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Texto que aborda de manera pesimista el impacto político de las desmovilizaciones de guerrillas, milicias, disidencias y frentes de los 90 en Colombia.

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Page 1: "De la oposición armada al frustrado intento de alternativa democrática en Colombia" Enrique Flórez y Pedro Valenzuela en Revista Colombia Internacional (Uniandes) (1996)

DE LA OPOSICIÓN ARMADA AL FRUSTRADO INTENTO DE ALTERNATIVA DEMOCRÁTICA EN COLOMBIA

Enrique Flórez* y Pedro Valenzuela**

INTRODUCCIÓN

Los procesos de paz que culminaron con la desmovilización de algunos grupos insurgentes, y su participación a través de canales institucionales, marcaron la política colombiana durante la primera parte de los años noventa. Las guerrillas de los años setenta y ochenta lograron cuestionar las estructuras de poder y colocar en la agenda nacional temas fundamentales como los derechos humanos, la democracia, la justicia, la paz y la militarización.

La gran expectativa generada por los procesos de paz en cuanto a la posibilidad de incidir con cambios reales en la renovación política y la modernización estatal confluyó con la crisis social y de gobernabilidad, la acción de nuevos actores sociales y los esfuerzos dispersos por articular terceras fuerzas, con el objetivo de superar los paradigmas ideológicos y políticos, tanto de derecha como de izquierda. La solución política del conflicto proporcionó, por tanto, una oportunidad excepcional para transformar la oposición armada en una alternativa democrática. Algunos analistas alcanzaron incluso a vislumbrar el quiebre del bipartidismo y el surgimiento de un sistema multipartidista en el país. Sin embargo, la actual dinámica política ha producido desencanto en algunos sectores, generando serios interrogantes sobre las limitaciones y las posibilidades de las fuerzas desmovilizadas para constituirse en alternativa a los partidos tradicionalmente hegemónicos y cuestionando la

eficacia de su aporte a la superación de la crisis económica y sociopolítica. El retroceso de estos movimientos provenientes de las guerrillas de izquierda puede tener un impacto significativo sobre la consolidación de la paz y la afirmación democrática en varios países de la región. Ello demuestra la necesidad de ampliar el foco de análisis de los procesos de paz más allá de las negociaciones directas entre los actores en conflicto, como lo ha venido haciendo un número creciente de trabajos que rescatan la importancia de las fases de prenegociación y de materialización de los acuerdos. Diferentes autores1 han reconocido que la primera es a menudo mucho más importante y difícil que la fase de negociación cara a cara, puesto que en ella debe generarse la voluntad de sentarse a la mesa, definir la agenda, identificar los actores y decidir en qué calidad entran a negociar. Los análisis de esta fase se han centrado principalmente en sus dinámicas; en las condiciones internas, interpartes y del entorno que contribuyen a la "madurez" del conflicto; en las dificultades de los actores para tomar la decisión de negociar y comunicarla al adversario y en los mecanismos de participación de terceros que pueden facilitar el proceso. La fase de materialización de los acuerdos también ha comenzado a cobrar mayor importancia en los análisis, desde la perspectiva del cumplimiento de los mismos, de los mecanismos que puedan garantizar su sustentabilidad y del proceso de reconciliación de los actores y las sociedades o comunidades previamente divididas2.

* Representante del PRT en las negociaciones con el gobierno colombiano, miembro del comité editorial de la revista Irene ** Politólogo, director del Departamento de Ciencias Políticas y de la Especialización en Resolución de Conflictos, Pontificia Universidad Javeriana. 1 Véanse, por ejemplo, Zartman (1986,1995) y Mitchell (1983,1991). 2 Véase, principalmente, Lederach (1994).

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El objetivo de este artículo es propiciar la reflexión en torno a un aspecto específico de la situación de postconflicto: la construcción de nuevas opciones políticas y sociales, desde la experiencia de las fuerzas que intentaron infructuosamente hacer el tránsito de la oposición armada a una alternativa democrática consolidada. Mediante el examen de los factores que impidieron concretar ese propósito esperamos aportar elementos útiles para los eventuales procesos de negociación con la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar y los intentos de reforma política en la senda de un desarrollo democrático.

1982-1991: REACOMODO DEL RÉGIMEN POLÍTICO

El desgaste político del régimen bipartidista y excluyente del Frente Nacional, que se extendió hasta el periodo presidencial comprendido entre los años 1978-1982, dejó como balance una crisis institucional agravada y una imagen nacional e internacional negativa. En consecuencia, una vez concluido el Frente Nacional, los círculos del poder, confrontados a las diferentes violencias y a las crisis de legitimidad y representación, se dieron a la tarea aún inconclusa de legitimar las instituciones mediante la modernización y la renovación.

