto ha de justificares por la necesidad de proteger o preservar no sólo otros derechos constitucionales, sino también otros bienes constitucionales protegidos"(STC 2/1982); y lo mismo puede decirse también de la mayor parte de la doctrina'. Si con ello se quiere indicar que al amparo de los derechos sus titulares no puedan hacer lo que les venga en gana, la afirmación es obvia. En cambio, si se pretende sostener que aquellos derechos que la Constitución nos reconoce pueden ser cercenados por el legislador, la cosa ya no resulta tan clara. En el marco del constitucionalismo los derechos pueden representarse como límites o prohibiciones que pesan sobre el legislador2 y resultaría en verdad sorprendente que el sujeto sometido a una obligación pudiera redefinir los términos de la misma. Como toda norma constitucional, los derechos ostentan un contenido prescriptivo que resulta inaccesible al legislador; si la Constitución proclama la libertad religiosa o la garantía del imputado de no declarar contra sí mismo, ello significa que ninguna ley puede impedir el ejercicio de aquella libertad. haciendo obligatoria la misa dominical- o la efectividad de aquélla garantía autorizando la tortura-. Y esto con total inde-pendencia de que eventualmente existan buenas razones políticas, o la mayoría parlamentaria así lo considere, para limitar, suspender o suprimir los derechos correspondientes. Sencillamente, no puede hacerlo porque la fuerza normativa de la Constitución impide que el legislador ordinario o cualquier otro poder público sometan a debate lo que ha decidido el poder constituyente.

Estas consideraciones pueden servir de base a la tesis de la ilimitabilidad de los derechos: éstos tienen un contenido constitucionalmente declarado o tipificado y, salvo que ofrezcan una habilitación explícita al estilo del artículo 28, 1 C.E.', sencillamente no pueden ser limitados o cercenados, como tampoco pueden serlo las demás normas constitucionales. Insisto en que esto no significa que los derechos sean ilimitados, en el sentido de que au-toricen cualquier conducta; supone, tan sólo, que aparecen ya delimitados en el texto constitucional y, dentro de ese círculo delimitado, no cabe ninguna restricción. En consecuencia, los complejos problemas que a veces se presentan como casos de limitación de los derechos no serían tales: o bien la ley penetra en el recinto prohibido y entonces es inválida, o bien no lo hace y entonces el asunto nada tiene que ver con el régimen de los derechos; es verdad que en este último caso una norma imperativa que condicione la conducta de los ciudadanos puede aparecer prima facie como

* Publicado en Estudios sobre Derechos Fundamentales, Madrid, Debate, 2000.

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una limitación, pero si, tras la debida interpretación, resulta que no afecta a los derechos, su validez será incuestionable, pues no hay que pensar que toda conducta se halla, en principio, amparada por un derecho. I. DE Oz-ro lo expresó con claridad: la cuestión reside en la "delimitación conceptual del contenido mismo del derecho, de forma que lo que se llama protección de otro bien constitucional no exige en realidad una limitación externa de los derechos y libertades, porque las conductas de las que deriva la eventual amenaza del bien de cuya protección se trata sencillamente no pertenece al ámbito del derecho fundamental". En suma, si he entendido bien, resultaría que aquellas conductas o ámbitos de inmunidad tutelados por el derecho no serían en ningún caso limitables, mientras que aquellos otros que quedasen fuera de esa definición podrían ser libremente configurados por el legislador.

La interpretación comentada tiene algo de razón, y es que nos recuerda que el legislador no puede "inventar" límites a los derechos, que allí donde la Constitución ha tutelado cierta esfera de actuación no cabe introducir nuevas restricciones que directa o indirectamente no formen ya parte de lo querido o permitido por la Constitución. Sin embargo, este enfoque creo que plantea, también, algunas dificultades'. En primer lugar, revela un cierto optimismo acerca de la posibilidad de "recortar" con suficiente precisión el contenido de cada derecho y, por tanto las fronteras entre aquello que representa un "coto vedado" para el legislador y aquello otro que puede ser objeto de su libre decisión. Es verdad que algunos enunciados constitucionales presentan un referente empírico claro que permite discernir los contornos del derecho; por ejemplo, cabe decir que una ley que impide o sanciona las reuniones y manifestaciones de gente armada no constituye propiamente un límite al artículo 21 de la Constitución, ya que ésta sólo brinda protección a las reuniones sin armas. Pero esto pocas veces sucede así. Lo más corriente es que la tipificación constitucional de los derechos contenga referencias normativas y valorativas cuyo significado no puede precisarse con certeza, al menos en un juicio abstracto; por ejemplo, los perfiles de la libertad ideológica y religiosa están dibujados por el orden público (Art. 16, 1), los de la libertad de expresión por el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia (Art. 20, 4), y así sucesivamente. Incluso la imprecisión se incrementa cuando la propia configuración constitucional de un derecho remite a una ulterior delimitación legal; por ejemplo, la libertad personal del artículo 17, 1 sólo podrá ser objeto de privación "(...) en los casos y formas previstas en la ley". Pero los problemas se complican todavía más si tenemos en cuenta que para determinar el contorno de ti n derecho no basta con acudir sólo a los enunciados normativos que los reconocen, sino que es preciso tomar en consideración todos y cada uno de los preceptos constitucionales' e incluso, según algunos, puede suceder que los datos constitucionales no basten, "y no bastarán normalmente para discernir de modo preciso esas acotaciones de los ámbitos de protección jurídica; será preciso, entonces, acudir a criterios externos a la propia Constitución". De modo que si queríamos esquivar el siempre problemático juicio sobre la legitimidad de una ley limitadora de derechos nos encontramos con la no menos problemática tarea de definir los exactos contornos de cada derecho

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fundamental. Pero sobre este aspecto volveremos luego.

Estas consideraciones nos ponen sobre la pista de una segunda dificultad. La tesis de la ilimitabilidad de los derechos pretende ofrecer una estrategia interpretativa simplificadora de los problemas que tradicionalmente tía planteado la limitación de los derechos y, en particular, seguramente también una fórmula para cercenar el margen de discrecionalidad judicial que permite la técnica de la ponderación de bienes'. La idea central consiste básicamente en sustituir el debate sobre los límites por una definición precisa de los contenidos constitucionalmente protegidos: en lugar de decir, por ejemplo, que una ley limita la libertad religiosa en nombre del orden público o la de expresión en nombre del derecho al honor, se viene a sostener que tales interferencias en las conductas de los ciudadanos son en realidad "externas" o "ajenas" al contenido de la libertad tutelada; sencillamente porque ésta, en su tipificación constitucional, ya hizo del orden público o del honor un límite intrínseco, una frontera de-finitoria de su propio ser constitucional; de manera que allí donde la ley restrictiva aparece, cabría decir que limita la "libertad natural", pero no la "libertad jurídica", cuyos contornos aparecen definidos por las conocidas claúsulas del orden público, del derecho al honor, etc.; no habría, pues, limitación de la libertad religiosa por el orden público -porque eso ya está dicho o tipificado en la Constitución- sino legítima actividad legislativa a fin de configurar y garantizar ese orden que, al hallarse ya fuera de las fronteras del derecho delimitado, brinda cobertura constitucional a una ley que propiamente resulta ajena al sistema de libertades.

Me parece, sin embargo, que la pretendida simplificación queda en buena medida frustrada. Los bienes constitucionales que operan como límite o, si prefiere, como cláusulas delimitadoras del contenido de los derechos requieren, como es obvio, una interpretación; pero una interpretación que no puede ser independiente del contenido mismo de los derechos delimitados. Como ha dicho el Tribunal Constitucional, se produce un "régimen de concurrencia normativa'10, de manera que el problema puede ser contemplado desde una doble óptica, la del derecho y la de su limitación, que al final se resuelve en una única tarea: dilucidar si la medida legislativa en cuestión representa una correcta interpretación de la Constitución. En otras palabras, una ley que pretenda configurar las conductas mediante normas de prohibición o mandato sin interferir en la esfera de los derechos, tendrá que comenzar por demostrar que la suya es una interpretación correcta del título constitucional que desempeña el papel de frontera del sistema de derechos fundamentales, ya sea de forma expresa o tácita; e interpretación correcta quiere decir que, por ejemplo, ya no vale cualquier concepto de orden público, sino sólo aquel concepto que resulta a la luz de los derechos fundamentales y, en particular, de la libertad ideológica y religiosa. Porque si es cierto que algunas cláusulas "delimitan" la esfera de los derechos, será cierto también que tales cláusulas aparecen "delimitadas" por los propios derechos.

Desde mi punto de vista, la tarea de justificar que una ley restrictiva constituye un límite legítimo al derecho fundamental resulta del todo

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semejante a la empresa de justificar que esa misma ley constituye una interpretación plausible del concepto que opera como límite interno o criterio delimitador del derecho. Todo depende, en suma, de la justificación de la ley restrictiva; i la luz del bien constitucional que le sirve de cobertura: si existe tal justificación, tanto da decir que se trata de un límite legítimo o de una actuación "fronteriza" pero no imitadora; y, a la inversa, si no existe, también es indiferente decir que la ley es inconstitucional porque limitó lo que no podía limitar, o porque delimitó mal lo que en principio sí podía configurar. Pensemos de nuevo en la libertad religiosa. Como es sabido, algunas religiones han defendido los sacrificios humanos como acciones gratas a Dios, pero, obviamente, en nuestra cultura existe poca com-prensión hacia tales prácticas. La ley penal que las sanciona puede ser considerada como una justificada limitación del derecho a la libertad religiosa a la luz de la cláusula del orden público y, sobre todo, del derecho a la vida; o bien como una legítima restricción de la libertad general a la luz de los mismos principios y ajena por completo a la esfera de los derechos. Pero, en todo caso, se precisa una justificación a partir de los bienes que se quieren proteger: en el primer caso, afirmando que tales bienes (la vida, en nuestro ejemplo) autorizan una restricción de la libertad y, en el segundo, que cuando entran en juego esos bienes (debidamente interpretados, claro está) ya no estamos en presencia de ninguna libertad. La justificación es obvia en ambos casos, pero porque sea obvia no deja de ser una justificación. En suma, el núcleo de la cuestión está en el respaldo constitucional de una actividad legislativa que limita o que es fronteriza con las libertades, por más que en el ejemplo antes propuesto resulte tan evidente que no sea preciso argumentarla. Se trata simplemente de la expectativa a una actuación constitucional de los poderes públicos.

En realidad, creo que esta es una conclusión que ha de aceptarse aun cuando se prefiera mantener la idea de que las leyes que interfieren en la esfera de los derechos son límites aparentes y no reales. Así, de una manera que se me antoja un tanto inconsecuente con su posición inicial, entre nosotros MARTINEZ- PUJALTE sostiene que apelar a los límites internos, "no significa necesariamente que sean limites preexistentes a la regulación legislativa, y que existirían igualmente si tal regulación no se hubiese producido". Pero, ¿en qué quedamos?; resulta que primero los límites internos eran fruto de una configuración constitucional y ahora pueden ser creados por el legislador, que goza además "de un cierto margen de discrecionalidad"11. La respuesta a esta paradoja se ilustra mejor con los ejemplos que propone el citado autor: que los deficientes psíquicos estén privados del derecho de sufragio no es algo que imponga la Constitución, sino que "parece lógico"; en cambio, que los militares queden al margen de la libertad sindical ya no "parece lógico", sino que deriva de una voluntad constitucional. Esta última parte es cierta: los militares no gozan de libertad sindical porque así lo permite la Constitución y lo ha decido la ley, pero ¿qué encierra ese primer llamamiento a la lógica en el caso de los deficientes? Sencillamente, una manera de llamar a la empresa de justificación de la que venimos hablando: si al parecer es pacífico que los deficientes no voten o que los profesores, al amparo de la libertad de cátedra, no puedan efectuar soflamas racistas, es porque tales

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prohibiciones se juzgan razonables o justificadas. Pero un eso consiste la limitación de un derecho fundamental, o acreditar la justificación de la medida restrictiva, en que ésta "parezca lógica". Lo que no significa, por cierto, que la intervención legislativa haya de exhibir necesaria puente un título constitucional expreso, como si la ley fuese mera ejecución de la Constitución; basta, a mi juicio, con que el fin perseguido no sea contrario a la Constitución y represente un sacrificio razonable para el derecho.

iPor otra parte, y como veremos luego con más detenimiento, el conflicto no tiene por qué aparecer en todos los niveles del razonamiento, de manera que una ley que tal vez no ha sido diseñada como límite a un cierto derecho y cuya validez coexiste sin problemas, en su aplicación, sin embargo, puede generar colisiones cuya solución remite de nuevo a la ponderación de la que tratábamos de huir. Por ejemplo, cabría aceptar que el tipo penal de injurias no limita la libertad de expresión porque ésta aparece ya configurada o delimitada por la protección del honor, aunque por mi parte creo que es preferible decir que se trata de un límite legítimo porque protege de forma proporcionada el derecho constitucional al honor. Sin embargo, y como resulta obvio y reiterado, en el caso concreto una conducta puede representar, al mismo tiempo, ejercicio de la libertad de expresión y comisión de un delito de injurias. Entonces no hay recetas mágicas, dado que no existe una jerarquía abstracta o general entre los derechos y dado que la acción realizada es subsumible en el supuesto de hecho de cada uno de ellos; el problema sólo podrá recibir solución -discutible, por otra parte a la luz de las circunstancias particulares, y esto es lo que se denomina ponderación.

Ahora bien, si lo anterior fuese cierto, no alcanzo a descubrir las ventajas de sustituir el lenguaje más común e intuitivo de los límites por el lenguaje de la delimitación. Unas veces con buenas razones, otras con razones discutibles y esperemos que pocas veces sin razón alguna, los poderes públicos pretenden determinar qué conductas son huelgas ilegales (o, si se prefiere, ilícitos ajenos al derecho de huelga), cuándo se puede entrar en nuestro domicilio o cuándo podemos ser detenidos, en qué casos procede imponer una sanción pese a que invoquemos en nuestro favor la libertad de conciencia o, en fin, qué tipo de penas son proporcionadas a cada delito. Y, a la postre, la legitimidad de esas leyes depende de que se consideren una limitación justificada de los derechos fundamentales o, lo que me parece equivalente, una intervención justificada a la luz de algún bien que opere como título de cobertura de la acción legislativa y, al propio tiempo, como frontera delimitadora del Derecho. De otro lado, la legitimidad de una ley todavía no resuelve los problemas que puede generar su aplicación, esfera en la que, de nuevo, pueden plantearse problemas de límites: cuando un profesor es despedido por violar el ideario (¡el centro, cuando un periodista es castigado por injurias o cuando los promotores de una manifestación se encuentran ante la prohibición de la autoridad, podrán pensar y tendrán razón- que su libertad de cátedra, que su libertad de expresión o que su derecho de manifestación 1;0 han visto limitados; que sea con buenos motivos o sin (los no interesa por el momento. Por eso, cuando intuiti-vamente pensamos que una ley limita cierto derecho fundamental, o que su

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aplicación entra en conflicto con algún derecho, es efectivamente así.

2. Las condiciones de la limitación a) La cláusula del contenido esencial

La especial posición que ocupan los derechos fundamentales en el Estado Constitucional se manifiesta en un reforzamiento de sus garantías o de su resistencia jurídica frente a eventuales lesiones originadas en la ac-tuación de los poderes públicos y, en primer lugar, del legislador. En este sentido, quizá la garantía más llamativa sea la recogida en el artículo 53, 1 de la Constitución, al establecer que, "sólo por ley, que en todo caso deberá respetar su contenido esencial podrá regularse el ejercicio" de los derechos y libertades reconocidos en el Capítulo II. Una cláusula que tiene su origen en el artículo 19 de la Ley Fundamental alemana, con la que, sin embargo, presenta dos diferencias de cierta importancia: la primera es que, así como en Alemania no hay ninguna habilitación genérica en favor de la ley, sino que la garantía entra en juego sólo cuando existe un apoderamiento específico`, en España la fórmula constitucional autoriza que la ley pueda interferir en el dominio de todas las libertades, con independencia de que exista una remisión o autorización singular en el propio texto constitucional; la segunda diferencia, más sutil y que aquí tiene menor transcendencia, es que en su redacción alemana la cláusula sólo está prevista para leyes limitadoras de los derechos, mientras que en la española parece extenderse a cualquier intervención legislativa, incluida naturalmente la limitadora.

Como es bien conocido, en la interpretación de la cláusula del contenido esencial pugnan dos posiciones, las llamadas teorías relativa y absoluta. En síntesis, la primera viene a identificar el contenido esencial con la ya comentada exigencia de justificación de la medida limitadora, lo que conduce a un cierto vaciamiento de la garantía en cuestión: el contenido esencial de un derecho sería aquella parte del Derecho que todavía queda en pie una vez que ha operado una limitación justificada o legítima", lo que en hipótesis podría conducir al sacrificio completo del derecho si la protección de algún bien constitucional en conflicto así lo recomendase. La segunda, en cambio, viene a sostener la existencia de un núcleo resistente que debe ser preservado en todo caso, es decir, aun cuando concurriesen razones justificadoras de su limitación o restricción: el contenido esencial sería así una parte del contenido del derecho al margen de cualquier nego-ciación o debate. Pero si la primera teoría puede desembocar en un vaciamiento de la cláusula, esta última parece hacerla innecesaria o propiciar incluso una disminución del nivel de las garantías. Innecesaria porque si los derechos tienen naturaleza constitucional, es obvio que la ley no puede llegar a lesionarlos y mucho menos en su "esencia", pero ello sin necesidad de que lo diga el artículo !~ 3, 1; sencillamente, en virtud del principio de constitucionalidad, los derechos fundamentales se muestran resistentes frente al legislador. Y puede propiciar una disminución del nivel de garantías porque si se entendiera que, respetado el contenido esencial, la ley puede operar libremente en la esfera del Derecho considerada como no esencial, resultaría que toda ley limitadora del "contenido adjetivo o

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periférico" debería reputarse legítima, aun cuando fuese arbitraria o no justificada.

Pese a todo, parece que, en principio, sólo la versión absoluta ofrece las bases para una interpretación satisfactoria del contenido esencial como garantía autónoma de los derechos. Lo que ocurre es que, para no resultar perturbadora, ha de entenderse como la última y no como la única garantía. Como suele decirse, se trata de un "límite de los límites", de una barrera insuperable que se eleva una vez que la disposición restrictiva se acredita en sí misma como razonable o suficientemente justificada. En suma, toda limitación de un derecho fundamental debe estar justificada y además respetar su contenido esencial o, dicho de otro modo, aun cuando una disposición limitadora cuente a su favor con buenas razones, resultará ilegítima si llega a dañar el contenido mínimo o esencial de un derecho. Si no me equivoco, esta doble garantía viene siendo requerida en linea de principio por el Tribunal Constitucional desde su primer pronunciamiento al respecto, la sentencia 11/1981 de 8 de abril sobre el derecho de huelga, si bien en la práctica no siempre se ha mostrado fiel a esa doctrina: unas veces respaldando leyes que juzgaba justificadas sin plantear la posible vulneración del contenido esencial, y otras veces, a la inversa, reconociendo libertad al legislador hasta el límite infranqueable del contenido esencial`.

Ahora bien, creo que el verdadero problema que presenta la cláusula del contenido esencial es que no se trata ya de un concepto indeterminado, sino más bien de un concepto impredecible", en el sentido de que parece imposible suministrar criterios mínimamente orientativos para delimitar en abstracto lo que de esencial tiene un derecho fundamental, y en estas condiciones resulta que sólo en el momento del concreto enjuiciamiento por parte del Tribunal Constitucional podrá éste determinar si aquello que se nos presenta como un derecho sigue siendo re cognoscible como tal a la luz del significado constitucional del tipo fundamental en cuestión. No es preciso comulgar con ningún realismo judicialita para comprender que de este modo el Tribunal Constitucional encuentra a su disposición como parámetro de constitucionalidad un concepto abierto a múltiples concreciones, una noción susceptible de ser definida en cada supuesto atendiendo a los más heterogéneos principios jurídicos y valores sociales. Como ya observó PREDIERE en un temprano trabajo, "nunca como en este caso la Constitución es lo que los jueces dicen que es".

Con todo, me parece que el Tribunal ha hecho un uso bastante prudente de la idea del contenido esencial y, lejos de enarbolarlo como un criterio autónomo y absoluto de control de la ley, parece haber observado una tendencia relativizándola, identificándolo con aquella parte del Derecho que no se puede sacrificar legítimamente o con justificación suficiente". Y tal vez el motivo resida que, así como es posible argumentar acerca de la jus-tificación o adecuación de una ley limitadora, la distinción entre lo esencial y lo accidental no deja de ser un tanto artificial y arbitraria, de modo que la cláusula se convierte+ en una especie de argumento en blanco`. Esa relativización del contenido esencial, esa tendencia a vincularla con la tarea justificadora no deja por otra parte de ser comprensible, pues parecería en

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verdad sorprendente que tras reconocerse la necesidad de una ley limitadora en orden a la protección de algún bien constitucional o de otro derecho fundamental, se declarase luego ilegítima por vulnerar el núcleo de un derecho.

¿Significa esto que la garantía deviene superflua? Desde luego, algunos así lo han interpretado. Por mi parte, creo que aún puede desempeñar dos funciones complementarias dentro del marco argumentativo a propósito de la limitación de derechos: una primera, que pudiéramos llamar autónoma, consistiría en recordar a los operadores jurídicos el papel central de los derechos fundamentales en el Estado constitucional, sirviendo de contrapunto a los argumentos económicos o ponderativos; sería algo así como la traducción jurídico positiva de la secular vocación de los derechos humanos como derechos absolutos, al margen del regateo político y del cálculo de intereses sociales para decirlo en palabras de RAWLS. En suma, el simple hecho de que exista la cláusula obliga (o debería obligar) a los jueces a pronunciarse sobre la misma en todos los casos en que estuviera en juego un derecho fundamental; y ese pronunciamiento ya no miraría hacia el otro bien constitucional en pugna, que es lo que suele suceder cuando se pondera, sino hacia el derecho en sí mismo considerado, preguntándose qué es lo que queda de él tras la regulación legislativa. No se trata, por cierto, de preservar "una parte" del derecho como esfera intocable, olvidándose de la "otra parte", pues sólo metafóricamente cabe hablar de "partes" en el contenido de un derecho; de lo que se trata más bien es de comprobar si al final de la regulación legislativa el derecho fundamental puede seguir siendo reconocible como perteneciente al tipo descrito en la Constitución según los criterios de significado de nuestro lenguaje y cultura jurídica.

La segunda función, que pudiéramos llamar fiduciaria o conectada a la otra condición que debe reunir una ley limitadora, se contrae a una exigencia de "mayor justificación". Como veremos, esta segunda condición obliga a poner en relación (a ponderar) la necesidad y los beneficios que proporciona una regulación legal desde la perspectiva de cierto bien constitucional con los sacrificios que comporta desde la perspectiva de los derechos. Pues bien, en este caso la cláusula del contenido esencial quizá deba conducir a una cierta sobrevaloración del sacrificio y, con ello, a una infravaloración de los beneficios, haciendo así más exigente el juicio de ponderación en favor de los derechos. Cuanto más se sacrifica un derecho y, por tanto, cuanto más nos acercamos a su núcleo o esencia -cualquiera que ésta sea- mayor necesidad de 1ustificación reclamará la medida limitadora, mayor ha (le ser el peso y la importancia del bien constitucional que %e contrapone 20: que los derechos gocen de un contenido esencial significa entonces, argumentativamente, que las razones en favor de la limitación han de ser tanto más poderosas cuanto más lesivas resulten para el contenido derecho. En resumen, la cláusula del contenido esencial puede estimular un especial escrutinio sobre la justificación de la ley y al propio tiempo debe impedir que el "derecho legal" deje de ser adscribible al tipo del "derecho constitucional".b) La exigencia de justificación

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Sin embargo, en la teoría de los derechos fundamentales más reciente el aspecto clave de la actividad limitadora, ya no parece ser el respeto al contenido esencial, y mucho menos identificado éste como núcleo de intangibilidad, sino más bien la necesidad de justificar cualquier medida o disposición restrictiva. Aunque esta exigencia de justificación referida al legislador bien puede interpretarse como una lesión del principio de separación de poderes y de las antaño intocables prerrogativas del Parlamento y pese a que la Constitución sólo dice de forma expresa que habrá de respetarse el contenido esencial, lo cierto es que la jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha insistido desde los primeros momentos en que cualquier ley limitadora de los derechos ha de resultar justificada o no arbitraria`. Es verdad que para encontrar fundamento a dicha exigencia pudo haberse recurrido al original precepto que contiene el artículo 9, 3 de la Constitución española a propósito de la "interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos" y, por tanto, también del legislador22; pero todo parece indicar que en la jurisprudencia este argumento se ha desarrollado como una consecuencia autónoma del especial régimen jurídico de los derechos fundamentales o incluso como un principio general del Derecho (STC 62/1982), y no tanto como una derivación del artículo 9, 3. Sea como fuere, la comentada carga de justificación que pesa sobre el legislador a la hora de limitar derechos fundamentales parece representar una característica común a los sistemas de protección de los derechos y su origen tal vez pueda buscares en la conocida doctrina de la posición preferente de los derechos fundamentales que, en pocas palabras, supone una inversión de la presunción de constitucionalidad que acompaña habitualmente a los productos del legislador, de manera que cuando éste se mueve en la esfera de los derechos es él mismo quien debe destruir la presunción de inconstitucionalidad: "es la ley que interfiere la libertad fundamental la que se hace sospechosa de inconstitucionalidad y la que necesita justificarse".

Una ley está justificada cuando resulta razonable, esto es, cuando la lesión que supone en un derecho aparece como razonable para la protección de otro bien o derecho o para la consecución de un fin legítimo. El juicio de razonabilidad, que ha resultado especialmente fecundo en la aplicación jurisprudencial de la igualdad24, se traduce aquí en una exigencia de ponderación entre dos principios en conflicto, aquel que resulta afectado por la ley y aquel otro que sirve de cobertura o justificación a la misma, y puede formularse así: "Cuanto mayor es el grado de la no satisfacción o de afectación de un principio, tanto mayor tiene que ser la importancia de la satisfacción del otro”.

El método de la ponderación no supone establecer algo así como un orden jerárquico entre los distintos bienes o derechos, pues, salvo que la prioridad haya sido establecida de forma directa por la Constitución, hemos de suponer que "en abstracto" todos ellos tienen el mismo peso o importancia. Por eso, la ponderación conduce a una exigencia de proporcionalidad que implica establecer un orden de preferencia relativo al caso concreto26,. Como explica GUASTINI,27, la técnica del bilanciamento o de la

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ponderación es la típica para la resolución de los conflictos entre principios constitucionales, donde no cabe aplicar las reglas tradicionales de resolución de antinomias. Lo característico de la ponderación es que con ella no se logra una respuesta válida para todo supuesto, no se obtiene, por ejemplo, una conclusión que ordene otorgar preferencia siempre a la seguridad pública sobre la libertad individual o a los derechos civiles sobre los sociales, sino que se logra sólo una preferencia relativa al caso concreto que no excluye una solución diferente en otro caso; se trata, por tanto, de una jerarquía móvil que no conduce a la declaración de invalidez de uno de los bienes o derechos constitucionales en conflicto, sino a la preservación de ambos, por más que inevitablemente ante cada conflicto sea preciso reconocer primacía a uno u otro.

La jurisprudencia del Tribunal Constitucional creo que confirma esta comprensión de la técnica ponderativa como forma de encarar el problema de la limitación de los derechos fundamentales. En principio, todos los derechos y bienes constitucionales se sitúan en un plano de igualdad o importancia equivalentes, por lo que "se impone una necesaria y casuística ponderación" (STC 104/ 1986); ponderación cuyo resultado es difícilmente previsible y que, desde luego, no puede ofrecernos una suerte de "teoría general" de los límites que permita asegurar cuándo hemos de reconocer preferencia al derecho y cuándo hemos de sacrificar éste en aras del fin perseguido en la norma, pero que representa una garantía mínima de toda disposición limitadora de las libertades28. Esto es así porque en la concepción del Tribunal Constitucional, "tanto las normas de libertad como las llamadas normas limitadoras se integran en un único ordenamiento inspirado por los mismos principios en el que, en último término, resulta ficticia la contraposición entre el interés particular subyacente a las primeras y el interés público que, en ciertos supuestos, aconseja su restricción. Antes, al contrario, tanto los derechos individuales como sus li-mitaciones (...) son igualmente considerados por el artículo 10, 1 de la Constitución como fundamento del orden político y de la paz social" (STC 159/1986); por ejemplo, en el frecuente conflicto entre la libertad de expresión y el derecho al honor no existe ninguna regla general que nos ordene siempre dar preferencia a uno u otro, pero sí un deber de ponderar la importancia de ambos en el caso concreto (STC 104/1986). Justamente en los dos fallos últimamente citados, el Tribunal otorgó el amparo contra sentencias de la jurisdicción ordinaria que habían postergado el derecho en favor de la limitación, pero no porque hubiesen efectuado una incorrecta ponderación de los derechos o bienes en conflicto, sino por la ausencia misma de ponderación; el juez, dice el Tribunal Constitucional, "no estaba obligado a otorgar preferencia a uno u otro de los derechos en juego, pero sí (...) a tomar en consideración la eventual concurrencia en el caso de una libertad fundamental".

Así pues, la proporcionalidad, que es la fisonomía que adopta la ponderación cuando se trata de resolver casos concretos y no de ordenar en abstracto una jerarquía de bienes, tiene una importancia capital porque es la prueba que debe superar toda medida restrictiva de un derecho constitucional, desde la decisión gubernamental que prohíbe una

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manifestación en la calle (STC 66/1995), a la resolución judicial que ordena un cierto examen o intervención corporal en un imputado (STC 207/1996), pasando por la ley penal que establece una determinada privación de libertad como castigo de cierta conducta29. En pocas palabras, la prueba de la proporcionalidad se descompone en cuatro elementos, que deberán ser sucesivamente acreditados por la decisión o norma impugnada: primero, un fin constitucionalmente legítimo como fundamento de la interferencia en la esfera de los derechos, pues si no existe tal fin y la actuación legal es gratuita, o si resulta ilegítimo desde una perspectiva constitucional, entonces no hay nada que ponderar porque falta uno de los términos de la comparación. Segundo, la adecuación o idoneidad de la medida adoptada en orden a la protección o consecución de dicho fin, esto es, la ley o medida restrictiva ha de mostrarse consistente con el bien o con la finalidad en cuya virtud se establece. Tercero, la necesidad de la intervención o, lo que es lo mismo, del sacrificio o afectación del derecho que resulta limitado, mostrando que no existe un procedimiento menos gravoso o restrictivo. Y finalmente, la llamada proporcionalidad en sentido estricto que supone ponderar entre daños y beneficios, es decir, acreditar que existe un cierto equilibrio entre los beneficios que se obtienen con la medida limitadora en orden a la protección de un bien constitucional o a la consecución de un fin legítimo y los daños o lesiones que de la misma se derivan para el ejercicio del derecho; aquí es propiamente donde rige la ley de la ponderación, en el sentido de que cuando mayor sea la afectación del derecho, mayor tiene que ser también la importancia de la satisfacción del bien en conflicto. Como vimos en su momento, una de las virtualidades de la cláusula del contenido esencial puede consistir en hacer más riguroso o estricto ese examen de la proporcionalidad en sentido estricto.

Desde la perspectiva de la protección de los derechos fundamentales la ponderación presenta toda su virtualidad en los discursos de aplicación que efectúa tanto la jurisdicción ordinaria como la constitucional. Si bien en nombre de la proporcionalidad puede declararse la invalidez de una ley, con más frecuencia su juego se traduce con una mera desaplicación, esto es, en un reconocimiento (le que, aunque la ley es constitucional y pertinente al caso, (debe quedar desplazada en el concreto supuesto examinado. En principio, que ocurra una cosa u otra debe depender del tipo de antinomia que se entable entre la disposición enjuiciada y el derecho fundamental: si aquélla, en todas las hipótesis de aplicación posibles, resulta lesiva para el derecho, lo procedente será declarar su invalidez; por ejemplo, si se estima que una ley penal establece una pena desproporcionada para la conducta tipificada, o si se juzgan también desproporcionadas las exigencias legales para el ejercicio de algún derecho. Al unitario, si la norma contempla supuestos de aplicación no lesivos para el derecho y otros que sí lo son, entonces la ponderación desemboca en la desaplicación o desplazamiento de la norma en cuestión; así, cuando un juez considera que, pese al carácter injurioso de una conducta y pese a resultar de aplicación el tipo penal, debe primar sin embargo el principio de la libertad de expresión, lo que hace es prescindir de la ley punitiva pero no cuestionar su constitucionalidad. Desde esta perspectiva, la ponderación se ha convertido en un formidable instrumento

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de justicia constitucional en manos del juez ordinario; como es obvio, éste no puede verificar un control de validez de las leyes, pero sí moverse con relativa libertad merced a la ponderación. Detrás de toda regla legal late un principio constitucional, los principios son tendencialmente contradictorios y, en tales condiciones, las colisiones surgen o se construyen inevitablemente.

Esto significa que el método de la ponderación parece mostrar más fuerza o eficacia en la aplicación del Derecho, como fórmula para resolver conflictos entre derechos o principios, que en los procedimientos de control abstracto de leyes. No se trata sólo de mantener el necesario respeto a la legítima discrecionalidad del legislador, que no ejecuta la Constitución sino que tan sólo se mueve dentro de ella, como reiteradamente recuerda el Tribunal Constitucional". Lo que ocurre es que la ponderación o el juicio de proporcionalidad resultan procedimientos idóneos para resolver casos concretos donde entran en juego principios tendencialmente contradictorios que en abstracto pueden convivir sin ' dificultad. Por ello, sólo cuando la medida legislativa resulte desproporcionada de manera grosera o patente, de forma que en ninguna de las hipótesis posibles de aplicación pudiera ser aceptada como coherente con las exigencias constitucionales de los derechos, su declaración de invalidez habría de ser procedente. En otras palabras, un procedimiento de inconstitucionalidad no puede orientare simplemente a la búsqueda de medidas más idóneas o menos gravosas, cuestiones reservadas a la esfera del debate político, sino que ha de acreditar bien la absoluta falta de idoneidad de la medida legal, bien el carácter intolerable de su lesividad o gravosidad para el derecho, bien, en fin, su absoluta desproporción en la ponderación de costes y beneficios. Lo que no es obstáculo, a mi juicio, para que en el marco de un discurso aplicativo a propósito de un caso concreto, y valoradas todas las razones, se reconozca el triunfo del Derecho constitucional sobre una medida restrictiva incluso aunque ésta cuente con apoyo o fundamento legal.

