Del Castillo - La dama que nunca optó al doble

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Mauricio del Castillo LA DAMA QUE NUNCA OPTÓ AL DOBLE Una decisión terrible. Por supuesto, nunca fue forzada; venía más del interior que del exterior. Hay que ver al hombre salir del cine. Después, a la mujer siguiéndole con un gesto perplejo. Sólo así se entenderá. Cruzaron sus miradas, uno sentado al lado del otro en el cine; ella con incierta nube de tristeza o melancolía, sin ninguna intención al principio; él con una soltura implacable en sus ojos. Al terminar la película abandonaron el cine, uno ligeramente detrás del otro. Cruzaron la calle recién mojada por la lluvia, hasta

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Mauricio del Castillo

LA DAMA QUE NUNCA OPTÓ AL

DOBLE

Una decisión terrible. Por supuesto, nunca fue forzada; venía más del interior que del exterior. Hay que ver al hombre salir del cine. Después, a la mujer siguiéndole con un gesto perplejo. Sólo así se entenderá.

Cruzaron sus miradas, uno sentado al lado del otro en el cine; ella con incierta nube de tristeza o melancolía, sin ninguna intención al principio; él con una soltura implacable en sus ojos.

Al terminar la película abandonaron el cine, uno ligeramente detrás del otro. Cruzaron la calle recién mojada por la lluvia, hasta

internarse en un callejón que los conduciría al hotel. La habitación apestaba a sudor y a orines. El tapiz era irreconocible, como si fuera desgarrado por miles de amantes copulando en otras miles de historias. Ofreció asiento a Elsa y una copa de ron que ella rechazó.

—¿Nadie la siguió? —preguntó él, de un modo por demás tosco.

—No —contestó Elsa en un susurro.

Era muy joven, con ojos tan negros como las puntas de un lápiz. Sus contornos eran claros y refinados gracias un maquillaje que le hacía razonable justicia. El pelo castaño caía sobre sus hombros en forma de bucles perfectamente delineados. Su mirada indicaba algo indescifrable.

No parecía tener intenciones de matar siquiera a un insecto. Supo que poseía una fragilidad y una inocencia en su forma de vestir y hablar. Era una contradicción que no alcanzaba a comprender. Pero ahí estaba, dispuesta a pagar una buena cantidad de dinero.

—¿Cuándo cree terminar el trabajo? —preguntó Elsa, tímidamente.

—No hable. Yo hago las preguntas —respondió el hombre con aspereza.

Elsa no dijo nada. Sus labios rectos temblaron, con la angustia oprimiéndola por todas partes. Ahí estaba él, transformado en otra persona. Su mirada de todos los días: firme y antipática; era como si fuera una marca registrada. Cuando hacían el amor, ella tomaba un baño para quitarse la repugnante esencia de él. No podía entender cómo había entrado a su vida un hombre así. No valía nada toda la fortuna de él en comparación al trato que había sufrido. Por mucho tiempo le había guardado rencor, y ahora se cobraría con la mayor de las bromas.

Días antes el psiquiatra le informó el estado mental de su esposo: sus cambios de humor, sus constantes lapsos de pérdida de memoria… Una vez que aceptó este hecho ocurrieron más cosas. Alguien la informó de lo que había visto al seguirlo: los asesinatos, los cobros... Ella pensó que era imposible. Debía tratarse de una alucinación.

Él se irguió y se balanceó sobre los talones, sin hacer caso de ella. Se dirigió a la ventana y encendió un cigarro con el humo transportándose en el maloliente ambiente.

—Y dígame… ¿a quién debo asesinar? —preguntó con frialdad cuando acabó de mencionar sus honorarios.

Elsa lo miró durante un largo rato. Mientras su temor crecía, su confusión parecía hacerla girar en un remolino. Finalmente sacó de su bolso una fotografía y alcanzó a decir:

—Mi marido: Julián Fontevilla.

Desde la azotea de un edificio aledaño miraba detenidamente la pulcra oficina de la víctima. Trató de tener contacto con él a través de las recepcionistas, del seguimiento de sus autos o de hacerse pasar como mesero en el club donde solía concurrir. Después de una semana le fue inútil todo intento: el hombre nunca aparecía. Para estos casos debía hacerse todo a control remoto. Llegaría de Nueva York a las diez horas del día de mañana. Lo investigó

muy bien, a pesar de contar con una sola foto. Sus negocios nunca fueron legítimos. Un hombre así podía tener muchos enemigos.

A todo momento le llegaba el recuerdo de esa mujer: Elsa Fontevilla, una futura viuda casada, efectivamente, con un hijo de puta. Había razones para ello. Al parecer la trataba como excremento recién salido del empaque. La despreciaba, la ponía en total ridículo en fiestas pero, sobre todo, la engañaba con otras.

Recordó la pequeña plática en el hotel:

—Este matrimonio fue toda una farsa —dijo Elsa, tristemente—. Supongo que fui una ingenua. Siempre escojo a hombres que me hacen daño. Estoy tratando de cambiar las cosas, sabe —y se soltó a llorar, con las lágrimas desprendidas en la cara, hasta caer en la delicada blusa que llevaba. Trató de retirarlas con el dorso de la mano, sin atreverse a mirarlo.