Las elecciones de 1982 permitieron el comienzo de un reacomodo del poder que se desarrolló a lo largo de los gobiernos de Belisario Betancur, Virgilio Barco y César Gaviria. Desde un partido minoritario, Betancur consiguió el apoyo nacional para darle un vuelco a la continuidad política. Sin embargo, aunque en el tránsito a un cambio institucional insinuó un camino distinto en el tratamiento del orden público y el funcionamiento de algunas instituciones clave, las fricciones con los mandos militares, el fracaso de la primera etapa de los diálogos de paz y la hecatombe del Palacio de Justicia impidieron el logro pleno de su objetivo. Le correspondió, por tanto, al gobierno de Virgilio Barco (1986-1990) darle un nuevo aire al régimen político con la puesta en vigencia del esquema "gobierno oposición", lo que requería la integración de los actores sociales y políticos. Con la institucionalización de una Consejería de Paz, el presidente Barco recuperó el apoyo del Ejército a la acción presidencial por la convivencia e introdujo, al mismo tiempo, elementos de

ruptura en la alianza entre algunos estamentos de las Fuerzas Armadas y el paramilitarismo, mediante la eliminación del decreto que desde la administración de Julio César Turbay Ayala (1978-1982) legitimaba las autodefensas. El régimen político se encontraba gravemente amenazado. Pese a sus errores, la guerrilla adquiría el perfil de oposición armada legítima, o, como mínimo, se adueñaba de un espacio como opción política. La conformación de un nuevo régimen no podía, por tanto, desconocer el espacio alcanzado por la insurgencia. Con este propósito, Barco lanzó el documento "Iniciativa para la paz", el cual fue inicialmente rechazado con un discurso tradicional pero posteriormente asumido por el M-19. Las violencias experimentaban un crecimiento acelerado y no era descabellado pensar que si no se encontraba una solución política podría generalizarse una guerra sin perspectivas, con asiento en algunas regiones del país. En esas circunstancias, César Gaviria se impuso como candidato liberal (luego del asesinato de Luis Carlos Galán) en contra de la más rancia clase política, representada en la aspiración presidencial de Hernando Duran Dussán. El anuncio de una renovación generacional le permitió un nuevo reacomodo al círculo del poder, el cual lideró un proceso de cambio político mediante la oferta de diálogo y negociación con la guerrilla, y la convocatoria a una Asamblea Constituyente. La paz se formuló entonces con un ángulo distinto: ya no consistía simplemente en la negociación con la guerrilla y el cese al fuego, sino también en la búsqueda de fórmulas que permitieran legitimar las instituciones y dotarlas de la capacidad para resolver los conflictos de la sociedad colombiana. Con la Constituyente y el impulso a la modernización, Gaviria le arrebató la iniciativa a una guerrilla apenas iniciada en el tránsito hacia la paz y la construcción de una alternativa política. La reinserción de un gran segmento del movimiento guerrillero hizo que la paz se percibiera como una empresa fácil que no requería mucha inversión. Sin embargo, pese a que las élites dominantes demostraron mayor capacidad que la insurgencia para capitalizar a su favor dicha iniciativa, no coincidimos con aquellos sectores políticos y académicos que aseveran que la función esencial del proceso de paz fue la de negociar la reinserción de alrededor de dos mil combatientes. Prueba de que no fue así es que la aplicación de los beneficios económicos y sociales del Progra-

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ma de Reinserción sólo comenzó dos años después de firmados los acuerdos, tanto por las demoras propias de los trámites gubernamentales, como por el hecho irrefutable, independientemente de los resultados, de que las dirigencias de los grupos desmovilizados enfatizaron la búsqueda de un espacio para la participación política que, a la postre, se esfumó como un espejismo. No obstante, la paz fue más un fenómeno transitorio de opinión y un recurso para el reacomodo del régimen político que un pretexto para fortalecer la democracia o construir una sociedad más justa. Esa oportunidad se desaprovechó al montarse un gran escenario fugaz que impactó a sectores reducidos de la sociedad y que resultó funcional al régimen político, permitiéndole superar, coyunturalmente, con la Constitución de 1991, las crisis de legitimidad y de gobernabilidad. A partir de esta recuperación se desataría una contraofensiva del clientelismo, la corrupción y las viejas maneras de hacer política. En cuanto convocatoria a la sociedad, la Asamblea Nacional Constituyente (ANC) resultó insuficiente, pues no logró conmover el abstencionismo ni aglutinar todas las fuerzas insurgentes y apenas movilizó algunos sectores de opinión. Sus alcances resultaron limitados, pese a la propuesta gubernamental de que la discusión sobre las transformaciones económicas y sociales no se diera en la mesa de negociación sino en ese "gran escenario" donde estarían representados amplios sectores de la sociedad. Los argumentos referentes a la correlación de fuerzas y a la necesidad de impulsar la concertación y de evitar la polarización de la sociedad, además de las presiones de las facciones de poder a las que no les interesaba el tratamiento de esos temas, lograron excluir de la discusión los problemas de las estructuras económicas, la concentración de la riqueza, la desigualdad social y la fuerza pública. La Constituyente quedó entonces reducida a un escenario para la iniciativa estatal de reestructuración de las instituciones. Como lo expresa Wills (1993,172):