El principio de proporcionalidad en que se resuelve la ponderación de bienes y, sobre todo, el sub principio llamado de proporcionalidad en sentido estricto han sido ampliamente criticados como una espita abierta al decisionismo y a la subjetividad judicial en detrimento de las prerrogativas del legislador. Una voz no procedente de la dogmática constitucional que se ha sumado a esa crítica es la de HABERMAS, para quien la consideración de los derechos fundamentales como bienes o valores que han de ser ponderados en el caso concreto convierte al Tribunal en un negociador de valores, en una "instancia autoritaria" que invade las competencias del legislador y que "aumenta el peligro de juicios irracionales porque con ello cobran primacía los argumentos funcionalistas a costa de los argumentos normativos". La alternativa para un tratamiento racional del recurso de amparo consiste en una argumentación deontológica que sólo permita para cada caso una única solución correcta, lo que implica concebir los derechos como auténticos principios, no como valores que pueden ser ponderados en un razonamiento teleológico; se trata, en suma, de "hallar entre las normas aplicables prima facie aquella que se acomoda mejor a la situación de aplicación, descrita de la forma más exhaustiva posible desde todos los

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puntos de vista'32. Y es que, para HABERMAS, la coherencia sistemática que se predica de las normas constitucionales en el plano de la validez parece que puede prolongarse racionalmente en el plano de la aplicación, y por ello un principio no puede tener más o menos peso, sino que será adecuado o inadecuado para regular el caso concreto, y siempre habrá uno más adecuado".

Si no me equivoco, este enfoque es consecuente con aquellas posiciones que niegan la posibilidad de limites externos a los derechos mediante el expediente de considerar que éstos, en puridad, ya vienen perfectamente delimitados desde un texto constitucional coherente; una posición "coherentista" que, como ya hemos comentado, resulta difícil de sostener en el marco de Constituciones pluralistas dotadas de un denso contenido de principios y derechos tendencialmente contradictorios, y que plantea, asimismo, dificultades ante los fenómenos de vaguedad normativa. Aquí es conveniente distinguir entre los discursos de fundamentación o validez y los discursos de aplicación. El que partamos de la hipótesis de la coherencia del sistema constitucional en el sentido de no derivar del mismo ningún orden jerárquico de bienes o derechos que no se deduzca claramente de su propia preceptiva, no significa que esa coherencia se prolongue en el plano aplicativo. Al contrario, es perfectamente imaginable que algunas colisiones sólo puedan identificarse en el momento de la aplicación, lo que no significa que la razón práctica quede en suspenso, sino que ha de iniciar un nuevo itinerario". O como explica GUASTINI, es perfectamente posible y necesario distinguir entre antinomias en abstracto y antinomias en concreto; las primeras aparecen cuando dos normas conectan consecuencias incompatibles a supuestos de hecho que se superponen conceptualmente, mientras que las segundas se producen cuando esa superposición no es conceptual, sino ocasional. Por ejemplo, una norma que prohíbe el aborto y otra que permite el aborto terapéutico se hallan en una posición de conflicto abstracto, pues la especie de los abortos terapéuticos forma parte del género de los abortos; en consecuencia, o una de las normas no es válida o la segunda opera siempre como regla especial, es decir, como excepción contante a la primera. En cambio, entre la norma que impone cumplir las promesas y aquella otra que nos obliga a socorrer al prójimo en caso de necesidad, es obvio que pueden producirse conflictos, pero éstos no pue-den resolverse ni con la declaración de invalidez de una de ellas, ni tampoco mediante una regla de especialidad que nos ordene otorgar preferencia en todo caso a la primera o a la segunda; sólo la ponderación en cada caso puede ofrecernos una respuesta razonablemente satisfactoria.

Por otro lado, no creo que la ponderación estimule un subjetivismo desbocado, ni que sea un método vacío o conduzca a cualquier consecuencia, pues si bien no garantiza una y sólo una respuesta para cada caso práctico, sí nos indica qué es lo que hay que fundamentar para resolver un conflicto entre el derecho y su límite, es decir, hacia dónde ha de moverse la argumentación, a saber: la justificación de un enunciado de preferencia (en favor de un principio o de otro, de un derecho o de su limita-ción) en función del grado de sacrificio o afectación de un bien y del grado

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de satisfacción del bien en pugna. Como dice ALEXY en este mismo sentido, la objeciones de irracionalidad o subjetivismo "valen en la medida en que con ellas se infiera que la ponderación no es un procedimiento que, en cada caso, conduzca exactamente a un resultado. Pero no valen en la medida en que de ellas se infiera que la ponderación no es un procedimiento racional o es irracional".

Ahora bien, que la ponderación no equivalga a irracionalidad no significa también que su resultado sea el fruto de la mera aplicación de normas constitucionales ¡ o, dicho de otro modo, que represente un ejercicio de racionalidad no supone que sus conclusiones vengan impuestas por la preceptiva constitucional; es una operación racional, pero una operación que en lo esencial se efectúa sin "red normativa", a partir de valoraciones en las que no tiene por qué producirse un acuerdo ínter subjetivo. La Constitución, como ya se ha dicho, no establece ningún orden jerárquico de valores, bienes o derechos y decidir que el sacrificio circunstancial de uno de ellos "merece la pena" desde la perspectiva de la satisfacción de otro, entraña sin duda una valoración; valoración en la que -aunque no se quiera pesará la importancia que cada individuo concede a los respectivos bienes en conflicto, así como su propia "cuantificación' de costes y benefi-cios en cada caso concreto". Pero esta es una valoración que en parte ya viene hecha por una autoridad precedente (por ejemplo, el legislador39) y que es o puede ser sustituida por la del juez. En la ponderación, en efecto, hay siempre un conflicto entre bienes constitucionales, pero hay también una ley (o una decisión administrativa o judicial) que ya ha tomado postura, que ya ha valorado y que puede ser eliminada o postergada por una valoración sucesiva que se apoya en un ejercicio de racionalidad, pero no propiamente en un mandato constitucional.

Así pues, si antes decíamos que la cláusula del contenido esencial representaba en cierto modo una herencia de aquella concepción iusnaturalista que veía en los derechos una decisión suprema e innegociable, la exigencia de justificación que hoy se impone a toda medida limitadora de los mismos puede interpretarse como un requerimiento dirigido a la legislación y en general a toda actuación pública a fin de que ésta se abra a la racionalidad. Al menos en materia de derechos fundamentales, la dignidad de la ley ya no puede apelar sólo a la autoridad democrática del órgano productor, ni a la pulcritud los procedimientos de elaboración, sino que ha de someterse a un juicio sobre sus contenidos que remite a ese peculiar ejercicio de racionalidad que llamamos ponderación; un ejercicio que puede conducir a la declaración de inconstitucionalidad de la ley carente de justificación, si bien ya hemos indicado el rigor con que ha de apreciarse la desproporción en un juicio abstracto sobre la validez, pero que puede conducir sobre todo al planteamiento de conflictos entre derechos o principios constitucionales en el curso de la actividad aplicativa ordinaria, conflictos que en ocasiones habrán de saldarse con la postergación de aquella solución que, aun teniendo base legal, pueda considerarse desproporcionalmente lesiva para algún derecho fundamental. Esta es, en mi opinión, una consecuencia más del modelo de Estado constitucional: la ley ya no representa el máximo

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horizonte normativo del juez y sus prescripciones serán atendibles en la medida en que ofrezcan para el caso concreto soluciones coherentes con la Constitución y, en particular, con el sistema de derechos fundamentales.

En resumen, frente a la ley los derechos fundamentales presentan una doble barrera protectora: la defensa del contenido esencial y la exigencia de justificación, todo ello en los términos que ya conocemos. Unos términos que pueden parecer, tal vez, poco ambiciosos, pues la declaración de invalidez de la ley sólo procederá cuando, a la luz de su regulación, el derecho no resulte recognoscible o adscribible al núcleo de significado del tipo constitucional; o cuando implique un sacrificio manifiestamente desproporcionado, gratuito, innecesariamente gravoso o a todas luces falto de idoneidad para alcanzar el fin que se propone. Las prerrogativas del legislador no quedan en modo alguno suspendidas, pues tales garantías parecen representar el mínimo exigible desde la perspectiva del Estado constitucional. Ahora bien, esa deferencia hacia el principio democrático tiene que ver con el control de la ley a través de los procesos de inconstitucionalidad, pero con ello no se pone fin a la protección de los derechos, tarea que discurre principalmente por los caminos de la jurisdicción ordinaria donde la Constitución, sus derechos y principios, siguen presentes en la plenitud de su significado, no al margen pero sí con autonomía suficiente respecto de las opciones legales. Y es aquí donde la ponderación cobra toda su importancia como método para resolver las antinomias en el caso concreto; así, el juez no necesita declarar la invalidez de la norma que reconoce el derecho al ideario de los centros docentes para ponderar en favor de la libertad de cátedra, como tampoco cuestionar el tipo penal de injurias para otorgar el triunfo a la libertad de expresión. Los preceptos respectivos pueden mantener su plena vigencia, pero la protección de los derechos también.

3. El margen de indeterminación de los derechos

Acabamos de ver que los derechos fundamentales en el Estado constitucional se caracterizan por presentar una especial fuerza o resistencia jurídica frente al legislador y, en general, frente a los poderes públicos. Dicha resistencia se traduce básicamente en la exigencia de justificación de toda medida limitadora, exigencia que cercena la discrecionalidad política del legislador y que añade un elemento suplementario de legitimidad: en materia de libertades, incluso la constitucionalidad o validez de una ley no reside sólo en el principio de competencia, esto es, en que haya sido dictada por un Parlamento de-mocrático según el procedimiento prescrito, sino que requiere también un respeto material o sustantivo al contenido de los derechos, respeto que a la postre implica una exigencia de fundamentación racional de la decisión legislativa. Ahora bien, ¿cuándo estamos verdaderamente en presencia de un derecho fundamental?, ¿qué criterio nos permite afirmar que nos hallamos ante una disposición legislativa que restringe la libertad?, en suma, ¿hasta dónde llegan los derechos fundamentales? El problema ya fue aludido en el epígrafe primero, pues algunos piensan que del conjunto constitucional es posible obtener un catálogo de derechos preciso y bien

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delimitado, de manera que resultaría fácil distinguir entre las leyes efectivamente limitativas y aquellas otras que lo son sólo en apariencia y que, aun condicionando las conductas de los individuos, en puridad nada tienen que ver con los derechos. Entonces se sostuvo que dicha estrategia interpretativa no soluciona ni logra esquivar los problemas de justificación, pero quedaron pospuestas dos cuestiones: ¿realmente existe una delimitación definitiva de los derechos en la Constitución?; y, aun aceptando una respuesta positiva, ¿qué suerte corren las manifestaciones de la libertad individual que, en principio, no están o no están claramente tuteladas por los derechos?

Comencemos por la primera pregunta: ¿toda ley que limita la libertad de acción mediante la imposición de mandatos y prohibiciones puede ser considerada como un límite o restricción a los derechos? Una respuesta afirmativa requeriría aceptar que toda posible acción susceptible de limitación legal se halla cubierta, siquiera prima facie, por alguno de los derechos fundamentales; y, aunque esto puede parecer por ahora equivocado, lo cierto es que con frecuencia el Tribunal Constitucional ha examinado leyes que, de un modo u otro, restringen la libertad como supuestos de limitación de los derechos; así, la prohibición legal de ocupar los locales de la empresa por parte de los trabajadores huelguistas se presenta como un límite al derecho de huelga (STC 11/1981); el deber de respetar la moral pública es examinado como un límite a la libertad de expresión (STC 62/1982); la especial sujeción que deriva de la organización jerárquica de los cuerpos de seguridad del Estado es valorada también como un límite a la libertad de expresión (STC 81/1983) y al derecho de reunión (STC 91/1983); la ejecución de una orden de derribo que exige penetrar en un domicilio particular aparece como un límite a la inviolabilidad del mismo (STC 22/ 1984); las normas penales que protegen el derecho al honor encierran un conflicto con el derecho a la libertad de expresión (STC 104/1986); la alimentación forzosa de presos en huelga de hambre, "entraña necesariamente una restricción ala libertad" (STC 11/1991); la existencia de un número de identificación fiscal "incide sobre el derecho a la intimidad" (STC 143/1994), etc. En algunos casos, el Tribunal reconocerá preferencia a la prohibición o mandato sobre el derecho fundamental afectado, mientras que en otros prevalecerá este último, pero lo importante es que al presentarse como un problema de conflicto se hace necesaria la ponderación y, por tanto, la exigencia de justificación racional por parte de la ley.

Ahora bien, un análisis atento de los múltiples mandatos y prohibiciones que establece el ordenamiento pone de relieve que, si bien algunos constituyen límites o fronteras al ejercicio de derechos, otros muchos, quizá la mayoría, en apariencia nada tienen que ver con el contenido constitucionalmente declarado de los mismos. Por ejemplo, cabe decir que la ocupación de los locales de una empresa, aun cuando tenga lugar en el curso de una huelga, no forme parte de este derecho, consistente en una cesación del trabajo; es más, aunque dicha conducta fuera permitida, se trataría de un derecho subjetivo distinto. Asimismo, y como ya vimos, la norma que sanciona la violencia callejera tampoco parece que limite el

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derecho de manifestación pacífica, precisamente porque lo que se tutela es justamente eso, la manifestación pacífica; y, en fin, la norma que castiga la infracción fiscal no limita derecho fundamental alguno, pues nuestro sistema no reconoce ninguna forma de objeción fiscal.

Como se recordará, son estas las consideraciones que suelen esgrimir quienes sostienen una distinción estricta entre lo que es la delimitación conceptual de un derecho fundamental y lo que constituye una limitación externa o añadida, sugiriendo con ello que lo que corrientemente suele presentarse como disposición limitadora muchas veces resulta por completo ajena a lo que es el contenido constitucionalmente declarado de los derechos.

En suma se trata de poner de relieve que, aunque todos los mandatos y prohibiciones limiten de algún modo la libertad natural, no todos limitan, sin embargo, la libertad jurídica expresada a través de los derechos, y ello con una obvia consecuencia: en tales casos no hay ningún contenido esencial que respetar, tampoco ninguna exigencia de especial justificación por parte de la ley, ni, en fin, llamamiento alguno a la ponderación. Como escribe I. DE OT-ro, cuando la Constitución no ha previsto la limitación de un derecho, no es posible inventar el límite: "el derecho no es limitable. Pero ello no significa (...) que el derecho sea ilimitado (...) pues cualquier derecho o libertad, fundamental o no, ampara aquello que ampara y nada más”.

Este planteamiento entraña "una teoría estrecha del supuesto de hecho"`, esto es, una teoría que se considere capaz de dibujar con precisión el contenido objetivo de cada derecho fundamental o las modalidades específicas de su ejercicio, excluyendo del ámbito protegido aquellas conductas que sean además otra cosa (por ejemplo, un atentado a la seguridad colectiva) o que entren en colisión con normas generales. Desde esta perspectiva, la norma que prohibiese pintar en un cruce de calles no representaría una limitación al derecho de libre creación artística, ni la que impidiese una procesión por el peligro de extensión de una epidemia representaría tampoco una restricción de la libertad religiosa, pues la esfera de las libertades se extiende estrictamente a las conductas que conforman su contenido normativo propio y siempre que se ejerzan en el marco del orden jurídico general.

Ahora bien, es posible que la claridad que pretende introducir la tesis comentada sea más aparente que real, al margen de que su consecuencia práctica sea operar una rebaja en el nivel de la garantía judicial de los derechos: Primero, porque el contenido constitucionalmente declarado de un derecho fundamental, o sus modalidades específicas de ejercicio, no siempre se muestran con suficiente nitidez, pues la irremediable indeterminación del Derecho se extiende también a los derechos. Segundo, porque, del mismo modo, tampoco resulta evidente en cada caso si la norma imperativa que condiciona la libertad general de acción restringe también un ámbito de libertad protegida. Y, por último, porque a la hora de enjuiciar una concreta conducta se reabre el problema de si la prohibición

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establecida por el legislador se ajusta o no a la norma constitucional que sirve de criterio "delimitador" del derecho fundamental`. Examinando los ejemplos que ya conocemos, es cierto que los derechos de reunión y huelga no autorizan cualquier género de conducta por el mero hecho de que tenga lugar en el curso de una manifestación o huelga; pero es, cuando menos, discutible que, como sostiene I. De OTTO, la propaganda comercial no esté protegida por la libertad de expresión o que la actividad de una secta nudista no sea un caso de ejercicio de la libertad religiosa43; si se quiere, en ambos casos sometidas a límites o restricciones, pero ejercicio de un derecho al fin y al cabo. Y, asimismo, es también muy discutible que pintar en un cruce de calles no sea un ejercicio de la libertad artística, o realizar procesiones (incluso en caso de epidemia o, por qué no, sobre todo en caso de epidemia) no represente un ejercicio de la libertad religiosa. Como escribe ALEXY, resulta mucho más fácil e inteligible decir que pintar en la calle es una acción artística, pero que, al mismo tiempo, es otra cosa, "una perturbación y puesta en peligro del tránsito callejero. Esta segunda propiedad es una razón para prohibir la acción, pero lo que se prohíbe es una acción artística". Del mismo modo, no cabe excluir que un grupo religioso incluya entre sus prácticas o ritos el nudismo y seguramente podrán imponerse limitaciones a la luz del concepto hoy vigente de moralidad pública, pero no tiene ningún sentido decir que "eso" no es religión, simplemente porque resulta extraño a nuestras tradiciones.

En suma, la propia disparidad de opiniones acerca del contenido de estos derechos acredita lo que queríamos demostrar: la indeterminación del Derecho es un fenómeno que afecta especialmente a las cláusulas mate-riales de la Constitución, de manera que en las "zonas de penumbra" no hay criterio seguro que permita discernir cuándo una obligación jurídica representa un límite al derecho y cuándo es una interferencia en la mera libertad natural. En particular, esto sucede con algún derecho sumamente genérico, como es la libertad de conciencia, que la Constitución española reconoce como libertad ideológica y religiosa (Art. 1ó). ¿Hasta dónde llega esa libertad? o, dicho de otro modo, ¿qué genero de obligaciones podemos considerar que interfieren legítima o ilegítimamente, esto es ahora lo de menos- en dicha libertad? Con seguridad, cualquier intérprete estaría dispuesto a reconocer que la norma que obligase o prohibiese la misa dominical vulneraría el artículo 16; pero ¿qué decir de las normas que imponen el uso del casco en la motocicleta, que prohíben a los reclusos dejarse barba o que establecen seguros obligatorios? Muchos tendrán la tentación de afirmar que todo ello nada tiene que ver con la libertad de conciencia y, sin embargo, los ejemplos propuestos fueron de hecho examinados por la Comisión europea de derechos humanos como casos de objeción de conciencia. El motivo es muy simple: las exigencias que derivan de la conciencia son potencialmente ilimitadas.

En la misma vacilación incurre el Tribunal Constitucional. Anteriormente hemos citado la opinión de que la llamada objeción fiscal no es un problema relativo a derechos humanos, ya que ninguna norma constitucional reconoce tal género de objeción. De aquí cabe deducir que, salvo la objeción al servicio militar, ninguna otra modalidad encuentra

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respaldo en nuestro sistema, esto es, la libertad de conciencia del artículo 16 no es cobertura bastante para sostener un derecho general a la objeción de conciencia. Así lo entendió el Tribunal Constitucional cuando dijo que "la objeción de conciencia con carácter general, es decir, el derecho a ser eximido del cumplimiento de los deberes constitucionales o legales por resultar ese cumplimiento contrario a las propias convicciones, no está reconocido ni cabe imaginar que lo estuviera en nuestro Derecho o en Derecho alguno, pues significaría la negación misma de la idea del Estado" (STC 161/1987). Y, sin embargo, el mismo Tribunal no sólo había declarado justo lo contrario, es decir, que la objeción era un derecho fundamental implícitamente reconocido en el artículo 16 (STC 15/1982) y, por tanto, de carácter general, sino que, con el único auxilio de ese precepto, consideró que una modalidad no expresamente reconocida, como la objeción al aborto, debía entenderse de hecho garantizada en nuestro sistema (STC 53/1985)47. En suma, ¿qué clase de mandatos y prohibiciones pueden ser legítimamente objetados al amparo de la libertad ideológica y religiosa? y, sobre todo, ¿es posible determinar a priori qué leyes pueden eventualmente entrar en conflicto con esa libertad? Creo que sólo cabe una respuesta negativa.

Estas consideraciones hablan en favor de una teoría amplia del supuesto de hecho como la planteada por ALEXY, que supone una interpretación amplia de los enunciados relativos a derechos, de manera que todo com-portamiento o posición individual que presente al menos una propiedad subsumible en el supuesto de hecho, debe ser considerada, en principio, como una manifestación específica de la libertad fundamental. Pero hemos dicho "en principio" y esto merece subrayarse: una concepción como la aquí sostenida no significa que las conductas antes comentadas o cualesquiera otras que podamos imaginar, hayan de gozar "en definitiva" de tutela jurídica. Esto sería absurdo y conduciría a la propia destrucción del sistema de libertades. Significa únicamente lo que no es poco que el problema debe ser tratado como un conflicto entre bienes constitucionales, más concretamente, como un conflicto entre unas razones que abogan en favor de la libertad individual y otras que lo hacen en favor de su restricción. Lo que "en definitiva" debe triunfar será el resultado de una ponderación en los términos que ya han sido comentados.

Una reciente y discutida sentencia del Tribunal Constitucional puede resultar ilustrativa de esa concepción amplia del supuesto de hecho (STC de 26 de julio de 1999). Comienza confirmando el Tribunal que la cesión de espacios de propaganda electoral en favor de E.T.A. constituye un delito de colaboración con banda armada y, por tanto, que si bien se trata de la difusión de ideas u opiniones, dicha conducta no representa un ejercicio licito de la libertad de expresión o de los derechos de participación política. Pero, ¿significa esto que, entonces, hemos abandonado por completo el territorio de los derechos? Si así fuera, aquí debió terminar la argumentación, con la consiguiente desestimación del recurso de amparo; pero no ocurrió ni lo uno ni lo otro. La argumentación del Tribunal prosigue diciendo que lo anterior "no significa que quienes realizan esas actividades no estén materialmente expresando ideas, comunicando información y

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participando en los asuntos públicos" y, aunque se muevan en el campo de la ilicitud penal, todavía pueden beneficiarse de un juicio de ponderación que sopese la gravedad de la pena impuesta con la gravedad de su conducta; juicio que, por cierto, desembocó en la estimación del recurso de amparo por violación del principio estricto de proporcionalidad. Un principio que, según jurisprudencia reiterada, es aplicable cuando está en juego el ejercicio de derechos fundamentales; de donde se puede deducir que en el caso examinado no se trataba de una conducta "al margen" de los derechos, sino del ejercicio de un derecho en conflicto con una limitación penal, y por eso, porque había un conflicto, fue viable la ponderación.

Se dirá, tal vez, que desde esta perspectiva se amplía de forma ilimitada la esfera de los derechos individuales en detrimento de otros bienes constitucionales, o que todo problema jurídico acabará por plantearse en términos de limitación de derechos con el esfuerzo argumentativo que ello supone. En relación con el primer aspecto, creo que ya hemos respondido: que una cierta conducta infractora sea tratada inicialmente como un caso relativo a derechos fundamentales, no significa en modo alguno que al final resulte tutelada, dado que-si el legislador se nuestra moderadamente racional, y esto hay que suponerlo en un sistema democrático- la ponderación pondrá de relieve las buenas razones que asisten a la ley limitadora: no hay riesgo de "anarquismo jurídico", pues en la mayor parte de los casos el resultado será el mismo tanto si consideramos que la ley en cuestión representa ti n límite al derecho como si entendemos que la esfera de éste resulta por completo ajena a la conducta debatida. La virtualidad de la perspectiva aquí adoptada es que en la zona de penumbra donde resulta discutible si una conducta está o no en principio incluida dentro del contenido (te un derecho, se impone un ejercicio de justificación o ponderación, es decir, de racionalidad antes que de autoridad. El segundo aspecto está íntimamente relacionado con el anterior: no hay riesgo de que todo conflicto jurídico requiera de una compleja argumentación en base a derechos fundamentales, pues, insisto, en los casos claros tal argumentación será superflua; la distinción de ALEXY entre casos potenciales y actuales de derechos fundamentales es aquí pertinente49. Pero como la frontera entre los casos claros donde están en juego libertades (actuales) y los casos claros en que no lo están (potenciales) es a su vez una frontera oscura, variable y subjetiva, la exigencia de ponderación conserva todo su sentido.

4. La norma de clausura

No obstante, obviemos las dificultades anteriores y supongamos que, efectivamente, en cada caso cabe discernir con seguridad el contenido y alcance exactos tanto del derecho fundamental invocado como del mandato o prohibición que establece la norma y, en consecuencia, que podemos diagnosticar cuándo existe un auténtico conflicto, cuándo el mandato o la prohibición representan un límite externo al derecho y, cuándo, por el contrario, constituyen una obligación ajena que no incide en el contenido constitucional del mismo. Justamente, creo que es entonces cuando nos sale al paso un problema capital de la teoría jurídica de los derechos

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fundamentales y que puede resumirse en las siguientes preguntas: los derechos ¿son categorías independientes entre sí o especificaciones de un principio/derecho general de libertad?, ¿cabe sostener lo que podríamos llamar una norma de clasusura del sistema de libertades en cuya virtud todo lo que no está constitucionalmente prohibido u ordenado o, mejor dicho, todo lo que no puede ser prohibido o mandado con cobertura constitucional suficiente, debe considerarse jurídicamente permitido?

Esta es una cuestión que no puede resolverse en abstracto o con carácter general, sino que depende de las determinaciones del Derecho positivo50 y, en particular, de la filosofía política que está en su base. El dilema no es si los derechos fundamentales pueden reconducirse lógica o teóricamente a un principio general de libertad, sino si la libertad natural o de hecho cuenta en nuestro ordenamiento con un respaldo genérico o prima facie o si, por el contrario, sólo goza de reconocimiento en la medida en que la conducta realizada pueda ser incluida dentro del ámbito tutelado por un derecho específico. Estos últimos tipifican acciones o situaciones más o menos concretas, son cualificaciones jurídicas de parcelas de la realidad, pero como es lógico no agotan las posibilidades de la conducta humana; ningún precepto de la Constitución, por ejemplo, reconoce el derecho a usar sombrero, a vestirse como uno quiera, a fumar tabaco, a organizar sorteos para el viaje de fin de carrera, a proporcionar alimento a las palomas del parque, a celebrar aquelarres en honor de Satán, a dejarse morir de hambre, etc., y la cuestión es si estas acciones y cuantas se nos puedan ocurrir gozan o no de alguna tutela jurídica; más exactamente, si el legislador puede, sin más, considerarlas en algún caso prohibidas u obligatorias. Porque, como es natural, lo que se discute no es tanto la suerte de los comportamientos no contemplados en una libertad o derecho, pero tampoco proscritos u ordenados por la ley, que en principio deberán entenderse tolerados51, sino la suerte de las conductas que sí son objeto de una norma imperativa; lo que se discute, en suma, es si esas normas imperativas encuentran ante sí un derecho general de libertad o el simple , vacío jurídico. Más simplemente, el problema consiste en saber si la libertad jurídica es la regla o la excepción".

Recurriendo a un esquema ideal, las libertades ; pueden concebirse como la regla básica del sistema, limitada aquí o allá por concretas prohibiciones o mandatos, cuya existencia ha de justificarse; o bien, a la inversa, puede interpretarse que el poder político goza de legitimidad para establecer normas imperativas con el único límite del respeto a los específicos derechos fundamentales. Si entendemos que la libertad jurídica no es más que la garantía institucional de la libertad natural y que, por tanto, existe una coincidencia entre los ámbitos protegidos por una y otra, parece claro que toda disposición o medida que interfiera en la libertad natural puede interpretarse también como una restricción o límite a la libertad jurídica. Si, por el contrario, suponemos que la libertad natural es algo separado de la libertad jurídica, de modo que sólo algunas conductas encuentran respaldo o tipificación en esta última, entonces es evidente que las disposiciones que limitan aquella libertad natural no tienen que representar necesariamente un límite a la libertad jurídica y a los derechos humanos.

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En el fondo de estas dos posiciones laten dos formas distintas de concebir las relaciones entre el individuo ` y la comunidad política, es decir, dos filosofías políticas diferentes. La primera, que podríamos llamar hobbesiana, entiende que el poder político puede hacerlo todo sin necesidad de invocar en su favor ninguna justificación especia153, de modo que la libertad de los ciudadanos ha de desenvolverse en el ámbito, más o menos extenso, que no ha sido objeto de un mandato o de una prohibición; como decía HOBBES, "la libertad de un súbdito yace (...) solo en aquellas cosas que al regular sus acciones el soberano ha omitido`'. La segunda, propia de una concepción liberal del Estado, sostiene que el hombre es naturalmente libre y que debe seguir siéndolo jurídicamente, de modo que los sacrificios que puedan imponerse a esa libertad deben contar con alguna justificación; es la filosofía política que subyace a la Declaración de derechos de 1789 cuando afirma que "la libertad consiste en poder hacer todo lo que no daña a los demás" (Art. 4) y que, "la ley no puede prohibir más que las acciones dañosas para la sociedad" (Art. 5); la lesión de terceros y no la mera voluntad del poder político es lo que autoriza la limitación de la libertad. Nótese que, desde esta segunda filosofía, el en-foque cambia por completo, pues ahora la competencia del legislador ya no puede concebirse como ilimitada, o condicionada sólo por el respeto a unos derechos concretos, sino que se circunscribe a la protección de ciertos bienes, y sólo en nombre de esa protección cabe imponer mandatos y prohibiciones que cercenen la libertad natural; es decir que, como escribe M. GASCÓN, "no sólo ha de acreditarse el respeto al derecho de libre expresión, reunión o asociación, sino que ha de justificarse que la imposición de un deber que irremediablemente restringe la libertad del individuo, resulta necesaria para preservar otros derechos o bienes"55. En resumen, el derecho general de libertad es simplemente "la libertad de hacer y omitir lo que uno quiera" y significa dos cosas: primero, que "a cada cual le está permitido prima facie -es decir, en caso de que no intervengan restricciones- hacer y omitir lo que quiera (norma permisiva)"; y segundo, "cada cual tiene prima facie, es decir, en la medida que no intervengan restricciones, un derecho frente al Estado a que éste no impida sus acciones y omisiones, es decir, no intervenga en ellas (norma de derechos).

Pues bien, ¿cabe reconocer algún principio que desempeñe esa función de derecho general de libertad?, la idea de que el ciudadano puede hacer lo que quiera mientras no incumpla normas imperativas y que el esta-blecimiento de estas últimas requiere una adecuada justificación, ¿puede encontrar algún apoyo en el marco del Estado Constitucional de Derecho? En Alemania, una respuesta afirmativa ha sido construida por el Tribunal Constitucional a partir de lo que establece el artículo 2, 1: "Todos tienen derecho al libre desarrollo de su personalidad, siempre que no vulneren los derechos de otro ni atenten al orden constitucional o a la ley moral". Asi-mismo, en Italia se discute si la alusión que hace el artículo 2 de la Constitución a "los derechos inviolables del hombre" puede fundamentar una "apertura" del catálogo de derechos fundamentales58 y, en todo caso, el método del bilanciamento, que ha conocido un extraordinario desarrollo en la jurisprudencia constitucional en materia de derechos fundamentales, en

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la práctica conduce al enjuiciamiento de cualquier intervención en la esfera de la libertad en términos de ponderación.

Por lo que se refiere a España, creo que la idea de un derecho general de libertad en los términos expuestos encuentra fácil acomodo en la preceptiva constitucional. Ante todo, el hecho de que la libertad aparezca reconocida en el artículo 1, 160 como un valor superior del ordenamiento y, por tanto, como un criterio hermenéutico o insoslayable para la interpretación de todo el sistema jurídico. Si esto es así, parece lógico que toda disposición que limite la libertad, ya sea mediante la imposición de mandatos o el establecimiento de prohibiciones, pueda ser enjuiciada a fin de comprobar su necesidad y adecuación. En segundo lugar, resulta clave el artículo 10, 1s1: de un lado, el reconocimiento del "libre desarrollo de la personalidad" representa la traducción jurídica del principio de autonomía, esto es, de aquel principio que permite organizar nuestra existencia del modo que nos parezca más oportuno, siempre que ello no lesione a terceros o, en general, siempre que no existan razones sustentadas en bienes dignos de protección que autoricen la limitación de aquella autonomía; de otro lado, la afirmación de que ese libre desarrollo, así como los derechos inviolables, es uno de los fundamentos del orden político, obliga a examinar cualquier actuación de los poderes públicos, incluida la actividad legislativa, desde la perspectiva de la exigibilidad de tales principios. Por último, "la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos", ya comentada, implica que, dentro del respeto a la legítima discrecionalidad política del legislador, también él está sometido al imperativo de la racionalidad; pues que la Constitución excluya la existencia de leyes arbitrarias es lo mismo que requerir que las leyes puedan exhibir una justificación razonable.

Sin embargo, creo que el fundamento de un derecho general de libertad no sólo puede construirse a partir del Título Preliminar de la Constitución, sino que es posible obtenerlo también dentro del catálogo de derechos y, más concretamente, en uno de los más fuertes o resistentes; me refiero a la libertad de conciencia recogida en el artículo 16, 1 como "libertad ideológica, religiosa y de culto"63• una libertad eminentemente práctica que consiste no sólo en pensar y en creer sin ataduras jurídicas, sino, sobre todo, en actuar de forma coherente con las propias convicciones.Efectivamente, una libertad de conciencia entendida en sentido literal o restrictivo, esto es, como una libertad interna o sicológica carecería de significado en el mundo heterónomo del Derecho, dado que para éste es una empresa inalcanzable pretender interferir en ese ámbito. La libertad de conciencia sólo puede conceptuarse como una libertad práctica o relativa al comportamiento externo del individuo. Es más, la conciencia consiste jus-tamente en un juicio del sujeto sobre su conducta concreta y, en ese sentido, tiene razón HERVADA al decir que, "el rasgo fundamental de la conciencia reside en que aparece en la acción singular y concreta. No consiste en enunciados generales, sino en el juicio del deber respecto de la conducta concreta (...) .En consecuencia, proteger la libertad de conciencia significa, en principio, asegurar que los individuos puedan comportarse de acuerdo con sus propias convicciones.