Ahora, de vuelta en la azotea, se movió espontáneamente por primera vez, y dejó de mirar la oficina con los prismáticos. Algo no estaba bien. Tenía la sensación de involucrarse

en algo concerniente a él y no lo entendía muy bien. Aquella mujer lo hacía desviar la mirada. Era muy atractiva, pero no pudo dejar de notar que tenía otras cualidades, unas cualidades que le resultaron muy familiares. Ella emanaba una sensación que lo hacía ceder poco a poco.

A pesar de tener esta profesión, algo parecía ablandarlo. ¿Se debía a esos extraños lapsos de tiempo en el que no recordaba nada? ¿Podía ser ella la causante de este cambio?

Podía ser…

Programó el detonador a las diez.

Supo que debía verla antes.

Manejó sobre el sendero que lo llevaría a la mansión, tratando de mirar a través de la espesa niebla. Había rotó dos de sus códigos al hacer esto, pero esa extraña sensación aún lo invadía. Sin embargo, no le desagradaba en lo más mínimo, sino que lo alentaba a seguir a

pesar de no haber acabado todavía con el trabajo.

El conjunto de árboles se elevaba cada vez más hasta que un improvisto acantilado apareció. Desde ahí pudo observar la mansión, medio kilómetro más abajo, rodeada por pequeñas colinas y libre de niebla.

Se estacionó cerca del enrejado de la propiedad, y desde ahí habló por celular:

—Estoy afuera, señora Fontevilla…

—¿Qué hace aquí? ¿Cómo supo dónde vivía?

—No lo sé —dijo, con una vacilante voz que nunca empleaba—. Sólo ábrame.

—Le dije que le daría el resto una vez que lo matara.

—Mañana sabrá que cumplí mi parte.

—¿Qué quiere?

—Pues… Es muy difícil de explicar… yo…

—Ahora bajo.

Elsa salió al jardín y abrió el enrejado. No había ningún guardia de seguridad, por lo que el asesino salió de las sombras y fue a su encuentro.

—Pues ya, hable.

No tenía idea de cómo abordar el tema. Sus manos inquietas no encontraban un lugar donde quedarse.

—Me he involucrado más de lo debido —dijo él—. No sé qué sucede conmigo. Lo supe desde que te vi en el hotel.

Ella jadeó.

—Está loco. ¡Haga su trabajo!

De repente él se acercó todavía más, hasta que Elsa sintió su aliento. La tomó de la cintura, tan quedo como podía hacerlo él, y tan tosco como podía permitírselo ella.

—No… —susurró Elsa, blandamente. Se liberó—. No… No compliques las cosas, por favor.

Él asintió de mala gana.

—¿Por qué me escogiste a mí, entonces?

—Tenía que verte con mis propios ojos.

—¿De qué hablas?

—No lo entiendes. Nunca lo entenderás. Él siempre me buscará.

—No. Déjalo… Ven conmigo. —La tomó de la mano.

—Si pudieras comprender…

Hubo un forcejeo que los llevó a caer al suelo. Ella levantó un guijarro del jardín y lo descargó con fuerza sobre su cabeza. La oscuridad se cerró sobre él. Elsa llamó a los sirvientes para que la ayudaran a llevarlo hasta la regadera del baño. Encontró en su sacó la falsa fotografía y la rompió en pedazos que fueron a dar al cesto.

En el umbral del cuarto Elsa miró el rostro dormido del asesino. Si lo despertaba, entonces su esposo surgiría con otras intenciones. Reprimió un sollozo y se dirigió a su cuarto.

Cuando él despertó a la mañana siguiente la habitación daba vueltas. No recordó nada de anoche: su mente había dado otro brusco giro

de 180 grados. Tenía la boca pastosa y el cuerpo algo entumecido. Midió el tiempo al pasar la mano sobre su barba de una semana. Una barba irreconocible y un rostro irreconocible. «Carajo —le dijo al espejo— Qué mal me veo.» Tomó una ducha y se afeitó.

Julián vivía en un lujoso apartamento del centro, sólo hasta que se arreglarán los papeles de divorcio. Lo que no comprendía era por qué había despertado ahí. A ella ya no le importaba nada de él, ni siquiera su desorden mental. Había pasado una semana de la cual no recordaba absolutamente nada.

Se puso un traje nuevo, bebió un vaso de whiskey y subió al auto.

—Buenos días, señor Fontevilla —dijo el chofer.

Julián no contestó. Se contrajo en una mueca descompuesta. Pasado unos minutos de trayecto, abrió los ojos y el destello de la mañana lo estremeció.

—Luce cansado, señor. Si me permite decirlo.

—No te permito. Cállate y limítate a conducir.

El auto paró en el corporativo. Fontevilla salió apurado y con la cara recién restregada por sus manos.

—¿Lo espero, señor? —preguntó el chofer.

—No —gruñó él—. Pediré que me lleven a mi hotel. Y una recomendación, estúpido: métete en tus propios asuntos.

No contestó a los saludos dentro del corporativo. Llegó a su despacho y se sumió inmediatamente en su trabajo. Su secretaria le preguntó acerca de su viaje a Nueva York, pero él eludió el tema, sin saber a qué se refería. Pidió que no pasara llamadas y que no lo interrumpieran.

Sonaron las diez en punto en todos los relojes. La sorpresiva detonación hizo vibrar el lugar. Un gran trozo de cristal atravesó su cuerpo. La afilada punta emergía por su espalda, justo en medio de sus pulmones. Llevaba su firma —la del otro—, pero eso nunca llegó a saberlo.

Era una extraña ausencia que no debió entregar a un desdoblamiento de su personalidad.