... a partir del proceso constituyente, el gobierno se aferró a la tesis de que las reformas políticas eran suficientes para deslegitimar el alzamiento armado, y que las transformaciones económicas y

sociales debían ser una consecuencia del debate democrático. O, en otras palabras, la administración Gaviria le otorgó a lo político la capacidad de suscitar cambios en lo económico y lo social.

El restringido escenario de la ANC confirmó uno de los dramas del proceso político colombiano: la incapacidad de los partidos tradicionales para convocar a la sociedad en propósitos nacionales y generar elementos de unidad nacional (ésta tampoco se afianzó) y la de las fuerzas alternativas para catalizarlos. Sin embargo, el mérito fundamental del proceso de paz de 1990-1991 fue evitar el estallido de la olla de presión en que se había convertido la sociedad colombiana a finales de la década de los ochenta. Con ello se generó una iniciativa que logró plasmar en la nueva constitución conceptos fundamentales para la construcción de un Estado social de derecho y, que sentó las bases para la construcción de una democracia participativa.

LA PERCEPCIÓN DE AGOTAMIENTO DE LA ESTRATEGIA GUERRILLERA

Las razones que motivaron a una parte de la insurgencia a abandonar la lucha armada siguen siendo objeto de debate. Para nuestro análisis partimos del supuesto teórico fundamental de que la decisión de contemplar la salida negociada al conflicto armado obedece a cálculos racionales de "utilidad prevista", determinados por la evaluación de los costos, beneficios y probabilidad de que cada alternativa (prosecución de la guerra o negociación de paz) de hecho proporcione esos beneficios, sufragando esos costos. La decisión racional de abandonar la lucha armada se basa en la apreciación de que la evolución del conflicto imposibilita la consecución de los objetivos por esta vía, lo cual exige una salida negociada, aunque no se logren las metas originales en su totalidad3.

La mayoría de analistas sugiere que esta decisión es determinada por la correlación militar de fuerzas y por los recursos a disposición de los actores para la continuación del conflicto armado. Bajo esta óptica, se ha argumentado que los grupos insurgentes desmovilizados se encontraban derrotados militarmente y que, por tanto, veían con urgencia la necesidad de una negociación

3 Véanse Wittman (1979), Mitchell (1983, 1991) y Valenzuela (1995).

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política. Sin duda, había un sentido de angustia, alimentado por la incapacidad de dar un salto cualitativo en lo militar y lo logístico, que condujo a un cambio en las valoraciones y los planteamientos de estos movimientos, al convencimiento de la inviabilidad de la lucha armada para la toma del poder y la necesidad de buscar nuevos escenarios. Sin embargo, también es claro que, en el desarrollo de la lucha guerrillera en Colombia, la insurgencia ha confrontado anteriormente situaciones mucho más desfavorables, en términos del número de combatientes, armas y capacidad de acción, que las que vivía en el momento de la desmovilización, y que ha logrado recuperarse de situaciones de derrota táctica. Además, en el momento en que se optó por la negociación existía el recurso militar del repliegue, por el que de hecho se decidieron los sectores que se unieron a la Coordinadora Guerrillera, como el EPL, o que, como el Jaime Bateman Cayón, se resistieron a la desmovilización y mantuvieron su ritmo de crecimiento. Resulta, por tanto, inadecuado explicar la decisión de negociar exclusivamente con base en la correlación militar de fuerzas. Para entender el grado de "madurez" del conflicto, y por ende la decisión de abandonar la lucha armada, es necesario incorporar al análisis elementos adicionales que afectan los cálculos de costo-beneficio de los actores. Entre ellos podemos mencionar cambios a nivel sistémico y regional, en la política interna de los actores, las posiciones de algunos segmentos de las élites, la relación con las masas, las actitudes públicas, los valores de las partes, la capacidad de los líderes para arrastrar a diferentes facciones hacia la salida negociada y en las percepciones sobre los objetivos o la mejor manera de lograrlos4. Estos cambios modificaron el contexto del conflicto y, por ende, los instrumentos de poder de los actores y su percepción sobre las diferentes alternativas. Es claro que el tránsito a la desmovilización de estos grupos estuvo precedido por un cambio en su percepción de la realidad, de sí mismos y de su adversario. Como lo mencionamos antes, los grupos insurgentes venían replanteando su estrategia y discutiendo el método más efectivo para