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Por lo demás, esta interpretación de la libertad de conciencia cuenta con avales doctrinales y jurisprudenciales. En opinión de STEIN, por ejemplo, "la libertad de conciencia se refiere a las convicciones de cada individuo sobre la conducta moralmente debida (...) (protegiendo) las convicciones de los individuos de las consecuencias que podrían sufrir por comportarse de acuerdo con sus creencias". En consecuencia, si la libertad ideológica y religiosa permite formular una respuesta autónoma a los interrogantes de la vida personal y social, la libertad de conciencia garantiza una conducta práctica coherente con esa respuesta; esta última libertad, en suma, "se refiere necesariamente a la conducta humana y no se limita a la libre formación de la conciencia, sino que se extiende también a la libertad de actuar según dicha conciencia"". Idea que recoge casi literalmente el Tribunal Constitucional: "la libertad de conciencia supone no solamente el derecho a formar libremente la propia conciencia sino también a obrar de manera conforme a los imperativos de la misma`.

Ahora bien, ¿qué consecuencias prácticas derivan de este derecho general de libertad? En realidad, esas consecuencias se limitan a una sola, a saber: elevar a criterio hermenéutico fundamental el que toda norma que imponga mandatos o prohibiciones, limitando así la libertad natural, ha de ser concebida y tratada como una norma que limita derechos fundamentales. Como es obvio, este derecho prima facie no convierte en legítima cualquier conducta, ni deja inerme al legislador para proteger bienes sociales o para ejecutar su proyecto político dentro de la Constitución; al contrario, como observa A=y, la amplitud del supuesto de hecho que comporta el derecho general de libertad -potencialmente toda acción- "exige una correspondiente amplia versión de la cláusula restrictiva” 67. De lo que se trata es simplemente de redefinir la presunción de legitimidad constitucional de la ley en los términos que ya conocemos cuando se trata de interferir en el ámbito de los derechos y, por tanto, de extender la exigencia de ponderación para toda medida que comporte un sacrificio en la libertad de acción. Por ello, si junto a los derechos fundamentales concretos o específicos, concebimos la existencia de un derecho general de libertad, esa necesidad de justificación deberá extenderse a todas las normas que limiten la libertad. En suma, el contenido de la norma de clausura puede formularse así: "Toda acción (hacer u omitir) está permitida, a menos que esté prohibida por una norma jurídica formal y materialmente constitucional".

Ciertamente, este enfoque desvirtúa la ya conocida distinción entre lo que es la delimitación constitucional de los derechos fundamentales y lo que aparece como su limitación externa; y ello no sólo porque existan ciertas dificultades de interpretación derivadas de la indeterminación de los derechos, según se ha visto, sino porque el ámbito de la libertad jurídica no se agota en los derechos fundamentales específicos, sino que viene a coincidir con la propia libertad natural. Dicho más claramente, todo lo que la Constitución no prohíbe u ordena debe reputarse en principio jurídicamente permitido, y la extensión a esa esfera de inicial permisión de normas imperativas que limitan la libertad requiere un respaldo constitucional suficiente; es decir, requiere la existencia de algún valor que pueda o deba

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ser protegido en un Estado de Derecho, y cuya garantía exija un cierto sacrificio de la libertad. Por ello, me parece que es una verdad a medias esa afirmación, tan corriente entre los juristas, de que, "el principio general de libertad autoriza a los ciudadanos a llevar a cabo todas aquellas actividades que la ley no prohíba". Y es una verdad a medias porque, si bien es cierto que en principio el ciudadano no es libre cuando tropieza con normas imperativas, también lo es que en un Estado constitucional garantizado el legislador no es libre para imponer cualesquiera condiciones o cargas.

Este planteamiento ha sido objeto de numerosas críticas, sobre todo en Alemania, que es donde el derecho general de libertad ha encontrado un más amplio desarrollo`. En España, G. PECES-BARBA, seguido muy de cerca por A.L. MARTINEZ -PUJALTE70, ha censurado también esta expresión de "anarquismo jurídico" que defendí en mi libro de 1990, origen del presente trabajo. Sus objeciones creo que se resumen en lo siguiente: la norma de clausura no puede ser el derecho general de libertad; este derecho supone una concepción excesivamente individualista y subjetivista que conduce a un cierto iusnaturalismo; y, por último, muy unido a lo anterior, la norma de clausura reduce los derechos fundamentales a la libertad negativa, olvidándose del Estado social y de los derechos prestacionales. Me parece que los tres frentes de crítica revelan una defectuosa comprensión de lo que significa el derecho general de libertad.

En primer lugar, dice PECES-BARBA que la auténtica norma de cierre del sistema de derechos fundamentales son los "valores superiores" del artículo 1, 1 y no la libertad general de acción. Sospecho que no usamos la expresión "norma de clausura" en el mismo sentido: lo que aquí interesa no es la identificación de una norma material a la que puedan reconducirse los distintos derechos y que sea capaz de ofrecer un "cierre" sistemático al conjunto de todos ellos, ejercicio intelectual de muy amplias pretensiones. Más modestamente, aquí se intenta ofrecer una respuesta jurídica a aquellos comportamientos -acciones u omisiones- que precisamente no encuentran encaje o que no pueden ser subsumidos claramente en ningún derecho específico. La he llamado norma de clausura porque creo que es una norma y que es de clausura; es una norma porque nos dice cómo debemos actuar ante una decisión pública que interfiere en el ámbito de la libertad, esto es, nos dice qué es lo que hay que fundamentar en los casos indicados; y es de clausura porque nos ofrece esa respuesta para todos aquellos comportamientos que no están contemplados en los derechos fundamentales específicos. Dicho esto, tampoco tengo dificultad en reconocer que si, desde un punto de vista, este derecho general cierra o clausura el sistema en el sentido comentado, desde otra óptica representa también una apertura por cuanto extiende la exigencia de ponderación más allá de la esfera estricta de los derechos específicos.

Para los fines propuestos no alcanzo a comprender qué papel pueden desempeñar "valores superiores" diferentes al de libertad, salvo justamente el de servir como criterios de ponderación para justificar la ley limitadora; es decir, la defensa de la igualdad, la justicia o el pluralismo político puede

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representar el fundamento de una medida restrictiva sobre la libertad y, en ese aspecto, tales valores se integrarán eventualmente (cuando vengan al caso) en la segunda parte de la norma de clausura. Y con ello paso a la segunda objeción. PECES-BARBA, con su acusación de individualismo y de subjetivismo (unida a la de anarquismo, que tampoco me molesta) parece tener presente sólo la primera parte de la norma de clausura e interpretarla, más o menos, como que todo sujeto está autorizado para hacer lo que le venga en gana. Pero olvida la otra parte, que encierra el núcleo de la ponderación: toda acción está, en principio, permitida, salvo que una ley formal y materialmente constitucional la haya prohibido, y no cabe duda que ese fundamento material puede venir proporcionado por los valores superiores; es más, yo creo que no sólo por ellos.

Con esto me parece que hemos dado también respuesta a la tercera objeción: no hay olvido de los derechos prestacionales ni de las exigencias del Estado social, que si están algo maltrechos no es precisamente por cul-pa de la libertad. Al margen de que pueda construirse también un derecho general a la igualdad, aquí estamos hablando exclusivamente de un problema, el de la libertad negativa, que para nada condiciona la suerte de otros derechos. Más bien al contrario, como venimos diciendo; esos otros derechos pueden configurarse, eventualmente, como el fundamento de una restricción legítima a la libertad de acción. De nuevo puede responder ALEXY: "se puede sostener la concepción del derecho general de libertad y, sin embargo, conferir mayor relevancia, en general, a principios que apuntan a bienes colectivos de forma tal que, al final, la libertad negativa definitiva sea muy reducida (...) (pero) las intervenciones en la libertad negativa siguen siendo siempre lo que son, es decir, intervenciones en un determinado tipo de libertad. Esto significa que, en tanto tales, tienen que ser justificables". Es verdad, como observa PECES-BARBA, que la libertad de la que aquí venimos hablando, la libertad negativa de hacer u omitir, no agota el concepto más rico y complejo de la libertad en un Estado social y democrático de Derecho, que comprendería, por ejemplo, la satisfacción de necesidades básicas de orden material y cultural, la participación política, etc. Pero el derecho general a la libertad no es obstáculo para esto; su objetivo se circunscribe a esa llamada libertad negativa que es, cuando menos, la parte primera de la libertad en general.

En definitiva, la norma de clausura no implica ninguna sobrevaloración acrítica de la libertad individual; al contrario, viene a equilibrar una balanza que de otro modo quedaría trucada en favor de la autoridad. Aceptando el igual valor en abstracto de todos los derechos y bienes constitucionales74 y, por tanto, el igual valor de la libertad y de sus restricciones, lo que se sugiere es que el conflicto entre la libertad y el deber se formule precisa-mente en términos de conflicto constitucional, lo que debe obligar a un ejercicio de ponderación entre la libertad limitada y el bien que sirve de fundamento a la norma limitadora. Sin duda, esto no elimina un amplio margen de discrecionalidad, pero sí intenta eliminar la arbitrariedad. Primero, porque el derecho general supone una apelación a la racionalidad donde antes sólo existía el imperio de la autoridad o, más exactamente, porque con ella viene a completarse la legitimidad formal (democrática) de

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la ley con una exigencia de legitimidad material que es indispensable si es que las libertades y los derechos representan decisiones básicas de orden constitucional. Y, en segundo término y como corolario de lo anterior, porque la norma de clausura significa justamente que en las esferas que afectan a la posición del individuo, las libertades no son excepciones circunstanciales en un mundo dominado por las decisiones del legislador, las cuales sólo deberían "rendir cuentas" cuando entran en conflicto con una libertad o derecho específico, pero sólo entonces; sino, al contrario, que los deberes jurídicos, los mandatos y las prohibiciones, representan limitaciones a la libertad, excepciones a la regla general de libertad y que, como tales excepciones, deben justificarse. En el fondo, el derecho general de libertad es una consecuencia de concebir al costado y a las instituciones como instrumentos o artificios al servicio del individuo, y me parece que ésta es la médula de la filosofía política que representa el fundamento de un modelo constitucional basado en los derechos.

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Notas

1. Una exposición de la más reciente doctrina y jurisprudencia en A. ABA CATOIRA, La limitación de los derechos en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional español, Tirant lo Blanch, Valencia, 1999.

2. Naturalmente, no todas las prohibiciones que pesan sobre el legislador adoptan la forma de derechos fundamentales; y, por otra parte, estos últimos no deben concebirse tampoco desde una perspectiva sólo defensiva o negativa, como el núcleo de lo que el legislador "no puede hacer„, sino que ofrecen una dimensión ' positiva o directiva de ciertas esferas de la acción política. Pero, a los efectos que ahora nos interesan, creo que no hay impedimento en considerar que los derechos, más concretamente las libertades y garantías individuales, se configuran ante todo como un ámbito prohibido para la ley.

3. Tras afirmar que todos tienen derecho a sindicarse libremente, dicho precepto añade que "la ley podrá limitar o exceptuar el ejercicio de este derecho a las Fuerzas o Institutos Armados o a los demás Cuerpos sometidos a disciplina militar (...)". Pero, en realidad, aquí se produce una suerte de desconstitucionalización o delegación abierta en favor del legislador, que goza de competencia para configurar de acuerdo con su ideario el derecho de sindicación de cierta clase de funcionarios

4. DE OTTO, l., "La regulación del ejercicio de los derechos y libertades", en L. MARTÍN-RETORTILLO e 1. DE OTTO, Derechos fundamentales y Constitución, Civitas, Madrid, 1988, p. 137. Como tantos otros debates a propósito de la limitación de los derechos, éste se reproduce también en la doctrina alemana, entre otras razones porque el artículo 53, 1 de la Constitución española está tomado-aunque no miméticamente-del 19,2 de la alemana; sobre el particular vid. J.C. GAVARA DE CARA, Derechos fundamentales y desarrollo legislativo. La garantía del contenido esencial de los derechos fundamentales en la Ley Fundamental de Bonn, C. E. C., Madrid, 1994, pp. 161 y ss. La tesis de DE OTTO es acogida en España por G. PECES-BARBA, Curso de Derechos fundamentales. Teoría general, con la colaboración de R. DE ASÍS, C. FERNÁNDEZ Liesa y A. Llamas, Univ. Carlos III y B.O.E., Madrid, 1995, p. 589; también por R. SÁNCHEZ FERRIZ, Estudio sobre las libertades, Titant lo Blanch, Valencia, 1995, pp. 261 y ss.; y, de forma más rotunda, por A. L. MARTÍNEZ-PUJALTE, quien escribe que, "más allá de los contornos que los delimitan no puede existir protección constitucional del derecho fundamental y, en cambio, dentro de ellos la protección constitucional es absoluta", La garantía del contenido esencial de los derechos fundamentales, C.E.C., Madrid, 1997,p. 53. Por el contrario, aboga por una concepción amplia del contenido de los derechos y consiguientemente por una visión en términos de "límites" M. MEDINA GUERRERO, La vinculación negativa del legislador a los derechos fundamentales, McGraw-Hill,

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Madrid, 1996, pp. 93 y ss.5. Sin contar la dificultad evidente que deriva del artículo 53, 1 de la

Constitución, pues si, como veremos, el legislador cuenta con una habilitación general para regular el ejercicio de los derechos con respeto a su contenido esencial, parece que al menos ostenta una competencia configuradora sobre el contenido no esencial o accesorio. Vid. L. AGUIAR DE LUQUE, "Los límites de los dere-chos fundamentales", Revista del Centro de Estudios Constitucionales, N.° 14, 1993, p.24.

6. Sin duda, aún se puede discutir si el concepto de "armas" utilizado por la ley limitadora es o no constitucional y, desde luego, mucho más se puede discutir si la interpretación legal de lo que es una "reunión pacífica" resulta congruente con la Constitución. Precisamente porque pueden surgir casos dudosos donde las cláusulas restrictivas han de sopesarse con el principio iusfundamental de la libertad de reunión, ALEXY prefiere considerar esos límites de la Constitución alemana-sustancialmente idénticos a los establecidos en España como una auténtica restricción al derecho y no como una parte de su tipificación, Teoría de los derechos fundamentales, trad. de E. Garzón Valdés, C.E.C., 1993, pp. 277 y SS.

7. Este es el origen de la llamada doctrina de los límites inmanentes, esto es, de aquellos que no aparecen expresamente mencionados en el enunciado constitucional que recoge el derecho, sino que se quieren hacer derivar de otros bienes constitucionales, como la seguridad colectiva o la protección de otros derechos.

8. A.L. MARTÍNEZ-PUJALTE, La garantía del contenido esencial..., citado, p. 69.

9. Tiene razón L. AGUIAR cuando observa que la tesis de 1. DE OTTO, en la práctica, más que contra el legislador se dirige contra el Tribunal Constitucional, "Los límites de los derechos fundamentales", citado, p. 24.

10. "Se produce así, en definitiva, un régimen de concurrencia normativa, no de exclusión, de tal modo que tanto las normas que regulan el derecho fundamental como las que establecen límites a su ejercicio vienen a ser igualmente vinculantes y actúan recíprocamente. Como resultado de esta interacción, la fuerza expansiva de todo derecho fundamental restringe, por su parte, el alcance de las normas limitadoras que actúan sobre el mismo". STC 254/88.

11. A.L. MARTÍNEZ-PUJALTE, La garantía del contenido esencial..., p. 80 y s.

12. Concretamente, dice el artículo 19 de la Ley Fundamental que "Cuando de acuerdo con la presente Ley Fundamental un derecho fundamental pueda ser restringido por ley o en virtud de una ley, ésta deberá tener carácter general y no ser limitada al caso individual. Además, deberá citar el derecho fundamental indicando el artículo correspondiente". Y añade el apartado segundo: "En ningún caso un derecho fundamental podrá ser afectado en su esencia".

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13. Que la competencia para regular o desarrollar los derechos comprende también la posibilidad de establecer límites ha sido reconocido por el Tribunal Constitucional; así en sentencia 140/86.

14. Como dice ALEXY, desde esta perspectiva "el contenido esencial es aquello que queda después de una ponderación", Teoría de los derechos fundamentales, citado, p. 288.

15. Algunos ejemplos en 1. DE OTTO, "La regulación del ejercicio de los derechos y libertades", citado, pp. 130 y ss.

16. Tomo esta terminología de M. ARAGÓN, si bien la utiliza para referirse a los principios y valores constitucionales, Constitución y democracia, Tecnos, Madrid, 1989, p. 91.

17. A. PREDIERI, "El sistema de las fuentes del derecho", en La Constitución española de 1978, estudio sistemático dirigido por A. PREDIERI y E. GARCÍA DE ENTERRÍA, Civitas, Madrid, 1981, p. 198.

18. Sobre esto llama la atención J.C. GAVARA DE CARA, Derechos fundamentales y desarrollo legislativo..., citado, p. 357.

19. Vid. A. CARRASCO, "El juicio de razonabilidad en la justicia constitucional", en Revista Española de Derecho Constitucional, N.2 11, p. 85 y s.

20. Vid. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, p.

291.

21. Así, en la ya citada sentencia 11 /1981, tras analizar el alcance de la cláusula del contenido esencial, se afirma que la ley puede regular las condiciones de ejercicio del derecho, pero siempre que no sean arbitrarias.

22. Vid. sobre el particular TR. FERNÁNDEZ, De la arbitariedad del legislador. Una crítica de la jurisprudencia constitucional, Civitas, Madrid, 1998.

23. E. GARCÍA DE ENTERRÍA, "La posición jurídica del Tribunal

Constitucional

en el sistema español: posibilidades y perspectivas", en Revista Española de Derecho Constitucional, N.° 1, 1981, p. 54 y s.

24. He tratado el tema en "Los derechos sociales y el principio de igualdad sustancial", en Ley, principios, derechos, Dykinson, Madrid, 1998, pp. 82 y ss.

25. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, p. 161.

26. En palabras del Tribunal Constitucional, no se trata "de establecer jerarquías de derechos ni prevalencias a priori, sino de conjugar, desde la situación jurídica creada, ambos derechos o libertades, ponderando, pesando cada uno de ellos, en su eficacia recíproca", STC 320/1994.

27. R. GUASTINI, "Specificitá dell" interpretazione costituzionale?", en Analisi e Diritto, a cura de P. COMANDUCCI e R. GUASTINI, Giappichelli, Torino, 1996, pp. 177 y ss.

28. En palabras de M. GASCÓN, "no se trata de determinar cuál es el bien más importante, pues, salvo excepciones, lo son todos por igual, especialmente cuando el conflicto se entabla entre los

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propios derechos fundamentales, sino de decidir cuál de las dos normativas resulta más necesaria, relevante o justificada para proteger el correspondiente bien o derecho", Obediencia al Derecho y objeción de conciencia, C.E.C., Madrid, 1990, p. 286.

29. STC 55/1996. Un comentario a ésta y a las dos anteriores sentencias citadas, en las que el Tribunal Constitucional termina por perfilar claramente el principio de proporcionalidad, en I. PERELLO, "El principio de proporcionalidad y la jurisprudencia constitucional", en Jueces para la Democracia, N.° 28,1997, pp. 69 y ss. Si no me equivoco, entre nosotros la aproximación más completa y actualizada sobre el principio de proporcionalidad es la recogida en N.° 5, monográfico, de los Cuademos de Derecho Público, cooordinado por J. Bames, septiembre-diciembre 1998.

30. Vid., por ejemplo, las muchas cautelas que formula al juicio de proporcionalidad de las leyes la STC 55/1996.

31. J. HABERMAS, Facticidad y validez, Introducción y traducción de la cuartaedición revisada de M. Jiménez Redondo, Trotta, Madrid, 1998, p. 332.

32. Ibídem, p. 333.

33. En efecto, por un lado, resulta que, "distintas normas no pueden contradecirse unas a otras si pretenden validez para el mismo círculo de destinatarios; tienen que guardar una relación coherente, es decir, formar sistema"; y, de otro lado, sucede que, "entre las normas que vengan al caso y las normas que -sin perjuicio de seguir siendo válidas- pasan a un segundo plano, hay que poder establecer una relación con sentido, de suerte que no se vea afectada la coherencia del sistema jurídico en su conjunto", Facticidad y validez, citado, pp. 328 y 333.

34. No es casual por ello que también 1. DE OTTO afirme que, "la limitación de las libertades a partir de los valores sólo es posible mediante una ponderación de valores en la que cualquier postura puede sostenerse", "La regulación del ejercicio de los derechos y libertades", citado, p. 117.

35. Vid. K. GÜNTHER, "Un concepto normativo de coherencia para una teoría de la argumentación jurídica", trad. de J.C. Velasco, Doxa, N.° 17-18,1995, p. 279 y SS.

36. R. GUASTINI, "Principios de derecho y discrecionalidad judicial", en Jueces para la Democracia, N.° 34,1999, p. 43. '

37. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, p. 15738. Por eso, como observa GUASTINI, esta tarea comporta una doble

discrecionalidad. "Es discrecional la operación consistente en instituir una jerarquía de valores entre los principios implicados, y es asimismo discrecional la operación consistente en combinar el valor relativo de tales principios a tenor de los diversos casos prácticos", "Principios de derecho y discrecionalidad judicial", citado, p. 44.

39. En realidad, el legislador no puede resolver el conflicto entre principios de un modo definitivo, pues eliminar esa colisión con carácter general requeriría postergar en abstracto un principio en beneficio de otro y, con ello, establecer por vía legislativa una jerarquía entre preceptos constitucionales que, sencillamente,

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supondría asumir un poder constituyente. Sin embargo, el legislador sí puede establecer regulaciones que privilegien o respondan a cierto principio en detrimento de otro, y son esas regulaciones, que entrañan una primera valoración, las que constituyen el objeto del juicio de ponderación.

40. 1. DE OTTO, "La regulación del ejercicio...", citado, p. 151.41. Vid. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, pp.

300 y ss.

42. Vid. M. GASCÓN, Obediencia al Derecho y objeción de conciencia,

citado, pp. 272 y ss.

43. 1. DE OTTO, "La regulación del ejercicio...", citado, pp. 139 y 142.44. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, p. 304.45. Vid. J. MARTÍNEZ-TORRÓN, "El derecho de libertad religiosa en la

jurisprudencia en torno al Convenio europeo de derechos humanos", en Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado, II, 1986, pp. 447 y ss. Un elenco muy completo de las objeciones de conciencia y, por tanto, del tipo de requerimientos que puede formular la conciencia en contraste con la ley en R. NAVARRO-VALLS y J. MARTÍNEZ-TORRÓN, Las objeciones de conciencia en el Derecho españoly comparado, McGraw-Hill, Madrid, 1997.

46. No comparte esta idea A. L. MARTÍNEZ-PUJALTE, La garantía del contenido esencial..., citado, p. 61, quien propone una doble restricción al concepto de conciencia: la primera, obvia pero difícil de articular jurídicamente, es que la libertad de conciencia sólo cubriría aquellas conductas motivadas por razones de conciencia moral, pero no por otras razones, por ejemplo, económicas, de comodidad, etc. La segunda es que, a efectos constitucionales, la única conciencia atendible sería aquella que deriva de una ideología o religión, que es lo que reconoce el artículo 16, 1. En relación con el primer argumento, es cierto en linea de principio y, frente a lo que sugiere el citado autor, nunca he dicho lo contrario. Tan sólo conviene hacer dos precisiones, a saber: la comprobada incapacidad de las técnicas jurídicas para fiscalizar los recintos de la conciencia, y la experiencia española a propósito de la objeción al servicio militar (o al aborto) es un ejemplo palmario; y la evidente dificultad constitucional que deriva del artículo 14 para diseñar exenciones o privilegios en favor de quienes profesan una cierta opinión moral, pues justamente la opinión es uno de los criterios "prohibidos" (relativamente prohibidos, es verdad) a la hora de repartir las cargas y de cumplir los deberes; de ambas cuestiones me ocupé en "Insumisión y libertad de conciencia", en Ley y conciencia, ed. de G. Peces-Barba, Univ. Carlos 11 1, B.O.E., Madrid, 1993, pp. 137 y ss. Por lo que se refiere al segundo argumento, si lo he entendido bien, no creo que introduzca ninguna restricción seria al concepto de conciencia, pues todo dictamen moral, por muy autónomo y solipsista que sea, siempre se puede incardinar en alguna ideología o religión (y, en todo caso, si no puede incardinarse, podrá fundarla), dado que las hay para todos los gustos; al margen de que también aquí operaría el artículo 14 y su prohibición de discriminar por motivos de opinión.

47. De modo rotundo afirma aquí el Tribunal que, "la objeción de conciencia forma parte del contenido esencial a la libertad ideológica y religiosa".

48. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, pp. 311 y ss.

49. Vid. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, pp. 316 y ss.

50. Vid. C. MORTATI, Istitutzioni di Diritto Pubblico, 9.' ed., Cedam, Padova, 1976, pp. 1036 y ss.

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51. "Pues el principio general de libertad que la Constitución (art. 1,1) consagra autoriza a los ciudadanos a llevar a cabo todas aquellas actividades que la ley no prohíbe...", STC 83/1984.

52. Vid. el planteamiento de N. BOBBIO a propósito de la relación entre imperativos y permisos, Teoría general del Derecho, trad. de E. Rozo, Debate, Madrid, 1991, PP. 99 y SS.

53. Hoy matizaríamos en el sentido de que puede hacerlo todo, pero con el límite de la Constitución y, en particular, con el límite de los derechos fundamentales específicos.

54. T. HOBBES, Leviatan (1651), ed. De C. Moya y A. Escohotado, Ed. Nacional, Madrid, 1979, capítulo XXI, p. 302.

55. M. GASCÓN, Obediencia al Derecho y objeción de conciencia, citado, p. 275.

56. R. ALEXY, Teoría de la derechos fundamentales, citado, p. 333. Subrayado en el original.

57. Vid. J.C. GAVARA, Derechos fundamentales y desarrollo legislativo, citado, pp. 240 y ss.

58. Vid., por ejemplo, el comentario de A. BARBERÁ al artículo 2 en G. BRANCA, Commentario delta Costituzione, Zanichelli, Bolonia, Roma, 1975, pp. 65 y ss.

59. Vid. algunos ejemplos en el volumen Libertá e Giurisprudenza costituzionale, a cura di V Angiolini, Giappichelli, Torino,1992.

60. En sentido conforme L. AGUIAR DE LUQUE, quien habla de un, "principio general de libertad del ser humano, que en el caso de la Constitución española encuentra plasmación en los artículos 1, 1 y 9,2", "Los limites de los derechos fundamentales", citado, p. 12.

61. "La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social".

62. "¿Dónde se halla, pues, el justo límite de la soberanía del individuo sobre sí mismo?", se preguntaba J. STUART MILL: "En no perjudicar los intereses de los demás, o más bien, ciertos intereses que, sea por una disposición legal expresa, sea por un acuerdo tácito, deben ser considerados como derechos", Sobre la libertad (1859), trad. de J. Sainz, Ed. Orbis, Barcelona, 1985, cap. IV, p. 91. Vid. ampliamente C.S, NINO, Ética y derechos humanos, Ariel, Barcelona, 1989, pp. 199 y ss.

63. Que lo que suele conocerse como libertad de conciencia forma parte de la libertad ideológica ha sido expresamente reconocido por el Tribunal Constitucional: "La libertad de conciencia es una concreción de la libertad ideológica", STC 15/1982.

64. J. HERVADA, "Libertad de conciencia y error moral sobre una terapéutica", en Persona y Derecho, Vol. ti, 1984, p. 42 y s.

65. E. STEIN, Derecho político, trad. de F Sainz Moreno, nota preliminar de F. RUBIO LLORENTE, Aguilar, Madrid, 1973, p. 210. Ya antes escribía PÉREZ SERRANO que la libertad de conciencia no podía referirse a la dimensión interna de la moral, donde la acción del Estado "ha de detenerse por injusta y por estérilmente ineficaz"; "su médula consiste en la posibilidad, jurídicamente ga-rantizada, de acomodar el sujeto su conducta religiosa y su canon

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de vida a lo que prescribe su propia convicción", Tratado de Derecho político, Cívitas, Madrid, 1976, p. 623.

66. STC 15/1982. Por eso, el derecho general de libertad configurado a partir de la libertad ideológica y religiosa resulta especialmente fecundo para encarar los problemas de las numerosas modalidades de objeción de conciencia no tipificadas en la Constitución, que recoge sólo la relativa al servicio militar. Es más, en esta misma sentencia se afirma que "la objeción de conciencia constituye una especificación de la libertad de conciencia". Sobre ello, y además del libro ya citado de M. GASCÓN, Obediencia al Derecho y objeción de conciencia, puede verse mi capítulo sobre "La objeción de conciencia" en LC. IBÁN, A. MOTILLA y L. PRIETO, Curso de Derecho Eclesiástico, Facultad de Derecho, Universidad Complutense, Madrid, 1991, pp. 343 y ss.

67. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, p. 334. 68. Ibídem, p. 337.

69. Vid. una respuesta a tales críticas en la amplia exposición de R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, pp. 331 y ss.

70. G. PECES-BARBA, Curso de derechos fundamentales, citado, pp. 363 y ss; A. L. MARTÍNEZ-PUJALTE, La garantía de/ contenido esencial..., citado, pp. 56 y ss.

71. Estudios sobre derechos fundamentales, Debate, Madrid, capítulo VII.

72. Esto lo reconoce también ALEXY: "el sistema es cerrado en la medida en que el derecho general de libertad proteje ampliamente prima facie la libertad negativa (en sentido estricto). Es abierto en la medida en que la existencia del derecho general de libertad mantiene abierta la posibilidad de nuevos derechos definitivos, como así también de nuevos derechos tácitos", Teoría de los derechos fundamentales, citado, p. 365.

73. Ibídem, p. 366.74. Entre los que hay que incluir, sin duda, el valor de la democracia y

el consiguiente respeto a las legítimas opciones legislativas.

NEOCONSTITUCIONALISMOY PONDERACIÓN JUDICIAL (*)*

1. ¿Qué puede entenderse por neoconstitucionalismo?

Neoconstitucionalismo, constitucionalismo contemporáneo o, a veces también, constitucionalismo a secas son expresiones o rúbricas de uso cada día más difundido y que se aplican de un modo un tanto confuso para aludir a distintos aspectos de una, presuntamente, nueva cultura jurídica. Creo que son tres las acepciones principales'. En primer lugar, el constitucionalismo puede encarnar un cierto tipo de Estado de Derecho, designando por tanto el modelo institucional de una de terminada forma de organización política. En segundo término, el constitucionalismo es también una teoría del Derecho, más concretamente aquella teoría apta para ex-plicar las características de dicho modelo. Finalmente, por

* Publicado en: Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid 5, 2001.

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constitucionalismo cabe entender también, la ideología que justifica o defiende la fórmula política así designada.

Aquí nos ocuparemos preferentemente de algunos aspectos relativos a las dos primeras acepciones, pero conviene decir algo sobre la tercera. En realidad, el (neo) constitucionalismo, como ideología, presenta diferentes niveles o proyecciones. El primero y aquí menos problemático es el que puede identificarse con aquella filosofía política que considera que el Estado Constitucional de Derecho representa la mejor o más justa forma de organización política. Naturalmente, que sea aquí el menos problemático no significa que carezca de problemas; todo lo contrario, presentar el constitucionalismo como la mejor forma de gobierno ha de hacer frente a una objeción importante, que es la objeción democrática o de supremacía del legislador: a más Constitución y a mayores garantías judiciales, inevitablemente se reducen las esferas de decisión de las mayorías parlamentarias, y ocasión tendremos de comprobar que esta es una de las consecuencias de la ponderación judicial.

Una segunda dimensión del constitucionalismo como ideología es aquella que pretende ofrecer consecuencias metodológicas o conceptuales y que puede resumirse así: dado que el constitucionalismo es el modelo óptimo de Estado de Derecho, al menos allí donde existe cabe sostener una vinculación necesaria entre el Derecho y la moral y postular por tanto alguna forma de obligación de obediencia al Derecho. Por último, la tercera versión del constitucionalismo ideológico, que suele ir unida a la anterior y que tal vez podría denominarse constitucionalismo dogmático, representa una nueva visión de la actitud interpretativa y de las tareas de la ciencia y de la teoría del Derecho, propugnando bien la adopción de un punto de vista interno o comprometido por parte del jurista, bien una labor crítica y no sólo descriptiva por parte del científico del Derecho. Ejemplos de estas dos última implicaciones pueden encontrarse en los planteamientos de autores como DWOKIN, HABERMAS, ALEXY, NINO, ZAGREBELSKY y, aunque tal vez de un modo más matizado.

2. El modelo de Estado Constitucional de Derecho

En la primera acepción, como tipo de Estado de Derecho, cabe decir que el neoconstitucionalismo es el resultado de la convergencia de dos tradiciones constitucionales que con frecuencia han caminado separadas': una primera que concibe la Constitución como regla de juego de la competencia social y política, como pacto de mínimos que permite asegurar la autonomía de los individuos como sujetos privados y como agentes políticos a fin de que sean ellos, en un marco democrático y relativamente igualitario, quienes desarrollen libremente su plan de vida personal y adopten en lo fundamental las decisiones colectivas pertinentes en cada momento histórico. En líneas generales, esta es la tradición norteamericana originaria, cuya contribución básica se cifra en la idea de supremacía constitucional y en su consiguiente garantía jurisdiccional: dado su carácter de regla de juego y, por tanto, de norma lógicamente superior a quienes participan en ese juego, la Constitución se postula como jurídicamente su-

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perior a las demás normas y su garantía se atribuye al -, más "neutro" de los poderes, a aquel que debe y que mejor puede mantenerse al margen del debate político, es ' decir, al poder judicial. La idea del poder constituyente; del pueblo se traduce aquí en una limitación del poder político y, en especial, del más amenazador de los pode- ' res, el legislativo, mediante la cristalización jurídica de su forma de proceder y de las barreras que no puede tras- I pasar en ningún caso. En este esquema, es verdad que el constitucionalismo se resuelve en judicialismo, pero; -con independencia, ahora, de cuál haya sido la evolución del Tribunal Supremo norteamericano'- se trata, .i en principio, de un judicialismo estrictamente limitado a vigilar el respeto hacia las reglas básicas de la organización política.

La segunda tradición, en cambio, concibe la Constitución como la encarnación de un proyecto político bastante bien articulado, generalmente como el ; programa directivo de una empresa de transformación social y política. Si puede decirse así, en esta segunda tradición la Constitución no se limita a fijar las reglas de ' juego, sino que pretende participar directamente en el mismo, condicionando con mayor o menor detalle las ~ futuras decisiones colectivas a propósito del modelo económico, de la acción del Estado en la esfera de la educación, de la sanidad, de las relaciones laborales, etc. También, en líneas generales, cabe decir que esta es la concepción del constitucionalismo nacido de la revolución francesa, cuyo programa transformador quería tomar cuerpo en un texto jurídico supremo. Sin embargo, aquí la idea de poder constituyente no quiere agotarse en los estrechos confines de un documento jurídico que sirva de límite a la acción política posterior, sino que pretende perpetuarse en su ejercicio por parte de quien resulta ser su titular indiscutible, el pueblo; pero, como quiera que ese pueblo actúa a través de sus representantes, a la postre será el legislativo quien termine encarnando la rousseauniana voluntad general que, como es bien conocido, tiende a concebirse como ilimitada. Por esta y por otras razones que no es del caso comentar, pero entre las que se encuentra la propia disolución de la soberanía del pueblo en la soberanía del Estado, tanto en Francia como en el resto de Europa a lo largo del siglo XIX y parte del XX, la Constitución tropezó con dificultades prácticamente insalvables para asegurar su fuerza normativa frente a los poderes constituidos, singularmente frente al legislador y frente al gobierno. De modo que este constitucionalismo se resuelve más bien en legalismo: es el poder político de cada momento, la mayoría en un sistema democrático, quien se encarga de hacer realidad o, muchas veces, de frustrar cuanto aparece "prometido" en la Constitución.

Sin duda, la presentación de estas dos tradiciones resulta esquemática y necesariamente simplificada. Sería erróneo pensar, por ejemplo, que en el primer modelo, la Constitución se compone sólo de reglas formales y procedimentales, aunque sólo sea porque la definición de las reglas de juego reclama también normas sustantivas relativas a la protección de ciertos derechos fundamentales. Como también sería erróneo suponer que en la tradición europea todo son Constituciones revolucionarias, prolijas en su afán reformador y carente de cualquier fórmula de garantía frente a los

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poderes constituidos. Pero, como aproximación general, creo que sí es cierto que en el primer caso la Constitución pretende determinar fun-damentalmente quién manda, cómo manda y, en parte también, hasta dónde puede mandar; mientras que en el segundo caso la Constitución quiere condicionar también en gran medida qué debe mandarse, es decir, cuál ha de ser la orientación de la acción política en numerosas materias. Aunque, eso sí, como contrapartida, la fórmula más modesta parece haber gozado de una supremacía normativa y de una garantía jurisdiccional mucho más vigorosa que la exhibida por la versión más ambiciosa.

El neoconstitucionalismo reúne elementos de estas dos tradiciones: fuerte contenido normativo y garantía jurisdiccional. De la primera de esas tradiciones se recoge la idea de garantía jurisdiccional y una correlativa desconfianza ante el legislador; cabe decir que la noción de poder constituyente propia del neoconstitucionalismo es más liberal que democrática, de manera que se traduce en la existencia de limites frente a las decisiones de la mayoría, no en el apoderamiento de esa mayoría a fin de que quede siempre abierto el ejercicio de la soberanía popular a través del legislador. De la segunda tradición se hereda, sin embargo, un ambicioso programa normativo que va bastante más allá de lo que exigiría la mera organización del poder mediante el establecimiento de las reglas de juego. En pocas palabras, el resultado puede resumirse así: una Constitución transformadora que pretende condicionar de modo importante las decisiones de la mayoría, pero cuyo protagonismo fundamental no corresponde al legislador, sino a los jueces.

Para comprender mejor el alcance del constitucionalismo contemporáneo, al menos en el marco de la cultura jurídica europea, tal vez conviene recordar y tomar como punto de referencia la aportación del KELSEN, cuyo modelo de justicia constitucional, llamado de jurisdicción concentrada, sigue siendo, por lo demás, el modelo vigente en Alemania, Italia, España o Portugal, aunque seguramente esa vigencia se cifre más en la apariencia de su forma de organización que en la realidad de su funcionamiento. KERSEN, en efecto, fue un fume partidario de un constitucionalismo escueto, circunscrito al establecimiento de normas de competencia y de procedimiento, esto es, a una idea de Constitución como norma normarum, como norma reguladora de las fuentes del Derecho y, con ello, reguladora de la distribución y del ejercicio del poder en t.re los órganos estatales'. La Constitución es así, ante todo, una norma "interna" a la vida del Estado, que garantiza sólo el pluralismo en la formación parlamentaria de la ley, y no una norma "externa" que desde la soberanía popular pretenda dirigir o condicionar de manera decisiva Ia acción política de ese Estado, es decir, el contenido de sus leyes'. Puede decirse que con KIISEN el constituciona-lismo europeo alcanza sus últimas metas dentro de lo que eran sus posibilidades de desarrollo: la idea de un Tribunal Constitucional es verdad que consagraba la supremacía jurídica de la Constitución, pero su neta separación de la jurisdicción ordinaria representaba el mejor homenaje al legislador y una palmaria muestra de desconfianza ante la judicatura, bien es verdad que entonces estimulada por , el Derecho libre; y asimismo, la naturaleza formal de la Constitución, que dejaba amplísimos espacios a la

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política, suponía un segundo y definitivo acto de reconocimiento al legislador'.

Constituciones garantizadas sin contenido normativo y Constituciones con un más o menos denso contenido normativo, pero no garantizadas. En cierto modo, este es el dilema que viene a resolver el neoconsti-tucionalismo, apostando por una conjugación de ambos modelos: Constituciones normativas garantizadas. Que una Constitución es normativa significa que, además de regular la organización del poder y las fuentes del Derecho -que son dos aspectos de una misma realidad-, genera ' de modo directo derechos y obligaciones inmediatamente exigibles. Los documentos jurídicos adscribibles al neoconstitucionalismo se caracterizan, efectivamente, porque están repletos de normas que le indican a los po-deres públicos, y con ciertas matizaciones también a los particulares, qué no pueden hacer y muchas veces también qué deben hacer. Y dado que se trata de normas y más concretamente de normas supremas, su eficacia ya no depende de la interposición de ninguna voluntad legislativa, sino que es directa e inmediata. A su vez, el carácter garantizado de la Constitución supone que sus preceptos pueden hacerse valer a través de los procedi-mientos jurisdiccionales existentes para la protección de los derechos: la existencia de un Tribunal Constitucional no es, desde luego, incompatible con el neoconstitucionalismo, pero sí representa un residuo de otra época y de otra concepción de las cosas, en particular de aquella época y de aquella concepción (kelseniana) que hurtaba el conocimiento de la Constitución a los jueces ordinarios, justamente por considerar que aquélla no era una verdadera fuente del Derecho, sino una fuente de las fuentes, cuyos conflictos habían de dirimirse ante un órgano especialísimo con un rostro mitad político y mitad judicial. Pero si la Constitución es una norma de la que nacen derechos y obligaciones en las más diversas esferas de relación jurídica, su conocimiento no puede quedar cercenado para la jurisdicción ordinaria, por más que la existencia de un Tribunal Constitucional imponga complejas y tensas fórmulas de armonización.

El constitucionalismo europeo de postguerra parece, así, haber tomado elementos de distintas procedencias, conjugándolos de un modo bastante original. Frente a la idea rousseauniana de una soberanía popular permanentemente activa que, además de dotarse de una Constitución, quiere prolongarse en la inagotable voluntad general que se hace efectiva a través del legislador, parece haber retornado, más bien, a la herencia norte-¿ ti nericana que veía en la Constitución la expresión acabada (te un poder constituyente limitador de los poderes constituidos, incluido el legislador. Pero, frente a la concepción más escueta de la Constitución como regla del juego que se reduce a ordenar el pluralismo político en la formación de la ley, una visión presente en el primer constitucionalismo norteamericano pero también en KELSEN, las nuevas Constituciones no renuncian a incorporar en forma de normas sustantivas lo que han de ser los grandes objetivos de la acción política, algo que se inscribe mejor en la tradición de la revolución francesa. Del primero de los modelos enunciados, se deduce la garantía judicial, que es el método más consecuente de articular la limitación del legislador; pero del segundo, se deducen los parámetros del

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enjuiciamiento, que ya no son reglas formales y procedimentales, sino normas sustantivas.

Desde esta perspectiva, no cabe duda que el Estado constitucional representa una fórmula del Estado de Derecho, acaso su más cabal realización, pues si la esencia del Estado de Derecho es el sometimiento del poder al Derecho, sólo cuando existe una verdadera Constitución ese sometimiento comprende también al legislativo. Y esto, en sí mismo, no es ninguna novedad. Ya en 1966 Elías Díaz se preguntaba si en el Estado de Derecho habría base para el absolutismo legislativo y su respuesta era categóricamente negativa: "el poder legislativo está limitado por la Constitución y por los Tribunales, ordinarios o especiales según los sistemas, que velan por la garantía de la constitucionalidad de las leyes". Sin embargo, al margen de que el citado autor insistiese más en el principio de legalidad que en el de constitucionalidad y, al margen, también, de que afirmase la supremacía (más que el equilibrio) del legislativo sobre el judicial, hay, al menos, dos elementos en el constitucionalismo contem-poráneo que suponen una cierta corrección al modelo liberal europeo de Estado de Derecho y ambos han sido ya aludidos. El primero es la fuerte "rematerialización" constitucional, impensable en el contexto decimonónico. La Constitución ya no sólo limita al legislador al establecer el modo de producir el Derecho y, a lo sumo, algunas barreras infranquables, sino que lo limita también al predeterminar amplias esferas de regulación jurídica, en ocasiones, por cierto, de forma no suficientemente unívoca ni concluyente. El segundo elemento, y tal vez más importante, es lo que pudiéramos llamar el desbordamiento constitucional', esto es, la inmersión de la Constitución dentro del ordenamiento jurídico como una norma suprema. Los operadores jurídicos ya no acceden a la Constitución a través del legislador, sino que lo hacen directamente, y, en la medida en que aquélla disciplina numerosos aspectos sustantivos, ese acceso se produce de modo permanente, pues es difícil encontrar un problema jurídico medianamente serio que carezca de alguna relevancia constitucional.

Conviene subrayar la importancia que para la justicia constitucional tiene la confluencia de esas dos tradiciones y, consiguientemente, la incorporación de principios, derechos y directivas a un texto que se quiere con plena fuerza normativa. Porque ahora esas cláusulas materiales no se presentan sólo como condiciones de validez de las leyes, según advirtió KELSEN de forma crítica. Si únicamente fuese esto, el asunto sería transcendental sólo para aquellos órganos con competencia específica para controlar la ley, lo que en verdad no es poco. Sin embargo, la vocación de tales principios no es desplegar su eficacia a través de la ley -se entiende, de una ley respetuosa con los mismos- sino hacerlo de una forma directa e independiente. Con lo cual la normativa constitucional deja de estar "secuestrada" dentro de los confines que dibujan las relaciones entre órganos estatales, deja de ser un problema exclusivo que resolver entre el legislador y el Tribunal Constitucional, para asumir la función de normas ordenadoras de la realidad que los jueces ordinarios pueden y deben utilizar como parámetros fundamentales de sus decisiones. Desde luego,

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las decisiones del legislador siguen vinculando al juez, pero sólo a través de una interpretación constitucional que efectúa este último`.

3. El neoconstitucionalismo como teoría del Derecho

El Estado constitucional de Derecho que acaba de ser descrito parece reclamar una nueva teoría del Derecho, una nueva explicación que en buena medida se aleja ' de los esquemas del llamado positivismo teórico. Hay algo bastante obvio: la crisis de la ley, una crisis que no responde sólo a la existencia de una norma superior, sino también a otros fenómenos más o menos conexos al constitucionalismo, como el proceso de unidad europea, el desarrollo de las autonomías territoriales, la revitalización de las fuentes sociales del Derecho, la pérdida o deterioro de las propias condiciones de racionalidad legislativa, como la generalidad y la abstracción, etc.". En suma, la ley ha dejado de ser la única, suprema y ra-cional fuente del Derecho que pretendió ser en otra época, y tal vez este sea el síntoma más visible de la crisis de la teoría del Derecho positivista, forjada en torno a los dogmas de la estatalidad y de la legalidad del Derecho. Pero seguramente la exigencia de renovación es más profunda, de manera que el constitucionalismo esté impulsando una nueva teoría del Derecho, cuyos rasgos más sobresalientes cabría resumir en los siguientes cinco epígrafes, expresivos de otras tantas orientaciones o líneas de evo-lución: más principios que reglas; más ponderación que subsunción; omnipresencia de la Constitución en todas las áreas jurídicas y en todos los conflictos mínimamente relevantes, en lugar de espacios exentos en favor de la opción legislativa o reglamentaria; omnipotencia judicial en lugar de autonomía del legislador ordinario; y, por último, coexistencia de una constelación plural de valores, a veces tendencialmente contradictorios, en lugar de homogeneidad ideológica en torno a un puñado de principios coherentes entre sí y en torno, sobre todo, a las sucesivas opciones legislativas`.

Comenzaremos por lo que, tal vez, se perciba mejor, la omnipresencia de la Constitución. Como hemos dicho, esta última ofrece un denso contenido material compuesto de valores, principios, derechos fundamentales, directrices a los poderes públicos, etc., de manera que es difícil concebir un problema jurídico medianamente serio que no encuentre alguna orientación y, lo que es más preocupante, en ocasiones distintas orientaciones en el texto constitucional: libertad, igualdad -formal, pero también sustancial- seguridad jurídica, propiedad privada, cláusula del Estado social, y así una infinidad de criterios normativos que siempre tendrán alguna relevancia. Es más, cabe decir que detrás de cada precepto legal se adivina siempre una norma constitucional que lo confirma o lo contradice. Por ejemplo, la mayor parte de los artículos del Código civil protegen bien la autonomía de la voluntad, bien el sacrosanto derecho de propiedad, y ambos encuentran, sin duda, respaldo constitucional. Pero frente a ellos militan siempre otras consideraciones también constitucionales, como lo que la Constitución española llama "función social" de la propiedad, la exigencia de protección del medio ambiente, de promoción del bienestar general, el derecho a la vivienda o a la educación, y otros muchos principios o derechos que even-

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tualmente pueden requerir una limitación de la propiedad o de la autonomía de la voluntad. Es lo que se ha llamado a veces el efecto "impregnación" o "irradiación" del texto constitucional; de alguna manera, todo deviene Derecho constitucional y en esa misma medida la ley deja de ser el referente supremo para la solución de los casos.

Porque la Constitución es una norma y una norma que está presente en todo tipo de conflictos, el constitucionalismo desemboca en la omnipotencia judicial. Esto no ocurriría si la Constitución tuviese como único objeto la regulación de las fuentes del Derecho o, a lo sumo, estableciese unos pocos y precisos derechos fundamentales, pues en tal caso la normativa constitucional y, por consiguiente, su garantía judicial sólo entrarían en juego cuando se violase alguna condición de la producción normativa o se restringiera alguna de las áreas de inmunidad garantizada. Pero, en la medida en que la Constitución ofrece orientaciones en las más heterogéneas esferas y en la medida en que esas esferas están confiadas a la garantía judicial, el legislador pierde lógicamente autonomía. No es cierto, ni siquiera en el neoconstitucionalismo, que la ley sea una mera ejecución del texto constitucional, pero sí es cierto que éste "impregna" cualquier materia de regulación legal, y entonces la solución que dicha re-gulación ofrezca nunca se verá por completo exenta de la evaluación judicial a la luz de la Constitución.

En cierto modo, ha quedado ya explicado el último de los rasgos antes enunciados: el neoconstitucionalismo no representa un pacto en torno a unos pocos principios comunes y coherentes entre sí, sino más bien un pacto logrado mediante la incorporación de postulados distintos y tendencialmente contradictorios. En ocasiones, esto es algo que resulta patente y hasta premeditado, como sucede con el artículo 27 de la Constitución española". Otras veces, sin embargo, lo que ocurre es que se incorporan normas que resultan coherentes en el nivel abstracto o de la fundamentación, pero que conducen a eventuales conflictos en el nivel concreto o de la aplicación. Así, y como ya hemos avanzado, las Constitu-ciones suelen estimular las medidas de igualdad sustancial, pero garantizan también la igualdad jurídica o formal, y es absolutamente evidente que toda política orientada en favor de la primera ha de tropezar con el obstáculo que supone la segunda; se proclama la libertad de expresión, pero también el derecho al honor, y es asimismo obvio que pueden entrar en conflicto; la cláusula del Estado social, que comprende distintas directrices de actuación pública, necesariamente ha de interferir con el modelo constitucional de la economía de mercado, con el derecho de propiedad o con la autonomía de la voluntad y, desde luego, ha de interferir siempre con las antiguamente indiscutibles prerrogativas del legislador para diseñar la política social y económica. Y así sucesivamente; tal vez sea exagerar un poco, pero casi podría decirse que no hay norma sustantiva de la Constitución que no encuentre frente a sí otras normas capaces de suministrar eventualmente razones para una solución contraria.

Este carácter contradictorio de los documentos constitucionales presenta una extraordinaria importancia para el tema central que ha de ocuparnos,

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pero resulta también relevante desde la perspectiva del constitucionalismo ideológico al que aludimos al principio. Y es que, dada la densidad normativa de las Constituciones en torno, principalmente, al amplio catálogo de derechos fundamentales, es corriente escuchar que estos documentos jurídicos son algo así como el compendio de una nueva moral universal, que, "ya no flota sobre el derecho (...) (sino que) emigra al interior del derecho positivo". Ciertamente, son muchas las dificultades para concebir los derechos fundamentales como una verdadera ética, incluso aunque los entendamos de una forma homogénea en torno a la tradición liberal, pues los derechos encarnan, más bien, un consenso jurídico acerca de lo que podemos hacer, más que un consenso moral acerca de lo que debemos hacer15. Pero es que, además, los derechos constitucionales no sólo se muestran como tendencialmente contradictorios en lo que tienen de ejercicio de la libertad, sino que responden incluso a un esquema de valores diferente y en tensión; es lo que, con ZAGREBELSKY, podríamos llamar la disociación entre los derechos y la justicia`.

Ciertamente, tras el panorama expuesto, pudiera pensarse que estas Constituciones del neoconstitucionalismo son un despropósito, un monumento a la antinomia: un conjunto de normas contradictorias entre sí que se superponen de modo permanente dando lugar a soluciones dispares. Sucedería efectivamente así si las normas constitucionales apareciesen como reglas, pero ya hemos dicho que una de las características del neoconstitucionalismo es que los principios predominan sobre las reglas. Mucho se ha escrito sobre este asunto y es imposible resumir siquiera los términos del debate. Pero, a mi juicio, la cuestión es la siguiente: si bien individualmente consideradas las normas constitucionales son como cualesquiera otras, cuando entran en conflicto interno suelen operar como se supone que hacen los principios. La diferencia puede formularse así: cuando dos reglas se muestran en conflicto ello significa que o bien una de ellas no es válida, o bien que una opera como excepción a la otra (criterio de especialidad). En cambio, cuando la contradicción se entabla entre dos principios, ambos siguen siendo simultáneamente válidos, por más que en el caso concreto y de modo circunstancial triunfe uno sobre otro.

Inmediatamente habremos de volver sobre esta cuestión, pero dado que hemos hablado de principios es el momento de formular la siguiente pregunta: el neoconstitucionalismo ¿determina una nueva teoría de la interpretación jurídica?". Algunos han respondido afirmativamente, sugiriendo que el género de interpretación que requieren los principios constitucionales es sustancialmente distinto al tipo de interpretación que reclaman las reglas legales. Pero se impone una respuesta más cauta, al menos por dos motivos: primero, porque no existe una sola teoría de la interpretación anterior al neoconstitucionalismo, ni tampoco una sola alentada o fundada en el mismo; desde el positivismo, en efecto, se ha mantenido tanto la tesis de la unidad de respuesta correcta (el llamado paleo positivismo), como la tesis de la discrecionalidad (KELSEN, HART); y desde el constitucionalismo, o asumiendo las consecuencias del mismo, resulta posible encontrar también defensores de la unidad de solución

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correcta (DWORKIN), de la discrecionalidad débil (ALEXY)19 y de la discrecionalidad fuerte (GUASTINI, COMANDUCCI). No creo que la entrada en escena o la desaparición de textos constitucionales hiciese cambiar de opinión a estos autores acerca de la naturaleza de la interpretación. Y en segundo lugar ocurre que, aun cuando aceptásemos que los principios supongan una teoría de la interpretación propia, en ningún momento se ha dicho que los principios sean exclusivos de la Constitución. Las pautas normativas que suelen recibir el nombre de principios, como la libertad o la igualdad, estaban y siguen estando presentes en las leyes en forma de apelaciones al orden público, a la moralidad, a la equidad, etc.; y no creo que a primera vista se adivinen diferencias en la forma de aplicación de todas estas pautas. De manera que, si cabe hablar de alguna peculiaridad de la interpretación consti-tucional, la diferencia sería más de carácter cuantitativo que cualitativo: las Constituciones parecen presentar, en mayor medida que las leyes, un género de normas, que suelen llamarse principios y que requieren el empleo de ciertas herramientas interpretativas. El estudio de una de estas herramientas nos llevará al último de los rasgos enunciados: más ponderación que subsunción.

En resumen, dado que la teoría del Derecho pretende explicar o describir los rasgos caracterizadores y el modo de funcionamiento de los sistemas jurídicos, el cambio operado en estos últimos merced al constitucionalismo reclama nuevos planteamientos teóricos y, por tanto, la revisión de la herencia positivista que, al menos en el continente europeo, se forjó a la vista de realidades distintas. En particular, me parece obvio que se impone una profunda revisión de la teoría de las fuentes del Derecho, sin duda menos estatalista y legalista, pero probablemente también más atenta al surgimiento de nuevas fuentes sociales; tampoco puede olvidarse, en segundo lugar, el impacto que el constitucionalismo tiene sobre el modo de concebir la norma jurídica y la necesidad de considerar la presencia de nuevas "piezas del Derecho"20, en particular de los principios; por último, pero muy unido a este último aspecto, se reclama también una más medita-da y compleja teoría de la interpretación, alejada, desde luego, del formalismo decimonónico, pero que, a mi juicio, tampoco ha de conducimos a conclusiones muy diferentes a las que propició el positivismo maduro, esto es, a la tesis de la discrecionalidad, aunque, eso sí, pasando por el tamiz de la teoría de la argumentación. Todo ello es, sin duda, importante, pero creo que no compromete el, modo de enfocar la actividad teórica sobre el Derecho; como dice COMANDUCCI, "la teoría del Derecho neoconstitucionalista resulta ser nada más que el positivismo jurídico de nuestros días`.

4. La ponderación y los conflictos constitucionales

De las distintas acepciones que presenta el verbo ponderar y el sustantivo ponderación en el lenguaje común, tal vez la que mejor se ajusta al uso jurídico es aquella que hace referencia a la acción de considerar im-parcialmente los aspectos contrapuestos de una cuestión o el equilibrio entre el peso de dos cosas. En la ponderación, en efecto, hay siempre

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razones en pugna, intereses o bienes en conflicto, en suma, normas que nos suministran justificaciones diferentes a la hora de adoptar una decisión. Ciertamente, en el mundo del Derecho, el resultado de la ponderación no ha de ser necesariamente el equilibrio entre tales intereses, razones o normas; al contrario, lo habitual es que la ponderación desemboque en el triunfo de alguno de ellos en el caso concreto. En cambio, donde sí ha de existir equilibrio es en el plano abstracto: en principio, han de ser todos del mismo valor pues de otro modo no habría nada que ponderar; senci-llamente, en caso de conflicto se impondría el de más valor. Ponderar es, pues, buscar la mejor decisión (la mejor sentencia, por ejemplo) cuando en la argumentación concurren razones justificadoras conflictivas y del mismo valor.

Lo dicho sugiere que la ponderación es un método para la resolución de cierto tipo de antinomias o contradicciones normativas. Desde luego, no de todas: no de aquellas que puedan resolverse mediante alguno de los criterios al uso, jerárquico, cronológico o de especialidad. Es obvio que los dos primeros no son aplicables a los conflictos constitucionales, que se producen en el seno de un mismo documento normativo. No así el tercero; por ejemplo, en la sucesión a la Corona de España se preferirá "el varón a la mujer" (Art. 57, 1 C.E.) y esta es una norma especial frente al mandato de igualdad ante la ley del artículo 14, que además expresamente prohíbe discriminación alguna por razón de sexo.

Sin embargo, el criterio de especialidad en ocasiones también puede resultar insuficiente para resolver ciertas antinomias, concretamente aquellas donde no es posible establecer una relación de especialidad. Ello ocurre en las que algunos han llamado antinomias contingentes o en concreto23, o antinomias externas o propias del discurso de aplicación24, o más comúnmente antinomias entre principios. MORESO ha sugerido que ello ocurre cuando estamos en presencia de derechos (y deberes co-rrelativos) incondicionales y derrotables, esto es, de deberes categóricos o cuya observancia no está sometida a la concurrencia de ninguna condición, pero que son prima facie o que pueden ser derrotados en algunos casos. Así, entre el deber de cumplir las promesas y el deber de ayudar al prójimo, no se advierte ninguna contradicción en abstracto, pero es evidente que el conflicto puede suscitarse en el plano aplicativo, sin que pueda, tampoco, establecerse entre ellos una relación de especialidad, concibiendo uno de los deberes como una excepción permanente frente al otro. Para decirlo con palabras de GUNTHER, "en el discurso de aplicación las normas válidas tienen tan sólo el status de razones prima facie para la justificación de enunciados normativos particulares tipo ' debes hacer ahora p'. Los participantes saben qué razones son las definitivas tan sólo después de que hayan aducido todas las razones prima facie relevante en base a una descripción completa de la situación”.

Desde mi punto de vista, los conflictos constitucionales susceptibles de ponderación no responden a un modelo homogéneo, como tampoco lo hacen los principios. De un lado, en efecto, creo que llamamos principios a las normas que carecen o que presentan de un modo fragmentario el

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supuesto de hecho o condición de aplicación, como sucede con la igualdad o con los derechos fundamentales. No puede, en tales supuestos, observarse el criterio de especialidad porque éste requiere que la des-cripción de la condición de aplicación aparezca explicita'. Pero, de otra parte, son principios también las llamadas directrices o mandatos de optimización, que se caracterizan, no ya por la nota de la incondicionalidad, sino por la particular fisonomía del deber que incorporan, consistente en seguir una cierta conducta que puede ser realizada en distinta medida. Aquí la ponderación es necesaria porque la determinación de la medida o grado de cumplimiento del principio que resulta exigible en cada caso depende de distintas circunstancias y, en particular, de la presencia de otros principios en pugna. En la primera acepción, los principios no tienen por qué ser mandatos de optimización, sino que pueden requerir un comportamiento cierto y determinado. En la segunda acepción, los principios no tienen por qué carecer de condición de aplicación.

Dado que los mandatos de optimización pueden ser condicionales, es decir, describir en su enunciado el supuesto de hecho o la condición en que resulta procedente su seguimiento u observancia, cabe preguntarse si, cuando ello sucede, resultaría viable resolver el conflicto mediante el criterio de la ]ex specialis. Por ejemplo, si sobre la policía de tráfico recae el deber genérico de "procurar la fluidez de la circulación" y el deber específico en caso de accidente de "atender con la mayor diligencia a los heridos", podría pensarse que cuando concurre esta última circunstancia, el segundo de los mandatos desplaza al primero en virtud del criterio de especialidad. En la práctica, así viene a suceder casi siempre en un supuesto como el comentado. Sin embargo, creo que aún en estos casos, merece la pena mantener la idea de ponderación porque, cuando entra en conflicto una directriz o mandato de optimización, la medida de su cumplimiento o satisfacción depende de la medida en que resulte exigible la realización del otro principio. Puede ocurrir, como en el ejemplo comentado, que el resultado del balance de razones dé como resultado la prioridad absoluta de uno de los mandatos, y entonces la conclusión sería idéntica a la que obtendríamos de observar el criterio de especialidad. Pero no tiene por qué ser siempre así; al contrario, lo normal es que la presencia de un principio reduzca, pero no elimine, la exigibilidad del mandato de optimización. Es más, incluso en caso de accidente de tráfico, el deber de procurar la fluidez de la circulación no quedará por igual en suspenso, cualquiera que sean las consecuencias del accidente, el estado de los heridos y otras circunstancias que cabe considerar.

En definitiva, creo que estos conflictos o antinomias se caracterizan: 1) porque o bien no existe una superposición de los supuestos de hecho de las normas, de manera que es imposible catalogar en abstracto los casos de posible conflicto, o bien porque, aun cuando pudieran identificarse las condiciones de aplicación, concurren mandatos que ordenan observar simultáneamente distintas conductas en la mayor medida posible; 2) por-que, dada la naturaleza constitucional de los principios en conflicto y el propio carácter de estos últimos, la antinomia no puede resolverse mediante la declaración de invalidez de alguna de las normas, pero

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tampoco concibiendo una de ellas como excepción permanente a la otra; 3) porque, en consecuencia, cuando en la práctica se produce una de estas contradicciones, la solución puede consistir bien en el triunfo de una de las normas, bien en la búsqueda de una solución que procure satisfacer a am-bas, pero sin que pueda pretenderse que en otros casos de conflicto el resultado haya de ser el mismo. De este modo, en un sistema normativo pueden convivir perfectamente el reconocimiento de la libertad personal y la tutela de la seguridad pública, la libertad de expresión y el derecho al honor, la igualdad formal y la igualdad sustancial, el derecho de propiedad y la tutela del medio ambiente o el derecho a la vivienda, la libertad de manifestación y la protección del orden público, el derecho a la tutela judi-cial y la seguridad jurídica o el principio de celeridad y buena administración de justicia. No cabe decir que entre todas estas previsiones exista una antinomia; pero es también claro que en algunos casos puede entablarse un conflicto que ni puede resolverse mediante la declaración de invalidez de una de ellas, ni tampoco a través de un criterio de especialidad que conciba a una como excepción frente a la otra.

De acuerdo con la conocida clasificación de Ross, GUASTINI ha propuesto concebir estas antinomias contingentes o aptas para la ponderación como antinomias del tipo parcial/parcial29. Ello significa que los ámbitos de validez de las respectivas normas son parcialmente coincidentes, de manera que en ciertos supuestos de aplicación entrarán en contradicción, pero no en todos, pues ambos preceptos gozan también de un ámbito de validez suplementario donde la contradicción no se produce. No estoy del todo seguro de que el esquema de Ross sea adecuado para explicar el conflicto entre principios, al menos entre los que hemos llamado incondicionales, que carecen de una tipificación del supuesto de aplicación. Me parece que las tipologías total/total, total/parcial y parcial/parcial están pensadas, en efecto, para dar cuenta de las antinomias entre normas en las que se produce una superposición (parcial o total) de sus condiciones de aplicación, pero esto es algo que no ocurre con nuestros principios. A mi juicio, la intuición de GUASTINI tiene razón, pero sólo en parte: tiene razón en el sentido de que, al igual que acontece en la antinomia parcial/parcial, en las contingentes o en concreto la contradicción es eventual, no se produce en todos los casos de aplicación; pero la diferencia estriba en que en la antinomia parcial/parcial podemos catalogar exhaustivamente los casos de conflicto, es decir, sabemos cuándo se producirá éste, ya que las normas presentan supuestos de aplicación parcialmente coincidentes que es posible conocer en abstracto, mientras que, tratándose de principios, la colisión sólo se descubre, y se resuelve, en presencia de un caso concreto, y los casos en que ello sucede resultan a priori imposibles de determinar.

Incluso cabría pensar si en algunos casos la antinomia entre principios pudiera adscribirse mejor a la; tipología total/parcial o incluso total/total, en el sentido ; de que siempre que se intentase aplicar un principio surgiría el conflicto con otro. De modo que ya no serían antinomias circunstanciales o contingentes, sino necesarias. Así, entre el artículo 9, 2, que estimula acciones en favor de la igualdad sustancial, y el artículo 14, que proclama la igualdad ante la ley, se produce un conflicto necesario, en el sentido de

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que siempre que se trate de arbitrar una medida en favor de la igualdad social o sustancial para ciertos individuos o grupos, nos veremos obligados a justificar cómo se supera el obstáculo del artículo 14, que nos ofrece una razón en sentido contrario. En realidad, lo que ocurre con el principio de igualdad es que la Constitución no suministra la descripción de las situaciones de hecho que imponen, como razón definitiva, un tratamiento jurídico igual o desigual; no sabemos, desde la Constitución, qué personas y circunstancias, ni a efectos de qué, han de ser tratados de un modo igual o desigual. Esto es algo que no cabe resolver en abstracto, sino en presencia de los casos de aplicación. Entre el artículo 9, 2 y el 14 es obvio que no existe una relación de jerarquía o cronológica, pero tampoco de especialidad, dado que precisamente carecemos de una tipificación de los supuestos de hecho que nos permita discernir cuándo procede otorgar preferencia a uno u otro. Y, sin embargo, el conflicto resulta irremediable, pues siempre que deseemos construir igualdades de facto habremos de aceptar desigualdades de iure; pero ese conflicto hemos de resolverlo en el discurso de aplicación o ante el caso concreto.

5. El juicio de ponderación

Los supuestos hasta aquí examinados se caracterizan, pues, por la existencia de un conflicto constitucional que no es posible resolver mediante el criterio de especialidad. El juez, ante el caso concreto, encuentra razones de sentido contradictorio; y es obvio que no cabe resolver el conflicto declarando la invalidez de alguna de esas razones, que son precisamente razones constitucionales, ni tampoco afirmando que algunas de ellas han de ceder siempre en presencia de su opuesta, pues ello implicaría establecer una jerarquía que no está en la Constitución. Tan sólo cabe entonces formular un enunciado de preferencia condicionada, trazar una "jerarquía móvil" o "axiológica"31, y afirmar que en el caso concreto debe triunfar una de las razones en pugna, pero sin que ello implique que en otro no deba triunfar la contraria. La ponderación intenta ser un método para la fundamentación de ese enunciado de preferencia referido al caso concreto; un auxilio para resolver conflictos entre principios del mismo valor o jerarquía, cuya regla constitutiva puede formularse así: "cuanto mayor sea el grado de la no satisfacción o de afectación de un principio, tanto mayor tiene que ser la importancia de la satisfacción de otro"`. En palabras del Tribunal Constitucional, "no se trata de establecer jerarquías de derechos ni prevalencias a priori, sino de conjugar, desde la situación jurídica creada, ambos derechos o libertades, ponderando, pesando cada uno de ellos, en su eficacia recíproca.