lograr mayores impacto y eficacia en la consecución de los objetivos. En el seno de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar se venían debatiendo temas como el papel de la propaganda armada, el rol de las ciudades, la búsqueda de un salto logístico y militar cualitativo, los cambios en los criterios de construcción de ejército, la necesidad de una política de alianzas más amplia y el desarrollo de iniciativas políticas audaces y de alcance nacional. Sin duda, las acciones del M-19 y sus propuestas sobre diálogo nacional, guerra a la oligarquía, "ser gobierno" y lucha por la democracia impulsaron y dinamizaron el debate. La inviabilidad de algunas de estas consignas transformó la percepción de la correlación de fuerzas y abrió la posibilidad del pacto. Los grupos insurgentes entendieron que la continuación de la lucha armada implicaba costos sociales y políticos muy altos, sin una clara perspectiva de alcanzar los objetivos. Además, se percibía la posibilidad de aprovechar una oportunidad coyuntural para jalonar la renovación de la democracia, manteniendo los propósitos de cambio pero modificando los métodos para alcanzarlos. Las direcciones de estas organizaciones estimaron que, en un momento de cambio institucional, el ingreso al espacio político nacional reportaría un mayor beneficio, en la presunción de que el efecto de las transformaciones institucionales, la reformulación del concepto de democracia, la acogida al proceso de paz por la opinión pública y el surgimiento de sectores interesados en la renovación, abrían la posibilidad de un acuerdo político con las fuerzas del establecimiento que levantaban la bandera de la lucha contra la corrupción y el clientelismo y favorecían la participación ciudadana. El que los sectores del establecimiento con los que se pactó la paz perdieran dinamismo, o que los resultados de ese cálculo hayan resultado fallidos, no debe llevar a la conclusión de que la principal motivación para la desmovilización haya sido la derrota militar o la reinserción con el objetivo de obtener beneficios económicos y de seguridad. Tampoco podemos ignorar la importancia del proceso mismo de negociación para transformar los cálculos de los actores. La decisión de dejar

4 Para una elaboración de estos argumentos, véase Cottam (1986).

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las armas no estaba tomada cuando se produjo la concentración de fuerzas en los campamentos, sino que fue producto de un proceso que se construyó y maduró fundamentalmente durante la negociación. Es evidente que los actores no son monolitos sin contradicciones y que es apenas normal que cuando en una situación de conflicto prolongado e intenso se presenta la disyuntiva de negociación o guerra, surja o se exacerbe el faccionalis-mo interno, lo cual puede obstruir la generación de un consenso en la estructura de preferencias sobre las diferentes alternativas. Como señala Mitchell (1983; 1991), ello obedece a que las opciones de guerra o paz afectan de manera diferente a las diversas facciones, lo que implica que las recompensas y los costos se distribuirán desigualmente. El nivel de apoyo de los subordinados y de credibilidad de los dirigentes, su grado de responsabilidad por una política determinada y la repercusión de una decisión sobre el lideraz-go, las facciones disidentes o la unidad del actor entrarán entonces a jugar un papel determinante en la decisión de abandonar las armas o persistir en la lucha armada. En consecuencia, los actores se ven abocados a procesos internos de conciliación de intereses o de competencia por hacer prevalecer ciertas preferencias, antes de entrar a unas negociaciones con la contraparte, procesos que pueden incluso seguirse dando a lo largo del desarrollo de éstas.

La vacilación sobre la dejación de las armas se manifiesta en el hecho de que durante el proceso de negociación se presentaron discusiones internas en todas las organizaciones para evaluar las posibilidades de repliegue o de mantener reservas estratégicas, como fue el caso de los comandos Ernesto Rojas del EPL. Ello no debe calificarse necesariamente como un doble juego; puede más bien entenderse como una medida de seguridad, producto de la valoración estratégica de las los movimientos sobre un proceso de negociación rodeado de grandes recelos, resentimientos e incertidumbre en cuanto a sus resultados.

Otro factor fundamental fue la participación de terceros en el proceso de negociación5. Los campamentos de paz permitieron múltiples y varia-

dos contactos con sectores políticos, económicos y sociales, lo que generó una gran presión para que las organizaciones que contemplaban la desmovilización asumieran un compromiso con nuevas formas de actividad política y propugnaran por su vinculación al nuevo espacio político. El contacto con terceros influyó significativamente en los cambios de percepción en las dirigencias de los grupos desmovilizados y estimuló la superación de las dificultades con las que tropezó el proceso y la vacilación al interior de los movimientos.