Se ha criticado que la máxima de la ponderación de Amy es una fórmula hueca, que no añade nada al acto mismo de pesar o de comprobar el juego relativo de dos magnitudes escalares, mostrándose incapaz de explicar por qué efectivamente un principio pesa más que otro34 Y, ciertamente, si lo que se espera de ella es que resuelva el conflicto mediante la asignación de un peso propio o independiente a cada principio, el juego de la pondera-ción puede parecer decepcionante; la "cantidad" de lesión o de frustración de un principio (su peso) no es una magnitud autónoma, sino que depende

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de la satisfacción o cumplimiento del principio en pugna, y, a la inversa, el peso de este último está en función del grado de lesión de su opuesto. Pero creo que esto tampoco significa que sea una fórmula hueca, sino que no es una fórmula infalible. A mi juicio, la virtualidad de la ponderación reside prin-cipalmente en estimular una interpretación donde la relación entre las normas constitucionales no es una relación de independencia o de jerarquía, sino de continuidad y efectos recíprocos, de manera que, hablando por ejemplo de derechos, el perfil o delimitación de los mismos no viene dado en abstracto y de modo definitivo por las fórmulas habituales (orden público, derecho ajeno, etc.), sino que se decanta en concreto a la luz de la necesidad y justificación de la tutela de otros derechos o principios en pugna.Por eso, la ponderación conduce a una exigencia de proporcionalidad que implica establecer un orden de preferencia relativo al caso concreto. Lo característico de la ponderación es que con ella no se logra una respuesta válida para todo supuesto, no se obtiene, por ejemplo, una conclusión que ordene otorgar preferencia siempre al deber de mantener las promesas sobre el deber de ayudar al prójimo, o a la seguridad pública sobre la libertad individual, o a los derechos civiles sobre los sociales, sino que se logra sólo una preferencia relativa al caso concreto que no excluye una solución diferente en otro caso; se trata, por tanto, de esa jerarquía móvil que no conduce a la declaración de invalidez de uno de los bienes o valores en conflicto, ni a la formulación de uno de ellos como excepción permanente frente al otro, sino a la preservación abstracta de ambos, por más que inevitablemente ante cada caso de conflicto sea preciso reconocer primacía a uno u otro.

Suele decirse que la ponderación es el método alternativo a la subsunción: las reglas serían objeto de subsunción, donde, comprobado el encaje del supuesto fáctico, la solución normativa viene impuesta por la regla; los principios, en cambio, serían objeto de ponderación, donde esa solución es construida a partir de razones en pugna. Ello es cierto, pero no creo que la ponderación constituya una alternativa a la subsunción, diciendo algo así como que el juez ha de optar entre un camino u otro. A mi juicio, operan en fases distintas de la aplicación del Derecho; es verdad que si no existe un problema de principios, el juez se limita a subsumir el caso en el supuesto o condición de aplicación descrito por la ley, sin que se requiera ponderación alguna. Pero cuando existe un problema de principios y es preciso ponderar, no por ello queda arrinconada la subsunción; al contrario, el paso previo a toda ponderación consiste en constatar que en el caso examinado resultan relevantes o aplicables dos principios en pugna. En otras palabras, antes de ponderar es preciso "subsumir", constatar que el caso se halla incluido en el campo de aplicación de los dos principios. Por ejemplo, para decir que una pena es desproporcionada por representar un límite al ejercicio de un derecho, antes es preciso que el caso enjuiciado pueda ser subsumido, no una, sino dos veces: en el tipo penal y en el derecho fundamental". Problema distinto es que, a veces, las normas llamadas a ser ponderadas carezcan o presenten de forma fragmentaria el supuesto de hecho, de modo que decidir que son pertinentes al caso implique un ejercicio de subsunción que pudiéramos llamar valorativa; no es obvio, por

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ejemplo, que consumir alcohol o dejarse barba constituya ejercicio de la libertad religiosa -que lo constituye, pero es imprescindible "subsumir" tales conductas en el tipo de la libertad religiosa para luego ponderar ésta con los principios que fundamentan su eventual limitación.

Pero si antes de ponderar es preciso de alguna manera subsumir, mostrar que el caso individual que examinamos forma parte del universo de casos en el que resultan relevantes dos principios en pugna, después de ponderar creo que aparece de nuevo la exigencia de subsunción. Y ello es así porque, como se verá, la ponderación se endereza a la formulación de una regla, de una norma en la que, teniendo en cuenta las circunstancias del caso, se elimina o posterga uno de los principios para ceder el paso a otro que, superada la antinomia, opera como una regla y, por tanto, como la premisa normativa de una subsunción. La ponderación nos debe indicar que en las condiciones X, Y, Z el principio 1 (por ejemplo, la libertad religiosa) debe triunfar sobre e12 (por ejemplo, la tutela del orden público); de donde se deduce que quien se encuentra en las condiciones X, Y, Z no puede ser inquietado en su prácticas religiosas mediante la invocación de la cláusula del orden público. La ponderación se configura, pues, como un paso intermedio entre la declaración de relevancia de dos principios en conflicto para regular prima facie un cierto caso y la construcción de una regla para regular en definitiva ese caso; regla que, por cierto, merced al precedente, puede generalizarse y terminar por hacer innecesaria la ponderación en los casos centrales o reiterados.

Dado ese carácter de juicio a la luz de las circunstancias del caso concreto, la ponderación constituye una tarea esencialmente judicial. No es que el legislador no pueda ponderar. Al contrario, nadie puede negar que serían deseables leyes ponderadas, es decir, leyes que supieran conjugar del mejor modo posible todos los principios constitucionales; y, en un sentido amplio, la ley irremediablemente pondera cuando su regulación privilegia o acentúa la tutela de un principio en detrimento de otro. Ahora bien, al margen de que el proceso argumentativo que luego será descrito es difícilmente concebible en el cuerpo de una ley (acaso sólo en su Exposición de Motivos o Preámbulo), lo que a mi juicio no puede hacer el legislador es eliminar el conflicto entre principios mediante una norma general, diciendo algo así como que siempre triunfará uno de ellos, pues eliminar la colisión con ese carácter de generalidad requeriría postergar en abstracto un principio en beneficio de otro y, con ello, establecer por vía legislativa una jerarquía entre preceptos constitucionales que, sencillamente, supondría asumir un poder constituyente 38. La ley, por muy ponderada que resulte, ha de dejar siempre abierta la posibilidad de que el principio que la fundamenta (por ejemplo, la protección de la seguridad ciudadana) pueda ser ponderada con otros principios (por ejemplo, la libertad ideológica, de manifestación, etc.).

La ley, por tanto, representa una forma de ponderación en el sentido indicado, pero puede, a su vez, ser objeto de ponderación en el curso de un enjuiciamiento abstracto por parte del Tribunal Constitucional. La pon-deración dará lugar, entonces, a una declaración de invalidez cuando se

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considere injustificadamente lesiva para uno de los principios en juego; por ejemplo, si se acuerda que una ley penal establece una pena irracional o absolutamente desproporcionada para la conducta tipificada que representa a su vez un límite al ejercicio de un derecho39, o si se consideran también desproporcionadas o fútiles las exigencias legales para el ejercicio de algún derecho.Sin embargo, la virtualidad más apreciable de la ponderación quizá no se encuentre en el enjuiciamiento abstracto de leyes, sino en los casos concretos donde se enjuician comportamientos de los particulares o de los poderes públicos. No se trata sólo de preservar el principio democrático expresado en la ley. Lo que ocurre es que la ponderación resulta un procedimiento idóneo para resolver casos donde entran en juego principios tendencialmente contradictorios que en abstracto pueden convivir sin dificultad, como pueden convivir -es importante destacarlo- las respectivas leyes que constituyen una especificación o concreción de tales principios. Así, cuando un juez considera que, pese a que una cierta conducta lesiona el derecho al honor de otra persona y pese a resultar de aplicación el tipo penal o la norma civil correspondiente, debe primar, sin embargo, el principio de la libertad de expresión, lo que hace es prescindir de la ley punitiva o protectora del honor pero no cuestionar su constitucionalidad. Y hace bien, porque la ley no es inconstitucional, sino que ha de ser interpretada de manera tal que la fuerza del principio que la sustenta (el derecho al honor) resulte compatible con la fuerza del principio en pugna, lo que obliga a reformular los límites del ilícito a la luz de las exigencias de la libertad de expresión.Una cuestión diferente es si la ley ya constitucional, esto es, una ley confirmada por el Tribunal Constitucional o de cuya constitucionalidad no se duda, puede sustituir o hacer innecesaria la ponderación judicial, realizando "por adelantado" y en el plano abstracto lo que de otro modo habría de verificarse en el juicio de ponderación aplicativa. La ley, en efecto, puede establecer que en la circunstancia X debe triunfar un principio sobre otro, cerrando así el supuesto de hecho o, si se prefiere, convirtiendo en condicional lo que era un deber incondicional o categórico, y en tal caso cabe decir que la ponderación ha sido ya realizada por el legislador, de modo que al juez no le queda más tarea que la de subsumir el caso dentro del precepto legal, sin ulterior deliberación. Ahora bien, creo que esto es cierto en la medida en que no concurran otras circunstancias relevantes no tomadas en consideración por el legislador y que, sin embargo, permitan al principio postergado o a otros conexos recobrar su virtualidad en el caso concreto.

Por ejemplo, del artículo 21, 2 de la Constitución, se deduce que el principio de protección del orden público constituye un límite y, por tanto, entra en colisión con el principio de la libre manifestación ciudadana. Este es un caso claro de conflicto entre dos principios incondicionales y recíprocamente derrotables, apto pues para la ponderación. Sin embargo, el artículo 494 del Código penal castiga a quien se manifieste ante el Parlamento cuando está reunido. Si no albergamos dudas sobre la constitucionalidad de este último precepto (porque en otro caso no hay cuestión), bien puede interpretarse el mismo como un "caso" del principio

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de orden público, esto es, como el resultado de una ponderación legislativa: la ley ha cerrado uno de los supuestos o condiciones de la cláusula del orden público, determinando que manifestarse ante las Cortes representa un exceso o abuso en el ejercicio del Derecho. Pero, ¿se elimina toda posibilidad de ponderación judicial? Como regla general, creo que cabe ofrecer una respuesta afirmativa: el juez no debe ponderar si en el caso concreto enjuiciado el sacrificio de la libertad de manifestación es proporcional o no, pues eso ya lo ha hecho el legislador. Con todo, me parece que no cabe excluir la concurrencia de otras circunstancias rele-vantes, no tomadas en consideración por la ley, que pueden reactivar la fuerza del principio derrotado o hacer entrar en juego otros conexos. Así, modificando el ejemplo, si en el curso de una rebelión o golpe de Estado que amenazase las instituciones democráticas, los ciudadanos se manifiestan ante el Congreso reunido a fin de mostrar su adhesión, ¿sería de aplicación el tipo penal? Intuitivamente sabemos que no, pero argumentativamente podemos justificarlo a través de la ponderación, no ya del derecho de libre manifestación, sino de otros, como la cláusula del Estado de Derecho, la defensa de la soberanía parlamentaria, etc. De manera que, durante largos tramos, la ponderación del legislador desplaza a la del juez, pero sin que pueda cancelarse definitivamente en abstracto lo que sólo puede resolverse en concreto.

Desde mi punto de vista, la cuestión de si la ley puede ser objeto de ponderación por el Tribunal Constitucional, y la de si la ley puede ponderar por sí misma, postergando o haciendo innecesaria la ponderación judicial, son problemas íntimamente conectados o, más exactamente, problemas cuya respuesta resulta en cierto modo paralela; y esa respuesta tiene que ver con el nivel o grado de concreción del supuesto de hecho o condición de aplicación descrito en la ley. En efecto, cuanto más se parece un precepto legal al principio que lo fundamenta, cuanto menor sea la concreción de su condición de aplicación, más difícil ha de resultar un juicio de ponderación por parte del Tribunal Constitucional, pero, a su vez, menor ha de ser también la virtualidad de dicho precepto en orden a evitar la ponderación judicial; esto es lo que ocurre, por ejemplo, con el tipo de injurias o con las normas de protección civil del derecho al honor: son "ponderaciones" legales que difícilmente podrían considerarse injustificadas en un juicio de ponderación abstracta, pero que, del mismo modo, tampoco impiden una ponderación judicial en el caso concreto que puede conducir a su postergación en favor de la libertad de expresión o información. Por el contrario, a mayor concreción de la condición de aplicación, esto es, a mayor separación de la estructura principal, más fácil resulta que el Tribunal Constitucional pondere la solución legal, pero, a cambio, mayor peso tiene ésta a la hora de evitar la ponderación judicial; así sucede en el ejemplo antes propuesto: la norma que prohíbe manifestarse ante el Congreso es perfectamente controlable por el Tribunal Constitucional mediante un juicio de ponderación, pero, si supera cualquier sospecha de inconstitucionalidad, convierte en prácticamente innecesaria la ulterior ponderación judicial. En conclusión, cuanto mayor es el número y detalle de las propiedades fácticas que conforman la condición de aplicación de una ley, más factible resulta la ponderación del Tribunal Constitucional y más

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inviable la de la justicia ordinaria.

La ponderación ha sido objeto de una elaboración jurisprudencial y doctrinal bastante cuidadosa". Tratándose del enjuiciamiento de comportamientos públicos, como pueda ser una decisión o una norma que limite un derecho fundamental, la ponderación requiere cumplimentar distintos pasos o fases. Primero, que la medida examinada presente un fin constitucionalmente legítimo como fundamento de la interferencia en la esfera de otro principio o derecho, pues si no existe tal fin y la actuación pública es gratuita, o si resulta ilegítimo desde la propia perspectiva constitucional, entonces no hay nada que ponderar porque falta uno de los términos de la comparación.

En segundo lugar, la máxima de la ponderación requiere acreditar la adecuación, aptitud o idoneidad de la medida objeto de enjuiciamiento en orden a la protección o consecución de la finalidad expresada; esto es, la actuación que afecte a un principio o derecho constitucional ha de mostrarse consistente con el bien o con la finalidad en cuya virtud se establece. Si esa actuación no es adecuada para la realización de lo prescrito en una norma constitucional, ello significa que para esta última resulta indiferente que se adopte o no la medida en cuestión; y entonces, dado que sí afecta, en cambio, a la realización de otra norma constitucional, cabe excluir la legitimidad de la intervención. En realidad, este requisito es una prolongación del anterior: si la intromisión en la esfera de un bien constitucional no persigue finalidad alguna o si se muestra del todo ineficaz para alcanzarla, ello es una razón para considerarla no justificada.

La intervención lesiva para un principio o derecho constitucional ha de ser, en tercer lugar, necesaria; esto es, ha de acreditarse que no existe otra medida que, obteniendo en términos semejantes la finalidad perseguida, resulte menos gravosa o restrictiva.

Ello significa que si la satisfacción de un bien constitucional puede alcan-zarse a través de una pluralidad de medidas o actuaciones, resulta exigible escoger aquella que menos perjuicios cause desde la óptica del otro principio o derecho en pugna. No cabe duda que el juicio de ponderación requiere aquí, de los jueces, un género de argumentación positiva o pros-pectiva que se acomoda con alguna dificultad al modelo de juez pasivo propio de nuestro sistema, pues no basta con constatar que la medida enjuiciada comporta un cierto sacrificio en aras de la consecución de un fin legítimo, sino que invita a "imaginar" o "pronosticar" si ese mismo resultado podría obtenerse con una medida menos lesiva.

Finalmente, la ponderación se completa con el llamado juicio de proporcionalidad en sentido estricto que, en cierto modo, condensa todas las exigencias anteriores y encierra el núcleo de la ponderación, aplicable esta vez tanto a las interferencias públicas como a las conductas de los particulares. En pocas palabras, consiste en acreditar que existe un cierto equilibrio entre los beneficios que se obtienen con la medida limitadora o con la conducta de un particular en orden a la protección de un bien

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constitucional o a la consecución de un fin legítimo, y los daños o lesiones que de dicha medida o conducta se derivan para el ejercicio de un derecho o para la satisfacción de otro bien o valor; aquí es donde propiamente rige la ley de la ponderación, en el sentido de que cuanto mayor sea la afectación producida por la medida o por la conducta en la esfera de un principio o derecho, mayor o más urgente ha de ser también la necesidad de realizar el principio en pugna.

6. Ponderación, discrecionalidad y democracia

No creo que pueda negarse el carácter valorativo y el margen de discrecionalidad que comporta el juicio de ponderación. Cada uno de los pasos o fases de la argumentación que hemos descrito supone un llamamiento al ejercicio de valoraciones: cuando se decide la presencia de un fin digno de protección, no siempre claro y explícito en la decisión enjuiciada; cuando se examina la aptitud o idoneidad de la misma, cuestión siempre discutible y abierta a cálculos técnicos o empíricos; cuando se inte-rroga sobre la posible existencia de otras intervenciones menos gravosas, tarea en la que el juez ha de asumir el papel de un diligente legislador a la búsqueda de lo más apropiado; y en fin y sobre todo, cuando se pretende rea- ' lizar la máxima de la proporcionalidad en sentido estricto, donde la apreciación subjetiva sobre los valores en pugna y sobre la relación "coste beneficio" resulta casi inevitable. En suma, como ha mostrado contundentemente COMANDUCCI, los principios no disminuyen, sino que incrementan la indeterminación del Derecho41, al menos la indeterminación ex ante que es la única que aquí interesa`. Ni los jueces -tampoco la sociedad- comparten una moral objetiva y conocida, ni son coherentes en sus decisiones, ni construyen un sistema consistente de Derecho y moral para solucionar los casos, ni, en fin, argumentan siempre racionalmente; y ello tal vez se agrave en el caso de la ponderación donde las "circunstancias del caso" que han de ser tomadas en consideración constituyen una variable de difícil determinación43, y donde el establecimiento de una jerarquía móvil descansa irremediablemente en un juicio de valor.

Pero me parece que esto tampoco significa que la ponderación estimule un subjetivismo desbocado, ni que sea un método vacío o que conduzca a cualquier consecuencia, pues si bien no garantiza una y sólo una respuesta para todo caso práctico, sí nos indica qué hay que fundamentar para resolver un conflicto constitucional, es decir, hacia dónde ha de moverse la argumentación, a saber: la justificación de un enunciado de preferencia en favor de un principio o de otro, de un derecho o de su limitación) en función del grado de sacrificio o de afectación de un bien y del grado de satisfacción del bien en pugna. Como dice ALEXY en este mismo sentido, las objeciones de irracionalidad o subjetivismo "valen en la medida en que con ellas se infiera que la ponderación no es un procedimiento que, en cada caso, conduzca exactamente a un resultado. Pero no valen en la medida en que de ellas se infiera que la ponderación no es un procedi-miento racional o es irracional.

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Las críticas de subjetivismo no pueden ser eliminadas, pero tal vez sí matizadas. En primer lugar, porque no nos movemos en el plano de cómo se comportan efectivamente los jueces, sino de cómo deberían hacerlo; que algunos jueces revistan sus fallos bajo el manto de la ponderación no es una terapia segura que evite las aberraciones morales, las tonterías o un decisionismo vacío de toda ponderación45, pero ello será así cualquiera que sea el modelo de argumentación que propugnemos. Pero, sobre todo, en segundo lugar, me parece que una ponderación que lo sea de verdad no puede dar lugar a cualquier solución. Como sostiene MORESO, es preciso "una reformulación ideal de los principios que tenga en cuenta todas las propiedades potencialmente relevantes" y esto ha de permitirnos establecer una jerarquía condicionada entre tales principios susceptible de universalización; "en la medida en que consigamos aislar un conjunto de propiedades relevantes, estamos en disposición de ofrecer soluciones para todos los casos, aunque dichas soluciones puedan ser desafiadas cuando cuestionemos la adecuación del criterio por el cual hemos seleccionado las propiedades relevantes". En resumen, cabe pensar que hay casos centrales en los que las circunstancias relevantes se repiten y que deberían dar lugar a la construcción de una regla susceptible de universalización y subsunción; aunque tampoco puede dejarse de pensar en la concurrencia de otras propiedades justificadoras de una alteración en el orden de los principios.

Ese carácter valorativo y discrecional me parece que está muy presente en las críticas formuladas a la ponderación como espita abierta al decisionismo y a la subjetividad judicial en detrimento de las prerrogativas del legislador. En realidad, aquí laten dos cuestiones diferentes, la relativa al margen de discrecionalidad que permitiría, en todo caso, la ponderación y la de la legitimidad del control judicial sobre la ley, que no sin motivo suelen aparecer entremezcladas. Este es el caso de HABERMAS, para quien la consideración de los derechos fundamentales como bienes o valores que han de ser ponderados en el caso concreto, convierte al Tribunal en un negociador de valores, en una "instancia autoritaria" que invade las com-petencias del legislador y que "aumenta el peligro de juicios irracionales porque con ello cobran primacía los argumentos funcionalistas a costa de los argumentos normativos"". La alternativa para un tratamiento racional de la cuestión consiste en una argumentación deontológica que sólo permita para cada caso una única solución correcta, lo que implica concebir los derechos como auténticos principios, no como valores que puedan ser pon-derados en un razonamiento teleológico; se trata, en suma, de "hallar entre las normas aplicables prima facie aquella que se acomoda mejor a la situación de aplicación, descrita de la forma más exhaustiva posible desde todos los puntos de vista"'. Si he entendido bien, desde esta perspectiva la ponderación no es necesaria porque no puede ocurrir -y, si ocurre, será sólo una apariencia superable- que un mismo caso quede comprendido en el ámbito de dos principios o derechos tendencialmente contradictorios; siempre habrá uno más adecuado que otro y, al parecer, incluso podemos encontrarlo sin recurrir a las valoraciones propias de la ponderación50.

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A mi juicio, estas críticas a la ponderación responden a una defectuosa comprensión de los conflictos constitucionales. Para HABERMAS, la coherencia sistemática que se predica de las normas constitucionales en el plano de la validez parece que puede prolongarse racionalmente en el plano de la aplicación, y por ello un principio no puede tener mayor o menor peso, sino que será adecuado o inadecuado para regular el caso concreto y siempre habrá uno más adecuados'. Pero sorprende la ausencia de procedimientos o argumentos alternativos en orden a perfilar el contenido estricto de cada norma y su correspondiente adecuación abstracta a un catálogo exhaustivo de posibles casos de aplicación`. Justamente, lo que busca la ponderación es la norma adecuada al caso, y no, como parece sugerir HABERMAS, la imposición más o menos arbitraria de un punto medio; no se trata de negociar entre valores, sino de construir una regla susceptible de universalización para todos los casos que presenten aná-logas propiedades relevantes. Es verdad que esa construcción permite el desarrollo de distintas argumentaciones no irracionales y permite, por tanto, dentro de ciertos límites, alcanzar soluciones dispares; y esto es algo que tampoco parece aceptar HABERMAS dada su defensa de la tesis de la unidad de solución correcta".

Una segunda línea crítica, entrelazada con la anterior, se refiere específicamente a la inconveniencia de la ponderación en los procesos sobre la constitucionalidad de la ley. JIMÉNEZ CAMPO, que no tiene, "ninguna duda sobre la pertinencia del control de proporcionalidad en la interpretación y aplicación judicial de los derechos fundamentales", opina, sin embargo, que el enjuiciamiento de la ley "no perdería gran cosa, y ganaría alguna certeza, si se invocara menos -o se excluyera, sin más- el principio de proporcionalidad como canon genérico de la ley"54. Todo parece indicar que esta diferencia no obedece a algún género de imposibilidad teórica o conceptual, sino más bien a motivos políticos o constitucionales. En efecto, la ponderación sugiere que toda intervención legislativa, al menos en la esfera de los derechos, requiere el respaldo de otro derecho o bien constitucional, de modo que, "la legislación se reduciría a la exégesis de la Constitución"; pero "las cosas no son así, obviamente (...) la Constitución no es un programa".

Creo que esta opinión se inscribe o podría servir como argumento complementario a las posiciones que de un modo más general ponen en duda la legitimidad democrática de la fiscalización judicial de la ley, cuestión que no procede analizar ahora. Ciertamente, ya he dicho que el control abstracto de leyes no es la actividad más idónea para el desarrollo de la ponderación, estrechamente conectada al caso concreto. Tal vez por eso la jurisprudencia se muestra muy prudente en la aplicación de la máxima de proporcionalidad al enjuiciamiento de leyes56, de modo que no parece perseguir el triunfo de una racionalidad "mejor", sino el remedio a una absoluta falta de racionalidad. Por otro lado, es, sin duda, cierto que la actividad legislativa no ha de verse como una mera ejecución de la Constitución y que, por tanto, dispone de una amplia libertad configuradora. Sin embargo, y al margen de que lógicamente lo que no puede perseguir son fines inconstitucionales, ocurre que el juicio de ponderación no se

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agota en la comprobación de la existencia de un fin legítimo, sino que, como hemos visto, incluye también otros pasos o exigencias cuya consideración, me parece, no hay motivo para excluir radicalmente en relación con el legislador".

Por otra parte, si de lo que se trata es de mantener el respeto a la autoridad democrática del legislador, tampoco acabo de entender que se rechace la ponderación en el control de la leyes y que se acepte en los procesos ordinarios de aplicación de los derechos59, pues, a la postre, en esta ponderación aparecerá con frecuencia involucrada una ley. En realidad, la fiscalización abstracta de las leyes podría desaparecer sin gran merma para el sistema de garantías`. Lo que no podría desaparecer es la defensa de los derechos por parte de la justicia ordinaria, cuyo primer y preferente parámetro normativo no es la ley, sino la Constitución; y es aquí justamente donde la ponderación despliega toda su virtualidad. Como observa FERRAJOLI, una concepción no meramente procidementalista de la democracia ha de ser, "garante de los derechos fundamentales de los ciudadanos y no simplemente de la omnipotencia de la mayoría" y esa garantía sólo puede ser operativa con el recurso a la instancia jurisdiccional`.

Sin duda, la idea de los principios y el método de la ponderación, que aparecen indisociablemente unidos, representan un riesgo para la supremacía del legislador y, con ello, para la regla de mayorías quienes fundamento de la democracia. Pero, por lo que alcanzo a entender, es un riesgo inevitable si quiere mantenerse una versión tan fuerte del constitucionalismo como la presentada al comienzo de este trabajo. Si las normas sustantivas de la Constitución quieren entenderse dentro del sistema jurídico, como parámetros de enjuiciamiento inmediatamente aplicables, y no por encima y fuera de dicho sistema, su consideración por la justicia ordinaria resulta obligada; y esa consideración, habida cuenta de su carácter tendencialmente contradictorio, sólo puede recabar algún género de racionalidad a través de la ponderación. Naturalmente, el constitucionalismo puede, también, concebirse en una versión más débil, más europea o kelseniana, pero entonces habremos de aceptar que las normas constitucionales son criterios para la ordenación de las fuentes del Derecho y no fuentes en sí mismas generadoras de derechos y obligaciones directamente vinculantes.

En resumen, el neoconstitucionalismo como modelo de organización jurídico política quiere representar un perfeccionamiento del Estado de Derecho, dado que si es un postulado de éste el sometimiento de todo poder al Derecho, el tipo de Constitución que hemos examinado pretende que ese sometimiento alcance también al legislador. Bien es cierto que, a cambio, el neoconstitucionalismo implica también una apertura al judicialismo, al menos desde la perspectiva europea, de modo que si lo que gana el Estado de Derecho, por un lado, no lo quiere perder por el otro, esta fórmula política reclama, entre otras cosas, una depurada teoría de la argumentación capaz de garantizar la racionalidad y de suscitar el consenso en torno a las decisiones judiciales; y, a mi juicio, la ponderación

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rectamente entendida tiene ese sentido. Inclinarse en favor del legalismo o del judicialismo como modelos predominantes es, según creo, una opción ideológica, pero el intento de hallar un equilibrio -nunca del todo estable- requiere la búsqueda de aquella racionalidad no sólo para las decisiones judiciales, sino también para las legislativas, aspecto, este último, que a veces se olvida. A su vez, como teoría del Derecho, el neoconstitucionalismo estimula una profunda revisión del positivismo teórico y según alguna opinión -que no comparto- también del positivismo metodológico. Sea como fuere, de lo expuesto hasta aquí se desprende que el neoconstitucionalismo requiere una nueva teoría de las fuentes alejada del legalismo, una nueva teoría de la norma que dé entrada al problema de los principios, y una reforzada teoría de la interpretación, ni puramente mecanicista ni puramente discrecional, donde los riesgos que comporta la interpretación constitucional puedan ser conjurados por un esquema plausible de argumentación jurídica.

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Notas1. Con algunas libertades adopto aquí el esquema propuesto por P.

COMANDUCCI, "Formas de (neo) constitucionalismo: un reconocimiento meta teórico", trabajo inédito.

2. He tratado de estos aspectos en Constitucionalismo y positivismo, Fontamara, México, 2.1 ed., 1999, pp. 49 y ss.

3. Sobre esas dos tradiciones sigo en lo fundamental el esquema propuesto por M. FIORAVANTI, Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las Constituciones, trad. de M. Martínez Neira, Trotta, Madrid, 1996, pp. 55 y ss.; del mismo autor vid también Constitución. De la antigüedad a nuestros días, trad. de M. Martínez Neira, Trotta, Madrid, 2001, pp. 71 y ss.

4. Sobre esa evolución puede verse Ch. WOLFE, La transformación de la interpretación constitucional, trad. de M.G. Rubio de Casas y S. Valcárcel, Civitas, Madrid, 1991.

5. Advertía KELSEN que la Constitución, especialmente si crea un Tribunal Constitucional, debería de abstenerse de todo tipo de fraseología, porque "podrían interpretarse las disposiciones de la Constitución que invitan al legislador a someterse a la justicia, la equidad, la igualdad, la libertad, la moralidad, etc. como directivas relativas al contenido de las leyes. Esta interpretación sería evidente-mente equivocada", pues conduciría a la sustitución de la voluntad parlamentaria por la voluntad judicial: "el poder del tribunal sería tal que habría que considerarlo simplemente insoportable", "La garantía jurisdiccional de la Constitución (la justicia constitucional)", en Escritos sobre la democracia y el socialismo, ed. de J.Ruiz Manero, Debate, Madrid, 1988, p.142 y s. .

6. Como dice F. RUBIO, hay en KELSEN "una repugnancia a admitir la vinculación del legislador a los preceptos no puramente organizativos de la Constitución, a aceptar la predeterminación del contenido material de la ley", "Sobre la relación entre el Tribunal Constitucional y el Poder Judicial en el ejercicio de la jurisdicción constitucional", Revista Española de Derecho Constitucional, N.4 4,1982, p. 40.

7. Sobre el modelo de justicia constitucional kelseniano y sus insuficiencias desde la perspectiva del constitucionalismo contemporáneo he tratado en 'Tribunal Constitucional y positivismo jurídico", en Teoría de la Constitución. Ensayos escogidos, compilación de M. CARBONELL, Porrúa, UNAM, México, 2000, pp. 312 y ss.

8. E. DÍAZ, Estado de Derecho y sociedad democrática, Edicusa, Madrid, 1966, p. 21. La afirmación se mantiene inalterada en la novena edición, Taurus, Madrid, 1998, p. 47 y s.

9. Tomo prestada la expresión de A. E. PÉREZ LUÑO, El desbordamiento de las fuentes del Derecho, Real Academia sevillana de legislación y jurisprudencia, Sevilla, 1993, un trabajo por lo demás muy luminoso para comprender algunas implicaciones del constitucionalismo contemporáneo.

10. En palabras de L. FERRAJOLI, "la sujeción del juez a la ley ya no es, como en el viejo paradigma positivista, sujeción a la letra de la ley, cualquiera que fuese su significado, sino sujeción a la ley en cuanto

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válida, es decir, coherente con la Constitución", Derechos y garantías. La ley del más débil, Introducción de P. Andrés, trad. de P. Andrés y A. Greppi, Trotta, Madrid, 1999, p. 26.

11. Me he ocupado de ello en "Del mito a la decadencia de la ley. La ley en el Estado constitucional", en Ley, Principios, Derechos, Dykinson, Madrid, 1998, pp. 17 y ss.

12. Resumoaquílacaracterizaáónmásomenoscánádentequeofrecendistintosautores, como R. ALEXY, El concepto yla validez del Derecho, trad. de Jorge M. Seña, Gedisa, Barcelona, 1994, pp.159 y ss; G. ZAGREBELSKY, El Derecho dúctil. Ley, derechos, justicia, trad. de M. Gascón, epílogo de G. Peces-Barba, Trotta, Madrid, 1995, pp. 109 y ss; R. GUASTINI, "La costituzionalizzazione" dell"ordinamento italiano", en Ragion Pratica, N.° 11, 1998, pp. 185 y ss. Puede verse también mi Constitucionalismo y Positivismo, citado, pp. 15 y ss.

13. El Art. 27, cuya elaboración estuvo a punto de frustrar el consenso en la fase constituyente, regula el modelo educativo de una forma bastante prolija mediante la incorporación de postulados y pretensiones procedentes de distintas filosofías o ideologías educativas, por lo demás siempre presentes en la historia de la España contemporánea; por simplificar, algunos de los preceptos parecen dar satisfacción a la opción confesional, mientras que otros estimulan el desarrollo de la opción laica. Pero la cuestión es que, tal y como ha sido interpretado este artículo, no cabe decir que permita sin más el triunfo absoluto de una u otra opción, según cuál sea la mayoría parlamentaria, sino que reclama una fórmula integradora capaz de armonizar ambas, es decir, reclama un "encaje de bolillos", que por cieno termina efectuando el Tribunal Constitucional.

14. J. HABERMAS, "¿Cómo es posible la legitimidad por vía de legalidad?", en Escritos sobre moralidad y eticidad, Introducción y trad. de M. Jiménez Redondo, Paidos, Barcelona, 1991, p. 168.

15. Sobre esta y otras dificultades de "La ética de los derechos" vid. el trabajo con este mismo título de F. VIOLA, Doxa, N.° 22, 1999, pp. 507 y ss.

16. G. ZAGREBELSKY, El derecho dúctil, citado, pp. 75 y ss17. Esta es la caracterización que hace R, ALEXY, Teoría de los

derechos fundamentales, trad. de E. Garzón Valdés, C.E.C., Madrid, 1993, pp. 81 y ss.

18. Sobre la pretendida especificidad de la interpretación constitucional debe verse P. COMANDUCCI, "Modelos e interpretación de la Constitución", en Teoría de la Constitución. Ensayos escogidos, citado, pp. 123 y ss. Aquí se sostiene de forma convincente que, en realidad, los modelos de interpretación constitucional son dependientes o se conectan estrechamente con la forma de concebir la ; Constitución misma.

19. Seguramente, son R. DWORKIN y R. ALEXY los autores en que con mayor intensidad se aprecian las implicaciones de una teoría de los principios que es, en suma, una teoría del constitucionalismo

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contemporáneo; implicaciones que van más allá del ámbito meramente explicativo acerca del funcionamiento de los sistemas jurídicos para alcanzar las esferas metodológicas y conceptuales sobre la idea de Derecho y su relación con la moral. Vid. sobre el particular A. GARCÍA FIGUEROA, Principios y positivismo jurídico. El no positivismo principialista en las teorías de R. Dworkin y R. Alexy, C.E.P.C, Madrid, 1998.

20. "Las piezas del Derecho" de M. ATIENZA y J. RUIZ MANERO es precisamente el título de una de las obras que más ha contribuido a revisar la teoría de los enunciados jurídicos, Ariel, Barcelona, 1996.

21. P. COMANDUCCI, "Formas de (neo) constitucionalismo: un reconocimiento'; meta teórico", citado, p. 14 del texto mecanografiado.

22. Aunque espero que el ejemplo pueda valer, conviene aclarar que en realidad no,

hay ninguna norma constitucional que imponga el trato jurídico igual para hombres y mujeres; es más, de ser así, resultarían inviables las medidas que tratan del equilibrar la previa desigualdad social de la mujer. Lo que el Art.1 4 prohíbe es la desigualdad inmotivada o no razonable, es decir, lo que se llama discriminación. El artículo 57, 1 permite excluir toda deliberación: en orden a la sucesión a la Corona no procede discutir si es razonable o no preferir al varón; así lo impone una norma especial y ello es suficiente. Sobre el principio de igualdad y su particular forma de aplicación he tratado en "Los derechos sociales y el principio de igualdad sustancial", en Ley, Principios, Derechos, citado, pp. 69 y ss. '

23. R. GUASTINI, Distinguiendo. Estudios de teoría y metateoría del Derecho, trad. de J. Ferrer, Gedisa, Barcelona, 1999, p. 167.

24. K. GÜNTHER, "Un concepto normativo de coherencia para una teoría de laargumentación jurídica", trad. de J.C. Velasco, Doxa 17-18,1995, p. 281.

25. J.J. MORESO, "Conflictos entre principios constitucionales", trabajo inédito, p.13

26. K. GÜNTHER, "Un concepto normativo de coherencia...", citado, p. 283.

27. R. GUASTINI ha sugerido que la clase de antinomias que "de hecho" son resueltas mediante ponderación bien podrían encontrar respuesta mediante el criterio de la lexspecialis, "reformulando en sede interpretativa uno de los principios y, precisamente, introduciendo en ellos una cláusula de excepción o exclusión", Distinguiendo, citado, p. 168 y s. Si he entendido bien, creo que más o menos en eso consiste la ponderación, en afirmar que cuando se produce cierta situación o concurre determinada circunstancia fáctica, una norma desplaza a la otra, de modo que dicha situación o circunstancia excluye o representa una excepción a la eficacia de esta última. Sin embargo, aunque el resultado sea el mismo, ello no obedece a que la condición de aplicación descrita en una norma sea un "caso especial" respecto de la descrita en aquella con la que se entabla el conflicto, y ello porque justamente, como se ve en ejemplo propuesto, estos principios carecen de condición de aplicación. De ahí que merezca

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subrayarse la matización de GUASTINI, "reformulando en sede interpretativa" lo que no aparece formulado en sede de los enunciados normativos.

28. Me he ocupado del tema con mayor detalle en "Diez argumentos sobre los principios", en Ley, Principios, Derechos, citado, pp. 52 y ss.

29. R. GUASTINI, Distinguiendo, citado, p. 169. De A. ROSS vid. Sobre el Derecho yla justiáa(1958), trad. de G. Carrió, Eudeba, Buenos Aires, 1963, p. 125.

30. Del mismo modo, si concebimos la existencia de un principio general de libertad, cabría decir que todas las normas constitucionales que ofrecen cobertura a una actuación estatal limitadora de la libertad se encontrarían siempre prima facie en conflicto con dicho principio y, por ello, requerirían en todo caso un esfuerzo de justificación. De ello me he ocupado en un trabajo sobre "La limitación de los derechos fundamentales y la norma de clausura del sistema de libertades", Derechos y Libertades, N.° 8, 2000, pp. 429 y ss.

31. R. GUASTINI, Distinguiendo, citado, p. 170.

32. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, p. 161. 33.

STC 32011994.

34. P. DE LORA, "Tras el rastro de la ponderación", Revista Española de Derecho Constitucional, N. Q 60, 2000, p. 363 y s.

35. En realidad, cabe pensar también en soluciones intermedias donde la ponderación no se resuelve en el triunfo circunstancial de uno de los principios, sino en la búsqueda de una solución conciliadora. Es el llamado principio de concordancia práctica, que en ocasiones aparece sugerido por el Tribunal Constitucional: "el intérprete constitucional se ve obligado a ponderar los bienes y derechos en función del supuesto planteado, tratando de armonizarlos si ello es posible o, en caso contrario, precisando las condiciones y requisitos en que podría admitirse la prevalencia de uno de ellos", STC 53/1985 (el subrayado es mío). Vid. J. M. RODRÍGUEZ DE SANTIAGO, La ponderación de bienes e intereses en el Derecho Administrativo, M. Pons, Madrid, 2000, p. 28 y s. Así, por ejemplo, el juez que examina el acto administrativo de prohibición de una manifestación dispone de tres posibilidades de decisión: confirmar el acto y con ello la prohibi-ción, declarar la procedencia de la manifestación en los términos solicitados o, en fin, establecer unas condiciones de ejercicio que intenten preservar al mismo tiempo el derecho fundamental y la protección del orden público. Vid. sobre el particular J.C. GAVARA DE CARA, El sistema de organización del ejercicio del derecho de reunión y manifestación, McGraw-Hill, Madrid, 1997, pp. 108 y ss.

36. Aquí se plantea una cuestión interesante sobre la que no es posible detenerse: que en el caso enjuiciado resulten relevantes al mismo tiempoun tipo penal y un derecho fundamental significa que entre este último y sus límites (penales) no existe una frontera nítida. Así lo ha confesado el Tribunal Constitucional en su conocida sentencia 49/1999 (Mesa Nacional de Herri Batasuna): que los hechos fueran constitutivos del delito de colaboración con banda armada "no significa que quienes realizan esas actividades no estén

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materialmente expresando ideas, comunicando información y participando en asuntos públicos" y, precisamente porque lo están haciendo, porque están ejerciendo derechos, aún pueden benefi-ciarse del juicio de ponderación; juicio que, por cierto, desembocó en la estimación del recurso de amparo por violación del principio estricto de proporcionalidad. Todo lo cual nos habla en favor de una teoría amplia del supuesto de hecho de derechos fundamentales, como he tratado de mostrar en mi trabajo ya citado "La limitación de los derechos fundamentales y la norma de clasusura del sistema de libertades".

37. Vid. J. M. RODRÍGUEZ DE SANTIAGO, "La ponderación de bienes e intereses" en Derecho Administrativo, citado, pp. 150 y ss.

38. Por ello, me parece muy discutible la idea de que sea el legislador quien realice ponderaciones prima facie, cuyo efecto sería hacer recaer la carga de la argumentación sobre la defensa del principio preterido, como explica J. M. RODRÍGUEZ DE SANTIAGO, La ponderación de bienes..., citado, p. 165. Si de la Constitución no se deduce esa carga de la argumentación ni tampoco un orden de preferencia entre los principios implicados, imponerlo mediante la ley se asemeja mucho a una tarea constituyente.

39. Conviene advertir que, según una reiterada jurisprudencia del Tribunal Constitucional, no existe un derecho fundamental a la proporcionalidad de las penas, es decir, no cabe impugnar un tipo penal sólo porque la pena se juzgue excesiva. En cambio, de la sentencia antes comentada relativa a Herri Batasuna parece dedu-cirse que el control entra en juego cuando aparece implicado otro derecho fundamental-la libertad de expresión o de participación política- del que el tipo penal sería su límite. Por mi parte, considero preferible entender que todo tipo penal puede representar en principio un límite a la libertad constitucional y que, por ello, la proporcionalidad de las penas representa una exigencia autónoma.

40. Puede verse el número 5, monográfico, de los Cuadernos de Derecho Público, coordinado por J. Barnes, INAP, septiembre-diciembre 1998; también J.M. RODRÍGUEZ DE SANTIAGO, "La ponderación de bienes e intereses" en Derecho Administrativo, citado. En relación con el principio de proporcionalidad en materia de derechos fundamentales, especialmente en Derecho alemán, J.C. GAVARA DE CARA, Derechos fundamentales y desarrollo legislativo, C.E.C., Madrid, 1994; y, para España, M. MEDINA GUERRERO, La vinculación negativa del legislador a los derechos fundamentales, McGraw-Hill, Madrid, 1996. Por mi parte, he realizado un estudio más detallado en "Observaciones sobre las antinomias y el criterio de ponderación", Revista de Ciencias Sociales de Valparaiso (en prensa).

41. Vid. P. COMANDUCCI, "Principios jurídicos e indeterminación del Derecho", en P.E. Navarro, A. Bouzat y L.M.Esandi (ed), Interpretación constitucional, Universidad Nacional del Sur, Bahía Blanca, 1999, en especial pp. 74 y ss. Que los principios estimulan la discrecionalidad lo defendí con más detalle en Sobre principios y normas, C.E.C., Madrid, 1992, pp. 119 y s.

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42. Sobre la distinción entre indeterminación ex ante y ex post vid. P. COMANDUCCI, Assaggi di metaetica due, Giappichelli, Todno, 1998, pp. 92 y ss. En un sistema que impone la obligación de fallar, el Derecho siempre termina determinándose exposty, en esa tarea, los principios pueden ser una ayuda para que el juez justifique su decisión, pero, en cambio, no representan una gran ayuda para que sepamos ex ante cuáles son las consecuencias jurídicas de nuestras acciones.

43. Al margen de un riesgo cierto para la preservación del principio de igualdad y sobre ello vid. F. LAPORTA, "Materiales para una reflexión sobre racionalidad y crisis de la ley", Doxa, 22, 1999, p. 327.

44. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, p. 157.45. Como ha criticado F. LAPORTA, "Materiales para una reflexión sobre

racionalidad y crisis de la ley", citado, p. 327.46. J.J. MORESO, "Conflictos entre principios constitucionales", citado,

pp. 14 y 18 y s. del texto mecanografiado.47. Puede ser interesante recordar aquí la distinción de ALEXY entre

casos potenciales y actuales de derechos fundamentales, Teoría de los derechos fundamentales, citado, p. 316. Cabe decir que un caso es potencial cuando la ponderación es superflua: no es que no pueda ponderarse entre la libertad religiosa y el derecho a la vida en el caso de una secta que propugne sacrificios humanos; es que resulta innecesario hacerlo porque existe un consenso en torno a las circunstancias relevantes. En cambio, no parece tan superflua esa misma ponderación, y por eso es un caso actual y no potencial, en el supuesto de oposición a determinadas prácticas médicas, como las transfusiones de sangre.

48. J. HABERMAS, Facticidad y validez, Introducción y traducción de M. Jiménez Redondo, Trotta, Madrid, 1998, p. 332.

49. Ibídem, p. 333.50. Entre nosotros, una tesis semejante es sostenida por A. L.

MARTÍNEZ-PUJALTE, La garantía del contenido esencial de los derechos fundamentales, C.E.C., Madrid, 1997, pp. 126 y ss.

51. En efecto, por un lado, resulta que, "distintas normas no pueden contradecirse unas a otras si pretenden validez para el mismo círculo de destinatarios; tienen que guardar una relación coherente, es decir, formar sistema"; y, de otro lado, sucede que "entre las normas que vengan al caso y las normas que -sin perjuicio de seguir siendo válidas- pasan a un segundo plano, hay que poder establecer una relación con sentido, de suerte que no se vea afectada la coherencia del sistema jurídico en su conjunto", Facticidad y validez, citado, pp. 328 y 333.

52. Esto sólo sería alcanzable si fuésemos capaces de establecer relaciones de especialidad entre principios y derechos constitucionales, algo que, como hemos visto, no parece viable.

53. J. HABERMAS, Facticidad y validez, citado, pp. 293 y ss.

54. J. JIMÉNEZ CAMPO, Derechos fundamentales. Concepto y garantías, Trotta, Madrid, 1999, pp. 77 y 80.

55. Ibídem, p. 75. En un sentido análogo dice E. FORSTHOFF que la proporcionalidad equivale a "la degradación de la legislación... al

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situarla bajo las categorías del derecho administrativo", esto es, al pretender equiparar el control sobre la discrecionalidad administrativa con el control sobre la discrecionalidad del legislador, El Estado en la sociedad industrial, trad. de L. López Guerra y J. Nicolás Muñiz, LE.P., Madrid, 1975, p. 240 y s.

56. Así, la STC 5511996 habla de sacrificio "patentemente" innecesario de derechos, de "evidente" y "manifiesta" suficiencia de medios alternativos, de desequilibrio "patente", etc. Vid. M. MEDINA GUERRERO, "El principio de proporcionalidad y el legislador de los derechos fundamentales", en el N.2 5 de los Cuadernos de Derecho Público, citado, pp. 121 y ss.

57. Es más, el Tribunal Constitucional no parece mostrarse muy riguroso en la comprobación del efectivo y expreso respaldo constitucional de la finalidad perseguida por el legislador, bastando una relación indirecta o mediata entre ésta y el sistema de valores que se deduce de la Constitución. Vid. M. MEDINA GUERRERO, La vinculación negativa del legisladora los derechos fundamentales, citado, pp. 71 y ss.

58. En realidad, creo que JIMÉNEZ CAMPO tampoco se muestra muy seguro de la exclusión cuando transforma la exigencia de ponderación en respeto al principio de igualdad, que incluye precisamente un juicio de razonabilidad o proporcionalidad, p. 79 de la obra citada. Esto confirmaría, por otra parte, algo que hemos sugerido antes: el control abstracto sobre la ley por vía de ponderación es una posibilidad directamente conectada al grado de concreción del supuesto de hecho o condición de aplicación previsto en la ley, y son precisamente las normas que contemplan casos más específicos o concretos (las menos abstractas y generales) las que mayores sospechas presentan desde la óptica del principio de igualdad.

59. Esta parece ser también la posición de HABERMAS, quien considera el recurso de amparo como "menos problemático" que el control abstracto de leyes, Facticidad y validez, citado, p. 313.

60. Ya he dicho que, a mi juicio, el Tribunal Constitucional es una herencia de otra época, de aquella que concebía la Constitución como una norma interna a la vida del Estado, separada del resto del sistema jurídico y, por tanto, inaccesible para la justicia ordinaria.

61. L. FERRAJOLI, Derechos y garantías. La ley del más débil, citado, p. 23 y s.

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EL CONSTITUCIONALIMO DE PRINCIPIOS,¿ENTRE EL POSITIVISMO Y EL IUSNATURALISMO?

(A propósito de "El Derecho ductil"de Gustavo Zagrebelsky) (*)

1. El manifiesto antipositivista del constitucionalismo

La obra de Gustavo ZAGREBELSKY se muestra como uno de los más vigorosos y provocativos testimonios de un Derecho y de toda una cultura jurídica que se proclaman nuevos y que tal vez pudieran sintetizar se en dos palabras: constitucionalismo de principios. Cuáles sean los rasgos característicos y las implicaciones de este constitucionalismo no es cuestión que pueda resumirse en un puñado de afirmaciones categóricas, pero acaso Robert Alexy, un autor cuyo pensamiento presenta más de una analogía con el de ZAGREBELSKY, nos ofrezca una primera aproximación bastante orientativa: valor en vez de norma; ponderación en vez de subsunción; omnipresencia de la Constitución en vez de independencia del Derecho ordinario; omnipotencia judicial apoyada en la Constitución en lugar de autonomía del legislador democrático dentro del marco de la Constitución (R. A=, 1994, p. 160). El Derecho dúctil, que es un manifiesto sobre el fin del Estado de Derecho decimonónico, sin duda integra y desarrolla cada uno de estos elementos, que son otros tantos síntomas de la profunda enfermedad del modelo político alumbrado por el liberalismo. Ciertamente, el constitucionalismo de principios, a diferencia de los totalitarismos que ha conocido el siglo XX europeo, no sería la negación del viejo Estado de Derecho, sino su superación positiva y enriquecedora.

Ahora bien, con independencia de lo acertado del diagnóstico aquí tan sólo esbozado, ¿en qué medida la transformación del orden jurídico, por lo demás no radical o negadora, puede o debe proyectarse sobre la concepción del Derecho? No creo que ningún positivista o iusnaturalista consecuente aceptase de manera pacífica dicha proyección, pues tradicionalmente las tesis de uno y otro pretenden tener que ver con el concepto de Derecho, de todo Derecho, con independencia de las formas o manifestaciones contingentes que pueda adoptar: que lo jurídico sea un fenómeno social empírico o una realidad metafísica, que requiera o no satisfacer alguna pretensión de justicia, que genere o no una obligación moral de obediencia, etc., son afirmaciones que pueden mantenerse (o que desean poder hacerlo) tanto para el simple Derecho primitivo como para el complejo orden jurídico contemporáneo, lo mismo en el Estado alemán del nacionalsocialismo que en el Estado liberal democrático. Y, sin embargo, el constitucionalismo de principios sostiene como evidente que el particular sistema jurídico que él mismo encarna ha de influir en la concepción del Derecho; más concretamente, que exige ensayar una tercera vía entre el viejo Derecho natural racionalista, abstracto y sistematizador y un positivismo que se presenta como la filosofía jurídica necesariamente unida a un modelo de Derecho ya hoy en clara bancarrota.

Si he entendido bien, ZAGREBELSKY concibe en íntima relación sociedad política, Derecho e ideología jurídica. En pocas palabras, este sería su hilo

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conductor: la Europa del siglo XIX fue una sociedad "monista", presidida de manera exclusiva por los valores de la burguesía liberal; dicha sociedad dio lugar al Estado de Derecho basado en una idea fuerte de soberanía y en la omnipotencia de la ley; y, a su vez, esta organización política alentó una particular cultura jurídica, el positivismo. Hoy, en cam-bio, vivimos en una sociedad pluralista que reclama una coexistencia de valores; esa exigencia ha quedado plasmada en las Constituciones de la postguerra; y son estas Constituciones las que requieren un Derecho y una ideología jurídica dúctil que sirva de alternativa al positivismo. Hay que reconocer que la tesis se apoya en una de las paradojas que encierra la ambigua expresión "positivismo", pues hacer depender una concepción del Derecho del Derecho mismo y, a la postre, del tipo de sociedad política, implica reconocer implícitamente que no hay proposición científica neutra o no comprometida, lo que se aviene con un cierto positivismo histórico-sociológico o, quizás más exactamente, con la sociología del conocimiento. Pero, a su vez, si fuera cierto que el positivismo jurídico no es capaz de sobrevivir en el Estado constitucional, es que habría fracasado en su postulado más básico: construir una explicación del Derecho al margen de las formas y contenidos que el mismo adopta.

Pero en la denuncia de esta presunta incompatibilidad entre constitucionalismo y positivismo hay que reconocer que ZAGREBELSKY no está solo. Pese al victimismo de algunos antipositivistas que se complacen en ser minoría, creo que no es aventurado decir que hoy es precisamente el positivismo quien se bate en retirada. A veces, el argumento se muestra de forma expresa, aunque no muy desarrollada: ya hace más de treinta años escribía MATTEUCCI que, "el constitucionalismo, en la medida en que afirma la exigencia de dotar de superioridad y hacer inmodificables las normas superiores, no hace sino retomar un motivo propio de la tradición iusnaturalista"(N. MATTEUCCI, 1963, p. 1046). Y más recientemente se sigue escuchando que, "es claro que el positivismo, en los tres sentidos de este vocablo, resulta del todo incompatible con el constitucionalismo" (M. TROPER, 1988, p. 63); o bien que, "el constitucionalismo contemporáneo renueva el círculo con las doctrinas racionalistas del derecho natural que parecía disuelto de manera irreparable a causa de la mala voluntad del positivismo" (M. LA TORRE, 1993, p. 92).

Pero en ZAGREBELSKY no sólo se denuncian contradicciones entre constitucionalismo y positivismo, sino que se pretende construir todo un modelo de Derecho constitucional abiertamente superador del positivismo: el nuevo Derecho constitucional no representa un simple perfeccionamiento del Estado de Derecho del XIX, sino su transformación superadora, y tal transformación no puede dejar de afectar a la filosofía jurídica nacida a su abrigo (Vid. G. ZAGREBELSKY, 1992, p. 51 y s.); por eso, la "supervivencia ideológica” del positivismo jurídico es un ejemplo de la fuerza de la inercia de las grandes concepciones jurídicas, que a menudo continúan operando como residuos, incluso cuando ya han perdido su razón de ser a causa del cambio de las circunstancias que originariamente las habían justificado "(Ibídem, p. 65). La supervivencia inercial del positivismo sería, pues, un ejemplo de cómo la realidad camina más deprisa que las ideas, pero tam-

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bién de cómo éstas, al final, han de rendirse ante la realidad. Una rendición de la que, al parecer, ya no sólo levantan acta los constitucionalistas más perspicaces e inquietos, sino también toda una filosofía del Derecho que, precisamente tomando como base al Derecho constitucional, se muestra decididamente antipositivista; este es el caso de autores tan renombrados como HABERMAS, DWORKIN, ALEXY, NINO SOPER. Pero ¿en qué medida el constitucionalismo de principios resulta incompatible con el positivismo?, ¿qué clase de filosofía del Derecho reclama? La respuesta no es, en modo alguno, sencilla ni, por cierto, rotunda; y ello aunque sólo sea porque los dos términos que componen la presunta contradicción se muestran sumamente ambiguos y sus distintos significados pueden combinarse de muy diversas maneras. De un lado, en efecto, el de principios es un concepto jurídico lábil y escurridizo en torno al cual se han tejido distintas polémicas sobre la naturaleza del Derecho, la estructura de la norma, la teoría de las fuentes y de la interpretación, la pervivencia del Derecho natural, etc. De otra parte, algo parecido ocurre con el positivismo; son varios los significados que adopta esta expresión en el lenguaje de los juristas que se reclaman positivistas y me temo que muchos más en el de los antipositivistas. A fin de ir desbrozando el camino, analizaremos primero en qué sentido se puede ser positivista, para estudiar más tarde qué características o requerimientos del constitucionalismo de principios se muestran en algún sentido antipositivistas.

2. Las tesis fundamentales del positivismo

De las numerosas caracterizaciones del positivismo tal vez una de las más divulgadas y clarificadoras sea la propuesta por BOBBIO: positivismo jurídico como metodología o forma de aproximarse al Derecho; positivismo jurídico como teoría o modo de entender el Derecho, que a su vez comprende una serie de tesis independientes acerca de la naturaleza de la norma, del sistema jurídico y de la interpretación; y, por último, positivismo jurídico como ideología, que supone un cierto punto de vista acerca de la justicia del Derecho y de la obligación moral de obediencia al mismo y que, al menos en sus ver-siones más extremas, creo que resulta incompatible con la primera acepción (N. BOBBIO, 1961, p. 151 y s.)

La tesis central del positivismo como metodología es la que HOERSTER denomina de la neutralidad. Neutralidad significa aquí una aproximación a valorativa al concepto de Derecho, entendiendo que éste puede ser definido como un hecho, no como un valor (N. HOERSTER, 1992, p. 9 y s.; también R. GUASTINI, 1990, p. 227) y, por tanto, con independencia de la valoración que merezca su contenido. De aquí derivan al menos tres consecuencias importantes: a) que una norma y el sistema en su conjunto pueden ser injustos y no por ello dejar de ser jurídicos; b) que la moralidad o justicia de un estándar de comportamiento no es razón suficiente para considerarlo como parte del Derecho; c) que, por tanto, la definición del Derecho no dice nada, ni a favor ni en contra, acerca de los motivos que pueden fundamentar una obligación moral de obediencia (Vid. R, GUASTINI, 1990, p. 288 y s.). En definitiva, el contenido mínimo

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del positivismo metodológico se compone de estas dos ideas: que la existencia de las normas no depende de que satisfagan algún particular valor moral, y que el Derecho es siempre obra de decisiones humanas o, como suele decirse, que tiene un origen social (Vid. J. Raz, 1979, p. 75 y s.; N. MAC CORMICK, 1982, p. 159 y s.)

Bajo la denominación de positivismo teórico suelen reunirse una serie de tesis independientes entre sí acerca de lo que suele llamarse "naturaleza" del Derecho. Aunque no resulte del todo claro cuáles sean concretamente esas tesis, cabe formular las siguientes: a) la vinculación del Derecho con la fuerza, bien en el sentido de que las normas necesitan del respaldo de la fuerza, bien en el sentido de que regulan y organizan dicha fuerza; b) una concepción rigurosamente estatalista del Derecho que atribuye a la ley el cuasi monopolio de la producción jurídica (legalismo); c) una teoría imperativista de la norma jurídica, que concibe principalmente a ésta como norma de conducta dirigida a los ciudadanos; d) la idea del Derecho como sistema, es decir, como conjunto ordenado de normas que forman una unidad plena y carente de contradicciones; e) finalmente, una teoría mecanicista de la interpretación, según la cual la aplicación del Derecho se ajusta al método de la subsunción donde el juez desempeña una función "neutra" o de simple autómata.

Si bien, como he dicho, estas tesis han sido interpretadas y defendidas de distintas maneras e incluso algunas pueden considerarse hoy abandonadas, me interesa subrayar que la citada en último lugar no es asumida en la actualidad por ningún positivista, sino acaso para-dójicamente por algún antipositivista como DWORKIN (Me remito a mis trabajos de 1985, p. 353 y s.; y de 1993, p. 69 y s). Al contrario, hace décadas que el positivismo defiende la tesis opuesta de la discrecionalidad judicial, que considera la interpretación como una actividad más o menos sujeta a las normas, pero donde se mantiene siempre un espacio de libertad o discrecionalidad. Todo ello tiene una importante consecuencia, y es que el juez se convierte en un órgano de creación jurídica; sin duda, en un órgano peculiar cuyo modus operandi le distingue del legislador, pero en un órgano que, al fin y al cabo, asume al menos en parte la responsabilidad creadora por la decisión que adopta (Vid. L. PRIETO, 1987, p. 108 y s.)

Finalmente, el positivismo como ideología suele presentarse en dos versiones. En una primera, más radical, viene a decir que el Derecho representa el criterio inapelable de lo justo y de lo injusto, de donde se deduce una obligación moral incondicionada de obediencia al Derecho. Parece que, como dice HOERSTER, esta es una de esas tesis insostenibles que han sido "reiteradamente imputadas a los iuspositivistas por sus adversarios pero nunca han sido sostenidas por los propios iuspositivistas" (N. HOERSTER, 1992, p. 10), salvo acaso -cabría decir- por HOBBES, si es que HOBBES merece el calificativo de positivista (Vid. T. HOBBES, 1642, cap. XXII, p. 192). A su vez, en la versión más moderada, el positivismo ideológico sostiene que el Derecho, por el mero hecho de ser un orden regular de convivencia, garantiza ciertos valores

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morales, como la seguridad, la certeza, la previsibilidad de las conductas, la paz, etc. Con todo, en cualquiera de sus versiones, creo que el positivismo ético resulta ser una tesis muy poco positivista, pues traiciona uno de sus postulados básicos, que es la aproximación neutral al Derecho en la que no tienen cabida planteamientos de obligatoriedad moral.

3. Principios constitucionales y principios generales del Derecho

Si el constitucionalismo de principios se declara hoy decididamente antipositivista, en justa reciprocidad tampoco puede decirse que la tradición positivista se haya mostrado muy benévola con la idea de principios. Sin embargo, aquí conviene introducir una distinción impor-tante: los principios constitucionales no plantean, o no plantean necesariamente, los mismos problemas que los viejos principios generales del Derecho y, aunque su falta de simpatía con el positivismo es igualmente clara, responde a motivos muy diferentes. La diferencia estriba en lo siguiente: los principios generales del Derecho son, por definición, normas implícitas o normas que se obtienen a partir de otras normas según "un procedimiento lógicamente arbitrario" (R. GUASTINI, 1986, p. 173 y s.), mientras que los principios constitucionales son o suelen ser normas explícitas, esto es, el significado de enunciados lingüísticos.

En efecto, la aceptación de los principios generales del Derecho, en cuanto que normas implícitas, depende de la aceptación de estas dos afirmaciones: primera, que mediante el razonamiento jurídico es posible obtener una norma que es considerada premisa o consecuencia de normas vigentes; y segunda, que la regla así obtenida constituye de verdad una regla nueva y distinta a las que constituyen se origen, pues si fuese una simple "repetición" acaso los principios servirían para ofrecer una descripción más simple o resumida del Derecho o de algún sector normativo, pero evidentemente no servirían como "fuente" que se aplica en defecto de ley o de costumbre (Vid. J. WROBLEWSKY, 1989, p. 154). Por tanto, los principios a los que se refiere el Código civil suponen un presunto Derecho latente, un Derecho que no se capta del mismo modo que se captan la ley o la costumbre, pero que, no obstante, al parecer existiría. En suma, algo bastante difícil de comprender desde una perspectiva no metafísica. Por eso, los principios generales del Derecho nunca han resultado muy populares (Vid., por ejemplo, la opinión de SÁNCHEZ ROMAN, en E C. DE DIEGO, 1979, p. 28). Algunos los califican de oscuros (E EZQUIAGA, 1987, p. 69), denuncian la existencia de un "pótpourri" de concepciones dispares a propósito de los mismos (L. DIEZ-PICAZO, 1973, p. 206) o muestran su perplejidad ante las "distintas entidades, reales o imaginarias, cualificadas por las más disparatadas propiedades" (P SALVADOR, 1985, p. 444); otros, más categóricos, ironizan diciendo que tales principios "constituyen para este relator una realidad impenetrable acerca de la cual no se siente calificado para razonar" (F Rubio, 1986, p. 110).Tampoco TARELLO se muestra complaciente: "el argumento a partir de los principios generales es un esquema vacío, que sirve de vez en cuando para cubrir disparatadas

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operaciones" (G. TArelo, 1980, p. 385). Y, en fin, no falta quien afirma sin más que "los principios jurídicos no existen" y que "si existiesen, no podrían en ningún caso ser generales" (R. Hernández Marin, 1986, p. 311)

Ciertamente, estos reproches podrían hacerse extensibles a determinadas concepciones de los principios constitucionales. Tal vez este sea el caso de Dworkin, sobre el que más tarde volveremos, pero me parece que no el de ZAGREBELSKY. Con toda rotundidad escribe el pro-fesor italiano que los principios constitucionales representan, "el mayor rasgo de orgullo del Derecho positivo (...) La Constitución, en efecto, aunque transciende al Derecho legislativo, no se coloca en una dimensión independiente de la voluntad creadora de los hombres y, por tanto, no precede a la experiencia jurídica positiva" (G. ZAGREBELSKY, 1992, p. 178). Si lo entiendo bien, ello significa que los principios constitucionales o bien se expresan en forma de enunciados lingüísticos emitidos por órganos creadores de Derecho (leyes en sentido amplio, sentencias), o bien representan una práctica social verificable (costumbres), únicas formas de manifestarse la experiencia jurídica; luego entonces estos principios son plenamente inteligibles desde una óptica positivista. ¿Dón-de se halla, pues, el punto de discordia?

4. Los principios y la estructura de la norma

Los principios constitucionales han sido muchas veces criticados o, simplemente, se les ha negado valor normativo por su carácter ambiguo, vago, elástico, incompleto, etc., que representaría una invitación al desbordamiento del activismo judicial. Esta actitud se puede descubrir ya en la famosa polémica entre Schmitt y KELSEN a propósito de la justicia constitucional, donde por una vez ambos juristas coinciden: para SCHMITT, los principios sólo "abusivamente (pueden ser) designados como normas" (C. SCHMITT, 1931, p. 45); y, en opinión de KELSEN, resultan muy peligrosos pues "podrían interpretarse las disposiciones de la Constitución que invitan al legislador a someterse a la justicia, la equidad, la igualdad, la libertad, la moralidad, etc. como directivas relativas al contenido de las leyes", si bien "esta interpretación sería evidentemente equivocada" (H. KELSEN, 1928, p. 142). Lo curioso es que esta desconfianza pudiese ser compartida por un iusnaturalista retórico y positivista práctico, como Federico DE CASTRO (1949, p. 424), o que llegase a los albores mismos del régimen constitucional español (Vid., por ejemplo, R GARRIDO FALLA, 1979, p. 176; J.M. CHICO ORTIZ, 1979, p. 602).

ZAGREBELKY es perfectamente conocedor de esta desconfianza hacia los principios, pero piensa, creo que acertadamente, que sus peculiaridades no son razón para negarles valor normativo, sino, al contrario, para modificar la concepción tradicional acerca de la norma jurídica: "no mirar a la realidad para evitar ver sus aspectos menos tranquilizadores no la transforma de acuerdo con nuestros deseos" (G. ZAGREBELSKY, 1992, p. 173). Aunque carezca de una exposición articulada, la argumentación de ZAGRESELSKY desgrana los cuatro

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principales criterios que suelen formularse en la distinción entre reglas y principios:

a) La cualidad "todo o nada" que se predica de las reglas, frente al "peso" o importancia relativa de los principios: si una regla es aplicable, resuelve el caso y, si no resuelve el caso, es que no resulta en modo alguno aplicable; en cambio, los principios nos ofrecen pautas u orientaciones no concluyentes, que deben conjugarse con otras normas o principios (Ibídem, p. 199).

b) El carácter cerrado de las reglas y abierto de los principios o, lo que es lo mismo, la ausencia en estos últimos de un verdadero "supuesto de hecho": en las reglas podemos conocer a priori los casos en que procede su aplicación y, por tanto, también sus excepciones, lo que resulta imposible en presencia de un principio (Ibídem, p. 169).

c) La idea de que las reglas sólo admiten un cumplimiento pleno, mientras que los principios son mandatos de optimización que ordenan que se rea-lice algo en la mayor medida posible: "mientras que el criterio que preside las primeras es la oposición cualitativa verdadero-falso, todo-nada, el que preside las segundas es una progresión cuantitativa desde lo menos a lo más apropiado, desde lo menos a lo más oportuno (...)" (Ibídem, p. 194).

d) Finalmente, la tesis según la cual el conflicto entre reglas se resuelve o bien mediante la declaración de invalidez de una ellas, o bien concibiendo a una como excepción de la otra, mientras que un conflicto entre principios requiere ponderación, esto es, supone el triunfo de uno ellos pero sólo para el caso concreto. (Ibídem, p. 197).

Mucho se ha discutido sobre el acierto de esta caracterización como fundamento de una presunta distinción fuerte o cualitativa entre reglas y principios, pero creo que no procede ahora un análisis pormenorizado (Ya lo intenté en mis trabajos de 1992, p. 32 y s.; y 1994, p. 187 y s). Baste decir que, a mi juicio, los principios constitucionales no presentan unos perfiles uniformes, ni en su estructura ni en su concreta aplicación. Por ejemplo, un principio puede funcionar a la manera de "todo o nada" cuando constituye el único criterio para resolver el caso; es verdad que muchos principios carecen de supuesto de hecho, pero no todos, y así sabemos que el contenido del artículo 49 C.E. se aplica a los minusválidos, aunque, por ser un mandato de optimización, desconozcamos a ciencia cierta cuál es la acción debida; al contrario, en el principio de igualdad del artículo 14 C.E. no encontramos el supuesto de hecho, pero, decididos a aplicarlo, la consecuencia jurídica está clara y no admite optimización alguna, pues la idea del mandato de optimización conviene sólo a los llamados principios programáticos; y, en fin, que el conflicto entre reglas y entre principios se resuelva de distinta forma es correcto, pero estipulativo, pues algunas normas que habitualmente llamamos principios pueden colisionar como reglas, y algunas otras que los juristas suelen llamar reglas pueden funcionar como principios.