L LA GUERRILLA DESMOVILIZADA COMO ACTOR POLÍTICO: EL ESPEJISMO DE UNA ALTERNATIVA

Una cruda realidad de los procesos de paz es que el proyecto político proveniente de la insurgencia no ha logrado mantener la iniciativa alcanzada inicialmente a partir de la desmovilización.

En el caso colombiano, un primer problema fue la participación de la Alianza Democrática M-19 (AD-M-19) en el gobierno. Este paso, inicialmente bien recibido por el país, le brindó al proyecto de izquierda la oportunidad de mostrar un estilo honesto y diferente de gobierno y participación en la administración pública, y de demostrar que no sólo tenía un discurso para el futuro, cuando la correlación de fuerzas le fuera más favorable, sino que también era capaz de presentar respuestas para el presente. En un primer momento se logró proyectar una imagen de gestión diferente y de lucha contra la corrupción, pero posteriormente, con la dinámica de la Constituyente y las lógicas burocráticas generadas al interior del Ministerio de Salud, empezaron a primar las consideraciones de supervivencia de los líderes provenientes de la guerrilla. El Ministerio se percibió como un fortín burocrático, lo que hizo que el proyecto perdiera perfil y no se lograra demostrar capacidad de gestión administrativa ni expresar un manejo diferente al tradicional.

Por otro lado, con base en el espejismo generado durante la negociación con el gobierno, y a raíz de la situación que vivía el país, diferentes sectores y la guerrilla desmovilizada valoraron

5 La participación de terceros en la resolución de conflictos no se refiere exclusivamente a la figura de la mediación. Para una elaboración sobre las diferentes modalidades de terceros, sus características, sus estrategias y su efectividad, véase Valenzuela (1996).

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desde una óptica triunfalista las posibilidades de la tan anhelada alternativa democrática al régimen. La acción política de las fuerzas guerrilleras desmovilizadas aglutinadas en la AD-M-19 quedó reducida al escenario electoral y estuvo dominada por la intensa actividad en ese terreno (ocho procesos, en un periodo de cuatro años). Es probable que las primeras tendencias de los resultados electorales hayan alimentado el propósito de llegar a la presidencia. En la primera incursión electoral del M-19, en marzo de 1990, Carlos Pizarro obtuvo 80.000 votos y Vera Grave resultó elegida a la Cámara de Representantes. Sólo dos meses después, ya conformada la AD-M-19, en las elecciones presidenciales del 27 de mayo de 1990 el candidato Antonio Navarro obtuvo 800.000 votos, es decir, 12.5% del total. El 9 de diciembre del mismo año, en las elecciones para la Asamblea Nacional Constituyente, la AD-M-19 obtuvo 1.000.000 de votos, o 27% del total de sufragios emitidos. Sin embargo, inmediatamente después de este importante resultado comenzó el descenso electoral del nuevo movimiento. Ya para las elecciones parlamentarias que renovarían el Congreso, el 27 de octubre de 1991, su caudal electoral se redujo en 500.000 votos, es decir, en un 50%, lo que sólo le permitió elegir 9 senadores y 13 representantes, para un total de menos del 10% de las curules parlamentarias. En marzo de 1994, la AD obtuvo 180.000 votos, perdió su representación en el Senado y logró elegir tan sólo un representante a la Cámara. En junio de 1994, en la primera vuelta de las elecciones presidenciales, Antonio Navarro obtuvo 219.000 votos. Era tan negativa la tendencia electoral, que el gobierno adoptó un decreto aprobando una Circunscripción Especial de Paz que le concedía favorabilidad política a los grupos desmovilizados para acceder a los concejos municipales. Gracias a ello, en las elecciones locales de octubre del mismo año, la AD-M-19 obtuvo 235.000 votos, lo que le aseguró 250 concejales y participación en 10 alcaldías, en coalición con otros sectores y movimientos cívicos.

Hoy podemos concluir que el propósito de acceder a la presidencia se sobredimensionó. Peor aun, al empeñarse en la promoción de una candidatura, como resultado del marcado subjetivismo en el análisis de la realidad nacional y de la situación del movimiento, la AD-M-19 se privó de la construcción de una fuerza social y de masas, ejercitada en el desarrollo del poder local y la autogestión política y económica, que ayudara a afianzar el proyecto. Por otro lado, como argumenta García (1994), la AD-M-19 no pudo romper la lógica imperante en el sistema político y no logró establecer programática, política o prácticamente un perfil y una identidad como fuerza alternativa al establecimiento. Al no contar con una fuerte base social o regional o con los lazos de identidad cultural o las redes de solidaridad de otros grupos, como los cristianos, los indígenas o los maestros, su apoyo provino principalmente de una franja6 que vota motivada por una racionalidad basada en dos elementos no siempre coincidentes: la eficiencia del candidato individualmente considerado y el proyecto colectivo. El autor sugiere que en la primera gran incursión electoral de la AD, el proyecto colectivo de paz y la ética anticlientelis-ta primaron sobre las consideraciones de eficiencia legislativa o constituyente. La franja adhirió temporalmente a la salida pacífica, el desarme y la expectativa de cambio, pero no se identificó consistentemente con un proyecto político alternativo o con un proceso de polarización y de lucha de clases. Como empresa electoral, la organización ha sido desplazada por su ineficiencia y se ha visto afectada por los vicios característicos de los partidos tradicionales. Los parlamentarios de la AD-M-19 no pudieron romper con la lógica tradicional de la reelección, corroborando que, como argumenta Pizarro (1996): "La prioridad de un parlamentario termina siendo la de mantener y fortalecer su feudo electoral, sobre cualquier consideración de índole ideológica o programática". Ello incrementó notablemente las disputas y divisiones internas, para cuyo tratamiento no se ins-

6 Para Delgado y Cárdenas (1994) "La llamada franja no debe ser confundida con la opinión pública... Comprende en parte a un sector de la opinión pública (esto es, gente con una educación mínima y una adecuada información) y en parte a un sector popular menos educado y menos bien informado motivado por un deseo de cambio, o en defensa de su interés social vulnerado, o por un sentimiento moral como concepción focal de su mundo vida".

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tituyeron canales apropiados ni se adoptaron reglas de juego adecuadas. La AD tampoco se mostró como una fuerza más interesada en el país que en la defensa propia. Con frecuencia proyectaba la imagen de un movimiento hambriento de cuota burocrática, incapaz de trascender el interés particular de sus adherentes y dirigentes, particularmente de los ex guerrilleros, y cada vez más desconectado de la comunidad y vinculado a la política como profesión, con el objetivo de establecer un nicho en el poder. Incluso la discusión sobre la base ideológica y programática del movimiento se resolvió de manera apresurada, y básicamente se adoptó un discurso social-demócrata de izquierda que recogía los elementos de análisis brindados por la Internacional Socialista. En la práctica, sin embargo, ante la necesidad de concertar y llegar a acuerdos con el gobierno de Gaviria, se terminó conciliando en muchos aspectos, sin definir claramente un perfil como fuerza independiente. Por todo lo anterior, la Alianza no logró diferenciarse del establecimiento ni encarnar la aspiración de cambio de la sociedad y quedó atrapada en, y afectada por, la dinámica de un establecimiento que experimenta una crisis de legitimidad y representatividad. Sin bases sociales consolidadas, estructura orgánica, dirección, unidad, proyecto, o una situación política favorable, la AD-M-19 terminó perdiendo el norte y su capacidad para recoger las aspiraciones sociales y propugnar por la modernización de la sociedad y la participación democrática de las comunidades. Ello le llevó a perder su identidad como agente dinamizador del cambio, profundizó la brecha entre la dirigencia y las bases del movimiento y terminó por desgastar el proyecto. Por último, en las negociaciones de paz únicamente se acordó la favorabilidad política para enfrentar por un corto periodo de tiempo la competencia democrática en condiciones preferenciales: acceso coyuntural a los medios de comunicación, infraestructura de sedes, financiación de algunos militantes, esquemas de seguridad y posibilidad de incidir en las regiones de influencia, señalando obras a ejecutar con los Fondos de Paz. La iniciativa sobre una favorabilidad electoral mediante el mecanismo del voto ponderado se hundió en el Congreso y fue aceptada tardíamente por Gaviria con la Circunscripción Espe-

cial de Paz, como un paliativo ante la ya mencionada derrota electoral en marzo de 1994, que colocó a las fuerzas desmovilizadas ad portas de desaparecer del escenario político nacional y local.

UNA MIRADA AL FUTURO

El reseñado descalabro de la AD-M-19 en su actividad política por las vías institucionales afectará negativamente, en el corto plazo, las posibilidades de un acuerdo negociado con los movimientos que aún persisten en la lucha armada. Sin duda, la lección que estos grupos han derivado del desempeño político de la Alianza es que las posibilidades reales de un movimiento alternativo al bi-partidismo tradicional en la arena institucional son limitadas. Con este antecedente, y dado el contexto actual del conflicto, la búsqueda de una solución de avenencia puede aparecer como una alternativa menos atractiva, en términos de costo-beneficio, que la continuación de la confrontación violenta.