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En cualquier caso, parece evidente que la estructura tradicional de la norma jurídica, donde un supuesto de hecho mejor o peor delimitado se enlaza mediante el nexo deóntico a una consecuencia jurídica también clara, resulta inadecuada para dar cuenta de buena parte de las normas constitucionales. Estas suelen calificarse de incompletas, vagas, abstractas, generales, de aplicación diferida, etc. (Vid., por ejemplo, A. NIETO, 1983; M. ARAGON, 1986, p. 106 y s.), rasgos que, sin duda, pueden hallarse también en los preceptos legales, pero que resultan casi definidores del tipo de normas que se encuentra en las Constituciones contemporáneas. Y la estructura de estas normas se aparta claramente del esquema un tanto simplista que acuñó el positivismo: muchas veces, ni sabemos con exactitud cuándo han de aplicarse, ni en qué medida, ni con qué consecuencias. Acaso ello suceda porque la incorporación de preceptos materiales o sustantivos a las Constituciones "ha de ser compatible con el pluralismo político, pues el legislador no es un ejecutor de la Constitución, sino un poder que actúa libremente en el marco de ésta y esta libre creación requiere en muchos casos (aunque no, claro, en todos) que el enunciado de esos preceptos constitucionales permita un ancho haz de interpretaciones diversas" (E RUBIO, 1984, p. XXI). Sea como fuere, lo cierto es que la formulación de las normas constitucionales parece premeditadamente abierta a distintos y aun contradictorios desarrollos y ejecuciones.

La cuestión se complica aún más cuando las Constituciones, además de principios, contienen valores, como es el caso de la Constitución española y de sus "valores superiores" del artículo 1, 1. Ciertamente, parece que la distinción entre valores y principios se cifra en un criterio cuantitativo o de mayor o menor concreción (Vid., por todos, A.E. PÉREZ LUÑO, 1984, p. 291 y s.), pero esa falta de concreción de los valores resulta tan acusada que se ha llegado a hablar de impredictibilidad: "los valores son enun-ciados que podríamos situar en el campo de la impredictibilidad, en cuanto su proyección normativa se rige por criterios subjetivos (...) que la oportunidad política suministra. Los principios son enunciados que pertenecerían al campo de la indeterminación, en cuanto su proyección normativa se rige por criterios objetivos que el propio Derecho proporciona" (M. ARAGÓN, 1989, p. 94). No discutiremos si se trata de un problema de impredictibilidad o de escasa "densidad prescriptiva" (L. PAREJO, 1990, p. 144); basta con decir que algunas normas constitucionales, los valores, ni siquiera describen mínimamente ninguno de los elementos que se consideran típicos de la norma jurídica, presentando, por tanto, en su forma más pura o radical las características atribuidas a los principios.

Por eso, el triunfo indiscutible de los principios y su aplicación constante por parte de los jueces ordinarios y constitucionales, obliga a un planteamiento más complejo de la estructura de la norma jurídica. En la medida en que los principios ya no son pura retórica constitucional, sino normas jurídicas en sentido estricto, la idea de que la norma es un enunciado que conecta un supuesto de hecho con una consecuencia jurídica a través de una cópula de deber ser, parece que requiere ser

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revisada; al igual que ha de revisarse la tesis de que toda contradicción normativa ha de saldarse o bien con la pérdida de validez de una de las normas, o bien concibiendo que una de ellas opera siempre como excepción de la otra.

5. Los principios y las fuentes del Derecho

Tal vez sea en este capítulo donde menos costoso resulte mostrar que el constitucionalismo somete a profunda revisión una de las tesis más frecuentemente atribuidas al positivismo teórico: la supremacía absoluta de la ley como expresión de la soberanía representada en el Parlamento. Bien es cierto que no es la primera vez que se anuncia la muerte de la ley, pues sobre este argumento se desarrolló una amplia literatura hace algunas décadas (Vid., por ejemplo, G. RIPERT, 1949; F CARNELUTTI, 1930 y 1946; AA. W., 1953), aunque sólo en parte coincidente con los nuevos síntomas de la enfermedad. Sin duda, la muerte de la ley puede parecer obvia desde el instante en que se afírmala superioridad constitucional; pero, en realidad, no es así o, al menos, no basta dicha superioridad, y ZAGREBELSKY insiste en que las Constituciones principialistas contemporáneas representan algo completamente distinto de una simple ley constitucional o ley reforzada. De entrada, lo decisivo es la "sustancialización" o, como dice LA TORRE, la "rematerialización" de los documentos constitucionales (M. LA TORRE, 1993, p. 70 y s.), algo que viene a expresar una idea consolidada en la jurisprudencia alemana, la idea de que la Constitución encarna un "orden de valores" o una "unidad material", que incluso a veces se califican de previos al ordenamiento jurídico positivo (Vid., por ejemplo, K. HESSE, 1966, p. 5)

Como es sabido, dicha "rematerialización" supone que la Constitución ya no tiene por objeto sólo la distribución formal del poder entre los distintos órganos estatales, sino que está dotada de un contenido material, singularmente principios y derechos, que condicionan la validez de las normas inferiores: la Constitución en términos rigurosos "es fuente del Derecho en el sentido pleno de la expresión, es decir, origen mediato e inmediato de derechos y obligaciones, y no sólo fuente de las fuentes" (E RUBIO, 1979, p. 62). A partir de aquí se ha podido decir que "el conflicto entre derecho y moral se desplaza al ámbito del Derecho positivo" (R. DREIER, 1981, p. 74) o, como observa FERRAJOLI, que el constitucionalismo moderno "ha incorporado gran parte de los contenidos o valores de justicia elaborados por el iusnaturalismo racionalista e ilustrado", lo que ha propiciado un acercamiento "entre legitimación interna o deber ser jurídico y legitimación externa o deber ser extrajurídico" (L. FERRAJOLI, 1989, p. 360). Aunque suene algo exagerado, "difícilmente se podrá repetir que auctoritas non ventas facit legem" (M. LA TORRE, 1993, p. 73); y es que, efectivamente, la ley sigue siendo expresión de una autoridad, pero de una autoridad sometida a la verdad, siquiera sea una peculiar "verdad" normativa.

Las consecuencias que este fenómeno tiene para el modelo del Estado de Derecho legislativo son de primera magnitud: "la ley, un tiempo medida

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exclusiva de todas las cosas en el campo del Derecho, cede así el paso a la Constitución y se convierte ella misma en objeto de mediación. Es destronada en favor de una instancia más alta. Y esta instancia más alta asume ahora la importantísima función de mantener unidas y en paz sociedades enteras divididas y concurrenciales" (G. Zagrebelsky, 1992, p. 63). El Estado decimonónico aseguraba su homogeneidad gracias a la unidad política de la fuerza social (la burguesía) a la que servía. Algo muy distinto ocurre en el Estado constitucional, cuya homogeneidad o coherencia ha de reposar en la conciliación de valores contrapuestos que son reflejo de una sociedad pluralista; y de ahí la necesidad de un Derecho dúctil.

Esa ruptura del "monismo" y esa exigencia de hacer compatibles tendencias contradictorias encuentra su reflejo en la disociación de los componentes del Derecho que en el siglo XIX se hallaban unificados o reducidos a la ley: los derechos humanos y la justicia (Vid. G. Zagrebelsky, 1992, cap. 3 y 4). Que los derechos y la justicia se separan de la ley significa, obviamente, la recuperación del significado primigenio de la Constitución y, por tanto, el sometimiento del legislador a un orden superior. Que los derechos y la justicia se separan entre sí supone la aparición de un foco de tensión entre dos polos tendencialmente contradictorios (el subjetivista e individualista de los derechos y el objetivista y fundamentador de deberes que corresponde a la justicia) que han de conjugarse y armonizarse, pero no sólo a través de la ley, sino también en la actuación administrativa y en las sentencias de los jueces. La Constitución no ha venido simplemente a ocupar el papel de la ley, sino a diseñar un modelo de producción normativa notablemente más complejo, donde todos los sujetos encuentran, no un orden jerárquico unívoco, sino orientaciones de sentido conflictivo que exigen ponderación. En cierto modo, cabe decir que en las sociedades actuales el pluralismo ideológico ha reemplazado al monismo del Estado de Derecho liberal burgués, y ello tiene su reflejo normativo en la Constitución; nos complazca o nos disguste, ni siquiera la libertad es un valor absoluto: el añejo principio de que "todo lo que no está prohibido, está permitido" sufre hoy numerosas excepciones merced a un entramado normativo lleno de especialidades mejor o peor respaldadas por la Constitución, donde la "previa autorización" se impone a la regla general de libertad (Vid. G. ZAGREBELSKY, 1992, p. 53)

Por otro lado, si la concepción ideológica del liberalismo ya no representa el único criterio de justicia, la ley ha dejado de ser también su único instrumento. En realidad, no es cierto que para el positivismo teórico la ley constituya la encarnación de la justicia, como parece llegar a decir ZAGREBELSKY (1992, p. 51), pero sí es verdad que en el modelo del Estado liberal decimonónico la ley se concibió como la expresión de las decisiones políticas básicas y, por tanto, como expresión única de la justicia legal. La Constitución se opone al puro legalismo en cuanto que norma superior, pero también en cuanto que, merced a su contenido material, dota a otros centros de producción jurídica de una justificación más o menos in-dependiente.

En este sentido, la erosión de la ley también responde a la mayor

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complejidad y extensión del Estado contemporáneo, donde se hace inviable la idea de leyes generales y abstractas capaces de preverlo todo y de vin-cular así la actuación administrativa. Y es que, si en el Estado liberal, "los grupos sociales habían desarrollado sus antagonismos fuera y por debajo del firme marco del orden estatal, ahora dirigen sus aspiraciones y expectati-vas de forma inmediata al poder político y a su centro, el Estado gobernante y administrador" (K. HESSE, 1966, p. 11).La creación de las leyes se escapa, al menos materialmente, del ámbito parlamentario para ser asumida por el Ejecutivo (Vid., por ejemplo, M. GARCIA PELAYO, 1977, p. 115); el decisionismo de la norma particular se impone sobre la generalidad y abstracción de los viejos Códigos; todo deviene Derecho público, es decir, cada vez resulta menor el ámbito de autonomía y libre disposición de los particules (Vid. G. RIPERT, 1949, p. 37 y s.).

De este modo, la relación entre la ley y la Administración se ha visto alterada. Los reglamentos no sólo son las normas más abundantes, "sino también las que mayor incidencia práctica tienen sobre la vida de los ciu-dadanos" (F. RUBIO, 1986, p. 106), pues las nuevas funciones del Estado relacionadas con la gestión de los grandes servicios públicos o con la satisfacción de derechos sociales ya no son tareas del Estado legislativo simplemente ejecutadas por la Administración, sino tareas que suponen una amplia discrecionalidad: "el principio de legalidad, es decir, la predeterminación legislativa de la actuación administrativa, está fatalmente destinada a retroceder" (G. ZAGREBELSKY, 1992, p. 54).

Por si fuese poco, la competencia universal de la ley para regular cualquier aspecto se ve desplazada en un doble sentido. De un lado, por el protagonismo de los llamados agentes sociales, más favorables a dotarse de reglas pactadas y transitorias, condicionadas a los cambios en la relación de fuerzas, que a someterse a leyes "heterónomas" con vocación de generalidad y permanencia (Vid. N. BOBBIO, 1980); lo que tiene su reflejo en la propia elaboración de las leyes (de "contractualización" de los contenidos de la ley habla ZAGREBELSKY, 1992, p. 58). De otra parte, en los países dotados de una organización territorial federal o autonómica, ni siquiera existe el legislador, sino una multiplicidad de legisladores, cada uno con una competencia propia y, sobre todo, portador de una legitimidad política en definitiva independiente y conflictiva.

En resumen, si es cierto que "el iusnaturalismo responde a un enfoque pluralista y horizontal de las fuentes del Derecho" (A.E. PEREZ LUÑO, 1993, p. 52), todo parece indicar que el constitucionalismo representa, al menos en este capítulo, una revitalización del viejo Derecho natural. Lo que incluso obliga también a replantearse en otros términos la idea de unidad del ordenamiento; unidad que ya no puede lograrse a través de un sistema jerarquizado y escalonado, sino que precisamente intenta reconstruirse a partir de la Constitución como expresión de un marco de consenso y unidad, ya no formal, sino material o sustantivo y, sobre todo, procedimental, donde han de coexistir distintas concepciones de la justicia. Pero, a su vez, esa tarea reconstructora tampoco puede obtener los mismos resultados de antaño, pues el orden jerárquico ha sido sustituido o intenta armonizarse con

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la concurrencia de distintas fuentes y, al mismo tiempo, la relativa coherencia de la decisión legislativa de cada momento se ha visto reemplazada por los principios tendencialmente contradictorios de la Constitución. Por eso, dice ZAGREBELSKY, las nuevas fuentes "expresan autonomías que no son ideas para insertarse en un único y centralizado proceso normativo", de manera que "hoy debe descartarse completamente la idea de que las leyes y las otras fuentes, consideradas en su conjunto, constituyan de por sí un ordenamiento" (G. ZAGREBELSKY, 1992, p. 62).

6. Los principios y la teoría de la interpretación

Como sabemos, el positivismo ha defendido (o se le han atribuido) dos concepciones de la interpretación abiertamente contradictorias. Según la primera, el Derecho es un sistema pleno o, al menos, completable y la aplicación de la norma al caso representa una tarea mecánica o subsuntiva, de manera que el juez puede presentarse como un autómata, como un sujeto "neutro", moral y políticamente irresponsable de la decisión que adopta. De acuerdo con la segunda, el Derecho no sólo presenta lagunas y contradicciones internas, sino que, además, toda norma adolece de una vaguedad congénita, de una zona de penunbra en la que siempre resultará dudosa la correcta subsunción del caso, con lo que el juez goza de una relativa pero irremediable discrecionalidad. Creo que el constitucionalismo, aunque parezca paradójico, ofrece argumentos en contra de ambas tesis.

Por lo que se refiere a la primera, ZAGREBELSKY 10 expresa con toda rotundidad: "sólo las reglas pueden ser observadas y aplicadas mecánica y pasivamente. Si el derecho sólo estuviese compuesto de reglas no sería insensato pensar en la ' maquinización' de su aplicación" (G. ZAGREBELSKY, 1992, p. 170). Acaso nuestro autor llegue demasiado lejos en su entusiasmo por la hermeneútica y por sus, un tanto misteriosas, apelaciones al "sentido" normativo de los casos, al "circulo interpretativo" de preguntas y respuestas de la realidad al Derecho y de éste a la realidad, al "horizonte de expectativa" de consenso, etc. (tópicos que confieso no haber logrado entender, ni en ZAGREBELSKY ni, mucho menos, en GADAMER o ESSER) pero, de todas maneras, sus críticas a la concepción paleo positivista de la interpretación siembran sobre terreno abonado, especialmente en el ámbito de la interpretación constitucional.

Basta pensar en el juego que hoy ofrece el concepto de razonabilidad, que bien podría ser el lema de la justicia constitucional de nuestros días y que, como bien advierte ZAGREBELSKY (1992, p. 232) reintroduce el tema de la equidad en la vida del Derecho. Un ejemplo paradigmático es la aplicación del principio de igualdad: la Constitución proclama la igualdad, pero obviamente no establece (sino sólo por aproximación y discutible vía de ejemplo, artículo 14 C.E.) cuándo una determinada circunstancia fáctica puede o debe ser tomada en consideración para operar una diferenciación normativa; esto es algo que hace el Tribunal Constitucional, pero no con base en la Constitución que nada dice de forma concluyente, sino a partir de su propio razonamiento acerca de lo que merece ser

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tratado de manera igual o desigual.

Ahora bien, entonces parece evidente que, "no es en la Constitución, sino fuera de ella, en donde el juez ha de buscar el criterio con el que juzgar sobre la licitud o la ilicitud de la diferenciación, y ese otro lugar resulta ser algo tan evanescente como la conciencia jurídica de la comunidad" (E RUBBIO, 1991, p. 30); en otras palabras, en la aplicación de la igualdad no puede haber subsunción porque no existe propiamente una premisa mayor constitucional. En realidad, la razonabilidad en que se resuelve el mandato de igualdad encierra un conflicto entre principios, pues actúa siempre a partir de igualdades y desigualdades fácticas parciales que postulan tratamientos tendencialmente contradictorios, cada uno de los cuales puede alegar en su favor uno de los subprincipios que componen la igualdad: tratar igual lo que es igual, y siempre habrá alguna razón para la igualdad, pues todos los seres humanos tienen algo en común, y desigual lo que es desigual, y siempre habrá, también, alguna razón para la desigualdad, pues no existen dos situaciones idénticas.

El conflicto entre principios o entre derechos fundamentales se traduce, pues, en una exigencia que recibe nombres diferentes (razonabilidad, ponderación, proporcionalidad, prohibición de exceso, interdicción de la arbitrariedad, etc.), pero que encierra un idéntico rechazo de la subsunción o de cualquier planteamiento simplista o mecánico de la aplicación del Derecho. Por ejemplo, en la frecuente colisión entre el derecho al honor y la libertad de expresión, no existe una jerarquía a priori, sino sólo la obligación de mostrar el camino argumentativo que conduce a la solución del caso concreto. Por eso, "una vez realizada por los jueces esta pon-deración el Tribunal poco tendría que decir ano ser en el supuesto de que tal apreciación hubiese sido claramente irrazonable" (STC 104/1986). Dicho simplificadamente, lo que resulta inconstitucional es conformarse con subsumir la conducta, ya en la norma de libertad de expresión, ya en el tipo penal que tutela el derecho al honor. Bien es cierto que, dejando a un lado los resultados abiertamente irracionales o arbitrarios, el ejercicio de tal ponderación puede dar lugar a cualquier decisión fundada, pero este es otro problema derivado de los límites de la argumentación práctica. Lo importante es, justamente, que se hace del razonamiento una exigencia constitucional y, por ello, cabe decir que los valores, principios y derechos fundamentales contribuyen a hacer más difíciles los casos fáciles, esto es, obligan a un planteamiento siempre más problemático de las soluciones sencillas basadas en la subsunción. En otras palabras, el modelo paleo positivista de interpretación se muestra incapaz de dar cuenta del tipo de interpretación requerido por el constitucionalismo.

Sin embargo, cabe decir también que el constitucionalismo de principios se opone a la segunda y más moderna tesis del positivismo, que es la tesis de la discrecionalidad judicial. Se ha escrito que para KELSEN, el juez constituye una especie de "caja negra" (R. VERNENGO, 1977, p. 11), en el sentido de que los procesos cognoscitivos y volitivos que ocurren en la mente del intérprete y que son el "puente" entre la norma y el fallo, resultan en gran parte misteriosos e inaccesibles para la teoría

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del Derecho; por eso, cuanto más se acerca la norma al esquema de los principios, más imprevisible y arbitraria será su decisión (Vid. H. KELSEN, 1928, p. 143). Ciertamente, el positivismo no acaba en KELSEN, pero en líneas generales es cierto que sus seguidores se han situado a medio camino entre el escepticismo de los realistas y el cognoscitivismo extremo de, por ejemplo, un DWORKIN, confiando más en la claridad de la norma que en las virtudes de la argumentación. Este es el caso de HART y de su búsqueda de un punto de conciliación entre la "pesadilla" de la visión realista del Derecho y el "noble sueño" de aquellos que imaginan el ordenamiento como un sistema capaz de ofre-cer solución unívoca a todo conflicto (Vid. H. HART, 1977, p. 969 y s.; también, por ejemplo, R. GUASTINI, 1993, p. 338).

ZAGREBELSKY es muy consciente de que los principios ponen en cuestión la idea de la discrecionalidad: "las tesis positivistas más estrictas se limitaban a afirmar la ausencia de derecho y la libertad del intérprete para recurrir a criterios morales, en todo caso extrajurídicos". Algo muy distinto ocurre ahora: los principios, "con su fuerza directiva tanto más vinculante por cuanto vienen recogidos en la Constitución", perfeccionan el odenamient0 (G. ZAGREBELSKY, 1992, p. 183) y vienen así a iluminar la oscuridad en que se movía el modelo interpretativo del positivismo. Por tanto, los principios aparecen como un factor de racionalización que limita el arbitrio judicial; como observa FERRAJOLI, si las opciones o elecciones son inevitables, "y tanto más discrecionales cuanto más am-plio es el poder judicial de disposición, representa cuando menos una condición de su control, si no cognoscitivo, al menos político y moral, que aquéllas sean conscientes, explícitas e informadas por principios en lugar de acríticas o enmascaradas o en cualquier forma arbitrarias" (L. FERRAJOLI, 1989, p. 156). Acaso esto explique por qué hoy se insiste en que, "la doctrina de la interpretación es (...) el núcleo mismo de la Teoría de la Constitución y del Derecho constitucional (R RUBBIO, 1988, p. 40).

Sin duda, no es un mérito exclusivo del constitucionalismo, pero el extraordinario desarrollo de las teorías de la argumentación jurídica (Vid. M. ATIENZA, 1991) pone de relieve el empeño actual en la superación de la tesis positivista de la discrecionalidad, esto es, el empeño por ampliar las fronteras de la racionalidad jurídica; una racionalidad que justamente resulta tanto más necesaria cuanto más nos alejamos de las reglas y nos acercamos a los principios, pues ante ellos el papel que asume el intérprete "sólo es aceptable si el juez proporciona una justificación racional" (M. TARUFFO, 1989, p. 315). De manera que los principios constitucionales limitan la discrecionalidad al menos por dos motivos entrelazados: primero, porque suponen la cristalización de los valores que dotan de sentido y cierran el ordenamiento y que, de no existir, tendrían -entonces sí- que ser creados por los jueces; y, segundo, porque requieren o se identifican con un género de razonamiento mucho más complejo que el tradicional de la subsunción, un razonamiento que se instala allí donde antes se suponía que reinaba la discrecionalidad.

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Así pues, si en el Estado de Derecho la legitimidad del intérprete reposaba en su carácter "neutro" y pasivo, todo parece indicar que en el Estado constitucional reposa en el ejercicio de la racionalidad: lo que antes era una "caja negra" ahora se propone como un ejemplo de transparencia. No cabe duda que todo ello obliga a revisar el modelo de interpretación un tanto simplista presentado por algún positivismo, pero ¿significa un golpe mortal a la tesis de la discrecionalidad judicial? Una mentación. Este es el caso de HART y de su búsqueda de un punto de conciliación entre la "pesadilla" de la visión realista del Derecho y el "noble sueño" de aquellos que imaginan el ordenamiento como un sistema capaz de ofrecer solución unívoca a todo conflicto (Vid. H. HART, 1977, p. 969 y s.; también, por ejemplo, R. GUASTINI, 1993, p. 338).

ZAGREBELSKY es muy consciente de que los principios ponen en cuestión la idea de la discrecionalidad: "las tesis positivistas más estrictas se limitaban a afirmar la ausencia de derecho y la libertad del intérprete para recurrir a criterios morales, en todo caso extrajurídicos". Algo muy distinto ocurre ahora: los principios, "con su fuerza directiva tanto más vinculante por cuanto vienen recogidos en la Constitución", perfeccionan el odenamient0 (G. ZAGREBELSKY, 1992, p. 183) y vienen así a iluminar la oscuridad en que se movía el modelo interpretativo del positivismo. Por tanto, los principios aparecen como un factor de racionalización que limita el arbitrio judicial; como observa FERRAJOLI, si las opciones o elecciones son inevitables, "y tanto más discrecionales cuanto más amplio es el poder judicial de disposición, representa cuando menos una condición de su control, si no cognoscitivo, al menos político y moral, que aquéllas sean conscientes, explícitas e informadas por principios en lugar de acríticas o enmascaradas o en cualquier forma arbitrarias" (L. FERRAJOLI, 1989, p. 156). Acaso esto explique por qué hoy se insiste en que, "la doctrina de la interpretación es el núcleo mismo de la Teoría de la Constitución y del De-recho constitucional (F. RUBBIO, 1988, p. 40).

Sin duda, no es un mérito exclusivo del constitucionalismo, pero el extraordinario desarrollo de las teorías de la argumentación jurídica (Vid. M. ATIENZA, 1991) pone de relieve el empeño actual en la superación de la tesis positivista de la discrecionalidad, esto es, el empeño por ampliar las fronteras de la racionalidad jurídica; una racionalidad que justamente resulta tanto más necesaria cuanto más nos alejamos de las reglas y nos acercamos a los principios, pues ante ellos el papel que asume el intérprete "sólo es aceptable si el juez proporciona una justificación racional" (M. TARUFFO, 1989, p. 315). De manera que los principios constitucionales limitan la discrecionalidad al menos por dos motivos entrelazados: primero, porque suponen la cristalización de los valores que dotan de sentido y cierran el ordenamiento y que, de no existir, tendrían -entonces sí- que ser creados por los jueces; y, segundo, porque requieren o se identifican con un género de razonamiento mucho más complejo que el tradicional de la subsunción, un razonamiento que se instala allí donde antes se suponía que reinaba la discrecionalidad.

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Así pues, si en el Estado de Derecho la legitimidad del intérprete reposaba en su carácter "neutro" y pasivo, todo parece indicar que en el Estado constitucional reposa en el ejercicio de la racionalidad: lo que antes era una "caja negra" ahora se propone como un ejemplo de transparencia. No cabe duda que todo ello obliga a revisar el modelo de interpretación un tanto simplista presentado por algún positivismo, pero ¿significa un golpe mortal a la tesis de la discrecionalidad judicial? Una primera respuesta negativa podría aducir que no en todos los sistemas jurídicos históricos los jueces se han comportado racionalmente, ni siquiera bajo el ideal de la racionalidad; o también que incluso hoy una buena justificación es un rasgo que califica pero no define a la función judicial (Vid. R. ALEXY, 1989, p. 55). Con todo, creo que desde un plano normativo la suerte de la tesis de la discrecionalidad en el marco de nuestros sistemas jurídicos, dominados por la exigencia de racionalidad, depende de si se asume o no la idea de "unidad de solución justa", esto es, la idea según la cual el Derecho y las reglas de argumentación proporcionan siempre una respuesta intersubjetivamente válida ante cualquier problema práctico.

En verdad, no faltan respuestas afirmativas, como las de Dworkin (1977, b); 1986, p. 266) o Habermas, &As, (1992, p. 267 y s.), pero, a mi juicio, no constituyen un resultado necesario (ni acertado) de ninguna teoría de la argumentación o del razonamiento jurídico y, por tanto, tampoco del abandono del modelo positivista (Me remito a mis trabajos de 1992, p. 115 y s; 1993, p. 88 y s.). Quiero decir, en suma, que se puede postular que la interpretación del Derecho constituye una actividad racional e ínter subjetiva, sin tener que sostener también que el ejercicio de la misma conduce siempre a una única solución aceptable, ni desde la perspectiva del marco normativo aplicable, ni desde la óptica de la racionalidad argumentativa; pues, como dice ALEXY, "la razón práctica no es de aquellas cosas que pueden ser realizadas sólo perfectamente o no en absoluto" (R. ALEXY, 1994, p. 176). Esto explica la posición de autores como N. MACCORMICK (1986, p. 17 y 22), A. AARNIO (1987, p. 217; 1990) o el propio ALEXY (1978, p. 33 y s. y 302; 1988, p. 145 y s.), cultivadores, todos ellos, de la teoría de la argumentación y, sin embargo escépticos respecto a la unidad de solución justa; posición por lo demás plenamente asumible desde la perspectiva de la interpretación constitucional, donde la decisión "nunca puede ser racionalizada totalmente" (K. HESSE, 1966, b), p. 51). Me parece que esta es también la posición de ZAGREBELSKY. Su rechazo de la tesis de "unidad de respuesta", que por cierto parece atribuir a los positivistas, se manifiesta de forma explícita (G. ZAGREBELSKY, 1992, p. 207). Con todo, aun cabe dudar si sus palabras se refieren sólo al Derecho en cuanto que norma abstracta o también al Derecho una vez interpretado "desde" el caso; pues, en efecto, al rechazar la tesis comentada se puede querer decir únicamente que la normatividad jurídica no basta, y este sería un sentido débil, o también que en algunas circunstancias, a la vista del caso y pertre-chados del Derecho, de los métodos de interpretación e incluso de la "actitud hermeneútica", tampoco es posible asegurar la única respuesta correcta, y este sería un sentido fuerte y, a mi juicio, el más acertado.

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Sea como fuere, y asumiendo posiciones claramente positivistas, ZAGREBELSKY no tiene inconveniente en reconocer que en algunos supuestos, "quien aplica el derecho se encontrará sin otros parámetros que los que él mismo pueda darse. La aspiración a la objetividad cederá paso entonces a las visiones subjetivas" (Ibídem, p. 213). O en reconocer, asimismo, que el modelo constitucional principialista provoca incerteza, de manera que, "los caminos de la jurisprudencia terminarán bifurcándose y, en muchos casos, se perderá también la posibilidad de distinguir el ' principal de los 'desviados "' (Ibídem, p. 228); algo que no depende de una u otra concepción de la interpretación, sino del "carácter pluralista de la sociedad actual y de esa sociedad parcial que es la comunidad de los juris-tas y operadores jurídicos" (Ibídem, p. 227).

Ahora bien, si esta es la interpretación correcta del pensamiento de ZAGREBELSKY, resulta que (malgré lui) no resulta tan antipositivista. Reconocer que el Derecho no siempre ofrece una y sólo una respuesta correcta, que en su aplicación puede tener algún peso la subjetividad del intérprete o que las distintas opciones jurisprudenciales resultan inevitables y dependen del pluralismo social, es algo perfectamente asumible desde la perspectiva, por ejemplo, de HART o BOBBIO (de este último vid., por ejemplo, 1971). Es más, el judicialismo de que hacen gala los verdaderos antipositivistas como DWORKIN, se encuentra ausente del Derecho dúctil: el juez de ZAGREBELSKY no es Hércules, no es "el señor del Derecho" (G. ZAGREBELSKY, 1992, p. 236) y debe actuar con cautela a fin de no invadir la esfera del legislativo (de ahí la crítica a las sentencias aditivas del Tribunal Constitucional, Ibídem, p. 240) y de evitar la soberbia de suponer que su respuesta es la única posible: ¿qué otra cosa se pide al juez del caso Serena salvo que argumente lealmente? (Vid. G. ZAGREBELSKY, 1992, p. 218 y s.).

Así pues, el constitucionalismo y el género de teoría interpretativa que éste requiere, pueden considerarse abiertamente contradictorios con el mecanicismo de los primeros positivistas, pero no con la tesis de la discrecionalidad, al menos en tanto no llegue a sostenerse la idea de unidad de solución correcta. Por ello, el juez del constitucionalismo "dúctil" no difiere, sino que más bien matiza y enriquece el modelo de juez parcialmente discrecional propuesto por el positivismo de KELSEN o HART. Este último es una figura moral y políticamente responsable en la medida en que, dentro del marco más o menos amplio de discrecionalidad, su decisión responde a sus propios criterios de justicia o moralidad. Lo mismo, pero de forma más compleja, viene a ocurrir con el juez del constitucionalismo: primero, porque a él le corresponde reproducir las condiciones de racionalidad ínter subjetiva que son las que permiten hacer del Derecho un discurso moral (J. HABERMAS, 1992, p. 278). Y segundo, también porque, mientras exista algún grado de subjetividad, él es el responsable de la opción, jurídica pero también moral, que escoge en cada caso, al menos en los "casos críticos".

7. Constitucionalismo y teoría del Derecho. El positivismo

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metodológico

a) Algunas claves de una nueva cultura jurídica

Recordemos que el aspecto central del positivismo metodológico se resumía en la tesis de la separación entre Derecho y moral o, más exactamente, en la tesis de que no existe una conexión necesaria o conceptual entre Derecho y moral, aunque, eso sí, entendiendo por moral no las meras convicciones sociales vigentes, sino la moral "buena", correcta o racional. Pues bien, este modelo de teoría del Derecho es, hoy, objeto de ataques desde los más diversos frentes, si bien-paradójicamente-tal vez al precio de renunciar a una teoría de verdad "general" del Derecho. El nuevo enfoque creo que se asienta sobre tres pilares: primero, el conocimiento del Derecho requiere asumir el llamado punto de vista interno o propio del participante en el sistema; segundo, este punto de vista presenta un carácter normativo y no sólo descriptivo, donde la obligatoriedad de las normas ha de reposar en un fundamento moral; tercero, esto supone la existencia de una conexión necesaria entre Derecho y moral, conexión que se produce por lo general, no "norma a norma", sino a través de los criterios de identificación del sistema, es decir, precisamente a través de las normas constitucionales.

Seguramente, R. DWORKIN puede ser calificado como el campeón del punto de vista interno. Como he desarrollado en otro lugar, para el autor norteamericano tan absurdo parece un canonista ateo como un constitu-cionalista que no asuma los presupuestos morales del sistema jurídico; es más, dado que entre tales presupuestos y las normas explícitas no existe ninguna frontera nítida, el jurista tiene que ser capaz de transitar de la moral al Derecho, y lógicamente sentirse obligado por ambos. Las normas jurídicas, si así puede decirse, no son más que la punta de un iceberg, la expresión institucionalizada pero parcial de un sistema de normatividad mucho más amplio dentro del cual no cabe trazar fronteras rigurosas, y para cuya plena comprensión es preciso un compromiso, una aceptación moral. En palabras de PINTORE, la actitud del jurista dworkiano está "comprometida con las instituciones de las que se ocupa" (A. PINTORE, 1990, p. 152). Pero, desde luego, DWORKIN no está solo en esta empresa. Para SOPER, una teoría del Derecho que no hunda sus raíces en la teoría política y que no esté al servicio de la misma, tratando de mostrar por qué debemos obedecer a las normas jurídicas, es una teoría vacía que ni siquiera resulta capaz de cumplir cabalmente su propósito descriptivo (Vid. Ph. SOPER, 1984). Del mismo modo, Carlos NINO proclama "la primacía lógica del punto de vista interno sobre el externo" (C. NINO, 1994, p. 47), lo que significa, no sólo que no se pueden describir creencias sin que alguien previamente sea creyente, sino que tampoco puede hacerse si en alguna medida no se incluye en la teoría aquello en lo que se cree. Y, en fin, también ALEXY ofrece una definición del Derecho y de la validez desde la perspectiva del participante "y, por tanto, una definición jurídica del Derecho" (R. ALEXY, 1994, p. 123).