La guerrilla no se encuentra en una situación militar desfavorable. Aunque no ha adquirido la fortaleza necesaria para derrotar a las fuerzas del Estado, es evidente que ha aumentado significativamente su capacidad de acción y desestabilización. Las arremetidas del Estado con sus estrategias de "guerra integral" no han logrado debilitarla, al punto de obligarla a pactar o desaparecer, y aunque el instrumento militar no le garantiza el logro pleno de sus objetivos, ha generado una tendencia favorable que probablemente la llevará a insistir en un plan estratégico que le permita dar el salto logístico y cualitativo en el accionar militar para colocarse realmente en una perspectiva de poder. Incluso si la guerrilla es incapaz de establecer un equilibrio militar, su presencia armada en una parte significativa del país y su acceso a cuantiosos recursos no sólo le han permitido sostener e intensificar el esfuerzo bélico, sino que también la han fortalecido a nivel local, como lo demuestran sus alianzas con distintas fuerzas políticas, el compromiso y los acuerdos con diferentes autoridades e instituciones, y su activa participación en el manejo regional y la distribución burocrática y presupuestal. Es decir, que las armas le han garantizado a la insurgencia el ejercicio de un control político en las regiones que probablemente no logrará mediante la participación política por las vías institucionales.

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Es evidente, pues, que para que la alternativa de su desmovilización resulte atractiva, la Coordinadora Guerrillera demandará reformas significativas, presentándose en la mesa de negociación como vocera de los intereses de las mayorías y abogando por la democratización socioeconómica y política del país. A diferencia de quienes argumentan que la prioridad de la guerrilla es lo local, no creemos que las direcciones del ELN y las FARC abandonen su objetivo de incidir y copar un espacio a nivel nacional, planteando reformas políticas y debatiendo los grandes temas de interés para el país. El desplazamiento de sus dispositivos militares apunta a las grandes ciudades, en la perspectiva de generar una mayor presión militar en esa dirección. En esta perspectiva, exigirá también reformas tendientes a garantizar su supervivencia como organización política, pues, pese a las ya consignadas en la Constitución de 1991, no se ha logrado articular una oposición efectiva al bipartidismo tradicional desde la insurgencia desmovilizada, los movimientos cívicos o las disidencias de los partidos. De hecho, el país está viviendo de nuevo un ciclo en el que se acentúan los factores extrains-titucionales. La influencia del narcotráfico, por ejemplo, se ha evidenciado en el mismo proceso electoral. La aceptación social y política del fenómeno agudiza aún más la situación, pues distorsiona las condiciones de la competencia democrática. Frente a los gigantescos recursos destinados a financiar las maquinarias políticas, que superan con creces el aporte del Estado a los partidos, las posibilidades de quienes aspiran a una competencia democrática en los niveles local o nacional resultan limitadas. También es palpable el fortalecimiento del paramilitarismo, con consecuencias para los patrones de tenencia de la tierra y distorsiones de la realidad política del país. La pérdida de dinamismo de la renovación democrática se expresa en el retroceso frente a las conquistas de la Asamblea Nacional Constituyente, la dinámica predominante de corrupción, narcotráfico, desigualdad de oportunidades en la competencia democrática y manejo patrimonial de los recursos del Estado. Infortunadamente, no son auspiciosos los posibles escenarios para una reforma política que revierta estas tendencias. El Congreso se percibe como una institución profundamente pervertida, deslegitimada y carente de autoridad y voluntad para el cambio. A juzgar por sus propuestas e iniciativas, parece más inte-

resado en revivir antiguos privilegios y perpetuar el viejo país, generador del clientelismo y la corrupción, que en adelantar un cambio democrático. La actual dinámica de guerra y la debilidad del gobierno Samper tampoco contribuyen a la concreción de las negociaciones con la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar como un escenario para la democratización del país y el reconocimiento de poderes locales en el corto plazo. Estas tendencias pueden relegitimar los movimientos armados como actores políticos con capacidad de enfrentar el nuevo reacomodo de la clase política, independientemente de su capacidad para articular claramente un proyecto político o para aprovechar las crisis y contradicciones y de que la vía armada posibilite, de hecho, la toma del poder o las transformaciones de fondo requeridas por la sociedad. Como argumenta Be-jarano (1995,141): Cabe considerar la proposición de que una extensión y degradación del conflicto y un eventual fortalecimiento de la guerrilla se asocian no al proyecto político de la guerrilla, sino a la falta de proyecto político por parte de los estamentos democráticos. Sin duda, más que la pérdida de legitimidad del gobierno, más que su pérdida de popularidad, más que la apuesta al deterioro de la situación social, lo que en verdad debe preocupar es la pérdida de horizonte de un proyecto político por parte de los partidos, que atrapados en los juegos políticos electorales parecieran haberse olvidado de los horizontes de largo plazo, al tiempo... que el gobierno ha perdido margen de maniobra para desarrollar los proyectos de cambio que fueron su propósito original. En estas circunstancias, podría crearse un "vacío de proyecto" que pudiera convertirse en un espacio potencial para la guerrilla frente a la falta de dinamismo de los proyectos de la democracia.