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La adopción del punto de vista interno en la teoría del Derecho presenta algunas consecuencias importantes, que aquí tan sólo podemos esbozar. Así, en primer término, la idea de que el concepto de Derecho requiere contar con la aceptación moral de los destinatarios: no puede existir "apatilandia", no puede existir un sistema donde nadie se haya preguntado acerca del "por qué" moral de su actuación, donde nadie crea en la corrección moral de la Constitución (E. GARZÓN, 1992, p. 323 y s.). Por eso, en segundo lugar, todo sistema jurídico engendra una pretensión de corrección o de justicia: "se requiere, al menos, el vínculo recíproco entre gobernantes y gobernados, lo que es implicado por la defensa de buena fe de que el sistema se encuentra establecido en interés de todos"(Ph. SOPER, 1984, p. 96); el orden del Derecho se distingue, pues, de la amenaza del bandido en que, por principio, aquel cuenta con una pretensión de sinceridad y buena fe por parte de quienes mandan que genera en los súbditos una obligación prima facie de obediencia. Es más, por sorprendente que parezca, "también los esclavos pueden tener obligación prima facie de obedecer al derecho", aunque, eso sí, siempre que, "los funcionarios crean sinceramente que ese tratamiento se puede justificar moralmente" (Ibídem, p. 187).

Sobre este punto insiste particularmente ALEXY. La pretensión de corrección es un elemento esencial al concepto de Derecho y, por eso, "hay dos tipos de órdenes sociales que, por razones conceptuales, con total independencia del hecho de que puedan lograr una vigencia duradera o no, no son sistemas jurídicos: los órdenes absurdos y los depredatorios o de bandidos" (R. ALEXY, 1994, p. 38). Lo que ocurre es que al final esa pretensión se traduce en muy poco más que en una exigencia de eficacia y regularidad en la aplicación del Derecho, pues también los pistoleros pueden estar animados por una pretensión de justicia y entonces sólo les separa del Derecho la falta de exclusividad y efectividad en el uso de la fuerza: "la muerte y el saqueo de los dominados siguen siendo en él (sistema jurídico) siempre posibles" (R. ALEXY, 1994, p. 40). 0 sea, tras tan amplio rodeo, se termina en KELSEN O, mejor dicho, en la hobbesiana obligación moral de obediencia a todo Derecho.

Ahora bien, es interesante advertir que la conexión entre Derecho y moral no se presenta en los términos tradicionales del iusnaturalismo, esto es, en relación con singulares normas de conducta. Al contrario, por lo común, la conexión se predica o del sistema en su conjunto o de sus normas secundarias que establecen los requisitos de pertenencia (de legitimidad constitucional, cabe decir) de las demás normas. NINO lo expresa con cla-ridad: ¿por qué los jueces aplican ciertas normas?; no, ciertamente, porque realicen un escrutinio singular de la moralidad de cada una de ellas, sino porque aceptan la autoridad de la que proceden, aceptan la autoridad o vinculatoriedad de una regla de reconocimiento, y esto supone, ni más ni menos, que "la identificación descriptiva de ciertas proposiciones normativas como jurídicas implica mostrar que derivan de ciertas normas morales" (C. S. NINO, 1994, p. 59). Lo mismo ocurre en HABERMAS: la presencia de la moral ya no se establece "norma a norma", sino que queda "sublimada y convertida en un procedimiento de fundamentación de

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contenidos normativos posibles" (J. HABERMAS, 1987, p. 168). Por consiguiente, quienes exigen fundamentación racional no son las normas individuales, sino el sistema en su conjunto o, mejor, las bases del sistema jurídico" (Vid. J. HABERMAS, 1981, 1, p. 338); esto es, la moralidad se conecta al Derecho en la Constitución material.

De este modo, el constitucionalismo aparece como el mejor banco de pruebas de la nueva teoría del Derecho y ésta, a su vez, como una óptima justificación del modo de actuar de aquél. El constitucionalismo, en efecto, acostumbrado a trabajar con valores y principios, que son jurídicos pero también morales, así como a escrutar la validez/justicia de las normas a la luz de los mismos, permite confirmar (al menos en los países donde existe Constitución pluralista, pero esto a veces se olvida) lo acertado de una ciencia del Derecho desde el punto de vista interno. Por su parte la teoría del Derecho del participante justifica y estimula al constitucionalista en la búsqueda de las mejores respuestas morales a los problemas jurídicos, otorgando carta de naturaleza a lo que, por lo demás, ya era sabido: la función justificadora y no meramente descriptiva de la dogmática. No debe extrañar, por ello, que DWORKIN propugne una teoría del Derecho abiertamente comprometida con la cultura jurídica del momento, es decir, con el constitucionalismo, más concretamente que propugne la "fusión del derecho constitucional y la teoría de la ética" (R. DWORKIN, 1977, p.233).

Pero el moderno antipositivismo puede llegar también más lejos; no se trata sólo de concebir a la Constitución "como si" fuese un nuevo Derecho natural que exigiese del jurista una actitud comprometida con los valores morales que aquella encarna; ni siquiera de intentar constatar una "pretensión de justicia" en cualquier sistema jurídico, por inicuo que sea. En algunos casos, la conexión necesaria entre Derecho y moral desemboca en la venerable tesis de la corruptio legis: las leyes injustas o, al menos, las leyes insoportablemente injustas, no serían verdaderas leyes. Esta es la tesis de ALEXY: para el participante en el sistema, incluso para el participante en el sistema nazi a quien se le debe suponer alguna aceptación moral de los valores del sistema, "cuando se traspasa un determinado umbral de injusticia, las normas aisladas de un sistema jurídico pierden el carácter jurídico" (R. A=, 1994, p. 45). El argumento de DWORKIN es, en parte semejante, pues supone negar la aplicabilidad de las normas manifiestamente injustas: si el juez fuera llamado a la aplicación de una ley profundamente inmoral "tendría que considerar si debería mentir y decir que aquello no era Derecho" (R. DWORKIN, 1986, p. 219; 1977, p. 451)

b) Zagrebelsky y el positivismo metodológico

No cabe duda que El Derecho dúctil forma parte de la cultura jurídica que acabamos de describir, pero acaso resulte todavía compatible con el positivismo metodológico, al menos entendido éste como el enfoque más adecuado para la elaboración de una teoría con pretensiones de validez explicativa para todo Derecho. Aunque ZAGREBELSKY no aborda de forma expresa los problemas del punto de vista, de la pretensión de

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corrección o de la presunta obligatoriedad moral del Derecho, es evidente que algunos de sus argumentos enlazan con las corrientes antipositivistas que acabamos de comentar. Es más, no duda en invocar con complacencia a un Derecho natural presuntamente encarnado en la Constitución: "el derecho por principios encuentra al derecho natural" (G. ZAGREBELSKY, 1992, p. 187), la Constitución expresa un "equilibrio objetivo", asemejándose "en su formulación universalista y abstracta, a los principios de derecho natural" (Ibídem, p. 180); y, a partir de aquí, "la ciencia del Derecho se convierte en una ciencia práctica que no puede obviar la dimensión moral de las decisiones constitucionales básicas: desde el punto de vista interno de un sistema jurídico positivo, cuando en él rijan principios la situación es completamente análoga a la del derecho natural (por eso) la ciencia del derecho positivo en un ordenamiento jurídico 'por principios' debe considerarse una ciencia práctica. (Ibídem, p. 191) Ahora bien, la adopción del punto de vista interno, al menos si no se lleva demasiado lejos, resulta habitual en toda dogmática, máxime en una dogmática a propósito de las Constituciones contemporánea. El Derecho se expresa en un lenguaje prescriptivo, de prohibiciones, mandatos y permisos, y el lenguaje del jurista reproduce ese mismo modelo sin que ello suponga mantener que existe una obligación moral de obediencia; decir que una cierta acción es debida significa que, en el marco del sistema jurídico, esa acción opera "como" lo haría en un sistema moral (que es donde nacen las verdaderas obligaciones), no que el deber moral se trasmita al mundo del Derecho. Por lo demás, las Constituciones "rematerializadas" obligan al uso continuo de principios que son, a un tiempo, morales y jurídicos, de manera que su mera descripción requiere comprender y tener en cuenta el orden de valores en que aquéllos descansan.

Sin embargo, en ningún momento ZAGREBELSKY sostiene que esa actitud tenga implicaciones morales en relación con cualquier tipo de Derecho, ni siquiera que resulte igualmente necesaria para toda dogmática. Por lo que se refiere a lo primero, es clara la simpatía política del autor hacia las Constituciones contemporáneas, entendidas como pacto y marco de convivencia fluida y dúctil de una sociedad pluralista, pero es claro también que dicho modelo se concibe como histórico y contingente y que en ningún momento se pretende elevar a nivel conceptual o relativo a todo Derecho: "una cosa es razonar sobre el plano teorético y otra razonar sobre el plano de las características de un ordenamiento jurídico concreto, esto es -como suele decirse- sobre el plano dogmático. Puede suceder que lo que resulta insostenible teoréticamente sea viable dogmáticamente" (Ibídem, p. 186 y s.). Y en relación con lo segundo, parece también indiscutible que el constitucionalista del XIX podía mantener una actitud aparentemente más externa, aunque sólo fuese porque su objeto de trabajo era de modo preferente un instrumento formal de distribución del poder y de ordenación de las fuentes del Derecho.

Tampoco las referencias al Derecho natural encierran el antipositivismo que pudiera suponerse, pues cuando no son meramente retóricas o metafóricas, parecen exclusivamente funcionales: la Constitución opera frente a la ley del mismo modo que lo hacía el Derecho natural, esto es,

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ofreciendo criterios sustantivos de legitimidad, lo que en modo alguno es equivalente a la existencia de un Derecho suprapositivo en el sentido de supra empírico o al margen de las convenciones humanas. Al contrario, "las Constituciones reflejan el 'orden natural' histórico concreto de las sociedades secularizadas y pluralistas, en las que, precisamente por ello, no podría proponerse de nuevo un derecho natural con fundamento teológico ni racionalista" (Ibídem, p. 180); más rotundamente, "el derecho natural (...) no sería compatible con la democracia en su sentido actual" (Ibídem, p. 108).

Incluso cabría decir que pocas obras como la de ZAGREBELSKY expresan con mayor fuerza una de las ideas claves del positivismo metodológico, que es la llamada tesis de las fuentes sociales del Derecho, según la cual todo orden jurídico es un artificio humano, que nace de la sociedad y que se transforma con ella. Desde las primeras páginas de El Derecho dúctil se insiste, en efecto, en que lo mismo el constitucionalismo de nuestros días que el Estado de Derecho del siglo XIX representan un resultado cultural de una determinada relación de fuerzas constitutiva del sistema político que, a su vez, es reflejo o se conecta a un cierto modelo económico y social. Sin incurrir en ninguna vulgarización mecanicista o seudomarxista, para ZAGREBELSKY el tipo de Derecho, del único Derecho que es el Derecho positivo, depende del tipo de sociedad.

A mi juicio, el nucleo del problema se halla en la famosa conexión necesaria entre Derecho y moral. ¿Se produce esa conexión en la obra de ZAGREBELSKY? De entrada, es claro que no de la misma forma que en el iusnaturalismo, pues desde que se reconoce la historicidad del Derecho y de sus contenidos, lo único que cabe postular es la conexión con la moral social, con las concepciones asumidas por cierto grupo, pero en modo alguno con la moral crítica o racional, que es a la que siempre se han referido tanto los iusnaturalistas como los positivistas. Que esto es así lo prueban los siguientes fragmentos: "El contenido de los principios constitutivos del ordenamiento jurídico depende del contexto cultural del que forman parte" (Ibídem, p. 196), es decir, no depende de una determinada moral tenida por buena o racional, sino sólo del "contexto"; de ahí "que el derecho no puede alejarse del ambiente cultural" (Ibídem, p. 215) y que, así como la regla moral "expresa un valor absoluto", la "regla jurídica, en cambio, (...) no aspira a una justicia abstracta e inmóvil" (Ibídem, p. 216); en suma, "los axiomas de las ciencias prácticas (...) están sometidos al efecto del tiempo"(Ibídem, p. 196). Ninguna de estas afirmaciones resulta incompatible con la concepción positivista del Derecho.

Finalmente, cabría suponer que la moral se conecta al Derecho a través de los principios constitucionales. Dicha conexión puede ser vista desde dos perspectivas diferentes. La primera es la representada por DWORKIN, para quien los principios tienen un origen un tanto misterioso, ya que "no se basan en una decisión particular de ningún tribunal u órgano legislativo, sino en un sentido de convivencia u oportunidad" (R. DWORKIN, 1977, p. 94); todo parece indicar que para el autor norteamericano los principios morales son principios jurídicos en virtud de su propia moralidad, aunque

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nadie los haya establecido o aplicado (Vid. más ampliamente L. PRIETO, 1993). Pero esta no es la tesis de ZAGREBELSKY, quien acertadamente no parece encontrar más principios que los establecidos en la Constitución o, en todo caso, aquellos que gozan de una existencia empírica en el Derecho positivo.

La segunda forma de entender la conexión entre Derecho y moral a través de los principios ofrece, a su vez, dos modalidades. La primera supone considerar que los principios, ahora ya indubitadamente constitucionales o positivos, representan o, mejor aún, coinciden con principios morales. La segunda modalidad, algo más sutil, consiste en mantener que la utilización de los principios por parte de los operadores jurídicos propicia el desarrollo de una argumentación moral en el seno de la argumentación jurídica. Ambas proposiciones son ciertas y ambas son sostenidas por ZAGREBELSKY, pero creo que no representan tampoco ningún desmentido del positivismo.

Que los principios expresan valores morales parece evidente, pero que tales valores pueden pertenecer a cualquier moral, incluso a una profundamente injusta, no parece menos cierto. Dice ZAGREBELSKY que los principios "expresan importantes conceptos dotados de gran valor, como la igualdad, la libertad, la justicia" (Ibídem, p. 196), pero acaso ha olvidado que principios son también la xenofobia o la discriminación racial, la aristocracia, el poder omnímodo del padre de familia, etc. Y hemos de suponer que, allí donde han estado vigentes, estos principios han desempeñado el mismo papel que los principios "buenos" de nuestras Constituciones.ALEXY es consciente del problema, pero parece dudoso que sea capaz de desentrañarlo. Para empezar, sostiene que la conexión entre Derecho y moral en el nivel de los principios es cualificante y no clasificante, esto es, el sistema que no satisfaga las exigencias de los principios será un sistema deficiente, pero no dejará de ser jurídico. Por otra parte, y tras citar un texto alemán de los años treinta en defensa del racismo, aduce que el mismo no cumple las exigencias mínimas de una fundamentación racional. Pero, a renglón seguido, acepta que el juez nazi que aplica el principio de la raza, "formula con su decisión una pretensión de corrección (...) (que) se ex-tiende a la afirmación de que el fallo es correcto en el sentido de una moral fundamentable y, por tanto, de una moral correcta" (R. A=y, 1994, p. 82). La conclusión es la que cabe imaginar: la presencia del principio "no conduce a una conexión necesaria del derecho con una determinada moral concreta designada como correcta, pero sí a una conexión necesaria del derecho con la idea de una moral correcta en el sentido de una moral funda-mentada" (R. ALEXY, 1994, p. 84).

Esta última afirmación de ALEXY nos conduce a una segunda forma de ver la conexión: no es que los principios encarnen necesariamente unos valores morales correctos, sino que su juego en el proceso interpretativo hace nacer en la argumentación jurídica una argumentación moral, es decir, una exigencia de fundamentación racional de la decisión más allá del esquema simple y "mecánico" de las reglas. Por eso, dice ZAGREBELSKY,

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"el estilo, el modo de argumentar en 'derecho constitucional' se asemeja al estilo, al modo de argumentar en 'derecho natural'. Las modalidades argumentativas del derecho constitucional se 'abren' así a los discursos meta jurídicos" (G. ZAGREBELSKY, 1992, p. 181). Y es que, en efecto, el juicio de ponderación que se requiere para superar la colisión de principios y armonizar su simultanea existencia dentro del sistema es un juicio que se desarrolla a partir de conceptos sustantivos que pertenecen al Derecho, pero también a la moralidad, y es un juicio, además, que ha de tener en cuenta las circunstancias del caso, sopesar la importancia relativa de los valores en pugna, etc. En suma, que la posición del sujeto llamado a dirimir un conflicto entre principios morales no es muy distinta a la del juez llamado a dirimir ese mismo conflicto entre principios jurídicos; tan sólo cabría decir que la argumentación del juez se muestra más formalizada y padece algunas restricciones institucionales, pero no que es sustancialmente distinta. Todo ello, sin duda, representa una superación del positivismo teórico, pero no del positivismo metodológico, que nada dice a propósito de los modelos de argumentación en el seno del Derecho; salvo que tales modelos no garantizan necesariamente la presencia de la moral correcta: moral fundamentada no es más que decisión argumentada, aunque esa argumentación parta de una moral aberrante; y esto sin olvidar que, cualquiera que sean las premisas morales, la argumentación tampoco asegura la unidad de solución justa.

En resumen, aunque ZAGREBELSKY comparte algunos temas y argumentos propios del Derecho natural, no creo que sus tesis fundamentales resulten incompatibles con el positivismo metodológico. Es verdad que su modelo de jurista parece comprometido con el horizonte de valores constitucionales, si bien esta perspectiva interna característica de la dogmática tampoco impide el desarrollo de un punto de vista externo en el ámbito de la teoría del Derecho, e incluso de dogmáticas inmersas en contextos menos "sustancialitas". Asimismo, sus alusiones a una realidad que se vivifica y adquiere valor en contacto con los principios (Ibídem, p. 184), hasta el punto de que "las exigencias de los casos cuentan más que la voluntad legislativa y pueden invalidarla" (Ibídem, p. 207) (eso sí, merced a la Constitución) acaso parezcan algo sorprendentes para un positivista que no tuviera en cuenta las consecuencias del régimen constitucional de principios. O, en fin, su insistencia en que todo en los principios recuerda al Derecho natural tal vez termine siendo algo excesiva, si es que sólo pretende establecer una analogía funcional.

Sin embargo, nada hay en la obra de ZAGREBELSKY que represente un ataque al corazón mismo del positivismo metodológico: ni un Derecho metafísico o supra empírico, sino la constante referencia a la sociedad como fuente de todo sistema; ni tampoco una confianza ciega en la razón para descubrir una moral correcta y universal, sino más bien un relativismo sociológico que apela a las convicciones morales del tiempo histórico; ni tampoco, en fin, el sometimiento de la validez a la justicia según la vieja fór-mula de la corruptio legis: sin duda, en la medida en que una cierta concepción de la justicia se incorpora a la Constitución, las normas que se aparten de la misma serán normas inválidas, pero sólo y exclusivamente en

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esa medida; no hay, como parece haber en ALEXY o DWORKIN (vid. más ampliamente L. PRIETO, 1995), injusticias notorias o insoportables que no sean inconstitucionalidades manifiestas.

8. En favor de un constitucionalismo moderadamente positivista

Es sabido que en la vieja polémica entre el iusnaturalismo y el positivismo, algunas veces se pretende debilitar al adversario poniendo en su boca palabras insostenibles que nunca pronunció o simplificando hasta la caricatura sus ideas fundamentales. No digo que este sea el caso de ZAGREBELSKY, quien, por otra parte, no pretende analizar los términos de dicha polémica, pero sí creo que su reiterada crítica al positivismo hubiera requerido algunas matizaciones, pues ni toda la rica cultura jurídica alentada por el constitucionalismo resulta incompatible con la concepción positivista del Derecho ni, sobre todo, su conexión con el venerable Derecho natural puede ir mucho más allá de una licencia literaria. Es más, pienso que el más vigoroso hilo conductor de El Derecho dúctil constituye un magnífico ejemplo del positivismo en una de sus modalidades más descarnadas, que es una cierta versión del sociologismo historicista: para ZAGREBELSKY las claves de un sistema jurídico sólo se explican desde su contexto social y político, los enunciados lingüísticos casi permanecen mudos mientras no se vivifican y adquieren sentido en su tiempo y en presencia de los "casos"; y estos elementos extrajurídicos se muestran a la postre más poderosos que la propia norma. Acaso el problema resida en que, como hemos visto, bajo la etiqueta de positivismo se presentan tesis muy diferentes, no implicadas entre sí e incluso, en ocasiones, abiertamente contradictorias. Sin embargo, si entendemos que positivistas son KELSEN, BOBBIO, Ross o HART resulta que, en líneas generales, la doctrina en cuestión se reduce a un método, en parte a una teoría y de ninguna manera a una ideología. Más concretamente, en opinión de HART, estas serían las tres tesis fundamentales del positivismo: primera, que, si bien existen relaciones contingentes entre el Derecho y la moralidad, aquél puede y debe ser definido con independencia del juicio moral que nos merezca o, como suele decirse, que es preciso diferenciar entre el Derecho que es y el Derecho que debería ser, de donde se deduce -añadimos nosotros- que la existencia del Derecho en principio no nos dice nada, ni a favor ni en contra, sobre la obligación de obediencia al mismo. Segunda, que el Derecho encarna una práctica social verificable, ya en forma de enunciados lingüísticos, ya en forma de costumbres; no encierra nada metafísico ni misterioso y, por eso, puede captarse como cualquier fenómeno social. Tercera, que lo que pudiéramos llamar el Derecho legislativo resulta vago, ambiguo, lagunoso, contradictorio, etc., de manera que en su aplicación existe siempre un mayor o menor grado de discrecionalidad (Vid. H. HART, 1979, p. 3 y s.)

Pues bien, no se trata de defender o de criticar un nombre prestigioso o desprestigiado, pero la verdad es que los principales embates de ZAGREBELSKY se dirigen contra un positivismo que ya nadie sostiene. Nadie sostiene, en primer lugar, que el único esquema posible de norma jurídica sea aquel donde se conecta un supuesto de hecho a una

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consecuencia o resultado mediante un nexo deóntico. Nadie sostiene el monopolio de la ley como fuente del Derecho, sino que más bien se reconoce su profunda crisis. Nadie sostiene tampoco la concepción mecanicista de la interpretación. Y, en fin, resultaría aún mucho más sorprendente que un positivista tratara hoy de identificar la ley con la justicia.

Pero prescindamos de los nombres y acudamos a las ideas. ¿Es el Derecho un producto social, histórico y cambiante, que sólo puede ser explicado en función de su contexto y de su tiempo? Creo que pocos autores ofrecerían una respuesta afirmativa más rotunda que ZAGREBELSKY. ¿Es el Derecho una construcción abierta y porosa que permite siempre un margen de discrecionalidad donde el intérprete se erige en responsable jurídico, pero también moral y político, de la decisión que adopta? De nuevo, pienso que nuestro autor respondería afirmativamente e incluso lo haría con un ejemplo: el caso Serena.

Nos queda, por tanto, un último y amplio interrogante, que en verdad ZAGREBELSKY no llega a plantear de forma minuciosa: para comprender el Derecho, ¿hemos de asumir o sentirnos comprometidos con su horizonte axiológico?; si la Constitución desempeña frente a las demás fuentes del Derecho la misma función que antaño desempeñó el Derecho natural en relación con el orden positivo, ¿hemos de dar por cerrada la discusión sobre la justicia más allá o por encima de la Constitución?; finalmente, al margen de sus cualidades "científicas" desde el punto de vista de la explicación del Derecho, ¿qué actitud resulta "cívicamente" más meritoria o plausible? Procuraremos dar sucinta respuesta a estas preguntas.

Como hemos indicado, ZAGREBELSKY no entra en polémicas acerca del famoso "punto de vista" que, en cambio, tanto entretiene a los filósofos del Derecho. Sin embargo, fácilmente se podría interpretar que el consti-tucionalista de la mitezza, que es un sujeto activo en la recreación del Derecho constitucional, no sólo debe conocer perfectamente el sistema de valores en que descansa el orden jurídico, sino que también ha de compartirlo y sentirse obligado por el mismo. Es más, nuestro constitu-cionalista se muestra capaz de distinguir la simple ley constitucional o reforzada de la Constitución material o, según dice el autor, aquello que opera realmente como fundamento, que ni siquiera precisa hallarse en los textos normativos (G. ZAGREBELSKY, 1992, p. 5), de aquello otro que, aun recogido en la ley o en la Constitución, resulta accesorio y susceptible de negociación por las sucesivas mayorías; con la particularidad de que "lo que es verdaderamente importante" aparece una y otra vez revestido con los ornamentos del Derecho natural, es decir, como criterio inapelable de lo justo y de lo injusto.

Esta última es una afirmación fuerte que, en mi opinión, únicamente puede ser mantenida si por justicia entendemos sólo la justicia legal o positiva. El problema es que en la cultura jurídica que hoy se abre paso la alusión a la justicia presenta, como hemos visto, una indubitada dimensión moral; cuando DWORKIN dice que los principios constitucionales encarnan

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criterios de justicia se refiere, sin discusión, a una justicia plenamente imbricada en la moralidad, que reclama aceptación moral y sentimientos de obligatoriedad. Y esto conduce a una suerte de "absolutización" de la Constitución, a una legalización de la moral o, lo que es lo mismo, a la peor versión del positivismo, que es el positivismo ético o ideológico: si la Constitución es el Derecho natural fácilmente puede sentir la tentación de compartir con éste su pretendido carácter -históricamente siempre desmentido de "verdad indiscutible".

Pero no creo que ZAGREBELSKY llegue tan lejos, entre otras cosas porque se muestra muy poco proclive a las verdades indiscutibles: "el único contenido 'sólido' que la ciencia de una constitución pluralista debería de-fender rigurosa y decididamente contra las agresiones de sus enemigos es el de la pluralidad de los valores y principios" (Ibídem, p. 21). Por otra parte, es cierto que el constitucionalista que propugna nuestro autor dista de ser un formalista sólo preocupado por las jerarquías y las competencias, pero tampoco necesita convertirse en un mojigato del sistema. Su modelo de ciencia del Derecho bien puede aproximarse al propuesto por FERRAJOLI, que, de un lado, asume la perspectiva ilustrada y positivista a propósito de la separación entre Derecho y moral y que, precisamente por ello, admite una crítica externa al Derecho (y a la Constitución) desde la perspectiva de la moralidad (Vid. L. FERRAJOLI, 1989, p. 197); pero también que, de otro lado, permite desarrollar una critica interna, es decir, una denuncia de las infracciones o de los cumplimientos insatisfactorios de los principios y reglas constitucionales (Ibídem, p. 158 y s., y 892 y s.).

Tal vez aquí sea procedente recordar la distinción kelseniana entre sistemas estáticos y dinámicos. Como es sabido, desde un punto de vista dinámico la validez de una norma residiría exclusivamente en el hecho de haber sido dictada por un órgano competente habilitado por el sistema; mientras que desde el criterio estático la validez vendría dada por la conformidad con el contenido de una norma superior (Vid. H. KELSEN, 1960, p. 203 y s.). KELSEN pensaba -y pensaba con razón en su tiempo- que el juicio de validez jurídico era un juicio dinámico, lo que en verdad no excluye la actitud "crítica" que predica FERRAJOLI, pero la reduce al mínimo, dado que función del jurista sería simplemente comprobar que la norma en cuestión ha sido dictada por el órgano competente. El "principialismo" de las Constituciones modernas trae a primer plano el criterio estático y aquí la actitud "crítica" cobra todo su valor, pues afirmar que cierta norma o decisión vulnera, por ejemplo, el principio jurídico de igualdad no difiere sustancialmente de afirmar que vulnera el principio mo-ral de igualdad. Cabe decir, en palabras de GIANFORMAGGIO, que "el nexo dinámico entre las normas, es decir, la apelación al poder, tan sólo puede informar de la validez de una norma; mientras que el nexo de tipo estático, es decir, el recurso a la razón, está en condiciones de justificarla" (L. GIANFORMAGGIO, 1991, p. 470). Y justificar significa aquí segundo, la proposición resulta mucho más discutible: que el juez no esté llamado a escrutar la moralidad de las normas que aplica y que se conforme con examinar su constitucionalidad, no impide que tal escrutinio se realice por un observador algo más externo, por ejemplo, por cualquier ciudadano,

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quien acaso puede rehusar su cumplimiento como deber moral. Un motivo más para mantener separadas la moral legalizada de la moral crítica o racional (subjetiva si se quiere, pero a la postre la única válida para cada sujeto), o sea, para mantener el tipo de aproximación que propugna el positivismo metodológico.

9. Observación final

Parece incontestable que en la cultura jurídica de nuestros días el positivismo se bate en retirada, si es que no ha sido ya definitivamente vencido. Tal vez pueda decirse que numerosas críticas parten de una visión equivocada o parcial de lo que el positivismo significa y que, tomando la parte por el todo, dan por muerto al adversario prematuramente. Pero, sea como fuere, la superación del positivismo parece haberse convertido en el lema del actual pensamiento jurídico, desde las dogmáticas más apegadas a la exégesis de textos a las concepciones de filosofía política y del Derecho pretendidamente más generales, pasando desde luego por el constitucionalismo, que acaso represente el punto de intersección de todas estas voces; el punto donde las dogmáticas pueden enlazar con una moral positivizada, y donde las filosofías pueden encontrar un banco de pruebas para la verificación de sus tesis.

A mi juicio, el gran mérito del antipositivismo es que ha sabido actuar como saludable revulsivo de un conocimiento jurídico y de una práctica forense excesivamente formalistas, autosuficientes, anclados en el modelo legalista del Estado liberal decimonónico y, sobre todo, alejados tanto de las demás ciencias sociales como de la filosofía moral y política. De entrada, y como hemos visto, hoy resulta muy difícil mantener buena parte de las tesis atribuidas al positivismo teórico, capítulo en que ha sido mayor la incidencia del nuevo constitucionalismo. Seguramente, y creo coincidir aquí con ZAGREBELSKY, sólo la tesis de la discrecionalidad sigue contando con mejores razones que la tesis contraria de la unidad de solución correcta.

También la crítica a la tesis de la neutralidad o de la no conexión necesaria entre Derecho y moral resulta comprensible, aunque me parezca desenfocada. Y es comprensible porque las ideas tradicionales entre los ju-ristas del foro y de la Universidad han supuesto durante décadas una premeditada postergación de la dimensión moral y política del Derecho; en parte, debido a una errónea a comprensión de la famosa tesis positivista de la separación conceptual, pero en gran parte también por comodidad y por el deseo de mantener la ficticia vitola de cientificidad profesional, los juristas han contribuido muchas veces a ocultar que los problemas jurídicos eran, al mismo tiempo, problemas de moralidad y de poder. Sospecho, sin embargo, que todos han estado persuadidos de que la predicada autonomía de su objeto y de su saber reposaba en una pequeña mentira; han sido conscientes de que su lema favorito, "la ley es la ley", era una verdad a medias que ocultaba que la ley es, además, expresión de la voluntad del poder y que encarna un cierto punto de vista sobre la justicia. De manera que el constitucionalismo post positivista ha contribuido a la propagación de una auténtica epidemia de sinceridad, ofreciendo apoyo

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teórico para decir con argumentos refinados lo que casi todos sabían o intuían.

Sin embargo, este constitucionalismo a medio camino entre la dogmática y la filosofía política acaso se haya limitado a sustituir una ficción por otra. Seguramente, esta es una crítica que no debe dirigirse a ZAGREBELSKY, pero creo que sí al conjunto de la literatura jurídica de la que forma parte El Derecho dúctil. Y es que, en efecto, hoy todos parecen ser conscientes de que con el Derecho estricto y las viejas herramientas interpretativas no es posible mantener la venerable imagen de neutralidad y cientificidad, pero, en lugar de abandonarla, prefieren aferrarse a ella e intentar resolver los problemas invocando los principios de una moralidad más o menos objetiva y cognoscible; con lo cual, en fin, esa moralidad viene a desempeñar la misma función sedante sobre la conciencia de los juristas que antes satisfacía sólo el Derecho. La teoría de los principios no representa así un llamamiento a la responsabilidad moral y política del intérprete, sino el bálsamo de su carencia. Todo sigue casi igual que antes: la profesión de jurista se ha salvado, e incluso ya no hace falta mentir acerca de la autosuficiencia del Derecho, ni ocultar el papel de las concepciones morales. La cuestión es precisamente si merece la pena mantener esa imagen o si, por el contrario, no será preferible mostrar todas las cartas y confesar que los operadores jurídicos son titulares de un poder de decisión, aunque de un poder de naturaleza distinta a la que encarna el legislador.

Y este poder de decisión del legislador y de los jueces, por más que se ejerza en el marco de un modelo constitucional basado en el respeto a los derechos fundamentales y a la soberanía popular, no deja de ser un poder de decisión enjuiciable desde la perspectiva externa de una moral crítica. El lema de que hoy veritas, non auctoritas, facitlegem representa una exageración, acaso útil para mostrar la distancia con el Estado de Derecho decimonónico, pero que no se puede aceptar en términos literales. El Derecho sigue siendo, ahora como antes, más el fruto de la voluntad que de la razón, más del poder que de la verdad. Por ello, incluso ante sistemas que nos parezcan globalmente justos, cualquier presunción a propósito de la moralidad intrínseca de sus normas ha de tomarse con suma cautela; al menos, con tanta cautela como ancha es la distancia que separa el horizonte moral que figura en el frontispicio de la Constitución española de 1978 y la realidad cotidiana de nuestro Derecho en acción.

En suma, la tesis positivista de que no existe una relación necesaria entre el Derecho y la moral no queda desmentida por el hecho de que circunstancialmente pueda darse esa relación, como ocurre en el Estado constitucional. Pero, a su vez, ese mismo positivismo que nos sitúa en el punto de vista externo y que nos permite mantener en su integridad las exigencias de la moral crítica, sigue representando la mejor posición para comprender y, sobre todo, para enjuiciar el valor o la falta de valor moral del Derecho y de cada una de sus normas, también en el marco de sistemas relativamente justos; enfoque externo que, por otro lado, tampoco impide una crítica interna a partir de los parámetros constitucionales. Ningún fetichismo es bueno y, si antes triunfó el fetichismo de la ley, hoy parece

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imponerse el de la democracia representativa; si antes se partía de la ficción de que el Estado liberal era la implantación terrenal del Derecho de naturaleza, hoy se presume con no mejores argumentos que la democracia representativa, sustentada en una Constitución integradora del pluralismo, es la realización de alguna suerte de ética comunicativa. Ni qué decir tiene, por último, que el punto de vista externo del positivismo sigue resultando indispensable para cualquier teoría del Derecho que pretenda explicar el fenómeno jurídico en contextos diferentes al del Estado constitucional.

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LA EXPERIENCIA ITALIANAFranco Cipriani (Italia)