A MANERA DE CONCLUSIÓN

La consolidación de grupos guerrilleros desmovilizados como fuerzas alternativas dentro de la institucionalidad puede verse obstaculizada, tanto por factores de índole interna como del contexto y las estructuras en las que entran a desarrollar su actividad política. Un problema dentro de la primera categoría, evidente en el caso colombiano, es el lastre de las exigencias organizacionales de la vía armada. La estructura de autoridad vertical y jerárquica, justificada quizás por las necesidades militares y de

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la lucha clandestina, resulta incompatible con la participación legal de un movimiento político que pretende impulsar un proyecto de organización democrática de sociedad. Ello es particularmente relevante en una coyuntura en la que las tendencias de la opinión favorecen la profundización de la democracia y rechazan los vicios de la vieja política. Otro factor que puede terminar por desconectar a estos movimientos de los sectores que aspiran a representar es el énfasis en la participación electoral, en desmedro de la construcción de una organización con vínculos sociales mucho más afianzados. En el caso colombiano, los vínculos de las guerrillas con los movimientos y las organizaciones sociales han sido tradicionalmente más débiles que los desarrollados por otros movimientos guerrilleros en otros contextos, como por ejemplo el FMLN en El Salvador. La Alianza acusaba de hecho una gran debilidad a nivel local7 . Sin embargo, las prácticas del movimiento no favorecieron la anunciada construcción de "una organización con ciudadanos y para los ciudadanos", ni la creación de espacios para la participación de sectores independientes, populares o intelectuales, lo que terminó alienando a muchas fuerzas que buscaban una alternativa al bipartidismo tradicional8. Al trazarse como propósito estratégico fundamental el triunfo en las elecciones presidenciales, la AD-M-19 se decidió por un camino diferente al de otras experiencias, como la venezolana, en la que fuerzas reinsertadas optaron por una línea de acumulación social y local de bajo perfil, conformando movimientos que aún cuentan con un espacio real y que no han agotado sus posibilidades, o como la salvadoreña, en donde el FMLN, con una correlación de fuerzas comparativamente más favorable y una mayor incidencia en la sociedad, asumió el propósito político de configurarse como oposición al gobierno. Incluso en Uruguay, con el antecedente de una derrota militar que los líderes no se empeñan en contradecir, el MLN asumió la acción política dentro del Frente Amplio hasta reconstituir un movimiento que llevó a la alcaldía a Tabaré Vásquez. Esta desconexión de los grupos sociales y el énfasis en lo electoral conduce a que la figuración

política tenga como base principal el apoyo de una franja apenas comprometida parcial y coyunturalmente. La lógica del apoyo inicial de la franja con base en el "proyecto colectivo de paz y la ética anticlientelista" es paulatinamente desplazada por consideraciones concernientes a la "eficiencia legislativa". En este sentido, los grupos desmovilizados presentan desventajas, pues entran a desenvolverse en un terreno casi desconocido con una evidente falta de preparación de sus cuadros. El proyecto armado exige de los combatientes destrezas específicas e incluso limitadas, mientras que el juego político institucional demanda el dominio de diferentes habilidades aplicables en diversos ámbitos. Otro de los grandes obstáculos es la dificultad para mantener los lazos de solidaridad y cohesión en ausencia de la lucha armada. La fragmentación histórica de la guerrilla alrededor de lealtades personales, aunada a la incapacidad para generar un proyecto aglutinante e institucional del movimiento, de manera que se acuerden y respeten las reglas de juego y se proporcionen mecanismos para tramitar los conflictos internos, fortalecen las fuerzas centrífugas. La participación en el gobierno plantea un dilema de difícil solución para estos movimientos. Como bien lo expresan Álvarez y Llano (1994), ella representa "una gran paradoja y contradicción". Por un lado, dicha participación se considera esencial, "por cuanto la formación no puede darse en frío". Sin embargo, puede terminar en "compromisos burocráticos y riesgos políticos" que le restan perfil al proyecto y limitan la capacidad de acción del movimiento, con las consecuencias antes enunciadas. Por otro lado, no participar les evitaría estos riesgos, pero "podría conducir, en una organización proclive al radicalismo verbal, a volverse también una fuerza tradicional de izquierda, incapaz de ser alternativa real de gobierno". Por último, las medidas de favorabilidad política para la competencia democrática deben trascender los beneficios inmediatos del proceso de reinserción. En las condiciones de exclusión política, como las de los países latinoamericanos que han experimentado conflictos armados internos, la consolidación de la paz y la democracia exigen

7 Véase la entrevista con Antonio Navarro, en Revista Foro, No. 24, abril de 1994. 8 Véase Álvarez y Llano (1994).

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no sólo la apertura de espacios de participación, sino también garantías para la estructuración y la acción de nuevos actores políticos.

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